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Configurar sentido descendente

 

 

On the wayward ways of this wayward town,

a smile becomes a smirk

Cole Porter

 

 

 

 

 

 

En su libro Escuchar a Bajtin (1986) Iris Zavala rescata el concepto cronotopo, “una conexión esencial de relaciones temporales y espaciales asimiladas artísticamente en la literatura” (pp.116). Siguiendo al teórico ruso, Zavala pone el acento en el espacio y el tiempo como formas de la realidad del género novelesco, y vuelve sobre las premisas que buscan explicar los enlaces y desligues de los nudos argumentales; la génesis de nuevos cronotopos a partir del principal, y el cambio de posición del lector, quien se convierte en atrevido cartógrafo que traza el mapa de las distintas dimensiones de la historia.

Todo lo anterior nos ofrece una perspectiva desde la cual leer la nueva novela de Óscar Marcano, Los inmateriales (Pre-Textos, 2020). El centro del relato es la historia de Raimundo Lucio, mochilero caraqueño que recala en París, en 1985, luego de fracasar como poeta. Diversas circunstancias le persuaden de no continuar hacia Madrid, abandonar la aventura y permanecer en la capital francesa. Mundo, como le llama su amigo Thierry, trabaja como canguro para sobrevivir; cuida a varios niños, entre ellos a Mirabelle, la pequeña sin habla que trastocará su vida.  Cuando no está trabajando, nuestro protagonista persigue la ciudad de su escritor fetiche, Henry Miller, y, como una suerte de Brassaï caribeño, dispara su Pentax mientras explora con idéntica paciencia e interés la misma fila de cafés, cabarets y cines retratada por el neoyorquino. El flâneur pasea sin rumbo por la ciudad y la hace discurso en las conversaciones con los distintos personajes que marcan el tono y tempo de la novela. 

Son inolvidables las largas charlas con Thierry sobre sus experiencias en Venezuela, y muy especialmente sobre Chet Baker y otros miembros del cool-jazz, cuyas interpretaciones, sones y fraseo acompasan la historia, desde el “to be cool” de la relación del francés con Cazuza, hasta las notas del hard bop, cuyas improvisaciones a pleno pulmón, sonidos cálidos y ritmos explosivos, dan cuenta de los cambios vitales de nuestra pareja de amigos. Entre Mundo y el franchute no hay palabra sin respuesta, aunque esa respuesta sea el silencio, un secreto, un gesto de desaprobación o una discusión grupal; como las que se suceden alrededor de la figura de Tricia: “Inquieto, el franchute me patrulla con la vista. Quiere contener mi falta de tacto. No me mires así, lo atajo. Si no lo digo, se me duermen las nalgas” (pp.173).

Mención especial merece la amistad de Raimundo con El Compadre, el virtuoso hidrocálido que estudia guitarra en Le Cim, “una escuela de jazz del Dieciocho” (pp.199).  Con Cuauhtémoc conoce otros aspectos de la vida parisina y disfruta una velada musical a la altura del Birldland, el Blue Note, el Village Vanguard o cualquiera de las catedrales del jazz (pp. 299). 

Como ya hiciera en su primera novela, Puntos de sutura (2007), Óscar Marcano vuelve a sorprendernos en Los inmateriales con una historia en la que el olfato es pieza clave para desentrañar los significados ocultos tras diversos velos. Raimundo reconoce los olores y es su nariz una especie de nocturlabio que prefija el tiempo de vida de una estrella: abundan el recuerdo de Je Reviens, perfume que evoca el olor de su madre y que busca en cada mujer; pero también el barrunto de heces de los clochard, los aromas de aluce, ilice, trilice, pondolo y minolo de la dama de pies romanos; el acre aroma de la entrepierna de la mujer-holograma “que [le] chupó el veneno” (pp. 264), y  el insoportable tufo de Pierrot que tanto excita a la garota

Sobre el privilegio de los sentidos llega el logos, como una memoria de extraños espacios que desde el origen está conectada con aquella exposición “que curó Lyotard en el Pompidou” (pp. 18), indagando sobre cualidades desconocidas de la materia.   Al igual que en la arquitectura donde una obra no se completa sino cuando es habitada, el gran acierto de Los inmateriales es que se construye definitivamente al ser leída. Emulando a  Rayuela, la novela de Marcano es protagonista de sí misma, y puede comprenderse de varias maneras: secuencialmente, capítulo a capítulo, siendo testigos de la transformación de Raimundo y de cómo recupera el centro perdido al volver a Caracas e intentar desentrañar el misterio de la (in)existencia de “Hugo”, ese extraño compatriota que viajó a París en 1907 y conoció “a Modigliani, a Picasso y a Matisse” (pp.493), estudió pintura en la academia de la Grande-Chaumière, y dejó un legajo de memoria fragmentada solo inteligible tras la performance de Perán.

Otra posibilidad es El Manuscrito que Casimir, el brocanteur, lega a Raimundo, y que explica tanto la novela como su contexto interno, gracias a las voces que pueblan El Mogador y el Caves Saint-Gilles, bares en los que nuestro protagonista alterna con interlocutores de paso y habitués. Como en un juego de espejos cuya representación es fiel solo en apariencia, el espacio y tiempo conocido del Saint-Gilles perderá nitidez con los años. Y los errants de El Mogador (el soldado colombiano, Fanny y Julliette, o el converso de Praga) ofrecerán las únicas pistas verosímiles con las que el narrador va trenzando el hilo invisible que une a Raimundo con “Hugo”. Si el pintor  enlaza un objeto de estudio tras otro: la luz, el color, las texturas; las necesidades del cuerpo y las bondades de los personajes que le rodean en dos “libros” aparentemente incompletos: las cartas y la experiencia del viaje, “con la letra hológrafa sobre el papel traslúcido” (pp.9), y con el “Dios te ama” impreso sobre “el objeto liso, chato, cuadrado, de horrible goma color hueso” (pp.529), el joven arquitecto se detiene en las particularidades de su falta de afecto familiar, las costumbres de la población y un catálogo de ser curiosos y raros. Junto con ello se introducen reflexiones acerca de diversos temas filosóficos, científicos, políticos, que lo conducen al conocimiento de sí mismo y al encuentro con su verdadera identidad, sin subterfugios ni miedos.  

Hemos dicho que Bajtin llama la atención sobre el cambio de posición del lector en la novela. Y tenemos que insistir en que este es precisamente uno de los mayores aciertos de Óscar Marcano en Los inmateriales: la historia que es contada, el cómo se cuenta, pero también la experiencia de su lectura.  Aunque nuestro narrador nos pasee por múltiples escenarios de la arquitectura parisina, por decenas de emociones representadas a través de las piezas de jazz; por fragmentos inolvidables del cine de culto y la literatura; por las teorías psicoanalíticas que explican la vida sexual de los personajes. Aunque exponga los secretos de los Apócrifos y repase parte importante de la historia política y plástica venezolana, nada es definitivo.  Toda la puesta en escena a la que asistimos converge en un engranaje de piezas minúsculas donde se fraguan los cambios más grandes. Tenemos que aventurarnos a experimentar que “el mejor cielo será siempre el del lector”.

Sin ninguna duda, Los inmateriales consagra a Óscar Marcano en la sólida trayectoria que iniciara en 1999 con el volumen de cuentos Lo que François Villon no dijo cuando bebía (publicado después con el título Solo quiero que amanezca -2002-), y que ha crecido exponencialmente con Inecuaciones (1984), Sonata para una avestruz (1988), Cuartel de Invierno (1994) y Puntos de sutura (2007).

 

Óscar Marcano, Los inmateriales, Valencia, Pre-Textos, 2020.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por María Elisa Núñez

Entender el pasado de Teruel

30 de abril de 2021 14:16:44 CEST

“La caballería villana del Teruel bajomedieval” es una monografía que promete exactamente lo que da: un estudio de calidad sobre la élite turolense de Teruel durante los siglos XIII-XV. Maravillosamente documentado, el autor a través de un sólido corpus metodológico aporta una mirada crítica y compleja a la medievalidad turolense, sin que, por ello, se pierda en ningún instante una lectura fluida y asequible tanto para el historiador como para el que se inicia en estos menesteres. Esta fluidez se consigue, en gran medida, gracias a la decisión del autor, Alejandro Ríos Conejero, de establecer capítulos diferenciados que exploran cada uno de los aspectos de la caballería villana. De esta forma, se consigue entender en toda su complejidad tanto el papel como la evolución de este grupo a través del tiempo, gracias a su definición y caracterización en todas las esferas.

La primera pregunta a responder es obvia ¿qué es o quién puede ser parte de la caballería villana? La respuesta se encuentra en el capítulo dos: aquel que, con una propiedad intramuros de la ciudad, pudiera costearse tanto la panoplia militar como una montura. No es extraño ni a nadie sorprende que un caballero sea aquel que tenga un caballo y pueda ir con él a la guerra. Y es que, es precisamente el contexto bélico del siglo XIII, marcado por la expansión de los reinos cristianos sobre la península, lo que tradicionalmente se ha llamado como “reconquista”, el que permite el crecimiento de este grupo. Teruel nace en 1177 como una villa de frontera, y como tal y siguiendo la norma de la época, es favorecida para facilitar la repoblación de este enclave. Pero, los privilegios no sólo se otorgan a la ciudad en sí, sino que habrá un grupo en su seno que saldrá ampliamente favorecido: la caballería, aquella que permita a los monarcas, Alfonso II y Jaime I, no solo defender Teruel sino también atacar a los territorios enemigos.

Pero el papel del caballero no sólo se centra en el ejercicio bélico, sino que también se desarrollará intramuros y en el seno de la política. Pues uno de los privilegios de este grupo fue el acceso y posterior monopolización de los cargos públicos y del concejo turolense. Es así como la caballería villana llega al poder desarrollando a su vez una cultura y una ideología propia que justifica su predominancia. Bien como defensores de la ciudad frente al enemigo común o como intermediarios entre el poder real y la villa, los caballeros controlaron Teruel, enfrentándose, tal y cómo lo narra el capítulo cuarto, y lo ejemplifica el quinto, los unos a los otros. Apasionante es el juego de poder y las dinámicas que allí se tejen que involucran a los apellidos más famosos de aquel entonces, y que, a día de hoy, aún resuenan.

En conclusión, esta obra es sin duda de lectura obligatoria no sólo para los que quieran entender el pasado de Teruel, sino para aquel que sea amante de la Historia, ya que es un ejercicio histórico excelente no sólo por sus tesis, sino por el gran ejercicio de archivo que hay detrás de cada letra escrita.

 

Alejandro Ríos Conejero, La caballería villana del Teruel bajomedieval, Teruel, Instituto de Estudios Turolenses, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Vanessa Pozo García

La experiencia de la lectura y la intensionalización de la extensión, bajo el amparo de la teoría de los mundos posibles, tal y como destacó el Tomás Albaladejo (y más allá de las relaciones semántico intensionales, sintácticas o estilísticas del texto), encuentran su verdad narrativa en el pacto de ficción, si es que no queremos retrotraernos al asunto de la verosimilitud. Una cuestión compleja, objetivo de la crítica moderna y contemporánea en asuntos de narratología, y con particular peso en Darío Villanueva o José María Pozuelo Yvancos, entre otros, dentro del perímetro nacional. En el fondo no deja de ser la novela una representación y pacto entre los discursos y sus formas simbólicas, analógicas, o mundos generados como modelos posibles que su ficción propone y el lector reconstruye desde su pragmática vital. A veces, aquellos tiempos de la experimentación proponen retos al lector acomodado, aunque sin ocultar el propósito de fondo.  El sueño de Torba gira obsesivamente sobre un asunto y se hace alegoría del mismo. Rafael Soler (1947) lo postula así desde un recogido mundo de personajes (un breve puñado solamente), o vidas que se ofrecen al lector, si bien marcadas por ese actante principal que iremos desvelando en parte. Son unos personajes cualesquiera, sin más, profesores de un instituto de enseñanzas medias (no solo), de mujeres (Berta, Clara, Teresa…) y hombres (Jorge, Jaime, Vicente, José…), profesionales que ejercen su labor en una ciudad desconocida (también en Laxe en la Costa de la Muerte, no elegida al azar precisamente), marítima sin duda. Así asistimos al proceso de la revelación de su contrapunto y encuentro vital. O, si prefieren, a cómo sabemos algo de sus vidas a través de rápidos diálogos (pero sobre todo del secreto imantador, abisal, o eje de la significación), desnudos, donde se transparenta lo esencial para el lector y cuanto Bremond denominó el momento estratégico…o breves ráfagas donde se anuncia la síntesis del propósito del autor, sabiamente velado. En los diálogos de Soler, a veces con los asideros justos, asistimos a los enigmas o quid (debemos estar muy atentos a ellos). Y a través de ellos al ser, al asunto y acción de la novela, sin más, en su fenomenología (pero también en su poesía). Así, sin apenas espacio para la voz del narrador, esos diálogos y juegos, también pequeñas incursiones del mismo, diarios incluidos, surgen rápidas escenas perfiladas con un estilete donde todo se concentra. Y espacio en el que se van revelando circunstancias, hechos, amores o sospechas, enfermedades y pulsiones (atención a esto). O incluso, aunque no sea exacto, dejando espacio para un Rolls en su papel casi de Mcguffin hitchcockiano (aunque luego resulta mucho más relevante de lo esperado), y sin que pueda desvelar nada más allá de cuanto aquí se insinúa (también hay una misteriosa manada de agresivos perros). No se deje engañar el lector o desprecie esos guiños que ejercen de imán o foco de extramuros. Finalmente adquirirán una relevancia clave.

Rafael Soler, muy al hilo de cuanto escribió Michel Butor, postula sus textos con vistas a ser leído. Es decir, escribe con ese afán y más allá de la novela experimental que tanto predicamento tuvo en España, pues su propósito es el de contar historias. Y aunque El sueño de Torba es compleja, literaria, elaborada, no es una novela experimental, si bien el lector se encuentra de bruces con una apuesta narrativa solo apta para paladares exigentes. Y es que, si bien se ajusta a la legibilidad, guarda rastros del virtuosismo demostrativo de aquella mirada.  El poeta y narrador valenciano, ya había hecho incursiones en aquellos otros parajes llenos de espinas y dificultades, tan reclamados en aquel entonces de la transición a la democracia y aledaños. Tiempos de Miguel Espinosa y Julián Ríos, que descolocaron mucho más al lector que el Vargas Llosa de La casa verde. Ahora Rafael Soler ha sabido sortear esos peligros, más bien entonces, pues no debemos olvidar que estamos ante una novela de 1983 y traída de nuevo al ruedo para suerte del lector, pues era inencontrable. Además, y para gozo del lector, ha llegado en una cuidada edición. Se suele olvidar en demasiadas ocasiones ese buen hacer de algunas editoriales, como Olé Libros, y cuya presencia es menor de la debida.

Sin duda Rafael Soler ha ido dando pistas de esa aventura de unos de los protagonistas y de la novela desde ese yo más o menos sugerido siempre donde se transparenta el protagonista. En la última sección asistimos al sentido de todo a través de Jaime Sarduy y un coche que va al agua. De ese agonismo donde la acción apenas existe, o la evolución de sus protagonistas, frente a los matices y la red del sentido, no precisamente optimista, en ese torbellino de aspectos que giran sobre sí mismos. Dick Bogarde, el protagonista de Muerte en Venecia, del “Hortera Visconti” y de esa muerte con grandeza en una tumbona y que el protagonista, tal vez, emula. No se lo quiero desvelar. La novela de Rafael Soler, donde pasan cosas, solo habla en el fondo de una sola. Y lo hace muy poéticamente.

 

 

 

Rafael Soler, El sueño de Torba, Valencia, Olé Libros, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafael Morales Barba

Mortales viajeros

30 de abril de 2021 14:00:20 CEST

 

 

Viajero, ¿quién eres? Te veo proseguir tu camino, sin sarcasmo y sin amor, con tu mirada indescifrable; te veo ahí húmedo y triste, como la sonda que desde los profundos abismos asciende insatisfecha a la luz. ¿Qué has ido a buscar a lo profundo?” Friedrich Nietzsche s allá del bien y del mal.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En su primera obra, Todos los gusanos de seda  (Olifante, 2015), Estela Puyuelo transitaba la metamorfosis que impulsa el resurgir a partir de los propios despojos, para liberarnos en las sucesivas “mudas”, descubrir y aprehender como niños la realidad en su belleza y su fealdad. En estos tiempos de quietud impuesta da un paso adelante y se arriesga a embarcarnos en un nuevo viaje desde su poemario Ahora que fuimos náufragos.

La obra se divide en XXV cantos con la siguiente estructura: un poema prologal titulado “A veces es miércoles”, tres partes diferenciadas que componen el cuerpo principal del mismo: La Telemaquia, El regreso y La venganza, y finaliza con un poema-epílogo titulado “Ahora que fuimos náufragos”.

La autora abre ventanas en el poemario a numerosas reflexiones en torno a cuestiones universales de la filosofía. Una de ellas es el viaje como alegoría de la existencia: el fracaso al buscar refugio en la memoria, el regreso a lo irreconocible, la construcción y deconstrucción del yo, la imposibilidad del reconocimiento. En la primera parte, el poema “Las musas en el estado de alarma” nos pone en situación: la voz de las musas creadas por Zeus, en palabras de Píndaro, “para alabar las grandes obras y la completa creación en palabras y música” no existe en las emergencias. La pandemia provocada por el COVID-19 ha puesto patas arriba nuestro mundo provocando un vuelco en la existencia. Este momento de inflexión es el detonante que obliga a emprender un viaje no-viaje hacia las profundidades del ser, para hacerle frente a un mundo hostil que se ha presentado sin anunciarse, de la misma manera que el lector, en “Calíope, es invitado a combatir la incertidumbre, el pánico y la soledad de la página en blanco.

El sujeto que emprende el viaje se retrata en el poema “En suculento festín” envuelto en una contingencia evanescente. No quiere cambiar el mundo, se conforma con sobrevivir en él de forma acrítica. La toma de conciencia de la mortalidad  desvelada en el poema “Héroes” posibilita una meditación sobre la existencia. Las fuerzas vitales del ser humano se abren paso hacia su conciencia y, a través de ella, buscan el modo de expresarse. Vuelta tras vuelta, verso a verso, la poesía coloca la vida en la encrucijada, ahí donde se abre la puerta a los infiernos y acometen las dudas, forzándola a representar un papel heroico a su pesar. En un primer momento, de la mano de Penélope, se encamina hacia el refugio en la memoria, sumergiéndose en la trama rizomática de los recuerdos en los que solo encuentra nostalgia retroutópica o angustia. Allí el tiempo se deforma como los relojes dalinianos. La existencia misma y la conciencia de tener el mobiliario reconocible en su sitio desaparecen de esa cotidianeidad ya difuminada.

Desandada la ruta de la memoria, acomete la vuelta al yo originario. El regreso a esta identidad se construye en el conflicto. El individuo, elevado a la categoría de totalidad suficiente y autónoma, se revela hostil hacia la realidad y los otros. Afincado en ese individualismo irreductible no se reconoce en la realidad, que ha sufrido una alteración trágica, ni en los otros; todo reconocimiento se esfuma. “Y alargar, vacías, / las cuencas de las manos, / para no alcanzar / ni suelo, ni cielo, ni horizonte / que te sitúe / en aquel lugar seguro / donde podías amar / aunque también fuera, / como ahora, / dando tumbos”. Versos que podrían acompañar las lágrimas del prisionero del mito platónico en su vuelta a la caverna, al descubrir que ha perdido toda identificación con el lugar y sus habitantes.

Ante la imposibilidad del retorno a lo mismo es la voz del poema “Laertes” la que no acepta la irreversibilidad de la catástrofe y pone al caminante tras la pista de una nueva senda que transitar, esa que lleva del yo al nosotros y del nosotros al yo: “celebrando el plural / el final de los números primos, / la fiesta de los cuerpos / que se aman, / el nosotros”. Tomar conciencia de que una vida nunca se basta a sí misma, es necesario renunciar al individualismo estéril, descubrir que es imposible ser solo como individuo. El yo se desvela como el nido en el que se incuba la proyección al nosotros entendido no como una suma de individualidades sino como la creación de un espacio nuevo en el que desarrollar una tarea común. Traspasar los umbrales de las prisiones de lo posible[1] que nos impiden imaginar un horizonte utópico a partir del cual moldear este mundo fenoménico en el que aprender y desaprender a vivir juntos. 

Ahora que fuimos náufragos ya conocemos lo que significa perder el rumbo muchas veces, que el destino se extravíe sin remedio: que se haga, otra vez, / sueño. / Y no llegar, leemos en “Itaca”. Es el momento de la rebeldía, vivir no es sobrevivir, es construir un nuevo presente, en palabras de Derrida: “no como un imperativo categórico sino como la forma misma de la experiencia y del deseo irrenunciable”[2]. Conquistar la propia vida; cargar con la verdad insoportable de ser sólo una vida, única e irrepetible, solo podrá soportarlo quien sea capaz de crear. Este reto que Nietzsche impone obliga a ascender de lo más profundo, celebrar la vida, el encuentro, la cotidianeidad, ahí donde poesía y vida se entretejen. Ligado a este planteamiento acaba el poemario con los versos: “Y a los confines del mundo / treparé, / asiéndome a las rocas, /en feliz intento / por lograr la huida”.

 

 

Estela Puyuelo, Ahora que fuimos náufragos, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2021.

 



[1]
                        [1] Garcés, Marina Las prisiones de lo posible. Ed. Bellaterra S.L., Barcelona 2002
 

[2]
                [2] Derrida, Jacques. Entrevista de Catherine Paoletti a Jacques Derrida. Programa “A voix nue” 18 de diciembre de 1998.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alfredo Sánchez

Ander Izagirre o la curiosidad crónica

21 de abril de 2021 08:16:14 CEST

Un escritor no deja de ser un artesano que moldea palabras para crear una obra. El hecho de que su materia prima no sea un objeto tangible no quiere decir que sus creaciones no puedan emocionar a un lector, a una persona que penetra en las entrañas del lenguaje -en este caso- y halla un placer estético semejante al del espectador que contempla la obra de un trabajador manual. Esto es lo que uno hace, con mayor o menor habilidad y desigual fortuna, cuando escribe, por ejemplo, una columna de prensa para un periódico.

Igual que hay buenos artesanos, hay buenos escritores y mejores y sobresalientes. El periodista Ander Izagirre (San Sebastián, 1976), que lleva muchos años publicando crónicas y reportajes, pertenece a esta última categoría. Para comprobarlo, solo hay que acercarse a un libro que publicó hace quince años y que la editorial Libros del K.O. acaba de rescatar ahora: Los sótanos del mundo.

El origen de esta obra está en el viaje que el autor realizó, junto a un grupo de expedicionarios en 2001 que, lejos de ascender las cumbres más altas del planeta, se propuso bucear en las depresiones geográficas de los cinco continentes. Comandados por Josu Iztueta, los viajeros se internan en terrenos sometidos a condiciones climatológicas extremas y, a lo largo de nueve meses, se topan con un sinfín de personajes de lo más variopinto: mineros, militares, maestras, expatriados. Vidas, en general, poco comunes como la del misionero que deja su existencia confortable y se establece en un poblado inhóspito de África.

Los sótanos del mundo es un libro que mezcla la aventura de viajar con la tradición de las regiones exploradas y las vidas -a veces, al límite- de personas anónimas. Hay en estas páginas una rigurosidad escrupulosa al abordar la intrahistoria de cada territorio, gran delicadeza a la hora de entrevistar a sus habitantes y precisión total en el aporte de datos. Estas crónicas trepidantes, perfectamente documentadas y escritas con una maestría compositiva sobresaliente, demuestran que el periodismo bien hecho es una forma excelsa de literatura.

Ander Izagirre ha declarado en más de una ocasión que sus trabajos nacen de manera azarosa: lo mismo de un conflicto civil que de hechos denunciables como la explotación infantil, un tema que estudió en Potosí, su otro gran libro. Pero absolutamente todos tienen un común denominador: la curiosidad. Ella es la que le lleva de un continente a otro a conocer la existencia de diferentes culturas y, lo más importante, a ponerse por un momento en el lugar de los otros. De ahí nace el periodismo más genuino. Y tantas otras pasiones. Porque, ¿qué le queda a una persona que carece de curiosidad?

 

Ander Izagirre, Los sótanos del mundo, Libros del K.O., 2020,

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Íñigo Linage

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