Mucho se ha escrito sobre el Quijote, en singular, pero creo que se acerca más a los hechos hablar de los tres Quijotes. Propongo considerar cada uno de los tres libros originales sobre don Quijote como obras independientes y asociarlas a tres ciudades y a tres momentos culturales cercanos pero distantes: el Quijote de 1605 bebería de la Florencia cuna, entre tantas otras cosas, del Renacimiento y del Manierismo; el Quijote de 1614 me parece fruto del Concilio de Trento y daría expresión al primer barroco, rápidamente cultivado en Madrid; finalmente, el Quijote de 1615 correspondería al intelectualizado Manierismo último y el mismo Cervantes lo vincula a Nápoles con su dedicatoria al conde de Lemos. El primer Quijote es, como es sabido, obra de un Cervantes maduro, el segundo la obra de un autor —“el Licenciado Alonso Fernández de Avellaneda”— acaso inexperto pero atento a los nuevos aires doctrinales, y el tercero sería la respuesta de un Cervantes próximo a la muerte pero capaz aún de producir un encriptado testamento —con la intensidad psíquica de su contemporáneo El Greco— aún lleno de seducción. Dado que los aspectos filológicos, literarios y simbólicos, al menos de los Quijotes cervantinos, son objeto de renovado estudio, ilustraré mi análisis con cuestiones filosóficas y culturales.

 

El primer Quijote se abre con un texto, el Prólogo, el cual —tras un apabullante “Desocupado lector”— en realidad es un no-prólogo, sugerido por un amigo, donde se recoge la aparentemente sencilla pero endiablada aspiración del Renacimiento: “Sólo tiene que aprovecharse de la imitación en lo que fuera escribiendo, que, cuando ella fuera más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere”. El objetivo de la imitación resulta, con todo, endiablado porque nunca está claro qué imitar, dado que el Quijote plantea varios niveles: como texto literario que es, todo es ficción en él; dentro de la ficción, se presenta la historia de don Quijote como una serie de hechos reales, recogidos “en los anales de la Mancha” y transcritos, al comienzo, de los mismos anales, y, a partir de la segunda parte, de la traducción castellana de un texto en arábigo; la narración en sí misma presenta simultáneamente dos puntos de vista, el real-llano y el real-imaginado, que aparecen en el momento mismo de la primera salida —hechos que son descritos a lo llano y, a la vez, como quedarían recogidos por “el sabio que los escribiera”— y que exhiben su potencial perturbador al duplicar la realidad cuando don Quijote “luego que vio la venta se le representó que era un castillo” y cuando encuentra a un socarrón ventero dispuesto a “seguirle el humor” —como luego hará Vivaldo, “persona muy discreta y de alegre condición”, y, como irán haciendo el cura, el barbero, Cardenio y Dorotea, y, ya en la venta, todos los personajes salvo Sancho.

 

Desde el mismo comienzo, por tanto, Cervantes monta una estructura narrativa que sintoniza con la deslumbrante invención de la perspectiva en la pintura, la multiplicación de las voces en música y el transformismo en las tramas teatrales. A nivel filosófico, tendría su correspondencia con las ilusiones ópticas de las que habla Lucrecio en el libro cuarto de su De rerum natura, un texto que tuvo más influencia en su época de la que se suele admitir a partir de su recuperación en 1418 por Poggio Bracciolini —recuérdese el afamado libro de Stephen Greenblatt El Giro—. El asombroso efecto hace que el público no sepa a qué atenerse, desbordado por el juego de espejos creado por los distintos planos. De cara al lector, Cervantes explica la situación presentando al hidalgo Quijana como “rematado ya su juicio” y, para la autorrepresentación de don Quijote, Cervantes recurre al deus ex machina del “sabio encantador, grande enemigo mío”, Frestón, el cual es capaz de “hacernos parecer lo que quiere”, o, en general, encantadores “que todas nuestras cosas mudan y truecan”. Que la duplicidad no se da sólo a nivel ontológico y gnoseológico sino también moral, lo muestran el paso del apaleamiento de Andrés y el de la liberación de los galeotes, donde el bien logrado a ojos de don Quijote —en ambos casos la libertad— es un mal efectivo para las costillas de Andrés, en la primera aventura, y para don Quijote, apedreado y desnudado en la segunda. Con todo, es en la famosa aventura de los molinos de viento donde Cervantes presenta su leit-motiv: lo que para el llano Panza son molinos para el imaginativo don Quijote son gigantes. Esquema que luego se repite con: caminantes/princesas raptadas, Maritornes/hija del señor del castillo, manadas de ovejas y carneros/dos ejércitos plagados de famosos caballeros, bacía de azófar/yelmo de Mambrino, Aldonza Lorenzo/Dulcinea, cueros de vino/gigante que asola el reino de Micomicón, la procesión de la Virgen y los disciplinantes/señora principal forzada. Aunque se ha de notar que algunas de las imaginaciones de don Quijote son realidades para Sancho: la ínsula, el bálsamo de Fierabrás, los caballeros andantes o el gigante que asola el reino de Micomicón.

 

Al comienzo de la segunda parte, se desdobla el mismo narrador, con la aparición de Cide Hamete Benengeli, “autor arábigo y manchego”, con lo que se añade a la duplicidad de la realidad a imitar la duplicidad del punto de vista, expuesto, en principio, en dos idiomas: el castellano y el árabe. En esta línea hermenéutica, el caso del “desdichado loco”, Cardenio, el Roto, contrasta con la locura de don Quijote puesto que la de Cardenio le hace ser alternativamente dos personas distintas, una cuerda y discreta, otra loca y violenta. Como también es distinta la conscientemente fingida locura de don Quijote en Sierra Morena.

 

Tras el encuentro de Sancho con el cura y el barbero en la venta, Cervantes da un paso más en el complicado juego de ficción y realidad. Ya no se trata sólo de seguirle el humor a don Quijote de palabra, sino de mentir abiertamente sobre el inexistente encuentro de Sancho con Dulcinea y de disfrazarse —el cura “en hábito de doncella andante” y el barbero de su escudero— con el fin de, entrando por ese medio en el mundo de don Quijote, sacarlo de su locura; estrategia a la que se suman, in crescendo, el resto de la cuadrilla.

 

Paradójico método, puesto que ahora para don Quijote se funden efectivamente su realidad-llana y su realidad-imaginada —¡el pobre Sancho ya sí que no sabe a qué atenerse!— y humorístico, acaso por eso fugaz, disfraz del cura. Y no creo que sea casualidad que, en este paso, la historia de Cardenio pivote sobre la mentira de don Fernando a Luscinda y a los padres de esta, y que la aparición de Dorotea sea de “mozo vestido de labrador”. Por eso considero que la novela de “El curioso impertinente”, ambientada en Florencia, está muy lejos de ser un mero añadido al resto de la trama dado que lo que Anselmo pide a su amigo Lotario es precisamente que finja “solicitar” a su esposa Camila y que el propósito inicial de Lotario no es otro que hacer creer a Anselmo que da comienzo a la seducción. Así, cuando Anselmo descubre que “todo era ficción y mentira”, el gran Cervantes, lejos de acabar ahí la historia, comienza a desplegar un endiablado mecanismo. Una vez rendida Camila, es ahora Anselmo el engañado, dando lugar a la escena —cargada de duplicidades— en la que Lotario lee sus poemas a Clori/Camila ante los dos esposos. La hábil trama que a partir de ese momento teje Cervantes con los hilos de la verdad y la mentira, de lo imaginado y lo visto, conduce un clímax ciertamente manierista: la escena en la que Anselmo asiste a la representación de Camila, Leonela y Lotario. Pero la historia no acaba con este triunfo de la ficción. Cuando “al cabo de pocos meses volvió Fortuna su rueda”, todo conduce a la muerte de los tres protagonistas, circunstancia que quizá muestre el mensaje cervantino: avisar del peligroso poder de la ficción y el engaño.

 

Un mensaje que se repetiría, esta vez con un final donde todos acaban aporreados, cuando, en el cúmulo de reencuentros que se suceden en la venta, se disputa —ante la incredulidad de los cuadrilleros— sobre la realidad auténtica de dos objetos: la bacía/yelmo y la albarda/jaez. En esta escena, se plasmaría, a mi juicio, la quintaesencia del primer Quijote cervantino. Enlaza por ello con el final del libro: dado que la imaginación es connatural al ser humano y no puede ser extirpada, se puede “enjaular”, como enjaulado vuelve don Quijote a su aldea —con no poca crueldad por parte de Cervantes.

 

Se puede considerar la “maletilla vieja, cerrada con una cadenilla” una variación del mismo tema. Como se recordará, ahí se encuentra no sólo el relato de “El curioso impertinente”, sino dos libros de caballerías y uno con la historia del Gran Capitán. El ventero y el licenciado Pero Pérez, el cura, porfían cuáles “son mentiras y están llenos de disparates y devaneos” y cuál “es historia verdadera”. Para el ventero, la ficción posee gran verdad —la verdad del corazón, se podría decir—, para el cura es la historia la recoge hechos —¿hechos?, o hechos interpretados, se podría preguntar—. El mismo Cervantes parece dar la solución cuando, en el relato del cautivo, mezcla datos reales, rumores y elementos puramente novelescos. Como después se sabe, la maletilla escondía también la “Novela de Rinconete y Cortadillo” y “su dueño no había vuelto más por allí”, aunque nosotros sabemos que se llamaba Miguel de Cervantes y que en la maletilla, y en el relato sobre ella, había depositado su secreto: ese manierista entrelazamiento de distintos elementos y puntos de vista, que difumina los contornos de la realidad y la ficción, y con ecos y alusiones que sólo algunos captarán.

 

Desde el punto de vista cultural, son numerosos los aspectos de la época que se reflejan en el Quijote de 1605, por más que tales influencias no agoten su excelencia. Enumeraré los más relevantes. En general, domina la tradición oral, como lo muestra la constante presencia, desde el mismo prólogo, de diálogos y de largos discursos ante una atenta audiencia; el mismo Cervantes recoge este hecho cuando describe el modo en que los libros de caballerías son leídos/escuchados en la venta, lo que permite suponer que era ese el modo en que Cervantes se imaginaba que se leería su Quijote —por ello el lector encontrará en la bibliografía la referencia de unas magníficas lecturas de los dos Quijotes cervantinos—. En la escena del expurgue de libros, Cervantes ilustra varias relaciones posibles con tal invento: quien los lee todos, quien los expurga y quema algunos, quien los odia, y quemaría, todos. Él mismo muestra gran aprecio, incluso ternura, por ellos y descubre su gusto por el italiano, su disgusto ante las traducciones de “libros en verso” y su capacidad de autocrítica con la breve reseña de su Galatea —recurso que vuelve a utilizar cuando, en el relato del cautivo, se menciona a un “tal de Saavedra”, imitando el recurso de algunos pintores de incluirse a sí mismos en sus cuadros—. En el discurso de la edad dorada se descubren ecos de Virgilio, de Ovidio y de la literatura pastoril. El tema del amor, tan renacentista, presenta varias, e intemporales, formulaciones, que casi cubren todos sus flancos: el amor goethiano del culto Crisóstomo a la esquiva Marcela; el amor platónico de don Quijote a Dulcinea; el erotismo en la seducción de Dorotea por don Fernando y el casamiento obligado consecuente; el amor más allá de la (entrevista) muerte de Cardenio a Luscinda, ya con un pie en la locura; el amor-prisión de don Fernando por Luscinda; el amor-amistad entre Camila y Anselmo y el amor-pasión que brota entre Camila y Lotario; el amor como salvación mutua que acaban profesándose el cautivo y Zoraida; el amor-niño entre doña Clara y don Luis; y, finalmente, el amor-embeleco de la antojadiza Leandra a Vicente de la Rosa y el amor bucólico de Eugenio y de Anselmo hacia Leandra —mostrando, además, Eugenio y Anselmo dos modos distintos de ese amor—. Como no podía ser menos, tanta presencia del amor viene en parte contrapesada con la amistad pura, aristotélica se podría decir, que, adornada del mayor refinamiento posible y acaso por eso situada en Florencia, se profesan Anselmo y Lotario. La defensa de la libertad en la aventura de los galeotes adquiere tintes erasmianos y servetianos en esta cita: “Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello”. Algo incómoda tuvo que resultar también en su momento la amarga denuncia de los privilegios de la alta nobleza que revolotea la historia de Cardenio. Y resulta llamativo con qué buenas letras defiende don Quijote las armas frente a las letras.

 

En conclusión, el Quijote de 1605 es una magistral reflexión sobre la condición humana, abordada desde la poliédrica relación que el ser humano establece con la realidad a través de las proyecciones de su imaginación y de su lenguaje. No otro era el objetivo de Lucrecio, en cuyo De la naturaleza de las cosas se lee: “Pues nada es más difícil que distinguir los hechos evidentes de las suposiciones que por su cuenta les añade precipitadamente nuestro espíritu” (IV, 467-468). Quizá por eso, la concertada disputa final entre el canónigo de Toledo y don Quijote sobre la naturaleza de los libros de caballerías queda en tablas, si no es que la gana don Quijote. Respecto al tono general del libro, habría que decir que es abiertamente profano, una característica que Vivaldo descubre en el oficio de caballero andante y que creo que se puede extender a todo el relato. Finalmente, me gustaría resaltar el modo en que Cervantes entrelaza unos temas con otros, los deja a veces en suspenso, alterna escenas de humor intemporal y de pura aventura, mantiene un tema que le da unidad, a modo de bajo continuo —quién es don Quijote y en qué consiste el ejercicio de su profesión—, y cómo va preparando el tutti de la venta, No creo por ello que sea descabellado traer aquí a colación los madrigales tardorrenacentistas.

 

El Quijote de 1614, el de Avellaneda, pisa formalmente sobre las huellas del anterior. Se presenta por tanto como la “tercera salida” de don Quijote y como la “quinta parte de sus aventuras”, dado que el primer Quijote recogía las dos primeras salidas quijotescas y constaba de cuatro partes. Pero el talante del nuevo autor es muy otro. Se nota desde el mismo Prólogo, expositivo, personalista —sale en defensa del autor de comedias criticado por el canónigo de Toledo en el Quijote cervantino— y decididamente escolástico, como escolástica y ortodoxa es la cura que propone para don Quijote, a base de “un Flos Sanctorum, de Villegas, y los Evangelios y Epístolas de todo el año en vulgar, y la Guía de pecadores, de fray Luis de Granada”. Nos encontramos también con otro don Quijote, quién, incluso cuando ha recuperado “su antiguo juicio”, no recupera sus antiguas ocupaciones. Ahora encarna el tipo de cristiano promovido por la Reforma católica: “ir a misa con su rosario en las manos, con las Horas de nuestra Señora, oyendo también con mucha atención los sermones” y, más tarde, “en esto tocaron a vísperas, y él, tomando su capa y su rosario, se fue a oírlas con el Alcalde”. Todo un programa de reforma cultural y de costumbres, a cuyo servicio se escribe este nuevo Quijote. Las hazañas de caballeros andantes son sustituidas por vidas de santos, y el estilo del relato se llena de expresiones en latín, también Sancho las usa ahora, y constantes alusiones al mundo religioso. Finalmente, es también otro don Quijote el que habla, como se deja notar en el primer parlamento que sostiene con don Álvaro Tarfe, que resulta breve y, tratándose de la belleza de una dama, atiende sólo a una pequeña objeción a modo de escaramuza verbal. Incluso cambia el diagnóstico de don Quijote, calificado ahora, sin mayores matices, de “loca enfermedad”.

 

Con nuevo criterio, el autor quiere mejorar el aspecto general del mundo quijotesco. Así, Sancho monta en un asno mejor, don Quijote olvida a la “moza forzuda”, Aldonza Lorenzo, y procurará sustituirla por “alguna de aquellas fermosas damas que están con la Reina”. Sus armas son ahora “nuevas y tan buenas, llenas de trofeos y grabaduras milanesas, acicaladas y limpias”, la ardarga es “fina” y el lanzón “bueno”. Aceptando la intención prefigurada en el Quijote anterior, don Quijote procura asistir a las justas de Zaragoza, pero la etapa siguiente será nada menos que “ir a la corte del rey de España para darse a conocer por sus fazañas”. En general, ya no caminarán don Quijote y Sancho por sierras y campos sino por ciudades como Ateca, Zaragoza, Sigüenza, Alcalá de Henares, Madrid y Toledo.

 

El primer “accidente tal en la fantasía” de don Quijote es nada menos que fingido, cuando le hace creer a Sancho que lo toma por un “dragón maldito, sierpe de Libia, basilisco infernal”. Sin embargo, una vez en camino, en su tercera salida, don Quijote toma efectivamente una venta por castillo de Milán, y a los primeros caminantes los trata como si fueran valerosos caballeros. El ventero, en esta versión, no le sigue el humor a don Quijote, es más, la moza le ofrece quedarse “aquí esta noche por si algo se ofreciere”; y, al marchar, don Quijote paga pero ¡protestando por lo elevado del precio! Como se ve, es muy otro el humor de este nuevo personaje. Tras eso, toma al guarda de un melonar por Orlando el Furioso, personaje que, conocido también como Roldán, da título al famoso Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. Al cabo, en Ateca, da con “un caritativo clérigo” llamado mosén Valentín, quien “conocía la enfermedad” de don Quijote. Así se retoma, por primera vez, el recurso puesto en marcha por Cervantes de recurrir a personajes que le siguen el humor a su protagonista, pero enseguida le advierte del pecado mortal en que se encuentra su alma y le encomienda “hacer bien a los pobres, confesando y comulgando a menudo, oyendo cada día su misa, visitando enfermos, leyendo libros devotos y conversando con gente honrada, y sobre todo con los clérigos de su lugar”. Muy otro, sin embargo, era el modo de hablar del cura en el Quijote de 1605, como distinta hubiera sido la reacción de don Quijote a tales recomendaciones, el cual ahora simplemente sigue con su discurso alucinado, sin responder siquiera y con muestras de no haber oído, al modo de la locura que Cervantes había personificado en Cardenio, con lo cual el nuevo autor muestra haber pasado por alto ese importantísimo matiz.

 

En coherencia con este planteamiento, cuando don Quijote, a su llegada a Zaragoza, intenta liberar al ladrón que va siendo azotado a modo de escarmiento, no sólo no lo consigue sino que él mismo se ve llevado a la cárcel, en cumplimiento de la ley vigente, y casi acaba él mismo paseado por la calle si no es por la aparición de un buen deus ex machina, el ya citado don Álvaro Tarfe, quien consigue su liberación. Con delectación describe Sancho la comida de la posada y la que le ofrecen en la casa de don Carlos, y con minuciosidad recoge el narrador todo el lujo que rodeó la competición de la sortija que tuvo lugar en la famosa calle del Coso zaragozano. Es en casa de don Carlos donde el autor recurre a la vuelta de tuerta que Cervantes introdujo cuando se disfrazaron Dorotea y compañía: don Carlos decide “traer aquella noche a la sala uno de los gigantes que sacan en Zaragoza el día del Corpus en la procesión, que son de más de tres varas de alto”. Ahora la ficción cobra realidad no por el “accidente” de don Quijote sino por la manipulación que de la realidad hacen los demás con el fin de hacer burla y pasar el rato; de modo que también Sancho resulta engañado. La batalla entre el “soberbio gigante Bramidán de Tajayunque” y don Quijote, pensada para realizarse en “la ancha plaza que en esta ciudad llaman del Pilar”, se pospone finalmente para la plaza de Madrid, cuarenta días más tarde. De camino al pospuesto envite, comparten el viaje con un soldado, Antonio de Bracamonte, y un ermitaño. Ocasión que el autor aprovecha para insertar dos relatos cortos: el del rico desesperado y el de los felices amantes.

 

El primer relato, ambientado en Flandes, recoge los vaivenes de un rico heredero, Tapelín, el cual decide en principio adoptar el hábito de santo Domingo, pero, convencido por dos amigos, lo deja, se casa y se hace gobernador; al final, tras el engaño de un soldado español, acaban suicidándose él y su mujer. Como era de esperar el cuento tiene su moraleja: “como dijo bien el sabio prior al galán [Tapelín] cuando quiso salirse de la religión, por maravilla acaban bien los que la dejan”. El segundo relato trata de los lascivos amores de doña Luisa, religiosa de un monasterio “no menos conocida por su honestidad y virtudes que por su rara belleza”, y don Gregorio, “mozo rico, galán y discreto”. Sus avatares incluyen la huida del convento, una vida disoluta en Lisboa, prostitución de doña Luisa en Badajoz, vuelta de doña Luisa al monasterio, milagro de la Virgen, que la ha suplido en su ausencia, milagro del sermón que don Gregorio “oyó a un religioso dominico de soberano espíritu”, reencuentro de don Gregorio con sus atribulados padres, y muerte simultanea de ambos, ya vueltos a la religión. La moraleja en este caso es también manifiesta: todo lo permite “su divina Magestad por su secreto juicio y por dar muestras de su omnipotencia —la cual manifiesta, como canta la Iglesia, en perdonar a grandes pecadores gravísimos pecados—, y por mostrar también lo que con Él vale la intercesión de la Virgen gloriosísima”.

 

Tras el recreo de las dos narraciones, don Quijote y Sancho se encuentran a una mujer atada entre un pinar; resulta ser Bárbara la de la Cuchillada, a la que don Quijote llama “la gran Zenobia, reina del Amazonas” y que se une a la comitiva. En las cercanías de una nueva venta/castillo dan con una compañía de comediantes, que don Quijote toma por soldados. Tras la habitual trifulca, cuando los actores están ensayando “la grave comedia de El testimonio vengado, del insigne Lope de Vega Carpio”, don Quijote, tomando la obra por realidad, la interrumpe al atacar a quien levanta un testimonio falso y luego porfía que un ataharre es una “rica y preciada liga”. Finalmente, llegados a Madrid, se reencuentran con don Carlos y con don Álvaro Tarfe, y se reanuda el artificio de adecuar la realidad a la imaginación de don Quijote. Don Álvaro, además, fingiendo ser “el sabio Fristón”, le recuerda a don Quijote su penitencia en Sierra Morena, “como se cuenta en no sé qué anales que andan por ahí en humilde idioma escritos de mano de no sé qué Alquife”, aludiendo al Quijote de 1605. Aquí introduce el autor un recurso, del que no saca apenas rendimiento, pero que es realmente interesante, como lo era el enfado de don Quijote espectador de la comedia. Será Cervantes quien aproveche ambas estratagemas en su segundo Quijote. En fin, a lo largo de estas peripecias, don Quijote mantiene su discurso alucinado —ayuno de discreciones— mientras su figura va perdiendo importancia a favor de Bárbara y de Sancho, el cual acaba convertido él mismo en caballero andante y en virtual protagonista. La narración concluye, muy aleccionadoramente, con Bárbara recogida en una casa de mujeres, Sancho convertido en mozo y don Quijote en el famoso manicomio de Toledo, la casa del Nuncio, donde sanó; final coherente con un planteamiento que desde el principio llamó a su locura enfermedad. Con todo, la obra se cierra efectivamente con don Quijote volviendo “a su tema”, convertido en “el Caballero de los Trabajos, los cuales no faltará mejor pluma que los celebre”.

 

En conclusión, el autor pretender elevar la condición de los protagonistas, pero cambia por completo la atmósfera cultural en la que se gestaron, de la que desaparecen los temas universales para pasar a primer plano el espacio ideológico del catolicismo tridentino. Si en el primer Quijote se notaba que Cervantes se engolfaba en la lectura de libros de caballerías y libros de versos, al nuevo autor le encantan mucho más los libros de devoción. El naturalismo elegante, poético, se ve transformado en un naturalismo llano, algo zafio incluso, del que desaparece la espesa trama manierista de ficción/realidad y de distintos puntos de vista. El Quijote de 1614 va por ello dirigido a un público más amplio, no sólo a canónigos discretos, a venteros que dejen de reñir mientras se embelesan con la lectura de libros de caballerías y a mujeres jóvenes que sueñen con los melindres de los caballeros. Ahora el mundo descrito es, por un lado, el de los bajos fondos y la prostitución y, por otro, el del lujo de los señores y de la corte. Siempre con el mensaje característico de un sermón, con milagros donde la Virgen interviene decisivamente y arrepentimientos religiosos tras vidas mucho más mundanas que cualesquiera de las que se recogen en el Quijote de Cervantes. En definitiva, una buena novela, muy ilustrativa sobre la sociedad de la época, que se deja leer con sumo gusto. Por seguir con la comparación musical, el Quijote de 1614 sería un oratorio, algo picaresco, compuesto en loor de la Virgen del Rosario.

 

Con el Quijote de 1615, se recupera el tono cervantino, ahora, quizá, en un registro superior. Desde el comienzo se enlaza con la discusión en torno al tipo de locura de don Quijote y la realidad/ficción de los caballeros andantes. Pero enseguida se introduce un nuevo, e importante, personaje, Sansón Carrasco, y un nuevo, y perturbador, recurso: Carrasco le cuenta a Sancho, y este a don Quijote, que “andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”. Así puede Cervantes evaluar su propia obra, corregirla y comentarla; además de recoger las sospechas de los personajes sobre la fidelidad del historiador de sus aventuras y de plantear una nueva autorreferencia, sólo posible en el ámbito de la ficción literaria: en la segunda parte del Quijote, que ya está escrita y que el lector tiene en sus manos, los personajes se preguntan si el autor de la primera parte piensa escribir la segunda parte de sus hazañas. Estrategia a la que se suma el cada vez más acentuado desdoblamiento del narrador y la transformación de los protagonistas. El Sancho de ahora “dice cosas tan distintas, que no tiene por posible que él las supiese”. También don Quijote va adquiriendo aspectos más ricos que en su versión anterior. Ahora, por ejemplo, ambos suelen entretenerse con ricas y discretas pláticas a lo humanístico y se muestran más juicios en sus encuentros, como ilustra la aventura con los “recitantes de la compañía de Angulo el Malo”; por no hablar de los eternamente válidos consejos que don Quijote da a Sancho cuando este parte como gobernador o de las juiciosas reformas que Sancho dicta para su ínsula.

 

De modo que Cervantes es consciente de que sus personajes, en diez años, han crecido y merecen mejor trato. Es manierismo sobre manierismo. De ahí que la tercera salida sea muy distinta de las anteriores. Ahora, a la verdad con que la acometen los dos protagonistas, se suma la doblez con que los anima Sansón Carrasco, dado que espera verlos de vuelta vencidos por otro caballero andante, que será él mismo disfrazado. La siguiente vuelta de tuerca consiste en que ahora es Sancho quien construye una realidad ficticia —su inexistente encuentro con Dulcinea del libro anterior y su actual aspecto de gran señora acompañada de dos doncellas— y es don Quijote quien, incrédulo, se atiene a la realidad desnuda. Y es en ese nivel, no en el de la realidad imaginada, donde aparece el Caballero de los Espejos, sosteniendo además que ya ha vencido en una batalla anterior al mismísimo don Quijote. Cuando se descubre a Sansón Carrasco bajo el yelmo del Caballero, vuelven los encantadores a servir de explicación, pero en sentido contrario al esperado, en espejo: “los encantadores habían mudado la figura del Caballero de los Espejos en la del bachiller Carrasco”; explicación que, en este caso, es más lógica, desde el punto de vista de don Quijote, que la contraria, y mucho más que la que sabe el lector.

 

Como se ve, el Quijote de 1615 no sigue la traza de la aventura de los molinos de viento del primer Quijote cervantino, camino que sí sigue, y del cual no se desvía en ningún momento, el Quijote de 1614. Cervantes aleja así a su protagonista de la locura alucinada para encarnar cada vez más la locura cuerda propia de la condición humana. A ese fin va dirigido el encuentro con don Diego de Miranda y el juicio que, con la colaboración de su hijo don Lorenzo, establece en su casa sobre la locura quijotesca. Tras analizarlo bajo todos los aspectos que muestra durante su trato —Cervantes se muestra rico de ingenio para ello—, la conclusión es: “un cuerdo loco y un loco que tiraba a cuerdo”, “entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos”. Y como cuerdo se comporta don Quijote en el pleito entre el bachiller y el licenciado, durante las bodas de Camacho y en el dilema de los amores de Camacho, Basilio y Quiteria. De modo que, para que, durante una hora, se engolfe en sus imaginaciones en la cueva de Montesinos y se despierte hambriento de “un grave y profundo sueño”, es necesaria la intervención de alguna emanación subterránea. Acaso por este nuevo talante es por fin venta, y ya no castillo, donde ocurre la famosa aventura del retablo de Maese Pedro. Momento en el que, ahora sí, don Quijote, muy humanamente metido en la historia, “parecióle ser bien dar ayuda a los que huían” y “comenzó a llover cuchilladas sobre la titerera morisma”, aunque, ya calmado, afirma: “si me ha salido al revés, no es culpa mía, sino de los malos que me persiguen”. No es hasta el capítulo 29 cuando don Quijote vuelve a tomar otros molinos, emplazados esta vez dentro del cauce del Ebro, por “ciudad, castillo o fortaleza donde debe de estar algún caballero oprimido, o alguna reina, infanta o princesa malparada”.

 

A partir del encuentro con los desocupados duques, ya lectores aficionados del Quijote de 1605, se abre una amplia sección donde don Quijote ve confirmadas en la realidad sus imaginaciones, al no percatarse de la tarea simuladora que hay detrás —que merece la reprehensión de un eclesiástico, el cual, quizá por ello, desaparece enseguida de la escena—. Se puede tomar el viaje de Clavileño como quintaesencia del artificio, así como la no-ínsula donde Sancho gobierna. Pero obsérvese que en todos estos sucesos don Quijote y Sancho simplemente se ven llevados por las circunstancias. La situación es parecida a la planteada en el Quijote de 1614 en la casa de don Álvaro primero y en la del Archipámpano después, sólo que ahora se representa en un castillo de verdad. Cervantes aprovecha que los duques han leído su primer Quijote para volver de nuevo sobre la trama de la obra. Además trufa el relato principal con historias diversas para, como se explica en el mismo texto, poder variar el estilo y entretener así al lector/oidor. El asunto tratado ahora es principalmente si Sancho es simple y bellaco o discreto y agudo; de él dice don Quijote que “tiene a veces unas simplicidades tan agudas, que el pensar si es simple o agudo causa no pequeño contento” —como la contemplación La Gioconda de Leonardo, se podría sugerir—. La duquesa añade el habitual trino argumentativo al decirle a Sancho que “la villana que dio el brinco sobre la pollina era y es Dulcinea del Toboso, y que el buen Sancho, pensando ser el engañador, es el engañado”. Con lo cual está puesto el pie para que, tras el operístico cortejo de encantadores, Merlín anuncie que Sancho habrá de darse “tres mil azotes y trescientos en sus valientes posaderas” si se ha de desencantar a Dulcinea. Condición cuyo cumplimiento sirve de contrapunto humorístico y que se alarga hasta el fin de la obra. Recuperada la libertad —“uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos”— al dejar el castillo de los duques, lo que no recuperan ya es el anonimato. Los lectores del primer Quijote se encuentran por doquier: las zagalas que representan la arcadia, don Jerónimo, el bandolero Roque Guinart y don Antonio Moreno. Ya vencido por el Caballero de la Blanca Luna, vuelve, tras numerosas y rápidas aventuras, a la aldea, donde muere. En definitiva, por cerrar las comparaciones musicales, el segundo Quijote cervantino sería toda una ópera real y dúctil como la vida misma.

 

Con todo, considero que el juego más interesante es el que plantea Cervantes con sus numerosas alusiones al Quijote de 1614. El mismo Prólogo está dedicado por entero al autor “del segundo Don Quijote, digo, de aquel que dicen que se engendró en Tordesillas y nació en Tarragona” y a responder a sus críticas personales. En el cuerpo de la obra, no se alude a él hasta el capítulo 59, en un momento ciertamente singular. Mientras don Quijote y Sancho cenan en una venta, “en otro aposento que junto a don Quijote estaba, que no le dividía más que un sutil tabique”, unos caballeros leen el Quijote de 1614 “en tanto traen la cena”. El momento es singular porque, con Sansón Carrasco y con el Duque, ya habían tratado a alguien que había leído tal libro, pero ahora se encuentran con el libro mismo, donde se cuentan, con diverso talante, como se ha dicho, otras aventuras de casi otros personajes con el mismo nombre. Don Quijote no puede admitir haberse olvidado de Dulcinea ni Sancho aguanta que se confunda el nombre de su mujer ni que le tachen de borracho. El encuentro, con todo, es suficiente para hacer cambiar la ruta prevista, ya que don Quijote afirma: “no pondré los pies en Zaragoza y así sacaré a la plaza del mundo la mentira de ese historiador moderno, y echarán de ver las gentes como yo no soy el don Quijote que él dice”. Así la ficción hace cambiar el curso de la realidad. La conclusión de los caballeros pone de manifiesto la diferencia entre los dos libros, al quedar “admirados de ver la mezcla que había hecho [don Quijote] de su discreción y de su locura, y verdaderamente creyeron que éstos eran los verdaderos don Quijote y Sancho, y no los que describía su autor aragonés”, carentes del juego bifronte. Más adelante, ya en Barcelona, don Quijote, al encontrarse que en una imprenta están corrigiendo el Quijote de 1614, afirma: “pensé que ya estaba quemado y hecho polvos por impertinente”. Con su característico humor, Cervantes le hace contar a Altisidora que, en la puerta del infierno, los demonios juegan a pelotear con libros, uno de los cuales es “la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, no compuesta por Cide Hamete, su primer autor, sino por un aragonés, que él dice ser natural de Tordesillas”, libro que, a juicio de un demonio, es “tan malo que si de propósito yo mismo me pusiera a hacerle peor, no acertara”.

 

En el capítulo 72, vuelve a darse otro contacto de las realidades-ficción paralelas cuando los dos protagonistas, de camino a la aldea, en otra venta, se encuentran nada menos que con don Álvaro Tarfe, el caballero granadino que había sido el hilo conductor del Quijote de 1614 y que, como se informa, va ya de vuelta a Granada tras haber dejado a don Quijote en la Casa del Nuncio de Toledo. Ahora ya no son lectores de aquel libro los que hablan y comen con los personajes del Quijote de 1615, sino que se encuentran personajes de ambos Quijotes. La contienda ahora no es entre la impresión recibida de un libro y los personajes mismos, sino que la misma persona, don Álvaro, trata directamente con dos Quijotes y dos Sanchos. ¡Qué genio el de Cervantes! Acaso por eso el reconocimiento no sea, como en el caso anterior, inmediato; don Álvaro duda, pero, al fin, dice tener “por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo”. Reconocimiento que don Quijote se empeña que deje por escrito “ante el alcalde de este lugar”. Con todo, no las debía de tener todas consigo don Álvaro, “el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes”.

 

Hasta en el testamento del ya cuerdo Alonso Quijano el Bueno se cuela el “autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha”, y es él, y no Cervantes, quien le pide perdón por haberle dado pie a escribir “tantos y tan grandes disparates como en ella escribe”. El mismo Cide Hamete la hace decir a su pluma que “para mí sola nació don Quijote y yo para él: el supo obrar y yo escribir, solo los dos somos para en uno, a despecho y a pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada”. Y lo cierto es que tal autor no volvió a escribir las proyectadas aventuras de don Quijote. Con todo, el mismo Cervantes, al nombrarlo tan repetidamente, le aseguró conocimiento inmortal. Acaso sea este el último juego planteado por un autor tan dado a escribir en cifra. Porque, tras el entrelazamiento que Cervantes plantea entre los distintos Quijotes, ¿no deja reservada para nuestra imaginación la hazaña del encuentro de los dos Quijotes y los dos Sanchos en una venta/castillo situada en algún cruce de caminos? Los actuales lectores, situados ante los tres libros, podemos disfrutar, quedar admirados y, aun, resolver los enigmas planteados por el duelo entre los dos don Quijotes y los dos Sanchos, y por el juego de realidades entrecruzadas planteado por el hermético Cervantes.

 

En el conjunto de la obra de Miguel de Cervantes, creo que sus dos Don Quijote de la Mancha corresponderían al divertido-discreto Sancho mientras que los Trabajos de Persiles y Sigismunda equivaldrían al esforzado y nada alegre don Quijote. Los dos libros dedicados a don Quijote y a Sancho estarían escritos en momentos ingeniosos, las dos partes donde se narran los sucesos acaecidos a Periandro/Persiles y Auristela/Sigismunda serían su gran obra. Habrá sido el correr de los tiempos el que ha hecho que perdamos esa perspectiva. Con su Persiles, Cervantes quiso, como confesó en el Prólogo de las Novelas ejemplares, competir con la famosa novela de Heliodoro, las Etiópicas, también conocida con el título de Teágenes y Cariclea. Tal intento se podría a su vez comparar con el logro de Miguel Ángel en Florencia: superar con su imponente David al Goliat de la escultura greco-latina.

 

REFERENCIAS

 

Cervantes, Miguel de (1605), El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 1-534.

— (1605), Don Quijote de la Mancha. Primera parte. Dirección de Manuel Gutiérrez Aragón, Audio Libros paloma negra, 18 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.

Fernández de Avellaneda, Alonso [sic] (1614), Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, Poliedro, Barcelona, 2005.

Cervantes, Miguel de (1615), Segunda parte del Ingenioso cavallero don Quixote de la Mancha, en idem., Don Quijote de la Mancha, Real Academia Española, Madrid, 2004, pp. 535-1106.

— (1615), Don Quijote de la Mancha. Segunda parte. Dirección de Bernardo Fernández y Alejandro Ibáñez, Audio Libros paloma negra, 19 CDs., Turner Overlook, Madrid, 2005.