José María Lassalle[1]

En Vicisitudes del mudejarismo Juan Goytisolo reconoce una deuda intelectual y literaria que una y otra vez se encarga de recordar y repetir. La última vez, por cierto, durante la ceremonia de entrega del Premio Cervantes este mismo año. Esa deuda no es otra que con Miguel de Cervantes, pues: “Tres siglos y medio después, los novelistas cervanteamos aún sin saberlo; escribiendo nuestras obras, escribimos desde y para Cervantes; escribiendo sobre Cervantes escribimos sobre nosotros mismos. Ajenos o próximos a sus devociones islámicas, será en cualquier caso la alquibla en que convergerán nuestras miras”.

Esa alquibla nos orienta hacia un ámbito de reflexión que permite proyectar luz sobre las sombras de un tiempo convulso como es el nuestro. Un tiempo en el que los ruidos y las furias provocados por la crisis global han introducido en nuestra cotidianidad una sensación de desaliento y desesperanza, así como una pérdida de confianza en el futuro que recuerda aquel momento histórico en el que se forjó la nacionalidad cervantina de la que hablaba Carlos Fuentes, y que no es otro que el momento histórico de Cervantes. Una época de crisis también. Un periodo de la historia de España y Europa en el que el optimismo renacentista y el cosmopolitismo que iba de la mano se ensombrecieron y quebraron bajo la presión de los fanatismos religiosos y nacionales, así como por las frustraciones políticas y económicas que anticiparon lo que luego fue la experiencia agónica del Barroco. Algo que en la patria de Cervantes se agudizó de la mano del fracaso palpable que cosecharon los anhelos imperiales que Carlos V inyectó en su tejido emocional y en el inconsciente colectivo español. Anhelos que cayeron desechos junto a los ideales renacentistas que cuajaron en el erasmismo temprano que caló con gran fuerza en Castilla y en los entornos burgueses de toda la península. Quizá por ello no debe extrañarnos que la exaltación idealista que identifica el quijotismo cobrara tanto predicamento en una época de desilusiones. Y es que, cuando los viejos ideales de la caballería caían en desuso bajo el peso de los acontecimientos que acompañaron el debilitamiento del proyecto imperial de Carlos V y el inicio de su temprana decadencia con Felipe II, esos mismos ideales fueron inmediatamente añorados por muchos que no dudaron en ver en ellos un refugio sentimental en el que guarecerse de la gravedad del realismo impuesto por la cruda facticidad de su época.

La España de Cervantes es un país desilusionado que había apagado los sentimientos expansivos, dinámicos, aperturistas y reformadores que movilizaron la Castilla renacentista. Un país en retirada intelectual debido al aislamiento decretado por Felipe II y que, además de desterrar el cosmopolitismo de principios de los siglos XV y XVI, y enterrar la fuerte implantación erasmista arraigada entre las clases burguesas, administrativas y universitarias, se sumergió en una sensación colectiva de temprana decadencia que hizo que “treinta años antes de que aparezca la primera parte del Quijote, algunas manifestaciones de la crisis son bien visibles en el país. Y lo que es más grave, las que se juzgan conveniencias del poder se imponen por todos los medios, desde los represivos de la Inquisición, hasta los que pudiéramos llamar infiltrativos de una mentalidad contrarreformista, y cortan o deforman las tendencias reformadoras, para dejar en su lugar que se fomenten sueños de evasión”[2].

Es en este difícil escenario de complejidad política, religiosa, económica, social e intelectual donde se fragua la hazaña literaria del Quijote y la personalidad creativa de Cervantes. Personalidad que se insufla sobre el conjunto de su obra como veremos y que hace posible que cuatro siglos después se verbalice su nombre para designar una actitud que, en palabras de Juan Goytisolo en el mencionado discurso de aceptación del premio Cervantes, supone: “aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía. Dudar de los dogmas y supuestas verdades como puños nos ayuda a eludir el dilema que nos acecha entre la uniformidad impuesta por el fundamentalismo de la tecnociencia en el mundo globalizado de hoy y la previsible reacción violenta de las identidades religiosas e ideológicas que sienten amenazados sus credos y esencias”. Definición que el premiado no duda en glosar e ilustrar cuando cincela con precisión el horizonte y el sendero que en forma de alquibla muestra aquél, pues, señala al respecto que: “Cervantes nos muestra el camino” de cómo “asumir la locura de su personaje como una forma superior de cordura”. No en balde, “al hacerlo no nos evadimos de la realidad inicua que nos rodea. Asentados al revés los pies en ella” y, así, los “contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia”.

Y así es porque lo que era válido para lo época cervantina, lo es, aún más, en la nuestra. De hecho, la lanza que esgrime el Quijote -y que no es otra que el humanismo reformador que contiene un relato creativo al servicio de la belleza y la libertad-, sirve para ofrecer un marco ilusionante y transformador dentro de un mundo en el que, parafraseando a Shakespeare, todo lo que era sólido se desvanece en el aire. Algo que valía entonces, vale ahora y valdrá en el futuro porque se alimenta de un substrato intemporal: el deseo de ofrecer respuestas a la incertidumbre que el futuro proyecta sobre la conciencia de los hombres cuando las seguridades se desintegran. Por eso la figura del Quijote es una posibilidad tangible en el siglo XXI. Porque nuestro mundo vive sumido en las incertidumbres surgidas del desmoronamiento de la solidez del discurso ilustrado y de la confianza en el Progreso. Algo que ha hecho posible el aire turbulento de los acontecimientos que han marcando el itinerario del siglo XXI y que, por eso mismo, puede permitirnos cervantear nuestro presente siguiendo los pasos de la escritura que hace cuatro siglos consiguió afirmarse en lo paradójico y ambiguo de una pulsión creativa como la que exhibió Cervantes a lo largo de toda su obra.

Tratemos de analizar por qué. Y hagámoslo constatando que la propuesta cervantina no es más que una exaltación plástica del humanismo como vía de convivencia civilizada y tolerante. Exaltación que el Renacimiento elevó a categoría universalmente válida y que, a partir de ese momento, contiene una potencialidad política capaz de cambiar las cosas cuando éstas amenazan los fundamentos de la dignidad humana.

Esta potencialidad política es la que quiero reivindicar aquí. Una reivindicación que adjetiva la política al hacerla cultural, pues la cultura, las culturas, la hacen suya como un activo estratégico especialmente fértil en la actualidad, cuando la reflexión sobre nuestro tiempo exige interpretaciones poliédricas y líquidas, que incluyan sumatorios de oportunidad que desactiven las aristas violentas de un mundo repleto de disrupciones, inseguridades e incertidumbres. Tantas, o más, que las vividas por Cervantes. No en balde, el milenio que venimos transitando desde hace ya tres lustros ha globalizado e intensificado las experiencias traumáticas que asolaron Europa en los siglos XVI y XVII.

El mundo de hoy es víctima de una exacerbación exponencial de formas y focos de fanatismo y violencia frente a los cuales solo cabe el efecto disuasorio de la cultura. La perfectibilidad ilusionante de la democracia ha desembocado en frustración colectiva debido a las dificultades de mejora global para la humanidad y a la deriva ideologizada e imperialista de algunos de sus planteamientos. Circunstancias que han hecho que renazcan los fanatismos identitarios que reivindican la experiencia totalitaria como una tabla de salvación en medio del naufragio global del relato políticamente liberador de la Modernidad. Como Todorov ha planteado recientemente en Los enemigos íntimos de la democracia, la globalización del capitalismo ha agudizado las desigualdades y las contradicciones mundiales a través de las empresas transnacionales y la absolutización de la libertad de consumir como un bien sagrado, al tiempo que la democracia se ha debilitado como contrapeso ético en su credibilidad universal debido a su intento de imponerse por las bombas. Y si esto sucede a escala mundial, en el seno de las democracias consolidadas sus fundamentos se han erosionado poderosamente con el surgimiento de nuevas formas de fanatismo populista surgidas del inconsciente colectivo reprimido a golpes de esa institucionalidad burocratizada y economicista imperante durante décadas de bienestar consumista.  

Así las cosas, no es extraño que nuestro mundo evolucione vertiginosamente a lomos de un Leviatán aparentemente salvífico y neutro que instituye un nuevo paradigma universal de progreso y perfectibilidad humana. Un Leviatán que cobra vida instituyendo la utopía de un cibermundo que reivindica la democracia virtual en tiempo real y en forma de 140 caracteres; la anulación del tiempo mediante la comunicación digital y la desaparición de la facticidad corporal como soporte de la identidad; así como esa mercantilización colectivizada de las emociones individuales que fluye a través de las redes sociales y que alcanza su apogeo a impulsos de las shitstorms anónimas que sacuden el tejido digital como progromos postmodernos, confirmándose de este modo la tesis que Paul Virilio resume a la perfección en el título de su ensayo El cibermundo, la política de lo peor.

Bajo la forma de esta política de lo peor que se metamorfosea en un panóptico digital, la sociedad global se convierte en “una sociedad psicopolítica de la transparencia” en la que, según Byung-Chul Han, “en lugar del bipoder se introduce el psicopoder. La psicopolítica, con ayuda de la vigilancia digital, está en condiciones de leer pensamientos y controlarlos”. Irrumpe en el siglo XXI un inconsciente cibernético a través de un neoliberalismo en red que prima la desregulación digital y esa libertad virtual ilimitada que deshace la facticidad e impulsa un individualismo virtual masivo y amorfo que sustituye la acción por el tecleo aislado, y donde el tiempo real anula la perspectiva mientras la coacción de la comunicación nos hace numerables y datables como instrumentos de monetarización capitalista. En fin, que el psicopoder del que hablábamos más arriba se hace más eficiente y eficaz que lo que Foucault denominaba el biopoder. Y ello porque es capaz de manipular, controlar y vigilar a los hombres sin recurrir a mecanismos de represión directa o indirecta. Le basta la psique como espacio de acción. Opera dentro de los seres humanos y desarrolla una forma de coacción social de las masas mediante una psicología digital. Como advierte Han, las sociedades libres evolucionan hacia “la sociedad de la vigilancia digital, que tiene acceso al inconsciente colectivo, al futuro comportamiento social de las masas y desarrolla rasgos totalitarios. Nos entrega a la programación y al control psicopolíticos. Con ello ha pasado la época biopolítica. Hoy hacemos rumbo a la época de la psicopolítica digital”[3].

A la vista de este marco que acabamos de describir -y que explica la tesis que Juan Goytisolo apuntaba en su discurso de aceptación del Premio Cervantes-, ¿por qué no reivindicar políticamente la oportunidad estratégica de esa cultura del humanismo que, como veremos a continuación, vertebra la obra de Cervantes y, en concreto, el Quijote? Habrá quien piense que es una suerte de ilusión postmoderna o, quizá, haya quien vea incluso en esta reflexión un gesto de romanticismo esteticista, de reaccionarismo antitécnico o, por resumir, una quijotada utópica sin sentido ni necesidad.

Diré en mi descargo que los habitantes de nacionalidad cervantina añoramos aquella patria perdida que moraba Carlos Fuentes y que no es otra que las páginas que pisan los cascos de Rocinante. La añoramos porque la sabemos no del todo perdida. Que es precisamente lo mismo que sintieron a aquellos primeros lectores que tuvo el Quijote cuando se asomaron a la posibilidad de recuperar el idealismo caballeresco como cortafuegos ético y estético frente al Estado absoluto que iba imponiendo la política de su tiempo.

Blandiendo el pasaporte imaginario de esa nacionalidad cosmopolita y humanista que es el Quijote, me atrevo a parafrasear a Malraux y afirmar que el siglo XXI será cultural, o no será. La gestión de la complejidad a la que inevitablemente nos dirigimos tendrá que resolverse desde el relato excluyente y homogeneizador de la tecno-ciencia y el neocapitalismo digital, o desde el relato incluyente y heterogéneo de la cultura/s.

El futuro se decide en estos momentos y se decide políticamente. Pues política es promover la pesadilla de esa especie de derecho divino de las masas digitales que describe MacLuhan cuando define al homo electronicus y constata que una estructura tecnológica va modelando a la humanidad en términos globales. Y política es, también, reivindicar la reforma cervantina del hombre al dotarle de las armas sensibles e intelectuales de la cultura; armas que le permitirían crear un entorno de convivencia cosmopolita en donde la belleza y la justicia fuesen posibles; donde se viera al otro como un igual que se siente, se toca y palpa; donde la diversidad actuase como estímulo y complemento de la libertad de cada uno; donde la empatía nos desdoblara en el dolor de los otros y la identidad fluyera como una oportunidad individual de ser en plural que comprendiese el valor de la dignidad y el respeto que todos merecemos; donde la imaginación se convirtiera en una experiencia de realización personal y no una pérdida de tiempo inútil y marginal; en fin, donde la heterodoxia contribuyera a facilitar la empatía civilizada y no la antipatía de la tribu.   

¿Por qué no reclamar, por tanto, la oportunidad política del Quijote en el siglo XXI, precisamente cuando se afronta el cuarto centenario de la conclusión de tan magna novela y un año antes del también cuarto centenario de la muerte de su autor? ¿Acaso no tenemos derecho a soñar con los ojos abiertos que la paideia cervantina retorna en la línea del horizonte con las siluetas de Don Quijote y Sancho Panza recortándose en el amanecer de un nuevo tiempo?

Y es que la figura de nuestro caballero andante “se nos muestra como una poderosa individualidad, y en cuanto tal, como un producto de ese descubrimiento del hombre individual, propio del Renacimiento”[4]. Una personalidad que resalta que lo que importa es lo que cada uno lleva consigo a la espalda de su existencia a través de sus obras, pues, como dice Don Quijote: “no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura”.

Afirmación que aboca radicalmente al hombre a su libertad, tal y como Erasmo defendía y, con él, la tradición que arranca de Petrarca. Una tradición que la cultura del Renacimiento exaltará y que el eramismo hispánico convertirá en cuerpo teórico que promoverá la idea de que se es libre de obrar como se quiera porque lo que cada uno haga es atribuible a él en exclusiva, tal y como Bataillon recalca cuando escribe su Erasmo y España y afirma que se desprende de las páginas del Quijote “una secreta lección de libertad y de humanidad”[5]. Una tradición humanista que se vinculará a la cultura y al conocimiento que aporta esa república de los libros de la que hablaba Petrarca y que confía en el poder demiúrgico de la lectura y las artes vinculadas a la búsqueda de la belleza y la justicia. De ahí que Aldo Manuzio no dudara en defender en los umbrales del siglo XVI que esperaba que “en un futuro próximo, una vez eliminada la barbarie y vencida la ignorancia, las Buenas Letras y las verdaderas disciplinas sean abrazadas no, como en la actualidad, por una ínfima minoría, sino por el concierto universal”[6].

Fiel a esta esperanza descrita por Manuzio, el Renacimiento promueve un poder reformador que brota del espíritu y que se proyecta hacia la acción como una voluntad de cambio de la persona y de su entorno. Idea que tanto Erasmo como Vives o Moro defendían igualmente. Un poder que tiene que nacer de uno mismo gracias al despertar de la conciencia crítica que la cultura provoca con su vocación de hacernos mejores.

El movimiento caballeresco respondía, por tanto, a ese ideal de mejoramiento humano. Tal es así que el Renacimiento siguió elogiándolo al conectar las letras y las virtudes. Una conexión que incluso articulará una épica del espíritu que será identificada como una nueva elite transnacional. Conjurada frente al fanatismo que amenazaba por doquier la paz de Europa debido a las tensiones religiosas y la emergencia de las nacionalidades, Erasmo de Rotterdam será su banderín de enganche al ver en él, según dibujaba Stefan Zweig, al antibárbaro cosmopolita y tolerante que combatía con su escritura toda reacción y tradicionalismo identitario, al tiempo que promovía “una humanidad más alta, más libre y más humana”[7].

Precisamente esta relación íntima entre las letras y las virtudes épicas del conocimiento al servicio de la tolerancia y la libertad, llevará a que se defienda que cualquier proyecto de reforma o cambio colectivo debe brotar de la búsqueda de la excelencia virtuosa de la persona. De una reforma personal que haga de la libertad el instrumento de una fuerza desbordante e ilimitada de individualidad humanizadora. Algo que requiere el arrojo caballeresco medieval y que recuerda el espíritu de la futuwwa o antigua caballería espiritual sufí en la que se inspiró. Un espíritu de lucha interior por afirmar la naturaleza virtuosa del ser humano y que hará decir al Quijote que la libertad: “es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre”.

Y es que en Cervantes, el hombre es lo que cada uno hace, alcanza y adquiere con su esfuerzo y sacrificio, de modo que el valor de las personas se liga a su ser. Hasta el punto de que se ve la vida como libertad. No en balde, siguiendo a Luis Rosales: “La vida personal nos hace libres, pero entiéndase bien que nuestra vida es la que es libre. Yo no soy libre respecto de ella; Yo no soy libre sino en mi vida. La libertad originaliza la existencia humana y obliga al hombre a inventarse a sí mismo. El hecho de ser libres nos hace responsables. La responsabilidad es la corona de la libertad”[8]. Esta conexión cervantina entre la libertad y la responsabilidad de su ejercicio es una idea repetida en su pensamiento y que recorre el Quijote y el resto de sus escritos, hasta el punto de consistir en la fundamental filosofía existencial de Cervantes. Tesis que hizo propia Ortega cuando en sus Meditaciones del Quijote define a éste como un héroe, es decir, “alguien que quiere ser él mismo” mediante un acto real de voluntad del que tan sólo él responde[9]. En este sentido hay que recordar que Cervantes siempre creyó que eran únicamente las obras de los hombres las que los diferenciaban y seleccionaban. Cada hombre depende de sí y puede llegar hasta donde le lleve su deseo de individualidad afirmante, pues como dice nuestro héroe: “No es un hombre más que otro si no hace más que otro”. Algo que reitera como cuestionamiento explícito del orden estamental de su época cuando insiste en que la “virtud vale por sí sola lo que sangre no vale”. O que “un caballero andante, como tenga dos dedos de ventura, está en potencia propincua de ser el mayor señor del mundo”.

El ideal caballeresco que perdura en el humanismo renacentista invoca las letras como aliadas en su aventura heroica de reforma interior y de afirmación individual, pero sin olvidar que “este afán reformador no surge del lado de las convicciones intelectuales, críticamente fundadas y ordenadas según un sistema lógico. Viene, sí, en cambio, por el lado de la voluntad y de lo que ésta quiere. Por eso alcanza una eficacia extraordinaria, desde la aparición de los primeros síntomas de un nuevo espíritu reformista, el amor”[10].

Y ello porque el amor, como vio Denis De Rougemont en El amor y Occidente, se convierte en la pulsión conformante de la caballerosidad occitana y de la cortesía provenzal que hará que se busque la suavidad, el deleite y la dulzura de interpretar el mundo a través de la mirada que se refugia en el rostro de lo amado y a partir de ahí en la fuente de entrega épica, sacrificio esforzado y renovación moral a la que se dedicará el héroe caballeresco como un proyecto vital que recorrerá su quehacer andante[11]. Visión que el erasmismo sistematizó y teorizó plásticamente a través de la caballerosidad intelectual del humanista. De modo que para éste el amor es una energía fundante y desmedida que moviliza al hombre pletóricamente en pos de un ideal que lo transforma en otro. Un ideal de perfeccionamiento que desde el interior se proyecta hacia fuera. Espíritu que el Quijote secundará a pies juntillas con su fidelidad caballeresca y que invocará una y otra vez a lo largo de la novela al verle rehacerse en sus fracasos guiado por la inspiración de la amada. ¿Acaso no dice Don Quijote de la simpar Dulcinea: “ella pelea en mí y vence en mí y yo vivo y respiro en ella y tengo vida y ser”?

Para Cervantes el amor es la clave de bóveda del perfeccionamiento terreno y la antesala de la experiencia supraterrena. Abre las puertas al interior humano y bajo sus efectos se produce un enriquecimiento interior mediante un proceso espiritual que pretende reformar la naturaleza de quien ama para ser más digno del amado. El objetivo no es otro que ser mejor. Sacar al hombre de los goznes de su ser y provocar que anhele lo nuevo y renuncie a todo lo que fue en el pasado. De este modo se construye una coherencia moral al servicio de lo amado que lo engrandece y transforma en el fruto de su voluntad amorosa. Algo que Erasmo y el humanismo del Renacimiento elevaron a categoría y que Cervantes interioriza en su personaje caballeresco.

Movilizado por el amor Don Quijote se convierte en un hombre nuevo. Una criatura metamorfoseada que quiere dar “universal ejemplo de cómo se puede ser otro del que se era, de cómo le es posible al ser humano reformarse”. Un ser ejemplar que irradia un proyecto de mejoramiento admirable en donde el amor es el artífice de los cambios. Gracias al amor se mueve el deseo de que el hombre cumpla con sus ideales de caballero. Así llega a ser alguien extraordinario, pues lo que ha conseguido es una serie de cualidades que no poseía y que ha ganado con su heroico esfuerzo. Y “no para conmover y excitar a los otros, sino como ascesis para su propio y personal mejoramiento. No es que al salir de una aventura con el cuerpo molido a palos se sienta dichoso de ello, porque sacrificarse sea su propósito, que bien le oímos quejarse del dolor físico y lamentarse de sus tristes percances; lo que le hace soportar sus adversidades es el sentimiento de que algo en él, de todas formas, ha salido triunfante: su ánimo, su esforzado ánimo”[12].

Llegados a este punto sería bueno preguntarse por qué alienta en Cervantes y su personaje toda esta voluntad de reforma animosa del espíritu a través del amor y del cumplimiento del ejercicio heroico de la caballería. ¿Por qué abordar tanto perfeccionamiento íntimo y de los hombres, tanto anhelo de mejora de la vida propia y ajena?

La respuesta nos la da el propio Don Quijote quien, víctima del exorcismo crítico de los libros y de la cultura, no duda en decir a su fiel Sancho que: “Has de saber que yo nací, por querer el cielo, en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la de oro, la dorada, como suele llamarse”. Más allá de la referencia a Hesíodo y el mito de las edades contenido en su famosa Teogonía, lo cierto es que con estas palabras está reflejándose la crítica explícita que Cervantes hace de su tiempo. La rebeldía que denotan es clara y puede resumirse así: al Quijote no le gusta el tiempo que vive y añora otro distinto que busca restaurar con las armas de caballero andante. La carga política que encierra esta reflexión no se ciñe a una crítica sin más ya que aloja una posibilidad de cambio y mejora, pues, Don Quijote piensa que pueden enderezarse las cosas a golpe de idealismo caballeresco. Circunstancia que mueve a José Antonio Maravall a entender que detrás de tan explícita misión política hay el juego de tres factores sucesivos: “primero, la disconformidad con su edad presente; segundo, un anhelo de reforma que se eleva pujante sobre esa disconformidad; tercero, el ideal de la edad dorada cuya sola nominación revela ya su óptima calidad”. Misión que, continúa el historiador, logró fundirse bajo la experiencia del Renacimiento, pues, sólo “animado por el nuevo espíritu de que ésta surge puede el hombre haber aguzado suficientemente un sentido crítico para rechazar la situación en que se halla viviendo. Sólo también después del Renacimiento se puede pensar que la organización social y política es un artificio humano, una obra suya, un producto del arte, dicho con el término escolástico medieval, o, lo que es equivalente, de la técnica, según expresión contemporánea. Finalmente, sólo tras aquella decisiva crisis histórica a que nos venimos refiriendo, tras ese trascendental Renacimiento, puede el hombre, tan grávido de personalidad, encontrarse con fuerzas para promover la reforma que traiga un estado mejor y hacer de la aurea aetas no ya un recurso literario o histórico, sino un paradigma de futuro”[13].

Mejorarse a sí mismo para tratar de mejorar el mundo nace en el Quijote de un distanciamiento crítico de la realidad cotidiana que le toca vivir. Distanciamiento que es el resultado de un descontento y desilusión colectivos que Cervantes no duda hallarlos en su tiempo cuando afirma por boca de su personaje la disconformidad que experimenta con “estos nuestros detestables siglos”. Con todo, este distanciamiento no desemboca en el resentimiento ni la crítica ácida. Cervantes respeta su tiempo como oportunidad. No es fatalista ni tampoco determinista. El desengaño que proyecta la realidad es grande pero piensa que puede corregirse. La ilusión siempre está vigente en la escritura cervantina, pues, aunque “ahora ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades de oro y en los andantes caballeros”, sin embargo, sigue siendo posible a los ojos del Quijote restaurar el pasado que tanto se añora y que no se da del todo por perdido.

¿Cómo no va a ser posible ese enderezamiento de la realidad si Cervantes reitera a lo largo de sus obras que no es fatalista? ¿No afirmó en el Viaje del Parnaso que: “Tú mismo te has forjado la ventura”? Quien dice esto ha de creer firmemente en la libertad humana como instrumento posible de cambio. Máxime si el pensamiento cervantino lo reitera de forma constante, tal y como se condensa en esta bellísima reivindicación de la libertad cuando hace clamar al protagonista de Los baños de Argel estos versos: “Y he llevar mi libertad en peso/sobre los propios hombros de mi gusto”. 

Que a Don Quijote y a su autor no les gusta el tiempo que viven es obvio. Ambos lo afirman porque constatan críticamente que hay torpezas, abusos, engaños, corrupción, errores y maldades de todo tipo a su alrededor. Sin embargo, esta realidad no es tan abrupta como para impedir que se corrija si alguien se empeña en ello. Y no como resultado de una temeraria alucinación sino como producto de una reflexión crítica y libre que orienta sus conclusiones hacia una pugna transformadora de la realidad. La demostración de ello nos la brinda la figura del Quijote. En él se constata que es la consecuencia de un proceso volitivo consciente: el que protagoniza Don Alonso Quijano tras haberse refugiado de la intemperie de su tiempo a través de los libros. En contacto con ellos y, por tanto, con la cultura que encarnan, surge la figura del Quijote como su metamorfosis.

El llamado caballero de la Triste Figura es el resultado de haber interiorizado el cultivo intelectual que le aporta la cultura libresca asimilada durante años. De haber sentido cómo la duda mordía la normalidad de lo manido y establecido; cómo el inconformismo le obligaba a dibujar la esperanza de un cambio como algo más que una mera posibilidad. Pero, sobre todo, de descubrir que se puede ser lo querido si se esfuerza uno en ser libre guiado por la imaginación anticipada de lo deseado. De ahí que Don Quijote, molido a palos tras su primera salida, no dude en afirmar que sabe quién es cuando, tras encontrarse a un vecino suyo en el camino de regreso a su pueblo, sufre el cuestionamiento de su identidad caballeresca al escuchar que ni es el Marqués de Mantua, ni Valdovinos, ni Abindarráez, sino el honrado hidalgo el señor Quijana. Y así en medio de su penuria se yergue y afirma orgulloso su identidad querida, y dice entonces a su vecino: “Yo sé quién soy, y sé que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce Pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pues a todas las hazañas que ellos todos juntos y cada uno por sí hicieron se aventajarán las mías”.    

Pero para materializar estas hazañas son necesarios medios o, mejor dicho, un método o camino que lo encamine y dirija hacia ello. Método al que ya hemos visto que llega partiendo de la disconformidad crítica con su tiempo y que estimula el amor que propicia los cambios interiores que reforman el espíritu. Sin embargo, este método no se queda ahí. Incorpora una energía proyectiva que hace a Don Quijote inclinarse en pos de la aventura. Pero no solo en términos deambulatorios sino como experiencia de desarraigo físico y personal. Por ello, Cervantes lo cincela como un caballero andante que huye de la completitud de lo delimitado y cerrado. Un homo viator que hace que su vida transcurra en el mundo, buscando aventuras en las que poner a prueba su identidad y viendo como ésta se hace y deshace en proceso permanente de reformulación de uno mismo. Y así, Don Quijote se convierte ante los ojos del lector en una criatura desarraigada. Un antípoda de esas identidades estáticas que necesitan la geometría de lo homogéneo y que, como comentaba Luis Buñuel, propenden a la pureza identitaria, religiosa o racial que es la madre de todos los vicios[14]. De ahí la importancia que tiene el viaje y cómo a través de él se despliega una sucesión de aventuras que vertebra la historia relatada por Cervantes y, con ella, el desarrollo de la identidad del protagonista.

Y es que el objetivo del viaje es conocer las posibilidades de la vida. Frecuentar una geografía de lo desconocido es descubrir el carácter problemático y paradójico de la libertad y de la aventura. Convertido en un nómada que se aventura con afán de conocer tierras y gentes diversas, el Quijote afronta sus empresas en el contexto de un viaje iniciático y formativo que es descrito a la manera cosmopolita del Renacimiento: con el deseo heterodoxo de aprender y desdoblarse, de mezclar lo propio con lo ajeno y así contagiarse recíprocamente. Como dice Cervantes en El licenciado vidriera: “las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos”.

Discreción, no lo olvidemos, que para el erasmismo es la palabra suprema, “aquella con que se designa el carácter, en su conjunto, del tipo humano que se desea: expresa una serie de cualidades intelectuales, morales, sociales, cuya pondera reunión se ambiciona sobre todo”[15]. Discreción que, curiosamente, bien de forma adjetivada, bien de forma nominal, se utiliza repetidamente en el Quijote para elogiar a alguien. Especialmente a partir de que Don Quijote se asoma a Barcelona y, por tanto, al Mediterráneo. Hecho que denota que el peregrinaje del Quijote por la anchurosa franja de diversidad que alojaba la península ibérica dio sus frutos. No en balde, la consumación discreta del personaje bien puede verse como el reflejo de conocer costumbres, intercambiar experiencias y opiniones, así como recorrer tierras tiznadas de policromía humana y real muy distintas entre sí.

Reflejo quizá de la propia experiencia cosechada por Cervantes a lo largo de su viajada vida y que le hizo conocer precisamente ese mundo mediterráneo que era el crisol de su tiempo, y donde trabó contacto directo con aquel otro vivencial que era el Islam para la Europa de la época. Más allá de la tensión bélica que existía entre España y sus aliados con Turquía, y que desembocó en la batalla de Lepanto, las referencias cervantinas al Mediterráneo musulmán no son hostiles. Incluso cabría apuntar que se desliza subterráneamente una cierta fascinación hacia él. Esto lleva a sostener que “lo islámico, en Cervantes, no es simplemente una casualidad, sino que desde un firme convencimiento, con el fin de tender un puente entre culturas existentes, hace suyos los términos árabes, moros y moriscos creando un ambiente de entendimiento y diálogo entre personajes y situaciones, sobre todo en el Quijote, uniendo Oriente con Occidente”[16].

Lo evidencian varios hechos, aunque baste destacar aquí cómo alude a la tragedia morisca, de “la que se siente atraído por los personajes desarraigados o las minorías perseguidas” y el recuerdo de “aquel pueblo marginado y rechazado encuentra con el sabio Cide Hamete Benengeli en el Quijote una rehabilitación digna”[17]. Extremos ambos que refuerzan la heterodoxia con la que se configura la identidad cervantina y que reflejan una visión abierta y antidogmática de la vida. Discreta percepción, por tanto, de tolerancia y apertura que explica el tono amable y optimista que recorre el Quijote de principio a fin. 

Pero la alabada discreción elogiada por Cervantes no solo nace de la experiencia del viaje y de lo que significa simbólicamente. Aúna más cosas. Concretamente el saber que se desprende del conocimiento de las letras. La suma de ambos introduce una variante intelectual a la empresa quijotesca. Si “viajar enseña a mirar con atención la vida que bulle”, los libros “deben ayudarnos a relacionarnos con los otros”. Y ello, porque “el saber es fundamental para entender la riqueza del mundo”[18]. Sobre todo porque ambos se complementan y se relacionan dentro del proceso que lleva a los hombres a ser discretos y contribuir a una vida armoniosa con los demás. Como dice Auristela en el Persiles: “Mi hermano Periandro es agradecido como principal caballero y discreto como andante peregrino: que el ver mucho y leer mucho aviva los ingenios de los hombres”. De hecho, no hay que olvidar que la metamorfosis quijotesca la afronta Don Alonso al ser víctima de los libros y, por tanto, de su condición letrada. Del viaje literario pasa al transitar de los caminos como una consecuencia lógica. Una evolución ficticia que convierte la aventura en una proyección imaginativa liberada por los libros y que condiciona y transforma la realidad del personaje y su entorno, pero que emana de su naturaleza libresca y culta. Cuestión que Cervantes caracteriza como “motivo de distinción, de elevación sobre el común y de verdadero ennoblecimiento”. Y es que “si noble y virtuoso se equiparan, ambos se han de apoyar en la sabiduría, es decir, en ser, para una cosa y otra letrados”[19]. Por eso dice Don Quijote: “Y no penséis, señor, que yo llamo vulgo solamente a la gente plebeya y humilde; que todo aquel que no sabe, aunque sea señor y príncipe, puede y debe entrar en número de vulgo”. Idea que reitera y sentencia cuando, con deleite erasmista, no duda en apostillar que: “La pluma es lengua del alma… cuales fueren los conceptos que en ella se engendrasen, tales serán sus escritos”.

La conexión entre caballería andante y elitismo letrado en la que se confunden y entremezclan las personalidades de Don Quijote y Don Alonso Quijano es una forma de maridaje novelístico que Cervantes resuelve con maestría y acierto. Entre otras cosas porque brinda al lector la plasmación de un tipo singular de humanismo que hilvana sutilmente las letras con las armas, haciendo de las primeras una depuración sublimada y culta del empeño belicoso de antaño. Esta forma de humanismo caballeroso es descrita por Maravall como humanismo de las armas. Un humanismo en el que el caballero andante esgrime la cultura humanista como arma de combate que recubre espiritualmente la lanza física con la que se pretende restaurar la edad de oro que yace a los pies de los furiosos caballos de su tiempo. Algo que daba forma a los ideales virtuosos y reformadores de esa nobleza del alma que, durante el Renacimiento, impulsó a lomos del erasmismo la civilización cosmopolita que defendían sus miembros. Una nobleza espiritual que interiorizó los hábitos belicosos de la caballería andante, pero como un esfuerzo de afirmación individual de la virtud y el conocimiento. De ahí que se pregunte Maravall: “¿por qué Don Quijote, pequeño hidalgo manchego, no se conforma con la ociosa inutilidad del grupo famélico y anacrónico a que pertenece y trata de restablecer activamente un modo de vida que abra las puertas a los más altos niveles de la sociedad, tal como en su proyecto cree ver configurada?”. A lo que responde sin duda alguna: “porque Don Quijote, producto (conviene no olvidarlo) de la experiencia humanista, se siente llevado del impulso individualista de ser más, por la moral humanista de aceptar para ello el camino interior de la virtud, de verse atraído por el ideal renacentista… Y todo ello bajo la forma, cuya estimación no fue extraña a muchos humanistas, del ideal caballeresco”[20].

Y así, Don Quijote se pondrá al servicio de una virtud humanista que tendrá que esforzarse por adquirir amorosamente. Tendrá “que luchar por ella y para ella, y nada mejor, por consiguiente, que hacer de la vida entera un combate para de ese modo conseguirla. No otra cosa hace Don Quijote. De ese modo, lo que Petrarca hemos visto pedía a las letras es lo que Don Quijote cree haber conseguido con las armas. Es lo mismo que García de Paredes pedía, en la vida real de los ejércitos, al buen capitán: debe ser ‘misericordioso, affable, benigno, humano y manso’. Pero ninguno traza un cuadro tan completo y personal de interna renovatio como Don Quijote”[21]: “De mí sé decir que después que soy caballero andante soy valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos”.

De este modo, para Don Quijote la perfección moral es resultado de una esforzada y penosa empresa humana de progresiva autorrealización. Una empresa que no es otra que el oficio caballeroso de vencer en el propio pecho el ataque de la vileza de su tiempo, el que sea. Una renovación dolorosa y selectiva, que se afronta en un cuerpo a cuerpo con la realidad de uno mismo. Hasta el extremo de abrazar el riesgo del fracaso y la derrota como una piel natural de la que uno no puede desprenderse, pues, solo en contacto con ella se produce la excelencia moral que otorga la condición de caballero. De ahí que el protagonista de la novela de Cervantes recuerde que: “Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia en la generosidad y buen pecho; a la ira en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y la lascivia en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza con andar por todas partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer… famosos caballeros”.

Las armas del humanismo cervantino son, por tanto, las de un espíritu cultivado que se pone en duda; que busca y se extraña en un desarraigo amoroso que pugna por materializar el idealismo que lo anima como proyecto. Un desarraigo aventurero que trata de remover y cambiar la realidad con la belicosidad espiritual de quien está dispuesto a abrir su pecho heroicamente y ofrecer, en ese empeño de renovación de sí mismo y del mundo, todo el esfuerzo y la abnegación que sea capaz de liberar dentro de él. Para ello se provee, como acabamos de apuntar, con las armas simbólicas del caballero que Erasmo de Rotterdam identificó como una suerte de canon virtuoso en su Enquiridion Militiis Christiani, y que no era otro que, partiendo de un conocimiento de sí mismo, abordar un proceso de perfeccionamiento interior que, a través de la perseverancia y el esfuerzo, derrotase la ignorancia y la brutalidad que anidan en cada hombre. Un proceso de renovación íntima a través del saber y que no buscaba otra cosa que la victoria sobre sí mismo, sin importar el resultado final.

El objetivo era la reforma personal que, si se culminaba, debía conducir a tratar de mejorar el mundo tal y como el caballero cristiano había logrado mejorándose a sí mismo. Esta es la razón por la que Sancho Panza presenta a Don Quijote vencedor cuando regresa derrotado a su pueblo: “Abre los brazos y recibe a tu hijo Don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo, que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede”.

Idea coherente con lo hasta aquí dicho, y con el ideal heroico que el Renacimiento erasmista hizo suyo al reclamar la épica como una condición interna y total de la persona. Épica que aplicó a todo trabajo que implicara una búsqueda esforzada de la excelencia moral, sea cual fuere el desenlace final, y que Cervantes reitera en el Quijote al señalar que: “Podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo será imposible”.

Y es que lo relevante de todo este proceso de renovación reside en el hecho de que para Cervantes lo importante es el desenlace quijotesco de incorporar a la personalidad un hábito adquirido de búsqueda esforzada de la virtud caballeresca. Esta segunda naturaleza que recubre la dejada atrás es lo que lleva a Alonso Quijote a rebautizarse con un nuevo nombre, Quijote, palabra que hace referencia a la placa de hierro que protegía el muslo y que, como señala Maravall, “pertenece a las armas del arnés que responden al esfuerzo personal”[22].

Con este bautismo simbólico, Cervantes confirma su tesis de que la voluntad humana acoge siempre una portentosa fuerza transformadora de la realidad si es invocada para ello con la pasión amorosa de quien no se deja abatir por la adversidad. De hecho, piensa que la voluntad puede operar los efectos buscados si demuestra una energía tan infatigable como ilusionada. Una energía de cambio y renovación que, aunque no se materialice hacia fuera, sin embargo, siempre dará sus frutos, aunque sea íntimamente en quien la protagoniza. Y es que lo importante, cervantinamente hablando, no es el éxito sino el merecimiento del mismo. De esta manera, el mejoramiento personal es un fin que trasciende y supera al mejoramiento del mundo.

En realidad, éste se produce aunque fracase el protagonista si ha sido capaz de mejorarse a él mismo durante el proceso. Que habite el mundo un nuevo caballero andante ya es un cambio prometedor. Sobre todo si ha sido derrotado en su empresa. Su ejemplo es una promesa de cambio que puede prender en otros que sigan su actitud y, quizá, tengan más éxito que él. La empresa utópica que hay en ello es evidente. Lo reconoce el propio Don Quijote cuando señala que: “Quiero resucitar la ya muerta andante caballería y ha muchos días que, tropezando aquí, cayendo allí, despeñándome acá y levantándome acullá, he cumplido gran parte de mi deseo”. Con estas palabras redondea su proyecto y determina dónde reside su propósito: en querer más que lo que puede conseguir a priori, aunque esta circunstancia, lejos de paralizarlo, lo motiva a configurar este anhelo en una excusa para socavar la realidad cuando es opresiva y deformante de lo que a sus ojos debería ser libre, justa y bella.  

La actualidad de esta actitud es evidente. Aquí reside probablemente la mejor enseñanza política que encierra la empresa de cervantear nuestro mundo, que es lo que he querido plantear a lo largo de estas páginas como algo más que una ilusión postmoderna. Una reflexión que pone de manifiesto la importancia de no tirar la toalla ante la adversidad si los ideales que movilizan la acción son anhelados como una posibilidad real dependiente de la sola voluntad del actor. Hablamos, por tanto, de una enseñanza política que es política también. Y ello porque, en nuestro caso, el Quijote y el resto de la obra cervantina invocan una cultura humanista que en estos momentos debe ser más reclamada que nunca.

En sus páginas se condensa el depósito simbólico de una tradición que arranca con la Paideia griega y que se perpetúa a través de los relatos emancipadores que propician las culturas allí donde éstas arraigan con vocación de dignificar a los seres humanos en su experiencia individual y colectiva en cuanto tales. Esa dignificación está, sin duda, en el empeño de perdurar como lo que son en su diversidad frente al tsunami nivelador y homogeneizador que supone el relato técnico-científico y su alianza con el postmoderno capitalismo digital. Una perduración que puede declinar, o no, pero que merece que quienes la defienden den la batalla de la cultura, las culturas, y Cervantes viene aquí, como he tratado de demostrar, en nuestra ayuda.

Cuál sea el desenlace último de nuestro viaje hacia la geografía imaginada que delimita la nacionalidad cervantina es irrelevante si lo que nos motiva es la épica ejemplar que encierra el gesto de cervantear nuestra existencia singular. Un gesto de cambio desde el humanismo. Un gesto de liberación personal que abre la realidad de uno mismo a la pluralidad circundante con el fin de comunicarse con la otredad y no aislarse en lo manido, y que, como señala K. A. Appiah, propicia un cosmopolitismo del mestizaje cultural e intelectual que rompe con los sistemas homogéneos de valores que impiden la libertad creativa del individuo[23]. Quizá por ello José Saramago no dudó en recuperar la ejemplaridad quijotesca en su novela La balsa de piedra al hacer que el personaje Roque Lozano reinventase su peregrinaje como una forma ilusionante de humanismo en un sentido universal y cosmopolita que rompiese con la crisis pesimista de nuestro tiempo. Idea cervantina que Saramago hace suya y que nos ofrece como una fe restaurada en la humanidad y en el futuro[24].

Decía Johan Huizinga que toda “época suspira por un mundo mejor”. Tanto que cuanto “más profunda es la desesperación causada por el caótico presente, tanto más íntimo es este suspirar”[25]. No voy a analizar cuál es el tenor de esa demanda cuando nos aventuramos en la segunda década del segundo milenio. Baste decir que la percepción colectiva de caos e incertidumbre es tan soberana y extendida como era el sentimiento contrario antes del 11-S y la crisis económica de 2008.

Vivimos el reverso pesimista de una ilusión apasionada que acompañó a la humanidad desde la Segunda Guerra Mundial e, incluso antes, si retrotraemos nuestra mirada al anclaje teórico de la creencia en el Progreso que tuvo lugar en la Ilustración. Atrapados en el miasma desilusionado de un horizonte sin demasiadas esperanzas, resurgen las palabras del antes citado Huizinga que, en El otoño de la Edad Media, señalaba que la “nostalgia de una vida más bella ha visto cómo se abren ante ella, en todo tiempo, tres caminos que van hacia la meta lejana. El primero ha conducido por lo regular fuera del mundo: es el camino de la negación de éste. La vida más bella sólo parece ser asequible en el más allá”.   Otro camino es onírico y es, sin duda, el más cómodo, pues, “basta dirigir los ojos a la dicha soñada de un pasaje más bello, a su heroísmo y a su virtud, o bien a la jubilosa claridad de la vida y el goce de la naturaleza”. Pero el último camino “conduce a la evolución y al perfeccionamiento del mundo”.

Este último camino es el que precisamente nos ofrece cervantear la política de nuestro tiempo. Y que no es otra cosa que practicar, llevados por la complicidad que nos presta la cultura/s, “la virtud en la esfera propia de cada cual”; eso sí, con la firme y abnegada convicción de que “es lo único que puede servir de provecho al mundo”[26]. Un camino que debemos intentar a pesar de los encantamientos del mundo virtual porque la hazaña lo merece ya que se asienta en el empeño más digno de todos: el empeño de ser libres.

Ojalá que algo hayan servido estas palabras mías. Su escritura me ha confortado personalmente ya que me han ayudado a impulsar, quizá, esa renovatio quijotesca que anhela cambiar el mundo a partir de uno mismo. No sé si a la manera de aquel Erasmo que recién alcanzada la cincuentena afirmaba que le placería ser un poco más joven porque veía llegar una Edad de Oro, por decirlo así, en el porvenir inmediato. O quizá como el propio Alonso Quijano que, también frisando los cincuenta, decidió recuperar la lanza del astillero en la que descansaba, tomar la adarga antigua que con forma de corazón protegía su pecho y, a lomos del rocín flaco que habitaba el establo de su casona, lanzarse a restaurar como hemos visto la vieja caballería andante.

En cualquier caso, esta reflexión queda aquí como una bitácora abierta que señala el norte de un posible porvenir. Veamos a dónde nos lleva nuestro cervanteo y sintamos la polvareda a las espaldas de sabernos montando nuestro particular Rocinante mientras resuenan los versos del Viaje del Parnaso en el corazón del aventurero cervantino:

Yo socarrón, yo poetón ya viejo,

Yo he dado en Don Quijote pasatiempo

Al pecho melancólico y mohíno,

En cualquier sazón, en cualquier tiempo.

Yo he abierto en mis Novelas un camino

Por do la lengua castellana puede

Mostrar con propiedad un desatino.

Yo soy aquel que en la invención excede

A muchos, y al que falta en esta parte,

Es fuerza que su fama falta quede.

 

 

 

 



[1] José María Lassalle es Secretario de Estado de Cultura del Gobierno de España.

[2] Maravall, J. A., Utopía y contrautopía en el Quijote, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2005, pp. 43-44.

[3] Han, Byung-Chul, En el enjambre, Herder, Barcelona, 2014, pp. 106 y 109.

[4] Maravall, J. A., Utopía y contrautopía en el Quijote, cit., p. 102.

[5] Bataillon, M., Erasmo y España, FCE, Madrid, 1998, p. 784.

[6] Fumaroli, M., La República de las Letras, Acantilado, Barcelona, 2013, pp. 35-36.

[7] Zweig, S., Erasmo de Rotterdam, en Obras Completas, Juventud, Barcelona, 1953, vol. III, p. 471.

[8] Rosales, L., Cervantes y la libertad, Sociedad de Estudios y Publicaciones, Madrid, 1960, vol. I, p. 52.

[9] Ortega y Gasset, J., Meditaciones del Quijote, Cátedra, Madrid, 1990, pp. 231-232.

[10] Maravall, J. A., Utopía y contrautopía en el Quijote, cit., p. 113.

[11] De Rougemont, D., El amor y Occidente, Kairós, Barcelona, 1978, pp. 248-256.

[12] Maravall, J. A., Utopía y contrautopía en el Quijote, cit., p. 118.

[13] Ibidem, p. 124.

[14] Citado en J. Goytisolo, “De nacionalidad cervantina”, Claves de razón práctica, noviembre 2011, núm. 217, p. 47.

[15] Maravall, J. A., Utopía y contrautopía, cit., p. 136.

[16] Abdel-Karim, G., “La evidencia islámica en la obra de Cervantes: análisis y valoración”, en Martínez de Castilla, N., y Benumeya, R., De Cervantes y el islam, Sociedad estatal de Conmemoraciones, Madrid, 2006, p. 41.

[17] Abi-Ayad, A., “Argel: la otra cara de Miguel de Cervantes”, en Ibidem, p. 61.

[18] Vivar, F., Cervantes y los límites del ser, cit., pp. 57-58.

[19] Maravall, J. A., Utopía y contrautopía en el Quijote, cit., p. 137.

[20] Ibidem, p. 144.

[21] Ibidem, p. 149.

[22] Ibidem, p. 170.

[23] K. A. Appiah, Cosmopolitanism: Ethics in a World of Strangers, W. W. Norton, N. Y., 2006, p. 113.

[24] McCoy, C. I., “Un viaje a través del tiempo y el espacio: Saramago, Cervantes y la tradición caballeresca”, en 452ºF, 11, 2014, pp. 80-92.

[25] Huizinga, J., El otoño de la Edad Media, Ilustre Colegio de Abogados de Madrid, 2006, p. 67.

[26] Ibidem, pp. 75-77.