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Configurar sentido descendente

Cavernas del sentido

15 de mayo de 2015 13:16:40 CEST

 

sombra

proceso en círculo 

no cegado

sombra

sin amor selva

pura

y cae la sombra

en el regazo de la vida

himno a la muerte

que se remansa

en su propio seno

gravedad del ser

gravedad

de la sombra

sombra

y sombra te invoco

en la escarcha blanca

 

 i ara les fletxes de la nit

 obrin cavalls dins

 l’herba de la matinada

 

 

    [con una cita de Jenaro Talens]

Escrito en Lecturas Turia por Clara Janés

El canto de la alondra

15 de mayo de 2015 12:49:46 CEST

A Virginia Cowley Swinnerton

 

 

Nada puede domar la violencia, vencida

la razón por un súbito desmayo

en que sólo se escucha

su grito encerrado. Nada detiene

al libertinaje, como ya anunciara otro

divino marqués. Nada lo detiene.

Es cierto —y yo no sé cómo

y de qué modo nos sucederá algún día

amor mío. Pero el tabú

sólo existe para ser violado. Yo siento

que me pierdo en ti y siento que

me inunda un gran océano

de sangre. Mas tú mi dulce amada

me ayudaste a salir de la marea,

limpiaste mis ojos y tomándome

la mano con cariño así entonabas: “Tras

el canto de la alondra murió Julieta;

y tu grito se desvaneció entre mis brazos”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Veyrat

La hierba de las noches

4 de mayo de 2015 08:37:07 CEST

Para Orson 


  Pues no lo soñé. A veces me sorprendo diciendo esa frase por la calle, como si oyese la voz de otro. Una voz sin matices. Nombres que me vuelven a la cabeza, algunos rostros, algunos detalles. Y nadie ya con quien hablar de ellos. Sí que deben de quedar dos o tres testigos que están todavía vivos. Pero seguramente se les habrá olvidado todo. Y, además, uno acaba por preguntarse si hubo de verdad testigos.

  No, no lo soñé. La prueba es que tengo una libreta negra llena de notas. En esta niebla, necesito palabras exactas y miro el diccionario. Nota: escrito breve que se hace para recordar algo. Las páginas de la libreta son una sucesión de nombres, de números de teléfono, de fechas de citas y también de textos cortos que a lo mejor tienen algo que ver con la literatura. Pero ¿en qué categoría hay que clasificarlos? ¿Diario íntimo? ¿Fragmentos de memoria? Y también cientos de anuncios por palabras copiados de los periódicos. Perros perdidos. Pisos amueblados. Demandas y ofertas de empleo. Videntes.

  De entre todas esas notas, algunas tienen un eco mayor que otras. Sobre todo cuando nada altera el silencio. Hace mucho que no suena el teléfono. Ni nadie llamará a la puerta. Deben de creer que me he muerto. Está uno solo, atento, como si quisiera captar señales Morse que un interlocutor desconocido le envía desde muy lejos. Muchas señales llegan con interferencias y por mucho que afine uno el oído se pierden para siempre. Pero hay nombres que destacan con nitidez en el silencio y en la página blanca…

  Dannie, Paul Chastagnier, Aghamouri, Duwelz, Gérard Marciano, “Georges”, Unic Hôtel, calle de Montparnasse… Si no recuerdo mal, en ese barrio andaba yo siempre con la guardia alta. El otro día, pasé por casualidad. Noté una sensación muy rara. No la sensación de que hubiera pasado el tiempo, sino de que otro yo, un gemelo, rondaba por las inmediaciones; que no había envejecido y seguía viviendo en los mínimos detalles, y hasta el final de los tiempos, lo que viví aquí durante una temporada muy breve.

  ¿De qué dependía el malestar que notaba tiempo atrás? ¿Era por esas calles a la sombra de una estación y de un cementerio? De repente, me parecían anodinas. Había cambiado el color de las fachadas. Mucho más claras. Nada de particular. Una zona neutral. ¿Era realmente posible que un doble que hubiera dejado yo aquí siguiera repitiendo todos y cada uno de mis antiguos gestos y recorriendo mis antiguos itinerarios por toda la eternidad? No, aquí no quedaba ya nada de nosotros. El tiempo había arramblado con todo. El barrio era nuevo y lo habían saneado, como si lo hubieran vuelto a construir en el emplazamiento de un islote insalubre. Y aunque la mayoría de los edificios eran los mismos, le daban a uno la impresión de hallarse ante un perro disecado, un perro que hubiera sido de uno y al que hubiera querido cuando estaba vivo.

  Ese domingo por la tarde, durante el paseo, intenté recordar qué ponía en la libreta negra, que lamentaba no llevar en el bolsillo. Horas a las que había quedado con Dannie. El número de teléfono del Unic Hôtel. Los nombres de las personas con quienes me encontraba allí. Chastagnier, Duwelz, Gérard Marciano. El número de teléfono de Aghamouri en el pabellón de Marruecos de la Ciudad Universitaria. Breves descripciones de diversas zonas de ese barrio que tenía el proyecto de titular “Los adentros de Montparnasse”, pero, treinta años después, descubrí que se título lo había usado ya un tal Oser Warszawski.

  Un domingo de octubre a media tarde me llevaron, pues, mis pasos a esa zona por la que otro día de la semana habría evitado pasar. No, no se trataba de una peregrinación de verdad. Pero los domingos, sobre todo a media tarde y si uno está solo, abren en el tiempo algo así como una brecha. Basta con colarse por ella. Un perro disecado al que uno quiso cuando estaba vivo. Cuando estaba pasando delante del edificio grande, blanco y beige sucio, el número 11 de la calle de Odessa –iba por la acera de enfrente, la de la derecha-, noté algo así como si saltase un muelle, esa clase de vértigo que le entra a uno precisamente cada vez que se abre una brecha en el tiempo. Me quedé quieto con la vista clavada en las paredes del edificio que rodeaban el patinillo. Allí era donde Paul Chastagnier aparcaba siempre el coche cuando vivía en una habitación del Unic Hôtel, en la calle de Le Montparnasse. Una noche, le pregunté por qué no dejaba el coche delante del hotel. Puso una sonrisa apurada y me contesto, encogiéndose de hombros: “Por precaución…”

  Un Lancia rojo. Podía llamar la atención. Pero, entonces, si quería resultar invisible, ¿a quién se le ocurría escoger esa marca y ese color…? Luego me explicó que un amigo suyo vivía en ese edificio de la calle Odessa y que le prestaba el coche a menudo. Sí, por eso lo dejaba aparcado allí.

 “Por precaución…”, decía. Yo no había tardado en caer en la cuenta de que aquel hombre de alrededor de cuarenta años, moreno, siempre muy atildado, con trajes grises y abrigos azul marino, no tenía ninguna profesión concreta. En el Unic Hôtel lo oía hablar por teléfono, pero la pared era demasiado gruesa para que fuera posible seguir la conversación. Sólo me llegaba la voz, seria y a veces cortante. Silencios prolongados. Al tal Chastagnier lo había conocido en el Unic Hôtel al mismo tiempo que a otras cuantas personas con quien había coincidido en ese mismo establecimiento: Gérard Marciano, Duwelz, de cuyo nombre no me acuerdo… Con el tiempo, sus siluetas se han vuelto borrosas y sus voces inaudibles. Paul Chastagnier destaca con mayor precisión por los colores: pelo muy negro, abrigo azul marino, coche rojo. Supongo que pasó una temporada en la cárcel, como Duwelz y como Marciano. Era el de más edad y ya ha debido de morirse. Se levantaba tarde y quedaba con la gente a cierta distancia, hacia el sur, en esas zonas interiores que están alrededor de la antigua estación de mercancías cuyos nombres tradicionales también a mí me resultaban familiares: Falguière, Alleray e, incluso, algo más allá, la calle de Les Favorites… Cafés desiertos a los que me llevó a veces y donde creía seguramente que nadie podía localizarlo. Nunca me atreví a preguntarle si tenía una prohibición de residencia, aunque fue una idea que se me pasó a menudo por la cabeza. Pero, en tal caso, ¿por qué aparcaba el coche rojo delante de esos cafés? ¿No habría sido más prudente para él ir a pie y discretamente? Yo por entonces iba siempre andando por aquel barrio que estaban empezando a derruir, siguiendo las hileras de solares, de edificios pequeños de ventanas tapiadas y tramos de calles entre montones de escombros, como después de un bombardeo. Y aquel coche rojo allí aparcado, aquel olor a cuero, aquella mancha llamativa que resucita los recuerdos… ¿Los recuerdos? No. Aquel domingo a última hora de la tarde ya me estaba convenciendo de que el tiempo no se mueve y de que si de verdad me colase por la brecha me lo volvería a encontrar todo intacto. Y, más que cualquier otra cosa, ese coche rojo. Decidí ir andando hasta la calle de Vandamme. Había allí un café al que me había llevado Paul Chastagnier y donde la conversación se fue por derroteros más personales. Noté incluso que estaba a punto de hacerme confidencias. Me propuso, con medias palabras, que “trabajase” para él. Le di largas. No insistió. Yo era muy joven, pero muy desconfiado. Más adelante, volví a aquel café con Dannie.

  Ese domingo era casi de noche cuando llegué a la avenida de Le Maine y fui siguiendo los edificios grandes y nuevos, por la acera de los pares. Formaban una fachada rectilínea. Ni una luz en las ventanas. No, no lo había soñado. La calle de Vandamme desembocaba en la avenida más o menos a esa altura, pero aquella tarde las fachadas eran lisas y compactas, sin el mínimo paso. No me quedaba más remedio que rendirme a la evidencia: la calle Vandamme ya no existía.

  Me metí por la puerta acristalada de uno de esos edificios, más o menos en el sitio en que entrábamos en la calle de Vandamme. Luz de tubos de neón. Un corredor largo y ancho que flanqueaban tabiques acristalados, tras los que había una sucesión de oficinas. A lo mejor quedaba un tramo de la calle de Vandamme, encerrado en esa mole de edificios nuevos. Al pensarlo, me entró una risa nerviosa. Seguía por el corredor de las puertas acristaladas. No veía el final y la luz de neón me hacía guiñar los ojos. Pensé que aquel corredor transcurría, sencillamente, por el antiguo trazado de la calle de Vandamme. Cerré los ojos. El café estaba al final de la calle, que prolongaba un callejón sin salida que se topaba con la pared de los talleres del ferrocarril. Paul Chastagnier aparcaba el coche rojo en el callejón sin salida, delante de la pared negra. Encima del café había un hotel, el hotel Perceval, porque así se llamaba una calle que también habían borrado del mapa los edificios nuevos. Lo tenía todo anotado en la libreta negra.

 En los últimos tiempos, Dannie no se sentía ya muy a gusto que digamos en el Unic –como decía Chastagnier- y había tomado una habitación en el hotel Perceval. En adelante quería evitar a los demás, sin que yo supiera a quién en concreto: ¿Chastagnier? ¿Duwelz? ¿Gérard Marciano? Cuanto más lo pineso ahora más me parece que empecé a notarla preocupada a partir del día en que me llamó la atención la presencia de un hombre en el vestíbulo y detrás del mostrador de recepción, un hombre de quien me había dicho Chastagnier que era el gerente del Unic Hôtel y cuyo apellido consta en mi libreta: Lakhar, y tras el que viene otro apellido: Davin, éste entre paréntesis.

  La conocía en la cafetería de la Ciudad Universitaria, donde iba yo a menudo a buscar refugio. Vivía en una habitación del pabellón de los Estados Unidos y me preguntaba por qué, porque no era ni estudiante ni norteamericana. Después de conocernos no se quedó ya en ese pabellón por mucho tiempo. Alrededor de diez días apenas. No me decido a poner entero el apellido que anoté en la libreta negra después de nuestro primer encuentro: Dannie R., pabellón de los Estados Unidos, bulevar de Jourdan, 15. A lo mejor vuelve a ser el suyo ahora –después de tantos otros apellidos- y no quiero llamar la atención por si todavía está viva en algún sitio. Y, sin embargo, si leyera ese apellido en letras de molde, a lo mejor se acordaba de que lo había llevado en determinada época y me daba señales de vida. Pero no, no me hago demasiadas ilusiones al respecto.

  El día en que nos conocimos, escribí “Dany” en la libreta. Y corrigió personalmente, con mi bolígrafo, la ortografía exacta de su nombre: Dannie. Más adelante me enteré de que ese nombre, “Dannie”, era el título del poema de un escritor a quien admiraba yo por entonces y a quien veía a veces, en el bulevar de Saint-Germain, saliendo del hotel Taranne. A veces se dan curiosas coincidencias.

  La tarde del domingo en que se fue del pabellón de los Estados Unidos, me pidió que fuera a buscarla a la Ciudad Universitaria. Me estaba esperando delante de la entrada del pabellón con dos bolsas de viaje. Me dijo que habían encontrado una habitación en un hotel de Montparnasse. Le propuse que fuéramos a pie. Las dos bolsas no pesaban mucho.

  Tiramos por la avenida de Le Maine. Estaba desierta, como la otra tarde, que también era una tarde de domingo, a la misma hora. Era un amigo marroquí de la Ciudad Universitaria quien le había hablado de ese hotel, el amigo que me presentó en la cafetería cuando nos conocimos, un tal Aghamouri.

 Nos sentamos en un banco a la altura de la calle que va siguiendo la tapia del cementerio. Anduvo mirando en las dos bolsas para comprobar si se había dejado algo. Luego seguimos andando. Me iba contando que Aghamouri vivía en ese hotel porque uno de los dueños era marroquí. Pero, entonces, ¿por qué había vivido también en la Ciudad Universitaria? Porque era estudiante. Y además tenía otro domicilio en París. ¿Y ella también era estudiante? Aghamouri iba a ayudarla a matricularse en al facultad de Censier. No parecía muy convencida y dijo esta última frase como por decir algo. No obstante, me acuerdo de que una tarde a última hora la acompañé en metro hasta la facultad de Censier; había línea directa de Duroc a Monge. Lloviznaba, pero no nos importó. Aghamouri le había dicho que había que ir por la calle de Monge y por fin llegamos a la meta: algo así como una explanada, o más bien un solar rodeado de casas bajas a medio derruir. El suelo era de tierra y teníamos que andar con ojo, en la penumbra, para no meternos en los charcos. Al fondo del todo, había un edificio moderno que seguramente estaban acabando de construir porque aún tenía andamios… Aghamouri nos estaba esperando en la entrada y la luz del vestíbulo iluminaba su silueta. Tenía una mirada menos intranquila de lo habitual, como si le diera seguridad estar delante de esa facultad de Censier pese al solar y a la lluvia. Todos esos detalles me vuelven a la memoria desordenados, a trompicones: y a menudo se enturbia la luz. Y es algo que contrasta con las notas tan precisas que hay en la libreta. Esas notas me resultan útiles para darles un poco de coherencia a las imágenes que van a saltos hasta tal punto que el celuloide de la película corre el riesgo de romperse. Curiosamente, otras notas referidas a unas investigaciones que hacíalo por las mismas fechas acerca de sucesos que no viví –se remontan al siglo XIX e incluso al XVIII- me parecen más límpidas. Y los nombres que tienen que ver con esos sucesos lejanos: la baronesa Blanche, Tristan Corbière y Jeanne Duval, entre otros, y también Marie-Anne Leroy, guillotinada el 26 de julio de 1794 a la edad de veintiún años, me suena de forma más cercana y familiar que los nombres de mis contemporáneos.

  Ese domingo a última hora de la tarde, cuando llegamos al Unic Hôtel, Aghamouri estaba esperando a Dannie sentado en el vestíbulo en compañía de Duwelz y de Gérard Marciano. Fue esa tarde cuando conocí a estos últimos. Quisieron que fuéramos a ver el jardín que había detrás del hotel, con dos mesas con sombrillas. “La ventana de tu cuarto da a este lado”, dijo Aghamouri, pero aquel detalle no parecía importarle mucho a Dannie. Duwelz, Marciano. Intento concentrarme para darles un simulacro de realidad; busco qué podría resucitarlos, aquí, ante mis ojos, que me permitiera, tras todo este tiempo que ha pasado, notar su presencia. Qué sé yo, un aroma… Duwelz tenía siempre mucho empeño en ir atildado: bigote rubio, corbata, traje gris, y olía a un agua de toilettes cuyo nombre recordé muchos años después, porque me encontré en la habitación de un hotel un frasco olvidado: Pino silvestre. Por unos segundos, el aroma a Pino silvestre me trajo a la memoria una silueta que va, de espaldas, calle de Le Montparnasse abajo, un rubio de andares premiosos: Duwelz. Luego nada, como en esos sueños de los que no queda, al despertar, sino un reflejo impreciso que se va borrando según transcurre el día. Gérard Marciano, en cambio, era moreno, de piel blanca y bastante bajo; siempre te clavaba la mirada, pero no te veía. Tuve más trato con Aghamouri, con quien quedé varias veces a última hora de la tarde en un café de la plaza de Monge cuando salía de clase en Censier. Siempre me quedaba con la impresión de que quería hacerme alguna confidencia importante, porque, si no, no me habría hecho ir allí para verme a solas y lejos de los demás. Era un café tranquilo cuando caía la tarde, en invierno, y estábamos solos y amparados al fondo del local. Un caniche negro apoyaba la barbilla en la banqueta y nos observaba guiñando los ojos. Cuando recuerdo algunos momentos de mi vida se me vienen versos a la memoria y a menudo intento recordar de quién eran. El café de la plaza de Monge al atardecer lo relaciono con el siguiente verso: “Las uñas afiladas de un caniche golpeando las baldosas de la noche”…

  Íbamos a pie hasta Montparnasse. Durante esos trayectos, Aghamouri me había desvelado algunos detalles, muy pocos, referidos a él. Acababan de echarlo, en la Ciudad Universitaria, de su habitación en el pabellón de Marruecos, pero nunca supe si había sido por motivos políticos o por otros. Vivía en un piso pequeño que le habían prestado en el distrito XVI, cerca de la Casa de la Radio. Pero le gustaba más la habitación que tenía en el Unic Hôtel, que había conseguido gracias al gerente, “un amigo marroquí”. ¿Por qué no dejaba entonces el piso del distrito XVI? “Es que ahí vive mi mujer. Sí, estoy casado”. Y me di cuenta de que no me diría nada más. Nunca contestaba a las preguntas, por cierto. Las confidencias que me hizo –aunque, ¿pueden realmente llamarse confidencias?- me las hizo de camino, de la plaza de Monge a Montparnasse, entre prolongados silencios, como si andar lo animase a hablar.

  Había algo que me intrigaba. ¿Era de verdad estudiante? Cuando le pregunté qué edad tenía, me contestó: treinta años. Luego pareció arrepentido de habérmelo dicho. ¿Podía uno seguir siendo estudiante a los treinta años? No me atrevía a hacerle esa pregunta por temor a molestarlo. ¿Y Dannie? ¿Por qué quería ser estudiante también? ¿Así de sencillo era matricularse de la noche a la mañana en esa facultad de Censier? Cuando los miraba a los dos en el Unic Hôtel, la verdad es que no tenían pinta de estudiantes; y allá lejos, por la zona de Monge, el edificio de la facultad, a medio construir al fondo de un solar, me parecía de pronto que pertenecía a otra ciudad, a otro país, a otra vida. ¿Era por Paul Chastagnier, Duwelz y Marciano y por los demás a quienes veía de refilón en la oficina de recepción del Unic Hôtel? Pero nunca me encontraba a gusto en el barrio de Montparnasse. No, la verdad es que esas calles no eran muy alegres que digamos. Según las recuerdo, llueve a menudo, mientras que en otros barrios de París los veo siempre en verano cuando pienso en ellos. Me parece que Montparnasse se apagó a partir del final de la guerra. Más abajo, en el bulevar, La Coupole y Le Select tenían aún cierto resplandor, pero el barrio se había quedado sin alma. Ya no había en él ni talento ni corazón.

  Un domingo por la tarde estaba solo con Dannie, en la parte de abajo de la calle de Odessa. Empezó a llover y nos metimos en el vestíbulo del cine Montparnasse. Nos sentamos al fondo. Estaban en el descanso y no sabíamos qué película ponían. Ese cine inmenso y destartalado me hizo sentirme tan incómodo como las calles del barrio. Había en el aire un olor a ozono, como cuando se pasa junto a una reja del metro. Entre el público, unos cuantos soldados de permiso. Al caer la tarde tomarían los trenes de Bretaña, en dirección a Brest o a Lorient. Y en rincones apartados se ocultaban parejas accidentales que no le harían ni caso a la película. Durante la sesión se oirían sus quejas, sus suspiros y, bajo sus cuerpos, el chirriar cada vez más fuerte de las butacas… Le pregunté a Dannie si tenía intención de quedarse mucho más en el barrio. No. No mucho. Habría preferido vivir en una habitación amplia en el distrito XVI. Era un sitio tranquilo y anónimo. Y nadie podría ya localizarlo a uno. “¿Por qué? ¿Tienes que esconderte? –No, qué va. ¿Y a ti te gusta este barrio?”

  En apariencia, había querido zafarse y no responder a una pregunta embarazosa. Y yo ¿qué podía responderle? Qué más daba que este barrio me gustase o no. Ahora me parece que estaba viviendo otra vida dentro de mi vida cotidiana. O, para ser exactos, que esa otra vida iba unida a la vida diaria, bastante gris, y le daba una fosforescencia y un misterio de los que en realidad carecía. Así es como los lugares que nos resultan familiares y que volvemos a ver en sueños muchos años después adquieren un aspecto raro, como aquella calle de Odessa, tan mustia, y aquel cine Montparnasse que olía a metro.

  Ese domingo acompañé a Dannie al Unic Hôtel. Había quedado con Aghamouri. “¿Conoces a su mujer?”, le pregunté. Pareció sorprenderla que yo estuviera enterado de su existencia. “No –me dijo-. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. No tengo mérito alguno si reproduzco esta frase exactamente, porque consta en la parte de debajo de una de las hojas de la libreta, debajo del nombre “Aghamouri”. En la misma página hay más notas que no tienen nada que ver con ese barrio triste de Montparnasse, ni con Dannie, Paul Chastagnier o Aghamouri, sino que se refieren al poeta Tristan Corbière y también a Jeanne Duval, la amante de Baudelaire. Había dado con sus direcciones, ya que pone: Corbière, calle de Frochot, 10; Jeanne Duval, calle de Sauffroy, 17, hacia 1878. Más adelante, hay páginas enteras dedicadas a ellos, lo que tendería a demostrar que para mí tenían mayor importancia que la mayoría de los vivos con los que tuve que ver por entonces.

  Esa noche, dejé a Dannie en la puerta del hotel. Vi de lejos a Aghamouri, que la estaba esperando a pie firme en medio del vestíbulo. Llevaba un abrigo beige. Eso también lo apunté en la libreta, “Aghamouri, abrigo beige”. Seguramente para contar, andando el tiempo, con un punto de referencia, con la mayor cantidad posible de detalles nimios referidos a esa etapa de mi vida, breve y turbia. “¿Conoces a su mujer? –No. Y él no la ve casi nunca. Están más o menos separados”. Frases que sorprendemos cuando nos cruzamos con dos personas que van charlando por la calle. Y nunca sabremos a qué se referían. Un tren pasa por una estación a demasiada velocidad para que se pueda leer el nombre de la estación en el cartel. Entonces, con la frente pegada al cristal de la ventanilla, nos fijamos en unos cuantos detalles: que se cruza un río, que hay un pueblo con campanario, que una vaca negra está meditabunda debajo de un árbol, apartada del rebaño. Albergamos la esperanza de que en la estación siguiente leeremos un nombre y sabremos por fin en qué comarca estamos. Nunca he vuelto a ver ninguna de las personas cuyos nombres constan en las páginas de esta libreta negra. Su presencia fue fugitiva e incluso corría el riesgo de olvidar los nombres. Simples encuentros que no sabemos si son fruto del azar. Existe una etapa de la vida para esa situación, una encrucijada en donde todavía estamos a tiempo de dudar entre varios caminos. El tiempo de los encuentros, como ponía en la tapa de un libro que encontré en los puestos de los libreros de lance de los muelles. Precisamente ese mismo domingo por la tarde en que dejé a Dannie con Aghamouri, iba andando, no sé por qué, por el muelle de Saint-Michel. Fui bulevar arriba, tan lúgubre como Montparnasse, quizá porque no había el barullo de los días de entresemana y las fachadas estaban apagadas. En la parte de más arriba, donde desemboca la calle de Monsieur-le-Prince, pasadas las escaleras y la barandilla de hierro, una cristalera grande e iluminada, la parte trasera de un café cuya terraza daba a las verjas del jardín de Le Louxembourg. Estaba a oscuras todo el local, menos esa vidriera tras la que solían demorarse hasta muy entrada la noche unos cuantos clientes ante una barra semicircular. Esa noche había entre ellos dos personas a las que reconocí al pasar: Aghamouri, por el abrigo beige, de pie y, a su lado, Dannie, sentada en uno de los taburetes.

  Me acerqué. Podría haber abierto la puerta acristalada y acercarme a ellos. Pero me contuvo el temor de ser un intruso. ¿Acaso no estuve siempre, por entonces, aparte, en la posición de espectador y diría incluso de ese a quien llamaba “el espectador nocturno”, aquel escritor del siglo XVIII que me gustaba mucho y cuyo nombre aparece en varias ocasiones, junto con algunas notas, en las páginas de la libreta negra? Paul Chastagnier, cuando estábamos los dos por la zona de Falguière o de Les Favorites, me dijo un día: “Es curioso… usted escucha a la gente con mucha atención… pero está en otra parte…” Detrás de la luna del café, bajo la luz de neón excesivamente fuerte, Dannie no tenía ya el pelo castaño, sino rubio; y el cutis, aún más pálido que de costumbre, lechoso y con pecas. Era la única persona sentada en un taburete. Detrás de ella y de Aghamouri había un grupo de tres o cuatro clientes, con copas en la mano. Aghamouri se inclinaba hacia ella y le hablaba al oído. La besaba en el cuello. Dannie se reía y bebía un sorbo de un licor que reconocí por el color y que pedía siempre que íbamos a un café: Cointreau.

  Me preguntaba si le dría al día siguiente: Ayer por la noche te vi con Aghamouri en el café Luxembourg. Aún no sabía qué relación tenían exactamente. En cualquier caso, en el Unic Hôtel no estaban en la misma habitación. Yo había intentado entender qué unía a aquel grupito. Aparentemente, Gérard Marciano era amigo de Aghamouri hacía mucho y éste se lo había presentado a Dannie cuando vivían los dos en la Ciudad Universitaria. Paul Chastagnier y Marciano de llamaban de tú, pese a la diferencia de edad, y otro tanto sucedía con Duwelz. Pero ni Chastagnier ni Duwelz conocían a Dannie antes de que se fuera a vivir al Unic Hôtel. Y, para terminar, Aghamouri tenía una relación bastante estrecha con el gerente del hotel, ese que se llamaba Lakhdar, que iba cada dos días a la oficina que estaba detrás del mostrador de recepción. Lo acompañaba a menudo un tal “Davin”. Esos dos parecían conocer desde hacía muchísimo a Paul Chastagnier, a Marciano y a Duwelz. Todo eso lo había apuntado yo en la libreta negra, una tarde en que estaba esperando a Dannie, hasta cierto punto como si estuviera haciendo un crucigrama o algún boceto, para entretenerme.

 

 

(Fragmento del libro La hierba de las noches, de Patrick Modiano. Traducido por María Teresa Gallego Urrutia, será próximamente publicado por la editorial Anagrama)

 

Escrito en Lecturas Turia por Patrick Modiano

Canadá

16 de febrero de 2015 08:34:30 CET

 

 

    Canadá es una obra de la imaginación. Todos los personajes y acontecimientos que aparecen en ella son ficticios. No he buscado ninguna semejanza con gente real, por lo que no debe extraerse de esta historia inferencia alguna. Me he tomado libertades con el marco urbano de Great Falls, Montana, y asimismo con el paisaje de la pradera y con ciertos detalles de las pequeñas poblaciones del suroeste de la provincia de Saskatchewan. La carretera 32, por ejemplo, no estaba asfaltada en 1960, si bien lo está en mi narración. Aparte de esto, todas las omisiones y errores crasos son de mi responsabilidad exclusiva.

 

 

 

 

 

 

1

 

 

    Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros padres. Y luego lo de los asesinatos, que vinieron después. El atraco es la parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no se contase esto antes que nada.

    Nuestros  padres  eran  las personas de las que menos se podría pensar que atracarían un banco. No eran gente rara, ni evidentemente criminales. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que estaban destinados a acabar como acabaron. Eran personas normales – aunque, claro está, tal afirmación queda invalidada desde el momento mismo en que atracaron el banco.

    Mi padre, Bev Parsons, era un chico de campo que nació en Marengo County, Alabama, en 1923, y terminó la secundaria en 1939, loco de ganas de entrar en el Army Air Corps de los Estados Unidos, el cuerpo que luego se convertiría en la Fuerza Aérea. Entró en Demopolis, se formó en Randolph, cerca de San Antonio, donde quiso ser piloto de combate, pero como le faltaban aptitudes tuvo que conformarse con convertirse en oficial de bombardero. Voló en los B-25, en los Mitchell ligeros y medios que sirvieron en Filipinas, y luego sobre Osaka, donde sembraron la destrucción en la tierra, tanto entre el enemigo como entre la gente inocente. Era un hombre alto, de más de un metro ochenta (apenas cabía en la carlinga del bombardero), encantador, guapo y sonriente, de cara grande, cuadrada y expectante y pómulos huesudos, labios sensuales y pestañas atractivas, largas y femeninas. Tenía los dientes blancos y brillantes y un pelo negro corto del que se sentía muy orgulloso, lo mismo que de su nombre: Bev. Capitán Bev Parsons. Nunca admitió que Beverly fuera un nombre de mujer para la mayoría de la gente. Venía de raíces anglosajonas, decía. «Es un nombre corriente en Inglaterra. Allí Vivian, Gwen y Shirley son nombres de hombre. Nadie los confunde con mujeres». Era un hablador redomado, y, para ser sureño, de mente abierta. Tenía unos modales elegantes y complacientes que deberían haberle llevado lejos en la Fuerza Aérea, algo que no sucedió. Cuando estaba en un recinto cualquiera, sus ojos rápidos de color de avellana buscaban a su alrededor y siempre encontraban a alguien que le prestaba atención: mi hermana y yo, normalmente. Contaba chistes viejos con un estilo teatral del Sur; sabía hacer trucos con las cartas y juegos de manos, y separarse el pulgar y volver a pegarlo, y hacer desaparecer un pañuelo y hacerlo aparecer de nuevo. Sabía también tocar bugui-bugui al piano, y a veces nos hablaba con acento dixie[1]1 y otras veces como Amos ’n’ Andy.[2] Había perdido algo de oído al volar  en  los Mitchells,  y  era muy sensible a esta deficiencia. Pero tenía un aspecto muy  atildado  con su «honrado» pelo corto de soldado y su guerrera azul de capitán, y  por  lo general transmitía una calidez que era genuina y que hacía que mi hermana gemela  y  yo  lo  quisiéramos  tanto.  Tal  vez  fuera  ésa también la razón por la que nuestra  madre se había sentido atraída por él (aunque no pudieran ser más diferentes y poco apropiados el uno para el otro) con la mala fortuna de haberse quedado embarazada a raíz de un apresurado encuentro amoroso después de conocerse en una fiesta en honor de los aviadores que habían vuelto del frente. Fue en Fort Lewis, cerca de donde él estaba haciendo un curso de reciclaje como oficial de suministros, en marzo de 1945, cuando ya nadie lo necesitaba para lanzar bombas desde el aire. Se casaron en cuanto lo supieron. Los padres de ella, que vivían en Tacoma y eran inmigrantes judíos oriundos de Polonia, no aprobaron la boda. Los dos eran personas cultas; en Poznan habían sido profesores de matemáticas y músicos semiprofesionales (daban conciertos de música popular), y después de huir de su país en 1918 habían llegado al estado de Washington a través de Canadá, y se habían convertido – quién lo iba a decir– en celadores escolares. El hecho de ser judíos significaba muy poco para ellos entonces, o al menos para mi madre; felizmente, en aquella tierra donde al parecer no eran judíos, dejaban atrás una vieja, rigurosa y cerrada concepción de la vida.

    Pero que su hija única se casara con el hijo único sonriente y parlanchín de unos tasadores de madera escoceses-irlandeses de las tierras remotas de Alabama no se les había pasado nunca por la cabeza, así que pronto desterraron el asunto por completo de su pensamiento. Y aunque desde cierta distancia pudiera parecer que nuestros padres simplemente no estaban hechos el uno para el otro, es más preciso afirmar que la boda de nuestra madre con nuestro padre fue el presagio de una pérdida, y que su vida cambió para siempre – y no para bien–, como seguramente ella habrá pensado tantas veces.

Mi madre, Neeva (diminutivo de Geneva) Kamper, era una mujer menuda, intensa, con gafas, de pelo castaño y rebelde, alguna de cuyas hebras aterciopeladas se le deslizaban por el borde de las mejillas hasta debajo de la barbilla. Tenía cejas espesas y frente reluciente, de piel fina, tras la que se le traslucían las venas, y una tez pálida de vivir dentro de casa que le daba un aspecto frágil, sin que ella lo fuera en absoluto. Mi padre, en broma, decía que la gente de donde él venía, en Alabama, al pelo de mi madre lo llamaba «pelo de judío» o «pelo de inmigrante », pero que a él le gustaba y que a mi madre la amaba. (Ella nunca pareció prestar mucha atención a estas palabras). Sus manos eran pequeñas y delicadas, de uñas muy cuidadas (se hacía regularmente la manicura) y bruñidas, de las que solía presumir y con las que gesticulaba con aire ausente. Tenía un talante escéptico, y solía escuchar con gran atención cuando le hablábamos; también tenía ingenio, que a veces podía ser mordaz. Llevaba gafas sin montura, leía poesía francesa, y a menudo utilizaba expresiones como cauchemar o trou de cul, que mi hermana y yo no entendíamos. Escribía poemas con tinta marrón que compraba por correo, y llevaba un diario que nosotros no podíamos leer, y normalmente tenía una expresión de perplejidad ligeramente altiva y como estigmatizada, que llegó a ser muy propia de ella, si no lo había sido siempre. Antes de casarse con mi padre y de tenernos rápidamente a mi hermana y a mí, se había graduado a los dieciocho años en el Whitman College de Walla Walla, había trabajado en una librería y posiblemente acariciado la idea de convertirse en poetisa y en bohemia, y la esperanza de llegar a conseguir un trabajo de estudiosa profesora en un pequeño college, casada con alguien diferente del hombre con quien se había casado realmente, un profesor universitario probablemente, que le daría la vida para la que ella creía que estaba destinada. En 1960, el año en que tuvieron lugar los hechos, tenía sólo treinta y cuatro años. Pero tenía ya «arrugas marcadas» a ambos lados de la nariz, que era pequeña y rosada en la punta, y los párpados oscuros de sus grandes y penetrantes ojos verde gris le hacían parecer extranjera y un tanto triste e insatisfecha, lo cual era cierto. Su cuello era delgado y hermoso, y su sonrisa repentina e inesperada dejaba al descubierto unos dientes pequeños y una boca en forma de corazón, de jovencita. Una sonrisa que – salvo a mi hermana y a mí – rara vez ofrecía. Nos dábamos cuenta de que era una persona de apariencia poco corriente, vestida las más de las veces con pantalones anchos color verde oliva y blusas de algodón de mangas holgadas y zapatos de cáñamo y algodón que debía de haber encargado por correo en la Costa Oeste, porque no podían comprarse zapatos de ésos en Great Falls. Y cuando se ponía a regañadientes al lado de nuestro padre, alto y guapo y extrovertido, aún parecía más fuera de lo corriente. Aunque eran raras las veces en que «salíamos» en familia, o comíamos en restaurantes, así que apenas podíamos darnos cuenta de cómo aparecían ante el mundo, entre desconocidos. A nosotros la vida en casa nos parecía de lo más normal.

    Mi hermana y yo entendíamos perfectamente por qué mi madre se había sentido atraída por Bev Parsons, un hombre de hombros fuertes, hablador, divertido, siempre dispuesto a complacer a cualquiera que se encontrase a su alcance. Pero nunca estuvo demasiado claro por qué se había interesado él por ella, una mujer muy menuda (de poco más de un metro cincuenta), introvertida y tímida, apartada de la gente, artística, guapa tan sólo cuando sonreía e ingeniosa sólo cuando se sentía completamente a gusto. Nuestro padre debía de apreciar de algún modo todo aquello, de percibir que ella tenía una mente más sutil que la de él, y que sin embargo él era capaz de complacerla, lo cual le hacía feliz. Decía mucho en su favor que – más allá de las diferencias físicas– mirara al corazón de las cosas humanas, y yo admiraba eso en él por mucho que mi madre no se diera cuenta de ello.

    Pero, en mi cabeza, la extraña unión de unos atributos físicos que no casaban siempre es en parte la causa por la que acabaron mal: no había ninguna duda de que no eran apropiados el uno para el otro y de que no deberían haberse casado ni haber hecho nada de lo que hicieron; tenían que haber tomado caminos distintos después de su primer y apasionado encuentro, con independencia de las consecuencias. Cuanto más estaban juntos, y mejor se conocían, más comprendía ella – al menos – que habían cometido un error, y más extraviadas se volvían sus vidas a medida que pasaba el tiempo – como en esas largas pruebas de matemáticas en las que los primeros cálculos son erróneos, con lo que los siguientes se van alejando más y más del punto en que las cosas tenían sentido –. Un sociólogo de la época – principios de la década de 1960– habría dicho quizá que nuestros padres estaban en la vanguardia de un momento histórico, y se contaban entre los primeros que transgredieron los límites que la sociedad impone, que abrazaron la  subversión y creyeron en credos que exigían ratificación a través de la autodestrucción. Pero se habría equivocado. Nuestros padres no eran personas temerarias en la vanguardia de nada. Eran, como ya he dicho, gente normal a la que le jugaron una mala pasada las circunstancias y los malos instintos, y la mala suerte, que les hicieron aventurarse más allá de las fronteras que – sabían– eran las correctas, y luego fueron incapaces de volver atrás.

    Aunque diré esto de mi padre: cuando volvió del escenario de la guerra, de ser el agente de una muerte silbante que caía del cielo – era 1945, el año en que mi hermana y yo nacimos en Michigan, en la base Wurtsmith de Oscoda– tal vez se había apoderado de él una especie de fuerza de gravedad poderosa e indeterminada, como les sucedió a otros muchos soldados  norteamericanos. Se pasó el resto de su vida luchando contra esta fuerza de gravedad, esforzándose por todos los medios por seguir siendo positivo y por mantenerse a flote, tomando decisiones equivocadas que le parecieron buenas de verdad en su momento, pero finalmente malentendiendo el mundo al que había regresado y convirtiendo tal malentendido en su vida misma. Debió de ser así también para millones de jóvenes, aunque él no lo hubiera sabido ni admitido jamás de sí mismo.

 

 

 

2

 

 

Nuestra familia acabó asentándose en Great Falls, Montana, en 1956, del mismo modo en que tantas otras familias de militares llegaron a donde llegaron después de la guerra. Habíamos vivido en bases de la Fuerza Aérea de Mississippi, California y Texas. Nuestra madre tenía su título y hacía sustituciones de profesora en todos esos estados. A nuestro padre no lo habían destinado a Corea, sino a un trabajo de oficina en el país, en los cuerpos de intendencia. Se le permitió quedarse porque lo habían condecorado por acciones de combate, pero no había superado el grado de capitán. En determinado momento – cuando tenía treinta y siete años y vivíamos en Great Falls –, decidió que la Fuerza Aérea no le ofrecía ya un gran futuro y que, después de haber dedicado veinte años a la vida militar, era hora era de cobrar la pensión y de licenciarse. Razonó que la falta de interés por la vida social de nuestra madre, su renuencia a invitar a la gente de la base a cenar en casa, podía haberle impedido progresar en el escalafón, y puede que no le faltara razón. La verdad, creo, es que si hubiera habido alguien a quien nuestra madre hubiera podido admirar, quizá le habría gustado el lugar. Pero a ella nunca se le ocurrió que pudiera haber nadie de esas características. «Ahí fuera sólo hay vacas y trigo», decía. «No hay una sociedad verdaderamente organizada». En cualquier caso, creo que nuestro padre estaba cansado de la Fuerza Aérea y Great Falls le gustaba como un lugar donde poder salir adelante, incluso sin vida social. Decía que quería hacerse masón.

    Era la primavera de 1960. Mi hermana, Berner, y yo teníamos quince años. Estudiábamos en la Lewis (por Meriwether Lewis) Junior High School, que estaba lo bastante cerca del río Missouri para que desde los altos ventanales yo viera la superficie reluciente del agua, los patos y las aves agrupadas sobre ella, y pudiera vislumbrar Chicago, Milwaukee y la estación de Saint Paul, donde los trenes de pasajeros ya no se detenían, y alcanzar un atisbo del Aeropuerto Municipal de Gore Hill, de donde partían dos vuelos diarios, y al otro extremo, río abajo, divisara la chimenea de la fundición y la refinería de petróleo que estaban más arriba de las cascadas que daban nombre a la ciudad. En días claros, veía incluso los picos brumosos y nevados de la cordillera oriental, a cien kilómetros a lo lejos, que se extendía hacia el sur en dirección a Idaho y en dirección norte hasta Canadá. Mi hermana y yo no teníamos ni idea de lo que era «el Oeste», salvo lo que veíamos en la televisión, ni de lo que era Norteamérica, en realidad, aunque dábamos por descontado que era el mejor sitio del mundo donde poder estar. Nuestra vida real era la familia, y los dos formábamos parte de su laxo bagaje. Y debido al desarraigo creciente de nuestra madre, su retraimiento, su sentimiento de superioridad y su deseo de que Berner y yo no nos acomodáramos a la «mentalidad pueblerina» que en su opinión sofocaba la vida de Great Falls, no teníamos una vida parecida a la de la mayoría de los niños, que habría incluido amigos que visitar, una ruta de reparto de periódicos, boy scouts y bailes. Si nos acomodábamos a aquella vida, pensaba nuestra madre, inevitablemente aumentarían las posibilidades de que los dos acabáramos quedándonos donde estábamos. También era cierto que si tu padre estaba en una base militar – vivieras donde vivieras – siempre tenías menos amigos y raras veces llegabas a conocer a tus vecinos. Todo lo hacíamos en la base, ir al médico, al dentista, a la peluquería, al colmado. La gente lo sabía. Y sabía que no ibas a quedarte mucho tiempo allí, así que para qué molestarse en llegar a conocerte. Las bases llevaban en sí un estigma, como si la gente como es debido no necesitara saber nada de lo que se desarrollaba dentro de ellas, o que la asociaran con ellas de modo alguno; además, mi madre era judía y tenía aspecto de emigrante, y en cierto modo era también una bohemia. Era algo de lo que todo el mundo hablaba, como si proteger a los Estados Unidos de sus enemigos no fuera una labor decente.

    A mí, sin embargo, me gustaba Great Falls, al menos al principio. La llamaban «ciudad eléctrica», porque las cascadas producían electricidad. Se diría que era un lugar tosco, honrado y remoto, aunque seguía formando parte del país sin límites en el que ya vivíamos. A mí no me gustaba mucho que las calles tuvieran números en lugar de nombres, lo cual era confuso, y, según mi madre, se debía a que era una ciudad diseñada por banqueros avaros. Y por supuesto los inviernos eran gélidos e inacabables, y el viento azotaba desde el norte como un tren de mercancías, y la mengua de luz habría desmoralizado a cualquiera, incluso a los espíritus más optimistas.

    Pero la verdad es que Berner y yo no nos sentíamos de ningún sitio en particular. Cada vez que nuestra familia se mudaba a una población nueva – a alguna de las muchas y lejanas de nuestra geografía– y nos asentábamos en una casa alquilada, y nuestro padre se ponía el uniforme azul recién planchado y se iba en el coche a la base que le había tocado en suerte, y nuestra madre empezaba a trabajar en algún puesto docente, Berner y yo tratábamos de pensar el lugar del que diríamos que procedíamos en caso de que alguien nos preguntara. Practicábamos diciéndonoslo el uno al otro camino de cualquiera que fuera el nuevo colegio que nos hubiera tocado esa vez. «Hola, somos de Biloxi, Mississippi.» «Hola, soy de Oscoda. Está más al norte, en Michigan.» «Hola, vivo en Victorville.» Yo intentaba aprender los elementos básicos que los demás chicos conocían, y hablar como ellos, captar las expresiones de argot, andar por ahí como si me sintiera muy seguro estando donde estaba y como si nada pudiera sorprenderme. Y Berner hacía lo mismo. Luego nos mudábamos a cualquier otro sitio, y Berner y yo volvíamos a tratar de ubicarnos una vez más. Crecer de esta manera, lo sé, puede dejarte al margen de las cosas y a la deriva, o bien animarte a ser maleable y a adaptarte, algo que mi madre desaprobaba, ya que ella no lo hacía y mantenía cierta idea de un futuro diferente más acorde con el que siempre había imaginado antes de conocer a mi padre. Nosotros – mi hermana y yo– éramos personajes secundarios en un drama que ella veía desplegarse ante sus ojos de forma incesante.

    Consecuentemente, lo que a mí me empezó a importar de verdad fue el colegio, algo que constituía un hilo constante en mi vida, además de mis padres y mi hermana. Nunca quería que se acabara el colegio. Me pasaba dentro de él todo el tiempo que podía, leyendo detenidamente todos los libros que nos daban, estando siempre al lado de los profesores, imbuyéndome de los olores escolares, que eran idénticos en todas partes y distintos de todos los demás. Saber cosas se convirtió en algo muy importante para mí, con independencia de cuáles fueran esas cosas. Nuestra madre sabía cosas y las apreciaba. Yo quería ser como ella a este respecto, ya que sería capaz de conservar las cosas que sabía, y éstas me acreditarían como alguien polifacético y prometedor, características que eran muy importantes para mí. No importaba si no pertenecía a aquellos lugares: pertenecía a sus colegios. Era bueno en lengua y literatura, en historia, en ciencias y en matemáticas, materias en las que también mi madre era buena. Cada vez que levantábamos el campo y nos mudábamos, lo único que era capaz de infundirme miedo de aquella circunstancia de la vida era que por una u otra razón no pudiera volver al colegio – fuera éste cual fuera –, o que el hecho de marcharme haría  que me perdiera algún saber crucial capaz de asegurarme el futuro y que no pudiera obtenerse en ningún otro sitio. O que tuviéramos  que irnos a algún sitio donde no existiera ningún colegio para mí. (En cierta ocasión se habló de Guam.) Me daba miedo acabar no sabiendo nada, no tener nada en que basarme, nada que pudiera distinguirme. Estoy seguro de que todo eso era herencia de mi madre, que albergaba el temor de una vida sin recompensa. Aunque también podría haber sido que nuestros padres, atrapados en el torbellino de la confusión cada día más densa de sus propias vidas jóvenes – no estando hechos el uno para el otro, probablemente no deseándose físicamente como lo habían hecho de forma breve al principio, convirtiéndose más y más en satélites del otro y acabando por sentir un resentimiento mutuo sin ser demasiado conscientes de ello –, no nos ofrecieron a mi hermana y a mí nada muy sólido a lo que aferrarnos, que es lo que se supone que los padres tienen que ofrecer a sus hijos. Pero culpar a los padres de las dificultades de tu propia vida al final no te lleva a ninguna parte.

 

 

 

3

 

    Cuando nuestro padre se licenció de la Fuerza Aérea a principios de la primavera, todos estábamos interesados en la campaña presidencial que tenía lugar en aquellos días. Nuestros padres estaban los dos a favor de los demócratas y de Kennedy, que pronto resultaría elegido. Mi madre decía que a mi padre le gustaba Kennedy porque creía que tenía cierto parecido con él. Mi padre sentía una profunda antipatía por Eisenhower por razones que tenían que ver con los bombarderos norteamericanos sacrificados para «ablandar a los teutones» tras las líneas enemigas el Día D. Y a causa de su silencio traidor sobre MacArthur, a quien mi padre reverenciaba, y porque se sabía que su mujer era una «borrachina».

    También le disgustaba Nixon. Era un «tipo frío», «parecía italiano» y era un «cuáquero guerrero», lo cual lo convertía en un hipócrita. También le disgustaban las Naciones Unidas: eran demasiado caras y permitían que comunistas como Castro (a quien llamaba «actor de pacotilla») tuvieran voz en el mundo. Tenía una fotografía enmarcada de Franklin Delano Roosevelt en la sala, en la pared de encima del piano espineta Kimball y el metrónomo de caoba y latón, que no funcionaba pero estaba en la casa cuando entramos a vivir en ella. Elogiaba a Roosevelt por no dejarse vencer por la polio, por matarse a trabajar para salvar al país, por sacar a los parajes remotos de Alabama de la Edad Media con la REA[3], y por soportar a la señora Roosevelt, a quien mi padre llamaba «la Primera Mema».

    Mi padre vivía con una fuerte ambivalencia el hecho de ser de Alabama. Por una parte, se tenía a sí mismo como un «hombre moderno» y no como «un paleto», como él decía. Defendía opiniones modernas sobre muchas cosas: la raza, por ejemplo, al haber trabajado codo con codo con negros en la Fuerza Aérea. Pensaba que Martin Luther King era un hombre de principios, y que la Ley de Derechos Civiles de Eisenhower era de una necesidad inaplazable. Y pensaba que los derechos de las mujeres necesitaban también un empujón, y que la guerra era una tragedia y un despilfarro que él conocía muy bien.

    Por otra parte, cuando nuestra madre decía algo despectivo sobre el Sur – lo que sucedía a menudo–, él se quedaba pensativo y declaraba que Lee y Jeff Davis habían sido «hombres de fortuna», pese a que la causa les hubiera hecho errar. Muchas cosas buenas venían del Sur – afirmaba–, no sólo la desmotadora y el esquí acuático. «Tal vez puedas nombrarme una», decía mi madre. «Excluyéndote a ti, por supuesto.»

    En cuanto dejó de ponerse el uniforme azul y de ir a la base, nuestro padre encontró un trabajo de vendedor de coches Oldsmobile nuevos. Sentía que era un vendedor nato. Su personalidad cálida – alegre, acogedora, campechana, segura, locuaz – atraería a los desconocidos y le haría fácil lo que para otra gente era difícil. Los clientes confiarían en él porque era sureño, y a los sureños se les conocía por ser más prácticos y realistas que la gente callada del Oeste. El dinero empezaría a entrar en cuanto acabara la temporada álgida del modelo y entraran en escena los grandes descuentos que pulverizarían los precios. En el trabajo  le dieron un Oldsmobile Super-88 gris y rosa para que lo utilizara en las demostraciones, y que él aparcaba enfrente de nuestra casa en First Avenue SW, donde hacía además su labor publicitaria.  Nos llevaba a dar paseos en él a Fairfield, hacia las montañas, y al este hacia Lewistown, y al sur en dirección a Helena. «Controles de orientación e informativos», llamaba a estas salidas exploratorias, aunque sabía muy poco de cualquiera de los parajes de los alrededores, y en realidad muy poco de coches, si se exceptuaba conducirlos, que le encantaba. Pensaba que era fácil para un oficial de la Fuerza Aérea conseguir un buen empleo, y que debería haberlo hecho nada más volver de la guerra. Habría prosperado bastante más en cualquier profesión civil.

    Con nuestro padre fuera de la Fuerza Aérea y con un trabajo normal y corriente, mi hermana y yo creímos que nuestra vida tal vez había alcanzado al fin un equilibrio estable. Llevábamos cuatro años en Great Falls. Mi madre se desplazaba todos los días lectivos a la pequeña población de Fort Shaw, donde daba clases en penúltimo año de primaria. Nunca hablaba de su trabajo, pero parecía gustarle y a veces hablaba de otros profesores y comentaba que eran gente muy entregada a su tarea (aunque, aparte de eso, no parecía sentir el menor interés por ellos y nunca quiso que vinieran a casa a visitarla, del mismo modo que nunca quiso que nos visitara gente de la base). Al final del verano me veía ya empezando en la Great Falls High School, donde sabía que había un club de ajedrez y una sociedad de debates, y donde también podría aprender latín, ya que era demasiado pequeño y enclenque para practicar algún deporte; no me interesaba ninguno, de todas formas. Mi madre decía que esperaba que Berner y yo fuéramos a la universidad, pero que tendría que ser gracias a nuestro propio talento, porque ellos nunca tendrían el dinero suficiente. Aunque, decía, Berner tenía ya una personalidad demasiado parecida a la suya para conseguirlo, y lo que trataría de hacer probablemente era casarse con algún chico con carrera. En una casa de empeños de Central Avenue encontró varios banderines universitarios, y los colgó de nuestras paredes. Eran banderines que a otros jóvenes se les habían quedado anticuados. En mi cuarto colgó los de Furman, Holy Cross y Baylor. Y en el de Berner los de Rutgers, Lehigh y Duquesne. Nosotros, por supuesto, no sabíamos nada de esas universidades, ni siquiera en qué sitios estaban, aunque yo imaginaba muy bien cómo eran: edificios de ladrillo viejo con árboles frondosos, un río y un campanario.

    Para entonces Berner había empezado a cambiar y ya no era tan fácil llevarse bien con ella. No estábamos en la misma clase desde primaria, porque se consideraba poco conveniente que los mellizos estuvieran juntos todo el tiempo, aunque nosotros siempre nos habíamos ayudado con los deberes y nos había ido muy bien. Ahora se pasaba mucho tiempo en su cuarto, leyendo revistas de cine que compraba en el Rexall, y obras como Peyton Place y Bonjour tristesse, que lograba traer a hurtadillas a casa de no se sabe dónde. Contemplaba su pez en el acuario, y escuchaba música en la radio, y no tenía amigos, como yo tampoco los tenía. A mí no me importaba no estar con ella y llevar una vida distinta, con mis propios intereses y pensamientos sobre el futuro. Berner y yo éramos mellizos dicigóticos – ella había nacido seis minutos antes – y no nos parecíamos nada. Ella era una chica alta, huesuda, desmañada, toda llena de pecas – zurda, y yo diestro–, con verrugas en las manos, ojos verde gris – como nuestra madre y yo –, granos, cara plana y una barbilla pequeña que no era bonita. El pelo lo tenía castaño y áspero, con raya en medio, y la boca sensual – como la de nuestro padre–, y muy poco vello en otras partes del cuerpo – en piernas y brazos–, y casi nada de pecho, al igual que nuestra madre. Solía llevar pantalones, y encima un pichi que la hacía parecer más grande de lo que era. A veces llevaba guantes de encaje blancos para taparse las manos. También sufría de alergia, y llevaba en el bolsillo un inhalador Vicks, y en casa siempre olía a Vicks cuando te acercabas un poco a su cuarto. Mi hermana, para mí, era como una combinación de nuestros padres: la estatura de mi padre y los rasgos de mi madre. A veces me sorprendía pensando en Berner como un chico mayor que yo. Otras, deseaba que se pareciera más a mí para que así fuera más amable conmigo, y pudiéramos estar más unidos. Pero nunca quise parecerme a ella.

    Yo, en cambio, era más pequeño y esbelto, con pelo castaño y liso con raya a un lado, y piel suave con muy pocos granos; rasgos «bonitos», más parecidos a los de nuestro padre, pero  delicados como los de nuestra madre. Y me gustaba ser así, lo mismo que me gustaba la forma en que nuestra madre me vestía: pantalones caqui y camisas limpias y planchadas y zapatos Oxford del catálogo de Sears. Nuestros padres hacían bromas sobre Berner y sobre mí diciendo que veníamos del lechero y del cartero, que éramos «retales». Aunque creo que sólo se referían a Berner. En los últimos meses Berner se había vuelto muy sensible acerca de su físico, se mostraba más descontenta con todo, como si algo le hubiera ido mal en la vida en un corto período de tiempo. En mi recuerdo había un tiempo en el que mi hermana había sido una niña corriente, feliz, guapa, con la cara llena de pecas, que tenía una sonrisa maravillosa y que sabía hacer muecas con las que nos hacía reír a todos. Pero ahora se mostraba escéptica respecto de la vida, lo cual le hacía ser sarcástica y muy diestra en poner de manifiesto mis defectos, pero sobre todo la hacía parecer siempre enfadada. Ni siquiera le gustaba su nombre, a mí sí; me parecía que la hacía única.

   

    Cuando llevaba un mes vendiendo Oldsmobiles, mi padre se vio envuelto en un accidente de tráfico menor – un choque por detrás– en el coche con el que hacía la demostración – que conducía con exceso de velocidad–, y en la base con la que se suponía que ya no tenía nada que ver. Luego se puso a vender Dodges y trajo a casa un precioso Coronet marrón y blanco de capota rígida, con lo que habían dado en llamar «conducción de  sólo apretar un botón», elevalunas eléctricos y asientos giratorios, aletas de última moda, luces traseras rojas y llamativas y antena larga y bamboleante. Aquel coche estuvo aparcado también enfrente de casa durante tres semanas. Berner y yo nos montábamos en él y poníamos la radio, y mi padre nos llevaba a dar paseos más a menudo; bajábamos las cuatro ventanillas y dejábamos que el aire nos entrara a raudales. En varias ocasiones nos llevó a la Senda de los Contrabandistas, donde nos dejó conducirlo, y nos enseñó a ir marcha atrás y a hacer girar las ruedas de forma correcta cuando patinaban en el hielo. Por desgracia

no vendió ni un solo Dodge y llegó a la conclusión de que un lugar como Great Falls – una ruda ciudad rural de tan sólo cincuenta mil habitantes, rebosante de suecos frugales y de alemanes recelosos, y con sólo un pequeño porcentaje de gente adinerada dispuesta a gastarse el dinero en coches caprichosos – no era el más apropiado para que él se dedicara a ese negocio. Se despidió, pues, y consiguió un trabajo de vendedor de coches de segunda mano – los vendía y los cambiaba – en una parcela cercana a la base. Los aviadores estaban siempre a la cuarta pregunta, divorciándose, con querellas, casados de nuevo, encarcelados y necesitados de dinero. Así que compraban y trocaban automóviles casi a modo de moneda. Podía ganarse dinero estando en medio, una posición que a mi padre le gustaba. Además, los pilotos y miembros de la Fuerza Aérea siempre se mostraban dispuestos a hacer tratos con un ex oficial, que entendía su particular problemática y no los despreciaba en absoluto, como hacían otras gentes de la ciudad.

    Al final tampoco duró en este trabajo. Aunque en dos o tres ocasiones nos llevó a Berner y a mí a la parcela de los coches para enseñarnos cómo era aquello. No había nada que nosotros pudiéramos hacer allí más que vagar por entre las hileras de coches, en aquella brisa caliente y aplastante, bajo las banderolas aleteantes y los intermitentes plateados, mirando el tráfico de la base que discurría ante ellos desde los pasillos entre carrocerías y carrocerías que se achicharraban al sol de Montana. «Great Falls es una ciudad de coches usados, no de coches nuevos », decía nuestro padre, con las manos en las caderas, en las escaleras de la pequeña oficina de madera donde los vendedores esperaban a los clientes. «Los coches nuevos te convierten enseguida en un indigente. En cuanto sales de este aparcamiento con el coche has perdido mil dólares.» Aproximadamente por estas fechas – finales de junio– dijo que estaba pensando en hacer un viaje a Dixie, a ver cómo estaban allí las cosas, cómo iban las cosas en aquella tierra de «laterales izquierdos». Nuestra madre le dijo que aquél era un viaje que tenía que hacer por su cuenta, sin llevarse a los niños, y eso le molestó mucho. Y le dijo también que ella tampoco tenía intención de acercarse lo más mínimo a Alabama. Mississippi había sido suficiente. La situación de los judíos era incluso peor que la de los negros, que al menos eran de allí. En su opinión, Montana era mucho mejor porque nadie sabía siquiera lo que era un judío, lo cual zanjaba la discusión. La actitud de nuestra madre ante el hecho de ser judío era que a veces era una carga y otras algo que la distinguía de los demás de un modo que ella juzgaba aceptable. Pero nunca era algo bueno en todos los aspectos. Berner y yo no sabíamos lo que era una persona judía, aparte de que nuestra madre lo era, lo cual, según normas ancestrales, nos hacía oficialmente judíos, que era mejor que ser de Alabama. Nosotros debíamos considerarnos «no practicantes» o «desarraigados », nos decía. Ello significaba que celebrábamos la Navidad y el Día de Acción de Gracias y la Semana Santa y el Cuatro de Julio, y que no íbamos a la iglesia, lo cual estaba muy bien porque, de todas formas, no había ninguna sinagoga en Great Falls. Algún día todo aquello quizá tuviera algún sentido, pero en aquel momento no era el caso.

    Cuando nuestro padre estuvo intentando vender coches de segunda mano durante un mes, un día volvió a casa con uno que se había comprado para él, cambiándolo por nuestro Mercury del 52. Era un Chevrolet Bel Air del 55 rojo y blanco, que había comprado en el negocio de coches de segunda mano donde había trabajado. «Un buen trato.» Dijo que tenía pensado empezar un nuevo trabajo vendiendo granjas y ranchos, algo de lo que reconoció no saber nada, pero se había inscrito en un curso que iba a impartirse en el sótano de la YMCA. Los otros hombres que estuvieran con él en las clases le echarían una mano. Su padre había sido tasador de madera, así que confiaba en tener buena mano para las cosas «de las tierras salvajes»; mejor, en todo caso, de la que tenía para las cosas de ciudad. Además, con la elección de Kennedy en noviembre, se abría un período de vacas gordas, y lo primero que la gente tendría ganas de hacer era comprar tierra. No se estaban haciendo muchas transacciones por la comarca, a pesar de que parecía haber mucha tierra por vender en los alrededores. Los porcentajes de la venta de coches usados, según supo, resultaban una miseria para todo el mundo menos para el patrón. Dijo que no sabía por qué tenía que ser el último en enterarse de aquellas cosas, y nuestra madre estuvo de acuerdo.

    Mi hermana y yo, por supuesto, no lo sabíamos entonces, pero nuestros padres debían de haberse dado cuenta de que habían empezado a alejarse el uno del otro por aquella época – después de que nuestro padre hubiera dejado la Fuerza Aérea y supuestamente se hubiera puesto a buscar un lugar para él en el mundo –, y el hecho de darse cuenta de que se veían diferentes probablemente les hizo empezar a entender que sus diferencias no iban a menguar sino a hacerse más grandes. Todas las mudanzas intranquilas, congestionadas, tumultuosas, de base en base durante años, teniendo que criar sobre la marcha a sus dos hijos, les habían permitido posponer la toma de conciencia de algo de lo que debían haber tenido conciencia desde el principio, probablemente más en el caso de ella que en el de él: lo que al principio les había parecido insignificante se había convertido en algo que a ella, al menos, no le gustaba en absoluto. El optimismo de él, el retraimiento escéptico de ella. Lo sureño en él, lo judío emigrante en ella. La falta de educación en él, la preocupación de ella a ese respecto, y su sentido de insatisfacción por no verse colmada en ese terreno. Cuando ambos se dieron cuenta de ello (o cuando ella se dio cuenta de ello) – reitero que fue después de que mi padre aceptara licenciarse y que cambiara nuestra progresión hacia delante –, empezaron a experimentar una tensión y unos presagios distintos en cada uno de ellos, y en absoluto compartidos. (Esto quedó registrado en varias cosas que escribió mi madre, y en su crónica.) Si hubieran permitido que las cosas siguieran la senda seguida por millares de otras vidas – la cotidiana senda que conduce normalmente a la separación –, nuestra madre habría hecho las maletas y nos habría montado a Berner y a mí en el tren de Great Falls con destino a Tacoma, de donde ella era oriunda, a Nueva York o a Los Ángeles. Si hubiera hecho tal cosa, los dos – cada uno por su lado – habrían tenido una oportunidad de llevar una buena vida en el ancho mundo. Mi padre tal vez habría vuelto a la Fuerza Aérea, ya que dejarla había sido un golpe duro para él. Y podría haberse casado con alguien diferente. Mi madre, por su parte, podría haber vuelto a estudiar una vez Berner y yo hubiéramos ido a la universidad. Podría haber escrito poesía y seguido sus aspiraciones tempranas. El destino les habría repartido mejores cartas.

    Sin embargo, si quienes estuvieran contando esta historia fueran ellos, ésta sería lógicamente diferente, y en ella serían los protagonistas de los acontecimientos por venir, y mi hermana y yo los espectadores, que es una de las cosas que los hijos son respecto de sus padres. El mundo no suele pensar que los atracadores de bancos pueden tener hijos, aunque muchos los tienen. Pero la historia de estos hijos – la de mi hermana y la mía, en este caso – sólo les incumbe a ellos calibrarla, desglosarla y juzgarla. Años después, en la facultad, leí que el gran crítico Ruskin escribió que la composición es la disposición de cosas desiguales. Lo que significa que el autor de la composición es quien determina qué es igual a qué, y qué importa más y qué es lo que puede dejarse a un lado del paso veloz de la vida hacia delante.

 
 

 

 

(Fragmento del libro Canadá, de Richard Ford, publicado por la editorial Anagrama)



[1] Del sudeste de los Estados Unidos. (N. del T.)

[2] . Personajes de radio y televisión muy populares de la época.

(N. del T.)

[3] Rural Electrification Administration: plan del presidente Roosevelt para llevar la electricidad a las zonas rurales más aisladas y deprimidas. (N. del T.)

 

Escrito en Lecturas Turia por Richard Ford

Los cuadernos del naturalista

16 de febrero de 2015 08:30:19 CET

La cartera vertiginosa

También había habido un inglés. El idilio no duró mucho, apenas diez días, y la ruptura volvió a ser una decisión dolorosa, que la hizo sentir una vez más el carácter efímero de sus afectos, la imposibilidad de cumplir algún día esos vagos ensueños de estabilidad sentimental que de hecho no dejaban de acompañarla. “He nacido para ser amante”, le decía, como dándole a entender que su vida amorosa sólo podía consistir en esa entrega fulminante y ciega, en ese aturdimiento del corazón, y en esa tristeza no menos reiterada y feraz. Que todos sus amores estaban sujetos al capricho, al albur de los encuentros y de los días, que era como si viviera en un mundo móvil, donde todo -como sucedía en los viajes en barco, en los cambios de turno de las fábricas, en las páginas de los periódicos y en las competiciones olímpicas- se sometía a esa mudanza inmisericorde de los seres y de las cosas.

 

Con el inglesito había pasado eso mismo. Le había acosado desde el primer momento, durante semanas, fascinada por su desamparo, por esa presencia dubitativa, esa confusa expectación, tan propia de los hombres en tierras extrañas, y finalmente, al lograr su propósito, todo se había revelado un fracaso más. Tal vez por eso le había quedado una terrible propensión a meterse con él. A adoptar posturas de desafío, de estricta venganza, como si aún le estuviera reprochando el que ese amor hubiera venido a coincidir con los otros, la sinrazón a que se habían visto reducidos de nuevo todos sus sueños.

 

Un día le conoció en un bar. Estaban juntos y ella se levantó de la mesa para saludarle. La miró largamente mientras lo hacía. Le gustaba preguntarse por ese misterio de su presencia tan real. El misterio de su adaptabilidad, de esa capacidad tan suya para moverse por aquellos lugares, como si fueran su medio natural, y a la vez el de su extrañeza, el sentimiento de que sólo estaba allí de paso, preparándose para otra cosa, de que no podía saberse quién era de verdad, lo que hacía allí, cuáles eran sus verdaderos deseos.

 

Al volver a su lado ella se lo dijo. “Es el inglesito”. Le observó atentamente y no le gustó. Le pareció afectado, levemente histérico, con ese calculado desarreglo que siempre le había parecido un signo de mediocridad. Naturalmente, celoso como estaba de su presencia, no se calló lo que pensaba. Ella se limitó a encogerse de hombros, levemente ofendida, como poniendo en duda que él pudiera opinar en una materia en la que indudablemente le faltaba experiencia. De pronto, y señalándole el grupo de chicas que le acompañaba, cuatro o cinco, que efectivamente le miraban y seguían embelesadas sus bromas, como un pequeño gallinero portátil, sentenció displicente. “Pues arrasa”.

 

Luego empezó a verle. No vivía muy lejos de su casa, y se le encontraba con frecuencia, llevando una larga gabardina y una cartera de cuero. Se desplazaba a una velocidad prodigiosa, dando pequeños saltitos, adelgazándose en sus movimientos, como si de un momento a otro, y a través de una de esas fisuras en el continuo espacio-tiempo a que eran tan proclives los escritores de ciencia ficción, fuera a abandonar esa calle, la ciudad en que estaban, ante sus ojos alucinados. Entonces empezó a inquietarle. Su delgadez, su disposición al salto, su cara afilada y sus movimientos veloces y suaves como los galgos, le parecieron dueños de un inequívoco encanto, de su hermosura fatal, algo cómica, que le obligaba a dejarlo todo en suspenso para mejor contemplarla. ¿Por qué iba siempre a aquella velocidad, qué llevaba en aquella sempiterna cartera? ¿Tal vez algo relacionado con sus amantes, con ella también, puesto que había formado parte de esa secreta congregación?. Perturbado por estos encuentros llegó a tener hasta una fantasía homicida. Le esperaba en uno de los portales de la calle armado con una escopeta, y tan pronto le veía aparecer disparaba sus dos cartuchos con la ciega determinación con que lo hacían los cazadores ante las apariciones súbitas de las liebres, de las codornices, de las gallinitas de agua.

 

Pero aun en esa fantasía el rumano le seguía venciendo. Le veía caer al suelo tras el disparo, desarmarse como los cestitos de mimbre mal trenzados, como las varillas de los paraguas, pero sólo para seguir corriendo en todas las direcciones al conjuro de su velocidad. Era como esos esqueletos que en las barracas de feria se dispersan ante un redoble de tambor, pero cuyos huesos sigue viviendo y agitándose por su cuenta sin que parezca afectarles para nada la disgregación del conjunto. Se agrupaba metros más adelante, como esos mismos esqueletos fosforescentes, lleno de júbilo, obstinado en su loco existir, recuperando con su unidad aquella cartera no menos vertiginosa en la que guardaba el secreto -tal vez- de ese corazón que a él siempre le negaría sus más decisivas dulzuras.

 

La viajera

¡ Cuántos viajes!. En sólo dos meses había ido a Biarritz (con el portuguesito), a Burgo de Osma, a París (donde se había hecho amiga de un japonés, y de un negrito africano), y lo tenía todo dispuesto para pasar ese fin de semana en Oviedo, en compañía del Hombre del Gato. Por si esto fuera poco ya tenía preparado un viaje a Praga durante las Navidades, y no dejaba de hablar de un largo recorrido que al menos duraría dos de los meses del verano, y en que pensaba conocer México. Esa pasión por el viaje era sin duda una de las grandes inclinaciones de su vida, y uno de los temas recurrentes de su conversación, en la que una y otra vez volvía a referirse a los itinerarios que había hecho, o a los que no dejaba de proyectar, como si nada existiera más importante para ella que ese continuo exponerse, esa búsqueda impostergable que le llevaba de un lugar a otro como arrastrada por corrientes impetuosas, por súbitos huracanes de desasosiego. “Eres la mujer bala”, le decía él, que no podía dejar de sentir un inequívoco pavor cuando ella se disponía para una nueva salida.

 

Un día le acompañó en los instantes que precedían a una de esas salidas. El tren partía a las doce de la noche, y fueron a su casa para terminar de preparar el equipaje. Un pequeño bolso de playa en el que metió un pantalón vaquero y dos libros, y que ella se colgó al hombro con la naturalidad no del que se dispone a recorrer cientos de kilómetros, sino a cruzar simplemente el pasillo que le separa del cuarto de aseo. Antes de salir puso un disco. La música llenaba el espacio de una dolorosa melancolía, y se abrazaron durante unos minutos. ¡Cómo le habría gustado retenerla contra su pecho, decirle que se quedara con él, que el porvenir del amor dependía de la quietud y el silencio de los amantes, y que estando juntos ninguno de aquellos viajes era ya imprescindible!. Las calles brillaban con la lluvia, que acababa de caer, y en su paseo hasta la estación fueron pasando bajo las farolas como por una explanada llena de delicadas hogueras. “La ciudad a la que vas, le dijo, no puede ser más hermosa que esta”. Pero ella se limitó a sonreírle desatenta, mirando nerviosa su reloj de pulsera, como temiendo que la hora de salida del tren pudiera precipitarse bruscamente e ir a perder por un descuido la ocasión del viaje.

 

“Yo sólo soy del aire, le decía ella a menudo. Cualquiera puede llevarme consigo”. Y él la miraba con ojos agrandados por el espanto, temiendo que uno de esos viajes fuera a ser el definitivo y que ya no volviera nunca, o que lo hiciera dueña de una vida secreta, aficionada a otras palabras, u otras costumbres (tal vez llenas de ferocidad, o de dulzuras incomprensibles que él no supiera satisfacer), como decían que los antiguos comerciantes lo hacían a las remotas especias, las sedas o los animales de las ciudades que dejaban atrás.

 

Vivía con ese temor, el de perderla para siempre. No sólo cuando viajaba, sino allí mismo en la ciudad detenida, donde ella seguía conservando esas actitudes veloces, ese ímpetu que le acometía antes de viajar. Sus encuentros se daban por eso con ese sobresalto, con esos quiebros inesperados, como si siempre estuviera corriendo hacia el próximo tren, como si la esperara el sueño de una nueva aventura, y no pudiera postergar por más tiempo el momento de su inicio. Aparecía como las bandadas de pájaros, como los bancos de peces, y al momento ya se había ido de su lado dejando diseminadas a su alrededor las provincias dispersas de su alma, como el mapa ya gastado de uno de sus viajes. Era -pensaba él- como esos niños que se ven llegar a toda carrera, que se detienen ante el escaparate encendido y que al instante, burlando el cerco de la memoria, la invisibilidad vibrante de los pensamientos, el tam-tam monótono del corazón en celo, vuelven a alejarse veloces y resplandecientes, dejando apenas en la deslumbrada retina la forma dolorosa de su fuga.

 

La parsimoniosa

Pero no, sus movimientos no tenían siempre esa velocidad súbita, esa urgencia inmisericorde del deseoso. No siempre estaba corriendo hacia esos horizontes que como el Polo Sur, las islas de la Polinesia, la Amazonía, o el Desierto Interminable, habían constituido el objetivo preferente de los viajeros de todos los tiempos. Aun en esos instantes, los de preparación del viaje, y en medio de la loca excitación, había otra en ella. Una otra lenta, parsimoniosa, que podía hacerse presente en un simple gesto, en una palabra dicha al voleo por lo precipitada. Que creaba al surgir un ámbito de silencio, de contenida expectación, dejando en suspenso todos aquellos preparativos, y que parecía contener las promesas de una aventura aún más decisiva que la otra. Un simple gesto, el ir a tomar un libro, un objeto cualquiera, y en el que la mano se demoraba por unos instantes eternos, como olvidada de por qué se había extendido; una simple expresión dicha al azar, bastaban para dejar en suspenso, desnaturalizada, aquella actividad febril de la viajera. Cuando se detenía ante algo que sin embargo no pensaba llevar consigo, cuando se volvía hacia él como arrebatada por una premonición dolorosa, cuando al pasar a su lado tendía la mano para tocarle sólo un instante, como si las yemas de sus dedos segregaran el más poderoso de los venenos y tuviera miedo que de prolongar ese contacto él pudiera morir. Todos sus gestos estaban dictados entonces por la atención más extrema, contenían la cálida y rotunda afirmación de aquello a lo que se dirigían. En la una, la viajera, la actividad parecía preexistir a su objeto, como la sed preexistía al deseo del agua que habría de beberse, o la voluptuosidad al cuerpo ignorante que habría de satisfacerla; en la otra no deberse al deseo mismo, aunque más tarde habrían de surgir de ella todos los deseos que existían, sino el decidido propósito de ocuparse de aquel o aquello que la reclamaba.

 

“La sembradora”, pensaba él. Y era en verdad como si al tiempo que se movía en pos de ese algo o alguien fuera dejando caer pequeñas porciones de sí misma, en una siembre no deliberada pero luminosa y tenaz. Como si lo hiciera sin darse cuenta, en un estado pueril de conciencia que recordaba el de las muchachas hipnotizadas. Pendiente siempre de esa otra voluntad que la ordenaba lo que tenía que hacer, una voluntad que no estaba fuera de los seres o de las cosas sino que surgía de ellos como un fenómeno extremo de la atención que se les debía, que suscitaba el deseo de entregarse y descansar del peso de vivir sobre sí. Una voluntad previa al deseo mismo, que sin embargo nacía lento e irremediable de cada uno de sus actos, como la planta lo hace de la simiente, o el paisaje del sueño del existir diurno.

 

¡Con qué cuidado se movía entonces para que esos estados se prolongaran, duraran infinitamente, para que no se despertara jamás! ¡Cómo sentía sin embargo en el corazón mismo de ese delirio que eso no era posible, que tampoco entonces la pertenecía, y que esas tareas a las que se entregaba no tenían que ver con su amor!. Que también en esos instantes iba sólo a lo suyo, de tránsito, y que, como a las reinas las atenciones de sus sirvientes, podía llegar a fastidiarla una solicitud excesiva que tratara de distraerla de sus verdaderos pensamientos. Que a la postre, y a la pregunta de dónde la gustaría vivir, también ella habría podido responder lo que la viajera, pues que ambas sólo buscaban escuchar y extrañarse. No pensar en el mañana, descubrir el acceso a esas ínsulas extrañas donde nadie había ido desde la creación del mundo, de donde no se podía volver.

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

Poética

30 de enero de 2015 14:33:32 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La poesía, 

sus elucubraciones, 

los asedios 

que gravitan en vano 

-teóricos, abstrusos- 

sobre ella. 

La poesía 

que hoy sólo se me antoja 

tan sencilla 

como el gesto de alguien 

que da un vaso de agua 

a otro con sed.

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

Un país llamado juventud

30 de enero de 2015 14:28:16 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo veo todos los días (o casi todos) y es natural porque 
David es mi hijo. Pero sólo hoy, tranquilo, mirando como 
sin mirar, lo veo ahí, de pie, al borde de la piscina, alto, 
esbelto, delgado y duro, con un hermoso cuerpo que el sol 
poniente dora con visos de perfección inmadura. Tiene 19 
años, y siento que hoy, por vez primera, veo que mi hijo 
es un espléndido muchacho, atractivo, sensual, calmo, 
y con ciertos temores me pregunto: ¿Será la vida buena 
con él? ¿Le otorgará lo que este momento maravilloso pide 
en silencio, bondad, libertad, belleza, trabajo, luz de futuro? 
Y lo observo otra vez, junto a la piscina, como a un dios perdido. 
Yo también tuve su edad y su físico, hace mucho tiempo. 
Me fui de casa. Me llevaba mal con mi hermano mayor 
y todos pasaban estrecheces. Tuve que hacerme a mí mismo 
y perdí muchas horas hermosas, mucho tiempo, mucha serenidad. 
Una noche (andaba muy mal) me dijeron que si me iba con 
un hombre de aspecto serio, un caballero, me ayudaría… 
Lo hice. Me fui con él. Me ayudó en mis estudios. Apadrinó 
a David. Murió. Nunca lo he dicho. Era (dije) un amigo de mi padre. 
No sé si me creyeron, supongo que sí. Quiero seguirlo ocultando 
y a la par no siento ninguna vergüenza. Fue bello. Me halagaba. 
Me quiso. Y al ver a David, al mirar esas líneas largas junto 
a la piscina, temo, tiemblo, no deseo hablar…Todo es limpio 
si tu corazón es limpio. No debo temer nada, tiene amigos, amigas, 
oyen música, viajan, leen libros que juzgo extraños, tocan la guitarra. 
¿Qué temer? ¿Mi sombra? Callaré. La vida les dará lo que necesiten 
y estarán a la altura. Desnudos también. No temo, no, no hay motivo…

Escrito en Lecturas Turia por Luis Antonio de Villena

Homenaje a Bolaño en Chile

23 de enero de 2015 11:54:46 CET

 




Una versión abreviada de este escrito fue uno de los tres textos que leí (el 15 de julio de este año) en el Homenaje a Bolaño, con motivo del 10ª aniversario de su muerte, el día de la inauguración de los actos organizados por “La Ciudad y Las Palabras” en el seno de la Pontificia Universidad Católica de Chile.



                                                                 

 

 

Tenemos en nuestros archivos centenares, miles de textos sobre Bolaño. Para dicha intervención me pareció útil acogerme al libro Bolaño salvaje, publicado en 2008 por la editorial Candaya y compilado por Edmundo Paz Soldán y Gustavo Faverón Patriau, y releer los textos de cinco grandes amigos durante años de Roberto Bolaño, que lo admiraban y fueron admirados explícitamente por él. Se trata, por orden de aparición en dicho libro, de Enrique Vila-Matas, Juan Villoro, Rodrigo Fresán, Alan Pauls e Ignacio Echevarría. Este texto polifónico podría quizá, para este ciclo, titularse Palabras amigas para un croquis de la ciudad de Bolaño

Enrique Vila-Matas escribe: “Sonrío de una manera infinitamente seria cuando recuerdo que en los últimos tiempos muchos de los textos que me disponía a enviar por correo para que fueran publicados pasaban, tal vez en un exceso de celo por mi parte, por una revisión de última hora, provocada por mis repentinas sospechas de que tal vez Bolaño los viera y leyera. Gracias a esto, gracias a que tenía la impresión de que Roberto lo leía todo, pasé a vivir en un estado de constante exigencia literaria, pues él había colocado el listón muy alto y no deseaba decepcionarle, por ejemplo, con algún texto descuidado, con uno de esos escritos en los que, por mil motivos distintos, uno no arde lo suficiente o, lo que es lo mismo, no pone toda la carne en el asador” (…) Y evoca la vinculación literaria de Bolaño con el gran escritor francés Georges Perec:  “La intensidad febril del itinerario literario de sus últimos años, me trae el recuerdo de una mesa nueva roída por la carcoma a la que Perec, con su misterioso talento para sacarle partido a todo, supo convertir en un objeto fascinante” (…) “No me resulta difícil asociar ese intenso y pertinaz itinerario del Bolaño final con la intensidad de escritura del Perec de sus últimos años, ese Perec al que Bolaño admiraba y conocía muy bien. Una red impalpable de precarias galerías une el segundo bloque de Los detectives salvajes con las mil y una historias de La vida instrucciones de uso del ciudadano Perec”. 

Juan Villoro, en su prólogo al indispensable libro Bolaño por sí mismo, compilado por Andrés Braithwaite, escribe: “Inflexible en el terreno de los afectos –un militante emocional, con fobias y lealtades de hierro–, Roberto hacía que la conversación literaria se moviera en el terreno de las conjeturas. Compartía con Nabokov la idea de la escritura como simulacro que acepta las condiciones de lo real sólo en la medida que puede reinventarlas” (…) “Rara vez rehuyó hablar de temas personales, pero no le interesaba la literatura personal, sino la autofabulación” (…) “Resulta difícil compartir todos sus juicios porque él mismo desconfía de ellos: A la literatura se llega por azar… [afirma Bolaño] ¿Dije que a la literatura se llega por azar? No, no, no, a la literatura nunca se llega por azar. Nunca, nunca”. Así se refutaba a sí mismo, enfáticamente, el propio Bolaño. Villoro cita a Bolaño en una entrevista: “La literatura se parece mucho a las peleas de los samuráis, pero un samurái no se pelea contra un samurái, pelea contra un monstruo. Generalmente sabe, además, que vas a ser derrotado, y salir a pelear: eso es la literatura”. Y añade Villoro: “Le gustaban saltar las fórmulas del ‘mílite guerrero’ al que el Quijote se refiere en su discurso sobre las artes y las letras”. Y cuenta que en una conversación en un restaurante japonés de Barcelona Bolaño le dijo: “Soy un marine. Donde me pongas, resisto”… Y Villoro subraya: “Ignacio Echevarría ha sostenido con acierto que la figura dominante en Bolaño es la del poeta: el investigador heterodoxo de lo real, el detective salvaje”. Hasta ahora han aparecido dos autores fundamentales de Anagrama, Nabokov y Perec, no en vano Bolaño eligió Anagrama como su editorial por estos y otros autores de su catálogo. Y ahora aparece un tercero, Alain Robbe-Grillet, en la siguiente cita: “Robbe-Grillet ha comentado que se considera un autor policíaco, no en la cuerda de Raymond Chandler, sino en la de Sófocles: escribe de quienes no saben que son culpables. Bolaño rara vez escribe sobre una intriga y no pospone las soluciones al modo de un novelista de deducción policíaca; sin embargo, como Piglia en Respiración artificial o Robbe-Grillet en Reanudación, ordena la trama en torno a personajes que investigan, detectives de una alteridad que se les resiste. Sus continuos encomios a la valentía se inscriben en esta estética. Encontrar es un atrevimiento. Sin embargo, su imaginación no privilegia lo extravagante, sino la novedad de las zonas comunes. Como Perec busca fulgores infraordinarios”. 

Rodrigo Fresán: A partir de citas de Bolaño, recogidas en el libro de Braithwaite, compone una suerte de síntesis: El escritor como samurái, la literatura como destino oscuro, como viaje sin retorno y la brutalidad irremediable de la muerte. Y Fresán afirma que “remiten al bushido o ‘camino del guerrero’ (el arte de vivir y combatir como si uno ya estuviese muerto de los grandes espadachines japoneses, la habilidad de mirar hacia atrás, al presente, como si se lo hiciera ya desde el otro lado) y a una actitud paradójicamente hiper-vital.” Y más adelante Fresán aventura una sospecha: “Bolaño es uno de los escritores más románticos en el mejor sentido de la palabra. Y un acercamiento a él y a lo que escribió contagia casi instantáneamente una cierta idea romántica de la literatura y de su práctica como utopía realizable. Unas ganas feroces de que todo sea escritura y de que la tinta sea igual de importante que la sangre” (…) “Una cosa está clara, no hay dudas al respecto: Bolaño escribía desde la última frontera y al borde del abismo. Sólo así se entiende una prosa tan activa y cinética y, al mismo tiempo, tan observadora y reflexiva”. Y se adentra en La Universidad Desconocida, la summa testamentaria de la poesía de Roberto Bolaño, “una obra cuidadosamente pensada y estructurada por Bolaño a lo largo de muchos años y que, tal vez por sentirla como algo final y sin vuelta, nunca quiso publicar en vida”. Un libro, al que Fresán rebautiza como Manual para Ser Bolaño y afirma: “Bolaño trabaja aquí con los lugares comunes y los clichés de la bohemia pero –en esto reside el valor y el genio del libro– convirtiéndolos en algo indivisible y suyo. Quienes se limiten a disfrutarlo sin intencionales epigonales encontrarán aquí algo mejor que el mapa del tesoro: el tesoro mismo” (…) “Los poemas de La Universidad Desconocida –épicos y domésticos– aparecen surcados por nombres de ríos y calles, de libros y de películas, de escritores y de seres queridos que resultarán familiares para los habitués cartógrafos de la cosmogonía del autor. Pero por encima de todos ellos resuena, una y otra vez, el país privado y la calle propia y la película protagonizada por el nombre Roberto Bolaño”. 

Alan Pauls nos cuenta su deslumbramiento con Los detectives salvajes: “Después de ese verano, que ya consta en mis anales como el verano en el que se me dio por leer Los detectives salvajes, verano que, dicho sea de paso, no leí otra cosa que Los detectives salvajes, y no porque no hubiera incluido otros libros en mi equipaje –porque de hecho los incluí– ni porque la extensión de la novela de Bolaño acaparara la totalidad de mis energías lectoras” (…) “Si no leí otro libro que Los detectives salvajes fue simplemente porque no quedó lugar  –lugar en la literatura, quiero decir– para ningún otro” (…) “Sabemos que no hay libro donde haya tantos poetas activos, mencionados, aludidos, citados, evocados, como Los detectives salvajes”. Pero, sin embargo, afirma Pauls, “ninguno de los poetas que se multiplican en las páginas de Los detectives salvajes escribe nada –nada, en todo caso, que nos sea dado leer. Un libro inflamado, henchido, rebosante de poetas– y no hay Obra” (…) “Si Los detectives salvajes es un gran tratado de etnografía poética es precisamente porque sacrifica eso, porque hace brillar la obra por su ausencia: porque en el lugar central, en la médula del libro, allí donde deberíamos ver desplegarse las artes, el saber, la intuición, el don de lengua de los poetas” (…) “Lo único que hay son ráfagas de aire, torbellinos hiperquinéticos, una especie de movimiento grupuscular continuo, una compulsión a respirar, a tragar aire, un gregarismo hiperventilado, un atletismo de pulmones rotos y músculos gastados, fugas hacia delante  –todo esto que la gran tradición del melodrama de artista, del Van Gogh de Minnelli en adelante, designa con una expresión perfectamente kitsch y perfectamente irrebatible: sed de vivir, mientras que “lo que se infiltra en la ficción es algo que sólo creíamos conocer (y despreciábamos) bajo la forma del peor de los estereotipos: La Vida misma, la Vida poética. Es el Vitalismo enorme, kerouacquiano, casi emersoniano, podríamos decir, que anima a una novela como Los detectives salvajes: vitalismo contra natura, vitalismo de vanguardia, sí, en la medida que consuma como nunca el principio vanguardista último: la abolición del límite contra las esferas, las prácticas, las órbitas humanas; la extinción de las autonomías y las especificidades; la disolución del arte en la vida. En ese sentido, a lo largo de toda su carrera, no habría escrito sino una sola cosa, un libro único, a la vez entusiasta y doliente, eufórico y fúnebre: una Gran Introducción a la Vida Artística” (…) “La Vida Artística, según Bolaño, aun cuando nunca deje de reconocerle antecedentes en las vanguardias de principios de siglo, siempre aparece fechada en los años 70, una época donde todo ‘de alguna manera es una broma y de alguna manera es algo completamente en serio’ y todos son ‘escritores o periodistas o pintores o revolucionarios’” (…) “Los años 70, es decir: los años en los que la idea de vanguardia articuló por última vez en un modo de existencia, en una inmanencia vital, la pulsión política y la estética; los años –para decirlo con Bolaño– en que fue joven ‘la última generación latinoamericana que tuvo mitos’”. 

Ignacio Echevarría subraya la importancia de la fractalidad en la obra entera de Bolaño, raíz de Estrella distante que amplía un episodio de La literatura nazi en América. Y afirma que “ligado a este principio de fractalidad, la forma en que la obra entera de Bolaño parece articular una especie de transgénero en el que se integran indistintamente poemas narrativos, relatos cortos, relatos largos, novelas cortas y novelones. En este sentido, la particular estructura de la que es hasta el momento su novela mayor, Los detectives salvajes, constituye el arquetipo de lo que, en una escala superior, viene a ocurrir con la obra de Bolaño en su conjunto: resulta tan plausible segregar sus distintas piezas, dotándolas de una relativa autonomía, como agregarles otras nuevas, independientemente constituidas. La parte funciona como el todo, alcanzándose en cada ocasión una configuración nueva, en absoluto redundante pero sí desde luego insistentemente sondeadora de un mismo territorio moral, que determina unas constantes temáticas y estilísticas.” Y más adelante, “la condición transgenérica que caracteriza la obra entera de Roberto Bolaño, pues, acercaría una primera justificación al ascendente que en tan poco tiempo ha logrado este autor sobre los jóvenes escritores latinoamericanos” (…) “Otra justificación, más convincente todavía, podría aportarla lo que alguna vez se ha optado por calificar, en relación tanto a la figura como a la obra de Roberto Bolaño, como su extraterritorialidad”. Este concepto de extraterritorialidad, según George Steiner, que fue quién la formuló, encarnado por escritores nómadas y multilingües, es “el principal impulso de la literatura actual” y “tiene que ver con el problema más general de la pérdida del centro.”

“Y en esta época de la globalización”, afirma Echevarría, “la noción de extraterritorialidad subvierte la ya anticuada y más complaciente de cosmopolitismo para sugerir aquellos aspectos de la literatura moderna en que ésta se perfila”, en palabras del propio Steiner, como “una estrategia de exilio permanente.” Y añade: “Es en este sentido en el que esta categoría de extraterritorialidad conviene muy bien a la literatura de Bolaño, que refunda a través de ella una nueva forma de comprenderse a sí mismo y de comprender en general al escritor latinoamericano. En Roberto Bolaño, cabría decir, la nueva narrativa latinoamericana reconoce –y consagra– no sólo un nuevo modelo de escritura: también a un nuevo modelo de escritor”. “Si la obra y la figura misma de Roberto Bolaño ha alcanzado, entre los jóvenes y no tan jóvenes escritores latinoamericanos, pero también entre los españoles, tan rápida y tan importante notoriedad, se debe sin duda a la forma en que resuelve lo que entretanto se ha convertido en una paradójica condición: la de ser y no querer ser escritor latinoamericano. La de escribir y no querer escribir sobre un país –Chile, en este caso– y sobre una región –Latinoamérica- de los que entretanto se ha convertido en su bardo más caracterizado”.

“Pues eso mismo ha devenido Roberto Bolaño en muy poco tiempo: el bardo de Latinoamérica. El cantor de las sucesivas generaciones de jóvenes poetas latinoamericanos que sucumbieron en el abismo de un continente perdido en el que el exilio es la figura épica de la desolación y de la vastedad”.

“En poemas, en relatos, en novelas, Roberto Bolaño viene escribiendo el gran poema épico –destartalado, terrible, cómico y tristísimo– de Latinoamérica; viene escribiendo la epopeya del fracaso y de la derrota de un continente fantasma que alumbró primero el sueño de un mundo nuevo, que animó luego el sueño de la revolución, y que hoy sobrevive únicamente en las formas residuales de la emigración y de la bancarrota”.

“De uno a otro de todos los libros de Bolaño, incluidos los de poesía, hay un motivo recurrente: la visión alucinada de una interminable procesión de jóvenes latinoamericanos precipitándose en el abismo”.

Y recuerda las palabras de Bolaño en su poema “Los pasos de Parra”, “esas ‘generaciones sacrificadas bajo la rueda y no historiadas’, esa procesión de ‘jóvenes latinoamericanos sacrificados’ y constituye la materia de la que está hecha la literatura de Roberto Bolaño.” Y remata su texto con tres palabras clave para la lectura de la obra de Bolaño: tristeza, valentía y una tercera sin la cual las otras dos no alcanzarían toda su potencia: broma. “Este carácter de broma constituye el expediente mediante el cual la literatura de Bolaño –importa subrayarlo– se vacuna e inmuniza contra la infección de la literatura misma, comprendida siempre por él como una enfermedad de la vida”. Y para terminar recordar que entre las acotaciones de Bolaño relativas a 2666, éste escribe “El narrador de 2666 es Arturo Belano”. Y en otro lugar añade, con la indicación “Para el final de 2666”. “Y esto es todo, amigos. Todo lo he hecho, todo lo he vivido. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar. Se despide de ustedes, Arturo Belano”.                                                                                                                                                                                                                        

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Herralde

Mira a lo lejos: rojizas hogueras

23 de enero de 2015 11:49:11 CET

Mira a lo lejos: rojizas hogueras

que no aciertan a prender en la arena.

Seguir de pie, muchas veces,

es no saber morir.

Qué daría yo por tener el horizonte,

una azotea desde la que ondear

como señuelos, el fino

pentagrama de los huesos.

Ojos de niño con los que mirar

la última verja del Paraíso:

todo hermoso, todo perdido.

El silencio nos ha hecho sordos.

Pero no fueron las olas ni el mar

ni los huesos rotos bajo la piel.

Fue la pérdida, el abandono,

el amor que nos reventó por dentro,

que nos devastó a besos la vida,

a la espera de que alguien nos descubriera

y nos identificara como propio.

No es el naúfrago quien está perdido

sino el barco que acierta a recogerlo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Zanón

Aliento

16 de enero de 2015 14:18:37 CET














Una muñeca entre las manos del mendigo.

Su cabeza brilla cada vez que el paño pasa sobre el plástico.

La observa una y otra vez con la ternura que los hijos de los ricos no reciben.

Rastrojo, ceniza, nube.

Pequeña muñeca de goma.

Pequeño regalo.

Aliento.

En el cubo de la basura has alumbrado la noche.

En las manos del hambre has creado la madrugada.

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio Espinosa Guerra

Widmung

12 de enero de 2015 08:45:55 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En silencio la casa.

Una lámpara en pie con su universo

pequeño y armonioso,

y en el balcón la luna con su peplo.

 

Peplo, una palabra culta

para vosotros, hijos.

¿No oís en el cristal de la ventana

la mariposa acometiendo ciega?

No le bastan la noche de verano

ni todas las estrellas.

Quiere también entrar,

coronar vuestras frentes y libar

en esas blancas manos 

que el cansancio amoldó sobre el embozo,

mazapanes de un horno. 

 

El ruiseñor se ha ido y la lechuza

de la vieja almazara ulula y piensa

con sílabas lejanas

para no despertar vuestro reposo.

 

Dormís, dormís, y vuestro padre al lado

va escribiendo estos versos,

e igual que la falena misteriosa,

golpea en el papel como en un vidrio

y en la poesía trata así de entrar,

como en la luz la noche.                                       

 

(1989) 

 

_________

(*) Este poema, inédito, es de los tiempos en los que empecé a colaborar en Turia. No sé por qué no lo publiqué nunca. El que lo haya conservado siempre a mano indica una relación especial con él. Su título, "Dedicatoria", hace referencia al lied de Schumann del mismo título, canción unida para mí a mi niñez y a la de mis hijos, a quienes el poema está dedicado.

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Trapiello

Hoy, mujer, he visto los pájaros de salitre

12 de enero de 2015 08:34:56 CET

Hoy, mujer, he visto los pájaros de salitre:

una andanada de gotas en los cristales,

la tarde tras la lluvia

rebotando sobre las hojas,

el patio de rojos ladrillos,

la calle rebosando espuma,

una página de nieve en las aceras,

el esmalte gris del otoño.

 

Hoy he vuelto, mujer,

a caminar sobre las nubes,

de nuevo a recordar en tantas cosas

el cálido eco de tus pasos, tus besos,

la casa, las alfombras, el paisaje,

un rito de fuego, las espigas,

las lentas, las lentísimas horas

deslizadas al hilo de los días…

 

Hoy pasaron los años y es mañana

cuando la sangre del tiempo se coagula,

un golpe cierra la ventana,

tiembla la cuerda del recuerdo

y sobre las huellas de tu huella

yo vuelvo a revivirte por revivirme.

 

Hoy en fin, mujer, por fin la noche

se cuaja en los caballos de las sombras

y puedo gritar que tú y yo

iniciamos el tiempo del olvido

y sólo nos queda

rellenar de nuevo las hojas del otoño.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael de Cózar

Nuno Júdice, teoría de la pérdida

5 de enero de 2015 09:51:25 CET

Llega un momento, en medio de la carretera de la vida, en que dejamos de conducir mirando al frente y lo hacemos con los dos ojos clavados en el retrovisor, viene a decirnos la poesía elegíaca del poeta portugués Nuno Júdice (nacido en Mexilhoeira Grande en 1949), último premio Reina Sofía de poesía iberoamericana y uno de los nombres indiscutibles de las últimas décadas de poesía lusa. La mirada de Nuno Júdice recoge los indicios que el pasado deja en nuestro presente (en calles, en libros, en un gesto al tomar la taza de café, en una forma de atusarse el cabello) y construye con ellos una elegía que no renuncia a su carga de dolor por lo dejado atrás pero que en el fondo viene a decirnos, como lo hacen a veces algunas canciones, que no hemos perdido lo que hemos perdido, que si los años cansan es porque a la vez que recorremos las calles del presente seguimos caminando por cada una de las calles que una vez caminamos, amando a un tiempo todos los cuerpos que antaño amamos, arrepintiéndonos de cada mal paso, extenuándonos ante la presencia voraz de la dicha.

Si una de las coordenadas de la poesía de Nuno Júdice es la pérdida, la otra es el misterio. Y en su capacidad para evocarlo y sugerirlo está probablemente la clave de la trascendencia de su poesía. Hay siempre algo, en los mejores poemas de Júdice, que nos sugiere que en medio de la cotidianidad, al acecho entre los gestos de siempre, está a punto de irrumpir algo pequeño y secreto que cambiará nuestras vidas para siempre. La poesía de Júdice está al acecho del momento de la duración; un momento que, cuando queremos darnos cuenta, ha pasado irremediablemente. Por suerte, teníamos lista la trampa del poema y algo de él ha quedado atrapado en ella, aunque sea algo que sólo podemos ya contemplar, pero no vivir del todo; que nos escucha, pero no nos responde. Y esa respuesta no dicha es lo que busca el poema.

Júdice, que además de poeta es novelista y un lúcido ensayista, destaca entre los poetas de su generación por ser uno de los que antes asimila un elemento surrealista muy presente en la poesía portuguesa, y lo hace en unos poemas de corte esencialmente narrativo. La mayor abstracción de sus primeros libros se va atenuando hasta alcanzar el molde más habitual de su obra: algo vivido, leído o visto reclama un instante pasado, y la evocación sugiera una teoría de la pérdida. Júdice busca una poesía casi se diría que de clima, en la que juega a recrear una atmósfera de la que se concluye no una moraleja, sino algo parecido a la condensación de esa atmósfera en forma de estado de ánimo. Siempre hay algo en sus atmósferas que acaba por atraparnos, por retener, latiendo, algo del tiempo que pasa inexplicable. El núcleo esencial de su poesía lo componen los libros As regras da perspectiva (Las reglas de la perspectiva, 1990), Um canto na espessura do tempo (Un canto en la espesura del tiempo, 1992), Meditação sobre ruínas (Meditación sobre ruinas, 1995) y O movimento do mundo (El movimiento del mundo, 1996). En esos libros Júdice elabora su poética y la despliega en variaciones siempre hondas y con una novedosa mirada poética. A partir de ese libro, otros títulos como Teoria geral do sentimento (Teoría general del sentimiento, 1999), Geometria variável (Geometría variable, 2005) o Guia de conceitos básicos (Guía de conceptos básicos, 2010) ensanchan una obra que crece a un ritmo constante de prácticamente un libro por año pero cuyas líneas esenciales están ya trazadas desde esos libros fundamentales de los años noventa. Cada nueva entrega aporta, y no es poco, un puñado de poemas memorables. Júdice es un poeta bastante traducido al castellano: Visor e Hiperión han publicado antologías suyas y Pre-textos anuncia una nueva. Los poemas que traduzco a continuación son inéditos en castellano (hasta donde llegan mis noticias) y proceden del último libro publicado por Nuno Júdice en Portugal, Fórmulas de uma luz inexplicável (Fórmulas de una luz inexplicable, Dom Quixote, 2012). A propósito de este nuevo libro explicaba Júdice en una entrevista con Carlos Vaz Marques publicada en la revista Ler explica su búsqueda de un ambiente cotidiano en su poesía como una reacción, en cierto modo, a lo que era más habitual entre los poetas de su generación, partiendo de la abstracción: “Por parte de mi generación”, explica, “hubo un rechazo de ese camino. Es un poesía que podríamos decir más abstracta. Lo que no quiere decir que no haya habido siempre cuestiones que nacen de situaciones muy concretas. Aunque buscase transformarlas en otras cosas menos visibles o menos referenciales. Lo que ha ocurrido en mis últimos libros es una liberación de esa preocupación, y el comenzar a hablar de cosas que son de hoy. Es importante que haya una visión literaria de las cosas que ocurren. A través de eso es posible comprendarlas de otra manera y verlas críticamente”. Así explica su evolución. Y a la pregunta de si ha cambiado su noción del poema responde: “Creo que no. Hay dos versos de ese libro (La noción del poema) que continúan siendo parte de mi poética. Primero, “una poesía que las máquinas podrían hacer”, en el sentido en que a partir del momento en que el poema comienza a ser construido funciona como algo que nace de dentro de su propio lenguaje. Dejo de dominar ese poema. Es una cosa que se pone en funcionamiento y que va construyendo aquello que estoy escribiendo. Puedo interferir pero es una construcción que tiene que ver con la idea de caja negra”. Así versifica, en un poema titulado precisamente “El poeta”, su trabajo: “Trabaja ahora en la importación / y exportación. Importa / metáforas, exporta alegorías. / Podría ser un trabajador / por cuenta propia, / uno de esos que cumplimenta / cuadernos de hojas azules con / números / de deber y haber. De hecho, lo que / debe son palabras; y lo que tiene / es ese vacío de frases que le / ocurre cuando se apoya / en la ventana, en invierno, y la lluvia cae / del otro lado. Entonces, piensa / que podría importar el sol / y exportar las nubes. / Podría ser / un trabajador temporal. Pero, / en cierto modo, su / práctica se confunde con la de un / escultor del movimiento. Hiere, / con la piedra del instante, lo que / pasa de camino / a la eternidad; / suspende el gesto que sueña el cielo; / y fija, en la dureza de la noche, / el movimiento de las alas, el azul, la sabia / interrupción de la muerte”.

Probablemente el libro de 2013 de Nuno Júdice esté ya camino de la imprenta. Es tal la fuerza de su tono, su dominio del lenguaje poético, que es imposible no seguir leyéndolo, buscando nuevos matices, encontrando, en cada nuevo libro, media docena de poemas que añadir a los mejores de su autor.

 

Nuno Júdice


Proyecto 

 

Busco la tierra blanca de otro

continente, los montes áridos de un litoral

tempestuoso, el hondo secreto de unos ojos

abiertos al coral de la eternidad. Me perdí

en esa búsqueda; destruí los cuadernos donde

había apuntado el camino. Como un ciego,

extendí los brazos al ocaso de un infinito

dibujado por los locos. Me golpeé contra

sus límites, y anduve dándole vueltas sin encontrar

un punto de fuga.

 

Pero vi salir todos los barcos del puerto

que había imaginado. Lo había imaginado con largos

muelles vacíos, y lo había recorrido despacio, tropezando

en maderos podridos y en los cordajes inútiles

de un velamen corroído. De vez en cuando me sentaba

en los cajones deshechos por los vagabundos

en busca de un resto de comida. Los perros

venían junto a mí y me lamían las manos

como si yo fuera su dueño.

 

No sé qué llevaban esos barcos, ni

qué sueño de felicidad se deshizo en los ojos

vacíos de los ahogados.


Edipo

 

Lo que el hombre busca no se encuentra

en las líneas en que la eternidad se cruza con el

instante. Él piensa que el azar dibujó ese

límite; y se equivoca cuando desvía la línea hasta

acercarla a su deseo, desafiando a los dioses. Pero

lo que el futuro le propone no es lo que

él ve; sólo las sibilas lo adivinaron, y la llave

de su lenguaje se perdió en un fondo

de nube, entre aves enloquecidas y

vientos contrarios. El hombre insiste, sin embargo;

y sus manos cavan la tierra, abriéndose camino

hasta las raíces secas de un siglo antiguo, donde

él busca la solución del enigma que,

si le preguntasen, no sabría enunciar: «¿Quién

soy? O mejor, ¿quién imagino que soy, ahora

que ninguna respuesta me es dada?». Y vuelve

a tapar el agujero que abrió, escondiendo las

piedras donde habría leído su destino, si

aún tuviese la luz del día para reconocer

las señales. Sin embargo, de noche, los pasos

le conducen al lugar del que partió,

como si fuese el único camino que

le queda. Y al llegar a ese principio,

descubre que es su fin, para no tener que

volver a partir, ni a hacer la pregunta

para la que no encontrará, nunca, la respuesta.


El sentido del azul

 

Buscamos el sentido. Pensamos en ello. A

veces aparece un significado, pero todo resulta vago,

como si las palabras no dijesen ya lo que

dicen. Por ejemplo: quiero saber qué significa

ese azul de la pared. La casa está en pie,

resistió al tiempo; pero el azul está deslustrado

por el sol del verano, por la lluvia del invierno,

por la humedad salada de las mareas. Y cuanto

significa este azul no es el azul del color de

una pared, tan sólo. Habrá quien vea en él

el paso de los años, la fragilidad de la vida;

pero habrá quien señale los pedazos en que el color

desapareció, dejando a la vista el revoco,

y se refiera a un mundo en ruinas, a cuanto

no es posible recuperar. Pero el pintor

llega, apoya la escalera contra la pared, disuelve

la pintura en el balde y aprovecha la semana sin

lluvia para igualarlo todo. Quizás el nuevo

azul no sea igual que el anterior; y cuando

miro el azul del cielo y lo comparo con el de la pared

es como si el uno fuera la sombra del otro. En

cierto modo, el azul de este cielo me parece

más artificial que el azul de la pared. Digo

entonces que el hombre perfecciona la imagen

que la naturaleza nos da, como si no

fuera posible creer en el cielo. El

pintor se ha marchado. Después, miro

a lo alto: hay nubes aquí y allá, y algunos

pájaros lo puntúan como insólitas

manchas en el infinito. Hace falta un pintor

que le tape los agujeros y lo iguale todo

de nuevo. ¿Pero dónde está la escalera

que llegue allá? ¿Y cuántos baldes de tinta serían

necesarios? Y me quedo esperando la noche para

no ver el azul con las imperfecciones del cielo.


Elegía 

 

Los romanos, que enterraban a sus muertos a lo largo de la calzada,

facilitaban las cosas: quien moría, tenía a su frente el

camino ya hecho. De noche, cuando alcanzo las encrucijadas

y pienso en los huesos bajo tierra, les pregunto:

«¿Cuál es la dirección? ¿El norte, cuya estrella empalidece,

o el sur, hacia donde van quienes no saben qué otro camino

seguir?». Me responde el viento, que agita los quinqués

de la rotonda; y las sombras se agitan en el suelo, como si

quisieran responderme. ¿Pero a cuál he de prestar atención?

¿A esa que danza, como la loca sibila, obligándome

a descifrar los gestos de una respuesta? ¿O a la sombra

única, en la cal del muro, en que reconozco los rasgos de

una antigua amada, cuyo canto se desprende del breve silencio

de los arbustos? Aquí, sin embargo, los romanos no tuvieron

ese problema. Los muertos fueron entregados a los muertos; y

la calzada continuó, de oeste a este, hasta los confines

del imperio. Quien se quedó en medio, entregado al olvido

de los dioses, no tuvo derecho a lágrimas, ni a lápidas

funerarias. Sólo tú, que surgiste de mi memoria para

esa danza nocturna, me pides: «Acuérdate de mí;

no pierdas mi imagen; y siente, en tus manos,

el cuerpo que perdiste, para hacer el camino de vuelta».


Recordando

 

Al ver tu rostro en una fotografía antigua, no imagino lo

que los años le habrán hecho. Los cabellos negros podrán ser

blancos; el rostro vestido de ojeras del tiempo, o

de arrugas; en los labios, lo que era una sonrisa contaminada

de ironía se habrá transformado en el trazo amargo de un

descreimiento sin remedio; y sólo los ojos podrán aún mantener

la luz de hondo verde en que tantas veces me perdí. Sí,

es lo que el tiempo nos hace, podrías decirme si por casualidad te

encontrase, en algún lugar. Pero los caminos de la vida, que nos

llevan a tantos desencuentros, no pueden evitar que

haya pasado junto a ti, un día cualquiera, y ni siquiera te

haya reconocido, como si fueras otra, y en tu

cuerpo de hoy nada hubiera quedado de un breve amor.


Verano tardío

 

En los surcos del arado, donde restos de raíces y piedras

me hacen tropezar, sigo el camino de los antepasados

hasta el borde de la carretera. El alquitrán se derrite con el sol,

y sólo algún que otro animal, huido del rebaño, se echa

sin una sombra, y parece muerto como la tarde

que ningún soplo de viento agita. Sin embargo, aquí

y allá, señales de que una vida existe más allá del calor

me obligan a detenerme: una abeja agonizante sobre

la hierba seca, o una hilera de hormigas que se

perdió de camino al agujero que alguien pisó, sin querer

saber de sus habitantes. Pero un coche surge,

a lo lejos, y parece resplandecer con el brillo que esconde

el horizonte. El ruido se acerca; y una ilusión

de que existe otro mundo más allá de este

lo acompaña, cuando se aleja, y todo regresa

al silencio pesado, al estancamiento del suelo,

a este pensamiento quemado por la memoria.

 

Traducción de Martín López-Vega.

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

Museo de Praga. Varsovia

12 de diciembre de 2014 08:48:10 CET

I
 
Llegar hasta aquí es fruto del azar:
una línea de tranvía que atraviesa un puente;
una calle por la que asoma, a lo lejos, un mercado;
la tranquilidad, siquiera aparente, de un café con terraza;
la sucesión de casas que conservan
sorprendentemente su fachada;
una puerta suspendida en un tercer piso;
los pabellones renovados de una fábrica;
un portal cerrado que consigues abrir;
el placer de habitar un hogar extranjero;
la blancura amarillenta del pasillo;
las escaleras que conducen,
sin saberlo, a otra puerta metálica;
una mujer que se dirige hacia ti
y te toca la espalda;
el idioma que no entiendes
y las escasas palabras que lográis compartir;
una llave que sale desde el fondo de un bolso;
la pequeña sala que se despliega frente a tus ojos;
las fotografías que cuelgan torpemente de la pared;
la vida de un barrio periférico;
los momentos fijados ante la cámara;
la acumulación de fechas y de nombres;
los saltos de tiempo;
la interrupción de unos años;
la secreta esperanza de que alguien
construyó para ti ese museo.
 
Te detienes frente a una fotografía.
Olvidas dónde estás y cómo has llegado.
Conservas sólo la inexplicable familiaridad
que te provoca una imagen ajena.
Aquellos que existieron antes que tú
y vuelven ahora, a escasa distancia.
 
II
 
Dos cuerpos inclinados hacia atrás.
Rodillas flexionadas.
Él, descalzo,
ladea el pie y lo separa del suelo.
Tiene los ojos cerrados y el torso desnudo.
Aprieta los labios.
Ella, con falda larga y gorro,
se concentra en un punto lejano.
Juntan las manos e improvisan un baile.
Apoyada en una barandilla de madera,
una chica joven se gira y les observa.
Les mira, también con desconfianza,
un hombre que pasea justo a su lado.
 
Me conmueve su forma de estar en otra parte.
Más allá de la ribera y de los bañistas.
Más allá del puente que une,
todavía de una pieza,
los extremos de la ciudad.
Son, en ese instante,
dos personas que han conquistado
un pequeño intervalo.
Un perfecto momento de eternidad.
Me conmueve su habilidad para borrar
la vida alrededor.
Su capacidad para estar solos.
Uno a uno.
Aunque permanezcan con las manos juntas
y necesiten otro cuerpo.
Aunque sepan que para evadirse
es necesario, en ocasiones, estar acompañado.
 
Quedarán para siempre así fijados.
En la fotografía de un museo
oculto en una fábrica.
Quedarán sus caras
y su forma de habitar el tiempo.
 
Como el río, también ellos,
detenidos, avanzan.

Escrito en Lecturas Turia por Álex Chico

Camus, el hombre sin resentimiento

12 de diciembre de 2014 08:30:26 CET

            

De todas las interpretaciones limitadas al campo cultural que han tratado de dar explicación a la relación existente entre el paulatino encogimiento del horizonte histórico y el problema humano de la negatividad o, mejor, su “rebeldía metafísica”, ha sido probablemente la línea de diagnóstico inaugurada por Alexander Kojève, por su impacto e influencia en el pensamiento francés contemporáneo, una de las más fructíferas e influyentes. No es preciso recordar aquí la influyente reconstrucción que entre los años 1933-1939 realizara de la dialéctica hegeliana del amo y del esclavo. Tópico fundamental de la época, el problema será discutido por lo más relevante de la escena filosófica —R. Aron, Georges Bataille, Merleau-Ponty, Hippolyte, Lacan, Sartre, Simone de Beauvoir, entre otros— y recogido naturalmente no sólo por el marxismo, sino también más tarde por el existencialismo al hilo de problemas como el del “fin de la historia”.

Aunque esta línea de lectura no es una de las más habituales para acercarse a ese “hombre rebelde” que fue Albert Camus, resulta difícil no tenerla en cuenta, dado el carácter de contemporáneo esencial que tuvo Kojève para toda esta brillante generación. Con una conclusión muy diferente: a diferencia de sus contemporáneos, que cifraron su proyecto existencial dentro del llamado “sentido de la historia”, acelerándola presuntamente o cabalgando a sus lomos, el optó por explorar un camino trágicamente singular. A tenor de la vía escogida por Camus, su paso del yo al nosotros no pasaba ya por ninguna garantía histórica.

Existe un texto precisamente del citado Kojéve, en la Introduction à la lecture de Hegel, en el que asegura que, en última instancia, no existen más que dos grandes temperamentos filosóficos: los que consideran, bajo cierto aire gnóstico, que la naturaleza es, por principio, hostil y que, por tanto, cabe cifrar el papel del discurso filosófico en plantar cara y luchar contra ella; es decir, filósofos que se distancian del mundo, le declaran la guerra “y oponen a su orden mudo una palabra que lo domina y, al dominarlo, lo trastoca y lo desmiente”. Y los filósofos que, por el contrario, por su temple vitalista y spinoziano, no pueden sino “decir sí” a la naturaleza y glorificarla en alguna medida. A pesar, incluso de sus desgarros y tensiones. Siempre que Camus recoge este tema, como, por ejemplo, en El mito de Sísifo (1942), lo analiza a la luz del tema del absurdo. Desde el punto de vista humano, este asunto reposa sobre una contradicción: el mundo es plural y opaco, mientras que el espíritu humano aspira a la unidad y a la transparencia. Ahora bien, de ahí la gran cuestión: ¿puede el absurdo ser superado cuando se radicaliza?

Parece un dato incontrovertible que, en el caso de Camus, su pertenencia a esta tradición de pensamiento, que asegura que es preciso reconciliarse con la naturaleza, tiene mucho que ver con el diálogo profundo y fructífero que mantuvo con ese pensador clave que fue para él Nietzsche. Aunque hay que recordar al joven lector contagiado por la influencia de Pascal o Dostoievski —fundamental también para comprender su obra—, Nietzsche fue, para Camus, el pensador que aportaba las claves correctas para entender el laberinto en el que se había convertido el siglo XX. Es más, cabría entender esta honda relación, como trataremos de apuntar en estas breves páginas, como un programa ético y pedagógico de escritura y actitud pública orientado a combatir el resentimiento al que, dada su terrible desorientación, parecía condenado el momento histórico en todas sus formas y figuras. Si nos atenemos a su obra, es, sobre todo, en el arco temporal que va de Cartas a un amigo alemán (1945) a El hombre rebelde (1951), donde Camus parece sentirse más cómodo bajo el diagnóstico de Nietzsche. No sería seguramente desacertado, incluso, calificarle bajo el rótulo –como ha recordado recientemente Michel de Onfray en su L´Ordre libertaire. La vie philosophique d´Albert Camus- de “nietzscheano de izquierdas”. Entre otras razones, porque, a la luz del problema del nihilismo, entiende que la “filosofía de la preferencia”, que descubre en la rebeldía su justo derecho, ha de corregir a esa “filosofía de la evidencia” nacida del absurdo de las experiencias del siglo.

Por otro lado, aunque es cierto que Camus discute tesis nietzscheanas muy problemáticas como la de la “voluntad de Poder” y se opone a las posibles conclusiones o lecturas eugenésicas que explotaron sus descuidados lectores fascistas, la absoluta afirmación del mundo y su amor fati serán para él criterios de orientación básicos. En el contexto de reconstrucción de la cultura europea, Camus recogerá de Nietzsche materiales filosóficos para entender que había llegado la hora de aceptar el mundo sin recurrir a la justificación de un “más allá” o a la fe en una sociedad futura perfecta. Bajo este desplazamiento, Camus será escrupulosamente nietzscheano en su escepticismo tanto respecto a los planteamientos de cuño kantiano orientados a entender que la realidad se aproxima de modo asintótico a los ideales como a pensar que la realidad tiende a realizar de forma inmanente, en su movimiento histórico, el ideal. En un contexto histórico como el francés de esa época, muy marcado por los diagnósticos de Hegel y Marx, no puede entenderse la originalidad de los planteamientos de Camus sin este trasfondo. Como Sísifo, el hombre rebelde no tiene garantías: el esfuerzo de la revuelta y la rebeldía han de ser por ello incesantes, siempre renovados.

 

II

 

¿Por qué el famoso escritor y filósofo galardonado con el premio Nobel de Literatura en el año 1957, encontró en el pensador del sentido afirmativo de la existencia un aliado? Hay varias razones, pero la principal está condensada en esta hermosa frase autobiográfica del prefacio de “El revés y el derecho”, que dibuja todo un plan ético-político: “fui puesto a mitad de distancia entre la miseria y el sol. La miseria me impidió creer que todo está bien bajo el sol y en la historia; el sol me enseñó que la historia no lo es todo”.

Esta alianza entre Camus y Nietzsche, que se forjó en la juventud del primero y se mantuvo hasta sus últimos días, se reconoce bajo el hilo rojo de un complejo sentimiento de gratitud por el hecho desnudo de existir que, sin embargo, no desdeña la rebelión. El mundo es perfecto… pero no tanto como para aceptarlo con el “sí” del asno, que diría Zaratustra. Desde este telón de fondo, Camus aborda muchos temas comunes con el pensador alemán, aunque siempre modulados bajo ese escenario nihilista que dibujó el magisterio de Kojève para toda esa generación. Y aquí la gran cuestión a responder era esta: ¿cómo entender la insatisfacción genuinamente humana, su tensión, en un presente en el que nadie podía sentirse ya cabalgando seguro a lomos de la historia? Si desde el principio el artista-filósofo francés se sintió fascinado por el filósofo-artista alemán, fue porque trataba honestamente de dar respuesta a esta tensión sin sostenerse en ninguna teodicea o gran filosofía de la historia al estilo del “gran relato” hegeliano. Ambos, asimismo, se declaraban admiradores de la cultura griega y anhelaban la rehabilitación de algunos de sus componentes y mitos. Desde esta pulsión filohelénica cabe comprender el profundo amor de Camus por la cultura sensorial propia del Mediterráneo. Hay un Camus, en efecto, “zaratustriano”,  que apuesta por la unidad, la fusión o, como dice en El primer hombre, por “la inocencia" de todas las cosas”. “El sol que reinó sobre mi infancia me privó de todo resentimiento”, escribió. Este Camus solar que dice filosofar sobre el “cuerpo desnudo”, es también el Camus nietzscheano seguidor de lo que llama el “pensamiento del Sur”. Un Camus, que, como ha señalado Bernard-Henri-Lévy, “tanto en el orden humano como en el de la naturaleza, sólo deja constancia de lo Trágico para superarlo inmediatamente y plantear que el espíritu alcanza un punto en el que las contradicciones del mundo, sus incomposibilidades, sus desavenencias y conflictos, se resuelven milagrosamente”.

Observamos en toda la obra de Camus el elogio constante de una serena luminosidad: la de la vida sencilla, una luz que emerge de la dignidad de una sabia pobreza que él disfrutó, sobre todo, según él mismo evoca, durante su infancia. Si esta idea puede resultarnos útil es porque nos ayuda a comprender otra posible reacción, no necesariamente melancólica en su sentido patológico, ante la irremediable pérdida de las expectativas del yo. En El primer hombre, libro póstumo del autor, una especie de reconstrucción fiel de la ardua existencia del niño Camus en el seno de una familia azotada por la miseria y la guerra en la Argelia de los años veinte, leemos:

“[...] la vida sin hombre y sin consuelo entre los restos engrasados y la ropa sucia de los otros, los largos días de faena acumulados de una existencia que, a fuerza de estar privada de esperanza, había perdido todo resentimiento, una vida ignorante, obstinada, resignada a todos los sufrimientos, tanto los suyos como los ajenos”.

Es como si, con estas palabras, Camus quisiera señalar la relación entre la carencia de resentimiento y la ausencia de grandes esperanzas o excesivos proyectos, un rasgo habitualmente ligado a las clases más oprimidas. Si, a diferencia de la lectura conservadora, Camus cree que las clases modestas están más vacunadas respecto al resentimiento y la amargura es porque mantienen un equilibrio más adecuado con el mundo. Así, en el ensayo “Entre sí y no”, encontramos la siguiente reflexión: “Hay una soledad en la pobreza, pero una soledad que le devuelve su precio a cada cosa. Con cierto nivel de riqueza, el propio cielo y la noche cuajada de estrellas parecen bienes naturales. Pero en la parte baja de la escala, el cielo recupera pleno sentido. Una gracia inestimable”.

Lo decisivo de la lógica del resentimiento, para Camus, es que proyecta una negatividad suplementaria que se nutre de la incapacidad tanto de decir sí, incluso con sus aspectos trágicos, al mundo como de rebelarse: en realidad, la lógica del resentimiento aboga por un “ficticio sí” que nace de la incapacidad de decir y hacer un no; o, lo que es lo mismo, de decir sí trágicamente. “El hombre del resentimiento -escribe C. Rosset, en La fuerza mayor- no es ni el hombre del no ni el ‘espíritu que dice no’, como se presenta Mefistófeles en el Fausto de Goethe. Es más bien el espíritu que justamente no logra decir no y se halla limitado de ese modo, a falta de otra cosa mejor, a farfullar un falso sí”. El resentimiento del esclavo radica, así pues, en que, ante una afrenta concreta, solo puede reaccionar moralizando el campo de fuerzas en el que se halla inserto, hace de necesidad, virtud, de su impotencia concreta, mérito moral. Es muy importante destacar este paso: el resentido no es resentido porque guarda algún tipo de desprecio hacia ese elemento real que le abruma, sino porque, ante esta situación traumática que le cuestiona, sólo puede negar de otro modo, indirecta, subterráneamente, desde una construcción ficticia orientada a velar por su inacción y mantener su impotencia. No en vano Clément Rosset compara atinadamente esta “suspensión” de la acción del hombre del resentimiento con el procedimiento analizado por Freud en la “represión”, esto es, “el efecto no de una mala reacción frente a una situación psicológicamente traumática, sino más bien como el efecto de una ausencia de reacción (o de ‘abreacción’): efecto conjugado de una herida y de la imposibilidad de reaccionar a ella, aunque fuese de un modo lamentable”.

Es interesante que Camus contraponga en El hombre rebelde este resentimiento de la afirmación de la rebelión y critique desde estos parámetros la interpretación “conservadora” del fenómeno a cargo de Max Scheler. Para Camus, la pulsión rebelde no tiene que nacer necesariamente en el oprimido; también puede desplegarse como “identificación” ética y “no psicológica” ante el espectáculo de la opresión de la que otro es víctima. Scheler define bien el resentimiento, considera Camus, “como una auto-intoxicación, la secreción nefasta, en vaso cerrado, de una impotencia prolongada”. La rebelión, en cambio, “fractura al ser y le ayuda a desbordarse. Libera oleadas que, de estancadas, se hacen furiosas”. También acierta Scheler al destacar el aspecto pasivo del resentimiento, observando el gran lugar que ocupa en la psicología de las mujeres, destinadas al deseo y a la posesión, pero “en las fuentes de la rebelión hay, por el contrario, un principio de actividad superabundante y de energía”. Scheler tiene también razón cuando sostiene que la envidia colorea fuertemente al resentimiento, pero –advierte Camus- “se envidia lo que no se tiene, en tanto que el rebelde defiende lo que es. No reclama solamente un bien que no posee o que le hayan frustrado. Aspira a hacer reconocer algo que tiene y que ya ha sido reconocido por él, en casi todos los casos, como más importante que lo que podría envidiar”. La rebelión, concluye Camus, por tanto, “no es realista”.

Es como si Camus quisiera indicarnos que sólo quien goza con poco o, mejor dicho, quien sabe disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, puede librarse mejor de la altiva melancolía asociada a la pérdida. Y, por tanto, a su resentimiento. Siguiendo este hilo, en su luminoso ensayito “El revés y el derecho”, Camus escribe: “Los principios debemos colocarlos en las cosas grandes, para las pequeñas nos basta con la misericordia”. Y poco antes: “En cuanto a mí, sé que mi manantial está en […] ese mundo de pobreza y de luz en el que viví tanto tiempo y cuyo recuerdo me ampara de los dos peligros contrarios que amenazan a todo artista, el resentimiento y el contento”.

¿Por qué es tan interesante la idea de Camus de que la gente sencilla es más capaz de entregarse al deseo de vivir sin defensas imaginarias narcisistas que las elites culturales o socioeconómicas? Porque de la generosidad de quien no se obsesionó por poseer nunca nada, como él, que vivió en un ambiente de digna pobreza, se desprende una economía psíquica que contrasta con la de quien, acostumbrado a poseer o buscar privilegios, sólo persiste obcecadamente en invertir ilusoriamente (de forma autoafirmativa) tras el dolor de la pérdida. Del dolor aprende, del dolor, renace, quizá, por eso, quien tuvo menos que perder, quien tuvo siempre poco que perder tras las desgracias o quien supo de la vida lo suficiente como para desconfiar de los ascetismos quijotescos y los sobreesfuerzos inútiles. Quien está acostumbrado a tener poco y a perder, quien conoce por experiencia las absurdas exigencias de todo sobreesfuerzo inútil, ¿por qué iba a angustiarse, en la amenaza de sus crisis o decepciones, por no ganar? En el contexto de la lucha antifascista de Camus estas palabras adquieren un especial, porque, al igual que Sartre, consideraba que el totalitarismo era el fascismo de los perdedores acostumbrados a ganar: “Pero es porque no me gusta que se haga trampa. Lo valiente de verdad es, bien pensado, conservar los ojos abiertos a la luz, de la misma forma que a la muerte. Por lo demás, ¿cómo explicar el vínculo que conduce de ese amor ávido por la vida a esa desesperación secreta?”.

 

III

 

Bajo esta mirada inmunizada frente al resentimiento y dispuesta a eliminar la sombra del nihilismo, Camus tenía que reflexionar sobre la situación europea y su estado de crisis con otro tono. No en vano, en las últimas páginas de El hombre rebelde, Camus se refiere en los siguientes términos al nihilismo que se ha apoderado del hombre europeo: “El secreto de Europa –escribe- es que no ama ya la vida. Estos ciegos han querido borrar la alegría de la faz del mundo, y aplazarla para más tarde. La desesperación de ser hombre les ha empujado finalmente a una desmesura inhumana”. Esta conciencia de crisis también fue subrayada en su discurso en Estocolmo con motivo de la concesión del premio Nobel:

“Estos hombres, nacidos al comienzo de la primera guerra mundial, que tenían veinte años cuando se instalaban a la vez el poder hitleriano y los primeros procesos revolucionarios, que fueron confrontados después, para perfeccionar su educación, a la guerra de España, a la segunda guerra mundial, a los campos de concentración, a la Europa de la tortura y las prisiones, deben hoy levantar sus hijos y sus obras en un mundo amenazado de destrucción nuclear. Nadie, supongo, puede pedirles que sean optimistas [...] Pero la mayor parte de nosotros, en mi país y en Europa, ha rechazado este nihilismo y se ha lanzado a la búsqueda de una legitimidad. Ha sido necesario forjar un arte de vivir para tiempos de catástrofe, para nacer una segunda vez, y luchar después, a cara descubierta, contra el instinto de muerte que actúa en nuestra historia”.

Nacer por segunda vez. ¿Quién por entonces podía decir esto? ¿Quién podía sostener, sin miedo a ser tildado de ingenuo, máxime tras las amargas experiencias del siglo, que el secreto de Europa radicaba en que “ya no se amaba la vida”? Probablemente, a la hora de proferir esta sentencia, Camus estuviera pensando en una reflexión de Georges Clemenceau sobre el carácter alemán, que presuntamente, según el político, se distinguiría por no amar la vida. Lo interesante es que, al generalizar Camus las palabras de Clemenceau sobre el conjunto de los europeos, él estaba dando a entender que la vieja oposición entre Francia y Alemania no podía seguir manteniéndose y así, llamando la atención sobre las posibles condiciones de posibilidad de la reconstrucción europea. ¿No estaba así Camus planteando desde la brújula nietzscheana en torno al nihilismo la reconciliación germano-francesa ahondando en su proceso de decadencia común?

Existe un texto de Nietzsche en Más allá del bien y el mal, que Camus leyó atentamente. “La lucha contra la opresión cristiano-eclesiástica durante siglos [...] –escribía el autor de Zaratustra- ha creado en Europa una magnífica tensión del espíritu, cual no la había habido antes en la tierra: con un arco tan tenso nosotros podemos tomar ahora como blanco las metas más lejanas. Es cierto que el hombre europeo siente esta tensión como un estado penoso; y ya por dos veces se ha hecho, con gran estilo, el intento de aflojar el arco [..]  —¡nosotros los buenos europeos y espíritus libres, muy libres— ¡nosotros la tenemos todavía, tenemos la penosidad toda del espíritu y la entera tensión de su arco!”     

Es esta nueva tensión —que es tensión de futuro, búsqueda de nuevos valores y caminos para la cultura—, la que Nietzsche ligaba al destino del “buen europeo”. Para Camus, que recogió el testigo de este reto, mantener esta tensión en un sentido ya no moral en Europa obligaba a una torsión subjetiva. Al desaparecer el blanco moral- metafísico, esa meta final a la que debía orientarse la flecha del arco y animaba nuestras empresas, Camus constataba que el hombre de su tiempo, sin embargo, realizaba la falsa deducción de que cualquier tensión era vana, inútil. Es más, en algún sentido, el último hombre aflojaba esta tensión y “caía” tanto más bajo cuanto más alto y elevado era el blanco al que apuntaba el “más allá” moral. Lo difícil era advertir que esta postración o enfermedad de la voluntad no era más que una consecuencia provisional de un “exceso” atlético que ahora se comenzaba a mostrar como imposible para nuestras fuerzas; que esta debilidad podía tensionarse subjetivamente de otro modo. Esto es lo que Camus llamaba “forjar un nuevo arte de vivir en tiempo de catástrofe”.

 

IV

 

Empezábamos estas páginas distinguiendo dos tipos de temperamento filosóficos. ¿no cabría entender la disputa entre Camus y Sartre, esa gigantomaquia de la cultura francesa contemporánea y, por extensión, europea, a la luz de esta arena? Hay intelectuales que, invocando a lo demoníaco, nos empujan a insondables abismos, a decisiones traumáticas. Otros, en cambio, que, a riesgo de ser tachados de “blandos” o “conservadores” o de aplazar las presuntas urgencias de la acción, tratan de levantar puentes y, reivindicando el diálogo entre los hombres, limar diferencias a primera vista irreconciliables. Si Sartre es el mejor ejemplo de la primera categoría, Camus, tal vez, su antagonista más cercano, lo es de la segunda. Curiosamente, en la distancia entre ambos se dibuja uno de los escenarios más interesantes de la cultura política del siglo XX. Tal vez por ello, como ha escrito Fernando Savater, “es difícil imaginarse a Camus como ‘intelectual-padre’ —un rasgo que sí se ajusta al perfil de Sartre—, pero en cambio “resulta grato y estimulante recordarle como lo que quiso ser para tantos desde su relativa soledad, un buen compañero”.

Curiosamente, en este enfrentamiento, también advertimos dos posibles interpretaciones del mensaje nietzscheano: la protestante, y trágica, de Sartre, y la más “católica”, “pagana” y “griega” de Camus, que no acepta la hipótesis del pecado original ni, por tanto, del Mal radical. “Una verdad con espinas. “Nuestra amistad no era cosa fácil, pero he de lamentarla”, escribió Sartre en Les Temps Modernes tras una crítica de El hombre rebelde. Camus no tardó en replicar en una carta publicada en la misma revista. Aunque la excusa empezó siendo el libro, la polémica enseguida tomó otro giro: los campos de concentración en la Unión Soviética. “Todo se desarrolla, argumentaba Camus, como si ustedes defendieran el marxismo, en tanto que dogma implícito, sin poder afirmarlo en tanto que política abierta”.

Como se recordará, B. Henri-Lévy publicó hace unos años una matizada revisión del gran antagonista bajo el título “El siglo de Sartre”. También habría poderosas razones para haber hablado de “El siglo de Camus”. Entre otras razones, porque, a diferencia de la posible urgencia política del autor de La náusea, también este supo ser el auténtico epicentro polémico de todas las líneas de fuerza de su tiempo. Tal vez ni el mismo Sartre hubiera sospechado que la posteridad iba a ser favorable a Camus en cuanto a su representación del intelectual. En este sentido, Michel Foucault hablaba de cierta “indignidad de hablar por los otros”. Puede que la resistencia de Camus a “profetizar” o “predecir” el futuro tuviera así más que ver con lo que Foucault denominaba “intelectual específico” que con esa figura de “intelectual universal”, ese portavoz de la verdad general que criticaba en Sartre. “Al no ser un poder, la filosofía no puede librar batallas contra los poderes, pero mantiene, sin embargo, una guerra sin batalla, una guerra de guerrillas contra ellos...”. Si el intelectual profético, tal como es descrito por Foucault, es alguien que hasta hace poco tomaba la palabra y se le reconocía el derecho a hablar como maestro de la verdad y la justicia; se le escuchaba, o pretendía hacerse escuchar, como representante de lo universal, ¿no es el hombre rebelde de Camus más bien lo contrario, esto es,  un “intelectual específico”? En este punto la figura foucaultiana posee indudables rasgos del “espíritu libre” nietzscheano y su función médico-educativa. Tarea que, lejos de la cómoda función profética, asume su responsabilidad de otro modo a fin de interrogar las evidencias, los postulados, cuestionar los hábitos, disipar las familiaridades admitidas.

Quizá esto explique por qué en los últimos tiempos hayamos asistido a la reiterada tentativa de presentarnos la obra de Camus como mucho más contemporánea que la de cualquier otra gran figura intelectual de su generación. Para su amigo Jean Daniel, por ejemplo, “Camus se consideraba tan lúcido, tan responsable, que le indignaba que hicieran de él un utopista o, incluso, un profeta”.

 “Un compañero y no un padre”. Con estas palabras definió el mismo Daniel, en su libro de memorias, Camus. A contracorriente, a su amigo. Compartía con el escritor argelino el mismo origen —ambos eran pieds-noirs, de origen europeo— y una pasión: el periodismo. Camus, que sólo ejerció con regularidad el oficio de periodista (considerado por él “el más hermoso del mundo”) durante pocos años, especialmente en la época de la Resistencia, aparece a los ojos del amigo como un hombre “intenso y austero, cálido y tenso, sensual y puritano”, perseguido por la tuberculosis y, sobre todo, combatiente de lo que Daniel denomina “las aventuras de la verdad”.

Por eso, si afirmáramos que la figura de Camus brilla hoy más como escritor-icono del pasado siglo que como periodista en sentido estricto, cometeríamos también un error: el de pasar por alto en qué sentido, como ya había anunciado el propio Marx, la mirada del periodista resulta intelectualmente imprescindible para profundizar en las contingencias de la actualidad y realizar un diagnóstico objetivo de la época sin ilusiones. El interés de la figura intelectual que Camus encarnó radica justo en este punto, Por eso no parece exagerado afirmar que el peculiar brillo de la mirada de Camus, ese respeto casi religioso hacia la vida, por vulgar que fuera, ese fulgor incomprendido por contemporáneos como Sartre, se curtió en sus experiencias de primera mano como periodista. Sus primeros pasos en el oficio fueron, en la Argelia colonizada, en el periódico independentista del Frente Popular. Con tanta pasión que su encendido artículo “La miseria de la Kabylia”, publicado en 1940, provocó que las autoridades ordenaran el cierre inmediato del periódico.

Tras esta experiencia viajó a París, donde ejerció de secretario de redacción para Paris-Soir. En 1944 puso en marcha el famoso diario Combat, que dirigiría en la clandestinidad hasta 1947, y cuyo primer editorial del 21 de agosto —fecha de la liberación de París—, sigue siendo recordado como ejemplo de coraje de la Francia “resistente” al totalitarismo.

Donde Sartre era literato y a veces se rendía a la retórica, Camus optaba por la crudeza. También aquí su ética era la del periodista. En su escritura muestra cómo en su predilección por la concisión y la sencillez hubo un tiempo en el que los periodistas aceptaban gustosos el honrado estilo de los moralistas del siglo XVIII. “He escuchado -se lee en La peste- tantos razonamientos que han estado a punto de hacerme perder la cabeza y que se la han hecho perder a otros hasta hacerles consentir el asesinato, que he comprendido que toda la desdicha de los hombres proviene de que no tienen un lenguaje claro. He tomado entonces el partido de hablar y actuar claramente para ponerme en el buen camino. Por consecuencia, digo que hay plagas y que hay víctimas, y nada más”.

 

V

 

A tenor de todo ello, no es extraño que, para muchos, Camus, con el paso del tiempo, haya encarnado otra posibilidad de intelectual durante el pasado siglo, alguien presto a hablar en nombre de valores imprescindibles para cuestionar radicalmente las injusticias del presente. En Camus el concepto de compromiso no es tanto un concepto político que haga hincapié en los deberes sociales del escritor, es decir, su obligación moral de comprometerse con la sociedad en la que le ha tocado vivir, cuanto una concepción filosófica extremadamente sensible a la importancia del lenguaje, de toda palabra viva. De ahí que no haya compromiso del escritor que no sea una apología indirecta de la literatura. Para él, y como sabía Platón, el lenguaje no es inocente, sino un arma, no pocas veces útil para mejorar el mundo.

Camus, como moralista, fue, por tanto, un intelectual más ejemplar que doctrinario, más testigo que juez, más contagioso que persuasivo. Y su proyecto no puede entenderse al margen de lo que Nietzsche denominó “la muerte de Dios” y sus inevitables consecuencias para la legitimación del mundo radicalmente secularizado. El existencialismo de Camus surge como toma de conciencia radical de nuestro “arrojamiento” a un escenario que no está hecho a la medida de lo humano. El hombre es como un expósito abandonado en un paisaje vacío, indiferente, contingente, sin Padre protector.

Sin embargo, a partir de esta inhóspita constatación, Camus, huérfano de padre, desarrolla curiosamente todo un proyecto ético de reafirmación humanista sin rencor ni resentimiento. Frente a un mundo desheredado, aboga por recuperar una nueva idea de hombre no hipotecada por la tradición. De este modo su singular “existencialismo” nietzscheano supo combinar el legado humanista ilustrado del XVIII con la nueva tesis básica de que la existencia humana precedía a su esencia. Esta insistencia en la responsabilidad llamará asimismo la atención sobre la aceptación voluntaria de la autonomía, una opción que no pocas veces es eludida por debilidad o cobardía.

 

VI

 

Alérgico a todo maniqueísmo, Camus fue también por ello un autor trágico y nada melodramático. Distinguió la tragedia, donde las fuerzas que se oponen son legítimas, del melodrama, que gira en torno al resentimiento y en esa medida no puede sino utilizar la impotencia como recurso de fuerza. En El hombre rebelde, Camus intenta dar una solución al problema de la rebelión desde esta intuición, yendo más allá del idealismo moral y el realismo cínico: “Si la rebelión pudiera fundar una filosofía […], sería una filosofía de los límites, de la ignorancia calculada y del riesgo”. Utilizando como punto de partida la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo -que, como hemos indicado, fue decisiva para el ambiente intelectual francés contemporáneo- Camus considera que toda meditación correcta sobre la rebelión implica la idea de límite. Un límite que, por un lado, se impone a la opresión y un límite, por otro, que, en virtud de la dignidad común a todos los hombres, se impone a la propia rebelión, al reconocer el derecho del otro a rebelarse. En este sentido, la rebelión justa no puede reivindicar nunca la libertad más extrema; al contrario, somete a juicio esta libertad soberana, que es la del Amo. “No es solamente un esclavo contra el amo, sino también un hombre contra el mundo del amo y el esclavo”. Esta introducción de una “medida” frente a un “poder ilimitado” nos llevaría a hablar quizá de una rebelión de segundo grado, de una “rebelión de la rebelión”.

No parece forzado relacionar esta moderación de Camus, así como su desplazamiento de las alturas melancólicas a bajuras no resentidas con una nueva relación, ya no patética, con lo trágico. Desde este ángulo de visión, ¿no nos enseña su pedagogía justamente a aprender mejor a perder? Sea como fuere, lo cierto es que Camus nos enseña aquí un camino, corto y simple, hacia la vida, muy diferente de la obsesión por el control soberano que define al neurótico individuo contemporáneo. En relación con esta idea, me gustaría terminar con unas palabras de Peter Sloterdijk de su ensayo Eurotaoísmo:

“Como a Hércules en la encrucijada, a la consciencia humana se le plantea desde el principio la elección entre el camino corto y el camino largo, entre la odisea y el paseo, y si bien en un principio la elección ha de recaer en el camino largo, porque los autogestados, que revientan de vigor, no saben sino volcarse en el sobreesfuerzo, no por ello dejará de tener sus derechos el camino corto. De estos derechos es conocedora una tradición oculta […] Recordárnoslo es el sentido metafísico de la confrontación que recoge el anecdotario griego entre el gran pensador Platón y el chabacano pantomimo Diógenes. El clown metido a filósofo muestra al filósofo que hay una alternativa a la heroica ascensión del espíritu a la vida de las ideas. Y es que la manía divina tiene también una variante popular. La otra salida del sobreesfuerzo es no entrar en él. […] Si en el tiempo del auge de la metafísica la otra consciencia se refugió en la pantomima, la literatura, en la comedia y en la vida silenciosa, en la hora de su derrumbamiento vuelven a hacerse audibles las voces de la sabiduría. Son las voces de la más antigua disidencia, voces de mujeres, de niños, de románticos y de pícaros, gentes sencillas, personas que no se han dejado convencer de que cuando vinieron al mundo ellos no estaban presentes [...] ellos pueden enseñar al sujeto venido a menos lo evidente, de manera que al fin le llegue a ‘ojos y oídos’”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

Vocabularios

12 de diciembre de 2014 08:12:29 CET

Qué silencio esta noche.

Solo se escucha un río,

su continuo ajetreo algo lejano.

He llegado a pensar

que era lenguaje, idioma;

un conjunto cifrado que ahora entiendo,

descifro, identifico.

Hay un rumor más lejos,

no alcanzo a precisar

su misterioso origen.

Tal vez es algún eco

u otra voz que medita.

Miro entonces al cielo.

Hay una luna inmensa, blanca, llena.

Parece que gritara,

enorme, como boca.

Ahora llega una nube.

Se ha perdido su luz por un instante.

Es una nube negra

más negra que otras nubes.

Más dura, más opaca.

Y es en este silencio, y en esta oscuridad,

cuando vuelvo a escuchar al fondo el río.

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Elguero

La ciudad soñada

9 de diciembre de 2014 08:25:45 CET

Mi padre era ciego. Llevaba consigo un babuino amaestrado que había adquirido en cierta aldea de Aqba, la misma que viera mi alumbramiento y la muerte de mi madre, de quien conservaba una diadema de oro que alguna vez prometió no vender nunca. Cuando aún veía borrosamente, me adiestró en la acrobacia y el malabarismo. Recorríamos el mundo. A cambio de unas monedas, yo bailaba con el simio y hacía cabriolas en el aire. Mi padre contaba historias de asesinos y de reyes, de aparecidos o de licántropos, de tortugas parlantes y de ovejas que daban miel.

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Escrito en Lecturas Turia por Manuel Moyano

La "mirada" de Moncada

1 de diciembre de 2014 08:34:57 CET

No se equivocó  Pere Calders, auténtico padrino literario de Jesús Moncada, cuando en 1981 apostó por la narrativa del autor de Mequinenza. En esas fechas, tan primerizas, apenas unos pocos relatos –refrendados, eso sí, con algunos premios menores[1]-, hablaban de la incipiente trayectoria narrativa del autor que, sin embargo, para el buen olfato y la inteligencia literaria de Calders suponían ya la concreción de un universo sólido y asentado (“Hi ha contes seus que podrien figurar amb plena dignitat en quasevol antologia del génere…” Avui, 9-IX-1981). Apuesta que, asimismo con rapidez, fue corroborada por varias crónicas literarias y reseñas adelantadas, como las publicadas por María Aurelia Capmany o Francecs Parcerisas[2] que, sin duda, ayudaron al conocimiento del quehacer de Moncada. Tampoco erraron quienes, bastantes años después, al igual que Artur Ramoneda (Diario 16, 16-XI-1989), pronosticaron  el “camino prometedor” que Cami de sirga abría para la literatura catalana y española. Por eso, desde la aparición de esta novela, en la raya misma de la última década del siglo XX,  la realidad se impuso de forma tan tozuda y los galardones, merecidos, llovieron en tromba sobre la trabajada trayectoria del autor de Mequinenza, avalando de manera indiscutible el interés temático o la valía de su narrativa escrita en catalán, la lengua materna de Moncada. Una narrativa densa y siempre en progresión cualitativa con cada nueva entrega editorial. Entre los premios recibidos por aquellas fechas encontramos los más prestigiosos del panorama literario catalán como el “Ciutat de Barcelona” o el “Serra d´Or” y, por supuesto también, los que se consideraban claves en ámbito español, caso del “Premio de la Critica”, sin olvidar la condición de finalista en el “Nacional de Literatura”[3].

 

A partir de este momento esplendoroso, con el correr de las dos décadas siguientes, a Moncada aún le llegarían otros galardones sustanciosos, bien de corte institucional –Creu de Sant Jordi 2002, Letras Aragonesas 2004 – o bien de reconocimiento –Premi dels Escriptors Catalans ALEC, 2001-  al margen de la mercadotecnia  propia al consumo literario. Galardones que acompañaron merecidamente a su producción narrativa posterior, con un compás casi idéntico al paso que el autor dedicó a su singladura creativa, centrada en un universo particular que siempre deambuló por las proximidades de la mirada ensayada en sus primeros relatos, tal como puede verse -asumiendo algunos cambios de tiempo, atmósfera o espacio- en La galerie de les estàtues  (1992), Estremida memòria (1997), Calaveres atonites (1999) e, incluso, en la compilación de artículos y prosas que publicó bajo el título de Cabòries estivals i otras proses volanderes (2004).  

 

Sin embargo, entre todos estos datos, hay que dejar constancia de un hecho clave que, a la vez, es bastante inusitado en nuestros días: Estamos ante un sorprendente ritmo de escritura que, junto a otras cualidades como la serenidad o el afán de perfección – también visibles en el ritmo de publicación-, posee una lentitud significativa, algo que contrasta con el vértigo que habitualmente se puede observar en otros escritores contemporáneos de Moncada. Ciertamente, entre 1970, fecha del primer texto publicado por el autor mequinenzano, y 1989, inicio de un imparable éxito, transcurren diecinueve años y, en todo este tiempo, Moncada tan sólo publica dos libros de relatos -Històries de la mà esquerra y El café de la Granota- y una novela –Cami de sirga[4] - . Algo similar se observa en los quince años siguientes, puesto que, entre 1989 y 2004, publica las tres obras anteriormente citadas, además de una recopilación de textos y artículos menores. Es decir, un ritmo que, sin duda, permitió la solidez de un trabajo creativo, tan personal de nuestro autor, que, por fortuna para la literatura catalana y española, quedó traducido en el fecundo universo narrativo que define a su literatura. Un universo que, a la vez que peculiar, se muestra intransferible y, sobre todo, está lleno de intertextualidad, con Mequinenza y sus alrededores como epicentro de unas muy jugosas historias narrativas.

 

Mequinenza: El alma de Moncada

 

Si Històries de la mà Ezquerra o El Cafè del a Granota constituyen, con la brevedad del apunte y sus destellos, el embrión y el cañamazo del territorio imaginario-real usado por Moncada en narrativa y, también, en lo concerniente al perfil de los personajes que lo pueblan, Cami de sirga supone un magnífico punto central, cuando no casi el final logradísimo, de ese mismo universo y de sus atmósferas[5]. Ello es así, aunque, luego, en otras novelas, el universo que mencionamos continúe presente, parpadeando de tanto en tanto, y se prolongue temporalmente hacia la lejanía del pasado, caso de Estremida memoria[6], o hacia la cercanía del presente como sucede en La galeria de les estátues [7](7).

 

La conclusión es que, en todas las citadas obras de Moncada, la Mequinenza evocada y recuperada se asienta en la realidad del entorno vital de autor, en el pasado histórico de ese entorno y, especialmente, en el fluir de las charlas de café y de los carasoles que el autor llegó a conocer. Fluir con el que, como pocos, Moncada saber explorar, a la perfección, el filón de la oralidad. Un filón que, además, el autor usa para sintonizar con la voz colectiva que, al fondo de novelas y relatos, encarna el personaje, plural e innominado, de la población de Mequinenza, la cual acaba despojándose de todo localismo para hacerse universal. Y ello en parte es también así porque Moncada diferencia muy bien entre ser novelista y ser historiador. Una diferenciación que le permite no sólo huir de una interpretación plana de una realidad que descanse en la mera descripción de los hechos sucedidos, sino que le ayuda a la mixtura de esa realidad con la ficción sin, por ello, perder la esencia del alma mequinenzana que alienta con fuerza al fondo de sus novelas y relatos.

 

De ahí asimismo que esa voz de narrador omnisciente que suele usar Moncada se fusione o, mejor, esté asentada en una polifonía de voces, más o menos presente o potente. Voces que, con cualquier excusa, aparecen en las novelas o desde los relatos –objetos, fotografías, etc.- rescatando del olvido el pasado plural que el autor evoca y por el que, además, tanto interés muestra. Ello es así porque Moncada es consciente de cuán necesario resulta el poso secular para la entidad e identidad de un pueblo. Y más todavía, cuando ese pueblo, como le sucedió a Mequinenza, se ha convertido en una anodina planicie, sin apenas accidentes, representada a lo sumo por lo enigmático de la enorme balsa de un pantano.    

 

La multiplicidad de puntos de vista, por nimios que sean, ayudan, con la especial suma de pequeñas historias que es la novela –también los libros de  relatos-, a la buscada plasmación colectiva de la villa ya desaparecida, la cual, pese a su inexistencia, acaba siendo universal. En suma, gracias a ello, Moncada “verbaliza” la vida plural que existió y que configuró a Mequinenza y sus gentes: una isla proletaria en un mundo agrario. Es decir, Moncada con palabras hace real lo ya inexistente. Su literatura otorga realidad a la vida de una colectividad, suma de vidas, en todas sus dimensiones imaginables. Desde lo físico de una calle o una plaza, cargadas de una vida que viene desde el pasado,  pasando por los sucesos que construyen la historia o la tradición, hasta el mismo arco iris de las pasiones humanas. Desde la extravagancia y la bufonada a la dura realidad del minero. Desde la dependencia de la colectividad con respecto al río hasta los íntimos secretos de familia.     

 

De ahí que el universo menquinenzano que define a la narrativa de Moncada está compuesto de muchas microhistorias –piénsese en la importancia del concepto coral de Camí de sirga  o en la ya señalada intertextualidad temática y de personajes, especialmente común a las tres primeras obras del autor- que, unidas todas, ofrecen una auténtica macrohistoria. Es decir, cada personaje, cada anécdota, cada suceso, cada línea argumental…, escamoteados al cementerio del olvido y, por tanto, recuperados en las novelas de Moncada, no son sino fragmentos de una realidad colectiva que tuvo entidad en el pasado –una realidad que, a pesar de haber desaparecido físicamente, seguirá teniendo entidad en la memoria literaria gracias a las ficciones de Moncada-. Y que, gracias a la suma y superposición de ellas, logra conformar el puzzle total que reconstruye tanto el edificio de la historia como el edificio de la memoria. El universo literaturizado por Moncada ofrece, en consecuencia, una rica visión y explicación de colectividad que, en el caso concreto de la lectura, corresponde a la de la de la villa de Mequinenza en todas sus direcciones vitales. Sin embargo, por su valor y por su proyección, lo narrado por Moncada no queda ahí, en el localismo, sino que posibilita, sin problema alguno, la representación de un período temporal idéntico en la misma Historia de España.

 

Ciertamente, las peleas sociales de la pequeña ciudad o villa de Mequinenza, su peculiar discurrir diario, tan multicolor –navegantes, mineros, agricultores, funcionarios, arrieros, burgueses, grandes propietarios, comerciantes…, ya autóctonos o foráneos-, que Moncada nos plasma en sus obras y, en particular con Cami de sirga, se convierte en trasunto de la realidad española de una época concreta, llegando así a dibujar un clarificador fresco colectivo de casi un siglo. Precisamente, a este concepto de metáfora sobre la España del siglo XX  debe Moncada una buena parte de la condición de universalidad alcanzada por Cami de sirga y, por tanto también, la aceptación de los lectores de casi medio mundo (8).     

 

Por otra parte, Moncada ha conseguido también  que una sociedad no urbana, además de un tanto recóndita y alejada como es el caso de Mequinenza, adquiera valor universal al haberla convertido en mito literario. Junto al especial territorio que, para el mito, constituye la villa de Mequinenza -dado que atesora en su seno, como ya se ha apuntado, mundos tan distintos como los relativos a la navegación fluvial, la minería o la agricultura (9) con todas sus derivaciones-, nuestro autor utiliza otros resortes narrativos. Así, al lado del tratamiento épico, Moncada explota narrativamente la tragedia inherente que contiene la demolición y desaparición de una villa milenaria frente a ambiguas fuerzas del “progreso” –construcción de un pantano-(9), sin olvidar, tampoco, la unión de todo ello a un tono y a una postura elegiacos, o a la densidad vital y temática que se concentra en la novela: Idea de un paraíso perdido ante el empuje que conlleva la evolución y el progreso, la destrucción que acarrea el choque de estas dos fuerzas contrarias o, incluso entre otros variados aspectos, la confluencia y equilibrio de dos concepciones del mundo, tan distintas, que, al mismo tiempo, hacen de  Cami de sirga una novela del río y una novela de la tierra –también se observa en algunos relatos de los libros que preceden a la novela-. Y, junto a ello, una oportuna distancia a la hora narrar que, sin embargo, no conlleva un abandono del compromiso. El trasfondo social y político ese vidente.

 

Todos estos elementos, sintonizados y engrasados con habilidad técnica y temática, son los que permiten la comparación de Cami de sirga con mundos narrativos universalmente aceptados, tales como los siempre citados de Macondo (G. García Márquez) o, entre otros, de Región (J. Benet). Y, también, los que hacen que Cami de sirga adquiera, en consecuencia, valor de referente universal.

 

Para lograr todo lo anterior, Cami de sirga comienza con las escenas que describen la explosión y el derrumbe de los primeros edificios mequinenzanos a principios de la década de los 70. La historia  parte de ese “ahora”, del momento en el que se observa, al tiempo que se narra, la demolición y el abandono obligado de Mequinenza y, también, del mundo que en su interior ha ido atesorándose a lo largo de los siglos. Es, por tanto, un “ahora” emotivo y crítico, pues, por un lado, se descubren las hechuras de una realidad, hasta entonces oculta por el manto de la rutina que destila el día a día;  y porque, por otro, el dolor se hace presente ante el descubrimiento de la realidad física que supone la ausencia definitiva de todo cuanto se ama y dota de sentido. Son escenas que conforman el principio de una realidad que tiene forma de ausencia definitiva y que, tan sólo, podrá ser atrapada, a partir de ese ·ahora”, mediante los recuerdos. Y, también, son escenas que marcan el término de otra realidad, la del fin de un presentimiento agónico que ha estado aleteando sobre Mequinenza y sus gentes desde que comenzó la construcción del pantano. Ambas presiden todo cuanto Moncada acomete en la narración de su especial universo, tan vital en casi todas sus novelas y relatos. Esa es la esencia de su fuerza narrativa, al tiempo que el destino implacable, conocido y presente, que guía los recorridos del  discurrir  narrativo de las historias creadas por Moncada. 

 

No en vano, desde este instante - trágico para la colectividad que la villa representa y, por supuesto, para quien accede a la lectura de la novela o de gran parte de sus relatos- se produce en Cami de sirga una retrospectiva plural, gracias a las diversas historias contadas por los personajes que sostienen el edificio narrativo. Una retrospectiva que, además, deviene ya en el único mundo que puede ser real.

 

Se trata del ofrecimiento hecho a base de recuerdos por una serie de individualidades - de diferente condición social y narrativa- o de personajes que poseen dimensión colectiva –Familia Torres, por ejemplo- o, incluso, de personajes simbólicos – Doña Carlota…- que, con su particular y peculiar historia a la espalda, posibilitan una visión parcial para, en su conjunto, granar la panorámica más completa y verosímil de la vida social y espiritual. Una “mirada” múltiple que, a lomos del recuerdo, bucea por el pasado y nos trae todo lo esperado o imaginable: Desde la beatería al anticlericalismo, desde el trabajo a la diversión, desde la realidad al esperpento…. Pero, atención, la “mirada” múltiple se lanza sobre realidades que ya no existen porque las explosiones y derrumbes descritos por el autor al comienzo de la novela son quienes, de verdad, conforman la última realidad física existente. Por tanto, todo carece de la solidez del futuro. Lo que se cuenta, tan sólo es pasado inexistente, aunque sea pasado evocado y sen os permita ver, incluso, como envejecen los personajes. Por ello, es tan explicable la escasa sensación sobre el transcurso del tiempo –tiempo de duración del relato-, la estructura circular de Camí de sirga  y la continua intertextualidad que preside la narrativa de Moncada.

 

La “mirada” persigue el alma de la colectividad de Mequinenza y su entorno. Persigue  el rescate de la memoria a través de diversos círculos concéntricos que abordan desde lo material a lo inmaterial, de lo individual a lo social, desde lo íntimo a lo convencional . Y todo ello, en aras de evitar que la carga existencial que ha definido a Mequinenza y sus gentes en el tiempo y en el espacio se pierda en la corriente del olvido. Para que a la memoria –esta es la única razón de tener consideración y de ser humanos, pues a eso nos reducimos los humanos: a memoria - no le suceda lo mismo que a la realidad física de los edificios y  muelles de la villa Mequinenza, desaparecidos tras la potencia de las detonaciones o con el traidor lameteo de las aguas retenidas por el pantano. Está claro: un suceso se encadenará a otro,  un recuerdo llamará al siguiente, un personaje buscará a otro. La individualidad de un hecho, del recuerdo, de un personaje se ensancha, se funde y se reconvierte para dotar de esencia y así poder interpretar lo colectivo.      

 

 Al final, desde el flash back que inicia la novela -un flash back que permite simultanear historia y presente, recuerdos y realidad, añoranzas y crítica además, lógicamente, de hacer brotar la imaginación-, Cami de sirga conforma una retrospectiva de plural procedencia y de varia dirección que se apoya en una memoria fértil y prolija, tanto en precisión como en detalle. Aspecto éste que concuerda a la perfección con el entretejido de las historias individuales antes mencionadas, las cuales se hunden, con suma nitidez, hasta los inicios del siglo XX y, de manera menos precisa, por determinados momentos del XIX. De esta manera surge el mito: a partir de una memoria colectiva, recuperada en retazos, avivados todos ellos por lo trágico de una desaparición y, sin duda, también por el cruel destino que espera siempre a todo que cae en el seno ineludible del olvido.

 

Sin embargo, también se debe advertir que, aunque es evidente el uso a conciencia de ese mundo desaparecido y de su narrar doloroso que, por lo general, se escora  hacia la tristeza y la elegía, Moncada ha sabido y ha conseguido distanciarse. En especial, gracias al tratamiento irónico con el que dota a gran parte de sus materiales narrativos. Y, también, por la sutil punzada con la que ensambla una historia real novelizada, construida con el cañamazo ya mencionado que proporcionan infinidad de pequeñas historias. Historias que, a su vez, posibilitan también la aparición de lo poético, del símbolo (11), la nostalgia, la crítica, el sarcasmo, el humor, lo carnavalesco…mostrando así la pericia de Moncada que, a su vez, incita a la reflexión plural. Pues, sus relatos y novelas, a través del alma perseguida –esa Mequinenza siempre presente, rescatada y evocada-, constituyen también un solar adecuado para el odio, el amor, el poder, la guerra, la violencia,  

 

La memoria reconstruye un amplio periodo temporal y evoca y recupera espacios físicamente desaparecidos. Resumiendo, podría decirse que las mencionadas microhistorias que aportan los múltiples personajes del universo creado por Moncada (12) se impregnan de historicidad. Pues, por un lado, se apoyan en la verosimilitud que destila la realidad cotidiana que Moncada capta con rasgos próximos a lo etnológico –visión de oficios, costumbres, por ejemplo- y, por otro, se incardinan a los grandes hitos históricos que han definido y definen la existencia reciente de Mequinenza –siglos XIX y XX-. Y, tal como ya se ha dicho, obviando cualquier localismo, para, en último término, crear una macrohistoria o una crónica generalizable, capaz de proporcionar  que el universo menquinenzano de Moncada conforme una metáfora de la sociedad española de parte del siglo XX.

 

Por otra parte, es esta misma evocación la que permite -al revivir lo no existente desde el punto de vista físico- que afloren también la imaginación y la fantasía. Sobre todo gracias al carril brindado por la pluralidad de perspectivas aportadas por los distintos personajes del universo coral de Moncada, cuyos antecedentes están ya muy visibles en los libros de relatos que preceden a Cami de sirga. Circunstancia que, también, en la última obra, Calaveras atontes, vuelve a tomar fuerza, puesto que posee consistencia coral a pesar del a independencia inherente a los relatos –de nuevo, una “mirada” omnisciente que tiende a la colectividad: el secretario de juzgados-. Y, también, porque aborda la vida y comportamiento de unos personajes que, además de descansar en la Mequinenza moncadiana, adquieren volumen gracias a ésta.

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Notas:

(1)

(2)

(3)

(4)   

 

(6) En Estremida Memoria, tercera y última novela de Moncada, se nos transporta a la Mequinenza del siglo XIX, Caspe y alrededores, puesto que se reconstruye y narra un hecho de vital trascendencia en la villa. Se trata de un suceso de crónica negra que, al mismo tiempo, fue también realidad histórica y que, en la novela, se mece en las olas de la imaginación Un suceso de bandolerismo, trágico, que aún vive en la tradición oral desde el lejano otoño de 1877. Otra vez, la tradición oral y la historia se funden en el trabajo creativo de Moncada. El asalto y muerte del recaudador de impuestos –además de la muerte de un arriero y un guardia civil- que conllevaron el  fusilamiento de los asaltantes en Mequienza estaba vivo en la memoria de Jesús Moncada y del os habitantes de Mequinenza y fue accionado narrativamente cuando en el juzgado de Caspe se halló el manuscrito del escribano que siguió el proceso.

(7) Aunque el escenario principal se traslada a una imaginaria Terralloba que, sin duda, tiene mucho que ver con la Zaragoza de Moncada estudiante, Mequinenza y su entorno sigue siendo centro gravitatorio del universo narrativo de Moncada. El protagonista es un joven estudiante mequinenzano quien, lejos de su villa, observa la realidad de la España de los años 50, ejecutando un retrato pormenorizado de Torrelloba, dominada por la Iglesia y el estamento militar. Pero, mientras lleva  acabo este retrato, en el fondo de la historia se escuchan ecos del pasado más reciente –Guerra civil, por ejemplo-, donde Mequinenza, de nuevo, es el eje central.

(8) La obra de Moncada –en especial, Cami de sirga- ha sido traducida a más de veinte lenguas: ruso, húngaro, portugués, inglés, danés, francés, alemán, sueco, holandés, rumano, esloveno, polaco, vietnamita, japonés… además de castellano, gallego o aragonés.     

(9) Más concretamente Mequinenza es la rica simbiosis de un habitat fluvial con economía minera en un ambiente rural que hunde su origen en la Historia.

(10) Mequinenza, una villa con enjundia, historia y prosapia, fue víctima clara, en aras del famoso “bien común”, del desarrollismo español de los años 50 y 60. En 1950 se iniciaron las obras del pantano, obras que finalizaron en 1966. Son, por tanto, 16 años de incertidumbre y agonía, prolongados hasta el final de la década de los 60 con una luchas in futuro.

(11) El Ebro, por ejemplo, fuente de vida, acaba configurándose como un símbolo bastante significativo y claro: Mientras el río ha fluido libre, Mequinenza ha gozado de vida. Al estancar su aguas con el pantano, al aprisionarlas y dormirlas, la población también queda fijada en el tiempo, quieta. Es el tiempo del olvido. O, también, la vida es como un camino de sirga, a contracorriente, para evitar que se llegue demasiado pronto al mar, que es el morir.     

(12) En varias entrevistas Moncada ha reiterado que, en proceso de construcción de  sus novelas y, en particular, en el de Cami de sirga, sobre la experiencia personal está también la experiencia de otros mequinenzanos. Afirmaciones que bien podrían explicar no sólo la abundancia de la microhistiria, sino también los continuos cambios de perspectiva temporal, conseguidos gracias a la memoria evocadora de tal o cual personaje. Un ensamblado difícil y laborioso que, sin embargo, está perfectamente conseguido.

 



[1] Premi Burgés 1970 (La lluna, la pruna), Premi Joan Santamaría 1971, Premi “Crida als escriptors Joves”1971(Crónica del darrer rom) y Premi Jaume March (La pell del riu).

[2] “Tres propostes prou engrescadores pera la jove narrativa catalana”, El Mon, 15-X-1982.

[3] En el “Ciutat de Barcelona” Moncada compartió, nada menos, premio y cartel con Pere Gimferrer y Manuel Vázquez Montalbán, mientras que en la final del “Nacional de Literatura”, lo hizo con Bernardo Atxaga, Carlos Barral, Julio Llamazares, Juan José Millás y Vicente Molina Foix.

[4] Varios años de  trabajo y siete reescrituras necesitó Camí de sirga antes de ver salir de la imprenta. Cuatro años y tres reescrituras Estremida Memoria”…

[5]

[6]

[7]

Escrito en Lecturas Turia por Ramón Acín

 

La consagración como gran escritor parece haberle llegado a Chirbes tras la publicación de sus dos últimas novelas: Crematorio (2007) y En la orilla (2013), con las que ha obtenido –entre otros- el Premio de la Crítica. ...

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Escrito en Lecturas Turia por Fernando Valls

Javier Cercas: “Quien no asuma riesgos, que no sea escritor”

La entrevista empieza sin haber empezado. Javier Cercas se frota las manos, un gesto inocente si no desprendieran cal contra el suelo. Acaba de terminar un libro, faltan semanas para que llegue a las tiendas y la energía que le ha sobrado la va a emplear aquí. Pero, como lo último no es lo último sino lo siguiente, no está ocupado en él, sino en unas ponencias que debe dictar el año que viene en Oxford, donde ha sido invitado como Weindenfield Visiting Professor por el departamento de literatura comparada del St Anne’s College.

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Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

Larrea vs. Buñuel

19 de noviembre de 2014 08:42:27 CET

Entre los proyectos nonatos de Buñuel (papel sin celuloide), como Goya, Là bas, El monje, Johnny cogió su fusil, Agón, Fortunata y Jacinta, La casa de Bernarda Alba, Bajo el volcán, Pedro Páramo y tantos otros, sobresale uno por su singularidad y por la dilatación en el tiempo de la voluntad por convertirlo en película: Ilegible, hijo de flauta, un trabajo singular de Juan Larrea cuya trayectoria como proyecto cinematográfico transita desde 1927 hasta finales de la década de 1960. Varios de los guiones citados habían sido publicados anteriormente, sobre todo por iniciativa del Instituto de Estudios Turolenses, y ahora ve la luz éste último auspiciado por la editorial andaluza Renacimiento, en colaboración con el propio Instituto de la Diputación de Teruel y la Universidad de Bérgamo. Su profesor Gabriele Morelli es precisamente el encargado de realizar una edición que sobresale por su rigor filológico y que incluye toda la documentación necesaria para reconstruir la historia del texto. A saber: una introducción que contextualiza los avatares de su redacción, el proceso de correcciones e intervenciones sobre el original y el largo debate entre los dos creadores (que podría resumirse en una lucha de egos y de intereses intelectuales y económicos); la evacuación de la correspondencia entre Larrea y Buñuel, que pone en evidencia tanto la coincidencia de intereses (convertir el argumento en film a partir de un material literario de común sensibilidad) como las grandezas y miserias de una colaboración demasiado prolongada en el tiempo y destinada al fracaso reiterado; notas varias del escritor sobre su texto; la reproducción completa del argumento fechado en 1957 (el más elaborado de ellos y, por tanto, el considerado como definitivo por su autor); y la adaptación fílmica realizada por Buñuel a partir de él en forma de guión técnico.

            En 1927, una crisis espiritual lleva a Juan Larrea a escribir en París Ilegible, hijo de flauta, un relato breve que se nutre del –para entendernos- movimiento surrealista, que por esa misma época tanto influye en Buñuel y Dalí para su concepción de Un perro andaluz. Perdido el texto original durante la Guerra Civil española, será en 1947 cuando un grupo de amigos incite al escritor vasco para que colabore con el director aragonés, entregándole una sinopsis para que, ante el interés de una productora norteamericana, fuera convertida en película. El proyecto se duerme hasta diez años después, cuando es Buñuel quien toma la iniciativa de su realización tras convencer al productor mexicano Barbachano Ponce: Larrea, en colaboración con su hija Luciane desde Buenos Aires, alarga el texto para convertirlo en un guión de duración estándar, pero una desavenencia a propósito de una escena (la de los Testigos de Jehová) que el autor considera imprescindible pero Buñuel ha aceptado suprimir por problemas presupuestarios, rompe el acuerdo y la amistad entre ambos. En 1963, Buñuel vuelve a la carga, pues planea incluir Ilegible en un film de cuatro episodios (que incluye la adaptación de textos de Cortázar, Carlos Fuentes y Wilhelm Jensen); el proyecto vuelve a truncarse y sólo en 1980 el relato verá definitivamente la luz cuando, a instancias de Octavio Paz, la revista mexicana Vuelta decida publicarlo en sus páginas.

            Esa es grosso modo la historia imposible de Ilegible, hijo de flauta. Morelli describe el complejo argumento que ahora se hace público con el sintagma “entre el irracionalismo y el simbolismo”; es indudable la impronta surreal que constituye su columna vertebral, con imágenes chocantes y elementos que apelan al subconsciente. Larrea dinamita la lógica causal en el encadenamiento de aconteceres del relato, en una estrategia que evidentemente lo entronca con Un perro andaluz y que parece una reacción militante contra el cine naturalista que explícitamente condenó. El brote onírico y la ruptura espacio-temporal, el simbolismo agresivo y fulgurante y el disparate narrativo fueron materias primas con las que Buñuel edificó no pocas de sus obras, por lo que la unión de ambos talentos (sobre todo pensando en la capacidad del aragonés para verter en imágenes de manera productiva el torrente de ideas ideado por Larrea) hace pensar en la fertilidad de su hipotética conversión en forma fílmica. Policías que se suicidan en cadena, amantes escondidos en el armario, mujeres que se asemejan a la estatua de la Libertad o a la Venus de Milo, angelicales seres que expiran en brazos de Ilegible, un choque de trenes en la señera fecha 18 de julio de 1936, marineros que navegan en busca de una isla flotante, un cofre lleno de dentaduras postizas, una reunión de Testigos de Jehová, un león que dormita y se parece a León Felipe…, son algunas imágenes que, con una leve ilación, van desfilando a lo largo de unas páginas abiertas tanto al choque ilógico de ideas como a un simbolismo cargado de intenciones religiosas, políticas y culturales. La conclusión del texto es de una belleza conmovedora: “Destaca sobre el cielo un gran bulto de mujer, algo así como una inmensa estatua de la Venus de Milo con sus dos brazos completos el derecho levantado a la manera de la estatua de la Libertad. Como una antorcha parece tener el globo del sol en la mano. Esta mujer es exactamente la misma que alumbrada por el sol poniente se le mostró desnuda en el bosque. (…) El trigo sigue creciendo con tan rápida intensidad que en un momento oculta a Ilegible y Avendaño de nuestra vista”. Ilegible parece haberse instalado en un universo situado fuera del tiempo y el espacio, en el que el único valor sea la libertad, asociada (como en Cernuda) a la ausencia de deseo.

            La edición de Ilegible, hijo de flauta permite conocer mejor –si ello es aún posible- los métodos de trabajo de Luis Buñuel a la altura de 1957, no sólo por lo que se refiere a su voluntad por atenuar (a veces en contra de su fama) los desvaríos o los efectos gratuitos, sino también a la parquedad con que solventa el contenido técnico de su adaptación: generalmente éste se reduce a la escala de la toma (de close-up a full-shot) y los procedimientos de transición entre planos o escenas (corte, fade in), lo que hace pensar que el realizador dejaba para el momento del rodaje las soluciones lingüísticas, técnicas y estéticas de cada elemento fílmico. Pero sobre todo, se trata de un libro que viene a sembrar nuevas luces (y también sombras nuevas) sobre los avatares y problemas que genera un medio de expresión colectivo (y muy caro) como el cine cuando sobre él se vuelcan genios creativos y narcisismos incontrolables. Su historia está llena de estos conflictos, y éste es uno de los más singulares y reveladores. Así, la película Ilegible, hijo de flauta nunca vio el sol. Quedan, ahora, a disposición del lector los textos y, con ellos, una parte de la Historia de la cultura hispana del siglo XX. - PABLO PÉREZ RUBIO

 

Gabriele Morelli (ed.), Ilegible, hijo de flauta. Argumento cinematográfico original de Juan Larrea y Luis Buñuel, Renacimiento (con la colaboración del Instituto de Estudios Turolenses y la Universidad de Bérgamo), Sevilla, 2007.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

Vigilia

18 de noviembre de 2014 11:55:19 CET

De noche, algunas veces,
cierro al invierno las contraventanas;
acallo todo mal, todo sonido
salvo las campanadas del reloj
y, tras unos instantes de penumbra,
enciendo alguna luz;
escojo un libro —casi
por mandato moral— y estudio.
                                                           Siempre
tengo a mi lado este papel en blanco.

El mundo se hace así
brevemente habitable:
deposito cenizas sobre el mar
o brasas en la nieve;
hago incisiones, podo, cavo, injerto
de palabras y ausencias un jardín
ignoto. Sueño el mar
junto a las escolleras, desatado...
y mi padre el dolor, como otras veces,
acaba por marcharse a descansar.

Yo le dejo dormir. Camino lento

para salir bajo mi lluvia, al raso;
frotarme con las manos la mirada
y en la sombra del agua revivir.

Luego regreso.
Él duerme ya, en figura de león.
                                                    Yo, el resto
de la noche afilada, bajo tierra,
me afano en el velar.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Pérez Leal

Cómo elevar el vuelo, sin ser un ángel, desde un cuarto propio, cómo comprar flores y gatos persas, papel para escribir; cómo lanzar un anzuelo, cómo lanzarse uno mismo como anzuelo para intuir una idea del mundo, para rozar una idea sobre el mundo. Cómo pasar el día con la mano suspendida en el aire, asida a una pluma, al borde de un tintero, al borde del lago. Y qué decir. Y cómo decirlo. Y cómo decirlo en libertad.

 

A Virginia Woolf le preguntaron por su profesión y le sugirieron que hablara sobre ella y sobre las dificultades a las que se enfrentaba una mujer en esa profesión. Como era de esperar, hizo algo más que un catálogo de nudos sociológicos. En esa pequeña conferencia, Virginia señala las condiciones y obstáculos con los que se enfrenta una mujer a la hora de elegir la escritura como profesión, y a la hora, como creadora, de dejar correr la mano sobre el papel con libertad; en no más de cinco páginas, resume toda una actitud frente a la creación.

 

Comprar el papel y la pluma, disponer del cuarto y el tiempo necesario, disfrutar de cierta independencia económica: éstas eran las condiciones materiales. No es poco, y aún era menos poco para una mujer en aquella época. Sin embargo, Virginia Woolf añadía que para comenzar a escribir, además de reclamar aquel cuarto propio y el tiempo y el papel, había que matar al ángel de la casa. Es decir, el acto fundacional de la escritura como profesión, señalaba con serena y compleja precisión, era, en cierto sentido, un acto de violencia. En el caso de una mujer a principio de siglo, se trataba de elegir al otro abstracto que es la escritura frente a los otros particulares.

 

Había que comenzar con un acto de desplazamiento, de violentación del orden establecido, para ejercer la profesión de escritor, seguido de un acto de libertad extrema en el decurso de la conciencia para vivir como tal: estas son las premisas que Virginia Woolf reclama para la creación. Aunque sea desde un lugar distinto del prisma, me parece que las observaciones de Virginia Woolf continúan siendo vigentes. Preguntarse por el actual ángel de la casa, preguntarnos sobre cuáles son los fantasmas de contención con los que se enfrentan hoy los creadores, y, suponiendo que se puedan conjurar, preguntar si se enfrentan hoy con libertad –como mujeres, como hombres- sin la coacción de la mirada sancionadora externa a la que alude Virginia, ¿acaso no siguen siendo tareas necesarias?

 

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*Conferencia dictada en la National Society for Women’s Service el 21 de enero de 1931. Póstumamente publicada en La muerte de la polilla, 1942

Es posible que en estos años las dificultades para iniciar la creación y afrontarla con libertad sean menos disímiles entre hombres y mujeres, sin embargo creo que, en cierto sentido, son más complejas para ambos sexos. Los ángeles domésticos y los espejos petrificadores no han perdido ni su persuasión ni su severidad.

 

Alas: la escritura como profesión

Volvamos al acto fundacional de la escritura: matar al ángel de la casa. Virginia se refería con esta imagen al popular poema de Coventry Patmore en el que éste elogiaba a su perfecta esposa victoriana. Según la intepretación de Virginia, esa perfecta esposa era una especie de lubricante de la realidad, una mezcla de ángel y duendecillo, malicioso si era el caso, que se encargaba de limar asperezas, engrasar los goznes para que no chirriaran, moderar desavenencias, apaciguar desencuentros y facilitar el curso de los acontecimientos previstos. En principio no parece una mala tarea, salvo porque no hay opción ni imprevistos. El ángel de la casa custodiaba un orden ni elegido ni cuestionable, y lo hacía bajo la brújula de la renuncia y la abnegación.

 

En esa pequeña conferencia, Virginia Woolf confesaba que si bien creía haber solventado el problema de matar al ángel de la casa, sin embargo no había podido solucionar el conflicto del espejo; es decir, si bien los hombres eran libres para entregarse al acto de la creación en términos de imaginación y trance, las mujeres no podían hacer tal cosa. Podían, sí, reclamar su cuarto, reclamar la remuneración por su trabajo, reclamar su deseo de no ser las conciliadoras perpetuas de lo irreconciliable, pero el ejercicio extremo de la imaginación para crear la obra de arte estaba aún lejos. La descripción es sencilla y transparente, la joven mujer, que no sabe en qué consiste ser una mujer, ni cree que nadie pueda saberlo, ya ha escrito un artículo, lo ha enviado en un hermoso sobre, se lo han publicado, le han pagado por ello y con ese dinero ha comprado un gato persa: algo tan inútil como bello y necesario. Ése es su primer acto de escritora profesional, comprar un gato persa. Con ese acto y el de encerrarse a escribir su cuarto propio, Virginia entiende que ha matado al ángel de la casa.

 

Regreso entonces a la pregunta, con qué ángel se encuentran hoy la escritora o el escritor, la poeta, el compositor... Desgraciadamente, podemos hoy todavía preguntarnos, como Virginia, si en el ejercicio de la escritura hay algún obstáculo mayor para las mujeres que para los hombres. Sin embargo, no es esto lo que me interesa señalar, sino que el acto de la escritura, la decisión de escribir, se inicia con un acto de perturbación del orden, un acto de serena violencia que lleva a la escritora a la aniquilación de la gestualidad que le es impuesta. No estoy muy segura de que podamos seguir explicitando, con la “libertad” con que lo hizo Virginia, que es necesario ese grado de violentación de la realidad social e ideológica para, siquiera, empezar a plantearse el acto “profesional” de la escritura. Me temo que hoy no estamos menos impelidos a no generar conflictos, más allá de lo admisible, de lo que lo estaban hace casi un siglo los ángeles de las diversas casas. Quién de entre los profesionales compra hoy con su primer “sueldo” de escritor el camaleón de Keats, el barril de Diógenes, la itinerancia de Rilke, el pan con dos cerillas de Vallejo, en lugar de la mantequilla para las tostadas o la hipoteca de la casa. Así lo enuncia Virginia, así podemos enunciarlo hoy. Todo es entendible, sobrevivir es también vivir, comer pan con mantequilla, necesario. Pero no lo es menos el gato persa, la belleza del camaleón, la verdad de la belleza y la decisión de no asumir algunas contingencias. Al menos no todas. Ni es menos necesario tomar la decisión de no tener contento a todo el mundo, cosa terrible.

 

Matar al ángel de la casa: primer escalón, de ascensión o de descenso.

 

Espejos: la metamorfosis de la escritura

Pero esa mujer es ambiciosa y quiere algo más que ser una “profesional” de la escritura, esa mujer quiere un acto libre de imaginación y creación, quiere levantar la mano, aferrarla a la pluma y, una vez que le ha lanzado el tarro de tinta al ángel de la casa, como el que lanza una piedra a un estanque, una vez que ese receptáculo de líquida escritura le ha dado muerte al ángel, quiere algo más. El acto de asesinar al ángel es una experiencia laboral, social, no le basta con documentar y testimoniar, y ahora quiere una experiencia de creación de escritura, de imaginación. Pero no es posible:

 

“Quiero que me imaginéis escribiendo una novela en estado de trance. Quiero que penséis en una joven sentada, con una pluma en su mano, que durante minutos, e incluso durante horas, no sumerge en el tintero. La imagen que llega a mi mente cuando pienso en esa joven es la imagen de un pescador que yace hundido en sueños al borde de un profundo lago con una vereda que se extiende alrededor del agua. Dejaba que su imaginación se derramara libremente sobre cada roca y en cada grieta del mundo que yace sumergido en las profundidades de nuestro ser inconsciente. Entonces sucedió la experiencia, la experiencia que creo menos frecuente entre las mujeres escritoras que entre los hombres. La línea se fugó entre los dedos de la joven. Su imaginación se había desvanecido. Había buscado los estanques, las profundidades, oscuros lugares donde dormita el pez más grande. Y entonces algo se había quebrado. Hubo una explosión. Hubo espuma y confusión. La imaginación se había estrellado contra algo duro. La joven despertó de su sueño. Estabo en un estado de la más aguda y extrema angustia. Para decirlo sin rodeos, había rozado algo, algo sobre el cuerpo, sobre las pasiones que no le cabía a ella nombrar como mujer. Los hombres, su razón se lo decía, se habrían quedado pasmados. La conciencia de lo que los hombres dirían de una mujer que dice la verdad sobre sus pasiones la había expulsado de su artístico estado de inconsciencia. No podía escribir más. El trance se había desvanecido. Su imaginación no podía continuar creando. Creo que esta es una experiencia muy común entre las mujeres escritoras, se encuentran impedidas por el extremo convencionalismo de su sexo.”

 

Esa joven mujer quiere un acto de creación, un gesto que le permita entrar en contacto con lo desconocido, con lo que desconoce de ella y con lo que desconoce del mundo, y, si es posible, con lo que el mundo desconoce de si, es decir, con lo otro. Busca un acto de creación que se refleja en un espejo de doble naturaleza. El vuelo de la libertad creadora se anuda no tanto a las alas de un ángel como a las aletas de un pez, es decir, para que el vuelo no carezca de identidad y se convierta en una losa ha de sumergirse antes en lo inconsciente, individual o colectivo. La joven escritora, que bordea la orilla del lago y que ve el pez de lo inconsciente al fondo, sabe que debe prescindir de las preocupaciones que le pueda suscitar su imagen como mujer para poder sumergirse en busca de ese acto de creación; ha podido atravesar, como Alicia, el espejo de su propia mirada, pero no ha podido hacer lo mismo con la mirada del otro, ese otro que es el azogue, el que convierte una superficie transparente en un espejo, y que delimita lo que se refleja. En esta época, me pregunto si hay siquiera un espejo para la tarea del escritor, si hay siquiera “otro” que espera algo de ese “profesional” de la línea, continua, partida, suspensiva...

 

La creación como un diálogo con y contra los espejos. La creación como un acto de metamorfosis en diálogo con lo otro y en disidencia con lo uno.

 

Me pregunto si podríamos pensar en Orlando como en la respuesta al ángel de la casa. Creo que en parte sí: Orlando no sólo posee un cuarto propio sino un espacio laberíntico e infinito, como el mundo, Orlando no depende económicamente de nadie, y por tanto no le debe servilismo a nada ni a nadie, Orlando participa de ambos sexos porque lo que no necesita que el otro sexo le devuelva su imagen, y, lo que es más interesante, ante tal cúmulo de peculiaridades desplegadas con tanta naturalidad y levedad, a nadie le resulta ofensiva su extravagancia. Orlando es libre de encontrar la manera para desarrollar sus deseos e inquietudes, y, sobre todo, su intensa y a la vez serena necesidad de vincularse a la vida y las experiencias, y meditarlas como mejor le plazca. Todo esto, claro, con muchos matices, nadie es enteramente libre; si bien hay ciertas y distintas convenciones a las que adecuarse, el espacio que le queda a Orlando para ser lo que es, es bastante amplio porque, y esto es lo más importante, Orlando no tiene miedo, su identidad es cambiante y no está comprometida por un espejo petrificado. Orlando atraviesa el tiempo y la cultura y sus trasmutaciones casi como la poesía de Holderlin. Su vida es su escritura y ese interminable poema dedicado a un árbol.

 

Alcanzar esa libertad quizá sea utópico, pero de eso se trata, ¿no?. Al menos de intentarlo. Me pregunto qué escritor en estos días puede encerrarse en su cuarto, con su gato persa, su camaleón, su Odradek, su barata resma de papel, el arma homicida del ángel y lo que queda de éste, su pluma, y dejar correr la mano, a través de las metamorfosis. Cómo acceder a ese trance al que se refería Virginia Woolf sin quedarse paralizado ante la mirada sancionadora de lo que se espera o, lo que es peor, de lo que nadie espera.

 

Bien, convengamos en que, a estas alturas de la modernidad y de la posmodernidad, las prevenciones no son las que eran, pero convengamos también que resulta iluso pensar que estamos libres de sanciones de una u otra índole. En estos momentos, me temo que el doble espejo, ese en el que debemos mirarnos y a la vez el que debemos eludir, no tiene tanto el carácter de azogue moral, que también, como un carácter formal. Porque, ¿cuáles son hoy los espejos petrificados o falsos espejos que paralizan la mano sobre el papel? ¿Los críticos literarios, los estudiosos, los medios de comunicación o silenciamiento, el mercado, el río del clasicismo y la tradición del que cada artista debe ser despositario o de la que debe huir? Y ¿cuántos están dispuestos a sumergirse en el trance al que se refiere Virginia y regresar siendo otros? ¿Qué otros serían esos, y, para quién? Intuyo que ésta es más una época de cambios que de transformaciones, y que, en cierto sentido, la literatura ha renunciado a su poder alquímico de transformación. Convertida la cultura en consumo de ocio, convertidas las filosofías y las religiones en materiales arqueológicos, desprestigiadas las revoluciones, ignorados los recursos retóricos que no acudan al naturalismo, normativizadas formalmente las piezas artísticas, de la índole que sean (cuadros, poemas, películas, canciones, piezas de teatro, novelas), resulta cada vez más complicado, que no complejo, dejar correr la mano en libertad. Si la libertad de un creador fuera escribir un poema en prosa de quinientas páginas, o realizar una saga fílmica de veintisiete cortos de tres cuartos de hora de duración cada uno, o una novela por entregas en capítulos de tres renglones... Sí, esa libertad sería posible, como lo sería un circo de fantasmas, pero me temo que sólo bajo la intermediación de mecanismos publicitarios que enfatizaran no su carácter de objetos de conciencia sino de divertimento extravagante. Me pregunto, en realidad, cuál es el espacio de diálogo que ahora se le otorga a la creación.

 

Coda: anzuelos y piedras

De buenas intenciones está empedrado el camino del infierno, reza el refrán, y la cuestión es como enfrentarse a la escritura sin confundir las alas con piedras ni la profesión con la creación. Cómo no terminar con los bolsillos llenos de piedras, creyendo que son las alas de la profesión. El que esté libre de pecado que tire la primera piedra.

 

Virginia Woolf no daba soluciones, se limitaba a poner el dedo en la llaga, a nombrar con lucidez no exenta de consternación, las dificultades que advertía y creía necesario salvar. Las nombraba como un San Jorge derrotado frente al dragón que habría deseado ser un Jonás que regresa del vientre de la ballena. Han pasado los años, y me parece que la enseñanza se mantiene intacta. Virginia exponía en esa breve conferencia sus conquistas y derrotas, sus fantasmas y hallazgos: los anzuelos necesarios para la creación y los detestables como seducción de la complacencia; las piedras necesarias para no perder el camino o para generarlo o para ser lanzadas contra los espejos del orden, y las que nos sumergen en el río sin retorno. Virginia Woolf se balanceó de manera extrema entre la racionalidad y el abismo, entre la transparencia sintáctica y la complejidad semántica, entre las bibliotecas conquistadas o por conquistar y los gatos persas; buscó obcecadamente la manera no de narrar un mundo femenino sino de encontrar el espacio para la mirada femenina. En Una habitación propia escribía: “Es funesto ser un hombre o una mujer a secas; uno debe ser ‘mujer con algo de hombre’ u ‘hombre con algo de mujer’. Es funesto para una mujer subrayar en lo más mínimo una queja, abogar, aún con justicia, una causa; en fin, el hablar conscientemente como mujer. Y por funesto entiendo mortal; porque cuanto se escribe con esa parcialidad consciente está condenado a morir. Deja de ser fertilizado. Alguna clase de colaboración debe operarse en la mente entre la mujer y el hombre para que el arte de creación pueda realizarse”. Esta, parece también hoy, una tarea pendiente.

 

Un cuarto, una desobediencia, libertad para sumergirse en lo inconsciente, diálogo con lo otro: ¿podremos cumplir con estas tareas? Esa joven mujer delgada nombró sin beligerancia, pero asumiendo la complejidad, el conflicto permanente al que se enfrenta la creación. Conciliar lo irreconciliable, asumir las dificultades a las que en cada época están expuestos los creadores, descubrir lo que paraliza la mano, buscar con rotunda obstinación la libertad. Pocas prosas son tan transparentes y sugerentes a un tiempo, tan conscientes de lo que nombra el arte sólo puede ser nombrado de esa manera. Su búsqueda lúcida y desasosegada, incluso en sus textos más breves y aparentemente circunstanciales, es una permanente llamada de atención que nos obliga a preguntarnos por las alas, los espejos, los anzuelos, las piedras.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

Sexo

7 de noviembre de 2014 08:41:57 CET

Primero es el barullo de unos niños

después la asociación con la noche de brujas

la lucidez despacio enmarañada

 

la habitación de enfrente apareciéndose

las cosas que han guardado y lo que miden

las partes de la casa que no vemos

 

la huella del propósito

de releer los cómics de Tintín

la vieja colección de pensamiento

 

la luz de la mañana en la oficina

otro fin de semana reducido

a una tarde por culpa del trabajo

 

y al final el calor en vaharadas

la quemadura tribu de tu abrazo en mi espalda

con el que me preguntas en qué pienso.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ramiro Gairín

Antonio Machado, poeta útil

6 de noviembre de 2014 08:09:30 CET

Todo clásico es autor de una obra de lectura en el tiempo: a lo largo del tiempo, pese al paso del tiempo, contra el tiempo. Para don Antonio la poesía fue, precisamente, palabra en el tiempo.

Él es uno de los grandes clásicos de la literatura española. Muchos de sus poemas han enriquecido mi conocimiento acerca de la existencia humana, del mundo y de mi propio mundo. Aquellos poemas fecundos, tan suyos, que acaban instalándose en nuestra vida, en nuestro tradición particular y que, más allá de leerlos, los recordamos y convivimos en muchas de nuestras situaciones y en muchos de nuestros actos, retos y frustraciones.

Antonio Machado es actualmente un poeta más útil que nunca. Su poesía sirve al ser humano existencialmente, moral, estética, filosófica y culturalmente.

Leer hoy a Antonio Machado es una reconfortante sobredosis de trascendencia: el consuelo de comprobar que la verdad aún no es mentira, porque nunca será mentira la verdad. Es también un faro ético, didáctico y de conciencia crítica que nos previene de los inconvenientes de las prisas, de la banalidad, nos recuerda la importancia del trabajo bien hecho y agudiza nuestra sensibilidad respecto a temas tan importantes como la vida, la muerte, el amor, la ausencia, la soledad, la solidaridad, el paisaje que nos funda contra tanta confusión, y los posos que nos deja el peso del tiempo.

Solo o acompañado -¿o acompañado pero solo?- he cultivado desde mi adolescencia una costumbre, espiritualmente enriquecedora: la interiorización del viaje, de la geografía existencial y literaria de Machado: Sevilla, Soria, París, Baeza, Segovia, Madrid, Valencia, Barcelona y Collioure.

Los poemas más verdadera, dolorosa y estilísticamente machadianos (pese a ser toda su obra verdad, dolor y perfección de estilo) nos demuestran que el secreto de la autenticidad desgarradora de tanta belleza emocionada reside en la rigurosa hondura, lentitud y gravedad con que nuestro poeta sedimenta la visión de las cosas y de los hechos, su decidida comparecencia ante ellos a través de la memoria afectiva, y la posterior, sabia, fidedigna y sincera traslación de los mismos hacia el poema.

Hay un Antonio Machado que, mediante el pensamiento y el sentimiento hermanados, dialoga con la externa realidad para entablar una profunda comunicación entre su mundo personal y el mundo.

Hay otro que monologa con sus fantasmales dioses interiores para no perderse o, si se cree perdido, para reencontrarse mediante un ejercicio de autoafirmación y de reconciliación con la vida.

Acaso sea este último el Machado al que Luis Felipe Vivanco se refiere cuando escribe: “Machado ha escrito una docena de poemas, única cumbre de la poesía española contemporánea, que se pueden poner a la par de las Coplas de Jorge Manrique, del Cántico de San Juan de la Cruz o de los versos religiosos de Lope de Vega”. Poetas que son parte esencial de su tradición más arraigada, junto a Fray Luis de León, Bécquer y Juan Ramón.

Leer hoy a Machado es una actitud de convivencia aplicada entre aquellos poemas suyos imperecederos y nuestras propias experiencias a las que ajustarlos. Para mí, unos veinte poemas que nacen del poeta centrado en un espacio mítico durante un tiempo magnético; que nacen del poeta concentrado en el desierto de su soledad fértil propiciada por la contemplación activa del paisaje, fortalecida por el amor y la melancolía y magnificada por el sentimiento de pérdida que supone la muerte de la amada, Leonor. Entre ellos: “Inventario galante”, “Desde el umbral de un sueño me llamaron”, “Es la tierra de Soria árida y fría”, “He vuelto a ver los álamos dorados”, “A un olmo seco”, “Recuerdos”, “Señor, ya me arrancaste lo que yo más quería”, “Dice la esperanza”, “Allá, en las tierras altas”, “Soñé que tú me llevabas”, “Una noche de verano”, “Al borrarse la nieve”, “A José María Palacio”, “A Xavier Valcarce” o “Estos días azules y este sol de la infancia”.

Releer a Machado me enseña y recuerda constantemente que las palabras son puentes tendidos desde el mundo hasta el ser humano que desea transmitir ese mundo; que la lectura es un diálogo vivo, tolerantemente simbiótico, entre la cosmovisión del autor y la del lector.

He considerado de interés recoger la opinión acerca de la lectura  machadiana por parte de dos extraordinarios poetas jóvenes extranjeros y actuales: el iraní Mohsen Emadí y el bengalí Subhro Bandopadhyay, que residieron varios meses en Soria con motivo de haber obtenido la Beca Internacional Antonio Machado y me honran con su magisterio y amistad. Allí escribió Subhro La ciudad leopardo y Mohsen Visible como el aire, legible como la muerte; libros editados por Olifante con el patrocinio de la Fundación Antonio Machado, del Ayuntamiento de Soria y del Ministerio de Cultura.

Dado que en estos momentos Subrho vive en Nueva Delhi y Mohsen en México D.F., les solicité unas líneas testimoniales de lo que ha representado para ellos la poesía de don Antonio y sus estancias sorianas.

Subhro Bandopadhyay declara: “Me impresionó que, vista desde lo alto, Soria evoca la forma de un leopardo plácidamente tendido. Las calles y gentes sorianas, el paisaje, el frío, la nieve, la luz, han enriquecido mi imaginario metafórico. Ejemplo de ello es este texto: Se podían decir muchas cosas, pero de momento sólo cae nieve sobre un montón de piedras y se ve un camino lejano como una raya de ojos. Hay un hombre paseando por allí con su perro. No se oye nada, sólo el perro está arañando y rascando el aire frío con su pata. De Antonio Machado aprendí a ponerme en la piel de otras personas, a prestar atención a sus puntos de vista. Quiero decir que como poeta, gracias a las lecturas y relecturas de su poesía, comencé a salir de la cáscara moderna del “Yo”, y a incorporar preguntas en mis poemas. Sobre todo me interesan sus apócrifos, que considero semillas para un poeta del futuro.” 

Mohsen Emadi comenta: “Machado ve en Soria la melancolía amarga de una ciudad que decae y parece vivir en el interior del poeta. La poesía alza el cuerpo de Leonor sin escuchar la voz infausta de lo imposible. La poesía sube al Espino y ve hacerse posible lo imposible. Tenía dieciséis años cuando me topé por primera vez con su poema “El crimen fue en Granada”. El mayor poeta iraní del siglo pasado, Ahmad Shamlú, había citado varios versos de dicho poema en su introducción a la poesía de García Lorca. Yo entonces sabía de memoria todas las traducciones de Lorca que había hecho Shamlú y, aún antes de conocerlo a él y tener así acceso a la obra de Machado, había intentado muchas veces, de distintas maneras, reescribir el poema machadiano a través de aquellos pocos versos. La elegía a Orten de Vladimir Holan puede ser leída con la segunda y tercera estrofas del poema de Machado, con la salvedad de que mientras Lorca cobra espacialidad en Granada, el Orten del poema de Holan queda en un no-lugar, en la errancia hereditaria del pueblo judío. En cuanto al tiempo, los poemas de Machado y de Holan dejan a ambos poetas petrificados en la vecindad de la existencia femenina de la muerte. Machado edifica un túmulo de piedra y sueño en la Alhambra y Holan construye una estatua del momento en que el poeta queda inmóvil de modo que la poesía no sabe cómo cobrar vida. Mucho me aporta releer a Machado, incluso para comprender que un poeta que escribe elegías a otro poeta está viendo de antemano su propia muerte y dialoga con ella. Por eso cada elegía es de algún modo un réquiem. A la sombra del poeta de Campos de Castilla, y junto a tantos poemas, estas palabras escribí en Soria: Numancia es un cuerpo vivo transformado en ideal. Una Idea transformada en resistencia. Una resistencia transformada en muda desesperación. Una desesperación transformada en ruina. Una ruina transformada en palabra. Yo fui Numancia.

Leer hoy a Machado es constatar el gran valor de la diferencia entre lo que es poesía necesaria y poesía prescindible, entre lo que es poesía y lo que no lo es. La suya sigue siendo una poesía definitiva, imperecedera. Poesía habitada por palabras como gérmenes cargados con el silencio y el grito de los mundos. Poesía palabra de música, fuente de conocimiento y reconocimiento. Poesía herramienta del espíritu para explorar el misterio de la realidad.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Guinda

Retrato en tres tiempos

4 de noviembre de 2014 10:40:28 CET

En la sala de estar se mece delicadamente la forma de una antigua conversación que quizá nunca tuvo lugar. Esa en la que dos animales se preguntan si la tarde trae consigo algo desconocido pero necesario. Desconocido pero necesario, ¿lo has oído? En la sala de estar vacía rebotan aún las palabras como bolas de billar que buscan un lugar donde detenerse, un agujero en el que esperar; algo que permita que los pensamientos se deslicen y ordenen hasta adquirir la pegajosa forma de una historia que jamás llegará a comenzar. Lo que no existió se resiste menos a la paciencia de quien nada espera, escribe alguien —feliz ante su estúpida ocurrencia— en un cuaderno de tapas blandas y agrietadas. Le observo. Admiro mis manos en su gesto sobre el papel. ¿Te has escuchado alguna vez a ti mismo tratando de hallar un argumento —feliz y neutral— a toda esta acumulación de escenas que se suceden sin más interés que nuestro común deseo de que todo esto acabe? Eso es la vida. Una pregunta. Una pregunta demasiado larga que exige respuestas breves. Nada de sí o no. Basta con un ligero movimiento de cabeza. Una intención. Un pensamiento. Un estar aquí de nuevo. Vuelve, entonces, al principio. (Sí. Ya sé que prometí lo contrario, que todo retorno era imposible, que no cabía posibilidad de vuelta, que nadie nos despertaría, pero como ves las promesas son como esas hormigas que desaparecen ante tus ojos con una pesada miga de pan sobre su lomo. Estaban ahí sólo para que tus córneas tuvieran un objeto sobre el que reposar.) Simplemente ponlo por escrito. Empieza de una vez: ella recoge la mesa. La lluvia golpea melódicamente los aleros de metal  comidos por el óxido. Las gotas tiemblan un instante rojizas antes de caer sobre los coches.

Escrito en Lecturas Turia por Alberto Santamaría

Belleza, entrega y plenitud

31 de octubre de 2014 14:13:48 CET

María Victoria Atencia, nacida en Málaga hace setenta y cuatro años, pertenece por edad a la generación del Cincuenta, si bien su concepción de la creación poética está más próxima a los Novísimos por sus elementos culturales. En todo caso su voz honda y compleja, siempre “entre visillos del alma”, la presta una singularidad difícilmente repetible.

 

Desde la publicación en 1961 de Arte y parte y Cañada de los ingleses, hasta el libro que hoy nos ocupa De pérdidas y adioses, la obra de la poeta malagueña ha ido creciendo de modo orgánico, sustentada en una plenitud interior generadora de armonía y belleza. En su crecimiento hubo quince años de silencio rotos por la aparición en 1976 de Marta y María y Los sueños, durante los cuales se fue fraguando el oleaje interior de su poesía, represado en una forma desprovista de metáforas, poesía alumbrada por la cristalización de los movimientos del espíritu que quedan así esculpidos y evitan su desvanecimiento como el humo. Por eso cada vez que el lector repasa con su mirada el cuerpo transparente de los poemas de María Victoria Atencia, siente bajo la solidez de su superficie un íntimo temblor o irradiación que le conduce a una suerte de comunión con la autora y su mundo, en la que lo real y lo abstracto, lo temporal y lo eterno, forman una unidad constitutiva de plenitud.

 

De “belleza, entrega y plenitud” habla Clara Janés al referirse a la obra de María Victoria Atencia, que se mueve entre lo cotidiano con aspiración de absoluto y germina entre el suelo y el vuelo. Obra que para Miguel Casado se consuma en el “hueco” y se nutre, en opinión de Olvido García Valdés, de la carencia. La luz se impone en ella frente a la oscuridad y la ceguera en un combate donde la casa, los seres queridos, los objetos, el mar y otras manifestaciones de la naturaleza son el territorio acotado por el poema, dentro del cual camina y respira la autora andaluza.

 

Todas las características apuntadas aparecen, con distintas modulaciones, en otras obras suyas, como Los sueños, El coleccionista, Ex libris, Las contemplaciones o El hueco, hasta llegar a De pérdidas y adioses, donde se da un paso más, si cabe, en su perplejidad existencial, en su situarse fuera del tiempo para mejor medir la fugacidad de todo y en su entornarse obediente a una fuerza superior. Y es que, si en toda la poesía de María Victoria Atencia hay un componente de misterio, sagrado, en De pérdidas y adioses pasa a ser un elemento central. Su vena mística aflora con resonancias de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa en perfecta correspondencia con la ambigüedad propia del misticismo, en donde el amado aúna en sí lo más espiritual y lo más carnal: “Qué pudiera ofrecerte por aquella ternura / que me iba devolviendo a los labios el rojo, / a las sienes el pulso, si yo no era siquiera / señora del aliento del agua, y descubría / que más amargo era ser mujer que el acíbar, / más difícil que huir de la gonía, / por más que tú siguieses con tu unción recorriéndome/ entera, y yo sabiéndome abierta a tu ejercicio / como sólo una rosa de Jericó lo hiciera”.

 

Hay en De pérdidas y adioses el sentimiento de pérdida y despedida, como el título indica, pero sin clausurarse nada, pues todo queda abierto, en estado de horizonte: “Después, tras de ajustar / su sombra a medida con un salto / ciego y oscuro y suyo, aún proseguía / alentando mi trazo y testimonio / como si cada día no fuésemos haciéndonos / de pérdidas y adioses, y quisiera / quedarse para mí, dispuesto en un papel / herido de punciones y en el que sólo a tientas / alcanzase a leerlo con los ojos cegados”. Poema éste en el que también aparece otro de los grandes temas de María Victoria Atencia, el del texto como el lugar donde todo sucede, el de la hoja en blanco como espacio del ser. La escritura, la obra artística en general, tiene para ella un carácter salvador de la fugacidad del tiempo, y crea belleza y armonía, como al principio de este comentario dijimos. Con su nacimiento amanece siempre una nueva vida: “Que me recorra un soplo, y pueda yo alcanzar / - sin que quizás me entienda - a escribir cada día / una línea distinta para inventar la vida que me falta, / y me aprenda, y me olvide, pues me sé de memoria después de tantos años. / No deteriora el tiempo la belleza: / la perfecciona en otra manera de hermosura”.

 

El poemario De pérdidas y adioses es, probablemente, el libro más desnudo de la autora malagueña, donde su palabra despojada y esencial, aunque embarazada siempre de lo cotidiano y más próximo, toca fondo en su vida y entabla un silencioso diálogo con la muerte, a la vez que abre una vía unitiva con la divinidad. Hay en De pérdidas y adioses una soledad purificadora, un reconocimiento en la extrañeza y una ternura subterránea que encuentra en la memoria de la madre el hilo conductor de la existencia: “Búscame a mí misma como si sólo fuera / un eco de su luz, copia de su destino, / como una inclinación para irle de la mano, / memoria de mi madre que, en el curso del día, / con gloria o con pesar, en la historia diversa, / proseguía en su oficio de irme precediendo”.

 

María Victoria Atencia mantiene en su último libro ese ritmo sanguíneo que le es consustancial, fundador de lo real y de lo onírico en perfecta simbiosis, ese sentido de la plasticidad que nunca la ha abandonado y esa tensión de hablarnos desde lo habitado, tanto visible como invisible. Sus versos grávidos en trazos leves, fruto de la contemplación, mueven al lector a pasar al otro lado en compañía de las formas, colores y olores familiares, y a sentir cómo el tiempo se suspende en un eterno presente. El tiempo que a todos nos hace y deshace. De pérdidas y adioses tiene, como toda la poesía de esta autora, el hálito de lo perdurable

 

 

 

María Victoria Atencia, De pérdidas y adioses, Valencia, Pre-Textos, 2006

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

Muerte

27 de octubre de 2014 08:14:52 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Noche final, si al fin tengo que verte,

sé una duelista noble y dame el sable

con en el que en nuestro duelo inevitable

no esté dejado yo sólo a mi suerte.

  

Si la naturaleza no subvierte

su orden por más lucha que se entable,

déjame por lo menos la improbable

ocasión de intentar matar mi muerte.

 

Mientras me agujereas el abrigo,

aún en los botones viejas huellas

de mi niñez, yo lucharé contigo,

 

noche en la que me miren las estrellas,

como amantes que, en un cielo enemigo,

sean dulces, crueles, como fueron ellas.

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro García

Delia's gone

21 de octubre de 2014 14:59:46 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Bendito sea el suicidio. 

Lo mejor de nuestro amor fue suicidarnos. 

Tantos suicidas en París, en Nueva York,

en Ginebra, en Londres, en Estocolmo y en Madrid. 

Hombres y mujeres que se arrojan por las ventanas,

desde décimos o undécimos pisos,

intentando volar en el absurdo viento de las ciudades. 

Bendito sea el suicidio, que nos iguala a los ángeles

más famosos en las rutinarias gradas del Universo. 

Es temperamental, la muerte por amor. 

Suicídate, no significa nada, el mundo resplandecerá

aún más y no habrá tristeza alguna porque nadie te ama ya. 

Hombres y mujeres que dispararon negras pistolas

contra sus inocentes y vencidas sienes,

que castigaron  su aparato digestivo

con cápsulas verdes y blancas, rojas y amarillas. 

No soporté que me abandonaras, amor mío. 

No soporté quedarme sin trabajo, amor mío. 

No podía verte con otra, amor mío. 

San Ian Curtis, San Mariano José de Larra, Santa Silvia Plath,

la santa horca, la santa pistola y el santo gas,

y el amor siempre,

el amor

tan asesino. 

Di adiós a tu cuerpo, se ha quedado vacío. 

Bendito sea el suicidio,

que nos aleja de la mirada de todos los Emperadores. 

Bendito sea el suicidio, el gran adiós de los lunáticos. 

Qué bella es la muerte y su hermano el sueño,

dijo un inglés ilustre. 

No podía soportar las nubes, el mar, las calles,

amor mío. 

Cúbreme de tierra, estaré bien no estando,

amor mío.

Cómprame un ataúd barato, estará  bien así.

No hace falta que me recuerdes, amor mío.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

No hablemos de la belleza

20 de octubre de 2014 08:48:15 CEST

 

No, no hablemos hoy de la belleza

(la que desde el origen va unida

a la verdad,

la que bien entendida aún permite

ser humanos

a los que no desean ser humanos,

la que armoniza la naturaleza

y permite que el mundo -¿hasta cuándo?-

aún gire suavemente

en sus goznes).

Recordemos tan sólo

a aquel para quien nunca podrá haber

memoria.

 

Se llamaba José.

Fue el asesinado de nuestra familia.

Fue uno de esos muertos

que hubo en casi todas las familias

de ese país que se llamó Cainlandia.

En concreto, fue uno de aquellos siete mil

y pico que creyeron simplemente

en lo sagrado.

 

Fue un joven agustino.

Dicen que en su voz

poseía la música de Orfeo.

Había logrado huir de su colegio

y en una pensión buscó refugio.

Vestía de paisano, deseaba

quizás estar en paz

consigo mismo y con aquel Madrid

convulso,

pero una noche

hombres airados fueron en su busca.

Fue llevado hasta el barrio

de Tetuán, a la checa

del Cine Europa,

donde fue torturado,

sin causa, hasta la extenuación.

 

Luego, fue conducido hasta un lugar

que todavía hoy suelen llamar

“El Quemadero”

 

(un basurero entonces de la ciudad,

allá por donde hoy –¡ironías del destino!–

se alza un hospital al que llaman “La Paz”).

Allí, en “El Quemadero”,

entre los desperdicios,

José fue asesinado y sepultado.

Para él no habrá jamás

ni justicia,

ni tumba.

 

Tenéis razón, no hablemos de la belleza hoy.

No digamos tampoco quienes fueron

los cobardes.

Sin ira y sin rencor,

tengamos simplemente un piadoso recuerdo

para aquel inocente

y para sus asesinos

sin rostro.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Colinas

Muerte lenta

9 de octubre de 2014 08:21:31 CEST


  ¡Cabalgar en el viento, 
 viajero de los mares sin retorno: 

 no dejar otra huella 
 que la que deja el pájaro en las nubes! 

 Li-Po
 
 
 


Todo lo que persigo y no está escrito en el agua
ni en el palimpsesto continuo de los sueños,
viene a aflorar en mi interior con la llegada de los ánades
como una blanca prímula que subyace en los riscos,
ajena a los eventos de las civilizaciones.

  
Todo está ahí como ausente,
en un letargo silencioso y umbrío,
desvinculado de los días y las noches que emergen.
 

No hace falta más luz, las cigüeñas volvieron
a sus orígenes de arena y vientos cálidos;
no volveré a sentir su crotorar monótono
hasta el próximo estío.

 

Esa es la condición de los humildes,
ver pasar como un tren las estaciones
hasta llegar al próximo destino:
"Estación Términi. Fin del trayecto.
Rogamos desalojen los vagones".

Escrito en Lecturas Turia por Emilio Amor

Las cicatrices de la vida

9 de octubre de 2014 08:20:59 CEST

“Piensas que nunca te va a pasar, imposible que te suceda a ti, que eres la única persona del mundo a quien jamás ocurrirán estas cosas, y entonces, una por una, empiezan a pasarte todas, igual que le suceden a cualquier otro”. Así da principio a su relato un novelador de las casualidades de la vida, un escritor del azar poco propenso, sin embargo, a las “alteraciones fantásticas de la realidad”, convencido de que tanto el cinismo como el convencionalismo distorsionan los hechos, sabedor de que uno no puede escribir sobre una persona si no siente un gran afecto por ella. El gran experimentador de formas y lenguajes, atrevido a la hora de combinar las secuencias de la historia y las instancias del narrador, el renovador de la construcción estética, mediante una peculiar simbiosis de realismo y enigmas lingüísticos, sigue utilizando su vieja máquina de escribir portátil, aquella Olympia de segunda mano por la que pagó cuarenta dólares en 1974. Pero ahora, el narrador transfigurado, que continúa reflexionando sobre la escritura desde un ámbito introspectivo, acaba de cumplir sesenta y cinco años y advierte que ha entrado en el invierno de su vida.

Novelista, poeta, ensayista, traductor, editor, guionista, director de cine…, Paul Auster es el autor de veintitantas obras, publicadas en España por la editorial Anagrama. Traducido a más de treinta idiomas, es uno de los máximos exponentes de la literatura norteamericana contemporánea. El joven inquieto de New Jersey, tras adquirir una sólida formación literaria en la Universidad de Columbia, se emplea durante seis meses como marinero en el Golfo de México. Es un momento en el que no sabe qué hacer con su vida. Finales de los sesenta. Tiempos de agitación social, perplejidad y zozobra, y hora de buscar respuestas. En 1970, con el dinero obtenido en el petrolero, se marcha a París donde pasa cuatro años y se gana la vida realizando múltiples actividades: trabaja como traductor, “negro” literario, cuidador de una finca..., y escribe, que es lo que realmente desea hacer. No satisfecho con los resultados de su prosa –ha comenzado dos novelas que llegarán a la imprenta muchos años después–, se dedica a la poesía –un ejercicio que le vendrá muy bien luego para poder esbozar las complejidades de los personajes con las palabras precisas. A mediados de los setenta compone también algunas piezas dramáticas, pero al final de la década, instalado ya en Brooklyn, experimenta una profunda crisis personal y artística que le obliga a detenerse en seco para empezar de nuevo.

Su carrera despega a mediados de los ochenta, con la publicación de la Trilogía de Nueva York, un tríptico que explora el vínculo entre el pasado y el presente, la propiedad esquiva del lenguaje y la disociación de la identidad. Luego, con El palacio de la luna, llega la acreditación internacional: estamos ante el mejor libro editado en Francia en 1990, según la revista Lire, y su autor es conceptuado de “mitad Chandler, mitad Beckett”, aunque tal vez habría que dividir en tercios y permitir que irrumpiera Kafka. Sea el narrador un perro, como en Timbuktu, o un niño que puede volar, como en Mr Vertigo, siempre reflexionará sobre la naturaleza de la creación artística, así como sobre su relación con la vida y su capacidad redentora. Es el territorio familiar que describíamos al reseñar El libro de las ilusiones: relatos dentro del relato; digresiones que complican la acción y suspenden el tiempo de la historia; estilo sincrónico y elíptico; tono de misterio, fantasía y humor, aderezado con elementos de tragedia y romance, de farsa y melodrama, en equilibrio controlado; giros bruscos de la trama, sorpresas e interrupciones repentinas, casualidades, situaciones gemelas y finales con anticlímax o explícitamente ambiguos; textos plurales, alusiones, resonancias extrañas, y personajes conformados por la literatura, el destino y los cambios de identidad. En todo caso, argumentos que resultan apasionantes y que se leen con verdadera fruición, pues poseen “todo el suspense y el tempo de un thriller exitoso”, tal como anunciara el Times.

En Diario de invierno (Winter Journal, 2012), Auster vuelve la vista sobre sí mismo. No es la primera vez. Hemos de recordar A salto de mata (1997), con todo lo que tenía de autorretrato de un artista joven. Y mucho antes, ya en los albores de su carrera, publicó La invención de la soledad (1982), un libro de memorias, con elementos de diario (en sus dos categorías, íntimo y anecdótico) e ingredientes de literatura confesional –exposición subjetiva de experiencias, ideas, creencias y estados de la mente, del cuerpo y del alma–, pero también, sobre todo, una novela autobiográfica en la que pathos y bathos, pasión e ironía, realismo y sátira, catarsis y liberación, concurren armónicamente en el proceso de autorrevelación de la “primera persona”, así como en la manifestación de su Weltanschauung  o concepción del mundo. Ahora, un narrador autodiegético, en segunda persona, apela a la complicidad del lector y cuenta la historia a un yo desdoblado que procura cierta “distancia estética” a la hora de transmitir sus propios sentimientos. En todo caso, como declara el autor en una reciente entrevista de Alex Vicente para Público.es, se nos ofrecen algunos fragmentos autobiográficos, no un relato preciso sobre toda su vida. Y por lo que respecta al hilo conductor: “Se trata de un libro sobre mi cuerpo, sobre los placeres y los dolores que uno siente viviendo dentro de él”. Si entonces fijó su memoria en la imagen del padre y, más que un diario, aderezó la evocación literaria del mismo por medio de epígrafes, retratos, citas, recortes, pensamientos…, ahora las vivencias y los recuerdos se concentran en la figura de la madre: su heroica lucha tras la ruptura matrimonial, los difíciles años postreros en los que surgen amores tardíos, pero también la ruina, la enfermedad y la muerte, y el subsiguiente ataque de pánico del hijo. De cualquier modo, en esa búsqueda de la identidad en el presente y en el pasado, las ideas tampoco se suceden atendiendo a reglas de causalidad o cronología, sino por motivos de inmediación emocional. En resumen: placeres y dolores físicos, marcas de la vida, acontecimientos contingentes y necesarios, errores de apreciación y de comportamiento que nos atormentan, especialmente ése que predomina sobre los demás y que persiste en las noches de insomnio, ése que constituye una razón definitiva por la que uno dejó de considerarse heroico, supuesto que se falló a sí mismo.

            Entretanto, la fabula nos presenta el viaje de un personaje desde la infancia hasta la edad provecta. Los episodios pueden evocar un accidentado partido de béisbol o la época en que acaban las peleas con los chicos y comienza la sempiterna pasión por las chicas, los años de obsesión fálica, la primera vez en un burdel, los encontronazos con los gérmenes de las relaciones íntimas, los devaneos y los grandes amores… En un sector central de la obra se hace un listado de los veintiún domicilios permanentes del autor: desde los apartamentos de su niñez y adolescencia en New Jersey hasta la actual casa de cuatro plantas en Park Slope, Brooklyn. Las dos viviendas de Manhattan descubren el ambiente generado por la guerra de Vietnam: son los años locos de Columbia, tiempo de manifestaciones, huelgas y disturbios en el campus, una buena ocasión para ser conducido al calabozo en un furgón policial. En los sucesivos habitáculos de París, descubrirá que puede apañárselas con casi nada: lo único que le importa es escribir. De vuelta en Nueva York, se enfrenta a un periodo crítico, de confusión y desaliento, con problemas económicos y conyugales, de inquietud y decadencia creativa, hasta que, tras una serie de cambios repentinos en su vida, experimenta una epifanía que le permite empezar a escribir otra vez. Pero el hombre que no puede dejar sus “adorados puritos y frecuentes copas de vino”, que no se ha sentado al volante de un coche desde el día que casi mató a su familia, aprendió ya a los catorce años que el mundo es caprichoso e inestable, “que nos pueden robar el futuro en cualquier momento, que el firmamento está lleno de rayos que pueden precipitarse y matar tanto a jóvenes como a viejos, y que siempre, siempre, el rayo cae cuando menos se espera”.-

 

 

Paul Auster, Diario de invierno, traducción de Benito Gómez Ibáñez, Barcelona, Anagrama, 2012.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Górriz Villarroya

Y otra vez el miedo

9 de octubre de 2014 08:05:54 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Tienes miedo Amaltheus?

Pequeño animalito, espiral de una hilaza

refugiada en su concha.

Fuiste madre, y fuiste hija, pero sólo

mucho tiempo después de ser madre. 

Mira el último brillo

del sol en las ventanas

de las lejanas sierras, mira

tu pequeñez delante del ocaso, Amaltheus. 

Nadaste en aguas limpias, oceánicas,

cuando tu juventud y el mundo.

Y ahora, sólo polvo en la roca, sólo forma

de caracol perdido, sólo un punto

asomado sin red al universo. 

Sí, tienes miedo del tiempo, ese gigante

con forma de muchacha

que ya no reconoces. Ay el tiempo,

el tiempo y sus hipérboles

que eran siempre tuyas, mientras la muerte

siempre fue de los otros. 

Tienes miedo, Amaltheus, no lo niegues.

Por eso te acurrucas y él por detrás te abraza, te rodea

igual que cuando niña

tiritabas de noche por los muertos,

y por la voz piadosa de tu madre

se abría un hueco cerrado, pequeñísimo,

entre ella y el padre.

Y se acallaba el miedo, y se aquietaba el frío,

y te dormías, como ahora en tu concha. 

De tu dique y tu vértigo sólo esta forma fósil.

Tan sólo la inscripción de lo que fue tu espacio. 

Descansa ya, Amaltheus, en la valva vacía. 

Era tan sólo el tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Juana Castro

Cuando este escritor argentino llegó a Madrid para participar en varios actos donde se analizaba su obra literaria, no se podía imaginar que iba a regresar a su Buenos Aires natal con el máximo galardón que se concede en lengua castellana, el premio Cervantes. Justo reconocimiento a quien dio forma narrativa a tantas historias extraordinarias, en las que el mundo cotidiano se transforma para participar de la materia de los sueños.

 

El autor de La invención de Morel y El lado de la sombra, al que siempre se le suele relacionar con su gran amigo y colaborador Jorge Luis Borges, se nos muestra a sus setenta y seis años como un amante de las cosas más sencillas, nos sorprende al reconocer que sus mayores goces son un baño de agua fresca y el olor a pan tostado.

 

- Sus cuentos, que parecen comenzar de una forma inofensiva, encierran con frecuencia algo amenazador, algo terrible. La sensación de querer conducirnos por un laberinto, para mostrarnos el otro lado de la realidad, la otra cara del espejo… ¿Qué piensa usted de los espejos?

 

- Los espejos siempre me han gustado y atraido. A los siete años me fascinaba el espejo del cuarto de vestir de mi madre. Era un espejo de tres cuerpos en el que las imágenes se repetían nítidamente. Representaba para mí la atracción de lo sobrenatural. Quería introducirme en su interior, me daba una especie de vértigo, un vértigo agradable.

 

- Octavio Paz decía que “el espejo que soy me deshabita”. Es el espejo como algo terrible. Usted parece verlo como algo positivo.

 

- El espejo me gusta. A mí me gustan las cosas naturales, el agua, el pan. Pero además de su función, me gusta la parte biselada del espejo, esa parte donde no refleja nada, que tiene un color verde oscuro, me parece preciosa. Y la imagen en el espejo, bien nítida, reproducida tal cual es. Fue eso lo que me incitó a crear La invención de Morel.

 

- ¿El juego de los espejos?

 

- Sí. Borges me hace decir en “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, absurdamente, que a mí el espejo me parece atroz. Cuando leí eso lo agradecí infinitamente, siempre lo agradeceré. Estar en un cuento como ese es la inmortalidad. Pero de todos modos me hace gracia que esté diciendo que me parece atroz lo que desde mi infancia más me gustó. A lo mejor yo, que me creo imaginativo porque invento historias fantásticas, no soy tan imaginativo.

 

 

“Soy un individuo bastante simple”

 

- Usted lo ve todo como muy natural, desde las mismas cosas…

 

- Yo creo que sí porque soy un individuo bastante simple. Me gusta la vida por motivos simples no por motivos complejísimos. Es verdad que también me gusta la literatura que no es tan sencilla, pero me gusta la literatura en su complejidad y también la que es sencilla. Con Borges tenía una especie de polémica. Yo le señalaba la sencillez de Lope, un poco en contra de la complicación de Quevedo y… Creo que en definitiva Borges admitió, aunque al principio con reticencias, que la simplicidad es una meta digna y que ser sencillo muchas veces es lo más difícil. Fíjese en Berceo, en Fray Luis, en Jorge Manrique que me gustó desde la primera infancia hasta ahora.

 

- Da la impresión de conocer bien a los clásicos, de apreciar mucho la literatura española.

 

- Yo empecé con la literatura española, le debo una de las condiciones de mi felicidad, que es escribir.

 

 

“La vida humana es muy corta, pero suficientemente larga como para que uno olvide ciertas cosas”

 

- Eso no lo solía reconocer Borges, que era bastante escéptico con nuestra literatura.

 

- Pero hablando con él cambiaban muchas cosas. Hicimos juntos una antología de la poesía española que no llegamos a terminar. La vida humana es muy corta, pero suficientemente larga como para que uno olvide ciertas cosas. Por ejemplo, hace poco estaba viendo unas carpetas que habíamos preparado para hacer una edición de los Argensola, y veo que hay notas de la edición Rivadeneyra corregidas por mí, que eran distintas a las que iban a figurar en la antología. Pero no sé como procedí, no me acuerdo. Ni siquiera sé donde saco en una nota que “le crujían los dientes” y en otra corrijo “le crujían los huesos”.

 

- Es una pena que no aparezcan esos textos. Deberían editarse.

 

- Si vale la pena, después de muerto aparecerán. Además de la antología de poesía española, hice otra antología de poesía hispanoamericana con Borges. Las dos quedaron inconclusas. La española se había perdido en el inmenso desorden de mi casa y ese extravío me hacía pensar que quedaba por mentiroso ante las personas a las que se lo había comentado, aunque encargué infinidad de veces que la buscaran. Por casualidad la encontró una mujer que venía del campo, sin aptitudes ni para leer el título.

 

 

“Amo la literatura española”

 

- ¿Hasta qué época llegaba esta antología? Porque supongo que no llegaron hasta nuestros días.

 

- Creo que terminaba en Juan Ramón Jiménez. Cuando la encontré pensé que debía releerla un poco antes de venir aquí. Me parecía como un acto de amor hacia España. Una vez comenté esto a una periodista y luego contó que lo había dicho para quedar bien. Soy la persona más convencida del mundo de que si se está hablando con un interlocutor y éste posee algo bueno, se le debe decir; porque la vida ya es bastante dura. En todos los tiempos hay cosas desagradables. Si yo amo la literatura española y además le tengo gratitud, ¿por qué se lo voy a ocultar a ustedes? Es a ustedes a quien se lo tengo que decir.

 

- Pero también nos tiene que decir lo malo.

 

- Lo malo es que no hay bastantes libros de memorias. Me gustaría que hubiese más.

 

- ¿Conoce las de Rosa Chacel? A mi parecen muy buenas, además habla bastante de Argentina.

- La conozco a ella, pero no sus memorias. Me alegro de que me lo diga. Yo he fracasado en mis memorias. Pensaba que escribir memorias no era más que escribir otro relato y conseguí hacer un relato tedioso, así que muy alarmado decidí que tenía que empezar de nuevo. Por eso quiero ver cuáles son las biografías de mis colegas, cómo manejan ese género tan difícil.

 

- A mí me gustan las de Chacel porque no están escritas ahora, en el momento de su vejez, sino que son páginas que ha ido reuniendo a través del tiempo, a partir de sus anotaciones.

 

- Desgraciadamente yo no puedo hacer eso. Podría mostrar los diarios que escribí desde el año 1946 a 1959, que son extensísimos, pero eso no me sirve porque creo que me daría más trabajo que ponerme a escribir mis memorias. Además al pasar de una cosa a otra tendría que estar adaptando todo el tiempo. En cambio lo que haga ahora, bien o mal, será una creación homogénea.

 

- Chacel hace una obra muy abierta, muy moderna, que no es suficientemente conocida en este país, donde hay gente que con poco más de treinta años ya está escribiendo memorias. Algunas hasta se venden bien. Claro que también las hay serias como las de Francisco Ayala.

 

- Yo conocí mucho a Ayala, pero me gustan más sus mejores cuentos que sus memorias.

 

- Su amistad durante tantos años con Borges ha sido muy fecunda para la literatura, juntos dirigieron una antología de literatura fantástica, una colección de novelas policíacas y también escribieron algunos relatos memorables. ¿Qué problemas se les planteaban con estas colaboraciones?

 

- Estábamos completamente cómodos, escribíamos conversando y riéndonos. Comentábamos los temas y mientras charlábamos, redactábamos los cuentos, que siempre salían distintos de nuestras previsiones. Algunos cuentos no sabíamos muy bien quién los había redactado, yo pensaba que el tema lo había propuesto Borges y  él decía que había sido yo. Eso demuestra nuestra falta de amor propio y que los recuerdos son inseguros.

 

 

“Yo siempre he amado la vida, Borges no tanto”

 

- Pero habría cosas en las que no estarían de acuerdo.

 

- A mí me gusta más la literatura amorosa, a él no. Le interesaba más la épica que la lírica, al contrario que a mí. Yo siempre he amado la vida, Borges no tanto. Tenía un fondo de amargura. Decía que ojalá le llegara la muerte pronto. Pero no era triste si podía estar funcionando su inteligencia. Ambos disfrutábamos inventando versos absurdos.

 

- Su esposa, la escritora Silvina Ocampo, fue una de las personas que contribuyeron a la animación cultural de Buenos Aires. ¿El matrimonio entre escritores supone algún problema a la hora de escribir?

 

- No. Nosotros nos contábamos las historias que íbamos a escribir. En casa siempre se hablaba de libros. Era un ambiente muy agradable. Ahora mi mujer está muy enferma.

- Usted es un gran amante de la poesía.

 

- No entiendo a la gente que dice que está cansad y no puede leer poesía. Yo, cansado o no cansado, no puedo pasar más de un día o dos sin leer poesía. Además he escrito poesía y cuando lo he hecho es cuando he sentido que escribía más intensamente. Me parece que realmente escribir es escribir poesía. Como he tomado la actitud de quien cree que va a ser inmortal, he inventado cuentos en 1934 y 1937 que luego he escrito en 1988 y 1989, con una gran confianza en que iba a seguir viviendo. También he pensado siempre que iba a escribir algún libro de poesía algún día. Aparte de eso, hago algo que es lo menos poético del mundo, que son esas rimas, generalmente satíricas, que escribo por las mañanas. Por ejemplo: “Hinchado como un sapo y como un buey / tengo cara de Ernesto Hemingway”. Es que cuando era joven tenía cara de marinero norteamericano, una cara de bruto, luego la cara se me hinchó por el estallido de una glándula salivar e hice esa rima.

 

- Así que algún día tendremos un libro suyo de poemas.

 

- Claro. Cuando usted sea muy viejo y yo sea inmortal.

 

- Usted es ya inmortal.

 

- Esa inmortalidad es falsa. No, yo quiero la de la conciencia.

 

- Alguien dijo que la amistad es una promesa de inmortalidad.

 

- Eso es, una promesa…

 

 

“Las vanguardias artísticas son una de las grandes calamidades de este siglo”

 

- ¿Qué opinión le merecen las vanguardias artísticas?

 

- Creo que son una de las grandes calamidades de este siglo.

 

- ¿Le parecen una calamidad gentes como Ramón Gómez de la Serna, Oliverio Girondo o Vicente Huidobro?

 

- Admiro a Ramón, aunque en momentos breves. La máquina de las greguerías lo devoró un poco. Girondo y Huidobro no han escrito para mí, no tenían por qué haber escrito para mí. Me parece que es el fruto de la malcrianza, de creer que cualquier ocurrencia rara vale la pena. Los vanguardistas han estado buscando la originalidad desesperadamente, cuando la originalidad no se busca, se encuentra. La vanguardia es más encantadora en boca de los críticos que en la de los autores. Hay cosas que son muy interesantes de sus vidas pero no de sus obras. La biblioteca de libros ilegibles que han dejado es considerable. Los cuadros feos que han hecho son tan abundantes que serían la pesadilla de mi despertar si los tuviera en mi dormitorio. E incluyo ahí a Picasso con toda su obra.

 

- En eso no estamos de acuerdo.

 

- Lo sé. Lo sé. En estas cosas somos enfáticos porque las sentimos mucho. Yo creo que han sido una calamidad, que han hecho un paréntesis en la literatura del que todavía nos estamos reponiendo, y que subsiste hoy en día por el prestigio que contamina o puede contaminar a los jóvenes. Hablo como una especie de educador viejo, lo que nunca he querido ser.

 

- Usted conoció a Breton.

 

- Fui a visitar a Breton y me encontré con un subteniente del ejército voluntario y con una chica indochina que se la hubiera robado con gusto.

 

- Y en el caso de Octavio Paz.

 

- Cuando dejó de ser como ellos, empezó a escribir bien. Un día me dijo, que en definitiva sólo podíamos hablar con los surrealistas. ¡Pero Octavio, si precisamente es con quien no podemos hablar!, le respondí.

 

 

“De Buñuel me quedo con Ese oscuro objeto del deseo

 

- Quizá el surrealismo acapare muchas otras cosas. No sólo están ellos.

 

- Yo borraría todo el capítulo del surrealismo si no existiera Buñuel. El Buñuel de los últimos filmes, no el de Un perro andaluz.

 

- ¿Y su periodo mexicano?

 

- El mexicano tampoco. De Buñuel me quedo con Ese oscuro objeto del deseo, que hizo a partir de una novela tonta: La mujer y el pelele. Y con El discreto encanto de la burguesía.

 

- Parece que va buscando la perfección, pero eso lo da la edad. Me habla del Buñuel mayor, pero Borges a los diecinueve años no era así.

 

- No es la edad, es el aprendizaje que supone la vida. La edad es también la decadencia, son los achaques, las debilidades, y todas esas cosas. Lo que sí puedo decirle es que una persona que practica un arte a lo largo de su vida, lo aprende y, si es inteligente, sabe aprovechar sus propias experiencias, sus propios errores. Cuando veo la equivocación de un muchacho digo: ¡Qué suerte!. Porque yo ya la cometí. No son los consejos los que enseñan sino las propias experiencias. Yo soy responsable de todos los errores que cometo con frecuencia.

 

- Pero, ¿y la vibración poética?. Creo que las vanguardias fueron un periodo inaugural, que hay ciclos que se repiten. Si usted hubiera nacido en 1899 en vez de en 1914, quizá no hubiera conocido a Borges, quizá su obra fuera distinta.

 

- Estoy seguro de que hubiera sido distinta. Puede que se pareciera a la de Huidobro, pero entonces sería muy mala. El error y el acierto se presentan igualmente de atractivos. Tal vez un poco más el error, porque consigue ser atractivo con menos derecho. Así que uno tiene que ir eligiendo y siempre está abierto a equivocarse.

 

- A usted parece gustarle tanto Baroja como Proust que son escritores muy distintos.

 

- Me gustan escritores diversos. Stendhal y Eça de Queiroz, Montaigne y Byron, Conrad y Borges. Leo mucho a los clásicos. El Horacio en España de Menéndez Pelayo me parece maravilloso. He vuelto a descubrir a Chejov y me da vergüenza pensar que pasé la vida creyendo que no me gustaba. No siempre vuelvo a los escritores mejores. Stevenson me gusta ahora menos de lo que me gustó, pero sus comienzos son tan extraordinarios que no me importa mucho como terminan sus obras.

 

- Pero habla poco de escritores actuales. ¿Es que no lo suele leer?

 

- Estoy leyendo más bien a escritores de otra época. Cuando se tienen mis años uno encuentra placer en leer las cosas que sabe que son buenas. No estoy en edad de descubrimientos, además no soy un historiador de la literatura, hablo de escritores porque es lo que conozco.

 

 

“Uno debe escribir pensando en la miseria de la crítica literaria”

 

- No parece apreciar mucho la labor de la crítica, de ciertos críticos...

 

- Uno no debe nunca escribir pensando en los críticos, debe escribir pensando en la miseria de la crítica literaria. No sé si siempre saben lo que están haciendo. A veces leen libros míos que yo no escribí. Lo importante es no pensar en los críticos sino en los lectores. La persona que está fuera tiene la mirada fresca, ve cosas que uno no ve.

 

- En sus comienzos la crítica le trató bastante mal.

 

- Cuando salió mi libro Caos me recomendaron que me dedicara a sembrar patatas. Entonces sí estaba de acuerdo con ellos. Fue el encuentro con Borges en 1937 el que me indujo a abandonar las aventuras de vanguardia y a cambiar de estilo. Yo todavía no me atrevía a inventar nada. El se esforzó en que los críticos me aceptaran como escritor. Considero que mi obra comienza a partir de 1940 con La invención de Morel. Sólo en 1948, cuando escribía La trama celeste, noté que se me soltaba la mano y encontraba mi estilo.

 

- La narrativa hispánica suele emplear la violencia, incluso la violentación de la propia obra, como forma de expresión.

 

- Comprendo bastante bien eso. Creo que soy de esos bárbaros autores que necesitan de un enano y un gigante para estimular al lector. Me gustaría ser un escritor de cosas sencillas pero necesito esos estímulos de violencia o de rarezas, si no me aburro cuando escribo y aparece el gigante inevitablemente. Pero me inspira más la gente sencilla que la gente complicada.

 

- Posiblemente de ahí viene su insistencia en lo fantástico.

 

- Quizá, porque siempre deseo que en la vida pasen cosas extraordinarias. Somos demasiado parecidos a nosotros mismos. Se me ocurren las historias y las hago así. Me divierte escribirlas. Es cierto que en mí lo fantástico es constante, ya en 1953 quise hacer un libro con historias de amor y puse en él historias fantásticas. Pero también he escrito cuentos sin esos elementos.

 

- ¿Utiliza a veces la contradicción como rasgo de estilo, como algo inherente a la propia obra?

 

- Puede ser, pero no intento hacer blanco y negro.

 

“Los intelectuales españoles en el exilio enriquecieron la vida literaria de Buenos Aires”

 

- A veces el papel de los intelectuales españoles en el exilio nos llega un tanto deformado. Usted trató a Francisco Ayala y Rosa Chacel, entre otros.

 

- Indudablemente enriquecieron la vida literaria de Buenos Aires. Unos asesorando a editoriales, como Guillermo de Torre y Amado Alonso; otros con su simple presencia, como Ayala. Fue un momento muy hermoso. Dos importantes editoriales, Sudamericana y Losada, nacieron de aquel exilio.

 

- Pero, ¿actuaban en círculos cerrados o eran independientes? ¿Se integraban bien en la sociedad argentina?

 

- Con nosotros eran muy abiertos. El que se quedó solo siendo una persona muy querida por todo el mundo -por lo menos por Borges, por Silvina y por mí- fue Gómez de la Serna. No sé qué pasó, quizá su matrimonio, sus celos; fue algo triste. Llegó como una auténtica notabilidad, un hombre muy brillante, y luego se le olvidó. Como si Buenos Aires lo hubiese devorado.

 

- Allí escribió Automoribundia, que son unas memorias espléndidas.

 

- Sí, tienen cosas espléndidas. Ramón podía ser muy humano, hacerle sentir a uno las cosas y, de pronto, dejarse llevar por un mecanismo de disparates, como una ametralladora.

 

- Ramón daba una importancia capital a las cosas, las eleva a otro nivel.

 

- Es cierto, y muy poéticamente.

 

- En ese encanto de las cosas conecta un poco con usted, aunque de otra forma, claro.

 

- Ramón las agrupaba como en un museo. Yo más bien hablo de pocas cosas, esa es la diferencia. Pero le comprendo muy bien y me siento muy unido a él. Sentía una nostalgia tremenda de Madrid.

 

- Usted participó en una de las empresas culturales más interesantes de su país, la revista Sur, que algunos consideran casi como una continuación de la Revista de Occidente.

 

 

“Cuando ahora releo la revista Sur me parece espléndida”

 

- Puede ser. Victoria Ocampo era muy amiga de Ortega. Yo participé mínimamente, era consejero del grupo. Tenía la impresión de que la revista no era tan importante. Ahora cuando la releo me parece espléndida.

 

- ¿Qué opinión le merece la “novela negra”, la obra de Dashiell Hammett, por ejemplo?

 

- Más que el ambiente de esos personajes ricos que son tan abundantes, me gusta el ambiente del detective, los bares y cosas así. Son historias que uno no puede recordar, no puede contárselas a los demás, nunca se sabe lo que está sucediendo.

 

- Pero está la fuerza del lenguaje, las frases cortas tan precisas, casi como un puñetazo.

 

- Esa frase corta es la que yo utilizaba en La invención de Morel para no equivocarme, para tener pocos errores. Después me retaron con las frases cortas y empecé a darlas como pan rallado. Ahora me gusta que la frase sea un poco más larga. Su uso ha sido catastrófico en los escritores americanos. Hay tantos que dicen: “llegué al hotel, tomé el ascensor, fui a mi cuarto, me senté, después me di un baño...”. Todo eso no quiere decir nada.

 

- Pero en Hammett su utilidad es asombrosa.

 

- Como semental ha tenido unos potrillos espantosos.

 

- Usted escribió cuentos policiales con Borges. Lo policial parece un intento de reordenar el mundo, un desplazamiento producido por el miedo a que se destruya el orden establecido. Supondría una tendencia a restablecer ese orden. También es una forma combinatoria, una especie de juego.

 

- Lo policial en nuestra obra no tiene mucho valor policial. Nos salían historias de otro tipo, muy barrocas. Nos perdíamos diez o doce veces en el argumento y eso se nota. A veces tengo cierto remordimiento.

 

“Quisiera que el fin del mundo me pillara en una sala cinematográfica”

 

- Usted es un gran amante del cine, incluso del de serie B.

 

- Me gusta tanto el cine que quisiera que el fin del mundo me pillara en una sala cinematográfica.

 

- Muchas obras suyas han sido llevadas al cine. Robbe Grillet confiesa haberse inspirado en La invención de Morel para su guión de El año pasado en Marienbad.

 

- Se han hecho veintidós películas basadas en narraciones mías, alguna ha sido plagiada. No estoy satisfecho de ellas. Me gustaría que con un argumento mío se hiciera una buena película de serie B; que la gente disfrute con ella, que se divierta. Hay obras mías que nacieron para el cine. La literatura fantástica es muy difícil de llevar a la pantalla. El ojo ve mucho más, cree en lo que ve, no se deja engañar cuando le muestran una cosa falsa.

 

- Usted ha escrito guiones para el cine.

 

- Escribí guiones cuando no sabía escribirlos, salieron como debían salir, pésimamente. El suspense en el cine es distinto al de las novelas. Tiene que ser simple, que la gente encuentre algo que desear o que temer; así el público estará interesado. Si se le dan toda una serie de actos inexplicables, el espectador se irrita y cuando llega a la explicación ya no tiene interés por ella.

 

- Entonces, considera el guión como obra literaria.

 

- Claro, y como todo género tiene sus exigencias. Como libro de lectura puede salir bien, pero para el cine hay que hacerlo con un comienzo, un nudo y un desenlace. Como dijo Byron, de un lado están las unidades y del otro la barbarie.

 

- Se han publicado guiones de Fellini, Bergman o Godard, que son difíciles de leer si no se ha visto la película.

 

- Y son difíciles de ver esas películas. Tengo una larga experiencia en Godard porque he ido al cine casi todos los días durante mucho tiempo y he visto de todo. Pero Godard está combinando en el vacío.

 

- Porque es un experimentador. Está buscando un nuevo lenguaje.

 

- Lo del nuevo lenguaje dejémoslo cuanto antes, eso son lugares comunes vacíos.

 

- Es que con Godard sucede de nuevo lo de las vanguardias de los veinte. Por eso hablaba de ciclos, en los años sesenta se vuelven a repetir aquellas inquietudes de los años veinte.

 

- No. Yo no veo las cosas como una historia. La historia no tiene importancia. Hay obras logradas y no logradas. Si quiere ponga los guiones de Godard en la biblioteca inmensa de obras logradas, todo es discutible. Cuando vino Robbe Grillet a Buenos Aires dijo que quería verme, así que me escondí. Con una estética tan distinta, cómo íbamos a hablar. Para discutir hay que tener alguna afinidad, sino no se puede discutir.

 

Bioy Casares defiende sus opiniones con calor porque cree que el mayor compromiso del escritor es la veracidad. Sus profundas convicciones no se llevan bien con ningún tipo de poder, pero su desengaño de la política lo empuja a un amor profundo por la vida, en la que dice estar en continuo aprendizaje. Trastocador de los hechos más sencillos, a los que convierte en historias fantásticas que se confunden en nuestra memoria con los sueños, todavía confiesa que se olvida de la superstición y los temores cuando piensa en las mujeres.

 

Aquel niño que quiso atravesar el espejo, como Alicia, para ver el otro lado del mundo, se mantiene absorto en la contemplación del brillo del sol a través de las rendijas de la realidad.

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Losada

Leer sobre el leer

23 de septiembre de 2014 08:45:55 CEST

Pido disculpas por comenzar con una pequeña confesión personal: nunca me han atraído los libros que tratan sobre el acto de leer, las lecturas sobre lecturas. Sin citar a sus autores para no herir susceptibilidades, muchos me parecieron plúmbeos, otros frívolos, otros falsamente profundos, y casi todos los que recuerdo eran antes que nada una mezcla de mitología de la lectura, erudición y anecdotario. No es el caso: siendo un libro de metalectura, que provoca el <<leer del leer>>, no se habla en Darse a la lectura, de Ángel Gabilondo, de experiencias lectoras, sino que se hace filosofía (casi metafísica) de la lectura.

            Parte el autor, desde el propio título, del hecho de que leer es como ciertas drogas; habíamos oído las expresiones <<darse a la bebida>> o  <<darse a la droga>>, pero nunca <<darse a la lectura>>, con la ventaja de que la lectura no es una manía tóxica, aunque sí cree adicción. Leer sería así una forma de afrontar la vida; no una suplantación de la misma (como afirman ciertos letrafóbicos: quien lee lo que otros escriben es porque no tiene vida propia, se oye decir), sino una manera como tantas otras de vivirla, que nace de la curiosidad, de la insatisfacción, del deseo, de la búsqueda, del ansia de diálogo. E igual que hay letrafóbicos hay letraheridos: aquellos que deciden soportar las magulladuras que deja la existencia entregándose a la lectura, que ─como toda manifestación de amor─ pasa por ser una forma de dejar de ser uno mismo para darse al otro. Los que se dan a la lectura.

            Hace bien Gabilondo, como buen filósofo y escritor (lo de exministro no viene ahora al caso), en buscar en las etimologías, en leer las palabras una a una. Quizá la vieja y sabia palabra que más se repite sea lógos, pero no es la única; aprendemos con este texto que leer es a legere como elegir a eligere: además de una importante decisión del ser humano, leer es una elección permanente (<<elegir leer es elegir elegir>>, dice Gabilondo, de la misma manera que ser <<lector es ser elector>>) porque cada vez que se nos ofrece es una oportunidad a aprovechar. Conocemos también la vinculación entre lectura y lección, así como que la palabra página viene del verbo latino pango (acuerdo, pacto, paz, reconciliación), y que se relaciona léxicamente con pagus (aldea, reunión). E igualmente acierta en hacer referencia a sus maestros sin ampulosidad, y en dejar caer las citas culteranas con naturalidad y sin artificio, desgranadas a lo largo del libro; leemos apelar a la autoridad de Kristeva, Derrida, Barthes, Deleuze, Proust o Camus (entre los modernos: cultura afrancesada, pues, la de Gabilondo), y de Séneca, Cicerón, Ovidio, Marco Aurelio o Epicteto entre los clásicos.

            Enseña el autor que sabemos leer solos, pero leemos siempre a alguien (también se puede leer con alguien, como aquella egregia pareja que leía el mismo libro a la vez: cuando él terminaba una página, arrancaba la hoja y se la pasaba a ella) con el que establecemos comunicación, simpática o no; solemos leer de noche porque la lectura es actividad nocturna (<<siempre es algo de noche>>, y hay en el libro una deliciosa teoría sobre la mesilla del sujeto lector); se puede leer en papel o en el <<atril luminoso>> de los nuevos aparatos ─no hay defensa a ultranza del libro tradicional, aunque sí de la Biblioteca como espacio físico y mental de la casa─; podemos leer como diversión o como disfrute, o en estrecha compañía de Eros; pero siempre hay que darse a la lectura, como gran enseñanza de este libro, sin prisa, frente a la obsesión tecnológica de la inmediatez y de la rapidez, sabiendo esperar (se habla de la importancia de los ritmos de lectura, de la necesidad de encontrar el adecuado a cada cual y a cada libro), sin miedo, demorándose. Leer no es una persecución ─y mucho menos una huida─, sino una búsqueda paciente.

            En bastantes de sus breves treinta y dos capítulos, Darse a la lectura se desliza en un terreno fértil y grato, sobre todo por el asunto tratado, como es el de la frase breve y la tendencia al aforismo, a la manera de E.M. Cioran. Veamos algunos: <<atravesados por el Logos, somos seres de palabra>>; leer no es una tarea ni ocupación para rellenar el tiempo libre; <<al finalizar un libro estamos más vivos>>; leer es una acción política, que invita a <<cuidar la palabra para cuidar la ciudad>>; <<cuando leemos a los clásicos, no nos sentimos solos>>, como reflejo de la conveniencia de leer y releer a los clásicos para evitar el bullicio de lo inminente y para aprovechar que un mismo texto, como aseveraba Calvino, admite infinitas lecturas; existen comunidades de personas lectoras desconocidas que <<se ven afectadas por un mismo libro, aunque cada cual viva su propia, singular e insustituible experiencia>>; leer es relacionarse, tanto por parte del lector (en su diálogo con el autor, y posteriormente con otros lectores) como por parte de los libros, que se entrelazan, se cruzan, conversan entre ellos. Recurre el autor también a los grandes pensadores alemanes, como Nietzsche: la Filología es el arte de leer despacio, con ojos y dedos delicados (lentitud+detenimiento es el consejo par que moviliza el texto); y Hegel, motivo de su ya lejana tesis doctoral: en cualquier actividad humana, lo importante no es el resultado, sino el proceso. No importa acabar un libro, sino qué ha ocurrido a lo largo de la lectura y cómo ella ha cambiado al sujeto para transformarlo en otro; no importa acabar un libro sino en qué condiciones se termina.

            Incide el profesor Gabilondo en que la lectura actúa como terapia para curar esas heridas que el mero hecho de vivir deja en el hombre. No oculta, pues, que leer es bueno para la salud, tanto para las enfermedades del alma como para las del cuerpo: leer, dice, despierta, evita la soledad, reconforta, oxigena… Pero como estamos ante un libro serio, no se hace en él mitología de la lectura; de ahí que se alerte también de los peligros del ejercicio lector, porque la palabra cura, sí, pero también puede hacernos enfermar. Hay lecturas que efectivamente son terapia, pero a veces el remedio (farmacon) es peor que la enfermedad, ya que leer nos hace también más vulnerables, y leyendo se corre el riesgo de cambiar, de ser otro, de dejar de ser uno mismo. Se trata en cierta medida de un gesto de insatisfacción, de reconocimiento tácito de aquello (¡tanto!) de lo que no somos capaces.

            Hay en Darse a la lectura más cosas. Un hermoso capítulo sobre el acto de leer en voz alta a otro, aunque no haya incapacidad física de hacerlo por su parte. Una pertinente reflexión sobre cómo leer provoca escribir, y otra sobre cómo afecta a nuestra forma de ser el primer libro que leímos, con el que nos liga un <<lazo imprevisible>>. Una sutil disquisición sobre la posibilidad de leer de memoria, ya que toda lectura es una rememoración, <<una mímesis que no imita lo ya dicho, sino que reactiva su decir hasta el punto de potenciar que se diga lo que nunca se dijo>>. Así es la prosa de Gabilondo, siempre atenta a la connotación, al apunte conciso y sugerente. No es este libro exactamente un ensayo, sino una galería de breves reflexiones sobre los distintos ánimos, posturas, intereses, peligros, aciertos, logros, fallas, encuentros, litigios, elecciones, lecciones, rugosidades y milagros propios del acto de leer. Ese que tantos ─cada vez más─ encuentran penoso, inútil y absurdo, sin duda porque no han leído a Nietzsche: <<Lo absurdo de una cosa no prueba nada contra su existencia, es más bien condición de ella>>. Y puestos a cerrar con más aforismos, citaremos uno del mismo Cioran y que Ángel Gabilondo parece haber anotado bien en sus páginas, aquel que dice que <<La lucidez es el único vicio que hace al hombre libre: libre en un desierto>>. Las palabras lectura y luz no tienen la misma etimología, pero bien podría buscarse una conexión feliz entre ambas.- PABLO PÉREZ RUBIO

 

Ángel Gabilondo, Darse a la lectura, RBA, Barcelona, 2012.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pablo Pérez Rubio

Música y tacto

19 de septiembre de 2014 11:05:32 CEST

   

    Los dedos suenan puros,

            polifonía asombrosa,

            suma de voces tan diversas si se aplican,

            hasta veinte,

            hasta cuarenta en el amor florido.

 

            ¿Quién pensó en el silencio?

 

            Aunque parezcan reservados

            los dedos no son mudos:

            saben emocionar callando lo superfluo,

            aire de fondo que acaricia,

            como la buena música.

 

 

 

                                                            

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Daganzo

Un Buñuel inédito y familiar

18 de septiembre de 2014 09:09:01 CEST

Cuando el 27 de diciembre de 1995 se hizo pública la adquisición por parte del Ministerio de Cultura del Gobierno de España del legado del gran cineasta Luis Buñuel, nadie podía sospechar que, entre las cintas de vídeo que, junto al resto de documentos, llegaron al año siguiente al Museo Reina Sofía de Madrid (y que cuatro años más tarde pasaron a la Filmoteca Española, donde actualmente se custodian), se encontraba el único documento fílmico que ilustraba su vida íntima y familiar durante los primeros años de su exilio en EE.UU. y la única película por él realizada entre los años que median desde Las Hurdes-Tierra sin pan (España, 1933) a Gran Casino (México, 1946).

Dicho hallazgo, dado a conocer por el diario El País en su revista semanal del 4 de diciembre de 2011 y que puede ser visionado on-line en su edición digital, no sólo es importante por las razones antes citadas sino también por su rareza, pues resulta muy difícil encontrar en cineastas de su generación, habituados a separar muy claramente los ámbitos familiar y profesional (obsesivamente en Buñuel), home movies realizadas por ellos mismos en las que ambos terrenos pueden llegar a confundirse. Sin embargo, en su caso, la simple constatación del  cambio de perspectiva que para un profesional del cine supone la revelación de su intimidad familiar –en realidad, su “vida privada”– es lo que desde nuestra óptica acentúa aún más la imagen moderna y rompedora de Luis Buñuel en la misma medida que, al humanizarla, tiende a engrandecerla a los ojos del gran público y a difuminar su mito como cineasta vanguardista.

Desde el punto de vista fílmico hay que precisar que lo llegado hasta nosotros no se trata de una película propiamente dicha sino de un montaje en formato vídeo a partir de siete fragmentos dispersos que se corresponden a otros tantos momentos de la vida familiar de Luis Buñuel que discurren entre el nacimiento de su segundo hijo, Rafael, en julio de 1940 en Nueva York y el verano del año siguiente, pero que no guardan entre sí, como veremos, una continuidad cronológica. También hay que hacer constar que no todas las partes están rodadas por Buñuel pues hay algunas tomas que, al aparecer su imagen, han debido ser grabadas por el matrimonio amigo que les acompaña en dos de los momentos: Juan Negrín Jr., hijo del último presidente de la República Española, y su mujer, la actriz Rosita Díaz Gimeno, los dos muy afincados y conocidos en los ambientes neoyorquinos, hecho que supone un valor documental añadido ya que son pocos los testimonios gráficos de esa época conservados tanto de Buñuel como del matrimonio Negrín. La cámara seguramente sería una “Ciné Kodak Eight”, llamada popularmente “doble 8” por utilizar una película de 16mm. que después de la impresión por las dos caras se cortaba por la mitad, una cámara que era la más extendida en la época y que fue lanzada precisamente para hacer películas familiares. Aunque no sabemos el paradero del negativo, lo más probable es que el telecinado se hiciera ya en México DF a partir del negativo original y del copión. La duración total es de 8 minutos y 3 segundos.

La época de realización coincide con la primera etapa de cierta normalidad y equilibrio en su vida desde que llegó exiliado a los EE.UU. En efecto, tras una estancia nada afortunada en Hollywood como frustrado asesor histórico de films sobre la guerra civil española, llega a Nueva York a primeros de noviembre de 1939 donde consigue, a través de Iris Barry, directora del Film Archive del Museum of Modern Art –y de la espléndida tarjeta de visita que supone Land without Bread–, en la primavera de 1940, colaborar en el noticiario The March of Time, donde se ocupa de la versión española del documental The Vatican de Pius XII. En esa época, en diversas cartas dirigidas a su amigo Ricardo Urgoiti, también exiliado en Buenos Aires, confiesa que el anterior Buñuel ha muerto y que ha  cambiado hacia un “sentido práctico de la vida.. que conviene a cualquier casa productora” (carta del 1 de abril de 1940). Se encuentra, pues, en una de las grandes encrucijadas de su vida pues, según le escribe a Urgoiti, (carta del 19 de julio de 1940) estaba decidido a irse a Argentina con él para resucitar Filmófono o bien aceptar un trabajo dentro de la división cinematográfica de la OIAA (Office of Inter-American Affairs) fundada por Nelson Rockefeller, opción que finalmente fue la elegida pues a partir de abril de 1941 le tenemos contratado por la Motion Picture División, dirigida por John Hay Whitney. Ese es el contexto, felizmente exitoso, tras cuatro años de penalidades sin cuento, en el que se produce la “home movie” y que prácticamente coincide con el primer año de vida de Rafael, su segundo hijo.

La película, tal y como nos ha llegado, tiene siete partes perfectamente diferenciadas. Se abre con un rótulo que reza “Rafael Buñuel – July 1940”, aludiendo al mes de nacimiento de su hijo (nacería el día 1), pero inmediatamente lo que viene después desconcierta porque vemos ya a Rafael crecidito, casi de un año, sentado en las rodillas de su madrina, Rosita, intentando ponerse de pie y siguiendo, nervioso y agitado, la estela de un tren de cuerda que le compraría Buñuel a Juan Luis, según el mismo hijo ha recordado varias veces; por lo cual sacamos en conclusión de que los distintos fragmentos están montados cronológicamente al revés ya que la parte en la que sale Rafael más pequeño, casi recién nacido (y además es verano), es en el último fragmento que se ve y que por lo tanto sería la primera rodada.

Esa primera parte, que titularíamos Rafael y el tren de cuerda, consta de apenas tres planos –los dos primeros, por eliminación, rodados por Negrín y el último por Buñuel- y dura poco más de 31 segundos. Lo más interesante, aparte de comprobar los celos de Juan Luis, que intenta por todos los medios salir en cuadro hasta que lo consigue plenamente, es ver a Buñuel cómo intenta por todos los medios que Rafael no haga descarrilar al tren, cosa que logra al darlea un vagón una patada y que es apartado por él de la vía para evitar el descarrilamiento total. A Jeanne apenas se le advierte y a Negrín (en el plano rodado por Buñuel) le vemos cómo intentan sostener a Rafael de pie cuando su padre está centrado en Juan Luis, que le mira fijamente a la cámara; en cambio  a Rosita se le puede reconocer en el plano que rueda su marido y en el que, sentada en el suelo con su ahijado encima, luce unas bien proporcionadas y bellas pantorrillas.

En la segunda parte, que podríamos titular “Rafael tomando papilla”, asistimos en dos planos y en poco más de 14 segundos, al ritual de darle la madre de comer al hijo una papilla (por lo que al menos debe ser a los cinco o seis meses de nacer), lo que nos remite sin querer a los mismos inicios del cine y a sus inventores, los Lumière, un tema recurrente, si no el que más, del cine familiar. Aquí también, aparte de comprobar el excelente apetito del pequeño, vemos cómo Juan Luis intenta llamar la atención del padre hasta que lo consigue plenamente en un delicioso primer plano que abarca a los dos hijos. Rodada lógicamente por Buñuel en su casa del 301E 83St., la casa que, según su mujer, “consistía en una salita, la cocina, una habitación y un baño. Los niños y yo dormíamos en el cuarto, mi marido en el sofá de la sala. No nos importó estar apretados: ¡era nuestra casa!”.     

“El baño de Rafael” podría titularse la tercera parte y en ella a base de diez planos muy cortos y con una duración total de 46 segundos, Buñuel sigue puntualmente cada una de las fases del ritual del baño del bebé acompañadas en algunos instantes de las gracietas que le hace Juan Luis (que lógicamente quiere salir dentro del cuadro) y de la destreza de la madre que, con muy buen criterio, incorpora un poco a su cachorro para que el padre lo capte erguido en dos momentos de máxima plenitud y felicidad, la primera vez recién lavado y la segunda recién acostado, en unos primeros planos llenos de gracia en los que trasluce la gran simpatía y vitalidad del retoño. Rodada por Buñuel en la cocina-baño de su modesta casa pues “el baño –según Jeanne– sólo tenía ducha”. En la cuarta parte, complementaria de la segunda, asistimos en cinco planos y 36 segundos a una nueva demostración del buen apetito de Rafael comiendo otra papilla que le da la madre, esta vez sentada en la camita del pequeño y sin la presencia del hermano mayor. La quinta parte –que cierra el ciclo de Rafael– registra en apenas 22 segundos y en dos primeros planos al hijo pequeño en la proeza de mantenerse sentado encima de la mesa y poniéndose nervioso al ver a su padre grabándole con la cámara.

La sexta parte se inicia con un rótulo “Vanvis Buñuel 1941” que sería la traslación, en los primeros balbuceos de Rafael, del nombre de su hermano mayor, Juan Luis, a quien está dedicado todo el fragmento. Estaría rodado en el  verano de ese año –de esos clásicos veranos insoportables neoyorquinos tan bien ejemplificados por algunas fotos de ese mismo año– porque le vemos corretear y chapoteando, seguramente por Central Park, y en bañador por una piscina para niños junto a otros muchos de su misma edad, luego trepar y moverse por el interior de las barras de mono del parque y después columpiándose. Es quizás la parte más dinámica y mejor rodada de la “home movie”, sin duda facilitada por la extraordinaria movilidad del protagonista, que sin la competencia del hermano pequeño, se dedica a exhibir sus habilidades motrices y circenses sin ningún tipo de cortapisas ante el (suponemos) embobado padre, que, cámara en ristre, no duda en captarlo con un variado repertorio de quince tomas ya sea de conjunto, medios o primeros planos, bien siguiéndole en panorámicas o en contrapicados desde puntos de vista frontales o laterales.

Finalmente, la séptima y última parte (que sería la primera grabada, es decir en el mismo verano de 1940) es la más compleja y larga pues hemos podido dividirla en ocho secuencias con un total de 41 planos y una duración de 4 minutos y 31 segundos. En su rodaje intervienen tanto Buñuel como Juan Negrín y Rosita Díaz Gimeno, de quien comprobamos, por una serie de detalles presentes en los pocos planos que grabó, que no sólo se le daba bien actuar delante de las cámaras sino también detrás de ellas. Podríamos titularla “Vacaciones en Maine”, por la zona lacustre de EE.UU. donde pasaron unos días de vacaciones los Buñuel-Rucar con los Negrín-Diaz, que habían sido los padrinos de bautismo de Rafael, una ceremonia religiosa con la que no estaba de acuerdo el cineasta pero que aceptó de buen grado por la presión de su mujer y de sus amigos y en última instancia de su madre que, si bien lejana, seguía ejerciendo una gran influencia en el hijo en cuanto al ejercicio de las buenas costumbres y a la salvaguardia del “qué dirán”. Las dos primeras secuencias seguramente fueron rodadas por Negrín y aunque apenas constan  cada una de un plano sin embargo están muy bien elaborados y resueltos: en la primera se enfoca a un recodo del lago donde se encuentra una ardilla moviéndose por entre la maleza, la cámara la sigue en panorámica y apreciamos  a un Buñuel campestre, tirado al suelo, que intenta cogerla al vuelo sin conseguirlo; acto seguido, en la segunda, vemos a Juan Luis saltando de un pedrusco a otro al borde del lago para centrarse después la cámara en el agua y a través de una panorámica de izquierda-derecha terminar en una zona de juegos donde vemos a Rosita y a Buñuel jugando animosamente al ping-pong.

La tercera secuencia es muy interesante pues en ella podemos encontrar un cierto hilo narrativo que a buen seguro necesitó de una planificación e incluso de algún ensayo. Veamos. Podría titularse “La casa del embarcadero” y tiene un cierto halo de misterio al tratarse de una casa de campo vacía al lado de uno de los embarcaderos del lago y representarse en nuestra opinión la huída de algún peligro o de algún perseguidor. Consta de 9 planos y dura poco más de un minuto. La acción se inicia con (1) Negrín, Rosita y Juan Luis corriendo como si huyeran de algo y dirigiéndose a una casa de aspecto abandonado; (2) entran corriendo en la casa, envuelta en penumbra y Negrín y Rosita cogen a Juan Luis y lo meten por el hueco de una ventana; (3) Juan Luis en el interior de la casa casi completamente a oscuras sigue corriendo y sube por una escalera que da a una buhardilla; (4) aparece por la trampilla de la buhardilla, todo está totalmente a oscuras, llevando un  quinqué en la mano, y al poco suben Negrin y Rosita; (5) apenas se ve nada y lo único que se ve al trasluz es una silla en un cuarto, el adorno de una puerta adintelada e, intuyéndose, el perfil de Juan Luis bajando una escalera; (6) salida al exterior de Juan Luis corriendo visto a través de una reja de alambre hasta que llega a una baranda de madera en la que se apoya y mira a un lado a ver si viene alguien; (7) vemos que Negrín se encuentra debajo del balcón de la casa junto a una lancha motora, a Juan Luis lo coge Rosita, se lo baja a Negrin, éste lo coge en brazos, lo introduce en la lancha y suelta la cuerda de amarre; (8) llega corriendo Rosita, salta a la lancha, se acomoda en los asientos delanteros y (9) la lancha sale disparada rumbo al interior del lago y, describiendo una maniobra semicircular, nos descubre que lleva detrás una canoa. Rodada casi toda ella en planos generales seguro que requirió de una planificación fuera de lo común pues cada plano está estudiado con una puesta en escena específica puesto que en cada caso la cámara adopta una posición previamente establecida que implica necesariamente un cambio de ubicación en el operador; es decir, la película es montada directamente en el rodaje, que era, como sabemos, el sistema (por découpage) preferido por Buñuel y cada plano está rodado situándose la cámara en el lugar exacto para conseguir el máximo de legibilidad de la escena y así mantener el ritmo dinámico y ágil de la huída representada; en este sentido es muy probable que entendiera esta peliculita, además de como un divertimento, como un pequeño ensayo para no perder el pulso tras tanto tiempo sin poder hacer nada creativo. Es en estos detalles aparentemente banales e intrascendentes donde se manifiesta esa proverbial habilidad suya para sacar el máximo partido expresivo y estético a los recursos puestos a su disposición: en este caso sacar de algo tan nimio una pequeña historia de huída y de misterio en torno a una casa abandonada en un embarcadero…

La siguiente secuencia consta de tres planos y una duración de trece segundos. Sale la familia Buñuel al completo: primero el padre lleva en brazos al pequeño Rafael –en una de las imágenes más novedosas de la película–, luego se lo da a su  madre, que se encuentra en una barca con Juan Luis y, en compañía de Negrín, en el muelle, sube el carrito del niño y suelta las amarras.  Evidentemente fue grabada por Rosita, que es la única que no sale en cuadro.

La quinta tiene por protagonista a Rafael a quien en apenas dos planos y 14 segundos de duración le vemos llorar desesperadamente porque una mano amiga junto a su madre no atina a darle el biberón hasta que al final lo consigue. La sexta es de una extraordinaria ternura porque también en dos planos y en 8 segundos se nos muestra a una madre feliz (que masca chicle) cómo muestra orgullosa a su vástago dormilón y lo arrulla para que el padre pueda captarlo en toda su plenitud. Las dos están rodadas por su padre.

La séptima es más compleja: tiene diez planos, dura 1 minuto 22 segundos y podría perfectamente titularse “Escena de interior hogareño”. En su primera parte, rodada por Rosita, aparece primero, ocupando todo el cuadro, Juan Luis dibujando con pastel sobre una mesa; luego se amplía la distancia y con él en primer término vemos al fondo a Jeanne con el bebé y a Buñuel (de espaldas) y Negrín sentados jugando a un juego de mesa, se acerca Jeanne con el bebé junto a Juan Luis y éste ríe; luego se pasa a un primer plano del bebé y acto seguido la cámara enfoca a Negrín (de perfil) moviendo ficha jugando con Buñuel a las damas con Jeanne y el bebé de fondo (en un determinado momento Buñuel, tras hacer jugada, mira a la cámara y sonríe: es sin duda otra de las imágenes destacadas de la película); después hay un contraplano frontal de Negrín y la cámara se mueve en panorámica hacia la derecha donde está Jeanne atusándole el abundante pelo a Rafael. Llegados a este punto la cámara pasa a manos de Buñuel pues vemos a Rosita ocupando su sitio jugando con su marido para acto seguido, describiendo una panorámica casi circular, mostrarnos a Juan Luis incorporado al grupo de su madre y su hermano para, después de un primer plano de Rosita, y de Negrin jugando con ella, recrearse en la delicada operación de Jeanne peinando a su bebé.

La última secuencia es el digno colofón de toda la película pues en doce planos y 54 segundos se resume el espíritu de juego, diversión y concordia que reinaría en esas vacaciones: primero juegan a tirarse un plato por encima de una red (Buñuel con Rosita, ésta con Jeanne, ésta con su marido, Rosita con Negrín y finalmente éste con Jeanne –donde hay otra de las imágenes principales de la película cuando Jeanne se dirige a jugar y mirando a su marido, que es el que rueda en ese momento, le hace burla con la lengua); luego capta a Juan Luis paseando con una flor en las manos para desde allí, tras un barrido espectacular casi en círculo, centrarse en Negrín y su mujer que simulan pelearse alegremente…

 

 

REFERENCIAS

Javier Herrera, “The Decisive Moments of Buñuel’s Time in the United Status: 1938-40. An Analysis of Previously Unpublished Letters” en Peter W. Evans & Isabel Santaolalla, Luis Buñuel. New Readings. London: British Film Institute, 2004, pp. 43-64

Jeanne Rucar, “Vida en Estados Unidos” en Memorias de una mujer sin piano. Madrid: Alianza Editorial, 1990, pp. 61-79

Buñuel en Hollywood. Vídeo VHS. Sogecable, 2000 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Herrera

Caperucita en El Boalo

15 de septiembre de 2014 08:17:54 CEST

La primera vez que vi en persona a Carmen Martín Gaite tenía yo 17 años. En esa ciudad nuestra, fría y adusta pero también firme y serena de Entre visillos, siempre era un verdadero acontecimiento recibir a “nuestra escritora”. Ella llegó para dar una charla en alguna institución que ni siquiera recuerdo aunque sí su pelo blanco, su boina de punto con su broche de Amor y ese desparpajo cantarín, casi adolescente que la hacían parecer una mezcla entre un hada buena y un personaje sacado de lo más profundo de nuestra tierra. No la conocía pero ya la admiraba y todavía hoy conservo esa fascinación por las personas que como ella construyen historias pero también las saben contar, que no es lo mismo aunque a veces creamos que sí. Ella las contaba y las cantaba, las hilaba y de esta forma encandiló, como sólo ella podía hacerlo, a todas aquellas todavía niñas que, como ella había sido un día ya lejano, éramos alumnas de un colegio de provincia castellana. Alguien me la presentó y yo, rendida ante su presencia, ni siquiera podía imaginar que 13 años después nos volveríamos a encontrar, de otra forma muy distinta, y casi por última vez.

Fue en el año 2000, pocos meses antes de su muerte y fui a visitarla a su casa de Doctor Esquerdo. Iba a contarle, con temblor de rodillas, como no podía ser menos, y ese respeto casi reverencial como el que recordaba de mi primer encuentro a los 17 años, de mi incorporación a Siruela, a hablarle de proyectos futuros y, sobre todo, a dejarme fascinar de nuevo por ese hada de mi adolescencia, por esa caperucita urbana que, como dijo Gustavo Martín Garzo nos enseña desde sus páginas que no hay que tener miedo a vivir (…) que la vida se transforma muchas veces en un laberinto temible pero que basta con amarla de verdad para encontrar una salida. Y yo, en el mismo centro de mi laberinto, encontré de su mano la fuerza para caminar hacia la salida, en sus palabras la energía para enfrentarme a los lobos que aparecen en el camino de cualquier caperucita y en su ejemplo la capacidad para crecer como mujer y no sentir miedo ante el túnel negro que, como Sara Allen, todos tenemos delante en algún momento. Fueron unas horas que hoy todavía conservo en mi memoria como si hubieran sido ayer…

Después ya se fue… Demasiado pronto para mi que sólo pude verla dos o tres veces más. Demasiado pronto para todos. Nos dejó como había vivido y así, como la protagonista de su particular Caperucita metió la moneda en la ranura, dijo: “Miranfú!”, se descorrió la tapa de la alcantarilla y Sara, extendiendo los brazos, se arrojó al pasadizo, sorbida inmediatamente por una corriente de aire templado que la llevaba a la Libertad”.*

Pero aquí no terminó este cuento, al contrario, todavía hoy continúa, porque esta otra Caperucita, la de El Boalo, nos dejó mucho; mucho en aquel momento de extrañeza y mucho todavía hoy de la mano de su hermana Ana María, la mejor depositaria de su obra y de su memoria, la persona con la que en su casa de El Boalo he podido vivir a Carmen Martín Gaite, mirar sus fotos, recrearme en su paisaje, buscar entre sus recuerdos, rescatar sus escritos, revivir su vida y, sobre todo, encontrar a dos amigas: a la que se conoce desde el recuerdo y desde el espejo y a la que se conoce desde el cariño y la cercanía. Cada cajón que su hermana Ana abría, desplegaba ante mi un mundo desconocido, una sorpresa, un regalo más de la siempre sorprendente Carmiña, un nuevo viaje, una nueva faceta, un misterio desvelado, un premio para esta todavía editora principiante ávida de conocer y de dar a conocer más de esta mujer eterna. Y de esta forma otros proyectos han ido surgiendo en este tiempo, más allá de aquellos Dos cuentos maravillosos, Esperando el porvenir y Caperucita en Manhattan. Con la ayuda de Ana María he tenido, hemos tenido en Siruela, el privilegio de publicar su Visión de Nueva York, sus escritos periodísticos en Tirando del hilo y nuevos proyectos que llegarán.

Por eso, y por muchas otras cosas que me guardo para mí como un tesoro, no puedo tener más que palabras de gratitud para estas dos hermanas, estas dos mujeres que nacieron antes del tiempo que les correspondía y que juntas me han dado y me siguen dando el mejor de los ejemplos de fortaleza y de vida.

Gracias Carmen, Calila, Carmiña, por dejarme vivir esa maravillosa experiencia de ser la editora de muchas de tus obras. Gracias Anita por tu confianza, tu cariño, tu labor (muchas veces en la sombra) y tu amistad. Y gracias, sobre todo, a todos los lectores de la obra de Carmen Martín Gaite, que sois, sin duda, los que haréis que ella siga viviendo para siempre en nuestras lecturas y en nuestros corazones.

 

 



* Párrafo final de Caperucita en Manhattan de Carmen Martín Gaite, publicada por Ediciones Siruela.

Escrito en Lecturas Turia por Ofelia Grande

Violación y nota

12 de septiembre de 2014 12:29:06 CEST

 

 















Violación

 

Silba el amanecer, florece el hierro

bajo la incandescencia de los pájaros

Pero también sucede el mar y las preguntas caen sobre la piel de

la melancolía como un caballo que galopase en la memoria

y el hielo viene devorando sombra,

y esto es el día: sílabas azules

y las palomas perseguidas por el llanto.

 

­­­­­Nota­­­­­­­

 

En general, aborrezco los experimentos literarios, pero me atrae salvajemente la reescritura, la penetración de textos sin más fin que el de conducirlos a otra corporeidad despreciando el sentido y demás accidentes. Lo he hecho en dos o tres ocasiones con poemas ajenos, y Miguel Casado, que suaviza su autoridad con la ironía, definió cada actuación como un “atentado”. Acatamiento, por mi parte.

Violador relapso, esta vez les ha tocado a mis propios poemas. Eran tres. Fracasados, a mi modo de ver. La feroz turbina los ha destrozado y convertido en lo que arriba queda escrito. Renuncio a explicarme. Añado únicamente que esta nota tiene que ver con la perversión y la sinceridad.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Gamoneda

A veces hay dentro de mí otra memoria

8 de septiembre de 2014 10:23:34 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A veces hay dentro de mí otra memoria

un viento que salpica en el rostro

confundiendo el espacio. Soy una sombra,

mis manos ya no son mis manos,

y esa vieja memoria me muestra una casa que

ya he habitado, un amor que ya he llorado,

una batalla donde he perdido. En esa

soledad que invita a los colores

en esa llama que no se quema y

que me quema, que permanece.

 

A veces hay dentro de mí otra memoria,

la memoria del fuego, la palabra del árbol,

y esa sombra tuya que a veces me ha amado.

Escrito en Lecturas Turia por Teresa Agustín

No hay quien te mueva ya

3 de septiembre de 2014 09:37:42 CEST

I

 

 

 

No hay quien te mueva ya,

siempre feliz, jamás infortunado,

pues el mal sabor salió de ti.

 

Hiciste lo que no querían, es cierto, mas era necesario,

de lo contrario qué soberbio,

qué otro vanidoso les hubiera gobernado.

 

 

II

 

Por qué seguís insistiendo,

sé que mal habláis de mi.

 

¿Acaso no sabéis que sin adhesión

no habrá bienestar ni petróleo para los coches;

que los televisores nunca se apagarán,

se os quedará la casa vieja revieja

y vuestros clientes os dirán:

cómo no tienes sal ni aceite de girasol ni sujetadores?

¿Acaso no habrás de pedir perdón

pues enloquecí,

cuando veas desatar mi tormenta

y no quede un barco apenas por salvar,

mientras tu gato, el ficus, un traje azul,

se embiste dulcemente hacia las rocas?

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Virallonga

Esto no es un poema

3 de septiembre de 2014 09:30:15 CEST

 

Al menos por mi parte

la nuestra fue una historia apasionada:

algo así como si en mi biografía

hubieran irrumpido

la batalla de Hastings,

Otumba, Salamina y Waterloo,

y además todas juntas…

 

Pero ahora

yo renuncio a ser frívolo,

renuncio a convertir este poema

en otra lamentable

pirueta quintanesca,

renuncio al understatement

y al como si tal cosa,

renuncio a todo eso

que quizá me define

pero que en ningún caso

podría definir lo que te quise.

 

Solo quiero decir

-a Dios, al mundo, a mí, a este silencio:

ya no les tengo miedo a estas palabras-

que no pegué un tiro

ni me largué a Siberia de eremita

ni me volví majara

porque –mal que me pese-

sigo siendo un Quintana.

Es decir, que sufrí con decoro,

sin lágrimas, tranquilo,

ese dolor callado que convierte a la muerte

en un juego de niños.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Emilio Quintana

Ana Blandiana y la conciencia de un pueblo

28 de julio de 2014 08:31:43 CEST

Ana Blandiana (n. 1942), poetisa, prosista y ensayista, es una de las conciencias artísticas y cívicas más importantes en el panorama de la literatura rumana contemporánea. Autora de catorce libros de poesía, dos volúmenes de relatos fantásticos, siete de ensayos y una novela, es la poetisa rumana actual más internacional. De su obra se han traducido cuarenta y seis libros a veinticuatro lenguas. Poetisa de excepción y, al mismo tiempo, una mujer extraordinariamente bella, carismática y valiente, Ana Blandiana es una figura legendaria de las Letras Rumanas.

El lugar que Blandiana ocupa en la literatura rumana es comparable al de Anna Ajmátova o Vaclav Havel en la literatura rusa o checa. En su obra el destino personal es emblemático de un destino colectivo. Sus versos expresaban el sufrimiento de todos y daban voz a los que no la tenían. Sus poemas se copiaron a mano, en samizdat, y circularon en miles de ejemplares. En 1989, después de la caída del régimen comunista, Blandiana fue una voz creadora importante en la sociedad civil. Fundó y presidió el movimiento Alianza Cívica (1991-2001) que contribuyó a la democratización del país.

Bajo la égida del Consejo de Europa, Ana Blandiana dirige junto con su marido, el también escritor y ensayista, Romulus Rusan, el “Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia” ubicado en la ciudad de Sighet en el norte de Rumanía. Este museo que es también una institución dedicada a la investigación de la historia es considerado el tercer museo de la conciencia europea después del memorial de Normandía y el museo de Auschwitz. En 2009, por su contribución a la cultura europea y su lucha contra la injusticia, Blandiana fue condecorada con la más alta distinción de la República Francesa, la Légion d’Honneur.

En lengua española su escritura está representada por: una Antología poética bilingüe. Cosecha de Ángeles. Colección Cosmopoética. Lucena: Córdoba, Juan de Mairena, 2007), dos volúmenes de prosa fantástica, Proyectos de Pasado. (Cáceres: Periférica, 2008) y Las cuatro estaciones (Cáceres: Periférica, 2011). Ensayos y entrevistas suyos han sido publicados en periódicos como El País y ABC Cultural, entre otros.

              La selección de poemas que ahora publica TURIA procede del poemario de Ana Blandiana Mi patria A4 (2010).

 

 

 ANA BLANDIANA

 

Caza en el tiempo

 

Siento que soy la presa

Pero no sé de quién,

Pues las alas y las garras que descienden

Sobre mí,

Y me encadenan a la sombra

Mucho antes de alcanzarme

Carecen de nombre.

Sólo la frescura del aire dibuja

La amenaza que se acerca

Con cruda y voluptuosa lentitud.

 

Sé que no hay salvación, pero

Tampoco sé qué sería la salvación.

Si intento huir, la sombra también cambia

Amoldándose a mi horizonte como las nubes,

Feroz y protectora en su cuidado

De no perderme, presa de otro.

 

En la espera, los sobresaltos se confunden,

El pavor se mezcla plácidamente en el misterio

Desentrañar su enigma será mi sino:

Tengo que vivir hasta que encuentre la respuesta

Un tiempo igual al tiempo de la caza

En el que, al menos, sé que soy la presa.

 

 

 

Aglomeración

 

Enterrados en montañas de nieve,

No estaban nunca seguros de que la primavera regresara,

No sabían si el sol las derretiría,

Y cada año esperaban impacientes

Que los brotes florecieran otra vez.

 

¡Qué vida palpitante! ¡Qué emociones conmovedoras!

Cuando cada hecho estaba en manos de un dios,

Al que había que invocar, implorar y adular,

Que esperaba sacrificios – una especie de soborno metafísico –

Para cumplir con su deber.

 

Y los dioses pequeños dependían a su vez de unos dioses más fuertes,

Y los buenos se oponían a otros vengativos,

Y cada centímetro cuadrado lo habitaba

Un sinfín de jerarquías de seres invisibles

¡Era tan maravilloso perderse entre ellos

Sin molestar a nadie!

 

 

 

En las colinas

 

En las colinas, el alma

Recobra su aliento,

Lo verde le sienta bien,

Se revuelca en el pasto reciente

Mitad hierba, mitad aroma.

Respira hondamente, inspira, espira,

La primavera pasa a través de ella

Y la libera del miedo.

 

Boca arriba, en la alta pradera,

Miro las nubes deslizarse por el cielo

Al igual que el olor de heno pasa sobre las colinas,

Mis ojos y mi nariz

Descubren el misterio:

La dulce e incansable rotación en el caos

Que devana sobre el huso de los aires

Aromas y nubes.

 

Mientras, el alma

Se acostumbra a la tierra

Y respira profundamente.

 

 

 

 

Como en un espejo

 

Antes de que se acabe el día,

El sol desciende cada vez más rojo

Y la luna asciende aún roja –

Son casi iguales.

 

La hierba agostada por el calor

Y el áspero rastrojo

Parecido a una barba de días

No consiguen diferenciar

Los hilos negros

De sus pantallas

Colocadas cara a cara.

 

Suave confusión,

Parecida al momento en que al partir

Vuelves atrás la mirada,

Y percibes, como en un espejo,

Tu nacimiento.

 

 

 

 

Cara o cruz

 

Como la cruz apenas descifrada

De una moneda lanzada al aire,

A punto de caer y decidir

– Cara o cruz –

Sin saber qué destino va a designar

Así te vi,

Mientras caías

Cruzando los aires,

Rasgando las mortajas blancas de las nubes,

Dejándolas que te envolvieran,

Como si supieras que al final de la caída

Ibas a estrellarte sobre

El asfalto donde yo esperaba

Leer mi destino

En las entrañas del ángel.

 

 

 

Panales

 

Tú no has nacido,

Sino que naces

A cada momento,

Y no intentas

Estar allí, cuando estás aquí,

O aquí cuando vas allí.

Tú eres la materia audazmente salvada

De una respiración en otra,

Sin la cual no existiríamos.

Y, en realidad, no somos

Más que restos, formas vacías,

Panales de los que se ha escurrido

La miel de la eternidad.

 

 

 

Fin de temporada

 

Arrugada sobre la bóveda,

Como una piel vieja

Demasiado grande para lo que tiene que esconder:

El abismo

Del que los dioses fueron desalojados

Se vuelve más pequeño.

Un aire provisional, de paso,

De final de temporada,

Envuelve el universo

Con polvo amontonado en los rincones

Y naves abandonadas

Donde se leen poemas sin sentido.

 

Cambio de signo:

La estupidez suicida,

Sin darse cuenta siquiera,

Toma el poder.

 

 

 

 

La correa de la mochila

 

Desde estas cimas miro alrededor,

Veo abetos arrastrados por vientos fuertes

Y valles casi obscenos, oscuros y húmedos,

Y otras cumbres más pequeñas y más grandes

Que se observan y se miden entre sí.

 

Pueblos de hoja caduca se someten a las estaciones

Con una sabiduría que la lluvia pudre,

Y, entre ramas entrelazadas, esconden

Alimañas hambrientas y miserables.

 

¡Cuánta serenidad ante tantas derrotas!

 

La soledad toma la forma de las aglomeraciones,

Las multitudes son desiertos,

El retiro hacia las cimas bajo el peso

De los silencios hesicastas es siempre más inseguro,

Mientras que en el borde de los omóplatos

La correa de la mochila

Roza los muñones con restos de plumas.

 

 

                                                           Traducción Viorica Patea y Antonio Colinas

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Viorica Patea

Sospecha

28 de julio de 2014 08:22:56 CEST

Hay un clima de orfandad en las miradas,

un indicio o voltaje oscila ingrávido, aterido,

en el lento naufragio de la tarde.

¿Dónde abre la saqueada ciudad de la conciencia

Sus sendas hacia la huida?

Oscuras sombras se proyectan en la piel del muro.

Hay señales de lucha, de aguda agitación

que enrarece el aire.

Son los febriles pájaros de la sospecha,

su aleteo chasqueante en las esquinas,

en las cortinas dibujadas por la luz.

Pues vendrá el tiempo en su extensa curvatura

a encontrarme de nuevo, sentado aquí,

cuando todas las cosas se cumplan.

Pero no es miedo,

sino cansancio enorme de buque embarrancado,

mordido para siempre por rocas asesinas.

Eso sí es plenitud.

No la noche inevitable,

perdido ya el combate de antemano.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Villalba

Lejana presencia

23 de julio de 2014 14:25:13 CEST

 

Con unas tibias manos me guardas del invierno

y sin embargo sufro de frío por tu causa.

Sé que estás a mi lado, pero nunca presente:

vives en los recuerdos de las cosas amables.

 

Fueron tus ojos dulces lagos de madrugada,

¿dónde sus calmas aguas resplandecieron ahora?,

¿desde dónde tu voz lejana hasta mí llega

para mantener fresca la flor de la nostalgia?

 

¿O es que acaso no existes y yo te reconstruyo

para poner defensas a la muerte que evito?

No es posible que seas sólo ausencia y silencio,

si mi mano nocturna te alcanzó tantas veces.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Bejarano

Cómo habitar la tierra

23 de julio de 2014 14:04:53 CEST

 

1

 

The end of think/ The beginning of know

es el nuevo evangelio de las multinacionales

grabado en las pantallas por Thomson Reuters.

No habrá más pensamiento: sólo knowledge to act,

soluciones rentables para problemas sencillos,

clientes que con aplomo comprarán hot dogs o humanismo,

valores susceptibles de cotizar en Bolsa.

The end of think, la nueva máquina

disuelve grumos utópicos y suaviza los callos del cerebro.

Engrasamos los circuitos de la servidumbre,

revisamos engranajes maximizadores,

bruñimos el sagrario de la eficiencia. La “sociedad del conocimiento”

va apagando, una a una, las luces con que se conectaban oscuridad y lumbre

en ventanas abiertas: ese atraso

 

2

 

Sueñan

con extraer la última gota de petróleo del Ártico

y capturar el último atún en un rincón del Índico

y ágilmente repatriar después su capital

a una luna de Júpiter

 

Su sueño

destruye

nuestro mundo

 

3

 

Cómo habitar la Tierra

era nuestro problema cuando hace 35.000 años

nos inclinábamos tratando de adivinar

las formas animales que la luz de la antorcha

convocaba poderosas sobre la pared de piedra

 

Cómo habitar la Tierra

sigue siendo nuestro problema hoy cuando convocamos

el altar de las apariciones en las páginas

de un libro de poemas o de física teórica

bajo la fría luz de la bombilla

alimentada en una quinta parte –watio más watio menos—

con electricidad nuclear

 

Tiempos tan largos y saber tan menguado

para habitar la Tierra

 

4

 

El cofrecillo de Marco Aurelio:

no sufre daño al ser ensamblado

ni tampoco al ser desensamblado

 

El cofrecillo de Rilke:

contiene un precioso secreto

y aunque uno mismo no lo conozca

sí que es capaz de transmitirlo

 

Cofrecitos

escriños

cajitas de tesoros:

 

y no es el menor de ellos

alguna caja vacía

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Riechmann

La vida no se termina soplando velas

22 de julio de 2014 14:10:06 CEST

A pesar de haber sido rechazado el manuscrito cinco veces por distintas editoriales, alguien apostó por él y hoy El abuelo que saltó por la ventana y se largó es ya una historia que se llevará al cine, dirigida por el actor y cineasta sueco Felix Herngren. Así es como Jonas Jonasson -tras una larga carrera como periodista y consultor para televisión- decidió darle un giro a su vida y hacer lo que de verdad quería hacer: escribir una novela.

Muchas son las sorpresas que nos da Jonasson en esta novela, pero la más impactante es la fuerza y la capacidad de decisión que muestra Allan Karlson, su protagonista, tanto a  los veinte años como a los cien, él siempre fue así. De joven lo tenían por tarado, incluso pasó una temporada hospitalizado y medicado, pero cuando reconquistó la libertad se dijo: “aquí estoy yo, os vais a enterar”. Sin escrúpulos, sin melindros, sin miramientos, Allan, de profesión dinamitero, arrasa por donde pasa, incluso en la casa del lector o la lectora.

Este personaje centenario es el eje central y el verdadero regalo de una historia extremadamente audaz e ingeniosa, capaz de aturdir a más de un lector. Allan es un hombre de un maravilloso sentido común, un anciano sin prejuicios que no está dispuesto a renunciar al placer de vivir, cueste lo que cueste. Quizá por ello el autor, Jonas Jonasson (Växsjö, 1962), no se casa con nadie, no juzga moralmente a sus personajes, al menos a los protagonistas, sino que los expone ante el mundo y el lector, para que ambos decidan y valoren.

Comenta el autor que la novela surgió entre una veintena de historias con un tono humorístico y satírico alrededor de la incomunicación entre los humanos. Hoy, con casi dos millones de ejemplares vendidos -de los cuales más de un millón en Suecia, donde fue Libro del Año y Premio de los Libreros y su gran éxito en otros países- podríamos decir que no son garantía para un lector exigente, sin embargo, en este caso el éxito del libro no es exagerado porque entre otras, tiene la virtud de hacernos reír ante la estupidez y la idiotez del mundo y de las personas.

¿Y de dónde semejante éxito? Pues quizá porque no es una obra densa, con descripciones sublimes, ni momentos poéticos, sino más bien una novela de acción y reacción, de pocos adjetivos y muchos verbos, de diálogos breves e incisivos, una road novel, una obra que se lee suavemente, si no te cuestionas ninguna de las barbaridades y excentricidades que estás leyendo. Sus oportunos toques de humor y el desprecio hacia la vida humana en momentos puntuales son fascinantes, al margen de prejuicios y juicios, tanto como la camaradería y la complicidad entre los miembros del grupo que acaba aunando la figura de Karlsson. Unos personajes estrambóticos que dan conexión a la historia.

El abuelo que saltó por la ventana y se largó  es  un thriller al borde de la muerte con dos historias paralelas. De un lado, la de hoy, la que tiene en vilo al país y a los medios de comunicación, la insólita e increíble historia de Karlsson huyendo por la ventana y liándola gordísima, y de otro, la vida de Karlsson vista en retrospectiva a través de "las miserias de la humanidad" del siglo XX.

Si el título y la portada son, cuando menos, curiosos y surrealistas, no menos estrambótica es la historia de su protagonista, Allan Karlsson, un anciano que el día de su 100 cumpleaños decide escapar de una vida que no va con él y se ve envuelto en mil aventuras, siempre guiado por un despierto sentido común y un escaso temor a la muerte y al crimen. A partir de aquí se van sucediendo una serie de rocambolescas situaciones que nos llevan a conocer a fondo al personaje. Un hombre que toma las cosas tal como se le presentan. El azar, admite el autor, resulta vital en esta novela fluvial en la que Karlsson -además de encontrar en un lío tremendo- tropieza con personajes históricos como Franco, Truman, Churchill, Stalin, Mao Zedong o De Gaulle, tratados desde el histrionismo.

Trepidante relato directo, sin ambages, El abuelo que saltó por la ventana y se largó se construye sobre una rocambolesca huida con robos, muertes, equívocos por doquier y mucho sentido del humor que en 400 páginas trata de las mentiras, del bien, de la soledad y del poco interés por la política y por lo humano. Una mezcla que deja al final cierto amargor porque quizá, como dice el autor,una de las contradicciones de amar a Allan Karlsson, nuestro héroe, es que es un idiota político, una máquina de matar, un hombre sin moral, no es un hombre común. Dejo que sea el lector el que decida si es bueno o malo. No creo que sea una buena persona”.

De hecho, Karlsson es aquel individuo ignorante que parece ser ciertamente el único que sabe disfrutar de la vida con un optimismo innato y encontrar razones para vivir, incluso a los cien años. Es un personaje con entidad propia y de verdad que cuando se escapa del pueblo en un autobús de destino incierto, con una maleta con 50 millones de coronas robada casi por accidente, no imaginamos la riqueza de la historia que nos espera. Y sin embargo, voilà.

Una historia que revisa también aspectos turbios para la memoria colectiva de Suecia, como las castraciones selectivas, lejos. Un aspecto que muchos suecos de hoy no conocen, pero que no fue nada raro en su momento, fruto de un contexto racista. Historias vergonzosas que sucedieron desde la década de los cuarenta hasta la de los ochenta, y que ahora, “una vez conocidas y tras que el Parlamento se haya disculpado con esas personas maltratadas, es el momento de contar la verdad”, considera Jonasson.

El abuelo que saltó por la ventana y se largó es sobre todo un viaje surrealista y un ejercicio de invención admirable. Su argumento, perfectamente hilado, en el que no se escapa detalle a pesar de su complejidad, sorprende constantemente con giros inesperados que dejan al desnudo la estupidez humana, que nos demuestran que las ideas absolutas conllevan miseria y destrucción y que algunas sociedades no aprenden de sus errores. Giros que nos descubren también que la risa es un arma infalible y que está al alcance de todos.

 

Jonas Jonasson, El abuelo que saltó por la ventana y se largó, traducción Sofía Pascual Pape, Barcelona, Salamandra, 2012.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lourdes Toledo

Mejor parecer que ser

22 de julio de 2014 14:06:54 CEST

“¿Cuál es el primer pensamiento que puede aflorar en la mente de un hombre castigado por no haber hecho trampas? ¡Hacerlas! Por supuesto.”

            Así como hay oficios que la historia ha arrinconado, cuando no hecho desaparecer por completo, también hay tipos humanos que no han sobrevivido al progreso, o que el progreso ha transformado, generalmente en su caricatura, y con frecuencia en algo peor. Son hombres producto de la época que les tocó vivir, generalmente en conflicto con ella, o, dicho con otras palabras, hombres que viven a contracorriente y ponen de manifiesto todas las contradicciones del mundo, hombres que dinamitan los lugares comunes más arraigados, y que la época tolera, e incluso mima, porque, en el fondo, son su mejor y más depurada expresión. El pícaro, el seductor, el dandy podrían ser sin duda algunos ejemplos. Hoy estarían, están, fuera de lugar. Algo ridículos y anacrónicos han perdido hace tiempo el espíritu que les caracterizaba y no conservan más que el envoltorio, el disfraz, la apariencia. No tienen alma.

            Y sin embargo, son precisamente esos hombres que no se adaptan a su época y viven al margen de ella, los que hacen que a la postre se produzcan cambios, quizás no tanto en la sociedad, por naturaleza perezosa y conservadora, pero sí en otros ámbitos que suponíamos, equivocadamente, sociales: la cultura, el arte, la ciencia… Sacha Guitry fue uno de esos hombres irrepetibles producto de una época. Y si se ha dicho con bastante fundamento que el siglo XX no empezó hasta después de la primera Guerra, Sacha Guitry fue sin duda uno de los primeros hombres del siglo XX, a quien, por su fecha de nacimiento, tocó convivir con hombres del XIX.

            De Memorias de un tramposo hay que decir ante todo dos cosas. Primero, que es un libro tremendamente divertido. Y segundo, que es un libro tremendamente serio. Y que es ambas cosas a la vez. O si lo prefieren, es divertido precisamente porque es serio, y serio precisamente porque es divertido. Quizás el secreto de esta combinación con pinta de paradoja, que tan buenos resultados da cuando, como es el caso, el autor tiene genio, resida en la franqueza. “Me pareció que una relación fiel de esta vida azarosa que he llevado durante más de treinta años podría distraer e informar a algunas personas a las que la franqueza aún divierte. Y por eso he escrito estas líneas.” La franqueza, no es necesario decirlo, no está reñida con la ficción. Es más, suele ser más fácil encontrar franqueza en una novela o un relato que en un texto autobiográfico.

            Aunque tampoco conviene confundir la franqueza con la autenticidad. La autenticidad es un concepto anacrónico. La autenticidad exige que la piedra sea piedra y el amor amor. Y el mundo de hoy funciona mejor con el cartón piedra y el amor flou (no confundir con el amor fou). Por eso, Sacha Guitry, al hablarnos de una ciudad como Montecarlo, paradigma entonces, y quizás todavía hoy, de la frivolidad a ultranza, le hace indirectamente un encendido elogio cuando escribe de ella: “Los colores allí son engañosos; los sentimientos, artificiales y las fortunas, ficticias.” Lo cual no quiere decir que nada es lo que parece, pues nadie se engaña al respecto. Y una fortuna ficticia te puede hacer más rico y poderoso que una fortuna real, por no hablar de los sentimientos. En definitiva, las cosas parecen lo que son, pero no son lo que parecen.

            Sacha Guitry era lo que parecía y parecía lo que era. Actor, prolífico autor dramático, guionista y director de sus propias películas, que también interpretaba él mismo,  amigo de Mirbeau (también lo sería de Monet con quien compartiría su afición por los jardines) fue un tipo inmensamente popular al que la crítica nunca trató bien, pero tampoco pudo evitar sus éxitos. Había nacido en San Petersburgo, un 21 de febrero de 1885, y murió en París el 24 de julio de 1957. Se casó cinco veces, y en Memorias de un tramposo, tal vez su obra más celebrada, escribió: “He frecuentado todos los medios y todos los mundos. La buena gente es escasa y las mujeres honestas, escasísimas.” Sobre las mujeres precisamente diría cosas imperdonables, pero también sobre los hombres, pues comprendió muy pronto que querer agradar a todo el mundo era un imperdonable error, y que quien gustaba a todos no gustaba en el fondo a nadie. Sacha Guitry se jactaba de conocer a los hombres. En esta aparentemente intrascendente novela dejó escrito: “Del mismo modo que puede uno convertirse en asesino sin tener alma de criminal, creo que se puede tener alma de asesino y no cometer crímenes.” También, añadimos nosotros, se puede ser castigado por un crimen que no se ha cometido, y, cosa más frecuente hoy día, salir indemne de uno que sí se ha cometido.

            Cuando a un hombre se le castiga por un pecado que no ha cometido, empieza a desconfiar de la justicia humana. Cuando ese hombre ve que los crímenes más flagrantes suelen quedar impunes, entonces empieza a desconfiar de la justicia divina. En un mundo en el que casi siempre resulta más convincente y seguro no parecer lo que se es o no ser lo que se parece, en un mundo que juzga a los hombres por las apariencias, mejor parecer que ser.

            Si quisiéramos extraer una moraleja de este regocijante relato, diríamos que la vida es como un juego – sí, no es una metáfora demasiado original, pero en cambio es bastante exacta – un juego en el que se puede hacer trampas durante un tiempo, como suelen hacer la mayoría de los jugadores, o dejar que el azar decida la suerte. Al final el resultado es el mismo: todos pierden, naturalmente. Sólo que unos lo hacen con dignidad y otros de una manera indigna. Tal vez alguien piense que no importa cómo se viva la vida si al final se va a perder. Y esa es la cuestión: importa precisamente porque se va a perder.

 

Sacha Guitry, Memorias de un tramposo, traducción de Laura Salas Rodríguez,

Cáceres, Periférica, 2012.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

Au pair

22 de julio de 2014 14:01:40 CEST

 

En el mes de julio de mis dieciocho años, tomé la decisión de ir a Londres a trabajar de au pair. El objetivo no era tanto aprender inglés como salir de casa y de España. Y también -aunque éste era un objetivo más solapado- alejarme de mi novio, que empezaba a agobiarme. Había sido un noviazgo prematuro -y por añadidura no premeditado-, me decía. Había alcanzado ese punto en el que, cuando llegaba hora de la cita, me daba una pereza horrible y al final acudía a ella con la vaga esperanza de que todo fuera como al principio o, al menos, que yo sintiera al verle, o en algún otro momento de la tarde -eran citas vespertinas-, un resto de aquella conmoción de los primeros días, cuando todo estaba por descubrir. ¡Qué misterioso me parecía Nacho! Antes de que se produjera el encuentro, lo veía de lejos y me preguntaba qué podría hacer para que se fijara en mí. Era uno de esos estudiantes que asistían siempre a las asambleas y que conspiraban por los pasillos en pequeños grupos, entre clase y clase. Se llamaba Nacho, lo supe en seguida. Su nombre lo conocía todo el mundo. Era un famoso conspirador. Incluso, se decía, tenía un nombre de guerra, Nicolás, ¿en irónico honor al último zar de Rusia?

Todo resultó muy fácil, como en una película francesa. Simplemente chocamos en el pasillo de la facultad, ¡plaf!, un cuerpo contra el otro. Luego nos quedamos mirándonos, sonriéndonos, detenidos en mitad del pasillo. Me miró  de arriba abajo, me dijo, innecesariamente, su nombre -el real, no el de guerra- y me preguntó cómo me llamaba yo. Y, nada más saberlo, lo pronunció y preguntó: ¿Tienes algo que hacer esta tarde?, ¿quieres venir conmigo al cine? Sí, así fue, fulminante, como yo había imaginado siempre.

Nacho seguía con sus misterios. Llevaba una torre de libros en la mano, o bajo el brazo, todos forrados -para que no se vieran los títulos ni quiénes eran sus autores, ya que se trataba de libros prohibidos, de Marx, Engels y gente así-, y carpetas de distintos colores. Era muy ordenado con sus papeles y le gustaba clasificarlo todo por colores, tamaños y tipos de letra. Escribía mucho, siempre estaba haciendo resúmenes de una cosa y otra, enviaba sus artículos a periódicos y revistas que se editaban fuera de España o en la clandestinidad. Pero todos esos misterios, poco a poco, me fueron pareciendo menos atrayentes. Cuando trataba de adoctrinarme, yo me aburría mortalmente. Aún seguía pareciéndome guapo, pero cada vez menos misterioso. El misterio estaba fuera, en lo que hacía. No dentro de él. He conocido después a algunas personas más que me han producido desilusiones así. Conforme te vas aproximando a ellas, se va diluyendo la atracción que ejercen sobre ti. Por eso, porque lo que te atraía de ellas estaba fuera. Nacho fue la primera de esas personas. Fue él quien me hizo pensar en esta clase de cosas. Los diferentes misterios, el largo camino desde el interior de uno mismo al exterior, a los otros, todo lo que puede pasar allí.

El tenía sus propios planes de verano, eso facilitó las cosas. Hubiera deseado cancelarlos cuando me conoció, pero sus compromisos eran sagrados. No se podía permitir ninguna debilidad, dada la reputación de hombre de palabra que tenía. Naturalmente, se trataba de planes misteriosos, viajes a lugares extraños, al Este de Europa, suponía yo.

Debió de ser en abril, un poco antes de semana santa, cuando conocí a Julie, una inglesa que estaba siguiendo unos cursos en la facultad de filosofía y letras y que buscaba a alguien que le diera clases de español. Vi el cartel en el tablón de anuncios de mi facultad, la llamé y me ofrecí como profesora. Lo curioso fue que, nada más conocernos, no se estableció entre nosotras la menor corriente de simpatía y, a pesar de lo cual, ninguna se echó para atrás. Fuimos muy voluntariosas. Sentía que a ella yo no le inspiraba curiosidad alguna, me miraba un poco por encima del hombro. ¿Qué razones tenía para hacerlo? Yo no veía ninguna, la verdad. Julie no era guapa. Era rubia y tenía la piel muy blanca, pero toda ella parecía como descolorida, desganada. Sí, creo que ésta es la palabra adecuada, la que la describe mejor, por dentro y por fuera. Julie emanaba una sensación de gran cansancio, gran desinterés por todo. Con toda evidencia,  yo  no  le  interesaba,  pero,  ¿quién  o  qué  interesaba  a  Julie? Bostezaba continuamente, incluso de desperazaba un poco. Pero me propuso que le diera clases de conversación y acepté. Me venía bien aquel dinero. Y, para ser sincera, había algo más. Julie, tan desganada, precisamente por su desgana, me intrigaba un poco. No me quería dar por vencida tan pronto. Había que probar, quizá se tratase de una persona interesante. Al fin y al cabo, era extranjera. Los extranjeros no son tan fáciles de captar. Puede a las dos nos pasara lo mismo, no acabábamos de congeniar, lo sabíamos. Pero nos esforzábamos, por lo que sea, a lo mejor sin una razón precisa, sólo por no replantearnos ese pequeño detalle de las clases. A la alumna no le gustaba mucho la profesora, a la profesora tampoco le gustaba demasiado la alumna, pero no se trataba de nada grave, no merecía darle más importancia de la que tenía.

Nos veíamos un día por semana en una cafetería de la calle Princesa. Tomábamos café y desplegábamos libros y cuadernos sobre la mesa. De vez en cuando, nos reíamos. Parecíamos dos amigas que han decidido realizar un tipo de intercambio. Si aquello era una clase, se trataba de algo informal, casi festivo.

Cuando se anunció el verano, Julie me preguntó si no querría ir con ella a Londres, donde vivían sus padres. Su hermana mayor, que tenía una casa en el campo, acababa de tener un niño y le había comentado a Julie que preguntara aquí y allá si a una estudiante española le interesaría ir a Inglaterra a trabajar de au pair. Era algo muy corriente. Estudiantes que trabajan en verano y, de paso, aprenden, o tratan de aprender, un idioma. Nunca se me hubiera ocurrido. Yo, que había pasado doce largos años en un colegio de monjas, no tenía en ese momento demasiada compulsión por el trabajo y el aprendizaje de idiomas. Era ahora cuando empezaba a ver que la vida tenía sus lados divertidos, y muchos. Pero cabía considerar esa oferta como parte de esa diversión. Como una aventura. Además, ¿qué planes tenía yo para el verano? Nacho se iba a su misterioso viaje, mis padres y mi hermana pequeña, como de costumbre, pasarían unos días a la orilla del mar. Probablemente, en algún pueblo del sur. Mi hermana mayor se había casado en el otoño, por lo que era su primer verano de casada y se iba a la casa que los padres de su marido tenían en algún lugar del País Vasco. La posibilidad de ir con mis padres, ya sin la compañía de mi hermana mayor, ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Mi hermana pequeña era demasiado pequeña para hacer planes con ella. Un día entero con mis padres me parecía una pesadilla. No estábamos de acuerdo en nada. Indudablemente, tendría que planear algo, irme a algún lugar, con alguien, una amiga, un grupo de amigos.

Lo cierto era que no tenía dinero. Mis padres -más bien mi madre- me daban lo justo para coger el autobús. Poco más. Algunos domingos, no todos - probablemente, sólo cuando le había sobrado algo del fondo del presupuesto semanal-, mi madre me entregaba, de forma casi clandestina, un billete para que fuera al cine. Eso decía ella: “Para el cine”. Todas mis necesidades estaban cubiertas, es verdad. Desayunaba, comía y cenaba en casa. Algunas veces, incluso podía tomarme a media mañana un café en el bar de la facultad. O pagar los vinos del atardecer. Normalmente, era Nacho quien lo hacía. Pero de vez en cuando, le gustaba dejarse invitar. Sonreía, satisfecho, al ver las monedas en mi mano, listas para pasar a las del camarero, como si ese gesto fuera ya expresión de la igualdad por la que luchaba. Igualdad esencial entre hombres y mujeres. Nacho era un feminista convencido. Apoyado en la barra del bar, solía darme largos sermones.

Nacho conocía a Julie. Algunas veces se pasaba por la cafetería de la calle Princesa donde dábamos la clase y se sentaba un momento con nosotras. Julie le caía bien. Había entre Julie y Nacho una corriente de simpatía, justamente la que no existía entre ella y yo. Cuando le comenté a Nacho que Julie me había propuesto que fuera con ella a Inglaterra a pasar el verano, trabajando como au pair en la casa de campo de su hermana, dijo que era una idea excelente. Se mataban muchos pájaros de un tiro. Para empezar, resolvía mi verano, y yo  tenía, además, al oportunidad de asumir la condición de trabajadora que toda persona que se respetara a sí misma debía conocer. Por añadidura, aprendía algo de inglés. Y con Julie cerca. Una chica tan agradable. Tenía algo, era evidente. No era una chica del montón.

Del montón, eso era lo que Julie me parecía a mí. De un mal montón. El  montón de los que no nos entienden ni a quienes entendemos. Personas indiferenciadas, que se entienden perfectamente entre ellas y que a ti te miran con extrañeza, como si hubieran detectado, al primer golpe de vista, en virtud de no se sabe qué capacidades, una anomalía en tu forma de ser. Pero, en fin, la pasan un poco por alto. Son magnánimos, no hay por qué incidir en los defectos y debilidades de los otros. Nosotros, en cambio, puede que seamos un poco resentidos. Desde luego, yo, comparada con Julie, era una verdadera resentida. Julie, con toda su desgana encima -que se manifestaba, sobre todo, en sus frecuentes bostezos-, parecía contenta con su vida, incluso satisfecha. No creo que los bostezos se debieran a falta de sueño. Era así, bostezaba porque le gustaba mucho dormir y, ya despierta y fuera de la cama, seguía manteniendo dentro de sí una parte dormida. ¿Para qué despertarse?, lo que veía, somnolienta, ya le parecía bien. Yo no era así. Siempre me fijaba en mis  desventajas, no lo podía remediar.

No podía decirles a mis padres que me iba a Londres a trabajar de au pair. No lo hubieran entendido, les habría parecido algo deshonroso. Ellos querían que tuviera una carrera universitaria y me ganara la vida con ella. Un trabajo digno, propio de gente cultivada. Eso era lo que querían para mí, para las tres hermanas. Nos podíamos casar o no, teníamos que estar preparadas por si acaso. Esa era su moral. En aquel momento, no me llevaba bien con mis  padres -en la universidad estaba descubriendo un mundo que no cuadraba con el suyo y que me resultaba mucho más seductor-, pero tampoco quería darles un disgusto. Si discutía con ellos, la cosa acabaría en gritos y reproches. Les dije que Julie, mi alumna inglesa, me había invitado a pasar en verano con ella. Era muy rica, les dije. Además de la casa de Londres, tenía una en el campo. Era un plan estupendo, conocería algo de Inglaterra y me saldría muy barato, sólo me tenía que pagar el billete. Tren, ferry y tren, ésa era la combinación más económica. Bueno, si tienes tanta ilusión, dijo mi madre, de acuerdo, pero, ¿qué sabes de esa chica? Nos llevamos muy bien, le dije, mintiendo a medias. Nos llevábamos bien, sólo eso. El caso es que conseguí que mis padres me pagaran el viaje.

Un atardecer de finales de julio, me acompañaron a la estación. Se alegraron cuando me encontré con compañeros de la facultad. Eran de otro curso, sólo les conocía de vista. Mi madre habló con ellos y les pidió que cuidaran de mí. Que no viajara enteramente sola le alivió un poco. Mi madre, desde el andén, me dijo que me escribiría a casa de Julie. Que fuera muy educada, me recomendó, que dejara buena impresión en aquella desconocida familia inglesa. Mi hermana pequeña lloró y yo sentí dejarla sola con mis padres.(Fragmento de un libro en preparación)

Escrito en Lecturas Turia por Soledad Puértolas

La poesía del pensamiento

11 de julio de 2014 07:46:24 CEST

 

para Durs Grünbein,

poeta y cartesiano



 

 

 

Todo pensamiento empieza por un poema

 Alain, «Commentaire sur “La jeune Parque”», 1953

 

Hay siempre en la filosofía una prosa literaria oculta, una ambigüedad en los términos

Sartre, Situaciones IX, 1965

 

En filosofía no se piensa más que con metáforas

Louis Althusser, Elementos de autocrítica, 1972

 

 

Lucrecio y Séneca son “modelos de investigación filosófico-literaria en los cuales el lenguaje literario y unas complejas estructuras dialógicas cautivan el alma entera del interlocutor (y del lector) de un modo que un tratado abstracto e impersonal no podría hacer… La forma es un elemento crucial en el contenido filosófico de la obra. En ocasiones, incluso (como sucede en Medea), el contenido de la forma resulta ser tan poderoso que pone en cuestión la enseñanza supuestamente simple que encierra”

                                               Martha Nussbaum, La terapia del deseo, 1994

 

Al contrario que los poetas, los filósofos aparecen increíblemente bien ataviados. Sin embargo están desnudos, lastimosamente desnudos, si se considera con qué pobre imaginería tienen que manejarse la mayor parte del tiempo

                                                                      Durs Grünbein, Das erste Jahr, 2001

 

Prefacio

 

¿Cuáles son las concepciones filosóficas del sordomudo? ¿Cuáles son sus representaciones metafísicas?

            Todos los actos filosóficos, todo intento de pensar, con la posible excepción de la lógica formal (matemática) y simbólica, son irremediablemente lingüísticos. Son hechos realidad y tomados como rehenes por un movimiento u otro de discurso, de codificación en palabras y en gramática. Ya sea oral o escrita, la proposición filosófica, la articulación y comunicación del argumento están sometidas a la dinámica y a las limitaciones ejecutivas del habla humana.

            Puede que en toda filosofía, casi con seguridad en toda teología, se oculte un deseo opaco pero insistente —el conatus de Spinoza— de escapar a esa servidumbre que otorga poder, bien modulando el lenguaje natural para transformarlo en las inexactitudes tautológicas, transparencias y verificabilidades de las matemáticas; bien, de manera más enigmática, regresando a unas intuiciones anteriores al propio lenguaje. No sabemos que haya, que pueda haber, pensamiento antes de la expresión verbal. Aprehendemos múltiples puntos fuertes de significado, figuraciones de sentido en las artes, en la música. El inagotable significado de la música, su desafío a la traducción o a la paráfrasis, se abre paso en los escenarios filosóficos en Sócrates, en Nietzsche. Pero cuando aducimos el «sentido» de las representaciones estéticas y de las formas musicales, estamos metaforizando, estamos operando por analogía más o menos encubierta. Así las estamos encerrando en los dominantes contornos del discurso. De ahí el recurrente tropo, tan insistente en Plotino y en el Tractatus, de que el meollo, el mensaje filosófico, está en lo que no se dice, en lo que permanece tácito entre líneas. Aquello que puede ser enunciado, aquello que supone que el lenguaje está más o menos en consonancia con auténticas percepciones y demostraciones, quizá revele de hecho la decadencia de los reconocimientos primordiales, epifánicos. Tal vez aluda a la creencia de que en un estado anterior, «pre-socrática», el lenguaje estaba más cercano a las fuentes de la inmediatez, de la no empañada «luz del Ser» (como dice Heidegger). Pero no hay prueba alguna de semejante privilegio adánico. Ineludiblemente, el «animal que habla», como definieron los griegos al hombre, habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos gramaticales. El Logos equipara la palabra a la razón en sus mismos fundamentos. Incluso es posible que el pensamiento esté exiliado. Pero si es así, no sabemos o, dicho con más precisión, no podemos decir de qué.

            Se infiere que la filosofía y la literatura ocupan el mismo espacio generativo, si bien, en última instancia, se trata de un espacio circunscrito. Sus medios performativos son idénticos: una alineación de palabras, los modos de la sintaxis, la puntuación (un recurso sutil). Esto es así tanto en una canción infantil como en una Crítica de Kant, en una novela de tres al cuarto como en el Fedón. Son hechos de lenguaje. La idea, como en Nietzsche o en Valéry, de que se puede hacer danzar al pensamiento abstracto es una figura alegórica. La expresión, la enunciación inteligible lo es todo. Juntas solicitan la traducción, la paráfrasis, la metáfrasis y todas las técnicas de transmisión o revelación, o se resisten a ellas.

            Los profesionales siempre lo han sabido. En toda filosofía, admitió Sartre, hay una «prosa literaria oculta». El pensamiento filosófico puede ser hecho realidad «sólo con metáforas», enseñaba Althusser. En repetidas ocasiones (pero ¿hasta qué punto en serio?), Wittgenstein afirmó que debería haber redactado sus Investigaciones en verso. Jean-Luc Nancy cita las dificultades vitales que la filosofía y la poesía se ocasionan recíprocamente: «Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido», giro que apunta al quid esencial, a la creación de significado y la poética de la razón.

            Algo que se ha aclarado menos es la incesante y determinante presión de las formas de habla, del estilo, sobre los sistemas filosóficos y metafísicos. ¿En qué aspectos una propuesta filosófica, aun en la desnudez de la lógica de Frege, es retórica? ¿Puede algún sistema cognitivo y epistemológico ser disociado de sus convenciones estilísticas, de los géneros de expresión prevalecientes o puestos en entredicho en su época y entorno? ¿Hasta qué punto están condicionadas las metafísicas de Descartes, de Spinoza o de Leibniz por los complejos ideales sociales e instrumentales del latín tardío, por los elementos constitutivos y por la autoridad subyacente de una latinidad parcialmente artificial en el seno de la Europa moderna? En otros momentos, el filósofo se propone construir un nuevo lenguaje, un idiolecto singular para su propósito. Sin embargo, este empeño, manifiesto en Nietzsche o en Heidegger, está asimismo saturado por el contexto oratorial, coloquial o estético (es claro ejemplo de ello el «expresionismo» de Zaratustra). No podría haber un Derrida fuera del juego de palabras iniciado por el surrealismo y el dadaísmo, inmune a la acrobacia de la escritura automática. ¿Hay algo más cercano a la deconstrucción que Finnegans Wake o el lapidario hallazgo de Gertrude Stein de que «There is no there», «Allí no hay ningún allí»?

            Son algunos aspectos de esta «estilización» en ciertos textos filosóficos, del engendramiento de esos textos a través de herramientas y modas literarias, lo que quiero considerar (de una manera inevitablemente parcial y provisional). Quiero observar las interacciones, las rivalidades entre poeta, novelista o dramaturgo, por una parte, y el pensador declarado por otra. «Ser a la vez Spinoza y Stendhal» (Sartre). Intimidades y desconfianza mutua hechas icónicas por Platón y renacidas en el diálogo de Heidegger con Hölderlin.

            En este ensayo es fundamental hacer una conjetura que encuentro difícil de expresar en palabras. La estrecha asociación de la música con la poesía ya es un lugar común. Comparten fecundas categorías de ritmo, fraseo, cadencia, sonoridad, entonación y medida. La «música de la poesía» es exactamente eso. Poner letra a una melodía o poner música a un texto constituyen un ejercicio de materia prima común.

            ¿Hay en algún sentido afín «una poesía, una música del pensamiento» más profunda que la que va ligada a los usos externos del lenguaje, al estilo?

            Solemos utilizar el término y el concepto de «pensamiento» con irreflexiva amplitud y largueza. Asignamos el proceso de «pensar» a una ingente multiplicidad que se extiende desde el torrente subconsciente y caótico de restos interiorizados, incluso en el sueño, hasta el más riguroso de los procedimientos analíticos, una multiplicidad que abarca el ininterrumpido parloteo de lo cotidiano y la concentrada meditación de Aristóteles sobre el alma o de Hegel sobre el yo. En el habla común, el «pensar» es democratizado. Se hace universal y sin patente. Pero esto es confundir radicalmente cosas que son fenómenos distintos, incluso antagónicos. Definido de forma responsable —carecemos de un término señal—, el pensamiento serio no es frecuente. La disciplina que requiere, el abstenerse de la facilidad y del desorden son cosas que están muy raramente o nunca al alcance de la gran mayoría. La mayoría de nosotros apenas tenemos conocimiento de lo que es «pensar», transmutar los tópicos, los manidos desechos de nuestras corrientes mentales, en «pensamientos». Percibidos de forma adecuada —¿cuándo nos detenemos a reflexionar? —, la instauración del pensamiento de primer calibre es tan rara como la composición de un soneto de Shakespeare o de una fuga de Bach. Tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada.

            Las cosas excelentes, advierte Spinoza, «son raras y difíciles». ¿Por qué un distinguido texto filosófico va a ser más accesible que la alta matemática o uno de los últimos cuartetos de Beethoven? Es inherente a un texto así un proceso de creación, una «poesía» que a un tiempo revela y se resiste. El gran pensamiento filosófico-metafísico engendra y a la vez trata de ocultar las «supremas ficciones» dentro de sí mismo. Las paparruchas de nuestras cavilaciones indiscriminadas son en efecto la prosa del mundo. No menos que la «poesía», en el sentido categórico en que la filosofía tiene su música, su pulso de tragedia, sus embelesos, incluso, aunque de modo infrecuente, su risa (como en Montaigne o Hume). «Todo pensamiento empieza con un poema», enseñaba Alain en su intercambio con Valéry. Este inicio compartido, esta iniciación de mundos es difícil de suscitar. Sin embargo, deja huellas, ruidos de fondo compatibles con aquellos que susurran los orígenes de nuestra galaxia. Sospecho que estas huellas se pueden discernir en el mysterium tremendum de la metáfora. Tal vez hasta la melodía, «supremo enigma de las ciencias del hombre» (Lévi-Strauss), es, en cierto sentido, metafórica. Si somos un «animal que habla», somos, concretando más, un primate dotado de la capacidad de usar metáforas, para relacionar con el rayo, el símil de Heráclito, los fragmentos dispersos del ser y de la percepción pasiva.    

            Donde se funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la otra en forma o en materia, pueden oírse estos ecos del origen. Este genio poético del pensamiento abstracto se ilumina, se hace audible. El argumento, aun analítico, tiene su redoble de tambor. Se hace oda. ¿Hay algo que exprese el movimiento final de la Fenomenología de Hegel mejor que el non de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría estimado en mucho?

            Este ensayo es un intento de escuchar más atentamente.

 

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Hablamos de la música. El análisis verbal de una partitura musical puede, hasta cierto punto, dilucidar su estructura formal, sus elementos técnicos y su instrumentación. Pero allí donde no es musicología en sentido estricto, allí donde no recurre a un «meta-lenguaje» parásito de la música —«clave», «tono», «síncopa»—, hablar de la música, oral o escrita, es un compromiso dudoso. Una narración, una crítica de una ejecución musical se ocupa menos del mundo sonoro real que del ejecutante o de la recepción por el público. Es un reportaje hecho por analogía. Apenas puede decir nada que pertenezca a la sustancia de la composición. Unos cuantos valientes, Boecio, Rousseau, Nietzsche, Proust y Adorno entre ellos, han tratado de traducir en palabras el tema de la música y sus significados. Ocasionalmente han encontrado «contrapuntos» metafóricos, modos de sugerir, simulacros de considerable efecto evocador (Proust en relación con la sonata de Vinteuil). Sin embargo, aun en los casos en que esos virtuosismos semióticos poseen más seducción, «escapan a la cuestión» en el sentido estricto de la expresión. Son derivaciones.

            Hablar de la música es alimentar una ilusión, un «error categorial» como dirían los lógicos. Es tratar la música como si fuese lenguaje natural o se hallase muy cercana a éste. Es trasladar unas realidades semánticas de un código lingüístico a un código musical. Los elementos musicales se experimentan o clasifican como sintaxis; la construcción en desarrollo de una sonata, su «tema» inicial y secundario, se designa como gramática. Las exposiciones musicales (a su vez una designación prestada) tienen su retórica, su elocuencia o economía. Nos inclinamos a pasar por alto que cada una de estas rúbricas se ha tomado prestada de sus legitimidades lingüísticas. Las analogías son ineludiblemente contingentes. Una «frase» musical no es un segmento verbal.

            Esta contaminación se ve agravada por las relaciones múltiples entre letra y música. Un sistema lingüísticamente ordenado es insertado dentro de un «no lenguaje», es colocado junto a él y contra él. Esta coexistencia híbrida tiene una ilimitada diversidad y una posible complicación (con frecuencia un Lied de Hugo Wolf niega su texto verbal). Nuestra recepción de esta amalgama es en gran medida somera. ¿Quién sino el más concentrado —partitura y libreto en mano— es capaz de captar simultáneamente las notas musicales, las sílabas que las acompañan y la polimórfica, verdaderamente dialéctica interacción entre ellas? El córtex humano tiene dificultad para distinguir entre estímulos autónomos, completamente distintos, y recombinarlos. Sin duda hay piezas musicales que aspiran a imitar, a acompañar temas verbales y figurativos. Hay «música programática» para la tempestad y la calma, para celebraciones y la lamentaciones. Mussorgsky puso música a los «cuadros de una exposición». Hay música de cine, muchas veces esencial para el texto dramático-visual. Pero todas ellas son justamente consideradas especies secundarias, mestizas. Donde existe per se, donde según Schopenhauer es más perdurable que el hombre, la música no es ni más ni menos que ella misma. El eco ontológico está al alcance de la mano: «Soy lo que soy».

            Su única «traducción» o paráfrasis significativa es la del movimiento corporal. La música se traduce a danza. Pero ese extasiado reflejo sólo es aproximado. Deténgase el sonido y no habrá forma segura alguna de decir qué música se está danzando (un aspecto irritante al que se alude en las Leyes de Platón). Pero, a diferencia de los lenguajes naturales, la música es universal. Innumerables comunidades étnicas poseen sólo rudimentos orales de literatura. Ningún grupo humano carece de música, a menudo elaborada y complejamente organizada. Los datos sensoriales y emocionales de la música son mucho más inmediatos que los del habla (pueden remontarse al vientre materno). Excepto en ciertos extremos cerebrales, principalmente asociados con las modernidades y las tecnologías en Occidente, la música no necesita ningún desciframiento. La recepción es más o menos instantánea en los niveles psíquico, nervioso y visceral, cuyas interconexiones sinápticas y rendimiento acumulativo apenas comprendemos.

            Pero ¿qué es lo que está recibiendo, interiorizando, a qué se está respondiendo? ¿Qué es lo que nos pone a todos en movimiento? Aquí llegamos a una dualidad de «sentido» y de «significado» que la epistemología, la hermenéutica filosófica y las investigaciones psicológicas han sido casi incapaces de dilucidar. Y ello invita a suponer que lo que es inagotablemente significativo puede también carecer de sentido. El significado de la música está en su ejecución y audición (hay quienes «oyen» una composición cuando leen en silencio su partitura, pero son muy pocos). Explicar lo que significa una composición, dictaminó Schumann, es tocarla de nuevo. Desde los comienzos de la humanidad, para hombres y mujeres, la música tiene tanto significado que apenas pueden imaginar la vida sin ella. «Musique avant toute chose» (Verlaine). La música llega a poseer nuestro cuerpo y nuestra conciencia. Tranquiliza y enloquece, consuela o causa desolación. Para incontables mortales, la música, aunque sea vagamente, se acerca más que ninguna otra presencia sentida a inferir, a prever la posible realidad de la trascendencia, de un encuentro con lo numinoso y con lo sobrenatural, que se encuentran fuera del alcance empírico; para otras tantas personas religiosas, la emoción es música metaforizada, pero ¿qué sentido tiene, qué significado hace verificable?, ¿puede mentir la música o es enteramente inmune a lo que los filósofos llaman «funciones de verdad»? Idéntica música inspira y aparentemente articula propuestas irreconciliables. «Traduce» a antinomias. La misma melodía de Beethoven inspiró la solidaridad nazi, la promesa comunista y las insulsas panaceas del himno de Naciones Unidas. El mismísimo coro del Rienzi de Wagner exalta el sionismo de Herzl y la visión hitleriana del Reich. Una fantástica abundancia de significados divergentes, incluso contradictorios, y una ausencia total de sentido. Ni la semiología ni la psicología ni la metafísica pueden dominar esta paradoja (que alarma a pensadores absolutistas desde Platón hasta Calvino y Lenin). Ninguna epistemología ha sido capaz de responder de manera convincente a la sencilla pregunta «¿Para qué sirve la música?». ¿Qué sentido tiene hacer música? Esta crucial incapacidad de respuesta hace algo más que insinuar unas limitaciones orgánicas del lenguaje, unas limitaciones capitales para el empeño filosófico. Cabe la posibilidad de que el discurso hablado y no digamos el escrito sean un fenómeno secundario. Tal vez encarnen un deterioro de ciertas totalidades primordiales de la conciencia psicosomática que todavía actúan en la música. Con excesiva frecuencia, hablar es «malentender». Poco antes de morir, Sócrates canta.

            Cuando Dios canta para Sí mismo, canta álgebra, opinaba Leibniz. Las afinidades, los nervios que relacionan la música con las matemáticas se han percibido desde Pitágoras. Rasgos cardinales de la composición musical como el tono, el volumen y el ritmo pueden ser trazados mediante el álgebra. Igual sucede con convenciones históricas como fugas, cánones y contrapuntos. Las matemáticas son el otro lenguaje universal. Común a todos los hombres, instantáneamente legible para quienes están preparados para leerlo. Como en la música, en las matemáticas la idea de «traducción» es aplicable sólo en un sentido trivial. Ciertas operaciones matemáticas pueden ser relatadas o descritas verbalmente. Es posible parafrasear o metafrasear recursos matemáticos. Pero son notas al margen secundarias, casi decorativas. En sí mismas y por sí mismas, las matemáticas sólo pueden traducirse a otras matemáticas (como en la geometría algebraica). En los textos matemáticos hay a menudo una sola palabra generativa: un «hágase» inicial que autoriza y pone en marcha la cadena de símbolos y diagramas. Es comparable al imperativo «hágase» que da comienzo a los axiomas de la creación en el Génesis.

            Sin embargo, el (los) lenguaje(s) de las matemáticas son enormemente ricos. Su despliegue es uno de los pocos viajes positivos y limpios a los anales de la mente humana. Aunque inaccesibles al lego, las matemáticas manifiestan criterios de belleza en un sentido exacto, demostrable. Sólo aquí impera la equivalencia entre verdad y belleza. A diferencia de las enunciadas por el lenguaje natural, las proposiciones matemáticas pueden ser verificadas o refutadas. Cuando surge la indecidibilidad, ese concepto tiene también su significado preciso, escrupuloso. Las lenguas orales y escritas mienten, engañan, ofuscan a cada paso. La mayoría de las veces su motor es la ficción y lo efímero. Las matemáticas pueden producir errores que habrá que corregir después. No pueden mentir. Hay ingenio en las construcciones y pruebas matemáticas como hay ingenio en Haydn y Satie. Puede haber toques de estilo personal. Varios matemáticos me han dicho que pueden identificar al proponente de un teorema y de su demostración por razones estilísticas. Lo que importa es que, una vez probada, una operación matemática entra en la verdad colectiva y la disponibilidad del anónimo. Y, además, es permanente. Cuando Esquilo esté olvidado y el grueso de su obra se haya perdido, los teoremas de Euclides seguirán existiendo (G. M. Hardy).

            Desde Galileo, la marcha de las matemáticas es imperial. Una ciencia natural evalúa su legitimidad por el grado en que es posible matematizarla. Las matemáticas desempeñan un papel cada vez más determinante en la economía, en destacadas ramas de los estudios sociales, hasta en las disciplinas estadísticas de la historia («cliometría»). El cálculo y la lógica formal son la fuente y anatomía de la computación, de la teoría de la información, del almacenamiento y la transmisión electromagnéticos que organizan y transforman ahora nuestra vida. Los jóvenes manipulan el cristalino despliegue de los fractales como antaño manejaban las rimas. Las matemáticas aplicadas, a menudo de una categoría avanzada, invaden nuestra existencia individual y social.

            Desde el principio, la filosofía y la metafísica han dado vueltas alrededor de las matemáticas como un halcón frustrado. La exigencia de Platón era clara: «Nadie entre en la Academia que no sepa geometría». En Bergson, en Wittgenstein, la libido matemática es representativa de la epistemología en su conjunto. Hay episodios ilustrativos en la larga historia de las matemáticas y destacan notablemente las investigaciones tempranas de Husserl. Pero los avances han sido irregulares. Si las matemáticas aplicadas en sus comienzos en la hidráulica, la agricultura, la astronomía y la navegación pueden situarse dentro de las necesidades económicas y sociales, la matemática pura y su meteórico progreso plantean una cuestión aparentemente difícil de responder. Los teoremas, la interacción de alta matemática, de la teoría de los números en especial, ¿se derivan de realidades «de ahí fuera» aunque no descubiertas todavía y remiten a ellas?, ¿se ocupan de fenómenos existenciales, por formalizado que sea el nivel al que lo hacen, o son un juego autónomo, una serie y secuencia de operaciones tan arbitrarias, tan autistas como el ajedrez? El ilimitado, podemos decir «fantástico», avance hacia delante de las matemáticas desde el triángulo de Pitágoras hasta las funciones elípticas ¿es generado, activado desde dentro de sí mismo, independiente de la realidad o de la aplicación (aunque, de manera contingente, pueda aparecer la segunda)? La cuestión ha sido debatida incluso por matemáticos y por filósofos durante milenios. Continúa sin resolverse. Añádase a esto el luminoso rompecabezas de las capacidades y la productividad matemáticas en el muy joven, en el preadolescente. Un caso enigmático análogo a los virtuosismos del prodigio musical y del maestro infantil de ajedrez. ¿Existen vínculos? ¿Hay alguna trascendental adicción a lo inútil implantada en unos cuantos seres humanos (un Mozart, un Gauss, un Capablanca)?

            Al estar condenadas al lenguaje, la filosofía y la psicología filosófica se han encontrado más o menos desvalidas. Muchos pensadores se han hecho eco de un antiguo pesar: «¿Yo habría sido filósofo de haber podido ser matemático?».

 

Con respecto a los requerimientos de la filosofía, el lenguaje natural padece graves debilidades. No puede igualar la universalidad de la música o de las matemáticas. Incluso la lengua más extendida —hoy es la angloamericana— sólo es provinciana y pasajera. Ningún lenguaje puede competir con las capacidades de la música para las simultaneidades polifónicas, para los significados múltiples bajo la presión de unas formas intraducibles. La capacidad de suscitar emociones, a la vez específicas y generales, privadas y colectivas, excede en mucho a la que posee el lenguaje. En algunos aspectos, la ceguera es reparable (se pueden leer libros en Braille). La sordera, el ostracismo que expulsa de la música, es un exilio irremediable. Tampoco puede el lenguaje natural competir con la precisión, con la inequívoca finalidad, con la responsabilidad y la transparencia de las matemáticas. No puede satisfacer criterios de prueba o refutación —son lo mismo— inherentes a las matemáticas. ¿Debemos, podemos querer decir lo que decimos o decir lo que queremos decir? La implícita generación de nuevas preguntas, de nuevas percepciones, de hallazgos innovadores desde el interior de la matriz matemática no tiene equivalente en el discurso oral ni escrito. Las vías que siguen las matemáticas parecen autónomos e ilimitados. El lenguaje rebosa espectros manidos y circularidades artificiales.

            Y sin embargo. La definición misma de hombres y mujeres como «animales de lenguaje» propuesta por los antiguos griegos, la designación del lenguaje y la comunicación lingüística como el atributo definitorio de lo humano, no son tropos arbitrarios. Las frases, orales y escritas (se puede enseñar a leer y a escribir a los mudos), son el órgano capacitador de nuestro ser, de ese diálogo con el yo y con los demás que arma y estabiliza nuestra identidad. Las palabras, aun siendo imprecisas y de duración limitada, construyen el recuerdo y articulan el futuro. La esperanza es el futuro verbal. Incluso cuando son ingenuamente figurativos y no sometidos a examen, los sustantivos que asociamos a conceptos como vida y muerte, al ego y al otro, son engendrados por palabras. Hamlet a Polonio. La fuerza del silencio es la de un negador eco del lenguaje. Es posible amar calladamente, pero quizá sólo hasta cierto punto. La auténtica incapacidad de hablar viene con la muerte. Morir es dejar de charlar. He intentado demostrar que el incidente de Babel fue una bendición. Todas las lenguas y cada una de ellas cartografían un mundo posible, un calendario y un paisaje posibles. Aprender una lengua es ensanchar inconmensurablemente el provincianismo del yo. Es abrir de par en par una nueva ventana a la existencia. Las palabras, sí, andan a tientas y engañan. Ciertas epistemologías les niegan el acceso a la realidad. Hasta la poesía más excelente está circunscrita por su lenguaje. No obstante, es el lenguaje natural el que proporciona a la humanidad su centro de gravedad (obsérvense las connotaciones morales, psicológicas de este término). La risa seria es también lingüística. Quizá sólo el sonreír desafíe la paráfrasis.

            El lenguaje natural es el medio ineluctable de la filosofía. El filósofo recurrirá a términos técnicos y neologismos; tratará, como Hegel, de llenar giros idiomáticos familiares de nuevos significados. Pero en esencia y, como hemos visto, excluyendo el simbolismo de la lógica formal, el lenguaje tiene que bastar. Como dice R. G. Collingwood en su Ensayo sobre el método filosófico (1933): «Si el lenguaje no puede explicarse a sí mismo, ninguna otra cosa puede explicarlo». Así, el lenguaje de la filosofía es, «como ya sabe todo lector atento de los grandes filósofos, un lenguaje literario y no un lenguaje técnico». Prevalecen las reglas de la literatura. En este convincente aspecto, la filosofía se asemeja a la poesía. Es «un poema del intelecto» y representa «el punto en el que la prosa está más cerca de ser poesía». La proximidad es recíproca, pues a menudo es el poeta el que acude a los filósofos. Baudelaire se vuelve a De Maistre, Mallarmé a Hegel, Celan a Heidegger, T. S. Eliot a Bradley.

            Dentro de los incapacitantes límites de mi competencia lingüística y haciendo imperfecto uso de la traducción, quiero considerar una selección de textos filosóficos en su desarrollo bajo la presión de unos ideales literarios y de la poética de la retórica. Quiero estudiar los contactos sinápticos entre argumento filosófico y expresión literaria. Estas interpenetraciones y fusiones nunca son totales, pero nos llevan al corazón del lenguaje y de la creatividad de la razón. «No podemos pensar lo que no se puede pensar, por tanto tampoco podemos decir lo que no podemos pensar» (Tractatus, 5.61).

 

 

 

 

(Fragmento del libro La poesía del pensamiento, de George Steiner, publicado por Ediciones Siruela. Traducción de María Condor)

Escrito en Lecturas Turia por George Steiner

Eje

9 de julio de 2014 12:44:41 CEST

escultura de Adriana Veyrat

 

Descubre

el pensamiento del árbol,

guía para el abismo,

guía para la entraña de la tierra.

Ser árbol una vez

y, cauteloso,

por vías de la sabia

–espejo sin azogue

y sin reflejo- 

alcanzar

los indicios

de la pura

oscuridad.

Escrito en Lecturas Turia por Clara Janés

Glup

8 de julio de 2014 12:42:00 CEST

Viajo en un vagón de luces grises.

Los asientos son duros, de madera prensada.

Una hora ha caído, un peso muerto.

Escucho el glup dentro de mi cabeza.

Las estaciones silban como pájaros.

Atardece sin fin.

 

Miro afuera al vacío,

que está lleno de gente.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Muñoz

Nocturna lucidez

7 de julio de 2014 09:26:54 CEST

Es de noche

cuando los cuerpos vuelven a la calma;

las sombras retornan a sus moldes,

el tiempo se diluye en su propia falacia

y deja de hacerse temer.

Es de noche, todo se ordena

con proporción de alquimia,

la biblioteca recupera

sus libros extraviados,

las dudas se obvian, el mismo miedo

se asemeja a un adjetivo.

Fríamente regresas

con un viento sordo barriendo hojas,

se han endurecido los recuerdos

como barro

arrancado de su cuna matricial;

uno tras otro

los vas depositando en tu mesa,

haces tu pequeño desfile de figuritas de arcilla

y con esa penetrante lucidez reciente

-la noche-

te interrogas, ahora sí, qué

ha donado tu vida, qué perdura

mañana, dónde tu obra rotunda

con la cual dejarías el mundo de los justos,

sacudirte el polvo de las suelas,

definitivamente, irte a descansar.

 

Desnuda quedará tu mesa al alba.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio García Valiño

Todo haz tiene su envés

7 de julio de 2014 07:47:00 CEST

En un escritor de tan acusada personalidad literaria, forjada en una amplia y dilatada trayectoria, como es el caso de Javier Marías, en cualquier nueva obra afloran de inmediato algunos de los rasgos –axiales o no- que constituyen su singular mundo narrativo. Y así sucede en su última novela, Los enamoramientos, donde ya en las primeras líneas conocemos el hecho que desencadenará la intriga –el asesinato del empresario Miguel Desvern o Deverne-, reaparecen personajes de anteriores novelas - en la escena cómica protagonizada por el profesor Rico o en el papel que juega el impar Ruibérriz de Torres-, se ausculta y examina críticamente ciertos modos y conductas que revelan una mentalidad social, a veces contrastando pasado y presente –y en correlacióncon las crónicas semanales del Javier Marías articulista-, se introducen elementos autobiográficos –básicamente trasladados al personaje de Javier Díaz-Varela- y digresiones de sesgo metaficcional que, sobre todo las referidas al acto de contar, propician reflexiones de sumo interés, además de hallarse también ironías y pullas en torno a ciertas maneras o modalidades de escritura y el retrato caricaturesco de un par de escritores que viene a ser contrahechura de modelos reales. Y desde luego, se reconoce el lenguaje del autor, aunque la novela esté narrada por una mujer, María Dolç, perceptible igualmente en otros personajes, como Luisa, “con no escaso vocabulario y con verbos que en el hablaba general son infrecuentes” y Javier Díaz-Varela “y su sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios”. Y está asimismo el tema medular de la obra de JM, la indagación sobre el Tiempo: el modo de sentirlo y su pasar e incidencia en nuestras vidas –en qué es capaz de convertirnos-, sus infinitas ramificaciones o sus formas -la espera, el azar-, su carácter poliédrico y su porosidad, los vínculos/alianzas que establece con la vida y con la muerte y también con el amor, y que en su conjunto pautan la profunda dimensión existencial de la novela.

 

“Inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos”, le dice Javier a María, pero “sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos...” Esta líneas apuntan el tema central de una novela que indaga en el estado de enamoramiento y su naturaleza, en los factores que concurren en él y las estrategias que a él conducen o pueden forzarlo –el azar, un golpe de fortuna, una extraña transformación en la persona deseada, la tarea del tiempo-. Pero también, al hilo de los sucesos, se agavillan otros temas no menos relevantes: la inconveniencia de que los muertos vuelvan, la impunidad de ciertos hechos o la imposibilidad de saber nunca la verdad. Y en este punto es donde Los enamoramientos, como novela, marca un punto de inflexión en la trayectoria del autor (y no tanto en tener a una mujer en el papel de narradora, que no tiene repercusión literaria alguna). Javier Marías confiere ahora a la intriga un peso capital, no tanto para tenernos en vilo (que también, pues hay momentos de extrema tensión, cuando se revisan los hechos sucedidos y se analizan los posibles móviles atendiendo a los factores psicológicos y emocionales que entraron en juego) y sí para mostrar que todo haz tiene su envés, que la explicación de un acto puede contar con dos versiones, ambas impecables en su “verosimilitud”. Al final de ese largo proceso –un verdadero y estremecedor asedio, modelo de pugilismo dialéctico- que ocupa la segunda mitad de una novela dividida al modo clásico en tres partes – equivalentes al planteamiento, nudo y ¿desenlace?- y un epílogo, tine lugar una meditación de índole moral, cuando María Dolç, pasado cierto tiempo, ya había entrado en un “proceso de atenuación” –indiferencia, olvido- y se reencuentra con Javier Díaz-Varela y la viuda de Miguel y se olvida de sus antiguas sospechas y propósitos y renuncia a delatar, convencida de que “No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es la norma”.

 

 

 

Javier Marías, Los enamoramientos, Madrid, Alfaguara, 2011.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rodríguez Fischer

_Océano_

4 de julio de 2014 07:21:21 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

atravesado por las autopistas imposibles, separa las vocales y las consonantes, uno y otro, el viento actual y las velas de antes

 

contiene la verdad y el odio de los ríos, la nieve más lejana que cabe en la memoria, las formas de tu letra, tu cara a cada hora

 

en las primeras horas de la luz, su superficie suave para el ojo rima con esto que bebemos, con el llanto que causamos e ignoramos y que es nuestro

 

dice de cada cosa su contrario, de la noche la tarde, y espera

 

es otro su vaivén y es el mismo que sufre en todas las formas de la curiosidad o las fuentes del yo

 

entro en el sueño con una indiferencia ante todo salvo mi cansancio y pongo en movimiento todo lo que no es indiferencia

 

y al sumergirse el aire equivale al agua y la profundidad es una cuestión de tono

 

cada caricia es buena para recordar las pieles de naranja que alimentan a sus seres, las translúcidas columnas del océano que nos sostienen y nos hunden y nos juntan

Escrito en Lecturas Turia por Mariano Peyrou

Pentagrama

3 de julio de 2014 08:12:36 CEST

Con una cuerda de violín

secciona mi garganta

 

y transcribe el sonido

del aliento silbando

a través de la herida.

 

La música es materia:

el canto del arpón

atravesando el pecho de la sirena;

 

la partitura ciega

de las arañas

tejiendo nuestros labios,

el uno contra el otro,

como en un beso

donde no hubiera más salida

que respirar a dentelladas.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Raúl Quinto

_Un siglo con Julio Cortázar_

27 de junio de 2014 10:39:29 CEST

Al conmemorar en 2014 el centenario del nacimiento de Julio Cortázar no está de más recordar que el año pasado cumplió cincuenta años Rayuela, la obra que dio a su autor un lugar indiscutido entre los protagonistas del llamado boom de la narrativa hispanoamericana. El tiempo transcurrido permite ver en aquella novela el testimonio magnífico de un tiempo en el que no pocos escritores trataron de hallar una salida frente al malestar existencial, lo que en su caso se concretó en la historia de búsquedas y desencuentros iniciada en cuanto la Maga y Horacio Oliveira elegían el azar como manifestación de una causalidad secreta que los unía y los alejaba hasta la separación definitiva. Aunque los episodios situados “del lado de acá” añadieran matices al relato iniciado “del lado de allá”, su repatriación desde París a Buenos Aires no alteraba la significación de Oliveira: lo suyo era buscar, sentir la ansiedad axial, tratar de acercarse a un centro apenas adivinado. Él era quien experimentaba estados excepcionales, momentos fugaces de videncia, el único entre los miembros del Club de la Serpiente capaz de advertir que la Maga creía sin ver, formaba parte del continuo de la vida, nadaba en los ríos metafísicos como las golondrinas nadan en el aire, accediendo sin dificultad a dimensiones que ellos trataban inútilmente de conquistar a golpes de cultura. Sólo él era suficientemente lúcido para relacionar su propia conducta con los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el cielo, según anticipaba el título de la novela, e incluso para saber cuándo el juego corría el riesgo de convertirse en sacrificio; sólo él conseguía al final entrever la existencia de un pasaje para salir del territorio de la descaminada especie humana.

 

Por entonces resultaba atractivo el desdén hacia los valores convencionales, hacia los representantes de la Gran Costumbre de las imposiciones sociales, vistos siempre desde una posición de superioridad moral apenas matizada por la ironía con que el narrador o el propio Oliveira exponían sus puntos de vista. No en vano se trataba de encontrar un lector al que mutar o enajenar, pretensión que conllevaba la intención declarada de convertirlo en un cómplice, de redimirlo de su condición de lector-hembra, marcando de paso las distancias entre la escritura demótica y la escritura hierática, como declaraban las reflexiones de Morelli y su rechazo de la novela “rollo chino”, del libro que se dejara leer sin más desde su principio a su final. Con ese lector se contaba para que el humor patafísico de incidentes absurdos operara como antídoto de lo absurdo de vivir, para olvidar los conflictos psicológicos y los comportamientos descritos en las novelas hedónicas, para que compartiera la urgencia de trascender el tiempo superficial del presente histórico. No se trataba de abandonarse a la nostalgia de los paraísos perdidos, sino de decir adiós a las tres dimensiones tradicionales del espacio, al conocimiento ligado a las categorías de la razón suficiente, al mundo satisfactorio de las gentes razonables con sus sacrosantas obligaciones castradoras. Ese lector debería compartir el manoteo desorientado del escritor y de la novela en busca de un asidero, de la revelación de ese orden al que pertenecía la interminable figura sin sentido que Oliveira creyó componer con la Maga tras la muerte del pequeño Rocamadour.

 

Cortázar ya había emprendido esa búsqueda en Los premios, novela publicada en 1960 y que en la Argentina obtuvo un éxito notable de crítica y lectores. En ella los agraciados en el sorteo de un viaje de recreo se reunían en un barco sin destino preciso, y se empeñaban en llegar al espacio prohibido de la popa mientras Persio, uno de ellos, se enfrascaba en la búsqueda de simetrías o geometrías relacionadas con un orden difícil de aprehender, con la existencia de un punto central donde cada elemento discordante pudiera llegar a verse como el rayo de una rueda. El interés de la trama urdida con los hechos narrados dejaba esas reflexiones en segundo término, pero no resulta difícil comprobar que Cortázar ya apostaba allí por una novela nueva, ligada a una nueva visión del mundo, y lo dejaba de manifiesto especialmente cuando Persio, desencantado, creía asistir bajo otras apariencias a la danza de los muñecos de madera, al primer acto del destino americano ―en evidente referencia al Popol Vuh―, y sentía que esa danza continuaba en espera de que naciese o hubiera nacido ya un hombre nuevo. La muerte de Gabriel Medrano en la popa, antes de encontrar la respuesta que Claudia parecía representar para él, situaba al novelista del lado de quienes buscaban hasta el sacrificio y contra quienes falsificaban la verdad en nombre del orden y del buen sentido.

 

Esa búsqueda se había acentuado en Rayuela, donde además se planteaban nuevas aperturas para el futuro: no en vano Morelli, en su capítulo 62, proponía imaginar un grupo humano que creyera reaccionar psicológicamente cuando en verdad obedecería a instancias del flujo de la materia animada, en cuyo funcionamiento secreto Cortázar trató de adentrarse al escribir 62. Modelo para armar. Publicada en 1968, esta novela podía verse ―puesto que para cada lector sería el libro que hubiera elegido leer― como un esfuerzo para desarrollar como narración la cadena de asociaciones o coágulo que la atención distraída de Juan, de oficio traductor (como Cortázar), capta cuando el château sanglant demandado por un comensal se asocia a la copa de Sylvaner que él paladea en un restaurante parisino llamado Polidor, dejando entrever una dimensión extraña aderezada con vampirismo y otros placeres sangrientos. Después los encuentros y desencuentros, fundamentalmente amorosos, se aceptan mejor si se recuerda lo que Morelli proponía para esa novela nueva. Si las actuaciones de sus personajes a veces los hacían parecer insanos o idiotas, era precisamente porque estaban a merced de la materia animada que a través de ellos trataba de manifestarse: fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzaban en procura de su “derecho de ciudad”, como Morelli también había previsto. Era eso lo que en 62. Modelo para armar se configuraba como una dimensión extraña que parecía absorber a los personajes, imaginada como una ciudad vacía por la que discurrieran tranvías incontables, un espacio ominoso donde se sentían horrores ancestrales, un universo de pesadilla que parecía aflorar precisamente en los sueños o en la duermevela. A esa otra dimensión tenían acceso casi todos los que compartían la “zona”, un espacio de complicidad que agrupaba a quienes se reunían en torno a una mesa del bar Cluny, algo similar al Club de la Serpiente de Rayuela, propicio otra vez a los juegos verbales, a los episodios de humor patafísico y a cuanto pudiera atentar contra las barreras culturales que obstaculizarían el avance de esa dimensión que apenas se conseguía entrever.

 

Las tensiones políticas de la época consiguieron encontrar eco tardío en las novelas de Córtazar, a pesar de que Oliveira hubiera desestimado la opción de “comprometerse” por estimarla una traición a sí mismo, una coartada para abandonar la búsqueda verdadera, la relacionada con el acceso al cielo de la rayuela, o al “kibbutz del deseo” imaginado en la noche parisina de su degradación final. Morelli y 62. Modelo para armar mostraban que esa búsqueda excedía a los individuos, como si algo que el homo sapiens guardara en lo subliminal se abriese camino a través de ellos, como si la vida tratase de alumbrar una humanidad diferente. Cuando las circunstancias exigieron planteamientos acordes con las urgencias del presente, Cortázar escribió Libro de Manuel (1973) para que su hombre nuevo se acomodase al propuesto por la revolución cubana. Al Club de la Serpiente y a la mesa del Cluny, siempre en París, sucedía una nueva pandilla que en su sector más radical conformaba “la Joda”, cuyas actividades revolucionarias habían de culminar con el secuestro de un diplomático, en tanto que Andrés adquiría una conciencia política a costa de los valores pequeñoburgueses que iba dejando atrás, aunque a lo largo de la obra no cejase de buscar en el amor y hasta en la degradación la apertura hacia esa otra dimensión que había obsesionado a los protagonistas de sus novelas anteriores. Los recortes de prensa destinados a conformar el “libro de Manuel” servían de contrapunto a las inquietudes metafísicas con la irrupción de un presente histórico signado sobre todo por la represión, la tortura y la muerte, que Cortázar condenaba a la vez que seguía mostrando su simpatías por los jóvenes contestatarios de entonces, por los hippies de cualquier parte y por cuantos colaborasen en la destrucción de los principios razonables que hasta los partidos comunistas parecían representar.


Libro de Manuel pareció agotar el interés de su autor por la novela, sin duda para alivio de algunos de sus lectores, saturados de sus pandillas de adolescentes jóvenes o mayorcitos, de tanta exaltación de la inmadurez y de tanta metafísica progresivamente erotómana, justificada por la necesidad de superar las carencias que en este aspecto mostraban las reprimidas literaturas hispánicas. Cortázar preferiría seguir demostrando una y otra vez su capacidad para el relato breve, del que había ofrecido muestras excelentes ya antes de que en 1951, cuando estaba a punto de dejar Buenos Aires para afincarse en París, ofreciera en Bestiario la primera colección. La abría el titulado “Casa tomada”, bien conocido desde que a finales de 1946 lo publicara Jorge Luis Borges en la revista Los Anales de Buenos Aires, en el que unos ruidos sordos expulsaban a Irene y al narrador de la morada familiar. Los personajes aceptaban la irrupción de lo extraño como si lo estuvieran esperando, como el narrador de “Carta a una señorita en París” asumía que vomitaba conejitos, o como la protagonista de “Lejana” afrontaba la presencia que se anunciaba en un sueño, invadía su realidad y parecía poseerla en un puente de Budapest. Esas eran solo algunas de las formas en que se manifestaba la presencia de otra dimensión, multiplicadas en los sucesivos volúmenes que Cortázar tituló Final del juego (1956; ampliado en 1964), La armas secretas (1959), Todos los fuegos el fuego (1966), Octaedro (1974), Alguien que anda por ahí y otros relatos (1977), Queremos tanto a Glenda (1980) y Deshoras (1982), hasta conformar una producción abundante y de calidad casi siempre excepcional.

 

Nada inverosímil se narra en “Torito” o “El móvil”, cuentos decididamente porteños, ni en “La banda” o en “Los venenos” ―por recordar simplemente algunos de los títulos incluidos en Final del juego, lo que podría hacerse con cualquier otro de los volúmenes mencionados―, pero en su conjunto esos relatos han sido relacionados con la literatura fantástica, lo que invita a recordar que para Cortázar lo fantástico exigía que lo excepcional pasara a ser la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se insertaba, según explicó en “El cuento breve y sus alrededores”, un ensayo incluido en Último round (1969). Allí se refería también a la forma cerrada propia de un género que en su versión moderna ―la nacida con Edgar Allan Poe― debía llevar su esfericidad a una extrema tensión, basada en la máxima economía de medios, y que había de funcionar como un exorcismo que alejara del autor criaturas invasoras, algo procedente de un territorio indefinible y ominoso, relacionado con latencias profundas y balbuceos arquetípicos, acercando el cuento a la poesía tal como esta se concebiría a partir de Charles Baudelaire. La irrupción de lo fantástico equivalía así a la manifestación de una verdad o realidad más honda, aunque la desestabilización de la experiencia ordinaria no siempre necesitaba recurrir a lo decididamente extraño: con frecuencia una historia de amor bastaba para dejar de manifiesto la incapacidad para rellenar el hueco, para disimular la inquietud o desasosiego que se adivinaba tras ella, como se dejaban sentir el desconcierto y a veces la crueldad tras las protagonizadas por niños o adolescentes. Desde luego, se reiteraron los relatos dedicados a establecer conexiones extrañas, fusiones inquietantes de sueños (pesadillas) y vigilia, pasajes entre tiempos y lugares diversos, oscuras llamadas que podían traducirse en posesiones o trueques de personalidad, alguna vez accesos a una época remota de ritos y terrores. “El perseguidor”, un relato incluido en Las armas secretas y comúnmente asociado a la búsqueda que Cortázar plasmó en sus novelas, permite entrever la significación también compleja de sus cuentos, que no se limitaban a desestabilizar las seguridades cotidianas, a registrar sucesos insólitos o a atestiguar la presencia de fuerzas extrañas a través de la ficción: como Johnny Carter, como de algún modo también su biógrafo, Cortázar fue en ellos no tanto el perseguido como el perseguidor, al convertirlos en formas diferentes de su tanteo incesante en busca de una puerta o pasaje hacia otra realidad.

 

En alguno de los ensayos de La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Cortázar dejó constancia de la dialéctica entre el niño y el adulto que conformaba su personalidad y que de algún modo se manifestaba en toda su obra literaria. No es difícil comprobar que acentuó la aparente ingenuidad de la primera opción en Historias de cronopios y de famas (1962), donde a las aventuras de esas criaturas de su invención se unían consideraciones sobre ocupaciones raras e instrucciones innecesarias para acciones elementales. Esa actitud naíf, atemperada por el paso del tiempo y las vivencias personales, reapareció en Un tal Lucas (1979), y había tenido ocasiones sobradas para manifestarse en almanaques o libros de materiales heterogéneos como los ya mencionados La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, precisamente porque hasta en su formato significaban una defensa de la libertad y la imaginación. Ricos en ilustraciones para acompañar textos de factura muy variada, incluyeron cuentos, poemas, ensayos y otras experiencias de más difícil clasificación, y resultan imprescindibles para advertir los múltiples motivos que ocupaban la atención de Cortázar. En Último round pueden encontrarse sus consideraciones sobre la distracción, entendida como una forma de atención pasiva que permitiría entrever otra realidad y padecerla como extrañamiento momentáneo, del que luego quedarían apenas una ansiedad o una vaga nostalgia: no es fácil describir mejor la experiencia que algunos cuentos concretan y que impregna 62. Modelo para armar, y con la que cabe relacionar incluso el conjunto de una obra predominantemente dedicada a indagar en los intersticios del espacio y del tiempo, en los vacíos de la realidad.

 

En La vuelta al día en ochenta mundos y Último round puede percibirse también el eco creciente que el entorno sociopolítico encontraba en Cortázar, interesado tanto en la guerra de Vietnam como en las protestas estudiantiles del mayo francés del 68, que para él fueron el enfrentamiento de un puñado de pájaros contra la Gran Costumbre y un episodio de la lucha por una sociedad más justa. En ese proceso se integraba su adhesión a la revolución cubana, que por entonces veía como la obra improvisada de unos cronopios y por lo tanto perfectamente compatible con su búsqueda personal. Esa adhesión quedó pronto de manifiesto en el relato “Reunión”, derivado de sus impresiones cuando en 1963 visitó Cuba por primera vez, aunque Cortázar siempre defendió la libertad total para su imaginación creadora: en Último round ya quedó constancia de sus esfuerzos para explicar su peculiar condición de intelectual latinoamericano en París, y para conciliar su búsqueda ontológica y los juegos de su imaginación con la preocupación por el presente histórico y con las inquietudes que se consideraban propias del intelectual del tercer mundo. Esos planteamientos determinaron que se viese envuelto en polémicas sobre la responsabilidad política y social del escritor e incluso sobre la legitimidad de quien escribía u opinaba desde Europa. Pero sus circunstancias personales no impidieron que Cortázar se mantuviera leal a la revolución cubana incluso en los momentos en los que la radicalización del régimen castrista dificultó sus relaciones con los intelectuales y con él mismo, y esa simpatía determinó su preocupación creciente por los problemas latinoamericanos tal como se veían desde La Habana.

No siempre supo resistirse a las presiones del entorno, como Libro de Manuel permite comprobar. También puede constatarse que supo expresar con acierto los horrores de la época cuando consiguió acercarlos a las atmósferas ominosas tan frecuentes en su obra: los relatos “Segunda vez” y “Apocalipsis de Solentiname” de Alguien que anda por ahí, “Recortes de prensa” y “Grafitti”, de Queremos tanto a Glenda, y “Pesadillas”, de Deshoras, son buenas muestras de que la conciliación de obsesiones personales e inquietudes políticas era posible, y de que resultó especialmente eficaz a la hora de expresar el miedo y la indefensión frente a los desmanes represivos que los argentinos sufrieron antes de 1976 y sobre todo a partir de esa fecha. Desde que en septiembre de 1973 un golpe de estado derribara en Chile al gobierno de Salvador Allende, las dictaduras implantadas en los países del Cono Sur de América se convirtieron en objeto principal de las preocupaciones de Cortázar, cuya dedicación a actividades relacionadas con la actualidad política se incrementó extraordinariamente: lo requería la urgencia de denunciar la brutal represión que había seguido a la irrupción de aquellos gobiernos militares, de defender a los sandinistas antes y después de que en 1979 se hicieran con el poder en Nicaragua, y de condenar la complicidad del imperialismo norteamericano con los culpables de la ola de violencia que parecía poner fin a casi todas las esperanzas de cambio. Los volúmenes Nicaragua tan violentamente dulce y Argentina: años de alambradas culturales reunieron en 1984 una buena muestra de la preocupación de Cortázar por esos temas, que hasta su muerte también determinaron en gran medida sus numerosos viajes y sus actuaciones públicas. De esa dedicación había nacido su relato-cómic Fantomas contra los vampiros multinacionales (1975), derivado de su participación en el Tribunal Russell II, que acababa de ocuparse de la violación de los derechos humanos en América Latina.

 

Los escritos de Cortázar ofrecen, por tanto, un testimonio directo de aquellos tiempos violentos, que el sandinismo nicaragüense y el fin de la dictadura militar argentina parecían dulcificar para él en los días que precedieron a su muerte en París, el 12 de febrero de 1984. En colaboración con Carol Dunlop, su última esposa, había elaborado Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella (1983), donde al diario de la experiencia aludida en el título se sumaban materiales heterogéneos hasta conformar otro de esos almanaques tan acordes con su personalidad. Y a los libros mencionados, que no son todos los posibles, cabe añadir las obras publicadas tras su fallecimiento, que han permitido rellenar no pocos vacíos en su biografía literaria, en particular por lo que se refiere a la poesía. El éxito obtenido con sus narraciones no debe ocultar que Cortázar se consideraba ante todo un poeta y que, consecuentemente, escribió poemas a lo largo de toda su vida, con frecuencia para dispersarlos en las novelas o en otras obras suyas. Solo a veces los reunió en libros: en Presencia, publicado en 1938 bajo el seudónimo de Julio Denis, y tardíamente en Pameos y meopas (1971) y en Salvo el crepúsculo (1984), volumen que reiteraba algunos del anterior. Recuperados los que solo habían aparecido traducidos al italiano en Le ragioni della collera (1982; edición bilingüe de 1995), y reunidos los muchos que permanecían inéditos o dispersos, desde 2005 un volumen de sus Obras completas permite seguir con detalle los avatares de otra búsqueda constante, más íntima y sin embargo relacionada con el resto de su obra, tan propicia al extrañamiento como determinada por él.

 

De especial interés resultan las novelas Divertimento (1988) y El examen (1987), fechadas respectivamente en 1949 y 1950, por lo que dicen sobre el proceso que habría de desembocar en Rayuela y en sus otras novelas de madurez, tan proclives a las grupos de amigos conversadores, ajenos a las convenciones y aptos para discutir sobre literatura y para promover situaciones insólitas, con frecuencia en atmósferas enigmáticas que en no pocos aspectos mostraban afinidades con el surrealismo, y a veces en circunstancias que revelaban el rechazo de populismo peronista que Cortázar también había dejado patente en algunos relatos. Por suyos, merecen también atención los primeros que escribió, recogidos en el volumen La otra orilla (1994). Desde 1991 sus lectores también pudieron encontrar reunidas las versiones definitivas de Dos juegos de palabras (Pieza en tres escenas, 1949, y Tiempo de barrilete, 1950), Nada a Pehuajó (1955) y Adiós, Robinson (1977), intentos teatrales que añadir al poema dramático Los reyes, que había dado a conocer ya en 1947. Además, conviene tener en cuenta Diario de Andrés Fava (1986), conjunto misceláneo de textos redactados al tiempo que El examen y solo a veces relacionados con esa novela, y los ensayos inéditos que contribuyeron a engrosar los tres volúmenes de su Obra crítica (1994), entre los que destacaba Teoría del túnel. Notas para una ubicación del surrealismo y el existencialismo, de 1947; y también los muchos textos desconocidos que conformaron Imagen de John Keats (1996), obra algo posterior y relevante para entender la poética de Cortázar desde el linaje romántico que la determinaba. Una copiosa correspondencia ayuda hoy a seguir la trayectoria de ese escritor que se alejó de la Argentina que desdeñaba para descubrir América desde París, que dibujó su mandala y lo recorrió mientras procuraba hacer de su escritura el espacio no tanto de una revelación como de un alumbramiento tan imprecisable como decisivo para el porvenir de la condición humana.

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Ana María Matute: "escribir es una larga pregunta"

26 de junio de 2014 08:21:27 CEST

Ana María Matute embruja a quien habla con ella. Lo hechiza mediante las palabras y a través de unos ojos –grandes, negros, en sostenido asombro, como los que pintan en el exterior de las pagodas nepalíes para representar el celo de Buda- que han visto mucha tristeza, pero también el lado bueno de la vida.

La entrevista se desarrolla en un hotel de Madrid, a cincuenta metros del Retiro, y la escritora se comporta con la misma hospitalidad que si estuviera en su casa. Se empeña en que tome algo y, ante la negativa, me reprende amistosamente. “¡Qué sobrio! Antes te decían: ¿Qué quieres beber? y, según la hora, respondías: una cerveza, un coñac, o lo que fuera. Los jóvenes de ahora decís: agua, agua… (pone voz de falsete). Se trabaja mejor con una cerveza”.

Arranca la conversación con referencias a su última novela, Aranmanoth (Espasa Calpe), donde retoma el clima mágico de Olvidado rey Gudú y que concluye de forma inesperada. “Casi todos mis libros, esto lo digo de una forma un poco pedestre, no se entienden bien hasta leer el final. Aranmanoth no es de suspense, está claro, pero esa forma de acabar tiene su gracia. Aunque la atmósfera también sea medieval, es muy diferente. Incluso el lenguaje ha cambiado: es más sencillo, más contenido y una historia más breve. Cada libro tiene su personalidad y pide una extensión y un lenguaje; lo pide él, no es capricho mío. Éste necesitaba doscientas páginas y un lenguaje concentrado en el que dejo adivinar al lector muchas cosas, en vez de contárselas de manera explícita. Podía haberme recreado en determinadas situaciones, pero he preferido sacrificar brillantez a lo que yo llamo eficacia literaria. No sé si se ha salido o no. Hasta ahora todos los que lo han leído me dicen que les ha gustado mucho y un escritor se da cuenta en seguida cuando le mienten. En ocasiones te dicen que han leído tu libro y basta hacer tres preguntas para comprobar que no es cierto. Se puede engañar a otros, pero al autor nunca”.

A pesar de las diferencias, la escritora reconoce que Aranmanoth guarda similitudes con otras novelas suyas. Comparte, en primer lugar, su carácter de libro iniciático. “El protagonista va en pos del Grial. ¿Qué es el Grial? Pues un deseo sin nombre pero que nos empuja y nos hace ser personas. Porque al Grial se le ha dado forma de cáliz y todas esas cosas, pero nadie sabe lo que es. Yo lo veo también como un proceso alquímico y cada uno tiene su versión”.

 

- Olvidado rey Gudú convivió con usted veinte años. Hasta se llevaba el paquetón de folios, en un carrito, a muchos de sus viajes. Si me permite exagerar, casi era un apéndice suyo. Cuando publicó esta novela, hace un lustro, dijo que había tardado tanto tiempo porque, de haberla entregado antes a sus lectores, no la hubieran comprendido. Y después vendió medio millón de ejemplares, que se dice pronto, en esta España donde hay que dar la enhorabuena al que agota una tirada de cinco mil. ¿Considera, por tanto, que nuestra sociedad, tan poco dada a la magia, a la imaginación y a los sueños, ha empezado a abrirse a ese mundo?

- No  sé exactamente. Porque la sociedad es algo tan amplio, tan complejo y tan variado… Pero hay un sector muy populoso de ella, lo digo por cómo se ha vendido el libro y los comentarios que me hacen los lectores en sus cartas, necesitado de espiritualidad y en la tradición literaria española no se ha cultivado este género. La fantasía sí, porque, por ejemplo en El Quijote, hay fantasía. Pero es de otro tipo. Y, precisamente porque la fantasía puede ser de muchas maneras, a mí no me gusta llamarlo fantástico, sino mágico. Son obras de ambiente mágico y misterioso.

 

Aranmanoth no es un personaje como el común de los mortales fue engendrado por un señor feudal y un hada del bosque y esa condición, entre mágica y humana, se convierte en un impedimento para comprender el mundo en el que vive. Ana María Matute se ríe mucho cuando le comento que ella tampoco ha sido una persona normal en la literatura de su época. Empezó con relatos de corte realista –era lo que se llevaba en los cincuenta- pero inmediatamente se pasó a ese mundo mágico que sus compañeros de generación no acababan de asimilar. “La fascinación por el ambiente mágico y el mundo medieval, que no están tan separados, la he sentido desde niña. Yo digo muchas veces, y lo repito, que entré en la literatura con los cuentos de hadas. Desde muy pequeña me leyeron cuentos de hadas. Luego, en cuanto aprendí las letras, no sólo los leí, sino que, encima, los escribí. Porque a los cinco años yo escribía ya pequeños cuentos. O sea, que ese mundo ha estado siempre dentro de mí. Y, sí, es verdad, yo misma me daba cuenta de que no iba a ser entendida, ya que en España no hay tradición de ese tipo de literatura. Es algo muy anglosajón, nórdico y quizá germánico, pero hasta ahora la literatura mágica no iba con los lectores españoles. Recuerdo que, cuando era pequeña, muy pocos niños y niñas habían leído Alicia en el país de las maravillas, y casi ningún cuento. En cambio ahora sí. Se ha generalizado su lectura, a pesar de que la sociedad, ese pulpo con tantos brazos que se llama sociedad, es muy competitiva, brutal, incluso depredadora; el sentimiento de la amistad casi ha desaparecido, porque cuando hay una prebenda a repartir entre dos grandes amigos se matan. Y eso es muy triste”.

 

- Lo que afirma nos lleva a otra constante de su obra: el escepticismo. Marco, el protagonista de Pequeño Teatro (la escritora terminó esta novela con diecisiete años, pero no la publicó hasta los veintiocho). Fue la ganadora del Premio Planeta en 1954), ya era un escéptico.

- Más bien un loco. Estaba como una chota –suelta una carcajada al rememorar ese personaje-. Pero sí, era un desengañado, porque su trayectoria vital no se correspondía con sus sueños. Eso le pasa a mucha gente.

 

(Si deseas leer completa la amplia y exclusiva entrevista a ANA MARÍA MATUTE, puedes hacerlo adquiriendo on line el nº 54 de la edición en papel de la revista TURIA. ¡¡340 páginas de buenas lecturas por sólo 7’50 euros!! Te dejamos el enlace http://www.ieturolenses.org/revista_turia/)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

Gramática vitae

26 de junio de 2014 07:16:56 CEST

Renuncio a las sombras del significado,

a las grietas de la noche,

a las máscaras de tu voz de nieve,

a los silencios de los verbos de la verdad.

 

Abandono los números del amor,

las hipotecas de sangre de los olvidados,

el resumen de la muerte en los libros

de las escuelas de silencio.

 

Desaparezco en el vuelo de los pájaros,

en la luz sobre los valles,

en la nieve que acaricia la belleza del abismo.

 

Desaparezco ya tras el silencio de estos versos ...

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Soria Caro

Benjamín Jarnés sin embozos

24 de junio de 2014 07:00:00 CEST

Es curioso el caso de Benjamín Jarnés. No en sí mismo, que también, sino visto desde su irregular presencia en las historia de la literatura y desde las reiteradas reivindicaciones y tentativas de rescate editorial. Bien mirado, el suyo es un caso afortunado si lo comparamos con el de otros creadores coetáneos con obra de mayor eslora, como Gabriel Miró o Ramón Pérez de Ayala. A Jarnés se le ha reeditado y estudiado en los últimos años; su obra no ha dejado de emanar el raro perfume que atrae a los jóvenes doctorandos en busca de un tema de investigación poco manido. En los últimos dos años, por ejemplo, se han leído sendas tesis doctorales sobre las biografías (Macarena Jiménez en la Universidad de Málaga) y sobre el llamado género intermedio (Sandra L. Watts en la University of Michigan). Y eso a pesar de que la atmósfera de cerrado y biblioteca no casa bien con el talante vitalista, aéreo y risueño que transpira toda la prosa jarnesiana. Desde el año 2000 habrán aparecido no menos de quince ediciones anotadas y prologadas de sus obras, alguna inédita como El aprendiz de brujo que editó en 2007 Francisco Soguero. Se le ha traducido al italiano, se le ha reeditado en Estados Unidos y Argentina y todavía guarda la capacidad de producir sorpresa cuando los lectores más avezados tropiezan con algunas de sus cosas, como le sucedió al peruano Fernando Iwasaki en 2003 al leer Ariel disperso («El Ariel americano de Jarnés», ABC, 27 de septiembre). Sin embargo, la supervivencia de Jarnés es tributaria de una máscara de yeso que simplifica la complejidad de su producción pero sobre de su ética literaria. Me refiero, claro, a la máscara de narrador deshumanizado o vanguardista, términos ambos que rechazó desde 1929 de forma inequívoca, solo tres años después de publicar su primer libro resonante, El profesor inútil, aunque ese rechazo topara con la obtusa tendencia española a clasificar a las gentes en banderías, camadas, generaciones o partidos estéticos.

           

Nunca fue Jarnés un escritor dogmáticamente convencido de las bondades del experimentalismo vanguardista. Su extracción social, algo más que humilde, y su juventud carente de blanduras burguesas le habían vacunado contra el elitismo de clase y la lucha por hacerse un hueco en el mundo intelectual de los años veinte le había hecho entender que lo minoritario selecto residía no en el grupo social de procedencia, ni siquiera en la profesión ejercida, sino en una determinada calidad del espíritu en la que se armonizaban la inteligencia, la sensibilidad y la moral. Como para los antiguos stilnovisti, la genuina distinción no la determinaba la cuna sino la nobiltà de cuore.  Él se sintió siempre dentro de esa minoría espiritual y se dolió de la envidia, rencores, maledicencia y zafiedad de muchos de sus colegas, con y sin razón. Le pareció que los jóvenes poetas y prosistas de los años veinte —a los que les llevaba más de diez años— sufrían un síndrome de miedo y astringencia del que salían aquellas píldoras en prosa (las «cagarritas» a las que aludiría con resentimiento Max Aub) o aquellos poemas asperjados en las revistas literarias, unos textitos que se le antojaban faltos de fuerza vital y auténtica energía creadora. Denunció el exceso de «genios emboscados», con mucho embarazo y poco parto. Se equivocaba, desde luego, pero no por el lado de exigir a los escritores jóvenes un mayor arrojo y también un mayor compromiso con su vocación artística y con el mundo tumultuoso que les había tocado vivir. Es lo que explicó en el prólogo de Paula y Paulita (1929): las «cosas están ahí», alrededor nuestro, aguardando la valentía del artista, que deberá restablecer su relación con el mundo («Que intimemos con él. Que le perdamos el respeto»). Y es lo que volvió a explicar una y otra vez: «sobra talento, pero falta empuje aventurero», como le contó al periodista Darío Pérez justo en 1929.

           

Alguna vez he dicho que aquel año calamitoso, el del crack económico, fue para Jarnés un año mirífico. Su conquista del campo literario de la Joven Literatura había sido rapidísima, una campaña de apenas dos años en los que el aragonés salió del anonimato y subió verticalmente en el escalafón hasta encaramarse a la representación simbólica de los nuevos valores. Sus credenciales fueron El profesor inútil y las notas ensayísticas de Ejercicios (1927), dos libritos que concitaron elogios casi unánimes e hicieron de su autor, de golpe, un ejemplo de teoría y praxis de la literatura nueva. Paradójicamente, en 1929 el ciclo de esa literatura iniciaba su declive, o al menos declinaban los principios de intrascendencia, asepsia política y ludibrio general en los que se asentaba, porque los tiempos se estaban aborrascando. Pero a Jarnés todo le sonreía. Su fecundidad parecía ocultar un taller de confección textual: en un año publica cuatro libros importantes (Paula y Paulita, Locura y muerte de Nadie, Salón de Estío, Sor Patrocinio), la versión corta de Viviana y Merlín, varias traducciones, una de ellas la exitosísima de Sin novedad en el frente, de Erich Maria Remarque, que hizo en colaboración con Eduardo Foerstch y que le reportó más disgustos que dividendos, artículos y prosas sin cuento y por doquier, en periódicos y revistas, en Europa y América (en México, en Argentina, en Cuba, en los Estados Unidos). Pedro Salinas no le podía resumir mejor la situación a su amigo Jorge Guillén en noviembre de 1929: «Jarnés en la cúspide: un tomo por mes, colaboración en todos los diarios y revistas, conferencias por la radio, interviews, la gloria». Una gloria efímera, habría que añadir.

           

Desde Barcelona, Juan Chabás presentaba en agosto a los lectores del Diario de Barcelona quién era aquel escritor ubicuo, con biografía y «todavía» joven. Su retrato es perceptivo incluso en los pellizcos de monja que contiene:

           

Benjamín Jarnés es todavía un escritor joven. Por su estilo, por su orientación, por sus gustos, mucho más joven que por su edad. Los amigos de Revista de Occidente están acostumbrados a ver en el Salón donde se celebra la tertulia de esta Revista a un hombre vestido de negro, algo, grueso, pero no gordo. Tiene este hombre cerca de cuarenta años, pero en sus ojos, vivaces a través de unos lentes de mariposa, se adivina mayor juventud. La frente es alta, tersa y despejada. Las mejillas tienen suaves y gordezuelos mofletes de infante. A un lado y otro de la cabeza le caen blandamente unos bandos de pelo flácido, dócil. Sus gestos, sus palabras, sus silencios tienen siempre una lentitud amable, una ternura pacata, una discreción llena de beatitud de prelado. Si este joven enlutado fuera sacerdote —casi lo parece—, predeciríais fácilmente que llegaría a obispo de una vieja ciudad española: Toledo, Salamanca, Zaragoza.

        

Tal Benjamín Jarnés, tejedor de una prosa sabia, muy pulida, muy linda, totalmente segura, sin vacilaciones ni durezas. Bellas las metáforas, bellas las palabras, armonioso y dulce el ritmo de las frases. Tal dulces a veces que leyendo la prosa de Jarnés tenéis a veces la sensación de que un caramelo de frutas sazonadas se os deslíe en la boca, lentamente.

        

Y este escritor tan pulcro, tan cuidadoso de su dicción, es, al mismo tiempo, un escritor fecundo. En la Revista de Occidente, en Síntesis, en Criterio, en Diario de la Marina, en La Nación de Buenos Aires aparecen frecuentemente artículos suyos. Y aún le queda tiempo, luego de satisfacer tan amplias colaboraciones, para escribir sus libros.

 

Una vez hecha la presentación del individuo, Chabás pasa a referirse a uno de los problemas estéticos de su generación, el de la creación de una novela distanciada del modelo decimonónico y consustanciada con la visión del mundo y la sensibilidad del hombre del siglo XX. Qué «difícil que es hoy escribir una novela» cuando el género parece agotado pero se barruntan «múltiples posibilidades de renovación» aún inseguras. En esa confusa encrucijada de caminos, a Chabás le parece que deben cumplirse dos condiciones: la de que el lector sienta «que le cuentan algo acontecido de verdad» y la de que el escritor experimente «más vivamente esa sensación, aunque sepa que nada de lo que él relata sucedió». Dicho de otro modo, el novelista tiene que creerse las arquitecturas de su imaginación para dotarlas de la verosimilitud sin la cual el lector pierde el interés. Para ello es imprescindible el acorde entre imaginación y memoria. «Y con la memoria surgen entonces, como del fondo de nuestro ser un sonido, un acento, un residuo de algo que no es puro sentimiento, que no es puro pensamiento, sino bizarría, o nostalgia, o dolor, y todo ello sincera y poéticamente anatomizado, analizado, descompuesto y compuesto de nuevo, es decir, sentido e inventado». Ese es el mecanismo compositivo de la narrativa de Jarnés, de Paula y Paulita —que es de la que se habla— y del resto de novelas jarnesianas. Era 1929, y en ese filo del tiempo Chabás tiene claro que «este libro es lo mejor que él ha escrito y de lo mejor que han escrito los jóvenes de nuestro tiempo».

           

A pesar de que no le faltaba razón a Chabás, la obra de Jarnés no se resumía en sus esfuerzos de renovación novelística. De hecho, los méritos más ostensibles del escritor empezaron siendo los del estilo, aunque hoy aparezcan deslucidos por el transcurso de noventa años. En la prosa de Jarnés había un ritmo y una dicción nuevos, de una elegancia a la vez clásica y juvenil, que daban carpetazo a la prosa plúmbea del siglo XIX, apesadumbrada por las cazcarrias retóricas. El aragonés imponía a su escritura una agilidad y una precisión casi gimnásticas, con brillos metafóricos y nudos aforísticos que golpeaban constantemente la inteligencia de sus lectores. Al describir, desplegaba una paleta de sensaciones (colores, sabores, olores...); al narrar, saltaba por encima de las acciones presumibles o superfluas, aquellas fácilmente deducibles, para situar su relato entre elipsis y sugerencias; al reflexionar, apretaba el pensamiento en una formulación escueta, casi gracianesca, y siempre escogía con primor las palabras que habían de servirle en cada momento. Su papel en la renovación de la prosa literaria española de los años veinte no puede desdeñarse, a pesar de que se encontró en una tierra de gigantes —Valle-Inclán, Azorín, Unamuno, Juan Ramón, Ortega, incluso Miró— y él lo sabía, pero en él vieron muchos la continuidad del proceso de depuración iniciado por algunos de los mayores. En Ejercicios expuso que la prosa, en manos del artista, es un instrumento de creación en el que la idea y la imagen encuentran su perfecta conciliación, pues mientras la idea sostiene sólidamente la pasarela sintáctica, la imagen permite pasar deliciosamente de un lado al otro de la frase: «El pensamiento es la maroma tensa, vibrátil —acaso de alambre robusto de acero— que mantiene enhiesta la arquitectura de la frase; pero de uno al otro extremo se entrelazan armoniosamente las cintas paralelas de la imagen». Estos juegos de la inteligencia son  constantes en las páginas jarnesianas y encandilaron a sus primeros lectores en España y América Latina. «Todos estamos entusiasmados con este pequeño ensayo que define nuestras propias ideas, y cuya prosa es verdaderamente exquisita», le confesaba Federico García Lorca en 1927.

           

El éxito no nubló el juicio a Jarnés. No lo envaneció ni ensoberbeció, no se creyó más de lo que era (y quizá hasta le costó creer en su triunfo) y tuvo una clara conciencia de sus aptitudes y de sus límites. Fue, bien mirado, un hombre entre límites (más que de límites), unos que le trazaron desde fuera y otros que se impuso él mismo. Su pasión fue fría, su vitalismo fue sereno, su entusiasmo fue embridado, su vanguardismo estuvo represado por el anhelo de un nuevo clasicismo y al impulso de la aventura estética solo se dejó llevar con cautela y un mapa secreto de los caminos de regreso al equilibrio entre lo irracional y la razón ordenadora. Desde 1929 preconizó para el arte joven una vía de conciliación entre idealismo, realismo e infrarrealismo que llamó integralismo, en el que la sublimación romántica (la ensoñación), la cotidianidad realista (la vigilia) y las simas oscuras del subconsciente (los sueños) se equilibraban en una representación fidedigna de la compleja naturaleza humana. La doctrina no tuvo su contrapartida práctica porque Teoría del zumbel o Escenas junto a la muerte, aun siendo excelentes novelas, no cuajaron como ilustraciones del integralismo. La propuesta misma, en el contexto de las radicalidades vanguardistas, resultaba extravagante no por su eclecticismo (común a muchas vanguardias) sino por su defensa de la armonía y la ponderación.

           

Esa querencia por los espacios intelectuales de convergencia y concierto formó parte de su personalidad siempre, tanto en el terreno de la literatura como en el de las ideas políticas y sociales. Desconfió y denunció el crecimiento de los «muchachos de uniforme» cuando en Europa el fascismo y el comunismo empezaron a envenenar de utopismos suicidas las cabezas de millones de jóvenes. Y del mismo modo se mostró receloso con los escritores que parecían confiar en el poder protector y consagrador del rebaño o la horda. «¡Más equilibrados y menos equilibristas! ¡Más 'ágora' y menos 'pista'!», escribía en uno de sus cuadernos íntimos de los años treinta. La sensatez, el fiel de la balanza, el diálogo fueron sus bastiones frente al arrebato, la extremosidad o el autoritarismo. Sus reparos a los excesos fueron tempranos y ya en 1925, cuando estaba labrándose un nombre en el mercado de talentos del Arte Nuevo, se atrevió a izar objeciones contra la literatura de vanguardia en lugar tan significado como la revista Proa de Buenos Aires, una importante plaza del ultraísmo argentino fundada por Jorge Luis Borges, Francisco Luis Bernárdez y Brandán Caraffa. Lo hizo con el pretexto de reseñar ni más ni menos que Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, libro meritorio que, en su opinión, había «obrado el prodigio de crear un período literario que de otro modo no hubiera existido». Varias eran las objeciones, desde la inconsciencia y falta de sentido crítico de los vanguardistas hasta la futilidad de su obra, su gasto de la pólvora en salvas (en manifiestos, en política literaria...) y la desbandada de quienes formaron sus filas. Torre había recibido a través de su sensitiva antena todas las vibraciones de nuevo espíritu pero también mucho ruido. A esa antena que lo recoge todo sin discriminar, Jarnés oponía el semáforo, la regulación y el control, el cauce de las energías juveniles. Por eso tituló su crítica «Antena y semáforo».

           

Es fácil espigar estos reparos a lo largo de toda su obra crítica y ensayística. A los propios argentinos les advertía un par de años después, en la revista Síntesis, de que a veces «todo el ímpetu se gasta en afinar la propia máquina» y el artista que se empeña en ensayar posturas y postergar el momento de la creación es como el Estilita, que, subido a su columna, acaba petrificado. Lo contrario es el escritor audaz que se lanza a crear asumiendo el riesgo de equivocarse: «Entre estos hombres, cuento a James Joyce», afirma en las notas críticas que tituló «Biela». Pero, aun siendo fácil esa recolecta, es a partir de 1929 cuando el compromiso de Jarnés con la discrepancia se vuelve más visible. Una discrepancia desde la mesura o desde la equidistancia y que le permite intervenciones públicas como la conferencia inédita «Deberes del libro actual», en la que condena todo libro que no conduzca al fin esencial de hacernos más libres, de «dejarnos más alertas», una conferencia donde aconseja no leer aquel libro que nosotros mismos podríamos haber escrito o que se entrega a la primera acometida o que ha sido escrito para complacer el gusto del público y no para «encauzarlo, depurarlo, robustecerlo».

           

Si más arriba decía que la gloria de 1929 fue efímera, también fue temporal el encandilamiento que produjo su prosa. Chabás decía en el artículo citado que los personajes de nuestro autor tenían  «todos aquella bondad suave y algo ingenua» de El profesor inútil y «una sensualidad húmeda y dulce», pero estas lenidades tocaban también al tono de sus relatos y a la escritura, volviéndolos en los peores casos melifluos y hasta un punto empalagosos. Lo parnasiano, pasado por el modernismo español, había lustrado el estilo temprano de Jarnés, y ese regodeo en la forma se había cruzado con una sensibilidad decadente y con un difuso franciscanismo quizá adquirido en sus años de seminario, que fueron muchos, nueve. Cuando Jarnés llegó a Madrid en 1920, destinado al Parque de Intendencia de la capital y procedente de Larache, tenía treinta y dos años y distaba de ser dueño de la prosa alquitarada que le daría prestigio. Durante un lustro tuvo que pulir los dengues sentimentales y demás adherencias de un estilo labrado en la prensa regional aragonesa, en revistas religiosas como Rosas y Espinas y en certámenes literarios militares. Su contacto con la juventud vanguardista fue depurativo, pero todavía en 1925 podía publicar en la revista Plural un fragmento titulado «El profesor inútil» en el que rechinan morbideces estilísticas que eliminaría en la edición de 1926. Y sin embargo, pese a ese largo baño en el Jordán del idioma (por usar una imagen suya), aún le quedó a su prosa una reticencia, un no sé qué de esponjosidad y mansedumbre que, si bien continuó despertando el elogio de muchos, empezó pronto (ya en 1929) a provocar el reparo de otros que echaban en falta algo más de dureza, ráfagas de aspereza y acidez como las que, desde 1930, iban a encontrarse en las novelas de su paisano Ramón J. Sender. Precisamente en julio de ese año, José García Mercadal publicó en La Voz de Aragón un artículo que parecía anunciar la división futura de la narrativa aragonesa en dos opciones: «Jarnés y Sender». El pretexto era la aparición de Teoría del zumbel del primero e Imán del segundo y Mercadal la celebraba como la ocasión de que las letras aragonesas «salgan de su penuria tradicional, ganando de golpe, no uno, sino dos novelistas». En esa revelación dual, Jarnés representaba la obra depurada y exquisita, «fruto maduro de una personalidad ya destacada entre lo más selecto de la última promoción literaria», era el artista; mientras que a Sender le correspondían «menores pretensiones estéticas» pero «mayores valores objetivos». Y a Mercadal se le nota más tocado por la fuerza de denuncia de la novela sobre el desastre de Annual, que lanza «el grito lancinante que viene a herir nuestra conciencia de españoles, la voz conminatoria que nos recuerda [...] las iniciales y más apremiantes responsabilidades del presente político y social de España».

          

Jarnés y Sender. Los dos perdieron, pero quizá la derrota fue más inclemente con el primero, puesto que lo castigó no solo con el exilio sino con la precariedad económica y la probable certeza, que pudo llegar a palpar, de la disolución de su nombre en la futura memoria histórica de la cultura española. No le angustió a Jarnés ese desvanecimiento, no al menos desde 1939, porque entonces su prioridad había pasado a ser la supervivencia (suya y de su esposa Gregoria) y el voluntarioso cultivo de una alegría vital que siguió buscando donde no suele estar, en la escritura, y que encontró en la amistad inopinada pero encantadora de la escritora Paulita Brook.

           

Eso fue ya en México, adonde Jarnés llegó a bordo del Sinaia el 13 de junio de 1939, después de meses de incertidumbre en Francia, de esperar interminablemente la ayuda rogada a Victoria Ocampo, a Guillermo de Torre, a Gregorio Marañón, a Ortega y Gasset, ignorante de que los dos últimos se habían puesto de parte de los sublevados: «Sepan que estoy completamente alejado de todo partido, de toda organización política, Que estoy solo. Que, si ustedes no me atienden, quedo en absoluto a la intemperie», le escribe a Marañón en febrero. «Atiéndame, se lo ruego». No le atendieron y hubo de esperar a la solidaridad de sus amigos mexicanos, de Xavier Villaurrutia y sobre todo de Jaime Torres Bodet, y a la generosidad del presidente Lázaro Cárdenas, que acogió a miles de españoles. Mientras tanto fue un profesor de liceo en Limoges, Narcisse Marcel, quien dio amparo durante varias semanas a Jarnés y Gregoria y quien habló a sus alumnos de aquel escritor español que había defendido la libertad y los valores de la democracia y, vencido por los fascistas, se hallaba arrojado a un destino de expatriado. Esto lo recordó muchos años después uno de aquellos alumnos, un chaval de diecisiete años que se llamaba Roland Dumas y sería Ministro de Asuntos Exteriores.

           

Llegar a un país desconocido tras perder una guerra, sin fortuna alguna ni profesión cotizable y con cincuenta años a la espalda no parece el comienzo de una historia feliz. Jarnés vivió en México desde junio de 1939 hasta febrero de 1948 y, aunque publicó a un ritmo frenético novelas, biografías, ensayos, compilaciones, antologías, enciclopedias, artículos y reseñas en diarios y revistas mexicanos y del círculo exiliado, no pudo pasar de ser un huésped de sí mismo. El Jarnés brillante (lo hubo) había quedado atrás. Su exilio no fue fecundo como el de José Bergamín, que le pidió un libro para la editorial Séneca, o el de Pedro Salinas, que se lo encontró en 1940 «resbaladizo, apartado de todos», o el de Juan Ramón Jiménez, al que Jarnés le sacó unas páginas prologales para las Cartas a Platero (1944) de su Paulita Brook. No, su exilio fue arduo y careció de grandeza porque le cogió fatigado y quizá íntimamente persuadido de que ya había dado lo mejor de sí. Por eso volvió sobre sus pasos y recuperó viejos papeles a los que encajó en un nuevo envoltorio, como las Cartas al Ebro (1940) o Ariel disperso 1946), reescribió y refundió cuentos, novelitas y fábulas rosadas como en La novia del viento (1940) y Venus dinámica (1943) o publicó como obra de su heterónimo Julio Aznar lo que era de hecho una traducción libre, la «rapsodia griega» Constelación de Friné (1944). Todo ello, seguramente, mientras le pesaba en la conciencia el original de Eufrosina o la Gracia que había dejado en las manos del editor Josep Janés en los días de fuego de Barcelona, antes de integrarse en la ominosa columna de republicanos camino de Figueres y La Jonquera, hacia los campos de concentración franceses. Fue entonces cuando se fraguó la confianza que seguramente explica que Janés publicara en 1948 dos libros (Eufrosina y la segunda edición de Libro de Esther) de un exiliado incómodo, cuando menos por su condición de capitán del ejército de la República.

           

El episodio vale la pena recordarlo porque apenas es conocido y no ha sido bien contado. Jarnés se encuentra, como muchos intelectuales republicanos, en Barcelona, la ville exténuée —como la llama en marzo en el periódico francés Le Courrier du Centre—. Por esos días es detenido el escritor Félix Ros acusado de quintacolumnista y es conducido a la checa Preventorio D. Su amigo Josep Janés trata de salvar su vida pero está «absolutamente solo» y sabe que la única posibilidad de lograrlo pasa por realizar gestiones cerca del gobierno de Negrín. El relato de los hechos lo hizo Janés en un artículo de Solidaridad Nacional el 8 de julio de 1939 y él mismo lo citaría ampliamente en el apéndice que puso al Preventorio D de Félix Ros (cito por la edición de 1974). Contó el editor que el primer intelectual al que acudió, sin conocerlo personalmente, fue Benjamín Jarnés y que desde el primer momento encontró en él comprensión y humanidad. Acudieron ambos a Corpus Barga, pero éste recriminó a Janés que se preocupara por un fascista como Ros. Jarnés «fue el único que me defendió de las recriminaciones más o menos cordiales que me dirigía Corpus Barga y fue el primero en insistir en favor de Ros a pesar de las declaraciones del máximo fautor del SIM [Servicio de Información Militar]». Después de este encuentro, Corpus se sumó activamente a la intercesión a favor de Ros. Tras negar su ayuda Bergamín y Max Aub, Janés redacta con Jarnés una carta contundente dirigida a Julián Zugazagoitia (quien ya había intervenido para salvar la vida de Wenceslao Fernández Flórez). También es Benjamín Jarnés quien acompaña a Janés a visitar a Antonio Machado. El poeta se abstuvo de actuar a favor de un «redomado fascista» como Ros, pero su actitud firme no amilanó a Jarnés, que «agotó todos los recursos de la persuasión» apelando a la solidaridad entre intelectuales y refiriendo las atrocidades practicadas por el SIM en las checas. Nada obtuvieron de Machado, y Josep Janés cuenta que salió «Jarnés casi llorando» y le pidió que por favor no juzgara a Machado por lo que había visto en esa reunión: «No es Machado ese hombre». Luego, ocupada la ciudad por las tropas franquistas, Ros fue liberado y al poco tiempo mostró su catadura asaltando el piso de Juan Ramón en Madrid y sustrayendo de él valiosos libros y manuscritos. Jarnés, por su lado, integró el desolador contingente de los desposeídos y no sabemos qué pudo pensar al enterarse —si es que se enteró— de la fechoría de aquel sujeto indefendible al que había defendido.

             

Los años de guerra y el exilio pasaron sobre Jarnés como una apisonadora y el reumatismo que sufría, derivado luego en arteriosclerosis cerebral, contribuyó muy poco a paliar su situación. Después de 1943, la etapa mexicana fue un lento desmoronamiento que no pudo frenar la cotidiana faena de escritura mercenaria ni algún ocasional regreso del Jarnés de otro tiempo, como en el estupendo relato «Bílbilis» (1944) con el que volvía a los paisajes aragoneses de Paula y Paulita pero que seguramente había sido escrito años antes. Ese fue uno de los regresos, pero debieron de acumularse los retornos en la cabeza de Jarnés hasta que, por fin, el 10 de febrero de 1948 emprendieron él y su esposa Gregoria el único retorno físico y ya definitivo. Quienes habían sido en cierto modo discípulos suyos y promotores de la revista Literatura y de la PEN Colección antes de la guerra, Ildefonso-Manuel Gil y Ricardo Gullón, dejaron un testimonio triste de su visita al escritor, que se encontraba ya en estado casi vegetativo. Murió el 10 de agosto de 1949 en su piso de la calle de Santa Engracia. La víspera, Gregoria envió una carta a sus hermanos que transcribo casi en su integridad:

 

Queridos hermanos:

       El jueves, al poco rato de marcharse los sobrinos, vino un padre de la Parroquia para preparar a Benjamín, para el viernes, y como lo vio tan abatido me dijo que, si quería yo, sería lo mejor que recibiese al Señor, como primer viernes y como viático. Así es que recibió todos los Sacramentos y Bendición del Sagrado Corazón. No pudo hablar, pero con los ojos —me dijo el padre— se lo dijo todo. Fue conmovedor, porque se dio perfecta cuenta de lo que recibía. Estuvo sereno y quieto durante todo el rato.

       Yo tengo una gran tranquilidad —dentro de mi gran pena— de ver que lo ha recibido con todo conocimiento.

       El médico se quedó asombrado al ver que le ha bajado la tensión a 12. Por eso le ha producido este estado de agotamiento. No se puede levantar de la cama. [...]

       Yo os avisaré cuando sea necesario, pues me dice el médico, que lo mismo puede dormirse y no despertar que pasar así algún tiempo.

       Pedid mucho por él y por mí, para que el Señor me dé fuerzas para poderle atender bien.

       Perdonad que no sé cómo escribo. El sábado se durmió a las 6 de la tarde y se despertó a las 7 de la mañana siguiente. Yo estaba alarmadísima, pero la respiración era normal y, el domingo, se durmió a las 11 de la noche y despertó a las 7 de la mañana. Aunque sea rápidamente seguiré dando noticias.

       Un fuerte abrazo de vuestra hermana,

 

Gregoria

 

Esta noche ha dormido desde las diez y media de la noche hasta las ocho de la mañana. Continúa sin poder hablar y le cuesta bastante tomar los alimentos pero tiene buena cara.

 

Tras el fallecimiento de Jarnés, Ildefonso-Manuel Gil escribió un artículo necrológico para el Heraldo de Aragón, pero la censura lo prohibió una y otra vez. Tengo a la vista una copia de las pruebas. Ahí refiere Gil su visita al escritor enfermo: «Ya no era más que un despojo humano, privado de palabra, paralítico, inexpresiva su mirada, sin aquel agudo brillo que recordábamos en sus ojos», para el que la muerte fue «una mano piadosa sobre su dolor y su aniquilamiento». Pero esto lo cuenta al final de su artículo, porque había empezado por lamentar «el extraño silencio que se extendió sobre la muerte del gran prosista» para afirmar a continuación que pueden «contarse con los dedos de una mano los escritores aragoneses contemporáneos que han conseguido ser algo más que 'glorias locales'» y Jarnés está al frente de todos por el volumen y calidad de su obra. «Era un prosista de sencilla perfección, un lento enamorado de la palabra», añade, y eso lo convertía en «un escritor para buenos lectores y no para devoradores de anécdotas».  En sus novelas «el argumento era poco más que un tenue hilo que unía el comienzo con el final, revistiéndose de páginas poemáticas, de fragmentarios y brillantes ensayos». Esa concepción elevada de la literatura le pasó una factura que él aceptó desde el principio: «Por ese logro se dispuso a pagar el precio de la renuncia a un fácil triunfo, manteniendo hasta el última párrafo salido de su pluma esa posición exigente del artista que doma su propia fuerza creadora para encauzarla, sin desbordamientos posibles, por el río difícil de la gracia artística».

           

Ese fue el nombre que Jarnés dio a su concepto estético central: gracia. Y a él dedicó muchas páginas, alguna conferencia (de 1932) y un libro, Eufrosina o la Gracia, que quizá ya ni alcanzó a ver con lucidez en 1948, en el que su trasunto Julio y una de las tres gracias mitológicas, Eufrosina, la de la alegría, entablan un sinuoso coloquio plagado de juegos de seducción. La alegría, la armonía entre la razón y la pulsión, la plenitud de las potencias humanas expresada como puente de comunicación con el otro, la simpatía que facilita el trato humano (de ahí que la gracia sea también un valor social), la transparencia y la espontaneidad, rasgos todos de esa gracia en la que la palpitación de la vida y las arquitecturas del arte se conciertan.

           

Seguirá siendo Jarnés el perpetuo resucitado; su destino es ser redescubierto por lectores aislados que se sorprenderán de su idioma o de sus metáforas, de su crítica literaria regularmente certera o de su concepción vegetal de la novela, en continuo crecimiento, llena de injertos y cargada de frutos que se saborean de uno en uno. A Jarnés le gustaba repetir que a veces hay que sacrificar una parte de la inteligencia para que te perdonen el resto. ¿Sacrificó Jarnés la porción suficiente o se quedó corto? Es una pregunta inútil. Jarnés siempre valdrá la pena, quiero decir que valdrá la alegría que transfunde su lectura.

           

           

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Domingo Ródenas Moya

Gamoneda, sujeto poético

23 de junio de 2014 07:51:55 CEST

De la verdad emocional del sujeto poético, que afirma en el primer verso del primer poema: “Mis lágrimas entran en la luz.” (Pág. 39) y termina el último verso del último poema: “Lástima de luz.” (pág. 218). También, de esa necesidad de un planteamiento poético de la realidad y del planteamiento poético del lenguaje es de lo que y con lo que cuenta Antonio Gamoneda (Oviedo, 1931 y leonés desde 1934) en su Antología poética(Alianza Editorial), con selección e introducción del también poeta Tomás Sánchez Santiago. Creo -como dice el prologuista de esta edición- que la textura de la poesía de Gamoneda ha sonado extraña durante mucho tiempo hasta que Miguel Casado la explicó en el volumen recopilatorio de “Edad” (Cátedra, 1987. Premio Nacional de Poesía en 1988). Y, creo, que es necesaria y justa la lectura de la enjundiosa y contenida introducción que lleva un más que sugerente y explicativo título: “La armonía de las tormentas”, con cita pórtico de Mallarmé, autor querido y cercano a nuestro Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2006. (Pág. 7-32). Este prólogo explica las claves de la poesía de Gamoneda y se fija en el espacio y el tiempo como referencias angulares de la misma, además de la preñez de imágenes, de una más que gran fuerza expresiva, que la acompañan.

     Así, pues, en este volumen, hay casi unas ciento ochenta brillantes y bien escogidas páginas, donde encontramos que poesía es el arte que se manifiesta por medio del lenguaje y lo que busca es conmover “En mi casa están vacías las paredes / y yo sufro mirando la cal fría.” (Pág. 74). Que es, también, palabra sujeta a ritmo y suplementada retóricamente: “Por la escalera sube una mujer / con un caldero lleno de penas. / Por la escalera sube la mujer / con el caldero de las penas.” (Pág. 75). Es ella en sí –la poesía de Gamoneda- y, a la vez, el lenguaje y el lector: “Dime qué ves en el armario horrible / y en las vasijas de llorar: ¿qué es esto?” (Pág. 89). Dado que el poema se prolonga en quien lo lee, lo recita o lo escucha, y es ésta la única manera de que tenga continuidad ese vértigo que, en un límpido instante, es capaz de desvelar sombras. Hay que velar-revelar tu nombre poesía: “Bajo las águilas silenciosas, la inmensidad carece de significado.” (Pág. 143) o “Eran días atravesados por los símbolos.” (Pág. 131). Que los símbolos han llenado la vida y obra del poeta Gamoneda es bien sabido por sus lectores. Sus días siempre han estado atravesados por los símbolos. Su libro Lápidas dio buena cuenta de ello, sin ir más lejos.

     También vemos que la materia, de por sí, puede contener o no un cierto grado de poesía, pero es el talento artístico de Gamoneda el único capaz de infundirle auténtica belleza estética: “Amé todas las pérdidas. / Aún retumba el ruiseñor en el jardín invisible.” (Pág. 156). La lírica no tiene una métrica específica, es la intuición del poeta la que la guía: “Oyes la música de los límites y ves pasar al animal del / llanto.” (Pág. 161).

     El poeta, creador literario, aprehende de la poesía de la vida y es su amante. Antonio Gamoneda logra que el lector viva la experiencia que plasma en sus versos. “Ustedes saben ya que una sartén / da un sonido a madre por el hierro / y yo sé que una celesta / suena a tierra feliz, pero si ustedes / tienen a su madre en el fregadero, / no toquen por favor, la celesta.” (Pág. 63). El poeta sabe quién es: “Cuando yo tenía catorce años, / me hacían trabajar hasta muy tarde.  / Cuando llegaba a casa, me cogía / la cabeza mi madre entre sus manos. (Pág. 65).

     El lenguaje poético Gamoneda indaga en las palabras y en sus imágenes. ¡Novedad, siempre novedad! Se atreve con lo aún por mostrar. El poder de su lenguaje es puro hechizo, fuerza plasmadora, magia verbal. Ahí la entrega del poeta en sus textos. La autenticidad y sinceridad distinguen un texto poético de uno que no lo es. He ahí el estilo personal y la originalidad: “Sucedían cuerdas de prisioneros; hombres cargados de / silencio y mantas. En aquel lado del Bernasga los contem- / plaban con amistad y miedo. Una mujer, agotada y her- / mosa, se acercaba con un serillo de naranjas; cada vez, la / última naranja le quemaba las manos: siempre había más / presos que naranjas. // Cruzaban mis balcones y yo bajaba hasta los hierros / cuyo frío no cesará en mi rostro. En largas cintas eran lle-/ vados a los puentes y ellos sentían la humedad del río an-/ tes de entrar en la tiniebla de San Marcos, en los tristes / depósitos de mi ciudad avergonzada.” (Pág. 130).

     Poetizar es, qué duda cabe, un enfrentamiento con las realidades interiores y exteriores imbricadas en uno mismo, al tiempo que se desarrolla esa “agonía”: desgarramiento en el papel por medio del signo escrito. La muerte acompaña al poeta desde su primer año de vida. De alguna manera es ser por y en el acto del quehacer demiurgo, en ese grito desesperado o amable del silencio frente a la realidad o de la realidad frente al silencio: “Arden las pérdidas. Ya ardían / en la cabeza de mi madre. Antes / ardió la verdad y ardió / también mi pensamiento. Ahora / mi pasión es la indiferencia. / Escucho / en la madera dientes invisibles.” (Pág. 186).

     En todo poema debe de existir la vivencia de la palabra, la búsqueda y su propia mística. Se debe perseguir y ofrecer el hallazgo lingüístico, las imágenes inquietantes y la propia sustancialidad del lenguaje poético, que es lenguaje de revelación: “Tierra desposeída de sus tumbas, madres encanecidas en / el vértigo.” // Es lo que queda de mi patria.“ (Pág. 115). Hallazgo sin olvidar el sentido estrófico. Es necesaria la unidad de significación de las palabras y ritmo. Cada palabra del verso debe ser necesaria e insustituible. Los versos son experiencias no sólo sentimientos: “Estoy soñando la existencia y es un jardín torturado. Ante mí pasan madres encanecidas en el vértigo.” (Pág. 193).

     La poesía del Premio Cervantes 2006 vive tras de su propia búsqueda: escribir, reescribir, desde sus “Primeros poemas: La tierra y los labios” (1947-1953 y 2003) hasta “Exentos III” (1990-2003 y 2004), por lo que tiene vida para largo; y se puede afirmar que goza de muy buena salud, porque ella y sólo ella sirve para nombrar lo desconocido y hacer de nosotros buenas personas, como creadora de belleza que es. Pues, “La belleza no es / un lugar donde / van a parar los cobardes. // Viva en su luz / mi pensamiento. Quiero / morir en libertad.” (Pág. 48).

     Por último, debe decirse aquí que, salvo los ejemplos de “Libro de los venenos” (Siruela, 1995), los poemas están tomados de la versión –nunca se sabe si última o definitiva- que Antonio Gamoneda dio por buena en cada caso para “Esta luz”. Títulos y juegos de fechas se toman igualmente de esa edición de la poesía reunida del autor. (Pág.32, Sánchez Santiago dixit). Es, no cabe duda, un buen introito a “Esta luz. Poesía reunida (1947-2004)” (Galaxia-Círculo), con epílogo de Casado. Y es, un buen libro de bolsillo y cabecera donde se recoge parte de la mejor poesía de uno de los mejores poetas españoles vivos: “que las serpientes dejen de llorar. “ (Pág. 217).- ENRIQUE VILLAGRASA GONZALEZ.

 

Antonio Gamoneda, Antología poética, Madrid, Alianza Editorial, 2006.

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Villagrasa González

Lo que yo veo cada noche

19 de junio de 2014 09:18:43 CEST

 

                       Lo que veo yo cada noche

es el aire que respiras.

Tus ojos que brillan

en el cielo abierto

de tus sueños.

Unas ventanas desnudas

que te rodean

sin que lo sepas.

Unas cortinas transparentes

que te envuelven

sin que lo notes.

Lo que veo yo cada noche

solo lo ven los ángeles

que nos acompañan.

Lo que yo veo

no lo ve nadie.

Y aunque se siente

a veces cercano,

no lo pueden ver

porque no se mira

aquello que no se pronuncia

ni se sabe.

El amor que te acompaña,

a tu lado veo.

El corazón que te salpica

con cada gota

de lluvia inexistente.

El cuerpo que se agita

durante un segundo

cuando vuela el silencio

tras la palabra dicha

en un susurro.

Lo que veo yo cada noche

solo lo ven las personas

que no están con nosotros.

Las que se fueron

a volar muy alto.

Las que se marcharon muy lejos

en busca de su alma

con unas flores rojas

que dejan un rastro

en el atardecer de la tarde.

Lo que yo veo cada noche

es la intensidad de la misma noche

en una luz blanca que nos acompaña

hasta el umbral del primer sueño.

La estancia blanca que cobija

el ligero beso de unos labios

que todavía no han pronunciado

la palabra amor,

las palabras te quiero,

y que huyen del deseo

como se huye del fuego

cuando se tiene miedo

y alrededor todo arde.

Lo que veo yo cada noche

es el banco del parque

donde a leer te sientas.

La calle que pisas

con tus ojos abiertos

para no tropezarte.

La sombra que te cobija

cuando descansas.

La mañana que despierta

tras salir del sueño.

Y veo al recuerdo

cómo te acaricia el rostro.

A la memoria

que te lava la cara.

Cómo quitan las legañas de tus ojos

las caricias de unos dedos

que se posan a escribir

lo que te traerá el día

sobre una hoja blanca

con la luz de la mañana.

Lo que veo yo cada noche

son las horas que pasan,

la tarde que te envuelve,

la noche que te acaricia

cuando vas a la cama a dormir,

y cierras los ojos

con una sonrisa.

Lo que yo veo cada noche,

lo que sintieron en vida

y no se dieron cuenta de su magia.

Ese ligero murmullo

que todavía no llega a tus oídos

para que no se equivoque.

Lo que veo yo cada noche

es el aire que respiras,

el corazón que te despierta

cuando estás dormida.

Escrito en Lecturas Turia por Kepa Murua

Dos fragmentos para un tombeau

18 de junio de 2014 08:39:00 CEST

                         

                          IV

 

Para reconocer la mordedura

de la muerte no hay límites. Tu ocaso

aún brilla en el azar de los rescoldos,

entre las dalias de Bastions, en brazos

de esas estatuas que sin voz increpan

la finitud de todo lo nombrado.

No basta un cúmulo de claridad

ni es necesario que amanezca. El blanco

de la luz incipiente nada dice.

Ronronea tan sólo a nuestro alrededor y el amplio

murmullo de la noche rasga el aire,

sin comprender siquiera que los pájaros

fermentan con el alba, aún a sabiendas

de que la sed es cómplice, que tanto

la lunación como el ardid del éxtasis

apenas saben si imitar su canto

o disolverse en su vaivén, en busca

de otra hondonada en que morir. Descalzo,

con la hermandad de las estrellas,

camino sobre esquirlas de otro cielo. Marzo

se ha vuelto un mes cruel, porque se ha ido

con la memoria intacta de tu paso.

Voy sin mirar atrás por un sendero

hecho de brotes en sazón, de abrazos

tan sin futuro como la esperanza

frágil del despertar. Por los sembrados,

abril se desparrama y la cosecha

muestra que hubo traición, que sólo cuando

es húmeda la tierra y nos acoge  

la eternidad florece, pero en vano.

 

 

                          V

 

O weiter, stiller Friede!


So tief im Abendrot.


Wie sind wir wandermüde--


Ist dies etwa der Tod?

                  Joseph von Eichendorf

 

 “Im Abendrot”, Vier letzte Lieder

                             Richard Strauss

 

 

 

Un cielo a tu medida, aún por hacer, ha intentado fijarte en el vértigo de lo visible, pero eres como el aire, que es aire sólo porque pasa, sin más sustancia que la sensación de una memoria imaginaria, tan mía y tan ajena, igual que las astillas de la luz que dibujan mi sombra por el parque y en su fulgor se desvanecen. Inmune a la inclemencia del silencio, todo era para ti puro sonido, música diurna, incluso la rumorosa melodía del atardecer. Tu ausencia de palabras giraba en el vacío, lo mismo que la estrella (cuya luz certifica que ya ha muerto) brilla con fuerza en medio de la noche. Dabas con generosidad lo que nunca pedí, y a cambio sólo de un temblor, es decir, nada. Hoy la brisa de mayo te trae a mí de nuevo, entre fragmentos dispersos de un monólogo antiguo disuelto con la niebla, y recuerdo (¿o escucho?) algo como un zumbido triste que agita y desordena las hojas de los plátanos.

 

Jenaro Talens

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jenaro Talens

Toda la magia de la vida

17 de junio de 2014 08:43:02 CEST

Apenas dos años después de que apareciese en las librerías La isla, la obra maestra del escritor triestino Giani Stuparich (Trieste 1891-1961), aparece, en la misma colección, de los ya célebres Paisajes narrados de ediciones Minúscula, otra pieza, menos redonda quizás, pero que nos devuelve, por momentos, toda la magia, no sólo de la literatura, lo que ya sería mucho decir, sino, más aún, de la vida propia, magistralmente sugerida en sus apenas cien páginas.

 

Si La isla era el relato circular y completo de una vida, a través de la relación paterno-filial, en esta nueva entrega el marco temporal es, en principio, un único año escolar, el tiempo que transcurre linealmente del final de un verano al siguiente, pero de un año trascendental para cada uno de los protagonistas. El año terminal, el último de los del bachillerato, aquel en que se perfilan los grandes amores y los claroscuros horizontes vitales.

 

En la clase del instituto habsbúrgico (pleno de latines, griegos y de un espíritu que juega conscientemente a distanciarse de la insoportable levedad de lo real), un grupo de bachilleres italianos ve transformada su peripecia vital por la irrupción inesperada de una condiscípula mujer: Edda Marty. Al desconcierto general por el mero hecho de que una joven esté dispuesta a concurrir y competir con ellos en el ámbito académico – se trata de una de aquellas pioneras –, hay que sumarle el espíritu particular, mucho más libre y vivo que el de los barones, de la protagonista femenina del relato de Stuparich. Nórdica, abierta, tan inalcanzable como sensual, Edda Marty consigue enamorar a media escuela, profesores incluidos, despertando en su entorno todas las fuerzas, constructivas o destructivas, de sus inexpertos colegas. Ante la aparición inusitada del genio femenino, el grupo deja de comportarse como tal y despuntan, como voluntarios garantes de la especie, una larga serie de individuos a cual más perdido.

 

Surge la elección (la del brillante Antero) y el enamoramiento. “Esta vez se miraron. Las pupilas de ella eran de una luminosidad solar, y por su boca pasaban los sentimientos como suaves sombras en los prados. Antero naufragó en toda aquella luz y por un instante  tuvo la sensación de que quizás habría sido mejor no existir, porque dolía demasiado; y lo miró como si implorase la muerte. Edda Marty parpadeó como para alejar de sí aquella mirada, y con unos ojos más dulces, en que refulgían bellas briznas de oro, y con la voz un poco silbante, ruborizándose, lo invitó a dar un paseo” (pp. 18-19). En la obra, el divino despertar es descrito con toda la sutileza, la precisión y la viveza que sólo los grandes han sabido imprimir en sus narraciones, pero también infestado con el germen de dolorosa mortalidad que implica y que tiñe cada  una de las palabras citadas. Ante el deseo sexual que invade a los amantes, se asoma, quizás por última vez en sus vidas, la aspiración a la pureza: “Ahora se veían incluso algunos domingos. Mañana caminaremos, se decían, con un tono como si en aquel caminaremos hubiese la prohibición de besarse. Sabían que era necesario un descanso, una pausa en su extenuante deseo; y, en efecto, al día siguiente se ponían a caminar, esforzándose en volver al espontáneo proceder y a las conversaciones de cuando eran simplemente dos compañeros de instituto en buena armonía que paseaban alegremente juntos; pero una ocasión que les ofreciera el taimado camino, una palabra dicha con pasión, a veces un simple cruce de miradas, lo sumía de nuevo en ansia amorosa; y entonces los besos tenían un dulce sabor a ira y a sangre” (p. 46). Nótese la bellísima aparición del subjuntivo de ese “ofreciera”, introduciendo el terreno pantanoso de la inseguridad de los propósitos de la voluntad, al comienzo de la enumeración de los desencadenantes del deseo. Surge al fin el desamor y la imposibilidad erótica. Aparecen la desesperación, la huida y hasta el suicidio (esa sombra que rondó de por vida y fatalmente a Stuparich). El autor se quejó siempre de la imposibilidad de crear en su ciudad una identidad cultural duradera: la razón era la fuga constante de los mejores, a través de la vida (la emigración, la ambición capitalina o extranjera, las circunstancias) y de la muerte (la guerra y el suicidio). Al final del último año escolar, algunos se marchan a estudiar a otras cuidades (Viena, Roma…), otros en cambio vuelven a su tierra natal, los menos ni siquiera han llegado al final, la muerte les ha atrapado con sus garras y con sus uñas de mujer. De todo ese rosario de misterios, gozosos y dolorosos, está compuesta esta narración. Estilísticamente perfecta, en tanto que se mimetiza con el estado mental de la primera juventud que rompe la adolescencia. Y literariamente sublime, en la medida en que lo hace con el sello indispensable de la claridad y de la distancia.- ÁLVARO DE LA RICA

 

 

 

 

Giani Stuparich, Un año de escuela en Trieste, traducción de Francesc Miravitlles, Barcelona, Minúscula, 2010.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro de la Rica

José Antonio Labordeta: hombre de papel

13 de junio de 2014 14:36:00 CEST

José Antonio Labordeta (Zaragoza, 1957-2010) tuvo una actividad incesante a lo largo de toda su vida, en muchos momentos vinculada a la literatura. Desde sus primeros contactos con la escritura (principalmente, con la poesía, desde, al menos 1945, cuando contaba con diez años, pero también con pequeños cuadros teatrales y relatos después) hasta los últimos libros aparecidos en editoriales de tirada nacional, la literatura ha sido su actividad más constante. Pero, como sabemos, hubo otras facetas que le fueron ocupando a lo largo de su vida: primero, la de profesor de Geografía, Historia e Historia del arte, desde los años turolenses (1964-1970) hasta que pidió la excedencia del cuerpo de Catedráticos de Enseñanza Media en 1985; en segundo lugar, estaría su faceta de cantante, que le llevó a grabar unos veinte discos y participar en cientos de conciertos, en Aragón y en el resto de España, pero también en Suecia, Francia o Alemania (en ella, también habría que contar la labor de creación: letras y músicas); en tercero, habría que mencionar al hombre público y al político (en esta última faceta, desde 1999, como diputado en las Cortes de Aragón y, del año 2000 al 2008, como diputado del Congreso en Madrid. pero antes como candidato del PSA, del PCA y de IU); en cuatro lugar, y por último, habría que mencionar otras actividades. como actor, director y adaptador de obras de teatro, crítico literario y conferenciante, realizador de televisión, presentador de televisión y entrevistador, etc. Es decir, todo un mundo de tareas relacionadas, más o menos, las unas con las otras, pero que nos presentan a una persona sin descanso y con una capacidad de adaptarse a múltiples circunstancias.

Pues bien de todo este mundo, la actividad que le ha acompañado durante más tiempo ha sido la literatura. Labordeta ha sido, ante todo, un escritor y un lector, y ha realizado ambos trabajos con entrega y entusiasmo. Y, entre todos los géneros en que ha desarrollado esta actividad literaria, el poético es, desde mi punto de vista, el más representativo y personal: en él nació a la literatura y fue el último que ejercitó. Curiosamente, es, al mismo tiempo, el menos conocido, en parte porque sus primeros libros aparecieron en editoriales de difusión muy limitada y tuvieron escasa distribución, en parte también porque la poesía sigue siendo la cenicienta literaria (apenas tiene lectores y económicamente es ruinosa tanto para el editor como para el creador). Es evidente que el aspecto como escritor más conocido es el de autor de libros de memorias, especialmente, los dos últimos en los que cuenta su experiencia en el Congreso de los Diputados y el dedicado a su enfermedad (Regular, gracias a Dios, 2010). De los trescientos ejemplares que se editaron de su primera obra poética (Sucede el pensamiento, 1959, editado por la revista que él mismo dirigía), que fueron regalados por el autor a sus amigos y poco más, a las decenas de miles de los libros aparecidos en Círculo de Lectores y en Ediciones B (Memorias de un beduino, 2009, incluso tuvo varias reediciones) hay evidentemente un abismo. Después de la poesía vendría la narrativa. Sus Cuentos de San Cayetano, 2004, han tenido una buena acogida en Aragón, y ha gozado de varias reediciones en la zaragozana editorial Xordica; En el remolino, 2007, ha sido editada en Anagrama, una de las editoriales de este género más prestigiosas. Aparte quedarían, lógicamente, la labor como articulista (en el diario Lucha de Teruel, en Aragón Exprés, El Día, Diario 16 Aragón, antes en Andalán, después en El Periódico de Aragón o en Público), cuyos escritos tienen la virtud de llegar a muchos más lectores. De esta labor como articulista, debería rescatarse alguna serie, como la denominada «El dedo en el ojo», aparecida en Andalán, entre 1972 y 1976, firmada por Polonio Royo Alsina, en la que desarrolla las mejores artes del periodismo literario en la línea de un Larra.

Sin embargo, y a pesar de ser minoritario, considero que es en la poesía donde José Antonio se sentía más libre, más auténtico, más a su aire. La poesía ha sido su más fiel refugio contra la soledad y contra los aconteceres cotidianos. De hecho, siguió escribiendo poesía hasta el momento de su fallecimiento, y dejó varias libretas con poesía inédita, si bien no revisada ni corregida, lo que hace que, en la mayoría de los casos, haya que considerar estos poemas meros bosquejos o borradores. La poesía representa, de alguna manera, su voz más íntima, su mirada menos mediatizada, más tímida, menos prejuiciada y más inocente.

La poética de José Antonio Labordeta se refleja, aunque sea de forma diversa, en todos sus escritos. La narrativa indaga en temas semejantes a la poesía, ya sea la violencia y sus causas, o el miedo y la opresión como motor de los comportamientos humanos (En el remolino); ya sea la búsqueda de una infancia que se pierde entre calles con olor a orina, prostitutas, frutas y verduras, gritos y muertos en el Ebro (Cuentos de San Cayetano). Los libros de viaje nos darán cuenta de un narrador que imposta una voz distante, pero a la vez cercana, en tercera persona en ocasiones, que oculta la inmensa ternura que siente ante paisajes y personajes. En los libros memorialísticos, el estilo es mucho más cercano, socarrón y directo. Siempre hay en ellos una mirada compasiva, aunque dura a veces ―pero también tierna―, sobre el pasado. Y la amistad (Los amigos contados) como una constante y un objetivo, como un obejetivo y un camino para seguir caminado, aunque no se sepa la razón. La escritura se entiende como una mirada atrás para permitir recuperar episodios, sucesos, sentimientos, olores, incluso, del pasado y poder recrear de esta manera un tiempo ido y apenas percibido, como si solo a través de este ejercicio se pudiera ser consciente de haberlo vivido.

Como dice el primer título de poesía que publicó, Sucede el pensamiento, y esta actividad mental, esta actividad intelectual pone en marcha la memoria y, con ella, surge el recuerdo que aviva las imágenes recreadas. No hay lucha, apenas acción; la inanidad es la nota dominante en una literatura que surge como ejercicio del intelecto, en el descanso del combate diario que es existir; hay descripción, reflexión sobre miradas y sobre lo que el ojo retiene en la retina, de ahí que la poesía se torne introspectiva y que se revista de un velo de malancolía y de nostalgia por lo que nunca vuelve; de ahí también que busque ―como su hermano Miguel― en los espejos, en los armarios, pero ya no tratando de encontrar la identidad propia, el yo fragmentado, sucesivo y desaparecido, sino elementos materiales que le remitan al recuerdo, a otro tiempo recreado. A partir de este título se fueron sucediendo otros, con retrasos en la publicación en ocasiones y problemas con la censura (de forma que algunos libros de poemas salieron incompletos): La sonatas (1965), Cantar y callar (1971), Treinta y cinco veces uno (1972), Tribulatorio (1973), Poemas y Canciones (1976), Método de lectura (1985), Jardín de la memoria (1985), Diario de un náufrago (1988) y Monegros (1994). Aparte algún conjunto de poemas o composiciones sueltas aparecidos en revistas, entre los que destaca el titulado «Foto de familia», publicado en la revista Rolde en 2007.

José Antonio comentó en más de una ocasión que el verdadero poeta es el que construye, desde las palabras y su imaginación, auténticos mundos. Y arguía, con cierta nostalgia, que su hermano Miguel sí que era un poeta genial, único, pero que él, como poeta, solo narraba la realidad, su realidad recreada, contaba el mundo que veía, el mundo que sentía o que intuía. La diferencia estriba en ser poeta que reconstruye el mundo a través de imágenes o no. José Antonio prefirió otras maneras que se avenían mejor a su pensamiento: sobre todo fundir el paisaje con sus gentes.

En fin, para terminar, con esta «voz melancólica y añorante», de «expresión simbolista en que mundo y vivencia personal se enfrentan»,[1] hay que comentar que la poesía de José Antonio Labordeta es, quizá, entre todas sus actividades culturales la que nos muestra mejor su compromiso personal y vital con una realidad contradictoria: un mundo sin posible comunicación que conduce, inevitablemente, a una gran angustia existencial, de la que surge, como necesario equilibrio mental, la esperanza a través de la transformación (más personal que social, más profunda que coyuntural) de todos y cada uno de nosotros. El escepticismo labordetiano —impuesto por un fatal lastre de marginalidad— termina desconfiando tanto de las ideas como de los hombres que pretenden llevarlas a efecto, porque el ser político tiende, necesariamente, a la corrupción moral. Y de esto sabe mucho José Antonio. La transformación social no vendrá por la sustitución de unos nombres por otros, sino por la solidaridad cósmica con el paisaje, con sus gentes, con la vida. Él, como nadie, supo captar la tristeza y la desolación de quien tiene que abandonar sus raíces.

El sentimiento se hace universal; nadie como él ha definido el contraste de esta tierra entre la esperanza y el desasosiego, entre la utopía y la desesperación (las canciones «Ya ves» y »Somos» son un buen ejemplo).

Voy a incluir dos poemas inéditos. El primero fue desestimado del original que inicialmente se tituló Hablando por hablar y que, finalmente, fue publicado como Cantar y callar (que incluía poesía y letras de canciones, además de un disco con cuatro temas); el segundo se incluía en el autógrafo de Treinta y cinco veces uno, un libro concebido como un homenaje a su hermano Miguel, que tuvo muchos retrasos por culpa de la censura y que fue publicado con, al menos, dos poemas, menos de los que inicialmente componían el poemario. El primero habla de la vista desde la catedral de la vieja ciudad en la que nací; la segunda de ese Teruel que tanto ayudó a construir desde la dura tarea de hacer que sus gentes creyeran en él y en sus posibilidades a través de la educación y la instrucción.


Jaca[2]

 

Se hizo el silencio Dios. Se hizo el silencio

sobre la propia piedra:

graníticas miradas, desde el atrio sombrío,

nos contemplan. Rudo es el campanario

que hacia Oroel ―esa quilla de dioses desterrados―

alza, melancólico, su canto.

(Aquí el llanto del hombre

no te abruma). (Lo que sí te estremece

es el amplio horizonte

que se llama Francia).


San Julián. (El barrio)[3]

 

Aquí nace la yedra

sobre el muro.

Sobre el muro

crece el barro, la arcilla

y el niño entristecido por la tarde.

Aquí crecen las madres

a la puesta del sol

al tiempo que se arañan

desde el monte cercano

unas borrajas raquíticas y pobres

para hacerse entender

por campesinos.

Se canta al sol,

al yeso, a los pájaros lejanos

y a la nube mudéjar

que sobre su pedestal

seguirá los mojones de casas

surgidas de la tierra

como grumos. Luego, cuando anochece,

las pobres luminarias ciudadanas

atesoran los ojos de los perros,

hortelanos batidos en la grieta.

Y en el silencio

nadie recuerda ya

el nombre de aquel viejo

que por primera vez

aró las enramadas, los barros,

y levantó del suelo

estas pobres y tristes masadas.



[1]      Rosendo Tello, «Introducción» a Orejudín, Zaragoza, DGA, 199, p. 52.

[2]      Este poema formaba parte inicialmente del libro Cantar y callar (Zaragoza, colección Fuendetodos, 1972), que se tituló, en sus primeras versiones, Hablando por hablar.

[3]      Incluido en el autógrafo de Treinta y cinco veces cinco y marcado con un interrogante, por lo que se desechó de la versión definitiva. Fechado en Teruel, el 11-12-29.

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Pérez Lasheras

Doble orilla

12 de junio de 2014 08:21:04 CEST

La vida es una orilla

pero no existe sola.

Nunca la vida es sólo una.

 

Cada vida son dos, una en la otra.

Orillas que se tienden frente a frente.

Tienen rumor distinto que al unirse

son un mismo rumor.

 

No se tocan del todo. Se contemplan.

Algunas veces funden su oleaje

en instante de amor o de universo.

 

Porque una vida es dos.

Las dos vidas reales. Verdaderas.

Una no está en la otra.

La otra sí.

Escrito en Lecturas Turia por Raúl Alonso

Occidente

11 de junio de 2014 08:22:12 CEST

“¿Son los americanos realmente tan terriblemente estúpidos?” me preguntó uno de mis amigos de Varsovia, y en su voz había desesperación y también la esperanza de que lo contradijera. Esta pregunta muestra de manera bastante fiel la relación de la gente en cuanto a las democracias populares de Occidente. Se trata de una duda casi absoluta con un vestigio de esperanza.

En los últimos años, Occidente ha dado una cantidad más que suficiente de motivos políticos para dudar. Pero en el caso de los intelectuales entran en juego otros motivos, quizás aún más complicados. Antes de que los países de Europa Central y Oriental entrasen a formar parte del Imperio, habían pasado la Segunda Guerra Mundial, y el curso de ésta fue allí incomparablemente mucho más devastador que en la Europa Occidental. La guerra no tan sólo destruyó la economía de aquellos países. Aniquiló también muchos valores que hasta aquel momento se consideraban inamovibles.

El hombre tiende generalmente a considerar que el orden en el que vive es natural. Las casas que ve cuando va a trabajar le parecen más bien unas rocas que han surgido de la misma tierra que una obra de la mente y las manos del hombre. Las actividades que lleva a cabo en su empresa o en su oficina las juzga importantes y considera que son parte del funcionamiento armónico del mundo. La ropa, tanto la que él lleva como la que ve a su alrededor, es en su opinión la que debería ser, y pensar que tanto él como sus amigos podrían llevar igualmente túnicas romanas o armaduras medievales le provoca risa. La posición social de un ministro o del director de un banco le parece algo importante y digno de envidia, y considera que poseer una considerable cantidad de dinero es una garantía de tranquilidad y seguridad. No cree que en una calle que conoce bien, en la que duermen los gatos y se divierten los niños, pueda aparecer un jinete con un lazo y que empiece a perseguir a los transeúntes y los arrastre hasta el matadero donde los matarán al acto y los colgarán de unos ganchos. También está acostumbrado a satisfacer sus necesidades fisiológicas, que se consideran íntimas, de la manera más discreta posible, lejos de las miradas de la gente, sin pararse a pensar demasiado en esa costumbre que no es en absoluto propia a todas las sociedades. En una palabra, se comporta un poco como Chaplin en La fiebre del oro, que trajina en su cabaña sin sospechar que está al borde de un precipicio.

No obstante, al pasear por primera vez por una calle donde las aceras están cubiertas de una capa gruesa de cristales de ventanas destruidas por las bombas, y donde el viento trae papeles de las oficinas evacuadas en estado de pánico, se verá directamente mermada su confianza hacia la supuesta naturalidad de lo que hasta aquel momento habían sido sus costumbres. ¡Cómo vuelan aquellos papeles, con una enorme cantidad de sellos, con las inscripciones “confidencial”, “alto secreto”! ¡Cuántas cajas fuertes, llaves, cuántas papadas carnosas de directores, conferencias, ujieres, cigarros, señoritas tensas tecleando en las máquinas de escribir! Y el viento que empuja estos papeles por las calles, cualquiera los puede coger y los puede leer, pero nadie quiere ya leerlos, hay asuntos más importantes, por ejemplo, conseguir un quilogramo de pan. Y nada, el mundo sigue adelante. Qué extraño. Ese mismo hombre va por la valle y se detiene ante una casa que una bomba ha partido por la mitad. ¡La privacidad de las casas humanas, sus olores tan familiares, su calor de un panal de abejas, sus muebles conservan la memoria del amor y del odio! Y ahora todo se encuentra en la superficie, la casa muestra su estructura, no es ya una roca que perdura desde hace siglos: el revoque, la cal, los ladrillos, los encofrados, y en el tercer piso una bañera blanca, sola, que quizá sirva tan sólo para los ángeles. La lluvia aclara los recuerdos de los que allí se bañaron. Personas que hasta hacía poco eran ricas y adoradas perdieron todo lo que tenían, van por los campos y le piden a un campesino un puñado de patatas. El dinero cambia de valor de un día para otro, se convierte en un montón de rectángulos absurdamente impresos. Un chico está sentado sobre los montones de escombros humeantes y mientras escarba con una vara de alambre en aquellas ruinas y se solaza con una canción sobre un gran comandante tan valiente que no permite al enemigo ni tan sólo acercarse a la frontera. La canción todavía permanece, pero el capitán en pocos días se convirtió en pasado.

Después, hay que adquirir nuevos hábitos. Al tropezarse con un cadáver por la tarde, antes el ciudadano habría corrido hacia el teléfono, se habría congregado un grupo de curiosos, se habrían intercambiado observaciones y comentarios. Ahora sabe que hay que esquivar rápidamente aquel pelele tirado en medio de un charco oscuro y no hacer preguntas innecesarias. El que le disparó seguro que tenía sus razones. La sentencia clandestina se dictamina por lo general sin escuchar al acusado.

En cualquier ciudad europea normal no se obliga a la población a estudiar un plan de la ciudad para comprobar si todos viven en los barrios que les corresponden. Pero, ¿por qué no? El barrio A es para una raza, el barrio B para otra raza, el barrio C, para una tercera. Hay fijado un plazo de traslados y las calles se llenan de largas hileras de camiones de transporte, de carretones, carretillas, de gente cargando con fardos, de camas, de armarios, de ollas, de jaulas con canarios. Hasta que finalmente cada uno vive en su barrio, y no importa si en algunos barrios una casa que tenía 200 habitantes ahora tiene que dar cabida a dos mil. Ahora, alrededor del barrio C se construyen unos muros altos, se cierran las puertas y durante muchos meses se carga cada día nuevos contingentes de hombres, mujeres y niños en unos vagones de ganado que los llevan a una fábrica construida para la ocasión, allí los transportes humanos son envenenados con métodos científicos, y se queman los cuerpos en enormes crematorios.

Y he aquí que aparece el jinete con el lazo. Se trata de una “capota”, es decir de un camión militar cubierto con una lona que espera a la vuelta de la esquina. Un hombre, inconsciente del peligro que corre, pasa por aquella esquina y se encuentra de repente con el cañón de un arma que apunta hacia él, levanta los brazos y lo meten en un coche a la fuerza; a partir de entonces, ya se da por perdido para sus parientes. Será un prisionero de los campos de concentración o lo pondrán contra el muro, la boca sellada con esparadrapo para que no alce sus gritos contra el estado, y lo fusilarán, lo cual debería tener una influencia liberadora en la población de la ciudad y debería predisponerla a la obediencia. Con el fin de evitar un tal destino, lo mejor habría sido no haber salido de casa. No obstante, un padre de familia debe salir de casa, puesto que de alguna manera tiene que ganarse el pan y la sopa para su mujer y sus hijos. Todas las tardes, la familia está angustiada: volverá o no volverá. Y como que esto dura muchos años, paulatinamente todos se acostumbran a considerar la ciudad como una jungla, y el destino del hombre del siglo XX igual al destino del hombre de las cavernas que pasaba su vida entre monstruos que eran mucho más poderosos que él.

Hasta entonces se daba por sentado que una persona tenía los mismos nombres y apellidos durante toda su vida. Pero ahora resulta que a causa de varios motivos se hace preciso cambiar el nombre y los apellidos y aprenderse de memoria una nueva biografía propia. La costumbre relega a la sombra el nombre y los apellidos anteriores, hasta que se adquiere la nueva personalidad. Cuando las esposas están sin sus maridos y cuando la gente tiene unos apellidos diferentes a los que tenía antes de la guerra, se hace difícil ocuparse de las actas del estado civil. Constituir un matrimonio se reduce directamente a vivir juntos y ese tipo de matrimonio, que antes se despreciaba, adquiere un reconocimiento social.

Antes se consideraba que los robos eran actos delictivos. Ahora, los que asaltan un banco son considerados como héroes ya que el dinero robado servirá para engrosar las arcas de la organización clandestina. Normalmente, son jóvenes con aspecto de hijos de papá. Matar a un hombre no les representa ningún tipo de problema moral.

La cercanía de la muerte elimina cualquier tipo de freno moral. Los hombres y las mujeres, al saber que un tipo corpulento con una pistola y un látigo que decide sobre su destino ya ha fijado la fecha de su muerte en un cuaderno, copulan a la vista de todos, en un reducido espacio rodeado de alambre de púas, un espacio que es su último lugar en la tierra. Un joven de dieciocho años y una chica, antes de tomar posiciones en las barricadas, donde lucharán con pistolas y con bidones de gasolina contra los tanques, quieren disfrutar de su juventud que muy probablemente no tendrá continuidad en la edad madura, y no se preocupan por la decencia que existía en otra dimensión, muy alejada de su época.

¿Cuál es el mundo “natural”? ¿El de antes de la guerra o el de la guerra? Ambos son naturales, así lo considera el hombre, si ha podido conocer ambos. No hay instituciones, no hay ningún hábito ni costumbre que no pueda sufrir algún cambio. Todo lo que constituye la vida humana es un regalo de la formación histórica en la que se encuentra el hombre. La inestabilidad y los cambios constantes son una característica de los fenómenos, mientras que el hombre es un ser tan moldeable que puede imaginarse el día en el que un ciudadano respetable se caracterizará por ir a gatas con una especie de penacho de plumas de colores en el culo.

La gente de los países occidentales, y especialmente los americanos, no le parecen serios precisamente porque no han pasado por las experiencias que muestran la relatividad de sus juicios y de sus vicios intelectuales. La falta de imaginación que denotan es realmente espantosa. Como que nacieron y se educaron en un determinado orden social y en un determinado sistema de valores, creen que cualquier otro orden tiene que ser “no natural” y que no puede mantenerse al ser contrario a la naturaleza humana. Y no obstante, a ellos también les puede alcanzar el fuego, la hambruna y la espada. Es más, seguramente esto ocurrirá, puesto que en la vida de la gente funciona la ley de los vasos comunicantes: es difícil creer que cuando una parte del planeta experimenta grandes desastres, la otra mitad tiene que continuar el estilo de vida del siglo XIX y saber de los sufrimientos de sus semejantes lejanos sólo por el cine y los periódicos. Los ejemplos muestran que acostumbra a ser así. Un habitante de Varsovia o de Budapest también ha visto en el cine los bombardeos sobre España o Shanghái en llamas. Y muy poco después se ha convencido de cómo son éstas y muchas otras intervenciones en la práctica. Ha leído lúgubres historias sobre el NKVD hasta que al final ha resultado que también tiene que vérselas con él. Todo lo que ocurre en algún lugar, ocurrirá en todos los lugares, ésta es la conclusión que extrae de sus observaciones y la temporal prosperidad de América no despierta en él una particular confianza. Considera que los acontecimientos de los años 1933-1945 en Europa son un presagio de lo que ocurrirá en otro lugar y desde este punto de vista la conciencia de los europeos del Este es incomparablemente mucho más avanzada en cuanto a la comprensión de los acontecimientos contemporáneos que la de los habitantes de países que no han sufrido nada particular.

Piensa sociológicamente y históricamente, y este tipo de pensamiento está profundamente arraigado en él, puesto que lo aprendió en una escuela muy estricta donde el desconocimiento no entraña el peligro de una mala nota sino perder la vida. Por este motivo, es especialmente susceptible a las teorías que prevén cambios bruscos en los países occidentales; no hay ninguna razón para pensar que allí perdure lo que en otro lugar ha dejado de perdurar.

El único sistema de pensamiento que le es accesible es el materialismo dialéctico, que ejerce sobre él una gran fuerza de atracción puesto que utiliza un lenguaje que es comprensible para sus experiencias. El ilusorio orden “natural” en los países occidentales está condenado, según el materialismo dialéctico (en su concepción estaliniana), a una repentina catástrofe causa de la crisis. Donde surge una crisis, las clases dominantes se refugian en el fascismo como un medio en contra de la revolución y del proletariado. El fascismo significa la guerra, las cámaras de gas y los hornos crematorios. A decir verdad, la crisis que se preveía en América en el momento de la desmovilización no tuvo lugar, a decir verdad Inglaterra introdujo la seguridad social y la socialización de la medicina hasta niveles desconocidos hasta aquel momento, y cuando surgió la histeria anticomunista en los Estados Unidos el miedo a otro imperio jugó un papel muy importante. No obstante, éstas son tan sólo modificaciones de un modelo que sigue confirmándose. Si el mundo está dividido entre el fascismo y el comunismo, evidentemente el fascismo debe perder, puesto que es la última y desesperada tabla de salvación de la burguesía, un tipo de gobierno que se basa en la demagogia, lo que en la práctica desemboca en que son las personas más irresponsables las que llegan a ocupar los cargos más importantes. En los momentos decisivos es gente que hace estupideces (como por ejemplo la política de terror contra la población que aplicó Hitler en el Este, o que Italia se vea empujada a la guerra por Mussolini).

No es necesario que un hombre sea estalinista para que razone de tal manera. Todo lo contrario, al conocer los dudosos beneficios del sistema desarrollado en el Centro, le encantaría ver cómo un enorme meteorito barre de la faz de la tierra las causas de su suplicio. Pero es tan sólo un ser humano, sospesa las posibilidades y sabe que es mejor no alinearse del lado condenado por ese ente que en el siglo ha llegado a ocupar el lugar de Dios, es decir la Historia. La propaganda a la que se ve sometido intenta convencerle por todos los medios posibles de que el nazismo y el americanismo son dos fenómenos idénticos, ya que en su base se encuentran las mismas relaciones económicas. Cree en esta propaganda en un grado no menor a como un americano medio cree a sus periodistas que le aseguran que el hitlerismo y el estalinismo no se diferencian en nada.

Si nuestro hombre se encuentra incluso en un eslabón bastante alto de la jerarquía y tiene acceso a la información, apenas se orientará en los puntos fuertes y débiles de Occidente. El instrumento óptico que utiliza está construido de tal manera que tan sólo abarca unos campos de visión que han sido previstos de antemano. Al observarlos, se ratifica en lo que esperaba ver (de manera similar, los informes diplomáticos que reciben los gobernantes identifican el alcance del instrumento del Método con la realidad). Por ejemplo, al estar acostumbrados a vivir en un sistema donde la ley no existe, es decir, donde ésta es tan sólo una herramienta en las manos del Partido, y donde la efectividad de la acción es el único criterio, se hace difícil imaginar un régimen donde cada ciudadano, del más grande al más pequeño, se sienta vinculado por preceptos jurídicos. Unos preceptos que seguramente se introdujeron para defender los intereses de unos grupos privilegiados, pero que perduran aún a pesar de que los intereses hayan cambiado, y sustituir esos preceptos por otros no es nada fácil. Cada ciudadano se encuentra atrapado en una red de leyes que surgieron en tiempos remotos. Esto llega a agotar, el mecanismo de la vida colectiva está entorpecido y los que quisieran realmente hacer algo, forcejean impotentes. De aquí que para el habitante de la Europa Central y Oriental le sea completamente incomprensible los retrasos, las decisiones absurdas, las campañas políticas enfocadas según el humor de los votantes, la demagogia, las discusiones mutuas. Y no obstante, al mismo tiempo esto da protección al ciudadano: atrapar en la calle a un sujeto que no gusta a los gobernantes, hacerlo entrar en la “capota” y llevárselo a un campo de concentración es realmente una excelente solución pero difícil de aplicar donde se considera que un delincuente es tan sólo la persona que ha cometido un acto que está claramente definido como delictivo en tal y tal párrafo. Por otra parte, los códigos penales nazista y soviético coinciden plenamente en borrar las fronteras entre lo que es un acto delictivo y el que no lo es. El primer código, al determinar un delito como cualquier acto dirigido en contra de los intereses de la nación alemana; el segundo, como cualquier acto dirigido en contra de los intereses de la dictadura del proletariado. Así pues, lo que se llama “despiadado formalismo burgués” da algunas garantías de que el padre de familia no irá a dar un paseo, en lugar de volver a casa a cenar, por las zonas en las que el oso blanco se siente a gusto, y el hombre a disgusto. Tampoco se pueden aplicar torturas elaboradas científicamente, bajo cuyo influjo todo el mundo reconoce los crímenes que ha cometido y los que no ha cometido con el mismo afán. El aparato de propaganda intenta convencer a los ciudadanos de las democracias populares de que la ley en Occidente es una completa ficción y de que sirve los intereses de los gobernantes. Quizás sí sea una ficción, pero poco cómoda para los gobernantes. Si se quiere condenar a alguien, hay que esforzarse y sudar para poder realmente demostrar su culpabilidad, los abogados recurren a todos los trucos legales posibles, la causa se posterga con apelaciones, casaciones, etc. Es evidente que también se cometen crímenes bajo capa del derecho. Pero con todo, el derecho ata de manos tanto a los gobernantes como a los gobernados, lo cual, en función de cómo se valore, puede ser considerado como poder o como debilidad.

Los americanos comparan la democracia con una torpe balsa en la que cada uno rema en una dirección diferente. Hay un gran griterío, todos se insultan mutuamente, y no es nada fácil conseguir que todos remen en una sola dirección. En comparación con la balsa, la galera de un estado totalitario se presenta de manera esplendorosa. Pero muchas veces ocurre que allí donde se estrella un rápido navío totalitario, puede pasar una torpe balsa.

Lo que es nuevo en Occidente no es fácil que sea percibido por el cliente del Centro. En algunos países occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, ha ocurrido algo que no tiene analogía en siglos anteriores: ha surgido una civilización popular, vulgar, que puede provocar repulsión en las personas más refinadas, pero que asegura su participación en los frutos del trabajo mecanizado a una masa de muchos millones. Es verdad que lo que les gusta a esas masas son por lo general oropeles y cosas relucientes y que lo pagan con el precio de su duro trabajo. Con todo, una trabajadora que por poco dinero consigue reproducciones de vestidos que llevan las estrellas del cine, que va con un coche viejo, pero que es su coche propio, que mira películas de vaqueros que la divierten y tiene una nevera eléctrica en su casa, se encuentra en un cierto nivel de civilización común con los otros y no recuerda en absoluto a una trabajadora de un koljós cerca de Kursk cuya biznieta, en el mejor de los casos, podría sólo llegar a aproximarse a tal nivel de mediocridad. La “estupidez” de las masas americanas que sienten satisfacción de los beneficios puramente materiales de la civilización contemporánea irrita en grado sumo al intelectual. Educado en un país donde existía una división entre la “clase intelectual” y el “pueblo”, busca ante todo ideas que los intelectuales, el fermento de los cambios revolucionarios, hayan creado. Al toparse con una sociedad donde la “clase intelectual”, tal como se conoce en la Europa Central y Oriental, no existe, encuentra muchas dificultades para con ese material de observación que es igualmente anticonceptual. Las “ideas” que encuentra allí están claramente anticuadas y han quedado muy rezagadas en relación con el desarrollo de la economía y de la técnica. La solución puramente empírica y pragmática de las dificultades, la incapacidad de una dosis de abstracción, por pequeña que sea (cuando precisamente la burguesía, por ejemplo, la alemana, disponía de aquella capacidad en un grado muy elevado) introducen en la cuenta una serie de datos indeterminada. Si se consideran estas características como un “retraso” en relación con Europa, igualmente tendríamos que decir que la “estupidez” ayudada por la técnica, considerablemente más avanzada que la técnica europea, no es tan sólo una fuente de debilidad.

Hasta el momento actual, el impulso a la hora de conseguir y aplicar nuevos inventos no se ha frenado. Es Europa quien tiene en este caso la primacía. El intento de alcanzar a Occidente que ha llevado a cabo Japón ha terminado en un fracaso y Japón sucumbió ante los pacíficos y desgarrados por conflictos internos Estados Unidos de Roosevelt. Rusia, habiendo copiado de Occidente los modelos de coches y de aviones, el avión a reacción, el radar, la penicilina, la televisión, la bomba atómica y los submarinos alemanes, se ha incorporado a la carrera. La generación de los más jóvenes de la Europa Oriental, educada en el culto a la ciencia rusa, empieza a creer que la ciencia y la técnica rusas ocupan un lugar preeminente en el mundo. Los más viejos consideran que esta suposición es absurda, pero no están seguros de si, teniendo en cuenta la inconmensurable riqueza natural, la economía planificada y la posibilidad de derrochar cantidades ilimitadas de dinero para las investigaciones y los experimentos científicos, Rusia no se encuentra en un punto de inflexión. Parece contradecir esta afirmación el pragmatismo de la ciencia rusa contemporánea, sometida a un Método. Como es bien sabido, los inventos más grandes son el resultado de una larga y desinteresada dedicación de muchos científicos que no aporta ningún resultado concreto de inmediato. También parece contradecirlo la insistencia con que la propaganda atribuye la mayoría de inventos a los rusos (aunque a la vez se copia la técnica americana, empezando por la construcción de puentes hasta las motos, hasta los detalles más insignificantes). Un tal esfuerzo de la propaganda, que a veces raya el ridículo, no indica una buena disposición, como tampoco indica una buena disposición, por ejemplo, vender máquinas suecas a las democracias populares con los símbolos repintados como si fueran rusas. No obstante, el esfuerzo de la propaganda para combatir el complejo de inferioridad ruso y levantar la “moral técnica” constituye una muestra de la importancia que el Centro atribuye a la carrera científica. Quién sabe qué resultados podría comportar tal concentración de la voluntad. Lo único que se necesita es tiempo.

No obstante, vamos a aceptar –admite la persona de la Europa Central y Oriental- que en este momento la superioridad de Occidente en el campo del potencial de la producción, de la técnica, de la sustitución de la mano de obra por las máquinas (lo que equivale a borrar paulatinamente la frontera entre el trabajo físico y el trabajo intelectual) es indudable. Pero ¿qué pasa por las mentes de las masas occidentales? ¿No estará su espíritu dormido y cuando despierte será el estalinismo la única forma? ¿No será que el cristianismo está retrocediendo? ¿No carecerán las masas de cualquier tipo de fe? Es indudable que es así. ¿Existe un vacío en sus mentes? Sí. ¿Se está llenando este vacío con el chovinismo, con novelas policiacas y con películas que no tienen ningún valor artístico? Sí. Así pues, ¿qué nos puede ofrecer Occidente? La libertad de algo es mucho, pero demasiado poco, realmente mucho menos que la libertad para algo,

Son preguntas que nos pueden parecer demasiado esenciales, pero que se formulan. A decir verdad, se puede responder a estas preguntas con otras preguntas. Son pocos los comunistas americanos (en general, hijos de familias burguesas y pequeño burguesas con tendencias intelectualizantes) los que se compadecen de la miseria espiritual de las masas, pero no reflexionan sobre el hecho de que en el Imperio que añoran tanto existe una miseria material, que hay una falta de técnica más estalinismo, y que sería muy interesante imaginarse el bienestar y la técnica más estalinismo, lo que todavía no se ha llevado a cabo en ningún lugar del planeta. La creación del nuevo hombre en el Imperio se realiza bajo la consigna de la lucha contra la miseria (a la vez provocada y combatida) y del desarrollo de la técnica (a la vez destruida y construida). ¿Qué pasaría si faltasen estos dos potentes motivos? Cabe sospechar que las ruedas de aquella inmensa máquina girarían en el vacío. Esta etapa, la del comunismo realizado, es un “sancta sanctórum” para los fieles y no está permitido mirarlo directamente. Es el Cielo. Ni tan sólo se puede intentar penetrar en aquello que está fuera de cualquier comprensión. Pero si alguien llegara a atreverse, resultaría que el Cielo no se diferencia demasiado de los Estados Unidos en los períodos de plena ocupación y que (incluso si aceptáramos que se suavizara el terror, lo que es poco probable) las masas viven una vida fisiológica, gozan de los logros materiales de la civilización, y su desarrollo tropieza con un escollo insuperable en forma de una doctrina que ve su objetivo en salvar al hombre de las preocupaciones materiales en vista a algo que, según ella misma, es un absurdo.

Evidentemente, tales consideraciones son utópicas. Si, en el fondo, no preocupan demasiado a los comunistas de Occidente, sus hermanos del Imperio no se ven liberados de ellas. Recordé que alguien dijo: “No quisiera vivir el comunismo realizado, porque seguramente sería muy aburrido”. Cuando ya haya terminado la gran tarea educativa y la “esencia metafísica” odiada se haya exterminado, ¿qué vendrá después? Es dudoso que las imitaciones de la liturgia cristiana a cargo del Partido y el tipo de oficios divinos celebrados ante los retratos de los líderes proporcionen a la gente satisfacciones perfectas.

Mirar hacia Occidente con la esperanza que allí nace algo está más difundido entre los intelectuales del Este de lo que piensan los occidentales. No se trata de fijarse en la propaganda, de ninguna manera. Algo significa en este caso un genial autor, una nueva filosofía social, un movimiento artístico, un descubrimiento científico, nuevos principios pictóricos o musicales. Y encontrar ese algo ocurre pocas veces. La gente del Este se ha acostumbrado a tratar en serio tan sólo aquellas manifestaciones de la vida social que aparecen a escala organizada y masiva. En el campo de la cultura no hay nada en Occidente que alcance tal escala, si exceptuamos las películas, los best seller y las revistas ilustradas. Ninguna persona que piense toma en serio, en Occidente, la mayoría de estos medios de diversión masiva, mientras que en los países del Este per analogiam (allí todo tiene un carácter masivo) se elevan hasta la dignidad de convertirse en los únicos representantes de la “podrida cultura occidental”. Burlarse de la idiotez de numerosas películas, de novelas o de algunos artículos es fácil (se gana un sueldo con poco esfuerzo y además gracias a esto uno se libra de la obligación, mucho más desagradable, de escribir artículos entusiastas sobre el Centro), así que ésta es la ocupación preferida de los periodistas, y la influencia que ejerce este tipo de crítica en el público es considerable.

La auténtica vida cultural de Occidente es completamente distinta. Y allí, incluso un intelectual del Este topa con engañosas apariencias, porque ve la igualdad de derechos entre los epígonos y los innovadores, entre la decadencia y la salud, entre la falta de talento divulgada y la grandeza mascullada entre dientes. Las corrientes que conoce de sus viajes a Occidente de antes de la guerra, todavía siguen activas y despiertan en él una indignación como etapa que ya ha superado. Pero estas corrientes imponen que se les preste atención, y no los nuevos fenómenos que brotan con dificultades en un bosque de árboles carcomidos.

El reproche más serio que se formula en contra de los valores culturales de Occidente es que es elitista e inaccesible para las masas. Es un reproche certero. La poesía, la pintura o incluso la música, encerradas en torres de marfil, caen en numerosas enfermedades del estilo. Pero a la vez, sus relaciones con la vida cotidiana de la gente son considerablemente más estrechas de lo que les puede parecer a los observadores superficiales. Por ejemplo, la pintura innovadora, “difícil”, “incomprensible”, encuentra directamente un gran número de consumidores, porque influye en el estilo de la publicidad, en la moda femenina, en los decorados escénicos, en la decoración de interiores y, lo que es más importante, en la forma de las máquinas que se usan habitualmente. En comparación con este estilo, el estilo del “imperio soviético”, que se basa en pintar enormes telas en las que se ven a los dignitarios en diferentes grupos y poses, está completamente apartado de la vida. Habiendo destruido la experimentación en el arte, el Centro se ha sentenciado a sí mismo en el campo de las artes aplicadas (si es que se puede hablar de la existencia de las mismas) a la imitación torpe de las artes aplicadas de Occidente que se renuevan constantemente gracias a los experimentos de la pintura de caballete. Los esfuerzos heroicos de los checos y de los polacos para salvar su propio arte a través de la recuperación de los modelos folclóricos están muy probablemente condenados al fracaso porque existe la correlación entre los muebles, los tapices en las pareces o la tela de un vestido femenino con la pintura y la escultura. Cuando, así en la pintura como en la escultura rige el culto a la fealdad, y cuando cualquier tipo de atrevimiento se considera formalismo, las artes aplicadas, escindidas de sus fuentes, están condenadas a ser estériles.

El escenario multicolor en el que se desarrolla la vida de los países occidentales está sometido a la ley de la osmosis. Un ciudadano corriente de estos países no se da cuenta de que un pintor que está en una buhardilla o un autor de poemas incomprensibles o un músico despreciado son magos que dan forma a todo lo que él aprecia en la vida. Tampoco piensan en esto los dirigentes para los que tales minucias son una pérdida de tiempo. El sistema económico, privado de cualquier planificación, imposibilita que se ayude a la gente que trabaja en otros campos de la cultura. Son personas que, persiguiendo desinteresadamente su propia quimera, más de una vez se mueren de hambre, mientras que a su lado unos ricos cretinos no saben qué hacer con el dinero y lo gastan tal como les dicta su abotargado juicio. Es este orden de cosas el que indigna al hombre de los países del Este. En su país, cada persona que muestra un cierto talento es utilizada. En los países occidentales alguien que tiene el mismo talento tiene ínfimas posibilidades. Así, el dispendio de talentos en la economía es deprimente en esos países, mientras que los pocos que consiguen obtener un reconocimiento no lo consiguen precisamente gracias a sus virtudes profesionales sino más bien y con más frecuencia gracias a la casualidad. El equivalente de este despilfarro en los países de la Nueva Fe es la capacidad de saber adaptarse a la línea política como criterio selectivo, y gracias a esto son los mediocres los que llegan a obtener honores con más facilidad. A pesar de todo, al artista y al sabio les puede ser más fácil en estos países que a sus colegas occidentales. Aunque la presión del Método sea muy fastidiosa, no se puede menospreciar las recompensaciones materiales. Muchos músicos, pintores y escritores que tuvieron la oportunidad de pasarse a Occidente, no lo hicieron porque era mejor componer, pintar o escribir de una u otra manera a trabajar en una fábrica y a no tener ni tiempo ni ganas para dedicarse a su auténtica profesión. Muchos de los que estuvieron en el extranjero volvieron precisamente por estos motivos. El miedo ante la implacabilidad con la que el sistema económico occidental trata a sus trabajadores científicos y artísticos está muy difundido entre los intelectuales del Este. Es mejor tenérselas con un diablo inteligente que con un bondadoso papanatas, dicen. El diablo inteligente entiende que hay un interés común y permite vivir de la pluma, del cincel o del pincel, exigiendo y teniendo en cuenta a sus clientes. Un bondadoso papanatas no entiende ningún interés común, no da nada y no exige nada, lo que en la práctica equivale a una afable crueldad. Los habitantes de los países del Este piensan que los medios de producción básicos deberían pertenecer al Estado que fija los planes económicos y emplea los ingresos en finalidades como la higiene, la educación, la ciencia y el arte. Esto es para ellos evidente y sería ingenuo buscar entre éstos a algunos partidarios del capitalismo. Lo que buscan en Occidente no es en absoluto gastadas consignas de la Revolución francesa o de la Guerra de la Independencia americana. A los argumentos de que las fábricas y las minas deberían pertenecer a personas privadas, responden con sarcasmo. Buscar algo resulta de entender, de manera más o menos clara, el hecho de que la Nueva Fe es incapaz de satisfacer las necesidades espirituales de la gente, y sus intentos implacablemente correctos hacia esa dirección se transforman en una caricatura. Si se les acorralara y se les obligara a formular qué quieren, seguramente responderían que quieren un sistema en el que la economía sea socialista, pero que donde el hombre no tuviera que debatirse impotente con el Método que le aprisiona como una serpiente. Así que esperan alguna señal que demuestre que los auténticos valores culturales pueden surgir fuera del Método. Pero deberían ser valores perdurables, para el mañana, y no los que se derivan de una conciencia anacrónica, porque entonces sólo existirían estos últimos, y confirmaría el triunfo del Método. La gente en los países de la Nueva Fe sabe que sólo en Occidente pueden surgir obras que representen el germen de una futura esperanza. Quién sabe si en los talleres de trabajadores solitarios no se llevan a cabo ya descubrimientos de un peso no inferior a los trabajos de Darwin o de Marx, igualmente solitarios en su época. Pero ¿cómo llegar a conseguirlo?

 El intelectual del Este es un juez especialmente severo ante todo lo que llega de Occidente. Se ha visto defraudado muchas veces y no quiere aceptar consuelos baratos que después le dejan con una desazón aún mayor. La guerra lo ha convertido en una persona muy perspicaz y desconfiada a la hora de desenmascarar engañosas apariencias. Ha rechazado muchos de los libros que le gustaban antes de la guerra, muchas de las corrientes pictóricas y musicales porque no han resistido la prueba de la cruda y brutal realidad. Si no consigue perdurar, no tiene ningún tipo de valor. Muy probablemente lo que es realmente valioso es lo que es capaz de existir para el hombre en el momento que se ve amenazado por una muerte inminente.

Un hombre se encuentra bajo el fuego de las ametralladoras en las calles de una ciudad donde se libran encarnizados combates. Mira el empedrado y observa un divertido espectáculo: los adoquines se erizan como las púas de un erizo, son las balas que al golpear con sus bordes los desplazan y los ponen en situación oblicua. Son momentos en los que, en su conciencia, el hombre juzga a los poetas y a los filósofos. Es posible que algún poeta fuera adorado por el público literario de los cafés, y cuando ese poeta entraba todas las miradas, llenas de curiosidad y de admiración, se posaban en él. No obstante, sus poemas, recordados en un momento como aquél, se revelan raquíticos y muestran todos los rasgos de ser sólo un divertimento estetizante. Por el contrario, observar los adoquines es algo sin duda real, y la poesía que se basara en una experiencia despojada como ésta sería capaz de mantenerse victoriosa el día que se condenasen las ilusiones con las que la gente está dispuesta a alimentarse. En los intelectuales que sobrevivieron a “los desastres de la guerra” en Europa Oriental tuvo lugar un fenómeno que podemos denominar como la reducción de los lujos emocionales. Las novelas psicoanalíticas les inducen a reírse con desprecio. La literatura de enredos eróticos, que sigue siendo popular en Occidente, les parece una basura. La pintura de los epígonos del arte abstracto les hace bostezar. Están hambrientos, pero quieren pan, y no tan sólo hors d’oeuvre.

El materialismo dialéctico encuentra en ellos fácilmente una resonancia, porque es una forma de pensar terrenal. Les encantaría ver la literatura y el arte fuera del ámbito de influencia del Método, pero con la condición de que fuera terrenal, fuerte y sana. ¡Si al menos pudieran encontrarla! Da que pensar que cualquier cosa occidental que para su gusto es lo suficientemente fuerte, trata sobre los problemas del sistema social y de las creencias masivas que tanto los apasionan: son tanto libros de estalinistas, como también, todavía en mayor medida, libros de antiestalinistas. Muchos de ellos han leído El cero y el infinito de Koestler. No son muchos los que conocen 1984 de George Orwell (a causa de las dificultades para conseguir este libro y de los peligros que conlleva tenerlo, tan sólo algunos de los miembros del Partido Interno lo conocen); Orwell los fascinó por su manera de indagar en los detalles que ellos conocen tan bien, y también por la sátira que sigue la tradición de Swift.; esta forma es imposible de practicar en los países de la Nueva Fe, porque la alegoría, que es ambigua por naturaleza, transgrediría los preceptos del realismo socialista y las exigencias de la censura. También los que conocen a Orwell sólo de oídas se extrañan de que un escritor que no ha estado nunca en Rusia haya podido agrupar tantas observaciones atinadas. Teniendo en cuenta la “estupidez” de Occidente, el solo hecho de que allí existan escritores que entienden el funcionamiento de una máquina tan increíblemente compleja, de la que ellos forman parte, les hace reflexionar.

No obstante, lo que tiene fuerza en Occidente es, habitualmente, una negación. La crítica de la Nueva Fe que allí se lleva a cabo es, con frecuencia, acertada. A pesar de esto, no muestra el camino de la salida y no introduce nada en lugar del Método. Es cierto que se puede decir que introduce al hombre vivo que no se avergüenza de sus pensamientos y tiene el valor de moverse por sí mismo, sin las muletas que son las citas extraídas de las autoridades. Pero todo esto, a los intelectuales del Este les parece insuficiente. No se vence al Mesías con argumentos de la gente sensata de cuyas bocas salen palabras, y no una espada de fuego.

La religión cristiana, limitada o directamente exterminada en los países de la Nueva Fe, sigue despertando un interés (insano). ¿Aprovecharán de manera adecuada los cristianos de los países occidentales la libertad? Hay que llegar a la conclusión que más bien no. La religión se ha convertido allí en una especie de vestigio de las costumbres cuyos ejemplos podemos encontrar en el folclore de diferentes naciones. Es más, parece como si fuera de la mano de la política más reaccionaria. Es probable que para que el cristianismo consiga renacer sea necesaria la opresión, tal como demuestra el fervor religioso de los cristianos en las democracias populares. Pero cabe también preguntarse si no será tan sólo una devoción de ratones en una trampa y si no habrá llegado un poco demasiado tarde.

Oficialmente, se indica que hay que mostrar la repulsión más absoluta hacia Occidente. Allí todo va mal: los trenes no son puntuales, las tiendas están vacías porque nadie tiene dinero, la gente va mal vestida, la tan famosa técnica no sirve. Al oír mencionar el nombre de un escritor, de un pintor o de un músico de Occidente, hay que hacer una mueca sarcástica y poner los labios como para escupir, puesto que la batalla contra el cosmopolitismo es una de las obligaciones fundamentales del ciudadano. El cosmopolitismo es respetar la cultura de Occidente (burguesa). El término se acuñó en Moscú y en la historia de Rusia no es especialmente nuevo. Ya hace cien años, los historiadores zaristas hablaban con repugnancia del “Occidente podrido”. Era precisamente entonces en aquel “Occidente podrido” que ya actuaban Marx y Engels, a quienes después se tenía que importar de aquel Occidente, como muchos otros inventos. En la práctica, la lucha contra el cosmopolitismo se muestra en las democracias populares al recomendar traducir y publicar a algunos escritores antiguos occidentales considerados como “progresistas en su época” (por ejemplo, Shakespeare, Balzac, Swift), mientras que se recomienda y es necesario traducir y publicar a todos los escritores antiguos rusos, con algunas excepciones. En cuanto a los contemporáneos, hay que traducir y publicar a todos los escritores rusos, mientras que de los occidentales tan sólo aquellos que sean comunistas (en casos de duda, el Centro elabora listas especiales de autores prohibidos que entregan a los editores). La pintura occidental hasta el siglo diecinueve se acepta sin reservas, pero los impresionistas franceses, como quedó demostrado, surgieron de la filosofía de una burguesía en descomposición, y los realistas rusos (peredvizhniki)[1] se encuentran artísticamente muy por encima de ellos. Toda la música rusa es apta como repertorio de las orquestas y de los solistas, mientras que en cuanto a la música occidental ya los compositores de finales del siglo XIX plantean muchas dudas. Una manifestación de cosmopolitismo sería presentar un repertorio sólo con piezas occidentales (por ejemplo, Bach, Mozart, Berlioz, Verdi). Mientras que una manifestación de comprender las necesidades es un repertorio combinado (por ejemplo, Musorgski, Chaikovski, Bach, Borodin).

Aunque unas normas tan detalladas ocasionan muchas dificultades a los redactores, a los trabajadores de las editoriales y a los intérpretes musicales, la “lucha contra el cosmopolitismo” no carece de un fundamento racional. La razón de tal fundamento es muy clara para el Centro: una escala de comparaciones demasiado amplia no contribuye a la salud moral del ciudadano. Por otra parte, en los países donde hay una democracia popular, sometidos desde siglos a los influjos de Occidente, se trata de erradicar un vicio: se desacostumbra al fumador de fumar quitándole los cigarrillos. Existen unas circunstancias que provocan que la hostilidad reglamentaria hacia el cosmopolitismo no sea tan ardua para los intelectuales como uno podría esperar. En cualquier caso consiguen convencerse a sí mismos de que las prescripciones del Centro son relativamente justificadas. El territorio en el que ha surgido la civilización llamada europea coincide más o menos con el territorio en el que se ha propagado la religión que procedía de Roma. Los países que hoy en día constituyen las provincias occidentales del Imperio fueron durante siglos la periferia del Este. El desarrollo de la Europa moderna, cuyos centros industriales y comerciales han tenido una actividad febril, ha agravado la diferencia entre “Europa” entre comillas y su “Marca oriental”. Si se le pregunta hoy en día a un habitante del estado de Idaho qué entiende por Europa, seguramente mencionará a Francia, Holanda, Italia, Alemania. Pero ya no seguirá más hacia el Este, y las naciones que están allí se le presentan como una mezcla de tribus atrasadas que no son demasiado dignas de atención. Es probable que el habitante de Idaho represente un “atraso histórico”, es decir, que su conciencia obedece a rancias costumbres que los hechos ya se han encargado de negar. No obstante, sus puntos de vista son significativas, y además han ejercido influencia en las intervenciones de los políticos americanos para quienes la pérdida de la “Marca oriental” europea a favor de Rusia no parece ser una intervención que pueda tener importantes consecuencias. A lo largo de la historia, el dinero y la fuerza se han acumulado en la Europa Occidental, allí también se han creado los modelos culturales que después se han extendido en el Este (por ejemplo, fueron los arquitectos italianos quienes construyeron las iglesias y los palacios en Polonia, los poetas polacos imitaban con pasión las formas del verso francés, etc.).

Los países de Europa Central y Oriental eran los “parientes pobres”, un terreno medio colonial. La relación de Occidente para con ellos no estaba privado de un desdén protector y a la sazón no se diferenciaba demasiado de las opiniones sinceras de aquel habitante de Idaho.

Un polaco, un checo, un húngaro medianamente educados sabe bastante sobre Francia, Bélgica o Holanda. Un francés, un belga o un holandés medianamente cultivado no sabe nada de Polonia, de Checoslovaquia o de Hungría. Un intelectual del Este no considera que este estado sea lógico y más bien siente solidaridad con un ruso que mantiene asuntos pendientes antiguos y poco agradables con Occidente. Aunque el complejo de inferioridad del ruso, que lleva siempre a afirmar su absoluto dominio y a exigir continuamente homenajes, le irrita en un grado absoluto, piensa que el desprecio que Occidente muestra hacia los países de Europa Central y Oriental procede de una mala orientación en el cambio de proporciones que tuvo lugar a mediados del siglo XX, puesto que estos países tienen una considerable población, muestran una particular capacidad de adaptarse a las exigencias técnicas de la industria moderna; tienen riquezas naturales, una industria pesada y minería que se desarrolla con rapidez; sus trabajadores apenas recuerdan a un emigrante desamparado que va a Occidente a ganarse el pan, donde era utilizado para los trabajos más duros; sus técnicos y sus estudiantes pueden competir con sus colegas occidentales; sus escritores y músicos no pueden quejarse de falta de talento. Es más, desde cualquier punto de vista estos países son probablemente no tan sólo la parte más importante de Europa, sino de todo el planeta. Si se supone que la Nueva Fe puede extenderse por todos sitios, ellos son el primer terreno de experimentación fuera de Rusia, y por eso, el más interesante. Si se supone que el Centro pierde y no consigue imponer al mundo su hegemonía, las formas de economía y de cultura que surgirán en estos países, serán un apasionante ejemplo de vivificar algo nuevo, puesto que en la Historia no existe un retorno al status quo. Así pues, ¿no está justificado frenar toda esta idolatría hacia los modelos occidentales, que se había generalizado tanto entre las capas ilustradas de la “Marca Oriental”? Mirados desde los países de la democracia popular, las pequeñas naciones en la costa atlántica están llenas de recuerdos de una gloria pasada, ya olvidada, pero privadas de cualquier dinamismo. ¿Por qué, pues, la pintura de los pintores franceses actuales, que surge en un país sin dinamismo, tendría que ser imitada en Praga o en Varsovia? ¿Por qué se deberían representar en estas ciudades obras inglesas que han sido escritas para un tipo de público completamente diferente? Hay que desarraigar la imitación que durante tantos años había sido justificada, precisamente los años durante los cuales el capital francés, inglés o belga invirtió en minas, en ferrocarriles y en fábricas de la “Marca Oriental”, imponiendo a la vez sus libros, sus películas y sus modas. Hay que levantarse por el propio pie, igual que por el propio pie se ha levantado la industria nacionalizada. La contrariedad reside en que después de liberarse de los encantos occidentales, la literatura, la ciencia y el arte de la “Marca” han caído irremisiblemente en una dependencia de la nueva metrópolis. Si antes la imitación se hacía de buen grado y voluntariamente, ahora ha adoptado un cariz de obligatoriedad. Si alguien buscaba los propios caminos, se encontraba con el reproche de titoísmo. Incluso remontarse al propio pasado de cada una de las naciones de la “Marca” es tan sólo posible siempre y cuando este pasado demuestre que los caminos evolutivos de una nación determinada eran paralelos a los caminos evolutivos de la nación rusa. Evidentemente, el folclore se acepta. Se aceptan las obras teatrales realistas del siglo XIX. Pero, por ejemplo, Polonia posee una tradición teatral en el Romanticismo que no admite ser representada de manera realista. También posee una tradición de directores de escena que es denominada como “teatro monumental” por la gente de teatro. Continuar tales tradiciones habría olido a peligrosa herejía.

Así  pues, la “lucha contra el cosmopolitismo”, tan sólo consiste en realidad en vaciar un matraz para llenarlo con otro líquido. En el pasado, en aquel matraz se formaba una substancia particular a partir de que reaccionaban entre sí elementos importados y elementos autóctonos. Hoy en día, el elemento importado actúa de forma considerablemente más pura, porque hay una suficiente cantidad de guardas que se encargan de conservar el respeto debido a los modelos. A pesar de eso, la “lucha contra el cosmopolitismo” puede ser, así lo cree el intelectual, una buena cura. Ya nunca volverán las épocas de diversión, cuando los pintores polacos, checos o húngaros iban a la Meca de la pintura, París, y al volver pintaban su río natal como si fuera exactamente el Sena, aunque no se pareciera en absoluto.

El “podrido Occidente” fue en el siglo pasado reprobado por los historiadores patrióticos rusos porque era liberal y las ideas que penetraban desde allí amenazaban los gobiernos autocráticos. Y no sólo fue atacado por los defensores del trono. Basta leer la disertación ¿Qué es el arte? de Lev Tolstoi para hacerse una idea de ese desprecio hacia el exceso de refinamiento (utonchenia) de Occidente, un desprecio tan típico de los rusos. Tolstoi considera que las obras de Shakespeare eran una acumulación de atroces disparates, y que la pintura francesa (en la época del gran florecimiento del impresionismo) consistía en unos pintarrajos de degenerados. Después de la revolución, no fue difícil ahondar en estos prejuicios, a los que se añadió una gran cantidad de argumentos: de nuevo Rusia tenía un régimen completamente diferente del occidental. No obstante, ¿no será que esa desconfianza hacia Occidente hubiese conformado siempre la gran fuerza de Rusia? E incluso los historiadores zaristas ¿no trabajaron directamente para la revolución, cultivando en los rusos una seguridad en sí mismos y una fe en su particular vocación de la nación? Mirar a Occidente de reojo y con burla no resultó ser un mal ejercicio. Gracias a esto surgió un tipo de hombre terrenal, estricto, que no se amedrenta ante ninguna consecuencia, todo lo contrario del hombre occidental, sobre el cual pesaba sobremanera el pasado que trababa cualquier movimiento audaz en una red de leyes, de creencias y de afectos éticos. Conscientes de su fuerza secreta hasta entonces, los “Escitas”, como denominó a su nación el poeta ruso Blok, empezaron finalmente a desfilar, y sus éxitos les ratificaron en su convencimiento de que el desprecio para con Occidente no estaba privado de fundamento. De esta manera, sería también aconsejable que las naciones que se encuentran entre el Mar Báltico y el Mar Mediterráneo siguieran tanto esta seguridad de los rusos como el hecho de librarse de esos vicios de loros.

El intelectual percibe, evidentemente, que él es el tipo de cosmopolita que se reprende, puesto que observa continuamente Occidente esperando algo. Pero esto no significa que lamenta especialmente las prohibiciones que eliminan de su país el arte de poco valor de los bulevares parisinos o de las novelas policiacas. E igualmente, muchos de los fenómenos culturales que en los países occidentales emocionan a las “élites” le despiertan aversión. Preguntado por si se debería representar en su patria el Cocktail-party de T. S. Eliot, respondería resueltamente que no, a pesar de que pueda considerar que La tierra baldía del mismo autor es una obra poética interesante. El logro al que ya no querrá renunciar la gente de Europa Central y Oriental es el sentimiento de responsabilidad por todo aquello que el público recibe del editor o del teatro: si se considera que una obra es mala, no hay que mostrarla, a pesar de que pueda tener éxito y pueda conseguir unos buenos beneficios (imaginaos a los trabajadores de Praga o de Varsovia asistiendo al esnobismo de Cocktail-party de T. S. Eliot). Por otra parte, la prohibición de interpretar La consagración de la primavera de Stravinsky y educar el gusto musical del público con Chaikovski es un absurdo demasiado evidente como para que no suscite amargas sonrisas. Así pues, el cosmopolitismo del intelectual al que me refiero es muy moderado. Introduce una diferencia entre lo que en Occidente es digno de respeto y lo que es resultado del éxito de una campaña sospechosa que apela al gusto de los dudosos valores de las “élites”.

La superioridad de la pintura de los realistas rusos (peredvizhniki) sobre el impresionismo francés ha sido demostrada en Moscú. Desgraciadamente, la pintura se caracteriza porque, al valorarla, el ojo del espectador también tiene algo que aportar y ni el discurso más erudito es capaz de transformar un lienzo horrible en una gran obra de arte. Lo cual es deplorable. A cado paso, sea en el campo de la estética sea en el de la ética topamos con la resistencia que la excentricidad del hombre opone a la sabia teoría. Que un niño, si está educado como se debe, tiene que denunciar a su padre cuando vea que su comportamiento es nocivo para la construcción del socialismo (de cuyo éxito depende la felicidad de toda la humanidad) parece razonable. Y no obstante, a muchas personas actuar así les provoca una repugnancia inexplicable, igual que cuando prefieren Manet a los pintores realistas rusos del siglo XIX. El atrevimiento con el que los rusos introducen sus operaciones intelectuales alcanza unas dimensiones peligrosas y que auguran un mal futuro para sus dirigentes, según la opinión del intelectual. El racionamiento consecuente que, al encontrar contradicciones con la realidad, obliga a hacer caso omiso del empirismo, acarreará finalmente errores costosos. La lucha de Hitler con el “arte degenerado” era seguramente un síntoma del mismo tipo que la nueva ética de su partido que ordenaba el exterminio de las “razas inferiores”, y el germen de sus derrotas radica en ideas semejantes. Observando las preocupaciones del Centro para que la ciencia y el arte sean conformes al Método, el intelectual llega a la conclusión de que no son la fuerza y la sabiduría de Occidente las causantes de la caída del Imperio sino precisamente las aberraciones a las que conduce el Método.

El Centro utilizó, a grandes rasgos, tres grupos de argumentos para declarar que la genética de Mendel era equivocada: 1) que es contradictoria con la teoría darwiniana de la selección natural de las especies interpretada de manera dialéctica, puesto que se refiere a aquellos elementos de la teoría de Darwin que son un reflejo de las relaciones sociales, es decir, la lucha despiadada por la existencia en un régimen capitalista (en lugar de la lucha por la existencia en el marco de una especie hay que plantear la cooperación en el marco de una especie determinada); 2) que no aporta resultados prácticos satisfactorios en la agricultura; 3) que puede servir como fundamento para teorías raciales, puesto que un individuo es “mejor” o “peor” en función de sus genes. Así pues, se puede considerar a todos los argumentos utilizados como un indicio de deseo para que la realidad sea tal como se anhela ver. Pero ¿qué ocurriría si la genética de los seguidores de Mendel concordara con la observación científica? pregunta el intelectual. A pesar de que aplaude con vehemencia a los oradores que aplastan a los genetistas occidentales, no está nada seguro de si no se encuentra ante un gran escándalo, parecido a los argumentos escandalosos de los sabios alemanes que demuestran científicamente todo lo que en un momento determinado es necesario para Alemania. De aquí hay un solo paso para dudar de la misma dialéctica del Método. ¿No se basa éste a veces en descifrar signos de la naturaleza y de la historia que antes ha colocado hábilmente la mano del mismo lector? La dialéctica es una “lógica de las contradicciones” que se aplica allí donde no basta la lógica formal, tal como dicen los sabios, así pues, a los fenómenos en movimiento. Como que tanto los conceptos humanos como los fenómenos que observa la gente están en movimiento, “las contradicciones contenidas en los conceptos son sólo un reflejo, la traducción de esas contradicciones que están contenidas en los fenómenos al lenguaje del pensamiento”. Maravilloso. ¿Y qué se puede decir del ejemplo que aporta Plejánov para justificar la insuficiencia de la lógica formal? Alguien muestra a un hombre joven a quien apenas le sale barba y le exige una respuesta a la pregunta de si ese hombre tiene o no tiene barba. No se puede responder que no tiene barba, puesto que le está saliendo. No se puede responder que tiene porque aún no es una barba. En una palabra, la barba está a punto de ser barba, está en movimiento, por ahora es sólo una cierta cantidad de pelos individuales que algún día se convertirán en una nueva cualidad, es decir, en una barba. ¡Diablos, rezonga nuestro intelectual, pero si esto son ejercicios para los rabinos del siglo XVII! Los pelos que crecen en la barbilla de ese hombre joven no se preocupan en absoluto de cómo los llamemos. No se encuentra ningún “paso de la cantidad a la calidad”, tal como repiten los creyentes embelesados. La cuestión es que tanto la barba como la no barba proceden del uso que hacemos de la lengua, de nuestra clasificación. ¡Pero qué soberbia tan inmensurable atribuir a los fenómenos unas contradicciones en las que se entrelazan nuestros torpes conceptos! Y, no obstante, es un asunto de capital importancia. El destino del Imperio depende de aquella pobre barba. Si todo el análisis de la Historia realizado según el Método funciona con trucos similares, es decir, de antemano se introduce el concepto, y después se extraen una contradicción tras otra del material observado, bonito será el Imperio que se erija sobre tales fundamentos.

Y con todo, uno se siente aterrorizado por el Método. ¿Cómo explicarlo? Sin confesárselo a nadie acepta pensar que en el mismo germen radica la falsedad, lo que no es ningún impedimento para observar y elaborar el material con otros métodos, atribuyendo, eso sí, todos los éxitos a la utilización del Método. Puesto que éste ejerce un influjo magnético en la gente contemporánea porque destaca, de manera desconocida hasta ahora, la fluidez y la interdependencia de los fenómenos. Como que la gente del siglo XX se ha encontrado en condiciones sociales en las que desaparece la “naturalidad”, mientras que la fluidez y la interdependencia devienen perceptibles hasta para los más obtusos, pensar en categorías del movimiento parece ser el método más seguro para pillar a la realidad in fraganti. El Método es misterioso y nadie lo acaba de entender, lo que amplía su fuera mágica. Su elasticidad, que ha sido aprovechada por los rusos, que no poseen, como se sabe, la virtud de la medida, puede desembocar en desagradables edictos que emanan del Centro. No obstante, el sentido común siempre ha sido a lo largo de la Historia un guía eficaz por el laberinto de las cuestiones humanas. El Método aprovecha los descubrimientos de Marx y de Engels, su indignación moral y la táctica de sus seguidores que niegan que la indignación moral sea razonable. Es como una serpiente, una criatura indudablemente dialéctica. “Papá, ¿las serpientes tienen cola?”, pregunta el pequeño Jakub. “Sólo cola tienen”, responde papá. De ahí las posibilidades ilimitadas. Al preguntarse a sí mismo honestamente por qué no se puede librar de su encanto (a pesar de que quisiera hacerlo) el intelectual seguramente respondería que la medida de su razonabilidad es la fuerza de los que lo dominan. Saben construir un gran edificio de paredes móviles en un terreno sacudido constantemente por terremotos, mientras que Occidente, al no disponer de unas normas tan perfectas, se aferran a una arquitectura tradicional que amenaza con venirse abajo. Algunas de las paredes móviles del edificio dialéctico son realmente monstruosas y colman a sus habitantes de un sincero temor en cuanto al futuro de una construcción de este tipo, pero cuando se compara con los rasgos de la arquitectura estática de Occidente, a veces parece como si toda la humanidad se vea obligada a trasladarse a apartamentos más móviles.

La relación del intelectual del Este con Occidente es, pues, complicado y no se puede zanjar en las fórmulas de simpatía o antipatía. Se parece a un desengaño amoroso y, como se sabe, todo desengaño amoroso siempre deja un poso de sarcasmo. Era necesaria una desgracia de tales características para que, en contra de todas las previsiones de Marx, un nuevo sistema económico surgiera en la atrasada Rusia, y también para que la revolución se convirtiera en una empresa planificada por los funcionarios del Centro y difundida a través de conquistas militares. También fue necesaria la desgracia para que los europeos, que tan sólo quieren cambiar el anticuado orden en sus países, tuvieran que aceptar, también en contra de las previsiones de Marx, que una nación que nunca supo gobernarse ni siquiera en casa, y que si nos remontamos al pasado más remoto, nunca ha conocido el éxito ni la libertad, conquistara sus países. ¡Qué fatalidad, haber nacido en una época como ésta, piensa el intelectual pronunciando al mismo tiempo un discurso sobre el gran honor que es vivir en la “gran época estalinista”. Tal como él mismo lo denomina con sarcasmo, su función consiste en “inculcar los principios básicos del entusiasmo” a los otros. No le parece inverosímil que Occidente pueda salir victorioso de su lucha contra el Método. Con todo, el Método, es decir la revisión de Marx a la manera soviética, a pesar de tener numerosos puntos débiles, constituye en manos de los gobernantes del Centro un arma mucho más poderosa que los tanques y los cañones. Y una de sus cualidades es que con su ayuda pueda demostrarse lo que es necesario a los gobernantes en un momento determinado, y al mismo tiempo lo que es necesario en un momento determinado se establece a través del Método; esto concuerda exactamente con su carácter serpentino.

La experiencia ha enseñado a los intelectuales del Este a medir muy cuidadosamente sus movimientos. Muchos son los que han visto caer en el abismo a causa de un acto irreflexivo, de un artículo escrito impulsivamente. Si el Imperio se viene abajo, se podrá buscar en el caos que se cree nuevos medios de supervivencia y de actuación. Mientras esto no ocurra, se debe trabajar con fervor por la victoria del Imperio, cobijando en secreto la esperanza de que la “estupidez” de Occidente no sea tan ilimitada como se supone. ¡Si la gente de Occidente entendiera realmente el mecanismo de la “gran época estalinista” y si actuara en consecuencia! Todo parece indicar que no lo entiende. Pero, ¿y si lo entendiera?

 

 

 

(Este texto corresponde al capítulo II del libro El pensamiento cautivo, de Czeslaw Milosz. Traducido por Xavier Farré, será próximamente publicado por la editorial Galaxia Gutenberg)



[1]              Hace referencia a la llamada Sociedad de Ambulantes. Czeslaw Milosz da el nombre original en ruso [N. del T.]

Escrito en Lecturas Turia por Czeslaw Milosz

La ciencia según Stanislaw Lem

10 de junio de 2014 11:46:08 CEST

Lo asegura Ricardo Piglia en algún sitio de Crítica y ficción: las novelas de detectives –no confundir con la serie negra– no se resuelven gracias a la inmersión del investigador en el entorno criminal sino a su distanciamiento. A éste le basta con recoger unas pocas pruebas en el lugar del crimen y con la valoración de los interrogatorios para fabricar, desde su escritorio, una solución antes de que se cometa el siguiente asesinato. Su principal arma es la lógica deductiva y la audacia, dando la impresión de que el enigma se puede despejar a golpe de razón pura. Visto así, más que narraciones serían tests psicotécnicos para adultos.

Pero esta consideración resulta falsa, porque las novelas de detectives sólo presentan problemas racionales en apariencia. Las trampas del lenguaje, de la estructura narrativa, del uso de la elipsis y de otros rudimentos literarios hacen que, por más que parezca que el misterio se encuentra al alcance del lector, por mayor coeficiente intelectual que movilice, éste nunca logre su desentrañamiento. Demasiadas veces las novelas de detectives han abusado de sus propias argucias para generar efectos sorpresa y priorizar el ingenio –para la producción de espectáculo– sobre otras vías más interesantes (por ejemplo, la discusión racional sobre cualquier aspecto de la condición humana o sobre su problemática social). Esto resulta llamativo porque, si bien es cierto que estamos hablando de una literatura que siempre ha buscado el rédito comercial, no lo es menos que desde el punto de vista narratológico un género propone una estructura y una estética que, a fin de cuentas, se puede modificar y hasta perturbar de acuerdo con otros fines.

Pues bien, fines artísticos o intelectuales fue lo que precisamente Stanislaw Lem (Polonia, 1921 - 2006) persiguió a lo largo de su vida utilizando los materiales “pobres” –las comillas son importantes– de la ciencia ficción. Desconocemos si siguió este peculiar camino por convicción –era un lector declarado de Borges, tan aficionado a las novelas de entretenimiento– o porque esa estrategia constituía la mejor burla de la censura polaca. Pero sí que sabemos que, bajo el ropaje de la ciencia ficción, Lem desmontó cuantas convenciones literarias se pusieron a tiro y levantó una severa crítica a la ciencia de su época. Este cuestionamiento epistemológico, por muy temperamental que se mostrara su autor en sus escritos, no era estrictamente visceral sino que estaba concebido para atacar subliminalmente el régimen socialista –recuerden, “científico”–, al tiempo que postulaba una visión del ser humano, esa minucia biológica de pretensiones racionales inserta en un universo enigmático e indómito. Quien le haya echado un ojo a textos como Solaris o Edén sabe que estas ficciones cuestionaban duramente el antropomorfismo, la soberbia de la comunidad científica así como sus metodologías.

Pero volvamos a las lupas. En 1959, Lem publicó La investigación, que sigue el esquema narrativo de las novelas de detectives y presenta algunos componentes del género de terror. Es decir, hay un enigma, hay un detective, hay un departamento de policía, hay pruebas materiales y hay un apremio para hallar una solución. Pero no se trata, como decimos, de un texto que prescriba el simple entretenimiento. De modo similar a como operó Henry James en su nouvelle La figura de la alfombra, la intriga policíaca configura sólo un soporte, un cauce. Por mucho que en el texto se detallen las pesquisas de un investigador que debe resolver un raro caso de desaparición de cadáveres en Londres, resulta fácil darse cuenta que aquí no interesa cuadrar los detalles de la intriga (de hecho, no encajan). Y no interesa porque ese objetivo irrisorio, pedestre y hasta sentimental que es la captura del malo (el malo: figura patética más merecedora de piedad que de ira) supone una ambición raquítica si se la compara con la verdadera pretensión del libro.

Y es que La investigación no sólo pone en entredicho el carácter previsible de ciertos géneros (cuestión en la que a Lem debe de considerarse un pionero, por cierto), sino que enuncia a las claras que su auténtico ámbito de discusión es el cuestionamiento científico. El escritor Javier Fernández explicó en el dossier que la revista Quimera dedicó al genio polaco que los tres personajes principales de la novela –el investigador, un científico y el jefe de policía– encarnan tres metodologías científicas. El primero opera según el método deductivo, el segundo sigue el inductivo y el tercero utiliza el método hipotético deductivo. La novela no dispone acontecimientos para incrementar paulatinamente la conmoción del lector ni trata tampoco de resaltar la agilidad de un detective que le enmienda la plana a las fuerzas de seguridad del Estado, inhábiles en su cometido de velar por la seguridad ciudadana. Aquí la narración sigue el decurso de los tres personajes. Es decir, enseña, con pelos y señales, la naturaleza de su pensamiento, el distanciamiento de su modelo teórico respecto a una realidad que se presenta amorfa e incognoscible, pero, sobre todo, hace hincapié las limitaciones de sus hipótesis. La primera consecuencia de esto es que la intriga es mínima. Al lector no se le desboca el corazón y sus retinas no persiguen letras a la vuelta de cada página. Todo lo contrario: hay que detenerse en muchos párrafos para valorar que lo que cada personaje propone supone un acercamiento epistemológico a la resolución de un problema de orden policial y que puede extrapolarse sin problemas a otros ámbitos.

La segunda consecuencia es que, siendo La investigación una novela que se desvía de la tradición detectivesca, lanza una severa reflexión sobre las certidumbres científicas que no sólo soportan el conocimiento sino también sus innumerables aplicaciones técnicas, el modo en que se habita el planeta y hasta el posicionamiento engreído del ser humano en el universo. Lo que ilustra de una manera más que inspirada Lem es que si uno pretende inventariar la fauna oceánica y sale a alta mar con una red de agujeros de un metro cuadrado de dimensión, sólo capturará peces enormes. Con lo cual, su estudio del mar yerrará, porque el investigador difundirá la idea de que los mares sólo los habitan delfines y atunes. Esto mismo es La investigación: un aviso sobre los límites del conocimiento humano, una lúdica puesta en duda de los mecanismos de obtención del conocimiento y sus aplicaciones. La ciencia, parece decir Lem, más que un código preestablecido de aproximación a la realidad, debería partir de una apertura lo más amplia posible de posibilidades y de un reconocimiento de las limitaciones intrínsecas del hombre.

Y luego, hacia el final de la novela, encontramos corrupción, torpeza y negligencia. Es decir, la inevitable caricaturización de los órganos de seguridad que todo espíritu libre difunde sin descanso.- ROBERTO VALENCIA.

 

Stanislaw Lem, La investigación, traducción de Joanna Orzechowska, Madrid, Impedimenta, 2011.

 

Escrito en Lecturas Turia por Roberto Valencia

Pasillos

9 de junio de 2014 08:02:21 CEST

Porque te llamas Sofía, ¿verdad? Así es como le dijiste que te llamabas a aquel tío de Seguridad que nos rogó amablemente que nos identificáramos. ¿Aún te acuerdas de cómo nos amenazaba con la porra?

Es curioso el modo en que entraste en la vida de este hombre que ahora te habla, sorbiéndose las lágrimas aunque feliz   —bastante feliz—, porque hoy, martes, no puede oír ese tac-tac blandito, pulcro, de tus tacones en el pasillo de los cereales. Para eso hay que esperar toda una semana, hay que armarse de valor. Resulta que aquella tarde estaba apoyado en el carro sin silbar, buscando las latas de atún, los yogures, no me acuerdo. Los hombres alegres, puede que no lo sepas, silban sólo de vez en cuando; y yo, que me partí el labio hace muchos años por no frenar mi vieja bicicleta a tiempo, no había vuelto a hacerlo hasta que tú apareciste con ese aire de compradora compulsiva que tienes. Ah, llegaste con tu melena pelirroja en un moño, tus manos pálidas de ayudante de dentista, manos tan ciertas, enfrentándose a octubre, empujando aquel carro de la compra. Y te juro que pensé que era una suerte haber llegado a ese pasillo donde nosotros dos fuimos a parar.

¿Imaginas que este hombre con el que has corrido hasta el desmayo, que tiene debilidad —y tú lo sabes— por las aceitunas con hueso, ha llegado a quererte por eso que hiciste? Consistió en que miraste aquella botella de detergente al fondo del pasillo, tan lejana que casi daba miedo acercarse a mirar el precio. Una única botella de detergente para ricos, y el resto del estante desierto, como si ese objeto lejano fuera igual que el ramo que tiran las novias, un tesoro familiar, como..., no sé, no sé lo que digo. ¿Y recuerdas que al poco empezaste a suspirar y después te mordiste ligeramente el labio, provocándome? De pronto me encontré corriendo como un niño que persiguiera un perrillo blanco y su pelota, corriendo junto a ti, todo por ese estúpido detergente listo para entrar en la vida de cualquiera, en nuestra vida. Y esa primera vez me pregunté si tu repentino tropezón fue a propósito, para ver cómo ganaba la carrera, conferirme el privilegio de ser tu enemigo, qué sé yo. Bueno, también lamenté toda la noche haberte puesto la zancadilla, pero lo cierto es que pensé en ti, y que esas piernas finas tuyas, como las varas de un equilibrista, podían aguantar cualquier cosa.

Con aquel bote de detergente en la mano, mientras gritaba y elevaba los brazos y todo el mundo tenía la vista puesta en mí, recuerdo que sentí algo dentro, algo muy grande, si te soy franco; puede que algo que, de tantos años ya sin ello, se me hubiera perdido en el cuerpo, o en la memoria, no lo sé, y nunca me acordara. Ni siquiera sabría explicarlo. Todo fue porque decidí cederte el bote y tú, en aquel momento, te reíste un poquito. Yo lo vi, Sofía. Así empezamos, ¿recuerdas? Tienes que acordarte, por favor. Lo cierto es que no puedo imaginarme un lunes diferente del que vivimos nosotros: con derrapes de los carros, con las zancadillas rastreras, con todos esos insultos en voz baja mientras nos hinchamos de risa —bastardo... puta... vas a tragarte esa lata de tomate—. Es verdad que no soy muy ambicioso, que eso me bastaría, por ejemplo, para todos los desayunos que me quedan por vivir. Y no me quejo, sabes que no. En el fondo, desde que nos conocimos, tú siempre fuiste la más visionaria, y por eso creo que aquel lunes, no muchos meses después de la primera carrera, gritaste delante de todo el mundo que yo me había meado en el estante de los chocolates. Me digo que a lo mejor te preguntaste: ¿Por qué no mejorar el método? ¿Qué tal si nos divertimos un poco más? Ahora que estoy sentado pienso en todo aquello, en nosotros —hay que ver lo curioso que es el sonido de esa palabra en una cocina vacía—, en cómo hemos acabado haciendo carreras mortales donde al final, puede que sea tirado en una esquina con los tobillos hinchados, o quizás dando esos alaridos de dolor (bueno, reconozco que también hay algo de felicidad), yo te quiero, Sofía, toda entera, con tu nombre de catedral famosa.

            No es que quiera elegir un momento, entiéndeme. ¿Podría? Si me esforzara, ¿llegaría a acomodarlo en mis manos y mirarlo fijamente con admiración? ¿Estás segura? Recuerda que existen tantos momentos como pasillos, como cajas registradoras, como esos guardias de seguridad precavidos que rondan cerca. Acuérdate de que me haces un hombre feliz       —palabra, Sofía, palabra— cuando me tiras un bote de cacao o un paquete de latas y te las arreglas para conseguir que se queden encajados entre mis piernas y casi me parta la crisma. Y vale, vale que te gustaría verme llorar en el suelo, con la espalda hecha un cirio, rogándote que llames al hospital; pero también sé que te muerdes los labios con ganas cuando abro los paquetes de puré y te echo el polvo a los ojos. A veces haces ese teatrito tan tuyo, gritando por el escozor y golpeando los estantes.

            Si te pregunto algo, ¿me dejarás?... ¿Cómo lo consigues? Quiero decir, es estupendo verte correr sacándole dos o tres cuerpos de ventaja al tío de Seguridad, pero ese tipo debe  de hacer pesas, debe incluso correr más que su perro, el pastor alemán que lleva siempre pegado a los talones. Aunque yo le distraiga —porque ya sé cómo es el siseo de su porra en el aire... una porra preciosa, tengo que decírtelo—, hay que ver cómo corres. También es cierto que siempre que le doy un billete, le cambia la cara —ese hombre se ilumina como un neón—, y después hace como que no nos ve y se va a sobarle los botones a la chica de las muestras gratuitas. Pero igualmente, verte correr es igual que contemplar un rayo partiendo un árbol, te lo digo en serio. Palabra.

Debes saber que a veces no puedo evitar que esta electricidad del estómago que podría encender avenidas —como un viento cálido que proviniera de la felicidad, sí, eso es, del mismísimo corazón de la dicha— se apague. Es cierto, se va, porque cuando termina todo ese correr y empujarse, esos quiebros, llega el turno de la verdadera compra, y es ahí cuando tengo que verte, he de hacerlo. Observo cómo echas unos cuantos potitos al carro. Me pregunto si ella se llamará como tú, si tendrá tu piel blanca, cosas así. Y luego te detienes en esa sección con olor a cuarto de baño de hotel de provincias y echas las cuchillas de afeitar, la crema, la loción para la piel, y a mí se me encoge un poco el estómago —qué quieres— y me digo que tengo que estar a mis cosas, que basta de meterme en lo que no me llaman. Entonces pienso que seguramente podría vivir del aire con tal de que todos los días pudiera bajar a destrozar el supermercado contigo.

Cuando sales, me da la impresión de que les has dicho que te esperen en la esquina, que no quieres que investiguen. Eso me gusta. Repartes las bolsas con él y, justo ahí, en ese segundo, me arden las manos, soy igual que un edificio en llamas, un animal observando las estrellas. Nada, Sofía, me quedo mirándote hasta que te pierdes en el viento de octubre. Te vas agarrada de su brazo, con la niña tirándote del pelo o enredándose entre tus piernas. Ella se parece a ti.

No me quejo, porque es sólo una semana, ¿y qué es una semana en la vida de alguien? Nada. Sólo tengo que esperar al lunes para vengarme, ese tiempo de mi vida en el que estás disponible. Acuérdate de lo que te digo, ¿vale? Es lo único que te pido ahora. Acuérdate de la sinceridad mundana, de las magulladuras que hemos pasado juntos y nos han erizado el corazón por un instante, del cariño de este hombre que te habla mirando a la nevera y no tiene palabras más difíciles en el cuerpo. Acuérdate, porque ahora tengo que contarte algo más.

Hoy le he preguntado al de Seguridad; Juan, se llama. En el fondo, si se olvida de la porra de goma, es un tipo simpático. Le he dicho que la semana que viene es mi cumpleaños y que me gustaría organizar algo en el súper. Yo sé, con todo mi corazón —y con sus partes derruidas—, que no podría pedirte que subieras a casa. El supermercado, Sofía, es más neutral, ¿no crees? Algo impresionante, Juan, le he dicho. Él sabe de lo que estoy hablando. Hace años que nadie celebra este día conmigo; son siempre horas oscuras, hay una tarta blanca sobre la mesa de mi cocina, soplo las velas y me grito: “Que cumplas muchos más”. Entonces miro al patio vacío. Miro al patio unas cuantas horas seguidas, hasta que me quedo dormido. De modo que he pensado hacer esto, algo íntimo, tú y yo, sé que no es mucho. Pero ojalá vengas, me gustaría creer que lo harás. ¿Prometes que vas a pensártelo? Juan me ha dicho que, por un módico precio, puede hacer que accidentalmente se estropeen las cámaras de la sección de Congelados. Es un gran tipo este Juan, ¿sabes? Ahora, cuando habla conmigo, ya no acaricia la porra.

Intentaré birlar esas velas moradas que te tiré a la cara una vez y compraré una tarta. Una de esas tartas con crema que, ya sabes, han servido para mis indigestiones, para soplar las velas tantas veces con el corazón en ayunas y dejarla en la nevera después, hasta ni se sabe cuándo. Y en esa tarde voraz y amarilla que llegará el próximo lunes, Sofía, si has aceptado venir          —recuerda una vez más todo lo que hemos pasado juntos— nos acomodaremos en uno de esos compartimentos tan fresquitos; y yo a lo mejor haré alguna broma estúpida sobre la merluza congelada, sin tener en realidad demasiado que decir. Después, siendo sincero, no sé lo que pasará, pero igual, si no es mucho pedir, tú podrías tirarme de las orejas todo lo fuerte que desees, y si Juan se acuerda de bajar las luces   —eso me ha salido un poco más caro, aunque no me importa—, podré soplar las velas de la tarta, una a una, todas esas velas, y casi llorar, desarmarme, cuando a lo mejor te oiga decir: “Que cumplas muchos más”.

Sólo quiero eso, ya sabes, un lugar para nosotros —este cumpleaños de mi vida—, un instante para guardarlo mientras duerma. Hace ya mucho tiempo oí decir a alguien que toda persona tiene un lugar donde esperar, ser humano, roer la propia angustia junto a otro,  y a lo mejor, Sofía, este sitio es el mío, el pasillo de los Congelados, nuestro lugar. No tengo más que aguantar siete días. Desear que llegue el lunes. Que me tires de las orejas con un poco de saña y esa noche aceptes una tarta junto a este hombre que te quiere todos los días de este mundo. Esperarte, Sofía, mi Sofía, eso es todo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Matías Candeira

Meditación de invierno

5 de junio de 2014 08:13:43 CEST









(Frente al río Lozoya)

 

Descubro el cielo limpio como nunca lo vimos.

El invierno ha dejado su noticia entre ocre y amarilla

en la orilla del río.

 

Se desliza la tarde y nos ama quizá demasiado. Todo el valle,

abierto como un cántaro

bajo la oscuridad de las montañas, nos entrega

su aliento. Nunca la tarde, amor, se nos quedó tendida

como ahora.

 

Huele el invierno a madera quemada, suenan,

muy a lo lejos, las aguas del Lozoya, esas aguas

que tanto nos salvaron, que hicieron del domingo

tierra sólo poblada por nosotros.

 

Son ellos, vivos recipientes donde reconocernos, hijos que elevan

su estatura en el valle y ven el río y se lo apropian,

quienes nos hacen pura conciencia de lo efímero.

Malva

tiene ya siete años y a sus ojos acuden

todas las estaciones de nuestra historia, todas las sombras

de los fracasos, todas las encogidas luces de un entusiasmo

envejecido y triste. Malva

contempla la arboleda y calla. Tiene

la madurez prematura de las diosas

que amé en la adolescencia.

Suena el río a lo lejos y ella calla y nos oye,

ronda el viento sus hombros, llega

desde el norte a su cielo,

limpio cielo invernal como no conocimos,

y son hoy menos nuestras su luz y su palabra,

son algo más del aire y de la tierra, algo más del crepúsculo

que nos huele a humareda y a distancia y es ocre

cual los robles desnudos

o las rocas que asoman, sin musgo, por encima del río.

 

Un año solamente cumplió José Manuel. Y sabe

levemente a tomillo, a tarde interminable

todavía. Corre sobre la hierba helada y nada intuye.

Lo distancia aún el tiempo y su inocencia

de la talla maldita de los lúcidos. Mira al cielo y sonríe

y su cielo eres tú del mismo modo

que es tuya la pureza del aire, la urdimbre transparente

de los fresnos sin hojas, el invierno y la leña

que en ocultas fogatas arde con sigilo

en lugares que tiemblan a lo lejos, sólo denunciados

por columnas de humo contra el azul helado

que es cielo protector, cúpula

sobre el valle y el río, sobre el piélago

de nuestras certidumbres.

 

Muchos años alientan en la mutua mirada

que hemos hecho codicia y reparto a la vez,

compartida penumbra y luz no congelada.

 

 


 




 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Rico

Anclajes

4 de junio de 2014 08:30:34 CEST

 

 

A Paula López Contreras.

 

Ahora que por fin te has apropiado

del nombre que escribieron en tu cuna,

ahora que te empachas y que duermes

y que ajustas despacio tus sentidos

mientras la gente acude a vuestra casa

para llevar baberos y juguetes

-las cosas de las tiendas

que no se me permiten-

pienso en que un hombre solo, ante un papel,

no tiene más que a sí para ofrecerse.

 

De modo que,

en vista de un quehacer tan poco próspero,

me he presentado aquí para decirte

que aunque la realidad, día tras día,

querrá que te confundas,

tú puedes conseguir que se equivoque.

verás que las palabras que aún no entiendes

pueden contarnos más de lo que expresan;

que la nieve se endulza y da calor 

si la tocas con alguien a quien amas

 

o que la luz usada que en las tardes

se hace chispa de polvo en tu balcón

no es más que la libélula del día

incinerada.

 

La forma en que sucede da lo mismo

-lo clásico es soñar (y muy barato:

más caro es pretender que se te cumplan          

los sueños si no luchas)-

pero antes es mejor

que sigas el ejemplo de los pájaros          

emprendiendo tu viaje con lo mínimo;

que llegues a ser libre

sin frecuentar jamás el egoísmo

y desconfíes de los que no puedan            

decirte lo que sienten con los ojos;

que mientas sin que nadie te descubra

porque todos, más tarde o más temprano,

nos sorprendemos a nosotros mismos

instalados en útiles engaños

que nos hacen más cómoda la vida.

 

Por lo demás,

si un día llega el frío (que lo hará

ya que vivir no cuesta lo que vale)

nunca olvides que si mirar atrás

es de cobardes a la larga es peor

no tener dónde mirar;

que puedes llorar todo lo que quieras

sin sentirte por ello avergonzada,

pues la vida sin llanto es el suspiro

de los que no aprendieron a reír;

que la sombra nos crece con el cuerpo

pero que tienes tiempo de aprender

a no dejar al resto ensombrecidos

y que

     aunque la realidad, día tras día,

querrá que te confundas

yo estaré siempre aquí para decirte

que tú puedes hacer que se equivoque.

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Contreras

Cobra

3 de junio de 2014 08:59:12 CEST

 

Son los bellos cantantes tropicales

Endiablados ángeles azules.

Veneraron serpientes tibetanas,

Entregados a pájaros y falos.

Rieron, bailaron, no poco sensibles:

Ojos pintados, mimesis y cisnes.

 

Son ellos santas excéntricas, beatas,

Ardientes místicas estructurales.

Relojes, analectas ya convulsas,

Décimas recitadas, sones nocturnos,

Undécimo placer procaces linos

Y mil camas y émbolos y cielos.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Juncosa

Una política centrada en la ética

La teoría ética y política de Martha Nussbaum se sitúa en una línea de continuidad con los planteamientos clásicos de Aristóteles. La profesora de Chicago comparte con el Estagirita la idea de que el discurso sobre la más adecuada organización política se apoya en una definición de lo que se considera el bien para el ser humano. En consecuencia, se elabora una teoría política conectada con la ética que parte de una concepción de las capacidades humanas a las que se les asigna especial relevancia para perfilar una noción de lo que significa vivir bien. Ahora bien, en el caso de Nussbaum, su teoría se vincula a un ideal eudaimonista adaptado a la Modernidad que actualiza la concepción aristotélica, recuperando la importancia del hábito, la práctica y la educación en el ámbito de los afectos y experiencia humanos para el desarrollo de una vida floreciente. También destaca en este planteamiento la importancia concedida a las emociones para el razonamiento ético. Según esta investigación, las emociones constituyen el reflejo del estado de apertura del ser humano hacia aquellos objetos que considera valiosos y que escapan a su completo control, revelando sus limitaciones pero también los recursos con los que cuenta para desenvolverse en un mundo de conflictos y azar.

La justicia y el bien

Nussbaum considera que para elaborar una teoría de la justicia es preciso contar primero con una teoría de la vida buena que permita dar forma específica a los criterios de distribución y a las principales instituciones políticas. Asumiendo que algunas de estas instituciones constituyen los lugares privilegiados de deliberación sobre los fines de la comunidad, una teoría del bien permitirá evaluar hasta qué punto el ordenamiento político alcanza su objetivo de facilitar una vida floreciente a los ciudadanos. El punto de partida es que la tarea fundamental del gobierno consiste en poner a la disposición de los miembros de la comunidad política los recursos y condiciones necesarias para «hacer a la gente capaz de vivir bien».[1] De ahí que deban identificarse las funciones especialmente importantes en la vida humana, para estar en disposición de examinar si las instituciones sociales y políticas ofrecen a los ciudadanos lo que necesitan para llevar a cabo un buen funcionamiento humano y, dado el caso, medir si «se lo están dando de un modo mínimo o están haciendo posible que los ciudadanos funcionen bien».[2]

Para definir dicha concepción será necesario efectuar una valoración que seleccione algunas funciones humanas señalándolas más básicas que otras. Esta selección, obviamente, puede estar sometida a deliberación y controversia, pero nos permitirá guiar la política pública en muchas áreas. En este sentido, por ejemplo Nussbaum indica que para evaluar la «calidad de vida» de un país es preciso contar previamente con un listado de las capacidades humanas que consideramos centrales; para comprender el significado pleno de la escasez, de las dificultades o del sufrimiento requerimos una concepción de lo que significa llevar una vida floreciente. De manera que si no especificamos los «bienes» a los que deben tener acceso los ciudadanos y en qué grado, «careceremos de una base adecuada para decir qué es lo que falta de las vidas de los pobres, los marginados o los excluidos».[3]

En su artículo, «Aristotelian Social Democracy»,[4] Nussbaum muestra cómo su concepción del ser humano y de las capacidades fundamentales que permitirán a éste llevar a cabo una forma de vida, de acuerdo a lo que se considera digno, conducen a una forma de democracia social. En el modelo político que propone, la tarea del buen gobierno superará las funciones que tradicionalmente son asignadas en las democracias de corte liberal y, en consecuencia, se garantizarán no sólo un conjunto de derechos asociados a la libertad, sino también a un bienestar elemental.[5]


El valor de los «bienes externos»

La concepción de la «vida buena» que defiende Nussbaum asume que, al menos, ciertas cosas y personas que escapan al control del agente poseen un valor real. Esta línea de argumentación difiere de la tradición, que encuentra sus exponentes más influyentes en los filósofos estoicos, según la cual para alcanzar una vida floreciente debemos desarrollar un modelo de autocontrol de las emociones bajo la supervisión de la razón. Nussbaum considera que esta imagen de autosuficiencia que los estoicos atribuyen al «sabio» es una representación que no se ajusta a la realidad del ser humano, ni al mundo en que éste se desenvuelve, lleno de peligros reales dependientes de acontecimientos fortuitos y de apremiantes necesidades de bienes externos.[6] Así, la estadounidense efectúa una recuperación de la ética de Aristóteles que, sin renunciar a cierto modelo de autocontrol, incluye en su visión de la «vida buena» el valor de algunos bienes externos, aunque siempre en cierta medida. Más aún, mantiene que el buen pensar y el buen desear no son independientes de las condiciones materiales y sociales, educativas e institucionales, en las que se desenvuelve el agente humano. De ahí que la tarea del filósofo en tanto que «trabajador por el bien humano»[7] consista en averiguar cuáles son estos «bienes básicos» que caracterizan el desarrollo humano para describir con mayor precisión las condiciones sociales y políticas en los que ese desarrollo humano pueda tener lugar.


Una definición «esencialista» de las capacidades humanas

Para lograr este cometido, Nussbaum comienza por mostrar a través de su investigación una serie de capacidades o funciones que se dan en todas las culturas y definen nuestra humanidad común. Este conjunto de características constituye una noción «esencialista» de la naturaleza humana, o que al menos asume «que la vida humana tiene ciertos rasgos centrales definitorios».[8] A la hora de ofrecer esta definición, Nussbaum no apuesta por un fundamento metafísico trascendente para nuestros juicios de valor sobre la realidad humana, sino por una teoría que emerge de una investigación comparada y empírica basada en las autointerpretaciones y autoevaluaciones de los seres humanos en la historia, lo que denomina un «esencialismo empírico fundado históricamente».[9]

Así, para confeccionar la lista de los rasgos centrales del ser humano efectúa una investigación evaluativa que «procede examinando una amplia variedad de comprensiones de sí mismos que han tenido los pueblos en muchas épocas y lugares»[10]. Esta indagación revela que, a pesar de que existen diferencias evidentes en la forma cultural específica que adoptan nuestras experiencias fundamentales, «reconocemos que las experiencias de las personas de otras culturas son similares a las nuestras».[11] Por consiguiente, en vista de las similitudes que se dan en las diferentes sociedades sobre las interpretaciones de lo humano, se puede obtener una teoría que no resulte etnocéntrica, sino que constituya una base para una sintonía transcultural.

Este procedimiento, que busca los elementos compartidos por las experiencias de diferentes sociedades en muchos tiempos y lugares diferentes, posibilita la especificación de ciertas áreas de universalidad que conducen a su autora a elaborar una «teoría densa y vaga del bien».[12] La teoría de Nussbaum es «densa» porque, por un lado, ofrece un listado de bienes básicos más amplio y sustantivo del que las teorías liberales suelen reconocer, y porque, por otro lado, soslaya la neutralidad estatal, tan requerida por el credo liberal estándar, al incluir una evaluación sobre los fines de la vida humana que considera más valiosos. Además, su lista es lo suficientemente «vaga» como para poder ser objeto de aceptación y posterior concreción según las diferencias locales y personales.

En síntesis, su teoría del bien se articula a través de dos ejes: el primero remite a las experiencias fundamentales que revelan «la configuración de la forma humana de vida», o las «circunstancias constitutivas del ser humano», y que se detectan al «aislar una esfera de la experiencia humana que figura más o menos en cualquier vida humana, y en la que más o menos cualquier ser humano tendrá que hacer algunas elecciones en vez de otras, y actuar de alguna manera y no de otra».[13]

Después, el segundo momento de su investigación consiste en, una vez aisladas las experiencias originarias que definen la esencia de lo humano, identificar el comportamiento excelente dentro de ese ámbito o función correspondiente. Este segundo nivel es el que más interesa por sus consecuencias para la política pública, pues encomienda la tarea a la legislación y a la planificación públicas de potenciar al máximo las capacidades de funcionamiento de los ciudadanos. Por lo tanto, la propuesta se relaciona con el desarrollo de la excelencia humana, esto es, con la acción virtuosa que emerge cuando se efectúa el comportamiento adecuado en un ámbito dado de experiencia.


Una defensa de la «vida buena» conectada a las «capacidades»

Nussbaum sostiene que este «enfoque de las capacidades» debe servir de base para «una teoría de los derechos básicos de los seres humanos que deben ser respetados y aplicados por los gobiernos de todos los países, como requisito mínimo del respeto por la dignidad humana.»[14] Por lo tanto, de acuerdo con este marco teórico, se indica que las sociedades debieran garantizar a todos sus ciudadanos un nivel superior al umbral mínimo de las siguientes capacidades humanas fundamentales:

1. Respecto a la mortalidad. La capacidad de vivir una vida humana de longitud normal y que la vida no quede tan mermada que no merezca la pena vivirse.

2. Respecto a la corporalidad. La capacidad de tener salud física (alimento, vivienda, etc.).

3. Respecto al placer y al dolor: La capacidad de mantener la integridad corporal (protección ante ataques violentos, incluidas las agresiones sexuales y la violencia doméstica), capacidad de moverse libremente de unos lugares a otros, posibilidades de satisfacción sexual y de elegir en lo que atañe a la reproducción.

4. Respecto a la cognición. La capacidad de emplear los sentidos, de imaginar, de pensar y de razonar. Implica la necesidad de una educación adecuada.

5. Respecto a las emociones. La capacidad de sentir apegos hacia cosas y personas que están fuera de uno mismo; amar a quienes nos aman y se preocupan de nosotros, sentir pena por su ausencia; en general, amar, padecer, sentir anhelos, compasión y gratitud.

6. Respecto a la razón práctica. La capacidad de formarse una concepción del bien e implicarse en reflexiones críticas acerca de la planificación de la propia vida. Es pertinente señalar que, en la concepción de Nussbaum, la razón práctica es fundante respecto a las otras capacidades, porque permite determinar cuál es el grado óptimo o virtuoso de realización de una capacidad.

7. Respecto a la sociabilidad. La capacidad de formar una comunidad con otros seres humanos (reconocer y mostrar preocupación por otros seres humanos, comprometerse en diversas formas de interacción social, imaginar la situación de otras personas, tratarse con respeto, etc.).

8. Respecto a la relación con otras especies y la naturaleza. La capacidad de vivir junto a ella, y respetar a los animales, las plantas y la naturaleza en general.

9. Respecto al humor y el juego. La capacidad de reír, jugar y disfrutar de actividades recreativas.

10. Respecto a la individualidad. Se refiere a la capacidad de vivir la propia vida y ostentar cierto control sobre el propio entorno (participar de forma efectiva en las decisiones políticas que gobiernan la vida, poseer libertad de expresión y asociación, derecho a la propiedad privada, derechos laborales, etcétera).

La autora admite que, en algunos de estos ámbitos, no queda clara la diferencia entre funcionamiento mínimo y funcionamiento excelente; de hecho, en alguno de estos casos, sólo se tratará de alcanzar el mínimo para brindar la oportunidad a los individuos de que hagan uso de su propio poder de elección y autodeterminación. Además, su lista permite una concreción local, pues queda a expensas de los procesos políticos internos a cada sociedad la especificación o matización de los componentes asignados a las diversas esferas de funcionamiento. Del mismo modo, se admite que otros aspectos políticos podrán ser incorporados a una lista que se declara abierta a los cambios y que, de hecho, ha experimentado cambios desde su origen como resultado de la crítica.[15]


El papel de las emociones

Hasta el momento, se ha expuesto el marco normativo que, en palabras de su autora, podría relacionarse «bien con una rama liberal del aristotelismo, bien con un tipo de kantismo flexible y orientado a la virtud».[16] En él se asigna un papel fundamental a la capacidad emotiva del sujeto para desarrollar y afinar el sistema de razonamiento ético. Para justificar esta aportación al pensamiento moral, por un lado, se argumenta que las emociones no son meros impulsos irracionales sin ninguna conexión cognitiva; al contrario, se considera que las emociones contienen la expresión de juicios verdaderos o falsos sobre cosas, personas y acciones, que impulsan las elecciones morales. Por otro lado, se admite que las emociones son poderosos motivadores de la acción, al estar caracterizadas por «su apremio y su calor; su inclinación a apoderarse de la personalidad e impulsarla a la acción con una fuerza arrolladora».[17]

Quizás por este enorme poder desencadenante de la voluntad, a través del impulso emocional que es en parte irreflexivo, Nussbaum reconoce que las emociones también pueden provocar malas acciones. De hecho, quienes niegan la capacidad de las emociones para contribuir al desarrollo del pensamiento moral, se apoyan en esta ambivalencia de las emociones para desecharlas como facultades de razonamiento ético. Sin embargo, frente a esta corriente de pensamiento, la estadounidense defiende una «teoría cognitiva-evaluadora de las emociones»[18], según la cual las emociones son evaluaciones o juicios de valor que atribuyen a las cosas y a los seres humanos, que están fuera del control del agente, una gran importancia para su florecimiento. De modo que, aceptando que no puede concederse a las emociones una confianza privilegiada, tampoco pueden ser ignoradas ni expulsadas del sistema de razonamiento ético. Más bien sucede que las emociones se producen en el pensamiento y su «alto contenido cognitivo-intencional» las hace ser «parte esencial de una interrogación general acerca de la vida humana buena.»[19]

En esta indagación acerca de las facultades que nos permiten definir los bienes que, a su vez, orientarán nuestras disposiciones generales hacia el modo en que concebimos la justicia, la profesora de Chicago atribuye una función central a dos emociones esenciales que sirven para ligar nuestra imaginación al bien de los otros y para convertirlos en objeto de nuestro interés profundo: la «compasión» y el «amor».[20] Su teoría mantiene que ambas emociones, a pesar de su potencial para la desigualdad y la parcialidad, pueden constituir una poderosa forma de acrecentar nuestra conciencia ética y de comprender el significado humano de una política basada en una ética de las capacidades.

En este contexto, la compasión ocupa un espacio importante en la tradición ética porque suele considerarse que ayuda a las personas a efectuar buenas deliberaciones sobre cuestiones morales y a realizar acciones adecuadas. Sin embargo, para que se produzca un funcionamiento adecuado de esta emoción, será necesario que descanse sobre un conjunto de creencias correctas que regulan, por así decir, el marco cognitivo en el que opera la emoción. De este modo, es preciso que la emoción de la compasión cumpla tres condiciones cognitivas que, una vez dadas, además harán imposible no sentir dicha emoción:

1. El juicio de la magnitud. En primer lugar, debe contarse con la creencia de que el sufrimiento del otro es grave, y no trivial. En este sentido, Nussbaum alega «una constancia llamativa en lo que se consideran los principales desastres a los que se expone la vida humana»[21] que no hace más que poner de manifiesto que «en la propia emoción está implícita una concepción del florecimiento humano y de cuáles son los principales trances en que se puede encontrar la vida humana».[22]

2. El juicio del inmerecimiento. En segundo lugar, debe compartirse la creencia de que la persona no merece ese sufrimiento. Nussbaum reconoce que las nociones de responsabilidad y de culpa son extraordinariamente variables y que, en consecuencia, este elemento cognitivo de la emoción resulta considerablemente maleable. De ahí que la virtud de la compasión que refiere descanse sobre cierta representación del mundo según la cual las cosas valiosas no siempre están a salvo y bajo control del individuo, sino que a veces pueden resultar dañadas por la acción de la fortuna. Por lo tanto, para que el juicio moral que descansa sobre la compasión sea adecuado, se exige «la creencia de que hay cosas realmente malas que les pueden suceder a las personas, sin mediar ningún fallo por su parte, o situándose más allá de sus fallos.»[23]

3. El juicio eudaimonista. El tercer requisito para que se despierte la compasión es que se deben tomar las penurias de otra persona como algo que afecta al propio florecimiento. Se necesita, pues, que se produzca «el juicio eudaimonista de que otros (incluso otros distantes) son una parte importante del esquema propio de objetivos y proyectos, importantes como fines en sí mismos.»[24]

Para cumplir con esta tercera condición, digamos que para sentir la emoción de la compasión, bastaría con ser conscientes de la afinidad de origen que existe entre todos los seres humanos y considerar la vulnerabilidad o falta de autosuficiencia como algo común a nuestra naturaleza, en base a lo cual nos hallaremos en disposición de aceptar que la suerte del otro podría ser la nuestra.[25]

En este sentido, también resulta primordial cultivar la capacidad de imaginar a los otros. Por ello Nussbaum defiende la importancia de una educación que, a través del cultivo de las artes y las humanidades, contribuya al desarrollo de una imaginación que nos permita percibir a los otros en su riqueza y complejidad.[26]

A su vez, esta concepción del florecimiento humano tiene repercusiones políticas, pues, al asumir el hecho de nuestra común vulnerabilidad, en la medida en que asumimos que las personas pueden padecer la privación de bienes externos importantes, sin que medie ningún fallo por su parte, estaremos interesados en garantizar las condiciones necesarias para que pueda darse un funcionamiento positivo general, por lo que promoveremos «la selección de principios que eleven los niveles mínimos de la sociedad.»[27]

Del mismo modo que la compasión ocupa un lugar privilegiado en la concepción ética de Nussbaum, su teoría defiende que el amor también debe formar parte de una vida moralmente aceptable. De hecho, su tesis sostiene que el amor está a la base de la compasión porque dota al agente de una apertura orientada hacia objetos externos del mundo que considera valiosos. Además, el amor puede combatir las emociones de la vergüenza o del asco –que puede estar en el origen de ciertas actitudes de rechazo o exclusión– borrando las fronteras entre las personas y abriéndolas a la influencia de los otros, de manera que puede resultar eficaz para apoyar los objetivos de una sociedad liberal y democrática.[28]

Ahora bien, la tradición filosófica ha presentado severas críticas a esta emoción poniendo en duda su adecuación para promocionar una sociedad democrática basada en el principio de igual respeto. En concreto, las principales objeciones que se esgrimen contra los vínculos del amor se ligan a la excesiva necesidad del otro, al carácter vengativo que puede provocar el reconocimiento de esa necesidad y a una estrecha parcialidad del interés. Así que, para servirnos de las bondades que el amor provoca, habrá que potenciar una concepción del amor liberada de estas dificultades, enfocando el amor hacia formas más maduras, inclusivas y menos ambivalentes. Con este fin, Nussbam muestra que muchas teorías sobre el amor destacan los siguientes elementos que salvan esta intensa emoción de sus principales objeciones:[29]

1. Compasión: La compasión cimentada por el amor debe albergar y apoyar la compasión social general. Para ello tiene que erigirse sobre las tres creencias comentadas anteriormente que constituyen la emoción compasiva.

2. Reciprocidad: El sentimiento amoroso debe albergar y apoyar relaciones recíprocas de interés por los demás, en las que las personas se respondan las unas a las otras tratándose como agentes y como fines. En realidad, para que el amor se convierta en una fuerza transformadora de la sociedad la reciprocidad debe extenderse progresivamente, desde la propia relación de amor erótico, hacia el resto de relaciones sociales.

3. Individualidad: Una concepción del amor éticamente buena tiene que respetar que los seres humanos son individuos con vidas y cuerpos diferenciados, y vidas propias que vivir.

Nussbaum cree que el acatamiento de estas tres condiciones, erigidos en criterios normativos, libraría al amor de sus posibles desviaciones.


Una evaluación de la propuesta de Martha Nussbaum

El enfoque de Nussbaum ofrece una concepción de los rasgos definitorios de la vida humana que amplía la lista de «bienes primarios» señalados por el contractualismo liberal de John Rawls, y ello redunda en la elaboración de una teoría de la justicia distinta. Además, el procedimiento que utiliza para fundamentar los bienes a los que su teoría da cobijo difiere del propuesto por Rawls. La defensa de distribución de los recursos humanos básicos efectuada por el liberalismo rawlsiano insiste en adoptar una postura «restringida» acerca del bien humano.[30] Su teoría presenta una lista de los «bienes primarios» que contienen los recursos mínimos necesarios para que los ciudadanos puedan, con la misma libertad, perseguir cualquier concepción del bien que sea «razonable».[31] Por eso sus principios de distribución aparecen al modo de exigencias de la justicia concebida como imparcialidad, ya que Rawls defiende la neutralidad de propósitos «de las instituciones básicas y de las políticas públicas en relación con las doctrinas comprehensivas y sus correspondientes concepciones del bien.»[32] Sin embargo, Nussbaum fundamenta su lista de «bienes» desde una valoración moral de lo que se considera importante para el florecimiento humano. No se trata tanto de asignar una cantidad mínima de recursos básicos y desentenderse de los resultados, sino de pensar la distribución desde las nociones centrales de funcionamiento y capacidad, lo cual requiere una concepción general en la que se enuncian las funciones humanas básicas que se están tratando de apoyar y una atención constante a los resultados prácticos que esa distribución de bienes genera.

Asimismo, la teoría de Nussbaum expone que los «bienes» que aparecen en su concepción son valiosos porque definen recursos necesarios para el desarrollo de una vida floreciente, y no simplemente porque sean medios de uso universal para realizar cualquier concepción del bien, como Rawls indica. El enfoque de las capacidades apunta que las capacidades son ahora tomadas como algo valioso en sí mismo y no como simples medios para llevar una vida digna, de tal manera que tal vida digna «está constituida, al menos en parte, por las capacidades que figuran en la lista».[33] 

Por lo tanto, el planteamiento general de Nussbaum no rehúye la reflexión antropológica que Rawls desecha porque considera que restaría «estabilidad»[34] a una concepción de la justicia que aspirara a ser aceptable por personas con cosmovisiones y sentidos de la vida diferentes que, sin embargo, han de convivir y cooperar en una buena sociedad.

No obstante, la cuestión fundamental estriba en plantear si la concepción de Nussbaum es compatible con el liberalismo, y si podría contar con la aprobación de los ciudadanos de una sociedad democrática donde el pluralismo es ya un hecho evidente. Sobre este asunto, en primer lugar cabe señalar que el enfoque de las capacidades comparte con el liberalismo contractualista la intuición básica que considera a los seres humanos iguales y que, precisamente, esta aceptación de la igualdad política conlleva el apoyo a un amplio espectro de actividades y opciones vitales.

En segundo lugar, debe advertirse que el planteamiento esencialista de las funciones humanas básicas defendido por Nussbaum no es el de una tradición metafísica o religiosa en particular. Aunque en el centro de su propuesta lata una fuerte indagación antropológica sobre los caracteres que constituyen una vida verdaderamente humana, su teoría se abstiene de proponer una concepción cerrada y comprehensiva del bien que ofrezca una respuesta completa a las preguntas sobre cuáles son la totalidad de bienes externos verdaderamente importantes y hasta qué punto. Así que, aunque la coexistencia de múltiples doctrinas comprehensivas es un hecho innegable, y aunque esa pluralidad genere diversas respuestas sobre la importancia de algunos bienes externos tales como el dinero, el amor o la salud, su argumentación pretende establecer una base de confluencia, que no sólo cree posible sino también necesaria en el seno de una sociedad política liberal, sobre los bienes básicos que deberían estar al alcance de todos los ciudadanos.[35]

En tercer lugar, Nussbaum insiste, a través de la noción de individualidad que aparece en su listado de capacidades fundamentales en la importancia concedida a la libertad y a la separación de las personas, comprometiéndose con los bienes de la elección y la autonomía, tan destacados en la tradición liberal. Su propuesta persigue como meta de la política pública hacer que los ciudadanos libres puedan alcanzar sus planes de vida y gozar de una igualdad de oportunidades, aunque estas oportunidades hayan de encararse desde la óptica de las capacidades y no enfocarse como meros recursos.

Por último, su lista de capacidades humanas la sigue ubicando en una línea compatible con los planteamientos liberales democráticos porque se descartan aquellas concepciones monistas del bienestar y enfoques radicalmente perfeccionistas que estarían dispuestos a recortar las libertades individuales para evitar conductas, según este marco normativo, inmorales o peligrosas para el bienestar de quien las realiza.[36] Su compromiso con una forma plural de sociedad democrática eleva el principio del respeto hacia aquellas personas que eligen estilos de vida con los que la mayoría de la sociedad puede no estar acuerdo. De ahí, por ejemplo, deriva su fuerte defensa de la libertad de conciencia, considerada incompatible con el establecimiento de un culto oficial, que le lleva a defender que los ciudadanos lleven a cabo su propia vida de acuerdo a su propia concepción de lo valioso, e incluso a abogar por la posibilidad de conceder exenciones respecto de algunas leyes que se aplican al conjunto de la ciudadanía, con el fin de atender algunas diferencias.[37]

En consonancia con este planteamiento, los ejemplos de intervención política que propone se centran en fortalecer el papel educativo de las instituciones, pero no se aceptan intervenciones externas coactivas para lo que podrían juzgarse, desde la concepción del bienestar humano desplegada por su lista de capacidades, casos de falta de voluntad para alcanzar el bien. En este sentido, las acciones que prescribe son campañas de educación dirigidas a incentivar cambios de actitudes como resultado de la reflexión y la deliberación colectivas.

El otro elemento que conviene analizar en la teoría de Nussbaum es el importante papel que desempeñan las emociones en el razonamiento práctico. En su concepción se incluye el desarrollo emocional como parte de nuestra capacidad de razonar en tanto que criaturas políticas. Las emociones quedan enmarcadas en una teoría cognitivo-evaluadora que atiende a los aspectos racionales que acompañan a las emociones, y es esta concepción de la emoción lo que le permite apostar porque las instituciones políticas y sociales ayuden al cultivo de las emociones morales para que puedan llegar a formar parte de un buen carácter.[38]

En su argumentación, las emociones son reveladoras de intuiciones acerca del valor de las cosas y se consideran una capacidad de acceso al mundo moral. A la vez, Nussbaum considera que los elementos cognitivos que están presentes en la emoción permiten a las personas modelar su contenido y también abrirlas a la influencia de las construcciones sociales. De este modo, la perspectiva cognitivo-evaluadora de la emoción apunta la posibilidad de que la emoción misma pueda ser evaluada y alterada en caso de no superar la crítica efectuada por un examen racional.[39]

Atendiendo a esta característica, se defiende la creación de instituciones políticas y sistemas legales que conformen un entorno facilitador del adecuado desarrollo de las emociones de los ciudadanos.[40] Así, se declara su preferencia por instituciones y leyes que apoyen a los individuos en sus esfuerzos por desarrollar su capacidad de compasión, amor y reparación, en tanto los considera «bienes primarios» que cualquier sistema político debe respaldar.[41]

En este sentido, parece que en la teoría de Nussbaum existe una circularidad, o al menos una mutua complementación, entre el papel fundante que desempeñan las emociones para detectar ciertos bienes humanos básicos, y la estructura social que, a través de su influencia en las creencias de las personas, puede modificar el contenido de las propias emociones. Por lo tanto, la teoría cognitiva-evaluadora de las emociones que defiende es, en realidad, dependiente del marco normativo previo que ella misma establece sobre el florecimiento humano y sobre las condiciones materiales y sociales idóneas para su desarrollo. Aunque deba admitirse que, para definir ese marco normativo, se haya requerido la función que desempeñan las emociones para detectar algunos bienes fundamentales para la vida humana. En cualquier caso, el centro de la deliberación deberá girar en torno al examen de ese marco normativo, con el fin de evaluar el alcance y las posibilidades de sus repercusiones políticas.



[1] Nussbaum, «Nature, Function and Capability: Aristotle on Political Distribution», Oxford Studies in Ancient Philosophy, Supplementary Vol. 1, 1988, pp. 150.

[2] Nussbaum, «Human Functioning and Social Justice: In Defense of Aristotelian Essentialism», Political Theory, 20, 1992, p. 216.

[3] Ibíd., p. 239.

[4] Nussbaum, «Aristotelian Social Democracy», en R. B. Douglas, G. Mara y H. Richardson (comps.), Liberalism and the Good, Nueva York, Routledge, 1990, pp. 203-252.

[5] Cfr. Ibíd., p. 203.

[6] Nussbaum, The Fragility of Goodness. Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge, Cambridge University Press, 1986.

[7] Nussbaum, «Nature, Function and Capability: Aristotle on Political Distribution», p. 171.

[8] Nussbaum, «Human Functioning and Social Justice: In Defense of Aristotelian Essentialism», p. 205.

[9] Ibíd., p. 208.

[10] Ibíd., p.217.

[11] Nussbaum, «Non-Relative Virtues: An Aristotelian Approach», en M. C. Nussbaum y A. Sen (eds.), The Quality of Life, Oxford, Clarendon Press, 1993, p. 261.

[12] Nussbaum, «Human Functioning and Social Justice: In Defense of Aristotelian Essentialism», p. 214.

[13] Nussbaum, «Non-Relative Virtues: An Aristotelian Approach», p. 245.

[14] Nussbaum, Frontiers of Justice. Disability, Nationality, Species Membership, Cambridge Mass., The Belknap Press of Harvard University Press, 2006, p. 70.

[15] Diferentes versiones de esta lista, con pequeñas modificaciones y adendas, pueden cotejarse en: M. Nussbaum, «Human Functioning and Social Justice: In Defense of Aristotelian Essentialism», Political Theory, 20, 1992, p. 222; «Capabilities and Human Rights», Fordham Law Review, 66, 1997, pp. 297-300; «The Good As Discipline, The Good As Freedom», en David. C. Crocker y Toby Linden (eds.), Ethics of Consumption. The Good Life, Justice and Global Stewarship, Nueva York, Rowman & Littlefield, 1998, pp. 318-319; Sex and Social Justice, Oxford, Oxford University Press, 1999, pp. 41-42; Women and Human Development: The Capabilities Approach, Cambridge, Cambridge University Press, 2000, pp. 78-80; Upheavals of Thought. The Intelligence of Emotions, Cambridge, Cambridge University Press, 2001, pp. 416-418; «Capabilities as Fundamental Entitlements: Sen and Social Justice», Feminist Economics, 9, 2003, pp. 41-42. Frontiers of Justice: Disability, Nationality, Species Membership, Cambridge, Harvard University Press, 2006, pp. 76-78; Creating Capabilities: The Human Development Approach, Cambridge, The Belknap Press of Harvard University Press, 2011, pp. 33-34.

[16] Nussbaum, Upheavals of Thought, p. 12.

[17] Ibíd., p. 22.

[18] Ibíd., p. 23 y ss.

[19] Ibíd., p. 11.

[20] Ibíd., p. 300.

[21] Ibíd., p. 307.

[22] Ibíd., p. 309.

[23] Ibíd., p. 314.

[24] Ibíd., p. 320.

[25] Esta alusión a la compasión solidaria basada en la afinidad se encuentra también en Macintyre. Ver Alasdair MacIntyre, Animales racionales y dependientes, Barcelona, Paidós, 2001, p. 121.

[26] Esta defensa del papel de las humanidades en la educación de las emociones para contribuir al desarrollo moral se encuentra en: Nussbaum, Cultivating Humanity. A Classical Defense of Reform in Liberal Education, Cambridge, Harvard University Press, 1997; y en Not for Profit. Why Democracy Needs the Humanities, Princeton, Princeton University Press, 2010.

[27] Nussbaum, Upheavals of Thought, p. 321.

[28] Ibíd., p. 463.

[29] Nussbaum recoge una tradición del «ascenso erótico del amor» que se depura a través de un proceso que se origina en Platón, se extiende a través de los pensadores cristianos Agustín de Hipona y Dante, entra en la Modernidad a través de Spinoza, y se halla, en el panorama contemporáneo, encarnado en la expresión artística de Marcel Proust, Emily Brontë, Mahler y Walt Whitman, alcanzando con James Joyce la forma más adecuada a la teoría del bien defendida por Nussbaum. Para conocer el desarrollo de esta argumentación ver: Nussbaum, Upheavals of Thought, pp. 455-714.

[30] J. Rawls, El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996, p. 210.

[31] Cfr. Ibíd., pp. 89-95 y p. 221.

[32] Ibíd., p. 226.

[33] Nussbaum, Frontiers of Justice. Disability, Nationality, Species Membership, Cambridge Mass., The Belknap Press of Harvard University Press, 2006, p. 162.

[34] Rawls, El liberalismo político, Barcelona, Crítica, 1996, pp. 39-40, 172-176.

[35] Cfr. Nussbaum, Upheavals of Thought, pp. 415-416.

[36] Cfr. Nussbaum, «Capabilities and Human Rights», Fordham Law Review, 66, 1997, pp. 297-300.

[37] Cfr. Nussbaum, Liberty of conscience: in defense of America's tradition of religious equality, Nueva York, Basic Books, 2008.

[38] Cfr. Nussbaum, Upheavals of Thought, p. 400.

[39] Cfr. Ibíd., p. 172.

[40] Respecto a las instituciones públicas que pueden colaborar para un adecuado desarrollo de las emociones que conlleve una buena educación moral y cívica, Nussbaum se detiene en la influencia que ejerce el sistema educativo, los medios de comunicación, los líderes políticos, el pensamiento económico y el sistema jurídico. Cfr. Nussbaum, Upheavals of Thought, pp. 425-454.

[41] Ibíd., p. 226.

Escrito en Lecturas Turia por Rubén Benedicto Rodríguez

Antes del accidente

29 de mayo de 2014 08:17:54 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

“Nos tenemos que ir”, dice de pronto,

y cuando se levantan

su verticalidad nos hace vulnerables.

 

Reúnen a los niños, nos abrazan

y se van hacia el coche.

 

El verano se pone de puntillas

detrás de los tejados

y no queremos irnos a dormir.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Marqués

Paloma entre el jardín de las jaras

28 de mayo de 2014 12:00:43 CEST

 

Cómo fue que la cabeza se comió el corazón y

cómo fue que fuese la cabeza desbordada por las nubes

ese día rotundamente azul en que  tu vida

fuera arrasada por la presencia de la vida, con toda ella en tu cabeza

como si ella fuese su oscuro objeto de deseo .

 

Hermosa y en silencio te contemplo,  tu corazón amado

viajando quedo va, en esa nave, entre el jardín de la jaras.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Teresa Agustín

Teatro de sombras

27 de mayo de 2014 08:19:56 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Oh Lillian Gish,

¿dónde estaban los ojos cándidos

del niño,

que yo tenía un ramo de violetas

y me dolía el alba

y daba nombre a los silencios

y esperaba el naufragio de tu suave

desnudo?

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Adolfo Burriel

Confidencias

26 de mayo de 2014 08:30:34 CEST

 

 

En el bar de costumbre soy atento auditorio                   

de un borracho feliz, adolescente,

cuyo pulso derrama hermosas confidencias.

No son originales,

acaso ni pretenden ser creídas.

 

En su infancia fue víctima de una escuela rural

- el asunto es común y se repite

con alguna frecuencia –

y aprendió a odiar los libros con odio precoz,

como sucede siempre que aprendemos con sangre.

 

Memorizó de paso reyes godos,

algo de geografía,

la sibilina historia de Caín,

la prueba de los nueves

y el uso de la m delante de p y b.

 

Porque nada es eterno aquel encono

se fue desvaneciendo como luz de crespúsculo;

en un hipermercado – limpiando estanterías -

descubrió por azar

el polvo acumulado de los clásicos.

 

Aquel hallazgo fue clarividente:

quiere ser narrador, o siquiera poeta;

no le arredra ignorar cómo literatura se convoca,

ni pone a su deseo ningún sello de urgencia.

Que Cervantes escribiera El Quijote

a los cuarenta y tantos

le hace ser optimista.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Morante

Napátrida

23 de mayo de 2014 13:55:48 CEST

Nota previa

“Nápoles en los libros impares y el Antiguo Testamento en los pares, ese es el péndulo de escritura que me oscila en el cuerpo.” Estas palabras del texto que presentamos (publicado en un volumen con el mismo título junto con otros más breves, todos referidos a su ciudad natal, por el librero-editor napolitano Dante & Descartes en 2006), vienen a constatar que Nápoles, en efecto, es el telón de fondo, identificado o no, de buena parte de la obra narrativa de Erri de Luca, al hilo de ese cañamazo autobiográfico que, más o menos velado, la sustenta. De ahí el interés que para el lector de su obra tiene este breve texto, en el que el autor describe en primera persona y sin las máscaras de la ficción a las que otras veces recurre, su compleja relación con su ciudad natal, de la que se marchó a su dieciocho años, pero que no ha podido (ni querido) sustituir en su lejanía. De ahí que se declare “napátrida”, traslación al castellano del neologismo original italiano napolide, que mantiene mejor la eufonía de sus formantes (Napoli + apolide). Y quizá porque el autor habla en primera persona y de uno de los temas cruciales no solo de su obra, el siempre sobrio De Luca deja aflorar algo más de lo habitual ese trasfondo lírico que en sus relatos siempre aparece en sordina. El resultado es un texto apasionado y conmovedor, en el que el autor no solo nos regala algunas confesiones personales, sino un auténtico epítome de todas sus constantes temáticas: la indagación en la propia memoria personal (raíces familiares, infancia y educación a la vida) a la vez que en la historia trágica del siglo veinte, la condición rebelde de su generación, el hebreo del Antiguo Testamento, el amor por la materia y por la naturaleza captadas a través de los cinco sentidos, el trabajo manual y la escritura como ritualidades. Y todo ello, tan perfectamente entrelazado y con la intensidad contenida que tan bien conocen sus lectores.- CARLOS GUMPERT

 

Se desprenden así las hojas, el pelo, las gotas, las páginas.

Me fui de casa en 1968, a mis dieciocho años, tras una infancia digerida como una cuarentena.

Escogí el tren, el horario, no me entregué al azar de un tránsito: quería gobernar mi marcha. Tomé asiento junto a la ventanilla y permanecí inmóvil, mirando fuera la procesión de mi adiós. Mientras me desprendía, la ciudad acabó bajo mi piel, como esos anzuelos de pesca que, una vez que entran por las heridas, viajan por el cuerpo, inextirpables.

En el estruendo de los muchos portazos, cerré mi puerta despacio. Mi padre lloraba con sollozos regulares cuyo ritmo, hincado como clavo en los oídos, repetí trabajando en la obra cuando, al golpear con el martillo sobre el cincel, me repicó entre las manos. Me dejó marchar sin blasfemia alguna.

Sus restos están en una colina cerca de una línea férrea local, con vistas a un lago.

Si el verbo volver tiene para mí algún sentido y alguna dirección, si yo también tengo algún sitio al que volver, es esa colina. Volver es para mí verbo de cuchicheos, no de geografía.

 

En Nápoles, cuando bajo de las escalerillas del tren, no tengo la sensación de estar de vuelta. Por el contrario, me siento solo, con un derecho más íntimo que el que percibo en otros lugares. Una ciudad no perdona la separación, que siempre es una deserción. Estoy de acuerdo con ella, con la ciudad: quien no estuvo, quien faltó, ahora no está, ha decaído su derecho de ciudadanía. Ahora es uno de los muchos transeúntes que acoge, sin oponer resistencia, el extranjero embobado al que nadie ahuyenta, observado de reojo como mercancía de embaucamiento. He respetado el derecho de regurgito que la ciudad aplica a quien se aleja de ella. Si respondo de mí junto a ella es porque llevo el traje de huésped, no de ciudadano. Y si no tengo derecho a definirme como apátrida, puedo decirme napátrida, alguien que se ha raspado del cuerpo su origen, para entregarse al mundo.

Nunca he vuelto a pegarme a ninguna otra parte.

Quien se ha desprendido de Nápoles, se desprende en el fondo de todo: no le queda siquiera saliva para pegarse a algo, a alguien.

Nunca he vuelto a escupir, me he limitado a engullir, una y otra vez.

El sello en el billete del tren tenía el golpe furibundo de un portazo a mis espaldas. Era yo quien había sido cancelado, no el billete.

 

Hay una cepa de Ischia, per ‘e palummo, pie de palomo, que da un tinto ensombrecido, extraído más de alquitrán de vino que de prensado de uvas. Hace que la lengua se cierre en la boca como un puño, lejos de soltarla. Es vino que amortigua las voces y da profundidad a los ojos. En la ventanilla del tren mi embriaguez era de esas.

Roma es un buen lugar de desclasificación. Subí una larga escalera y en lo alto de un cuarto piso llamé a una puerta: habitaciones amuebladas. Un viejo embadurnado de vino y tabaco me asignó uno de los tres catres de la habitación. Un armario en común agotaba el mobiliario. La habitación estaba cerca de la universidad donde pronto aprendería a correr, a respirar gases lacrimógenos, a desadoquinar empedrados, a conservar la calma en medio del tumulto.

 

En los parques públicos, el otoño del sesenta y ocho era pródigo en paz, en tibiezas, en muchachas de paseo.

En las plazas, el otoño estaba repleto del gris de las unidades de los antidisturbios. Yo venía de una ciudad que me había enseñado la densidad de las multitudes, la destreza para deslizarse en medio de ellas, a fuerza de quiebros y de arranques. Me adaptaba fácilmente a una que instigaba las carreras, las cargas, las fugas en un espacio vacío. Se abría de par en par la nada, el espacio abierto entre los irregulares y las tropas.

Tuvimos suerte aquel otoño, el viento soplaba a nuestras espaldas y devolvía el humo hacia los ojos de las tropas.

Nápoles se desvaneció detrás de aquella cortina de lágrimas químicas. Ya no era de ella, de ningún lugar ni de ningún antes. Pertenecía a la revuelta que raspaba el pasado de cada uno de nosotros y fundaba el día uno de una ciudad nueva.

 

Pienso en el gas, en las humaredas tras las que vi desvanecerse la ciudad. Cada generación del siglo pasado ha tenido su propio gas. Nuestros abuelos de Europa se vieron sofocados con la iperita, el gas mostaza para quien lo probó, un sulfuro que mataba dejando vejigas en el cuerpo. Nuestros padres asistieron al empleo del Zyklon B en los campos de exterminio, pero nadie volvió para hablarnos de su olor. Nuestros emigrantes aprendieron lo que era el grisú en las minas de carbón, un gas metano capaz de explotar.

A nosotros nos fue mejor. Probamos los lacrimógenos, salimos del paso con meras conmociones químicas en las glándulas, que atenuábamos con el antídoto de los limones. Tal vez a la próxima generación la dispersen con gas hilarante. Por ahora, se la mantiene quieta con la música que, en fuertes dosis, es gas nervioso.

 

Mi gas: cuando en mitad del turno se elevaba en la fábrica el grito mecánico del cambio de fresas y la nube del polvillo de aceite lubrificante, cuando el torno humeaba a causa de su líquido de refrigeración, blanco como la leche, entonces el balcón de la casa de Nápoles estaba bajo mis pies. La plataforma de la maquinaria de utillaje que se me había asignado era estrecha y larga como aquel balcón. Por él caminaba cual crío absorto, con gesto hosco contra el lazo de horizonte que me tenía encerrado. La plataforma de la fábrica era mi paseo de ocho horas, arriba y abajo con el polispasto que sostenía un cigüeñal de ciento ochenta kilos. ¿En qué gas se hallaba la libertad? ¿En los de la fábrica o en los que se saboreaban al alba en el balcón con vistas al mar, donde se escuchaba el ruido amortiguado de los motores diésel de las barcas de pesca de Mergellina, antes incluso que el de los ciudadanos a motor?

 

El gesto con el que descargaba la pieza del polispasto para encajarlo en las fresas: intentaba hacerlo imitando con esfuerzo el gesto del camarero que soltaba la palanca del café y tenía en la cara el cristal y el mar. Cuando colocaba la pieza bajo la vieja prensa americana para su enderezamiento, el golpe de miles de kilos que yo dejaba caer en el centro provocaba en el banco de acero el ruido de atraque del puente levadizo del transbordador que lleva a las islas. Y cuando la primera pieza inauguraba las fresas nuevas montadas por mí y en todo el taller se oía el silbido oscuro de las uñas de acero ante el primer corte, en mis oídos resonaba la sirena del Andrea Doria que entraba en el golfo. El cuerpo produce rimas físicas.

Tenía las manos llenas de aceite y de esquirlas de hierro, no llevaba guantes porque no había visto que los llevaran los pescadores, los albañiles, que eran los obreros con los que me topé en mi infancia. No quería protegerme las manos. Mis compañeros se reían diciéndome que si pasaba al lado de un imán se me quedarían los dedos pegados en él.

 

Otros gases se sobrepusieron: no reconozco ya los de mi ciudad de origen, que traficaba con material de desecho y tenía embadurnados de grasa y cenizas desde el adoquinado a los tejados. Solo podía sobrepujarlos el lebeche de otoño que representaba su escena principal en el paseo marítimo, saltando la escollera y chapoteando como mar averiado por via Caracciolo y el parque de Villa Comunale.

Jamás se ha contentado Nápoles con respirar solo oxígeno y ázoe. Integraba la mezcla con fermentaciones de tabaco, café, manteca, cocciones interminables a fuego susurrado.

El ragú, antes que una salsa de domingo, era una necesidad de producir olor, humo suave, incienso de cocina a la tarea. Más que un mordisco apresurado al macarrón empapado en ella, era, antes que nada y desde el día anterior, noticia de la salsa: esparcida en la manzana y por la calle. Había que vestir el aire, aunque fuera de harapos, antes que dejarlo desnudo. En los inviernos secos con las ventanas siempre cerradas, el recambio se confiaba a las corrientes de las ventanas desencajadas y en cada habitación se hacinaba el olor de una asfixia doméstica, cada una distinta.

 

Ahora olisqueo el aire de Nápoles depurado de chimeneas, de estufas de picón, de cazuelas incrustadas de tártaro de tomate negro y ropa lavada en la calle. Notó solo el insípido hidrocarburo de los tubos de escape que hace de todas las ciudades un mismo aire. Los nuevos olfatos que se llenan de este, los nuevos pulmoncitos de paseo bajo los escasos árboles se entrenan para una asfixia homogeneizada.

 

Ya no quedan olores y mis sentidos se han ido consumiendo en otras partes, por azares verificados lejos de la ciudad. No noto la espuma de azufre que se elevaba de Pozzuoli con el maestral y se mezclaba con los respiraderos de los altos hornos. Y las chimeneas de los buques que descargaban hierro de desguace. Un mineral que no era nuestro, no era veta de nuestras excavaciones. Venía de lejos y lejos se iba, tras haber sido expurgado en la ribera de Bagnoli, costa de lavanderos del Sur que sacudía sobre la arena las escorias del mundo.

El gusto a alquitrán asado refinado por el adarce, eso lo sigo notando, en el viento marino. Y el oxígeno salado del puerto, la soga empapada en el arco iris del gasóleo antes de meterse en el bolardo del anclaje. Y el sulfato de calcio dihidrato del yeso con el que se amasa la multitud de figurantes del belén, en los caminos de los pastores: el yeso, que es el único polvo de trabajo que no roe la piel y que puede dejarse en las arrugas.

 

Si Nápoles es barroca, mi vida y el cuerpo no lo son, se han amueblado en un estilo distinto: pero el olfato del regreso, que olisquea materiales inertes, de talleres apagados, el olfato que preside los recuerdos, ese sí es barroco. Busca el desperdicio, el hedor, el esmalte del desgaste, la barca hundida cada primavera para empapar bien la madera antes de reutilizarla.

La nariz conoce un solo amor y manda sobre los ojos. Uno no lagrimea con las cebollas porque irritan los ojos, sino porque atacan la nariz: si no se respira, no se llora.

Por más que la mía esté partida por una caída en la montaña y aprecie poco, es una mucosa barroca y me hace lagrimear cuando respiro el corte.

 

Me detengo aquí, no voy ni veo más allá de la superficie, el tacto, tactus en latín: lo que hemos tocado, que en el fondo es mucho de lo que nos ha tocado.

La piel de gallina es una reacción de superficie. Nápoles es una ciudad de contrapelo, de esas que arañan la pizarra con la uña y el mármol con hoja de cuchillo. A sus inquilinos suscita erupciones cutáneas.

Todo el que baja en Nápoles lo sabe con anterioridad: habrá muchas cosas que le tocarán. Las ciudades que acaban en el mar se deslizan de buena gana hacia las olas a través de pasajes angostos. Acaso por defensa, para que el enemigo se adentre incómodamente en ella por embudos, estrechamientos, gargantas.

 

De Nápoles ha sido exiliada la facilidad de moverse. El transeúnte se adentra en el laberinto ciego del toque y retoque, del entrometimiento de su prójimo en sí mismo. Restregamiento, rodeo, retroceso y percusión son técnicas primarias del avanzar. Es vana, en cambio, la simulación de la prisa, pantomima eficaz en otros lugares para abrirse paso. La prisa es considerada aquí como manifestación de una afección nerviosa. Uno forma parte de una viscosidad general que no puede sortearse, en la que se desembrolla mejor quien sabe escabullirse aprovechando el empuje de los cuerpos ajenos, en vez de recurrir al propio. Uno está inmerso por la calle en una dinámica de fluidos. No ha sido establecida fórmula alguna que ilustre este fenómeno: que las calles de Nápoles son flujos regulares de una crisis. En el punto de máximo estorbo se determina una fluidez que suspende en parte la gravedad de los cuerpos, dotándolos de levedad y de oleodinamismo. Es el efecto que se manifiesta en el tanque de las anguilas.

Solo en la segunda mitad de este siglo, por primera vez en su historia, la gente acomodada de la ciudad empezó a alejarse de la densidad habitacional del centro. En contenedores relativamente más espaciosos consiguen parecerse a la gente acomodada de otras ciudades, y sus hijos comparten el incierto honor de ser confundidos con la juventud bien criada de Roma o de Milán.

En otros tiempos, se era pueblo tupido. Toda la agitación de muecas bajo las palabras servía a empujar la voz en medio de los demás, a proporcionarle hueco y escucha. Los gestos subían del termitero, debían dar fuerza al dialecto, a la estenografía de los insultos, trapicheos, avisos, exclamaciones, líos.

Pero donde Nápoles conserva aún su densidad, la mezcla preciosa de la promiscuidad la salva de parecerse a nada que no sea a sí misma. Tocar, hablar, jamás dejar inerte el cuerpo: es la terapia para los casos de coma. En Nápoles es la premura que los ciudadanos se dispensan gratuitamente los unos a los otros.

 

Me sentó muy bien, no en sentido moral sino sanitario, transcurrir la infancia en una ciudad de reanimación. Había tanta vida pisoteada, invencible, como para hacer bueno en toda clase de oficios a un muchacho crecido en un tonel de libros.

Me adiestró los sentidos, de modo que pude mantener mi sitio en la maraña acústica de un taller, en el polvo perpetuo de las obras. El estrangulamiento de los poros adquirido en tierna edad me proporcionó la indiferencia ante las ratas que me bailaban entre los pies en ciertas reformas de sótanos y de desvanes, la resistencia al vómito mientras se desatasca una alcantarilla, a los murciélagos de las noches de África, más abundantes que los mosquitos.

 

La ciudad rozaba, embestía, arrastraba y no dejaba de llamar al oído. En el tiempo en el que fui su materia prima tatuaba sobre mí terrores, enfermedades, felicidad. Me los trazaba sobre la alfombra de la piel de gallina, desahogo de remilgos equivocados, repugnancias.

He conocido de niño el disgusto. Cuando un adulto me llamaba la atención, me venía la náusea: si me golpeaba, todo el contragolpe acababa en mi estómago. Me subía un regurgito, como para vomitar por la boca las palabras que me habían entrado por los oídos. La experiencia de los adultos era inservible para mí. Los reproches no eran más que una tentativa de cegarme. No reaccionaba ante lo exterior, lo aceptaba con sosiego, pero nunca fui tan rebelde como de niño, reaccionando con insurrección física, vómitos, fiebre contra el campo de los adultos. A algunos los admiraba, pero a todos los he conocido bajo especie de repulsión. Hacía añicos sus reproches repitiéndolos mentalmente y confutándolos palabra por palabra. Cuanto mejor sabía el italiano más desarticulaba en frío muchas veces sus frases pronunciadas al vuelo en un momento de reprensión. Los libros mejoraban mis argumentos de acusación. Tenía un aspecto dócil y un tribunal en el cuerpo.

 

Con el tiempo, he mejorado la distancia entre dentro y fuera: ahora creo tener una cara que exhala a la superficie mi clausura.

Tenía como consuelo una fantasía que, por lo general, en un niño resulta una pesadilla: la de no ser hijo de mis padres, la de haber sido adoptado y de que en mí reaccionaban antepasados desconocidos para ellos. No buscaba una pertenencia distinta, no fantaseaba con una familia distinta, me bastaba con pensarme ajeno. Me enrocaba como extraño, convirtiéndome en inexpugnable. Callar bajo los reproches era para mí la forma cumplida de la ajenidad. Yo era otro, confundido desde siempre con otro niño. Pobres de mis padres: qué clase de hongo les había nacido bajo el árbol. Hoy mi madre dice: “Ya no sé acordarme de ti de niño”. Es su sosegada e involuntaria maldición, la de haber parido a un extraño.

Hay disgustos constitutivos del carácter, lo forman y lo deforman más que los gustos, más que los deseos. Por eso he aprendido poco de la experiencia constituida y más de la parte opuesta, la imaginación. Reordenaba las innumerables especies de dificultades, peligros y me dotaba de una reacción. Me imponía así el adquirirla en un repertorio como una experiencia vivida. Después me comporté según el programa. Los casos eran muchos, pero el tiempo de afrontarlos en la mente era más vasto. “¿En qué piensas?”, “En nada”, y era verdad, era la nada de los gestos futuros que se iba depositando en el archivo. Sustituía la experiencia con la variedad de las reacciones. Era la vida simulada, prefigurada en seco, más vasta y arriesgada que la vida verdadera. De ahí, y de la ciudad que me rodeaba me vino el impulso para escribir historias.

 

Cuando era de los suyos, los ciudadanos habían cerrado el mercado de las experiencias: las poseían ya. Poseían todos los comportamientos, un repertorio de reflejos automáticos, cuya perfección solo he visto en las especies animales. Los niños, por la calle, sabían ya todo lo que había que hacer, apañárselas, jugar, evitar, recibir bofetones, golpes al vuelo. Eran grandes encajadores, como se dice de algunos púgiles. Todos eran expertos, nada podía sorprenderlos, “nisciuno”, nadie, era bobo ni por ingenuidad ni por defecto. Los bobos morían de pequeños.

En la ciudad había un árbol de la ciencia del bien y del mal, con las hojas del mal más tupidas, expuesto al Sur. Era un árbol local y no había sido prohibido, por lo que todos habían comido de él. Todos sabían qué hacer y cómo.

La ciudad tenía su propia experiencia de especie y no acogía nada que no fuera suyo ya. De este modo, un niño revoltoso contra la experiencia de los adultos se encontraba en una ciudad experta, densa en exámenes físicos de pertenencia en los que demostrar su propia agilidad de aprendizaje, de destreza en reaccionar, de gestos y tonos de voz, de fugas y chulerías.

 

Cuanto más aprendía, más se apartaba de la pertenencia. La ciudad me aplicaba en la piel su lema: “T’aggia ‘mparà e t’aggia perdere”, he de enseñarte y he de perderte después.

Nunca maternal, ni indulgente: no guardo recuerdos de que perdonara a los suyos, ni que los suyos se perdonaran entre sí.

En casa, nada les era condonado a los niños sin ser expiado, pagado con públicas disculpas, promesas de no volver a hacerlo. A través de un alfabeto de correcciones aprendíamos a conducirnos, a no chocar contra las aristas de la casa o de la ciudad, a recorrer trayectorias netas, sin derribar obstáculos.

Nápoles me adiestro a los demás. Pude vivir durante más de un año en dos habitaciones de Catania con otros cinco obreros, seis catres y tres turnos de trabajo, mezclados entre nosotros día y noche. Cada uno de nosotros dormía, cocinaba, se lavaba la ropa, escribía a casa en horarios distintos. Si conservo ejemplo de la palabra civilización, son nuestros pasos de puntillas al volver al alba del turno de noche, mientras fuera ya cundía el follón, y el desnudarse en el vestíbulo, para no despertar a los demás en las habitaciones.

A continuación he escrito en lugares angostos, con escasa comodidad, condición adecuada a las historias. Quien escribe no debe ocupar demasiado espacio ni tampoco demasiado silencio a su alrededor. He escrito sobre lugares angostos, de escasa comodidad, porque provengo de la tupida humanidad de una ciudad repleta: ni umbral ni ventana atrancada salvaba del potaje sonoro de peleas, discusiones, comidas, cisternas, fiestas, lutos e insomnios ajenos. No podía uno oponerse, taparse los órganos: la densidad desbordaba, consumía el aire. El dialecto era lengua de asfixiados, breve para consumir menos aire.

De ahí me ha venido mi amor por el viento, incluso por el que en la montaña sacude las cordadas y se afana por arrancarlas de las paredes.

El viento, el rùah que sofoca a Kohèlet, que lo desespera, a mí me sirve de canción, me llena las narices, los pulmones, las cuerdas vocales, las orejas y todo lo que hace del cuerpo una vela. Limpia el aire, aunque sea siroco, y hace llover granos de desierto sobre los geranios. En la obra, cuando más fuerte se alzaba, formando corrientes en los vacíos de las habitaciones, y todos apretaban los ojos y los labios, a mí se me abría la garganta en un canto a contraviento: tragaba polvo hasta que acababa, el trabajo o el viento. Y aunque arremetiera a puñetazos contra la tramontana que me partía los capilares de la cabeza, incluso así era justo que el viento despellejara el cielo y matara a los viejos de noche con una cantinela de rendijas.

Entre nosotros, en otros tiempos, los viejos morían en casa, aspirando por la nariz con el último azoe el aliento adormecido de sus nietos.

 

Mi padre volvió a hablar en napolitano en su agonía. Su tono tenía una gravedad que solo el dialecto podía soportar. “Manco so’ mmuorto”, “Y ni siquiera me he muerto”, me dijo una mañana, saliendo de una noche pasada frisando el final sin conseguir embocarlo. “Manco so’ mmuorto”, se sentía tan cansado por verse clavado a otro día, tan ingrato por seguir vivo aún. Si hay silencios en napolitano, yo permanecí callado así, dejando caer los párpados sobre los ojos y haciendo con la cabeza un mínimo gesto hacia atrás. Subtítulos para los poco prácticos en el napolitano mudo: “Manco sì mmuorto” “Y ni siquiera te has muerto”.

 

El dialecto es como el deporte: hay que aprenderlo a edad temprana. Contiene destrezas musculares, habilidades, pases y atajos inadmisibles fuera del campo. Lo uso por costumbre con mi madre y es uso ese de muchas comunidades. Los judíos de Europa oriental llaman al yidis mamelòshn, lengua de madre. Lo uso por agresividad hacia ciertos desconocidos, por brevedad en el trabajo, por alegría en alguna reunión de amigos, por necesidad de exactitud cuando manejo la baraja de cartas napolitanas, por identidad cuando oigo a gente extraña hablar del Sur.

Quien ha dejado de usar el dialecto es alguien que ha renunciado a cierto grado de intimidad con su propio mundo y ha establecido distancias. He marcado muchas de ellas yo, pero conservo para mi salvación un resto de esas estocadas bruscas de sentido y de contacto que solo son posibles en mamelòshn, el napolitano para mí.

 

Nápoles en los libros impares y el Antiguo Testamento en los pares, ese es el péndulo de escritura que me oscila en el cuerpo. Me mantengo apartado de ambos, escribo desde otros lugares, no desde la ciudad de nacimiento, no desde la fe.

En la relación de pequeños descubrimientos como lector de Escrituras Sagradas, colocaba yo Nápoles como contrapeso frente a los lugares de las historias sacras: el napolitano de nacimiento se encuentra con el hebreo definitivo de la divinidad. Como no creyente, me he dejado deslumbrar. Si tuviera fe, consideraría el hebreo como un maravilloso medio, pero sin ella lo he amado por su finitud, no por su eternidad. No he buscado asilo en esa lengua, ni pertenencia.

“Quien se ha dado, más no puede darse” escribe en un verso de amor Jacopone da Todi. Yo estoy dado, asignado. Sigo siendo napátrida, uno que ha consumado su cuota de pertenencia, poca, naciendo en un lugar y desprendiéndose después de él a la fuerza: ninguna nueva alianza podía sustituir al destino de nacimiento. Llegaba al hebreo de las Escrituras por necesidad de mantenerme alejado.

 

Nápoles viene de oriente, el Tirreno fue surco de velas desde el Egeo. Los marineros del gregal vinieron a fundar una polis toda nea y le dieron un nombre de muchacha: desde entonces, para quien ha nacido allí, Nápoles es una costilla. Quien pierde este lugar queda desorientado a la fuerza. He tenido ocasión de ver Nápoles a la luz de otras ciudades. A la luz de Jerusalén, no la geográfica, sino la escrita en las historias sagradas, la ciudad en lo alto de las cuestas: la lengua hebrea, cuando no la maldice, la nombra con un afecto paralelo, si bien superior, al de las canciones napolitanas dedicadas al lugar.

Hay en esa lengua sagrada una partícula de acicate que se añade por lo general a un verbo y que hay que entender como un “venga”, “por favor”, al objeto de amortiguar un imperativo. Esa partícula es na. La más terrible petición de Iod/Dios, la que le hizo a Abraham para que sacrificara a su hijo, va acompañada de un na que transforma una orden en una petición, en una plegaria de lo alto hacia lo bajo, a contramano respecto a la dirección obligatoria de marcha de las súplicas. Me gusta que haya un na: también entre nosotros las órdenes se diluyen en peticiones. La auténtica diferencia entre los alemanes y los napolitanos estriba precisamente en el manejo de las órdenes. Los alemanes están acostumbrados a poner mucha inventiva y mucho celo en traducir a la práctica órdenes a veces genéricas. Los napolitanos aplican inteligencia en atascarlas, en esquivar órdenes meticulosas y trámites. Entre nosotros, un mandato ha de suministrarse con el aparato de la discreción y de la invitación; solo así suscita un sentimiento de colaboración y obtiene una respuesta. Si incluso la divinidad añade un na de exhortación al pedir, nos sentimos autorizados a considerar las órdenes como invitaciones.

 

He desviado hacia Nápoles una frase del profeta Ezequiel sobre la Jerusalén asediada: “Ella [la ciudad] es la olla y nosotros somos la carne”. Fui niño en una ciudad olla, pero tuve que leer el Antiguo Testamento para saberlo.

Por eso Nápoles se ha convertido a la luz de la lectura en una contrafigura de Jerusalén. Un segundo arco iris se forma a veces, más desvaído, junto al primero, así es Nápoles para mí desde los versos escritos para Jerusalén. Se yergue cual lugarteniente, detrás de la ciudad santa, la mía de origen y de oriente, mi tabbùr haàretz, ombligo de la tierra. No es un centro el ombligo, es solo un nudo y un punto de separación. De allí me separé con un mordisco, la cuerda se la dieron a los gatos pero el nudo es mío, asido a mí. De allí me extraje como diente de quijada.

 

Y si ya no sé ver la ciudad como es, puedo sentirla a la luz de otros lugares y nombres. Me ocurre a veces el toparme con el rostro de mi padre bajo las facciones de algún anciano y una vez en las de un joven detenido de la cárcel de Regina Coeli. Cuando me percato, no le traiciono, para conservar un rato más esa presencia. Porque estoy convencido en ese momento de que se trata de él precisamente, que ha venido a rozarme como saludo, por nostalgia.

 

He leído Nápoles a la luz de Jerusalén y la he visto en Mostar entre las casas martilleadas, en las caras magníficas, miserables de los musulmanes eslavos de la orilla este, señores de otra época en medio de escombros incurables y muertos enterrados en los jardines. En los enjambres de niños he vuelto a ver a los míos de la infancia. Los niños napolitanos de Mostar este salían a las calles bajo la incierta tregua de mayo de 1994, al encuentro de nuestras furgonetas. Correteaban bajo el sol de guerra que los había obligado a estar durante tantos meses en la oscuridad de los sótanos gélidos.

Los más extranjeros en la tierra eran los viejos. Sobre ellos se cernía el agravio de sobrevivir a sus hijos enterrados, a nietos hechos pedazos por una explosión o exhaustos de hambre. Pasaban pegados a los muros, mirando al suelo con la excusa de no tropezar. Vivir era para ellos una vergüenza y cada comida un robo que le quitaba peso a un hijo, a un nieto. Salían de los sótanos de Mostar este los abuelos musulmanes al encuentro de las cruces impresas en nuestras furgonetas, las primeras cruces que no traían matanzas desde el Oeste. He visto en ellos las caras de mi gente que salía al encuentro de los americanos a finales del verano de 1943, al encuentro de quienes los habían bombardeado cien veces.

Bajo otras carnes y alfabetos he visto Nápoles. Creo saber reconocerla solo bajo disfraces así.

 

Se pretende que la ciudad pertenezca al Sur, por más que se halle en el centro del Mediterráneo, que es el continente y el contenedor de la península. Somos de Europa solo por la cresta de gallo de los Alpes, somos de mar por todo el resto del cuerpo. Para quien ha nacido aquí, en este exacto centro, decirse del Sur es un error geográfico reciente, debido a la unidad de Italia.

Si se traza una línea desde Marsella hasta Beirut, de Trieste a Trípoli, desde el delta del Nilo al del Ródano, del río Viosa al Ebro, allí se encuentra la ciudad, bisectriz del mar que hace de África y de Oriente, de eslavos, árabes y latinos pueblos de una única ribera, todos gente de costa. Ese mar es la habitación a la que se abren nuestras puertas, incluidas las aguas del Mar Negro y la ciudad de Odessa, cargada de viñas y de higueras, de páginas meridionales escritas por su Isaak Bábel.

 

A Nápoles vino Norteamérica, que decidió implantar aquí el centro de guerra del Mediterráneo. En la posguerra, la ciudad se convirtió en burdel de paso de los marineros norteamericanos. En otras partes de Italia eran las fuerzas aliados, en la ciudad seguían siendo las fuerzas de ocupación, liberadores sedentarios con sus barrios, bases, mercancías, coches, fiestas, tribunales. Cualquier delito cometido por los marineros era juzgado por una corte propia. En Nápoles, el derecho italiano quedó suspendido, dejó de ser la capital de la Cuestión meridional, para serlo de una cuestión militar entre potencia lejanas. Se había convertido, como Saigón, Manila, en una escala estratégica, retaguardia de marina militar.

 

Me remonto a una mezcla de dos olores: el betún de los zapatos y las orinas torrenciales volcadas cara al muro por un ejército de permiso. Negro reluciente a los pies de uniformes blancos y cerveza drenada por los riñones y ordeñada en los callejones tambaleándose desde gigantes que se sujetaban con una mano a los muros y con la otra al aparato.

Era Norteamérica en casa, no la de los dólares enviados por los emigrantes que se marcharon como mercancía de bodega, no los dólares de los dolores. Era el dinero fácil de los puertos militares del mundo.

 

Una patrulla de Shore Patrol me vio en la cara el cuarto de sangre norteamericana que mi abuela, Ruby Hammond de De Luca, me ha transmitido en depósito. No sé decir en herencia, porque nunca llegué a tocarla: dejé que se marchitara, negué ese cuarto de sangre en los años de las revueltas contra los muchos tiranos del mundo, gritando nuestro “go home” a los soldados americanos expatriados en todas partes y que no soñaban con otra cosa. Y mientras lo gritaba, un cuarto de ese grito iba dirigido contra mí, contra mi cuota de origen que con todo debía servirme de explicación: si no me sentía de Nápoles en sentido genitivo, se lo debía a la semilla de esos desplazados, fundadores de ciudades de cartón piedra, clientes de los saloon, capaces de hacer de una prostituta de allende los mares el rédito base de una familia, listos para vomitar por las calles las cervezas del mareo terrestre y dejar que los niños les aligeraran los bolsillos.

En cambio, nada: esa sangre norteamericana se había perdido. Pero no para los de la Shore Patrol, que se cruzaron conmigo en un callejón, durante una redada. Tenía dieciséis años y un cuerpo de natación. Me untaron contra un muro, junto a una destartalada columna de chicos norteamericanos esposados. No dije nada. Admito haber deseado que me llevaran lejos, no importaba a dónde: si no eres capaz de hacerlo por ti mismo, es preciso que algún otro te pille y te lance lejos de casa. En otros tiempos lo hacían las guerras. Solo cuando me vaciaron los bolsillos y salió a la luz mi carné de identidad, uno de ellos, un negro imponente como un rey de piazza Plebiscito, me dijo: “Sorry, míster De Luca” y apartó su porra de detrás de mi nuca.

Ya había aprendido a ser americano en Nápoles, muchas veces ya por la calle me habían pedido y ofrecido de todo con ese acento de choteo, porque, cuando querían, los napolitanos hablaban un excelente inglés. Se equivocaban conmigo, pero por necesidad, por costumbre de abordar al extranjero. No creía que también los norteamericanos pudieran equivocarse conmigo. Lo puse en la cuenta como homenaje a mi abuela.

 

Mientras viví en Nápoles tuve un cuerpo de muchacho. Lejos de allí, en los trabajos obreros de la edad adulta, mi silueta se fue simplificando. Cada precisión contiene una pérdida. Sentía en los espesamientos una falta de soltura, se endurecían las fibras del cuello, me costaba extender las manos, incluso vacías se me quedaban medio cerradas, como si tuvieran siempre que sostener una piedra. No quería entumecerme, como los obreros. Después de las ocho horas volvía a la habitación y añadía una hora más de gimnasia. Hizo falta una dosis de violencia para hacerme aquello.

Bajo la carga del día, el cuerpo se fabricaba, resistía, cambiaba de usanzas. Lo he sudado, herido, agotado y no se alejaba de mí, no enfermaba. Tenía veintiséis años, demasiados, cuando empecé a hacer de mi cuerpo un obrero. Y los años, después, fueron círculos que ensanchaban un poco los hombros, el aliento, las manos: círculos, los de los árboles que pueden contarse cuando los cortas. Aprendía a entender el cuerpo y a comprender que no era mío. Provenía de una multitud de esqueletos masculinos y femeninos, fatigas, pestilencias. No era mío, estaba antes que yo, he habitado en él, lo he esforzado hasta límites que él desplazaba, sin dejarse encajar entre ningún confín y yo. No se dejaba alcanzar. No fui capaz de conocerlo mientras me afanaba sobre el cuerpo de una mujer ni en el vacío ligero de una pared de montaña. Allí se encerraba absorto en su cometido y todo júbilo era solamente mío.

 

 Nápoles ha sido ese cuerpo trabajado por los pueblos, desde el subsuelo, probado una y otra vez y redescubierto mayor que la prueba. Su paciencia es fruto de un volcán que está allí para sepultarla de cenizas. Pacienza: es palabra local que reúne la voz “padecer” con la de conformarse; virtud del sistema nervioso capaz de soportar vidas imposibles. No es una resignación, sino el más alto estado civil de la experiencia, una santidad de marineros en tierra que saben dormir en las tempestades. Pacienza con los ojos secos “comm’ all’esca”, como el cebo: que era un calamar, una pota que se cortaba en trocitos y se dejaba secar sobre la madera de la barca mientras se pescaba. Pacienza de vivir accusì que no es solo “así” sino un salir al encuentro del “así” y contra él, de vivir “así” por apego al lugar. Quien se marcha o muere ha perdido la pacienza y el accussì.

 

Otras ciudades tienen cuerpos de obreros, cuerpos de combates contra la fatiga, cuerpos que acaban derrotados, entumecidos, hinchados. En la fábrica me mantenía apartado de ellos, no me asemejaba a esas espaldas de árboles cortados. Al mediodía, mi sopa sobrante de la noche anterior no se parecía a sus hogazas rellenas y a su enloquecido litro pimplado y pagado después con aliento pesado y venas a punto de estallar en las horas de trabajo sucesivas.

Hoy han desaparecido semejantes usanzas y en las obras los obreros siguen las dietas de sus mujeres y de los doctores. En otros tiempos eran hombres amansados por los cansancios, de sus poros había salido el agua de un río y la sal de un acantilado. Eran un mineral extraído cada día antes del alba. No soñaban nunca, ni yo tampoco. De joven dormía ligero, la noche era una cáscara frágil y se quebraba muchas veces. Los sueños, para mí, se parecían a los huevos. Entonces soñaba, participaba en el coro de las noches, en la empolladura, quién sabe cuánta ciudad entraba en la cáscara. Lejos de allí, aprendí el sueño fósil de las piedras. Los sueños eran cajones cerrados, eran, como dice el Talmud, cartas sin abrir. La noche no era más que una deposición del cuerpo, un aprovisionamiento. Desde hace un diluvio de años he dejado de saber que sueño.

 

Nada de lo que he acabado por ser físicamente se remonta a mis orígenes. Solo un porrazo, todavía de madera, que buscaba mi cabeza y que esquivé por instinto ofreciendo el hombro en sacrificio: solo ese, recibido en la ciudad, fue el anticipo de todos los golpes futuros. Reaccioné junto a la multitud, coceando como una manada de asnos salvajes, rebuznando en corto en la refriega breve del impacto. Fue un golpe eléctrico en los nervios que hizo que me resonaran en la cabeza todas las campanas, las del colegio al acabar las clases. El tiempo amagaba un paso de carga, los años tenían en el pulso una taquicardia de tarantela y las cuentas se simplificaban: ellos o nosotros. De ahí en adelante no volví a sentir vergüenza ante ningún enfrentamiento, porque no los sé juzgar. Solo sé que he tenido suerte, lejos de mis orígenes.

Igual que los besos: no amé a ninguna muchacha de Nápoles mientras viví allí, toda la adolescencia hasta los dieciocho años. Solo como extranjero, muchos años después, de paso en la ciudad la conocí bajo especie de brazos abiertos. En aquellos besos tardíos engullía yo una saliva que curaba mis carencias, la lepra seca de mis deseos de muchacho. Probé besos de consuelo, premios para el último en llegar. Eran labios sin futuro, pero proporcionaban paz.

 

Tras dieciocho, uno: volví en el invierno telúrico de 1980. Empezaba con desalojos, escombros y polvo una década de habitaciones vacías para hombres dispersos. Buena parte de mi gente vivían en cárceles, yo fuera. Mi domicilio entonces era un adverbio de lugar: fuera. Nápoles era ciudad extenuada y temblada, nuevos escalofríos y enjambres se descargaban sobre los terrones de toba.

En mis años de infancia me sofocaba el polvillo de la toba, el musgo de las fachadas norte, la hiedra de las paredes, los regatos, los huecos angostos en los que se construían casa los palomos, pájaros que no saben de nidos. Colinas de toba me pasaron más tarde entre las manos en bloques, para emparedarlos, para perfilarlos con el hacha, para mojarlos y hacer que se adhiriera la cal. Conseguí que me gustara la toba lejos de Nápoles y jamás me hizo el daño que me hacía allí sin tocarla.

En aquel invierno sin techo, nadie se fiaba ya de sus piedras: muletas, bastiones, troncos, tubos, tenazas, rejas elevadas al cielo, estorbos sobre estorbos y muchedumbre que hacía el vacío ante sí misma y que presionaba sobre el dinero del socorro, haciendo que les cayera encima cual lluvia.

Estaba de nuevo allí pero no añadía ni un año a esos primeros dieciocho. Esos eran una planta entera; este, en cambio, un bastón caído de esa madera. No en socorro, no ante la llamada de la patria derrumbada, por ninguna de esas intenciones me hallaba de nuevo allí, sino por amor, voz del azar que se disfraza de necesidad. Me había enamorado, una noche de invierno, en una pizzería del barrio de Fuorigrotta, de una muchacha que estaba sentada a mi lado. ¿Me habría marchado de no haberla conocido? Toda una vida me pasaba por delante y se sobreponía para borrar trece años de distancia. Nunca llegué a irme: me quedé aquí, tú eres mi ciudad, eso le decía a ella.

Confundía su nombre con los lugares de Nápoles, su cuerpo reclinado con el golfo. Mi sudor y su aroma de hierba ahumada, el trino de alegría de su voz cantaba en mi cabeza todo el día, en la obra me acariciaba por dentro, me enmudecía. Lo esperaba por la noche preparando la cena en la casa donde vivíamos juntos. Los domingos recorríamos arriba y abajo las curvas de la costa de Amalfi para mordisquear pescado frito, para digerirlo en una cama. Yo tenía las manos de papel de lija, ella la piel delicada. Ninguna se ha asomado, despellejado y desperdiciado tanto conmigo. Una vida magra le daba yo a cambio de su donación entera. Se consumía de mí, perdía la luz poco a poco, se entristecía. Cuando acabó el año me pidió que no volviera a tocarla. Se marchaba con su piel enrojecida y la voz que se apagaba al final de las escaleras, mientras por allí subía la ciudad, con un llanto desquiciado de niño. Reuní ciudad y muchacha, vida desvanecida, no era ciudadano de ellas.

Era tarde. No era la muchacha la que me pedía que no la tocara, era la ciudad: porque las ciudades coinciden con un amor, uno es ciudadano en virtud de abrazos y yo lo fui durante un año. Y después, no hubo más que tocar.

 

Mi padre no me añoraba ya, sus ojos secos miraban de buena gana por el balcón, pero no conseguían ver la explanada deslumbrante del azul. No distinguía el cielo del mar. Así se cerró Nápoles a mis espaldas, cortina tras cortina para retirar la luz, como en la retina rasgada de mi ciego asomado al balcón.

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

Escrito en Lecturas Turia por Erri de Luca

Trieste. Una identidad de frontera

22 de mayo de 2014 12:43:28 CEST

                                                                                                                 

1.

Querría deciros

 

            En los tres primeros párrafos de Mi Carso, todos los cuales empiezan con las palabras “querría deciros”, Scipio Slataper confiesa y conjura una tentación de mentir. Slataper querría decir a sus lectores, esto es, a los italianos, que ha nacido en una casita del Carso, en un bosque de robles en Croacia o en la llanura morava; querría darles a entender que no es italiano y que sólo ha “aprendido” la lengua en la que escribe, que esa lengua no lo satisface sino que le despierta “el deseo de regresar a la patria porque aquí me encuentro muy mal”. Sin embargo, sus lectores “taimados y sagaces”, añade, enseguida se darían cuenta de que en realidad es “un pobre italiano que busca barbarizar sus solitarias inquietudes”, un hermano suyo que a lo sumo se siente amedrentado por la cultura y astucia que ellos encarnan.                       

            En el áspero y esquivo lirismo de Mi Carso, Slataper, venciendo con su sinceridad el impulso a la declamación, identifica la triestinidad con la conciencia y el anhelo de una diversidad cierta pero indefinible, auténtica cuando se vive en la púdica interioridad del sentimiento, no cuando se proclama y exhibe. Slataper se siente receptor del legado y los ecos de otras civilizaciones, de raíces y savias consustanciales a su ser. Los lectores burlones y obtusos hacen mal en no advertir su diversidad genuina, sólo que ésta no admite definiciones, todo lo que se diga de ella será necesariamente falaz: Slataper no ha nacido en el Carso, ni en Croacia, ni en Moravia, el italiano es su única lengua y su verdadera nacionalidad, por mucho que ésta sea un amasijo plurinacional. La patria de la que siente nostalgia no existe en ningún lugar, porque si “aquí” (en Trieste, entonces austríaca, o en Italia, en Florencia, donde estudia y escribe), se encuentra mal, tampoco sabría ni querría señalar otra tierra natal.

            Ahora bien, si los lectores ficticios, sobre todo los cultos amigos con los que se imagina que dialoga, no comprenden las contradicciones de su identidad, por su parte Slataper revela la secreta necesidad que siente de esa incomprensión, en la que encuentra una confirmación de su diversidad, que, constituyendo su naturaleza, no sabe definir. De forma genial, Slataper identifica esa diversidad con la poesía, es decir, con una verdad existencial que se puede vivir, pero no predicar, y que es fecunda cuando se objetiva y se transfigura en las obras concretas (del pensamiento, de la fantasía y de la acción), que de ella extraen la primera inspiración pero para traducirla en valores que la trascienden. En cambio, teorizar y hacer alarde de esa diversidad es literatura, artificio retórico o énfasis sentimental.

            Esta diversidad de Trieste ha sido ostentada, negada, afrontada con lúcida conciencia, ignorada con arrogancia o codificada en un cómodo y falso cliché, al que regularmente ha recurrido su clase rectora para justificarse y explicar su falta de adecuación sociopolítica. Ciudad “abstracta y premeditada”, como decía Dostoievski de San Petersburgo (también crecida por la decisión de un gobierno y no por un proceso de desarrollo orgánico), Trieste ha sido, y sigue siendo, una ciudad llena de contrastes, pero sobre todo ha buscado y busca su propia razón de ser en esos contrastes y en su indisolubilidad. Los escritores que han vivido a fondo su heterogeneidad y su multiplicidad de elementos sin posible unidad, han comprendido que Trieste –como el Imperio Habsburgo del que formaba parte- era un modelo de la disparidad y de la contradicción de toda la civilización moderna, carente de una fundamento central y de una unidad de valores. Svevo y Saba hicieron de Trieste una estación sismográfica de los terremotos que estaban a punto de sacudir el mundo; con Svevo, desde la civilización burguesa por excelencia, cuya historia ha sido esencialmente la de su ascenso y decadencia, nació una gran poesía de la crisis del individuo contemporáneo, una poesía irónica y trágica, muy lúcida y evasiva, que oculta su desengañada agudeza tras una amable reticencia.

            Como el austríaco de Musil, que era –lo decía el propio Musil- un austro-húngaro sin el húngaro, esto es, el fruto de una sustracción, también al triestino le cuesta definirse en términos positivos; le resulta más fácil proclamar lo que no es, lo que lo diferencia de cualquier otra realidad, que declarar su identidad.

            Toda búsqueda de una identidad, legítima en el plano existencial y a veces fecunda en el poético, comporta por norma la transfiguración caprichosa de la realidad sociohistórica. La búsqueda de la identidad conlleva, de un modo más o menos consciente, el afán de encontrar una esencia, una dimensión que no se altere ni varíe por los vaivenes del acontecer histórico. Así, aquélla inmoviliza y distorsiona la historicidad, inventa y acentúa analogías y semejanzas en vez de captar las transformaciones y distinciones que se dan en cada fenómeno histórico. Mitifica, es decir, cautiva con la inmovilidad de lo idéntico, y petrifica la historia en la máscara del mito. La “triestinidad”, como toda definición de una identidad cultural, es ciertamente una categoría “indiferenciada e inapropiada”, como escribe Elvio Guagnini, que se proyecta más allá de los límites históricos y culturales de momentos y elementos dispares. La búsqueda de una esencia –y eso es precisamente el “querría deciros” de Slataper - cae fácilmente en una visión totalizadora, y por ende reductora como todo proyecto totalizador, que aprisiona en su red también los fenómenos reacios a la inclusión, o los elimina o les niega su importancia.

            La definición de una identidad acaba extrayendo o abstrayendo rasgos típicos, a los que se confiere un valor ejemplar y absoluto, estimando representativo únicamente lo que es propio de ese valor. Ni la cultura triestina ni su literatura se reducen a la cultura ni a la literatura nacidas de la tribulación slataperiana, que poseen un significado histórico e intelectual muy notable, pero no cubren todo el espectro de la ciudad, mucho más variada y articulada. Con buen tino, Silvio Bencio, en una conferencia que dictó en Florencia en 1932, invitaba –en relación con la literatura triestina- a no meterlo todo en el mismo saco, a establecer más distinciones que analogías. De esa diversidad que Slataper sufrió, exhibió y descubrió, nació el arte del propio Slataper y quizá, en un tono completamente distinto, también el reticente juego sveviano con la nada. En cambio, resulta bastante más difícil vincular con aquélla, por ejemplo, la poesía de Saba o la de Giotti, o la narrativa de Quarantotti Gambini. Además, Slataper proclama que Trieste “tiene un tipo triestino... y debe buscar un arte triestino”, pero demuele, en una reseña de 1911, el primer libro de Poemas de Saba, demostrando que su proyecto de “arte triestino” es uno, pero desde luego no el único ni exhaustivo programa literario. Hay, como se ha señalado acertadamente, distintas realidades culturales triestinas.

            Sin duda, una de éstas es la que parte de la reflexión sobre la diversidad, de la importancia que se le atribuye o de la exigencia de conjurarla. Naturalmente, toda realidad histórica tiene su propia diversidad, más o menos marcada. Trieste tiene características peculiares, pero el hecho de subrayarlas, que a veces es una inconfesable pretensión de poseer una especie de monopolio, constituye una imposición ideológica, que, según el momento, adopta fórmulas distintas. La historia de este mito de la diversidad –con sus regresiones, sus testimonios reveladores y su paisaje sentimental- no es la historia de Trieste, sino la historia de un motivo característico y recurrente de amplios sectores de la cultura triestina, es la historia de lo que Fabio Cusin ha llamado “el particularismo triestino”. Seguir la historia de un mito no significa aceptarlo, sino comprender esa realidad histórica más amplia, de la que también forman parte su génesis y su evolución. Por tanto, aunque este libro se centre en un aspecto de la cultura triestina que ha determinado su imagen y su paisaje literario, ha de entenderse que dicho aspecto no es el único ni tampoco más significativo que otros que no se tratan aquí, como Slataper, cuya figura es fundamental para la temática del libro, no es más importante que el gran Saba ni poéticamente más válido que Virgilio Giotti, cuya obra apenas se analiza en estas páginas. 

            Asimismo, la búsqueda de la identidad encubierta del “querría deciros” hace que ésta se centre en el proceso de sustracción, de definición por negación, hacia el que tiende y en el que desemboca, como se ha señalado, aquella forma de búsqueda. Una historia completa, aunque sólo sea cultural, debería contemplar, como ha escrito Marino Raicich, a toda aquella amplia área para la que Ascoli, el gran lingüista, acuñó el término Venecia Julia: además de Trieste, Goricia y el Friuli oriental, Istria y Fiume, con sus voces poéticas y la pluralidad de sus componentes sociales y nacionales. Pero la esencia no enunciable –y las dificultades históricas inducen muchas veces a una parte de la cultura triestina a refugiarse en esta esencia- se reconoce en la sustracción, en la persecución de un centro que, definido en la diferencia, no existe.

            Esta actitud no ha terminado, sigue siendo un elemento de historia: sobrevive no sólo en las nostalgias más palmarias, en los mitos de una ciudad en crisis que busca justificaciones a su declive, sino también –paradójicamente- en algunas obras recientes que quieren desmitificar esos mitos de la ciudad y su tradición autoconsoladora. El libro de Fölkel y Cergoly, verbigracia, que abarca y saca a la luz la tradición cultural eslava y alemana de la ciudad, desligada del nacionalismo italiano, se inspira en una febril y visceral obsesión edípica, en una excitación “slataperiana” –aunque se dirige contra Slataper-, con el fin de captar un alma tan dispersa como diversa, imposible de reducir a cualquier definición unitaria. Por el lado esloveno, por ejemplo, Joze Pirjevec –precisamente reseñando la primera edición de este libro- habla de un “vacío” entre los eslovenos de Yugoslavia y los de Trieste, vacío que existe pero que es experimentado y no definido. En un artículo suyo muy interesante y agudo, también dedicado, con un propósito muy diferente, a la discusión franca y profunda de la primera edición del mismo libro, Jost Zakbar compara con acierto la triestinidad con el ave fénix (“todo el mundo dice que existe, pero nadie sabe dónde está”, escribió Metastasio), pero pone en evidencia que esta realidad forma parte de la ideología –y, por ende, de un capítulo de historia- triestina, así como el inexistente ave fénix existe, como topos literario, en la historia de la literatura y, por consiguiente, de la civilización. 

            A tenor de la lógica de este mito construido por negación, una gran etapa de la cultura triestina, o sea, el periodo anterior a la Primera Guerra Mundial, empieza con una toma de conciencia y con una denuncia de un vacío espiritual; empieza cuando Slataper escribe, en un artículo aparecido en La Voce en 1909, que “Trieste no tiene tradiciones de cultura”.

 

 

 

(Fragmento del libro Trieste. Una identidad de frontera, de Angelo Ara y Claudio Magris, que la Editorial Pre-Textos publicará en breve en una traducción de César Palma)

Escrito en Lecturas Turia por Angelo Ara y Claudio Magris

Quinta del sordo

21 de mayo de 2014 07:54:36 CEST

 

 

      Porque conspiráis en Callao

con un puñado de poemas

en las manos y en las tripas,

sois el futuro,

desde el Distrito Federal a Buenos Aires

pasando por Santiago de Chile o Lima.

Lleváis tatuada a Jane Birkin

en la punta del corazón

y posáis desafiantes al calor de Vallejo y Parra,

tenéis rock en las venas

y semen en los tinteros.

Preciados se diluye en Lavapiés,

tambores de guerra,

Borges y Leonard Cohen

se citan en La Montera,

un duelo a muerte,

Pequeño Vals Vienés

al sur de Rivadavia.

Y sois descarados y canallas

pero amáis con vergüenza,

Bolañescos y Cortazarianos,

estirpes de cerveza y whisky,

teorías científicas

para ingresar en la astronomía laberíntica de Óscar Pirot

o salir del Manicomio de Mauricio Medo.

Cada tarde os batís en duelo,

y llegáis al amanecer borrachos,

al final creéis que todo es un juego,

hasta que suena el timbre

y otra vez el maldito alquiler.

 

Escrito en Lecturas Turia por Mario Hinojosa

El cazador de moscas (2010)

20 de mayo de 2014 08:13:52 CEST

Me quito la gorra y vacío la mochila: unos vaqueros, una chaqueta, una sudadera, unos calcetines, unos calzoncillos y unas cuantas camisetas. Mientras retumba la lavadora preparo un té, que me tomo, con un cigarrillo, leyendo un cuento de Katherine Mansfield. Sorpresa en el contestador: “Desde el desierto, un beso. Que el nuevo año descongele tu corazón”. Saco un par de higos del frigorífico. Es lo que más me gusta de la navidad. Los higos secos.

Luz helada.

Subo la cuesta de San José digiriendo la comida familiar, en la que no ha faltado el buen humor. Brilla el misterio de lo deshabitado en esos pocos edificios que crecieron, solitarios, en lo que eran las afueras de Zgz hace setenta u ochenta años. Desbordados por las nuevas construcciones, son células muertas que permiten analizar, como los anillos de crecimiento de los árboles, las sucesivas edades de la ciudad, su evolución.

En las fuentes del parque Grande, las hojas secas, al cristalizarse, parecen haberse caramelizado. Dos chicas extranjeras, bonitas y sonrientes, con sus blocs de dibujo, buscan un banco en el que sentarse a pintar el frío.

El placer infantil de resbalar en los charcos de hielo.

En casa ya. Enciendo el ordenador. Escribo la frase que tenía pensada, desde anoche, para este día: “34. Y no me han crucificado”.

Cervantes lo revolucionó todo cuando, al término de la aventura de Clavileño, hizo que don Quijote se llegara a Sancho para decirle al oído: “Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos. Y no os digo más”. Ese momento es a la literatura lo que la toma de la Bastilla a la historia.

Mi vida, esta habitación cerrada que apesta a humo frío.

Una pistola con las cachas de nácar produce el mismo efecto en un relato que una porcelana de Lladró en un salón.

Presentación de un libro de poemas. Casi todos los presentes se dedican a la versificación. Los poetas son los masones de la literatura. Y no solo porque se pasan la vida conspirando, organizado jurados y otorgando y recibiendo premios, divididos y agrupados en distintas logias. Al final del acto, la actuación: el poeta recita, como era de temer, un poema inédito. Qué manera de afantasmar la voz. Da repelús. Ni que fuera un oráculo. Los poetas deberían probar a grabar sus poemas en los contestadores de los teléfonos. Así es como tendría que sonar la poesía. Como un mensaje en el contestador. Uno de esos mensajes temblorosos que nos dejan temblando durante horas.

Le ha afectado mucho la noticia de los estragos que un huracán ha causado en Madeira. Allí pasó su luna de miel.

Fue como amputar una pierna gangrenada. No quieres desprenderte de ella, forma parte de ti, una parte importante, fundamental, pero no tienes elección: es tu pierna o tu vida. Aunque me siga acordando de ella, ya no la echo en falta. Veo que no está, pero raras veces siento su ausencia.

No es ambición literaria lo que tienen. Es únicamente ambición.

Los microrrelatistas han ocupado el lugar que los sonetistas dejaron vacío al extinguirse, y producen y venden la misma clase de churros crujientes y grasientos que, en cuanto se enfrían, y se enfrían enseguida, se ponen tan duros que no hay dios que les hinque el diente.

El español no opina. Eructa. Lees los periódicos, escuchas la radio, ves la televisión y casi todos eructan. Naturalmente, es el que eructa más fuerte el que más se hace oír. La prensa es la barra del bar donde se celebra el concurso de eructos nacional. En la calle, y en internet, los aficionados los aplauden y emulan, regoldando, que es lo mismo pero no es igual.

Ha desaparecido todo el mundo y todas las luces se han apagado, excepto las del tiovivo, que sigue dando vueltas en la noche, y yo en él.

La Biblia, en mi mesilla de noche. El hijoputa de Yahvé asola Egipto para demostrar que su poder es infinitamente superior al del faraón. Tengo que comprarme una pistola y meterla en el cajón, escondida entre los calcetines. Así, con la Biblia y la pistola en la mesilla, sabré cómo se siente un asesino en serie.

Los brillos plateados del agua en las películas en blanco y negro. No ha habido technicolor ni habrá 3D que supere esa magia iridiscente.

El camión que riega las calles deja un buen charco en el paso de cebra que cruzo todas las mañanas, siempre antes del amanecer, camino del desierto. Pisar o no pisar el charco. Es lo único que hace que un día sea distinto a otro.

Es lunes. Llueve. Un día perfecto para suicidarse.

La vida, como el tiovivo: crees que avanzas pero solo das vueltas.

Los niños se divierten en el tiovivo mientras que los ancianos, sentados alrededor, los  miran desde la distancia. Como se contempla una orilla desde la otra orilla.

La marginaban en el colegio y la gente ha seguido evitándola, yo también, pero no por lo que ella se figura: el aliento le apesta a huevos podridos, eso es todo. Una mano amiga debería ofrecerle un caramelo, y ella debería aceptarlo. Su vida cambiaría de color.

La blogosfera ha convertido a muchos escritores, no solo a los que empiezan, en hombres-anuncio. Es el género de moda: la autopublicidad.

Unos pocos escritores son los que marcan estilo. Los demás van o no van a la moda.

La primera rosa de mi rosal. Solitaria, segura de sí misma, dolorosamente roja y un poco triste.

Los aforismos son como las chaquetas reversibles. Les das la vuelta y también sirven.

La inspiración, como el riego: unas veces por aspersión y otras por goteo.

Anoche, borrachera de besos y risas y a trabajar sin dormir. La resaca, muy dulce. Rebeca, tres kilos y medio, nació ayer y hoy tocaba visita al hospital, con una cajita de bombones que la pastelera ha adornado con una rosa roja. Luz de sábado, velada por una lluvia de ámbar que preludia el verano. En la avenida, sobrevolando el tráfico, una pompa de jabón del tamaño de una pelota de fútbol. No he visto por ninguna parte al niño que la ha lanzado. ¿Habré sido yo?

Ayer encontré en la orilla del río, mientras corría, dos billetes nuevos, uno de diez y otro de veinte. Al pasar hoy por el mismo sitio, me preocupaba volver a tropezar con otros dos billetes o, peor aún, con uno más grande. Por experiencia o por instinto, desconfío de la suerte cuando amenaza con repetirse: suele tener trampa.

El escritor de diarios es un cazador de moscas.

Escriben diarios sin vida, inodoros, incoloros e insípidos.

Durante mucho tiempo he vivido convencido de que el cuerpo femenino alcanzaba la plenitud unos días después del parto. Las miraba, con sus hijitos en brazos y sus caras de peponas, y pensaba: la maternidad, no hay duda, las envuelve en un aura mágica. Era la vista que me engañaba. Ni magia ni aura. Simplemente son las tetas, que se les inflan.

Por la que están armando en el bar de abajo, España ha debido de adelantarse en el marcador. Qué buena me sabe la ensalada de todas las noches. A Jesse James va a traicionarlo uno de su banda. Ha renunciado a su carrera delictiva por amor a su mujer y a su hijo y está desarmado, descolgando un cuadro, cuando el traidor lo mata por la espalda. De niño no soñaba con ser futbolista. Yo quería ser forajido. ¿Y morir como un héroe a manos de un cobarde? No me lo había Lo ha dicho Puyol, el jugador del Barça: “Cada vez corro menos y pienso más”. A mí me pasa lo mismo. ¿Y si jugar al fútbol y escribir no fueran cosas tan distintas?

Loha dicho Puyol, el jugador del Barça: "Cada vez corro menos y pienso más. A mí me pasa lo mismo. ¿Y si jugar al fútbol y escribir no fueran cosa tan distintas?

Mi menor. Es el tono en el que me gusta pensar que están escritas estás páginas.

Quiero su sonrisa, su saliva, sus pecas, sus pestañas, sus uñas, su olor, sus soledades, la goma con la que se recoge el pelo, su forma de arrugar la nariz, su manera de sacar la lengua, su maquillaje, sus caderas, sus estrías, su cuello, el lunar escondido entre sus pechos, la dulzura violenta de sus gemidos, sus dientes irregulares, sus niñerías, su falda corta, sus zapatos nuevos, su anemia, sus implantes, su almohada, sus zapatos sin tacón, sus botas de siete leguas, sus ganas de comerse el mundo, su timidez, la tinta triste de sus poemas, sus escalofríos, sus sudores, su misterio, su pereza, sus silencios, sus temblores, sus certezas, su respiración, el diamante de su ombligo, sus pasadizos secretos, su pasado, su presente, su futuro. Lo quiero todo. Todo para mí y solo para mí.

“No escribo por dinero, pero tampoco estoy dispuesto a escribir gratis”. Debería habérselo dicho cuando me ha pedido que continúe con mis columnas, aunque ya no me las vayan a pagar.

“La vida trabaja incansablemente las veinticuatro horas”. J. G. B.

Puede que algún día olviden el sabor de sus bocas, pero no podrán olvidar a las ranas que croaban, al ritmo de la marcha Radetzky, mientras se besaban aquella madrugada del mes de julio, frente al río, en el portal de la casa de ella.

No importan las veces que te hayas enamorado y desenamorado. Un nuevo amor, cuando es verdadero, es siempre el primer amor.

Un poema, un relato y una novela se resuelven como se resuelve un crimen. Pero el escritor no es solo el detective encargado del caso: es también el asesino y la víctima.

Hay que perder la rigidez, después de haber perdido el pudor. Y escribir sin condón. Escribir como silbas cuando vas en bicicleta, como cantas cuando cantas para las paredes, como hablas cuando no hablas con nadie. Sin pretender hacerte oír, sin escucharte a ti mismo, indiferente por completo al efecto de tus palabras y a sus consecuencias. Cuesta lo suyo perderla, pero qué alivio el día que dejas de sentir ese palo que durante tanto tiempo has llevado clavado en el culo. 

Ya no leo por el mero placer de leer. Todo, hasta los papeles rotos de la calle, lo leo depredadoramente, en beneficio propio.

Pasada cierta edad deja de pasar la vida y solo pasa el tiempo.

Mejor ciego en Granada que pobre en París.

Las piernas de las parisinas, las poses dieciochescas de los parisinos (les falta empelucarse), la miseria de los miserables, tanta retórica urbanística, tanta belleza a pie de calle, tanta soledad entre tanta gente, la felicidad que se compra y se vende en los barrios del centro, la desesperación que se masca en los de la periferia, el atardecer pintando de rosa el cielo, esmaltando las copas de los edificios, y Brenda y yo buscando como locos un sitio donde vaciar las vejigas y llenar los estómagos después de atravesar el sueño perfecto de la place des Vosgues, vacía tras la lluvia. 

“Il y a certaines coses que j’écris et que je ne dirais pas de vive voix”. P. Léautaud.

Cargados de bolsas de supermercado, caminan cada uno por una acera, después de pasar la tarde del domingo en casa de su hija, con sus nietas, unas gemelas encantadoras. Cuarenta años casados y cada día se odian un poco más. Ya no les quedan fuerzas para disimularlo.

 “Lo peor que te puede pasar en un viaje es que no te pase nada”, han escrito unos jipis en su furgoneta. Me acuerdo de Paul Morand, que decía de los jipis que eran unos budas sin curiosidad.

Esta noche las aguas del Ebro brillan como nunca. Me fumo un cigarrillo imaginario (no tengo fuego) en el puente de Piedra. Se nos ha muerto Labordeta, pero no se ha ido. Y si se ha ido, no tardará en volver. Volverá a su querida y odiada gusanera, y en esa acera de sombra por la que caminamos los vivos y deambulan los muertos nuestros pasos se cruzaran de nuevo, a cualquier hora, cualquier día de estos.

Varias generaciones descubrieron la muerte asistiendo, con los corazones encogidos, al asesinato a tiros de la madre de Bambi, así como a muchos otros niños la primera noticia de la muerte y su brutal impacto les ha llegado a través de otra película de dibujos animados, El rey león, en la que el asesinado es el padre del protagonista.  La muerte no admite mojigaterías ni siquiera en los relatos infantiles salidos de la factoría Disney. Fue sin embargo en una serie de televisión donde descubrimos la muerte unos cuantos españolitos. No puedo contener una risa nerviosa cuando vuelvo a oír aquellos gritos de Pancho, repetidos por el eco angustiante de la memoria: “¡Chanquete ha muerto! ¡Chanquete ha muerto!”.

Ninguno de los cuatro hemos heredado de nuestro padre su habilidad con las herramientas, la destreza y la paciencia con las que arregla cualquier avería. No nos ha enseñado, pero tampoco hemos querido aprender. También es verdad –pienso en mi descargo- que la sociedad ha cambiado y ahora todo lo que se rompe, se tira. Como si las reparaciones fueran una pérdida de tiempo.

Dice Proust algo muy cierto, poéticamente cierto, a propósito de Chardin y sus naturalezas muertas. Que las cosas, los objetos, no son hermosos en sí mismos. Es la luz que los envuelve, la luz que les da la vida, la que los embellece.

Hemos tomado pacíficamente la Aljafería en cuanto se ha cerrado la capilla ardiente. Había pocas banderas, de lo cual me he alegrado: él luchó por la libertad sin banderías. La mitad estábamos conteniendo las lágrimas y la otra mitad llorando. Los silencios y los sollozos han precedido al estallido de los vítores. Las sombras de la multitud, con los brazos alzados, temblaban agigantadas en los muros del palacio mientras sonaban sus canciones, coreadas por una multitud de gargantas rotas. Faltaba la voz cantante. Su vozarrón, que ya nunca oiremos en directo. Nos queda su palabra. Nos deja su ejemplo.

Me encanta esa hora última de la tarde en la que el cielo empieza a oscurecerse y se encienden todas las luces de la ciudad. Era la hora de volver al pueblo, hechas las gestiones, las visitas médicas y las compras que habían llevado a mis padres a Zgz, y a mis hermanos y a mí con ellos. Es con aquella mirada pueblerina como sigo contemplando la ciudad, rindiéndome cada noche ante su hechizo eléctrico. No echo de menos el pueblo, tan oscuro bajo la bóveda celeste, y sus cuatro farolas con sus cuatro gatos.

Después de muchos meses sin poder pegar ojo, cuando decidí que no aguantaba más, que me largaba, y nos instalamos, mis libros y yo, en el piso de mi hermano, volví a conciliar el sueño con la facilidad y la felicidad con las que lo he conciliado siempre, para envidia de mis amigos insomnes. Durante el día lo pasaba fatal, pero era meterme en la cama, cerrar los ojos y empezar a roncar, lo que únicamente podía significar una cosa: que había elegido la opción correcta, aunque entonces me costara creerlo. Se lo he contado a Antonio, que se divorció a comienzos de verano, y a él le sucedió lo mismo. Al día siguiente del día en que verbalizó su divorcio pudo por fin volver a dormir la siesta como un bendito.

Lo ha dicho mi madre, que sabe de lo que habla: “A las parejas que se mueren, las mata el aburrimiento”.

Si para castigar a alguien tienes que castigarte a ti mismo, qué estupidez.

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio José Ordovás

Un juego muy serio

19 de mayo de 2014 08:33:35 CEST

En cada novela, en cada poema, en cada relato hay una partitura. Ningún autor fue tan claro sobre el carácter musical de la literatura como Homero: la Odisea consta de 24 cantos y otros tantos componen la Iliada. Ambos poemas son como dos grandes óperas wagnerianas, rebosantes de dramas y pasiones. Homero pulsa todas las cuerdas de su lira -desde la más grave hasta la más aguda- para contar, o mejor cantar, las hazañas y amores de los dioses y los hombres. En  la buena literatura siempre es posible escuchar la melodía. El inglés Neil Gaiman, seleccionado entre los diez mejores escritores vivos por el prestigioso Dictionary of Literary Biography, tiene un agudo sentido musical. Su obra posee un ritmo extraordinario y una prosa en clave de ingenio. Explorador de casi todos los géneros – novela, cómic, relatos, poesía, guiones, teatro, cuentos para niños y hasta letras de canciones para Tori Amos-, Gaiman podría hacer suya la definición que daba de su trabajo el artista holandés M.C. Escher: “Lo que yo hago es un juego, pero un juego muy serio”. La última novela del inglés publicada en España, Los hijos de Anansi, es tan fascinante como divertida. Y su banda sonora está a la altura: el libro comienza con la música de fondo de What’s new Pussycat?, ese tema memorable de Tom Jones, y finaliza con The Lady is a Tramp, un clásico de Frank Sinatra, y Yellow Submarine, de los Beatles. Entre ambos, Gaiman relata una historia tan inolvidable como esa música.

El protagonista de la novela, Gordo Charlie, vive en Londres desde que sus padres se separaron en Florida, cuando él tenía diez años. Gordo Charlie -que no está gordo, pero conserva el apodo que le puso su padre- tiene una novia llamada Rosie -que se niega a acostarse con él hasta que estén casados- y trabaja para un agente de actores -que lleva años estafando a sus clientes-. Su vida es pura rutina hasta que la muerte de su padre le obliga a viajar a Florida para asistir al entierro. Cuatro ancianas, amigas del fallecido, ponen su vida patas arriba cuando le revelan: 1) que su padre era la reencarnación humana del dios africano Anansi y 2) que no es hijo único, sino que tiene un hermano, Araña, que ha heredado los poderes mágicos de su padre.

La aparición de Araña en la casa londinense de Gordo Charlie no hace más que complicar aún más las cosas. Su desconocido hermano es guapo, seguro de sí mismo, divertido, sin escrúpulos y con una labia espectacular. También es egoísta e inconsciente. Antes de que Gordo Charlie se dé cuenta, Araña le ha robado la novia, se ha instalado en la mejor habitación del piso, ha conseguido que le despidan del trabajo y que la policía le persiga por fraude y como sospechoso de asesinato. Pero Gordo Charlie se siente, sobre todo, profundamente humillado: Rosie, que se negaba a acostarse con él, ahora se niega a abandonar la cama de Araña.

Decidido a librarse de su hermano, Gordo Charlie regresa a Florida. Con ayuda de las cuatro ancianitas, que practican una peculiar forma de vudú, convocan una fuerza poderosa y malvada. Pero cuando dicha Fuerza Oscura actúe, las cosas empezarán a ir realmente mal para todos. Gordo Charlie deberá adentrarse en un mundo tenebroso, habitado por antiguos dioses con forma animal, para intentar salvar a su hermano y al mundo del daño que ha liberado. En ese espacio mítico, los hermanos Anansi vivirán, al igual que Odiseo durante su largo viaje de retorno a Ítaca, aventuras terribles, emocionantes y algunas muy graciosas mientras luchan por regresar a la normalidad.

Clasificar esta novela genial y disparatada es imposible, incluso para el propio autor. Escúchenle: “Los hijos de Anansi es una divertida historia de miedo. No es exactamente un thriller ni una novela de terror, tampoco una novela de fantasmas (aunque en ella aparece algún fantasma) o una comedia romántica (aunque hay varios romances y partes muy cómicas, si exceptuamos las partes terroríficas). En realidad, si tuviera que definirla diría que es una épica familiar-cómico-romántica-de fantasmas-thriller-mágica-de horror, aunque eso deja fuera la parte policíaca y gran parte de la comida”.

Con poco más de 40 años, Gaiman goza de un prestigio considerable gracias a su manera magistral de moverse entre la fantasía y la realidad. Ese lugar fronterizo y en penumbra, donde se confunden ficción y no ficción, es el terreno en el que se desarrollan sus libros y donde mejor brilla su imaginación. Es el espacio del mito homérico, donde dioses y hombres intercambian a menudo sus papeles. En Los hijos de Anansi, Gaiman convierte el mito del dios africano Anansi en un escenario donde conviven sin estridencias algunos de los dioses que llevaron los esclavos a Estados Unidos junto a policías, agentes de actores, enamorados sin esperanza y hombres y mujeres con problemas familiares.

Parece mentira que un autor como Neil Gaiman sea tan poco conocido en España. O quizá sería más adecuado decir: tan poco reconocido. Los aficionados al cómic le conocen por su brillante serie Sandman, pero en el mundo de la narrativa aún está por descubrir. Ha conseguido numerosos premios en todos los géneros que ha cultivado, pero su principal galardón es el entusiasmo y el asombro maravillado que suscita su lectura. Los hijos de Anansi es un placer y posee además un raro don: hace reír. Uno de los mejores espectáculos que existen es la risa solitaria del lector hipnotizado por las páginas que tiene delante.

Algunos de los premios que adornan su solapa son los siguientes. Su novela American Gods obtuvo los premios Bram Stoker, Nebula, Hugo, SFX y Locus; Neverwhere ganó el Premio Julia Verlanger para la Mejor Novela de Fantasía y Ciencia-Ficción; Stardust consiguió el Premio MythoPoeic a la Mejor Novela para Adultos; Smoke and Mirrors logró el Premio PEN para el Mejor Libro de Relatos. La serie de cómics Sandman obtuvo los premios Will Eisner y Harvey, consiguió el primer galardón literario concedido a un cómic, el World Fantasy Award, y se convirtió en el primer libro de este género que aparecía en la lista de los libros de ficción más vendidos del New York Times. Sus novelas infantiles han obtenido un éxito similar: Coraline ganó los premios Elizabeth Burr/Worzalla, BSFA, Bram Stoker, Nebula y Hugo, y será llevada al cine. Entre sus libros ilustrados, Los lobos de la pared ha sido adaptado para la ópera. Neil Gaiman ha obtenido asimismo el Premio a la Defensa de las Libertades que concede el Comic Book Legal Defense Fund. Su obra ha sido traducida a 28 idiomas.

Los hijos de Anansi comenzaba con una canción y una tesis: “Las canciones permanecen. Perduran. Una canción puede convertir en bufón a un emperador o derrocar dinastías. Seguirá viva mucho tiempo después de que los hechos que narra y sus protagonistas se hayan transformado en polvo y sueños, condenados al olvido. Tal es el poder de una canción”.

Cuando cierren esta novela, se descubrirán moviendo los pies al ritmo de su jubilosa melodía interna.

 

Neil Gaiman, Los hijos de Anansi, Barcelona, Roca Editorial, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Barrios

Catálogo Avon

16 de mayo de 2014 08:16:46 CEST

A mis padres, que ya son viejos.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me encuentro sobre el escritorio

con el catálogo Avon.

 

Recuerdo esos productos

que vendía mi madre

para sacar cuatro mil

cinco mil pesos más

Nada o casi nada

que se transformaba

en unos kilos de papas o arroz

para llegar a fin de mes

 

Ella era profesora

ahora tiene artritis

 

Y es mi mujer

la que hoy compra esos productos

en la tienda de la esquina

acá

en el otro mundo

en el viejo continente

 

Abro sus páginas

y me encuentro con una serie de potingues

que no conocía

 

y las chicas Avon

que marcaron mi primera adolescencia

con su ropa interior

y lo que imaginaba encapuchado en la cama

 

Ya no alegran

ni agitan

ni sudan

mis noches

 

Pero

es curioso

quién lo diría

me traen el vago recuerdo

de la lluvia

la tierra mojada

las gotas cayendo

sobre las ventanas de plástico

el viento metiéndose dentro de la habitación

y a mi madre

mi padre

a última hora

en la cocina

sudando

amasando y horneando el pan del día próximo

el de ayer

el que parto y mastico hoy

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio Espinosa Guerra

Darío Jaramillo: la poesía tiene la palabra

15 de mayo de 2014 08:04:35 CEST

 

Sé que la poesía es indispensable, pero ignoro para qué

Jean Cocteau

 

Un ser de letras ordena unas letras. Yo tengo poco que ver

Darío Jaramillo

 

 

 

 

 

En 1989, con la elección de  “Poemas de amor, I”  como el mejor texto sobre este tema de la poesía colombiana (con más de diecisiete mil votos en el festival La poesía tiene la palabra), la obra de Darío Jaramillo Agudelo demostró ser apreciada y seguida por un público amplio, fuera de los canales habituales de la recepción de un género usualmente minoritario. Sin embargo, versos como los de las series que conforman “Poemas de amor” y “Amores imposibles”, no sólo tienen como mérito el reconectar a los lectores con el mundo de lo sentimental, tan escasamente explorado por la tradición de la escritura moderna, sino que también elaboran una lograda síntesis de influencias cultas y populares que, de manera sutil, enfrentan problemáticas formales y retos discursivos propios de la poesía y las artes más ambiciosas de las últimas décadas del pasado siglo XX.

En efecto, el lenguaje de Darío Jaramillo, en el ciclo que va de Cantar por cantar (2001) a Cuadernos de música (2008), es inusual por su depuración y contundencia pero, además, resulta engañoso por su artificiosa sencillez: esta versificación espontánea, grácil y elocuente, siempre imaginativa y clara, representa el punto de llegada de una escritura diversa e incesante muy cercana a los importantes cambios de paradigmas que instituyó el pasado fin de siglo.

De tal modo, aspectos que van adquiriendo relevancia entre la última poesía de nuestro idioma –la disolución del sujeto y los límites de lo afectivo, la indeterminación y el azar, la autonomía no referencial de lo literario, la imbricación de alta y baja cultura, la contaminación de diversos estilos y géneros,  etc. – están presentes tempranamente en los libros de este autor –que, como se sabe, también incursiona con solvencia en la novela y el ensayo- de forma peculiar, casi secreta. Quizá la precoz manifestación de dichos rasgos en esta obra, alejada en apariencia del intelectualismo posestructuralista francés y estadounidense, ilustra algunas de las bendiciones de la llamada creación periférica: aquellas en la que la renovación de propuestas responde, ante todo, a una lógica interna que reconoce una sensibilidad distinta que se anticipa, intuitiva e individualmente, a la voluntad colectiva de asumir discursos y formas de ruptura.

Así, antes de desarrollar esta lectura, será necesario recalcar que Darío Jaramillo no es un poeta abiertamente intelectual, programático o de una explícita ambición discursiva extrema. Sus declaraciones en entrevistas lo muestran como un autor que prefiere desarrollar sus obsesiones y pareceres exclusivamente en la propia escritura, donde precisamente estos conflictos e intereses se configuran con más contundencia. No obstante, tal opción férreamente individual de ningún modo defiende la alienación artística pues su conexión con el mundo concreto es rotundamente sensorial y, en no pocas ocasiones, estos intensos intercambios coinciden con temas cruciales de su tiempo o entorno (como el narcotráfico en el caso de la novela Cartas cruzadas publicada en 1995).

Esta alternancia entre lo íntimo y lo colectivo, entre lo real y lo imaginario, entre lo intelectual y lo cotidiano, representa una de las constantes más sugerentes de la poesía de Darío Jaramillo Agudelo. Al respecto podemos remontarnos al primer poema de toda su obra “Biografía imaginaria de Seymour”, de Historias (1974), en el que se anhela la posibilidad de una identidad múltiple, fantástica:

No sé si a ustedes les pasa que se cansan un poco de

la rutina cargante de ser la misma persona

todos los días […]

 

Por eso el hermano de Seymour dijo en una noche

         memorable que le gustaría incluso que todo el mundo

         fuera idéntico.

Dijo que así uno pensaría que todas las personas del mundo

son la mujer, el padre o la madre de uno, y la gente se

pasaría

                   el tiempo

                   arrojándose los unos en los brazos de los otros

                   donde quiera que fuese y que sería muy lindo.

 

Nótese que, pese a la reconocida y asimilada extrañeza existencial, este sentimiento no impide –incluso con pinceladas irónicas- una decidida defensa de la felicidad del individuo. Ya en esta temprana entrega se puede apreciar, entonces, una confluencia entre motivos altamente valorados por la filosofía contemporánea (la muerte del sujeto) y otros anhelos de raigambre humanista o clásica (la calidez emocional, el vivir a plenitud). Esta particular síntesis, que busca una resolución de bienestar físico y espiritual, es corroborada posteriormente en Historia de una pasión (2006), el libro de memorias literarias en el que el poeta cuenta el origen y las constantes de su escritura: “Más que las ideas abstractas, que los principios definidos, me motivan el afecto, el calor de un abrazo, el incendio de la piel amada”.  En este ensayo Darío Jaramillo cifra con contundencia en la imaginación, el deleite, la familia y la amistad las claves de su obra: aquel mundo espontáneo regido por lo afectivo que se vislumbraba ya en el padre que leía al niño, en el abuelo que enseñaba a leer cantando, y en los fieles amigos, destinatarios de innumerables cartas.  En otros términos, la creación verbal definida ante todo como una compañía grata, fuente de humor y refugio de lo emocional.

La búsqueda de esta sobriedad existencial marca el tono de la poesía de Darío Jaramillo y ha hecho que sea reconocido, en las letras colombianas, como un continuador de lo que Charry Lara llamó la tradición de “lirismo, intimismo y expresividad” de José Asunción Silva, Aurelio Arturo, Eduardo Carranza y Giovanni Quessep. La escritura del autor de Tratado de retórica, desde muy pronto, busca el virtuosismo del tono menor contra la inercia de un lenguaje grandilocuente y desgastado, sea por el conservadurismo modernista o por el brillo de metáforas ingeniosas o ingenuas de cierta vanguardia.  Esta mesura de filiación clásica ha sido señalada también por Sergio Pitol, sobre Cantar por cantar: “Un libro de plena madurez, en la línea de los estoicos, de un rigor ascético, en el mejor sentido de la palabra”. Sin embargo, en nuestra opinión, lo determinante en la obra de Darío Jaramillo Agudelo está en su asunción de un sutil y constante elemento de riesgo, que lo lleva a intentar conciliar estéticas y presupuestos dispares, que para otros autores serían irresolublemente antagónicos.

 

Buscando una voz entre lo popular y lo metapoético

 

La extrañeza de la subjetividad moderna se define típicamente en la melancolía, en la nostalgia de otro orden, ese anhelo imposible por conciliar lo fugaz y lo eterno que reconociera Baudelaire. Si bien tal sentimiento resulta común prácticamente a toda experiencia humana, la exploración de lo emotivo, en el ámbito de las letras y las artes, ha sufrido un paulatino cuestionamiento por la reiteración con la que dicho tema ha sido explotado por los medios de comunicación. Una situación que ha terminado por consolidar un impase comunicativo que, lamentablemente, se manifiesta con contundencia en el reducido número de lectores de poesía contemporánea.

La obra de Darío Jaramillo, desde su primer libro, aboga por revertir esta tendencia, decantándose por lo emocional, desenvolviéndose en un universo de circunstancias concretas, acontecimientos y anécdotas personales, que buscan comunicar resonancias íntimas.  Desde el reconocimiento de este propósito se aprecia mejor también la naturalidad con la que a lo largo de esta poesía se aborda lo popular, no como rasgo decorativo, sino a la manera de una nota vital que reconcilia con la realidad tangible.

En consecuencia, la poesía de Darío Jaramillo cuida no alienar a sus interlocutores, por lo que, estilísticamente, renuncia a alardes herméticos o experimentalistas, apoyándose en una elocución sensorial, con un marcado gusto por la paradoja, actualizando para tal fin ciertas lecciones surrealistas y de la antipoesía latinoamericana. No se trata, por lo tanto, de una escritura rupturista, pero sí de una muy atenta a integrar nuevos retos como, de forma notoria, una reflexión a partir del diálogo con otras artes: la música (el bolero y la ranchera, pero también Bach, Satie o John Cage) y la plástica (Juan Antonio Roda). No obstante, la naturalidad del habla será siempre una meta para el poeta, la cual le permitirá fusionar sutilmente tanto el culturalismo y el trópico como lo popular y lo elitista, a la manera de un rapsoda de nuestro tiempo que anhela la renovada síntesis del cuento y la canción. 

En esta línea Darío Jaramillo ha publicado recientemente en El poema en la canción latinoamericana (2009) un conjunto de impresiones sobre uno de sus intereses predilectos: la posibilidad de una poesía popular contemporánea. Ya en Poemas de amor (1986) su escritura asumió en la práctica la búsqueda de un difícil equilibrio entre la emoción y su recreación artística, con los notables resultados de aceptación antes referidos. Pero, una vez más, mucho antes sus versos habían reflexionado el deseo de una voz cercana a la de esas canciones que conforman la banda sonora de la vida emocional de tantos individuos, como en “Love story”, poema de Historias (1974):

                   Digamos que es lindo tener penas de amor

         y disfrazar la noche con la llorosa nostalgia del bolero:

         sin ti es inútil vivir

         como inútil será

         el quererte olvidar:

         digamos que la violeta entre el libro,

         un retrato, acaso la carta donde volcamos toda nuestra falta

                   de vergüenza

         (¿sabe usted lo que es ir desnudo por la calle?)

         quieren decir que sin un amor la vida no se llama vida.

         Digamos todo esto:

         que la soledad, que la nostalgia, que el ayer que vivimos,

         son apenas esta noche que no te veo mirándome a los ojos.

           

Buscando en parte definir en el ensayo lo planteado durante años en el poema, Jaramillo Agudelo se pregunta si la diferencia entre la poesía llamada culta (la del texto impreso, la de ver) es irreconciliable con la poesía popular (la de la canción, la de oír; en Latinoamérica representada por boleros, tangos y rancheras), si, efectivamente son capaces estos géneros musicales de condicionar la sensibilidad emotiva de miles de personas, o si, en última instancia, los homenajes y referencias de autores canónicos como Borges, Neruda y Gelman son sólo parte de un anecdotario sentimental o  “Algo tienen estas palabras al ser dichas y oídas como para convocar la emoción poética, algo que la poesía para el ojo tendría que buscar también o, por lo menos, no excluir”.

En este ensayo el poeta recuerda que la tradición de la poesía escrita es reciente si la comparamos con su vertiente oral y que, por lo tanto, la renovada búsqueda de puntos de contacto entre ambas expresiones –que coincide con el ocaso del proyecto ilustrado- puede ser ventajosa. Citando a Manuel Vázquez Montalbán, Darío Jaramillo incide en que, dentro del canon literario occidental, estas fronteras tampoco han sido nunca del todo precisas: “¿No tuvieron los escritores en lenguas romances una inseguridad secular de satélites viles y degradados, expulsados de la galaxia de Homero, Sófocles, Horacio, Virgilio y Cicerón?”. A la luz de un dato evidente y curiosamente omitido, el poeta inicia un análisis más profundo, que desea delimitar la naturaleza de lo poético:  

Los valores que posee la canción pertenecen a la órbita de los antivalores de la poesía para ver. Ésta exige distancia y la distancia –que es tiempo– trastoca el significado, modifica y atempera el impulso y convierte todo, todo es todo, en palabras. La poesía para leer está hecha de palabras silenciosas. En cambio, lo esencial en las canciones es la inmediatez de la emoción.

 

Esta reflexión plantea al menos dos aspectos importantes. En primer lugar, el hecho de que la anhelada clave sentimental, regida en gran parte por factores de temporalidad y contexto, expresa también diferencias culturales: matices de experiencia vivida en un espacio y un tiempo específicos. Así, en Latinoamérica la canción popular puede preferir una intensidad emocional matizada por el humor, mientras que en sociedades plenamente industrializadas, como la francesa o la española, el cinismo y el distanciamiento nihilistas resultan más apreciados. 

En todo caso, más allá de subjetividades, en la apuesta por contar y cantar, lo crucial en Darío Jaramillo Agudelo radica en que la importancia de lo narrativo se vincula a la capacidad de seducción del relato decimonónico: “Quisiera envolver al lector, raptarlo para la historia”. Es decir, el poeta insiste en recuperar siempre el poder alucinatorio de la palabra. En consecuencia, Jaramillo Agudelo se declara influenciado por narradores decimonónicos como Julio Verne, Mark Twain y Marcel Schowb, además de que toda su poesía está plagada, indistintamente, de homenajes a escritores y seres de ficción. El último paso de esta larga convivencia con lo narrativo sería la propia práctica de la escritura novelesca.

         Pero, como antes el autor mezclaba el relato con el canto, su novelística está filtrada a su vez por la poesía. La obra narrativa del artífice de Cartas cruzadas, pese a que busca la inmediatez del diálogo con un destinatario definido (de allí la predilección epistolar), se desarrolla también bajo una reflexión metapoética, un constante cuestionamiento sobre los mecanismos de la creación literaria, explorando para este fin la interrelación entre la lectura y la escritura que subyace al origen de todo texto. Señala Alfonso Vargas Franco, que en libros como La muerte de Alec (1983), Cartas cruzadas (1995), Novela con fantasma (1996) y Memorias de un hombre feliz (2000) la reflexión de los personajes acerca de asuntos estéticos es frecuente, lo que indica que lo metapoético deviene también clave en su producción narrativa: un rasgo que no hace sino extender planteamientos y obsesiones de la obra en verso. En dicho trasvase de los conflictos y condicionamientos de un género de escritura a otro se vislumbra, por lo tanto, un enfoque que, obedeciendo a una necesidad personal, tiene también en la construcción experimental o azarosa uno de sus puntos de apoyo.

Nuevamente, de un modo fuera de lo común, esta opción metapoética se presenta sin mayores alardes intelectuales, a través de un enfoque naturalmente lúdico. Nótese como la mirada del ensayista también destaca casos en los que se traduce a una sensibilidad popular tradiciones poéticas cultas, como la del centón:

Es la historia de un amor de Jorge Trejos Jaramillo es una narración construida ensartando 21,320 pedacitos de canciones uno detrás de otro, sin nada más, sin pegante. Una proeza que narra un desamor hilando frases prestadas de la canción. El Niágara en bicicleta. La muralla china reproducida con palitos de helado.

 

         Este tipo de reflexión se manifestó originalmente en su poesía, bajo el influjo de Jorge Luis Borges y Nicanor Parra, en Historias (1974) y Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía- (1978). Borges  brindaría a Darío Jaramillo dos herramientas poderosas: el ejercicio de la contradicción y la bondad (siendo casi adolescente, el poeta colombiano conoció al maestro argentino, recordando vivamente la predilección del autor de Ficciones por dicha virtud). Nicanor Parra, a su vez, le otorgaría una temprana desconfianza ante el lenguaje poético, abriéndolo a las posibilidades de lo coloquial, de lo lúdico y del sentido del humor.  

Se observa así, desde los primeros libros de poemas, una natural inclinación para procesar influencias antagónicas. Estamos, por lo tanto, ante una mirada que asume lo poético como un fenómeno moderno, sin estridencias, pero nunca ajeno a los contrastes: una poesía escrita desde la cotidianidad de la vida urbana, en ciudades todavía pequeñas –Medellín y Bogota- , amables pero que a la vez desvelan sus contradicciones y necesidades secretas, irresolubles o sólo atenuadas por el afecto y la imaginación.  Borges y Parra: la tradición de una modernidad distinta, ecléctica,  propia de la periferia, que en este caso promueve la consecución de un equilibrio desde lo precario. El punto formal  a conciliar sería precisamente la brecha entre la poesía del ver y la poesía del oír, algo que se resume en un comentario sobre  Tratado de retórica: “Creo que en ese libro hay un acto de fe en las palabras, que es de algún modo opuesto y de algún modo igual a lo que hacía Parra”. Esa convicción, ecléctica y abierta -expresada en el gusto por lo narrativo y el respeto a la sintaxis- lo conduce a asumir entre todas las alternativas la de comunicar emotivamente. De allí el interesarse por la canción como instrumento y símbolo de comunión: el poema a la manera de un canto silencioso para ser leído, que reproduce artificialmente la inmediatez de lo vivido y que, siendo parte de lo culto y de lo popular, reflexiona sobre sus propios recursos en el vaivén emocional que surge entre el amor y el desamor. Mejor escuchemos la voz del poeta en “Amores imposibles, 4” de Cantar por cantar :

                            La música sostiene los amores imposibles,

                            los alimenta con la presencia etérea de una canción,

                            una canción que es la nuestra aunque sólo la oiga

                                      solo.

                            El amor imposible guarda equilibrio perfecto

                            sobre la cuerda de una guitarra,

                            se embriaga con la dulce nostalgia de una polonesa,

                            se estremece con una voz entre gemido y canto.

                            Entonces el amor imposible se convierte en guitarra,

                                      en piano

                            o es el sonido de una voz.

                            La música es el tiempo presente de los amores

 imposibles.

 

         La maestría de Darío Jaramillo Agudelo en el difícil género del poema de amor lo convierte, con entera justicia, en uno de los pocos poetas contemporáneos con una obra de cierto alcance masivo. Pero, como sucede con la buena música popular, no puede sorprender tampoco que haya muchos niveles de sentido imbricados en dichas sabias canciones.

 

Cantando desde el platonismo hasta la desintegración del sujeto

 

         En la poesía de Darío Jaramillo se reconoce fácilmente la presencia del amor platónico como uno de sus pilares discursivos. Sin embargo, a diferencia del modelo petrarquista, dicho idealismo, llegado el momento, será contrastado sin contemplaciones por el desamor y por una imaginación que acepta las limitaciones y paradojas de lo emocional. Entonces, desde nuestra perspectiva, lo decisivo de tal obsesión viene a ser lo que desvela como anhelo de trascendencia pese a reconocer la imposibilidad de la plenitud amorosa.

En efecto, situado en el paso de la sensibilidad moderna a la posmoderna, para Darío Jaramillo, la literatura y las artes ofrecen fundamentalmente un refugio que combina la acción y lo imaginativo, pero sin pretender que éstas lleguen a constituir del todo una realidad autónoma. Nótese que, asimismo, lo religioso –la alternativa organizada de plenitud desde lo inmaterial- es una reveladora ausencia en esta obra, precisamente porque la poesía moderna, como aspiración laica, no requiere apelar a lo religioso para expresar su espiritualidad.

 Sin el amor total ni la religión, el anhelo de trascendencia será resuelto desde la escritura sólo en contadas ocasiones y por  acción del azar. Dicho trayecto será más sencillo, según Darío Jaramillo,  si la subjetividad que otorga sentido al mundo se torna ligera y se confunde lúdicamente con otras identidades y experiencias ajenas.

Así, para el autor de Cantar por cantar la disolución del sujeto y la acción del azar no impiden realmente cierto legítimo afán de trascendencia. De este modo, se sugiere también un camino hacia la  anhelada reconciliación de lo posmoderno y lo moderno.  Darío Jaramillo Agudelo libro a libro nos recuerda que las respuestas y los consuelos de la poesía son parciales y efímeros, alcanzando a ser bellos y efectivos precisamente a partir de su precaria condición.

Con el propósito de contrastar este planteamiento, haremos un rápido recorrido por las colecciones del poeta, incidiendo en retos y problemáticas propios de la tradición culta contemporánea, notablemente la interrelación de las artes y las fluctuaciones entre la disolución y la trascendencia del yo.

 

Historias (1974)

 

Darío Jaramillo inicia su obra con un proyecto decididamente metapoético: las “Biografías imaginarias”, poemas en los que aparecen reflexiones a partir de Marcel Schowb,  Blaise Cendrars y Graham Greene. El joven poeta difumina desde muy temprano las fronteras entre la realidad y la ficción, pues los aventureros de bibliotecas y geografías exóticas se confunden indistintamente con los personajes literarios (v.g. Seymour, de J.D. Salinger).

Ya en esta primera entrega el estilo, en su sentido de gesta artística moderna o de ruptura, parece secundario frente al anhelo de intensidad: sólo aquella creará la verdad literaria que se celebra en los homenajes metapoéticos. El lenguaje escogido para estos fines, curiosamente, es decimonónico y popular, siguiendo la estética de la canción que explora los sentimientos, como el bolero y la ranchera.

En otros términos, la ambición mayor del poeta está en alcanzar esa maestría que constituye una realidad verbal a través del canto (“Entonces, / para qué la tarde / si no para fatigar el olvido, / para huir un poco de la antigua soledad del día / hacia la noche”). Un impulso clave para el aliento narrativo y la convicción que sostienen el conjunto de anécdotas, públicas e íntimas, que entreteje el libro. En Historias Darío Jaramillo se muestra como dueño de una imaginación autogenésica profundamente aferrada a lo literario (como un universo paralelo), que en última instancia forja un espacio que no procura ser real, si no más gratificante (“Quisiera ser la quinta rueda del carro / tempestad / Peras en el olmo / ser nada y estar en todo”).

La ironía y el humor,  presentes en esta obra, son  paradójicamente humanos, pues nunca ceden al cinismo. Junto a dicha sensibilidad,  algo cercana a la mesura de lo clásico, también se expresan ciertas notas discordantes: aparece la llamada de la otredad, en el poema “Historia de mi hermano” que, pese a sus limitaciones, desvela a la poesía como una actividad mágica que prolonga la vida. 

 

Tratado de retórica –o de la necesidad de la poesía- (1978)

        

En Tratado de retórica Darío Jaramillo se debate entre el poder de la palabra visionaria y el escepticismo, para asumir que, de distinta manera, ambos son experiencias plenas. En consecuencia, los poemas de la sección “El libro de las mutaciones” representan el aprendizaje de una plasticidad que en su propio despliegue se eleva hasta otras zonas del conocimiento en las que domina totalmente la intuición (“Todos tendremos que madrugar mañana después de una noche de calor y mosquitos, … / ¿cuándo cesará el dolor, cuándo regresará la peste, llegará algún mensaje de tregua, estallará todo por fin?“). Sin apelar a la espiritualidad religiosa, la observación paciente y profunda de la realidad termina por descubrir la presencia súbita de lo misterioso. De otra parte, en textos como “De la necesidad de la poesía” y “Los sueños del poeta” se efectúa una dura crítica, tanto a lo que el autor ha ido construyendo como identidad como al quizá inevitable narcisismo artístico.

El poema que resume esta fluctuación entre la fe y la incredulidad, que impregna tanto la vida como la creación verbal, es “Razones del ausente” (“Y díganle que se llevó consigo algunas supersticiones, tres fetiches, / ciertas complicidades mal entendidas / y el recuerdo de dos o tres rostros que siempre vuelven a él en la oscuridad / y nada”). El poeta reconoce así la alternativa de un lenguaje, que no es esencialista ni formalista, sino algo más humilde y también definitivo: un hábito individual, una manía propia, una práctica personal.

Tratado de retórica plantea que toda biografía es, en gran medida,  imaginaria y que los personajes que la habitan, por lo tanto, no existen sino por el poder de la fabulación. En Darío Jaramillo pronto este descubrimiento abrirá paso al amor platónico, que no es deseo, sino que corresponde también a un uso imaginario, a una idealización, que trasciende lo corporal.

 

Poemas de amor (1986)

 

Este libro, a pesar de tener un tú como interlocutor constante,  pretende indagar en lo emocional y sus fluctuaciones antes que dirigir mensajes hacia alguien concreto. De este modo Darío Jaramillo intenta convertir la experiencia individual en un arquetipo, por lo que se expresa con más intensidad en lo perdido, en la nostalgia (“No es el aroma que llevas como una prenda más: / es tu olor más esencial, tu halo único. Y cuando, ausente, mi vacío te convoca…“). Una alternativa que lleva al poeta a la recuperación de un antiguo modelo: la canción.

Se inicia así la búsqueda consciente de una renovada vía formal para el lirismo. Es decir, en Poemas de amor palpita como reto el atrevimiento de confrontar un universo emocional diluido en las urgencias de la sociedad postindustrial y mediatizado por la comunicación de masas (“Tu voz por el teléfono tan cerca y nosotros tan distantes, / tu voz, amor, al otro lado de la línea y yo aquí solo, sin ti, al otro lado de la luna“. )

Dicha opción indudablemente implica riesgos. Pero, para este poeta, resulta preferible atreverse con lo cursi que lidiar con la frialdad emocional o el cinismo. La aproximación a la canción, por lo tanto, es sutil, ecléctica y cuidadosa, pero no severa: en ella se anhela la calidez emocional y su inmediatez, sin necesariamente copiar estructuras (el coro y sus repeticiones).  En Poemas de amor aparece lograda también cierta intensidad que asocia estos textos a los de grandes recreadores de la pasión erótica surrealista como Robert Desnos o César Moro.

En la alternativa por trabajar este peculiar tono hay asimismo una cuestión de generosidad, que ansía reconectar con ese otro, a veces llamado público. O, como dijera Pessoa: “sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor / sí que son / ridículas”. No obstante, de nuevo, el universo de lo artístico otorga finalmente un refugio, una distancia redentora. En la sección “Colección de máscaras” aparecen Scott Fitzgerald y la música, el monólogo de un “Platón borracho” y homenajes a autores de distinta fortuna como Heráclito, Miguel A. Osorio (Porfirio Barba-Jacob) y J.D. Salinger. Una vez más, observamos la natural confluencia de lo metapoético y lo popular, de lo reflexivo y lo lírico en la escritura de Darío Jaramillo.

 

Poemas de Esteban (1995)

 

Desde su origen como parte del libro Cartas cruzadas, esta breve colección representa un decidido paso hacia un diálogo a partir de la interconexión de géneros: los poemas surgen dando, precisamente, voz a Juan Esteban, un personaje de dicha novela. El quiebre más notable con el resto de la obra de Darío Jaramillo es que textos como “Una noche” y “Nocturno” (repetidos varias veces como título) expresan un yo más oscuro, que vive plenamente el misterio y la sensualidad (“La noche es humedad, sudor de cuerpos, saliva de lujuria, semen, savia reciclando oxígeno”). Es decir, dan voz a otra parte de su ser habitual, una zona recóndita de la identidad, sólo en apariencia sólidamente construida. En estos poemas surge también un mayor contraste entre el escenario y la elocución, permitiendo al lenguaje proyectarse románticamente en la realidad con todo su esplendor oscuro (“La ciudad traquetea como un mecanismo desajustado, / algo le suena sin ritmo a la ciudad de noche”).  En términos distintos, en Poemas de Esteban, siguiendo la tradición de los nocturnos de José Asunción Silva y Fernando Charry Lara,  domina la sombra, en el sentido de Carl Gustav Jung, la cual se despliega implacablemente con la ciudad como telón de fondo.

 

Del ojo a la lengua (1995)

 

El diálogo interdisciplinario continúa con Juan Antonio Roda (1921-2003), pintor y grabador colombiano de origen español, cuya obra recorriera distintas facetas de las vanguardias y el arte abstracto. El reto de Darío Jaramillo, planteado con amistosa gravedad por el propio artista, consistió en encontrar un correlato poético para grabados concebidos desde el indeterminismo pictórico. Este planteamiento dio origen a un experimento que, bajo el pretexto de establecer un comentario y un homenaje a la obra plástica, indaga en la relación de lo abstracto con lo concreto y, por último, en los límites del arte y la poesía como medios expresivos (es fundamental en este sentido el texto “26 letras para un prólogo”). .

 Nuevamente, creemos hallar en la respuesta tentativa y contradictoria del poeta ciertos rezagos de la indeterminación borgiana (“Si toco, el espejo se queda ciego “). Todo el resultado puede reducirse, entonces, a una serie de “Entrevisiones de asuntos inmateriales”, una forma de justificar la duración (“La pregunta por uno mismo, solamente para que el yo desaparezca”). Es decir, la imposible búsqueda de un correlato poético para la indeterminación pictórica no difiere mucho del sinsabor inicial que enfrenta el escritor al asumir la página en blanco, ni de la incertidumbre sobre si alguna vez se llegará a expresar cabalmente la subjetividad.

 

Cantar por cantar (2001)

 

El aspecto más notable de este libro quizá sea su actualización platónica, la misma que pese a resultar inevitable tras los cambios epistemológicos y sociales instaurados internacionalmente por la modernidad, representa un rasgo poco explorado con ambición artística desde lo literario. El poeta asume en estos versos, conscientemente, una alternativa intermedia frente al miedo al contacto y a la expresión de afecto, a esa anomia tan común en el mundo industrializado (“Vinieron a salvarme los amores imposibles, / amores sin astucia y sin heridas, / amores curativos que no existen“). Frente a la expresión de lo emotivo como un signo de debilidad, en la serie de poemas de  “Amores imposibles”  la respuesta de Darío Jaramillo es clara: el amor y lo imaginario, aunque considerados mayoritariamente como realidades antagónicas,  comparten la posibilidad de ofrecer un refugio, de brindar cobijo, de crear una intimidad emotiva totalmente satisfactoria que nos reconcilia con la realidad.

El enamoramiento se torna así en un medio para reconocerse a través de otro (“Yo no voy nunca solo al fondo de mí mismo, / me acompañan mis amores imposibles / -los amores posibles no me amarían / si conocieran el fondo de mí mismo- “). Con una curiosa mezcla de convicción y distanciamiento, la ternura se ofrece gratuita y unilateralmente, asumiendo de antemano una generosa y digna imposibilidad. Cantar por cantar constituye una obra de madurez, exhibiendo precisión, intensidad y, al mismo tiempo, un pleno reconocimiento del azar, de la inutilidad de los propósitos.

 

Gatos (2003)

 

Este bello y breve libro establece una reflexión, a través de poemas en serie, en torno al gato como personaje arquetípico, a la vez real y fantástico. Darío Jaramillo construye así una curiosa materialización platónica: no la del ideal, versión absoluta de alguna virtud, sino la del misterio corporizado, en la que predomina lo lúdico.

En estos poemas los gatos deambulan como dioses entre cuyos mayores dones están la indiferencia y lo contradictorio (“cuando el espíritu juega a ser materia / entonces se convierte en gato”).  Pese a su logrado tono amable y juguetón, Gatos persigue una respuesta al vacío metafísico (“Dios hizo los gatos para que hombres y mujeres aprendan a estar solos”). El gato constituye entonces una divinidad cotidiana y menor, que se impone no por el miedo sino por su fascinación ineludible.

El gato, como seductor, guarda secretos en su movimiento y se mantiene en un equilibrio, natural y sin atisbo de culpa,  entre el amor y el desamor. En estos poemas destaca una observación minuciosa y siempre trascendida por la imaginación pero, en última instancia y demostrando la coherencia de la obra de Jaramillo Agudelo en su diversidad, también el felino representa una alegoría de la propia escritura y del destino del poeta (“¿Cómo hacer que la palabra me contenga / y yo desaparezca, / hecho silencio, / como se desvanece entre la noche / un gato?”)

 

Cuadernos de música (2008)

 

Nuevamente Darío Jaramillo asume el reto de abordar la escritura desde un diálogo con otra disciplina. Pero esta vez lo que lo obsesiona, a través de la belleza de la expresión musical, es la autonomía de lo artístico para crear una realidad trascendente,  lo que consolida, en última instancia, una vía para los anhelos de espiritualidad. Quizá esto haya producido que el poeta abandone las referencias explícitas a la canción popular para centrarse en la música culta (“Piezas para piano” y “Piezas para violonchelo” son los títulos de las secciones principales), relegando también la aproximación tentativa y experimental de Del ojo a la lengua con respecto a las artes plásticas.

En efecto, uno de los rasgos saltantes de Cuadernos de música está en que propone una versión renovada del esencialismo, a la manera de un Wallace Stevens no pictórico sino cantado (recuérdese el poema “Peter Quince en el clavicordio” del modernista estadounidense). Pero también resulta inevitable escuchar en estos versos el eco de la duración que proclamara Bergson: “La quietud absoluta elimina el tiempo en esta música/ Oigo el piano sin que los minutos pasen. / Música sin tiempo...”.

Desde esta perspectiva, Cuadernos de música, con sus referencias sutiles que crean un juego de ecos y veladuras,  se puede leer como la aspiración a desentrañar los mecanismos que despliega la música –su capacidad para transportarnos y crear otro tiempo, plenamente subjetivo y fuera del devenir normal- con el fin de reproducirlos verbalmente. El resultado son algunos textos que se convierten en equivalentes a piezas musicales, y otros que tienen vida propia en la poesía.

No obstante, como en toda traducción valida, el poeta sabe que debe ser fiel al sentido antes que a la mera transcripción formal: la escritura de Cuadernos de música es impresionista, crea sensaciones, no se limita a repetir estructuras ni simplemente a conceptualizar o decir. Consecuentemente, Darío Jaramillo opta por un enfoque secuencial y fragmentario, incesante como la lluvia (“Si la lluvia cantara /  sonaría como este piano lento / que da vueltas en torno a un solo motivo.”) 

Al igual que en Del ojo a la lengua, el poeta elabora textos autónomos con respecto a sus referentes y que aluden secretamente a compositores que le han servido de inspiración (en declaraciones el poeta reconoce homenajes a Satie, Chopin, Bach y Winston Marsalis). De modo inevitable, pese a la inicial reflexión sobre la música, se despliegan también temas y figuras predilectos: la espiritualidad, los gatos, la canción, el poder curativo del arte (“Medicina para las malas horas, / oración para el que no tiene palabras“).

El poema final “Some present moments of the future”  presenta un tema amoroso en dos versiones, el cual sirve para incidir en aspectos clave de la propuesta. La repetición de un mismo tema nos recuerda que, como en el jazz, una pieza es su interpretación y, por lo tanto, sin desconocer su belleza, en la música y en la poesía no hay absolutos pues sus resonancias están condicionadas siempre por circunstancias específicas.  Y, fusionando uno de sus motivos más queridos, el poeta nos sugiere también que la música y el amor comparten el ser experiencias inusuales que nos permiten durar fuera de nuestra humana condición. 

En resumen, el objetivo primordial de este libro sería retratar el poder evocador de la música sobre quien la disfruta: “La música no es lo que digo. Lo que digo soy yo invadido por la música”. Es decir, se debe agradecer a la música el poner a nuestro alcance medios que nos permiten alcanzar a ser otros, haciéndonos trascender los límites impuestos por nuestra identidad personal.

 

Y poder volverme invisible a voluntad

 

         Como se aprecia, establecido el inicial e inacabado recorrido por una obra llena de matices, cabe aún preguntarse cuál es el tema central de la poesía de Darío Jaramillo Agudelo. Quizá éste sea uno de extrema vigencia en las poéticas de inicios del nuevo siglo: la celebración de una subjetividad inasible, el escribir desde un yo que acepta su identidad difusa y convive naturalmente con la otredad y lo efímero. Tal peculiar apertura desde lo interior hacia las zonas más variadas de lo concreto es la que permite a este poeta cultivar una voz poliédrica, propia  de un ser simultáneamente culto y popular, espontáneo y artificioso, que se reconoce en el amor y en el desamor, y que, por último, viviendo a plenitud lo sensible y perecedero, anhela también cierto orden espiritual: “Los amores imposibles / -es tan evidente que siempre lo olvido- / son parte de ese mundo imposible / que es mi mundo verdadero.” 

 

En otras palabras, la evolución de Darío Jaramillo sugiere que el poeta no ambiciona ya la materialización del espíritu –fugaz o fantástico, como sucediera notablemente en Gatos- sino que proclama la identificación y el pleno reconocimiento de lo temporal: la poesía y la vida asumidas desde el movimiento, el cual, pese al caos y el azar, también puede conmover y arrebatarnos. Aquella lúcida decisión de aceptar lo precario reconcilia la inestabilidad de nuestro tiempo con la espiritualidad laica que promovieron las artes en el inicio de la modernidad. Un esfuerzo titánico en su ligereza, que permite comunicar una verdad humilde, a la vez eterna y efímera, como la propia escritura, y que se sigue con interés por ser no otra cosa que la Historia de una pasión:

Pasión a riesgo total, en ella no hay experiencia acumulable. Nunca aprenderé a escribir. Y esa elusión también me parece fascinante. Partir de cero cada día, poniendo en cuestión la frase anterior, el párrafo anterior, el mundo anterior, todo lo que va hasta ese instante.

 

 

 

 

 

 

                                                                                                                

Escrito en Lecturas Turia por Martín Rodríguez-Gaona

Esas palabras sin nombre

14 de mayo de 2014 08:12:46 CEST

 

 

Esas palabras sin nombre

que intento despertar cada día

son la memoria de un instante

que se pierde en la niebla.

Como un zahorí busco el agua

que les de vida,

y encuentro sólo sombra,

un remolino de voces

que se agitan en el sueño

a la espera de que alguien

les revele su destino.

Oigo una vieja sinfonía,

un rumor que brota de un arroyo

en el desierto.

El aliento de los ángeles

dibuja las huellas de mis labios

y algunos versos imposibles.

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Navales

Devocionario en prosa de un poeta

13 de mayo de 2014 08:50:52 CEST

Hubo un mago, retirado del tráfago y del ruido veleidoso, en su cueva cervantina de las maravillas, prendado de la palabra poética en su libertad y en su resplandor por sobre todas las cosas, encadenado perpetuo a la literatura y a la sabiduría, que se llamó Gastón Baquero (Banes, Cuba, 1914 – Madrid, 1997). La primera parte de su vida la pasó en su Isla natal. Perteneció al grupo de la revista Orígenes (que tutelaba su siempre idolatrado Lezama Lima) y ejerció el periodismo, aunque como él mismo señalase “fue de la poesía al periodismo y, en lo posible, llevó a éste los temas, las personas y los problemas de la poesía”. María Zambrano lo conoció en La Habana mítica de la década de los años cuarenta y quedó deslumbrada ya por sus primeros poemas. Cintio Vitier testimonió de ellos: “Llegaban y se establecían en la luz como si siempre hubieran estado ahí, familiares en su secreto y en su grave magnitud”. A partir de 1959 Baquero residiría en su destierro español, donde moriría sin haber podido regresar a su país. Su libro Memorial de un testigo (Adonais, 1966) se convertiría en gema casi secreta de alabanzas, defendido con pertinacia por poetas como Gerardo Diego, Francisco Brines, Luis Alberto de Cuenca o Mario Míguez y críticos como José Olivio Jiménez y Guillermo Díaz-Plaja. Tuvo la buena fortuna de disfrutar de postreras ediciones de su obra en verso, que vieron la luz antes de su fallecimiento; así, Poemas invisibles (Verbum, 1991) y Autoantología comentada (Signos, 1992). En su labor de ensayista literario recordaremos Darío, Cernuda y otros temas poéticos (Editora Nacional, 1969) y La fuente inagotable (Pre-Textos, 1995).

La minuciosa e inexcusable resonancia de Baquero sigue, felizmente, cumpliendo su curso. Gracias a la dedicación consecuente y apasionada de sus conocedores devotos. El también poeta y editor Ángel Luis Vigaray inició la andadura de la colección “Signos/Versión Celeste” (bajo el auspicio de Huerga y Fierro Editores) con un opúsculo del cubano, recuperado homenaje a Juan Ramón Jiménez, escrito tras el fallecimiento de éste en 1958. Ahora, en esa misma colección, se publica una amplia –más de 40 piezas– recopilación de crónicas y ensayos aparecidos, en su día, en prensa aquí y acullá, y reunidos en casi detectivesca indagación por el estudioso cubano Alberto Díaz-Díaz, transterrado residente en Edimburgo que asimismo culminó una tesis en la Complutense madrileña (Perfil íntegro de Gastón Baquero) sobre nuestro autor. Como encargado de esta edición subraya la sabia y generosa virtud baqueriana para pensar con fe o sentimiento siempre en la Poesía, y nos indica cómo Baquero superó las rejas del artículo periodístico para lograr incluir en su luminosidad el ensayo literario de venero hondo y palpitante. Pues lo primero que demuestra este libro, en su desplegado muestrario, es que la prosa de Gastón Baquero no es inferior a su poesía lírica.

Escojamos un par de ejemplos relevantes. Diario de la Marina, periódico habanero. Año 1946. “Memorial por el poeta John Keats”. Se repasa ahí la existencia de creación, de contemplación y de reverencia a la Belleza por parte del romántico inglés enterrado en Roma, y se nos ofrece lo impalpable y sutil de su quehacer, en compañía y frente a sus compañeros Shelley y Byron. La divisa del Endymion (“A thing of beauty is a joy forever”) brilla como hechizo cautivador, y el excurso del comentarista aún rutila seis décadas después: “Que la vida se vive con idéntica intensidad y potencia, tanto por el que está llamado a combatir en medio de la arena, como por el que está llamado a contemplar las estrellas”. Mismo periódico y mismo año: “Emily Dickinson o de las maravillas pequeñas”. La aparición de una traducción al español de la señora rara y fantasmal de la casona de Amherst llevada a cabo por Ernestina de Champourcin y Juan José Domenchina nos conduce de bruces ante la misteriosa, mágica y exquisita Emily. La consecuencia explícita deviene lema plausible, válido para la obra del propio creador cubano: “Aun en el más humilde hondón de una aldea, o en la más apagada vida de un ser cualquiera, puede arder, y arde con frecuencia, la llama transfiguradora e inmortal de la Poesía”. Les invito a leer un par de poemas del mencionado Memorial de un testigo (“Primavera en el Metro” o “Discurso de la rosa en Villalba”) y podrán hallar las correspondencias pertinentes entre el verso y la prosa de tan sabio hacedor.

Otoño de 1945; Baquero se refiere a su dilecto compatriota Julián del Casal. “Se sabe que el otoño ha llegado porque la luz comienza a hacerse más oscura (...) Se pronuncia despaciosamente la palabra O-to-ño, y el color gris, gris de humo, hace su aparición”. Allí donde el otoño echa sus lienzos de humo, sus meditaciones tristes y sus sentidos rebeldes queda anclado el modernista cubano. Durante otro adiós al estío –“reinar deleitoso de la luz”– en noviembre de 1951, llega a La Habana Luis Cernuda. La nota de recibimiento de Baquero –siempre en el Diario de la Marina– describe al sevillano reflexivo, tocado por lo inglés, en su madurez; y nos acentúa su poesía trágica sin desmelenamiento, dolorida sin alarido, elegíaca: “En Luis Cernuda se reencuentra lo griego, se comprende que el punto final del romanticismo apuntaba más hacia el retorno a Grecia que el Renacimiento”. La inserción de lo griego gira y abre una aguda interpretación en su artículo de bienvenida. La poesía de Cernuda, en su desnudez limpia de aditamentos y estorbos, resplandece como un templo escueto, como una estatua griega. La concatenación de otoños se nos revela, como un íntimo trallazo confesional aunque sobrio, más adelante ya en Madrid, en el exilio de Gastón. Diario Arriba, 1965. El confeso otoñófilo de nacimiento, discípulo de Spengler y de Schumann, habla de su estación amiga, intuida, soñada: “El otoño es así, no defrauda, no miente, no simula. El otoño es”. La poesía, que ha de enriquecer y de perfeccionar la vida, se hace entonces explícita poética baqueriana; al ser el otoño una estación revés del perpetuo verano antillano, posibilita vivir en ella “sin precipitaciones, hablar reposadamente, contemplar sin prisas las maravillas del mundo”. Tal es su estética de compositor.

Una fiesta de la literatura universal resulta ser este libro. En las páginas escritas antaño en La Habana podemos recrearnos con Lautréamont y Valéry, celebrar el Premio Nobel de T. S. Eliot o complacernos con excéntricos como Jorge Santayana y O. W. de Milosz. Instalado ya en Madrid, destaca un agudo ensayo sobre Borges, aparecido en el diario ABC, ¡en mayo de 1962! ¿Cúantos conocían aquí entonces al políglota, sabelotodo y memorión memorable (sic) calificado como “la primera figura intelectual de la América Española”? Se celebran con precisión las fabulaciones del argentino universal: “Gracias a Borges, América es más rica, más profunda, más inteligente...”. Un corolario de este libro es también constatar la indisolubilidad eterna del vínculo creado por la lengua española en sus dos vertientes: España y América. Gozosas de paladear ambas una lengua común que se ha imantado en maneras tan diversas: Bécquer, Martí, Valle-Inclán, Baroja, Ballagas, Juan Ramón Jiménez, Octavio Paz, Eliseo Diego. Relámpagos que recorren el devocionario de quien impelido por su límpida obsesión sabe, y mucho, de la palabra vivificadora de la Poesía. En fin, esta Geografía literaria acoge una cultura universal unitaria (también a Novalis, Rilke, Huidobro, Ramón Gómez de la Serna y tantos más) que se hace simultánea en sus diversidades. “Un niño con una candelita encendida en medio de la noche es lo que siempre he sido” nos dejó dicho ese inmenso cubano de plural resonancia que es Gastón Baquero. Acompañémosle en este viaje por el mapa de sus predilecciones.

 

 Gastón Baquero, Geografía literaria (1945-1996). Crónicas y ensayos, Madrid. Huerga y Fierro Editores, 2007.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Rodríguez Abad

Claire

12 de mayo de 2014 08:02:10 CEST

Y cómo cambió mi hermana Claire.

Estaba allí de pie,

con un abrigo de soldado

y una cocacola sin gas en la mano

mirando a los que caían de las torres

mirando los vagones quemados

y entonces oímos un ruido hueco

y vi su equipaje de mano

y vi que ya no era joven,

que había dejado a su marido

porque sus manos apretaban demasiado.

Porque el minibar estaba lleno

de restos de medusas y metales;

Porque él entraba dejando

un simbólico rastro rosa en la bañera

mientras los niños rezaban

encerrados en las aulas.

Y él seguía sentado en un sofá naranja

chasqueando piezas de bricolaje con la boca

odiando sordamente

a las tías que le insultaban

pensando en el hacha y los ahorros de la boda.

Y pegaba y pegaba a Claire

un par de veces

hasta que papi le acompañaba al avión

del mismo brazo.

Pero Claire convencía a todos

y él volvía a casa en su propio coche

y regresaba a su sillón naranja

girando uno a uno los números

de sus antiguas amantes

que, una por una,

fueron declinando la llamada

Oh, tengo lotes de Biblias

para vender puerta a puerta

Oh, tengo que devolver al súper

un disco de Roy Orbison

Oh, la señorita

no puede ponerse en este mismo momento

Porque quería que mi hermana volviera

pero ella decía No

por mucho que él dijera

This is your home, darling,

This trailer´s your home.

Y la pequeña Claire, la sobrina,

se sintió confundida

cuando cambió mi hermana,

pedía a gritos los mismos dibujos

y no respondía si le hablaban extraños.

This is your mum, Money,

Mum has to change now.

Y Claire puso en marcha

sus mandíbulas trituradoras

su ejército blanco bajando por la Avenida,

y pagó con su tarjeta mi propia comida

y pagó con su tarjeta

un “Kerouac para niños”

una taza de Anthropology

con sus siglas bien marcadas.

Y Claire niña en el carrusel decía:

“They have toy horses, mummy

Now, you hunt yours

hunt yours, mummy”.

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Díaz Villarías

Aforismo y poesía gravitatoria

9 de mayo de 2014 09:40:49 CEST

Hacer del método científico una poética del pensamiento no es una empresa inédita. Hace más de un cuarto de siglo, Hans Magnus Enzensberger fundió las raíces de la poesía y la ciencia en las "37 baladas de la historia del progreso", que publicó en su libro Mausoleo. Más recientemente, el pensador alemán ha proseguido sus "miradas de soslayo" en poesía y prosa en Los elixires del progreso. Enzensberger se congratula de haber superado por fin el cientifismo excluyente decimonónico, cuyo epitafio es el Bouvard et Pécuchet flaubertiano. Tras asociar el léxico de la astronomía, las matemáticas o la física a lo que Jakobson denominó "función poética", Enzensberger colige que toda narración científica se fundamenta en un discurso metafórico: "Invisible como un isótopo que sirve para el diagnóstico y la medición de tiempos, imperceptible pero apenas renunciable como un oligoelemento, la poesía está actuante allí donde nadie la supone".

Esas sugestiones permiten calibrar las intenciones de Jorge Wagensberg (Barcelona, 1948). Doctor en Física, profesor de Teoría de los Procesos Irreversibles en la Universidad de Barcelona, ameno divulgador y cabeza pensante de la modélica Área de Ciencia y Medio Ambiente de la Obra Social de "la Caixa", Wagensberg encadenó en Si la naturaleza es la respuesta, ¿cuál era la pregunta? (2003), colección de aforismos que otorgaban un tono coral a unas reflexiones que, como anuncia el interpelativo título, pretenden que el lector abandone la arcaica condición de "desocupado" para pasar a ser "interactivo".

Siguiendo la misma estrategia, Wagensberg vuelve a proponer en A más cómo, menos por qué 747 reflexiones sobre la verdad, la duda, lo bello y lo inteligible, la selección y la evolución, las construcciones y fronteras de lo humano, los museos y el arte… Y lo hace en dos formatos de pensamiento y expresión. En la primera parte del libro utiliza el aforismo como distancia corta y en la segunda opta por géneros literarios como la crónica o el cuento para modular la distancia larga. Wagensberg considera el aforismo "el más científico de los géneros literarios"  y subraya que "la poesía es más científica que la historia" y se vacuna contra la autocomplacencia: "El dudoso prestigio de los aforismos procede de la facilidad con la que se logra un aforismo malo", advierte. El aforismo, como la buena poesía, expresa lo máximo con el mínimo número de palabras, una decena a lo sumo, por lo que el autor encadena sus reflexiones para que sean leídas como los versos de un poema. A cada familia de aforismos le corresponde en la segunda parte un texto que permitirá que esa idea "empaquetada en una sola frase se disuelva, se desarrolle y viva su propia vida". Como ejemplo, la segunda ley de Newton, que se escribe con tres letras (F=ma), "pero comprende cualquier movimiento de cualquier cuerpo cuyo conocimiento quizá se exprese con una larga, muy larga secuencia de datos". La relación entre reflexiones extensa y compacta podría explicar algunas opiniones de un periodista de la celebridad del polaco Kapuscinsky, cuando afirma que la capacidad de expresión poética es la semilla del mejor periodismo. Para Wagensberg, "una frase de veinte palabras se conserva peor que una palabra y un texto de mil palabras peor que una frase de veinte. En veinte palabras la intención es más bien comprender, en mil palabras la intención es má bien conocer".

Partiendo del cogito ergo sum descartiano, Wagensberg indaga en los fundamentos de la verdad y la inteligibilidad, que "es la belleza externa de las cosas". Apunta como primera evidencia del sentido estético la simetría obsesiva de un hacha de Homo erectus, mientras que la autoconciencia se plasmaría en un enterramiento ritual neandertalense y el conocimiento abstracto en la inteligibilidad del Homo sapiens que esboza una pintura rupestre. Tienen estos aforismos un ritmo y una cadencia que repiquetea en el pensamiento como las gotas de lluvia en un fino cristal. Palabras que propician la simbiosis entre Ciencia, Literatura y Arte. "El árbol amazónico Acariquara ilustra una intuición de Oscar Wilde: hace milenios que la naturaleza copia a Gaudí". Los asombros de Einstein que le llevan en volandas desde los cinco años a los veintiséis, cuando su Teoría de la Relatividad "prepara los siguientes cien años de la ciencia" señalan en lo cotidiano la fuente primigenia de los genios. Einstein y Newton inspiran el título del libro: "A más cómo, menos por qué". Y esa frase sobre la que pivota la especulación científica abre la puerta del asombro permanente. "Educar no es llenar sino encender", advierte Wagensberg.

La curiosidad del escritor de aforismos alcanza a la ciencia social. Nos dice que en las sociedades creativas como el Renacimiento italiano las masas se miran en la elite, mientras que en las destructivas, como el nazismo, la elite se mira en las masas. En los últimos apartados de su exploración revela su experiencia museológica en la colisión de objetos, fenómenos, ideas y visitantes. Ese Museo Universal, utilizando una denominación del siglo XIX, depara cuestiones como la creación, la copia, el plagio y la clonación. Si el museo es interacción, la conversación es el postrero mojón de un autor que cuantifica cada formato comunicativo, al igual que lo hace entre la extensión aforística y el desarrollo narrativo de esos aforismos. "Un individuo es para la reflexión, dos individuos son para la conversación, unos diez son para la tertulia y unos cien son para la conferencia". La reflexión supone la independencia individual ante la incertidumbre.

Y al final, los aforismos se despliegan en poemas en prosa: la innovación tiene la forma de un violín de Cremona. La tecnología no es capaz de conseguir el "raro terciopelo" de un sonido de violín. Y el aserto platónico de que conocer es recordar se reafirma cuando el profesor Wagensberg evoca el sabor de los morados melocotones de agua de su infancia que comía directamente del árbol "quizá, como los violines de Cremona, ya no vuelvan". La ley de Proust gravitando en un pensamiento científico. Poesía actuante donde nadie lo suponía.- SERGI DORIA

 

 

 

Jorge Wagensberg. A más cómo, menos por qué. Barcelona, Tusquets, 2006

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Sergi Doria

¿Quién es Antonio Porchia?

8 de mayo de 2014 08:42:25 CEST

Empecemos por un lugar común. La mayoría de los autores, y Porchia es más un autor que un escritor, esconden su vida en su obra. En realidad en esta frase hay dos lugares comunes en vez de uno. El tópico que distingue al autor del escritor, en el que los franceses han abundado a conciencia, y el más universal del autor que instintivamente se oculta en su obra. Claro que algunos incluso lo hacen conscientemente. Y no importa que esa obra sean libros de poemas, relatos o incluso novelas, por limitarnos a la literatura, o a una concepción tópica de la literatura. La vida de Porchia está en sus Voces, “mis Voces es casi una biografía”, dijo en una ocasión, y Porchia, más que en cualquier aproximación que pudiéramos intentar a su vida, y hay algunas soberbias, de las que tal vez luego hablemos, está en sus Voces reunidas. Es decir, en todas sus Voces hasta la fecha. Porque parece ser que sigue habiendo voces desperdigadas por el mundo, que su autor iba dejando caer acá o allá al capricho de su humor, o de su amor. Y digámoslo ya sin mas dilación, esta espléndida edición de sus Voces reunidas viene a saldar nuestra incomprensible deuda editorial con una de las voces, valga aquí la redundancia, un procedimiento expresivo que no desdeñaría Porchia por cierto, más originales y sugerentes del pasado siglo. Porque de Porchia sólo conocíamos hasta la fecha sus Voces abandonadas (Pre-Textos, 1992). A no ser que posean ustedes alguna de las ediciones de Voces que hiciera Hachette en Buenos Aires, 1ª edición en 1943. La que yo poseo, un precioso regalo, es la decimoquinta, de 1982. Está dedicada a Roger Caillois, y empieza así: “Situado en alguna nebulosa lejana hago lo que hago, para que el universal equilibrio de que soy parte no pierda el equilibrio”. Estas Voces de Hachette están incluidas naturalmente en las Voces reunidas que hoy celebramos. Una edición magníficamente preparada por Daniel González Dueñas, Alejandro Toledo, y Ángel Ros, tres profundos conocedores de la obra de Porchia, que viene acompañada por un cd con una selección de Voces leídas por el propio Porchia, además de una completísima bibliografía y un emocionante apéndice fotográfico, por no hablar del prólogo y el epílogo de los editores. En una palabra, una edición integral en toda regla, como reza por lo demás en la cubierta del libro. Después de leerlo sabrán ya quién fue Porchia, y quién es Antonio Porchia. Y si todavía no se ha agotado su curiosidad, les aconsejo que visiten la página http://www.antonioporchia.com.ar. Preparada también por Ángel Ros, ofrece, además de varias ediciones de las Voces (texto íntegro) su biografía, imágenes, testimonios, y algunas agradables sorpresas más.

            Y ahora hablemos de las Voces. O, mejor aun, dejemos que hablen las Voces. ¿Son aforismos? ¿son sentencias? ¿máximas? ¿cohetes, como diría Baudelaire? Son todo eso, y no son nada de eso. “Jamás digan que escribo aforismos. Me sentiría humillado”. Sus Voces son literalmente eso, voces, siempre fulgurantes, destellos súbitos de pensamientos imposibles, un catálogo inmenso de figuras inverosímiles, silogismos ilógicos, negaciones que afirman y afirmaciones que niegan. Todo eso podrían ser o no ser. Porque el proceso de elaboración de una Voz no era, lo sabemos por su autor, un proceso intelectual. La Voz respondía a una experiencia vivida, íntima, un sentimiento, una emoción, la voz se iba formando espontáneamente poco a poco, o de golpe, emergía, tomaba forma, se articulaba. O bien se esfumaba para volver años después, ya crecida, pero todavía ingenua, inocente, cabal. Dicho en palabras de Caillois, que traduciría sus Voces y las daría a conocer en Francia, “esos pensamientos no son ideas, y escasamente son pensamientos; no revelan lógica ni psicología, sino más bien metafísica, y una metafísica donde hay que adivinar más bien que comprender”. Roberto Juarroz, posiblemente quien más haya hecho por la difusión de las Voces de Porchia, dijo de él en una ocasión: “Era un individuo con la disponibilidad para pensar lo que, según parece, no necesita ser pensado”. Y ¿qué es lo que no necesita ser pensado? ¿Lo superfluo? Seguramente, tal vez porque “solo lo superfluo es necesario” (esta Voz no es de Porchia, ¿es un eco de alguna voz de Porchia?).

          Estas sí son de Porchia: La seriedad es un rasgo de la niñez que en algunos hombres perdura (683) Para elevarse es necesario elevarse, pero es necesario también que haya altura. (542) A veces lo que deseo y lo que no deseo se hacen tantas concesiones que llegan a parecerse (514) La vida duraría más si las cosas de la vida no durasen tanto (852) Lo que haces no es lo que crees que haces (271) Quien ama sabiendo por qué ama, no ama (277) Estar en compañía no es estar con alguien, sino estar en alguien (1122) Hay fuegos que desde lejos dan calor y desde cerca frío (624)

            Son voces al azar, como recomendaba Borges leer las Voces de Antonio Porchia: En un momento de duda, alguien abre el volumen al azar… Y así es Porchia.- MANUEL ARRANZ

 

 

Antonio Porchia, Voces reunidas , edición, prólogo, tabla de variantes, anexo y epílogo de Daniel González Dueñas y Alejandro Toledo, con la colaboración de Ángel Ros, Valencia, Pre-Textos, 2006.

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

Suiza pasión

7 de mayo de 2014 08:28:43 CEST

Acerca de lo que le sucedió al galán de la mirada de nardo

durante la visita que causó a la blanca niña

por voluntad de los futuros desconocidos nadie supo,

así que la versión que aquí a la sombra acontece

tiene que pertenecer, a la fuerza del ojo, a ella o a él.

 

Sucedió al borde del lago, clásicamente,

el tren arribó hasta la misma orilla, humedad y acero,

ella peinaba sus pies sobre el rail,

piedra que te quedarás para siempre

y la ondita crecía sobre el agua.

 

El hígado del joven descendió envuelto en un traje rayado

del vagón de primera, todavía,

lo que no era en él sorpresa, era en el pasado maletas.

 

Ni pensar que ella se alejaría del rail

ni pensar que él se descalzara,

el cuero de los botines recorrió el universo

de los pies de la que siempre había sido ya su amada,

le anduvo sin descanso, ella se abandonó,

los empleados de la línea del ferrocarril lloraron,

lloraron más intensamente que si la máquina

hubiera arrollado el cuerpo de la desgraciada.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Grassa Toro

Testimonios

6 de mayo de 2014 08:21:38 CEST

 












(Basado en hechos reales)

 

He visto un hombre limpiando su coche un día de lluvia, a las doce de la noche.

He visto a los gatos andando hacia atrás, erizados ante la forma de la nada.

He visto los ojos de un icono ruso observando el crecimiento del tiempo.

He visto a un poeta desesperado por escapar de la palabra celeste.

He visto a mujeres combadas de dolor por un presagio.

He visto un ahorcado balanceándose levemente por el viento.

He visto a un potrillo salir al mundo sobre el heno, con el rostro triste.

He visto olas que no llegaban a romper, y regresaban.

He visto niños intentando recomponer a las hormigas rotas.

He visto a borrachos seguir bebiendo para perder el sentido. Todo sentido.

He visto a una mujer llorando de alegría, mientras miraba a su hombre.

He visto rectas circulares en carreteras infinitas.

He visto a pescadores acariciando el mar.

Y yo era el hombre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Vicente Luis Mora

El deseo y la realidad

6 de mayo de 2014 08:12:26 CEST

                                             

            Puntual a su cita periódica con el lector,  José Antonio Marina (autor de obras tan celebradas como Elogio y refutación del ingenio, Teoría de la inteligencia creadora, Crónicas de la ultramodernidad o Anatomía del miedo entre otras muchas) acaba de publicar Las arquitecturas del deseo, un libro de esclarecedor subtítulo: Una investigación sobre los placeres del espíritu. Tan prometedor planteamiento no se ve defraudado en las amenas y rigurosas páginas de quien ha elaborado ya -y desde hace años- un sistema filosófico coherente y trabado, una inteligente mirada sobre la realidad y una conciencia crítica sobre nuestro mundo actual. Con su ya conocido estilo cercano, su capacidad ejemplificadora de las más diversas circunstancias conceptuales, la sabia utilización de referentes interculturales y su particular dosis de bonhomía bienhumorada, este ensayo nos acerca a los resortes, impulsos y contradicciones del anhelo y el deseo como elementos integrantes de una nueva moral, pujante y desinhibida, pero también esclavizada y desquiciante, una acaso renovada enajenación colectiva. Con su característico tono relativizador, revisionista incluso, en la senda del mejor Ortega y Gasset, Marina nos ofrece una vez más ese tipo de discurso ensayístico que cabalga sobre la filosofía, la sociología, el cine, la literatura o la psicología, en una ejemplar confluencia interdisciplinar.

 

            Este libro parte de una epistemología del deseo; su pretensión es adentrarse en los modos de conocimiento del anhelo personal y en los objetos, sentimientos o pasiones que lo suscitan. El sujeto deseante es analizado así con la implacable mirada del antropólogo cultural que desmenuza los caracteres de una ancestral condición humana centrada en la voluntariosa consecución de un fin necesario o superfluo, pero que se presenta como esencialmente imprescindible. Se recalca, con singular acierto, la función liberadora del capricho, se reivindica el valor transgresor de la obsesión placentera, y se ahonda en la fascinación gratificante que ejerce la obtención de poder (político, sobre todo). Y la cosa se anima cuando el lector se adentra en los argumentos que relacionan tentación, pecado, culpa, perdón, penitencia, redención y condena; la faceta religiosa, en fin, del deseo. Sin olvidar las referencias a las teorías freudianas, en las que se conecta la satisfacción placentera con una sociedad no civilizada, la barbarie de una voluptuosidad incontrolada como desencadenante “subversivo” de una honda perturbación social. La sexualidad, como potente componente de esta temática, se vertebra aquí a modalidades de lo sádico o lo fetichista como expresión de creativos deseos espúreos, fijaciones psicológicas de lo anticonvencional. Marina profundiza así en las pulsiones que genera el delirio absorvente de lo deseado, en la satisfacción personal y su repercusión neurológica, y en el carácter también “espiritual”, casi místico, de hondo tono ético del placer obtenido.

 

            La represión psicológica o social del deseo resulta particularmente interesante, porque evidencia las contradicciones de una moral natural sin un claro contenido racionalista. La inhibición de la ansiedad anhelante, los efectos contraproducentes de una libido reprimida o la influencia de estas contenciones en la sentimentalidad amorosa son aspectos ampliamente desarrollados en estas páginas entre ejemplos, referencias, citas,  modelos de conducta o anécdotas que agilizan un texto de amena configuración teórica. Determinados deseos, ligados a una emotividad radical, constituyen un singular proyecto vital (con Castilla del Pino al fondo), capaces de dar sentido propio a toda una existencia y, desde este punto de vista, erigirse en motor de unas finalidades íntimas. De este modo, son los deseos y no las opiniones, los que configuran la personalidad, conforman el sentido de las preferencias personales y establecen las diferentes tipologías humanas. El deseo, que tanto tiene que ver con el placer, se relaciona también con la distinción y la aprobación social, con el exhibicionismo colectivo, con la sociabilidad o, incluso, con las capacidades económicas del sujeto, aspectos estos integrados en una sistemática de lo comunitario que aparece aquí perfectamente glosada y analizada. La insaciabilidad del deseo, los terrores que se agazapan tras su represión canónica o el carácter lúdico también de los anhelos incontrolados o festivos son cuestiones que fluyen igualmente en este reflexivo contexto de voluptuosas ansiedades. Se traza a la vez un incisivo análisis de las dimensiones culturales del placer, sus implicaciones estéticas y la óptica antropológica que tan bien ilumina todos estos referentes. En las propias palabras de Marina: “En el origen de la cultura está el deseo. Todas las invenciones de la humanidad tienen como meta satisfacer nuestras necesidades y anhelos, sean reales o ficticios. Vivimos, como los demás animales, en un universo físico, pero habitamos en un mundo simbólico, expansivo, explosivo, deflagrante. Llamaré cultura a esa morada construida, es decir, a la realidad humanizada.” (pág. 141)

 

            Es evidente que, tras la dilatada trayectoria intelectual de José Antonio Marina, no existe solamente una trabada concepción filosófica y humanista de las realidades contemporáneas, sino que su ensayismo ha generado también un determinado tipo de lector, inquieto, crítico y sensible, buen conocedor quizá, en este caso, de los factores que distancian -o aproximan- la realidad del deseo; un excelente libro este para ahondar en estas identidades, caracteres y contrastes.

 

 

José Antonio Marina: Las arquitecturas del deseo. Una investigación sobre los placeres del espíritu. Anagrama. Barcelona, 2007.

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Ferrer Solà

La ventana de Mario Vargas Llosa

6 de mayo de 2014 08:04:24 CEST

El nombre de Mario Vargas Llosa ha estado asociado a mi vida desde siempre, incluso desde antes de que ese nombre tuviese un rostro o una biografía o la cantidad de obras que puedo enumerar ahora en orden de publicación. Mario Vargas Llosa estuvo conmigo siempre, desde niño, aunque solo después de una década leí cada uno de sus libros, sus ensayos, sus crónicas, sus artículos de diario, muchas de sus entrevistas o ponencias (imposible seguirlas todas) y centenares de monografías sobre él que tuve que leer y calificar, en un curso que dicté en la universidad dedicado a La ciudad y los perros.

Al principio, insisto, era solo un nombre. Un nombre más en medio de una lista de nombres en los que apenas podía reconocer uno de otro. En esos años de infancia solo habían dos nombres que podía identificar claramente: Hans Christian Andersen, el cuentista danés, cuyo nombre llevaba mi colegio y por ello me sentí en la obligación de leer todos los cuentos suyos que pude conseguir (y amé algunos cuentos suyos menos célebres que el “patito feo”, como “la reina de los ventisqueros” o aquel en que una madre va en busca de su hijo que se lo llevó la muerte), y Abraham Valdelomar, cuyo cuento “Los ojos de Judas” me impresionó de tal manera (y me sigue impresionando) que quise saber más de su autor, y así me enteré de su vida de snob, de su temprana muerte bajo terribles gritos de dolor y su monóculo.

Todos los demás autores, desde Ventura García Calderón, pasando por José María Arguedas, Julio Ramón Ribeyro o Vargas Llosa, eran solo nombres imposible de identificar en el libro de literatura de la empleada de mi casa. En aquel libro, el autor había colocado un cuento cada semana y luego un cuestionario para controlar la lectura y fomentar el análisis crítico y el juicio social. Además, como método didáctico de avanzada, se le ocurrió dejar un recuadro en blanco para que el joven estudiante dibuje la escena que más le había impactado, o aquella que mejor resumía, el relato. Mi empleada sabía que me gustaba leer, que desde que aprendí a leer no solté jamás los libros (unos libros juveniles, resúmenes de obras famosas, que mi padre compraba en kioskos muy baratos, impresos en Ecuador). Además, era el dibujante de la familia (aunque fue mi hermano quien después se hizo pintor e ingresó a estudiar Artes), garabateando no solo hojas, cuadernos, libretas de apuntes de mi madre, sino también paredes, las maderas de mi cama e incluso las sábanas.

Por lo tanto, yo era perfecto para que ella pudiese saltarse una tarea que no le apetecía hacer. Me pedía siempre que leyese el cuento e hiciese el dibujo, aunque ella contestaba las preguntas (o las copiaba de sus amigas más aplicadas). Me encantaba esa tarea. Sentí una gran decepción cuando ingresé al colegio y nadie me pidió una tarea parecida. Por aquellos años era feliz leyendo los cuentos, pensando en la escena principal y dibujándola. No me importaba quién había escrito el cuento o si era bueno o malo (normalmente, no podía distinguir la calidad de esos relatos ni de la prosa, salvo el mencionado de Valdelomar), sino qué dibujo podía usar y cuántos colores podría poner. Me gustaba el rojo, por eso prefería siempre escenas donde ese color se podía utilizar, como aquellas en las que se veía sangre (me imagino lo divertido que fue dibujar “El campeón de la muerte” de Enrique López Albújar). Desde luego, Mario Vargas Llosa fue uno de los cuentos que leí y dibujé entonces. No recuerdo bien aquel cuento, pero mi memoria se inventa que fue “El desafío” lo primero que leí de él. No me impactó demasiado, como no me impactó nunca ninguno de los cuentos de Vargas Llosa. He leído un par de veces su única colección de relatos Los jefes y a pesar de descubrir en él rasgos que serán puestos en evidencia en La ciudad y los perros es obvio para mí que el Vargas Llosa cuentista era un embrión que nunca se desarrolló dentro del género, y dio un paso al costado (nunca un salto hacia adelante, como les gusta decir a los editores, a los profesores de taller y a los escritores jóvenes más ambiciosos de reconocimiento) muy pronto para dedicarse a la novela. En ese sentido, es interesante la anécdota que cuenta el mismo Vargas Llosa (y ha certificado uno de los presentes, Abelardo Oquendo) sobre la vez que leyó un relato en una tertulia de amigos, luego de lo cual se hizo un silencio profundo y se siguió la conversación sin aludir a lo que acababa de ser leído. Así de malo parecía ser. Y así de malo se pinta Varguitas en La tía Julia y el escribidor, resumiendo los argumentos de sus primeros cuentos, todos ellos condenados al fracaso.

Mario Vargas Llosa empezó a tener rostro y biografía, para mí, antes de leer el primer libro suyo. Lo tuvo años después de ese oficio de lector-ilustrador para una chica que iba a la escuela nocturna. Vargas Llosa empezó a existir para mí debido a la cama de mis padres. La cama en la que ellos durmieron sus primeros años era un modelo de los años sesenta (un vintage que, por cierto, jamás he vuelto a encontrar en mis búsquedas en la cachina de muebles viejos) que incorporaba, en la cabecera, dos pequeños cajones sobre cada almohada y un espacio vacío entre ambos, que bien podía ser utilizado como librero. Siembre habían ahí los mismos libros, quizá algunos cambiasen de vez en cuando, pero la mayoría no se movían. El que más recuerdo era una primera edición, en Seix Barral, de La casa verde de Mario Vargas Llosa. Se lo había prestado un primo suyo a mi madre, y ella no había superado jamás las primeras páginas (el tedioso descenso hacia la nada de Fushía), pero el libro quedó ahí durante años, hasta que yo decidí armar una biblioteca personal y me lo llevé (y aún lo conservo). Me llamó la atención de inmediato el diseño de la carátula, que era un garabato verde. Un simple garabato, hecho con crayón gris o carboncillo, como una travesura de mi hermano o mía. Muchos años después me enteraría de que el autor de ese “garabato” era, ni más ni menos, que Antoni Tapiés. La sorpresa del garabato me llevó a abrir el libro, quizá pretender leerlo, enterarme del autor, ver su foto riendo en la solapilla, enterarme de que vivía en España. Ese libro representó para mí la infancia, la época en la que pensaba que mis padres leían mucho, el deseo de seguir con esa tradición de buenos lectores. No pude, desde luego, a esa edad, leer La casa verde, aunque sin duda lo intenté varias veces. Pero sí sostuve el libro en mis manos muchas veces y mi memoria, otra vez mentirosa, quiere recordar una foto en la que mi hermana toma el biberón, con las piernas dobladas, y yo tengo cogido el libro como si lo estuviese leyendo.

Mario Vargas Llosa ya era un nombre conocido para mí, y muy admirado y respetado, cuando ingresé a secundaria, en marzo de 1980. Ya había ganado todo lo que debía ganar y yo lo admiraba profundamente, aunque solo hubiese leído sus cuentos. Su fotografía no me resultaba extraña y su nombre, que solía aparecer en los suplementos culturales, me sonaba siempre conocido. Mi padre era un coleccionista de libros (que no leía) y había comprado una colección de autores peruanos editada por Peisa, una biblioteca de tapas azules con listones de diversos colores, cuyos títulos eran escogidos muy azarosamente según creo (y no discriminaban poetas, ensayistas, novelistas y cuentistas). La virtud de esa biblioteca de autores peruanos fue adoptar escritores de la generación de los 50, e incluso menores, además de hacer antologías de cuentistas como Julio Ramón Ribeyro o Carlos Eduardo Zavaleta. También apareció ahí un título de Mario Vargas Llosa: Los jefes/ Los cachorros. Habían integrado ambos libros para hacer un solo volumen. Leí el libro y finalmente pude sentirme identificado con los personajes de Los jefes, que antes me parecían apátridas. Ahora resultaban limeños típicos, como yo. Pero lo que realmente me impactó fue Los cachorros. Apenas demoré unos minutos de incertidumbre antes de darme cuenta de que se mezclaban dos narradores, uno colectivo en primera persona, y uno en tercera persona, omnisciente. La historia me sedujo de tal forma que superé el tema del intercambio de narradores y devoré la novela, sintiéndome conmovido por el drama de Pichulita Cuéllar, y enamorado de la muchacha imposible y de nariz respingada, Teresita (que en la versión original la llamaban “potoncita” pero por error tipográfico acá la calificaban de “patoncita”, un adjetivo que me seducía muchísimo porque me la imaginaba de andar torpe, como de pato, y la torpeza femenina siempre ha sido una debilidad mía).

Leí varias veces Los cachorros y alguna vez lo comenté a mis padres. Ellos no lo habían leído pero avivaban mi deseo por la lectura. Buscaron nuevos libros de Vargas Llosa para comprarme y así conseguí una edición de bolsillo de La ciudad y los perros, que también leí apasionadamente. Otra vez surgió en mí la identificación con el barrio de Miraflores y con la juventud de los protagonistas, aunque a decir verdad esa identidad era más bien extraña porque mi barrio era el clasemediero San Miguel, muy lejos de la Miraflores de clase media alta, y mi colegio era mixto y bastante poco atractivo literariamente, nada que ver con el Champagnat de Los cachorros o el colegio militar Leoncio Prado de La ciudad y los perros. Las menciones a la música de Pérez Prado me dejaban intrigado (me llevaban hacia el mundo de mis padres), pero cuando anotaba el nombre de una calle, de un restaurante o de un parque, sí podía verme en ellos comprando un helado, esperando a una novia para ir al cine, conversando con amigos de barrio o de colegio (amigos que, por cierto, no tenía en aquellos años).

Recuerdo claramente mi primera pelea literaria, dedicada a Vargas Llosa. Unos vecinos nos habían invitado a un picnic en algún club campestre, y yo me llevé un libro para leer durante el camino y, por qué no decirlo, también durante el picnic, porque ser fóbico social es lo único que he sabido ser constantemente en mi vida. La amiga de mi madre, que me conocía desde bebe, se sorprendió al verme apartado de todos leyendo un libro y decidió buscarme conversación.

¿Te gusta la lectura?, me dijo.

Sí, me gusta mucho, solo quiero leer toda mi vida.

A mí también me gusta leer, sobre todo antes de dormir.

Yo antes de dormir leía muchísimo, demasiado, en una carrera extravagante por leer un libro al día. No comprendo por qué tenía esa obsesión. Uno al día. Lo logré eventualmente con algunos (recuerdo una biografía de Napoleón) pero igual, leer a carreras era usual en esos años.

No le dije nada de eso a la vecina.

Ella no se dio por vencida y me preguntó cuál era mi autor favorito.

Sin dudar, pronuncié el nombre de Mario Vargas Llosa.

Los ojos de la señora se desorbitaron. “¿Vargas Llosa?” “¿Cómo era posible que Vargas Llosa fuera una lectura, ya no favorita, sino probable?” Ella dijo que jamás, jamás había leído uno de sus libros. Que alguna vez lo intentó pero quedó impresionada por la cantidad de malas palabras y vulgaridades que había en cada página. Definitivamente, no era un buen autor y era un desperdicio que yo lo leyese, habiendo tantos escritores con valores positivos.

Mi defensa de Mario Vargas Llosa fue heroica, quijotesca, por inútil. No iba a hacerla cambiar de opinión jamás. Pero le di mil argumentos a favor de la calidad de sus novelas, de sus personajes inolvidables, de su complejidad estructural. Nada de eso valía como argumento para defender a aquel cuya frase más célebre incluye la palabra “jodió”. Nunca más escuché un argumento semejante contra Vargas Llosa (hasta que hace poco leí las objeciones que los censores españoles franquistas le pusieron a sus primeros libros) pero la buena señora, en su ira, trajo a la mesa otro argumento que sí lo he oído innumerables veces: que Vargas Llosa y sus lisuras y argumentos degenerados lo que hacía era insultar al país. No solo porque un peruano fuera tan grosero sino porque, según sabe, siempre deja mal a los peruanos en sus libros, como seres grotescos, lisurientos, aberrantes sexuales, delincuentes, marginales, pobretones, rateros, dictadores y, por su fuera poco, maricones.

Muchas veces he oído ese argumento: que Vargas Llosa hace quedar mal al Perú. Lo he oído respecto de sus novelas y también respecto a sus declaraciones políticas, a raíz de su candidatura presidencial. Cuando luego del golpe pidió que se cierren las fronteras a la dictadura fujimorista, se le consideró un traidor. Pero ya antes se le había llamado así, cuando escribió La tía Julia y el escribidor y según muchos “traicionó” a su primera esposa al contar, con pelos y señales, su historia de amor. Una historia de amor absolutamente idílica, hay que decirlo, con un personaje como Julia convertido en una mujer enamorada, decidida y capaz de romper con los moldes sociales de la época, es decir entrañable. Cuando luego supe, por el libro que Julia Urquidi escribió para contrarrestar el de Vargas Llosa, que lo que más le afectó a la tía Julia fue que Vargas Llosa confesase que tuvieron por primera vez relaciones sexuales horas antes de que llegase el cura, es decir sin estar casados, descubrí que detrás de ese personaje entrañable que había retratado Vargas Llosa había una mujer vencida por las convenciones sociales y un rencor, difícil de tragar, por haber sido traicionada por su sobrina. Una mujer que exigía para sí misma el haber convertido a Vargas Llosa en escritor, aunque su convivencia (y por tanto, su influencia) solo se limitó a la escritura y edición de La ciudad y los perros. Difícil compaginar a Julia Urquidi (ella sí bastante chismosa y mala onda en su libelo Lo que Varguitas no dijo) con la encantadora tía Julia de la novela de Vargas Llosa.

Defender a Mario Vargas Llosa de los ataques de esa vecina solo hicieron que mi admiración y respeto hacia él se afianzaran. Había dejado de ser mi escritor favorito y se había convertido en mi ídolo. El no solo escribía estupendas novelas, sino que además era perseguido, acosado, insultado, por aquellas personas que no podían soportar el éxito ajeno. Y aquel odio parecía ser el combustible para seguir triunfando y escribiendo novelas extraordinarias. Cuando me enteré de algunos datos biográficos, como la historia con su padre o los primeros años de pobreza o el triunfo durante el Boom, quedé fascinado por el personaje Vargas Llosa casi tanto como por el escritor. Cuando en cuarto de secundaria me tocó estudiarlo en el colegio, me había leído casi todas las novelas y ensayos que habían aparecido suyas en ese año (1984) y conocía mejor que nadie (mejor desde luego que la profesora de literatura) todo lo que concernía a Vargas Llosa. Tenía además una foto suya, recortada del diario, en mi mesa de noche (al lado de la de Mario Kempes, el otro de mis ídolos de adolescencia) y el deseo, aun imposible de ser proferido en voz alta, de ser como él. No solo un triunfador, sino sobre todo un escritor.

Curiosamente, cuando empecé a escribir no sentí la influencia de Vargas Llosa. Mis temas no se parecían a los suyos, yo no era un escritor “topográfico” y tampoco me consideraba un escritor que quisiera escribir sobre el Perú. Cuando escribí mi primera novela, la influencia fue la de un cura que escribía novelas de adolescentes bajo el nombre de Francisco Finn. Olvidable. Cuando empecé a escribir mis cuentos, la influencia más notable fue la de Juan Carlos Onetti, cuyo libro de cuentos de poco más de 100 páginas demoré en leer casi seis meses, internándome en ese mundo escabroso con entusiasmo pero también con agonía, pues muchas veces me daba cuenta de que la página que leí ayer no la recordaba al día siguiente. Cuando en 1985 leí Lolita, supe exactamente qué clase de escritor quería ser. El modelo Vargas Llosa y sus complicadas estructuras me importaban menos que la prosa inteligente y pulida de Nabokov. Los cuestionamientos por la identidad o por el poder no me atraían tanto, como autor, como las lobregueces y el escepticismo de Onetti. Cuando leí aquella épica narrativa La guerra del fin del mundo por primera vez, además del prólogo que le dedicó a Tirante el blanco, supe que yo jamás sería un escritor como Mario Vargas Llosa, ni lo intentaría, aunque la admiración por su obra seguía intacta.

Sin embargo, la influencia más notable seguía en mí de manera inconsciente. Mario Vargas Llosa era el único escritor cuya vida yo podía seguir, el único modelo real de escritor al que podía acceder, lejos de las borracheras putañeras de Onetti y de las petulancias eruditas de Nabokov. Mario Vargas Llosa era el escritor que yo también podía ser. Era peruano, era sobrio, tenía una familia, escribía en un escritorio con ventanas anchas que daba al mar de Barranco, y cuando no estaba escribiendo se dedicaba a leer y a hablar de libros y autores.

Por ello, durante mi último año escolar, decidí tomar a Vargas Llosa como cábala. Soy muy supersticioso, demasiado supersticioso (y no temo admitirlo pues parte de mi superstición implica declarar en voz alta, siempre que puedo, que soy supersticioso). Estando en quinto año de secundaria, había decidido que quería estudiar derecho (como Vargas Llosa) y dedicarme a la diplomacia (para viajar como Vargas Llosa), robándole tiempo a mis labores diplomáticas para escribir novelas. En realidad, todo era un plan para ser novelista. Ahora, los jóvenes que se inician en la literatura no necesitan planes para ser escritores, simplemente declaran serlo y lo son. Pero en mis años de adolescencia, a mediados de los 80, y a pesar del éxito de Vargas Llosa, uno siempre pensaba que tenía que tener un plan de contingencia y no declararse escritor así nomás, aunque fuese lo único que uno quería ser.

Dentro de mi superstición, se me ocurrió una muy extraña durante mi último año de colegio. Debía tratar de ir todos los días a la casa de Vargas Llosa, la antigua casa de Barranco, antes de que la convirtiesen en edificio, y mirar por la ventana del segundo piso, que yo sospechaba era su escritorio. Iba todos los días y la cábala era: Si aparece Vargas Llosa, si logro verlo aunque sea un segundo, seré escritor.

Fui durante meses.

Nunca apareció.

Sin embargo, la persistencia, la terquedad, la supersticiosa insistencia de ir a ese lugar y esperar esa aparición “milagrosa” me enseñó un lección literaria inolvidable. La lección que durante años Vargas Llosa le ha estado enseñando a los escritores jóvenes de todo el mundo: persistir.

En literatura no suelen ocurrir milagros ni cumplirse supersticiones, y por eso la ventana de Vargas Llosa estuvo vacía para mí durante todos esos años. Ahora la cábala ha desaparecido, aunque tengo la suerte de conocer personalmente a Vargas Llosa, quien ha sido muy generoso conmigo y mi carrera siempre. Cuando lo vi por primera vez directamente la superstición había desaparecido. Quedaba la vocación.

Y es que lo más importante que me ocurrió en esos años de formación fue ir hasta Barranco y pararme bajo esa ventana, esa ilusión adolescente, ese acto estrafalario y crédulo, que se fue convirtiendo en un deseo real y concreto. No lo sabía, pero me estaba probando como escritor bajo la ventana de Vargas Llosa. Y detrás de la frustración de no poder verlo entonces, crecía la decisión, cada día más férrea, de dedicarme a escribir siempre.

Y así ha sido hasta ahora.

Escrito en Lecturas Turia por Iván Thays

Aritmética

2 de mayo de 2014 13:30:46 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Siete por ocho, cincuenta y seis. Este es el 

número  de  ventanas que tenía un edificio 

de  Varsovia.  Dormí  junto  a  una de esas 

ventanas.  En Washington  y  en Budapest 

también descubrí otros edificios que tenían 

cincuenta y seis ventanas.  Pero  no dormí 

dentro.  Es  fácil contar las ventanas de un 

edificio.  Y  las  personas  que se asoman. 

Lo  que  no es fácil es contar las ventanas 

que hay en cada persona. Y no hablo de lo 

irreversible.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Sanmartín

El poeta Buñuel

2 de mayo de 2014 08:37:43 CEST

La aparición de La edad de oro y El perro andaluz señalan la primer irrupción deliberada de la poesía en el arte cinematográfico. Las nupcias entre la imagen fílmica y la imagen poética, creadoras de una nueva realidad, tenían que parecer escandalosas y subversivas. Lo eran. El carácter subversivo de los primeros films de Buñuel reside en que, apenas tocadas por la mano de la poesía, se desmoronan las fantasmales convenciones (sociales, morales o artísticas) de que está hecha nuestra realidad. Y         de esas ruinas surge una nueva verdad, la del hombre y su deseo. Buñuel nos muestra que ese hombre maniatado puede, con sólo cerrar los ojos, hacer saltar el mundo. Esos films son algo más que un ataque feroz a la llamada realidad; son la revelación de otra realidad humillada por la civilización contemporánea. El hombre de La edad de oro duerme en cada uno de nosotros y sólo espera un signo para despertar: el del amor. Esta película es una de las pocas tentativas del arte moderno para revelar el rostro terrible del amor en libertad.

 

Un poco después Buñuel exhibe Tierra sin pan, un film documental que en su género es también una obra maestra. En esta película el poeta Buñuel se retira; calla, para que la realidad hable por sí sola. Si el tema de los films surrealistas de Buñuel es la lucha del hombre contra una realidad que lo asfixia y mutila, el de Tierra sin pan es el del triunfo embrutecedor de esa misma realidad. Así este documental es el necesario complemento de sus creaciones anteriores. El las explica y las justifica. Por caminos distintos Buñuel prosigue su lucha encarnizada con la realidad. Contra ella, mejor dicho. Su realismo, como el de la mejor tradición española –Goya, Quevedo, la novela picaresca, Valle-Inclán, Picasso- consiste en un despiadado cuerpo a cuerpo con la realidad. Al abrazarla, la desuella. De allí que su arte no tenga parentesco alguno con las descripciones más o menos tendenciosas, sentimentales o estéticas, de lo que comúnmente se llama realismo. Por el contrario, toda su obra tiende a provocar la erupción de algo secreto y precioso, terrible y puro, escondido precisamente por nuestra realidad. Sirviéndose del sueño y de la poesía o utilizando los medios del relato fílmico, el poeta Buñuel desciende al fondo del hombre, a su intimidad más radical e inexpresada.

 

Después de un silencio de muchos años, Buñuel presenta una nueva película: Los olvidados. Si se comparan a esta cinta las realizadas con Salvador Dalí, sorprende sobre todo el rigor con que Buñuel lleva hasta sus límites extremos sus primeras intuiciones. Por una parte, Los olvidados representan un momento de madurez artística; por la otra, de mayor y más total desesperación: la puerta del sueño parece cerrada para siempre; sólo queda abierta la de la sangre. Sin renegar de la gran experiencia de su juventud, pero consciente del cambio de los tiempos – que ha hecho más espesa esa realidad que denunciaba en sus primeras obras-, Buñuel construye una película en la que la acción es precisa como un mecanismo, alucinante como un sueño, implacable como la marcha silenciosa de la lava. El argumento de Los olvidados – la infancia delincuente- ha sido extraído de los archivos penales. Sus personajes son nuestros contemporáneos y tienen la edad de nuestros hijos. Pero Los olvidados es algo más que un film realista. El sueño, el deseo, el horror, el delirio y el azar, la porción nocturna de la vida, también tienen su parte. Y el peso de la realidad que nos muestra es de tal modo atroz, que acaba por parecernos imposible, insoportable. Y así es: la realidad es insoportable; y por eso, porque no la soporta, el hombre mata y muere, ama y crea.

 

La más rigurosa economía artística rige a Los olvidados. A mayor condensación corresponde siempre una más intensa explosión. Por eso es una película sin “estrellas”; por eso, también la discreción del “fondo musical”, que no pretende usurpar lo que en el cine la música le debe a los ojos; y finalmente, el desdén por el color local. Dando la espalda a la tentación del impresionante paisaje mexicano, la escenografía se reduce a la desolación sórdida e insignificante, más siempre implacable, de un paisaje urbano. El espacio físico y humano en que se desarrolla el drama no puede ser más cerrado: la vida y la muerte de unos niños entregados a su propia fatalidad, entre los cuatro muros del abandono. La ciudad, con todo lo que esta palabra entraña de solidaridad humana, es lo ajeno y extraño. Lo que llamamos civilización no es para ellos sino un muro un gran No cierra el paso. Esos niños son mexicanos pero podrían ser de otro país, habitar un suburbio cualquiera de otra gran ciudad. En cierto modo no viven en México, ni en ninguna parte: son los olvidados, los habitantes de esas waste lands que cada urbe moderna engendra a sus costados. Mundo cerrado sobre sí mismo, donde todos los actos son circulares y todos los pasos nos hacen volver a nuestro punto de partida. Nadie puede salir de allí, ni de sí mismo, sino por la calle larga de la muerte. El azar, que en otros mundos abre puertas, aquí las cierra.

 

La presencia continua del azar posee en Los olvidados una significación especial, que prohíbe confundirlo con la muerte. El azar que rige la acción de los héroes se presenta como una necesidad que sin embargo, pudiera no haber ocurrido. (¿Por qué no llamarlo entonces con su verdadero nombre, como en la tragedia: destino?) La vieja fatalidad vuelve a funcionar, sólo que despojada de sus atributos sobrenaturales: ahora nos enfrentamos a una fatalidad social y psicológica. O, para emplear la palabra mágica de nuestro tiempo, el nuevo fetiche intelectual: una fatalidad histórica. No basta, sin embargo, con que la sociedad, la historia o las circunstancias se muestren hostiles a los héroes; para que la catástrofe se produzca es necesario que esos determinantes coincidan con la voluntad de los hombres. Pedro lucha contra el azar, contra su mala suerte o mala sombra, encarnada en el Jaibo; cuando, cercado, la acepta y la afronta, transforma la fatalidad en destino. Muere, pero hace suya su muerte. El choque entre la conciencia humana y la fatalidad externa constituye la esencia del acto trágico. Buñuel ha redescubierto esta ambigüedad fundamental: sin la complicidad humana el destino no se cumple y la tragedia es imposible. La fatalidad ostenta la máscara de la libertad; ésta, la del destino.

 

Los olvidados no es un film documental. Tampoco es una película de tesis, de propaganda o de moral. Aunque ninguna prédica empaña su admirable objetividad, sería calumnioso decir que se trata de un film estético, en el que sólo cuentan los valores artísticos. Lejos del realismo (social, psicológico y edificante) y del esteticismo, la película de Buñuel se inscribe en la tradición de un arte pasional y feroz, contenido y delirante. Que reclama como antecedentes a Goya y a Posada, quizá los artistas plásticos que han llevado más lejos el humor negro. Lava fría, hielo volcánico. A pesar de la universalidad de su tema, de la ausencia de color local y de la extrema desnudez de su construcción, Los olvidados posee un acento que no hay más remedio que llamar racial (en el sentido en que los toros tienen “casta”). La miseria y el abandono pueden darse en cualquier parte del mundo, pero la pasión encarnizada con que están descritas pertenece al gran arte español. Ese mendigo ciego ya lo hemos visto en la picaresca española. Esas mujeres, esos borrachos, esos cretinos, esos asesinos, esos inocentes, los hemos visto en Quevedo y en Galdós, los vislumbramos en Cervantes, los han retratado Velázquez y Murillo. Esos palos –palos de ciego- son los mismos que se oyen en todo el teatro español. Y los niños, los olvidados, su mitología, su rebeldía pasiva, su lealtad suicida, su dulzura que relampaguea, su ternura llena de ferocidades exquisitas, su desgarrada afirmación de sí mismos en y para la muerte, su búsqueda sin fin de la comunión – aun a través del crime- no son ni pueden ser sino mexicanos. Así, en la escena clave de la película –la escena onírica- el tema de la madre se resuelve en la cena en común, en el festín sagrado. Quizá sin proponérselo, Buñuel descubre en el sueño de sus héroes las imágenes arquetípicas del pueblo mexicano: Coatlicue y el sacrificio. El tema de la madre, que es una de las obsesiones mexicanas, está ligado inexorablemente al de la fraternidad, al de la amistad hasta la muerte. Ambos constituyen el fondo secreto de esta película. El mundo de Los olvidados está poblado por huérfanos, por solitarios que buscan la comunión y que para encontrarla no retroceden ante la sangre. La búsqueda del “otro”, de nuestro semejante, es la otra cara de la búsqueda de la madre. O la aceptación de su ausencia definitiva: el sabernos solos. Pedro, el Jaibo y sus compañeros nos revelan así la naturaleza última del hombre, que quizá consista en una permanente y constante orfandad.

 

Testimonio de nuestro tiempo, el valor moral de Los olvidados no tiene relación alguna con la propaganda. El arte, cuando es libre, es testimonio conciencia. La obra de Buñuel es una prueba de lo que pueden hacer el talento creador y la conciencia artística cuando nada, excepto su propia libertad, los constriñe o coacciona.

 

Cannes, 4 de abril de 1951

Escrito en Lecturas Turia por Octavio Paz

Canción VII para Beatriz

29 de abril de 2014 08:31:13 CEST

En el paraíso

te voy a perder.

Miro los jardines,

rosales de estrellas,

te voy a perder.

Los dos de la mano

durante el desierto,

ciudad luminosa,

neones de fiesta,

te voy a perder.

Botellas de whisky,

ángeles desnudos.

Sobre los cristales

de la gran berlina

se reflejan rostros

tan maravillados.

Quisiera llevarte

al hotel dormido

lejos de las vírgenes

y las mansas fieras.

Tigres de bengala

deleitan el tráfico.

Pasean jirafas

dentro del casino.

Quisiera llevarte,

callejón secreto.

Huyamos muy quietos

de este paraíso.

La noche se funde,

los taxis te llaman,

rosales de estrellas,

rosales de estrellas.

Y haberte logrado,

en el paraíso

te voy a perder.

Antes de la casa,

callejón secreto.

Sueños de frontera

suben los coyotes.

Quisiera abrazarte

en el purgatorio.

Prefiero seguirte

por todo el infierno.

Los dioses te buscan

y me dejan solo.

Se detuvo un coche.

“Es la gran berlina”.

Te abren la puerta

y me dejan solo.

En el paraíso

te voy a perder.

Escrito en Lecturas Turia por Ernesto Pérez Zúñiga

In the mood for love

28 de abril de 2014 14:36:23 CEST

 

 

 

En algún lugar alguien está viajando furiosamente hacia ti

John Ashbery

 

 

Iba a decirte No vengas

que conozco la trampa del paraíso: limbo, piedra y abandono.

 

Pero es tan incómodo estar vivo.

 

Este festín, defectuoso porque cursa, defectuoso porque termina.

Todo tiene el mismo cuerpo que la vida.

Todo está mal.

 

De modo que tú, ciego cometa que trabaja, compra

y algunas mañanas de festivo alcanza verdades... Ven.

 

Cuando la revuelta del encuentro amaine

y ames mi cuerpo y la forma de mis dientes

y el error de estas manos exactamente distintas a las que imaginabas

te conmueva como una revelación

te daré tres mentiras contra el frío

 

 

no debes tener miedo

no estás solo ni hay la sentencia

desde hoy la catástrofe consiste en no salir a la vez.

 

Escrito en Lecturas Turia por Julieta Valero

La balada de la contaminación lumínica

16 de abril de 2014 08:39:40 CEST

Aquella noche,

desde la parte alta de la ciudad,

entre besos furtivos y cazadores de pubis,

vimos cómo se producía la avería.

 

Poco a poco

todas las luces de barrio

y las luciérnagas de la Romareda,

todas, poco a poco,

como velas sopladas

por un niño delicado el día de su cumpleaños,

todas, poco a poco,

se fueron marchando.

 

Y pararon los sexos

y las palabras melosas,

y todos,

sin luz eléctrica,

vimos –fuera parches-

 

todas las estrellas mostrando a la vez

el mentiroso color nocturno

de un cielo que ya  no era el nuestro.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Octavio Gómez Milián

Diario de Gorizia y Trieste

15 de abril de 2014 10:43:30 CEST

SALES del aeropuerto Marco Polo a la oscuridad de un paisaje con nieve y neblina sobre los árboles despojados. Son fechas de poco turismo. El que hay, en cuanto puede, pone rumbo a Venecia, y los rostros que te vienen del exterior, en esta tarde desapacible, son rústicos, guarecidos con gorros y anoraks voluminosos.

Casi no sabes hacia dónde tirar, una vez que se cierran las puertas automáticas. Venecia, en estos momentos, te parece cosa extraña; otra historia, y te resulta ajena. Hace apenas una hora has sobrevolado su collar de luces marítimas. Pero se desvanece. En la niebla, en la oscuridad.

Sigues hacia el norte. Llegas a Mestre, una población sin mayores atractivos, a la estación ferroviaria, repleta de gentes en tránsito, africanos y eslavos, gentes de pelo rubio que suben los convoyes que se dirigen a Austria.

Te gustaría marchar hasta Viena. Tomarla con punto axial desde el que recorrer las provincias del viejo imperio inexistente.

El tren que has tomado al comienzo de la noche parece tomar el camino norteño, pero al cabo se desvía hacia el este. Los Alpes nevados, sus estribaciones, que para ti siguen siendo imponentes, te acompañan mientras observas la oscuridad desde la ventanilla. El oriente al que te diriges es esta vez poliédrico, austriaco y eslavo, un confín en las tierras de Friule: Gorizia.

 

Que una localidad pequeña como Gorizia haya dado tantos nombres prominentes sólo puede entenderse por la marca austrohúngara y la tensión de las fronteras, ese vórtice que hubo aquí entre culturas y pueblos, distintos y complementarios.

Pienso especialmente en Carlo Michelstaedter, el filósofo y pintor hebreo que se suicidó después de concluir su tesis de filosofía, La persuasión y la retórica. La novela de Magris Un altre mare está escrita para él. Me lo comentan ahora. Apenas me acuerdo de la novela. No me gustó. Tampoco sé en este momento por qué no me gustó.

Pienso en la pintura de Zoran Music. Pienso en la obra fotográfica de Roberto Kusterle, a cuyo estudio me ha llevado el poeta Alberto Princis, impulsor de los encuentros multidisciplinares de Ex Border. Kusterle ya tiene la distancia eslava, la sonrisa mordaz, y sin embargo es extraordinariamente cálido en los detalles.

LLUEVE intermitentemente. Anoche, sin embargo, descendiendo por la cuesta del Castelo, la luna tuvo un momento para asomarse sobre los bosques de la Eslovenia contigua.

Josef K. parecía haber pasado por la taberna que abre sus portalones a los pies del Castillo. En la enoteca, observo botellas de vino con fotos de Mussolini, Hitler, Che Guevara, Bob Marley...

En casa de A. P. Nos acompaña Jelena Stojsavljevic, poeta de Novi Sad.

A Jelena la conocí el año pasado en Smederevo, junto al Danubio, a la vista de los campos de Vodovina. También de Smederevo surgió la amistad con A. P. En el viejo automóvil de G. su compañero de expedición, recorríamos las tabernas más oscuras que siguen el borde del río. Recuerdo una noche ya avanzada, con Jelena subida a lo alto de una mesa, cantando canciones yugoslavas a una horda de neofascistas que, sin embargo, se amansaron.

Todo así se va anudando, entre azares y lazos de continuidad.

Preparamos el almuerzo y ultimamos las traducciones de mis poemas, todo al mismo tiempo, con prisas, en el último momento. Esta tarde los leo en la Sala de la Torre.

LAS HOJAS de los árboles en el barro. Su resplandor amarillo cuando cae la noche, que es de un azul purísimo, prístino, helado como las estrellas.

Me gustan estas tierras de frontera. Estás en los límites. Es y no es Italia. Parece y no parece Eslovenia. Se nota la huella austriaca. Las fachadas, sin embargo, dan cuenta del abandono. Fotografiándolas, fotografío el recuerdo de Humberto Rivas, el amigo fotógrafo de cuya muerte he sabido esta mañana.

NOS INTRODUCÍAMOS en la antigua judería de Gorizia, hacia el este, como si quisiera seguir unida a su cementerio, que con la partición después de la guerra se quedó en zona yugoslava.

Nos habíamos acostumbrado a la lluvia. Nos habíamos acostumbrado a que la noche cayera con la niebla, y se confundiera con ella, a las cuatro de la tarde. Fotografiaba los escaparates, no muchos, en cuyos rótulos siguen apareciendo apellidos hebreos, un establecimiento tipográfico, un fotógrafo de bodas, bautizos y escenas antiguas... A punto de tocar la esquina de la sinagoga, mi cámara no dio más de sí y se apagó. La puerta del templo estaba cerrada.

Según se mire, en el momento, eso significa que el lugar y su historia no desean que conserves una imagen de ellos. Al día siguiente, y como quien no quiere la cosa, volví a las andadas. También llovía; también estaban vacías las aceras. Probé la cámara y funcionó.

La puerta del edificio estaba abierta. En medio del silencio, brillaban los pájaros y las hojas amarillas y subidas de ocre, los troncos rugosos y oscuros de los tilos.

Cruzamos el pequeño patio y tocamos al timbre. Al cabo de unos minutos una cabeza pelada y con gafas redondas nos preguntó qué queríamos. La expresión del joven era por una parte inocente y por otra desconfiada. Me temí lo peor; me ha ocurrido en Marruecos, en Turquía; en Barcelona..., cuando aparezco de tanto en tanto por tefilá y nadie me reconoce. El resquemor, el interrogatorio, la sospecha. Encogido y culpable por anticipado, traspasé el umbral mientras el joven encendía las luces de una sala que albergaba una pequeña muestra de la historia de la comunidad, y el templo, que lucía espléndido, con una paz en la que latía el dolor y el futuro incierto.

Las tropas nazis acabaron con los judíos de Gorizia. Acaso dos personas se salvaron, cree el joven. La sinagoga sólo abre unos días a la semana. Ya no se celebra en ella ninguna ceremonia religioso. Ya no hay judíos en Gorizia. Tal vez exageraba el cuidador, y permanecieran todavía los propietarios de los dos negocios que había fotografiado el día anterior. Aun siendo unos cuantos, y no llegando a la decena, no se podría tampoco celebrar ningún oficio religioso como marca la ortodoxia.

Cuando nos ganamos su confianza, me interesé por un libro que recogía, en edición bilingüe alemán-italiano, la poesía de Carlo Michelstaedter, y un libro de fotos, Beth Ha Chajim ("La Casa dei Viventi"). Es un compendio de imágenes del cementerio de la antigua comunidad, Valdirose (Rožna Dolina),  ahora en Nova Gorica, junto al cual han construido un casino. Lo visitamos en compañía de Alberto Princis en diciembre del año pasado. Michelstaedter está enterrado allí. Su madre fue deportada y asesinada por los nazis, con otros miembros de la familia.

Ciertamente, las imágenes fotográficas tienden al fetichismo y a la ocultación de la palabra. Las palabras mismas, cuando se repiten, cavan su propio fracaso, la disolución de lo que pretenden narrar.

Y, sin embargo, volvemos al depósito fotográfico de Roman Vishniac, por ejemplo, quien retrató a la judería europea poco antes de la Shoah. Y hemos de recurrir a las palabras para tratar de rescatar de su eclipse a la tragedia, muda, transparente como el color de los tilos sobre los que se alegraban los pájaros la mañana de luz en la lluvia.

Los días son extremadamente azules. De un azul que hiere, como el frío, que para mí es extremo. Pero al mismo tiempo cobija, quiero decir, te lleva en busca de  compañía, de calor humano.

El individualismo no es posible en los países helados.

G. ha marchado en busca de Jelena. Dejo pasar el tiempo y luego logro hablar con ellos por teléfono. Parecen felices, en algún lugar próximo a Belgrado.

A., por su parte, se ha quedado entre el beso de la poeta siria de París y el padre, al que visitamos en el hospital, al límite de la vida.

Adriano, Federico, Giuseppe, Roberto..., todos los amigos de aquí me recuerdan a los amigos ampurdaneses de Crespià. Las Mercè y Pilar de aquel tiempo ya lejano, aquí se llaman Paola, Roberta, Marina...

Está bien eso de tener un sitio por el que entrar y salir, un espacio para el roce y el encuentro. Los extraterritoriales ya hemos perdido el sentido de tales ritos, la vida de los bares, los aguardientes, las bebidas fuertes. En una callejuela mínima, que extrañamente sigue siendo una calle, via Garibaldi, se encuentra "la oficina" de mis amigos, el bar L'Alchimista...

Pasas por ahí y te encuentras al operador de cine esloveno pero con pasaporte italiano. Más tarde entra el arquitecto, el escritor, el versado en la historia del Friul...

MAÑANA, último día del año, me he prometido pasar la medianoche entrando y saliendo en la frontera. La frontera con Eslovenia ya no existe. Por el momento, ha sido la última frontera de Europa en caer. Pero hay que mantener ciertas densidades magnéticas. Las fronteras. El hecho de que pueda atravesar una huerta, unos aligustres helados y encontrarte en Nova Gorica.

Me han mostrado fotografía de ellos cuando críos jugando al voleibol con los críos del otro lado. La valla fronteriza era la red del juego.

Oh, memoria confusa: cuando supuras, qué nítida brilla la frontera, los viñedos, la neblina leve, las estancias de las villas estivales.

Amanecer para seguir, tomar el tren. Para dejarse llevar por el viento más hacia el este, como si trataras de escapar de la rotación de la vida hacia el oeste.

Memoria: tú tratas de llevarnos siempre al oriente, al origen y momento de la luz imperecedera, y el viento te deshace. Y el viento nos despoja y oscurece. Rakia blanca, fuego blanco para ver, agua ardiente que luego nos deja donde la corriente abandona los restos.

LA CARRETERA de Gorizia a Trieste serpentea, entra y sale por territorio esloveno. Todos los indicadores son bilingües. Los bosques se despejan y dan paso a la austeridad del Carso, la piedra calcárea, el matorral de colorido intenso. De repente, en la rada de Trieste, el Adriático deslumbra bajo el sol de invierno.

Los oficinistas avanzan doblados hacia adelante para contrarrestar el empuje del bora, el viento de noreste. A pesar de todo, el frío no es tan intenso como en Gorizia. Las damas y las damiselas, de aspecto austríaco, visten cazadoras acolchadas, sombreros y  fulares.

He salido a la plaza Unità d'Italia en busca de un cafetto —otra semejanza con el catalán que se da en el triestino— y una botella de acqua frissante. Me he internado por el barrio hebreo en busca de librerías de viejo. Pero es lunes, día de cierre.

Busco la orilla, el agua del Adriático lamiendo las piedras del Molo Audace, el azul esmeralda oscuro del mar bajo un cielo enamorado del hierro y la hulla. Reparo en una dama, pelo corto y moreno, tabardo azulmarino y vaqueros. Camina por el muelle muy despacio, las botas rojas, un pequeño bolso en la mano. Yo me entretengo con los cuervos que picotean en la cubierta de los veleros. La dama me rebasa, imperturbable. Doblo para entrar en el espigón, y ella ya está unos pocos metros por delante. Una lectora se arrebuja en el hueco de unas escalinatas. Hay también un pescador, una pareja de enamorados, tres hombres sacándose fotos con plumas y risas. La dama sigue hacia el borde, con las nieves de las montañas vénetas brillando a lo lejos. Cada paso que da, ligeramente inclinada, parece un arrepentimiento, un remordimiento, una oscura condena. Por último, saca del bolso una bufanda roja y la coloca sobre el noray para que no le alcance el óxido, la humedad. Se sienta en el noray. Enciende un cigarrillo. Las botas rojas, estiradas y cruzadas, se quedan mudas contemplando al horizonte.

Acre ed arida giornata ieri; sera d'inerte disgusto, come sopra un vascello scosso da un lento rullio, nel fetore della sentina, per un mare nerastro; notte di sogni monstruosi, risveglio torpido, cupa stanchezza della prima ora. Lo apunta en su diario Gabriele D'Annunzio, el martes 29 de septiembre de 1908, con esa cadencia paseada que contrasta con el sentimiento que expresa.

Lo he comprado (Solus ad solam, 1939) hoy a media tarde, en un puesto al aire libre en la plaza Vecchia. Un hombre enjuto y de corta estatura, ido como cualquier librero de viejo, atendía los tres mostradores, uno para las películas, otra para los folletines y el tercero para la literatura con algún interés. Por la mañana, atravesando la misma calle, me llegué hasta la librería de Umberto Saba. Como es establecimiento anticuario, cualquier papel te cuesta un ojo de la cara. Lo había regentado el poeta. Cuando se avecinaba su final, le legó el negocio a su ayudante. Sus descendientes son los que llevan el negocio. Junto a la puerta figuran dos carteles, un relativo al oficio de Saba, el otro informando de que, en el segundo piso, nació Giacomo Joyce.

En el interior de la librería, pocos pasos se pueden dar sin riesgo de tropiezo. Los techos, altísimos, los flancos, a oscuras, carteles modernos y fotos del triestino que tapan los volúmenes. Los precios, ya lo le señalado, prohibitivos. La simpatía del vendedor, nula, como acostumbra a suceder entre los del gremio.

En el Canal Grande, una terraza al sol. El cielo, de un azul espléndido pulido por el bora. Almuerzo con música de ópera en el Niccolò Tommaseo. Me encontré con Rina y volví a ver a Pablo. De todo ello ha surgido una cena con el escritor argentino y triestino Juan Octavio Prenz.

Al atardecer he vuelto a los muelles. En pocos lugares he visto a tanta mujer solitaria contemplando el mar y leyendo un libro. ¿No la ha llamado Magris ciudad de papel?. Trieste e una donna", reza un título de Saba. Una mujer que tiene cabellos delicadamente rubios, casi escandinavos. Una mujer de facciones finas, elegante, pero sin la suficiencia de la Italia norteña. Los cuervos expresan su malhumor por los aires. Ya sé que el único lector de hoy en día es una mujer. En Trieste se materializa, sobre todo al lado del mar. En este mar que parece el último.

ES CURIOSO. La abundancia de rótulos que van consignando que aquí tomaba el café Svevo, que allá Joyce cantó en los coros de una ópera. Falta, o no la descubro, la de Giani Stuparich; hoy me hecho con su Trieste nei miei ricordi, publicado en 1948, cuando Triste era todavía un ciudad autónoma pero ocupada por los aliados, entre Italia y Yugoslavia. A menudo aparecen juntas las placas, casi siempre Svevo y Joyce. Puedo imaginarme topándose hasta el hartazgo en una ciudad pequeña. No obstante, lo que refiere la biobibliografía de ambos autores es bien conocido: Svevo (Ettore Schmitz) conoció a Joyce siendo su alumno de inglés en la escuela Berlitz. Ya puestos, faltan las referencias a las alumnas predilectas de Joyce, con las que vivió intensos platonismos.

EL CASTILLO de Duino se nos resiste. El año pasado fuimos con Adriano en enero y estaba cerrado. Esta mañana, con P., pudimos ver que se abría el portalón . Salió un automóvil cargado de cuadros y pensé: Este será el señor conde, el heredero de la viejísima familia. Por limitarnos al XIX y XX, la antiquísima familia alojó entre sus paredes a Johann Strauss y Franz Liszt, a la emperatriz Isabel de Wittelsbach (la Sissi austriaca) y al archiduque Maximiliano, a Mark Twain y Rainer Maria Rilke.

Habrá que venir en domingo. Sé que es fetichismo, coleccionismo de idiotas, pisar el lugar en que Rilke comenzó las Elegías. Como entrar también cada año en el último piso que tuvo Strindberg, en el 85 de Drottinggatan, Estocolmo, la llamada Torre Azul.

Nos internamos por el bosque del Carso, sobre los acantilados que caen a un mar leve, quieto, el cielo entero resplandor de nácar voluptuoso por el lado de Istria, pura neblina de fuego invisible por Dalmacia... Rojos y verdes, amarillos y ocres, y la abrasada piedra pulida y agujereada, con flores lilas cuyo nombre ignoro y que me recordaban el tajinaste canario.

Conversaciones que continúan, desde la estancia en Gorizia, sobre la historia de estos lugares que han pasado por diferentes manos, y que han perdido; poco queda del poderío marítimo y comercial de Trieste, puerto principal de Austria en una época. Puja Eslovenia y Croacia cultiva el turismo.

Me contaba Juan Octavio Prenz cómo de aquí todavía salieron sus mayores hacia Argentina, represaliados socialistas de la zona de Monfalcone en los años 20.

Se habla de la actualidad política, de las gentes que ha apostado, y vota, por lo ilícito, por el enriquecimiento y la amoralidad. Hay muchos parecidos con lo que sucede en España.

Verdeaba el Carso, la llanura alta. Qué alegría atravesar tantos colores. Recordar las noches de Rilke en el Castillo, con un cuarteto de cámara que le hacía traer de Trieste la princesa Maria von Thurn und Taxis.

Por la tarde, en las solitarias estancias del palacio Revoltella, con suficientes buenas pinturas del fin de siècle centroeuropeo. Y un Zuloaga.

Salimos transfigurados. La noche era amarilla a la luz de las farolas.

 

¿CÓMO serían las amigas del barón Pasquale Revoltella?

Entre el Carso e Istria, entre Gorizia y el Adriático transcurren mis días. Ayer entré en una pequeña tienda de género de punto. La dependienta, su mirar.... Los ojos se nos quedaron trabados, y eso que ella estaba a un extremo atendiendo a una clienta. Una dama parecía esperar a que me atendiera. Era como si la señora fuese una tía lejana, una que le decía entre dientes a su sobrina la dependienta: Ya está. Éste mismo...

Era preciso volver a la calle, desanudar los ojos, y entrar otra vez. A ver si así a ella no se le caía la bufanda de las manos y a mí los billetes de la cartera con el azoro mutuo.

Cuando el taxi ya recorría la costanera que dejaba atrás a Trieste, mirando hacia los muros de piedras los ojos de la dependienta se me fueron apagando. Y sonreí. Uno a veces está enredándose con los ojos y visionando cómo sería la vida en otra parte. Quizá en Trieste podría dar clases de español; ella me aseguró que lo tenía como asignatura pendiente. Igual me sucedió en Martinica, llorando el último día porque no quería abandonar la isla.

CONTEMPLO las reconfortantes ventanas encendidas, las piadosas ventanas habitadas, y he supuesto que la escritura que allá se extendía, por el orden y el pleno sentido del mundo, compensaba de todos los rasguños, de todos los desalientos, de todos los afanes vencidos.

Cae la noche, y eso es todo. Me duele la cabeza y no hay dolor, no hay nostalgia. No hay nada que salvar. Cae la noche con la mayor naturalidad, sin más importancia que la que tiene un cuerpo que avanza en su anonimato correctamente por la calle.

Todavía es pronto y sin embargo cada vez es menor el espacio que tienes por delante. Todo tiene sentido, aun lo carente de sentido. Otros se encargarán de ello. Los otros que sin cesar crecen detrás de ti, de ti que ya vas por delante sin contar lo que tienes.

Habrá un fin de partida. Habrá una isla que se hará total sobre tus cenizas.

La Isla que abandonaste te alcanzará como la sombra del Volcán sobre el mar cuando amanece y toca por fin el horizonte.

Cuando se haga el pleno día, desaparecerá la sombra. Ni siquiera estarás en ella ese día del final.

Disponibilidad de la víspera. Exultación de las horas que faltan para la partida, las ramas de los árboles esperando; como las raíces y la tierra que esperan. En ninguna parte, a la estiba. En espera de fondeaderos y travesías, mediodías y más despedidas.

Ése es la tensión de la víspera, con el primer azul de la noche, que tiembla y es ligero y se desvanece en lo impronunciado.

Hay nieve y niebla por la mitad del camino, en el tren que te conduce de Trieste a Venecia. Otra vez las montañas alejadas, el momento en que el sol pinta de rosa sus cimas tan calladas. Tan de la noche esas cumbres, extrañamente pálidas en su refulgencia.

La oscuridad, el movimiento del tren, los asientos vacíos.

La niebla y la nieve otra vez envuelven el aeropuerto de Marco Polo. Los turistas, con los que en todo este tiempo no te has tropezado, regresan de Venecia. Hay tanta niebla en el aeropuerto, y nieve junto a las pistas, que ni piensas en que el avión será capaz de despegar. Al final lo hace, por una pista toda ella encendida, como una rampa especial para elevar al cielo la máquina.

El avión comenzó a virar y a ladearse, con lo que se divisaban en la reducida oscuridad de la ventanilla, como diademas ardientes, las luces de Venecia

Sobrevuelas la Serenísima, por la que no has mostrado interés en esta ocasión. Cierras los ojos.

¿La vida está en otra parte? ¿O quizá en lo que recordamos?

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Cataño

Diario

14 de abril de 2014 08:54:21 CEST

Sábado 18 de enero

 

Hoy se cumple un año de la muerte de Javier.

Todo el mundo me dice que es poco tiempo aún. Pero yo sé que no es cuestión de tiempo.

Nunca me acostumbraré a su ausencia. Ni me resignaré. Sigo sintiendo rabia. Rabia contra el mundo entero.

Me he decidido a empezar el diario para ver si consigo aclararme un poco las ideas y tal vez aliviarme.

Yo continúo como si nada. Voy al trabajo, respiro y como. Parpadeo, sonrío, hablo... pero es como si me hubiera vuelto automática, como si funcionara con unos resortes, pling, pling, pling, y media vuelta, vuelta entera, reverencia, posición horizontal, lavarse la cara, los dientes, sonreír.

Pero todo me da lo mismo. Yo sé lo que quiero decir, lo que eso significa.

Hace falta tanto valor. Y yo no lo tengo. Ni lo quiero. Ni regalado. Para mí la muerte de Javier es haberme perdido a mí misma, y tener que ir como con los ojos en la mano para ver por dónde voy.


Lunes 20 de enero

 

Ayer no escribí. Me pasé el día en la cama. Con la luz apagada. Carlota me telefoneó par que fuéramos al cine y la mandé a paseo. Luego descolgué el teléfono.

Me pasé el domingo llorando. Y no me compadezco. Fue un descanso. Lo hago casi todos los domingos, como quien ve el partido, qué se yo. Los que lloran no tienen que dar pena. Llorar es desahogarse. Es como gritar, como pegar, como dar puntapiés o algo así. Como quitarse unos zapatos que nos están matando.

Esta tarde, al llegar de la oficina y abrir el buzón, he encontrado cinco folletos de propaganda y una carta de mi hijo. Escribe desde Italia. Que ha conocido a un grupo de artistas estupendos y va a compartir con ellos un estudio. Que va a trabajar en el mercado, descargando sacos...

Ya es mayorcito. Y sabe lo que hace. Se parece mucho a su padre.

No, no es que yo no me preocupe. Es que no soy sólo una madre. Ahora soy la viuda del padre de mi hijo. Y mi hijo es el hijo de un hombre muerto.

A pesar de que sé que Javier está enterrado, allí en el cementerio, colocado en una caja de pino y tras una capa de cemento en un nicho mínimo, no logro asociarlo con la palabra “muerto”.

Dicen que un año es aún poco tiempo.

Yo creo que es poco para estar vivo. Pero mucho para estar muerto. Da lo mismo llevar muerto un año que ciento.

Estoy enamorada de Javier. Y quiero que vuelva. Para qué andarme con rodeos.


Martes 21 de enero

 

Javier y yo hacíamos muy buena pareja.

El tenía un excelente sentido del humor. Y yo una fácil tendencia a la risa.

Nos tomábamos la vida con calma. Nos divertíamos mucho. En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza... Las pasamos de todos los colores. En la alegría y en la tristeza... hasta que la muerte nos separó.

Resulta increíble.

Al final me decía:

- Estoy podrido, cariño. Siempre salen unas cuantas manzanas podridas en la cesta... Te ha tocado a ti.

Y me acariciaba la cabeza con una suavidad impropia de él, fruto de la debilidad, porque siempre había tocado todas las coas con energía, tanta, que parecía que iba a romperlas, pero no.

Le daba pena dejarme sola. Nuestro hijo empezaba a hacer su vida, y me conocía lo suficiente como para saber que no lo retendría a pesar de mi soledad.

Y no lo retenía, porque además nadie que no fuera Javier podía consolarme de nada.

 

Miércoles 22 de enero

 

Lo cierto es que he pensado varias veces en tomar una decisión de esas que se podrían llamar drásticas.

No creo en Dios, ni en otra vida, y por tanto no albergo esperanza alguna de reunirme con Javier.

Pero descansaría. No veo qué sentido puede tener mi vida así.

Hoy ha venido a verme mi madre.

Está desesperada. Dice que mi padre está preocupado por mí. Lo dice con una cara desencajada, cansada, demacrada por el insomnio y el miedo. (Cree que el día menos pensado, yo, zas, y se acabó. Punto y aparte).

Pero luego está esa cosa inconsciente, ese instinto de supervivencia o lo que sea, más allá de la razón, que me obliga a seguir aquí, así.

No es que espere que se solucione algo. Javier no puede volver, eso ya lo sé. Pero algo me dice que esperar es bueno. Y además está nuestro hijo.

 

Jueves 23 enero

 

Me estoy cansando de escribir el diario. De uno que escribía de pequeña también me cansé enseguida. Pero ahora es distinto. Ahora me canso de todo. Y además, tampoco me ayuda. Y no tengo nada que decir.

Cada día es lo mismo.

Ir, volver, andar, acostarse, respirar.

Y recordar.

Se puede recordar sin querer.

O se puede recordar en contra del olvido.

Cuando se recuerda en contra del olvido, recordar es un gran trabajo. Mi memoria lucha contra esa capa borrosa que parece niebla y que va cubriendo las imágenes de mis archivos. Cada vez me cuesta más alcanzar con nitidez momentos pasados. Rozarlos. Y lo de las fotos no me basta. Hay infinidad de gestos de Javier que nunca conseguí captar con la cámara. Y tantas cosas que...


23 de mayo

 

Abandoné el diario porque no me ayudaba.

Pero ahora debo recuperarlo porque necesito leer lo que me ha ocurrido. Una y otra vez. Para creerlo.

Esta tarde, al regresar de la oficina, como siempre, he abierto el buzón. No había propaganda. Ni cartas del banco. Ni carta de mi hijo.

Sólo un sobre ocre -yo ya conocía esos sobres-, un sobre ocre escrito con tinta negra, de pluma. Y era su letras, y de eso me di cuenta antes de cerrar el buzón de golpe.

No he cogido la carta.

No me atrevo.

Es de Javier.

Voy a volverme loca. Me va a dar algo. Tengo que pensar deprisa.

Y, sobre todo, dejar de llorar como si fuera idiota.

Tengo que pensar en algo.

 

***

 

He vuelto a bajar al buzón. Hace un momento. Para mirar la carta. Y he cogido la carta. Con mis propias manos. Y lo he comprobado. Es de Javier. No hay duda. La he vuelto a dejar allí. No puedo subirla a casa.

Si dejo que la locura entre en casa, me descubrirán. Dirán que me la he enviado yo misma, que delirio...

Tengo las manos húmedas. Los ojos irritados. Creo que hasta me ha subido un poco la fiebre.

¿Qué significa esto?

Voy a tomarme algunos calmantes. Necesito dormir. Mañana, tal vez, todo hay sido un sueño.

¿Y si alguien me roba la carta?

Debo abandonar ideas como ésa. Se me ocurren tantas...

Por suerte mi hijo sigue afuera. No sé siquiera cuando volverá.

Tal vez sí existe el otro mundo. Y a Javier le han dado otra oportunidad.

Eso es absurdo. Debe de tratarse de algún error. Debe tratarse de algún error: tiene que serlo.

Antes de tomarme las pastillas llamo a Carlota. Que mañana no iré a la oficina. Que me encuentro muy mal. No, que no necesito nada, que ya le llamaré al día siguiente para decirle cómo sigo. Bueno, si quiere que me llame ella.

Mis padres no vendrán hasta el sábado. Tengo tres días enteros. Cuatro noches. Algo se me ocurrirá.

 

24 de mayo

 

Me he traído el diario a la cama.

No me atrevo a levantarme. Si me levanto, tendré que bajar por la carta. Mientras siga en la cama, puedo engañarme.

Engañarme. Como si eso fuera posible, sabiendo todo lo que sé. Se sobre mí misma demasiado. Más incluso de lo que sabía Javier. Y no porque yo no me dejara conocer, sino porque no fui capaz de explicarme mejor de lo que lo hice.

A veces pasamos años junto a alguien. Un montón de tiempo, y de pronto ese alguien nos pregunta si nos gusta el chocolate, o qué clase de flor preferimos.

Absurdo.

Javier era muy detallista. Aunque he de reconocer que al final, supongo que por culpa de la enfermedad, equivocaba mis gustos, y yo disimulaba por no herirlo.

Incluso nuestro hijo se dio cuenta alguna vez. Sorprendido, comentaba:

- Pero, papá, ¡si a mamá jamás le ha gustado el marisco!

 

25 de mayo

 

Los días no pasan así como así. A veces cuesta trabajo.

Porque, por ejemplo, yo hoy no hago más que cerrar los ojos. Y quedarme en la cama. Esperando, como si de repente fuera a ser mañana.

Lo que ocurre es que tampoco mañana es una solución. Porque el buzón y la carta seguirán acechándome.

Y no puedo permanecer para siempre aquí, encerrada. Entre otras cosas porque vendrán a buscarme, y me llevarán lejos de la carta y lejos del buzón.

Voy a bajar.

Luego.

Y cogeré la carta. Me atreveré. Y si Javier en realidad no hubiera muerto, aquí lo esperaría.

 

26 de mayo

 

Aun sin vida ya, Javier era la única razón de mi existencia.

He estado viva por él, antes porque él estaba, y luego porque no estaba. Nunca por nada distinto a su ser.

Y, sin embargo, él había decidido abandonarme.

Probablemente la carta había equivocado su trayecto. Y había dado vueltas y más vueltas, manoseada por carteros y destinatarios que la devolvían, tanto tiempo como Javier llevaba ausente. Y más aún.

Y llegaba a mí cuanto el ya no vivía para desmentirlo.

De pronto, allí se veía a ese otro Javier que confundía mis gustos porque estaba más pendiente y seguro de los de otra mujer. Un hombre diferente al que yo había perdido.

Allí estaba la triste explicación a tantas demoras, a tantos médicos verosímiles hasta la muerte.

¿Cómo podía seguir llorando? ¿Por qué debía llorar ahora?

Javier había escrito una carta en la que anunciaba que me dejaba, que se iba con otra a un lugar lejano que ni siquiera mencionaba. Y la carta me llega ahora, más de un año después que él la escribiera. Y me comunica una decisión que yo ni siquiera sospechaba y que él, evidentemente, había tomado antes de saber que se moría.

A saber cuánto tiempo hacía que conocía a ésa.

Mi imaginación se dirige al día del entierro, pero mi memoria no consigue descubrir a ninguna mujer extraña que llamara mi atención.

Tal vez no se atrevió a ir.

Tal vez vaya a llevarle flores de vez en cuando. Siento que no tiene derecho.

Pero pienso que tal vez lo tiene todo.

Y de pronto un alivio desconocido va ganándome. Si ella tiene el derecho, soy yo quien ya lo perdió. Y si no hay derecho no hay deber.

Mis palabras me dan miedo.

Llevo un año llorando por un hombre que, al marcharse, ya no me amaba. Porque aunque no se fue como él quería, se fue. No con otra, sino solo, completamente solo, como todos a la hora de morir. De la mano del terror a desaparecer y a que el mundo siga andando sin nosotros y a ese vacía que mi padre siempre llama “el tobogán”.

Así es que no sé demasiado bien quién se me ha muerto. ¿A quién se la ha muerto Javier?

De estar vivo, estaría con la otra. Y yo sola, como hoy, como todos los días desde hace un año.

¿Y eso sería justo?

Cada muerto tiene su plañidera. Y de pronto me doy cuenta de que la de Javier no soy yo.

 

29 de mayo

 

He decidido telefonear a Carlota para decirle si podemos vernos cuando salga de la oficina. (Hoy tampoco he ido. Mañana ya me reincorporaré al trabajo).

Se ha sorprendido.

A la pregunta de adónde quería ir, le he contestado que a divertirnos un poco. Y entonces me dice que si es que ha pasado algo. Y yo le respondo que sí, que, aunque no lo entienda, Javier no pudo morir porque no existía, y que ya le explicaré.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Flavia Company

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