El último libro de Sergio Navarro (1992), ganador del XVIII Premio Nacional de Poesía Joven Grande Aguirre 2022, viene a confirmar la aventura que inauguró el autor tras ganar el Adonáis por el 2016. Este último galardón de la Universidad Popular José Hierro, confirma persistencias y saber decir, valora la madurez primera, capacidad de reflexión y análisis, originalidad plástica y tropológica, muy personal en sus sucintos guiños, a falta aún de estilemas definidores de un yo inconfundible. No se le debe exigir, cuando muestra talento y poesía sin pacto, a la espera del asentamiento. Muchos hundimientos en verso y prosa han existido tras los iniciales y estupendos brillos, honrados en su quehacer y atenderse, como el decir memorable de Blanca Andreu. O, con menos peso, pero brillante también, sobre todo teniendo en cuenta los años y adolescencia lírica, mágica y conflictiva, de aquella Elena Medel de pitufos, jeans y bikinis. No es el caso, pues no brilló tanto la poesía de Sergio Navarro en sus comienzos o “en construcción”, por decirlo con John Ashbery, pero ya se sabe, frente a excepciones y tópicos, que la poesía es asunto de madurez, en lo fundamental. La labor del Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes y Universidad popular, esfuerzo público, reconoce y hace crecer voces como esta en la renovación de nuestra lírica. Lo promueve con alicientes cualitativos allá de los excesos del escaparate mediático, lastrado por intereses económicos tantas veces, prensa y editoriales dependientes que compran en la sombra a las independientes, y sin entrar en detalles. En los inicios de su aventura cultural, al comienzo de su andadura y de la mano de Manolo Romero, el yerno de José Hierro, di en ella, mucho antes de la llorada Guadalupe Grande, una conferencia en un gimnasio, a falta de un local adecuado. Las cosas han cambiado desde entonces, y buena prueba de ello es este premio Grande Aguirre. No siempre se encuentran libros de poesía que así pueda llamarse sin ofensa de las diversas musas, ni en el Adonáis, ni en el Loewe o el de la Generación del 27, por citar a vuelapluma algunos nombres con pedestal social, entre tantos. Tampoco brotan poetas todos los días en un país lleno de versos y versificadores entre las autoediciones o en las editoriales que ven allí una fuente legítima de ingresos. La poesía, pese a tópicos excepcionales y salvo para los tales Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Federico García Lorca y el primer Claudio Rodríguez, es cosa de madurez, por citar a la carrera. De esta que comienza Sergio Navarro y ha traído junto a Erika Martínez o Berta García Faet, antes del 2020, libros de referencia, propuestas con algo diferente que decir a la poesía española de hoy o en español, si lo prefieren.

Historia del Tacto nada promete que después traicione, como las violetas de Cernuda donde se reconoce, y además hermanan, en las soledades de una de las seis secciones. Un tránsito emocional frente a la presencia de otras más amables: “Los límites del mundo son los límites del tacto”. O, si prefieren, del amor y deseo, de lo tangible frente a la contemplación imantadora: “El mar es el alma del ojo”. Y al fondo el eterno motor de la pugna por decirse de todo buen poeta lírico: “Las palabras/ son el lugar donde no están los muertos”. El libro reivindica en su miscelánea algunos protagonismos: la memoria y la reflexión, el amor y deseo, o los existenciales peregrinajes por una Inglaterra de los que brota un diálogo existencial con el citado Luis Cernuda. O una apuesta aventurada y atractiva, aunque a mí no me convenza tanto como las otras, en la que conjuga lenguajes del medievo para alumbrar pulsiones y sentimientos. A veces el exceso de “autoficción lírica” sin fórmula, salvo la de la extrañeza por el modo de narrar (más que versificar), puede encontrar resistencias en los misoneístas, entre los que no me encuentro, pero escucho (piensen en algunos momentos de la poesía de Mariano Peyrou. Se ha de tener una fórmula radical con centro en la palabra -Roberto Juarroz, por ejemplo, entre ella y el silencio-, y no, salvo excepciones, que las hay, en la narración, la anécdota o cierta pretenciosidad, más allá de la “nube del no decir” o de no ser atractivo ese imán del asunto en su perspectiva.) Ha tenido, con todo, Sergio Navarro el valor de arriesgarse y experimentar en ella, hacer algo distinto a la pluralidad de propuestas convencionales. Y aunque, ya digo, está sección esa de reinterpretaciones o “traducciones infieles” no me parece del todo convincente en esos términos. Sin duda atrae ese valor y falta de miedo a lo diferenciado, riesgos. María Salgado o Lola Nieto los han afrontado, con otro desparpajo, desde lo experimental, la música y lo visual. También Berta García Faet ha arriesgado en Los salmos fosforitos, con mucho más que taller (pero con mucha construcción desde ahí y logolalia atractiva), como buena parte de esa escuela que encuentra hueco en el noreste de España, que se emplean con ella dese lo mismo (Unai Velasco, etc). O, en otra vertiente, el sugerente y último libro, atractivo realmente en sus aciertos, del buen hacer de otras promociones, como la llorada y capaz Guadalupe Grande en Jarrón y tempestad. Por ello admiro el riesgo, creo que fallido, de esta sección, mientras valoro con cautela esa propuesta, frente a las otras, casi todo el libro, donde reconozco un estupendo buen hacer y saber decir, o algo más que propileos líricos.

La primera de las secciones, La gracia de las palomas de invierno, acerca el drama de la construcción desde los “galopes de la memoria en el colchón”, pensativos. También es atractivo el coraje del fideísmo público en verso en un contexto donde los fideísmos han muerto, o se han hecho folclore o astucia, o lo contrario, integrismo. Lo hace desde la fe y lenguajes puestos al día, que trae con modernidad o cuanto en poesía importa, el verbo y la imagen, la fórmula y la perspectiva. Que Erika Martínez, Juan Andrés García Román o Álvaro García se hayan interesado en Historia del tacto, habla de esa modernidad y reconocimiento. Por ahí se destilan aturdidos dramas y heridas (los ojos del niño ante el divorcio), o “un corazón de rama y nada”, y la intimidad delicada. Lo hace con imágenes directas y sugerentes, propias: “Una liebre espantada/fue el alma en los ojos. / Siempre llegamos tarde”. El delicioso, ágil en las analogías e inteligente reflexión sobre la memoria y sus celadas del poema “Cuando llevan al niño a la playa”, traen a la primera plana toda esa capacidad de sugerencia y análisis del conflicto, de la misma manera que, en otras, se acerca al deseo y al amor, no sin cierta presencia de una oscura soledad de fondo muy habitual (en la sección “Niños perdidos en los bosques”, por ejemplo”. Y también en esta de la que hablamos: “Tus ojos juegan a ser una cuerda. / En los míos/ hay potrillos que se hunden en los páramos”, mientras siente, en inédita imagen, “Tu caricia por mi/un insecto avanzando una cortina/ busca lo que tan solo fuera existe”, y lo hace con un fraseo muy de algunos poetas de la promocione del 2000, a las que nos hemos acercado Juan Carlos Abril, José Andújar o yo mismo. Con aquel giro que dio la poesía frente al final del realismo y del silencio en los jóvenes nacidos en los años 70. Superficie y profundidad, tacto y esencia, presencia e ilusión, juegan sus claroscuros, a lo largo de todo el libro en su pugna por ser y estar, huir de sus soledades y empozamientos catabáticos a los que tiende,  pues “la muerte/ocurre a quien se queda solo”

Escuché muchas veces a Claudio Rodríguez decir que el poeta incapaz del poema largo, no era poeta. No lo sé, mientras pienso en la genial Emily Dickinson, como modelo opuesto y genial. Sergio Navarro ha sido capaz de lo extenso. Lo demuestra “El milagro de la caridad de Luis Cernuda”, vivencial, no sé si de muy ajustado título, sí de trasmitir impresiones, lenguaje y tropos desde la emocionalidad y “la piel mondada de la vida”, intachable verosimilitud, algo de conmiseración y espejo, alambres y fragilidad del yo en “moliendo el cuerpo de los solitarios” y/en “la cicatriz del vuelo”. El verso de Sergio Navarro vive esos límites emocionales, cuenta, sitúa ·” (…) al borde de mi ser, como el nadador en su trampolín”. Tanto como la originalidad de las imágenes de un reflexivo al que la dureza consiste en el simple sacudir las migas del mantel se le hace “(…) nuestra fiereza contra la tarde/ (…/ El mar es lo difícil”, cuenta tirando la red al fondo de su inquietud lejana a los lenguajes del silencio, y de los explícitamente realistas, impuros. Un contemplativo de fondo, donde de pronto restalla una imagen o claridad que aclara el sentido, y reflexiona. “Descubren que el abismo es profundo/porque nos inclinamos en su espejo”. Y a esa circunstancia entrega su confesión de tropos sutiles, deslizados como quien no dice, o no atiende con exceso al corazón de emociones que nunca se desbordan, pero se filtran, desmondan y descortezan (por utilizar su verbo del autor). Y desde donde se propone tanto como Erika Martínez en propia modernidad y talento en Chocar con algo, sugerencias de quien se sumerge y guarda la delicadeza: de “(…) perder los ojos/para hablar con los muertos”.

La poesía de Sergio Navarro trae esa modernidad íntima de quienes se atienden sin tiempo para mirar hacia los lados en su precariedad, ni con esa vocación. Su fideísmo le lleva corajudamente también a decir Cristo en el asunto (y no es poca cosa en nuestra poesía aceptar un nombre en desuso), y a mostrarse vigoroso en él. Está muy bien que lo haga y diga, aunque la poesía no sea cuestión de creencias, sino de palabras y, sobre todo, de saber decirlas, sean cuales sean, y fuera de maximalismos peligrosos, salvo cuando la ocasión lo requiere y puntualmente (pienso en Maiakovski. Y no acabó bien). No cae en ello, pero también deja entrever que ese yo, complejo, en todas sus variantes, y el mismo lenguaje, que mima y eleva con fuerza le construyen como poeta verosímil, pues se atiende y tiene un rico mundo propio y reflexivo, ligado a una imaginería personal. Esa apuesta tan personal, como la de tantas primeras madureces en sus libros de referencia y asentamiento, hablan de un movimiento de tropas y versos que deberán confirmar sus movimientos sobre el terreno en próximos libros más unívocos, fuera de misceláneas. Con todo, esta “Historia del tacto” me parece que es, además de por las atractivas virtudes expuestas, el preámbulo de algún libro donde su nombre se termine de asentar, pues el buen hacer de Sergio Navarro, está muy presente en nuestras letras desde hace ya años.

           

Sergio Navarro, Historia del tacto, Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes, 2022.