Como una vieja Sherezade

 

Una noche más obligada a inventar una nueva historia que le permitirá seguir viviendo. Sobre un papel, lentamente, inicia un relato cuyo interés prolongará unas horas más su vida. Resistir el vértigo, sostenida por la fiebre de encontrar un final aceptable para el enigma planteado.

Como una vieja Sherezade que cada madrugada se engaña, ya solo a si misma, aplazando el destino que tiene adjudicado, desafiando la necesidad con el deseo, resistiendo, refugiada en un papel, la certeza de que será finalmente abatida. Alcanzar el amanecer es la victoria. No hay más recompensa que el júbilo de quien siendo pequeño ha logrado parecer fuerte.

No hay misterios que desvelar, solo la alegría de saberse diestro en el juego, de saber amagar contra la parte más oscura de uno mismo. Como el niño que es feliz ganando con trampas sus partidas solitarias. Engañar al engaño en el que, sin salida, nos sumerge el tiempo.

Poder mirarse al espejo sabiendo que queda siempre por levantar otro velo y descubrir algo nuevo, quizás una sorpresa, en el rostro cansado que ve todos los días.

No ha sido capaz de encontrar más que cuentos para escapar del presente inexorable, en el que cada noche, como un titán, tiene que abrir un paréntesis.

 

 

 


Horizonte


Instintivamente volvió a acercarse a la ventana y a mirar la pared que era su horizonte constante desde que se mudó a aquel piso. Encendió el penúltimo cigarro de la tarde, llevaba seis meses viendo cada día ese muro que, en un primer momento, no imaginó que pudiera llegar a convertirse en una presencia continua. Había llegado a conocer cada uno de los cambios de color que a lo largo del día la luz iba dibujando en la pintura gris, cada sombra producida por las antenas de los tejados vecinos al interponerse en el camino del sol, y el lugar exacto en el que aparecerían las manchas de humedad los días de lluvia según soplara el viento.

Incomprensiblemente, su casa estaba construida frente a la pared medianera de otro edificio en lugar de pegada a él; nadie parecía conocer la razón.

Pasaba horas en su ventana como si en lugar de un muro pudiera ver la ciudad entera desde su casa. El desinterés acerca de las vidas de los demás, de nada que no fueran sus densos recuerdos, hacía que el panorama le resultara tan atractivo como el que hubiera podido contemplar desde el ático más caro de la ciudad.

Cerca de los setenta, y habiendo viajado por el mundo le bastaba aquella pared para consumir su tiempo mirándola. Lo que casi todos considerarían aburrimiento era para ella un privilegio y agradecía intensamente la falta de deseo que la alejaba del resto del mundo, estaba cansada y solo necesitaba pequeñas comodidades y vecinos discretos. Había decidido ocultarse de todos aquellos a quienes había conocido y casi olvidado.

Algunas veces también miraba sus manos, que se iban haciendo extrañas, cada vez más, eran las manos de una vieja. Recordaba el tiempo en el que la vejez parece que no vaya a alcanzarte nunca, como la enfermedad o la muerte, el tiempo en el que miras al mundo con ojos altivos y a los adultos con condescendencia, y de pronto, casi sin aviso previo, allí estaba. Ya era como ella recordaba a su abuela, las mismas arrugas, las manchas en la piel, las canas, un ligero temblor en la voz... No tenía espejos en la casa, solo se podía ver de pasada reflejada en los cristales de la ventana, no quería sentirse obligada a llevar la cuenta de los desperfectos. En cambio, por las noches contemplaba su sombra proyectada en el muro por el flexo de su mesa. Su sombra apenas había cambiado, en ella sí se reconocía, reconocía la imagen en negro de sus dedos largos, el movimiento de su pelo al levantar la cabeza, sus gestos con el brazo mientras fumaba... Durante unos minutos recuperaba la seguridad que, durante años, le dio su belleza y que al final había resultado tan inútil como todo lo demás. Jugaba un rato sabiendo que algún vecino podía observar sus juegos, bebía unas copas, algunas noches bailaba un poco y cuando se cansaba apagaba la luz. El día siguiente volvería a ser igual, horas que pasan sin traer novedades, la vida siguiendo su curso fuera, sin llegar a salpicarla, mientras ella no la miraba a través de su ventana. Estaba segura de que no le quedaba nada por hacer y comenzaba a pensar que un día, cuando se cansara de contemplar ese gris incesante, se decidiría a abrir la ventana y salir.

 

 

 

¿Cómo puedo excusarme yo por no ser capaz de no leerlas?

 

Qué agradable resulta olvidar quién eres y disfrazarte con la piel de otro; aunque ese otro no sea mucho más afortunado que tú. La tristeza que siento al leer sus cartas no es la mía y, por ello, resulta más soportable. ¡Pobre hombre! Después de los cuarenta, uno ya no debería sentir ciertas cosas. Y menos aún escribir sobre ellas.

¿Pero cómo hubiera podido adivinar que la fría admiración de los eruditos acabaría publicándolas?

¿Cómo puedo excusarme yo por no ser capaz de no leerlas?

Me conmueve su amor en vilo, pendiente del correo, de barcos que cruzaban el Atlántico y trenes que atravesaban Europa. No quiero llegar al final porque sé que, a pesar del esfuerzo y el amor convertidos en miles de palabras, esa pasión cayó derrotada y se hundió en amargura y dolor para él, y casi en indiferencia para ella.

Otras en su lugar se hubieran sentido afortunadas.