En El fin de los palacios de invierno, el primer tomo de sus memorias, publicado recientemente por la editorial Pre-Textos, Luis Antonio de Villena (Madrid, 1951) recurre a una cita de Walter Benjamin: “La auténtica medida de la vida es el recuerdo”. Llamar, estimular el brote de los recuerdos, es lo que ha hecho en una entrega que combina las ráfagas de la propia memoria con los testimonios cercanos, familiares, que son los que verdaderamente ayudan a conformar el mundo de los primeros años, a dibujar sobre el lienzo en blanco que es toda vida en sus inicios. Aunque una veta muy biográfica recorre el conjunto de su obra, nunca como hasta ahora el autor había decidido mirarse, definir los contornos de su identidad de una manera tan directa, tan clara y frontal.

Lector y crítico atentísimo, antólogo, traductor, amante de la mitología, buscador acérrimo de la belleza en todas sus manifestaciones y referente de la narrativa de temática homosexual, este escritor precoz, que con apenas 19 años se dio a conocer con Sublime Solarium, su primer poemario, no ha dejado de escribir desde entonces. Incansable  y  prolífico,  es difícil no encontrar una novedad en las librerías de quien se declara, pese a su inclinación por la novela y el ensayo, poeta por encima de todo. Imágenes en fuga de esplendor y tristeza (Visor), es su último manojo de versos, un volumen que se acompaña de fotografías, en el que poemas e imágenes conviven para dar otra vuelta de tuerca a los recuerdos, para evocar escenas determinadas, como si nuestro protagonista estuviese en una fase de recapitulación, de búsqueda y exploración en su trayecto personal, enfocando y desenfocando momentos más o menos decisivos, rostros, conversaciones, experiencias...

La muerte de su madre hace poco más de un año, parece haber agitado la necesidad de mirar hacia atrás, de hacer una parada para poder seguir adelante. La figura de la madre aparece en ambos libros y está muy presente en esta entrevista en la que Villena adelanta que, entre sus próximos proyectos, habrá un libro dedicado enteramente a ella. En este presente de pérdida y aprendizaje de un nuevo tiempo en soledad, el escritor insiste en una idea expresada en sus memorias: “La vida tiene más daño que alegría, pero en los buenos instantes de júbilo, no seamos tacaños, parece sublime, ubérrima, casi grandiosa”.

 

“El diario, cuando es bueno, siempre es fruto de la elaboración”

- Empecemos hablando de El fin de los palacios de invierno. ¿Cómo está resultando la experiencia de mirarte tan de cerca? ¿Cómo sigue la aventura?

- Bueno, llevo algo más de cien páginas del segundo tomo, que será más amplio, y que he retomado cuando me ha vuelto a apetecer, casi un año después de la publicación del primero, en noviembre de 2015. Mi idea es que proyecto conste de tres tomos. Me gusta el género. Tengo cuadernos de hace muchísimos años, desde el 69, cuando todavía no había ni siquiera publicado un libro. Los primeros son malos, porque en realidad lo que hacía era ir apuntando frases que se me ocurrían y que me parecían buenas, siguiendo un poco el modelo de los Cahiers de Paul Valery, que yo había leído entonces, muy jovencito, con 17, 18 años. Pero no fue hasta comienzos de los 70 que empecé a dar forma a un diario de verdad, aunque nunca se me ocurrió que viese la luz. Como Jaime Gil de Biedma, siempre he pensado que un diario en su versión original no puede ser publicable, que resulta muy aburrido. El diario, cuando es bueno, es fruto de la elaboración. En mi caso, yo creí que con el tiempo esas anotaciones podían servirme para hacer memoria; que allí se conservarían muchos datos que podía olvidar, pero, sin embargo, en el primer tomo no he utilizado esos cuadernos para nada. He preferido dejar hablar a la memoria, siguiendo el título de Nabokov, Habla memoria, un título muy bueno que indica que va a haber olvidos, aunque no olvidos intencionados.

- Proust decía que él tiempo vivido no atañe sólo a nuestra vida, sino a las vidas de quienes hemos conocido. Es algo que recuerdas en el libro.

- Como te decía, yo creo que una de las gracias de un libro de estas características es dejarse llevar por la propia memoria, y yo he querido ser muy fiel a mi memoria y a la de otros, porque en muchos casos lo que cuento es lo que me han contado a mí. Por ejemplo lo que digo de mi padre no es mi recuerdo, porque yo era muy pequeño cuando él murió, en 1962, y la imagen que tengo es una imagen efímera, cordial, la de un señor altivo que me hacía muchos regalos. Pero de su vida privada, como es natural, no sabía nada. Fue mi madre la que me contó, muchos años después, cómo fue su vida y lo que yo he escrito no son mis recuerdos, son los recuerdos de ella, y de otra gente que lo conoció. Es a eso a lo que se refiere Proust, claro, a cómo conservamos en nuestra memoria las vidas de quienes hemos conocido y a cómo nuestra propia vida, cuando hayamos muerto, pasará a manos de quienes nos han tratado.

 

“No es la muerte, sino la ausencia, asumir que esa persona que te protegía, que velaba por ti ya no está, lo que resulta mucho más difícil de superar”

- Hablas del recuerdo cordial que tienes de tu padre, pero también insistes en el dolor que te produjo su muerte, en lo mucho que te marcó.

- Sí. Cuando murió sentí que me faltaba algo, que había perdido un referente. Y ahí fue cuando empezó lo doloroso. El daño llegó, evidentemente, con la ausencia. Yo no había asistido al proceso de su enfermedad, a su muerte... Me habían llevado a casa de mis abuelos. En el último mes de su vida, no lo vi... Y la verdad no fui consciente de lo mucho que me iba a afectar. Ese aprendizaje de que a veces la ausencia es más dolorosa que la muerte misma vino después. Y he podido comprobarlo ahora, ya desde la madurez, con mi madre. Las circunstancias han sido muy diferentes, porque ella tenía 91 años y murió tranquilamente, como quería. Lo habíamos hablado, sabíamos que iba a suceder y yo lo tomé como algo muy natural. No es la muerte, sino la ausencia, asumir que esa persona que te protegía, que velaba por ti ya no está, lo que resulta mucho más difícil de superar.

- En Imágenes en fuga de esplendor y tristeza, tu último libro de poemas, aparece una fotografía de tus padres que enlaza con episodios reflejados en las memorias.

- Sí. En este libro se mezclan elementos de mi vida muy atravesados por la ficción con otros absolutamente reales, como el poema en el que hago hablar a mi madre, que se acompaña de la foto de ella con mi padre a la que haces referencia, una imagen que transmite sensación de alegría. En ese poema recojo el momento en el que ella me contó cómo era la relación entre ambos. No fue nada fácil porque no le gustaba hablar del tema, porque al final acabaron llevándose muy mal y el matrimonio, absolutamente fallido, se mantuvo simplemente porque en esa época no había divorcio ni separación. Pero yo quería saber qué pasó y, poco a poco, empecé a hacer preguntas. Tenía necesidad de que me contara cosas y lo fui logrando. Un día llegué a decirle que en una casa como la suya, con tantas fotos de familiares, podía haber una de mi padre. Le pregunté por qué no había ninguna, por qué al cabo de tantos años no le había perdonado. No me dijo nada en el momento, pero al cabo de una semana me indicó que mirase en una de las mesas. Ahí estaba la foto de la que hablamos, una foto pequeña en la que estaban los dos. Ella ya era una mujer de ochenta y muchos años –tenía 35 cuando él murió–. Sí, la verdad es que tardó mucho tiempo en perdonarlo. El poema termina diciendo: “Sí, viviría otra vez”. Una frase que retrata mucho a mi madre, una persona muy vitalista, mucho más que yo.

- En toda tu obra hay mucho elemento biográfico, pero es ahora cuando has decidido afrontar el tema de manera más directa, más frontal. ¿Ha llegado el momento de mirar atrás, de hacer recapitulación?

- Bueno, en mi literatura hay un fondo autobiográfico siempre, es cierto, pero también hay mucha ficción. Hace años escribí unas memorias juveniles noveladas que titulé Ante el espejo, pero si ahora comparamos ese libro con el primer tomo de las memorias se ve la diferencia que hay entre algo que era prematuramente memorialístico, y que terminaba siendo una novela, a esto, que sí son de verdad unas memorias. He tenido que cambiar, eso sí, algún nombre por respeto a determinadas personas. Son nombres que al lector no le dirían nada, pero que sí tienen una significación personal. Y también hay ausencias involuntarias, porque, como decía antes, lo que yo quería era contar aquello de lo que me iba acordando y en el proceso de reescritura, a lo largo de un año de trabajo, iba añadiendo cosas nuevas, detalles que fueron agrandando y mejorando el relato. Insisto en que quise hacer unas memorias porque a mí siempre me ha gustado el género, unas memorias bonitas, legibles, que se leyeran con placer.

- Podríamos decir que son el preludio del Luis Antonio de Villena que conocemos, del escritor, del personaje público.

- Así es. Y por eso todos me dicen que el próximo tomo será el bueno. Ya se empieza a ver en la segunda mitad del primero que estará lleno de literatura, porque yo entré con apenas 18 años en ese mundo y ya cuento aquí mis experiencias con Aleixandre, el día que conocí a Tennessee Williams y otras cosas por el estilo que llevan a imaginar el contenido del segundo volumen, un volumen que estará impregnado de sexo y de literatura.

 

“En mis memorias lo que he buscado es cultivar el arte de la difícil facilidad”

- El estilo de El fin de los palacios de invierno es un estilo sencillo, despojado, directo, en contraste con otros libros tuyos, de cariz mucho más preciosista...

- Bueno, en este caso lo que he buscado es un estilo noble, con una cadencia regular; un estilo clásico, pero limpio, sin adornos, aunque haya algunos capítulos, muy poquitos, tres o cuatro, que no cuentan casi nada, que son evocaciones líricas. Muy al principio, por ejemplo, hay una evocación del pueblo en el que nació mi abuelo, el padre de mi madre, en 1885. Se trata de un pueblo que yo no conozco, pero que imagino cómo sería en el siglo XIX. Y también hay otra estampa en la que me pongo a imaginar a un compañero de colegio que me gustaba jugando al hockey. Pero, quitando esos fragmentos que son, además, cortos, lo que he buscado es cultivar el arte de la difícil facilidad.

- Otra de tus pretensiones ha sido romper con el mito del paraíso de la infancia. Y eso pese a ser tan proustiano...

- Es que a mí las memorias de esos niños que juegan, que se lo pasan bien, que son muy dichosos, me parecen mentira. Y por eso quise eludir, y lo cuento muy al principio, todos esos tópicos. Tiene que ver con que no tuve una infancia bonita por muchas razones; la principal, como contaba antes, el hecho de vivir en una familia rota, pero, independientemente de esto, nunca he creído en esa infancia feliz y nunca he entendido a los escritores que se entretienen contando los juegos de la niñez. El propio Gide, en sus memorias, se entretiene contando esos juegos, y a mí esas páginas me aburren mucho. Lo que interesa de los niños no es a lo que juegan, sino acercarse a sus sentimientos. Lo que a mí me atrae es explorar cómo en el niño va creciendo la persona, cómo se va forjando el carácter, sin que a menudo los adultos lo vean. En mi caso, yo me sentía muy desdichado, pero en mi casa pensaban que era feliz porque era un niño muy querido, mimado, absolutamente mimado, al que nunca le faltó de nada. Incluso cuando la familia, a la muerte de mi padre, empezó a tener problemas económicos, a mí no me faltó de nada. Fui un privilegiado a ojos de los demás, pero, sin embargo, no era feliz, algo de lo que ni mi madre, ni mis tías, se daban cuenta.

- No sólo rompes el mito de la infancia dichosa, sino que eres bastante contundente al respecto. Dices que la primera adolescencia fue un profundo pozo de tristeza, con la muerte temprana de tu padre, el acoso escolar y la sensación constante de estar excluido...

- Sí. Todo era así, y, al mismo tiempo, como te decía, iba unido a una parte exterior totalmente contraria. Yo era alumno del colegio más exclusivo de Madrid, mi mamá me llevaba a los mejores sitios, la acompañaba a cenar a restaurantes de lujo, iba vestido con ropa carísima... Es decir, ese niño, de fondo tan desdichado, contrastaba con un niño muy mimado, enormemente consentido y al que no le faltaba absolutamente de nada. Si yo pedía un juguete lo tenía al momento. Es evidente que las cosas materiales no lo son todo, pero yo me refugiaba ahí. Como no estaba integrado en nada, lo que deseaba de niño era estar en el jardín del chalet de mis abuelos, un jardín con árboles frutales donde pasaba muchas horas, rodeado de mis juguetes. Me lo pasaba bien, pero en soledad, lo que no deja de ser extraño en un niño de 8, de 9 años... Tenía muy pocos amigos, no me sentía para nada integrado en un colectivo, en parte porque vivir tan pronto la muerte, la ausencia de mi padre, me hizo un poco tímido, apocado. Y eso fue tomado por algunos compañeros del colegio como seña de que era diferente. Y ser diferente era ser mariquita. En ese momento, yo aún no tenía conciencia de mi identidad sexual, simplemente era tímido, introvertido, pero empecé a ser víctima de acoso escolar. Aunque mucho menos terrible que las historias de acoso que se cuentan ahora, fue muy doloroso para mí. En las memorias digo que, en realidad, quienes me molestaban y me hacían sentir el rechazo del grupo eran tres o cuatro de una clase de treinta. Había muchos más compañeros, una veintena larga, que no se metían conmigo para nada, pero que tampoco me ayudaban. Y era saber que todos esos no hacían nada para bien ni para mal, lo que me hacía sentir peor. Por eso digo que siempre he odiado el término mayoría silenciosa. Lo de silenciosa me parece una imbecilidad. Pero esa mayoría existe, desde luego. Yo tengo pruebas fehacientes de que existe la mayoría silenciosa.

 

“He partido de mis propios recuerdos, pero también de lo que me contaban a mí”

- ¿No hay una magdalena en tu vida?

- No, porque la magdalena a Proust para lo que le sirvió fue para ejercitar la memoria involuntaria y eso ya lo hizo él de forma magistral. Yo recuerdo una experiencia muy similar a la suya, pero si a él fue un sabor lo que le hizo revivir el tiempo pasado, en mi caso fue un olor. Una vez en el campo olí una hierba y eso me condujo a la época en la que estuve en un campamento para niños, de la OJE, de la Falange. Podía haberlo contado en las memorias, podía haber recurrido, a partir del olor, a la rememoración de esa experiencia, pero sentí que eso ya lo había leído en Proust. Como te explicaba antes yo he partido de mis propios recuerdos, pero también de lo que me contaban a mí. Y en ese camino hay sensaciones, objetos, que cobran especial relevancia.

- ¿Por ejemplo?

- Pues recuerdo muy bien que mi padre tenía una prima a la que todo el mundo trataba un poco de pobre mujer, porque se había casado con un comandante de la Guardia Civil y vivía modestamente. A mí me gustaba mucho ir a su casa porque él había estado destinado durante la guerra en Guinea y tenían una piel de leopardo extendida sobre la cama. Me encantaba ir a esa casa para ver la piel de leopardo. Sabía que esa señora era prima de mi padre, pero no me enteraba de mucho más. Fueron después mi madre y otros los que me contaron que era una mujer que tenía problemas económicos, porque el marido se había tenido que jubilar antes de tiempo por culpa del asma y su pensión era muy pequeña. Me enteré de que los demás la ayudaban un poco subrepticiamente. Le llevaban lana para que hiciera un jersey, por ejemplo, y cuando lo terminaba le daban algo de dinero. Todo eso yo no lo sabía mientras ocurría. Ser consciente de la importancia de asumir los recuerdos de la gente de al lado, poner eso de manifiesto, ha sido mi punto de partida. Si nos limitáramos a los estrictos recuerdos que conservamos de la niñez todo se reduciría a flashes sueltos, inconexos, sin sentido.

 

“La literatura es una especie de don, o de maldición, según se mire. Es una especie de sentimiento, de vocación que surge en ti de repente, como por efecto de magia”

- ¿Crees que la creación, la literatura, germina especialmente en aquellos que se sienten aislados, excluidos, diferentes?

- Puede ser. Pero yo tengo la teoría de que la literatura es una especie de don, o de maldición, según se mire. Es una especie de sentimiento, de vocación que surge en ti de repente, como por efecto de magia. En mi caso apareció muy temprano, entre los 10 y los 12 años. El detonante fue la lectura de un libro de mitología griega. Me había gustado tanto que quería escribir algo que se le pareciese. Y me puse a ello, pero a mis 12 años no podía decir más que lo que contaba el libro, no tenía más conocimientos, y cuando llevaba escritas tres cuartillas lo dejé porque me di cuenta de que no se trataba de eso. Lejos de decepcionarme la experiencia, a partir de entonces nunca dejé de escribir.

- Pero la soledad sí hizo que te convirtieras en un lector precoz. Claro. El hecho de haber estado tan solo hizo que leyera con avidez, que me metiera tanto en los libros, al principio en los tebeos. Nunca he contado mucho sobre eso, pero la verdad es que yo empecé siendo un enorme lector de cómics. Los cómics, sin embargo, sólo me han gustado de niño. No me ha pasado como a algunos que conozco que han seguido rindiéndoles culto. Yo ese culto no lo entiendo. No me veo consumiendo cómics ahora, ya no me entretienen, pero a los 10, 12 años, los leí a patadas.

- Pasada esa fase, ¿cuáles fueron los primeros libros que te fascinaron?

- Bueno, me gustaron mucho libros propios de adolescentes: las novelas del oeste de Karl May, las historias de Salgari y también de Julio Verne... Eran historias que se devoraban, que tenían la magia de cierta literatura considerada fácil, pero que, sin embargo, lograba algo muy difícil de conseguir: que cuando empiezas a leer un libro no lo puedes dejar. Durante un año disfruté enormemente con esos autores, hasta que descubrí otras obras destinadas al público adulto.

- ¿Cómo se produjo ese descubrimiento?

- Tuvo que ver con el colegio. Un profesor de literatura, en cuarto de bachillerato, nos estaba explicando, muy por encima, las novelas de la antigüedad. Decía cosas muy someras, muy elementales, pero en un momento dado señaló que entre esas novelas estaba El Satiricón de Petronio, que, a partir de entonces, siempre ha sido uno de mis libros favoritos. El profesor se refirió a la obra y dijo que era un libro muy escandaloso, muy inconveniente, que él había leído a los 25 años. Bastó escuchar eso para que, nada más salir de la clase, corriera a una librería en compañía de uno de los pocos amigos que tenía. Íbamos con una enorme sensación de culpa, porque pensábamos que el librero nos regañaría por la petición. Sin embargo, ante nuestra sorpresa, sin inmutarse, nos entregó un libro de bolsillo que aún conservo. Leí la novela, subidita de tono para un niño de 13 años en aquella época, y me gustó tanto que pensé que para qué seguir leyendo las aventuras de los piratas del Caribe si había otras cosas...

- El primer tomo de las memorias también es un libro de homenajes, está lleno de personajes familiares y de figuras que han influido mucho en ti, en tu formación.

- Bueno, lo de los homenajes no está hecho a posta, pero sí es verdad que al escribir iba buscando a las personas que más tenían que ver conmigo, con mi forma de ser y de entender el mundo. En el libro yo hablo menos de mi abuela paterna, a la que quise mucho de pequeño, –casi, casi, más que a mi madre– que de su hermana, que vivía en París y era quien realmente me atraía. La había tratado mucho menos, porque estaba lejos, pero todo lo que se contaba de ella llamaba mi atención, me resultaba misterioso, más aún cuando fuimos a verla y surgió el personaje que era, una mujer que se había afrancesado, que decía que a veces se olvidaba del español y era considerada por mi abuela una snob. Me sentía fascinado. Aunque no fue la persona de mi familia a la que traté más, ni mucho menos, sí era una de las que tenían algo que ver con el mundo que me gustaba, con lo que yo entendía que debía ser la vida. En las memorias cuento que cuando ella murió, en Madrid, a donde regresó de mayor, ya enferma, mi tía –su sobrina– y yo, que tenía ya 19 años, fuimos a París a ver qué pasaba con sus cosas, con el espléndido piso que tenía al lado de la Ópera Garnier.

- Un  piso que te hubiera gustado heredar...

- Sí. Yo tenía la sensación vaporosa de que ese piso iba a ser para mí, puesto que ella no tenía hijos y la heredera era mi tía, que tampoco los tenía. Pero el piso no se podía mantener porque había muchas deudas. Fue volviendo en el coche cama del famoso Puerta del Sol, que iba de la estación de Chamartín a la de Austerlitz, cuando mi tía me explicó cuál era la situación y fui consciente de ese gusto mío, de siempre, por los perdedores. En la historia de esa mujer había un sentido de pérdida. Había vivido muy bien, pero al final de su vida no había conservado nada. Recuerdo que en el lujoso coche cama mi tía me dijo de repente: “Como aquí no hay champán, vamos a pedir un vino blanco y brindamos por ella”. Yo era un chico de 19 años brindando en el tren por una tía  abuela que acababa de morir y que no había dejado nada de valor, salvo algunos objetos personales. Y eso, que tenía que ver con la sensación del perdedor que pierde dentro de un estilo, el perdedor del nivel alto, es un poco la historia que yo he conocido más: la de gente que vivía aparentemente muy bien, con un sentido del lujo, de la existencia, muy refinado, pero que se quedaba sin dinero porque lo había gastado o lo había perdido, o no había sabido administrarlo.

- En  esa galería de personajes, claro, aparece tu madre, pero no hay un capítulo entero dedicado a ella.

- Así es. Y hay una razón. El inicio de las memorias lo escribí cuando todavía vivía, a lo largo de 2014, aunque se publicó en abril del año siguiente, cuando ya había muerto, por lo que le añadí una dedicatoria. Afortunadamente no llegó a verlo, porque sé que no le hubiera gustado ver reflejadas por escrito muchas cosas que me contó. Falta ese capítulo en el tomo, sí, pero en estos momentos tengo iniciado un libro sobre ella en forma de diálogo. No sé muy bien cuándo lo podré terminar y sobre todo no se me ocurre el título. Puede que simplemente se acabe llamando Mamá. ¿Por qué no? Yo nunca la llamé madre. La verdad es que era una mujer muy especial, muy lectora. Leía muchas obras de historia, y también novelas, pero no era amiga de la poesía. Estoy convencido de que mis libros de poemas apenas los hojeaba. Un día me dijo que tenía que contar su historia y le dije que mientras estuviera conmigo me sería imposible. Más tarde ella misma se puso delante de un ordenador a relatar su vida, pero, claro, no era escritora y a las quince páginas ya iba por los 20 años... Cuando murió, yo vi lo que había escrito. Todo me lo había contado, no decía nada nuevo. Lo único que yo no sabía es que había tenido un novio antes que mi padre. En el texto contaba dónde lo había conocido.

- Me imagino que su pérdida ha modificado mucho tu vida. ¿Crees que eso se va a reflejar en lo que escribirás a partir de ahora? ¿Será un empezar de nuevo?

- Por completo. Es un antes y un después. Mi vida ha cambiado muchísimo. A partir de ahora, no sé, podrá darse un empezar de nuevo, como dices, o un terminar. Hace más de un año que se murió, pero se ha abierto un período totalmente nuevo para mí, inimaginable. Ella me decía: “Me vas a echar mucho de menos cuando yo no esté”. Y es literalmente así. Su muerte fue algo esperado, sobre lo que los dos habíamos hablado mucho. Lo que sentí, más o menos al cabo de un mes, fue la ausencia. Y la sigo sintiendo mucho todavía. Es una gran sensación de desamparo. Con 64 años verme solo ha sido un golpe enorme. No sé si me he repuesto todavía, probablemente no me repondré nunca. Como te contaba, era un personaje muy singular, para nada una persona corriente. En su casa yo seguía teniendo una habitación, un despacho y casi la mitad de mi biblioteca. Cuando me quedaba allí no tenía que hacer nada, ni contestar al teléfono siquiera. Era ella quien se ocupaba de las cosas prácticas. Se desvelaba por mí, su único hijo. Entre los dos creamos un mundo muy especial, en el que también hubo discusiones tremendas. Era una persona muy fuerte, con carácter. A sus casi 91 años mantenía esa fortaleza y la elegancia que la caracterizó siempre. Nunca dejo de acordarme de ella, ningún día.

- Hablemos un poco más de tu último libro de poemas, Imágenes en fuga de esplendor y tristeza. En cierto modo es un libro paralelo, ¿no? Porque también hay muchos recuerdos familiares, nombres de personajes, un intenso ejercicio de memoria... Resulta muy interesante el juego con las fotografías.

- Sí. Hay mucho ejercicio de memoria, aunque está tratado de otro modo, se ve desde otro punto de vista. Hay personajes históricos y mucho elemento culturalista que no tiene que ver con la memoria personal. Es un libro que contiene poemas escritos a lo largo de cuatro años, donde el juego con las fotografías es un elemento fundamental, porque yo me di cuenta de que en todos los poemas hablaba de fotos, de imágenes, y llegué a la conclusión de que esas instantáneas eran absolutamente necesarias, de que sin ellas no se entendía del todo el sentido de los poemas. Hay, por ejemplo, un poema dedicado a Machado que comienza diciendo: “Muchas veces me he avergonzado de esta foto...” Es evidente que si no se ve la foto delante, no se sabe cuál es la imagen de la que avergonzarse. En el libro las fotos no son un adorno, sino una parte del poema. En cuanto al paralelismo del que hablas entre las dos obras, la verdad es que, en ciertos tramos, la escritura de Imágenes en fuga... coincidió con la elaboración de las memorias y es evidente que ese clima pudo influirle. Pero se trata de un enfoque distinto. En los poemas que tienen que ver con la infancia, con la vida de campamento, recurro a la ficción. Los chicos adolescentes de los que hablo, aunque no lo parezca, no me retratan a mí siempre.

 

Sobre Vicente Aleixandre, Juan Gil-Albert y Rosa Chacel

- Vicente Aleixandre es otro personaje fundamental en tu vida.

- A Aleixandre lo conocí cuando tenía 19 años recién cumplidos. Nunca lo vi como un maestro ni como una figura paterna, algo que, por otra parte, él aborrecía. Como cuento en las memorias, cuando me pidió que le tutease, algo que no hacía con todas las personas, después de año y pico tratándole de usted, para mí fue como un triunfo. Cuando Aleixandre concedía el tuteo era como una especie de consagración de la amistad. “Lo bonito de esto del usted es que luego te da una gran alegría cuando llega el tú”, me dijo en una ocasión Juan Gil-Albert, a quien, por cierto, sí tuteé desde el principio.

- ¿De qué manera ambos te han influido como poeta, como persona?

- Como poeta Aleixandre no me ha influenciado. Mi obra es muy lejana a la suya. Lo que sí aprendí de él fue a tener una mirada muy amplia sobre la poesía, no restrictiva, porque a Aleixandre, escribiendo como escribía, si tú le enseñabas un poema realista, del tono más realista que te puedas imaginar, lo juzgaba con total serenidad y nunca te decía que no era ese el estilo de poesía que tenías que hacer. Él tenía una mirada sobre la poesía que ya quisieran todos los que intentan pontificar desde un determinado ángulo, condenando todo lo demás. Con él pasaba todo lo contrario. MIraba la calidad del poema, pero tenía una auténtica visión panorámica. En cuanto a Gil-Albert, no sé. Siempre le he considerado mejor prosista que poeta. En lo que sí me han marcado ambos es en el plano personal, porque los conocí de muy joven, a cada uno en circunstancias muy diferentes. Aleixandre, debido a su delicada salud, estaba siempre en casa, pero a Gil-Albert le traté mucho fuera. Tenía una relación intensa con los dos. Y también me sucedió con Rosa Chacel, otra gran amiga. Curiosamente, ella y Aleixandre se detestaban. Cuando Rosa volvió del exilio fue a verlo y no se entendieron. Eran dos viejos que llevaban mucho tiempo sin tratarse, que, en realidad, tampoco antes habían sido especialmente amigos. “Sí, fui a ver a Vicente Aleixandre, y le encontré muy anticuado”, decía Rosa. Y él comentaba: “Sí, Rosa Chacel vino a verme pero no teníamos mucho que decirnos”. Yo lo entendía. Tenían razón los dos. Eran dos mundos muy distintos. Se citaron porque eran de la misma generación y de la misma época, pero en realidad tenían poco en común.

- ¿Cómo era la Rosa Chacel que conociste?

- En la continuación de mis memorias contaré, entre otras cosas, su predisposición a privilegiar a los amigos masculinos frente a las mujeres de su entorno. Hay un trozo en sus diarios donde lo demuestra, donde se refiere a como a sus amigas mujeres, caso de Clara Janés, las trataba mucho peor, como si fuesen sus ayudantes o sirvientas. Yo fui

testigo en una ocasión de eso... En realidad, Rosa tenía una idea muy peculiar sobre el feminismo. Ella pensaba que si las mujeres habían sido menos en la cultura se debía a una razón histórica, a que se habían dedicado al hogar y a cuidar al “maridito”... Decía que las mujeres habían asumido un rol hogareño y no tenían tiempo para la cultura, algo que ella, que siempre mantuvo una relación muy independiente con su marido y con su hijo, criticaba mucho. Era una mujer muy dura realmente, pero conmigo siempre fue muy cariñosa. Yo nunca la consideré como una maestra, sino como una amiga, del mismo modo que a Aleixandre o a GilAlbert. Nunca los he visto como mentores y mucho menos a Gil de Biedma, que era para mí como un hermano mayor. ¿Cómo voy a tomar como maestro a un señor al que he visto borracho, ligando...?

- ¿En este libro cuentas cosas que no habías contado nunca? Por ejemplo, las conversaciones con Aleixandre, lo que te decía sobre la homosexualidad...

- Por escrito nunca lo había contado, oralmente quizás sí. Lo que más me gusta y aprecio es la confianza que me manifestaba con esas confidencias. Yo sabía que Aleixandre era homosexual, porque me lo había dicho Brines, entre otros, pero él creía que era discretísimo. Él lo confesaba y pensaba que nadie lo iba a divulgar, pero era un secreto a voces, aunque mientras vivió no se publicó nada al respecto. Yo lo conté en el año 88, en unos recuerdos sobre Luis Cernuda, y ya hacía cuatro que él había muerto. Recuerdo que primero hablábamos de la homosexualidad en general, como si fuera un tema que nos interesara, pero con el que no tuviéramos nada que ver. Pero cuando yo rompí eso contándole una historia mía, él, de modo natural, me contó una suya. Antes me había hablado de la homosexualidad de Lorca, de Federico, que era como se refería siempre a él, porque eran muy amigos. Para entrar en materia, de golpe, solía relatar una historia sobre él que yo narro en el libro, con el título de Te sabe a rosas. “Un día vino Federico, que venía mucho a verme. Era muy derrochador, entraba y dejaba fuera el taxi, sin bajar la bandera. El taxi seguía marcando y yo a veces le recriminaba por eso, pero a él le daba igual. Y un día vino y me dijo: “Oye, ¿tú cuando la chupas, te lo tragas?” Así solía contarlo y a continuación decía que él se había quedado horrorizado y le  había  dicho  que  no, que en absoluto, a lo que Federico le contestó: “Pues no sabes lo que te pierdes, porque sabe a rosas”. Esa historia, que sale en las memorias, no se había contado nunca, y yo, antes de publicar el libro se la transmití a la sobrina de Lorca, a Laura. Le pareció muy bonita y me preguntó que porqué no la había contado antes. Yo sabía que su padre y su tía habían sido enemigos de esa historia y se lo señalé. “Sí, pero yo no soy ni mi padre ni mi tía”, me respondió. “Afortunadamente para ti”, le dije. Yo la habría sacado igual. Pero me agradó su reacción. Y, además, me alentó mucho a contar las cosas que me decía Aleixandre sobre su tío, cosas que ella quería conocer.

- Se transmite muy bien la etapa de apertura de antes de la guerra, pero luego fueron años de mucha represión.

- Sí. Aleixandre llegaba a hablar con pelos y señales de los novios de antes de la guerra, pero luego se volvió muy pudoroso. Y da la sensación de que inmediatamente después de la guerra no hubo nada importante, aunque él recibía en casa todas las tardes, recibía a poetas jóvenes y ahí surgían historias. Más tarde vino Carlos Bousoño, que fue el gran amor de su vida. Bousoño siempre le quiso mucho, le iba a ver prácticamente a diario cuando ya no había nada entre ellos y eran simplemente amigos. Carlos Bousoño era un señor claramente bisexual. Tenía dos años un novio y dos años una novia. Lo llevaba con mucha naturalidad, pero, ya de mayor, se casó con una mujer más joven y ella se ha afanado por ocultar todo ese capítulo de la relación con Aleixandre. Es una pena.

- Hay dos etapas muy marcadas en este primer tomo: la etapa de la infancia, de la adolescencia, llena de personajes familiares, marcada por una tristeza de fondo, y luego la fase de apertura que se inicia a partir de los 18, 19 años, cuando, tal como dices, puedes ser realmente tú.

- Sí. Esa etapa se inició cuando entré en el mundo de la literatura. Estaba todavía en la universidad cuando publiqué Sublime solarium. En ese momento ya conocía a Aleixandre y a Antonio Prieto, que era profesor y que me incluyó en una antología [ampliación de la célebre de “los novísimos” de Castellet]. Ahí fue cuando mi vida cambió por completo, porque tenía otras referencias y tenía amigos que pertenecían a ese mundo: Luis Alberto de Cuenca, Jaime Siles, Marcos Ricardo Barnatán... Lo que no cambiaba era mi vida sexual. Se puede decir que tenía una vida intelectual muy madura, mucho más madura de lo que correspondía a mi edad, y, sin embargo, estaba sin estrenar afectivamente. Eso creaba una situación extraña que, de alguna manera, ha perdurado en mi vida: la madurez intelectual y la inmadurez sentimental.

- El deseo, el sexo, y la belleza, sobre todo la belleza, son pilares básicos de toda tu obra.

- En parte sí. Pero la belleza en general, la belleza del arte, de la cultura, del mundo intelectual... Y luego, por supuesto, la belleza de las personas. Es en la combinación de todo eso donde se produce una situación un poco extraña, porque yo lo he mezclado todo con lecturas del mundo griego, de Platón, del neoplatonismo, y he acabado forjando una falsa historia, trabajando mentalmente un deseo basado en el platonismo. ¿Qué ha pasado? Pues que las personas con las que he anhelado estar tenían que ser de una gran belleza porque esto era lo que había leído en todos estos libros. El amor para mí sólo ha podido ser fruto de la idealización y está claro que una figura ideal no puede ser una persona cualquiera. Es ahí cuando comienza el segundo tomo. Narro la época en la que entré en el mundo gay, con veintipocos años, y empecé a rechazar a todos los novios que me surgían porque iba tras el ideal sublime, inseparable de la belleza física. Como es lógico, ese tipo de belleza no siempre va unida a una belleza interior, intelectual, y ahí es donde, una y otra vez, surgía el problema. Eso me hizo ser muy promiscuo, cambiar mucho de pareja, de relación, lo que me llevaba a una especie de inmadurez sentimental que contrastaba mucho con la madurez intelectual. Un psiquiatra que me psicoanalizó terminó diciéndome: “Bueno, su ideal sería encontrar una persona más joven que le gustara, que lo quisiera, pero más madura sentimentalmente que usted”. Y claro, si yo tenía 50 años, y buscaba a uno de 22, eso era algo difícil de lograr. Quizás lo he conseguido a trozos, pero no de una manera sostenida en el tiempo.

 

“Lo que yo he vivido es una especie de pasión continuada por la belleza”

- ¿No has vivido una relación estable?

- No, porque para mí el amor siempre ha sido la belleza. Lo que yo he vivido es una especie de pasión continuada por la belleza. Para mí el amor era una consecuencia de eso y lo que yo he vivido han sido trozos de amor. Pero no una historia continuada en el tiempo. Tampoco he padecido grandes penas de amor. Además, las relaciones las he terminado casi siempre yo porque necesitaba otra historia, otro rostro, otra forma de lo que llamaba Plotino el uno universal. Siempre he buscado lo mismo, pero en formas diferentes. Cuando pasaban unos meses, unos años, me acababa cansando.

- ¿Y ahora en qué momento estás afectivamente?

- ¿En qué momento afectivo se puede estar a mi edad? Te diría que en ese mismo. No ha cambiado nada. Tuve, poco antes de morir mi madre, una bonita historia que podría haber llegado a ser algo más, pero duró apenas un año y cuando terminó pudo haber derivado en una amistad, pero no pudo ser... Sigo estando en las mismas: soy una persona intelectualmente muy madura y sentimentalmente un poco inmadura. A lo que yo me he dedicado no es al amor. Mis poemas no hablan de amor ni tampoco de sexo, salvo unos pocos. Yo me refiero todo el rato al deseo y a la belleza. Hay mucha sensualidad, pero no sexo. Incluso es así en los poemas de este último libro, donde cuatro o cinco hablan de relaciones cibernéticas, en Internet.

 

“Internet te lleva a situaciones muy atractivas de belleza, de entretenimiento, de excitación, pero todo suele acabar en decepción”

- Alguien que en los 80 vivió la Movida tan de cerca como tú, ¿cómo ve y analiza esta nueva realidad virtual?

- Pues la veo peor, indudablemente. Lo único positivo que encuentro es que, a través de la pantalla del ordenador, ves a gente bellísima, algo de agradecer para alguien como yo, pero, en cierto modo, estamos volviendo al amor de los trovadores. Se trata de un amor de lejos que no se va a cumplir nunca, sobre todo cuando hablas, a través de chats, de páginas de contactos, con alguien que a lo mejor está en Canadá. Lo más probable es que no llegues a conocerlo nunca. Esa relación, basada sobre todo en el físico, no va a servir para nada y al final puede resultar muy inútil, muy frustrante. Imágenes en fuga de esplendor y tristeza es un libro que hace reflexionar sobre todo esto. Internet te lleva a situaciones muy atractivas de belleza, de entretenimiento, de excitación, pero todo suele acabar en decepción. Pueden producirse encuentros cuando es en la misma ciudad o en el mismo país, no digo que no, pero a mí nunca me ha pasado eso. En el 90 por ciento de los casos no llegas a conocer a tus contactos, aunque tengas mucha confianza con ellos; aunque a través del chat, de la conversación, se produzcan situaciones de mucha intimidad. Siempre sucede con un cristal de por medio. Como fenómeno es interesante, tan interesante que he escrito cinco poemas sobre ello. Y no hay tanta poesía sobre las relaciones y el sexo por Internet.

- ¿Definitivamente te quedas con lo de antes?

- Sin duda. A mí me gustaba mucho más lo de ir a un bar y encontrar allí gente a la que poder mirar y con la que iniciar un acercamiento, hablar, decidir si te interesaba o no. Pero muchos ya se conforman únicamente con el sexo cibernético. No siempre quieren conocerse, incluso viviendo cerca. Es un mundo que tiene la enorme pobreza de que no hay contacto. Hablas con la persona, la ves desnuda, pero en realidad no llegas a conocerla, no puedes tocarla. Yo he estado mucho más tiempo en lo real, pero ahora lo real está en decadencia. Y todo indica que las consecuencias no van a ser buenas, porque esa falta de contacto personal, a no ser que se cree una nueva población robótica, que se conforme con el sexo cibernético, puede llevar a una degradación humana muy grande.

 

“A nivel global, estamos gobernados por imbéciles”

- También hay un cierto desencanto social, político, en el arranque de tus memorias. En un momento dado dices que la rancia España, la que viviste en tu infancia, la España de “cerrado y sacristía”, atrasada y pobre, no ha muerto del todo.

- Así es. Esa España no ha muerto del todo. Hay mucha gente que no ha evolucionado y en este momento sigue habiendo una falta de esperanza total, porque los políticos son todos un desastre, tanto la derecha como la izquierda. A mí el mundo actual me decepciona muchísimo. Me parece que, a nivel global, estamos gobernados por imbéciles. Europa es como un cadáver, parece que se ha convertido en un gran museo. Cuando el museo cierra a las ocho de la noche ya no hay nada. Por eso nos gusta y nos atrae más Latinoamérica, porque está viva. Europa es un continente al que de verdad le ha llegado la vejez, la vejez en todos los sentidos. En cuanto a España, yo he llegado a decir incluso que en los últimos años de Franco estaba mejor que ahora.

 

“Sólo podrá haber democracia de verdad cuando haya pueblos con criterio, capaces de pensar, de decidir”

- ¿No te parece muy duro decir eso?

- Claro que sí. Me parece muy duro si lo vemos desde el ahora, pero no si pensamos que entonces la gente tenía mucha esperanza. En el 74 la dictadura ya no era lo que fue en sus inicios y podíamos confiar en el futuro. Ahora ha llegado la estupidez total. Tanto la derecha como la izquierda han declinado su papel y lo nuevo que surge es una especie de ridiculización. Algo va mal, algo va mal en las propias democracias. También digo que los pueblos ignorantes no pueden ser demócratas, que lo que hay son democracias basura. Y eso también es muy duro, pero es lo que hay. Sólo podrá haber democracia de verdad cuando haya pueblos con criterio, capaces de pensar, de decidir.

- Eres un autor muy prolífico. La lista de tus libros parece interminable, pero si tuvieras que elegir, ¿con cuáles te quedarías; hay obras que marcan momentos cruciales en tu trayecto?

- Yo creo que los autores siempre juzgamos mal nuestra propia obra. A uno le suele interesar más lo último que ha hecho, porque está más cerca, vital y sentimentalmente, pero a lo mejor lo último no es necesariamente lo mejor. Hoy en día no creo mucho en la crítica, más bien poco, pero a veces los críticos te van indicando cuáles son esos libros que marcan tu trayectoria, aunque eso tampoco quiere decir que sean los mejores. Todo el mundo coincide en decir que Hymnica, que escribí a los 26 años, es un libro esencial. No lo sé. Te podría decir los que yo prefiero por motivos muy personales. En novela: Fácil, Divino y también La nave de los muchachos griegos, que fracasó comercialmente porque la editorial Alfaguara creyó que podía ser un best seller cuando empezaba a cobrar cierto auge la narrativa gay y no se alcanzaron las expectativas. Para mí ese libro, una novela difícil, rara, y no sólo por la temática, sino porque tiene una parte que es una biografía inventada de Petronio y porque reúne cosas sueltas de diferentes épocas, que se tienen que ir hilvanando con el relato lineal de la biografía, me parece que es uno de los mejores que he escrito. Y luego destacaría mi último libro de poesía. Más allá de lo cercano que está, me parece muy diferente respecto a lo que se hace actualmente en la poesía española.

 

“El segundo tomo de mis memorias será un compendio de sexo y libros”

- Por lo que has contado, el segundo tomo de las Memorias va a deparar más de una sorpresa.

- Bueno, va a incluir muchas cosas que no se han contado, que yo no he contado hasta ahora. Será un compendio de sexo y libros, donde van a salir muchos escritores, donde voy a hablar de muchas cosas de gente conocida que yo creo que no se conocen. Por ejemplo, nadie ha contado todavía el famoso Congreso de escritores en lengua española, que hubo en Las Palmas el año 79 y que fue divertidísimo. Ahí estaban Rulfo y Onetti, que se pasaron todo el tiempo borrachos, porque era la época en que en Canarias el whisky era todavía mucho más barato...Onetti creo que ni siquiera salió de la habitación del hotel. Todo eso lo estoy escribiendo ahora. Recuerdo que yo coincidí con Onetti en el avión de vuelta y había un niño que era un incordio, que no dejaba de molestar jugando en los pasillos. En un momento dado Onetti, al que yo entonces había leído poco, se levantó de la butaca e hizo al niño el gesto de disparar. Todo el mundo lo tomó como un chiste, como que se había puesto a jugar con el niño a pistoleros, pero yo pensé: “no, a este señor el niño le molesta enormemente y está haciendo ese gesto de verdad, para expresar su deseo de acabar con la situación”. Estaba muy serio, con su rostro inexpresivo... No estaba jugando al hacer “pum, pum, pum”...

 

“La vida es un fracaso, un error, pero con momentos fascinantes”

- Un párrafo de El fin de los palacios de invierno para acabar: “La vida tiene más daño que alegría, pero en los buenos instantes de júbilo, no seamos tacaños, parece sublime, ubérrima, casi grandiosa”.

- Es verdad. Yo creo que si fuéramos paso a paso, los momentos malos de la vida son muchos más que los buenos, pero es verdad que los buenos son muy buenos y tienden a borrar a los malos. Ahora bien, si uno hace un balance, los malos son muy malos y la mayoría de nosotros somos perdedores porque no hemos hecho la vida que queríamos hacer y no hemos logrado lo que queríamos lograr. La vida, en cierto modo, es un fracaso, y yo soy de los que creen que tal vez es un error. ¿Por qué hay algo en lugar de nada?, se preguntó Leibniz sobre el universo. La vida es un error, sí, pero ese error que es la vida tiene, curiosamente, momentos muy fascinantes. Cuando nos sentimos en comunión con ella, en armonía, es estupendo. Pero tampoco hay que olvidar que los hombres han sido una raza desastrosa. Una raza que ha dado genios maravillosos, sin duda, genios que no son bastantes para suplir el horror de los otros. Yo soy muy pesimista en eso. Me parece que la raza humana perecerá y que se lo tiene muy merecido. El planeta merece poder quitarse de encima a ese montón de bichos que han hecho todo lo posible por ser dañinos y que cada vez están más cerca de conseguirlo.

- Y desde el punto de vista personal. ¿Qué has perdido y qué has ganado en el camino?

- He ganado eso que se llama experiencia y el haber vivido todo lo que la vida me ha ido dando, pero he perdido ilusión y fe en las personas. Con el tiempo se tiende a no creer ya en casi nadie, a pensar en el famoso todos mienten. A mí me ha pasado. Ahora soy consciente de que, en mi caso, con lo que me quedo es con la cultura, con la belleza. Eso es lo que para mí da sentido a la vida, lo mismo que se la daba cuando tenía 16 años. A la contra, las relaciones con los demás han resultado más negativas que positivas, y aquí digo lo mismo que de los buenos y los malos momentos. Cuando las relaciones son buenas son estupendas, pero luego hay tantos momentos malos, tantos momentos de traición... La traición es una de las cosas peores de los vínculos humanos. Los amigos que te engañan, que te venden, que no saben ser amigos, la mala amistad... Para mí esa es una de las mayores decepciones de la vida. Con los años me he ido encontrando con personas estupendas, generosas, esenciales, pero también he creído ser amigo de muchas otras que me han demostrado ser unas sinvergüenzas y eso me ha dolido mucho, no ya tanto por mí como por la constatación de la existencia de esa posibilidad. Hay grandes nombres propios que no voy a citar de personas que en este momento me parecen siniestras y de las que yo he sido muy amigo. Ha habido, por ejemplo, hombres y mujeres, en alguna ocasión parejas, que han presumido de izquierdas y que luego han demostrado ser una especie de bandoleros, capaces de hacer cualquier cosa con tal de trepar. Eso me parece absolutamente innoble.