Fue un compañero de facultad, a principios del curso de 1996 y en el patio de letras de la Universidad de Barcelona, quien primero me habló de Luis Izquierdo, diciéndome que era poeta y que en sus clases no se ceñía tan sólo al programa sino que hablaba de otros escritores europeos, como Hofmannsthal o Kafka. A pesar de que yo cursaba entonces otra filología y aburrido como estaba de aquella facultad en tantos aspectos decepcionante, decidí acudir de oyente a una de sus clases sobre poesía contemporánea. El inmediato deslumbramiento me llevó a matricularme en todas las asignaturas que dio aquellos años –sobre novela española o hispanoamericana, tanto daba, puesto que sus clases, aunque teóricamente adscritas al departamento de filología hispánica, discurrían en el ámbito de la Weltliteratur, de la literatura universal, a cuyo cosmopolitismo se plegaba mejor su temperamento.

            Aunque los aplicados las llamaban caóticas, sus lecciones eran sólo digresivas, atentas a los autores obligatorios pero con puntuales excursiones a otros países y a otras disciplinas, principalmente a la pintura, la arquitectura o el cine. Era evidente su gusto por las vanguardias y su predilección por la cultura urbana, a cuya expresión, tanto en arte como en novela o en poesía dedicó buena parte de su estudio. La seducción que ejercía en tantos de nosotros se debía seguramente a su inagotable capacidad asociativa. Recuerdo el día en que nos descubrió a Wallace Stevens, a propósito de unas versiones que Jorge Guillén había hecho de algunos de sus poemas, convirtiendo una clase sobre la generación del 27 en un ejercicio de verdadera crítica literaria. Siempre generoso con sus pasiones, sabía contagiarnos su inquietud intelectual, provocándonos a menudo. Acostumbrados a la monótona prédica doctoral de aquellos años, nos encantaba y nos divertía que un profesor se atreviera a argumentar sus reticencias, con autoridad y sentido del humor, sobre poetas intocables como Juan Ramón Jiménez o Vicente Aleixandre. El legado más útil, político en un sentido lato, que puede dejar un profesor quizá sea el de haber despertado el sentido crítico en sus alumnos.

            Físicamente, Luis se parecía un poco al último Yeats, con esa pelambrera grisácea siempre un tanto despeinada. Más tarde supe además que el poeta irlandés era uno de sus predilectos. “My King a lost King, and lost soldiers my men” (“Mi rey, un rey vencido y soldados muertos mis hombres”), solía citar a menudo para ilustrar el cometido básico de la poesía, cantar lo que se pierde. Con su atuendo oxoniense –la pipa, el maletín y las corbatas de lana– recordaba también a un profesor europeo exiliado en algún campus norteamericano, una caracterización que se avenía muy bien con su formación ecléctica y su nobleza de espíritu. Aunque siempre reivindicaba sus orígenes humildes –su padre, a quien perdió siendo muy joven, había sido peluquero en el Paseo de Gracia–, Luis tenía un porte aristocrático, inducido por la destreza con que manejaba su castellano materno y por esa mueca sardónica –a grin, en inglés, palabra tan precisa como intraducible– que a menudo acompañaba sus comentarios y en general su actitud ante la vida.

             Luis era un outsider en el departamento de hispánicas, reclutado en la filología más por necesidad que por vocación. Después de dejar la carrera de derecho, había estudiado filosofía y letras, en la especialidad de germánicas, licenciándose con una tesina sobre La muerte de Virgilio de Hermann Broch, un autor al que nunca dejó de volver. Amplió luego estudios de alemán en Rothenburg ob der Tauber y en la Universidad de Tübingen, donde conoció a Claudio Magris, con quien siempre mantuvo una buena amistad. En sus conversaciones solía recordar el impacto que le habían causado las conferencias de Ernst Bloch. Yo creo que el mundo germánico era el fundamento de su cultura, luego matizado o enriquecido por la aportación anglosajona, sin olvidar su afición, muy propia de todos los de su edad, por la literatura francesa, adoptada como compensación de nuestras carencias. Seguramente su único maestro reconocido fue José María Valverde, con quien, además de la vocación comparatista, compartía un sentido ético de raíz cristiana.

            En 1961, Luis se casó con Anna Ramón, madre de sus tres hijos. Hay en la vida pocas experiencias tan gratas y humanamente reconfortantes como conocer a un matrimonio feliz y bien compenetrado. Anna y Luis eran, para los demás, más ellos mismos cuando estaban juntos. Su constelación de buenos amigos –en Madrid como en Barcelona–, la variedad de sus intereses culturales, la seriedad de su compromiso político o su célebre hospitalidad –en el piso de la calle Girona como en la casa de Sant Vicenç de Montalt– eran un reflejo de esa armonía interior de la pareja que ni siquiera la enfermedad de los dos, en los últimos tiempos, pudo empañar. Recién casados, se fueron a vivir a Estados Unidos, en lo que fue uno de los períodos más intensos y enriquecedores de su vida. Gracias a Xavier Rubert de Ventós, que le recomendó en el puesto, Luis pudo dar clases de literatura española contemporánea en Cincinnati (Ohio) y en Washington, una experiencia que siempre recordaba con nostalgia y gratitud. Huir de la sacristía franquista, disfrutando además del refugio que la cultura europea había encontrado en las universidades norteamericanas después de la segunda guerra mundial, fue un privilegio y un estímulo, una gran suerte. Luis siempre recordaba una conferencia de Harry Levin –no sé si en Cincinnati o en Washington– sobre Shakespeare. “Era como escuchar música”, decía. A su paso por Nueva York, por iniciativa de Anna, fueron a visitar en su apartamento a Hannah Arendt, que les recibió muy amablemente. Arendt era entonces presidente de los exiliados españoles republicanos en la ciudad, según me contó Luis. Y estuvieron hablando, sobre todo, de Hermann Broch, a quien Arendt había conocido y sobre quien había escrito estupendos ensayos.

            Los años en Estados Unidos convirtieron a Luis en una especie de eterno ciudadano mental de Nueva York. De alguna manera, hizo suyo el mundo de Hannah Arendt, de Mary McCarthy y Edmund Wilson, de Auden y de Joseph Brodsky, del New York Review of Books, revista a la que estaba suscrito. Los autores por los que siempre se interesó son prácticamente los mismos que estudia Wilson en El castillo de Axel (1931), con la excepción de Kafka, a quien Wilson no entendió y cuya obra era para Luis como un breviario. De Baudelaire y Flaubert hasta Yeats y Eliot, sus reflexiones literarias transcurrieron siempre dentro de lo que Cyril Connolly llamó el movimiento moderno, lo mejor que dio la literatura europea más o menos entre 1850 y 1960. Recuerdo, por ejemplo, una clase suya en la que analizó la escena de los comicios agrícolas en Madame Bovary que nunca olvidaré, por la fruición con que comentaba cada uno de los detalles. O una conferencia que dio en el Institut d’Humanitats de Barcelona, del que era vicepresidente –gracias a la generosidad y el sentido de la jerarquía de Jordi Llovet, otro gran maestro–, sobre Lolita de Nabokov y que ya está para siempre asociada a mi lectura de esa novela.

            A su regreso de Estados Unidos y gracias a su amigo Joaquim Marco, Luis entró en la universidad de Barcelona. Como aún no existía un departamento de literatura comparada –lo crearía Llovet, contra viento y marea, muchísimos años después–, Luis se doctoró en hispánicas con una tesis sobre José Moreno Villa. Por aquellos años, compaginó su labor docente con trabajos editoriales, lo que le permitió conocer a poetas como Joan Oliver y Joan Vinyoli, correctores a sueldo, o a Carlos Barral en su última vida como editor. De todos contaba siempre anécdotas muy divertidas. En 1988 ganó finalmente una cátedra de literatura española contemporánea, de la que se jubilaría en el año 2007. En un gesto típicamente suyo, se negó a ser catedrático emérito por lo excesivo de la burocracia que exigía el honor. 

            Pero más que catedrático o crítico literario, Luis era sobre todo poeta. Para él la poesía era una forma insustituible de pensar, hasta el punto de que realmente pensaba en verso. En los últimos años, no era raro que sus amigos recibiéramos sobres con tres o cuatro poemas improvisados –ripios, los llamaba él– sobre algún político impresentable, la Iglesia o sobre cualquier libro que acabara de leer, desahogos y divertimentos que ilustraban hasta qué punto la poesía era para él un fenómeno mental que le ayudaba a respirar. Así como su prosa crítica es para mi gusto demasiado envarada y conserva  poco de la vivacidad y el humor de su conversación o de sus clases, su poesía es la justa estilización de su habla y de su inteligencia. Recuerdo perfectamente el impacto que me produjo el primer poema suyo que leí. Estaba en una librería de Barcelona y di por casualidad con Señales de nieve (1995), entonces su título más reciente, publicado en Pamiela gracias a nuestro común amigo Ramón Andrés. Abrí el libro y empecé a leer el primer poema, titulado “Letanías profanas”:

 

                                   He querido escribir un poema

                                   de amor un claro vastísimo

                                   poema de amor

 

                                   Durante muchos días con sus (ojos

                                   de lince) noches he

                                   querido escribir este amor

                                   sus melódicas piernas y sus labios

                                   encendidos y

                                   sus pechos sosegados

                                   elocuentes cadenciosos

                                   que he custodiado (celoso,

                                   por supuesto)

                                   sin otras concesiones

                                   que no fueran las de la pasión

                                   más desordenada

                                   que atravesé rozando las salmodias

                                   Rosa Mystica Turris Eburnea

                                   Speculum Maiestatis

                                   […]

 

Desde entonces me lo sé de memoria y ha quedado ahí, como una parte de mí mismo, como sólo ocurre con los pocos poemas o fragmentos de poema que se convierten en carne propia. Sigo creyendo que “Letanías profanas” es uno de los mejores poemas de amor de la segunda mitad del siglo XX, de una especie de amor, además, a la que pocas veces atiende la poesía, más acostumbrada a cantar la exaltación del enamoramiento o a lamentar su extinción. Como “Pandémica y Celeste” de Jaime Gil de Biedma, pero con una propuesta ética y vivencial muy distinta,  “Letanías profanas” habla del amor largo, del amor de muchos días, difícil y sostenido en el tiempo. El final es de una elevación genuinamente eliotiana:

 

                                   Y hasta el olvido en que arderá el deseo

                                   trasunto de nosotros sin historia

                                   te dirá en toda piedra y en el blanco

                                   que efunde el sol eterno de los cuerpos

                                   resueltos a unidad cuánto mi amor

                                   te quería sin fin y te tenía

                                   y te quería

                                   como quieren los astros silenciosos

                                   y el diamante de arcilla que quemamos.

 

 

Señales de nieve sigue siendo a mi juicio su mejor libro, el que contiene un mayor número de poemas excelentes y en el que uno puede hacerse una idea más cabal del tipo de poeta que era. De alguna manera, ese poemario intensifica las virtudes y corrige los defectos de los tres anteriores, Supervivencias (1970), El ausente (1979) y Calendario del nómada (1983). Desde el punto de vista del oído, no hay en Señales de nieve ni rastro de la tendencia al sonsonete que a veces le perdía, por su talento para la versificación fácil. Y todas sus influencias están ahí ya bien integradas y domesticadas. Tanto su gusto como su dicción se habían educado con Antonio Machado y Pedro Salinas, un bagaje al que luego fue incorporando algo de la poesía alemana –de Brecht y Gottfried Benn, principalmente– y bastante de la anglosajona, sobre todo de Robert Frost, Wallace Stevens, Auden o Philip Larkin. Con respecto a sus contemporáneos, Luis fue un poeta sin generación que en realidad pertenecía al grupo del 50. Ninguno de su edad supo asimilar mejor algunos aspectos de la poesía de Carlos Barral, de Jaime Gil de Biedma o de Gabriel Ferrater, cuya descripción de Barcelona, en lo moral como en lo social, estudió muy de cerca. Recuerdo siempre una clase que dedicó a comentar “Barcelona ja no és bona o mi paseo solitario en primavera”, el poema de Gil de Biedma, admirando el virtuosismo técnico y compositivo (“es una pieza flaubertiana”), el ensamblaje de lo íntimo y familiar con lo histórico y político, la administración de los silencios. Fue para mí un precedente inolvidable.

            No es fácil, su poesía. El tono casi siempre meditativo tiende a sintetizar la reflexión y a proyectarla en las imágenes que la acompañan, en un trasunto de su pensamiento en acto que muchas veces prescinde de la aclaración al lector. Y ahí es donde mejor se aprecia la influencia de Barral o de Ferrater, menos preocupados que Gil de Biedma por evidenciar la anécdota que inspira el poema. Algunos de sus asuntos recurrentes son la lectura, el padre ausente, el amor conyugal, los viajes, por supuesto la ciudad, la pintura y el cine. Quizá sea frente a los cuadros, entre los libros y estando de viaje donde su verso adquiere mayor profundidad y mayor encanto. Hay por ejemplo una écfrasis en Señales de nieve, titulada “Vue de Genève”, sobre una pintura de Jean-Étienne Liotard, que es sencillamente magistral, por la manera en que logra describir a un tiempo el cuadro, el pensamiento que genera, su recuerdo y el viaje que hizo al lugar en el que se exponía. Y sin duda su mejor comentario sobre su autor predilecto está en “Franz Kafka y el desierto”, un poema de No hay que volver (2003), el primer libro que le publicamos en Lumen.

            Muchos de sus poemas tienen también una dimensión política y demuestran que la poesía, a través de la resistencia de la memoria, ha sido a menudo el último refugio contra el totalitarismo. Es la “conciencia de los incurables”, de la que habló en su poema sobre Brodsky, también en No hay que volver. Anna y Luis tuvieron desde muy jóvenes un agudo sentido de la justicia y de la solidaridad. Ya en la democracia, pertenecieron a los círculos socialdemócratas de Barcelona, reunidos en torno a la familia Maragall –Jordi Maragall i Noble, el pater familias, fue como un segundo padre para Luis– y en el que también estaban el rector Josep Maria Bricall, Joan Raventós o José Antonio González Casanova, representantes todos ellos, cada uno en su ámbito, de una sociedad posible que fue marginada por el pujolismo y que ahora ya ha sido aniquilada por el independentismo. Como había dicho Juan García Hortelano –tan querido por Luis– de los poetas de la generación del 50, todos ellos fueron “convictos de pertenecer a un país bárbaro”.

            Cuesta mucho, parafraseando a Saul Bellow, entregar a la muerte a un ser humano como Luis Izquierdo. Ni siquiera cuando enfermó de cáncer dejó de dar muestras de generosidad y de atención, de gratitud y de bondad. Luis tenía una cualidad que he visto en muy pocas personas –otra de ellas fue su amiga Carmen Balcells– y era la capacidad limpia de admirar. Aunque también sabía denostar con sarcasmo y malicia, si algo le entusiasmaba corría a felicitar al responsable y avisaba de ello a todo su círculo. Releyendo una carta que me envió cuando estábamos editando el que sería su último poemario, La piel de los días (2013), encuentro unas líneas que definen perfectamente su talante: “haber vivido y respirar todavía, compartirlo y viajar con Anna, no perder hijos y ganar amigos –tampoco demasiados– me parece un privilegio    –y lo es– que no merezco, pero estoy por ello muy reconocido”.

            En una de las comidas que hacíamos a menudo con amigos –con Jordi Llovet, con Ana María Moix– recuerdo que le comenté cómo me había impresionado una reflexión de Walter Benjamin en Dirección única. Dice Benjamin –el fragmento se titula “A media asta”– que cuando perdemos a un ser querido sufrimos una serie de transformaciones que sentimos la necesidad de comunicarle a esa persona, hasta que nos damos cuenta de que esos cambios sólo han sido posibles gracias a su ausencia. Y al final, dice Benjamin, le saludamos en una lengua que ya no entiende. Nunca olvidaré el gesto de íntimo reconocimiento que hizo Luis al escuchar esas palabras. Ahora pienso que debió identificarse por completo con esa observación, pues toda su poesía fue de algún modo un diálogo póstumo con su padre ausente, al que quiso mucho. Alguna vez me había comentado que cuando conducía por una carretera marítima de la costa catalana, al pasar por una determinada curva, le parecía ver la figura de su padre, saludándole. Siempre le decía que tenía que escribir un poema sobre eso, pero, claro, nunca había dejado de hacerlo. Desde que murió, cada vez que paso en coche por una curva al filo del mar, no importa dónde, soy yo quien imagina a Luis saludándome, hasta que me doy cuenta de que ahora somos nosotros quienes le hablamos en un idioma que ya no entiende.