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Configurar sentido descendente

Descrédito de la política

5 de abril de 2024 12:33:33 CEST

Queridos niños, de David Trueba, podría leerse como la exégesis de lo que nunca debiera ser la política. Podría ser perfectamente una comedia amarga de las de Billy Wilder, tan querido por su autor, (estoy pensando, por ejemplo, en El apartamento), en la que bajo un tono amable, incluso decididamente humorístico en ocasiones, se esconde el desconsuelo o la pesadumbre por una vida triste y fracasada. En la novela de Trueba, ocultas tras un manto de aparente ligereza o frivolidad, las vidas de todos los protagonistas son profundamente grises y desgraciadas, aunque parezca que el mundo de los poderosos en el que se mueven pudiera un día hacer el milagro de redimirlas y convertirlas en algo mejor, en algo que tal vez las alejara de la villanía y miseria moral en que están instaladas y las acercara a posturas nobles o, al menos, simplemente decorosas.

Queridos niños (que es como el protagonista llama a los electores) trata sobre la campaña electoral en la que participa Amelia, una catedrática de universidad candidata a la presidencia del gobierno por un partido conservador (al que el narrador llama Los Cuervos y al que no es difícil imaginar como el Partido Popular), en la que recorre toda España pidiendo el voto junto con un pequeño equipo de personas que trabaja para ella: su mano derecha, Carlota, una antigua alumna suya muy ambiciosa; la venezolana Tania, que bajo una apariencia de mujer dulce encubre una personalidad falaz;  Albert,  conocido como “Arroba”, que se encarga de las redes sociales; y, sobre todo, Basilio, el gran personaje de la novela junto con Amelia, a quien el partido ha contratado para que le escriba los discursos y que hace en el libro las veces de narrador. Basilio es un cínico y un amoral, al que sólo al final de la novela podremos tratar (sin demasiado éxito) de comprender y perdonar. Basilio representa lo peor de la política y sus frases son, una página sí y otra también, abyectas y demoledoras: “ese empeño de construir las campañas con gente de fuera de la casa se debe a que no se fían ni ellos de su cuadrilla propia, porque sólo saben relacionarse a cuchilladas”; y añade, para que no haya dudas: “Todos dentro de los partidos quieren escalar, es un microclima criminal”. Conoce muy bien la política: “en política quien te protege te domina”; “te nombran, lo aceptas y cuando llegas a saber lo que necesitas saber, ya no estás en el cargo”; o “sin poder un partido se vacía de fondos y por tanto de motivo”, ya que “esa máquina de crear empleos para los cercanos si no funciona a pleno gas machaca al líder, por culpable y responsable máximo del lucro cesante”. Basilio no cree que la política corrompa a la gente, sino que sucede al revés: “es la gente corrupta la que encuentra en la política un campo por explotar y les atrae ese sector para progresar en su maldad”. Su cinismo sobrecoge y encoleriza: “Los fieles a las esencias de los partidos son sus votantes, no sus integrantes”, pues una cosa es “pedir el voto por unos motivos y otra muy distinta convertir esos motivos en tu pensamiento íntimo”; y cuando van a visitar en Alicante unas casas afectadas por aluminosis, tras decir Amelia unas “frases hechas y topicazos sobre la solidaridad”, afirma que “nuestro plan de gobierno más bien consistía en dejar tirada a esa gente, en apostar por algo más fotogénico”. Es un cínico de manual cuando ironiza sobre los discursos que le escribe a la candidata (“mierdas que enlacé con anécdotas inventadas y fraseología de graderío”), cuando finge preocupación por el futuro de su hijo, cuando escribe en el colmo de la deslealtad una reseña, que firma otro en su lugar, contra la autobiografía que acaba de publicar la propia Amelia, o cuando pone en labios de uno de los líderes de Los Cuervos estas tristísimas palabras: “la izquierda es necesaria en el poder en momentos puntuales. La reconversión, la crisis, la protesta necesitan de su gobierno para ser aplacadas. El resto del tiempo, España es un país conservador y de orden, orgulloso de su hogareña paz callada. Si perdemos las elecciones es por culpa nuestra o porque alguien en la izquierda es tan inteligente que se convierte en una derecha más pragmática. Hay que ser burros para no aprovechar la ventaja que nos concede este país”. Y es desolador cuando afirma que “todas las personas que se dedican a la política lo hacen porque hay un vacío en su vida”; que no se elige a los inteligentes, sino que “para ganar las elecciones tienes que parecer un poco tonto”; o que los mayores de su partido habían robado tanto que “no les dejaban un frente por corromper a las juventudes que llegaban sedientas de su propia oportunidad”. Todo muy triste.

Tan triste como las opiniones de Basilio sobre la vida: “considero la bondad un signo de cobardía, como la buena educación, la gente es así para que no le partan la cara”; “los buenos sentimientos son una impostura”; o cuando, al recordar a sus padres, dice que aprendió de ellos que “para ser una buena pareja es necesario ser algo necio y primario”. La norma de su vida es ésta: “Nada es sagrado, tienes que amenazar para que no te amedrenten y hay que humillar para que te dejen avanzar”. Pero el personaje de Basilio está tan extraordinariamente bien construido que consigue que el lector se sienta atraído por él, por canalla y amoral, y que a la vez le odie por las mismas razones.

Amelia, la candidata (turolense por más señas, de un pueblo entre Lechago y Navarrete del Río), tiene un corazón más limpio, pero sabe muy bien en qué lodazal se mete y qué barrizales pisa. Tampoco es inocente, y acepta muchas de las marrullerías que le proponen para tratar de desacreditar o apartar del camino a sus rivales. Como dice Basilio, la campaña consiste en hacerse malos: “entra una doncella y sale una bruja”. Y es que, en realidad, en la novela no hay ningún sentimiento noble ni un solo personaje que pudiéramos salvar de la quema: policías que redactan informes falsos, políticos que inventan historias sólo para conmover al electorado, asesores que crean cuentas falsas en las redes para lanzar encuestas manipuladas, especialistas en desactivar escándalos a través de negocios de “defensa reputacional y lavado de imagen”… Lo que ocurre es que la trama está tan bien urdida, los personajes son tan fieramente humanos, que al final, como se dice en el libro, todos los políticos acaban siendo como un edificio feo al que cuando pasan los años le tomas cariño. Uno sólo desea que la política de verdad no llegue a ser nunca como la que refleja esta gran novela de David Trueba, que te atrapa y te engulle desde la primera página, esa en que la precampaña arranca en el Gran Hotel de Zaragoza.

 

David Trueba, Queridos niños, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Luis Melero

¿Hacia un mundo sin pensamiento crítico?

5 de abril de 2024 09:33:33 CEST

Prohibido aprender es un libro tan real que parece de ficción. Traza un recorrido desolador por las ocho leyes generales de Educación que ha sufrido (sí, este es el verbo adecuado) este país, pero no se trata de un ensayo aburrido ni de una enumeración de despropósitos, sino de la narración irónica y muy bien documentada del desmantelamiento del sistema educativo en aras de una modernidad que ya era antigua mucho antes de convertirse en ley.

Desde la LOGSE, nos explica Andreu Navarra se han ido sucediendo leyes educativas cada vez más alejadas de las aulas, y además dictadas desde despachos en los que ha primado, frente a la pedagogía, un utilitarismo mercantil que ha tergiversado el verdadero significado de la palabra competencia (pericia, nos recuerda el autor) hasta convertirla en la palabra clave de una jerga religiosa que pertenece al campo semántico de los buhoneros neoeducativos y sus moralinas sensoafectivas.

Prohibido aprender es también la crónica del escepticismo de los profesores y de los alumnos,  y una novela del desencanto,  y la descripción de una distopía tan tangible y tan cercana que asusta. Podría leerse como la precuela, esa palabra tan de moda, de un mundo similar al descrito en Farenheit 451, 1984,  o en El cuento de la criada, un mundo sin pensamiento crítico, sin capacidad de análisis, sin posibilidad de salvación ante el tsunami de datos con que el Gran Hermano nos bombardea a diario.

Pensar se convertirá en un acto revolucionario, el único posible. Como nos explica el autor, hemos dejado que la cultura se asocie al elitismo, que se nos convenza de que escribir bien no es democrático, pero al mismo tiempo,  quien quiera formarse deberá pagarse su formación al margen de la escuela pública, cerrando así un círculo vicioso: nos han convencido de que el conocimiento es solo un adorno de las clases altas para llegar a la realidad de que así lo sea. Solo quien pueda pagar el conocimiento podrá acceder a él. 

Se llega a la paradoja de que en un mundo sobrecargado de información hasta convertirse en un vertedero digital, no dotaremos a nuestros alumnos de la herramienta indispensable para abrirse paso entre la inmundicia: el pensamiento crítico. A cambio, podrán jugar con la basura, controlar sus emociones ante su aparición, pero no discernirán qué pueden aprovechar de todo lo que les llega a través de mil canales distintos. Tendrán barcos, pero no sabrán navegar. Ante la ola de la desinformación, boquearán ahogados por material que ni saben comprender ni podrán asimilar.

Sin saber comprender un texto, es imposible que luego puedan aprender a esquivar los anzuelos que se les tienden no solo en las redes sociales (el mundo es más que esto), sino también en la publicidad, en los contratos de trabajo, en la retórica que ya no sabrán qué es, en la propaganda pura y dura.  Y no sabrán qué son los daños colaterales de una guerra o una crisis, los reajustes de personal, el oxímoron de las guerras humanitarias… los eufemismos que nos rodean como una red de la que no sabremos salir. Por seguir con las metáforas marítimas, nuestros alumnos no sabrán dudar, creerán que la vida es un mar de certezas.

El problema es que habrá otros que no solo sabrán tender trampas sino que se han adueñado de un saber que era común y además, gratuito. Hemos dejado que otros nos digan que aprender menos es saber más. Y les hemos dado el poder de hablar bien, de escribir bien, de convencer, o sea, de manipular.

Como nos dice el autor, el verdadero problema es que no se está dando clase. Mientras la burocracia no deja de crecer y en las aulas prima la gamificación como si fuera la única opción posible, los profesores han dejado de creer en que las leyes traerán una solución, más bien al contrario. Con su retórica hueca y su léxico entusiasta, cada ley que abogaba por la inclusión y la atención a la diversidad ha ocultado que sin financiación, sin bajar el número de alumnos por profesor y sin formación, nada es posible. Sin fondos y sin interés por crear material pedagógico que se ajuste a la realidad, las leyes fracasan.

Apunta también el autor a los posibles intereses privados que acechan a la escuela pública, y a la falta de confianza en el profesorado como si ya solo fuera necesaria una pantalla para conseguir lo que un docente apenas puede conseguir. La desprofesorización a cambio de las supuestas ventajas de lo digital. Ya en el año 2000 Álvaro Marchesi alertaba contra la introducción de juegos de marcianos en el sistema educativo. De un modo parecido escribía que la inmersión digital no podía consistir en el mismo libro de texto pero en CD-ROM. Esto es exactamente lo que está pasando pero con herramientas mucho más sofisticadas.

No hay que discutir si se pone en el centro al alumno o al profesor, sino a la educación, que debería estar por encima de cualquier disensión política. Pero no es así, como nos recuerda a lo largo de todo el ensayo Andreu Navarra: la cultura se asocia al elitismo, la ignorancia se fabrica, y la oposición o el sentido común se consideran propios de reaccionarios.  Así, todo el que se oponía a Marchesi era tachado de conservador.

Adónde vamos, se pregunta el autor al final, al mismo tiempo que se espanta de que las familias no reaccionen ante la falta de pensamiento crítico de los alumnos.

El aprendizaje será algo clandestino. Volveremos a aprendernos los libros de memoria para que no se pierdan, crearemos sociedades secretas, trataremos de luchar contra un sistema que fomenta centros de día para los jóvenes, con tal de que no estén sin trabajo y en la calle…o quizá dejaremos de hablar de distopías y utopías, y trabajaremos para revertir la frase final del ensayo: “hemos prohibido enseñar y aprender para poner en venta el futuro de nuestra juventud”.

Hasta ese momento, conviene leer este libro que muestra una realidad que parece ficción, esta crónica del desencanto escrita por un profesor que sabe de lo que habla, una cualidad cada vez menos común en estos tiempos extraños.-

 

Andreu Navarra, Prohibido aprender. Un recorrido por las leyes de educación de la democracia, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pilar Galán

Una novela excepcional

26 de enero de 2024 10:17:14 CET

Pocas obras dentro de la literatura española contemporánea poseen la singularidad de Nada de Carmen Laforet (1921-2004), ya sea por el aura de misterio que rodea a la autora o por  la excepcionalidad de una novela fulgurante, única, que descuella dentro del panorama narrativo tras la guerra civil. Desde su publicación en 1945 y con el espaldarazo que supuso el Premio Nadal, no ha dejado de publicarse (se explica convenientemente en la “Introducción”, que descarga así al texto de muchas notas a pie de página y agiliza la lectura), a la vez que ha ido aumentado la admiración hacia una novela que forma parte del canon literario moderno. Nada se convirtió muy pronto en un “fenómeno socioliterario”, que arrumbó al resto de la producción novelística de Laforet y que pareció convertir a su autora en la escritora de una sola obra, algo que, como bien se explica en la mencionada “Introducción”, no es tal. Sin embargo, para buena parte de la crítica y numerosos estudiantes de bachillerato, esta novela no es sino un epígrafe más dentro de la narrativa española de posguerra, aunque antes, cuando se leía bastante más que ahora en los cursos preuniversitarios, era una de las lecturas obligatorias, de esas que, como El árbol de la ciencia de Baroja, Las ratas de Delibes o Tiempo de silencio de Martín Santos, había que leer (y sobre todo descubrir y disfrutar). El recuerdo de las ediciones de Cátedra –colección “Letras Hispánicas”, color negro (y tipografía no muy grande)- está también asociado a parte de esas lecturas, a introducciones amplias, documentadas y rigurosas que debían acompañar al texto, convenientemente editado. Esa labor ecdótica, profunda y detallada, es la que vemos en esta nueva edición de Nada, a cargo de José Teruel, quien también ha editado con primor las obras completas de Carmen Martín Gaite en Círculo de Lectores (por cierto, en el número 124 de Turia aparece un extenso estudio en torno a la investigación que la autora de Usos amorosos de la posguerra llevó a cabo sobre los Torán) y a quien se deben unos cuantos estudios esenciales de la literatura española del siglo XX (como los de Luis Cernuda). Su “Introducción” resulta clara y amena, y sitúa a los lectores en el contexto de creación y recepción de la obra, tan importante para entender el porqué de su trascendencia.

Lo que tal vez más pueda sorprender a los lectores que se enfrentan por primera a la novela es el hecho de que la novela en sí posee una estructura lineal sencilla –un curso académico, con tres partes-, de pocas regresiones temporales, y en la que aparentemente a la protagonista no le suceden muchas cosas, sino que es más bien testigo de diversos acontecimientos relacionados con su familia y amistades. Es, por otro lado, y así se ha venido diciendo desde hace tiempo, una novela de aprendizaje, en la que a través de la voz de la narradora-protagonista, Andrea, vamos conociendo a su familia, el piso de la calle Aribau, la universidad y la ciudad de Barcelona en  ese curso de 1939-1940. También es una novela que muestra el “mito de la conciencia desorientada”, las cicatrices de la guerra y se convierte en la obra que representa a una generación, la de esos jóvenes de comienzos de los cuarenta que, en muchos casos, vivieron la guerra sin participación directa, pues eran apenas unos adolescentes. Quizás sea este último aspecto sobre el que más se incide cuando se analiza la novela, ya que se considera fundacional de un tipo de narrativa y representativa de un tiempo y una nueva forma de narrar, que tendrá su continuación en la novelística posterior.

Pero no solo hay que prestar atención al contexto histórico y social en el que transcurre la narración, que es la inmediata posguerra, con todas sus secuelas y heridas abiertas, sino a lo que se cuenta y cómo se hace. La familia de Andrea y el piso de la calle Aribau son sin duda dos de los principales elementos que van jalonando los diversos cuadros e impresiones –muchas de ellas negativas- con los que la protagonista intercala su narración, a modo de retratos que de algún modo anticipan procedimientos narrativos posteriores. Sus dos tíos, Juan y Román, su tutora Angustias, la misteriosa figura de Gloria, la presencia de la abuela y ese niño por el que sufrimos cada vez que aparece o se le menciona, son la familia de Andrea, y de ellos se ofrecen retazos de vida, secretos y miedos. De ellos, posiblemente sea la figura del tío Román la más enigmática y compleja, con muchas sombras e historias detrás de las que vamos obteniendo detalles. Su comportamiento y su aire mujeriego, algo canalla, lo convierten en heredero de la estirpe de personajes masculinos que aparecían en numerosas novelas del XIX. Y por la parte no familiar, la de las amistades y la universidad, sin duda será Ena, la amiga de Andrea, el personaje más importante, aquel que con sus idas y venidas, esté presente en la vida de nuestra protagonista durante ese curso escolar. Los amigos de la universidad, el pelma de Gerardo, el amigo Pons o el ambiente de la Barcelona de 1940 son otros de los elementos narrativos que son presentados a los lectores de un modo a veces fragmentario, con recuerdos e impresiones de ellos a través de sucesivos episodios.

Nada es la novela que, en un estilo nuevo y diferente, muestra de manera clara la deriva y el “desarraigo existencial” de una generación y de una joven que nace a la vida tras la guerra civil. Su familia, venida a menos, rota y desquiciada por momentos, será, junto a la opresiva y oscura casa familiar, una fuerza opresiva sobre Andrea. Tampoco las amistades y el mundo universitario ofrecerán, salvo algunos destellos, claridad y tranquilidad a la protagonista, que deberá ir adaptándose a las circunstancias de la mejor manera posible, aprendiendo a base de decepciones y pequeños fracasos (tal vez el episodio de la fiesta de Pons sea un ejemplo de ello). Esta novela es esencial dentro de la historia de la literatura española contemporánea, no solo por su singularidad y especiales circunstancias (¿qué jóvenes autores son capaces de escribir una obra como esta con poco más de 23 años?) o por todo lo que la ha rodeado y que todavía hoy nos seguimos preguntando. Las historias que se intuyen detrás de lo que se cuenta tienen también su influjo sobre los lectores, pues no menos importante es aquello que se omite y calla en la narración. Quizás en tiempos de zozobra como los que vivimos ahora deberíamos volver a las obras que sustentan nuestra formación literaria y personal, aunque sea para sentir la desazón y angustia de Andrea, esa “chica rara” que protagoniza Nada.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

Carmen Laforet, Nada, edición de José Teruel, Madrid, Cátedra, 2020.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro Moreno Pérez

La verdad criminal de nuestra historia reciente

28 de mayo de 2021 08:46:35 CEST

Entre 1945 y 1946 tuvo lugar en Núremberg el largo proceso que sentó en el banquillo a una veintena de nazis implicados, en diferentes grados, en las matanzas y todo género de delitos de los que fue autor consciente un amplio elenco de alemanes encabezado, entre otros, por Adolf Hitler. En el banquillo se sentaba Hans Frank, abogado, ex ministro del recién derrocado régimen, y responsable, entre otras muchas acciones criminales, del asesinato de tres mil quinientos judíos, ejecutados al borde de una fosa donde se enterraron, amontonados, los cadáveres, en las cercanías de la ciudad entonces polaca conocida como Lwow, Lvov, Lviv o Lemberg. Así como de la deportación de muchos más a los campos de exterminio.

De Lemberg, y de sus proximidades, donde ejerció su letal dominio Frank como gobernador, provenían, y allí habían residido y llevado a cabo parte de sus estudios, Hersch Lauterpacht, catedrático de derecho internacional afincado en Inglaterra; Rafael Lemkin, fiscal y abogado, que ejerció la casi totalidad de su carrera profesional en Estados Unidos; y Leon Buchholz, abuelo por línea materna de Philippe Sands, autor de Calle Este-Oeste, un extraordinario trabajo que destaca por su cuidada y exhaustiva documentación, y por su habilidad narrativa.

Sands (Londres, 1960) es profesor de derecho internacional en el University College de su ciudad natal; y ha jugado un importante papel en los juicios llevados a cabo en el Tribunal de Justicia de la Unión Europea y en la Corte Penal Internacional de La Haya, referidos al más reciente conflicto yugoslavo, al genocidio ruandés, a la invasión de Irak, a Guantánamo, o al dictador chileno Pinochet. Ha escrito ensayos sobre la ilegalidad de la guerra de Irak o el uso de la tortura por parte del gobierno de Bush. Seis años de arduo trabajo, según explica al final de Calle Este-Oeste, le han llevado a elaborar una suerte de quest o de ensayo narrativo que tiene mucho de detectivesco, de thriller, de indagación sobre el horror del siglo XX, lo que facilita su lectura pese al acopio de datos –el listado de las fuentes utilizadas, las notas, los créditos de las más de setenta ilustraciones y mapas, y el índice analítico que acompañan la edición, ocupan casi un centenar de páginas.

Además de reproducir una buena parte de los debates internos del juicio de Núremberg –haciendo hincapié en las intervenciones de jueces, fiscales, abogados y de algunos de los acusados (Göring, Ribbentrop, Rosenberg, Speer o el propio Frank, entre otros)-, Sands recoge opiniones y testimonios de descendientes directos de algunos de aquellos personajes. Uno de los más interesantes es el de Niklas Frank, que no sólo abomina de su padre, sino que todavía hoy mira cada día la foto de su cadáver, efectuada instantes después de ser ahorcado en Núremberg: “Para acordarme, para asegurarme de que está muerto” (p. 493).

Pero sin duda hay tres componentes que colman el interés de este trabajo: la biografía y la descripción del quehacer intelectual y político de Lauterpacht y de Lemkin, y la indagación en el pasado familiar del autor, a medida que, tardíamente, lo va descubriendo. Todo ello relacionado con la raíz común en la región de la Galitzia polaca –hoy ucraniana- donde Frank –del que también se nos dan muchos detalles de su vida personal, militar y política- ejerció un poder destructivo. Lauterpacht y Lemkin, con sus seguidores en el campo de las ideas referentes a la aplicación de la justicia universal, fueron los “creadores”, respectivamente, del concepto de crímenes contra la humanidad y del de genocidio. Sands no elude cualquier aportación que explique el auge merecido de ambos términos y la importancia de su relevante aplicación en muchas de las acciones y de los análisis ejercidos con posterioridad a la fecha de Núremberg. Un solo ejemplo: la noción de genocidio tiene sus antecedentes en la de “Völkermord” (asesinato de pueblos), que ya formuló el poeta August Graf von Platen en 1831, y Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, cuatro décadas más tarde (p. 253). Lauterpacht y Lemkin enfrentaron ambos conceptos, intentando imponer cada uno la supremacía del suyo, lo que hace que Sands concluya que en buena medida se complementan y revisten la misma vital importancia en la consecución de un mundo más justo.

A esas indagaciones sobre personajes fundamentales en la construcción de nuestro universo judicial contemporáneo, se une, como ya he dicho, el descubrimiento progresivo de unos antecedentes familiares semitas, del que los ascendientes han preferido ocultar los detalles en un intento por superar la marca indeleble grabada en sus vidas. Sands averigua que una buena parte de sus predecesores perecieron víctimas de la Shoah. En cuanto a los que escaparon de ella, han preferido, como su abuelo Leon, adoptar el silencio, en un singular rescate de sí mismos que resulta imposible: “Es solo que hace muchísimo tiempo decidí que esa era una época que no deseaba recordar. No he olvidado. He decidido no recordar” (p. 427), manifiesta el anciano, con delicada sutileza.

Sands ha viajado también a los lugares donde los hechos evocados tuvieron su desarrollo para constatar que, en muchos casos, se ha intentado cubrirlos de un velo que esconde la vergüenza o la ausencia de crítica, si no una ridícula parodia. Así, cuando, de visita en la actual Lviv ucraniana, el autor descubre, cercano a las ruinas de la sinagoga construida a finales del siglo XVI y destruida por los nazis en 1941, un restaurante judío llamado Golden Rose en una ciudad donde no sobrevivió ningún representante de esta nación. Los comensales, a los que observa, cenan ataviados como judíos de la década de los veinte: sombreros negros y toda “la parafernalia asociada a la comunidad judía ortodoxa. Nos quedamos horrorizados [le acompaña su hijo]; era un lugar para que se disfrazaran los turistas, que al entrar cogían las características prendas y sombreros negros de unos colgadores situados justo dentro de la entrada principal. El restaurante ofrecía comida judía tradicional –junto con salchichas de cerdo- en un menú en el que no figuraban los precios. Al final de la comida, el camarero invitaba a los comensales a regatear el precio” (p. 505).

La supuesta comicidad de la interesada parodia no puede ser más ofensiva ni infame.

 

Philippe Sands, Calle Este-Oeste. Sobre los orígenes de “genocidio” y “crímenes contra la humanidad”, traducción de Francisco J. Ramos Mena, Barcelona, Anagrama, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

Circunvalar lo extraño

30 de abril de 2021 14:31:47 CEST

 

Hablaba Szymborska, en su discurso después de la concesión del premio Nobel, de la duda, de la necesidad de dudar para poder entender. Hablaba del no sé como respuesta inherente a la perpetua pregunta del poeta, en este caso. ¿Cómo resolver que no hay base firme, que el tal vez es más cierto que la certeza, que el vuelo se aproxima más a nuestra respiración que el paso?, ¿cuál es la reacción ante la perplejidad o la herida? Voy a responder sin demasiada rotundidad: el silencio. Hablar y callar acaso sean dos marabuntas igualmente violentas. Y esto, este impulso preparatorio para decir o no decir, genera lo extraño. Intuyo que la escritura de Arturo Borra es una escritura perpleja, esto es, hay extrañeza en el afuera y en el adentro, por tanto, la palabra se comporta como esa extraña que intenta ser vestigio y memoria.

 

     Desde lejos (Eolas ediciones, 2020), este inquietante y portentoso libro, nos embadurna de tiempo y de fisuras: el ser que se aleja —de sí y de sus lugares— y la acechanza de un desconcertante vacío: «late en mí / el desfiladero».

     El libro se inicia con dos acertadísimas citas de Simone Weil y René Char, que abren el orificio de dos irrevocables agujas que el poeta henderá en los versos: extranjería e incertidumbre. Estos topos son la lanzadera de las lesiones que se van apelmazando en los versos: la inconsistencia, el miedo, la distante cordura, la suciedad política y social, etc.; y también, cómo no nombrarlo, ese reducto que es el amor desde donde poder visitarse a uno mismo y mantener la dignidad —y la esperanza.

     No hay secciones; la lectura se ofrece en su desbordamiento como una fronda repleta de alegorías o de refuerzos sintácticos desmembrados por la barra interna de muchos de los versos. Así mismo, los poemas encierran en corchetes sus títulos —concisos, esenciales, en su gran mayoría una sola palabra—; visualmente actúan con tal rotundidad que la lectura que a continuación se inicia ya proviene de un cierre, de una extenuación. Cabría insinuar que los signos ortotipográficos son actantes, no solo especifican sino que explican y se comportan como verdaderos nutrientes del contenido.

     Intuyo, nuevamente, que de entre los bellos y perturbables hallazgos que podemos encontrar en la escritura de Arturo Borra está esa atmósfera reconocible e íntima que se ancla al grumo desnudo de la inocencia. ¿Cómo, si no, las incesantes preguntas, la infancia en carne viva —y su expulsión—, el no retorno a nada, la extranjería ubicua o el dolor por aquellos que pierden la vida durante las extenuantes travesías para, paradójicamente, poderla mantener?

     En el magnífico texto introductorio de Alfredo Saldaña se trazan sabiamente las constantes que permanecen en la poesía de Arturo Borra. Repasando alguno de los libros anteriores del poeta, leemos en Para trazar lo imposible: «[...]Hacer del tránsito / una patria oscura» o «Si no nos expusiéramos al viento, ¿cómo podríamos sentirnos acariciados por lo lejano?». El viento, efectivamente —y como también apunta Saldaña—, actuaba como un desfibrilador reactivando la andadura, aun a pesar de la liviandad del paso. En Desde lejos también cruza —el viento— los versos como habitante interno, pero es el vacío o el hueco la gran fosa que detona la palabra. «[...]Para no callar/, escribir la hendidura», nos encontramos en Todo tanto; «Que el vacío se convierta en lugar de lo naciente.», oímos en el primer poema de Desde lejos.

     La palabra, que nombra y vacía, su no lugar y sus ocultos desdoblamientos, ¿acaso puede deambular como un eco sorprendido en donde la sustancia —el es— pueda significarse?; ¿puede retener en su vastedad el preciso hematoma que produce lo extraño? La razón poética (María Zambrano), tal vez condensada en el intento, abre pozos en el pozo, hay en ella un «irse vaciando en el vacío» (Clara Janés).

    No es en balde que Arturo Borra incluya cuatro Poéticas en Desde lejos —hay que tener en cuenta sus ensayos publicados sobre el lenguaje poético y el exilio— y dos Sabidurías. Las primeras articulan, curiosamente, un posicionamiento vital que deja —¿al margen?— la reflexión sobre el lenguaje, de manera que el poeta, sabedor de su impostura pero también de la necesidad de este, la disemina, como si se tratase de perdigones, por todo el libro —así el título de muchos de los poemas: [Idioma], [Lengua muerta], [Palabra desamarrada], etc—. En las Sabidurías, volvemos a lo inicialmente apuntado, la duda: «yo no sé quién sabe qué / qué yo/ quién / decime vos que vas preguntando / sin voz», en la primera; «¿Y quién sabe morir?», en la segunda. Es inevitable entrar en los Libros Sapienciales y leer lo siguiente: «De improviso hemos sido engendrados, | y después de esto seremos como si no hubiéramos sido [...]» (Sabiduría 2,2). La muerte es ese paseante mudo que alumbra nuestro eco y del que no sabemos nada salvo su existencia cierta; así, la desaparición sucede como un desalojo callado. También la oscuridad —esa materia que se revela en el morir— es aliento en los versos de Arturo Borra: «No importa que la penumbra sea: / así se confunden los pasos / que llegan desde lejos / como un ritual de despedida». El poeta bordea el filo de la oquedad en la lengua e incesantemente pregunta, y se pregunta, cómo se regresa, y quién lo hace.

     Pongamos que vuela, la palabra, como el jazmín en noches lentas. Pongamos que, como apuntó Rilke, desemboca en silencio. Arturo Borra, extraño de sí mismo y de su voz, ausculta la naturaleza del ser, disecciona hábilmente las incisiones dolorosas que nos perforan, deambula lejos para comprender que el afuera también convierte la palabra en hueco —«[...]todo barranco es más real / que la cercanía.»—; de lejos delimita magistralmente los cercos de la memoria —lo expulsado que permanece— y, de lejos, da cuenta de los registros perdidos que le instan a reconocerse.

     También desde fuera urde el recuerdo de la infancia —modismos y giros de su tierra natal e imágenes devueltas al ahora—. Con el lenguaje busca la casa en silencio: «un solcito/ un árbol/ otra palabra / que abrazar/ manto verde / para cubrirse del desierto» y en esa distancia reconstruye la mirada: «aprendiendo a mirar / desde lejos». Extrañar lo vivido acaso retumbe como una onda en el agua que agranda su movimiento, pues allá están los sonidos irrompibles que siguen acuciando al rumor del presente (es inevitable recordar aquí aquellos matices consternados del Libro del desasosiego, de Pessoa).

     Esta escritura limada en el vínculo sobrecogedor de la propia imagen, que expone, apabullante y precisa, la carencia de abrigo, se refleja en el lector como si se tratara de un espejo. Solo cabe circunvalar los intensos poemas que nos brinda su autor y, acto seguido, estremecerse y asistir a un ritmo despiadado de lucidez, de belleza y, si acaso, de desazón.

     «¿Y quién no arrastra sus lechos secos, zonas baldías donde depositamos las pérdidas?», nos dice Arturo Borra.

     ¿Quién no lo hace?

 

 

 

                                                    

Arturo Borra, Desde lejos, León, Eolas Ediciones, 2020.

    

     

Escrito en La Torre de Babel Turia por Lola Andrés

 

 

On the wayward ways of this wayward town,

a smile becomes a smirk

Cole Porter

 

 

 

 

 

 

En su libro Escuchar a Bajtin (1986) Iris Zavala rescata el concepto cronotopo, “una conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” (pp.116). Siguiendo al teórico ruso, Zavala pone el acento en el espacio y el tiempo como formas de la realidad del género novelesco, y vuelve sobre las premisas que buscan explicar los enlaces y desligues de los nudos argumentales; la génesis de nuevos cronotopos a partir del principal, y el cambio de posición del lector, quien se convierte en atrevido cartógrafo que traza el mapa de las distintas dimensiones de la historia.

Todo lo anterior nos ofrece una perspectiva desde la cual leer la nueva novela de Óscar Marcano, Los inmateriales (Pre-Textos, 2020). El centro del relato es la historia de Raimundo Lucio, mochilero caraqueño que recala en París, en 1985, luego de fracasar como poeta. Diversas circunstancias le persuaden de no continuar hacia Madrid, abandonar la aventura y permanecer en la capital francesa. Mundo, como le llama su amigo Thierry, trabaja como canguro para sobrevivir; cuida a varios niños, entre ellos a Mirabelle, la pequeña sin habla que trastocará su vida.  Cuando no está trabajando, nuestro protagonista persigue la ciudad de su escritor fetiche, Henry Miller, y, como una suerte de Brassaï caribeño, dispara su Pentax mientras explora con idéntica paciencia e interés la misma fila de cafés, cabarets y cines retratada por el neoyorquino. El flâneur pasea sin rumbo por la ciudad y la hace discurso en las conversaciones con los distintos personajes que marcan el tono y tempo de la novela. 

Son inolvidables las largas charlas con Thierry sobre sus experiencias en Venezuela, y muy especialmente sobre Chet Baker y otros miembros del cool-jazz, cuyas interpretaciones, sones y fraseo acompasan la historia, desde el “to be cool” de la relación del francés con Cazuza, hasta las notas del hard bop, cuyas improvisaciones a pleno pulmón, sonidos cálidos y ritmos explosivos, dan cuenta de los cambios vitales de nuestra pareja de amigos. Entre Mundo y el franchute no hay palabra sin respuesta, aunque esa respuesta sea el silencio, un secreto, un gesto de desaprobación o una discusión grupal; como las que se suceden alrededor de la figura de Tricia: “Inquieto, el franchute me patrulla con la vista. Quiere contener mi falta de tacto. No me mires así, lo atajo. Si no lo digo, se me duermen las nalgas” (pp.173).

Mención especial merece la amistad de Raimundo con El Compadre, el virtuoso hidrocálido que estudia guitarra en Le Cim, “una escuela de jazz del Dieciocho” (pp.199).  Con Cuauhtémoc conoce otros aspectos de la vida parisina y disfruta una velada musical a la altura del Birldland, el Blue Note, el Village Vanguard o cualquiera de las catedrales del jazz (pp. 299). 

Como ya hiciera en su primera novela, Puntos de sutura (2007), Óscar Marcano vuelve a sorprendernos en Los inmateriales con una historia en la que el olfato es pieza clave para desentrañar los significados ocultos tras diversos velos. Raimundo reconoce los olores y es su nariz una especie de nocturlabio que prefija el tiempo de vida de una estrella: abundan el recuerdo de Je Reviens, perfume que evoca el olor de su madre y que busca en cada mujer; pero también el barrunto de heces de los clochard, los aromas de aluce, ilice, trilice, pondolo y minolo de la dama de pies romanos; el acre aroma de la entrepierna de la mujer-holograma “que [le] chupó el veneno” (pp. 264), y  el insoportable tufo de Pierrot que tanto excita a la garota

Sobre el privilegio de los sentidos llega el logos, como una memoria de extraños espacios que desde el origen está conectada con aquella exposición “que curó Lyotard en el Pompidou” (pp. 18), indagando sobre cualidades desconocidas de la materia.   Al igual que en la arquitectura donde una obra no se completa sino cuando es habitada, el gran acierto de Los inmateriales es que se construye definitivamente al ser leída. Emulando a  Rayuela, la novela de Marcano es protagonista de sí misma, y puede comprenderse de varias maneras: secuencialmente, capítulo a capítulo, siendo testigos de la transformación de Raimundo y de cómo recupera el centro perdido al volver a Caracas e intentar desentrañar el misterio de la (in)existencia de “Hugo”, ese extraño compatriota que viajó a París en 1907 y conoció “a Modigliani, a Picasso y a Matisse” (pp.493), estudió pintura en la academia de la Grande-Chaumière, y dejó un legajo de memoria fragmentada solo inteligible tras la performance de Perán.

Otra posibilidad es El Manuscrito que Casimir, el brocanteur, lega a Raimundo, y que explica tanto la novela como su contexto interno, gracias a las voces que pueblan El Mogador y el Caves Saint-Gilles, bares en los que nuestro protagonista alterna con interlocutores de paso y habitués. Como en un juego de espejos cuya representación es fiel solo en apariencia, el espacio y tiempo conocido del Saint-Gilles perderá nitidez con los años. Y los errants de El Mogador (el soldado colombiano, Fanny y Julliette, o el converso de Praga) ofrecerán las únicas pistas verosímiles con las que el narrador va trenzando el hilo invisible que une a Raimundo con “Hugo”. Si el pintor  enlaza un objeto de estudio tras otro: la luz, el color, las texturas; las necesidades del cuerpo y las bondades de los personajes que le rodean en dos “libros” aparentemente incompletos: las cartas y la experiencia del viaje, “con la letra hológrafa sobre el papel traslúcido” (pp.9), y con el “Dios te ama” impreso sobre “el objeto liso, chato, cuadrado, de horrible goma color hueso” (pp.529), el joven arquitecto se detiene en las particularidades de su falta de afecto familiar, las costumbres de la población y un catálogo de ser curiosos y raros. Junto con ello se introducen reflexiones acerca de diversos temas filosóficos, científicos, políticos, que lo conducen al conocimiento de sí mismo y al encuentro con su verdadera identidad, sin subterfugios ni miedos.  

Hemos dicho que Bajtin llama la atención sobre el cambio de posición del lector en la novela. Y tenemos que insistir en que este es precisamente uno de los mayores aciertos de Óscar Marcano en Los inmateriales: la historia que es contada, el cómo se cuenta, pero también la experiencia de su lectura.  Aunque nuestro narrador nos pasee por múltiples escenarios de la arquitectura parisina, por decenas de emociones representadas a través de las piezas de jazz; por fragmentos inolvidables del cine de culto y la literatura; por las teorías psicoanalíticas que explican la vida sexual de los personajes. Aunque exponga los secretos de los Apócrifos y repase parte importante de la historia política y plástica venezolana, nada es definitivo.  Toda la puesta en escena a la que asistimos converge en un engranaje de piezas minúsculas donde se fraguan los cambios más grandes. Tenemos que aventurarnos a experimentar que “el mejor cielo será siempre el del lector”.

Sin ninguna duda, Los inmateriales consagra a Óscar Marcano en la sólida trayectoria que iniciara en 1999 con el volumen de cuentos Lo que François Villon no dijo cuando bebía (publicado después con el título Solo quiero que amanezca -2002-), y que ha crecido exponencialmente con Inecuaciones (1984), Sonata para una avestruz (1988), Cuartel de Invierno (1994) y Puntos de sutura (2007).

 

Óscar Marcano, Los inmateriales, Valencia, Pre-Textos, 2020.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por María Elisa Núñez

Entender el pasado de Teruel

30 de abril de 2021 14:16:44 CEST

“La caballería villana del Teruel bajomedieval” es una monografía que promete exactamente lo que da: un estudio de calidad sobre la élite turolense de Teruel durante los siglos XIII-XV. Maravillosamente documentado, el autor a través de un sólido corpus metodológico aporta una mirada crítica y compleja a la medievalidad turolense, sin que, por ello, se pierda en ningún instante una lectura fluida y asequible tanto para el historiador como para el que se inicia en estos menesteres. Esta fluidez se consigue, en gran medida, gracias a la decisión del autor, Alejandro Ríos Conejero, de establecer capítulos diferenciados que exploran cada uno de los aspectos de la caballería villana. De esta forma, se consigue entender en toda su complejidad tanto el papel como la evolución de este grupo a través del tiempo, gracias a su definición y caracterización en todas las esferas.

La primera pregunta a responder es obvia ¿qué es o quién puede ser parte de la caballería villana? La respuesta se encuentra en el capítulo dos: aquel que, con una propiedad intramuros de la ciudad, pudiera costearse tanto la panoplia militar como una montura. No es extraño ni a nadie sorprende que un caballero sea aquel que tenga un caballo y pueda ir con él a la guerra. Y es que, es precisamente el contexto bélico del siglo XIII, marcado por la expansión de los reinos cristianos sobre la península, lo que tradicionalmente se ha llamado como “reconquista”, el que permite el crecimiento de este grupo. Teruel nace en 1177 como una villa de frontera, y como tal y siguiendo la norma de la época, es favorecida para facilitar la repoblación de este enclave. Pero, los privilegios no sólo se otorgan a la ciudad en sí, sino que habrá un grupo en su seno que saldrá ampliamente favorecido: la caballería, aquella que permita a los monarcas, Alfonso II y Jaime I, no solo defender Teruel sino también atacar a los territorios enemigos.

Pero el papel del caballero no sólo se centra en el ejercicio bélico, sino que también se desarrollará intramuros y en el seno de la política. Pues uno de los privilegios de este grupo fue el acceso y posterior monopolización de los cargos públicos y del concejo turolense. Es así como la caballería villana llega al poder desarrollando a su vez una cultura y una ideología propia que justifica su predominancia. Bien como defensores de la ciudad frente al enemigo común o como intermediarios entre el poder real y la villa, los caballeros controlaron Teruel, enfrentándose, tal y cómo lo narra el capítulo cuarto, y lo ejemplifica el quinto, los unos a los otros. Apasionante es el juego de poder y las dinámicas que allí se tejen que involucran a los apellidos más famosos de aquel entonces, y que, a día de hoy, aún resuenan.

En conclusión, esta obra es sin duda de lectura obligatoria no sólo para los que quieran entender el pasado de Teruel, sino para aquel que sea amante de la Historia, ya que es un ejercicio histórico excelente no sólo por sus tesis, sino por el gran ejercicio de archivo que hay detrás de cada letra escrita.

 

Alejandro Ríos Conejero, La caballería villana del Teruel bajomedieval, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Vanessa Pozo García

La experiencia de la lectura y la intensionalización de la extensión, bajo el amparo de la teoría de los mundos posibles, tal y como destacó el Tomás Albaladejo (y más allá de las relaciones semántico intensionales, sintácticas o estilísticas del texto), encuentran su verdad narrativa en el pacto de ficción, si es que no queremos retrotraernos al asunto de la verosimilitud. Una cuestión compleja, objetivo de la crítica moderna y contemporánea en asuntos de narratología, y con particular peso en Darío Villanueva o José María Pozuelo Yvancos, entre otros, dentro del perímetro nacional. En el fondo no deja de ser la novela una representación y pacto entre los discursos y sus formas simbólicas, analógicas, o mundos generados como modelos posibles que su ficción propone y el lector reconstruye desde su pragmática vital. A veces, aquellos tiempos de la experimentación proponen retos al lector acomodado, aunque sin ocultar el propósito de fondo.  El sueño de Torba gira obsesivamente sobre un asunto y se hace alegoría del mismo. Rafael Soler (1947) lo postula así desde un recogido mundo de personajes (un breve puñado solamente), o vidas que se ofrecen al lector, si bien marcadas por ese actante principal que iremos desvelando en parte. Son unos personajes cualesquiera, sin más, profesores de un instituto de enseñanzas medias (no solo), de mujeres (Berta, Clara, Teresa…) y hombres (Jorge, Jaime, Vicente, José…), profesionales que ejercen su labor en una ciudad desconocida (también en Laxe en la Costa de la Muerte, no elegida al azar precisamente), marítima sin duda. Así asistimos al proceso de la revelación de su contrapunto y encuentro vital. O, si prefieren, a cómo sabemos algo de sus vidas a través de rápidos diálogos (pero sobre todo del secreto imantador, abisal, o eje de la significación), desnudos, donde se transparenta lo esencial para el lector y cuanto Bremond denominó el momento estratégico…o breves ráfagas donde se anuncia la síntesis del propósito del autor, sabiamente velado. En los diálogos de Soler, a veces con los asideros justos, asistimos a los enigmas o quid (debemos estar muy atentos a ellos). Y a través de ellos al ser, al asunto y acción de la novela, sin más, en su fenomenología (pero también en su poesía). Así, sin apenas espacio para la voz del narrador, esos diálogos y juegos, también pequeñas incursiones del mismo, diarios incluidos, surgen rápidas escenas perfiladas con un estilete donde todo se concentra. Y espacio en el que se van revelando circunstancias, hechos, amores o sospechas, enfermedades y pulsiones (atención a esto). O incluso, aunque no sea exacto, dejando espacio para un Rolls en su papel casi de Mcguffin hitchcockiano (aunque luego resulta mucho más relevante de lo esperado), y sin que pueda desvelar nada más allá de cuanto aquí se insinúa (también hay una misteriosa manada de agresivos perros). No se deje engañar el lector o desprecie esos guiños que ejercen de imán o foco de extramuros. Finalmente adquirirán una relevancia clave.

Rafael Soler, muy al hilo de cuanto escribió Michel Butor, postula sus textos con vistas a ser leído. Es decir, escribe con ese afán y más allá de la novela experimental que tanto predicamento tuvo en España, pues su propósito es el de contar historias. Y aunque El sueño de Torba es compleja, literaria, elaborada, no es una novela experimental, si bien el lector se encuentra de bruces con una apuesta narrativa solo apta para paladares exigentes. Y es que, si bien se ajusta a la legibilidad, guarda rastros del virtuosismo demostrativo de aquella mirada.  El poeta y narrador valenciano, ya había hecho incursiones en aquellos otros parajes llenos de espinas y dificultades, tan reclamados en aquel entonces de la transición a la democracia y aledaños. Tiempos de Miguel Espinosa y Julián Ríos, que descolocaron mucho más al lector que el Vargas Llosa de La casa verde. Ahora Rafael Soler ha sabido sortear esos peligros, más bien entonces, pues no debemos olvidar que estamos ante una novela de 1983 y traída de nuevo al ruedo para suerte del lector, pues era inencontrable. Además, y para gozo del lector, ha llegado en una cuidada edición. Se suele olvidar en demasiadas ocasiones ese buen hacer de algunas editoriales, como Olé Libros, y cuya presencia es menor de la debida.

Sin duda Rafael Soler ha ido dando pistas de esa aventura de unos de los protagonistas y de la novela desde ese yo más o menos sugerido siempre donde se transparenta el protagonista. En la última sección asistimos al sentido de todo a través de Jaime Sarduy y un coche que va al agua. De ese agonismo donde la acción apenas existe, o la evolución de sus protagonistas, frente a los matices y la red del sentido, no precisamente optimista, en ese torbellino de aspectos que giran sobre sí mismos. Dick Bogarde, el protagonista de Muerte en Venecia, del “Hortera Visconti” y de esa muerte con grandeza en una tumbona y que el protagonista, tal vez, emula. No se lo quiero desvelar. La novela de Rafael Soler, donde pasan cosas, solo habla en el fondo de una sola. Y lo hace muy poéticamente.

 

 

 

Rafael Soler, El sueño de Torba, Valencia, Olé Libros, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafael Morales Barba

Mortales viajeros

30 de abril de 2021 14:00:20 CEST

 

 

Viajero, ¿quién eres? Te veo proseguir tu camino, sin sarcasmo y sin amor, con tu mirada indescifrable; te veo ahí húmedo y triste, como la sonda que desde los profundos abismos asciende insatisfecha a la luz. ¿Qué has ido a buscar a lo profundo?” Friedrich Nietzsche s allá del bien y del mal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En su primera obra, Todos los gusanos de seda  (Olifante, 2015), Estela Puyuelo transitaba la metamorfosis que impulsa el resurgir a partir de los propios despojos, para liberarnos en las sucesivas “mudas”, descubrir y aprehender como niños la realidad en su belleza y su fealdad. En estos tiempos de quietud impuesta da un paso adelante y se arriesga a embarcarnos en un nuevo viaje desde su poemario Ahora que fuimos náufragos.

La obra se divide en XXV cantos con la siguiente estructura: un poema prologal titulado “A veces es miércoles”, tres partes diferenciadas que componen el cuerpo principal del mismo: La Telemaquia, El regreso y La venganza, y finaliza con un poema-epílogo titulado “Ahora que fuimos náufragos”.

La autora abre ventanas en el poemario a numerosas reflexiones en torno a cuestiones universales de la filosofía. Una de ellas es el viaje como alegoría de la existencia: el fracaso al buscar refugio en la memoria, el regreso a lo irreconocible, la construcción y deconstrucción del yo, la imposibilidad del reconocimiento. En la primera parte, el poema “Las musas en el estado de alarma” nos pone en situación: la voz de las musas creadas por Zeus, en palabras de Píndaro, “para alabar las grandes obras y la completa creación en palabras y música” no existe en las emergencias. La pandemia provocada por el COVID-19 ha puesto patas arriba nuestro mundo provocando un vuelco en la existencia. Este momento de inflexión es el detonante que obliga a emprender un viaje no-viaje hacia las profundidades del ser, para hacerle frente a un mundo hostil que se ha presentado sin anunciarse, de la misma manera que el lector, en “Calíope, es invitado a combatir la incertidumbre, el pánico y la soledad de la página en blanco.

El sujeto que emprende el viaje se retrata en el poema “En suculento festín” envuelto en una contingencia evanescente. No quiere cambiar el mundo, se conforma con sobrevivir en él de forma acrítica. La toma de conciencia de la mortalidad  desvelada en el poema “Héroes” posibilita una meditación sobre la existencia. Las fuerzas vitales del ser humano se abren paso hacia su conciencia y, a través de ella, buscan el modo de expresarse. Vuelta tras vuelta, verso a verso, la poesía coloca la vida en la encrucijada, ahí donde se abre la puerta a los infiernos y acometen las dudas, forzándola a representar un papel heroico a su pesar. En un primer momento, de la mano de Penélope, se encamina hacia el refugio en la memoria, sumergiéndose en la trama rizomática de los recuerdos en los que solo encuentra nostalgia retroutópica o angustia. Allí el tiempo se deforma como los relojes dalinianos. La existencia misma y la conciencia de tener el mobiliario reconocible en su sitio desaparecen de esa cotidianeidad ya difuminada.

Desandada la ruta de la memoria, acomete la vuelta al yo originario. El regreso a esta identidad se construye en el conflicto. El individuo, elevado a la categoría de totalidad suficiente y autónoma, se revela hostil hacia la realidad y los otros. Afincado en ese individualismo irreductible no se reconoce en la realidad, que ha sufrido una alteración trágica, ni en los otros; todo reconocimiento se esfuma. “Y alargar, vacías, / las cuencas de las manos, / para no alcanzar / ni suelo, ni cielo, ni horizonte / que te sitúe / en aquel lugar seguro / donde podías amar / aunque también fuera, / como ahora, / dando tumbos”. Versos que podrían acompañar las lágrimas del prisionero del mito platónico en su vuelta a la caverna, al descubrir que ha perdido toda identificación con el lugar y sus habitantes.

Ante la imposibilidad del retorno a lo mismo es la voz del poema “Laertes” la que no acepta la irreversibilidad de la catástrofe y pone al caminante tras la pista de una nueva senda que transitar, esa que lleva del yo al nosotros y del nosotros al yo: “celebrando el plural / el final de los números primos, / la fiesta de los cuerpos / que se aman, / el nosotros”. Tomar conciencia de que una vida nunca se basta a sí misma, es necesario renunciar al individualismo estéril, descubrir que es imposible ser solo como individuo. El yo se desvela como el nido en el que se incuba la proyección al nosotros entendido no como una suma de individualidades sino como la creación de un espacio nuevo en el que desarrollar una tarea común. Traspasar los umbrales de las prisiones de lo posible[1] que nos impiden imaginar un horizonte utópico a partir del cual moldear este mundo fenoménico en el que aprender y desaprender a vivir juntos. 

Ahora que fuimos náufragos ya conocemos lo que significa perder el rumbo muchas veces, que el destino se extravíe sin remedio: que se haga, otra vez, / sueño. / Y no llegar, leemos en “Itaca”. Es el momento de la rebeldía, vivir no es sobrevivir, es construir un nuevo presente, en palabras de Derrida: “no como un imperativo categórico sino como la forma misma de la experiencia y del deseo irrenunciable”[2]. Conquistar la propia vida; cargar con la verdad insoportable de ser sólo una vida, única e irrepetible, solo podrá soportarlo quien sea capaz de crear. Este reto que Nietzsche impone obliga a ascender de lo más profundo, celebrar la vida, el encuentro, la cotidianeidad, ahí donde poesía y vida se entretejen. Ligado a este planteamiento acaba el poemario con los versos: “Y a los confines del mundo / treparé, / asiéndome a las rocas, /en feliz intento / por lograr la huida”.

 

 

Estela Puyuelo, Ahora que fuimos náufragos, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2021.

 



[1]
                        [1] Garcés, Marina Las prisiones de lo posible. Ed. Bellaterra S.L., Barcelona 2002
 

[2]
                [2] Derrida, Jacques. Entrevista de Catherine Paoletti a Jacques Derrida. Programa “A voix nue” 18 de diciembre de 1998.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alfredo Sánchez

Ander Izagirre o la curiosidad crónica

21 de abril de 2021 08:16:14 CEST

Un escritor no deja de ser un artesano que moldea palabras para crear una obra. El hecho de que su materia prima no sea un objeto tangible no quiere decir que sus creaciones no puedan emocionar a un lector, a una persona que penetra en las entrañas del lenguaje -en este caso- y halla un placer estético semejante al del espectador que contempla la obra de un trabajador manual. Esto es lo que uno hace, con mayor o menor habilidad y desigual fortuna, cuando escribe, por ejemplo, una columna de prensa para un periódico.

Igual que hay buenos artesanos, hay buenos escritores y mejores y sobresalientes. El periodista Ander Izagirre (San Sebastián, 1976), que lleva muchos años publicando crónicas y reportajes, pertenece a esta última categoría. Para comprobarlo, solo hay que acercarse a un libro que publicó hace quince años y que la editorial Libros del K.O. acaba de rescatar ahora: Los sótanos del mundo.

El origen de esta obra está en el viaje que el autor realizó, junto a un grupo de expedicionarios en 2001 que, lejos de ascender las cumbres más altas del planeta, se propuso bucear en las depresiones geográficas de los cinco continentes. Comandados por Josu Iztueta, los viajeros se internan en terrenos sometidos a condiciones climatológicas extremas y, a lo largo de nueve meses, se topan con un sinfín de personajes de lo más variopinto: mineros, militares, maestras, expatriados. Vidas, en general, poco comunes como la del misionero que deja su existencia confortable y se establece en un poblado inhóspito de África.

Los sótanos del mundo es un libro que mezcla la aventura de viajar con la tradición de las regiones exploradas y las vidas -a veces, al límite- de personas anónimas. Hay en estas páginas una rigurosidad escrupulosa al abordar la intrahistoria de cada territorio, gran delicadeza a la hora de entrevistar a sus habitantes y precisión total en el aporte de datos. Estas crónicas trepidantes, perfectamente documentadas y escritas con una maestría compositiva sobresaliente, demuestran que el periodismo bien hecho es una forma excelsa de literatura.

Ander Izagirre ha declarado en más de una ocasión que sus trabajos nacen de manera azarosa: lo mismo de un conflicto civil que de hechos denunciables como la explotación infantil, un tema que estudió en Potosí, su otro gran libro. Pero absolutamente todos tienen un común denominador: la curiosidad. Ella es la que le lleva de un continente a otro a conocer la existencia de diferentes culturas y, lo más importante, a ponerse por un momento en el lugar de los otros. De ahí nace el periodismo más genuino. Y tantas otras pasiones. Porque, ¿qué le queda a una persona que carece de curiosidad?

 

Ander Izagirre, Los sótanos del mundo, Libros del K.O., 2020,

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Íñigo Linage

Una novela inspirada en la generación beat

4 de septiembre de 2020 09:27:26 CEST

El imposible lenguaje de la noche (2020) es la primera novela de Joaquín Fabrellas (Jaén, 1975), autor que hasta la fecha ha publicado una serie de libros de poemas —Estertor en las piedras (2003), Oficio de silencio (2003), Animal de humo (2005), No hay nada que huya (2014), República del aire (2015) y Metal (2017)—, además de la plaquette Clara incertidumbre (2017). A su labor creadora cabe sumar sus aportaciones críticas aparecidas en importantes revistas nacionales e internacionales, a propósito, principalmente, de la poesía contemporánea en lengua española: Juan Antonio Bernier, Francisco Ferrer Lerín, Francisco Gálvez o Manuel Lombardo Duro, entre otros, han suscitado su interés. Asimismo, en la actualidad se desempeña como profesor de Secundaria y Bachillerato en la especialidad de Lengua Castellana y Literatura. Las tres facetas, de uno u otro modo, se vinculan con el lenguaje, un problema recurrente en su literatura que también forma parte, como veremos, de la novela que nos ocupa, avalada por el sello de Chamán Ediciones dentro de su firme apuesta por «publicar textos de calidad literaria que muestren autores conocidos o desconocidos para el público lector», tal como especifica su página web (<https://chamanediciones.es/conocenos/> [26/8/2020]).

La obra se articula a través de un relato de complicada síntesis, compuesto como está de fragmentos que se entrelazan, más o menos directamente, para constituir una trama múltiple. Esta implica de manera concreta a Paul Demut —«miembro de la Generación Beat, cronista de la noche de Nueva York. (1933-1985)» (p. 199)—, cuya identidad constituye una de las claves que la novela encierra. En el interior descubrimos cartas, entrevistas, crónicas y otros documentos que se atienen a una mutua interdependencia y una cierta cohesión que nace, en términos narrativos, de su yuxtaposición de acuerdo con su avance cronológico. A fin de unir estos documentos y llegar a construir una imagen completa del todo, será especialmente importante la colaboración del lector.

A esto último contribuye la organización del conjunto del libro en torno a unas secciones determinadas: tres centrales —«El manuscrito imposible de una noche (1955-1965)», «Vidas salvajes. Halcones de la noche (1965-1975)» y «Enterrad la ceniza (1975-1985)»— a las que se unen un pasaje introductorio de Demut, donde se percibe la voz de un hombre cansado de su propia existencia que se entrega a una «novela que nunca acaba» (p. 16), y una elocuente nota final. Esta concede una lógica sorprendente a la serie de escenas desarrolladas a lo largo de las tres décadas a que aluden los títulos anteriores, propósito semejante al que cumple el primer texto de Demut, y ambos esenciales para el funcionamiento global de la obra.

Así, encontramos información detallada de toda una generación, que es la de Demut, a través de los dichos documentos. Por ejemplo, se hace al lector partícipe del contenido de una carta de Jack Kerouac al propio Demut o de detalles íntimos de Allen Ginsberg. También se reproducen entrevistas a Thelonious Monk, Bill Evans, Dylan Thomas, Lou Reed o Johnny Cash o están presentes, de una u otra forma, Charlie Parker, Lee Krasner, Miles Davis, Andy Warhol o Norma Jean-Marilyn Monroe, pues se explora esta doble vertiente nominal. Numerosos personajes de la realidad histórica se filtran en la novela, donde entrarán en contacto con los enteramente ficticios. Unos y otros refuerzan la cohesión del todo a partir de su aparición en más de un segmento textual, con singularidades como la de que un personaje que vive en un segundo plano una cierta escena puede pasar en otra al primero, como lo revela este título: «3.- Bitches Brew (Hablan las chicas que coincidieron con Antoine esa noche)» (p. 32). Un extracto interesante, además, porque ejemplifica el funcionamiento general de los títulos de los fragmentos, importantes de cara a la orientación del lector: llevan los números correspondientes, consecutivos en cada parte; una denominación, y normalmente un subtítulo.

También merecen atención otros elementos textuales significativos, como son las citas que se insertan en unos lugares específicos: una de Jack Kerouac en el umbral de la primera parte, una de Virgilio en el de la segunda y una de Roland Barthes en el de la tercera, que se encuentran precedidas de una más de Witold Gombrowicz. Las cuatro coadyuvan a suscitar la atmósfera que se busca en la novela, que puede condensarse en la máxima de recrear el ambiente cultural en que se movía la generación beat y todo lo que la rodea, con lo cual debe ponerse el foco en el contexto de Nueva York y la noche, tan característico de esta como de las acciones que se hilvanan en nuestro relato. Por tanto, en consonancia con la cita que se aduce de Barthes —«La modernidad comienza con la búsqueda de una Literatura imposible» (p. 127)—, en El imposible lenguaje de la noche se impone la tarea de explorar vías expresivas que difieran de modelos bien conocidos que ofrece la tradición literaria, como pueden ser las novelas con un narrador omnímodo a la manera decimonónica. Fabrellas persigue una mirada caleidoscópica, incompatible con aprehensiones únicas de la realidad, en la estela de paradigmas como los representados por William Faulkner o John Dos Passos, entre otros.

No extraña, así pues, que la novela se asimile a un mosaico, donde muchos personajes toman la palabra desde unas perspectivas y unos pareceres que se complementan entre sí en la reconstrucción que se lleva a cabo. Conviven, incluso, denominaciones de distinto cariz para idéntico referente, como ocurre con la misma generación beat, cuyos miembros y seguidores son designados en varias ocasiones con el despectivo nombre de beatniks, de amplia difusión durante las décadas en cuestión, como es bien sabido. Y es que no poco tiene El imposible lenguaje de la noche de ensayo, cuyo contenido se orienta hacia una cultura y unos protagonistas que comparten el talento y una infatigable dedicación a las disciplinas en que se consagraron como artistas destacados y figuras de una época, en un ascenso jalonado de no escasos ni leves sufrimientos. De los músicos antes mencionados, baste pensar que Bill Evans murió apenas superados los cincuenta años o Charlie Parker sin haber cumplido los treinta y cinco, con sendas carreras tempranamente interrumpidas. Lo mismo podría decirse de otra personalidad de ese entonces, pues uno de los fragmentos se titula «Escrito en la muerte de Billie Holliday», el cual rezuma frustración y angustia: «La voz más bonita del mundo, eso dijeron de mí, eso dijo Sinatra de esa chiquita de cara afable que iba a comerse el mundo y aquí me tenéis, no puedo ni recordar ninguna canción ahora, ninguna...» (p. 91). Son artistas que alimentan sus ideales frente a la masa social, que la novela muestra atrapada en los patrones que se le imponen e incapaz de disfrutar de una libertad propia.

Se desarrolla en estos términos una historia impregnada de evocaciones culturales: está la literatura, pero también la pintura —con una notable inclinación por el expresionismo abstracto—, el cine o, principalmente, la música. Tendrán lugar, de hecho, en el Port Moresby, un bar y local de conciertos, algunos de los sucesos más agitados de la novela, incluidos significativos incidentes que se concatenarán en interesantes intrigas, con un detective que desempeña un papel importante al respecto. Pasarán allí la noche, en un clima de alcoholismo, drogadicción y prostitución, celebridades de la cultura, sobre todo escritores y músicos, particularmente relacionados con el jazz. Género este en torno al cual, durante toda la novela, se entreteje una tupida red de referencias que evidencian un vasto conocimiento de la materia.

Pero la presencia del jazz resulta fundamental no solo por las alusiones que recibe, sino también, entre otras razones, por una cuestión formal nada desdeñable que lo implica. Y es que los textos iniciales de la primera de las tres partes centrales muestran en nota al pie, nada más comenzar, una recomendación musical que conviene escuchar mientras son leídos, estableciendo así una singular conexión con los receptores del libro. La primera de estas notas nos pone sobre aviso, y las posteriores remitirán a los discos homónimos de los títulos, como el ya mentado «Bitches Brew», o «Kind of Blue», «So What», «In a Silent Way», etc. Al respecto, cabe decir que Fabrellas ha creado una lista de reproducción en la plataforma musical Spotify con las canciones de la novela, muchas alrededor del bebop, que está muy presente en general: <https://open.spotify.com/playlist/4YsrREr7M4sKtYoNmuRjwF?si=Yx3e-ukDT8mykrPoCGXmTQ&fbclid=IwAR2qtnkUm2_rfQGeYHwqpo9OI75dT-0GG0S-0dT9Qs-ljnBW9EHYencPP7A> [26/8/2020].

Es más, ha llegado el escritor a confesarme que la obra se fundamenta, desde el punto de vista constructivo, en la idea de la improvisación, aplicada en la pintura, la literatura o, como me interesa destacar ahora, el jazz. En virtud de esta noción, en el caso presente, se busca una entrega sin restricciones a la escritura, buscando liberar con ella, sobre el blanco del papel, el impulso creativo, lo cual no quiere decir que el autor no establezca con anterioridad, en mayor o menor precisión, lo que se propone, por ejemplo acerca del argumento. De alguna forma, a lo que aspira es a escribir como se vive y a que el pensamiento pueda desatarse en armonía con lo que se escribe. Es una técnica de la que, por ejemplo, se sirvió Kerouac, y que, como he anticipado, se relaciona con el jazz, tanto en el pasado como en la actualidad. Así las cosas, no sorprenderá que Fabrellas también me precise, a propósito de El imposible lenguaje de la noche, una canción relevante en la historia del género musical: Solar. Me señala, en particular, la interpretación que de ella hizo, en compañía de Scott LaFaro y Paul Motian, Bill Evans para el disco Sunday at the Village Vanguard (1961). En esta última, mejor conseguida que otras según su criterio, los sonidos de los instrumentos se suceden en cadena y se reúnen al final, dinámica que no es ajena al armazón estructural de nuestra novela.

Junto a lo anterior, la improvisación, como se puede esperar, tendrá una incidencia decisiva sobre el uso de la lengua. Principalmente, a modo de ecos estéticos de la generación beat, que tienen continuidad aquí a través de una expresión, con frecuencia, cruda, directa y cargada de espontaneidad y dosis de coloquialismo. Coordenadas estas desde las que se hacen abundantes alusiones al sexo, el alcohol o las drogas, en pasajes como el siguiente: «Me lo encontré, me miró con indiferencia, me insultó, me dijo: chulo de mierda, me gritaba que qué hacía por su barrio, como si la ciudad fuese suya, o esa parte infecta de la ciudad, cerca del Port Moresby, yo sabía que ese bar era una tapadera de la pasma, pero Antoine, ni puta idea, no sabía si jugaba a dos bandas, de todas formas, iba a darle una paliza por levantarme a mi zorra, que casi la mata de un chute y no pude sacarle durante unos cuantos días, el muy cabrón, si me empieza a tocar las putas, adónde vamos a llegar» (p. 65). Estos se enlazan con otros más contenidos, sobrios, algunos de especial plasticidad: «La imagen devuelve un plano general de un interior, una ventana que se dobla sobre sí misma. Los dos amantes no saben que estamos hablando de ellos como lo estamos haciendo, están repletos, cansados, medio envueltos en las sábanas. Podrían formar parte de un cuadro barroco, ser un cuadro; la luz pasa por la persiana interior medio recogida, entra a raudales, pero no molesta» (p. 69). No cabe duda, así pues, de la atención por la lengua como componente de relieves, vigor y ritmo propios. Es una realidad tan viva como los personajes, y al igual que ellos alberga muchos matices.

En suma, estamos ante una personal aportación narrativa. En esta se consigue aquilatar la atmósfera que antes mencionaba, y ello se une a ricas evocaciones culturales e históricas y un sugestivo uso de la lengua. Además, entre otras cosas, destacaría la estructura y un valor que solo apunto: las conexiones entre ficción y realidad. Veremos si Joaquín Fabrellas prosigue en el cultivo de la novela, género que se le presenta propicio para articular tramas significativas desde su habitual detenimiento en las cuestiones lingüísticas, que atestiguan su poesía y ahora El imposible lenguaje de la noche.

 

 

Joaquín Fabrellas, El imposible lenguaje de la noche, Albacete, Chamán Ediciones, 2020.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro Mármol Ávila

El hombre que se parecía a Enrique Bunbury

3 de septiembre de 2020 13:28:43 CEST

En su nuevo libro de relatos, Réplica, Miguel Serrano Larraz ensaya los límites de la cotidianidad y la extrañeza, al tiempo que ofrece al lector una suerte de retrato generacional en el que la nostalgia adquiere tintes negativos.

Réplica es un libro ante el que resulta muy difícil permanecer indiferente, en el que el lector se enfrenta a una colección de relatos autónomos, pero no totalmente desconectados entre sí. Su autor, Miguel Serrano Larraz (Zaragoza, 1977), es una de las más firmes apuestas de la editorial Candaya, pues este es ya el tercer título que publica en su catálogo tras el libro de relatos Órbita (2009) y la novela Autopsia (2013, Premio Estado Crítico de Novela 2015). De todas maneras, los editores ya sabían que se trataba de una apuesta segura, pues el nombre de Miguel Serrano llegó a ellos a través de Juan Villoro, y a Villoro a través de Roberto Bolaño, nada menos.

El autor de Réplica ya no es un autor novel o una promesa de la literatura, sino un escritor de larga y contrastada trayectoria, tanto en poesía como en narrativa. A su faceta como escritor hemos de sumar las de filólogo y traductor, si bien estudió también Ciencias Físicas, algo que los lectores pueden rastrear en sus obras. Antes de publicar Autopsia, ya había dado a las prensas otras dos novelas, Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano (Eclipsados, 2008) y la parodia Los hombres que no ataban a las mujeres (1001 ediciones, 2010, firmada con el pseudónimo de Ste Arsson). Además, había publicado tres volúmenes de poesía, Me aburro (Harakiri, 2006), La sección rítmica (Aqua, 2007) e Insultus morbi primus (Lola Ediciones, 2011), y había sido incluido en diferentes antologías de narrativa breve.

Su libro más reciente, Réplica, es una colección de doce relatos de diferente extensión, repartidos en cuatro partes que conforman una estructura bien trabada. La primera parte consta de cinco relatos; la segunda incluye solo uno; y esa misma pauta se repite en la tercera, con cinco relatos, y la cuarta, que cierra el volumen con el relato que da título al conjunto, “Réplica”, aunque en algún momento el autor llegó a plantearse la posibilidad de titular el volumen Bunbury.

El problema de los géneros literarios y la disolución de las fronteras entre los mismos es algo ya inherente a la obra de Miguel Serrano y constituye una de sus marcas de estilo. Réplica es un buen ejemplo y hay en sus páginas un verdadero ejercicio de memoria, más que de nostalgia. Quienes rondamos la cuarentena hemos visto desaparecer un mundo, y no necesariamente tenemos por qué echarlo de menos, pero, desde luego, percibimos que las generaciones posteriores ya no han conocido ese mundo sin ordenadores, sin móviles, sin internet. Lo insólito y lo desconcertante forman parte del relato de ese mundo perdido.

Así, el primer relato da muy bien el tono del conjunto. En “Recalificación”, la enorme sombra de un inminente centro comercial se proyecta sobre la vida del dueño de una ferretería de barrio. En muchas capitales de provincia todavía se recuerda la fusión y reconversión de los antiguos hipermercados, o el momento en que se proyectó el primer gran centro comercial ante la estupefacción y el escepticismo de los vecinos, que pensaban que se trataba de un modelo de negocio que jamás triunfaría en un país como el nuestro.

Los deportes y las competiciones escolares son el tema del segundo relato, “Un tiempo muerto”, en el que, a través del monólogo interior, conocemos los recuerdos de aquellos años de colegio que, poco a poco, se van convirtiendo en un ajuste de cuentas con el pasado por parte de un personaje a quien siempre elegían el último en todas las competiciones escolares y que acabó jugando al baloncesto al ser descartado del equipo de futbito.

Genial resulta la estructura de “Oxitocina”, donde una tragedia familiar queda en off, pero, de alguna manera, accedemos a ella a través de la historia de dos muñecos de trapo: Feldespato y Patológica. Y así podríamos seguir relato a relato, hasta completar la docena, pero es mucho mejor que los lectores se adentren en las páginas de “Central”, “El payaso”, “La disolución”, “La tabla periódica”, “Media res”, “Azrael”, “La frontera”, “Logos” y “Réplica” con la menor información posible.

 La forma en que se trata el tiempo narrativo y la utilización de la primera y la tercera persona son dos de los grandes aciertos de Réplica. Lo veíamos ya en el primer relato, “Recalificación”, pero resulta fundamental para entender otros, como “El payaso”, “La disolución” o “Logos”. De la misma manera, Zaragoza es el escenario de fondo y algunos momentos del año, como la Navidad, aparecen en más de una pieza. Hay un tono de soledad, de fracaso, de un tiempo perdido irremisiblemente que impregna todo el volumen y convierte en extraño incluso el relato más cotidiano. Hay también cierto patetismo, como el del novelista que trata de hacer una parodia y todo el mundo lee su novela en serio, algo que ocurre en el ya mencionado “El payaso”, donde se rompen, no solo los límites de los géneros, sino también los de la ficción y la autoficción.

Los relatos tienen una extensión variable: los diez más breves se reparten entre la primera y la tercera parte, y van desde las cuatro páginas de “La tabla periódica” hasta las dieciocho de “Media res”. Los dos más largos, “La disolución”, de veinticuatro páginas, y “Réplica”, de treinta y nueve, ocupan, respectivamente, la segunda y la cuarta parte. Aunque ya hemos hablado de cómo Miguel Serrano Larraz cruza las fronteras entre géneros literarios, de vez en cuando flirtea de forma nada disimulada con ellos: así, hay un componente central de novela de aprendizaje en el extraño relato de infancia que es “La disolución”; de la misma manera, el relato negro se abre paso en “Media res” y la ciencia‑ficción en “Logos”. Los temas del doble, las apariencias y los parecidos más o menos razonables son muy importantes a lo largo de todo el libro, pero lo más llamativo es, con diferencia, el tratamiento del tiempo y la presentación de las relaciones interpersonales, especialmente cuando se producen entre los miembros de una misma familia.

 En cierto modo, todo ello queda quintaesenciado en “Réplica”, relato que cierra el volumen y le da título. En él, al protagonista lo confunden reiteradamente con diferentes músicos, pero, en una etapa determinada de su vida, lo confundían con Enrique Bunbury, algo que, al residir en Zaragoza en el momento de mayor esplendor de Héroes del silencio, adquiría proporciones de tragedia, o más bien de tragicomedia. Al protagonista de “Réplica” lo podían confundir (si bien en diferentes momentos de su vida) con Bunbury o con Santiago Segura, por mencionar únicamente dos parecidos casi antagónicos. Hay algo en este relato que recuerda, en cierto modo, a Zelig, ese “hombre camaleón” creado por Woody Allen en un falso documental o mockumentary. Y, del alguna manera, también hay algo de falso relato de autoficción en Réplica, un volumen que, sin duda, deparará muchas alegrías tanto a su autor como a sus editores.- JOAQUÍN JUAN PENALVA.

 

 

Miguel Serrano Larraz, Réplica, Avinyonet del Penedès, Candaya, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Joaquín Juan Penalva


Fue Marta González Rivas quien decidió que su nieto iba a ser escritor, y fue ella la que determinó cuáles no iba a ser: “Kafka no, Joyce ni cagando, Tolstoi no seas loco, Sartre ni a palos. ¿Tú conoces esa parte en La gaviota, la del reflejo de la luna en el vidrio roto? Así hay que escribir, como la luna cuando se refleja”, le exigió, y el niño que Rafael Gumucio era escribió como el reflejo de la luna en el vidrio roto hasta que su abuela decidió que carecía de talento para la literatura. “¿Para qué escribir si no vas a ser Proust?”, le dijo.

 

Marta González Rivas nació en Santiago de Chile en 1914 y murió allí en 2009, pero pasó buena parte de su vida en el exilio, la primera vez acompañando a su padre y en la segunda ocasión junto a su marido tras el sangriento golpe de Estado de septiembre de 1973. Quizás sus excentricidades y contradicciones se debieran a una existencia repartida entre Santiago de Chile, París, Constantinopla y Roma, pero también es probable que estuviesen arraigadas en su clase de pertenencia (la “aristocracia chilena”), que siempre consideró cursi y falsa pero a la que nunca abandonó a pesar de tener ideas marxistas. A Marta González Rivas le irritaba la pacatería, pero ella misma podía ser pacata a veces; era partidaria del aborto, del divorcio y la eutanasia pero no llevó a cabo ninguna de las tres cosas. Escribió un libro acerca de la importancia del caso Dreyfus en la obra de Marcel Proust, pero consideraba a la escritura una “huevada” (tontería), y algo “latero” (aburrido). “La gente que escribe se vuelve agria. Te caga el carácter escribir tanto” (190), le dijo una vez a su nieto, promoviendo su vocación literaria sólo para cancelarla con un gesto: “No seas tonto”, déjalo ya de una vez.

 

Éste no lo dejó, por supuesto. Nacido en Santiago de Chile en 1970, Rafael Gumucio es periodista y autor de tres novelas, Memorias prematuras (1999), Comedia nupcial (2002) y La deuda (2009), al igual que de la no ficción reunida en Los platos rotos. Historia personal de Chile (2003 y 2013), Páginas coloniales (2006) y La situación (2010), entre otros libros. Mi abuela, Marta González Rivas (2013) continúa el singular proyecto iniciado por su autor con la publicación Los platos rotos, la historia de una “provincia cagona y muerta de miedo” llamada Chile que se convirtió en un hito por la contundencia con la que su autor echaba por tierra los mitos nacionales, desde La Araucana de Alonso de Ercilla hasta la inmolación de Salvador Allende. Su nuevo libro continúa ese proyecto, pero lo hace de tal manera que las implicaciones de la demolición de la historia chilena conciernan también a su autor y a la profesión que ha escogido.

 

De a ratos testimonio, por momentos carta, a veces diario: Mi abuela, Marta González Rivas narra la historia de una mujer adelantada a su tiempo, una mujer contradictoria, prepotente y manipuladora pero capaz de ser generosa, subyugante y conmovedoramente sincera, una mujer que fue esposa e hija de dos de los políticos más importantes de la historia chilena del siglo XX pero nunca hizo ningún esfuerzo por permanecer a su sombra, que fue amiga de José Donoso (con quien rompió cuando el autor de El lugar sin límites le pidió que conformaran un “matrimonio de conveniencia”), que pintó, estudió teatro y acuñó una docena de frases extraordinarias: “La vida del ser humano limita al norte con su cabeza y al sur con sus pies. Lo demás son países vecinos”, “Por puro miedo a los rotos [pobres], los caballeros se volvieron rotos”, “Pequé mucho, pero ahora no voy a pecar más porque no tengo con quién”.

 

Aunque Marta González Rivas es uno de esos personajes que sólo se pueden definir como “inolvidables”, este no es sólo un libro acerca de la abuela de su autor, sino también sobre un sector minoritario de la clase alta chilena que decidió oponerse activamente a las desigualdades existentes en la “provincia cagona y muerta de miedo” a sabiendas de que esto suponía poner fin a sus privilegios, así como un libro, no exactamente acerca del pasado familiar, sino acerca de cómo ese pasado nos conforma. En ese sentido también es un libro sobre Rafael Gumucio, quien compartió con su abuela el exilio parisino y heredó de ella la necesidad de vivir fuera para poder regresar periódicamente a Chile, la vocación literaria (que su abuela tuvo la generosidad de disuadir para que esa vocación se manifestase en el mejor ámbito en el que puede hacerlo, que es el de la disidencia), la imposibilidad de “separar la historia de la geografía” y la tendencia a “comprender la historia como una anécdota de familia”. “Mi abuela, que había vivido un exilio antes, sabía que el verdadero sentido de esa condena no era separarte de tu territorio sino disgregar tu tribu, acabar con esa fuerza ante todo política: la familia, la pareja, los hijos, la herencia improbable”, escribe. “Temía mi abuela que nos sucediera lo mismo a sus nietos; que, más allá de los años en París, quedáramos para siempre apartados de toda referencia, sin casa en el mundo, sin otro país que una especie de rabia mezclada con un cariño infinito. Antes de que las olas subieran de nuevo, antes de que algún coronel o general resentido volviera a exiliarnos, le importaba a mi abuela convertir la grieta en un abrazo y a esta familia esparcida e incómoda en el único país posible”.

 Una familia, una literatura para entenderla: ésa fue la herencia al tiempo que el mandato que Marta Rivas González depositó en Rafael Gumucio; de su último libro, Lorena Amaro escribió que es “uno de los mejores libros autobiográficos escritos en los últimos cincuenta años en Chile”, y el influyente crítico chileno Camilo Marks sostuvo que, “si no es el mejor libro de Rafael Gumucio, está muy cerca de serlo”. Ambos tienen razón.- PATRICIO PRON.

 

 

Rafael Gumucio, Mi abuela, Marta Rivas González, Santiago de Chile, Ediciones Universidad Diego Portales, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Patricio Pron

Aprendizaje de lo fugaz

25 de mayo de 2020 09:50:37 CEST

Con estos Pasos mínimos pero rotundos que da José Antonio Conde en su nuevo libro de poemas leemos a un autor más cercano y accesible que en anteriores entregas, más volcado en el espinoso problema de la identidad, más reflexivo acerca del difícil camino que configura una voz, más consciente de ser un yo poético en continuo devenir. “Rumor de ser”, anuncia Conde en el segundo poema, ser a través de un lenguaje que no llega a definir, un simple acercamiento al aquí y ahora, ese momento vivido que posee, como el poema, múltiples lecturas, diferentes posibilidades que lo reescribirán en cada lector, con un sinfín de confluencias y desencuentros. La palabra poética es, en este sentido, “tránsito” y “hueco”, soliloquio que subraya el peligro de no ser, una pérdida de esperanza o un resto al que te aferras para no hundirte en la indiferencia.

Un paso mínimo es, según esta lógica discursiva, tan solo un acercamiento, nunca definitivo, necesariamente incompleto, el signo que pueda poner por escrito lo que uno es. Conde se sitúa, como no podía ser de otro modo, en la intemperie, en las afueras de una palabra que busca inventar, reinventar y reinventarse desde la incertidumbre, también desde la necesidad de que hay que llegar a ser “algo más que una duda”. La realidad, ese monstruo de las mil caras, se presenta para ser convertida en ficción, en escritura sublimada, una forma de supervivencia que devuelve de continuo a la incertidumbre.

La escritura, la palabra, es lo que se acerca, lo que no se elige, algo sobrevenido que se impone como un hallazgo y que acabará configurando, con sus trampas y sus fragmentaciones, la memoria del poema, una huella imperceptible. Este lenguaje poético, que José Antonio Conde martillea en sus posibilidades con cada nuevo libro, surge de una voluntad firme, de un deseo inequívoco, y también de una dificultad desmedida. Es un acercamiento, un yo incompleto a la luz y a la sombra del poema. El lenguaje, al fin y al cabo, no deja de ser un reflejo, una insistencia en los matices, un punto de partida para lo nuevo o sencillamente renovado.

La poesía de José Antonio Conde, inconfundible en sus propuestas, siempre se ha caracterizado por un diálogo de la forma y esta vez declara conocer sus causas y sus consecuencias, un hecho que implica, entre otras cosas, “aceptación”, “desengaño”, “andadura”, “acto interminable”, “distancia”, “resistencia” y un aprendizaje de lo fugaz que el autor siempre ha manejado con maestría. Desnudez, que no sencillez, así es su poesía, mínima, sincrética y esencial. En este libro queda a un lado el simbolismo hermético que definía a otros títulos anteriores para hacerse visiblemente más reflexivo. La ruptura entre signo y significado que antes parecía consciente es ahora sobrevenida. Un estilo, una estética, es una forma de decir que no se elige, un camino personal hacia un “saber oculto”, el modo de desentrañar la realidad propia mediante el desbroce de las evidencias.

Si la poesía es trayecto, palabra que tiende a un fin, lo esencial que deshace las incertidumbres, signo que debe estar “más allá del signo”, estos Pasos mínimos quieren poner por escrito el curso de lo vivido. Es una obligación impuesta. La referencia a la escritura como viaje es constante, un conjunto de momentos fugitivos en continua mudanza; la voz es “tránsito”, “rumor”, “eco”, “huella”; la palabra, río, “cauce equivocado”, “tormenta” y “desprendimiento”, “grito y escolio”. Las sucesivas alusiones a este camino que es la escritura repiten una y otra vez la dificultad de retener lo esencial, un hecho que sin embargo ha sido siempre norma en la poesía de Conde. Hay una cierta idea de solipsismo lingüístico, una pérdida de fe en la capacidad que tiene el lenguaje de decir algo cierto sobre las cosas, una noción reiterada, por otra parte, en un buen número de poetas contemporáneos.

La paradoja, en este caso, se da en un Orfeo que no mira hacia atrás o que, después de haber mirado, una vez convertido en estatua de sal, asume esa condición y se sabe arrojado a la incertidumbre del poema. “No basta Eurídice”, avisa Conde, avanzar es vencer los obstáculos de la mirada, saber que la certeza está en el origen, lo uno que se constituye en forma y sentido. Su Arcadia particular, esa escritura ideal que nunca llegará pues está condenada al fracaso por naturaleza, recupera la estética romántica, es lo acorde a sí mismo. Solo se retorna avanzando. Por eso la palabra nunca dejará de ser “promesa”, “lastre”, “testimonio”, “referencia”, “ceniza”, “intuición”. La vida se comprende en su movimiento, en su carácter circunstancial. La altura de la poesía está en su profundidad. He leído a pocos poetas que sean capaces de hacer de esta máxima un momento intenso. José Antonio Conde es uno de ellos.- JUAN ANTONIO TELLO.

 

José Antonio Conde, Pasos mínimos, Ocaña, Lastura, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Antonio Tello

Una de espías

25 de mayo de 2020 09:46:52 CEST

Firmándola Jean Echenoz, ese gran escritor francés actual, esta novela, la última que aparece (por ahora) traducida, es algo, o mucho más, que una de espías, que también lo es. Es, sí, o también, una parodia del género, pero ojo con hacer de la palabra “parodia”, un lugar común; o si lo es, si se quiere ver así, que sea una parodia, es una inteligentísima novela de espías, con todos los matices que se quiera, y enriqueciéndola -Enviada especial, la novela- con una sutilísima línea de humor. Los lectores fieles de Echenoz recordarán seguro otra novela, Lago (1991, 2016, Anagrama), en la que ya trataba este género de espías, quizá de forma más disparatada, y con un humor de mayor calibre, que esta que nos ocupa. Así que, vayamos por partes. Uno como lector no vive nunca en una cápsula de aire, aislado, y uno desde su capricho, y desde su juego de dados con el azar, se ha encontrado, en este caluroso mes de julio, cuando la envío a la revista, cumpliendo los plazos establecidos, leyendo a Echenoz a la vez que disfrutaba (re)leyendo a Boris Vian y  a  Jean-Patrick Manchette, esos dos estupendos escritores que, siéndolo ambos, escritores, han engrandecido desde siempre la novela policiaca a la manera francesa. Pues lo mismo ocurre con esta novela, una de espías, del gran Echenoz, un autor emparentado con, entre otros, dentro de la órbita del país vecino, Pierre Michon (por cierto, a Michon le entrevistan en el canal francés internacional TV5, que la protagonista femenina de la novela encuentra en la capital de la hermética Corea del Norte, a lo de Corea voy enseguida: lo de TV5 no sé si es sano y añejo chauvinismo, Echenoz sabrá, pero al parecer se ve en Pyongyang). Echenoz  es autor de un buen número de novelas largas y, muchas, cortas, muy abundantemente publicado en España (en Anagrama, sobre todo) y en mi reciente memoria de lector está esa trilogía -estupenda- de vidas noveladas dedicadas a Ravel -el músico-, al corredor checo Tras el Telón Zátopek -Correr- y al desdeñado y recuperado Hombre de Luces, Tesla -Relámpagos-, además de una brevísima y hermosísima historia sobre la Gran Guerra -14: no cabe más precisión minimalista…-. Estas, en fin, han sido mis lecturas de Echenoz más recientes, en la fresquera me quedan otras, aguardando la ocasión propicia, hasta encontrarme, ahora, con esa sutil y elegante novela de espías, no excesivamente paródica -que sí- y levemente humorística -que también. ¿Y Manchette y Vian? No tiene esta de Echenoz la violencia y la rabia de las de Boris Vian, ni la carga política de las de Manchette, pero de los dos algo tiene, sí, Enviada especial. Una novela que, como las clásicas del género -insisto, una de espías-, sigue más o menos la plantilla que está obligado a usar, para desde la primera página no dejar de ser Echanoz, de ir por su cuenta. Se nos muestra, sí, una leve intriga, una cierta -y disparatada, acaso inverosímil, también- operación encubierta de los servicios secretos franceses, o un empecinamiento de un general de esos SSF que aspira a hacer méritos sin encomendarse ni a dios ni al diablo -ojo, que esto no es un spoiler-. Tal vez a Echenoz del género, de los servicios secretos, de las operaciones encubiertas le atraía lo disparatado que ayer y hoy se esconde tras el mundo del espionaje: uno, este lector, el que no vive en una campana de cristal, ha sido muy partidario, estos meses de atrás, de las dos temporadas de Oficina de infiltrados, las peripecias de los servicios secretos franceses “en tiempo real” en Siria e Irán: una serie estupenda, un auténtico succès televisivo en Francia. Pues bien ese sutil humor, convenientemente subrayado y nada grueso, que uno veía en esa serie, lo encuentro, magnificado por el oficio literario de Echenoz, en esta estupenda novela. Una novela que tiene tres partes, la captación del personaje femenino para que haga de matahari en Pyongyang, el secuestro-preparación de la misma y la puesta en escena de sus encantos allá lejos, en la capital norcoreana. Echenoz utiliza ciertas (mínimas) convenciones del género para manejarlas en su terreno (literario). Le interesa más el ir y venir de sus personajes literarios por París, que la acción puramente aventurera. Y ciertamente ninguno del elenco tiene papel (insignificante) sin palabra de relieve. Todos, gracias a la pericia del autor, quedan atrapados en la tela de araña del lector o más bien este queda atrapado en la de Echenoz. Este se nos presenta todo el rato a pie de calle, literalmente a pie de obra, mezclándose con sus personajes, como si fuera uno más, omnisciente, eso sí, al modo decimonónico, quedándose ora con el lector, ora con uno de los personajes, al que le toque la china. Este acercamiento algo forzado –algo: hay que decirlo- le sienta bien a la postre al texto, levemente parodiado, como si Echenoz se burlara de las convenciones del género. Este carácter paródico, este uso, que no abuso, del humor se muestra más claro y evidente en la apoteosis final, la frustrada –y no digo más, que vivimos en tiempos de spoiler- operación norcoreana. No sé si Echenoz conoce de primera mano Corea del Norte, si ha estado allí, o se ha documentado a fondo, pero describiendo esa realidad, ese artificio de país, parece como si se hubiera divertido ante tanto disparate a mayor gloria del Nietísimo, el Líder Supremo (también es verdad que ayuda mucho a tanta risa esa pareja tan tintinesca, con algo de Hernández y Fernández, que son los dos guardaespaldas de la matahari inmovilizados por las estrictas normas norcoreanas). Estas páginas, por cierto, me han recordado mucho un viaje tolerado, organizado y controlado que realizó el escritor portugués José Luis Peixoto a aquel país y que con el título de Dentro del secreto. Un viaje por Corea del Norte editó no hace tanto Xordica Editores. En el libro de Peixoto, como en el de Echanoz la realidad es mucho más paródica que la ficción. Y de esto trata, entre otras cosas, esta novela, una de espías. No solo.- JAVIER GOÑI

 

 

 

Jean Echenoz, Enviada especial, Barcelona, Anagrama, 2017.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier Goñi

Una novela redonda

25 de mayo de 2020 09:42:49 CEST

Uno conoce a pocos tipos tan endiabladamente versátiles como David Trueba. Como hombre de cine, ha escrito guiones para otros directores (Amo tu cama rica, Los peores años de nuestra vida, Two much, La niña de tus ojos…) y ha dirigido películas como La buena vida, que ya ha cumplido más de veinte años, Obra maestra, Soldados de Salamina, Bienvenido a casa, La silla de Fernando, Madrid 1987…, hasta llegar a Vivir es fácil con los ojos cerrados, que ganó seis Goyas -entre ellos el de mejor película y mejor director- y que es una de las más hermosas películas españolas de los últimos años. Es también un hombre de televisión, para la que ha realizado distintos programas y series, como aquel recordado “El peor programa de la semana”, que dirigió junto con José Miguel Monzón, El Gran Wyoming, o la serie “Qué fue de Jorge Sanz”, la mejor serie española de televisión de todos los tiempos en opinión de la mayoría de los críticos. Es asimismo un hombre de prensa, pues ha escrito mucho en los periódicos y desde hace años ejerce de colaborador en El País, con una columna semanal que tiene miles de seguidores. Y es, en lo que ahora nos interesa, un grandísimo escritor y narrador, que ha publicado hasta la fecha cinco novelas, todas ellas en Anagrama: Abierto toda la noche, Cuatro amigos, Saber perder, (que obtuvo el Premio de la Crítica y fue para “El Cultural” de El Mundo el mejor libro del año), Blitz y esta maravillosa Tierra de Campos, que es sin duda su libro más ambicioso y que va a consagrar definitivamente a David Trueba como uno de los más grandes escritores españoles.

Tierra de Campos comienza con un coche fúnebre en la puerta de la casa del protagonista, Dani Campos -o Dani Mosca, como también se le conoce por haber formado parte del grupo “Las Moscas”-, un músico, cantante y compositor de 45 años, que ha obtenido un cierto reconocimiento a su trabajo, ha grabado diez discos en treinta años de carrera, y algunas de cuyas canciones han llegado a ser grandes éxitos en las voces de intérpretes como Luz Casal o Ana Belén. Dani, que ha sido también telonero de Joan Manuel Serrat en una larga gira, va a iniciar un viaje en ese coche fúnebre para cumplir el deseo de su padre y llevarlo a enterrar a su pueblo natal, Garrafal de Campos, en la comarca castellano-leonesa de Tierra de Campos. A lo largo de ese viaje y en compañía de Jairo -el chófer ecuatoriano que conduce el coche fúnebre, un tipo simpático y parlanchín que acabará convirtiéndose en uno de los grandes personajes de la novela-, Dani repasa su vida, desde su infancia y adolescencia hasta esos mismos días, y recuerda a sus amigos, sus amores, su pasión por la música… y nos entrega un daguerrotipo perfecto de cómo fue la vida de tantos y tantos músicos españoles a partir de los años ochenta.

De haber sido una película, Tierra de Campos estaría en la línea de las grandes comedias de la historia del cine, ésas entre las que por ejemplo “El Apartamento” de Billy Wilder o “El Verdugo” de Berlanga son el buque insignia. Es decir, el humor sí, pero con un fondo de melancolía, de amargura o incluso de tragedia. Y no solo el humor por el humor, que eso no le gustaba a Rafael Azcona ni nos gusta a sus muchos admiradores, sino el humor como vehículo para transmitir unas ideas, unos principios y unos valores. ¿Cuáles son las ideas y los valores que nos transmite Trueba en esta novela? Pues bastantes y variados. Por ejemplo, la estrecha relación entre la vida y el arte, la imperiosa necesidad de construirnos una identidad, la fuerza imparable del amor y el deseo, la lealtad en la amistad, el amor a los padres, o el coste a pagar, a veces atroz, de la vida libre, desinhibida y desordenada de muchos músicos y artistas de aquellos años.

El libro tiene dos capítulos, o dos grandes partes, como si se tratara de las dos caras de un viejo disco de vinilo: la cara A (que comienza con los recuerdos de la infancia y la creación de “Las Moscas”, pasa por la revelación del gran secreto del libro y la pasión por Oliva -que fue su primer gran amor-, y termina trágicamente con la muerte del mejor de sus amigos) y la cara B, con el viaje al pueblo para enterrar a su padre, su carrera en solitario como Daniel Mosca y el amor por la japonesa Kei.

Tierra de Campos se asienta sólidamente sobre seis grandes pilares: la importancia de la infancia y la adolescencia como etapas de formación y aprendizaje; la relación del protagonista con sus padres y el descubrimiento de un secreto que le dejará conmocionado; el descubrimiento de la música como razón de vivir y como oficio del que vivir; su biografía sentimental, con un largo inventario de pasiones y amoríos; el valor de la amistad, que hará que tres amigos que se conocieron en el colegio sigan juntos hasta que la muerte de uno de ellos rompa esa relación; y la fuerza insondable y devastadora del amor, con dos relaciones apasionadas como son las que Daniel mantiene con Oliva y Kei.

Una de las principales características del libro, como ya hemos dicho, es el humor, que recorre todas sus páginas. Veamos tres ejemplos: acaba de morir el padre de Dani en el hospital y llega del pueblo la tía Dorina. Ésta dice desde la puerta de la habitación: “¿A lo mejor no vengo en buen momento?” Parece una frase extraída de un guión de Rafael Azcona para Berlanga, y no es difícil imaginar a Rafaela Aparicio o a Gracita Morales interpretando el papel de la tía Dorina. En otro momento, Jairo está explicándole a Dani su vida como empleado de la funeraria, y le cuenta cómo una vez, en un entierro, había una corona que no tenía bien estirada la banda y en lugar de leerse “Tus familiares nunca te olvidaremos”, se leía “Tus familiares te olvidaremos”. Jairo la estiró y comentó: “mejor que se lea bien, que no es día para ponerse sinceros”. Y en el homenaje que se le tributa en el pueblo, cuando Dani trata de convencerles de que no tiene méritos para que le pongan su nombre al Centro Cultural, la mujer del alcalde le corta: “ya nos gustaría que Madonna fuera hija del pueblo, pero esto es lo que hay”.

Y el libro tiene también muchos momentos de ternura, de melancolía y de amargura (el recuerdo que hace Dani del beso de buenas noches de su madre y cómo y en qué momento se perdió), y está lleno de agudas reflexiones, de esas ideas y valores a los que antes nos referíamos: “No le pidas a tu amigo algo que tu amigo no pueda darte y tendrás amigo durante muchos años. Nunca intercambiemos la sangre de nuestros pulgares”, “Nunca trabajes para ricos. No conocen el sacrificio que cuesta ganar dinero” o “Aún no sabía que es más fácil perdonar a los enemigos que a los amigos”.

Una novela redonda, esta Tierra de Campos. Una obra maestra.- JOSÉ LUIS MELERO.

 

David Trueba, Tierra de Campos,  Anagrama, Barcelona, 2017.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Luis Melero

Nubes de oro y azogue

19 de mayo de 2020 13:29:06 CEST

 

                   Escribir construyendo un cálido edificio en cuyas habitaciones reverbera una luz nunca usada ni vista en nuestro entorno es lo que viene haciendo desde siempre, desde que comenzó a fraguar su obra (poética,  narrativa y ensayística), toda ella gloriosa, José Manuel Caballero Bonald. Jamás renunció a escribir como si urdiera un tapiz enhebrado con palabras diamantinas, de ónice y ópalo, a veces de antracita,  que evocan ideas y emociones sugerentes de un modo genuino que solo él sabe pergeñar construyendo un hermoso discurso literario donde el lector sensible se recrea como si caminase dentro de un palacio o una catedral vestida por la luz.

                 Mientras que otros autores afamados y conocidos, o reconocidos, dejan de escribir o de publicar llegada cierta edad, Caballero Bonald viene ofreciendo estos años últimos libros de una calidad insoslayable en el campo de la prosa o la poesía, como, por ejemplo, su Desaprendizajes, donde el Premio Cervantes ofrece un manojo de poemas en los que destellan la ética y la estética, el compromiso social y el pensamiento, la belleza emotiva y la reflexión. Es curioso como el autor ha conseguido en los últimos tiempos dotar a su obra literaria, todo lo que escribe, de una pátina gozosa en la que se funde su ancestral sabiduría con una hondura poética esencial, tamizada por una hermosa rebeldía que se nos antoja limpia y juvenil. Aquí en este nuevo libro memorable, “Examen de ingenios”, de título acertado, el autor jerezano disecciona, hace recuento, traza y dibuja un mapa de almas y caracteres, de rostros y de nombres afamados y prestigiosos que su pluma afilada, ágil y cristalina, consigue dotar de un aliento intemporal no exento de melancolía, algunas veces, y otras, no obstante, de cálida ironía, de humor sutilísimo, e incluso de amargor. Dividido en breves capítulos o estancias, el libro en el fondo es un racimo de retratos, todos ellos agudísimos, espléndidos, diáfanos, de escritores, pintores, músicos o artistas que el autor ha tratado o conocido de algún modo a lo largo de su dilatada vida, ofreciendo un mosaico o una colmena bulliciosa de rostros y de nombres clásicos, esenciales en el transcurrir cultural del siglo XX, personajes sublimes algunos (Blas de Otero, Fernando Quiñones, José Hierro, Francisco Rabal, Antonio López o Paco Umbral), algunos más repelentes o engolados (Azorín, Castilla del Pino, Jesús Aguirre, Antonio Gala o Víctor García de la Concha), y algunos incluso entrañables (Ángel González, Pablo García Baena, Paco Brines o Emilio Lledó). Todos los retratos, no obstante, resplandecen como nubes de oro y azogue sobre un cielo literario y artístico donde, a veces, las estrellas aparentemente más mediáticas, de más fama y renombre, han sido dibujadas con un trazo sutil de brutal delicadeza en la que se bambolea, a pesar de todo, relampagueando en la estela del papel, un tono mordaz vestido de ironía que consigue al final la sonrisa del lector, como vemos aquí: “…te solicita un artículo como si se tratara de un mensaje transmitido por el correo del zar, cuidándose mucho de no levantar la voz para no alertar a los espías o suscitar ajenas intromisiones” (p. 445), dice Caballero Bonald refiriéndose a García de la Concha. Y unas líneas más adelante añade esto: “tiene ademanes de procónsul y una mirada traslúcida de ave de presa. Iba para obispo de una diócesis principal y se quedó en seglar con mando en plaza” (p. 446). Frases centelleantes, rotundas, como éstas se van salpicando de forma generosa, siempre con buen tino, a lo largo del volumen deleitando a quienes valoramos y admiramos el estilo incisivo, esbelto, rutilante del autor jerezano a la hora de esbozar o describir de forma magistral las características físicas y morales de cualquier personaje sea verdadero o de ficción, como ya ha demostrado en sus novelas y sus memorias.

                    Del centenar de figuras relevantes aquí dibujadas, podríamos destacar por la belleza emotiva del retrato, también literaria, aunque no resulta fácil debido al nivel prodigioso del conjunto, la del poeta Blas de Otero: “Era limpio de corazón y atormentado de alma. Sufrió depresiones acumulativas y felicidades frágiles, y esa alternancia bipolar de decaimientos y exaltaciones se convirtió en el nutriente de unas de las poesías más reales, surreales, interiorizadas, desveladoras, radiantes de la literatura española del siglo XX” (p. 186), o de Emilio Lledó: “Cuando se reía, que era muchas veces, te miraba con fijeza… La voz se le volvía entonces infantil y trémula y la continuidad argumental de su discurso se ramificaba de pronto en nuevas rutas dialécticas, preferentemente teñidas de una especie de pedagógico lirismo” (p. 384) En frases como éstas relumbra la ternura, la emoción y el afecto, incluso la delicadeza, de un modo elegante, sin excesos o desmesuras. Sin duda el lector que se adentre en este espacio tintado de nubes de oro y tenue azogue sentirá dentro de él, como si le traspasase, el melodioso susurro de una lluvia de palabras sutiles, fértiles, fragantes, y adjetivos no usados, teñidos por la pátina de un tono poético esbelto y seductor: pocos escriben en este país una prosa así, tan pulcra y celeste, tan tersa y elegante, como la de José Manuel Caballero Bonald. Por ello tal vez, aunque no solo por esto, quien se acerque a este libro y lo tenga entre sus dedos gozará de una insólita experiencia en el plano emotivo, pues percibirá de entrada, y lo seguirá sintiendo a cada instante, un dócil relampagueo de sensaciones, de palabras que vuelan  ágiles, gozosas, como esbeltos vencejos en mitad de una tormenta donde el viento -el lenguaje- nos sacude el interior: “Las gafas de Luis Rosales parecían sonreír con independencia del usuario” (p. 125). Frases tan sugerentes como ésta hilvanan un libro hermoso y diferente, una galería genuina de retratos y nombres ya eternos, imposible de olvidar, esculpida y trazada -nos atrevemos a decirlo- por un gran mago de las letras, el mejor prosista sin duda de este país.- ALEJANDRO LÓPEZ ANDRADA.         

 

 

José Manuel Caballero Bonald, Examen de ingenios, Barcelona, Seix Barral, 2017.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alejandro López Andrada

Tierra, triste patria de la muerte

19 de mayo de 2020 13:26:35 CEST

La obra de Elias Canetti (1905-1994) está marcada por tres obsesiones centrales: la masa, el poder y la muerte. A las dos primeras dedicó la que consideraba su obra capital: Masa y poder. Y desde comienzos de la década de los cuarenta fue tomando apuntes para llevar a cabo su otro gran texto, el libro contra la muerte. Sin embargo, no llegó a acabarlo. Es más, ni siquiera lo empezó. Esto es lo curioso que resalta el escritor suizo Peter von Matt en su excelente postfacio: «Canetti nunca escribió la primera frase de su libro –señala–. Este mero hecho ya plantea un enigma. Durante décadas tuvo la mirada puesta en esa obra, escribió estenográficamente apunte tras apunte al respecto en sus pequeños blocs, utilizó cientos de lápices, pero nunca redactó la primera frase.» Quedaron, pues, un sinfín de ideas, aforismos, anotaciones y citas, todos destinados, en principio, a ese libro; con el paso del tiempo, varios fueron incluidos en La provincia del hombre (1973), por ejemplo, o luego en El corazón secreto del reloj (1987); otros permanecieron sin publicar, recogidos, de forma ora agrupada, ora dispersa, en el inmenso legado. Lo que hizo el editor alemán fue reunir esos apuntes, tanto los publicados como los inéditos, someterlos a una criba para evitar excesivas repeticiones y para respetar el rigor que caracteriza a la escritura del autor y darles una forma cronológica. Así pues, lo que el lector español tiene en las manos es una recopilación prolija y cabal de cuanto Elias Canetti escribió preparando ese gran libro que pensaba escribir contra la muerte. La edición española cuenta, además, con la colaboración de Ignacio Echevarría, una de las personas que mejor conoce la obra de Canetti en el mundo; él se encargó de revisar y de anotar el texto.

 

            Una y otra vez insistía Elias Canetti en su proyecto y en su programa. En 1943, por ejemplo, escribía: «Desde hace muchos años nada me ha inquietado ni colmado tanto como el pensamiento de la muerte. El objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo un tiempo en el que quise prestar este objetivo al personaje central de una novela al que, para mis adentros, llamaba el “Enemigo de la Muerte”. Pero durante esta guerra me he dado cuenta de que es preciso expresar directamente y sin disfraces las convicciones de este tipo, que constituyen propiamente una religión. Por eso ahora voy anotando todo lo que guarda relación con la muerte tal y como quiero comunicárselo a los demás, y he dejado totalmente de lado al “Enemigo de la Muerte”. No pretendo decir con esto que las cosas vayan a quedar así; tal vez el personaje resucite en años venideros de manera distinta a como yo me lo había imaginado. En la novela debía fracasar en su desmesurada empresa; pero le estaba reservada una muerte honrosa: un meteoro iba a ser el encargado de liquidarlo. Quizá lo que más me moleste hoy sea el hecho de que tuviera que fracasar. No puede fracasar, no le está permitido. Si bien tampoco puedo dejar que triunfe mientras los hombres siguen muriendo por millones...» Y veinte años después anotaba: « ... mi actitud respecto a la muerte … la preocupación más importante de mi vida ...» La fuente del proyecto son tanto las experiencias personales como las sacudidas producidas por el presente político que le tocó vivir: ahí están la muerte repentina y prematura del padre, la muerte de la madre, luego la terrible guerra mundial, la campaña de exterminio de la población judía en Europa. Canetti estaba habitado por sus muertos.

 

            Se trata desde luego de una empresa singular, única, gigantesca: oponerse radicalmente a la muerte, combatirla sin descanso, conseguir que deje de existir. Él habla de un «odio a la muerte». «Nunca podrás hacer las paces con la muerte», escribía. Y añadía: «cualquier cosa menos morir». A pesar de lo insólito y radical de la empresa, esta arraiga en corrientes profundas del siglo XX. Está relacionada con el cambio que se produjo en la política del poder, el cual se traslada de uno centrado en la muerte a otro centrado en la vida. Canetti no es ajeno a ese proceso, si bien su visión es radicalmente personal (como lo es, por cierto, su concepto de la masa, la cual también fue profusamente estudiada en el siglo XX, por Le Bon, por Ortega, por Freud, por Reich y otros).

 

Con la nitidez deslumbrante de su escritura insiste él en la relación del poder con la muerte: «Un hombre tiene a gente a su alrededor para que se muera antes que él. ¿No es esa la esencia más profunda del poderoso?», apunta. Y: «La condena a muerte de todos al principio del Génesis contiene en el fondo cuanto puede decirse sobre el poder, y no hay nada que no se deduzca de ello.» Así, acercándose a nuestros días, describe a Sadam Hussein como ejemplo del poderoso, del «superviviente», de aquel que basa su poder en la muerte de los otros.

            Canetti es una pensador de la «vida», hace hincapié en el «carácter sagrado de cada vida». Un pensador moderno, emparentado en este sentido con Nietzsche, con quien no siempre coincide y a quien hasta a veces rechaza. Aun así, es afín a él también en su forma eruptiva de pensar, en su tendencia a la plasmación aforística del pensamiento.

            El libro contra la muerte está colmado de percepciones geniales: «A los alemanes, los seis millones de judíos asesinados les han impregnado el cuerpo y el alma; nunca más habrá un alemán que no sea también judío.» Y de reflexiones sobre otros escritores, como Thomas Bernhard, a quien consideró por un momento un discípulo, pero de quien luego se distanció, precisamente por su relación con la muerte. Canetti opinaba que Bernhard «cedía» en vez de oponerse a ella.

            Hemos señalado al comienzo que el hecho de que nunca llegara a empezar ese libro que era la obsesión de su vida resulta «curioso». Quizá no lo sea tanto; quizá el Gran Libro consista precisamente en esto: en una serie infinita de apuntes, cada uno de los cuales lo contiene Todo. Este es el caso de El libro contra la muerte de Elias Canetti.- ADAN KOVACSICS

 

 

 

Elias Canetti, El libro contra la muerte, traducción de Juan del Solar y Adan Kovacsics, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Adan Kovacsics

El sillín de Rocinante

30 de abril de 2020 11:59:21 CEST

 

Hace unos meses llegó a mi buzón un libro que resulta atractivo ya desde la preciosa portada de David Guirao, Un viaje aragonés, del escritor Miguel Mena, y como si de un encantamiento de algún bellaco malandrín se tratase, al tenerlo entre mis manos enseguida pensé en Alonso Quijano, y me lo imaginé a lomos de una bicicleta desfaciendo entuertos y salvando a doncellas en apuros. Este libro que está hecho de dos almas, correspondientes a las dos obras que lo forman, Paisaje del ciclista y Nada más lejos, y su autor, tienen mucho de la voluntad férrea del caballero de la Mancha y también algo de su locura. Cuando algún lector del futuro se pregunte como era Aragón en 1991, y veinticinco años después, la respuesta la tendrá esta obra coral que une a tres protagonistas indisolubles sin los cuales no se entendería el libro, el narrador, la naturaleza y el paisaje humano. De alguna manera se podría decir que Un viaje aragonés, editado por Prensas Universitarias de Zaragoza(PUZ), es un compendio inclasificable entre las crónicas de viajes, las pequeñas hazañas deportivas, los retos iniciáticos, o las reflexiones intimistas. Mena se propuso a principios de los noventa conocer mejor la cartografía silente de Aragón, siguiendo una línea imaginaria trazada entre el norte en Torla, valle de Ordesa y el sur en la estación de Mora de Rubielos de Teruel, ese reto se plasmó en 1991 en su libro Paisaje del ciclista, veinticinco años después se reproduciría la odisea con alguna insignificante variación y quedaría reflejado en Nada más lejos, un compendio que viene a ser un fascinante juego de idas y vueltas en el espacio y el tiempo.

Se podría decir que esta obra está formada por dos grandes vueltas por etapas, una llevada a cabo cuando el autor tenía treinta y dos años y la otra con cincuenta y siete, un recorrido casi gemelo físico, como el autor se encarga de recordar: “He querido repetir el mismo viaje, en las mismas fechas y en las mismas condiciones, veinticinco años después”. Un análisis pormenorizado nos llevará a apreciar que en Paisaje del ciclista, se condensa una pasión juvenil por una tierra abrupta, salvaje y cuyo descubrimiento y su comprensión en primera persona sobrecoge. El lector siente el esfuerzo del ciclista en cada cuesta, el calor asfixiante, el pésimo estado de conservación de algunos elementos del patrimonio y de las carreteras, ve con una impresión nítida y directa el carácter de la buena gente, que son la mayoría, y la multitud de proyectos ilusionantes que pretenden llevar a cabo. Por decirlo de alguna manera, es un trabajo realizado desde una proximidad tierna, con un humor delicado  que se siente a flor de piel, lleno de vitalidad, de curiosidad por descubrir con minuciosidad cada detalle, elementos que llegan como un fogonazo a la epidermis del lector. En el fondo, subyace una pasión palpable por el paisaje físico que se conquista a base de grandes gestas y grandes pájaras se diría en argot ciclista, es un texto lleno de energía, optimismo y sencillez en el que se puede tocar cada escena, en el que somos partícipes de cada diálogo. Autor y lector son uno, planifican juntos, van en la misma bicicleta montados, sudan, sienten los mismos infortunios y celebran la amistad y la vida. Sin embargo, veinticinco años después, con Nada más lejos, y aunque el itinerario y los lugares van coincidiendo, el tono es otro muy diferente, el ritmo ya no es el de un escalador, es el de un rodador que conoce sus limitaciones y sabe que la clave de las aventuras está en disfrutarlas sin excesos. Se podría decir que esta pieza tiene un sesgo intelectual más marcado, con un espíritu didáctico y crítico encomiable y se vislumbra un notable esfuerzo de documentación, con interesantes reflexiones. Pasar sus páginas requiere atención y concentración, es un frondoso estudio enciclopédico en el que Mena sube a los lectores para hacerles partícipes de la gran riqueza cultural de un área por descubrir, así el ciclista no solo exprime las piernas de los lectores,  sino que también exprime la curiosidad de los que se adentran en cada etapa.

Si Paisaje del ciclista, se acercaba más al libro de aventuras, Nada más lejos, es un ejercicio metafísico, se convierte a medida que se coronan las páginas en un cara a cara con la existencia. Resulta gratificante sentir como el lector es cómplice de la expresión pedagógica de las historias que se suman a este mosaico histórico, en el que como no puede ser de otra manera en Miguel Mena, no falta su particular sentido del humor, atentos a la sucesión de pinchazos y al desternillante episodio del Hostal de la Trucha en Villarluengo, y también hay tiempo para la ternura, la nostalgia de los días vividos veinticinco años atrás en Cantavieja con Antón Castro y su familia, o los momentos de soledad elegida.

Nada más lejos, es un relato conmovedor en el que el aliento del deportista es más meditabundo y donde sobrevuela el espíritu de dos sombras luminosas, Félix Romeo y José Antonio Labordeta, que de alguna manera son los faros que guían al autor en esta experiencia. Además aparecen temas de máximo interés como la despoblación, las oportunidades perdidas, los falsos bálsamos de Fierabrás en los Monegros, y también el futuro, las posibilidades de progreso o la esperanza. Y todo se articula mediante un lenguaje ágil, coherente, efectivo y que trasmite verosimilitud con argumentos palpables y mensurables, a esto Mena aporta una serie de testimonios gráficos que subrayan que en veinticinco años las cosas no son lo que eran.

En definitiva, dos libros cuya belleza radica en un mismo punto, el amor a lo cercano. En ellos Mena logra proyectar una construcción mental sobre el plano de la realidad de forma paradigmática, y muestra de una manera luminosa y visual un universo mágico inmediato, se podría decir que pone ante los ojos del espectador un imperfecto paraíso en la tierra. De un confín a otro confín, de norte a sur, Aragón surge como un hallazgo fascinante, cautivador y salvaje.

Al final el ciclista llega a la meta, cumplido el objetivo se retira victorioso aunque nadie le aplaude ni la primera vez en la estación de Mora, ni la segunda veinticinco años después en Fuen del Cepo, su premio, al igual que el del lector, es saber que ha tomado un territorio, que ha ganado un destino.- MARIO HINOJOSA.

 

 

Miguel Mena, Un viaje aragonés, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018.

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mario Hinojosa

Una vida en cartas

30 de abril de 2020 11:52:25 CEST

 

Hay libros que se convierten en obras imprescindibles prácticamente desde el mismo momento de su publicación y, sin lugar a dudas, este es el caso de Luis Buñuel. Correspondencia escogida, editado en Cátedra por los profesores e investigadores Jo Evans y Breixo Viejo. Tal y como señalan en su introducción, mientras en el ámbito de la Literatura, el Arte o la Historia la publicación de epistolarios es algo habitual, en todo lo relacionado con el Cine, los libros recopilando cartas vinculadas a profesionales o películas son todavía una excepción. Estamos por tanto ante una obra valiosa por su rareza, que es, además, un regalo para la historiografía en torno a la figura de Luis Buñuel. Treinta y cinco años después de la muerte del cineasta esta publicación se suma a los monográficos escritos por Agustín Sánchez Vidal, Ian Gibson, Paul Hammond, Román Gubern, Fernando Gabriel Martin, Francisco Aranda o Max Aub como un nuevo instrumente mediante el que seguir ahondando en el perfil de Luis Buñuel y enriqueciendo el conocimiento de su obra.

En esta publicación de cerca de 800 páginas, se compilan aproximadamente 1000 cartas y algunos otros escritos como tarjetas postales, pequeñas notas o dedicatorias de libros. Ordenadas cronológicamente desde1908 a1983 en esta correspondencia escogida se suceden los textos compartidos entre el cineasta y más de 200 interlocutores, familiares, amigos, compañeros de profesión e incluso admiradores. Todo esto acompañado por un cuidado glosario y por algunas ilustraciones que ayudan al lector a situarse en el contexto del epistolario gracias a la reproducción de documentos, fotogramas de películas y algunas fotografías intencionadamente infrecuentes y poco conocidas. En este libro se compilan y combinan colecciones de cartas ya publicadas, como las de los vizcondes de Noailles, Urgoiti, Rubia Barcia, Larrea y Paco Rabal, con otras muchas inéditas y en algunos casos de difícil acceso, al encontrarse en archivos personales o en colecciones públicas dispersas en muy diferentes países.

Evans y Viejo han resuelven inteligentemente el difícil ejercicio de selección de materiales. Han optado por prescindir de los documentos de carácter más íntimo, dejando fuera, con elegante discreción, algunos asuntos familiares para centrar así el foco en lo esencial, en la aproximación al Buñuel creador. Se han propuesto hacer valer la Historia frente al mito, procurando que los textos seleccionados ofreciesen, además de datos, todo tipo de matices, para corregir así algunos falsos históricos y poner en cuestión tópicos cómodos pero inciertos, como el de la inveterada tosquedad de Buñuel.

De este modo consiguen que este libro sea mucho más que una fuente documental imprescindible para las investigaciones que en adelante se hagan sobre Luis Buñuel. Funciona también como un relato fragmentario en el que se adivinan entre líneas sus búsquedas personales y sus actitudes y aspiraciones profesionales. En él se traza un itinerario que va desde la nota redactada en 1908 retando a sus compañeros de colegió, hasta las breves misivas en tono de despedida dirigidas entre 1981 y 1983 asu hijo Juan Luis, Carlos Saura -su hijo intelectual-, Eduardo Ducay, Agustín Sánchez Vidal o Jean-Claude Carrière “cuando apenas puedo leer o escribir”. Y en el trayecto de más de setenta años que media entre estos textos nos encontramos con otras muchas historias: los vínculos negados con Epstein; la estrecha y decisiva relación con los Noailles -con el vizconde hasta finales de los setenta-; los encuentros y desencuentros con Salvador Dalí; la confianza y admiración por Iris Barry, la amiga que no solo le abrió las puertas de MoMA, sino que también propició su decisivo viaje a México; la complicidad profesional y personal con Rubia Barcia, o el respeto casi reverencial con el que se dirigen al él personalidades de la políticas -Alfredo Guevara, por ejemplo- o del cine, entre ellos David O’Selznick, Dalton Trumbo y el mismísimo Firtz Lang, que había sido uno de los inspiradores de su vocación cinematográfica. El recorrido por todas estas cartas permite asimismo ver cómo se van gestando sus proyectos, los que salieron adelante y los que se quedaron en el camino -Montserrat o Divinas palabras.

Pero también en todas ellas queda sugerido y en algunos casos muy explícito el Buñuel más personal. El hombre que maneja distintos grados de confianza, cortesía, o enfado en sus misivas, un hábil negociador, que sabe adaptarse en cada caso a las circunstancias y a la relación que mantiene con su interlocutor. El lector puede encontrarse con el Buñuel que va de frente, pero no para discutir, sino para solventar malentendidos personales o profesionales, tal y como se advierte en las cartas que escribió a Muñoz Suay. En otras ocasiones lo intuimos escurriendo el bulto, procurando que sean los demás quienes den la cara por él, como hizo Octavio Paz con Los Olvidados en el Festival de Cannes. Pero, sobre todo, lo descubrimos aferrado a sus amigos, a los que pide ayuda o a los que auxilia personal y económicamente haciendo gala de una discreta generosidad, sin alardes, cuidándolos fielmente: a José Bergamín le paga derechos de autor por el título de El ángel exterminador, sin que fuera necesario, para aliviar su difícil situación económica, mientras procura apoyar a las hijas de Ramón Acín, treinta años después de la filmación de las Hurdes, devolviéndoles el dinero que su padre invirtieran en la producción de esta película.

Todo esto se encuentra en las cartas que Buñuel escribió o recibió a lo largo de su vida. Evans y Viejo han decidido conscientemente seleccionar aquellas que sirven para situar profesionalmente a Buñuel o para entender los medios artísticos en los que se movió y las condiciones económicas en las que tuvo que trabajar. Y lo han conseguido, proporcionándonos, de paso, nuevas piezas para descubrir otros aspectos más personales. Estamos ante un rompecabezas en el que siempre faltaran algunos fragmentos, pero gracias a este libro podemos ir entreviendo un perfil cada vez más próximo al Buñuel original.- AMPARO MARTÍNEZ HERRANZ.

 

 

Jo Evans y Breixo Viejo, Luis Buñuel. Correspondencia escogida, Madrid, Cátedra, 2018.

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Amparo Martínez Herranz

Las sillas de Vicente Verdú

30 de abril de 2020 11:47:36 CEST

Henry David Thoreau decía tener en su cabaña “tres sillas; una para la soledad, otra para la amistad, y una tercera para la sociedad”. Aunque no vive en el lago Walden, a pesar de no ser un estadounidense del siglo XIX, Vicente Verdú (Elche, 1942) parece disponer de un mobiliario parecido. En su último libro, el autor de El Planeta Americano (1997) aborda, entre otros temas, la soledad (“Estar solo es la manera más seria y productiva de mirar”, afirma), la amistad (“Los amigos son como saludables porciones del yo, muy repartido”) y la vida social: “Nos necesitamos tanto unos a otros que nos turbamos todos en la soberbia de la soledad”.

            Tazas de caldo reúne los aforismos que Vicente Verdú ha venido publicando en las redes sociales desde su llegada a ellas algunos años atrás; en la apropiación de una tecnología de transmisión de ideas que se remonta (por lo menos) al siglo VI antes de Cristo para su uso en los nuevos entornos digitales hay tanto un gesto de época como la manifestación de cierta voluntad de pensar “con” el presente a la que debemos textos ya clásicos como El estilo del mundo: la vida en el capitalismo de ficción (2003), No ficción (2008) y El capitalismo funeral (2009). Verdú lleva décadas asumiendo con aparente indolencia la tarea de comprender un presente en el que confluyen la propiedad privada de los medios de producción, la manipulación de los afectos y una emotividad exacerbada que se expresa, también, en lo político. Su nuevo libro regresa una y otra vez sobre los asuntos de la actividad humana (“Una de las mayores alegrías se obtiene del trabajo. Una de las mayores desdichas también”, concluye), el conocimiento y la mentira, la cual (afirma Verdú) “encierra tantas complicaciones que enaltece la inteligencia”. Vivimos un presente, se nos dice en Tazas de caldo, en el que “la infatuación del libro es la decadente fenomenología de nuestro tiempo cultural”, en el que hay “escritores que poseen un alto valor de uso pero un bajo valor de cambio” y en el que “Hay quienes son algo por la institución que tienen tras de sí”, al tiempo que “los valiosos son […] quienes no tienen más cargo (y carga) que ellos mismos”. “La decadencia de la asistencia al cine es el gran declive de la colectividad soñando junta”, sostiene Verdú. “Hay más tontos de lo que uno se piensa. […]” y la fe es, por consiguiente, el nombre ofuscado del heroísmo”.

            Los temas más frecuentemente abordados en los textos de este libro presentan la aparente contradicción de constituirse en asuntos públicos por tener lugar casi exclusivamente en el ámbito de lo privado: el amor (“[…] la forma de soborno perfecta”), la decadencia física (“En la vejez debería ser cada uno mejor que en la juventud. Lo contrario es una mamarrachada”), la enfermedad (“El mundo se ve tan diferente con buena o con mala salud que, al cabo, la realidad es un producto clínico”) y la muerte: “[…] morir es mucho más fácil que nacer”, “Tener mucha vida por delante es soslayar el fin. La mucha vida por detrás es lo que nos termina”, “La muerte acaba con toda decepción. Nunca defrauda”.

            “Los pesimistas echan sus sombras sobre el plato del día”, afirma Verdú; para evitar ser incorporado a sus filas, el autor advierte: “Lejos de mí la manía de lamentar. Las cosas no son malas. Son tan arbitrarias como cándidas”. En última instancia, “La esperanza es lo que mejor nos conduce, y la desesperanza nos extravía”: en Tazas de caldo hay espacio para cierto humorismo caprichoso (“Lo malo de las parejas es que hay que ser por lo menos dos, cuando con uno mismo es ya insoportable”, “Estar sano es el estado ideal para ponerse enfermo”) y también, inevitablemente, para el goce del mundo. Así, “La felicidad depende mucho de la almohada” (lo cual es rigurosamente cierto), “Los niños son como arroyuelos” (pero, agrega el autor, “los adultos, como caimanes”), “La palabra se presenta como la insignia de la humanidad. Somos humanos mediante la palabra” y la pintura (a la que Verdú ha dedicado los últimos años con notable éxito) es “la síntesis entre el pensamiento y la emoción”.

            No son pocos los escritores españoles que en tiempos recientes han encontrado en el aforismo el género más apropiado a sus intenciones; significativamente, éstas parecen haberse centrado (de forma general) en la producción de efectos poéticos; lo que distingue a Tazas de caldo de otros libros de aforismos es, por el contrario, una vocación de análisis y una mirada ensayística no muy diferente a la de otras obras de su autor. Para Verdú, “estamos tan distraídos con nosotros que nos perdemos el mismo mundo”. A modo de correctivo, el autor se dice (y nos dice): “Ser mejor no lleva a ninguna parte. Lo que hace viajar es la mejora de los demás”. Mientras viaja, lo que Verdú propone a sus lectores es “No rendirse, no cejar, no cerrar los ojos, no arredrarse, no aceptar las riendas”. Para todo ello ha sido escrito este libro.- PATRICIO PRON.

 

 

Vicente Verdú, Tazas de caldo, Barcelona, Anagrama, 2018

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Patricio Pron

Aquel país sin voz

23 de abril de 2020 13:14:18 CEST

Desde siempre ha habido otro país, que mirábamos unas veces con desprecio o indulgencia, otras como Arcadia ideal, y que casi siempre ignorábamos. Se le han dado varios nombres. El más popular, aunque no el más amable, España profunda. Se ha escrito mucho sobre ella, pero nunca como en este libro, que en apenas seis meses va camino de su tercera edición. En otro tiempo –y no hace falta remontarse al 98, basta con mirar unas décadas atrás–, un escritor, cuando dejaba a un lado la novela o la poesía para dedicarse a asuntos más cercanos a lo terreno, se remangaba la camisa de prócer literario y acometía el santo ejercicio de “pensar el país” o de abordar “el problema de España”. Esa actitud todavía está presente en algunos tertulianos reconvertidos en pseudohistoriadores o pseudoensayistas de dudosa solvencia intelectual. Sergio del Molino está muy lejos de éstos, pero también lo está de Azorín, Unamuno y otros autores del 98 –salvo, tal vez, de Machado–, así como del Cela de Viaje a la Alcarria. Sin embargo, ni su vastedad de conocimientos ni haber sabido adoptar la distancia justa bastan para acreditar el valor de La España vacía. El gran acierto de este libro está en la forma de mirar y de contarlo.

En La España vacía Sergio del Molino hila su discurso a partir de observaciones históricas, de citas de sucesos, de múltiples y oportunas referencias literarias, y lo hace siempre con habilidad y hasta con humor. Un humor, sin embargo, polifacético y algo turbio: es consciente de que habla de algo prácticamente irreversible. No se trata tanto de un viaje literario al uso como de un recorrido reflexivo y crítico por una geografía física y cultural. Un recorrido personal, desde su experiencia y su propio viaje a los lugares y a las ideas.

El subtítulo –Viaje por un país que nunca fue– ya sugiere un viaje al interior y a lo interior de este país, la narración de las complejas relaciones entre la España de la meseta y la urbana. ¿Y cuál es ese interior? Lo que el autor define como “España vacía” abarca más de la mitad de la superficie del territorio nacional, en la que vive poco más del 15 por ciento de la población total de España. Aunque sus fronteras son difusas, se corresponde en gran parte con las comunidades autónomas de Aragón, ambas Castillas, Extremadura, Madrid (exceptuando la capital) y La Rioja, así como amplias zonas del interior de otras regiones que limitan con las citadas. La historia de las relaciones entre la España vacía y la urbana está marcada por la desigualdad socioeconómica, la falta de entendimiento y la manipulación. La pobreza del interior y el boom económico derivaron en el éxodo rural de mediados del siglo pasado, al que aquí se refiere como Gran Trauma. Media España se vació, y lo que eso supuso todavía condiciona las dos caras opuestas del Jano que es nuestro país. Nunca se miraron frente a frente, y construyeron la imagen del otro a partir de estereotipos, idealizaciones, deformaciones. Pero toda relación es una relación de poder, y siempre hay quien ejercita el poder con más intensidad a la hora de dar una versión de la realidad que aceptamos como válida. La España vacía es la más vulnerable de ambas, y sobre ella han pesado tópicos de difícil disolución. Lo ilustran algunos mitos que narra este ensayo, como los crímenes de la España negra (Fago, Puerto Hurraco, pero antes de ellos Casas Viejas, y tantos otros), pero también esa España grotesca y buñuelesca, como ha ocurrido con la mancomunidad de Las Hurdes, ejemplo de construcción de una imagen en la que los propios habitantes nunca tuvieron voz. Esa España que ha sobrellevado el estigma del analfabetismo y la incultura es, paradójicamente, la misma que se construye como fuente de cultura ancestral y como paisaje literario, desde el desprecio y el distanciamiento. Por una parte, fue objeto de atención de los pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza y de las misiones pedagógicas que trataron de llevar la alta cultura a los pueblos del interior. La victoria del bando sublevado en la guerra civil acabó con ellas. Hoy, ese afán permanece, como subraya el autor, en los maestros y profesores interinos que, sin instalarse a vivir en los pueblos de la España vacía, acuden a diario con su entusiasmo y sus ganas de formar, llevando consigo un soplo de ciudad. La misma ciudad que, por otra parte, ha creado el paisaje de la España vacía desde el rechazo y la incomprensión. La sacralización del gran libro español, el Quijote, ha condicionado asimismo nuestra visión del paisaje mesetario: lo percibimos como una Maritornes, fea y hombruna, aunque a menudo idealizada con los ojos del viejo hidalgo. En cualquier caso, siempre con una mirada externa y desde arriba. Porque ahí radica la impotencia del interior frente a la España urbana, en la construcción e imposición del relato desde fuera. “La España vacía nunca se ha contado a sí misma”.

Hay un aliento común entre este libro y otros grandes ensayos que abordan la cuestión de la dominación cultural y la construcción de la realidad. Leyéndolo no he podido evitar recordar Orientalismo o Cultura e imperialismo, de Edward Said. Dejando aparte el hecho de la propia conquista imperialista, que no es el caso de la España vacía, existe un claro fondo común. Said sostenía con acierto que Oriente fue una construcción de Occidente, no sólo con la fuerza de las armas o la política, sino sobre todo con los mitos creados y las obras de la alta cultura que la retrataban. Cuanto sabemos de esa España cada vez más vacía es un relato ajeno, contado por los dueños de la palabra. Sólo en los últimos años ha empezado a ser narrada desde otro punto de vista, ajeno a la mentalidad prepotente hasta ahora dominante. Son algunos nietos y bisnietos de los que protagonizaron el Gran Trauma quienes, en sus escritos, pero también con su música y su forma de vivir, se han reapropiado de esa España vacía desde las capitales a las que emigraron sus antepasados. Sin idealizaciones, sin estereotipos externos.- DANIEL PELEGRÍN.

 

 

 

Sergio del Molino. La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Madrid, Turner, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Daniel Pelegrín

Prohibido mirás atrás

23 de abril de 2020 08:23:00 CEST

   Existir, existió. Y se hacía anunciar con chocantes anuncios en los periódicos de comienzos de los años 60 en Italia. Muy concretamente en la ciudad de Trieste. “Submarinos usados: compro y vendo”. Parecería un chiste, si no fuera por la increíble historia que, a partir de una inspiración real, el escritor Claudio Magris más tarde desarrolla a lo largo de 400 páginas en la forma de  una apasionante y estremecedora  historia de historias. Una novela, No ha lugar a proceder, de laberínticos tentáculos, un duro panfleto acusatorio en torno a las guerras y  el instinto de destrucción del ser humano desde el comienzo de los tiempos. Eslabones de una cadena que parece no tomarse nunca un respiro ligando, ensamblando e “inspirándose” unos en otros, a base de persecuciones, matanzas, racismo, colonización o asesinatos sin castigo. Para ello, esta lúgubre cadena utilizará poderosas armas a posteriori. Entre ellas, la impunidad y el olvido social, político e históricamente aconsejable y terapéutico, una vez pasados los conflictos, como defienden algunos. Como aún se debate, en carne y memoria viva, en no pocos países de Europa, ya sea con restos abandonados en las cunetas, ya sea con defensores de la libertad torturados y masacrados en celdas anónimas, más tarde “raspados de la conciencia” por los sobrevivientes, culpables o no. Y si no, con gente convertida en cenizas, gente sin tumba, a la que jamás se les hará justicia.

   Expedientes supurantes de la Historia que, una y otra vez, sólo merecerán ser definidos en procesos hipotéticamente emprendidos con la fórmula “no ha lugar para proceder”. Un arma, el olvido, contra la que luchará hasta su misteriosa desaparición un héroe, entre coleccionista maníaco y desorbitado, y ángel custodio de una justicia que, una y otra vez, es interesadamente borrada, obstaculizada, esquivada o “distraída” con argucias. Con las argucias de un Estado de Derecho, llegada por fin la paz y el imperio de la ley. El olvido será -como nos recuerda Magris en esta magnífica obra No ha lugar a proceder- será siempre esa casa última o refugio de todo tipo de criminales, muy pronto cínicos y “convencidos” constructores de las nuevas democracias.

     El profesor Diego de Henríquez realmente existió. Desde hacía años se había dedicado a recoger armas de toda clase y tamaño, desde sumergibles, Panzer o dragaminas. Empujado por las deudas tuvo que poner en venta “alguna reliquia de considerables dimensiones”. Y existió en una bella ciudad, Trieste, cantada por poetas como Umberto Saba, narradores universales como Svevo o visitantes de lujo como Joyce. Una ciudad que aún vivía del mito austrohúngaro, “que recordaba todas las anécdotas sobre Franz Joseph y todos los detalles sobre la llegada de los Bersaglieri, pero poco sobre la Risiera y sobre los que se disolvieron sobre el fétido humo de su horno crematorio”. Porque si aquel estrafalario Coleccionista del Mal y la destrucción existió, también existió en Trieste otra cumbre real de la infamia llamada La Risiera di San Sabba. El único campo de exterminio nazi en suelo italiano. Una tétrica construcción industrial –hoy Museo- utilizada como campo de tránsito, detención, tortura y eliminación de miles de partisanos, antifascistas y judíos. Unas veces, gaseados en su horno crematorio, otras sometidos a suplicio o asesinados a martillazos. Aunque no sólo se torturó allí durante el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. También se hizo en otros lugares diseminados por la ciudad, como  las cárceles del Coroneo, o en la tristemente célebre Villa Triste,  nido de los fascistas locales conocidos como “la banda Collotti”. Una banda, como se nos dice en la novela, “que torturó hasta el último momento”.

     ¿Tienen caducidad los crímenes ocurridos durante guerras y conflictos, no sólo los militares, sino los de carácter represivo y civil? En este apartado, el escritor Claudio Magris, que a lo largo de toda su obra, desde el ensayo, la ficción, el teatro o desde su constante presencia como articulista en numerosas publicaciones, se ha convertido en una implacable e insustituible conciencia ética y moral de nuestros días, una conciencia en absoluto  conformista, se muestra en esta obra, una y otra vez, pesimista. Con la victoria, se nos dice en uno de los más espléndidos capítulos del libro -el dedicado a la difícil y caótica liberación de Trieste, enclave ferozmente disputado por partisanos yugoslavos y por italianos-, una vez acabada la guerra, sólo hay lugar para “las felicitaciones”. El resto, rápidamente, “es agua pasada”. Ni siquiera al siniestro coronel Ernst Lerch, en cuya “hermosa villa luego se vuelven a ver todos” –se nos dice en las últimas páginas de estas amargas recapitulaciones de hechos históricos- encargado de separar a los prisioneros de la Risiera, designando quién iba a las cámaras o a Alemania, “le dio mucha pena que el Führer hubiera perdido la guerra”. Todo pasa, todo se olvida. Una vez regresado a su austriaco Klagenfurt natal, su Café Lerch irá viento en popa. Es alguien sumamente respetado y se convierte muy pronto en el presidente de la asociación de pequeños empresarios de la ciudad. La ciudad de grandes gigantes de la literatura como Robert Musil y de escritoras no menos notables como Ingeborg Bachmann. Aunque no contento con esto, como se nos avisa en el relato de Magris –la cantidad de anécdotas demoledoras, de carcajadas insolentes del Mal que llaman al escándalo y la estupefacción de las “buenas voluntades” de cualquier época, es incesante en esta obra- Lerch, como cualquier criminal dignificado por el paso del tiempo y la impunidad,  regresará al lugar de la infamia: a Trieste. En una bella villa del Carso, monte cercano a Trieste, el exnazi Lerch “celebra veladas con funcionarios y oficiales angloamericanos y con el coronel Bowman, primer comandante del Gobierno Militar Aliado en Trieste”. Un hombre de mundo éste, Bowman, de quien “se comenta” que tiene una amante eslava y que no le gustan demasiado los italianos. “Todos fascistas”, y encima, ahora, poco efectivos “contra los comunistas”.

   Arca de Noé de una humanidad que sin cesar se reencarna no siempre en lo mejor, grandiosa y casi enciclopédica suma de historias sobre la furiosa batalla de la vida contra la muerte, de la civilización contra la barbarie, de la verdad contra la mentira, del amor contra el odio, esta  última novela de Magris, como ya sucedía con su anterior, no menos dura y magnífica, A ciegas,  vuelve a decantarse por una adictiva y zigzagueante polifonía de voces. Esa multiplicidad de historias encadenadas, de hechos, de gestos fulminantes, de detalles dejados caer aparentemente al margen y arrastrados por un caudal de existencias y aconteceres que se niegan a reducir “la prolijidad del mundo, la inmensidad de los espacios, los abismos del corazón”, como decía este mismo autor en su no menos fascinante viaje que era Microcosmos.

       Como si estuviera inmerso en una especie de macro-thriller detectivesco, en una iracunda  “caza” contra esta impunidad y olvido que se ríe del presente (“no lucho contra el olvido, sino contra el olvido del olvido, contra la culpable ignorancia de haber olvidado, de haber querido olvidar”) Henríquez, cuyo nombre no aparece en la novela, sólo los fragmentos de sus diarios, una vez ya ha fallecido, dice haber transcrito los grafitis que dejaron algunos prisioneros en las paredes de La Risiera, antes de ser cubiertas con cal viva. Unas listas de nombres que quizá señalaban a sus verdugos. A los carniceros de las SS más reconocibles pero también a sus más ocultos y “honorables” cómplices locales. Muchos en la ciudad de Trieste están alarmados. Otros dicen que tan sólo es fruto de la calenturienta imaginación de “un falsario, un alucinado”.

     Tras la desaparición de este curioso personaje, una joven, Luisa Brooks, es la encargada de organizar, sala por sala, el futuro Museo. También será la responsable de interpretar e ir comentando, a la luz de lo vivido por su familia, a la luz de la Historia oficial y de los diarios de Diego, los borrones y cuentas nuevas elegidos para seguir viviendo en paz, para afrontar nuevos ciclos de más o menos interesados e hipócritas entendimientos. “Toda la Historia de la Humanidad es un raspado de la conciencia, sobre todo de lo que ha desaparecido”, se nos dice en este relato narrado a través de dos voces. Por un lado, la voz del presente, encarnado Luisa, una mestiza hija de una judía cuya abuela fue asesinada y de un oficial negro llegado con el Ejército de los Estados Unidos;  y por otro lado, la voz casi mítica, de alguien ya desaparecido, el fundador del Museo, que ha dejado escritos unos diarios.

     Avanzando fragmentariamente a través de historias (“las historias van y vienen”, dirá Luisa) que se engarzan unas con otras entre el horror y la fascinación -desde el Caribe y los interrogatorios de la Inquisición en el siglo XVI a crímenes racistas sucedidos en un Londres bombardeado durante la Guerra Mundial; desde  fantásticos personajes como ese héroe checo Václav Morávek que enviaba postales al sanguinario Heydrich después de cada atentado a infames torturadores como el policía Collotti de la siniestra Villa Triste, condecorado post-mortem por las nuevas autoridades italianas- la novela de Magris se convierte a cada paso en un bello o apestoso palimpsesto que fluye de forma acompasada, natural, simultánea, conformando un gran y mestizo humus. Un humus donde el bien y el mal, la cobardía y el heroísmo, las víctimas y los verdugos, el espanto y el amor, se confunden entre “rebaños humanos” en ocasiones indistinguibles. Una tupida maraña de zonas intermedias, ambiguas, de difícil comprobación y frecuentes enmascaramientos. De vacilante justicia terrenal y aberrantes ocultamientos como ya sucedía  en otras novelas de este autor como Otro mar, Conjeturas sobre un sable, A ciegaso en esta  actual. Algo que, con el tiempo, una y otra vez, ha ido caracterizado siempre su literatura. Una literatura que engarza de forma embriagadora e  hipnótica un gran número de relatos y destinos humanos cruzados y complementarios, se trate del escenario del que se trate. Una escritura de enorme potencia y de deslumbrantes hallazgos metafóricos, de contundente ferocidad y escaso acomodamiento, de penetrante y lúcida indignación, a mitad de camino entre el ensayo y la pura narración, entre el atestado y la investigación, entre el puro relato de aventuras y el cautivador y terrible poema épico.- MERCEDES MONMANY.

 

 

 

Claudio Magris, No ha lugar a proceder, Claudio Magris, traducción de Pilar González Rodríguez, Barcelona,  Anagrama. Barcelona, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mercedes Monmany

Cuanto sé de mí

17 de abril de 2020 09:36:56 CEST

 

Si en lugar de haber publicado Patria a los 57 años de edad, con un puñado de libros a sus espaldas y un acreditado prestigio en el panorama literario hispano, el éxito extraordinario obtenido por esa novela le hubiera pillado a Fernando Aramburu con veintitantos y esa hubiera sido, pongámonos estupendos, su ópera prima, los lectores y la crítica habrían estado esperando su siguiente obra con la punzante intriga, mezcla de fervor y mala uva, que suele caracterizar el carácter patrio. Las cosas, sin embargo, no se han desarrollado así. Tras 27 ediciones y 700.000 ejemplares vendidos, según las últimas estadísticas, a Patria le ha sucedido un libro que habrá desconcertado a más de uno. La jugada estaba calculada. Aramburu no es un aficionado. A aquélla le sucede en su ya extensa lista de títulos Autorretrato sin mí, una paradoja en sus términos, sesenta y una piezas en prosa que, no obstante, pueden ser calificadas de poéticas. Por la poesía empezó su andadura el escritor vasco afincado en Alemania. De la mano de CLOC de Arte y Desarte. “Contraje la poesía a edad temprana”, confiesa. Al parecer fue Lorca quien le contagió “la enfermedad incurable de la poesía”. Para demostrar que ésta no le es ajena, reunió en Yo quisiera llover (Demipage, 2010) versos escritos entre 1977 y 2005. Antes, ya había afirmado: “Yo, con todos mis respetos, creo que hoy por hoy la poesía prefiere que la exprese cierto género de prosistas”. Él es uno de ellos. Y eso ha hecho. No con la sutileza que ha usado en su narrativa, corta o larga. En este autorretrato la apuesta lírica ha sido otra y no en vano el libro aparece en Nuevos Textos Sagrados, la colección poética de su editorial de toda la vida, Tusquets, aunque no con el diseño que la caracteriza. Basta con leer “Polvo de hombre”, “El hueco”, “El hilo”, “Réquiem por el tiempo”, “Pájaros”, “La medusa”, “El sable” o “Mirlo”. Hasta la disposición tipográfica lo delata.

A propósito de esta entrega, Aramburu ha declarado: “Es un ejercicio literario de introspección pero lo que ofrece no es una sucesión de datos autobiográficos sino un paisaje en el que confío que cualquier lector se pueda reconocer. Me propuse verbalizar lo que me constituye como ser humano”. Sí, la palabra “hombre” abunda en estas páginas. Su humanismo, digamos, en ineludible. Desde la primera línea: “Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu”. Y más adelante: “No he sido nada del otro mundo, un simple hombre atareado en juntar signos frente a la noche”. O: “Yo, simple hombre de soledad y libros”. También: “Ser humano es mi vocación, mi tozudez y mi condena”.

El de la identidad es un asunto central en este empeño. “¿Quién, de todos los que he sido, soy yo en verdad?”, se pregunta. Y añade: “De mí podrán decir cualquier cosa salvo que fui definitivo”. Del primer al último capítulo, el borgeano tema del “otro” está omnipresente. Ese “otro” que es, por seguir el título del libro del poeta argentino, “el mismo”. Ese yo que es otro y, además, los otros, sin cuya concurrencia aquél no existiría. Una identidad, cabe precisar, sustanciada en la soledad (“escogida”), en la cualidad del solitario, ya se dijo. En “Concha de caracol” leemos: “Yo no tengo más alma que estar solo”. Y: “Yo apenas me alejo de mi soledad”. O: “Yo estoy tan solo a solas como en presencia de los otros”. Y, por fin: “Soy de mi soledad”. En otra parte leemos: “¿De dónde eres? Soy de mi soledad, el país que jamás abandono vaya a donde vaya”.

Ya se ve que “yo” es una palabra que, como es lógico, se repite. Este es un relato de autoafirmación. Pero es un yo rodeado. Quiero decir que en su soledad y, por ende en su ensimismamiento, participan otras personas muy cercanas al autor de esta suerte de meditación con trazos de memorias. Así, su padre. Aparece pronto en escena, en el tercer fragmento de este puzle que, una vez terminado, da en un fiel retrato de quien lo concibió. Hablo de “Viejo”. Y su madre, a la que dedica una pieza con ese título. Y su mujer, claro, “la Guapa”, la misma que llamó al timbre de un piso de Zaragoza y cambió para siempre la vida de Aramburu (a la que dedica una de sus novelas más poéticas, Viaje con Clara por Alemania). De la que dice: “Hasta hoy (me está esperando a la vuelta de la esquina) permanecerás con la mujer, sin la cual tu vida entera, créeme, no tendría más consistencia que el barro seco”. Léase “Beso”.

Y sus hijas: Cecila, la del piano, e Isabel (ha explicado que “sufrió una meningitis que le dejó secuelas”), con la que aprende la compasión: “Nadie me ha conferido tanta forma como tú”. Y la inocencia.

En “Amor” escribe: “Amar, lo que se dice amar, he amado a pocos; pero juraría que a esos pocos los he amado mucho”.

El que en 1985 dijo: “La sintaxis soy yo”, no puede olvidar que, al final, es alguien que escribe. “Yo me afané con las comunes palabras del idioma castellano”. Palabras “baratas”, “de todos”. De una lengua que se ha convertido en “la más firme y duradera de mis pasiones”. “He sido (…) un hombre entregado al arte laborioso (que es oficio y es pasión y es juego) de expresarme por escrito”. De ahí que el lenguaje sea sustento básico y necesario de un libro que basa su existencia, más allá de lo testimonial, en su vocación de estilo, otro rasgo distintivo de Aramburu. De ahí que dedique no pocas páginas a indagar sobre su oficio, que empieza por su destino de lector (“La bofetada de1971”).

“Constato solamente”. “A mí me basta la realidad”, declara, y en lo que tiene de cotidiana sustenta algunos aspectos de su intimidad como cuando se refiere a su cara, a sus manos, a su perro, a la cama, a la “manzana matutina” que se come a diario o a ese terrible diagnóstico que, por suerte, resultó equivocado. En pos del “arte tranquilo de morir”. Pero cuidado, “Que lo raro es vivir”. “Ardua es su tarea no elegida de existir”. Se constata fácilmente. A esa perplejidad dedica el autor de Ávidas pretensiones tal vez lo mejor de sus creaciones. Desde la posición de un melancólico vitalista: “Me gusta la vida, qué se le va a hacer”. A pesar del miedo (“Grande es la noche, negra y sin consuelo”). “Feliz de ser feliz”.

Ve la vida Aramburu desde la ventana de su estudio que da a los abedules (“Mi ventana y mi vida dan al norte”) o desde las orillas del mar Cantábrico, en su natal Donostia-San Sebastián. Pero sobre todo desde la calle, en medio de los demás. Su humanidad así lo exige. “Vengo a decirme la verdad”, leemos, y podemos dar fe de que así ha sido.- ÁLVARO VALVERDE.

 

 

Fernando Aramburu, Autorretrato sin mí, Tusquets Editores, Barcelona, 2018.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Álvaro Valverde

Baroja viaja a Aragón

8 de abril de 2020 12:53:26 CEST

El viaje ha sido siempre un elemento axial en la narrativa de Pío Baroja (y no sólo en los ciclos aventureros; recordemos su primera novela Camino de perfección, 1902), y desde el momento en que el escritor se aleja de Madrid para recluirse en la casona de Vera del Bidasoa los libros de viaje ocupan su tiempo, como para contrarrestar en la literatura el mayor sedentarismo de la vida.

Ahora se rescata uno de esos libros, Las horas solitarias (1918), posiblemente el que de entre todos ellos —y en especial la tercera parte del mismo: “Primavera”—  contenga mayor número de impresiones campestres del caminante solitario, hasta el punto de hallarse en él una cierta armazón o cohesión estructural a partir de un hilo narrativo que comienza con la “llegada al pueblo” y culmina con “la noche de San Juan”. Y ello incluso a pesar de la heterogeneidad de los asuntos aquí tratados y de que, a ratos, el libro parece decantarse hacia su formato diarístico, con la puntual anotación del sucederse de las jornadas, muy diversas entre sí a veces, pero también reiterativas o cíclicas, según se percibe en las estampas de la vida cotidiana transcurridas en la huerta doméstica, que se extienden a otras partes del libro y constituyen un verdadero leit motif. Las horas solitarias se articula en torno al dual movimiento de la observación–contemplación–impresión, en primer lugar, seguida de la reflexión, marcadamente inclinada hacia cuestiones metafísicas, y combina capítulos que dan cuenta de las andanzas cotidianas con otros que constituyen una verdadera etología del entorno que habita Baroja: Vera del Bidasoa y sus alrededores.

Entre los primeros, los hay de carácter estático, reflexivo, de espacios interiores o breves paseos por la huerta, que siempre generan excelentes párrafos de observación y meditación sobre la Naturalezay la darwiniana struggle for life, consciente como es el narrador de que “el campo es como un fondo al que hay que ir animando con las representaciones propias. [...] A medida que uno vive en el campo se le acercan los objetos y se acortan las distancias, lo contrario de lo que pasa en las grandes ciudades”. En otros capítulos el “hombre fantasma, que se pasa la vida entre la biblioteca y la huerta”, sale de casa y se convierte en “el señor de cierta edad que intenta a veces ser amable y se las echa de razonador”. Y relata sus “pequeños viajes”, como la escapada a San Sebastián (relato circular que incluye los elementos más característicos del género: salida, trayecto, medio de transporte, pintura de los compañeros del vagón, impresiones paisajísticas, llegada, actividades y regreso)  o la excursión a Arizacun —que le sirve para hablar de los agotes, en un capítulo de interés étnico–cultura—; un simple paseo por los alrededores de Vera, que da pie a hablar de los desertores del bando aliado durantela Primera Guerra Mundial; o la caminata por Illecueta que le conduce ante las ruinas de una antigua fábrica.

La segunda parte del libro —“Una excursión electoral”— puede ser calificado de reportaje político–social, que arranca de una anécdota precisa: el intento de Baroja de ser nombrado diputado por Fraga para las elecciones de 1905,  animado por su amigo el pintor Miguel Viladrich —que vivía retirado en un castillo de la localidad— y otros compañeros de redacción. El relato, entre narrativo y dramático, dado que abundan las escenas dialogadas, recoge las peripecias de esta aventura y, junto a los elementos característicos de la literatura de viajes, contiene una viva crónica del presente. El narrador, tras un rápido resumen de las circunstancias que desencadenaron dicha “excursión electoral”, relata las sucesivas etapas del viaje, los medios empleados y los establecimientos donde se aloja. De Madrid a Zaragoza va en tren, y allí pernocta en un hotel, para luego proseguir hasta Huesca, donse se aloja en la fonda Petit Fornos que le lleva a exclamar: “¡Qué nombres más ridículos encuentra esta gente para sus cosas!”. Desde las primeras líneas, junto a las pinceladas críticas recogidas al sesgo del mirar, se percibe el tono desenfadado y humorístico que preside la narración de esta disparatada aventura, pues algo de absurdo —o de fantasía, según opina Alaiz, otro compañero de la singular excursión— hay en este proyecto de presentar como diputado por Fraga a alguien que había hablado mal de la jota aragonesa y de Joaquín Costa.

De Huesca a Sariñena marchan los viajeros en un tren de mercancías, con cambio en Tardienta, pausa que en la escritura se traduce como interrupción del relato que el narrador aprovecha para recoger el perfil de los tipos con que se cruza y esbozar, en pinceladas sombrías, escenario y ambientes. Desde aquí, el trayecto hasta Fraga se narra casi puntillísticamente, entrando en el relato personajes que, como Petiforro el troglodita (el tartanero malhablado que los lleva desde Sariñena a Candasnos), suman, al marco paisajístico, el paisanaje. El verdadero reportaje social —con sus notas de tinte regeneracionista o noventayochista— se encuentra en estas siluetas apresadas al paso, como la viejecita que comparte trayecto de Castejón de Monegros a Bujaraloz y que tiene un hijo que se ha marchado a Francia, las compañeras de viaje de Fraga a Lérida, o estas dos siluetas encontradas por los campos yermos en donde cae el sol sin encontrar apenas una mata: “A lo lejos se divisa un carromato destartalado que viene bamboleándose, tirado por un mulo escuálido y un borriquillo. Van a pie, cerca del carro,  un muchachito moreno y un hombre de calzones y sombrero ancho, con los ojos inflamados, sin duda, del sol y el polvo”. Hay más denuncia en la aridez escueta de estas imágenes —así como en las notas paisajísticas que recogen la desolación trágica con que cae el sol sobre aquellas tierras o en el vacío y el abandono, el sin sentido pues, de ciertos espacios— que en párrafos donde el atraso, la ignorancia, la pobreza material o las pésimas condiciones de vida se explicitan -“Dice [el carretero] que por esta tierra hay muy poca gente que sepa leer y escribir. Él supone que de cada veinte mozos que vayan al servicio habrá uno que sepa de letras”-, o en aquellos otros donde, a propósito del objetivo electoral que motiva la excursión, se registra la corrupción política vigente, o en las sucesivas entrevistas con los personajes influyentes del lugar, al margen de la distinta filiación de unos y otros. Insisto, es este fondo de paisaje y paisanaje, de figuras como de segundo plano, lo que deja al lector una honda y más auténtica visión de la realidad. El verdadero reportaje está en esas líneas escritas como al sesgo, más que en las escenas de primer plano. Y desde luego, tiene mucho más valor que el del mero pintoresquismo anecdótico que le atribuye el narrador al concluir su relación: “Si uno tomara las cuestiones del régimen parlamentario en serio, esta experiencia sería una nota más que serviría para demostrar el artificio y la mistificación de las elecciones; pero como yo creo hace tiempo que el sufragio, en la práctica, es una farsa, este relato no puede tener más que el pequeño valor de una anécdota pintoresca”. – ANA RODRÍGUEZ FISCHER.

 

Pío Baroja, Las horas solitarias, edición de Jesús Alfonso Blázquez González, Madrid, Ediciones del 98, 2011.

 

*Fotografía de Pío Baroja: Retrato de Pío Baroja realizado por Juan de Echevarría

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ana Rodríguez Fischer

La infanta y el cardenal

4 de diciembre de 2017 10:11:30 CET

¿Puede una biografía de X ser, al mismo tiempo, una autobiografía de Y?  ¿Puede una “verdadera historia” de un personaje del siglo XVIII, el infante don Luis de Borbón, ser la verdadera historia de Ángel Alcalá, “impertérrito filósofo, teólogo radical y mediocre escritor” de nuestros días, como se retrata en esta novela a uno de sus protagonistas, Anselmo Galván?

 

Pues aunque parezca la cuadratura del círculo, no solo es posible, es cierto.  Para empezar, es cierto que Alcalá es un impertérrito filósofo, es cierto que es un teólogo radical, y en cuanto a lo de “mediocre escritor”, ¿quién no lo es si nos comparamos con Shakespeare, Cervantes, Flaubert o Thomas Mann, por poner algún ejemplo?

 

Ya sabemos que todo lo que escribimos está sustanciado por nuestra particular biografía. Pero hay casos en que esta identificación de lo ajeno con lo propio es mayor, casi un trasunto.

 

Y es que esta novela de nuestro ilustre filósofo, teólogo y escritor  Ángel Alcalá, además de mucho rigor histórico, de mucha consulta de documentos, está llena de trasplantes y guiños personales. Y no solo en la personificación del autor con su declarado “alto ego”, Anselmo Galván -- “Yo bajé de posible cardenal a profesor y modestillo aprendiz de escritor”, se lee, y, quienes sabemos que los familiares de Alcalá ya pensaban en él como cardenal reconocemos el guiño--, o en el hecho de poner en boca del infante don Luis la mayor parte de sus personales elucubraciones existenciales…, sino también en el retrato de su compinche dialogal, el erudito canónigo Juan Ángel Gimeno, amigo personal del autor, o en personajes como Jesús de Vived, don Teofrasto, Agustín Piña…, y en muchas otras incidencias a lo largo del laborioso texto de Alcalá, que cuando justifica al infante don Luis, o critica acerbamente a  Carlos III, trasluce hechos de su propio curriculum, que se nos aparecen como una especie de ajuste de cuentas, o como una forma catártica de hacer aflorar sus demonios interiores.

 

Todo esto, que puede ser bueno o malo, es indiferente literariamente,  porque lo que estamos tratando (aunque en alguna ocasión adivinemos una tesis doctoral camuflada) es, sobre todo, una novela, una novela histórica, y a una novela histórica  podemos y debemos, pedirle, además de rigor histórico, imaginación, elucubración, hipótesis, ucronías,  con que rellenar lo que la historiografía académica, sujeta solo a lo documental, no alcanza a completar lo que podría haber sido.

 

Pueden los historiadores juzgar La infanta y el cardenal desde el punto de vista académico, pero si uno se atreve a enhebrar una novela lo que debemos pedirle es que lo sea, de verdad, convincente, verosímil, apasionante también, por más que la etiqueta de histórica comprometa, y limite mucho, al tiempo, la libertad creadora que se exige al género.

 

Y que me perdonen los entomólogos de la literatura, pero creo que etiquetar las novelas en modalidades no hace sino confundir la sustancia de un género. Por resumir el asunto de la novela de Alcalá, digamos que un tal Anselmo Galván (recordemos que Galván es el segundo apellido de nuestro autor) está empeñado en escribir la biografía del infante don Luis de Borbón, hermano de Carlos III. ¿Quién es este Galván? Nos dice el autor que dedica la vida a la docencia, que “ni ocultaba ni ostentaba (o sea, que no hacía ostentación, rectifico al autor) su antigua condición de sacerdote”, que es  “oriundo de una villa bajoaragonesa”, “amante de la vida, de la música, del arte, y apasionado por la libertad” y “abierto a todo aire de doctrina”.

 

Pues bien, este Galván, tan alcalaíno, con el fin de escribir esa biografía se desplaza a Zaragoza, para reunirse con la viuda del infante don Luis, doña María Teresa de Vallabriga, que habita el palacio de Zaporta. Allí, entre las conversaciones con la Vallabriga, la lectura de su “Diario” (apócrifo), los papeles de “Recuerdos y olvidos” (título ayaliano) escritos por don Luis (también apócrifos), cartas y documentos, reales o ficticios, apoyaturas de los escritos del embajador Fernán Núñez, utilización de la “memoria engañosa”, y recreaciones varias de la vida cortesana, se va enhebrando, a modo de gran tapiz goyesco, con constantes regresos al pasado, el retrato de una época, la borbónica, a partir de Felipe V y sus primeros sucesores. Como un nuevo Goya retratista—recordemos la familia de Carlos IV o la del propio Luis de Borbón--, Alcalá va fijando su atención  en cada uno de los personajes, hasta ofrecernos una radiografía de personalidades y comportamientos.

 

Como ya he apuntado, pero ahora amplifico, deduzco que lo que ha llevado a un historiador tan riguroso como Ángel Alcalá a probar fortuna en la novela, aunque se trate de una novela histórica, es una suerte de identificación personal con el destino vital  del infante don Luis. Ese paralelismo de vidas, por muy distante que pudiera parecer entre figuras de tan distinta temporalidad y condición,  tiene sin embargo un punto en común que, sin duda, no podía reflejarse adecuadamente en un libro de historia pura: el autor necesitaba de la libertad que permite el relato novelesco para plasmarlo.

 

La novela, pese a su dual título, La infanta y el cardenal, tiene un solo protagonista: el infante don Luis, es decir, el cardenal.  La infanta es como una receptora de los recuerdos y vivencias del aquel, su egregio y apesadumbrado esposo. Y se sustenta   en dos ejes: la crisis de conciencia del infante, en una primera parte; y en el tema de la irregular sucesión a la Corona, que constituye el tema predominante que recorre toda la novela.

 

En torno a don Luis, asistimos a la sucesión de monarcas y favoritos, de familiares y amigos, de cortesanos y políticos, de gentes de la cultura y el espectáculo que rodean al protagonista. Frente a los estereotipos de la historia más divulgada, Alcalá abunda en aquellos aspectos que los contradicen o que nos dan aspectos ignorados del inframundo cortesano.

 

Alcalá parece querer poner en entredicho no solo a la historiografía oficial sino la académica más o menos consagrada. Y un mérito de esta novela es la imagen menos conocida que nos ofrece de sus protagonistas. Acierta de pleno. Sus semblanzas de los grandes personajes de la aristocracia española de aquel tiempo no dejan de ser insólitas, al menos para someros conocedores de la historia, como el que aquí les habla.

 

Entra en la intimidad de sus hábitos cotidianos, pero siempre apoyado en la pertinente documentación.  Su margen de ficción, de fabulación para los personajes históricos es prácticamente inexistente, como temeroso de faltar al rigor histórico, de dar a la novela un carácter metahistórico.

 

Aún así, su mirada se posa novedosamente en aquellos aspectos menos frecuentados por la historiografía habitual, que pasa por encima de esos aspectos más íntimos y cotidianos presumibles, verosímilmente presumibles, que dan a su ficción un talante verídico.

 

Donde mas brilla el Alcalá novelista es en esas deliciosas conversaciones en la Casa de Zaporta en las que María Teresa cuenta su vida, acompañada de su hija María Luisa, del enigmático Francisco del Campo, de Galván y del canónigo Juan Ángel. O en esos paseos por ciudades, villas, palacios y vida cotidiana.

 

Otro de los leit-motiv recurrentes de la narración alcalaína es la continua referencia a la sexualidad como determinante de hechos y conductas, poco habitual en el discurso historicista, lo que da a su narración otro de sus aspectos más personales. Sus descripciones amorosas tienen un potente latido erótico, como en el encuentro  de la infanta Maria Teresa con Francisco del Campo, o el de la noche de bodas de la infanta y don Luis.

 

Y hay una permanente preocupación por definir el sentido de la historia, lo que debe hacer un historiador, que lo sea de verdad. El texto está lleno de reflexiones al respecto, que parecen, como ya apuntamos antes, querer enmendar la plana a los historiadores de oficio.

 

Pero lo que sin duda más diferencia a esta novela histórica de las habituales del género es que la narración no se limita  a novelar una historia, más o menos conocida, sino que participa de los andamiajes de una novela de tesis, en la que se propone y defiende una nueva visión de la historia que rompe interpretaciones anteriores: me refiero, como ya he señalado, a la figura de Carlos III que, a partir de los documentos y de las reflexiones de los protagonistas,  aparece con un perfil muy distinto al que estamos acostumbrados y nos da una opinión de su personalidad poco acorde con la que, generalmente favorable, nos ofrece la historiografía habitual.

 

No sé si el autor se excede en su negativo retrato del monarca ilustrado en su afán de defender la figura del infante don Luis, que, por otra parte, frente a la simpatía que le muestra el autor, no deja de aparecer, por sus hechos y actitudes, como un personaje acomodaticio, abúlico, tímido, tibio, atolondrado, miedoso, timorato,  incapaz de tomar las riendas de su destino, sometido sin orden ni medida a sus pasiones amorosas, atolondrado…, cuya educación, cultura, liberalidad de ánimo no son capaces de evitar que sea juguete pasivo de los acontecimientos. En suma, la tesis que plantea Alcalá, su defensa del infante, no creo que salga muy bien parada, y en hechos como la decisión de don Luis de casarse con una prostituta parecen dar la razón a Carlos III en su trato al hermano, que se nos aparece, pese a los esfuerzos del autor, como un atolondrado de poca personalidad.

 

De todo lo dicho creo que estamos  ante una novela que pretende dar una visión poco convencional de un periodo de la historia española, como un tapiz goyesco aunque visto desde su revés, es decir, donde los nudos de la urdimbre revelan su artificio, su última fabril realidad, como un ajuste de cuentas a la propia historiografía, aunque apoyado en ella, y de paso, como una oportunidad del autor de explicarse a sí mismo, a través de sus dos “alter egos” en la trama: el infante don Luis y el filósofo, teólogo y escritor Anselmo Galván. Una autobiografía oculta en una biografía.

 

Para los que somos curiosos de la historia, o mejor de la intrahistoria, esta es una novela reveladora, genuina, que hemos leído ansiosamente con el ánimo de escrutar sus más o menos recónditos o transparentes rincones, porque sabemos que, en ella, tanto la verdad como la ficción son, al cabo, una misma cosa, y siempre nos apasiona escuchar palabras verdaderas.- JUAN DOMÍNGUEZ LASIERRA.

 

 

Ángel Alcalá, La infanta y el cardenal. La verdadera historia del matrimonio morganático de don Luis de Borbón y Farnesio y María Teresa de Vallabriga, Madrid, La Esfera de los Libros, 2015.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Domínguez Lasierra

Hay poemas sobre poemas

13 de enero de 2017 12:43:31 CET

Afirmar que Wislawa Szymborska es uno de los grandes referentes de la poesía actual no sorprende a nadie, es más, en cualquiera de las listas que pudiéramos hacer de los poetas más trascendentes del s. XX y principio del s. XXI, la Nobel polaca siempre debería estar presente. Pero la afirmación contiene un segundo sentido ya que a partir de ella pueden entenderse algunas poéticas o, incluso, podríamos llegar a decir que se ha convertido en un icono para las nuevas generaciones poéticas europeas (y españolas, por supuesto). Su impacto y asimilación en los círculos poéticos jóvenes y femeninos (y feministas)  es de tal calado que sería imposible explicar las poéticas de algunos de sus referentes, como Elena Medel, Sofía Castañón o Sara Herrera Peralta, sin la precisión “médica” de Szymborska con la que desgrana cada imagen. No hay posibilidades a estas alturas de producción crítica sobre la autora polaca de aportar algo que no se haya dicho al respecto, pero sí existe la posibilidad de trazar lo significativo de su poética en la de los demás.

Metódica en el uso del lenguaje, circular en la concepción del poema y sagaz en el uso y el abuso de las palabras y sus sentidos, Wislawa Szymborska ha fascinado del mismo modo a los jóvenes poetas como pudieran haberlo hecho en un momento determinado el aullido de Ginsberg, el fascinante territorio de T.S.Eliot o la rítmica y atronadora poética de Leopoldo María Panero. Estamos, pues, ante una de las grandes figuras de la poesía europea, convertida ya en icono de una generación que anhela su capacidad metapoética, su visión terrenal y espacial y sus saltos en el tiempo y en el vacío en busca del secreto de la identidad y de aquello que fuimos un día y no sabemos ya dónde ha quedado o cómo encontrarlo de nuevo.

Hasta aquí es el libro que recoge los últimos trece poemas escritos por la poeta y una interesantísima entrevista realizada por Javier Rodríguez Marcos a los dos traductores del libro, Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Ellos dos, junto a Xavier Farré, son los responsables del auge de la poesía polaca en España. Su pulcra manera de traducir a la que suman su atinado sentido del ritmo, como buenos poetas que son, han hecho de la literatura polaca, de su poesía, el lugar al que todos los lectores de este género acudimos en busca tanto de las voces más conocidas (Rózewicz, Zagajewski, Herbert, Krynicky…) como a los nuevos nombres (recogidos en esa monumental antología editada por PUZ, Poesía a contragolpe. Antología de poesía polaca contemporánea y que desde estas líneas etiquetamos como obligatoria y necesaria).

Hasta aquí plantea las claves y constantes de la poesía de Wislawa Szymborska, su juego continuo con las palabras y sus significados (que tan bien se aprecia en el poema titulado “Reciprocidad”: “Hay catálogos de catálogos. / Hay poemas sobre poemas. / Hay obras sobre actores representadas por actores. / Cartas motivadas por cartas. / Palabras que sirven para explicar palabras”) y la belleza de una manera de decir que huye de la grandilocuencia y encuentra en lo sencillo y en las palabras justas, en la esencia del propio lenguaje (como siempre señalan los grandes poetas –Gamoneda y Saldaña entre ellos hablan de este compromiso con la palabra), el secreto de la comunicación más intensa (como bien podemos observar en el poema titulado “Mapa”: “Me gustan los mapas porque mienten. / Porque no dejan paso a la cruda verdad. / Porque magnánimos y con humor bonachón / me despliegan en la mesa un mundo / no de este mundo”).

Este es un poemario que completa el anteriormente editado por Bartleby Editores, Aquí (2009) y  que fue traducido por los mismos traductores del libro que aquí tratamos. A Pepo Paz, editor del sello, corresponde agradecerle la apuesta por estos dos volúmenes que han completado la edición de la poesía de esta autora que nos ha hecho tan felices.

 

Wislawa Szymborska, Hasta aquí, traducción de Abel Murcia y Gerardo Beltrán, Madrid, Bartleby Editores, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ignacio Escuín Borao

De la literatura como autobiografía

9 de enero de 2017 08:37:24 CET

La Editorial Anagrama ha publicado el volumen de Los diarios de Emilio Renzi correspondiente a los Años de formación, al que seguirán Los años felices y Un día en la vida. El período rememorado, desde 1957 hasta 1967, abunda en aspectos de interés: desde el ángulo político, para los argentinos fueron años sobre todo de proscripción del peronismo, cuya presión sobre sucesivos y dispares gobiernos de la Unión Cívica Radical determinó la actitud cada vez más intransigente de los militares, que terminaron por asumir directamente el poder en octubre de 1966; desde el ángulo de la literatura, fueron los años de consolidación creciente de la producción latinoamericana, con su  manifestación fundamental en el boom de su narrativa. Ricardo Piglia demostró conocer de cerca ese fenómeno al preparar con prólogo y notas la antología de cuentos que tituló Crónicas de Latinoamérica (1968), y tuvo ocasión de vivir tanto los avatares del proceso político nacional como los ecos que encontraba la revolución cubana, intensos sobre todo cuando Ernesto Che Guevara fue asesinado en Bolivia, en 1967, mientras Gabriel García Márquez triunfaba con su novela Cien años de soledad.

Algo de esas circunstancias se filtra en los diarios de Emilio Renzi, entre citas de autores numerosos, referencias a abundantes lecturas y reflexiones a propósito de ellas. Aunque se dedique también una atención notable a las mujeres ―otro tema dominante a la hora de reflexionar sobre la experiencia de la memoria y sobre las peculiaridades del pasado―, el libro se ocupa sobre todo de literatura y de la iniciación a la creación literaria. No en vano el diario concluye con el año en el que Piglia publicó el volumen de cuentos que se tituló Jaulario en la edición de La Habana y La invasión en la de Buenos Aires, esta última con correcciones más o menos relevantes y un relato más. Por entonces Piglia empezaba a elaborar alguno de los luego incluidos en el libro Nombre falso (1975), así como la novela que pensaba titular Entre hombres y terminó siendo Plata quemada (1997). Había iniciado también su trabajo como crítico o teórico de la literatura, lo que tal vez encontró su mejor manifestación temprana en 1965 con el único número de la revista Literatura y Sociedad, cuya dirección compartía y en cuya presentación analizó el pasado reciente para proponer una salida a los inofensivos intelectuales argentinos de izquierda.

A esa iniciación parecen corresponder ensayos y relatos incluidos en este volumen, alguna vez en proceso de elaboración, junto con las ideas que justificaron su redacción o la impulsaron. Entre tanta literatura los seguidores de Piglia podrán reconocer algunos detalles de su biografía: la mudanza familiar desde Adrogué a Mar del Plata, su experiencia como estudiante y profesor en la Universidad de La Plata, sus irrupción en los medios literarios de Buenos Aires, sus relaciones con la política del momento, su interés por el cine o la música. La lectura reciente de la novela El camino de Ida (2013) facilita la identificación de Piglia con Renzi, personaje que tal vez apareció por primera vez en el cuento "La invasión" y que quizá inició en "El fin del viaje" (Nombre falso) la aproximación a su creador. Ahora esa identificación no es simple, ciertamente, pues desde el principio entra en juego un "autor" que presenta el libro y que en las primeras páginas, en otras intermedias y en las últimas conversa con Renzi en algún café de Buenos Aires o en su estudio, en un desdoblamiento que permite ofrecer recuerdos y reflexiones relacionados con la épica familiar que estaría en el fondo de toda la obra de Piglia, así como dar sentido a la recuperación o elaboración final de esos diarios que en el presente la enfermedad lo obliga a dictar.

Si antes había buscado una ficción consciente de sí misma y de sus poderes, Piglia pone en práctica ahora el diario consciente de que lo es en la medida en que alguien lo comenta, lo critica o lo traiciona al sacarlo del ámbito íntimo que le es natural; nada de particular para quien en Respiración artificial (1980) ya había conjugado el discurso narrativo con otro ensayístico que conseguía integrar cartas y diarios en la ficción. A pesar de las fechas y de los datos históricos correspondientes a la década reconstruida, los diarios ahora editados bien podrían ser simplemente otro fruto de la imaginación creadora del escritor. No en vano Renzi admite alguna vez que en un diario se escribe lo que se cree que ha sucedido, y que la realidad puede desmentirlo. La nota previa del autor respalda esa actitud al recordar la significación que Renzi atribuía a su ridícula pretensión de registrar la vida personal: condición ineludible para escribir otras obras, y configuración de un yo que no es sino las palabras que dicen de él, aunque lo que dicen no siempre coincida con sus recuerdos, que llegan desde la infancia con especial intensidad.

Puesto que Renzi se pregunta alguna vez para quién escribe ese diario, y finalmente lo publica, nada impide replantear ahora esa cuestión. Los diarios pertenecen al ámbito de la autobiografía, y la autobiografía demanda un lector que rompa su monólogo o complete el círculo de su expresividad: Piglia, con ayuda de Roland Barthes, lo entendía así al presentar los textos dispares que él mismo había reunido en Yo (1968), prólogo que Renzi recupera ahora, con variaciones. Este lector confiesa que ese autor que es y no es Piglia, y que fue y no fue el que recuerda haber sido ―a esa multiplicación posible de sí mismo alude el epígrafe inicial de Marcel Proust―, le produce cierta incomodidad: me interesa, desde luego, el diario de Piglia, como tal y en tanto que constituye una posibilidad de entender mejor las ficciones y los ensayos de su autor; me cuesta decir lo mismo del pasado de Renzi, quien parece menos atento a lo vivido o recordado que a la imagen personal que pretende y consigue construir.

 

 

Ricardo Piglia, Los diarios de Emilio Renzi. Años de formación, Barcelona, Anagrama, 2015.

 

           

Escrito en La Torre de Babel Turia por Teodosio Fernández

Momentos estelares de funambulismo feliz

15 de noviembre de 2016 08:23:30 CET

Lo más llamativo de la poesía de Ángeles Mora es la delicadeza con que opera. Y opera en fibras sensibles con escalpelos de orquídea… Como si los pétalos tuvieran filo, y, antes de sajar, nos anestesiaran a fuerza de perfume. Así: mata dulcemente. Ya lo dice la canción con que titula un poema; mata sonriente, como la vida la mata a ella cada día.

 

Este es el tono general: el de un poema tímido como “un ramo de flores que se esconde en la espalda”, pero….vitalmente letal.  Como la sustancia misma que atraviesa el libro y anuncia, inminente, con toda la calma del mundo, que este ramo, esta vida, sin prisa y sin pausa, se están marchitando ante nuestros ojos.

Sin embargo, ese alambre del tiempo que va de comienzo a fin del libro, permite momentos estelares de funambulismo feliz.

 

Instantes de gloria… con el sol rayando y nosotros al borde del abismo, detenidos en un momento de vibrante eternidad, “con el cuerpo que logra no pesar / como no pesa la alegría”. Para llegar ahí, página 47, antes hizo falta presentar al personaje y darle un marco.

 

Un personaje desdoblado entre una que la habita, la diurna, que entra y sale del rol previsto por la sociedad para la mujer, y ella, la de la vigilia de los ojos cerrados, que a su vez habita su mente, su pensamiento, sus sueños.

 

Quiero recordar aquí, en apoyo de la intuición que Ángeles pone en boca del sujeto lírico, la conclusión del gran neurólogo Rafael Llinás, que tras muchos experimentos de laboratorio descubre lo que la poeta sabe por experiencia propia.  Juzga Llinás “que cuando estamos despiertos y conscientes, en realidad estamos soñando…. y esos sueños están siendo dominados por los sentidos,  que a su vez están gobernados por el mundo exterior. Mientras que cuando dormimos, están gobernados por la memoria. Así, los sueños son la conciencia en sí misma. Mientras que la realidad está permeada por lo que llega de fuera”.

De hecho, Ángeles utiliza como epígrafe para el primer apartado titulado: “Quién anda aquí”, una cita de la poeta Adrienne Rich, que resume ese ver en sueños, dormida, que los poetas buscamos atrapar en la escritura: “Y quiero mostrarle un poema, que es el poema de mi vida. Pero dudo, y me despierto”. Así, unos versos de este libro dicen: “se apaga el día mientras llega / la noche lenta / de la que no quiero salir”. Y por la mañana, le gustaría hacer durar esa noche, por temor “a que llegue el día y sus mandatos”.

 

Esos mandatos que están muy claros, pues “los hombres no barrían la casa / mi hermano estaba poco en la cocina / yo hacía la mayonesa o limpiaba el polvo para ayudar: de día”Y aunque las noches son suyas,  de esa doble jornada sale la otra que la habita: diurna, cotidiana, tributante –que diría Pessoa- ; esa que padece la soledad del ama de casa: con su elocuencia rota. La nocturna, en cambio,  no está sola, pues: “el pensamiento no deja de latir, da golpes, bulle”.

 

Ya en el segundo apartado titulado “Emboscadas” surgen las trampas y tentaciones del entorno, y la querella con la otra que la habita, la diurna: “Siempre estás a disgusto con ella / con la que adentro llevas”, en su faceta “de chica sentimental de clase media”.

 

Pero una composición pone las cartas sobre la mesa, y resume las conclusiones de otro sabio, Levi Straus y sus leyes de parentesco, cuando afirmó “que las sociedades están estructuradas alrededor del intercambio de mujeres entre hombres”.  Breve pero eficaz, “Dinero de bolsillo”, está contado desde el punto de vista de esa mercancía humana que es la mujer dentro de este sistema. Lo transcribo: “Se aconseja no cotizar en bolsa. / Una mujer no aprende / el ínfimo valor de su moneda / hasta que no circula / en el devaluado / mercado de las letras / de cambio”.

 

Tras describir a esas “estrellas frías o mujeres clásicas llenas de orgullo y prejuicio”, el personaje se abre en busca de otros marcos posibles, una vez que ha abandonado el estrecho molde que le estaba destinado.  Aunque no hace falta irse muy lejos, pues como sabían los surrealistas: hay otros mundos pero están en este. Depende de cómo se habite. Así, es posible que la inspiración y la palabra cuajen donde menos se lo piensa. “No-lugares, o lugares de nada” donde se está, por ejemplo, mientras se lavan los platos. Lugares semejantes, se nos ocurre, al de Spinoza mientras pulía sus lentes. Lugares sin prestigio, donde la corriente mental sigue discurriendo -armando su discurso- sin parar, porque “escribir es un vicio que nunca se detiene”

 

El tercer apartado: “Palabras nuestras”, dedicado al nombrar amoroso, al compartir, homenajea esas precisas invocaciones “con esa música secreta / que esconden / los nombres del mañana”. Porque el amor, dicho a través de ellas,  es motor de búsqueda y esperanza.

 

El cuarto apartado: “Los instantes del tiempo”, esta dedicado a esa labor de Cronos que barre, incesante, y sedimenta y abona el presente, con  aquello mismo que derriba.

 

Por último, el quinto apartado: “El cuarto de afuera”, evoca potentes escenarios de una infancia de posguerra, donde el buril de pétalos de orquídea trabaja sobre un párpado insomne. Poemas en los que con tomas precisas sugiere el entorno completo de una época dolorosa.

 

Ficciones para una autobiografía es un libro donde la voz de Ángeles Mora alcanza la difícil sencillez, y roza como con una gasa las heridas, que nos devuelve perfumadas. Porque… qué duro es sufrir, pero qué dulce haber sufrido, y sin embargo, no hay nostalgia, sino presente puro. Un libro vivo y delicado, fuerte y flexible como una vara de bambú.

 

 

Ángeles Mora, Ficciones para una autobiografía, Madrid, Bartleby Editores, 2015.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Noni Benegas

Una decidida apuesta por la filosofía

22 de abril de 2016 12:21:28 CEST

A nadie se le oculta la difícil situación que está viviendo la cultura en los últimos años. El auge de las nuevas tecnologías y el rodillo implacable del progreso están dejando en un lugar secundario todo lo relacionado con el ámbito de las Humanidades y, especialmente, lo que se refiere a la Filosofía, no sólo como disciplina escolar y universitaria sino como proyecto de investigación.

La obra Huérfanos de Sofía, prologada por Javier Gomá y coordinada e introducida por Àlex Munbrú, es una reflexión de docentes y profesionales de la filosofía sobre la problemática de esta materia a principios del siglo XXI. Este ensayo colectivo aglutina la experiencia de trece pensadores que contrastan ideas, proponen nuevos retos y apuestan decididamente por un futuro para la filosofía no sólo como asignatura impartida en el bachillerato y en la universidad sino, sobre todo, como vehículo privilegiado del amor al saber. El libro, subtitulado acertadamente Elogio y defensa de la enseñanza de la filosofía, está abierto al debate, a la reflexión lúcida y a una argumentación basada en el día a día en el aula o en el cada vez más difícil quehacer investigador.

Javier Gomá anticipa en un jugoso prólogo las bondades de la filosofía a la que valora como una actividad intelectual no positivista y no especializada y a la que considera como parte esencial de la cultura de una comunidad. Àlex Munbrú se lamenta en la introducción del daño que la reciente Ley Wert – LOMCE – va a causar a la filosofía, que está cada vez más desamparada por las instituciones y queda relegada al ámbito de la optatividad en bachillerato y a un minoritario número de alumnos en la universidad. Hace especial hincapié en el concepto de utilidad – “¿Para qué sirve la Filosofía?” – y afirma que, por sorprendente que parezca, lo verdaderamente revolucionario hoy día es consagrarse a las Humanidades.

La parte más interesante del libro es la que recoge la experiencia docente de algunos profesores de enseñanza secundaria que conocen la problemática del aula y están cada día al pie del cañón. Alguna de estas aportaciones, como la de Manoel Muxico, está enriquecida con la opinión de cinco antiguos alumnos que proponen diversas iniciativas como replantear el temario, acotar la parte histórica o presentar la materia en forma de seminarios. Todos coinciden en algo tan importante como fomentar la opinión propia y el espíritu crítico consolidando así una buena base humanística. En esta misma línea se sitúa la profesora Ana Lacalle que dibuja con precisión el perfil del estudiante de filosofía en el bachillerato y opina que el papel del profesor en el proceso de aprendizaje debe ser de liderazgo y de orientación. Cita a Gregorio Luri, que establece tres ejes para que funcione el sistema educativo: la confianza de la sociedad en la escuela, el desarrollo del esfuerzo y la voluntad del alumno y la autoridad del profesor.

            Otros docentes abordan con clarividencia el problema y proponen nuevos tratamientos de la asignatura tanto en secundaria como en bachillerato. Ramón Sánchez Román critica el modelo magistral que venimos arrastrando y aboga por un diálogo profesor-alumno que enriquezca a ambos. Cita para ello a Ángel Gabilondo: “El mejor método educativo es querer a los alumnos, hablar bien de ellos, esperar algo de ellos”. También ofrece aportaciones interesantes el profesor Damián Cerezuela, que insiste en la importancia de la filosofía en secundaria y propone una nueva visión de la moral y de la ética. Se lamenta además de la desconexión entre la Facultad de Filosofía y la práctica docente y abre nuevos caminos pedagógicos como el “Diario filosófico” o el cine como herramienta didáctica. Finalmente, el coordinador Àlex Mumbrú juega irónicamente con el nulo papel de la filosofía en la sociedad actual y se plantea la importancia de esta materia como un motivo enriquecedor para la competencia “aprender a aprender” y un instrumento para potenciar la habilidad y conciencia lingüística en el proceso educativo.

            Esta defensa de la filosofía por los docentes de secundaria se complementa con una crítica del tratamiento de la materia en el ámbito universitario: Salas Sánchez aboga por una filosofía analítica, en la línea anglosajona, y critica el excesivo historicismo; Ignacio Pajón reconoce que la filosofía está arrinconada en los últimos planes de estudio  y propone otras salidas laborales al margen de la docencia; Begoña Román insiste en la responsabilidad social de la ética aplicada y Jacinto Rivera insiste en que la reflexión filosófica ha de ocuparse de los problemas sociales: “La actividad filosófica nos enseña a pensar y a dialogar y, por tanto, construye la base subjetiva necesaria para una convivencia moral y democrática” (p. 159). En esta misma línea, aunque desde la atalaya de la jubilación, Francesc Perenya cita a Husserl para valorar la importancia de la filosofía en secundaria aunque expresa el temor de que esta disciplina vaya camino de convertirse en una “maría”.

            El volumen se completa con aportaciones de pensadores que inciden más en la reflexión filosófica que en la propia labor docente: Agustín Serrano vuelve a insistir en la mediocridad de la enseñanza de la filosofía en España; Josep Maria Bech ofrece un diagnóstico poco alentador y unas perspectivas poco risueñas para el cultivo de la filosofía en nuestro país y José María Sánchez de León defiende la apertura mental de la cultura contemporánea, critica el dogma como incultura institucionalizada y perfila la misión de la filosofía como adquisición de la visión global de la totalidad del conocimiento.

            Son muchas las razones para aconsejar la lectura de este libro. Una lectura recomendada no sólo para los profesores de filosofía sino –  ¿por qué no? –  para todo aquel ciudadano interesado en aportar sus conocimientos y reflexiones para mejorar el mundo. La frase de la UNESCO que cierra el ensayo es claramente ilustrativa: “La filosofía tiene el poder de cambiar el mundo, pues está dotada de esa capacidad de transformarnos, dando mayor peso a nuestras indignaciones ante la injusticia, más lucidez para formular las preguntas que incomodan, más convicción para defender la dignidad humana”. – JOSÉ MARÍA ARIÑO COLÁS.

 

VV.AA. Huérfanos de Sofía. Elogio y defensa de la enseñanza de la filosofía, Madrid, Fórcola Ediciones, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José María Ariño Colás

Reflexiones de un intelectual comprometido

23 de febrero de 2016 08:30:07 CET

El novelista, semiólogo y ensayista italiano Umberto Eco (Alessandria, Piamonte, 1932) ha sorprendido de nuevo a sus miles de lectores con una recopilación de conferencias y artículos, escritos entre 2000 y 2005. Este acreditado intelectual proyecta su mirada inquieta y privilegiada sobre el inicio del tercer milenio y deduce que, a partir de los atentados del 11 de septiembre de 2001, la humanidad ha entrado en un declive progresivo y ha iniciado una preocupante marcha atrás.

La metáfora popular que da título a esta obra recopilatoria – utilizada ya por el alemán Günter Grass en una de sus últimas novelas – se convierte en afilado estilete con el que el escritor piamontés va diseccionando el mundo actual en sus diversas vertientes y se va haciendo eco de las paradojas del progreso, de lo absurdo de las actuales guerras, de las contradicciones de las nuevas tecnologías y del carnavalesco populismo mediático de la política berlusconiana. El subtítulo de la edición castellana – Artículos, reflexiones y decepciones – difiere del original italiano – A paso di gambero: Guerre calde e populismo mediatico –.  En ambos casos se sugiere, sin embargo, esa actitud abiertamente crítica y ese poso de insatisfacción que nacen con espontaneidad de la pluma de este intelectual curtido en mil batallas dialécticas.

El autor de El nombre de la rosa razona en un breve prefacio el por qué del título de esta obra recopilatoria: “Parece que la historia, cansada de dar saltos hacia delante en los dos milenios anteriores, se encerrara de nuevo en sí misma y volviera a los fastos confortables de la tradición”. Afirma también que le llena de orgullo le consideren antipático, debido a su talante inconformista, a su pensamiento escéptico y a sus planteamientos aparentemente pesimistas e impopulares. Eco agrupa sus ensayos en ocho grandes apartados, para facilitar al lector el acercamiento a los diversos temas y  una adecuada interpretación. La mayoría de estos escritos fueron publicados en los diarios L’espresso y La Repubblica.

El tema de la guerra, tristemente actualizado a partir de los atentados contra las Torres Gemelas y de las invasiones de Afganistán e Irak, ocupa la primera de estas agrupaciones temáticas. El autor retoma, para ello, algunos asuntos ya planteados en un ensayo de su obra Cinco escritos morales (Lumen, Barcelona, 1998), que motivó una serie de reflexiones sobre la primera guerra del Golfo. Umberto Eco acuña los neologismos paleoguerra y neoguerra para referirse a los conflictos de Kosovo y a las invasiones de Afganistán e Irak como productos mediáticos y como un retroceso, en cierta medida, a los conflictos bélicos tradicionales. Para hablar de la paz como una palabra de naturaleza equívoca, el ensayista propone similares planteamientos y la presenta utópicamente como un retorno al primitivismo de la humanidad o a la tan cacareada “Edad de Oro”. El inicio de la guerra de Irak en marzo de 2003 – que sigue produciendo un goteo continuo de víctimas inocentes – inspira numerosos artículos del pensador italiano. Sus clarividentes premoniciones se han cumplido: un ataque a Irak  no ha acabado con el terrorismo, las distintas posturas adoptadas frente a este conflicto han mostrado a una Europa dividida, en el origen de la invasión de las tropas estadounidenses ha predominado el casus belli y, al igual que en la Primera Guerra Mundial, se ha seguido la retórica de la prevaricación.

Una cita del libro Política y cultura (1954), del pensador Norberto Bobbio, orienta las reflexiones antibelicistas de Eco hacia el ámbito de la ilustración, de la cultura y del sentido común: “Sólo el buen pesimista está en condiciones de actuar con la mente despejada, con la voluntad decidida, con sentimiento de humildad y plena entrega a su deber”. Partiendo de esta peculiar filosofía, el autor habla de la importancia del sentido común, de la progresiva pérdida de privacidad, de los eufemismos para referirse a lo políticamente correcto y de la importancia de la cultura y de la educación. En este sentido, hace especial hincapié en la tarea de la escuela en una sociedad multicultural, en el derecho democrático a una auténtica libertad y en la distinción entre ciencia y tecnología.

En la segunda parte, el autor orienta más su crítica hacia los problemas domésticos. El ensayista critica abiertamente la peligrosa tendencia al populismo del gobierno de Berlusconi y alerta sobre los peligros de una nueva política economicista y de un avance progresivo de la incultura en todos los ámbitos. Umberto Eco no puede evitar leves alusiones a su infancia bajo el fascismo y teme, por tanto, una nueva vuelta de tuerca. Su defensa de la libertad de expresión y de las manifestaciones callejeras supone un pequeño impulso a una sociedad todavía imperfecta y perfectible.

Los conflictos bélicos como situaciones de regresión, como retorno a las Cruzadas y como “el modo más absurdo de resolver las cuestiones internacionales”, ocupan gran parte del resto de la obra. Los artículos del piamontés adoptan un enfoque más irónico y un tono crítico cada vez más acebo. Insiste, de nuevo, en la importancia de la cultura para prevenir las guerras, ataca todas las formas de intolerancia –  tanto el fundamentalismo islamista como el integrismo cristiano –  y propone una cultura de la paz basada en la aceptación de las diferencias. Reclama, para ello, una educación en la tolerancia, la ausencia de determinados símbolos en las escuelas y unas propuestas realistas para superar episodios de xenofobia.

Un libro que presenta una visión retrospectiva del presente no podía terminar sin una alusión paradójica al futuro, aunque sólo sea a través del tamiz del sueño: ¿Cómo será el mundo después de una hipotética tercera Guerra Mundial? El autor deja abiertos varios interrogantes y prefiere optar por una reflexión filosófica sobre la muerte. No como un final inevitable, sino como una pérdida del tesoro de la experiencia.

Filosofía, crítica social, disquisición política,…toda una rica miscelánea de temas y propuestas para el lector inquieto por las turbulencias contradictorias de este nuevo milenio.

 

Umberto Eco, A paso de cangrejo, traducción de María Pons Irazazábal, Barcelona, Debate, 2007.

 

 

 

 

    

Escrito en La Torre de Babel Turia por José María Ariño Colás

Una infancia de provincias

13 de noviembre de 2015 08:37:00 CET

Ángel Gracia nació en Zaragoza en 1970. Ha trabajado en bibliotecas, quioscos, librerías de todo tipo (ambulantes, independientes y de grandes almacenes), como corrector y, desde 2005, como programador cultural. Es autor de los libros de poesía Valhondo (2003), Libro de los ibones (2005) y Arar (2010), que forman una trilogía unitaria. Ha publicado la novela Pastoral (2007) y el libro de viajes Destino y trazo. En bici por Aragón (2009), una recopilación de artículos publicados en Heraldo de Aragón.

El Campo Rojo es un descampado parecido a Marte, asfixiado por la contaminación de las fábricas. Ahí acuden los chavales de la banda del Farute a jugar a los fusilamientos, a esnifar pegamento y a meter mano a las chicas. El poder de los matones se extiende por las aulas frías y hostiles del colegio. Los alumnos viven aterrados: tienen once o doce años y no hay nadie que los proteja. Todo lo observamos a través de los cristales hiperbólicos del Gafarras, el cuatroojos empollón de la clase, que sobrevive callando, repitiendo a diario los mismos gestos rituales y gracias a la fuerza secreta que lo sostiene: su odio infinito.

El maltrato de niños a otros niños es la herida y el hematoma central de esta narración, a menudo despiadada. Los pasajes llenos de ternura y el humor (por momentos salvaje e hilarante) son apenas una venda que oculta pero no cura. Los libros, los sueños y las fantasías infantiles se convierten en la única vía de escape de la mente erosionada del Gafarras. En sus ojos vemos escrita una fatalidad inminente. El Mal habita por igual en verdugos y víctimas. 

Como muy bien ha subrayado Alberto Olmos: "Campo Rojo retrata una adolescencia de provincias que a muchos nos resulta conmovedoramente reconocible, con la distancia justa entre el pudor y la recriminación".

Ángel Gracia. Campo Rojo. Candaya, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

La música visual de la escritura

10 de noviembre de 2015 09:38:37 CET

Aunque el siglo XX haya sido muy fértil en sus reflexiones sobre el lenguaje, no resulta fácil encontrar experiencias como la de Clarice Lispector. La escritora brasileña se adentró en los parajes mudos, buscó lo que alienta bajo el manto del silencio. Allí se asientan praderas y praderas de seres y sentimientos nunca mencionados, e imposibles de nombrar, no porque no existan, sino porque las palabras son incapaces de orientarse en ese flujo de vida, de latidos y presencias que no se dejan atrapar por el lenguaje. La palabra ha de actuar como anzuelo para atrapar lo no dicho y, tal vez así, tampoco lo consiga, y sólo pueda obtener un rumor, un aroma, un vago presentimiento. Pocos escritores han luchado tan duramente con el lenguaje como lo hizo Clarice Lispector y quizá uno de sus logros, una de sus obras más herméticas, pese a lo trasparente de su léxico y de sus imágenes, sea justamente Agua viva.

El libro se publicó en 1973, pero lo que el lector tiene en sus manos es apenas un resumen de una obra que triplicaba el número de páginas, cuya redacción llevó a su autora varios años y que recibió, a lo largo de ese periodo, distintos títulos como “Detrás del pensamiento: monólogo con la vida” u “Objeto gritante”. Sólo tras una exhaustiva reducción el libro terminó denominándose Agua viva con el doble significado de “manantial” y “medusa”, pues recibe ese nombre en Brasil un tipo de celentéreos trasparentes que abundan en sus playas. La obra no tiene la denominación de “novela”, sino de “ficción”, tal vez porque su autora no consiguió darle la coherencia que consideraba necesaria para ese género literario. Así, pues, estamos ante un libro u obra de ficción, que no alcanza el rango de novela y que describe el día a día, los apuntes, de una artista plástica que podría ser la propia Clarice Lispector. Es sabido que, en aquellos años, la escritora brasileña se interesó por la pintura y la fotografía. De hecho, se han catalogado un total de veintidós obras, la mayoría en técnica mixta sobre madera, de las cuales dieciséis están fechadas en 1975 y una en 1976. Las restantes son, sin duda, anteriores.

Sin embargo, el tema de Agua viva es la vida, el instante, o la instantánea, pues también estamos hablando de fotografía. Pero es además un libro musical con su melodía de fonemas y palabras, donde también suena el silencio o, al menos, éste deba ser escuchado.

Se trata, por tanto, de las anotaciones de una mujer que se sirve de todos los lenguajes artísticos para expresar lo que denomina lo “it”, lo neutro que constituye el núcleo del ser, lo anónimo que habita en la vida, ya que, semejante a una corriente imparable, ésta circula confundiendo las aguas y puede desembocar tanto en la muerte como en la divinidad. El libro es también un pequeño tratado metafísico, un conjunto de aforismos, de visiones nocturnas, de clarividencias de una escritora que, en todo momento, quiere transcenderse a sí misma, alcanzar un estadio en el que los lenguajes pierdan su sentido o, tal vez, lo tengan justamente en su total acabamiento.

Agua viva murmura como una fuente, pero no parece tener huesos ni nervios, como una medusa, que nos atrapara para absorbernos poco a poco. Es un libro para leer y releer en un continuo que nunca acaba y que tampoco tiene un principio. Es cierto que muchos de los párrafos que se incluyen en él fueron escritos a vuela pluma y publicados en la columna que la escritora tenía en el Jornal do Brasil en el que colaboró entre 1967 y 1973. Aquellos textos fueron luego incorporados a sus libros Agua viva y Un aprendizaje o El libro de los placeres como también a cuentos y relatos de esos años. Se entiende así la aparente inconexión de los fragmentos que no siguen un hilo narrativo, pero que tienen un denominador común, un pathos, que son esas reflexiones de una escritora, artista plástica y compositora mental, que está angustiada por la soledad y el abandono, obsesionada por una divinidad ausente a la que continuamente apela, desasosegada por el significado de la vida y por su propia identidad. ¿Quién habla en este escrito? ¿Quién es ella, la que nunca se nombra a sí misma, que se dirige al lector como a un amigo, con un “te”, que en portugués implica un importante grado de complicidad? Todo hace pensar que se trata de la escritora, autora del libro, que, en este caso, no necesita enmascarase bajo unas siglas como en La pasión según GH u otros nombres como Macabea o Ángela, protagonistas de sus novelas La hora de la estrella o Un soplo de vida. Quizás por esta falta de simulación, por este hablar cara a cara con el lector, como lo haría en sus columnas periodísticas, sea por lo que no califique el libro de novela, aunque ¿porqué denominarlo ficción si tiene más que ver con un diario?

Diario o ficción, Agua viva presenta algunos de los textos más sugerentes de la obra clariceana: el catálogo de las flores, por ejemplo, que podría describir su peculiar, y poética, forma de aproximarse a un ser vivo ya sea animal o vegetal. O también la descripción del espejo—su calidad de objeto enmarcado le permite asemejarse a un cuadro—, que se convierte en puro destello, en un “vacío cristalizado”, en el “espacio más hondo que existe”, pues brilla con todos los reflejos, absorbe todas las luces y las imágenes, es el retrato de quien lo mira y vibra como un cuerpo palpitante: Se quita su marco o la línea de su bisel y crece como el agua que se derrama. Es, en consecuencia, agua viva.

Entre las curiosidades que se podrían mencionar acerca del libro están las anotaciones de Clarice en el manuscrito previo con el que trabajó ya sea suprimiendo, reorganizando o añadiendo textos. En éste, que lleva por título “Objeto gritante”, sintetiza en tres frases sus pretensiones: esperar el argumento, escribir sin apremio y abolir la crítica que seca todo. Sabemos que el argumento nunca llegó, o mejor, estaba ya implícito en el original, por lo que no fue necesario inventarse otro. En lo que respecta a las otras dos pautas, al parecer, tampoco fue tan estricta como pretendía. Su biógrafa, Nadia Batella Gotlib, afirma que trabajó en este libro desde 1971 y que, llena de inseguridades, consultó a diversos amigos por la calidad y coherencia de su obra. Finalmente, en 1973, decidió imprimirla. Sin embargo, en el manuscrito mencionado hay una anotación curiosa: “Rever (y volver copiar lo que fuera necesario) cambiándolo a 1974 o 1975, hasta fin de año, diciembre inclusive.” Es decir, que, al formalizarse este original, a comienzos de 1972, Clarice consideraba que tendría que trabajar en el libro por lo menos hasta el 75, que fue justamente el año en el que produjo la mayor cantidad de sus obras pictóricas. Una razón más para testimoniar la actividad interdisciplinar de la escritora brasileña y su necesidad acuciante de expresarse.

Hay que celebrar la reedición de este libro y destacar la espléndida traducción de Elena Losada que, como le caracteriza, es ajustada y meticulosa. Como debe ser.- ANTONIO MAURA.

 

Clarice Lispector, Agua viva, traducción de Elena Losada, Siruela, Madrid, 2014.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Una oportuna e interesante novela sobre la identidad

10 de noviembre de 2015 09:33:55 CET

Carlos Fortea (Madrid, 1963). Además de escritor, es profesor en la Universidad de Salamanca y traductor literario con una labor de más de cien títulos, entre los que se cuentan obras de Thomas Bernhard, Günter Grass, Stefan Zweig, Alfred Döblin, E.T.A. Hoffmann y Eduard von Keyserling. Es autor de las novelas juveniles Impresión bajo sospecha (Anaya, 2009), El diablo en Madrid (Anaya, 2012) y El comendador de las sombras (Edebé, 2013). Los jugadores (Nocturna, 2015) es su primera novela para adultos.

En la Conferencia de Paz de París, en 1919, coincide una serie de personajes provenientes de diversos países: algunos españoles -una periodista apodada «Carta Blanca», un extraño reportero que trabaja por libre, un especulador y su amante- y otros de las potencias en conflicto, tales como un congresista norteamericano, un activista empeñado en difundir su mensaje, diplomáticos, exiliados rusos y figuras históricas de la magnitud del presidente Wilson, Churchill, Keynes o Clemenceau.

A partir de un asesinato, el comisario Retier iniciará una investigación que entrelazará los rumbos de todos ellos y evidenciará los conflictos que se originan cuando tantos países se reúnen para defender intereses muy distintos.

Una fascinante novela con ecos de perturbadora actualidad sobre la identidad europea ambientada justo antes del Tratado de Versalles y de la irrupción de Estados Unidos como primera potencia mundial.

Carlos Fortea. Los jugadores. Nocturna, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Una biografía para redescubrir a Freud

28 de octubre de 2015 12:42:15 CET

Elisabeth Roudinesco (París, 1944) está considerada una de las grandes intelectuales francesas de nuestros días. Es discípula de Deleuze, Foucault y Todorov, antigua integrante de la Escuela Freudiana que fundó Lacan y gran especialista de la historia del psicoanálisis, es directora de investigación en la Universidad de París-VII. Autora de numerosas obras, entre las que destacan Jacques Lacan. Esbozo de una vida, historia de un sistema de pensamiento (1995), ¿Por qué el psicoanálisis? (2000) y Nuestro lado oscuro, una historia de los perversos (2009).

Tras décadas de hagiografías y de encendidas condenas, hoy en día resulta muy complicado saber quién fue Sigmund Freud. Sin embargo, después de la publicación de las últimas biografías de referencia se han abierto nuevos archivos a los investigadores y lo fundamental de la correspondencia ya es accesible. Por tanto, ahora más que nunca es un momento inmejorable para revisitar a un hombre y una obra sobre la que quedaba mucho que decir. Roudinesco se ha aplicado a la tarea y su ensayo biográfico sobre Freud merece la pena. Entre otras cosas porque su redacción se beneficia de que la autora accediera a documentos que no habían sido consultados antes de 2010, fecha de apertura al público de los archivos freudianos de la Biblioteca del Congreso en Washington.

El fundador del psicoanálisis fue un vienés de la Belle Epoque, súbdito del Imperio austrohúngaro, heredero de la Ilustración alemana y judía. En cuanto al psicoanálisis, este fue fruto de un esfuerzo colectivo, de un cenáculo en el cual Freud dio vía libre a su fascinación por lo irracional y las ciencias ocultas, convirtiendo a veces a sus amigos en enemigos, ejerciendo de Fausto pero también de Mefistófeles. Pensador moderno pero conservador en política, nunca dejó de actuar de modo contradictorio con su obra, siempre en nombre de la razón y de las Luces.

Aquí está Freud en su tiempo, en su familia, rodeado de sus colecciones, con sus mujeres, sus hijos, sus perros; enfrentado al pesimismo ante el auge de los extremismos, lleno de dudas a la hora de emprender su exilio londinense, donde morirá. Pero también le veremos en el nuestro, alimentando nuestras preguntas con sus propias dudas, sus fracasos y sus pasiones.

Sin duda, Roudinesco ha conseguido elaborar una magnifica biografía intelectual del fundador del psicoanálisis. Un personaje que, según concluye la autora en el epílogo del libro,  seguirá siendo “el más grande pensador de su tiempo y el nuestro”.

 

Elisabeth Roudinesco. Freud. En su tiempo y en el nuestro. Debate, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Un magistral relato sobre la pérdida de la inocencia

26 de octubre de 2015 09:42:02 CET

Cuando se cumplen 30 años de la muerte del gran poeta inglés, Philip Larkin, la editorial Impedimenta nos ofrece el privilegio de poder disfrutar en español con la lectura de una de sus novelas.

Reconocido sobre todo por su labor como poeta, Philip Larkin (1922-1985) mantuvo una tensa y cercana relación con la narrativa. Su afán de perfeccionismo hizo que destruyese, nada más terminarlas, tres de las cinco novelas que escribió a lo largo de su vida. Por tanto, solo dos de ellas llegaron a ser publicadas. Suficientes para constatar la altísima calidad de una prosa que llevó a su amigo Kingsley Amis, uno de los grandes narradores ingleses del siglo XX, a pedirle asesoramiento durante la escritura de su primera novela, Lucky Jim, texto que posteriormente le dedicó.

Centro y referente de toda una generación de intelectuales, escritores y académicos, entre los que se cuentan el propio Kingsley Amis, pero también John Braine, John Osborne, Edmund Crispin o Anthony Powell, Philip Larkin representa una de las cumbres de la literatura inglesa de todos los tiempos y está considerado por The Times el mejor poeta inglés posterior a 1945. A pesar de ello, Larkin rechazó la distinción de Poeta Laureado en 1984 porque, según él «había dejado de ser poeta hacía mucho tiempo». La aparición, por primera vez en castellano, de su «novela perdida», Una chica en invierno, coincide con un cierto revival de su obra, tras la publicación hace unos meses de su Poesía reunida, también con traducción de Marcelo Cohen, en este caso acompañado por Damià Alou. Ambos están considerados los mayores especialistas en Larkin en lengua castellana.

Cuando, en 1947, Larkin publicó Una chica en invierno, pensaba en ella como la segunda entrega de una trilogía que nunca llegó a concluir y que vendría inaugurada por Jill (1946), la primera novela que el autor firma con su nombre —antes utilizaba el pseudónimo Brunette Coleman—. Si Jill es un relato sobre la ingenuidad de la juventud, Una chica en invierno aborda, de un modo más pesimista, la pérdida de esa inocencia y el dramático paso a la edad adulta. La intención inicial de Larkin era dedicar la tercera parte a los años de madurez, entendidos estos como aprendizaje o como vuelta a la vida después de las decepciones. Pero la realidad es que jamás volvería a escribir prosa de ficción, con lo que Una chica en invierno se convirtió en la última novela del autor británico, que a partir de entonces se consagraría por entero a la poesía y el ensayo.

Una chica en invierno nos sumerge en un período de veinticuatro horas de la vida de Katherine Lind, una refugiada de guerra que trabaja como bibliotecaria en una ciudad inglesa de provincias. Katherine, cuya misteriosa procedencia nunca nos será revelada, está harta de su trabajo y de su jefe, que pesan sobre ella como pesa la misma ciudad y su grisura, un invierno que resume el invierno de toda una Europa inmersa en la Segunda Guerra Mundial. La posibilidad de reencontrarse con Robin Fennel, el que fuera su primer amor, le permite enfrentar lo invernal de su rutina con el verano de sus recuerdos, aquellas idílicas vacaciones en que ambos se conocieron. Pero Robin, aquel perfecto gentleman del verano de juventud, también ha cambiado con el paso de los años, y no del modo en que ella hubiese esperado. Una chica en invierno es un relato melancólico y desencantado, en el que Larkin introduce muchos elementos biográficos y demuestra su magistral dominio del lenguaje, con un estilo exquisito y con esa belleza triste que caracteriza también su escritura poética.

Impedimenta presenta esta obra, inédita en nuestro país, en una cuidada traducción de Marcelo Cohen, el mayor especialista en Larkin en lengua castellana. Escritor y crítico literario, traductor de clásicos como T. S. Eliot, Wallace Stevens o Scott Fitzgerald, Cohen está detrás de las versiones española de Jill y del poemario Ventanas altas, ambos publicados por la editorial Lumen, sello que también le confío la edición de la Poesía reunida de Larkin, recientemente publicada (2014).

Philip Larkin. Una chica en invierno. Impedimenta, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

El poder perturbador de la literatura

16 de octubre de 2015 08:13:06 CEST

María Fasce (Buenos Aires, 1969) es escritora y directora literaria de Alfaguara en Madrid. Ha traducido a Marcel Proust y a Patrick Modiano, ha trabajado como periodista y crítica literaria y cinematográfica, y en la actualidad colabora con distintos medios. Su obra ha sido traducida al francés, inglés, ruso, holandés, portugués y alemán.

Publicó El oficio de mentir. Conversaciones con Abelardo Castillo (1986), los libros de relatos La felicidad de las mujeres (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes 1999) y A nadie le gusta la soledad (2007), y la novela La verdad según Virginia (Gallimard, 2003; Emecé, 2004). Participó en diversas antologías, entre las que figuran La vida te despeina, No somos perfectas, Madres por madres, y, en el extranjero, Zerfurchtes Land. Neue Erzählungen aus Argentinien y Les bonnes nouvelles de l’Amérique Latine (con prólogo de Mario Vargas Llosa). Su obra de teatro El mar (2006) se representó en Buenos Aires y en Barcelona bajo la dirección de Gabriela Izcovich.

Su segunda novela, La naturaleza del amor (2008), fue escrita gracias a la beca de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, y La mujer de Isla Negra, al programa de Writers in Residence de Amsterdam. 

Elisa y su madre, Raquel, dejan atrás el humilde hogar de Temuco y llegan a Isla Negra a comienzos de los años cincuenta. Pablo Neruda las alberga en su gran casa parecida a una gruta marina llena de objetos. La pequeña Elisa espía sus infidelidades y sus poemas, mientras Raquel trabaja silenciosa, convertida en su sirvienta. Hasta que la casa cobra nueva vida con la llegada de la esposa de Neruda, Delia del Carril, una aristocrática pintora argentina, tan deslumbrante que parece no tener edad.

Mirando, oyendo y leyéndolo todo, Elisa abandona la infancia y descubre los misterios del amor y del deseo. También los caminos de la feminidad: Delia y su amiga Victoria Ocampo son el glamour, la ironía y el estilo. Todo lo que no es Matilde, la amante de Neruda. Todo lo que nunca será su madre, casi invisible para todos, aunque guarde un secreto.

María Fasce revela a un Neruda avasallador y genial, cruel e infantil, seductor y egoísta, que marca a fuego el destino de sus mujeres. "La mujer de Isla Negra" es una novela de amor cargada de sensualidad y tensión que, basada en hechos y personajes reales, perturba y conmueve gracias al poder de la literatura.

 

 

María Fasce. La mujer de Isla Negra. Alianza Editorial, 2015.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Relatos para entender la Europa del siglo XXI

8 de octubre de 2015 09:29:21 CEST

Cristian Crusat (Marbella, 1983) debutó con el libro Estatuas (Pre-Textos, 2006), al que seguirían los relatos de Tranquilos en tiempo de guerra (Pre-Textos, 2010) y, un año más tarde, de Breve teoría del viaje y el desierto (Pre-Textos, «Premio Internacional de Cuentos Manuel Llano»), a partir de cuya publicación en 2011 recibió la atención y el aplauso de la crítica y los lectores más atentos, lo que le ha supuesto en los últimos tiempos, entre otras cosas, distinciones como el «European Union Prize for Literature 2013», la inclusión en antologías tan prestigiosas como Cuento español actual. 1992-2012, de Ángeles Encinar (Cátedra, 2014), o la traducción de su trabajo al inglés, francés, italiano, neerlandés, búlgaro y croata. Paralelamente a su obra de ficción, Crusat ha publicado también el ensayo Vidas de vidas. Una historia no académica de la biografía (Páginas de Espuma, 2015), por el que recibió el «VI Premio Málaga de Ensayo», y se ha encargado de editar, prologar y traducir los artículos y ensayos críticos de Marcel Schwob en el volumen El deseo de lo único (Páginas de Espuma, 2012).

«Cuando llegué a Bruselas empezaba a escucharse en algunos medios de comunicación aquella idea del fin del sueño europeo». Los protagonistas de estos relatos se mueven en un escenario que nos resulta turbadoramente conocido: la Europa del siglo XXI, entre las urbanizaciones turísticas que devoran las costas del Mediterráneo, la soledad insidiosa de las habitaciones de hotel y la rutina de los suburbios. Un mundo, que es el nuestro, en el que los viejos signos de identidad basados en la nacionalidad y en las tradiciones familiares o religiosas tienden a borrarse.

Sin embargo, la soledad, las dudas, los impulsos que embargan a los personajes de Solitario empeño son tan universales como un mito griego, una leyenda esquimal o una remota maldición yugoslava. Buscadores de su propia identidad, los protagonistas de estos relatos experimentan el gran misterio, la colosal perplejidad que desde el inicio de los tiempos gobierna las relaciones de padres e hijos, de amantes, de extraños que se cruzan llevados por un azar inexplicable. Cada uno de ellos aspira a hacer de su desarraigo un espacio íntimo, habitable, tal vez comprensible. Sin tragedias ni sentimentalismos. Página a página, relato tras relato, todos se entregan a la titánica y cotidiana labor de conferir sentido a una realidad que –implacable, múltiple y escurridiza– les cautiva y desconcierta.

 

Cristian Crusat. Solitario empeño. Pre-Textos, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

El novelista más osado de nuestro tiempo

2 de octubre de 2015 09:25:48 CEST

Martin Amis (Swansea, Reino Unido, 1949) está considerado como uno de los escritores británicos más relevantes y polémicos de nuestros días. Debutó brillantemente como novelista con El libro de Rachel, galardonada en 1973 con el Premio Somerset Maugham, publicada en España por Anagrama, al igual que Dinero, Campos de Londres, La flecha del tiempo, La información, Tren nocturno, Niños muertos, Perro callejero, La Casa de los Encuentros, La viuda embarazada y Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, los relatos de Mar gruesa, los ensayos de Visitando a Mrs. Nabokov, La guerra contra el cliché y El segundo avión y los libros de carácter autobiográfico Experiencia y Koba el Temible.

Esta novela demuestra una vez más que a Martin Amis no le tiembla el pulso a la hora de abordar temas controvertidos. Después de la demoledora Lionel Asbo. El estado de Inglaterra, que levantó ampollas por su crudo retrato de lo peor de la sociedad británica, el autor regresa al nazismo y al Holocausto, que ya había tratado en La flecha del tiempo. Y lo hace desde un ángulo cuando menos sorprendente, cediendo la palabra a los verdugos, y sin renunciar a incomodar al lector con ciertos toques de comedia negra.

Golo, un joven oficial sobrino del jerarca nazi Martin Bormann, llega a un campo de exterminio para trabajar en la puesta en marcha de una fábrica con mano de obra esclava. Seductor nato, no tarda en quedar prendado de Hannah, la esposa del comandante del campo, el grotesco Paul Doll. Y a este triángulo se une una cuarta pieza, el Sonderkommando Szmul, es decir, uno de esos judíos que colaboraban con los verdugos.

Con la maquinaria de la crueldad como telón de fondo, la novela desarrolla una historia de amor y celos entre funcionarios de la barbarie. Es el marco para indagar en el horror y preguntarse: ¿qué sucede cuando descubrimos quiénes somos en realidad? ¿Cómo podemos llegar a aceptar las consecuencias de nuestros actos?

Envuelta en la polémica y rechazada por algunos de los editores habituales de Martin Amis, incómodos con sus planteamientos, La Zona de Interés ha recibido sin embargo una extraordinaria acogida crítica en Estados unidos y Gran Bretaña, donde ha sido saludada como una de sus obras mayores.

Martin Amis. La Zona de Interés. Anagrama, 2015

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

La agonía de un Imperio

2 de octubre de 2015 09:01:23 CEST

            El reino dividido (1940) constituye la tercera y última entrega de la Trilogía transilvana del escritor húngaro Miklós Bánffy (1873-1950), siendo las dos primeras novelas que la compusieron Los días contados (1934) y Las almas juzgadas (1937), ambas también editadas por la editorial barcelonesa Libros del Asteroide (2009 y 2010, respectivamente). El conjunto es una monumental y prodigiosa novela de mil seiscientas páginas que arrastra al lector desde el principio hasta el final tanto por su sólida factura narrativa como por el atractivo de sus protagonistas, y por reproducir un período de la historia europea complejo y apasionante que desembocó en la primera gran catástrofe del siglo XX (la guerra del 14-18, que tuvo sus inicios en los Balcanes).

            Miklós Bánffy, aristócrata transilvano entregado a las artes –músico, pintor, dramaturgo, escenógrafo, memorialista y novelista-, ocupó cargos diplomáticos y políticos –tuvo la cartera de ministro de Asuntos Exteriores de Hungría en el periodo de entreguerras. Fracasó en el empeño de renegociar los Tratados de Trianon, por los que Hungría hubo de ceder una buena parte de sus territorios –la tierra natal de Bánffy, entre otros, a Rumania-, y defendió a lo largo de su vida la lengua y la cultura húngaras en esta región centroeuropea. Su obra fue silenciada por los regímenes comunistas rumano y húngaro. En fechas recientes, su hija, Katalin Bánffy-Jelen, tradujo, en colaboración con Patrick Thursfield, esta Trilogía transilvana, iniciando así una feliz y necesaria recuperación de un clásico de los años 30 del pasado siglo. La versión que ahora han realizado para Libros del Asteroide Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, ejecutada en un perfecto castellano, resuelve con soltura pasajes sin duda escritos en densa prosa en el original y no pierde fuelle en ningún momento.

            En el excelente y bien documentado prólogo que Mercedes Monmany escribió para la edición de Los días contados, recordaba a los lectores españoles la riqueza cosmopolita y renovadora que Hungría ofreció al mundo en los años en los que escribe Bánffy, y rememoraba a cineastas emigrados a Estados Unidos como Cukor o Curtiz, o posteriores como Jancsó o Szabó; a fotógrafos como Capa, Kertész o Brassaï; a músicos como Bártok; a historiadores como Hauser; a sociólogos, filósofos, psicoanalistas... Sin olvidar a Sándor Márai, importante narrador que estos últimos años hemos empezado a poder leer en español... Con Bánffy tenía pues una deuda pendiente la edición de nuestro país. Esta trilogía es un buen comienzo, y no puedo evitar aconsejar que se lea en su integridad, y en orden. No digo que no se pueda leer suelto cualquiera de los tres volúmenes, pero el lector sufrirá de una doble carencia: no asistirá al complejo desarrollo psicológico, social y político de sus personajes, prescindirá de muchos matices, y, sobre todo, carecerá de los datos fundamentales que llenan la historia de Hungría, de Transilvania, de los Balcanes, en el marco del decadente Imperio Austrohúngaro entre 1904 y 1914: tensiones entre nacionalidades, etnias, culturas y lenguas, luchas electorales, juegos de pactos y de traiciones, renuncias, componendas de partidos que, por cierto, y no creo empeñarme en hilar demasiado fino, tienen bastante actualidad pues asistimos al nacimiento o consolidación de una partitocracia y de unos cambalaches parlamentarios que al lector de hoy le resultan familiares.

            Algún reseñista ha escrito, a propósito de estas novelas, con evidente ligereza, que esos pasajes resultan poco menos que ilegibles, y que puede obviarse su lectura. Nada más lejos de la verdad. En primer lugar, son necesarios para entender la evolución de los personajes, en particular la del protagonista principal, el conde transilvano, de ideología liberal, Bálint Abády, a través del cual Bánffy vierte sin ninguna duda su propia visión del mundo. Por otro lado, gran parte de los nombres y de los personajes que pueblan esas páginas son reales, y nos ayudan a conocer los puntos de vista sociales y políticos del autor. Un solo ejemplo: basta comparar el análisis que Bánffy lleva a cabo del político húngaro István Tisza en esta tercera entrega de la trilogía, de elocuente título, El reino dividido. El autor despide en la novela a quien detentó el máximo poder húngaro en los meses previos al estallido de la guerra como un hombre “con la mirada perdida en la lejanía como si viese el fatal destino del país. Todo él inmóvil, callado, mordisqueando el cigarro”. El lector también se queda con esa imagen cargada de duda, de dolor, de dignidad. La novela se detiene ahí. Nada en el personaje descrito apunta a que Tisza no apoyó a las minorías de su país y acabó siendo asesinado en 1918 por un grupo de soldados que lo consideraba un dictador responsable de la hecatombe. Un detalle así nos permite conocer con precisión la ideología liberal de Bánffy, que se hace patente, como ya he dicho, a través de su protagonista Abády, un noble partidario del cooperativismo agrario, de las ayudas al campo, artífice de una relación paternalista, no exenta de sincera generosidad, con sus siervos.

            El reino dividido concluye, con la misma brillantez y densidad que había desarrollado en las entregas anteriores, el devenir personal de Bálint Abády, y el de su primo, el también noble László Gyeróffy, al que casi dábamos por muerto al concluir Las almas juzgadas. La historia de este último contiene poderosos trazos de desesperación, de autodestrucción, unos tintes fatales que encuentran, al final, el delicado contrapunto del amor generoso, lírico y sin correspondencia de una dulce adolescente que nos emociona como raras veces lo consigue una narración novelesca. Pero el armazón fundamental, la peripecia que sostiene el complejo edificio de la trilogía entera es la relación entre Abády y Adrienne Milóth, una de esas historias de pasión y de lucha que hacen que de inmediato la obra de Bánffy se transforme en un clásico indiscutible. El novelista mantiene al lector en vilo hasta las últimas líneas.

            Y a una novela de tan alto vuelo no podía faltarle un tipo como Pál Uzdy, villano, sádico, loco, terrorífico, que atraviesa y destruye una y otra vez las ansias de felicidad de la pareja principal tanto desde dentro como desde fuera de la escena, a veces no sabemos si sólo por maligna voluntad o impelido por fuerzas desconocidas de las que él mismo acaba siendo la principal víctima. Ni podían faltarle tampoco secundarios de una pieza, como las poderosas y rígidas representantes de la vieja nobleza condenada a desaparecer, temibles viudas, las madres de Abády y de Uzdy, esculpidas en granito, tan fieras en sus discursos como en sus silencios.

            Esta Trilogía transilvana a la que da cierre El reino dividido posee, como recordaba Mercedes Monmany, la importancia de El Gatopardo de Lampedusa, de la magna obra de Proust, o de La marcha Radetzky de Joseph Roth. Es, además, un canto a la dignidad humana y al honor entendidos en su más amplio alcance.

 

El reino dividido. Escrito en la pared. Trilogía transilvana III, traducción del húngaro de Éva Cserhati y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, Barcelona, Libros del Asteroide, 2010.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

Ni metaliteratura ni secuela (de la sospecha)

2 de octubre de 2015 08:37:49 CEST

“Viajé a Barcelona tal vez para estar más cerca de Vila-Matas (...). Quién sabe. Suena ridículo, pero aunque no lo conozco, quiero estar cerca de él”. Lo escribe Claudia Apablaza en una de las primeras páginas de su novedoso Diario de las especies (Barataria, 2010). Bueno, en realidad lo escribe el personaje de A.A., la joven escritora chilena, alter ego de la autora, que hace en su blog un encendido acto de autoafirmación literaria y autorial a través de un acto de fe en la escritura de Vila-Matas. Claro, que, en realidad, este Vila-Matas es solo un personaje más en la ficción de la chilena, un personaje que recibe sus cartas y que tiene una buhardilla, una buhardilla que está en un edificio que es el objetivo “real” de un ataque imaginario (“imaginé que eso quedara en mi biografía”, dice) con manzanas por parte de A.A., y todo para “asesinar la bulla y el miedo que produjo él en mi cabeza”.

Perfecta definición de las desazones literarias (la bulla y el miedo) que genera Enrique Vila-Matas. La bulla de esos personajes en la espera, de los niveles narrativos (un autor que se lee a sí mismo como crítico que habla y escribe notas al margen de un artículo sobre un autor admirado dentro de un texto que aparenta ser narración ficcional –tiene su título, “La espera”- pero se articula como un falso diario que se organiza en muchas ocasiones como un ensayo), de los autores falsos y reales, de las prologuistas existentes e inexistentes, de las universidades verdaderas, de las falacias, de las ilusiones, de las pistas que no conducen a ninguna resolución, de los equívocos, de los juegos, del lenguaje, de los juegos del lenguaje, del humor (Vila-Matas es un humorista triste, como Kafka), de la conciencia hiperagudizada de la escritura. De las teorías. Y el miedo al tiempo, a la mentira, al doble que nos habita y que termina desdoblándose interminablemente en legión, a los que no llegan a buscarnos, a la muerte del autor (la de Barthes, pero también la real, la de los hospitales asépticos y los órganos vitales envenenados), a no llegar, a no comprender, a estar participando en un concierto sin partitura, a quedar –sólo, o por fin, o afortunadamente- “convertido ya en el protagonista de mi relato” .

Hace ya tiempo que se instauró en los estudios literarios un cierto afán de rechazo a la teoría. Y no me refiero solo entre los creadores (solo en los ultimísimos años se está recuperando el des-ahogo de la reflexión en los autores literarios, frente a generaciones de rechazo casi patológico), sino en los estudios literarios como disciplina (y se publican libros con títulos como After Theory o Against Theory), . Algo parece apuntar la ficción de Vila-Matas: la culpa es de los franceses. De los sesentayochistas, de los izquierdosos de salón, de los filósofos airados. Quién lo vivió, lo sabe. Encontrar una teoría para después perderla, esa es la solución. Y la solución se materializa en un taxista de Lyon perdido en las calles pero que acierta con las preguntas importantes (“que no está seguro de nada, ni siquiera de ser un taxista de Lyon”), en un escritor a quien le gusta jugar a sentirse otro, en un escritor-esperador que hace acopio de fe en el presente (“La alegría, al igual que la espera, hay que entenderla como afirmación del presente, sin nostalgia del pasado ni temor al futuro”), en reflexiones que se hacen vivas (“y acabé reflexionando sobre una época de mi juventud en la que las teorías literarias tenían mucho peso”), en teorías que jamás deben preceder a la práctica (“... hacer teoría al andar. Y andar para mí es escribir directamente una novela, que es un modo muy directo de hacer teoría”). Y, entonces, la teoría, los rasgos esenciales, irrenunciables, de la novela del futuro: la intertextualidad, las conexiones con la alta poesía, la escritura vista como un reloj que avanza, la victoria del estilo sobre la trama, la conciencia de un paisaje moral ruinoso. Y después, Gracq, Duras, Roussel, Blanchot, Bloom camuflado (“Porque no nos engañemos: escribimos siempre después de otros”), Sterne, Cervantes, Rabelais, Montaigne. Y la miríada autores “contemporáneos” de Vila-Matas, tanto en el tiempo real como en el espacio creativo que es su propia tradición. El libro se convierte entonces en un ensayo más alineado en las costumbres del género, pero que no renuncia a establecer diálogos constantes con otras formas narrativas. Se multiplican los ejemplos, los diálogos, las citas, los títulos, las reflexiones (esto no es nuevo, por supuesto, esto es Vila-Matas siempre). Y se desarrollan demoradamente los cinco rasgos esenciales del proyecto teórico (que, en realidad, consiste en perder toda teoría) el autor. Y se olvidan –o quedan en suspenso- los trece puntos que son/eran indispensable para escribir una novela tal y como aparecen en París no se acaba nunca, aquellos puntos que le entregó Margerite Duras al autor en un trozo de papel. Qué más da. Perder un papel no significa que se pierdan los papeles.

 

Lectura, sueño, espera. Ocultación. El escritor es al final un invitado a un hotel donde nadie va a recibirle. Y entonces, escribe para tomar partido ante una situación “de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político”.

 

 

Enrique Vila-Matas, Perder teorías, prólogo de Liz Themerson, Barcelona, Seix Barral, 2010.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier García Rodríguez

Halfon, príncipe de los cuentos

24 de septiembre de 2015 12:36:57 CEST

Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) es uno de los mejores escritores latinoamericanos de su generación. La calidad de sus libros y la favorable recepción de la crítica internacional así lo acreditan. Traducido al inglés, francés, alemán, italiano, serbio, portugués y holandés, entre sus obras más recientes destacaremos “El boxeador polaco” (2008), “La pirueta” (2010) y “Monasterio” (2014).

Eduardo Halfon, que actualmente es profesor y escritor residente en Nueva York, nos ofrece en “Signor Hoffman” una nueva y brillante pieza de su proyecto literario. Cada uno de los relatos que componen este libro se mueve entre dos polos: de lo cosmopolita a lo rural, del viaje mundano al viaje interior, de la identidad que adoptamos para salvarnos al disfraz que con el tiempo vamos personificando: de señor Halfon a signor Hoffman.

 En estos cuentos encontramos a un escritor que viaja a Italia para honrar la memoria de su abuelo polaco, prisionero en Auschwitz; recorre las costas de Guatemala, desde una playa de arena negra en el Pacífico hasta una playa de arena blanca en el Atlántico; llega a Harlem, tras la nostalgia de un salón de jazz; y busca en Polonia el legado familiar heredado por su abuelo. Porque todos nuestros viajes, como dice el narrador, son en realidad un solo viaje.

Como bien ha señalado la revista francesa “L’express”: “Eduardo Halfon es el príncipe del desvío, de la atenuación y del final inesperado. Los cuentos son el terreno de juego favorito de este judío guatemalteco, que mezcla brillantemente la autobiografía, el humor y la fantasía”.

 

Eduardo Halfon. Signor Hoffman. Libros del Asteroide, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Inquietantes iluminaciones sobre la condición humana

18 de septiembre de 2015 11:46:30 CEST

El escritor granadino Ángel Olgoso (Cúllar Vega, 1961) es autor de numerosos libros de relatos. También ha publicado el poemario Ukigumo y se le considera un maestro del microrrelato, que cultiva desde finales de los años setenta del pasado siglo.

Breviario negro es el nuevo libro de Ángel Olgoso y en él afirma su dominio de lo extraño, trasciende el género del relato y consigue con plenitud la resonancia sombría, según destaca José María Merino en el prólogo. Breviario negro renueva la innegable riqueza imaginativa del autor en historias de particular fuerza y belleza expresiva, fruto de su constante búsqueda de tramas originales, escenarios sorprendentes y perspectivas insólitas.

Los sueños, lo ominoso, el tiempo, el horror, lo telúrico y lo legendario se nos revelan en unas piezas inquietantes. Esta joya de la narrativa breve, alentada por lo poemático y lo filosófico, plantea interrogantes al lector, pero también ilumina, aunque sea con luz oscura, la permanente condición humana.

 

Ángel Olgoso. Breviario negro. Menoscuarto, 2015

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Una novela repleta de sutilezas y secretos escondidos

11 de septiembre de 2015 12:08:50 CEST

El escritor peruano Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966, es doctor en literaturas hispanas por la Cornell University y actualmente trabaja como profesor asociado en Bowdoin College, Maine, donde dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos. La editorial Candaya ha publicado este año su novela El anticuario.

En su superficie, El anticuario es un misterio gótico y una novela de enigma “deliciosamente macabra” según el periódico The New York Times. Más adentro, es una profunda interrogación sobre la locura y el poder de la palabra. Una historia de homicidios seriales, mensajes cifrados y coleccionistas de antigüedades, en la que se reflexiona sobre los límites entre lo público y lo privado en un país de postguerra.

En El anticuario se nos cuenta la historia de Daniel, que lleva años encerrado en una clínica psiquiátrica acusado de un crimen terrible y que ahora es sospechoso de otro. Para demostrar su inocencia necesitará la ayuda de un amigo, experto en patologías del lenguaje. 

 

Gustavo Faverón Patriau. El anticuario. Candaya, 2015.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Una voz propia

10 de septiembre de 2015 08:29:39 CEST

Sucede en la voz de otros (apuntes mundanos de poesía) reclama y reivindica y nos convierte (al autor también) en lectores, pero no desde aburridas teorizaciones o desde aquella buenista convención de que el receptor crea el poema junto al emisor de este. Juan Manuel Macías barre convencionalismos de todo tipo, desde géneros, clasificaciones y taxonomías existentes, a corrientes, categorías y modas tan insulsas como la de los poetas jóvenes y la del escritor enfermo de escritura.

Ciertamente, es una desmitificación mitificadora del poeta como un ser habitual, Juan Manuel no desea ser una máscara, por ello despierta la literatura como a los sabios de Ball of Fire (Hawks, 1941). A través de una prosa -y no es que por ello no sea poesía, ni que la “poesía en prosa” fuera un perjurio, ni para la poesía ni para la prosa., pues mediante esa prosa cuidadísima, delicada, elegante, perfectamente sincopada y dulce, inocente, pero a la vez irónica y humorística y cotidiana cuando debe, nos adentramos en pequeñas cápsulas poéticas: filias, fobias, recuerdos, ilusiones, sueños, destellos, lecciones de helenismo y literatura… pero ante todo, asombro, sensación a la que apela Juan Manuel siguiendo a Borges. Y recuperando el juego y el verdadero yo, a lo Gerardo Diego, vamos atisbando en estos pecios que cobran unidad en esta agrupación, una honda reflexión sobre la mundanidad y derrumbes literarios y sobre el ser humano, desvelando nuestra naturaleza ficcional, más profunda de lo que podemos asimilar. Incluso se atisbarían ficcionalizaciones vitales-literarias cuasi unamunianas en la existencia de “Juana” y en las desviaciones de “Las impropias traducciones”.

También es una lectura, que por la buena nostalgia y melancolía, rejuvenece y provoca benevolencia por el pasado; y perdón y comprensión amable por ese ser que fuimos, desde destruir sonetos, a emocionarse con una sola maraca. Al columpio que bien podría haber sido al que subiera Dylan Thomas.

Y de hecho, es tanta la positiva ligereza que desprende esta obra, que yo invitaría a leerla (y no porque mi primera lectura fuera así) dejándose llevar por el vuelo de la casualidad y el encuentro fortuito, abriéndolo al azar. Y esta preferencia y sugerencia de lectura no pretende ir disfrazada de vanguardismos caducados y trasnochados. Solo del misterio que debe tener una voz propia. Y si puede ser oral, mejor. Maravillosa invitación a la recuperación de la oralidad, o puede que la única y verdadera realidad física para el poema.

Y gracias a todo es un viaje, una sutil odisea en plena verbena por quién fue el autor y por quién hemos sido: desde arqueólogos troyanos a helenistas, por islas sofonisbas, los Parises de María, y macedonias con la mujer dormida. Y King Crimson de fondo aderezado con parsley, sage, rosemary and thyme.

 

 

Juan Manuel Macías, Sucede en la voz de otros (apuntes mundanos de poesía). Ediciones de la Isla de Siltolá, Sevilla, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Anna Montes Espejo

Modiano, el Proust de nuestro tiempo

4 de septiembre de 2015 11:44:58 CEST

El escritor francés Patrick Modiano (Boulogne-Billancourt,1945) es uno de los mejores novelistas contemporáneos y recibió en 2014 el Premio Nobel de Literatura. La editorial Anagrama ha publicado todas sus últimas novelas y está también traduciendo, en excelentes versiones de Maite Gallego, sus libros más significativos. Uno de ellos es este Ropero de la infancia, publicado originalmente en 1989.

Por las páginas de Ropero de la infancia asoman personajes –la americana muerta, el chófer guardaespaldas…- y escenarios –cafés, habitaciones de hotel, viejos teatros- que son fantasmagóricas piezas del rompecabezas de la memoria. Modiano en estado puro, una narración en la que aparentemente apenas sucede nada, pero en cuyas entrañas se esconde un thriller, un drama existencial, una historia de amor, la evocación de los demonios del pasado… Una literatura de lo latente, de lo entrevisto, hecha de miradas y silencios. Una novela llena de matices y ambigüedades que nos atrapa para siempre en sus redes.

 

Patrick Modiano. Ropero de la infancia. Anagrama, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

Al encuentro de nuestro laberinto

8 de julio de 2015 09:40:21 CEST

Los magníficos ensayos que conforman Laberinto veneciano tienen su origen en diez años de apasionada experiencia veneciana de la escritora venezolana Marina Gasparini.  Todos los temas que se desarrollan en sus páginas han sido  inspirados por distintos lugares venecianos, o por las obras de arte que Venecia guarda: los cuadros de Tiziano, Lorenzo Lotto, Watteau y el Canaletto, el grupo escultórico de Orfeo y Eurídice de Canova que hay en el Museo Correr, la veleta que corona la torre de la Aduana, las plazas oscuras y solitarias, los muelles golpeados por la marea…Todos (tesoros o lugares) incitan el pensamiento y la sensibilidad de la autora,  y la invitan a la búsqueda de un significado profundo,  una búsqueda en que la sabiduría y la erudición se alían con un gran poder de evocación, de meditación y de penetración psicológica.

 

Venecia como laberinto: es una idea que aceptamos sin preguntarnos más. Para cualquier visitante de la ciudad, sus calles –en las que es imposible no perderse si no se sigue a un guía con un paraguas coloreado en alto  (lo que impide encontrarse de verdad con Venecia)- son un laberinto. Las calles  de Venecia son un laberinto que incita a ser recorrido y, en ese laberinto real, Marina Gasparini, persiguiendo el hilo conductor de su pensamiento y desde un punto de vista comparatista y jungiano,  descubre no sólo los enlaces culturales sino las categorías psicológicas y metafísicas que lo refrendan. Gasparini convierte trazados de calles, ramos, campos, campiellos, ríos, rioterràs , fondamenta, canales y puentes, en objetos de profunda meditación, en símbolos y correspondencias de los misteriosos caminos del carácter y del destino.

 

Por esos caminos sinuosos de Venecia, la narradora (pues además de pensadora, Gasparini es una narradora de talento) se perdió una tarde de verano, cuando ya oscurecía. Deambuló durante algún tiempo por lugares sofocantes hasta que, “de repente, una calle se abrió a los árboles y a la iglesia de S. Giàcomo dell’Orio bordeando a la cual hay un campiello que por uno de sus lados limita con un canal cruzado por un pequeño puente”.   San Giàcomo dell’Òrio es, entre las venecianas, una iglesia humilde que está en el barrio de Santa Croce. De planta y de interior con sabor bizantino, aunque reformada y transformada posteriormente con elementos renacentistas y barrocos, como ocurre con muchos edificios venecianos. En su interior, suele señalarse como de interés la techumbre de madera, semejante a la de la gran iglesia de Santo Stéfano y algunas pinturas de Veronés, Palma il Giovane y una “Virgen con el Niño y Santos” de Lorenzo Lotto. En el campo donde está la iglesia, donde hay sembrados árboles altos, los patricios vénetos solían jugar al balón, y por eso este juego se clasificó como “noble”. Pero, en Laberinto venciano, Marina Gasparini no se ocupa de todos estos datos que pueden encontrarse en las guías históricas sobre Venecia. Ella se ocupa del alma y de los símbolos que pueblan la ciudad.

 

Aquella noche de verano en que  Marina Gasparini se perdió y se encontró en el campiello de S. Giàcomo, se topó, en su posterior búsqueda de aquellos lugares que no pudo hallar,  con la hornacina de una Madona frente a la que se había detenido la primera vez. Es entonces cuando entiende que aquel es su propio laberinto y cita estas palabras de María Zambrano: “Venecia, toda Venecia, es para mí un enigma que se deja ver, un laberinto que se aparece y que no hay que esforzarse por buscar porque si se lo busca, no se encuentra jamás”. Y añade Marina Gasparini: “El laberinto de Venecia posee meandros distintos para cada uno de nosotros. No salimos al encuentro de nuestro laberinto, será éste el que nos encuentre”. Aunque para que esto suceda,  es necesario que vayamos a Venecia: es decir, que nos situemos en la disposición anímica apropiada.

    

La autora discurre sobre la imagen arquetípica del laberinto desde sus orígenes cretenses (el Minotauro, Teseo, Ariadna) hasta un relato de Kafka, “La   construcción”, o  Los reyes, la obra teatral de Cortázar, pasando por el Renacimiento (“El hombre con el laberinto” de Bartolomeo Véneto, que lleva sobre el pecho este diseño emblemático) o las catedrales medievales que  substituyeron la peregrinación a Jerusalén por el dibujo de un laberinto en sus pavimentos como imago vitae.

 

Importantísimo me parece –y resumen central de estos ensayos que, en su desarrollo central van ejemplificándolo- el planteamiento de la cultura como trazado laberíntico que Gasparini propone al   considerar que las “correspondencias que se establecen entre símbolos, imágenes y diferentes disciplinas de la cultura siguen un proceso en el que las ideas se suceden y entrelazan tomando al laberinto como imagen de creación. El pensamiento tampoco es una línea recta (….) La experiencia del laberinto es un deambular entre sombras con un frágil hilo entre las manos que podemos perder, que nos puede abandonar, que se puede romper. Este hilo lo tejemos y destejemos siguiendo el diseño íntimo de nuestra necesidad”.

 

Una invitación, en definitiva, al laberinto que define a Venecia y que es nuestro propio laberinto, una invitación que atraerá poderosamente a los muchos lectores que están bajo el hechizo de esta ciudad.

 

Marina Gasparini, Laberinto veneciano, Barcelona, Candaya, 2011  

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pilar Gómez Bedate

Épica, lírica y vida

8 de julio de 2015 09:35:56 CEST

 “… y yo tendría que hallar mi camino para regresar por extraños medios a esos campos de bruma que conocen todos los poetas; allí donde hallamos esas pequeñas y misteriosas cabañas a través de cuyas ventanas, al mirar al oeste, podemos ver los campos de los hombres y, al mirar al este, las delicadas y relucientes montañas, coronadas por picos nevados, que se extienden hasta la región del Mito y, más allá, hasta el reino de la Fantasía, que pertenece al País de los Sueños”. Así concluye la primera persona narrativa su relato sobre un viaje en barco por el río Yann y las misteriosas ciudades que van surgiendo en la travesía: lugares custodiados por lobos y sombras, poblados por monstruos, fantasmas y seres extraños, rodeados de junglas y cadenas montañosas. A veces se trata de una urbe silenciosa, de quietud sepulcral, cuyos habitantes deben seguir dormidos, pues, si llegaran a despertar, morirían  los dioses y, en tal caso, los hombres no podrían volver a soñar. En otro paraje, el Tiempo ha tenido que ser reducido y maniatado, antes de que acabara con las divinidades. El cuento apareció originalmente en una colección de 1910 —A Dreamer’s Tales— que, en su primera traslación española, presentó la Revista de Occidente catorce años después. Luego Borges lo incluiría en la Biblioteca de Babel. Leyendas mitológicas de dioses y hombres, personajes exóticos, criaturas mágicas, visiones ominosas ora sublimes, ora patéticas, humor e ironía en una prosa poética que evoca tanto las sugestivas revelaciones de Swinburne como el modo melancólico de Tennyson. El autor, que solía escribir con plumas de ave en el torreón de su viejo castillo, es uno de los fundadores del subgénero denominado “fantasía heroica”, junto con Rider Haggard o William Morris, y antes que C.S. Lewis, Lovecraft o Tolkien. Ahora bien, como señala Todorov, lo fantástico se mueve entre la representación de la realidad extraña y la de lo maravilloso, es decir, se construye sobre la duda que mantiene el narrador acerca de la realidad o irrealidad de lo narrado, vacilación en la que también participa el narratario (y el lector). Y es que estamos hablando de Lord Dynsany, un escritor versátil y prolífico sobremanera, cuya obra abarca desde el relato breve hasta el teatro, pasando por la poesía, la novela, el ensayo y la autobiografía. En todo caso, la escritura de más de ochenta y dos libros sólo ocupó un parte de su atareada existencia, pues, en contraste con el mundo de ensueño que creó, este aristócrata feroz fue un viajero impenitente, muy aficionado a la caza mayor y al cricket, además de campeón nacional de tiro con pistola y de ajedrez, juego del que inventó una variante asimétrica en la que el conjunto normal de piezas se enfrenta a un grupo de 32 peones.

Edward John Moreton Drax Plunkett (1878-1957) nació en Londres, en el seno de una familia irlandesa noble, cuyo origen se remonta a un tiempo anterior a la conquista normanda. Educado en Cheam, Eton y la academia militar de Sandhurst, a la muerte de su padre, en 1899, hereda el título nobiliario y se convierte en el decimoctavo Barón Dunsany. Tras participar en la guerra de los Bóer, donde entabla amistad con Rudyard Kipling, en 1901 establece su residencia en el condado de Meath, al noroeste de Dublín, en un castillo ancestral del siglo XII. Tres años después se casa con Lady Beatrice, hija del conde de Jersey, y así comienza un periodo de gran actividad social y literaria, con la publicación de un libro de relatos breves titulado The Gods of Pegana (1905), en el cual instituye una mitología propia e idiosincrásica, geografía y teogonía incluidas, que se completará en los volúmenes siguientes —Time and the Gods (1906) y The Sword of Welleran (1908), entre otros—, cuyas narraciones, magníficamente ilustradas por Sidney Sime, exhiben características del cuento popular: sencillez, brevedad, evocación de una fuerza amenazadora en una atmósfera indeterminada, estilo fluido y elevado… En 1909 presenta su primera obra teatral, escrita a instancias de W.B. Yeats para el Teatro de la Abadía, un movimiento escénico que tratará de mostrar la realidad social y cultural de Irlanda en clave costumbrista, sin excluir las reivindicaciones de tipo patriótico. Nos referimos a The Glittering Gate, un drama estrafalario sobre dos ladrones que quieren entrar en el cielo. Una vez más se ve aquí cómo el autor agnóstico, si no ateo, recurre a temas religiosos y utiliza parábolas, imágenes y fraseología de la Versión Autorizada de la Biblia, si bien, en esta ocasión, el talante irónico y fatalista parece anticipar la “vaciedad” del teatro del absurdo. A ésta seguirán muchas otras obras en los escenarios europeos y americanos (West End, Broadway, off-Broadway…). Hubo un momento en que cinco de ellas se representaban simultáneamente en Nueva York. Hombre de acción asimismo, Lord Dunsany fue herido en la primera guerra mundial y, durante la segunda, sirvió activamente en Soreham (Kent), la localidad británica más bombardeada en la Batalla de Inglaterra. En la década de 1920 regresa a la poesía y se inicia en la novela, ya sea en un entorno “romántico” español o fantástico, de asunto irlandés o semiautobiográfico, con ingredientes de la mitología clásica o del romance medieval, con motivos célticos u orientales. Y en 1931, de nuevo en el territorio del cuento, comienza una serie sobre los viajes y las aventuras de Mr. Joseph Jorkens, personaje que le acompañará hasta el fin de sus días: un tipo de buen corazón, siempre dispuesto a contar una historia a quien lo invite a un trago, preferiblemente de whisky con soda; por supuesto, nada de lo que relata el imaginativo gorrón es verdad, pero no tiene ninguna intención de engañar, sólo desea entretener a los miembros del club. Después de la guerra prosiguió con sus actividades literarias, dando conferencias y haciendo giras por los Estados Unidos, escribiendo espacios dramáticos para la radio, efectuando apariciones en la televisión, repartiendo el tiempo entre las residencias de Meath, Kent y Londres.

El inmenso legado de este “maestro de la irrealidad triunfante” ha sido valorado por muchos escritores que reconocen su influencia. Entre ellos destaca H.P. Lovecraft, que celebrará el punto de vista cósmico, el nervio dramático y el eclecticismo de un corpus de mitos y leyendas en el que se combinan, de manera coherente y espléndida, “el color oriental, la forma helénica, la gravedad teutónica y la melancolía celta”. Precisamente, un prefacio póstumo de este clásico del “terror cósmico” realzaba en 1976 una edición de Tales of Three Hemispheres (Cuentos de los tres hemisferios), la colección de relatos aparecida en 1919 y que ahora, por primera vez en versión española como tal conjunto, edita Espuela de Plata, con prólogo de Luis Alberto de Cuenca. El libro consta de catorce piezas breves, divididas en dos partes, y se abre con “El último sueño de Bwona Khubla”, en un escenario africano “donde estallan las orquídeas monstruosas, donde los escarabajos del tamaño de ratones se acomodan sobre los amarres de las tiendas de campaña”, y con una instancia narrativa subordinada a la historia contada por dos viajeros y corroborada por sus porteadores, con la salvaguarda de que un kikuyu nunca dice lo que esperamos que diga. A continuación nos trasladamos a Otford, una ciudad de la vieja Inglaterra en la que, de una forma misteriosa y terrible, va a quedar vacante el puesto de cartero. Luego, en “Oriente y Occidente”, un pastor manchú, tras contemplar la célebre carrera de Pittsburg a Piccadilly por el camino más largo, concluye que todo lo visto es un sueño maléfico o una vana ilusión. En otro momento asistimos a la guerra de los enanos contra los semidioses, o vemos cómo un pobre vagabundo es víctima inocente de la venganza ciega de las deidades, quienes dejarán de otorgar sus dones a un hombre que se cansa de todo, de la paz y de la guerra. En cualquier caso, los lances adquieren carácter de exempla e ilustran la futilidad de la codicia humana, pero también refieren la caducidad de los dioses. La prosa poética alcanza cotas de máxima expresión en la imagen nocturna de esa “ciudad maravillosa” que acogió al poeta, la Nueva York simétrica y ordenada a lo largo y ancho, pero irregular y negligente cuando se trata de la tercera dimensión. En la segunda parte hallamos tres narraciones encadenadas bajo un título genérico que nos sitúa “más allá del mundo conocido”. La primera de ellas, a la cual pertenece la cita preliminar de esta reseña, es una reimpresión para el mejor entendimiento de la totalidad, según reza la “nota de los editores”. Y es que el autor ha vuelto a la tienda de Go-by Street y ha traspasado la puerta que da acceso al País de los Sueños, pues quiere, por una parte, ver si el Pájaro del río sigue recorriendo el Yann, y, por otra, conocer la suerte de Singanee, el poderoso cazador de elefantes, ahora en un palacio de marfil, tras haberse vengado del monstruo que destruyó Perdóndaris, la famosa ciudad amurallada. Se suceden prodigios y visiones, y la fantasía se expande, al tiempo que lo prosaico y lo sublime se yuxtaponen felizmente. La paráfrasis de la trama se resiste a la fabula en un universo fragmentado, y en un ámbito narrativo que exalta el escenario y el lenguaje. Épica, lírica y vida.

 

 

                                                                                 

 

 

Lord Dunsany, Cuentos de los tres hemisferios, traducción de Victoria León, Sevilla, Espuela de Plata, 2011.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Manuel Górriz Villarroya

El oro fundido (Pre-Textos, 2015) abre sin duda una nueva etapa en la obra del poeta cordobés Francisco Gálvez. A pesar de ello, en este libro permanecen ciertas obsesiones del pasado: su conciencia del paso del tiempo que en Tránsito (1994) se nos ofrecía como la tan borgiana eternidad del instante; la importancia de la contemplación que en libros como Santuario (1986) tiene algo del decadentismo finisecular, mientras que en El oro fundido LA MIRADA –así en mayúscula– se convierte en un elemento indispensable y adquiere un carácter vitalista y, por último, la obsesión por la estructura, la concepción el libro de poemas como un mecanismo de relojería formado por piezas ensambladas, que lleva al poeta a la búsqueda del armazón perfecto que ordene el todo. Por esta razón títulos, subtítulos, citas y pistas conforman todos sus libros.

Es precisamente este último rasgo el que nos remite a una impresión global de El oro fundido, libro que se presenta como un magma vital –un magma textual– donde «Todo está vivo / y sigue moviéndose». La pregunta que nos formulamos ante esta primera impresión es de qué materia está formado ese magma y la respuesta es clara: la memoria. Fragmentos del pasado fundidos, el fundido de la memoria donde se superponen, mezclan, pierden sus contornos            –difuminados– recuerdos que fueron sólidos y ahora se funden y se hacen líquidos –líricos– y conforman este magma vital que es el libro. Este magma aparece ante el lector como un todo orgánico, como una materia que está viva porque el autor le imprime un ritmo mediante la  repetición de ideas, palabras, oraciones, versos y versículos, a veces de manera literal, otras con pequeñas variaciones, pero que van dejando una huella en el oído del lector: «vitriolo», «óxido»,  «silencio de poca gente y ciudad vigilada», «aburre todo recto y sin curvas», «aburre todo llano y sin curvas». Francisco Gálvez  le impone a esta materia orgánica su obsesión por la estructura y el libro se convierte en el feliz resultado de la unión de estas dos fuerzas antagónicas, el feliz oxímoron: encajar, bien organizado dentro de una meditada estructura, el magma vivo que es El oro fundido.

Queda enunciada ya la primera clave sobre la que se levanta este libro de poemas: la memoria. A ella se unen la mirada y la poesía,  tres claves que llegan a perder sus contornos y, fundidas, forman el pilar esencial que sostiene El oro fundido. Este libro está hecho de memoria como bien indica el profesor Pedro Ruiz en su reseña, especialmente en la parte titulada Contenedores: «teatro de la memoria hecho de imágenes procedentes de la vivencia de una ciudad provinciana que entre los años 50 y 70 acoge, con su trasfondo la infancia, la adolescencia y la juventud del poeta y de sus correlatos en el poemario».  Pero existe un aspecto de esta clave especialmente interesante, la memoria como una vía posible de ensanchar la identidad en tres sentidos: 1º) más allá de la chata rutina –«y sacar la basura, /el perro a pasear»–; 2º) más allá de lo que somos en el presente –«porque siempre somos herederos de algo»– y 3º) más allá de los bordes del yo. Quizás sea este último sentido el más importante, porque es donde esta memoria se convierte en literatura, donde se hace posible trascender lo biográfico y convertirlo en experiencia común y realidad otra. El propio autor en la nota que inicia el libro expresa el deseo de fundir en sus poemas autobiografía e historia: «vida y memoria se establecen en una hora global, que abarca principio y final de un tiempo, tal vez de un período y época de todos».

Una de las estrategias que el poeta emplea para conseguir traspasar los bordes del yo es el distanciamiento. El autor adopta la posición del observador y escribe en tercera persona, a veces en segunda y, de forma excepcional, en primera persona. Esta tercera persona le permite ficcionalizarse, convertirse en un sujeto lírico que adquiere realidad textual y tiene todas las posibilidades de la ficción, «la identidad es la parte más aburrida» y por eso hay que ensancharla con la memoria de lo pasado, de lo imaginado y de lo deseado. Esa tercera persona se convierte en  la máscara perfecta que permite el decir plural, que tanto ansía el autor, la narración y el misterio, el desvelamiento: «alguien llama a la puerta y observa por el mirador al que llega, / se ve a sí mismo, y no abre. Dice: cada cosa a su tiempo». No olvidemos que la última parte de El oro fundido, antes del epílogo, se titula Los rostros del personaje.  La primera persona aparece en apenas unos cuantos poemas que, como pequeños agujeros en el papel, dejan pasar cierta luz desnuda.

A la clave de la memoria se unen, mirada y poesía, decíamos. Existe en El oro fundido una honda reflexión sobre el quehacer poético, en la cual la mirada cobra un enorme valor. La mirada es la herramienta esencial del poeta, la «punta de diamante» que le permite transformar en palabra aquello que le rodea y contempla: «LA MIRADA, como la punta de un diamante rasga el pasado / y en la ventana del tiempo se mueven las imágenes». En estos versículos podemos comprobar que la mirada del poeta no se dirige al presente,  sino que rasga el pasado y quedan así fundidas las tres claves enunciadas: memoria, mirada y poesía.  Y si subrayamos del contenido metapoético de este libro, no podemos dejar de mencionar al personaje del «orfebre» que aparece en diferentes textos y que es, además de una referencia concreta al pasado del autor, trasunto de la figura del poeta: si la mirada, herramienta principal del poeta, es «punta de diamante»; el orfebre «en una máquina con punta de diamante labra cantos  / en los anillos».

Y pasamos al último fundido de este libro, aquel en el que se unen forma e idea y que el autor expresa así en la nota inicial: «significado y significante se encuentran difuminados en multiplicidad de giros y mudanzas». Es absurda y simplista –aunque didáctica– la separación entre forma  e idea, porque siempre llega el poema para invalidarla. En El oro fundido el poeta modula su voz en los «registros, formas y tonos»  que le dicta aquello que desea decir, que no se dejaría ser texto de otra manera. Un buen ejemplo lo encontramos en el modo en el que el poeta utiliza la lengua para plasmar los juegos de la memoria. En el poema número 4 de la parte titulada Última visión de agosto, uno de los pocos textos en los que el yo aparece, Gálvez consigue de manera magistral, pasando de la prosa al verso y del verso a la prosa, crear una realidad en el texto donde quedan fundidos los distintos momentos de la memoria, donde nos encontramos «el futuro transformándose en pasado» en la página y en el centro la hondura lírica, el instante detenido del poema.

Y para terminar este breve comentario sobre las múltiples modulaciones de la voz  para materializar la idea, no podemos dejar de mencionar un recurso que apunta hacia dos estilos distintos, pero presentes ambos en el libro. Me refiero al empleo del anacoluto, de la agramaticalidad expresiva que, por un lado, nos conduce hacia esos poemas en los que la influencia vanguardista –la ruptura lógica, la imagen onírica plagada de sugerencias– es tangible como, por ejemplo, en «Verde» y, por otro lado, nos lleva hacia el interesante espacio de la oralidad. «Oralidad» es el poema que encabeza la parte titulada Contenedores para establecer el sentido del tono elegido, para mostrar al lector la importancia que posee la palabra viva: «En la mirada de un invierno / que hasta aquí ha llegado / de boca en boca». Pero posiblemente lo  más interesante es lo que supone en el libro la elección de este tono. En primer lugar, la citada agramaticalidad expresiva contribuye a los momentos de mayor intensidad, capaces de despertar en el lector una emoción pura, como algo que no puede concretarse pero existe: «Cuando tenía quince años / y no importa la muerte / creía que moriría muy pronto». Nos encontramos, en segundo lugar, con otro recurso, derivado también de esta apuesta que Francisco Gálvez hace por la oralidad, que denominamos como estética de lo inacabado y que consigue que el poema no  aparezca ante el lector como un objeto terminado, sino como una realidad abierta y mutable: «Todo está abierto y todo aguarda», «Todo puede ocurrir en cualquier momento». En los versos citados late lo que implica esta opción estética, abrir la vía de la posibilidad y la pregunta, cerrar aquella que nos llevaría hacia los finales rotundos y efectistas, optar por aquello irresuelto que queda hiriendo en el aire del poema y se hace atmósfera, enigma, y nos produce cierto dulce desasosiego: «unos gatos al borde del puerto / y sus ojos en el vaivén / de una barca amarrada, / ¿qué desean, saltar, soltar amarras?».

 

 

Francisco Gálvez, El oro fundido, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Yolanda Ortiz Padilla

Efectos de la apnea

29 de mayo de 2015 12:33:38 CEST

Introducirse en el universo creativo de la poeta asturiana Luz Rodríguez es un desafío y una aventura sobrecogedora, la visita a una ciudad fantástica donde se clavan en las paredes de papel palabras como condenas o salvaciones.

            Su libro El pez de la despedida es un conmovedor collage en el que se entrecruzan con pulso firme los versos de la propia Luz Rodríguez con las insólitas metáforas en tinta negra de la artista visual María Maynar, consiguiendo crear una atmósfera perturbadora.

            Al poemario podemos acceder desde sus cuatro puntos cardinales que son las cuatro partes del libro, “Arrecifes”, “El pez de la despedida”, “Bullicio de desamor” y “Bestiario” como si estuviésemos haciendo navegación de cabotaje, sacando con la mano imágenes complejas y emociones esculpidas en la brisa adivinándose  la sombra del pintor inglés Turner y la música de los óleos abstractos del ruso Kandinsky.

            A medida que avanza el latido del poemario van invadiendo sus páginas conceptos eternos como la muerte, la ausencia, el olvido, el amor, y sus antítesis en un vaivén de fotogramas vaporosos enfrentados a primeros planos sin concesiones a la estética: “Solo la muerte sobrevive sin nada que reemplazar”.

            Hay momentos en los que una fantasmagoría fascinante atrapa al lector y es ahí cuando la escritora concita en una suerte de conciliábulo mágico las voces de  Roberto Juarroz, de Rimbaud, de Goethe, de Rilke, de Klimt o de Virginia Woolf, todos estos nombres son sinónimo del amor de la autora a la cultura, salen al acecho en cualquier verso y habitan el esqueleto del texto para darle belleza.

            Poco a poco y con una cadencia suave el “Bullicio del desamor” va convirtiéndolo todo en una caldera, se aprecia en un extracto del poema “Demiurgo”, dice: “Inflamas el yunque,/ emplumas el espinazo”, la deriva se materializa en “Bestiario”, una descarga a voltaje medido, una sutura donde brilla “Entendimiento” con su voz ronca y gastada: “Escindes con machetes/ la llama que te adora”.

            Y el mensaje con el que concluye y se cierran los círculos, es demoledor, lo vemos en “Cordero de Dios” cuando nos aproxima a las quemaduras sentimentales: “El amor / ese pez de bronceada hiel”.

            En el fondo subyace un poso amargo, la memoria se diluye en una caja de resonancia rajada, todo se revuelve en medio de un rumor tenso y eléctrico, la cálida arquitectura onírica acaba sufriendo la carnalidad hechizante de lo humano creando con aguja e hilo un lenguaje hermético y feroz, delicado y devastador.

            Cuesta dejar atrás el mundo de ficción impuesto por Luz Rodríguez, salir de ese  laberinto construido sin descanso, átomo a átomo, a golpe de sueños y pesadillas cincelado con precisión y nitidez, y volver a la rutina de los espejismos de carne y hueso.

 

Luz Rodríguez, El pez de la despedida, Paco Rallo Editor, Zaragoza, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mario Hinojosa

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