La trayectoria lírica de Juan Antonio González Fuentes (Santander, 1964) está jalonada por una deslumbrante serie de poemarios concebidos durante casi tres décadas. El minucioso quehacer del escritor cántabro ha ido configurando un universo personal en el que fulguran libros tan conocidos como La última seguridad (1993), La rama ausente (1995), Además del final (1998), La luz todavía (2003), Atlas de perplejidad (2004), La lengua ciega (2009), Haikus sin estación (2010), Haikus sin nombre (2011) y Monedas sueltas (2014). A la manera de una justa y precisa conmemoración, Antonio Portela Lopa –profesor de la Universidad de Burgos y conocido poeta- ha cuidado una antología de sus versos bajo el sugestivo título de Memoria. Este décimo volumen de González Fuentes comprende una selección de textos que permite reflexionar sobre su escritura globalmente, desde los poemas de juventud redactados en 1989 hasta una gavilla de inéditos datados en torno al bienio 2014-2015. El momento dulce que vive el autor se ve, además, refrendado por la publicación de un ambicioso tomo de estudios sobre su obra, coordinado por los catedráticos Philippe Merlo Morat y Claudie Terrasson: Una epifanía escueta. Poesía y Poética de Juan Antonio Gonzalez Fuentes (Santander, Tantín, 2015).

Parece obligado dar inicio a esta recensión con la valoración que han hecho de la obra del autor norteño dos grandes conocedores de la misma, dos intelectuales afines que han tratado de resaltar los rasgos más relevantes de su estilo: Dámaso López García y Álvaro Pombo. Si el primero caracterizaba de forma general la poesía de González Fuentes como “difícil”, el segundo se atrevía a definir al escritor como “un excelente poeta de lo oscuro”. Ambas estimaciones sitúan claramente sus versos bajo la enseña del hermetismo, en una singular indagación personal que bebe del mejor legado visionario y podría remontarse hasta las voces autorizadas de Arthur Rimbaud, Paul Valéry o Saint-John Perse. Junto a esa tradición gala que funda buena parte de la modernidad, acaso no resulte baladí traer a colación, en el ámbito de las letras castellanas, la honda veta surrealista de Vicente Aleixandre, cierta producción vanguardista de Gerardo Diego, el contorno lírico de las alucinaciones de José Hierro o –por espigar un dechado más próximo- el caudal irracionalista de Antonio Gamoneda.

En el marco de una declaración de poética encaminada a la traductora Carina Potor, González Fuentes evidenciaba del siguiente modo la intención de su impulso creativo: “yo busco torcer las palabras y sus significados, romperlas, darles la vuelta para usarlas de forma exploratoria en busca de aquellos espacios del pensamiento y el sentimiento” que la lengua cotidiana no puede expresar en una situación de normalidad. Como apunta el autor mismo, la colisión de imágenes y significados, la revelación sorprendente de hallazgos expresivos le llevan -tanto a él como a sus lectores- a explorar de forma visionaria los territorios ocultos del intelecto y la emoción.

Esa singular definición poética acaso debería matizarse con otras declaraciones programáticas afines, cinceladas en verso. Baste evocar aquí el testimonio de una delicada composición publicada originariamente en Además del final:

 

Vivo tras el festivo abismo

que la memoria ostenta.

Y en este azul empeño

del tiempo que dormita,

me obligo con premura

a la palabra y su vuelo.

 

Los eneasílabos y heptasílabos del epigrama permiten intuir el trasfondo último de una escritura que extiende sus raíces a través de la acción de la memoria, ofreciéndose como una pugna contra el tiempo, a través de la cual la palabra poética anhela escalar el cielo. El poema va revelándose a los lectores atentos mediante sutiles recursos expresivos, como el oxímoron (“festivo abismo”) o el desplazamiento calificativo del “azul empeño del tiempo”, que connotativamente puede asociarse tanto a las alturas celestes que el yo lírico debe recorrer en un rapto de inspirados vuelos, así como a la evanescente melancolía del azur modernista y la recuperación de los momentos perdidos a través del recuerdo. 

En Teoría de poeta, una nueva definición del mester de escritura se pergeña a través de las breves líneas de un poema en prosa. El texto nos permite ahora atisbar otra serie de valores: la importancia que asume en buena parte de su obra la percepción de la naturaleza, la evocación intensa o arrebatada del entorno a través de una densa red simbólica, la identificación del yo lírico con toda suerte de elementos y objetos, en una suerte de visión “mística de las cosas”, tal como apuntara Antonio Portela. Así lo presenta con cincelada clave de lirismo el propio González Fuentes:

Se adensa el aliento del otoño con su escarcha de máscara oxidada, y el final de la estación viaja en el aire que tutela el diálogo de las cosas, que en ellas engendra una grieta sensible y les narra con euforia la teoría del poeta: soy lo que me rodea.

Como se puede intuir a la luz de las imágenes, no hay cesura entre la percepción sensorial, el plano anímico y el orbe intelectual. En el preciso instante en que el escritor evoca –o inventa- un paisaje va a ofrecer fundidos en sus versos esa misma percepción de un espacio real u onírico (un “otoño”, fingido o veraz, con sus fríos matutinos y sus tonalidades rojizas), la idea esencial que lo define (intuida a través del “diálogo” con el entorno) y el sentimiento que genera (la vigorizante “euforia”).

Tal como ha apuntado la crítica, una serie de símbolos reiterados permite apreciar la coherencia tonal y estilística de un autor que ha alcanzado ya la madurez plena: la luz, el mar, las estaciones, el jardín, la nieve, el mármol, la rosa, la lluvia, el naufragio... Puede seguirse, por ejemplo, a lo largo del entero florilegio la persistencia de una voz tan significativa como pétalo, emblema de hermosura, cifra de finitud y elegancia. Irrumpe el vocablo en el poema VI de Del tránsito y su pérdida (“Al fin comprendo el significado de la huida y siento el claro éxtasis del pétalo que sin esfuerzo vuela cumpliendo su destino”), en la composición vigésimo quinta de La última seguridad (“Hay lirios plantados en el mar que deambulan inciertos por el naufragio, ese reino tan extraño. Allí son como el ámbar de tu ausencia, voz de estrellas sin hoguera, lóbrego vuelo de pétalos extintos”), en el poema IV de Paisajes entre dos reinos (“La quiebra vertical de este solo invierno. Las piedras ahogadas en el azul perplejo de un cielo incómodo a la plegaria. El tributo afilado de un pétalo sobre la muda arquitectura que se desmaya”), el texto décimo cuarto de La luz todavía (“La llama requiere espacio, una flor para firmar su propia luz, para desdecir el peso sucesivo del engaño, de la distancia milagrosa que suma firme las afueras, el temblor herido que con pulso propio olvida el camino, el pétalo final de mi sed”)…

La búsqueda de la concisión y la intensidad es otro de los signos que identifican la lírica de Juan Antonio González Fuentes, que en algunas declaraciones ha sostenido que su “forma de pensar la poesía siempre es breve: intentar sugerir muchas cosas con pocas palabras”. De ahí que a través de asociaciones instantáneas y fulguraciones sensoriales haya confluido su escritura con un género tan propicio como el haiku. En ello coincide, además, con varios compañeros de promoción poética, que desde diferentes líneas de asedio han querido medirse con dicho género breve durante la última década. Quizá no esté de más evocar aquí algunos testimonios significativos, como el libro La sed provocadora: haikus y tankas (2006) de Ricardo Virtanen o los ciclos compositivos titulados Haikus del año seco (2008) de Aurora Luque o La condición del aire (2013) de Ana Martín Puigpelat.

Sin abandonar la arraigada conciencia de lo efímero que se trasluce en numerosos textos de Memoria, hallamos en ocasiones algún que otro elemento de tradición clásica. Así la composición XXXII de los Haikus sin nombre revela sin ambages sus lazos con el mundo antiguo: “Igual linaje / el del hombre y las hojas: / mil veces leve”. Acompasada por la suave cadencia del fonema lateral, en apenas tres versos toma cuerpo una delicada reescritura –como en quintaesencia– del más celebrado de los símiles de Homero: “Cual la generación de las hojas, así la de los hombres. El viento esparce las hojas por el suelo, reverdeciendo produce otras al llegar la primavera: de igual suerte, nace una generación humana y otra perece”. Como cabía esperar, los sutilísimos ecos de otras corrientes creativas pueden intuirse igualmente en varios poemas. De hecho, la clave misma de los haikai permitiría establecer algunos puntos de contacto con la mejor tradición del Orientalismo finisecular. Así el perfil majestuoso del tigre (“Bajo la luna / es el dorso del tigre / penumbra blanca”) o la delicadeza de un lirio que languidece (“Reclama un bosque / el ala alicaída / del lirio triste”) evocan de manera insospechada y lejana alguno de los mejores momentos del maestro Darío, como el sensual depredador de Estival o la famosa aliteración en lambdacismo del “ala aleve del leve abanico”.

Muchas son las reflexiones que podrían hacerse a partir de la complejidad y riqueza del lírico breviario titulado Memoria, mas no cabe seguir desgranando desde el ámbito de una breve reseña el tesoro de iluminaciones que éste acoge. Quizá pueda servir como escueta conclusión aquello que, con pleno acierto, Antonio Gamoneda había subrayado en la obra del autor santanderino: la importancia que asume la “búsqueda –y hallazgo- de una esencialización”. Coincidiendo plenamente con el juicio del gran maestro visionario, es de rigor afirmar que en las páginas que conforman el elegante tomo Memoria se ofrece a múltiples lectores la decantada y exquisita esencia de una de las voces líricas más genuinas de nuestro tiempo.

 

Juan Antonio González Fuentes: Memoria (Antología 1989-2015), Madrid, Abada, 2015. Edición y prólogo de Antonio Portela Lopa.