Y qué salvar entonces

qué origen qué fulgor qué trabalenguas

Rafael Soler

 

 

 

 

 

 

 

 

La obra literaria de Rafael Soler (Valencia, 1947) busca el grado cero de la comunicación, ese momento en que las palabras dejan de ser un discurso convencional para convertirse en acto: instrucciones, un grito en medio de la nada, un silencio que dura veinte años, abrazos, llamadas sin respuesta, el brindis del último gin-tonic. Actitud. Gestos. Disparos. Recetas. La comunicación verbal humana es incapaz de expresar la esencia de la vida, pero es preciso seguir intentándolo. Pese a todo. De eso van los libros de Rafael Soler.

He seguido de cerca su obra, tanto sus poemarios como sus novelas, y siempre he llegado a la misma conclusión: estamos ante un escritor con una voz única y destinada a permanecer. La coherencia entre todos sus libros, a nivel de temas y de aproximación a estos temas, es formidable y sorprendente al cabo de los años, incluso con largos periodos de silencio editorial. Esa coherencia abarca su narrativa y su poesía, pues resulta habitual encontrar pasadizos secretos (o no tan secretos: explícitos muchas veces) entre ambos géneros, pasadizos por los que discurren casi las mismas frases, obsesiones y propósitos. Y es que poesía y narrativa, en Rafael Soler, trabajan en la misma dirección: comunicar verbalmente lo verbalmente incomunicable.

Esa es una de las claves (el gran antagonista, diría yo) de su mundo literario: la incomunicación, engorrosa fatalidad que parece perseguir al ser humano. Es una incomunicación generalizada que abarca distintas modalidades y contextos. Pensemos en el patriarca de El último gin-tonic, don Moisés Casares, que obliga a sus hijos a formular preguntas que él responde en una suerte de monólogo dialogado, de una sola dirección; en el correo que Lucas Casares escribe a Diego Wiekmann y que nunca le envía; en la llamada de Lucas a su hijo Mateo, que acaba provocando un accidente de tráfico; en los monólogos de tantos muertos que hablan de su vida sin parar, solos; en Aniceto Gomín, ese acordeonista que toca demasiado alto para los ancianos sordos de un asilo; o en ese amante falsamente mudo que se dirige a su amada supuestamente sorda en el poema «Indeciso por vocación y por carácter» de Ácido almíbar.

La otra clave (el gran héroe, dispuesto a salvarnos) de su mundo literario es más sutil: la ironía, mirada contrapronóstico de quien dice algo importante y urgente, convencido de que nadie lo escuchará o de que será invariablemente olvidado o malinterpretado, pero no afloja en su empeño. Se trata de una ironía instalada en la pura raíz del planteamiento estético de Rafael Soler, que aparece en todos sus libros y que tiene que ver con ese «sabor vivo y espontáneo en la boca, con un noble final de recuerdo amargo» que deja en nosotros el trago de la vida, según la receta que el derrotado Diego Wiekmann envía al no menos derrotado Lucas Casares en El último gin-tonic, brindis irónico entre perdedores que se buscan sin encontrarse.

 

Origen

Ahora bien, esa incapacidad para entenderse entre humanos no es fruto de la casualidad sino que tiene un origen definido: la figura del padre, centro de un mundo patriarcal heredado que se desmorona entre gritos y carcajadas. El padre representa al mismo tiempo el origen de la vida y el origen de la incomunicación, un papel ambivalente que aparece en su poesía (véanse los poemas «Lávate las manos», «Prohibido correr por el pasillo», «No se detiene la memoria») pero que resalta de manera especial en su obra narrativa, tanto en El grito, su primera novela, como en El último gin-tonic, la última.

En El grito, recordemos, la relación entre el joven Teodoro Lucas y su padre alcohólico se sustenta en el rencor, en la decepción mutua y en el secretismo en torno a su muerte (un suicidio negado por la familia, en realidad). Estos problemas de comunicación entre padre e hijo se proyectan en el resto de relaciones que Teodoro Lucas mantiene con su entorno, en especial con Carmen y con su hijo autista, cuya forma predilecta de comunicación es el grito desesperado en la oscuridad. Algo parecido sucede en El último gin-tonic, donde también el protagonista atiende al nombre de Lucas y también sufre la muerte de un padre autoritario, nada afectuoso y excéntrico, de quien los hijos lo ignoran casi todo (sus negocios ruinosos, su afición al juego) y cuyo fallecimiento es descrito en los siguientes términos:

Sufrió entonces un súbito desplome de todas las vocales, imprescindibles para articular una orden o un deseo, y la lengua asomó entre sus labios, temblorosa, como un apéndice ajeno que abandonase aquel cuerpo derrotado. (pág. 69)

El silencio de la muerte traba las palabras del patriarca, sumiendo a los presentes en un vacío de sentido que ahonda en lo grotesco y absurdo del personaje en cuestión, don Moisés Casares, cabeza de una familia desde ahora descabezada. La última palabra del patriarca resulta ser, significativamente, un trabalenguas en el sentido literal: lengua trabada por la muerte. ¿Existe forma más sublime de incomunicación? Y para terminar la fatídica escena, el narrador alude, no sin ironía, al incomprensible «lenguaje secreto de las lenguas desahuciadas», insinuando que hay un lenguaje secreto propio de los derrotados, de los que lo han perdido todo y, aun así, persisten en su empeño, recordando ese lapidario «No pierdas la costumbre de perder» del poema «El amante secreto de las balas», incluido en Las cartas que debía y que anticipa el mensaje de la derrota victoriosa de No eres nadie hasta que te disparan.

La difícil relación entre Teodoro Lucas y Lucas Casares con sus padres tiene su paralelismo en la relación que hay entre el yo poético de Rafael Soler con ese tal Ausente al que tantas veces se refiere en sus libros (a menudo como el Ausente, sí, pero también como el Tipo, el Todopoderoso, el Insaciable, el Carcelero, el Que Manda). Se trata de un paralelismo que remite, por supuesto, al imaginario colectivo católico, en el que Dios es presentado como Padre de los hombres. Esta presencia de lo bíblico en su obra no es en absoluto anecdótica, como se aprecia en la onomástica judeo-cristiana de los personajes de El último gin-tonic: don Moisés, Lucas, Mateo, Marcos, Juan, Alberto Judas Tadeo y María. El propio Rafael Soler habla así, en una entrevista reciente, de los tres hijos de Lucas Casares y de sus santos tocayos:

San Marcos era un verdadero artista de la narración, y Marcos es un artista de la supervivencia que hace del póker y el alcohol una manera de estar en el mundo; San Mateo fue recaudador de impuestos, y Mateo, con el peso terrible de la pérdida de su mujer y el hijo en un accidente, es recaudador de historias por su condición de guionista; san Juan, tan joven, tan dado a la piedad, hizo del amor el tema central de las tres epístolas que escribió, y Juan vive atrapado entre el amor desquiciado de su novia Paola, y los encantos de la extranjera Paola, que del cuello a los tacones es todo fruta. (Cuarto poder, 4 de enero de 2019)

Vemos cómo la Historia Sagrada, que debería dar respuesta a las grandes preguntas de la Humanidad, deviene sátira ya desde el mismo comienzo de El último gin-tonic, un título que remite a la última cena de Jesucristo con los apóstoles en clave paródica. Y eso por no ahondar en las numerosas citas bíblicas, descontextualizadas adrede, y en otros personajes ambiguos como el de María, nombre de virginal memoria, que escapa del convento para vivir con Diego Wiekmann antes de huir a España con Lucas Casares, a quien acaba abandonando por su hermano, Alberto Judas, que no por casualidad será el más traidor de los Casares.

Como apuntamos al inicio, Rafael Soler recurre a la ironía para contrapesar la seriedad de sus temas, entre los que destaca la decadencia del modelo tradicional de familia, el fin de la vieja sociedad patriarcal, la soledad hiperconectada del ciudadano contemporáneo o la muerte de los seres queridos.

 

El lenguaje secreto de las lenguas desahuciadas

La obra de Rafael Soler indaga en ese lenguaje secreto que no se alcanza a pronunciar con la «lengua» eficiente y bien planchada de todos los días. De la lengua desahuciada, parece decirnos, nacerá un lenguaje más verdadero, capaz de comunicar mejor la experiencia esencial de la vida. Pero no es tarea sencilla. Se trata de elaborar un lenguaje que cuestione la propia lengua que lo emite, un lenguaje puesto al servicio de un acto alternativo de comunicación antes que al servicio de un discurso oficial, dominante, en el que no cree el autor. La poesía de Rafael Soler, emparentada estilísticamente con la del peruano César Vallejo, hace aflorar ese lenguaje secreto nada convencional, un lenguaje que se caracteriza por la ausencia de signos de puntuación, las imágenes visionarias de corte surrealista, la combinación fluida de los niveles culto, coloquial y vulgar de la lengua, las faltas de ortografía intencionadas o la ruptura drástica con la métrica tradicional. Pero no se limita a eso sino que cuestiona la función principal de la poesía, ya que deja a un lado las funciones estética y expresiva para centrarse en la apelación al lector. Porque ese es el objetivo principal de la poesía de Rafael Soler: conectar urgentemente con el Otro, comunicar lo incomunicable sin convenciones ni falsas retóricas. El mensaje es la propia vida.

Se produce entonces la paradoja de que las palabras que representan conceptos deben dejan de hacerlo para convertirse en actos comunicativos inmediatos, a veces irracionales, que conectan al poeta y al lector: órdenes, notas, advertencias, observaciones. Este es uno de los rasgos más personales del estilo de Rafael Soler, que puede apreciarse en títulos de poemas de distintas épocas como «Toma buena nota, y calla», «Dime qué te debo, y por qué tanto», «Las flores dentro por el calor», «Para que nadie olvide el tamaño de su miedo», «No me tires del pelo, por favor», «Para un acto final sin veredicto», «Te doy mi palabra» y muchos otros, textos en los que prevalece la intención exhortativa sobre cualquier otra. La voz del poeta no descansa en las convenciones sino que corre directamente hacia un «Tú» al que apela, al que obliga a responder. Según los casos, ese «Tú» puede ser un personaje ficticio, el lector o el propio poeta, en una suerte de desdoblamiento dialógico del que somos testigos los lectores. Y así hasta su último libro publicado, la antología poética Leer después de quemar, donde vuelve a apelar al lector para pedirle algo que el pobre lector no puede concederle: no leer su libro sino las cenizas de su libro. De nuevo Rafael Soler: comunicar lo incomunicable, leer lo ilegible.

Las palabras, enfrentadas al vacío de la incomunicación, adquieren la dimensión de un acto vital. Las palabras entonces se vuelven actitud. La literatura se pone al nivel de la vida, identificándose la una con la otra. No se trata de capturar la vida ni de imitarla sino, en la medida de lo posible, de trasladarla al papel, por eso la oralidad es un recurso habitual de su poesía. La lengua oral no pone puntos ni comas, no mide bien la distancia entre los interlocutores y posee la respiración rítmica de lo urgente, de lo que ha de ser dicho, aunque nadie lo entienda, con sorprendentes asociaciones de imágenes en un contexto urbano y cotidiano del tipo: «Y qué buscas tú pelma insolente / hablándonos de aquel que conociste / y era alto de nómina», «A buen precio el medio kilo de honesta zanahoria / su huella ignominiosa dejando en los baberos / la renuncia de sabores cumplidos con la edad» o «dijo el cocodrilo perdón un incidente / dije el incidente un accidente / dijo la cuneta bienvenido hermano», por citar solo algunos ejemplos. Sus poemas tienen algo de fragmentos de una conversación interminable y dejan la huella de una emoción nítida, potente, imán de todos los fragmentos. Ese es su mayor logro: ese «lenguaje secreto de las lenguas desahuciadas» que oye Rafael Soler y traslada tal cual, al papel, para nosotros, palabras que no pueden explicarse con palabras. No en vano habla así, en una entrevista del 12 de enero de 2017, de su quehacer poético: «Sé que un poema está bien si siento que me lo dictan», asegura, pues «el poeta es un simple “recogedor” de algunos destellos, de pequeños relámpagos que llegan a veces… y poco más».

 

Fulgor

Sucede a veces que dos personas se encuentran y comparten un momento decisivo de sus vidas. Incapaces de entenderse con palabras, se comunican entre sí de un modo especial y primario, atendiendo a la definición del verbo «comunicar» en su primera acepción del diccionario de la RAE: «Hacer a otro partícipe de lo que uno tiene». Sucede a veces, entonces, que dos desconocidos se hacen partícipes mutuamente de lo que tienen, de lo que son. Se comparten. La obra de Rafael Soler busca ese grado cero de la comunicación que consiste antes en compartir una experiencia vital que en trasmitir un mensaje determinado. De ahí uno de sus lemas: «Una derrota compartida es siempre la mitad de una victoria», incluido en Ácido almíbar, donde podemos sustituir «compartida» por «comunicada» y tenemos ya otra de las claves de su literatura: comunicar la derrota nos hace mejores.

De este planteamiento estético surge la noción de «fulgor» en Rafael Soler, una suerte de acto comunicativo esencial, de acto compartido, entre dos seres. Intenso, efímero, urgente. Un fulgor sin trascendencia del que sabe bien el propio poeta cuando dice: «No dejarás en nada huella / ni quedará tu voz entre las ramas», o cuando asume la fugacidad como única verdad indiscutible: «Sé fugaz / y coge entre tus manos cuanto estalla […] luciendo con orgullo cada herida / pues siempre vivir te costará la vida», ambos textos de Las cartas que debía. Esta búsqueda de fulgor (brillo, resplandor, llama) recorre toda su obra poética, desde aquella «sonata urgente» que acompañaba al título de su primer poemario, Los sitios interiores, hasta el último, Leer después de quemar, del que Xavier Oquendo Troncoso afirma en su contracubierta que «el oficio del poeta es hacer, con las palabras, el fuego y luego volver a las cenizas». Pero el fulgor también aparece en su obra narrativa, caracterizada por relatos cortos y novelas cuya trama se desarrollan en apenas unos días, como en El grito, El corazón del lobo o muy especialmente en El último gin-tonic: cuatro días de diario (lunes, martes, miércoles, jueves) cuyas iniciales (L, M, M, J) coinciden misteriosamente con las de los cuatro personajes de tintes evangelistas (Lucas, Marcos, Mateo, Juan), cuatro días que bastan para acabar con la hegemonía patriarcal de los Casares, cenizas para el Fénix de una nueva vida en llamas.

El compromiso de Rafael Soler con la vida le impide coquetear con la idea de trascendencia: todo es ahora, parece repetir por todas partes, el infinito es un asunto urgente que hay que abordar ahora mismo con las «prisas / para bibir contigo» de Los sitios interiores. De ahí que los protagonistas de sus novelas sientan «el pellizco oscuro de la soledad o del deseo […] y se pierdan en una jungla instantánea y violenta» (El grito) o les toque en suerte «una vejiga inoportuna y díscola, incapaz de contenerse en los momentos clave» (El corazón del lobo), por no entrar en la multiplicidad de deseos sensuales y sexuales que llenan de urgencia las páginas de sus libros. Los impulsos físicos, en este sentido, se revelan como signos que hay que atender en el marco de esa comunicación verdadera, un punto irracional, que propone Rafael Soler. Es aquí donde cobra sentido la presencia de lo animal en su obra, como veremos a continuación. Basta echar un vistazo al conjunto: el joven Teodoro de El grito es un Tarzán sobreviviendo semidesnudo en la jungla de la ciudad, el corazón de Alberto es el de un lobo asustado en El corazón del lobo, Torba es un caballo en busca de libertad en El sueño de Torba, los elefantes patagónicos marinos de El último gin-tonic se matan a dentelladas tras quitarle la hembra al inocente pingüino, las curvas cocodrilo de No eres nadie hasta que te disparan acaban con la vida de Abel, todo registrado en el canto fúnebre de un grillo.

A esta comunicación total, verbal y no verbal, que propone Rafael Soler en busca de ese fulgor efímero que es la vida, hay que añadir otras formas. Empecemos por el lenguaje corporal de los personajes, que en El último gin-tonic cobra mucha importancia en los detalles menores, como la partida de póker de Marcos y Begoña, pero también en elementos centrales de la narración como el nombre que recibe el bar de encuentro familiar, Los Abrazos, símbolo de esa comunicación no verbal. Otras formas de comunicación en Rafael Soler son los artículos de lujo, a menudo ofrecimientos de amor, que aparecen en sus textos: objetos exclusivos de carácter mágico que abren su literatura a un mundo exquisito de olores, sabores y texturas. Recordemos, por citar solo un ejemplo, esos versos ya célebres de No eres nadie hasta que te disparan: «Acéptame cartier niña swaroski te decía / escombro y jaramago salobre silicona / […] pon en mi boca / tu lengua salgari adelantada / […] tengo a los tártaros abajo / y un lírico gourmet aguarda en mi cocina». Este gusto por lo sensorial hay que enmarcarlo en esa necesidad urgente de compartir, de comunicar, que conecta, como hemos estado diciendo, con lo instintivo y animal. Cabe señalar, en este sentido, la original estética que plantea Rafael Soler, combinando elementos del mundo salvaje con elementos propios de un mundo refinado. Se trata de un tratamiento irónico del ser humano, que posee la sofisticación de la cultura pero se ve arrastrado a menudo por sus instintos más primarios. Esta dialéctica entre lo racional y lo irracional, resuelta en ironía, está en la base de su planteamiento estético.

No podemos olvidar, por último, la omnipresencia del alcohol y de su campo semántico (bebidas, licores, copas, brindis, barras de bar) como símbolo de esa búsqueda de comunicación total que es la literatura de Rafael Soler. A lo largo de toda su obra, desde El grito hasta El último gin-tonic, el alcohol va adquiriendo matices positivos, hasta convertirse en un canalizador privilegiado para salvar el escollo de la incomunicación: sangre divina compartida, cáliz de la eterna juventud capaz de redimirnos de los años y de la soledad. La conversión de un simple motivo en símbolo implica su recurrencia. En el caso del alcohol, apreciamos un recorrido que va desde el primer brindis de Teodoro y Carmen en la Nochevieja de El grito, donde asoma la inquietante figura del padre alcohólico de Teodoro, hasta el brindis familiar de El último gin-tonic en el bar Los Abrazos, una vez que el alcohol se ha erigido en poción mágica redentora, pasando por decenas de botellas descorchadas, por la «Cata apresurada de Silvia Eliade» en Maneras de volver y la certeza de que «en vaso ancho y mucho hielo / cualquier licor pierde la vida / por verte aparecer» en Ácido almíbar, por citar solo algunos ejemplos. Comunión, celebración. Compartir una copa es, de algún modo, comunicarle al Otro el fulgor secreto de nuestra vida.

 

Poder

La oposición victoria-derrota es recurrente en la obra de Rafael Soler desde sus primeros textos. Aparece, como hemos visto, en luchas de poder entre distintos tipos de parejas (hombre-mujer, padre-hijo, hermano mayor-hermano menor) que se resuelven, finalmente, apelando al valor positivo que adquiere siempre la derrota compartida, el fracaso comunicado, como fuente de dignidad y de sabiduría: «No pierdas la costumbre / de ser el primero en las derrotas / que aguardan tu paso con un ramo / […] / perder con empeño a pierna suelta / perder cabal seguro amargo / perder hasta la vida con sus moscas», dice en Las cartas que debía. Se trata de perder para ganar, por lo tanto.

La derrota abre toda una red de relaciones humanas verdaderas, más allá del orgullo y de los intereses individuales, que permanece oculta para los vencedores. Y es que la victoria, en la obra de Rafael Soler, implica posesión, egoísmo, falsedad, incomunicación. No es raro, por tanto, que la muerte del padre en El último gin-tonic desencadene una sucesión de derrotas: Lucas pierde a María, Marcos pierde al póker, Mateo pierde un ojo, Juan pierde a Paola. Estas derrotas implican un cambio de perspectiva liberador, simbolizado en la tercera parte de la novela, «Aquí nadie tiene a nadie», y con final redondo en la cuarta, «Póker de ases». El abandono se torna libertad, la seguridad económica se transforma en espíritu aventurero, la incomunicación se salva con abrazos, la mentira deja paso a la verdad. Ejemplo de todo esto es el caso de Lucas Casares, que renuncia a las palabras convencionales de un correo electrónico para tomar un vuelo a puerto Madryn, un vuelo que reúna a Lucas Casares y a Diego Wiekmann, «periféricos e iguales». Este gesto representa muy bien la actitud literaria de Rafael Soler: un gesto vale más que mil correos. Pero el destino le tiene reservada una última trampa a Lucas Casares, que no encontrará a Diego porque, ese mismo día, este ha cogido un avión en dirección contraria. Y algo similar sucede entre Juan y Paola, que no se encuentran en el edificio del que sale Paola porque, recordemos, Juan decide subir por las escaleras mientras ella baja en ascensor. Ignorantes y deseosos, de algún modo y pese a todo, se han comunicado ante nosotros, atentos lectores.

En una obra profundamente vitalista, la idea de la perder la vida acude como un fantasma a desvelarnos. La todopoderosa muerte, en este sentido, aparece como la gran derrota del ser humano, el hachazo homicida que iguala a todos, ricos y pobres, vencedores y vencidos. La gran igualadora, la muerte, representa el poder absoluto. Y la ausencia de Dios, a quien se dirigen monólogos despechados en muchos poemas, supone una variante más de la incomunicación que asedia al hombre. Hemos visto que, como prueba de su poder, la muerte se lleva al padre y a los niños (David en El grito y Bosco en El último gin-tonic) mientras deja vivos y solos a los protagonistas para que así tomen conciencia plena de su condición mortal. Nadie puede vencer a la muerte y esa certeza tiñe la obra de Rafael Soler de un tono existencial que se reviste, a menudo, de magistral ironía. Buen ejemplo de esta ironía es la coincidencia de que el féretro de don Moisés Casares y el de Cara Gato terminen juntos en el mismo tanatorio, el mismo día y a la misma hora, «a la distancia de un suspiro», que dirá el narrador de El último gin-tonic. Azares del destino, desencuentros compartidos, coincidencias inesperadas, estructuras narrativas que dotan de nuevos significados a los hechos narrados y poetizados.

 

Pero es preciso indagar

La comunicación verbal humana es incapaz de expresar la esencia de la vida, decíamos al principio. Pero hay que seguir intentándolo: comunicarse con el Otro, con los otros, aunque no nos respondan o no existan. Comunicar, compartir.

Hemos visto cómo el autor desciende, desde la superficie de las palabras convencionales, llenas de intereses mezquinos y malentendidos y falsedades, al grado cero de la comunicación, al propio cuerpo. En unos versos bellísimos, con los que cierra tanto su libro No eres nadie hasta que te disparan como la antología Leer después de quemar, el poeta repite una consigna: «es preciso indagar / es preciso indagar // solo así da su fruto / el vientre estéril de lo eterno». El acto creador es comparado con el acto reproductor, equiparándose así la actividad intelectual con la actividad física, biológica, en un lugar tan significativo, desde un punto de vista del análisis estructural, como son las últimas líneas de un libro. El mensaje siempre es la vida, a pesar del misterio de su origen, su fulgor y su trabalenguas, o precisamente por ese mismo misterio.

La escritura de Rafael Soler dispara, pide, grita, llama, busca donde otros no se atreven a entrar. Por eso es uno de los grandes de nuestra literatura. La indagación en lo desconocido precisa de esta actitud insobornable.