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Configurar sentido descendente

Las sillas de Vicente Verdú

30 de abril de 2020 11:47:36 CEST

Henry David Thoreau decía tener en su cabaña “tres sillas; una para la soledad, otra para la amistad, y una tercera para la sociedad”. Aunque no vive en el lago Walden, a pesar de no ser un estadounidense del siglo XIX, Vicente Verdú (Elche, 1942) parece disponer de un mobiliario parecido. En su último libro, el autor de El Planeta Americano (1997) aborda, entre otros temas, la soledad (“Estar solo es la manera más seria y productiva de mirar”, afirma), la amistad (“Los amigos son como saludables porciones del yo, muy repartido”) y la vida social: “Nos necesitamos tanto unos a otros que nos turbamos todos en la soberbia de la soledad”.

            Tazas de caldo reúne los aforismos que Vicente Verdú ha venido publicando en las redes sociales desde su llegada a ellas algunos años atrás; en la apropiación de una tecnología de transmisión de ideas que se remonta (por lo menos) al siglo VI antes de Cristo para su uso en los nuevos entornos digitales hay tanto un gesto de época como la manifestación de cierta voluntad de pensar “con” el presente a la que debemos textos ya clásicos como El estilo del mundo: la vida en el capitalismo de ficción (2003), No ficción (2008) y El capitalismo funeral (2009). Verdú lleva décadas asumiendo con aparente indolencia la tarea de comprender un presente en el que confluyen la propiedad privada de los medios de producción, la manipulación de los afectos y una emotividad exacerbada que se expresa, también, en lo político. Su nuevo libro regresa una y otra vez sobre los asuntos de la actividad humana (“Una de las mayores alegrías se obtiene del trabajo. Una de las mayores desdichas también”, concluye), el conocimiento y la mentira, la cual (afirma Verdú) “encierra tantas complicaciones que enaltece la inteligencia”. Vivimos un presente, se nos dice en Tazas de caldo, en el que “la infatuación del libro es la decadente fenomenología de nuestro tiempo cultural”, en el que hay “escritores que poseen un alto valor de uso pero un bajo valor de cambio” y en el que “Hay quienes son algo por la institución que tienen tras de sí”, al tiempo que “los valiosos son […] quienes no tienen más cargo (y carga) que ellos mismos”. “La decadencia de la asistencia al cine es el gran declive de la colectividad soñando junta”, sostiene Verdú. “Hay más tontos de lo que uno se piensa. […]” y la fe es, por consiguiente, el nombre ofuscado del heroísmo”.

            Los temas más frecuentemente abordados en los textos de este libro presentan la aparente contradicción de constituirse en asuntos públicos por tener lugar casi exclusivamente en el ámbito de lo privado: el amor (“[…] la forma de soborno perfecta”), la decadencia física (“En la vejez debería ser cada uno mejor que en la juventud. Lo contrario es una mamarrachada”), la enfermedad (“El mundo se ve tan diferente con buena o con mala salud que, al cabo, la realidad es un producto clínico”) y la muerte: “[…] morir es mucho más fácil que nacer”, “Tener mucha vida por delante es soslayar el fin. La mucha vida por detrás es lo que nos termina”, “La muerte acaba con toda decepción. Nunca defrauda”.

            “Los pesimistas echan sus sombras sobre el plato del día”, afirma Verdú; para evitar ser incorporado a sus filas, el autor advierte: “Lejos de mí la manía de lamentar. Las cosas no son malas. Son tan arbitrarias como cándidas”. En última instancia, “La esperanza es lo que mejor nos conduce, y la desesperanza nos extravía”: en Tazas de caldo hay espacio para cierto humorismo caprichoso (“Lo malo de las parejas es que hay que ser por lo menos dos, cuando con uno mismo es ya insoportable”, “Estar sano es el estado ideal para ponerse enfermo”) y también, inevitablemente, para el goce del mundo. Así, “La felicidad depende mucho de la almohada” (lo cual es rigurosamente cierto), “Los niños son como arroyuelos” (pero, agrega el autor, “los adultos, como caimanes”), “La palabra se presenta como la insignia de la humanidad. Somos humanos mediante la palabra” y la pintura (a la que Verdú ha dedicado los últimos años con notable éxito) es “la síntesis entre el pensamiento y la emoción”.

            No son pocos los escritores españoles que en tiempos recientes han encontrado en el aforismo el género más apropiado a sus intenciones; significativamente, éstas parecen haberse centrado (de forma general) en la producción de efectos poéticos; lo que distingue a Tazas de caldo de otros libros de aforismos es, por el contrario, una vocación de análisis y una mirada ensayística no muy diferente a la de otras obras de su autor. Para Verdú, “estamos tan distraídos con nosotros que nos perdemos el mismo mundo”. A modo de correctivo, el autor se dice (y nos dice): “Ser mejor no lleva a ninguna parte. Lo que hace viajar es la mejora de los demás”. Mientras viaja, lo que Verdú propone a sus lectores es “No rendirse, no cejar, no cerrar los ojos, no arredrarse, no aceptar las riendas”. Para todo ello ha sido escrito este libro.- PATRICIO PRON.

 

 

Vicente Verdú, Tazas de caldo, Barcelona, Anagrama, 2018

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Patricio Pron

Aquel país sin voz

23 de abril de 2020 13:14:18 CEST

Desde siempre ha habido otro país, que mirábamos unas veces con desprecio o indulgencia, otras como Arcadia ideal, y que casi siempre ignorábamos. Se le han dado varios nombres. El más popular, aunque no el más amable, España profunda. Se ha escrito mucho sobre ella, pero nunca como en este libro, que en apenas seis meses va camino de su tercera edición. En otro tiempo –y no hace falta remontarse al 98, basta con mirar unas décadas atrás–, un escritor, cuando dejaba a un lado la novela o la poesía para dedicarse a asuntos más cercanos a lo terreno, se remangaba la camisa de prócer literario y acometía el santo ejercicio de “pensar el país” o de abordar “el problema de España”. Esa actitud todavía está presente en algunos tertulianos reconvertidos en pseudohistoriadores o pseudoensayistas de dudosa solvencia intelectual. Sergio del Molino está muy lejos de éstos, pero también lo está de Azorín, Unamuno y otros autores del 98 –salvo, tal vez, de Machado–, así como del Cela de Viaje a la Alcarria. Sin embargo, ni su vastedad de conocimientos ni haber sabido adoptar la distancia justa bastan para acreditar el valor de La España vacía. El gran acierto de este libro está en la forma de mirar y de contarlo.

En La España vacía Sergio del Molino hila su discurso a partir de observaciones históricas, de citas de sucesos, de múltiples y oportunas referencias literarias, y lo hace siempre con habilidad y hasta con humor. Un humor, sin embargo, polifacético y algo turbio: es consciente de que habla de algo prácticamente irreversible. No se trata tanto de un viaje literario al uso como de un recorrido reflexivo y crítico por una geografía física y cultural. Un recorrido personal, desde su experiencia y su propio viaje a los lugares y a las ideas.

El subtítulo –Viaje por un país que nunca fue– ya sugiere un viaje al interior y a lo interior de este país, la narración de las complejas relaciones entre la España de la meseta y la urbana. ¿Y cuál es ese interior? Lo que el autor define como “España vacía” abarca más de la mitad de la superficie del territorio nacional, en la que vive poco más del 15 por ciento de la población total de España. Aunque sus fronteras son difusas, se corresponde en gran parte con las comunidades autónomas de Aragón, ambas Castillas, Extremadura, Madrid (exceptuando la capital) y La Rioja, así como amplias zonas del interior de otras regiones que limitan con las citadas. La historia de las relaciones entre la España vacía y la urbana está marcada por la desigualdad socioeconómica, la falta de entendimiento y la manipulación. La pobreza del interior y el boom económico derivaron en el éxodo rural de mediados del siglo pasado, al que aquí se refiere como Gran Trauma. Media España se vació, y lo que eso supuso todavía condiciona las dos caras opuestas del Jano que es nuestro país. Nunca se miraron frente a frente, y construyeron la imagen del otro a partir de estereotipos, idealizaciones, deformaciones. Pero toda relación es una relación de poder, y siempre hay quien ejercita el poder con más intensidad a la hora de dar una versión de la realidad que aceptamos como válida. La España vacía es la más vulnerable de ambas, y sobre ella han pesado tópicos de difícil disolución. Lo ilustran algunos mitos que narra este ensayo, como los crímenes de la España negra (Fago, Puerto Hurraco, pero antes de ellos Casas Viejas, y tantos otros), pero también esa España grotesca y buñuelesca, como ha ocurrido con la mancomunidad de Las Hurdes, ejemplo de construcción de una imagen en la que los propios habitantes nunca tuvieron voz. Esa España que ha sobrellevado el estigma del analfabetismo y la incultura es, paradójicamente, la misma que se construye como fuente de cultura ancestral y como paisaje literario, desde el desprecio y el distanciamiento. Por una parte, fue objeto de atención de los pedagogos de la Institución Libre de Enseñanza y de las misiones pedagógicas que trataron de llevar la alta cultura a los pueblos del interior. La victoria del bando sublevado en la guerra civil acabó con ellas. Hoy, ese afán permanece, como subraya el autor, en los maestros y profesores interinos que, sin instalarse a vivir en los pueblos de la España vacía, acuden a diario con su entusiasmo y sus ganas de formar, llevando consigo un soplo de ciudad. La misma ciudad que, por otra parte, ha creado el paisaje de la España vacía desde el rechazo y la incomprensión. La sacralización del gran libro español, el Quijote, ha condicionado asimismo nuestra visión del paisaje mesetario: lo percibimos como una Maritornes, fea y hombruna, aunque a menudo idealizada con los ojos del viejo hidalgo. En cualquier caso, siempre con una mirada externa y desde arriba. Porque ahí radica la impotencia del interior frente a la España urbana, en la construcción e imposición del relato desde fuera. “La España vacía nunca se ha contado a sí misma”.

Hay un aliento común entre este libro y otros grandes ensayos que abordan la cuestión de la dominación cultural y la construcción de la realidad. Leyéndolo no he podido evitar recordar Orientalismo o Cultura e imperialismo, de Edward Said. Dejando aparte el hecho de la propia conquista imperialista, que no es el caso de la España vacía, existe un claro fondo común. Said sostenía con acierto que Oriente fue una construcción de Occidente, no sólo con la fuerza de las armas o la política, sino sobre todo con los mitos creados y las obras de la alta cultura que la retrataban. Cuanto sabemos de esa España cada vez más vacía es un relato ajeno, contado por los dueños de la palabra. Sólo en los últimos años ha empezado a ser narrada desde otro punto de vista, ajeno a la mentalidad prepotente hasta ahora dominante. Son algunos nietos y bisnietos de los que protagonizaron el Gran Trauma quienes, en sus escritos, pero también con su música y su forma de vivir, se han reapropiado de esa España vacía desde las capitales a las que emigraron sus antepasados. Sin idealizaciones, sin estereotipos externos.- DANIEL PELEGRÍN.

 

 

 

Sergio del Molino. La España vacía. Viaje por un país que nunca fue, Madrid, Turner, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Daniel Pelegrín

Prohibido mirás atrás

23 de abril de 2020 08:23:00 CEST

   Existir, existió. Y se hacía anunciar con chocantes anuncios en los periódicos de comienzos de los años 60 en Italia. Muy concretamente en la ciudad de Trieste. “Submarinos usados: compro y vendo”. Parecería un chiste, si no fuera por la increíble historia que, a partir de una inspiración real, el escritor Claudio Magris más tarde desarrolla a lo largo de 400 páginas en la forma de  una apasionante y estremecedora  historia de historias. Una novela, No ha lugar a proceder, de laberínticos tentáculos, un duro panfleto acusatorio en torno a las guerras y  el instinto de destrucción del ser humano desde el comienzo de los tiempos. Eslabones de una cadena que parece no tomarse nunca un respiro ligando, ensamblando e “inspirándose” unos en otros, a base de persecuciones, matanzas, racismo, colonización o asesinatos sin castigo. Para ello, esta lúgubre cadena utilizará poderosas armas a posteriori. Entre ellas, la impunidad y el olvido social, político e históricamente aconsejable y terapéutico, una vez pasados los conflictos, como defienden algunos. Como aún se debate, en carne y memoria viva, en no pocos países de Europa, ya sea con restos abandonados en las cunetas, ya sea con defensores de la libertad torturados y masacrados en celdas anónimas, más tarde “raspados de la conciencia” por los sobrevivientes, culpables o no. Y si no, con gente convertida en cenizas, gente sin tumba, a la que jamás se les hará justicia.

   Expedientes supurantes de la Historia que, una y otra vez, sólo merecerán ser definidos en procesos hipotéticamente emprendidos con la fórmula “no ha lugar para proceder”. Un arma, el olvido, contra la que luchará hasta su misteriosa desaparición un héroe, entre coleccionista maníaco y desorbitado, y ángel custodio de una justicia que, una y otra vez, es interesadamente borrada, obstaculizada, esquivada o “distraída” con argucias. Con las argucias de un Estado de Derecho, llegada por fin la paz y el imperio de la ley. El olvido será -como nos recuerda Magris en esta magnífica obra No ha lugar a proceder- será siempre esa casa última o refugio de todo tipo de criminales, muy pronto cínicos y “convencidos” constructores de las nuevas democracias.

     El profesor Diego de Henríquez realmente existió. Desde hacía años se había dedicado a recoger armas de toda clase y tamaño, desde sumergibles, Panzer o dragaminas. Empujado por las deudas tuvo que poner en venta “alguna reliquia de considerables dimensiones”. Y existió en una bella ciudad, Trieste, cantada por poetas como Umberto Saba, narradores universales como Svevo o visitantes de lujo como Joyce. Una ciudad que aún vivía del mito austrohúngaro, “que recordaba todas las anécdotas sobre Franz Joseph y todos los detalles sobre la llegada de los Bersaglieri, pero poco sobre la Risiera y sobre los que se disolvieron sobre el fétido humo de su horno crematorio”. Porque si aquel estrafalario Coleccionista del Mal y la destrucción existió, también existió en Trieste otra cumbre real de la infamia llamada La Risiera di San Sabba. El único campo de exterminio nazi en suelo italiano. Una tétrica construcción industrial –hoy Museo- utilizada como campo de tránsito, detención, tortura y eliminación de miles de partisanos, antifascistas y judíos. Unas veces, gaseados en su horno crematorio, otras sometidos a suplicio o asesinados a martillazos. Aunque no sólo se torturó allí durante el fascismo y la Segunda Guerra Mundial. También se hizo en otros lugares diseminados por la ciudad, como  las cárceles del Coroneo, o en la tristemente célebre Villa Triste,  nido de los fascistas locales conocidos como “la banda Collotti”. Una banda, como se nos dice en la novela, “que torturó hasta el último momento”.

     ¿Tienen caducidad los crímenes ocurridos durante guerras y conflictos, no sólo los militares, sino los de carácter represivo y civil? En este apartado, el escritor Claudio Magris, que a lo largo de toda su obra, desde el ensayo, la ficción, el teatro o desde su constante presencia como articulista en numerosas publicaciones, se ha convertido en una implacable e insustituible conciencia ética y moral de nuestros días, una conciencia en absoluto  conformista, se muestra en esta obra, una y otra vez, pesimista. Con la victoria, se nos dice en uno de los más espléndidos capítulos del libro -el dedicado a la difícil y caótica liberación de Trieste, enclave ferozmente disputado por partisanos yugoslavos y por italianos-, una vez acabada la guerra, sólo hay lugar para “las felicitaciones”. El resto, rápidamente, “es agua pasada”. Ni siquiera al siniestro coronel Ernst Lerch, en cuya “hermosa villa luego se vuelven a ver todos” –se nos dice en las últimas páginas de estas amargas recapitulaciones de hechos históricos- encargado de separar a los prisioneros de la Risiera, designando quién iba a las cámaras o a Alemania, “le dio mucha pena que el Führer hubiera perdido la guerra”. Todo pasa, todo se olvida. Una vez regresado a su austriaco Klagenfurt natal, su Café Lerch irá viento en popa. Es alguien sumamente respetado y se convierte muy pronto en el presidente de la asociación de pequeños empresarios de la ciudad. La ciudad de grandes gigantes de la literatura como Robert Musil y de escritoras no menos notables como Ingeborg Bachmann. Aunque no contento con esto, como se nos avisa en el relato de Magris –la cantidad de anécdotas demoledoras, de carcajadas insolentes del Mal que llaman al escándalo y la estupefacción de las “buenas voluntades” de cualquier época, es incesante en esta obra- Lerch, como cualquier criminal dignificado por el paso del tiempo y la impunidad,  regresará al lugar de la infamia: a Trieste. En una bella villa del Carso, monte cercano a Trieste, el exnazi Lerch “celebra veladas con funcionarios y oficiales angloamericanos y con el coronel Bowman, primer comandante del Gobierno Militar Aliado en Trieste”. Un hombre de mundo éste, Bowman, de quien “se comenta” que tiene una amante eslava y que no le gustan demasiado los italianos. “Todos fascistas”, y encima, ahora, poco efectivos “contra los comunistas”.

   Arca de Noé de una humanidad que sin cesar se reencarna no siempre en lo mejor, grandiosa y casi enciclopédica suma de historias sobre la furiosa batalla de la vida contra la muerte, de la civilización contra la barbarie, de la verdad contra la mentira, del amor contra el odio, esta  última novela de Magris, como ya sucedía con su anterior, no menos dura y magnífica, A ciegas,  vuelve a decantarse por una adictiva y zigzagueante polifonía de voces. Esa multiplicidad de historias encadenadas, de hechos, de gestos fulminantes, de detalles dejados caer aparentemente al margen y arrastrados por un caudal de existencias y aconteceres que se niegan a reducir “la prolijidad del mundo, la inmensidad de los espacios, los abismos del corazón”, como decía este mismo autor en su no menos fascinante viaje que era Microcosmos.

       Como si estuviera inmerso en una especie de macro-thriller detectivesco, en una iracunda  “caza” contra esta impunidad y olvido que se ríe del presente (“no lucho contra el olvido, sino contra el olvido del olvido, contra la culpable ignorancia de haber olvidado, de haber querido olvidar”) Henríquez, cuyo nombre no aparece en la novela, sólo los fragmentos de sus diarios, una vez ya ha fallecido, dice haber transcrito los grafitis que dejaron algunos prisioneros en las paredes de La Risiera, antes de ser cubiertas con cal viva. Unas listas de nombres que quizá señalaban a sus verdugos. A los carniceros de las SS más reconocibles pero también a sus más ocultos y “honorables” cómplices locales. Muchos en la ciudad de Trieste están alarmados. Otros dicen que tan sólo es fruto de la calenturienta imaginación de “un falsario, un alucinado”.

     Tras la desaparición de este curioso personaje, una joven, Luisa Brooks, es la encargada de organizar, sala por sala, el futuro Museo. También será la responsable de interpretar e ir comentando, a la luz de lo vivido por su familia, a la luz de la Historia oficial y de los diarios de Diego, los borrones y cuentas nuevas elegidos para seguir viviendo en paz, para afrontar nuevos ciclos de más o menos interesados e hipócritas entendimientos. “Toda la Historia de la Humanidad es un raspado de la conciencia, sobre todo de lo que ha desaparecido”, se nos dice en este relato narrado a través de dos voces. Por un lado, la voz del presente, encarnado Luisa, una mestiza hija de una judía cuya abuela fue asesinada y de un oficial negro llegado con el Ejército de los Estados Unidos;  y por otro lado, la voz casi mítica, de alguien ya desaparecido, el fundador del Museo, que ha dejado escritos unos diarios.

     Avanzando fragmentariamente a través de historias (“las historias van y vienen”, dirá Luisa) que se engarzan unas con otras entre el horror y la fascinación -desde el Caribe y los interrogatorios de la Inquisición en el siglo XVI a crímenes racistas sucedidos en un Londres bombardeado durante la Guerra Mundial; desde  fantásticos personajes como ese héroe checo Václav Morávek que enviaba postales al sanguinario Heydrich después de cada atentado a infames torturadores como el policía Collotti de la siniestra Villa Triste, condecorado post-mortem por las nuevas autoridades italianas- la novela de Magris se convierte a cada paso en un bello o apestoso palimpsesto que fluye de forma acompasada, natural, simultánea, conformando un gran y mestizo humus. Un humus donde el bien y el mal, la cobardía y el heroísmo, las víctimas y los verdugos, el espanto y el amor, se confunden entre “rebaños humanos” en ocasiones indistinguibles. Una tupida maraña de zonas intermedias, ambiguas, de difícil comprobación y frecuentes enmascaramientos. De vacilante justicia terrenal y aberrantes ocultamientos como ya sucedía  en otras novelas de este autor como Otro mar, Conjeturas sobre un sable, A ciegaso en esta  actual. Algo que, con el tiempo, una y otra vez, ha ido caracterizado siempre su literatura. Una literatura que engarza de forma embriagadora e  hipnótica un gran número de relatos y destinos humanos cruzados y complementarios, se trate del escenario del que se trate. Una escritura de enorme potencia y de deslumbrantes hallazgos metafóricos, de contundente ferocidad y escaso acomodamiento, de penetrante y lúcida indignación, a mitad de camino entre el ensayo y la pura narración, entre el atestado y la investigación, entre el puro relato de aventuras y el cautivador y terrible poema épico.- MERCEDES MONMANY.

 

 

 

Claudio Magris, No ha lugar a proceder, Claudio Magris, traducción de Pilar González Rodríguez, Barcelona,  Anagrama. Barcelona, 2016.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mercedes Monmany

Cuanto sé de mí

17 de abril de 2020 09:36:56 CEST

 

Si en lugar de haber publicado Patria a los 57 años de edad, con un puñado de libros a sus espaldas y un acreditado prestigio en el panorama literario hispano, el éxito extraordinario obtenido por esa novela le hubiera pillado a Fernando Aramburu con veintitantos y esa hubiera sido, pongámonos estupendos, su ópera prima, los lectores y la crítica habrían estado esperando su siguiente obra con la punzante intriga, mezcla de fervor y mala uva, que suele caracterizar el carácter patrio. Las cosas, sin embargo, no se han desarrollado así. Tras 27 ediciones y 700.000 ejemplares vendidos, según las últimas estadísticas, a Patria le ha sucedido un libro que habrá desconcertado a más de uno. La jugada estaba calculada. Aramburu no es un aficionado. A aquélla le sucede en su ya extensa lista de títulos Autorretrato sin mí, una paradoja en sus términos, sesenta y una piezas en prosa que, no obstante, pueden ser calificadas de poéticas. Por la poesía empezó su andadura el escritor vasco afincado en Alemania. De la mano de CLOC de Arte y Desarte. “Contraje la poesía a edad temprana”, confiesa. Al parecer fue Lorca quien le contagió “la enfermedad incurable de la poesía”. Para demostrar que ésta no le es ajena, reunió en Yo quisiera llover (Demipage, 2010) versos escritos entre 1977 y 2005. Antes, ya había afirmado: “Yo, con todos mis respetos, creo que hoy por hoy la poesía prefiere que la exprese cierto género de prosistas”. Él es uno de ellos. Y eso ha hecho. No con la sutileza que ha usado en su narrativa, corta o larga. En este autorretrato la apuesta lírica ha sido otra y no en vano el libro aparece en Nuevos Textos Sagrados, la colección poética de su editorial de toda la vida, Tusquets, aunque no con el diseño que la caracteriza. Basta con leer “Polvo de hombre”, “El hueco”, “El hilo”, “Réquiem por el tiempo”, “Pájaros”, “La medusa”, “El sable” o “Mirlo”. Hasta la disposición tipográfica lo delata.

A propósito de esta entrega, Aramburu ha declarado: “Es un ejercicio literario de introspección pero lo que ofrece no es una sucesión de datos autobiográficos sino un paisaje en el que confío que cualquier lector se pueda reconocer. Me propuse verbalizar lo que me constituye como ser humano”. Sí, la palabra “hombre” abunda en estas páginas. Su humanismo, digamos, en ineludible. Desde la primera línea: “Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu”. Y más adelante: “No he sido nada del otro mundo, un simple hombre atareado en juntar signos frente a la noche”. O: “Yo, simple hombre de soledad y libros”. También: “Ser humano es mi vocación, mi tozudez y mi condena”.

El de la identidad es un asunto central en este empeño. “¿Quién, de todos los que he sido, soy yo en verdad?”, se pregunta. Y añade: “De mí podrán decir cualquier cosa salvo que fui definitivo”. Del primer al último capítulo, el borgeano tema del “otro” está omnipresente. Ese “otro” que es, por seguir el título del libro del poeta argentino, “el mismo”. Ese yo que es otro y, además, los otros, sin cuya concurrencia aquél no existiría. Una identidad, cabe precisar, sustanciada en la soledad (“escogida”), en la cualidad del solitario, ya se dijo. En “Concha de caracol” leemos: “Yo no tengo más alma que estar solo”. Y: “Yo apenas me alejo de mi soledad”. O: “Yo estoy tan solo a solas como en presencia de los otros”. Y, por fin: “Soy de mi soledad”. En otra parte leemos: “¿De dónde eres? Soy de mi soledad, el país que jamás abandono vaya a donde vaya”.

Ya se ve que “yo” es una palabra que, como es lógico, se repite. Este es un relato de autoafirmación. Pero es un yo rodeado. Quiero decir que en su soledad y, por ende en su ensimismamiento, participan otras personas muy cercanas al autor de esta suerte de meditación con trazos de memorias. Así, su padre. Aparece pronto en escena, en el tercer fragmento de este puzle que, una vez terminado, da en un fiel retrato de quien lo concibió. Hablo de “Viejo”. Y su madre, a la que dedica una pieza con ese título. Y su mujer, claro, “la Guapa”, la misma que llamó al timbre de un piso de Zaragoza y cambió para siempre la vida de Aramburu (a la que dedica una de sus novelas más poéticas, Viaje con Clara por Alemania). De la que dice: “Hasta hoy (me está esperando a la vuelta de la esquina) permanecerás con la mujer, sin la cual tu vida entera, créeme, no tendría más consistencia que el barro seco”. Léase “Beso”.

Y sus hijas: Cecila, la del piano, e Isabel (ha explicado que “sufrió una meningitis que le dejó secuelas”), con la que aprende la compasión: “Nadie me ha conferido tanta forma como tú”. Y la inocencia.

En “Amor” escribe: “Amar, lo que se dice amar, he amado a pocos; pero juraría que a esos pocos los he amado mucho”.

El que en 1985 dijo: “La sintaxis soy yo”, no puede olvidar que, al final, es alguien que escribe. “Yo me afané con las comunes palabras del idioma castellano”. Palabras “baratas”, “de todos”. De una lengua que se ha convertido en “la más firme y duradera de mis pasiones”. “He sido (…) un hombre entregado al arte laborioso (que es oficio y es pasión y es juego) de expresarme por escrito”. De ahí que el lenguaje sea sustento básico y necesario de un libro que basa su existencia, más allá de lo testimonial, en su vocación de estilo, otro rasgo distintivo de Aramburu. De ahí que dedique no pocas páginas a indagar sobre su oficio, que empieza por su destino de lector (“La bofetada de1971”).

“Constato solamente”. “A mí me basta la realidad”, declara, y en lo que tiene de cotidiana sustenta algunos aspectos de su intimidad como cuando se refiere a su cara, a sus manos, a su perro, a la cama, a la “manzana matutina” que se come a diario o a ese terrible diagnóstico que, por suerte, resultó equivocado. En pos del “arte tranquilo de morir”. Pero cuidado, “Que lo raro es vivir”. “Ardua es su tarea no elegida de existir”. Se constata fácilmente. A esa perplejidad dedica el autor de Ávidas pretensiones tal vez lo mejor de sus creaciones. Desde la posición de un melancólico vitalista: “Me gusta la vida, qué se le va a hacer”. A pesar del miedo (“Grande es la noche, negra y sin consuelo”). “Feliz de ser feliz”.

Ve la vida Aramburu desde la ventana de su estudio que da a los abedules (“Mi ventana y mi vida dan al norte”) o desde las orillas del mar Cantábrico, en su natal Donostia-San Sebastián. Pero sobre todo desde la calle, en medio de los demás. Su humanidad así lo exige. “Vengo a decirme la verdad”, leemos, y podemos dar fe de que así ha sido.- ÁLVARO VALVERDE.

 

 

Fernando Aramburu, Autorretrato sin mí, Tusquets Editores, Barcelona, 2018.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Álvaro Valverde

Baroja viaja a Aragón

8 de abril de 2020 12:53:26 CEST

El viaje ha sido siempre un elemento axial en la narrativa de Pío Baroja (y no sólo en los ciclos aventureros; recordemos su primera novela Camino de perfección, 1902), y desde el momento en que el escritor se aleja de Madrid para recluirse en la casona de Vera del Bidasoa los libros de viaje ocupan su tiempo, como para contrarrestar en la literatura el mayor sedentarismo de la vida.

Ahora se rescata uno de esos libros, Las horas solitarias (1918), posiblemente el que de entre todos ellos —y en especial la tercera parte del mismo: “Primavera”—  contenga mayor número de impresiones campestres del caminante solitario, hasta el punto de hallarse en él una cierta armazón o cohesión estructural a partir de un hilo narrativo que comienza con la “llegada al pueblo” y culmina con “la noche de San Juan”. Y ello incluso a pesar de la heterogeneidad de los asuntos aquí tratados y de que, a ratos, el libro parece decantarse hacia su formato diarístico, con la puntual anotación del sucederse de las jornadas, muy diversas entre sí a veces, pero también reiterativas o cíclicas, según se percibe en las estampas de la vida cotidiana transcurridas en la huerta doméstica, que se extienden a otras partes del libro y constituyen un verdadero leit motif. Las horas solitarias se articula en torno al dual movimiento de la observación–contemplación–impresión, en primer lugar, seguida de la reflexión, marcadamente inclinada hacia cuestiones metafísicas, y combina capítulos que dan cuenta de las andanzas cotidianas con otros que constituyen una verdadera etología del entorno que habita Baroja: Vera del Bidasoa y sus alrededores.

Entre los primeros, los hay de carácter estático, reflexivo, de espacios interiores o breves paseos por la huerta, que siempre generan excelentes párrafos de observación y meditación sobre la Naturalezay la darwiniana struggle for life, consciente como es el narrador de que “el campo es como un fondo al que hay que ir animando con las representaciones propias. [...] A medida que uno vive en el campo se le acercan los objetos y se acortan las distancias, lo contrario de lo que pasa en las grandes ciudades”. En otros capítulos el “hombre fantasma, que se pasa la vida entre la biblioteca y la huerta”, sale de casa y se convierte en “el señor de cierta edad que intenta a veces ser amable y se las echa de razonador”. Y relata sus “pequeños viajes”, como la escapada a San Sebastián (relato circular que incluye los elementos más característicos del género: salida, trayecto, medio de transporte, pintura de los compañeros del vagón, impresiones paisajísticas, llegada, actividades y regreso)  o la excursión a Arizacun —que le sirve para hablar de los agotes, en un capítulo de interés étnico–cultura—; un simple paseo por los alrededores de Vera, que da pie a hablar de los desertores del bando aliado durantela Primera Guerra Mundial; o la caminata por Illecueta que le conduce ante las ruinas de una antigua fábrica.

La segunda parte del libro —“Una excursión electoral”— puede ser calificado de reportaje político–social, que arranca de una anécdota precisa: el intento de Baroja de ser nombrado diputado por Fraga para las elecciones de 1905,  animado por su amigo el pintor Miguel Viladrich —que vivía retirado en un castillo de la localidad— y otros compañeros de redacción. El relato, entre narrativo y dramático, dado que abundan las escenas dialogadas, recoge las peripecias de esta aventura y, junto a los elementos característicos de la literatura de viajes, contiene una viva crónica del presente. El narrador, tras un rápido resumen de las circunstancias que desencadenaron dicha “excursión electoral”, relata las sucesivas etapas del viaje, los medios empleados y los establecimientos donde se aloja. De Madrid a Zaragoza va en tren, y allí pernocta en un hotel, para luego proseguir hasta Huesca, donse se aloja en la fonda Petit Fornos que le lleva a exclamar: “¡Qué nombres más ridículos encuentra esta gente para sus cosas!”. Desde las primeras líneas, junto a las pinceladas críticas recogidas al sesgo del mirar, se percibe el tono desenfadado y humorístico que preside la narración de esta disparatada aventura, pues algo de absurdo —o de fantasía, según opina Alaiz, otro compañero de la singular excursión— hay en este proyecto de presentar como diputado por Fraga a alguien que había hablado mal de la jota aragonesa y de Joaquín Costa.

De Huesca a Sariñena marchan los viajeros en un tren de mercancías, con cambio en Tardienta, pausa que en la escritura se traduce como interrupción del relato que el narrador aprovecha para recoger el perfil de los tipos con que se cruza y esbozar, en pinceladas sombrías, escenario y ambientes. Desde aquí, el trayecto hasta Fraga se narra casi puntillísticamente, entrando en el relato personajes que, como Petiforro el troglodita (el tartanero malhablado que los lleva desde Sariñena a Candasnos), suman, al marco paisajístico, el paisanaje. El verdadero reportaje social —con sus notas de tinte regeneracionista o noventayochista— se encuentra en estas siluetas apresadas al paso, como la viejecita que comparte trayecto de Castejón de Monegros a Bujaraloz y que tiene un hijo que se ha marchado a Francia, las compañeras de viaje de Fraga a Lérida, o estas dos siluetas encontradas por los campos yermos en donde cae el sol sin encontrar apenas una mata: “A lo lejos se divisa un carromato destartalado que viene bamboleándose, tirado por un mulo escuálido y un borriquillo. Van a pie, cerca del carro,  un muchachito moreno y un hombre de calzones y sombrero ancho, con los ojos inflamados, sin duda, del sol y el polvo”. Hay más denuncia en la aridez escueta de estas imágenes —así como en las notas paisajísticas que recogen la desolación trágica con que cae el sol sobre aquellas tierras o en el vacío y el abandono, el sin sentido pues, de ciertos espacios— que en párrafos donde el atraso, la ignorancia, la pobreza material o las pésimas condiciones de vida se explicitan -“Dice [el carretero] que por esta tierra hay muy poca gente que sepa leer y escribir. Él supone que de cada veinte mozos que vayan al servicio habrá uno que sepa de letras”-, o en aquellos otros donde, a propósito del objetivo electoral que motiva la excursión, se registra la corrupción política vigente, o en las sucesivas entrevistas con los personajes influyentes del lugar, al margen de la distinta filiación de unos y otros. Insisto, es este fondo de paisaje y paisanaje, de figuras como de segundo plano, lo que deja al lector una honda y más auténtica visión de la realidad. El verdadero reportaje está en esas líneas escritas como al sesgo, más que en las escenas de primer plano. Y desde luego, tiene mucho más valor que el del mero pintoresquismo anecdótico que le atribuye el narrador al concluir su relación: “Si uno tomara las cuestiones del régimen parlamentario en serio, esta experiencia sería una nota más que serviría para demostrar el artificio y la mistificación de las elecciones; pero como yo creo hace tiempo que el sufragio, en la práctica, es una farsa, este relato no puede tener más que el pequeño valor de una anécdota pintoresca”. – ANA RODRÍGUEZ FISCHER.

 

Pío Baroja, Las horas solitarias, edición de Jesús Alfonso Blázquez González, Madrid, Ediciones del 98, 2011.

 

*Fotografía de Pío Baroja: Retrato de Pío Baroja realizado por Juan de Echevarría

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ana Rodríguez Fischer

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