Nos pide Ramón Acín Aquilué (Huesca, 1888-1936) que hagamos ahora con su vida lo que él vino a hacer anteriormente: re-crearla. Y para recomponerla contamos con trozos, rotos en mil pedazos en muchas de las ocasiones, con fragmentos que debemos construir como si de un puzle  se tratara. Tenemos retazos, solo retazos; bastantes, si los comparamos con lo que queda de otros mortales y pocos si se miden con la avidez del historiador. Hay textos publicados por él pero son normalmente artículos periodísticos; ni ensayos ni libros. Hay xilografías e ilustraciones, pero escasas; óleos, pero en su mayoría de pequeño tamaño, y tampoco abundantes; dibujos, muchos dibujos, pero encerrados en reducidos álbumes; proyectos que no llegaron a cuajar; conferencias de las que no hay texto alguno; esculturas de mérito que se empezaron a hacer en la última etapa de su vida y no tuvo tiempo de desarrollar. No pasará nuestro oscense a la historia del pensamiento anarcosindicalista aunque su labor como activista político fuera tan intensa como oculta por la clandestinidad obligada. La pedagogía de Acín está más en sus alumnos que en su obra. Sin embargo, lo que debemos “recrear” es mucho porque, a estas alturas de los estudios acinianos, podemos compartir lo que pensaban coetáneos que lo conocían bien: su “empeño en hacer de cada vida una obra de arte y de cada arte una vida”.[1]

Flaubert defendía que el fondo es el fuego y la forma la llama. Habrá que viajar, pues, hacia el hondón y empezar por el final: desde la periferia de la modernidad de la Huesca en la que nació y murió -y en el convulso periodo de entreguerras-, Ramón es un señero creador de la vanguardia española que desea estetizar la vida para hacerla más habitable y humana. Simultáneamente comprende que es imposible que la belleza tenga lugar en un mundo injusto y por ello pretenderá la revolución social y el cambio pedagógico para que la estética ocupe plaza y pueda celebrarse. Entre el anhelo de liberación personal y la desorientación de un mundo cambiante (en el que todo debe ser pensado desde cero), es perentorio adelantarse a la vida. En la revista oscense Floreal (1919-1920) escribía una sección titulada Espigas Rojas; ni nos ha llegado la revista ni el libro que quería editar con la recopilación de sus artículos pero en 1924 explica el significado de semejante título: “preparar bien la tierra, trabajarla con amor y no temer al sacrificio, que no es sacrificio, es sacrificar unas espigas a cambio de la belleza encendida y roja como corazones, de unas amapolas”.[2] El trigo es el amarillo (y el pan); el rojo, la emoción que es el origen de la creación, “la belleza encendida”. Necesidad, estética y vida en libertad.

 

LA VENTANA Y EL TIEMPO

Coleccionaba Acín almanaques y relojes de sol. La ventana desde la que mira al mundo nace de su concepción omnicomprensiva del tiempo. En el futuro se encuentra la utopía por llegar porque “nosotros que hoy somos hombres de mañana, mañana lo seremos también. Siempre seremos hombres de mañana, porque, como decía Zola, el mañana tendrá razón”.[3] Anticipar el futuro no es fácil cuando “lo que se va no se ha ido aún y lo que llega no ha llegado todavía”.  En el último de sus artículos, en 1936, define con claridad esa época que permite la convivencia de grandes prejuicios junto a grandes atrevimientos, a la par que mueren los últimos quinqués al compás del Vals de las olas y los hermanos Wright surcan los cielos. Tradición y Modernidad, la misma frontera lábil en la que se situaron las vanguardias; no disyunción sino copulación porque “el arte sin tradición no es nada y tampoco es nada sin modernidad”. Medirse con la tradición es el punto de partida de la vanguardia que no viene a negarla sino a establecer una armónica síntesis: aquella en la que, como afirmaba en el verano de 1935, a la vez que las gentes se desplazan en aviones a quinientos por hora, se darán premios a los que fabriquen cometas con dos palmos de percalina y cuatro cañas; aquella en la que pequeñas imprentas escolares sustituyan a los libros de texto y sus trafagosas rotativas; y en la que las fábricas de harina, escamoteadoras de vitaminas, se vean sustituidas por pequeños molinos de piedra caseros. El tiempo de Acín se proyecta hacia una sociedad futura que dará por desaparecida, como defendía Proudhon, la diferencia entre el productor y el consumidor, entre el ciudadano y el príncipe ya que pasarán a ser la misma persona.  Encontramos la máquina en algunas de sus acuarelas protagonizadas por aeroplanos o un zeppelín surcando el cielo de un pueblo antiguo, presidido por su iglesia, o locomotoras que vienen precipitas hacia nosotros como ese Dornier que canta en un artículo cruzando el Atlántico. Ritmo, movimiento y velocidad futurista. Celebra Acín la radio -posee una de las primeras en Huesca-, la cinematografía que tanto frecuenta, la electricidad, el coche y el transporte rápido pero no deja de ver el peligro de una mecanización totalitaria, deshumanizadora y  uniformadora: hay algo del “estilo maquinista” de Francis Picabia de la segunda década del siglo XX en sus series contra la Gran Guerra como La Ciencia Boche o Escenas alusivas a la Primera Guerra Mundial de 1919 y en las que la máquina pasa a ser un instrumento de tortura. Cree Ramón en el Progreso, con todas estas pertinentes matizaciones, porque, además, será el tiempo futuro el de la creación cuajada como le recordaba Hokusai.

Tenía 47 años cuando lo fusilan en agosto de 1936. Le impiden ese merecido futuro pero no pueden evitar su golosa mirada hacia el pasado. Si la lectura del porvenir no estaba exenta de restricciones para el artista, tampoco lo estará la del tiempo pretérito. Primero debe hacerse una labor expurgatoria de prejuicios, supersticiones y sistemas opresivos de propiedad. En su esencia, es un mundo que se pierde inexorablemente, llevándose consigo todo un acervo cultural. La tierra de Huesca remite a Acín a su infancia, aquella a la que no quiere renunciar y de la que se siente orgulloso. En las costumbres, en la alimentación, en los objetos cotidianos de esa vida agropecuaria premoderna, en la etnología del Alto Aragón, vive su particular Bretaña o su Tahití, la pulsión primitiva que le lleva más allá del mundo clásico y más allá de la modernidad: sabe que el campesino o el pastor de las montañas pirenaicas al subirse a un tren siente lo mismo que hubiese sentido un hombre del Paleolítico ante igual circunstancia y sabe también que, más que el contrato y la parcelación, le interesan las costumbres, las instituciones populares y el habla tradicional. Su Trocadero oscense y aragonés le regala desde un vestido fragatí hasta un entierro en Ansó pasando por esos “moricos” o morillos altoaragoneses que ponía a “cabalgar en las alturas” de su casa, como dice su hija Sol. Coplas y dichos, viajes de interés etnológico, expediciones frecuentes más por una cultura que por una civilización, incontaminada, infantil, prístina, que aprecia en los valores del “jotismo”, que no del baturrismo; esas mismas características verdaderas que llevaron a Falla, a Lorca y a Ignacio Zuloaga a promover un concurso de cante jondo en Granada el año 1922 para diferenciarlo del flamenco. Paisaje y paisanaje; caras sin careta; plazas y placetas; ferias y romerías; calles y procesiones; retratos y más retratos de sus gentes. Se le antoja urgente reconstruir en un museo aragonés la vida popular, convencido de que Aragón era todavía una inmensa cueva de Altamira en la que encontrar a cada paso no vestigios de la prehistoria sino prehistoria viva; en los prados de montaña, la edad de la piedra tallada y la edad de hierro, y en las riberas, una época de transición premoderna. Escribe así Acín (al lado de su amigo el fotógrafo Ricardo Compairé o el escritor López Allué) su particular “Poema de cante jondo” lorquiano cuando colecciona objetos compulsivamente, se deja patilla de bandolero y fotografía a su mujer Concha Monrás vestida de gitana o a su hija Katia disfrazada de ansotana. Como la pareja formada por Viladrich y Julio Antonio habían hecho por España, viaja por las cercanías de Huesca para buscar lo primitivo, la esencia.

La mirada del espectador de las sociedades tradicionales se había venido circunscribiendo a un espacio concreto y a una superficie delimitada. Si, como afirma el poeta armenio Sayat Nova, el mundo no es más que una ventana, los quicios ahora, en entreguerras, se mueven y giran a más velocidad dando a la visión un mayor horizonte. Es la profundidad con la que aprecia Ramón el turismo del Altoaragón al que convierte, de forma pionera, en paisaje natural y cultural al tiempo. Y es el mismo marco desde el que debe entenderse ese costismo compartido con muchos de sus amigos. La visión de la naturaleza, también, queda modificada desde esta nueva perspectiva y pasa a ser contemplada en tanto que proyección de un estado de ánimo, un lugar incontaminado o –y es el caso de su Paisaje fantástico de 1929-, un sueño cercano al paraíso. Al artista se le brindan hermosos rincones que deben ser preservados al igual que los monumentos antiguos, sin dejar intervenir a los hombres con sus leyes y contratos. Una especie de panteísmo en cuyo seno, y no al margen, se desarrolla la vida humana.

 

LA CASA, LA ALQUIMIA Y EL ALQUIMISTA

La casa de Acín está a mitad de camino de la de tres de sus amigos: del madrileño Torreón Velázquez de Ramón Gómez de la Serna, habitado antes por nuestro Ramón, verdadero “desván de postrimerías”; de esa “Urganda Desconocida” en la que convirtió Miquel Viladrich el castillo fragatí; y, por último, del estudio ambulante del caricaturista y conferenciante mudo Romà Bonet i Sintes (Bon). En la calle oscense de Las Cortes, nº 3, instaló nuestro artista su estudio y su hogar. Nos lo describe Rafael Sender, uno de los hermanos de Ramón J. Sender, que fue alumno suyo:

“(…) La familia Acín habitaba una planta espaciosa de un antiguo palacio o mansión señorial de típico estilo aragonés, con su espaciosa y suave escalinata, amplio vestíbulo de entrada, pasillos y salones. De elevados techos, el conjunto daba la impresión, muy grave, de un museo de arte o exposición de anticuario. En un rincón del vestíbulo, una armadura montada de guerrero medieval, grandes pájaros disecados, lámparas de forja antigua y multitud de piezas de cerámica, hierros forjados, útiles de antiguos hogares y chimeneas, relojes de pared, mapas antiguos, cuadros, telas y tapices cubriendo las paredes. Todo sin agobio ni aprisionamiento, más bien a manera de coleccionista experto”.[4]

A la casa se entraba por un recibidor en el que al pasar repicaba una campanilla. Allí, un armario de madera noble de grandes puertas y un arcón sobre el que brillaba el cobre de un quinqué mientras se animaba un cuadro de barquitas, trenes y figuras, en un puerto más o menos italiano y te seguía, fueras donde fueses, la mirada de una virgen. Se pasaba de ahí al comedor, iluminado a través de un balcón orientado al mediodía y que tenía como centro una gran mesa de nogal rodeada de regias sillas, comedor desde el que se pasaba a un salón isabelino de cortinajes rojos, a la vez refugio de un pájaro musical en jaula dorada, instrumentos de música, mesitas filipinas y el piano de Conchita. Estas salas eran el escenario casual de belenes y de teatrillos en miniatura, con sus telones, tramoyas, luces y personajes de cartón que servían para representar El mercader de Venecia, Hamlet o la Fierecilla domada. Sumémosle a todo lo dicho, un misterioso esqueleto o un arpa que Ramón tocaba para los niños. Por la izquierda se pasaba al que llamaban “cuarto de los toros”, repleto de cuadros de la fiesta en tiempos de Goya y que se abría a una primera alcoba con cuartito ropero. La casona tenía un espacio exterior, el llamado “hortal”, lleno de acacias y hierbas que crecían libremente y que brindaba amplias vistas y servía de escenario para juegos infantiles y tertulias.

Abarcando toda la anchura del piso, sin embargo, el estudio, el taller se convertía en el verdadero ombligo: la pared de la izquierda se cerraba con un retablo barroco convertido en biblioteca y decorado con columnas salomónicas. En el eje axial, una hornacina con una talla de san Jorge. Enfrente, un libro de coro con notación musical gregoriana, un globo terráqueo y varios tableros de dibujo, en su mayoría llenos de libros y papeles, caballetes, bastidores de tijera para las carpetas. En el centro de la habitación, el punto de reunión: divanes, sillones, la estufa de hierro para el invierno frente a la enorme boca de la alcoba de los padres en la que colgaban de una de sus paredes las estrellas de Fermín Galán.

Este taller, este laboratorio de artista, era también un hogar. En enero de 1923 contrae matrimonio con Conchita Monrás, hija de un profesor del instituto de Huesca y de caligrafía de la Escuela Normal, compañero, por tanto, de su yerno y de procedencia barcelonesa. Era Concha una mujer culta, diez años menor que él: pianista, esperantista, jugadora de tenis, gustaba del teatro, del cine y de la literatura. En uno de los rincones del hogar quedó colgado un retrato del matrimonio realizado por el fotógrafo Compairé: sobre las estanterías, asadores del Pirineo y óleos antiguos, también uno moderno regalado por Ismael González de la Serna; en sendas sillas de anea se sienta la pareja en dos ángulos distintos y la mirada fija el uno en el otro en perfecta simetría. La composición queda centrada en una escorzada jaula que tiene dentro una pajarita de papel blanco. Para solemnizar el VII centenario de la muerte de Francisco de Asís, liberará Ramón al pájaro de carne y plumas que tenía en esta jaula y lo reemplazará  por el papirofléxico “ya que llamar hermano al pájaro y ser su carcelero no lo encuentro bien”.

La dinámica de la casa no termina aquí: al taller, al hogar, a la casa de acogida, se suma también la escuela. Optaron los padres por no llevar al colegio a sus hijas Katia (quizá por algún personaje de las novelas de Tolstoi o la misma novela homónima) y Sol (el nombre, por cierto, de la última de las hijas de Ferrer y Guardia). Se convierten así en maestros, ayudados por amigos -como en su momento el inspector Herminio Almendros y su mujer María Cuyás-, y por alumnos y alumnas de la Escuela Normal. Seleccionaban libros, películas, juegos y frecuentes salidas al campo. En las habitaciones de las chicas había dibujos hechos por ellas de cosas varias como muñecos, paisajes, además de fotos de Oliver y Hardy. Una mezcla de libertad y disciplina, al margen de la institución educativa del momento, que Katia y Sol recordaron siempre como cercana al edén.

El mágico espacio de esta casa no siempre fue habitado por el mismo Ramón. Los autorretratos y fotografías que tenemos del rostro de Acín nos invitan a la prudencia a la hora de interpretarlos porque, más que representar los distintos estados de ánimo de este alquimista, nos muestran a las claras los diversos papeles que va a asumir a lo largo del tiempo. Primero vemos a un joven gozoso de aire romántico, de capa, sombrero de alta copa y bigote connoiseur; le dice al mundo que es un artista, un inconformista que ha optado por la bohemia como forma de vida y, como tal, atenta contra las divisiones sociales, proclama su autonomía individual y su diferencia mientras huye de la mediocridad. Se separa de los profesionales de la Academia, es autodidacta y muestra su escepticismo ante las convenciones y la sociedad en la que vive. El segundo Acín, próximo a los años veinte, se presenta acusando un mayor acercamiento crítico hacia la realidad y proponiéndose como profeta, mago o sacerdote de un nuevo mundo pero con sombrero de papel: es el demiurgo que se disfraza en ocasiones de bufón para, al igual que en las obras de Shakespeare, poder decir siempre la verdad. El tercero de los acines, el último, se muestra más melancólico, triste, ensimismado y hasta sombrío; el humor ha dejado paso a cierto desengaño (se autocalifica de exhumorista) porque la frustración acompaña las esperanzas que el cambio republicano no ha visto cumplir. La misma casa y el mismo taller; quien ha ido cambiando es su morador.

 

EL PÓRTICO

El imaginario atrio de este templo que era la casa de Acín se prolongaba más allá de los soportales oscenses. En este umbral no está el mercado del arte ni el arte como institución. Por cada encargo que consigue (de los ayuntamientos de Huesca, Jaca o Zaragoza) son cuatro los que no llegan a buen puerto o le son rechazados. En 1926 da una conferencia en el Casino Mercantil de Zaragoza. La pretensión es recaudar fondos para su maestro Félix Lafuente que languidece en parálisis y pobreza sus últimos años. Paralítico, nos dice Acín, como Oswaldo, ese terrible personaje de “Espectros”, obra de Ibsen de 1881. En ella el autor critica duramente la moral conservadora que termina haciendo que el hijo pague los pecados del capitán Alving. Un mal heredado, que no cometido. La cita no es casual: el artista está purgando la hipocresía de la época y, obligado a penar una culpa que no es suya, recibe, a cambio de la belleza producida, miseria y olvido. Una vez más el creador oscense se queja de la condición social del artista y de su penosa relación con el mercado.

El atrio de Ramón, pues, se sitúa en otro ámbito: una red entretejida por viajes y personas que amplían su ámbito vital y le emplazan, a través de lecturas, contactos y experiencias, en un horizonte que le permitirá salir de la periferia en la que se encontraba. Huesca será siempre su base de operaciones: le fijan allí su familia, las amistades, el amor a la tierra y la interinidad primero y titularidad después de la plaza obtenida como profesor de dibujo de las Escuelas Normales de Maestros y Maestras de Huesca entre 1916 y 1917. Se casará en 1923 y en el plazo de dos años nacerán sus hijas. Sin embargo, antes y después de estas fechas, Ramón pasará largas temporadas fuera de su ciudad natal: en 1908 vive en Zaragoza y, dos años después, en Madrid. En 1913 quiere marchar a París pero se queda en Barcelona escribiendo en la revista “La Ira” para, tras obtener una beca de la Diputación de Huesca, estar entre 1914 y 1915 en Barcelona, Madrid, Toledo y Granada. En varias ocasiones volverá a la capital de España y a Barcelona -donde tiene familia tanto de su parte como de la de su mujer, que era de allí-. Entre junio y noviembre de 1926 vive en París,  donde piensa instalar un estudio cuando se exilie en diciembre de 1930; lo intentará de nuevo pidiendo una pensión a la Junta de Ampliación de Estudios para el curso 1935-1936. Lo tenemos en las Hurdes  en los meses de abril y mayo de 1933, y ese mismo año tratará de obtener la plaza de profesor de dibujo en la Normal de Madrid. Sumémosle a todo ello los frecuentes desplazamientos por el Pirineo aragonés y las comarcas de Huesca y Lérida, así como el retorno a Cataluña durante los veranos, sobre todo a partir de 1932 porque en esta fecha hereda Conchita Monrás una casa en La Pobla de Montornés. Muchos viajes, sin duda, para un hombre de la época.

Viajes y relaciones humanas, algunas de ellas de íntima amistad. Está por estudiar, y no es ahora el caso, la crucial influencia que esta tupida red tuvo sobre Ramón; no obstante, puede afirmarse con rotundidad que sin ellas no hubiese sido el mismo. Dos rasgos principales le acompañarán siempre en este ámbito: en primer lugar, se trata de contactos pertenecientes a estratos sociales distintos y hasta opuestos (labriegos, juristas, intelectuales, menestrales, militares, artistas, pedagogos,…), como bien ha sabido analizar Víctor Pardo en el caso oscense; el segundo de los rasgos puede apreciarse en el principio de lealtad que mantuvo por encima de cualquier diferencia ideológica: escribe de su amistad con Joaquín Maurín, aun cuando este hubiese abandonado los principios libertarios que en su momento compartieron, o es capaz de realizar un sentido obituario en 1935 a la mujer de José María Lacasa, creador del Orfeón Oscense y para entonces líder de la Falange.

Huesca era la capital de una provincia de carácter agrario sometida a un modélico caciquismo que hacía de cada pretendida elección el fraudulento triunfo de la oligarquía local. Cuando Ramón tenía once años, el 22’5% del censo electoral era analfabeto. Una Hoya con abundante contratación de jornaleros en contraste con una capital de hortelanos, funcionarios, talleres artesanales y pequeños comerciantes que presenciaban cómo el obispo excomulgaba al diario local de carácter liberal-conservador mientras se ansiaba, en claro esquema restauracionista, una escuela, un parque, una línea férrea, un canal y la añorada universidad perdida. Esta Huesca aciniana es buena muestra, como decíamos, de la heterogénea capacidad de Ramón en cuanto a sus relaciones humanas. José Domingo Dueñas es capaz de explicarnos el variopinto grupo que formaban con Acín los redactores de la desaparecida revista Talión, unidos por una lectura anarquizante de Joaquín Costa (Ángel Samblancat, Gil Bel, su compañero de instituto Felipe Alaiz, Joaquín Maurín); todos ellos serán escritores o políticos que alcanzarán proyección nacional. Añadamos a esta red la formada por el mundo artístico local (Martín Coronas, Aventín Llanas, Felipe Coscolla, y su maestro Félix Lafuente), la intelectualidad (Manuel Bescós, que se hacía llamar “Silvio Kossti”, el escritor costumbrista Luis López Allué, Luis Mur, Ricardo del Arco,…), el ámbito de la enseñanza formado por colegas o alumnos (los hermanos Carrasquer, Simeón Omella, Evaristo Viñuales, Paco Ponzán,…), el farmaceútico y fotógrafo Ricardo Campairé, los periodistas como Mariano Añoto o correligionarios tal como el artesano Juan Arnalda. Zaragoza será, por su parte, el segundo núcleo de referencia. Ofrecía un ambiente que transitaba entre el tardío modernismo y el casticismo baturro. Un fuerte crecimiento económico le haría superar los cien mil habitantes y llevará aparejado el incremento de las tensiones sociales mientras iba incorporándose a la modernidad durante la dictadura primorriverista. Si, por un lado, encontraremos el arte nuevo en revistas como Cierzo o Noreste, o en los integrantes del Salón de Humoristas Aragoneses, por otro, las resistencias eran evidentes. Las abundantes tertulias querían saldar estas disputas en los frecuentados y múltiples cafés pero el pensamiento reaccionario dominaba los resortes del poder y reclamaba, como hacía en 1911 el joven jurista José Castán, la presencia de más curas y barberos que expurgasen las modernas bibliotecas y limitasen la “libertad de pluma”. Dará cuenta aquí nuevamente de un grupo de amigos y conocidos en diversos estratos de la sociedad. Su relación con Rafael Sánchez Ventura era fraterna (es el padrino de Sol Acín), al igual que con otros comilitones que formaban parte de la Peña Salduba: los hermanos Alcrudo, Miguel Chueca Cuartero, Luis Mainar, Miguel Abós, Servet y Martínez. Con todo, no debemos olvidar a personas que serán muy importantes para Ramón como Luis Buñuel, compañero de pupitre en el instituto de Ramón J. Sender (una de cuyas hermanas, por cierto, era cuñada de Concha Monrás), Rafael Barradas, con quien ya en 1915 comparte exposición de una obra en el Casino Mercantil, y lo mismo podemos decir de Fernando García Mercadal, los jóvenes Honorio García Condoy o Julio Castro, además de Martín Durban, Félix Burriel o José Bueno. Precisamente en 1931 ilustrará un libro de Ramón y Cajal, al lado de Félix Gazo y González Bernal.

 Como queda dicho, Barcelona, con su medio millón de habitantes, será una capital muy frecuentada por Ramón. Supone un aumento de escala importante: era llamada por los anarquistas a comienzos de la pasada centuria “La Rosa de foc”. Había presenciado entre 1888 y 1909, entre la Exposición Universal y la Semana Trágica, esfumarse la ilusión de que la modernización podía producirse sin coste social añadido. Se estaban operando allí dos eclosiones que interesaban mucho a nuestro oscense: el pensamiento libertario y la vanguardia artística. Los contactos se multiplican: anarquistas como Salvador Seguí, Hermoso Plaja, Federico Urales o, más tardíamente, Manuel Buenacasa. A la vez, sumemos el plantel de inmigrantes que formaban artistas de la altura de Picabia, el matrimonio Delaunay o Torres García (compatriota de Barradas), y las visitas a  exposiciones que brindaban las Galeríes Laietanes o la Dalmau y que le permitían contemplar en directo a Matisse, Marquet, Bonnard, César Lagar, Joan Miró o a los cubistas. Le influyeron, y mucho, el plantel de ilustradores catalanes (Nonell, Opisso, Nogués,…), junto a sus amigos Juan Bautista Acher (Shum) y Bon, al que invitó a dar una conferencia en Huesca. Queda finalmente Madrid, la capital, que si bien es cierto que carecía de una burguesía activa como la ciudad condal o bien que no tenía una identidad diferenciadora, se había incorporado desde 1918 definitivamente a la vanguardia. El inquieto visitante de provincias se encontraba con infinidad de libros en un mercado de lance o en puestecillos de viejo; tertulias y más tertulias permitían contactos frecuentes con viejas y jóvenes celebridades dispuestas a hablar desde la caída de la tarde hasta la noche y esto hacía posible, como nos dice Jaime Brihuega, que la gran ciudad se convirtiese en un pequeño mundo en el que todos se conocían. El Café Colonial, el del Prado, el Oriente y el Pombo, pasaban a ser puntos de encuentro sin cita previa para poetas, músicos, científicos, literatos, arquitectos, y pintores que miraban embelesados hacia París. Acín accede a la Residencia de Estudiantes a través de Buñuel, Sánchez Ventura o el mismo Lorca, al que imaginábamos conocía desde su estancia en Granada, y pudieron presentarle a Dalí o a José Moreno Villa, poeta y pintor que llegó a influir en su obra. El Círculo de Bellas Artes y el Ateneo se muestran activos ante el arte nuevo; Guillermo de Torre  -promotor del ultraísmo, y que había colaborado de joven con la revista Paraninfo de Zaragoza- es hilo conductor hacia Norah Borges, su pareja, que contribuirá de forma indubitable en muchos de los grabados de Acín, del mismo modo que el catalán instalado en Madrid, Lluis Bagaria, lo hará en sus viñetas, como la obra del gallego Alfonso Rodríguez Castelao. Habrá que ponderar que fuese Gómez de la Serna, el pontífice de la modernidad madrileña, quien calificase a nuestro Ramón de “raro” mientras introducía en España el futurismo, el cubismo y muchos otros “ismos”, y le relacionaba con Viladrich y Julio Antonio.

Resta París, definitivamente, no ya satélite sino epicentro de la modernidad. Aquí el enlace principal es Ismael González de la Serna, amigo no solo de Ramón sino de su familia y compañero de vivencias con el joven científico Pedro Aznar y Luis Buñuel de las que da cuenta en alguno de sus artículos. No nos consta, pero parece imposible que en sus estancias parisinas no se empapase Acín del arte de vanguardia de los amigos de Ismael (Gris, Gargallo, Julio González, Soutine o el mismo Picasso que llamó “grande” al de Guadix). Así nos lo hace ver su producción artística desde 1926.

Éste y no otro es el amplio pórtico de la casa de Acín y, desde allí, Huesca queda más cercana al centro.

 

ESTÉTICA

Ni pertenece a un movimiento, ni firma un manifiesto, ni es “campanero de una sola campana”. Por eso, sistematizar los fundamentos de la estética de Acín resulta complejo porque, según  su propia afirmación,  si no se teme al fracaso y se confía en uno mismo, “el mejor método es no tenerlo”. Además, en el artista se produce una evolución cuya cesura podemos situar en el último lustro de la década de los años veinte: en una primera etapa, lo que gustaba a los demás a él no le dejaba satisfecho; por contra, cuando le empieza a gustar lo que hace, es a los demás a quienes no termina de convencer. Como lo bello es vario -solo es uno el general, el obispo, el cacique, la propiedad-, el programa debe ser necesariamente indefinido. Ya su amigo Felipe Alaiz decía “que el artista no da explicaciones porque en la obra se agazapan todas”. Desde sus obras -los textos, la labor plástica-, reconstruyamos una definición que pudiera ser del gusto de nuestro creador:

El Arte es un lenguaje universal que, más que imitar la realidad, interviene sobre ella en distintos ámbitos. Desde el establecimiento de relaciones y una perspectiva de globalidad, se trata de alcanzar un arte total que recupere la creativa mirada del niño para fundamentar las correspondientes categorías estéticas sostenidas por la geometría y la estilización.

Interesa a la estética aciniana que el objetivo sea una obra que pueda ser vivida y habitada en busca de nuevos límites perceptivos. Los tránsitos devienen permanentes: del dibujo al óleo y al grabado; de la caricatura a la escultura; de la descripción a la expresión; del concepto a la plástica; de la plástica a la arquitectura. Se desterritorializan las fronteras entre lo que es arte y lo que no porque ni reproduce ni representa en exclusiva sino que sugiere y modifica el espíritu y la vida. Puede estar a la vez diseñando una mesa-caballete para las Escuelas Normales que elaborando un juego didáctico de geografía; escribiendo un artículo o pensando en proponer un monumento al burro o un quiosco de la música a la vez que pintando un óleo o ilustrando la portada de un libro. Cuando obligan a llevar bozal a los perros, le pinta uno al suyo que sustituya al de verdad; cuando se trata de planificar un nuevo barrio, propone al alcalde de turno que las calles lleven nombre de color en consonancia con el que tendrán las casas. Y hasta el final: en agosto de 1936 se esconde de sus asesinos en un zulo casero junto a su amigo Juan Arnalda; para que escape, le brinda uno de sus gorros y le pinta bigotes de camuflaje. El arte es una praxis vital.

Observamos evolución en sus casi 25 años de producción artística. Primero, toma nota y aprehende a través del dibujo el vocabulario de la descripción, como se aprecia en sus álbumes hasta 1914 (siempre será, antes que nada, un dibujante). Después ligará la imagen a la palabra a través de viñetas humorísticas, mientras aplica la deformación de la caricatura. Posteriormente amplía los límites del dibujo y la pintura hacia otros formatos (escultura, grabado, ilustración, ambientes arquitectónicos) menos estrechos para ir de la idea hacia la realización con símbolos y alegorías. De la mímesis, la copia o la imitación a la alusión y la interpretación que plasmen pensamientos y significados, tratando de suavizar los contrarios por medio del “humorismo” tan defendido por muchos en la época y que opera de síntesis, esa “alegría en el dolor” goyesca reflejada en el ex libris que propone como suyo, “el cráneo agujereado de un uncido con una chulona tocando castañuelas”. A medida que amplía el concepto de objeto artístico hacia el arte total, estiliza, simplifica las formas y los planos que siguen conservando apariencia figurativa. Este proceso de depuración formal pretende una triple finalidad: de un lado, incrementar la reproductibilidad, tal como le confiesa al crítico Manuel Abril; de otro, espiritualizar la materia, que es el papel que confiere a la geometría; y, por último, la reducción de lo múltiple a un nivel más manejable que refleje la esencia y pueda hacerse más universal.

Es el arte un lenguaje. Y conviene aquí matizar bien para acercarnos con rigor a la concepción aciniana, no exenta de alguna contradicción. Una cosa es el aprendizaje del dibujo como vehículo de expresión: si se hace bien, este puede ser universal. En 1935 solicita una beca de ampliación de estudios para viajar al extranjero, y deja patente su opinión: “(…) todos, aún los que no reúnen aptitudes ni aficiones para el dibujo, pueden llegar a poseer el dibujo como un medio de expresión y desenvolvimiento de sus actividades de su vida práctica y profesional, pero esto sucederá, a nuestro entender, y lo decimos después de tantos años de profesorado, cuando se oriente la enseñanza del Dibujo al margen del arte como se enseña a escribir al margen de la Literatura”.[5] Sin embargo, si bien el arte no es una religión y está en la mano de todos moldear su vida como una obra, lo cierto es que las exigencias que propone para el artista alcanzan una excelsitud solo propia de una minoría porque estamos hablando entonces del héroe: aquel que restablece la armonía y el equilibrio perdidos, y lo hace en nombre de la comunidad entera. Las exigencias éticas del creador son elevadas y requisito imprescindible de su estética: ser humano antes que artista; estar en contacto con la vida, con sus luchas y pasiones, teniendo como motor la curiosidad permanente (“mi musa es la curiosidad”). De ahí procederá la pasión, la rebelión y la sinceridad que le lleven a buscar “Verdad, Justicia, Valor Moral y Jovialidad, Fiebre, Amor, Pudor y Corazón”. Con mayúsculas todas y “sin medir el trabajo con el rasero de las pesetas”. En suma, el artista del romanticismo.

De la concepción estética y la función social del artista, derivará su estilo. Cuando escribe, como dice su amigo Felipe Alaiz, “el secreto de la frase única en el escrito corto”, siendo esclavo de la eubolia y la autenticidad. La pulsión originaria es casi orgánica, “cuando la bilis nos ahoga o cuando nos salta el corazón”; después viene la ordenación, la meticulosidad y la capacidad de establecer conexiones según el principio sapiencial de que saber no es acumular información sino relacionarla. El método es inductivo y pedagógico, próximo al de la Escuela Moderna de Ferrer y Guardia: de lo cercano a lo concreto; y de ahí a lo general, y a la razón. El verbo se alimenta, en ocasiones, de valores plásticos que ha sabido ver José Domingo Dueñas. Cuando se expresa en el terreno de las artes, “la parte plástica es la fundamental”. El origen, una idea clara y concisa; la realización, sin adornos y con delicadeza, equilibrio de masas y armonía de colores. Después, adaptación a las exigencias propias del material con el que se trabaja. Todo un oficio.

 

 

EL PENSAMIENTO Y LA ACCIÓN

Libertad con arroz

“Pusieron en libertad a un revolucionario y al salir de la cárcel abrió la jaula a un gorrión y llevó al río un pez que tenía en la pecera vivito y coleando. Desde aquel momento comenzaron los tres a luchar desesperadamente para vivir. Un día, el revolucionario salió de la ciudad y tumbose a la orilla del río. El pez y el gorrión que le vieron acercáronse al revolucionario. El gorrión añoraba los cañamones de la jaula, y el pez añoraba el piscidín que le servían de alimento. El revolucionario añoraba también el rancho de la prisión, mediano o malo, de judías y arroz. Y vino en pensar, que la libertad que hoy se defiende, es otra de la libertad que defendieron nuestros abuelos”.

                                       RA, “Arca de Noé”, Diario de Huesca, 20- IV-1924.

 

Hemos medido a Ramón por lo que hizo; también por lo que hubiese podido hacer si no le hubiesen arrebatado el tiempo. Por lo que encontró, por las respuestas que halló a las preguntas formuladas. Y por lo que eligió: dejar atrás a ese miembro de la clase media provinciana con habilidades artísticas, funcionario de vida resuelta en su cátedra de la Escuela Normal, con muchas posibilidades de llegar a ser un prócer local. A cambio, él se autocalificó sucesivamente de “caricaturista”, “escritor”, “humorista”, “artista” y, desde los veinticinco años, “revolucionario con la puntera de la bota metida en la anarquía”. En el año 1927 dice de él que es un “libertario individualista”, en oposición al comunismo ruso y, tres años después, se proclama “comunista libertario”.

Su verdadera definición, sin embargo, remite siempre a su relación con el poder. Comentaba con sus amigos esta anécdota de Dionisio de Siracusa: al tirano no le bastaba con ejercer de tal y quería ser poeta; llamó al mejor de la corte y le leyó sus versos, inquiriéndole con avidez su opinión. Este, no queriendo adularlo, se limitó a decir: “Que me lleven a la cárcel”. Posiblemente en recuerdo de esta circunstancia, el Acín del exilio parisino tras los sucesos de Jaca fue interpelado por sus compañeros de infortunio (muchos de ellos futuros miembros de los gobiernos republicanos) ante su silencio clamoroso en las tertulias y no se le ocurrió otra cosa que pedir que adecentaran las cárceles. Sabía, como así fue, que las habitaría. J. Luis Ledesma llama la atención (y a la prudencia) sobre las etiquetas políticas en esos confusos años veinte y treinta españoles: primero, porque podemos trasladar esquemas de presente a un pasado distinto; y segundo por la intrínseca complejidad del movimiento libertario de carácter tan poliédrico. Emplazar a Ramón en la izquierda del momento es evidente porque suma la mayor parte de los ingredientes: crítica al caciquismo y al restauracionismo, anticlericalismo, vegetarianismo, naturismo, internacionalismo, pacifismo, federalismo, republicanismo. Sin embargo, su postura va un paso más lejos; lo vemos situarse contra la propiedad, contra el capitalismo como sistema deshumanizador, contra una política en la que pueda darse paso a una república burguesa que sustituya la sangre del rey por “los reyes del hierro o del petróleo”; y, a la vez, en contra del comunismo en su versión bolchevique, ese comunismo de estado que en principio le ilusionó hasta apreciar que impedía el que llamaba “comunismo de abajo a arriba”. Nos lo dice, “arroz y libertad”;  sin tener cubierta la necesidad no es posible la libertad.

Para no equivocarse, habrá que pegarse a los hechos (y ser necesariamente enumerativos): politización temprana, reflejada en dibujos entre 1907 y 1910 de Marx, Kropotkin y Bakunin; participación en Barcelona en la revista La Ira en 1913 y primer procesamiento, al que seguirá su colaboración con Talión en 1915; entrada en la CNT, posiblemente antes de 1917, y asistencia entonces en el verano de 1918 al Congreso de Sans en Barcelona; participación en 1919 en el II Congreso del Teatro de la Comedia de Madrid de la CNT como representante de mil sindicalistas de Barbastro, Graus, Binefar, Monzón, etc, y presentación de una ponencia sobre “Prensa y propaganda”; mítines y organización sindical por Huesca y Lérida, y procesamiento por fuero de guerra en 1920, quizá por su apoyo a los encarcelados debido al asalto en el Cuartel del Carmen de Zaragoza. Año 1922, asistencia a la conferencia de la CNT celebrada en Zaragoza; 1923, participación frecuente en Solidaridad Obrera, órgano central de la CNT, con la columna “Florecicas”; 1923-30, desde la clandestinidad, activismo sindical, propaganda y organización en el Altoaragón. En diciembre de 1930 figura como articulador de la trama civil oscense de la Sublevación de Jaca que dirigía Fermín Galán; de enero de 1930 a abril de 1931, exilio en París: cuando la República se proclama, manifestación de apoyo a su persona a la puerta de su casa oscense. En junio de 1931, delegado de la CNT en el Congreso de Madrid y comisionado en la defensa de los mineros asturianos ante el Ministerio de Trabajo; organización posterior de la Conferencia provincial de Huesca y preparación de las “federaciones de industria”; 1932-1933, tres detenciones e ingreso en prisión por promover “acciones huelguísticas e insurreccionales”; mayo de 1936, asistencia al Congreso Confederal de Zaragoza en el Teatro Iris y dictamen sobre la pedagogía. Cuando en agosto de 1936 lo asesinan, se le declara “el extremista más peligroso de Huesca”. Había sido más que espectador pasivo, un ciudadano que participaba desde la opinión y la acción en multitud de campos de la vida local y nacional. Alcanzó algo más inquietante que el poder, la influencia.

Si contextualizamos los mencionados acontecimientos en la política española de entreguerras, podremos encontrar una diacronía significativa. La inicial actitud anarquista viene marcada por cierto “aire de época”: Miguel Utrillo se refería a Barcelona, y a la tertulia del Quatre Gats de principios de siglo barcelonés, como un lugar en el que todos eran anarquistas e incluso Ramón J. Sender afirma que en las primeras décadas del siglo en Madrid se decía que “el que a los veinte años no es anarquista es que es un retrasado mental”. Originariamente se trata de un anarquismo más intuitivo y sentimental, que en el caso de nuestro autor viene acompañado de costismo y hasta de un cierto cristianismo primitivo, como apunta José Carlos Mainer. El costismo regeneracionista no se ve secundado por la burguesía para dirigir un impulso renovador desde la cúspide; el socialismo, por su parte, había hecho dejación de una postura pacifista inequívoca durante la Gran Guerra y su presencia sindical era escasa, al menos en Huesca. A cambio, al finalizar la guerra mundial, crece algo nuevo: un sindicato de base amplia en el que caben exaltados activistas junto a pacifistas, libertarios, anarquistas y sindicalistas moderados, y que es capaz de movilizar a cientos de miles de trabajadores.

Como a toda su generación, la guerra colonial de Marruecos, la primera guerra mundial y la revolución rusa marcarán su evolución y formación política. Un viejo mundo termina y da paso a otro que está por construir. La dictadura primorriverista, por su parte, fue una importante piedra de toque y dejó a las claras el silencio, cuando no la colaboración de muchos porque, como decía Unamuno, “no puede vivir digno el que no se allana a silenciar la verdad y a no denunciar la injusticia”.[6]

Todo este itinerario, todo este proceso, lo analiza Acín en 1930:

“No olvidemos que Costa fue el hombre del 98 y el 98, o el post 98 mejor, con el movimiento de las Cámaras de Comercio e Industria a la cabeza, fue un momento especialmente burgués. Momento que la burguesía española no supo aprovechar y que bien habrá de pesarle, pues, sin haberse cerrado el ciclo burgués, tendrá esta que sufrir una realidad proletaria”.

 Después del intento fallido de la Sublevación de Jaca, la llegada de la II República se convierte en una esperanza y en una posibilidad de revolución, en igual medida que campo abonado para la frustración. En junio de 1931 expone en el Ateneo madrileño, en la remodelada sala El Saloncito. Cobran sentido en este contexto las palabras de presentación que hace de su obra “porque más que artista, en estos momentos altamente humanos, importa ser grano de arena que se sume al simoun que todo lo barrerá”.

Ramón se adelanta a esa “generación entumecida” de la que hablaba Luis Buñuel antes del cambio que se producirá en los años treinta y no pertenecía al grupo de artistas a los que Sender auguraba la “venganza implacable de la vida, que no tolera desdenes”, por haberse quedado del lado de la espiritualización de los sentimientos o la idealización de las pasiones.

La Exposición de Artistas Ibéricos, a la cabeza del arte de vanguardia español, realiza una muestra el año 1931 en San Sebastián donde recoge obra de Ramón, al que califica de “un gran desconocido para la mayoría de interesados en nuestro arte contemporáneo”. Tras mencionar el viaje a París en 1926, su amistad con Ismael González de la Serna y las exposiciones en la Galería Dalmau de Barcelona y el Rincón de Goya zaragozano, se dice: 

“Un aspecto a tener en cuenta es su claro compromiso político, que le acababa de llevar a tomar parte en la llamada “sublevación de Jaca” en 1930 y a su consiguiente exilio de varios meses en París. A principios de la década de los treinta, Acín se halla en la primera línea de la escultura moderna que se hace dentro de nuestro país”. [7]

 

*

Considero inoportuno separar la labor sindical y política del creador oscense, incluso su labor artística, de su vertiente pedagógica, entre otras razones porque él no vivía esta pretendida escisión: “Su gran idea –nos dice Felipe Alaiz- consistía en animar a un núcleo de pedagogos modernos para que difundieran la semilla libertaria, haciendo de la enseñanza un servicio social”. De hecho, apreciaba que el progreso era la recuperación de la infancia porque los niños constituían la única esperanza de un mañana mejor. Frente al infante aislado, hambriento, triste, inclusero, sumiso, “mortijuelo” (ese párvulo a punto de ser enterrado), creado la mayor parte de las veces por la desigualdad social y por esa escuela al uso que practica un “infanticidio lento” y que  enseña más misterios que verdades, debe alzarse la escuela “nueva y laica” que le deje al niño ser lo que es: alegre, ingenuo, con curiosidad innata por el conocimiento y deseo irrefrenable de jugar.

Fragmentos de la pedagogía de Acín están en sus propios alumnos (Evaristo Viñuales, Francisco Ponzán, Sebastián Gertrúdix,…). Es un maestro que nunca suspende y se dedica a aquellos alumnos que de verdad quieren aprender porque consideraba que los exámenes, y la enseñanza reglada, armaban unos criterios que nada tenían que ver con el verdadero talento. Amante del trabajo de campo, convertía el parque y la naturaleza, el visionado de una película o la fotografía, en la verdadera aula; también el café, la calle o su casa. Paciente, generoso, con sentido del humor, buscaba hacer sencillo lo complejo partiendo siempre de cada uno de los alumnos. Evaristo Viñuales se dirige a él en estos términos: “Sólo se aprende de aquel a quien se quiere. Tú supiste hacerte querer por muchos; por eso fuiste todo un pedagogo”.

No inventa nuestro profesor una nueva metodología didáctica sino que se suma a los planteamientos que venían de atrás, derivados de la concepción libertaria de la educación y de una forma distinta de enjuiciar la infancia y, más concretamente, el arte infantil. Cuando solicita, a través de la Junta de Ampliación de Estudios, un viaje de formación en el extranjero en 1935 quiere plaza en París para viajar a Ginebra, Londres y Munich, siguiendo la pista de A. Ferrière, É. Chaparède, K. Gross o de W. Boyd para quien “el nuevo educador mira la vida a través de los ojos del niño para liberarlo de los obstáculos y limitaciones de los adultos”. En la academia que crea Acín en su casa en 1922, abierta a niños, proletarios y alumnos de la Normal, se postula como artista-profesor que comunica a sus discípulos en directo el placer de la creación, como hacían Ángel Ferrant, Torres-García o Rafael Pérez Contel.  

Las coincidencias con su faceta de creador de vanguardia son palmarias: ¿no fue Cèzanne quien dijo que había que ver como un recién nacido?; ¿no afirmó acaso Matisse que se debía ver a lo largo de toda la vida como se vio el mundo de niño? En semejante contexto, nada puede extrañar que Acín se sumase con entusiasmo a la escuela freinetiana que vino a Huesca de la mano del inspector Herminio Almendros y su mujer María Cuyás. La pedagogía popular de Freinet –militante anarquizante para quien “l’enfants d’abord”- se basaba en principios que nuestro creador demostró que formaban parte de su concepción más íntima: la defensa de la autonomía individual del alumno junto a la socialización por medio de la organización cooperativa; nada más fácil pues para Acín que enseñar no tanto lo que sabía sino lo que era. En 1927 se crea en Francia la “Cinemathèque Cooperative de l’Enseignement Laïc”; Acín tenía previsto elaborar un film didáctico hacia 1935, como recordaba su hija Katia. No pudo hacerlo pero sí cooperar dos años antes en el documental rodado en Las Hurdes por Luis Buñuel, Tierra sin pan. Rafael Sánchez Ventura ofició de ayudante de dirección y Acín facilitó la financiación y  -al decir de Mercè Ibarz-, dejó su impronta (y la de Herminio Almendros) en la insistencia pedagógica del relato hurdano. En la primavera de 1933, coincidiendo prácticamente con el rodaje, participa Ramón en Las Hurdes Bajas en una experiencia freinetiana en compañía del maestro oscense llegado a las Hurdes en 1930, Maximino Cano: los niños de tres pueblos redactan, dibujan y editan unos cuadernos que se imprimirán finalmente en Vilafranca del Penedés. La llamada a la revuelta y a la lucha social del film, el arte y la renovación pedagógica unidos inextricablemente. El propio Freinet  proponía a sus maestros la práctica de un diario mural en el que los cuatro rubros de las columnas fuesen los siguientes: critico, felicito, cosas hechas y quiero. Parecen estructurar el guión de vida de nuestro creador.

 

EPÍLOGO

La ventana desde la que Acín miró al mundo –y con la que empezábamos- tiene los marcos móviles. Es en esos marcos, en esas transiciones donde puede encontrarse el sentido. El artista, siempre un contador de historias, quiere atisbar un mundo nuevo en un horizonte lábil y ejemplifica bien lo que dice Perry Anderson:

“(…) La vanguardia europea de los primeros años surgió en la intersección de un orden dominante semiaristocrático, una economía capitalista semiindustrializada y un movimiento obrero semiemergente o semiinsurgente”.[8]

Un espacio abierto y en movimiento: se ajusta a la lógica que la re-creación de Ramón que nos proponíamos inicialmente se haya venido convirtiendo, si acaso, en una imagen postcubista. Sépase, en todo caso, que el modelo es siempre superior al retrato.

 

 

 

 

 



[1]              Felipe Alaiz, “Arte accesible”, en Félix Carrasquer, Felipe Alaiz. Estudio y antología del primer escritor anarquista español, Ediciones Júcar, Madrid, 1981, p. 253.

[2]              RA, “Los amigos”, Diario de Huesca, 6-VII-1924. A partir de ahora, las referencias que se hagan a textos de RA remitirán a Ramón Acín toma la palabra. Edición anotada de los escritos (1913-1936), (coord. Carlos Mas y Emilio Casanova),  Ed. Debate, Barcelona, 2015. La principal base documental, en Fundación Ramón y Katia Acín, http://www.fundacionacin.org/.

[3]              RA, “Mañana”, Revista Mañana, mayo 1930, Barcelona.

[4]              Rafael Sender-Sol Acín,  El Frago, 22-VIII-1988.

[5]              Víctor Juan, Ana García-Bragado y José Manuel Ontañón, Ramón Acín y la Junta para la Ampliación de Estudios, Encartes del Museo Pedagógico de Aragón, nº 1, Gobierno de Aragón, 2010, p. 14.

[6]              J. López Rey, Los estudiantes frente a la Dictadura, Madrid, Javier Morata, Editor, 1930, p. 22.

[7]              Javier Pérez Segura, Arte Moderno, vanguardia y Estado. La Sociedad de Artistas Ibéricos y la República (1931-1936), Biblioteca de Historia del Arte. CSIC, Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, Junta de Extremadura, 2003. (Prólogo de Jaime Brihuega), p. 68. El subrayado es nuestro.

[8]              Perry Anderson, Campos de Batalla (Sobre Marshall Berman, “Todo lo sólido se desvanece en el aire”, México, 1988), Anagrama, 1998, p. 65.