Mi primera experiencia como lector de Gustavo Valle data de 2009 con Bajo tierra, que era también su primera novela. Desde entonces he estado persuadido de que la suya es una voz central de la narrativa venezolana. Celebro que la aparición de Amar a Olga (Valencia: Pre-Textos, 2021) le dé al público español la maravillosa oportunidad de conocerlo. No estamos ante un bluff comercial inventado en los laboratorios editoriales y promovido por la insistencia hipnótica de la publicidad, sino ante un autor que por la consistencia estética de sus propuestas se seguirá leyendo cuando sus títulos figuren entre las novedades exhibidas en las cadenas de librerías.

            La anécdota de Bajo tierra constituía una arqueología moral tanto de la Venezuela más remota como de la que todavía, a duras penas, sobrevive. Se relataba en clave fantástica, con algo de H. G. Wells o Jules Verne, un descenso a las profundidades de Caracas donde habitaban sociedades con intenciones siniestras, arcaicas presencias que interferían desde la oscuridad en los sucesos cotidianos; todo eso rematado por los espantosos deslaves de 1999 que arrasaron al país, particularmente las zonas adyacentes a la capital, con un saldo de millares de víctimas atribuibles a la confabulación de la naturaleza hostil y la torpeza estatal. Diez años después de la catástrofe, era evidente el retorno a Venezuela de una amenaza que se creía sepultada en los sótanos de la historia: el autoritarismo de cuño militar. No costaba temer que el novelista estuviera emprendiendo una de esas “metáforas totalizadoras” o “globales” ―como las denomina la puertorriqueña Ana Lydia Vega― con las que la literatura hispanoamericana una y otra vez ha insistido en reclamar funciones pedagógicas, edificantes, proféticas... Ya en esa novela, sin embargo, Valle lograba lo que a mí me lo confirma como un magnífico narrador: pese a la incitación de su texto a que lo leamos alegóricamente, en este hay asimismo dispositivos que desbaratan los nítidos paralelos de una alegoría, donde A debe corresponder a 1, B debe corresponder a 2, C a 3, y así sucesivamente. La trama de aventuras se diluía en la incertidumbre, la posibilidad de que nada de lo contado obedeciera a eventos, sino a una manera personal del protagonista, en su imaginación de escritor, de lidiar con carencias afectivas: un padre experto en asuntos subterráneos, hacía mucho extraviado mientras trabajaba en la perforación de túneles del metro. En otras palabras, la actividad intelectual e ideológica, pública, a la que nos convida la alegoría se rendía al imperativo del sentimiento, cuya legitimidad la hallaremos en la esfera privada. En ella no hay tableros de significados exactos o colectivos.

            Con Amar a Olga Valle le es fiel a su carrera, pero sus inclinaciones vienen potenciadas ahora por una mayor madurez. En esta novela su poética revela afinidades con aquello que en la narrativa anglófona de unas décadas a esta parte se ha identificado como New Sincerity. David Foster Wallace, el autor que reflexionó más al respecto, subrayó en los artificios posmodernos una sempiterna ironía cuyo principal objetivo era exiliar o menguar nuestra entrega a los afectos. Wallace y otros narradores como Zadie Smith, Donna Tartt, Jonathan Franzen y Michael Chabon han intentado desviarse de esa impersonalidad, fruto de la cosmovisión mecanizada del capitalismo tardío, invitándonos a redescubrir la inmediatez emocional, una sinceridad consciente, no obstante, de que los ideales románticos pueden degenerar en fórmulas, como ocurrió en el siglo XIX. Con esa memoria cultural a cuestas, la Nueva Sinceridad se esfuerza en recrear modos de vincularse con la realidad que superen la veneración por el “poshumanismo”.

            Si nos atenemos a Hispanoamérica, Amar a Olga pertenece al linaje no abundante de la narrativa que resalta los conflictos de la vida interior de sus protagonistas, quienes, de esa manera, superan la índole de marionetas doctrinarias ―percance usual en las obras de autores ansiosos de captar la “esencia” de lo nacional, o radiografiar la sociedad para diagnosticar los males que la aquejan y convertirse en sus oblicuos salvadores―. A Valle no le interesan las poses magisteriales o mesiánicas que, desde la época de Bartolomé Mitre hasta la del Boom, han facilitado carreras políticas al escritor. Lo atraen, por el contrario, las criaturas de ficción cercanas a la condición humana, criaturas en las cuales, sin saber bien por qué, reconocemos zonas de nuestra psique o la de nuestros allegados. Los suyos son personajes genuinos, no rudimentarios “actantes” cuyo propósito consiste en desempeñar un papel en el tinglado argumental o, peor, encarnar un principio abstracto.

            El retrato convincente de los mecanismos de la mente humana exige, amén de empatía o vivencias acumuladas por el autor, un alto grado de pericia verbal. A fin de cuentas, los personajes no son personas, sino conjuntos de signos en un texto que causan efectos en nuestra percepción y movilizan datos almacenados en nuestra memoria. Pero no todos los escritores saben manipular esos signos para suscitar una impresión de verosimilitud. ¿Cómo lo consigue Valle? Mediante lo que Henry James, en la tradición flaubertiana de presentar y no analizar, solía denominar el “método escénico”: no evaluando directamente una personalidad, sino haciendo que los gestos, las iniciativas, los parlamentos, los detalles del escenario y el encadenamiento de acciones nos concedan los materiales necesarios para sacar nosotros nuestras propias conclusiones. Amar a Olga tiene un narrador en primera persona: eso hace más engañosa nuestra tarea, porque la información se filtra sin intermediarios a través de su perspectiva de mundo. Pronto, con una gran sutileza ―no del personaje narrador, sino del invisible autor implícito que a su vez lo crea―, al “yo” se le escapan suficientes elementos para que la imagen de héroe romántico que al comienzo reclama su pasión por Olga, un antiguo amor de juventud, no nos entusiasme tanto o no deje de sembrar en nosotros desconfianza. Después de todo, vamos descubriendo que este cuarentón incapaz de comunicarse con Marina, su mujer, y, fatalmente, en trance de divorcio, para colmo en un país infernal ―“inframundo”, lo llama―, tiene un cuadro psicológico más que sospechoso, proclive al onanismo o a episodios amorosos en serie: síntomas regresivos o, quizá, de una adolescencia que jamás ha desaparecido. Su inconsciencia es tal que no le permite avizorar cuándo su pasión por Olga pondrá en peligro a ambos en el campo minado de un entorno sin más ley que la voluntad de los militares. En la disputa de Eros y Tánatos acaso toque al segundo la última palabra; nunca estaremos seguros.

            Las ambivalencias de un héroe que podríamos considerar antihéroe ―dependiendo de nuestras oscilantes apreciaciones de su conducta― llevan a su perfección un modelo de novela cuya materia no son los acontecimientos, sino cómo los sienten quienes participan en ellos: el “tema”, si pudiera hablarse de tal en las ficciones, se localiza en la percepción y el discernimiento o la falta de discernimiento de los personajes, no en un conjunto de acciones. La prioridad para el novelista la tiene la fabulación de individuos. Estos se vuelven contradictorios, impredecibles, burlan la trampa de la moraleja. De su talante se derivan las acciones. Valle sabe que la literatura de la cual proviene ha sido fértil en catecismos laicos. Su misión en Amar a Olga, así pues, parece ser combatir toda forma de sermón incentivando en su protagonista la mayor autonomía posible y, en consecuencia, autenticidad psicológica.

Como las personas de carne y hueso, el “yo” ―innominado hasta la línea final, para que podamos compenetrarnos mejor con él― existe gracias al desencuentro de las versiones de sí mismo que prodiga. Por eso, justamente, nos depara una irreductible sensación de vida.

Gustavo Valle, Amar a Olga, Valencia, Pre-Textos, 2021.

 

 

Autor de la fotografía: Martín Castillo Morales.