La noche del día de Reyes de 1945, Carmen Laforet, una joven desconocida de veintitrés años, obtiene el primer premio Nadal de 1944 en el curso de una cena celebrada en los salones del desaparecido Café Suizo de la Rambla. «La novela desde su publicación obtuvo un éxito ruidoso que me sorprendió y sorprendió a todo el mundo. Creo que yo andaba aturdida. Me parecía que un éxito literario no debía incluir el interés por la persona de su autora, pero me llovían interviús y preguntas. Comprendí que no escribiría nada más hasta que se pasase todo aquello y dejasen de preguntarme “¿qué preparas ahora?”», comenta Laforet en un texto autobiográfico que redactó para su amiga y estudiosa Roberta Johnson en 1976, durante su estancia en Roma, y en el que manifiesta claramente su horror a la malsana curiosidad que implicaba el éxito público.

La concesión de lo que será el premio de novela más importante de la posguerra española a una mujer fue un auténtico fenómeno social y cultural. Es un hecho conocido que los premios literarios animaron el precario mercado editorial español de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo. Los editores se resistían a publicar novelas de autores jóvenes y estos tuvieron que acudir al complicado mecanismo de los galardones para darse a conocer. Además, la circunstancia de que la primera beneficiaria del Eugenio Nadal (premio cuyo prestigio se incrementó en la siguiente década hasta la creación del Biblioteca Breve) recayera en una mujer será un poderoso acicate para el devenir inmediato de la escritura femenina de posguerra, como demuestran las favorecidas en el decenio de 1950 por el Nadal (Elena Quiroga, Dolores Medio, Luisa Forrellad, Carmen Martín Gaite y Ana María Matute). Carmen Laforet abrió un camino y brindó un modelo, que era la antítesis de la novela rosa y de los estereotipos heroicos, a otras jóvenes escritoras de la inmediata posguerra: «Aquella chica tenía veintitrés años y le acababan de dar un premio que la descubría como escritora, porque antes de eso nadie había oído hablar de ella. Era, pues, posible. Yo quería escribir una novela y ganar el Nadal, aunque no se lo dije a nadie», confesará Carmen Martín Gaite en «La noche de Sofía Veloso». La misma Martín Gaite reconoció desde El cuarto de atrás cómo el estímulo que su voz narrativa aportaba iba acompañado además de una insólita imagen de modernidad con la que se retrataba la flamante y jovencísima escritora en 1945: «Recuerdo que cuando le dieron el primer premio Nadal a una mujer, lo que más revolucionario me pareció, aparte del tono desesperanzado y nihilista que inauguraba con su novela, fue verla retratada a ella en la portada del libro, con aquellas greñas cortas y lisas». 

Nada fue una novela abiertamente generacional y reveló en la España del racionamiento y el estraperlo el nacimiento de un nuevo lector (juvenil, universitario y también femenino) que no buscaba una cura de olvido en un libro. Frente a la vacua palabrería, a la hinchazón retórica de los discursos caducos y al escamoteo de la experiencia viva de los llamados años triunfales, Nada era una novela que hablaba «en claro y en nuevo», reconocía con precisión Emilio Sanz de Soto en el homenaje que se tributó a Laforet en el club Gandori de Tánger, el 6 de septiembre de 1959, y que al día siguiente recogió el diario España. La recepción tanto entre el público en general (entre mayo de 1945 y abril de 1946 se imprimieron cinco ediciones), como entre los escritores del interior (Azorín) y sobre todo los del exilio (Juan Ramón Jiménez, Francisco Ayala, Ramón J. Sender, Américo Castro, Elena Fortún, Arturo Barea) fue de unánime entusiasmo. Pero si Nada despertó nuevas vocaciones, también Carmen Laforet se sintió desbordada por las expectativas creadas por su primera novela y por tener que poner a prueba su talento. El sino de escritor públicamente notorio no se lo creía, ni era un papel que le agradase, en tal sentido fue la antítesis de Cela. «Lo que más me importa (lo único de verdad) es escribir con tranquilidad, a mi manera y lo mejor que sepa», le escribía al mismo Emilio Sanz de Soto, el 16 de junio de 1961 (Archivo de la Residencia de Estudiantes). Nuestra escritora siempre dudó de la suerte del artista como profesión y del éxito como circunstancia favorable, ya que podría resultar una «suerte imperdonable a los otros» —confiesa en un artículo de 1961 para Pueblo una Carmen Laforet conocedora de las envidias y miserias de la vida literaria—.

En 1946 contrae matrimonio con Manuel Cerezales con quien tendrá cinco hijos y del que se separará en 1970. Durante estos años tuvo que conciliar crear y procrear. La correspondencia con Elena Fortún alude a esta cuestión en dos cartas de 1950 y 1951: «¿Sabes que cuando yo iba a tener mi primera niña creía que no volvería a escribir? Creía que eso me serviría lo mismo. Luego resultó que no, que los hijos de carne y hueso son cosas aparte y que uno, por lo menos yo, no se puede entregar enteramente a ellos»; «Yo cuando espero un chico, no tengo la menor facultad creadora para otras cosas». Sin embargo, entre 1946 y 1970, situamos el grueso de su obra: sus novelas La isla y los demonios (1952), La mujer nueva (1955), La insolación (1963) y su narrativa breve, recogida en volúmenes como La muerta (1952), La llamada (1954) y La niña y otros relatos (1970). A sus novelas, cuentos y nouvelles hay que añadir Paralelo 35 (1967), la crónica de su primer viaje a Estados Unidos, invitada por el Departamento de Estado, así como sus asiduas colaboraciones en prensa (recientemente se han reunido en un volumen sus artículos semanales en la revista Destino, entre noviembre de 1948 y febrero de 1953, con el título de la columna que Josep Vergés creó ex profeso para ella: Puntos de vista de una mujer; pero a estos artículos habría que añadir sus múltiples entregas dispersas en distintos medios —como Informaciones, Pueblo, La Actualidad Española, Arriba, Abc, entre otros—, cuya recuperación podría constituir una valiosa autobiografía espiritual de la autora). Tales títulos, más su novela póstuma, Al volver la esquina, confirman que Carmen Laforet no fue solo la autora de Nada, sino de una sostenida producción narrativa —al menos hasta La insolación—, que es necesario valorar en su conjunto. Considero que esta es una tarea crítica aún por hacer.

A finales de 1951, Laforet vivió una crisis mística que la llevó a la conversión a la fe católica y en la que tuvo mucho que ver su relación con la deportista y escritora feminista Lilí Álvarez. Así rememoraba esta conversión en 1966, en carta a Ramón J. Sender, con la distancia de quien escribe después de los hechos, tras un periodo vivido entre el error y la desproporción: «Para mí la cosa de Dios ha sido tremenda. Primero como algo que vino desde fuera. Luego una búsqueda de siete años en que hice las mayores idioteces y las dejé y me metí por todos los vericuetos de nuestro catolicismo español en lo que tiene de venero religioso y en lo que tiene de absurdo y enmohecido». El resultado literario de esta conversión fue su tercera novela, La mujer nueva, con la que obtuvo el premio más dotado de la época, el Menorca, y el premio Nacional de Literatura. La mujer nueva es un libro incómodo; y por incómodo, más de una vez ha sido juzgado con displicencia no solo en la España del medio siglo (donde los prejuicios ideológicos estaban más arraigados que los juicios críticos), sino dentro de la totalidad de su obra (especialmente, la segunda y la tercera parte). Quizá sea la novela que haya generado el escrúpulo infundado de que después de Nada no hay nada en la narrativa de Carmen Laforet. La mujer nueva plantea conflictos polémicos, como la necesaria abnegación dentro del matrimonio, los nudos de la maternidad, el adulterio, la práctica de la religión católica, el error que comporta cualquier toma de decisión; pero, a su vez, demuestra los mejores valores técnicos de la novelística de Carmen Laforet: su agudeza para recrear ambientes, para recoger lo terriblemente cotidiano, prosaico e incomprensible desde una mirada interna y para hacer confluir en una misma trama muy dispares interpolaciones narrativas. Carmen Laforet fue tachada de beatería a raíz de este título, aunque La mujer nueva tuvo dos prestigiosos lectores, nada sospechosos de beatos, Gerald Brenan y José Bergamín, según se desprende de las cartas dirigidas a la autora respectivamente, en 1956 y 1959. Este último concibió las tres novelas publicadas por Laforet hasta entonces como una trilogía: un «laberinto entrañable de vida, de verdad […]. Y sí quiero decirle —contra malas críticas y falsos críticos— que en este proceso novelesco que va de Nada a La mujer, pasando por La isla [...] no encuentro bache ni desmayo: todo lo contrario, encuentro algo que crece y se afirma cada vez con más seguridad y acierto, cada vez mejor». Aunque en esta carta del 15 de enero de 1959, el fundador de Cruz y Raya siga manifestando su preferencia por La isla y los demonios.

Precisamente una trilogía, «Tres pasos fuera del tiempo», fue el siguiente proyecto narrativo de Carmen Laforet, que quedó esbozado desde el prólogo a La insolación (para algunos de los conocedores de su obra —Ignacio Soldevila y Agustín Cerezales— su mejor novela) y el único título de la trilogía que publicó en vida. Al volver la esquina verá la luz en mayo de 2004, aunque estuvo en galeradas desde finales de 1973 y la autora comenzó a hacer correcciones en busca de una segunda versión, pero sin decidirse a dar el definitivo visto bueno: lo haría al final de su vida. De Jaque mate, por ahora no se tiene noticia de ningún manuscrito, salvo que fue la matriz de la nueva serie. En carta fechada en 1973 a su amigo Bernardo Arrizabalaga, Laforet comenta: «Esta trilogía […] inaugura una nueva época en mi manera de escribir. Nada, La isla y los demonios y La mujer nueva fueron preguntas personales y recuento de hallazgos personales […]. Ahora no cuento hallazgos ni hago preguntas. Ahora empiezo a dar un mundo de personajes que se mueven ellos solos sin que yo les lleve de la mano con ninguna de mis inquietudes. Tienen las suyas. Los veo de otra manera como si me asomara a una ventana, sin intervenir para nada». Un rasgo muy acusado de su carácter fue su tendencia a esconderse, a rodearse de un muro infranqueable contra el que cualquier croquis o simplificación resultase infructuoso. Pero esa resistencia tenaz al intento de que se penetrase en su intimidad le resultó casi imposible de conseguir como narradora. A pesar de esta tentativa de colocarse de antemano fuera de la ficción, la escritora afortunadamente convirtió en suyos a sus personajes, aunque fueran muy distintos a ella (como demuestran en sus últimos dos títulos Martín Soto, Anita Corsi y Soli).

A pesar de la sumisión y de la falta de libertad que Carmen Laforet parecía sentir junto a su marido «en los últimos tiempos de convivencia», su separación en verano de 1970 no se tradujo en obras: paradójicamente la va a conducir al bloqueo, a la desconfianza en sí misma, a lo inacabado: «No pudo prácticamente volver a escribir desde que se alejó de él, aunque hizo varios intentos que no llegó a culminar», apunta Cristina Cerezales en Música blanca. El apartarse de ese camino de «recuento de hallazgos personales», que mencionaba en su carta a Arrizabalaga, fue, a mi parecer, el acicate de su sequía creadora, junto a su sentido feroz de la autocrítica, que se exacerbó en el último periodo de su vida y la condujo a una visión confusa de su obra y de su talento literario hasta destruir todo lo que escribía. Llama la atención, a lo largo de toda su trayectoria, su reacción de irritación y rechazo ante los comentarios críticos sobre la posible raíz autobiográfica de su obra y sobre todo ante la mecánica confusión entre vida y literatura en la que solían caer sus entrevistadores, que buscaban a toda costa identificaciones inmediatas. Carmen Laforet tuvo que defenderse constantemente de autobiografismo, como si lo personal fuera un desdoro. Tras esta imputación entrevemos un prejuicio de una mirada masculina que presupone la incapacidad de la escritora para remontarse a otros terrenos que no sean los de su propia biografía y, consiguientemente, su anclaje en un mundo corto, falto de imaginación, excesivamente apegado a lo íntimo. Sumergirse en sí misma a través del mundo que la rodeaba fue la dirección verdadera de Carmen Laforet, como nos demuestra Nada. La prevención tanto de su padre como de su marido ante la materia autobiográfica es un ejemplo de los prejuicios impuestos por la moral familiar del patriarcado. El padre, el arquitecto Eduardo Laforet Altolaguirre, en un reencuentro con su hija en 1953 le pidió «que no escribiera nada referente a su vida, pero su vida era también la mía. Y no es que yo quisiera contarla, pero esa petición era una mutilación, una cortapisa a mi capacidad creadora que nunca debí aceptar. Lo mismo ocurrió con Manolo [Cerezales] cuando abandoné la casa familiar, me fui con Juan Luis Ramos (amigo y notario) y su mujer, Laura (también amiga) a Gijón unos días y arreglé el documento dando poder a Manolo para vender la casa de O’Donnell y jurando no hablar por escrito en novelas ni en autobiografías de nuestro matrimonio “luz de gas”. A cambio, Manolo me daría un amplio permiso notarial para manejarme como soltera», así reproduce su voz Cristina Cerezales en la viva semblanza, Música blanca.

Si los dioses castigan a los hombres con sus deseos, Carmen Laforet, tras la separación conyugal, pudo llevar a cabo su sueño juvenil de vagabundeo, de mujer humilde y errante, que formulara desde sus primeros relatos y en su artículo de 1950, «La maleta». (El vagabundeo es un término recurrente en sus declaraciones autobiográficas y entre sus personajes de ficción. Estas ansias de errancia y de libertad fueron un aviso en su biografía del rechazo a la estabilidad emocional, o a cualquier otro acomodo, y de que en ningún lugar de la realidad hallaría el todo deseado: ni en la literatura ni en la vida, quizá en los viajes sí consiguiera esa anhelada y precaria idea de libertad, de la aventura de ver como ejercicio vital: «Ese molimiento de huesos que tanto aligera el espíritu», dilucida expresivamente en su correspondencia con Emilio Sanz de Soto.) En 1972 fija su residencia en el Trastevere romano y vuelve a España cinco años más tarde, con cambios continuos de domicilio y cargada de apuntes y proyectos literarios que no llegaron a cuajar: Encuentros en el Trastevere, El gineceo, Rebelde en carroza, además de Jaque mate. El 29 de febrero de 2004 fallece en Madrid. Tres meses más tarde saldrá a la luz Al volver la esquina y un año antes se publicó su correspondencia con Ramón J. Sender, quien en una de sus cartas nos dejó de Carmen Laforet esta interrogación retórica que podría ser un escorzo moral de la autora, cuya luminosidad aún es posible distinguir de forma velada o manifiesta en algunas de sus fotografías: «¿Tú sabes que tu mayor atractivo —digo, en cuanto a la persona exterior o visible al primer encuentro, que es lo que siempre cuenta más— es ver en tu expresión, viva y latente, una luz de infancia como cuando tenías diez u once años? Es milagroso y espero que no la perderás nunca». La afanosa búsqueda de la pureza infantil como verdad de la existencia fue también un leitmotiv que atravesó su vida y la de sus entes de ficción.

Nada supuso, para una muchacha que aún no había elegido una dirección en la vida, la confirmación de un destino de escritora y, como la propia Carmen Laforet reconoce en «Unas líneas de la autora» —prólogo a sus Obras completas (1957)— se asustó. Esta novela más que un éxito significó para ella «una espantada» y «no el espanto de no poder hacer nada igual», como se ha solido repetir hasta la saciedad, «sino el espanto de saber […] el precio que se paga por una vocación auténtica». Su vocación de escritora la vivió como un sacrificio (el sacrificio de la vida que resulta imprescindible al artista), pero a la que inevitablemente no pudo renunciar: «Y durante esos seis años en que no tomé la pluma seguí siendo escritora en un remordimiento apagado, constante. Cuando hice la segunda novela, comprendí que no había remedio, que todo lo que floreciese en mi vida sufriría ese monstruoso proceso de elaboración literaria necesario para inventar; y que con la angustia de mis huesos, todo se convertiría en tinta, quisiese yo o no quisiese», sigue explicando en este interesantísimo prólogo de 1957, que recoge la tensa relación que la autora mantuvo con su obra, con su vocación de escritora y con el reconocimiento público. En este prefacio como en el que redacta para La insolación («Por qué de esta trilogía») sostiene que un escritor, aunque no quiera escribir ni publicar, en realidad está escribiendo siempre: «Pero la verdadera vocación de un narrador —vocación que puede cuajar en algo interesante o en algo sin interés— no puede estar sometida a la preocupación de un fracaso. Un día uno siente que tiene que escribir y continuar escribiendo». «El arte es un demonio que empuja», leemos en La isla y los demonios, donde la relación atormentada del pintor Pablo con su obra pudo ser la de la autora. La relación del arte con la vida es un dilema que atraviesa gran parte de la producción novelística de Carmen Laforet: en Nada, Juan y Román son dos artistas fracasados y Andrea es, en el fondo, una aprendiz de escritora; en La isla y los demonios, Pablo es un pintor que experimenta la crisis de la creatividad unida a una atmósfera cada vez más decadente; y en La insolación y Al volver la esquina —sobre todo, en la primera—, Martín Soto es un pintor que reflexiona sobre la creación y la voluntad artística. Carmen Laforet estuvo escribiendo y rompiendo lo escrito hasta que su salud se lo permitió. El sacrificio de la vida que representa la creación artística estuvo siempre presente en su biografía y en la de sus personajes.

Nada tuvo el don de predecir el futuro de la novela española de posguerra, pero también de servir a los lectores de su tiempo y de ahora (si hay una peculiaridad que distinga a Nada de la narrativa de aquellos años es su actualidad). Aquella primera novela nos mostró qué hay detrás de la intratable realidad: nada en absoluto, solo el vacío. Otros autores de su época se atrevieron a mostrar las heridas y sus abismos, solo Carmen Laforet se atrevió a narrar ese vacío que anida en nosotros y nos aleja de cualquier redención. A partir de Nada todas sus novelas aluden a un problema ético y a la parte de error y de necesidad que supone una toma de decisión para alcanzar un conocimiento no sospechado de la realidad: el descubrimiento casual de la nada como fondo de todo.

Laforet inició con Nada una singladura narrativa presidida por una despiadada capacidad de autocrítica que se llevó todo por delante, incluso las ganas de escribir novelas. Su autoexigencia fue férrea como demuestra continuamente su correspondencia con Elena Fortún, Ramón J. Sender y Emilio Sanz de Soto (esta última aún inédita). El silencio siempre la sedujo. A pesar de ello —y es importante recordarlo— su escritura se prolongó hasta Al volver la esquina, explorando nuevos caminos y demostrando de continuo un genuino talento para crear personajes vivos. Los narradores de sus relatos no ejercen la omnisciencia, sino que presentan la vida o sus vidas como un fluir haciéndose. En toda la narrativa de Laforet hay un secreto último que reside en el modo: en la capacidad de su lenguaje narrativo para recrear objetos, ambientes, estados de ánimo, miradas. Laforet atenúa el suceso y expande su creación poética, consiguiendo el equilibrio justo entre lo uno y lo otro (un equilibrio que no encontró históricamente la llamada novela lírica). La estrategia narrativa de Laforet despliega la mirada interior de sus personajes, para narrar con una desarmante naturalidad de adentro a fuera. La mirada se convierte en introspección. Tengo la firme convicción de que su obra no se agota en su primer título y de que Carmen Laforet es una escritora aún por descubrir. Será este uno de los perentorios objetivos del centenario que celebramos.