En este estudio quiero relacionar a dos hombres que tienen en común dos valores importantes: una ética semejante de la vida y una amistad de muchos años.

   Max Aub tuvo que exiliarse al terminar la Guerra Civil española, para este hombre singular se  acababa una etapa importante de su vida y comenzaba un exilio que daría sus frutos en lo que respecta a producción literaria.

   ¿Qué relación existe entre estos dos hombres? Ambos vienen del exilio, ambos volvieron a España, ambos pertenecen a un mundo cultural común: la España republicana, los intelectuales antifascistas, y ambos estuvieron exiliados en México.

   Aub vuelve a España el 23 de agosto de 1969 con pasaporte mexicano y un visado que sólo le autorizaba “una estancia de tres meses”. Hará entonces una breve visita a Calanda (Aragón), el pueblo natal de Luis Buñuel y a Zaragoza, con motivo de la fiesta del Pilar. Visitó también las tres ciudades claves de su biografía española: Barcelona, Valencia y Madrid.

   También fue Max Aub, al igual que Gil-Albert, un luchador ante el régimen  franquista y dice algo muy importante sobre ello al poeta valenciano Miguel Veyrat: “no fue el exilio el que ha influido en mi literatura, sino la guerra. Y la guerra la cambió del todo en todo” (Miguel Veyrat, 1969: 67). Para Max Aub, la República fue abortada por el régimen franquista y éste sustituyó un ideal de vida democrático por una tiranía manifiesta. La misma opinión mantuvo Gil-Albert, como pudimos conocer en su obra Drama Patrio y, por ende, fue idea clave en muchos escritores exiliados.

    Podemos ver en el prólogo a La gallina ciega, esa especie de diario español que Aub escribió  para  deleite   de   la   mayoría   de   sus   seguidores, lo que dice Manuel Aznar 

Soler sobre la ética y la estética en Max Aub: “Max Aub se define como un escritor español exiliado, un escritor para quien ética y estética están vinculados indisolublemente” (Manuel Aznar Soler, 1995: 40).

   ¿Qué quiere decir Manuel Aznar Soler? Desde luego, se refiere a esa visión ética de la vida, su honradez al defender unas ideas, pero también a ese deseo estético de crear una prosa limpia, bella e, incluso, transparente que pueda reflejar a su vez esa visión ética de la vida.

   Coincide aquí con Gil-Albert, no me refiero, como podemos suponer, a una identificación en el estilo, sino a su interés en reflejar de forma elaborada y, por tanto, estéticamente, sus ideas razonadas sobre la vida (lo que transparenta su ética).

   En La gallina ciega, Max Aub nos ofrece páginas inolvidables, donde destapa la sociedad mediocre que anida en el régimen franquista. La escasez intelectual y la ausencia de moralidad del Régimen van a ser brillantemente denunciadas por Aub.

   Merece la pena citar muchas páginas de este libro, como documento rico y clarificador de la entidad de un hombre imprescindible como Aub, pero me limitaré a algunas muy significativas.

   En su llegada a Valencia, en 1969, el escritor certifica la pobreza intelectual de la ciudad y, por ende, del país entero: “A nadie le interesan aquí los libros: las librerías desiertas. Pequeña diferencia con Barcelona donde se ve a alguna gente hojeando. Aquí, nadie lee en  los  tranvías  o  en  los  autobuses   o en las terrazas de los snack-bars o ex cafés”  (Max Aub, 1995: 176-177).

   Además, dirá que todo lo que se oye en los bares son chistes y fútbol, situación que, como podemos observar día a día, no ha cambiado mucho desde aquel año ya lejano.

   Aub va a ser consciente de la mediocridad de España en los meses que estuvo aquí.

   El escritor anhela que cambie la situación del país y que la dictadura que arrasa todo y atrasa el mundo económico y cultural acabe para siempre: “¡Qué duda cabe que España, la política española, debe cambiar y cambiará!” (Max Aub, 1995:177).

   También son muy interesantes las páginas que dedica a Gil-Albert, lo que es significativo  y  ha acrecentado mi curiosidad para relacionar a ambos escritores: “Casa de Juan Gil-Albert. Juan más encorvado, la voz más fina, idéntica amistad y exquisito buen gusto. Misma figura en los modales y en la voz, incapaz de subir el tono, reconcomiéndose a cualquier disparidad o enojo” (Max Aub, 1995: 177).

    Es destacable no sólo este retrato admirativo a un hombre que conserva su delicadeza, aquella que tuvo cuando ambos escritores se conocieron antes de la Guerra Civil española, sino también un rasgo que va a caracterizar a Gil-Albert y que ve muy claramente Max Aub: “Se va a tener que operar. No parece preocupado más que por su edad. Le reanimo en lo que puedo”. (Max Aub, 1995: 178). Es, sin duda, el paso del tiempo una obsesión clara en el escritor alicantino que va a marcar parte de su madurez y de su vejez.

   Otro rasgo que destaca Aub sobre su amigo es esa sensación de importancia que Gil-Albert va a tener ante el reconocimiento público, tan demorado, pese a su prolífica obra:    <<Juan Gil-Albert tan contento, tan contento porque los directores del Ateneo Mercantil “se han acordado de él” e incluido en una serie de veladas en que recitarán sus poemas “algunos poetas valencianos”>> (Max Aub, 1995: 179).

   Aub es categórico, reconoce que en ese clima mediocre un hombre de la talla de Gil-Albert, el cual ha hecho de su escritura un mundo delicado, fino, esmaltado en cualidades luminosas, no  puede  sentirse  más que  agradecido por las limosnas de unos pocos: “Juanito Gil-Albert, entre sus sombras soñadas, feliz, consolado por mandamases

 del Ateneo Mercantil… Mas ¿qué harías tú, Maxito, tras veintidós años de estar

aquí

aplastado?”.

   Se refiere a Máximo José Khan, el amigo de ambos, enterrado en Brasil, que fue, como recordamos, un icono, un referente para Gil-Albert en el Tobeyo o del amor.

   La casa de Gil-Albert le  trae a Max Aub el recuerdo de Ramón Gaya, ya que hay cuadros de él en las paredes. El pasado que ellos compartieron en México vuelve a ser evocado.

   Aub se exilia en  México en 1942 y morirá allí en 1972. Los primeros años del exilio, de 1939 a 1942, estuvo en Francia. Para Aub, México es el lugar que más ama en el mundo, después de España, su España. No hay duda que Gil-Albert siente lo mismo que su amigo, esa pasión por las tierras mexicanas une a ambos.

   La tierra les ha marcado, por ello, el escritor alicantino escribió allí su Tobeyo y algunos poemas a México, parte de su corazón quedó allí para siempre.

   Otros amigos de Max Aub aparecen en La gallina ciega: Juan Chabás, José Gaos, Joaquín Rodrigo, Genaro Lahuerta, Pedro Sánchez; amigos todos de adolescencia que nunca podrá olvidar.

   También merece nuestra atención la charla de Max Aub, tras su regreso, en la casa de Manolo Zapater, cuando Aub le pregunta por Gil-Albert y Zapater contesta que hace tiempo que no se ven. Dirá Aub lo  siguiente  sobre el  escritor  alicantino: “No. No ve a

Juan Gil-Albert. Juan no es Federico García Lorca ni Rafael Alberti, pero es un escritor fino (como decíamos entonces), un ser inteligente, de excelente calidad, de lo mejor que hay en Valencia, si no el mejor…” (Max Aub, 1995: 152).

   Esta ausencia de relación entre Zapater y Gil-Albert la explica muy bien Max Aub en el libro. Podemos  ver  en  esta  explicación  la raíz  de mi interés para hacer coincidir la estética y la ética de ambos escritores, en las palabras de Aub se transparenta esta afinidad: “Sencillamente está convencido (Gil-Albert) de que no sucede nada que valga la pena, no ya en los países socialistas, por ejemplo, en los Estados Unidos o en Francia. O en Inglaterra. El mundo se acabó” (Max Aub, 1995: 152).

   Lo que Max Aub nos dice es que tras las guerras (la II Guerra Mundial y la Guerra Civil española) hay una pérdida indudable de fe en el ser humano, tras la constatación de la maldad del hombre, nada merece ya la pena.

   Aunque el escritor se exceda en pesimismo, hay que entender el contexto en que nacen estas palabras: la vuelta del exilio, su regreso temporal (con un visado de tres meses) en un país envuelto todavía en la Dictadura.

   Merece la pena repasar las páginas que Max Aub dedica a poetas que considera “hermanos menores” como Leopoldo de Luis y Ramón de Garcíasol. El gusto y la delicadeza del escritor se hace lirismo en estas páginas que muestran con claridad su sentido ético y estético de la vida: “Les conozco en fotografía, no en carne y hueso. Les conozco bien, impresos: hechos miga, es decir, letra, pasados por el tamiz del linotipo” (Max Aub, 1995: 553).

   Bella reivindicación de la lectura, del placer de encontrarse con las líneas y disfrutar así, sin conocer al poeta, hecho luz por la luz del otro, impregnado, al fin y al cabo.

   Hay en el libro de Max Aub ese sabor de nostalgia, a la vez que una propuesta de honradez, de  ética  de la  vida que le  asemeja  a  Gil-Albert. El  escritor  no va  a  tener ningún tipo de reparo en ofrecer su opinión de España, en ese año en que la Dictadura entraba en su última etapa: “En España, los sinvergüenzas, los católicos de verdad y los imbéciles viven como Dios. Añádase  los  que  no  quieren  saber  nada  de nada y, claro está, los turistas que encuentran lo que buscan, al precio deseado” (Max Aub, 1995: 570).

   También el escritor muestra su asombro por el cambio acaecido en las cosas importantes, como por ejemplo, el que ha sufrido una de las ciudades de su juventud, Valencia. La ciudad ha cambiado, ya no tiene el aspecto de entonces, en aquellos años en los que paseaba con sus amigos escritores. Dice así: “Ya no conocería Valencia. Ahora es otra cosa. No sé si mejor o peor, muy distinta. Ya no hay plaza Cautelar. No sé si se llama del Generalísimo o del General Franco o algo por el estilo y su amigo Capuz (José Capuz) ha hecho una estatua del tal” (Max Aub, 1995: 158).

   Se refiere a un escultor que hizo una estatua ecuestre del dictador, ya retirada.

   Nos cuenta Aub su amistad con Ramón Gaya y nos revelará que fue el primero que le compró una acuarela al pintor murciano en Valencia, pagó por ella 25 pesetas.

   También habla en el libro de la actitud de los intelectuales ante la Guerra Civil: “De anarquistas a callados” (508). Pero no denostará ni a Azorín, ni a Maeztu, ni a Machado. Sí lo hará frente a aquellos que, con su cinismo, han cambiado de ideología y se han arrimado al franquismo sin reparos, los nombres de éstos podemos imaginarlos: “A los que no perdono es a esos cabroncillos- que no nombro. Que estuvieron de boquilla con nosotros para volver la casaca en seguida que nos vieron perdidos. Si no fuesen intelectuales, lo mismo daría” (Max Aub, 1995: 509).

   El escritor nacido en Francia (Aub nació en París en 1903), no está en contra de los que se mantuvieron firmes ante una ideología equivocada y cita a Jiménez Caballero, Ledesma Ramos o  Luys  Santamarina,  pero sí lo  está  ante  esos  cínicos  como Carlos

Robles Piquer o Pedro Laín Entralgo, cuya actitud cobarde detesta plenamente.

   Es  muy  evidente este rechazo cuando hace mención de los académicos, en los cuales, sin duda, se encuentra el doctor Laín Entralgo. Dice  Max Aub lo siguiente, reflejando su ética y su decencia frente al cinismo y la mentira de algunos: “Cena en casa de Xavier. Cuatro académicos: endilgan horrores del pueblo español; maravillas del cielo y del suelo. Lo demás, asqueroso; como si ellos no formaran parte de él, o no hubiesen contribuido a modelarlo tal y como se ve” (Max Aub, 1995: 505). Hará alusión a los chistes que estos “refugiados del 36 en embajadas o en falange” llevan a cabo con cinismo supremo.

   Sobre el personaje de Laín, Max Aub es muy incisivo al criticar al intelectual fascista por no dimitir en solidaridad con los catedráticos expulsados de la Universidad como Aranguren, todo ello aparece en Una cena en Madrid en 1969.

   Afirma en La gallina ciega algo todavía más esclarecedor acerca del talante falso y deshonesto de Laín Entralgo: “Este elegante Laín que toma un café, con tanta distinción, sonriente…”, como vemos hay ya un espíritu de crítica en esa figura que retrata: “Deja continuamente transparentar, con todo y su admiración por los componentes de la generación del 98, su educación católica y falangista, a pesar de sus desengaños. Algo falla y chirría en esa generación de los arrepentidos” (Max Aub, 1995: 506).

   Sostiene también el escritor que ese grupo de servidores de Franco y de su régimen “no sirven a nadie y para nada;” y, desde luego, destaca una  magnífica prosa al descalificar a ese grupo de falangistas (D´Ors, Laín, Robles Piquer) que imponen su poder y su autoritarismo: “Políticamente, ante todo, les falta clientela, duermen sobre sus laureles impresos, pasan mala noche y paren hijas” (Max Aub, 1995: 507).

   Demoledor  es  Aub en  contra  de  esos “presuntos”  intelectuales  “democráticos” que  dinamitaron  con  su cinismo el verdadero don de la intelectualidad que incluye, sin duda, la honestidad y la decencia ante su propio pueblo. No aparece en esta dura crítica Dionisio Ridruejo  que,  pese  a  su   pasado  falangista, se  caracterizó   por  un  sentido ético que le llevó a la disidencia en los tiempos del franquismo.

   Como vemos, el libro es muy interesante porque nos revela una forma honesta de ver la vida, sin tapujos, mostrando su rebeldía a una España carente de libertades. La obra conjuga el desengaño, el escepticismo, frente al cariño y el aprecio a amigos como Gil-Albert, Fernando Dicenta, Ramón Gaya, Manolo Zapater y tantos otros.

   Aub se identifica  con los gustos literarios de Gil-Albert, porque eran tiempos donde la literatura  se apreciaba como un don enriquecedor y no existía un mercado tan excesivo como el actual: “Libros y papeles por todas partes: lo que es normal, pero son libros y papeles de nuestra época: Proust, Gide, Cocteau, Canedo, Unamuno, Azaña” (Max Aub, 1995: 503). Se refiere a los libros que tenía en su casa un viejo amigo, Fernando González.

   Hay otra referencia en esta obra a Gide, cuando hace mención de la verdad, de la ética, de la mentira que, pese a un cierto talante honesto, tiene la vida misma: “No se trata de enorgullecerme de ser esto o lo de más allá- bueno o malo- porque entonces lo mismo miente Genet o Gide, Baroja o Millar” (Max Aub, 1995: 354).

   Y termina  Max Aub con una máxima que nos explica su visión de la vida: “El mundo es una enorme mentira” (354). Hablará en esa parte del infierno del campo de concentración en el que estuvo, de tanto dolor del pasado.

   Para concluir este repaso a La gallina ciega y a la visión de su autor, he de decir que tanto Gil-Albert como Aub han tenido que pasar por una misma senda de tristeza y desarraigo, pero anida en ambos una visión noble y decente de la vida.

   Los dos escritores son muy conscientes de que el mundo de su juventud ha cambiado, no sólo por el inclemente paso del tiempo, sino por los terribles acontecimientos que han vivido. Ambos escritores necesitan en sus libros denunciar la barbarie y el cinismo del mundo que ha dejado tales atrocidades.

   Podemos establecer una diferencia entre ambos, si Gil-Albert va a expresar una idea vitalista de la vida al alejarse conscientemente del mundo que le rodea (por el dolor que le produce), Max Aub no puede hacerlo y plasma en sus novelas y en su teatro el horror, porque su premisa principal es la denuncia para la posteridad.

   La ética compartida de la vida nos deja una sensación de decencia en un mundo que, lamentablemente, no se caracterizó por mostrarla con frecuencia. No son los únicos intelectuales que lo hicieron (ya comentamos el caso de Baroja o Juan Ramón Jiménez, entre otros), pero existen vínculos que los hacen testigos de primera línea de un mismo mundo y un mismo destino.

 

CONCLUSIÓN: UNA ÉTICA COMPARTIDA DE LA VIDA

   He querido relacionar a Max Aub y a Gil-Albert porque ambos vivieron las difíciles condiciones del exilio, a ninguno de los dos les faltó coraje para denunciar la mediocridad de la sociedad española del franquismo.

   Aub lo hizo en su único viaje a España, lo que convierte a su libro La gallina ciega en crítica feroz a la sociedad acomodada, a los intelectuales que se han adherido al Régimen. Gil-Albert, sin embargo, vive la vuelta a España escribiendo mucho, pero su obra no resulta interesante para las editoriales y para la dictadura. La sinceridad de sus opiniones, su compromiso ético con la libertad, le impiden salir a la luz en aquellos tiempos.

   La experiencia de  ambos  en  México les une también, aunque lo más interesante es la amistad anterior, los años de la juventud en Valencia.

   Max Aub reconoce que Juan Gil-Albert no puede dar más en esa época de dictadura. El escritor comprende que se halle solo, aislado de la fama, ya que considera al artista alicantino uno de los mejores que ha dado su tierra.

   En resumen, al relacionar a los dos escritores, he querido manifestar que ambos fueron muy escépticos con la sociedad, hacen una crítica de España por su falta de preparación y por el escaso interés (salvo minorías ilustradas) por la lectura y la cultura, en general.

   Las páginas comentadas aquí de La gallina ciega sirven para conocer mejor el mundo cultural de la época en el corto regreso a España de Aub. Nos queda la tristeza por la condición de exiliado de un hombre de su talla intelectual.

   Ambos, Gil-Albert y Aub mantuvieron un compromiso con sus ideas, sin excluir, por ello, la importancia al estilo, siendo dos grandes escritores del siglo XX.