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Configurar sentido descendente

La visita (un recuerdo terrorífico)

10 de abril de 2014 08:46:57 CEST

     Mediodía. Pleno agosto. Estábamos jugando en la calle del pueblo cuando un niño bajó la cuesta en bicicleta con una noticia perturbadora: la niña de los Rius había muerto electrocutada. Sugirió que fuésemos todos a verla. No sé si por no dejarme sola o por no perdérselo, mi hermano me arrastró con el grupo rambla arriba. La casa de los Rius era la última, y estaba abierta. Ningún adulto nos prohibió la entrada. Al contrario, nos ofrecieron limonada y rosquillas y nos acompañaron hasta el centro del salón, donde estaba la niña muerta en su ataúd blanco, con su vestidito blanco, sus patucos blancos, su gorrito blanco de perlé, atado con un lazo bajo la barbilla. Sólo sus regordetes dedos ennegrecidos, chamuscados… Este debería ser mi primer recuerdo terrorífico, pero no lo es. ¿Por qué? ¿Por qué un suceso tan terrible no dejó en mi memoria un recuerdo terrible? Porque sólo tenía cinco años. Porque sólo veía un bebé rollizo con nariz de botón y hoyuelos por todas partes, como la mayoría de mis muñecas. Porque sólo pensaba en sacarla de aquella caja y ponerla en vertical para que abriera los ojos, en regañarla por mancharse los dedos para poder consolarla inmediatamente; aunque algo en la trágica atmósfera me decía estate quieta, y calladita, no es el momento adecuado.

     En cuestiones relacionadas con los misterios de la vida y de la muerte, la edad marca la diferencia. Y la misma inocencia que acepta con naturalidad lo más terrible, más adelante rechaza lo más natural con auténtico pavor; como sucedió unos años después de que el instinto, y quizá también la timidez, impidieran que le pusiera las manos encima a la niña electrocutada de los Rius, afortunadamente. En el mismo pueblo, a la misma hora del día y durante la misma estación del año. Mi primer recuerdo –ahora sí- realmente terrorífico.

 

     Mediodía. Pleno agosto. Estoy en la calle esperando a dos amigas para jugar a las casitas. Son gitanas. Y son hermanas, la mayor se llama Dolores y la menor Antonia. Dolores es muy flaca, tiene una trenza larga y negra y pelusilla en la comisura de los labios. Dice que será monja o azafata, pero a mí me cuesta imaginarla de cualquiera de las dos maneras. No soy capaz de imaginarme monjas ni azafatas con bigote y tan mal carácter. Tengo once años; aún creo que las monjitas son todas unas santas piadosas y todas las azafatas rubias y alegres. Dolores es muy creyente y muy seria, y no suele decir palabrotas pero, a veces, de repente, aprieta los labios y se le pone cara de malvada. Y entonces se santigua con la izquierda porque, además de tímida y mal pensada, Dolores es zurda. Antonia es vivaracha, de risa fácil, dice a todo que vale y no se enfada aunque vaya siempre en tercer lugar, como dice ella, o sea perdiendo. Será profesora, o se casará con un gitano y tendrá hijos. Nunca dice las dos cosas a la vez. Otras veces dice que no sabe lo que quiere. A mí me parece que lo que Antonia quiere, básicamente, es pasarlo bien. También tiene una trenza larga y negra, pero su bigote de pelusa no destaca tanto porque su piel es más aceitunada, y sus mejillas están más llenas. Parece más sana y fornida que su hermana mayor. Nadie diría que se llevan casi dos años.

     Estoy en la puerta de casa, esperando verlas bajar corriendo por la cuesta, tan parecidas y tan diferentes como las dos caras de una misma moneda -la cruz bruñida y sombría de Dolores, la cara amable y sonriente de Antonia. Me cuesta pensar en jugar con ellas por separado. Las horas se nos harían lentas y aburridas. Pero siempre vienen juntas y a todo correr, sujetándose las faldas con la mano. Y el tiempo se nos va volando.

     Antonia y Dolores tienen su propia manera de empezar el juego de las casitas. Hacen tareas que a mí no se me ocurrirían, como llenar un cubo y salpicar agua con la mano en la puerta de casa, o escupir sobre las cosas -ya sea un cacharro, un espejo o la cara de una muñeca-, y luego frotarlas enérgicamente. Para asombro mío, ambas parecen disfrutar quejándose, suspirando, poniendo los ojos en blanco, abusando de expresiones raras pero divertidas, como ¡Qué fatiga tengo! o ¡Que me da un parraque!, y de palabras tremendas como sacrificio, amargura, condena. Seguramente Antonia y Dolores reproducen en nuestra casita lo que llevan haciendo toda la mañana en su propia casa, de la que se ocupan, igual de hacendosas, mientras los padres y el hermano mayor están en el mercadillo. Después del zafarrancho de rigor, empieza la parte más creativa del juego. Cuando Dolores hace de padre despliega todas sus dotes de mando, normalmente ocultas en su discreta reserva; avisos de que, si lo de estudiar para azafata se le complica demasiado, será una gran monja. Antonia borda el papel de madre y el de profesora, aunque ella no se vea ejerciendo de ambas en el futuro, no sé por qué. En cuanto a mí, soy el comodín que hace las veces de hija mayor, de alumna o de vecina. Y así jugamos hasta la hora de comer. Entonces ellas dejan las cosas como las han encontrado, se despiden educadamente de mis padres y se recogen.

 

     Como Antonia y Dolores no llegan decido acercarme al mercadillo para ver si están ayudando a sus padres. Me llevo a la Nancy despeluchada en el cochecito, por si encontramos un rato para jugar.

     Pero tampoco están allí. 

     - Están en la casa y no pueden salir- me dice la madre.- Tienen la visita.

     - Ah- digo yo.

     - Y tú deberías irte también. Se está nublando y va a llover de un momento a otro.

     Me señala los nubarrones grises que vienen del cementerio. Parecen pintados a lápiz, recortados y enganchados sobre los cipreses. No los vi cuando elegí las sandalias de esparto y el cochecito sin toldo. Pero no importa, son preciosos. Me quedo un rato mirando y escuchando a la familia de mis amigas gitanas. Su tenderete exhibe toda clase de ropa interior y para la casa. Batas, mandiles, pijamas, medias, sostenes, toallas, sábanas, manteles. El padre maneja un palo muy largo en cuyo extremo hay unas bragas extendidas que agita al sorprendente grito de: ¡Las robamos de noche, las vendemos de día, más baratas que en la mercería! Es lo único que hace, llamar la atención, con la voz áspera y una colilla entre los labios. El hermano no hace nada, por lo menos aparentemente. Aunque tiene casi veinte años dicen que aún habla como un niño pequeño y a menudo tiene ataques epilépticos. Pero como es guapo y pacífico lo sientan ahí, y cuando las señoras se detienen a mirarlo, conmovidas por su belleza trágica, el padre agita las bragas en sus caras y la madre les vende la mercancía, piropeándolas y llamando a cada una por su nombre. Es tan bonita la madre como el hijo. Las mismas cejas salvajes juntándose en lo alto de la nariz, los mismos ojos negros y profundos. Siempre que la veo me viene a la mente la impresión que me causó la primera vez que la vi, sentada en la orilla del río, con la bata puesta y manguitos de niña ciñendo sus brazos morenos. Hasta las hijas se reían de ella con cariño. ¡Mira la gitana gorda y ridícula sentada con manguitos en un palmo de agua! Gorda sí, y gitana también. Pero de ridícula nada. Estaba magnífica.

    

     De vuelta a casa, empujando el cochecito, paso frente a la de mis amigas y las veo a las dos en su balcón, ambas muy mustias, con la mirada gacha y un turbante en la cabeza. Hay algo desolador en la composición de la imagen, pero no sé qué es. Tampoco sé interpretar los gestos que hacen cuando me ven. Parecen enfadadas la una con la otra, y las dos con el mundo. Subo, más que nada por curiosidad. Ahora sé qué había de extraño en el balcón, normalmente lleno de flores mimadas y felices. Las plantas están en el rellano, todas, las de exterior y las de interior. Mientras esquivo las macetas con el cochecito me reciben las dos en la puerta, paliduchas, descalzas y en camisón. Parecen dos princesas indias cautivas. 

      - No podemos salir- dice Dolores.

     - Ya lo sé- digo. Dolores me mira fijamente a los ojos, esperando que diga algo más. Antonia se mira los dedos de los pies y no dice nada. - Tenéis visita. Me lo ha dicho vuestra madre.

     - Y no podemos salir- insiste Dolores.

     - Ya-. Me fastidia que me repitan las cosas, aunque no las entienda del todo–. Si queréis, os subo unos helados.

     - Tampoco podemos comer helados.

     - Ah, ya. 

      Cuanto menos lo entiendo, más me fastidia. Antonia y Dolores no pueden salir porque tienen visita, raro pero vale, creo que puedo entenderlo. Pero ¿por qué no pueden comer helados? Como la curiosidad puede más que la reticencia a que me tomen por tonta, les hago finalmente la pregunta. Dolores mira a Antonia con una sonrisa enigmática. Antonia me mira a mí y niega con la cabeza, desaprobándome.

     - Cagona- dice Dolores. Y a mí se me escapa la risa.

     Al final, las dos se hacen a un lado para darnos paso al cochecito y a mí.

     La casa está fresca y todo brilla en la penumbra, los muebles, el suelo, los objetos, hasta la fruta que hay en una bandeja sobre la mesa, junto a los cuadernos escolares cerrados. Las persianas enrollables de madera están echadas. Hay un ventilador de pie que gira ruidosamente y en el aire un aroma desconocido para mí.

     - ¿A qué huele?

     - A lejía- responden las dos.

     - Ah, ya.

    Ah, ya. Reconozco el olor porque mi madre también es fan de la lejía. A falta de otras señales, asocio el olor misterioso a la misteriosa visita. Como ya tengo un poco de miedo, empiezo a contar tonterías. Que mi perro se ha comido una planta rara y está como borracho, con los ojos rojos y medio atontado. Que le he lavado el pelo a la Nancy con vinagre y huevo, como ellas me dijeron, y se lo he estropeado del todo. Se lo cuento de pie, todavía agarrada al cochecito. Pero las hermanas siguen tristes, avergonzadas, mudas. Cuando propongo el parchís para no molestar a la visita, Dolores se encoje de hombros y Antonia dice que vale, pero sin la chispa de costumbre. Está desconocida, y a Dolores se le nota en la cara que sabe por qué.

     Antes de empezar la partida nos comemos un paquete de rosquillas entre las tres. En apenas cuatro minutos y en silencio absoluto. Dolores y yo nos adelantamos enseguida en el tablero, pisándonos los talones la una a la otra, mientras Antonia se desespera porque no le sale el 5 necesario para sacar ficha. Y justo cuando Dolores tiene una a salvo en la casilla de salida de su ansiosa hermana, ¡va y a Antonia le salen dos 5 de golpe! Pero, pobre, es tan grande su ansia que prefiere arrancarse a por mí que zamparse a su hermana y contar 20.

     Intento decírselo con la mirada, pero no lo capta.

     - Esto no te lo esperabas, ¿eh?... ¡Corre, paya, corre!

     Por lo menos le ha vuelto el color a la cara. Y cuando Dolores se cachondea de su error, y de lo mala profesora que será, Antonia no se desanima y sigue adelante. Así pasamos el rato. Yo sigo esperando que la visita despierte y salga en cualquier momento, pero el miedo se ha disipado. Dolores parece impaciente, incómoda, se rasca la cabeza cada dos por tres y se queja constantemente.

     - Cómo pica…

    Las tres oímos las campanas de la iglesia. Yo cuento doce.

     - Las once- dice Antonia.

     - Menuda profesora…- se burla su hermana, rascándose dentro del turbante con un lápiz.

     Y, de repente, se levanta muy decidida.

     - ¿A dónde vas?- se alarma Antonia

     - Esto no hay quien lo aguante .Voy a hacerlo.

     - ¡Estás loca! ¡No lo hagas! ¡No puedes, con la visita no!

     Dolores estira la mano hacia el frutero y le lanza un albaricoque a la cabeza.

     - ¡Cagona!

      Y, con una mirada desafiante, nos da la espalda y camina hacia el baño muy segura de sí misma. Una vez allí, se encierra dando un portazo. Entonces Antonia se pone en pie, derriba su silla, cruza el salón melodramáticamente y se lanza boca abajo en el sofá, cubierto con una sábana blanca. Al verla correr desmadejada me doy cuenta del desarrollo desmedido de sus pechos. No me había fijado antes, siempre van vestidas de forma tan recatada.

     - Ay, ay…- se lamenta Antonia, pataleando y retorciéndose como si se estuviera muriendo de dolor de tripa. Cuando oye el estruendo del calentador en funcionamiento, arrecia en los quejídos. - ¡Ay, ay, que mi hermana está loca! ¡Que es una cabezona y se va a morir por cabezona!

     Yo no entiendo nada. ¿Qué va a hacer Dolores, la cabezona? ¿Por qué se va a morir? Ojalá que ahora mismo aparezca la visita y ponga fin a este dramón. Portazos, golpes, carreras, llantos. ¿Acaso no es suficiente para despertarla? Pues parece que no, porque allí sigue sin haber nadie más que dos hermanas gitanas -la mayor encerrada en el baño, en peligro de muerte, la menor lloriqueando de los nervios en el sofá, con sus grandes pechos-, y yo, aún sentada a la mesa y sin mover una pestaña, paralizada por el miedo.

      - ¿Pero qué está pasando aquí? – pregunto al fin, sin estar nada convencida de querer saberlo.

     Antonia se quita el cojín de la cara y me grita aterrorizada, fuera de sí.

     - ¡¡Que se va a lavar el pelo!!

      Yo cada vez entiendo menos, y cada vez tengo más miedo. Como no sé qué hacer, no hago nada. El mismo instinto, o la misma timidez, que me impidió sacar del féretro a la niña electrocutada de los Rius, y jugar con ella para consternación general, me dice que me esté quieta y no diga nada. Miro con compasión a Antonia, que llora a moco tendido. Hasta que Dolores abre la puerta con una expresión grave y serena.

     - Ya basta de alboroto- dice. Se ha quitado el turbante y lleva su trenza de siempre, con raya al medio-. Entrad las dos, por si me da un parraque.

     Antonia obedece. Se levanta y pasa por mi lado como Juana de Arco camino de la hoguera. Temblorosa, lívida, con el turbante torcido. Yo la sigo, fascinada por su dramatismo. En un arrebato inconsciente de protección maternal, he cogido a la Nancy y no tengo intención de soltarla pase lo que pase. En el baño, Dolores espera tranquila a que el débil chorro llene un barreño de agua caliente. Parece resignada a su destino, casi mística.

     - Te castigarán….- balbucea Antonia, muy congestionada.

     - No, si nadie se entera-. Dolores la mira a los ojos. Luego a mí-.Y nadie se entera, si nadie se chiva.

      Olvida un posible chivatazo por parte de la extraña visita. Cuando se lo recuerdo, todo su misticismo se transforma en una carajada siniestra. Empiezo a creer que se ha vuelto loca de verdad. Antonia se tapa los oídos y se deja resbalar por la pared hasta quedar sentada en el suelo.

      - ¿Qué he dicho?- me pregunto.

      - Verás, es que…- Dolores se santigua con la izquierda y baja el tono de voz-…es mejor no hablar mucho de la visita, ¿sabes? Es un tabú.

     - Ah, ya.

     No puedo evitarlo. Y tampoco me atrevo a pedir que me lo expliquen todo. Hasta donde sé, un tabú es algo de lo que no se habla, materia de escándalo. Pero la curiosidad es a veces más fuerte que el miedo y que la vergüenza. Me siento en la taza del váter, por si el parraque y la visita tabú resultan demasiada revelación para mí, y, con la Nancy encajada bajo la axila, admito mi ignorancia.

     -Vale, no lo entiendo. ¿Quién es? Decidme quién es.

     - Pareces tonta- dice Dolores, deshaciéndose la larga trenza con los dedos -. La visita es como una especie de enfermedad, y mientras dura es mejor no salir ni hablar con nadie.

     - ¿Por eso te has puesto así?- le pregunto a Antonia, que se suena con papel de váter ruidosamente, con la cara roja y contraída. - ¿Tanto duele?

     - ¡Se ha puesto así porque es una cagona!- se adelanta Dolores.- Doler no duele mucho, pero no te puedes lavar y pica que no veas… – Se me acerca. El olor desconocido está impregnado en su pelo-. También puede marchitar las flores, agriar el vino y la leche, nublar los cielos y empañar los espejos. 

     - Anda ya….

     Simulo incredulidad, pero en realidad estoy muy, muy impresionada. Una vez abierta la caja de los truenos, Antonia se anima:

     - También puede matar las abejas y hacer abortar a los animales- asegura con rotundidad.

     - Si, hombre…

     - Y si te bañas en la playa con la visita te siguen los tiburones, nuestra abuela siempre lo dice.

     - ¡Eso no me lo creo!- salto yo, aferrada a la primera y única evidencia real; no hay tiburones en el Mediterráneo.

     - ¡Que nos quedemos ciegas si no decimos la verdad!

     - No exageres tanto, Antonia – la reprime su hermana.

     Pero la maldición escupida de Antonia me ha dejado estupefacta, y por la boca abierta se me cuela el miedo hasta el fondo.

     - Lo que dice abuela- matiza Dolores- es que si te quedas embarazada cuando tienes la visita te salen bebés pelirrojos, viciosos y hasta leprosos…. 

     - ¡Madre mía!

      Aprieto la Nancy contra mi pecho. Me falta el aire. Atroces desgracias me pasan por la mente -plantas muertas, tiburones hambrientos, abortos deformes, bebés contagiados de epilepsia, de parraques, de lepra…¡Contagiados todos!

     Quisiera salir corriendo, pero las piernas no me responden.

     - No es contagiosa- dice Dolores, leyéndome el pensamiento.- Así que puedes quedarte tranquila. Pero no mucho ¿eh? No creas que te vas a librar. Muy pronto tendrás la visita tú también.

     Y, dicho esto, mete la cabeza en el barreño para espanto de Antonia y mío, que nos abrazamos con los ojos cerrados, ambas muy sugestionadas por lo que pueda pasar a partir de ahora. A los suspiros de alivio de Dolores pronto se suman los truenos de la tormenta que se avecina. Al abrir los ojos nos damos cuenta de que ya la tenemos encima nuestro, oscureciéndolo todo. Dolores, que también ha oído crujir el cielo sobre nuestras cabezas, se incorpora chorreando agua. Y en cuanto ve que el espejo se ha empañado cae redonda y se parte la ceja con el lavamanos. Brota la sangre maldita de Dolores, y un torrente de histerismo se precipita vertiginosamente, tanto que apenas retengo algunos destellos del caos. Aparecen por todas partes vecinos, familiares, adultos irritados que quieren tomar el mando y se dan órdenes los unos a los otros. Del baño al sofá y del sofá a la cama, la pobre Dolores es trasladada en alto mientras recobra y pierde el conocimiento alternativamente. En algún momento aparecen los padres, con sus carritos envueltos en plástico, y el hermano mayor sufre una crisis aguda. Antonia y yo gritamos y lloramos y estorbamos alrededor de las comitivas que vienen y van, vociferantes, pero nadie nos hace ningún caso. El espectáculo aterrador termina para mí cuando alguien se apiada, me pone una bolsa de plástico en la cabeza y me envía a casa bajo una lluvia torrencial. Corro por las calles tanto como puedo, con las pesadas sandalias de esparto y sin soltar a la Nancy. Pero, por mucho que corra, sé que no voy a librarme. Muy pronto recibiré la visita.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Berta Marsé

Brines ante el espejo

9 de abril de 2014 08:18:11 CEST

            Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) es autor de una de las más delicadas y sólidas obras poéticas de la Generación de los cincuenta; y uno de los poetas más influyentes del panorama actual de nuestras letras. Heredero de una estirpe privilegiada en la que habría que incluir, partiendo de Juan Ramón, a Cernuda o Juan Gil Albert, por poner sólo ejemplos señeros, ha ido escribiendo con cuidadosa y dedicada lentitud un corpus poético extremadamente coherente, orgánico y unitario. Lo publicó, completo hasta hoy, en 1997 con el título de Ensayo de una despedida. La antología que ahora escoge y prologa el también poeta Dionisio Cañas con el título de Todos los rostros del pasado puede leerse, pues, como una primera cata en ese océano profundo e irisado de una obra vasta y honda, siempre dispuesta a sorprender a cada nuevo lector; a cada nueva lectura.

            Cañas ha confeccionado una antología centrada, según su prólogo, en la figura autoral; en el “yo lírico” protagonista de la poesía de Brines. Una opción que incide particularmente en “esa centralidad existencial que vertebra gran parte de la obra del autor.” Quedan fuera de la selección todos los poemas satíricos (a los que César Simón dedicó un memorable artículo) y los construidos mediante la técnica del monólogo dramático; y están poco representados los eróticos, los amicales, los más directamente oníricos. Todo ello hace de esta antología un territorio perfectamente acotado, por más que en muchas ocasiones se echen de menos muchos temas y motivos tan caros al autor como a sus lectores. Con todo, no tiene Brines un solo poema que desmerezca del resto de su obra, y ese rigor extremo lo agradecerá cualquier antólogo con la certeza de no estarse nunca equivocando mucho. La selección de Cañas cumple con creces su propósito de actuar como pórtico a la obra toda del poeta, con lo que sería difícil ponerle más pegas que la de echar de menos tantos poemas descartados para reconocer a continuación que no sobra ninguno de los que están.

            “Creo que el conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía.” Estas palabras de Brines, publicadas en 1984, han concitado tal unanimidad que no hay hoy crítico en activo que se atreva no ya a discutirlas, sino siquiera a obviar para su autor la etiqueta de “poeta elegíaco”. Pero una vez aceptado el marchamo, y conscientes de su escasa concreción, se hace necesario ahondar en la lectura e ir anotando algunos matices que perfilan el dibujo de un poeta tan elegíaco como epicúreo; y que ha sabido intuir tantas veces (y en su poesía toda, tomada en conjunto) que detrás de la pérdida se oculta la pulsión del renacer.

            En la existencia humana, tal y como creo que la entiende Brines, parece haber dos momentos muy definidos: el tiempo de la vida y el tiempo del poema. Ambos aparecen como perfectamente delimitados, si bien no son en absoluto estancos: el primero engloba al segundo y éste, el del poema, es una transfiguración meditativa del primordial. Pero hay algo del tiempo de la vida que, en el del poema, parece estar no “in pectore” sino más bien, por seguir con las fórmulas jurídicas, siendo juzgado en rebeldía. De esa ausencia de lo que podríamos llamar crestas de plenitud vital parece surgir la necesidad del poema; y del temor existencial de no recobrarlas (o de la certeza de la imposibilidad de hacerlo) nace el tono elegíaco, pero también hímnico y celebrativo, de su poesía: una lírica que celebra “in absentia” lo que, de estar presente, impediría al poeta sentarse a escribir. Así, los tonos de la elegía y el himno se entrelazan con asombrosa promiscuidad, haciendo de Brines un hedonista trágico capaz de cerrar uno de sus poemas más angustiados —“Isla de piedras”: “terriblemente han de venir / todas las horas del dolor” (...) “mis pies pisan el mundo desolados.”—, un poema cargado de semas de oscuridad y podredumbre, en el que la desolación del paisaje se transmite al cuerpo mismo del poeta, con un último verso de amor incondicional a la vida: “porque nunca se acaba el olor de las rosas” (p. 63)

            El contraste insistente y sostenido entre la finitud de lo vivo y el canto gozoso de sus inagotables fuentes de belleza y alegría; el combate entre fauce y caricia de la existencia humana es el hilo conductor de esta extensa meditación en que se resuelve la poesía de Francisco Brines. Una antítesis rica en matices y estadios intermedios (no en vano las horas más familiares a esta poesía son las del crepúsculo) que, como si se tratase de dos tonos musicales, tiene una traducción precisa y reveladora en los tiempos verbales empleados: los pretéritos, los tiempos de aspecto terminativo (el pretérito perfecto simple y las formas compuestas), como el tono menor en la música, son sombríos, doloridos, y se recrean en la pérdida y en la imposibilidad de no aceptarla. Contrastando con ellos, el presente y los otros tiempos simples, solares, llenos de amplia luz, de amor y de placer, son los empleados en ese espléndido y vital canto al mundo natural y a la vida de los hombres que es, en tantos momentos, la poesía de Francisco Brines. Esto que digo puede observarse con viva nitidez, entre otros poemas, en “Museo de la Academia” (p. 49) o “Versos épicos” (p. 54), escritos en un glorioso presente sostenido, que el poeta resuelve en himno: “Yo canto la pureza”, concluye.

            De toda la obra de Brines, el libro más y mejor representado aquí es, sin duda, Palabras a la oscuridad: un título capital para varias generaciones de poetas. En él se construyen ante los ojos del lector, en poemas de una exquisitez desconcertante, el mundo y la voz definitivos del autor. El libro entero es un progresivo desvelamiento del destino individual de un hombre joven, trasunto del poeta: la revelación de ese destino, su aceptación y comunión con él están admirablemente evocados en versos de factura clásica que anunciaban, en 1966, mucho de lo que ha venido después. Creo que aún no se ha señalado suficientemente la importancia que tuvo ese libro en la naciente red de poéticas que acabó por desembocar en los cauces y caudales novísimos y postnovísimos: el cosmopolitismo, la voluntad introspectiva, la renuncia al temario de la poesía social, el culturalismo sin impostas, el dedo puesto en la llaga de la experiencia humana, la huella cernudiana... Todo ello aparecía ya, majestuoso, impregnando de emoción dolorida unos versos imperecederos cuyo fluir reposado nunca atenúa la innovadora radicalidad de la propuesta. Su honestidad, su naturalidad, su cercanía son aún más sorprendentes cuando se repara en la fecha de publicación: esos poemas supieron poner luz mediterránea, pagana y libre en el mundo hostil, pacato y servilón del desarrollismo. Fueron un soplo intenso de aire fresco en medio de la grisura y la ñoñez de la época.

            En su siguiente entrega, Aún no (1971), la expresión de la fugacidad y muerte de lo vivo, ahora más íntimamente ligada a la experiencia amorosa, se decanta, se despoja y va quedando enteca, puro concepto, verdad palmaria y triste. Desde su propio título, a caballo entre la petición angustiada y la constatación teñida de sorpresa, el libro es a la vez una disección de ese dolor de finitud y un débil lenitivo, forjado en la contemplación de las últimas luces. En varios poemas del libro aparece el desdoblamiento del poeta en protagonista y narrador; en actante y observador, que se trasmuta a menudo y salta las fronteras temporales para lograr con su desmantelamiento un sucedáneo, una ilusión de eternidad. Así sucede, por ejemplo, en “El triunfo del amor” (p. 103): uno de los escasos poemas de tema helenístico recogidos en la antología. Hay también un desleírse de la propia identidad que, sabedora de su próxima consunción en cenizas, se anticipa y difumina en bellísimos versos desolados: “Miré desde el balcón / y en el balcón no había nadie.” (“La espera”, p. 108) Ese desdoblamiento lleva al poeta hasta observarse muerto y, en nuevos ejercicios ignacianos (Brines estudió con los Jesuitas en Valencia, y esa experiencia le ha marcado a fuego), asistir a la futilidad de todo funeral en el poema “Palabras para una despedida” (p. 113). Por eso también se insiste en la querencia del presente (“Elca y Montgó”, p. 109): el único tiempo verbal que nos es dado vivir, y el símbolo más puro de la fugacidad.

            El desdoblamiento del “yo” poético persiste aún en Insistencias en Luzbel (1977), el libro más enjuto y conceptual de todos los suyos, de máxima pureza, para estallar en figuras fantasmales y evocar los terrores infantiles. Pero desaparece tras el reencuentro consigo mismo que supone El otoño de las rosas (1986). Ahora, una serenidad augusta se yergue sobre la angustia metafísica, y el poeta Brines aprende a reconciliarse consigo mismo. El retiro de Elca, en su Oliva natal, cobra aquí un definitivo protagonismo, como si el hombre dividido de los dos libros anteriores hubiera logrado al fin reconocer su imagen reflejada en el espejo, hallar su centro y habitarlo conforme. Su último libro hasta la fecha, La última costa (1995), es un definitivo reencuentro con la identidad perdida o disgregada: una recuperación de la propia infancia como cifra de la existencia toda; un cerrarse el círculo que abrieron Las brasas. El poeta, reconciliado, percibe la totalidad mediante sinestesias: “Han tocado mis ojos el esplendor del mundo” (p. 169). La aceptación es un hecho, y la comunión con la condición humana, así como el reencuentro con un pasado personal que vuelve a ser fértil, confieren a estos poemas últimos un inequívoco aroma, paradójico y vívido, de eternidad: hay un poeta en pie, que ha comprendido.

 

 

 

 

Francisco Brines, Todos los rostros del pasado, Madrid, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2007.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Pérez Leal

Dos poemas

8 de abril de 2014 08:41:33 CEST

 

 

The World at Night (1940)

 

Neón del alma, qué sordid hotel anuncias

en la noche de este París dolorido,

calle del París del cuarenta, neón

del alma, hermano neón, qué inhumanidad

desvela tu luz lívida tan sin rumbo,

este terrible París último, ámbito

de los placeres de la estirpe más turbia,

caros restaurantes del mercado negro,

tangos idos, lupanares verdigrís,

cines sólo para el soldado alemán,

luego las mañanas azules de antaño,

desierto iluminado, infame desierto

del alma mía, ya pianista y poeta

murieron, Hotel de París ya sin alma,

escuchando lluvia andina sobre el zinc.

 

 

 

Un domingo en el Marne (1953)

 

La vida es bella en el río, en la pantalla

fluyen serenas las aguas a ambos lados

de la barcaza, el color de las guinguettes,

tan demóticos paraísos entre ramas,

espacios de baile y vino blanco frío

rumbo a los cuales navega la mirada

en esta segunda posguerra del siglo,

parece mentira que Marne sea también

el nombre de una batalla, tan cercana

en el tiempo, navegando, los taxis

del Marne en la primavera de las guerras,

hoy en el irse de este río retornan

el piano de Poulenc, los cuadros, los trenes

en la memoria, por siempre la banlieue

color cereza, la vida es bella en el río.

 

                                                    

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Bonet

Diario del niño

7 de abril de 2014 08:44:47 CEST

 

A Clara y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

 

Los gatos son tigres y dejan rastros de plata; los pájaros son águilas inmóviles; y ahora cazo los recortes de luz entre las hojas. Si cierro el puño, al anochecer, cuando nadie pueda verme, tendré una mariposa de luz para mí sólo. Si abro la mano frente al sol, la mariposa se niega a volar y muere entre mis dedos.

Morir es una palabra con espinas.

 

II

 

Contar olas. Por el momento hay 1.332 olas impares, una vana y un montón de pares. Las algas no cuentan. Después viene el cansancio y el sueño azul. Cuando duermo, vuelo.

 

 

III

 

El mar es mentira. Tomo un poco de mar y es transparente. El mar no existe.

 

 

IV

 

Sandokán es un ángel que amaestra tigres y vive al final de espejo.

 

 

V

 

La noche es una pantera de Java, descalza y con mil ojos.

La noche devora sombras.

 

 

VI

 

Propósitos:

a) Depilar las rosas del jardín, quitarles las espinas.

b) Seguir el rastro de los caracoles hasta que los pies sean de cristal.

      c) Enjugar el llanto del sauce.

 

 

VII

 

El campo es sucio y desordenado. Nadie plancha el campo,

nadie lo limpia.

En el monte, mi amigo el pastor apacienta nubes.

 

 

VIII

 

El árbol es una casa pintada de verde, las hojas son alas.

Las hojas están dormidas. Llama la lluvia, las hojas siguen dormidas.

Intención: salvar las hojas en otoño. Pegarlas una a una al árbol.

La siempreviva: Un árbol de hojas pegadas.

 

 

IX

 

Observaciones:

Las estrellas del cielo se han escapado del caleidoscopio.

La pantera de Java duerme.

Propósito: Teñir las estrellas de colores.

 

X

 

El eco está camuflado en el monte: cazar el eco.

 

 

XI

 

Guerra:

El hombre grande se come al chico.

La sombra del ciprés, pincha.

El ladrón de sonrisas.

Un aleteo de pájaros azules.

 

 

XII

 

Noche:

El pastor seguido por una luna mansa.

 

 

XIII

 

Deseo:

Bañarse dos veces en el mismo sueño.

 

 

 XIV

 

 

Cuando yo duermo todo el mundo duerme.

Propósito: pensarlo más despacio.

 

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Pérez Estrada

Del no mundo. Poesía (1961-1973)

4 de abril de 2014 08:46:06 CEST

Inmersión en el abismo

 

Tras la edición del ciclo Bronwyn (Siruela, Madrid 2001) y En la llama (Siruela, Madrid 2005), aparece ahora Del no mundo, tercer y último volumen de la poesía reunida de Juan Eduardo Cirlot. En él, a excepción del mencionado ciclo, se recoge la poesía escrita por el autor desde el año 1960 hasta su muerte, acontecida en mayo de 1973. El título se debe a un libro de aforismos, donde el poeta condensó su pensamiento en breves fragmentos, entre los que leemos: «Algo viene al ser-dejandode-ser-rodeado-de-no ser, que es el tiempo existencial (=la existencia temporal). Ignoramos si la fase negra, u oculta (no existir), de lo que llega a ser (desde su cese) tiene un secreto modo de hilarse con lo otro advenido o adveniente. La conciencia individual (en todos los casos) es discontinua. Por eso, el existente es un ser condenado a saber que dejará de ser, paradoja y contradicción insultante, origen de toda sublevación contra lo-que-es.»

 

Toda la obra poética de Cirlot –incluso la más luminosa– parte de la conciencia de ese «ser-dejando-de-ser», y se presenta como una manifestación de dicha dualidad. Ofrece, pues, un panorama en el que «ser y no ser» a un tiempo es la máxima paradoja y, acaso, la única posibilidad. Porque este «ser-dejandode-ser» tiende, al irse desvaneciendo, a «volver a ser», es decir, a renacer. Y en el punto de renacer, el hombre, «ser parcial», es sujeto de una transformación y llega a ser total; llega a la integración de su corporalidad y su alma, su yo de luz. De este modo se convierte en destellante oro la negrura de la carencia.

 

Los poemas –cuadernos, folletos o poemas sueltos– que integran Del no mundo reflejan esta dinámica y se mueven incesantemente, mostrando un espectro de colores y una armadura de sonidos que se orientan hacia el fin mencionado. El hecho de que el Ciclo Bronwyn, aunque cronológicamente pertenezca a este periodo, no figure en sus páginas destaca particularmente este dinamismo. Civilizaciones pasadas, arrasadas, restos de memoria histórica, ruinas, recuerdos de combates, armas rotas, cuerpos destrozados, vegetación casi sepultada, tierra propicia a la fermentación, se hallan latentes en sus páginas esperando la total descomposición de la que emergerá un germen de nueva vida. Por ello los poemas (Las oraciones oscuras, La doncella de las cicatrices, 44 sonetos de amor…), como la cola del pavo real, despliegan ese colorido (del negro al oro,  pasando  por  el  blanco,  el  rojo  y  el  verde) que nos habla de la transformación

alquímica, del mismo modo que hay en ellos rupturas (La sola virgen la), reiteraciones (Inger Stevens, in memoriam), insistencia en las construcción del verso (El palacio de plata) y un empleo particular de los sonidos (Inger, permutaciones) que nos remiten al hechizo, la letanía y la oración. Todo esto apunta al terreno de lo sagrado. De hecho nos traslada a los orígenes mismos de la poesía, tan vinculada a la magia y a la fórmula para persuadir al Dios, como a enfrentarse con el misterio.

 

El verdadero misterio es el de la vida y va unido a la capacidad del hombre para reconocerlo. La inteligencia desempeña, por ello, en esta obra un papel fundamental. En el caso de Cirlot la inteligencia –como el estar en el mundo– es dual, ya que la mueve por un lado la razón y, por otro, la intuición. Unidas ambas, el resultado es de una enorme coherencia. Schopenhauer escribió: «la verdadera esencia de la realidad es precisamente la simultaneidad de diversos estados, pues sólo esto es lo que hace posible la duración[1]». La poesía de Cirlot, aunque se extienda por unos determinados años y abarque formas diversas, logra una asombrosa simultaneidad. Esto se debe a que cada nuevo paso dado, incluso en el sentido formal, se hallaba en germen ya desde un comienzo, así como los elementos esenciales de su particular mitología. Se trata, sin duda, de intuiciones rigurosamente personales que se fueron reflejando luego en los espejos múltiples de una vastísima erudición.

 

Juan Eduardo Cirlot, conocedor del surrealismo desde que en 1940 vive en Zaragoza y tiene acceso a la biblioteca del cineasta Luis Buñuel, gracias a su hermano Alfonso; interesado desde un principio en egiptología y poco después en los símbolos, movido por el deseo de descifrar sus sueños –tema en el que profundiza gracias a su amistad con el etnólogo y musicólogo Marius Schneider–; músico y compositor que admira la obra de Wagner, Schönberg, Scriabin, Alban Berg o Hindemith; crítico de arte y miembro del grupo Dau al set, junto a Tàpies, Cuixart, Joan Ponç, Tharrats, Brossa y Arnau Puig; interesado no sólo en el arte de vanguardia, sino en el medieval, sabe desde un principio que la obra, se trate de realismo o de abstracción, debe expresar al artista. Así en su artículo «Cohesión y no armonía[2]» afirma: «Si alguna misión tiende a llenar el Arte, es expresar al hombre, al hombre, así, íntegro, total, residente en la tierra, víctima de miles de solicitudes extrañas entre sí y contrapuestas; al hombre como víctima y al hombre como vencedor, en la gran invasión de las fuerzas que lo mueven y que son por él movidas.» En una carta a la directora de la revista de Caracas Árbol de fuego, Jean Aristeguieta, del 16 de abril de 1967, le decía: «Verás, un ser como yo, que ha escrito versos más o menos herméticos, que ha publicado, al margen, unos doscientos artículos y más de treinta libros sobre arte, en el fondo no ha hecho nada si no ha contado lo que le pasa

 

La certeza, pues, de que el arte se mueve en el terreno de la subjetividad, pero elevado a un nivel universal, comporta una exigencia inapelable. Por este motivo Cirlot tiene gran empeño en la forma e insiste en que ésta es la piedra de toque. Y aunque «el <hecho poético> es siempre un acto anímico, un <estado> o <vivencia> tenidos por el creador lírico»[3], el esfuerzo se encamina en este sentido. Por ello dice de Inger Stevens, in memoriam que es una de sus obras más queridas y le parece que en ella ha conseguido aquello que busca, «lo que más me cuesta lograr: la <forma> del poema como tal[4]».

 

La forma –su forma– la descubre Cirlot gracias a la relación con las otras artes. Si llega a lo que llama poesía «experimental» partiendo de la pintura, fundamentalmente de la técnica del collage, descubre la permutación aplicando a los versos el serialismo de Schönberg. Así puede sintetizar en su escritura técnicas surrealistas, expresionistas, simbólicas y herméticas orientadas siempre a expresar eso «que le pasa» y a crear un mundo propio en todos los terrenos.

 

El lector que se enfrenta a este libro, Del no mundo, se verá sumido en un potente magma oscuro y lleno de destellos y, a la vez, asaltado por el ritmo y el sonido, lo que en algún momento puede parecerle arbitrario, pero pronto captará que no es así, que todo tiene un sentido profundo. Estará asistiendo al descarnamiento último de un poeta que «inscribe su alma» en cada verso, pero que es consciente de que el aspecto espiritual del hombre se asienta en  su cuerpo («yo no creo en una energía sin materia y espíritu es energía», dijo[5]). Y la voz lo expresa: «una rosa de voz en el desierto6». Por ello se trata de materia viva, latente; materia humana, llena de conciencia, de una conciencia tan poderosa que hace sentirse a aquel que la padece como un ser «ahumano».

 

 

 Clara Janés

 

Como si los leones devorasen tu cuerpo, y tu sangre

corriera sobre el mármol escaso,

así te miro, pensando

en el sagrado día de tu muerte,

cuando un sepulcro inmenso beberá tu hermosura

quemada por el tiempo.

 

Habrás sido una música ciega en lo alto de un muro.

Mi larga maldición te pertenece como tus propios huesos,

llévatela contigo a la tierra.

 

Tenebrosa, ¿de qué te sirve tanto oro

confundido con plata?

 

No podré ver tu muerte, comprobar tu agonía;

sólo tendré una escueta noticia inacabada,

la certidumbre del lugar ocupado por tus «restos»

y la seguridad mayor de que no he de nombrarte

cuando me refiera a mis ángeles clarividentes, erguidos.

    

(de Regina Tenebrarum, 1966)

 

 

 

 

Heme aquí postrado ante ti, a la que llamo Reina de las Tinieblas

porque la luz es reina por sí misma y sólo la oscuridad necesita

una reina que en ellas refulja con su diadema de emanación

incesante, y la grabe en su losa.

 

No te ruego que deshagas la oscuridad de mi corazón ni de mi

conciencia sino en la medida en que esto sea justo para que

pueda alabarte, y ver en lo Tenebroso la forma de lo que debe

ser exaltado y en lo alucinante de mi propio espíritu que ya

tengo el fuego que sólo Tú has de encender.

 

No sé darte otro nombre que exprese mejor el mundo desde

el cual te contemplo y te adoro, sumido en la profundidad de

un mar negrísimo cuyos abismos son yo mismo convertido en

mar.

 

No te invoco con palabras de alegría ni te proclamo con tus

nombres de exasperación o de serenidad porque no tengo el

tesoro del que se extraen esas antorchas. Levanto hacia ti mis

manos de ceniza ensangrentada y mis dones son solamente,

Potencia Oscura, los que Tú te das a ti misma, el reflejo que mi

opacidad puede dar de tu oscura luminosidad. Pues, para mí,

hasta la luz es tinieblas en tanto no sea llamado y vea que me

envías tu Ángel en el puente llameante, en el tercer día que suceda

al de mi muerte.

 

 

(De Las oraciones oscuras, 1966)

 

 

 

Tres fragmentos de la ciudad de la nada

 

 

1

 

Si no tuvieras

ni dónde ni por qué,

si solamente gris

fueras la resonancia de un olvido

o de un llanto fingiendo

el paso de la nieve entre las nubes,

la desgarrada línea

que marca lo que hubiese

podido ser alguna

imagen, y si no

fueras algo

te pediría, Sombra, que volvieras

la alucinante luz de tu lejano

irte

raudo en la inexistencia de lo que

es.

 

 

2

 

Ven a la habitación lejos del cielo

donde no llegan rosas ni gemidos.

Las olas solamente son las olas.

Contémplate en la olas desoladas.

 

Dos mil doscientos años están vivos.

 

 

3

 

Hablarte no es cantar ni sollozar,

doncella de Cartago.

 

Te quiero no es decir te necesito,

no es hablar del amor ni de cerrados

éxtasis compartiendo los rosales.

 

Te quiero solamente es admitir

que te existo.

 

Que contengo tu ser en esta página

nacida de las ruinas de mis labios.

 

 

(De Poemas de Cartago, 1969)

 

 

 

Tiniebla y claridad. Ser y no ser

unidos en lo gris donde la mezcla

eleva su castillo sin sonido,

la castidad doliente de sus lanzas.

 

En el oro, lo negro se reviste

de celeste fulgor para acercar

su rostro hacia las alas de las aves

que rozan las almenas de la niebla.

 

La mezcla nos confunde en su color

de transparencias que se agregan sólo

en superposición de movimientos

y de inmovilidades desvariantes.

 

Las escaleras gimen cuando el alma

desciende por su sombra hacia la piedra,

o sube por su piedra hacia la sombra

que finge ser un ángel entre anillos.

 

La luz, la oscuridad, como el silencio,

o la palabra sorda de los siglos

entre las yuxtaposiciones de los tiempos

pensados o vividos solamente.

 

La nunca eternidad erige solios

en las llanuras blancas de la muerte

que el impalpable polvo reconoce

como si hierbas fueran desde siempre.

 

Un mundo sin murallas se deshace

mientras la mano humana lo señala

en la ventana inmensa de una frente

bajo su cabellera rubia y gris.

 

Heredero de horror y de caricias,

mensajero de un éxtasis en turnos

agraviados por rosas que se cierran.

Así comienza el fuego a enmudecer.

 

 

 (De Hamlet, 1969)

 

 

 

El «modelo» del deseo está ahí. Su estar no es signo de esperanza

(posibilidad), pues la distancia (espacio, tiempo), desuniendo,

impide. La intuición de amor es absoluta. Todo lo de

después (ser o no ser) es relativo, contingente, deteriorado.

Está amenazado desde dos interiores y toda la exterioridad.

                                              

                                               *

 

Ser ahumano sólo es un aspecto de ser amundano. El que rechaza

en su fundamento un cosmos espacial-dinámico-temporal,

rechaza lo humano. Se rechaza a sí mismo en cuanto no es

pensamiento extático.

                                   

                                               *

La persistencia, con todo, le constriñe a manifestarse, actuar,

relacionarse. Pero todo es «comportamiento en exterioridades»,

pluralidad de divergencias disonantes, con ocasionales simultaneidades.

El que rechaza está aparte, como un alma en

medio de un inmenso solar lleno de restos y deshechos.

 

                                               *

 

El mundo es el lugar donde nada permanece (consecuente

consigo), lo nunca puede darse, pero ni lo que aparece existe

fuera del tiempo. El tiempo parece ser una condición continente-

contenido que, a cambio de dar el estar, exige el deteriorar

hasta la aniquilación.

 

                                               *

 

El hombre interior puede pensarse como ser ahumano. Basta

con que haga abstracción de todo cuanto le rodea circustancialmente.

Y todo es circunstancia (no sólo el lugar, la época y

la situación); hasta el cuerpo, el pensamiento y el destino propio

son circunstancia.

       

                                               *

 

El objeto del amor es el signo de la invalidez, de la carencia del

yo. Amar «lo otro» es no poder amar suficientemente lo uno,

lo Uno. Es decir, ni el centro ahumano de la mismidad, que cabría

imaginar inespacial e intemporal, esto es, acircunstancial.

 

                                               *

 

Lo «no» pudiera ser una apariencia –ya que la nada, en sí, es

inexperimentable–. Sería la apariencia fundamental del individuo,

como asignación de espacio y tiempo en que «él» (o

ello) no está (no es). Apariencia desde el sentido general del

ser, no desde el ángulo del ente discontinuo.

 

                                               *

 

La posibilidad, más aún, la necesidad de fundamentarse en la

apariencia (sucesión de entes, estados, extensiones) sería el

destino del existente, determinante, en lo afirmativo, de lo estructural;

en lo negativo, de la insuficiencia, de la carencia de

cada «sí».

 

                                               *

 

Nadie, en realidad, puede ayudar. Nadie puede hacer nada

por ti, ni en lo esencial ni en lo circunstancial. No debes esperar

nada, desear nada, confiar en nada. Tienes, sin embargo,

que seguir actuando (pero, progresivamente menos, orientado

a lo sólo necesario), porque tu circunstancia lo exige. (Por

ahora.)

 

                                               *

 

Buda se equivocó. La causa del dolor no es el deseo, sino la carencia

que motiva el deseo. Por la renunciación y el ascetismo

se anticipa la muerte, pero no se resuelve el problema –los problemas–

de la vida (engendrados por la radical carencia del

ente que siente, sabe y se sabe).

 

                                               *

 

Desinteresarse de todo lo exterior es imposible, razonablemente,

cuando se tiene ya una existencia construida con interrelaciones.

Basta recordar el «verdadero carácter» de todo

ello, y buscar el equilibrio en lo interior. Pero no como plenitud

de sentido, ni como lugar donde lo universal refluye o coexiste,

sino como la pura nada.

 

                                               *

 

Este vacío esencial, en torno al cual se pueden admitir toda

suerte de relaciones, objetos, sentimientos, ha de poseer bastante

fuerza para que una pérdida o renuncia sean disueltas en

su espiral, sin grave padecimiento. El padecer significa la insuficiencia

aniquilante del vacío interior, la «diferencia» entre

herida y fuerza.

 

                                               *

 

Algo viene al ser-dejando-de-ser-rodeado-de-no ser, que es el

tiempo existencial (= la existencia temporal). Ignoramos si la

fase negra, u oculta (no existir) de lo que llega a ser (desde su

cese) tiene un secreto modo de hilarse con lo otro advenido o

adveniente. La conciencia individual (en todos los casos) es discontinua.

Por eso, el existente es un ser condenado a saber

que dejará de ser, paradoja y contradicción insultante, origen

de toda sublevación contra lo que-es.

 

                                               *

 

Los instrumentos (espada, radar) son elementos que intentan

movilizar (¿transformar?) la discontinuidad. Oír otros mundos

(lejanos), matar a otros seres (y disolver su aparente unidad),

no son actividades demasiado contradictorias en cuanto a su

motivación-origen.

 

                                                *

 

El estructuralismo, que parece funcional, es metafísico. Intentando

comprenderlo (o convertirlo) todo en componentes intercambiables,

quiere convencernos de la unidad subyacente bajo

la dialéctica de los complejos universales (signos matemáticos,

palabras, actos, formas).

       

                                                *

 

El abandono de la simbólica por la semiótica es síntoma de «civilización

», en el sentido en que lo es el abandono de lo natural

por lo artificial, de lo vital por lo mecánico. Aunque no

exista absoluta solución de continuidad.

 

                                                *

 

El origen del mal no es un misterio tan insondable como el origen

de «lo otro». ¿Cómo Él pudo desear algo, si deseo es carencia?

 

                                                *

 

Somos lo que tenemos más o menos continuamente. Lo que

«poseemos» discontinua o infrecuentemente crea un vacío en

nuestro tener (= ser) proporcional a su rareza (en nuestro

tiempo).

 

                                                    *

 

El arte es necesario en la medida que facilita sucedáneos (a

veces transfigurados, nunca equivalentes) de ciertas de nuestras

carencias dominantes. También es necesario (o concebible)

en la medida que «re-presenta» nuestro acaecer.

 

                                               *

La vida: una música que crea esculturas que, por seguir siendo

música, se desarrollan, culminan, cambian, decaen, cesan.

 

                                               *

Paradójicamente, y por antítesis, la conciencia de vivir lanza a

la muerte. Sólo vive lo inconsciente.

 

                                               *

 

No me identifico con mi ser; mucho menos con la inteligencia

de que dispongo. Yo soy mucho más que yo. Mejor dicho, soy

«otra cosa».

                                               *

 

La que llamo Bronwyn, en poesía, es el centro del «lugar» que,

dentro de la muerte, se prepara para resucitar ; es lo que renace

eternamente.

 

                                               *

 

Vivimos en la nada, no es que caigamos en la nada al morir. La

muerte sólo es la zona oscura de la vida. En ella algo empuja

hacia el resurgir. Ese algo (anima = mater) es como un hilo enterrado

en la sombra.

 

                                               *

 

Si la vida es nada es porque en ella no lo somos todo. Y ser un

«trozo» (de espacio, de tiempo, de vida, de materia) no basta.

La vida es carencia. Por eso es dinamismo.

 

                                               *

 

La sexualidad y la arqueología son lo mismo, o, mejor dicho,

surgen de lo mismo. De la noción de que en la materia está ello

(el secreto de la vida eterna).

 

                                               *

 

La «duración» de ciertos objetos arqueológicos (sílex con

200.000 años de antigüedad) nos afecta por nuestra limitación

temporal, en la medida que ésta actúa sobre la capacidad de ideación.

El pensamiento humano soportará probablemente las

mismas torturas que hoy, bajo x envoltura, dentro de 2.000.000

de años x n.

 

                                               *

El deseo, necesario para que exista algo ( = todo), no terminará

nunca, sino terminamos con el universo, no ya con el planeta.

 

 

(Del libro Del no mundo, 1969)

 

 

 

El pensamiento de Edgar Poe

 

 

Era. La palabra «era» encierra todo el misterio del universo,

mejor aún, de los universos (posibles, imposibles, existidos,

existentes, existibles, imaginarios, reales, soñados, perdidos,

muertos o vivos), pues lo-que-es, es-dejando-de-ser.

 

Hay dos modos de no tener y de no ser. No haber existido

nunca. (Nunca, otra palabra). O haber existido en el tiempo.

(Tiempo, ¿se puede pronunciar o escribir esa pa-la-bra?).

 

Edgar Poe no se detuvo a mirar las anémonas, ni a calcular raíces

cúbicas, ni pensó en lo que podría ser la mente de un general

romano, la esencia de una enfermedad, el color de un

paisaje. (Pensó en todo ello, pero a través de ello).

 

Poe no tocó cuerpos humanos. Acarició, sin duda, los muslos juveniles

de su mujer, que moriría tan pronto. Pensó en el –¿más

denso?– cuerpo de otra (¿de otras?). ¿Qué pudo imaginar era

todo eso? Poe lloró, comió, bebió. Bebió sobre todo alcohol,

mostrando que saciaba así su sed alquímica del Andrógino, pues

el alcohol (agua-fuego) es un símbolo de coincidentia oppositorum.

 

Poe vivió en casas, usó muebles, leyó diarios, escribió (menos

por aquello de que trataba que por lo otro) y más que ser, era. Es

decir, siempre había sido mejor que ser, y había estado mejor

que estar. Miraba a su amada –¿oro?– y veía un estanque; no un

estanque, un pantano. Un pantano sumido en la niebla (mezcla

aire-agua, gris de la disolución), entre altos árboles (sí, descarnados

porque el tópico lo exige y hay que dar lo suyo al infierno

de la vulgaridad humana, que es la vulgaridad de todo el cosmos).

 

Poe habló con hombres, pero no era un hombre (en el sentido

estricto y total, al tiempo, del concepto). Dialogó. ¿Dialogó?

Podían parecerle fantasmas, aparecidos (es decir, existentes

= hombres verdaderos). Eran. Pero ya casi no eran cuando él

lanzaba su mirada. (Mirada, otra palabra).

 

Poe sólo sentía en la muerte. Solamente la muerte le interesaba.

La poesía la hacía por y en la muerte. Dijo –por error o por

enmascaramiento «rojo»– que la poesía se hace con lucidez, y

que debe elegirse un tema apasionante. Y que ninguno mayor

que la belleza y la muerte de la belleza («La ruina de una

belleza», Rodin). Lo dijo. Era su manera de expresarse para los

seres humanos (?). Pero él sabía que no. El tema no es nada, ni

una palabra. La técnica ya es más, porque es manifestación de

síntesis inteligencia-espíritu-objeto (Ulalume).

 

Poe quería entender en muerte. Poe fue un absoluto técnico en

muerte. Poe quiso conocer de la muerte coma los médicos forenses

(lo hizo), como los médicos-poetas (alguno puede existir),

como los poetas que no son médicos, como los filósofos,

corno los ocultistas, los sacerdotes, los magos, como los Poes.

Pero sólo él era Poe.

 

Sin embargo, su conocimiento esencial de la muerte no fue

ninguno de los citados. Entendió la muerte como la entienden

los propios muertos. Poe hizo que su corazón latiera al ritmo

más leve. Puso la mayor lividez en su frente, hizo entenebrecerse

sus manos delicadas. Poe hizo que su cerebro llegara

(muchas veces) a los umbrales (con su dintel, etc.) de la no

vida. ¿Llegó en alguno de esos momentos a no ser?

 

La muerte, en sí, ofrece muchas posibilidades: cese total, apertura

instantánea desde otra mente (ya que no se puede ser nada),

ir deshaciéndose lentamente, con sueños cada vez más deformes,

informes, informales, deformales, mientras las células se

descomponen; pasar a otros mundos, ¿ortodoxos?, ¿heterodoxos?,

¿fuego?, ¿luz?, ¿oscuridad?

 

Pero esas, posibilidades, en el fondo (fondo, otra palabra) no

son, bien pensado, la muerte. La muerte es el cese. Es el no. Es

donde nada lo nunca ni. Es lo que no, en no, por no, para no.

Es la aniquilación del proyecto, desde el vuelo lento de la idea

sublime a la pulsación del nervio mínimo. Ese cese lo vivimos,

también, de otro modo.

 

Séneca lo dijo: «La mayoría de los humanos consideran la muerte

como algo venidero; cuando la muerte está ya tras de ellos».

Es lo que ya no son, lo que ya no tienen. (Es lo que ya, otra palabra).

Era y ya. Pensarlo desde más allá de la altura de los ojos:

asomarse al cielo, hundido en el mar hasta las pupilas y alzarlas

algo para sentir que se anegan y caen los ojos al fondo del mar.

 

Pero no. Nada de esto es la muerte. La muerte podría ser la

tensa contemplación de la idea de morir, de haber sido, o de

estar muriendo, o de convivir con un muerto y sentirlo tanto

que ese muerto sea más importante –como muerto– que toda

la realidad viviente del universo.

 

La muerte anima el universo. « Átomos libres para la nueva

vida». Sí, es un « más allá», cierto más allá. Pero no se trata de

«más allás», sino del instante del no estar, la caída a pico en el

doble cese («yo es otro», Rimbaud). O sea que se oye morir al

otro dentro de uno, ¿de uno?

 

Si se mira una moneda griega o del siglo XIV, si se toca una

lanza románica; si se acompaña a una doncella gris por una

calle siniestra, si se acaricia a una prostituta (mujer que muere

mucho, pues hay mucho era en su existir), se ve un color de la

muerte. Más que si se asiste a un entierro. Más que si se toca

un ataúd solemne como un trono. Más que si se llora pensando

en que la propia casa (con su decoración, sus «seres queridos»,

sus objetos) es una «composición instantánea» al ritmo

de un nivel metrológico dado.

 

Morir biológica, espiritual, psicológica, sentimentalmente. Morir

en el yo y en el tú, y en otro tú (el primero amado, indiferente

el segundo; cabe un tercer tú odiado, que muere asesinado, emparedado),

son meras formas de la muerte. (Forma otra palabra).

O son pensamientos sobre la muerte. (Pensamiento, otra palabra).

 

Pero cuando los monstruos de la Antigüedad –cuyos nombres

sé y me callo– enterraban un vivo atado a un muerto (o a una

muerta, o a una muerta amada), sin duda enseñaban –antes de

que el torturado perdiera la razón– a comprender y vivir otro

modo de muerte. ¿Vasos comunicantes?

 

Poe tampoco pensó demasiado en la muerte folklórica de los

tormentos –si la narró fue por necesidad, ¿necesidad, para

qué?– (No lo dijo). Poe meditó la muerte en línea recta. Como

el que mira, estando vivo, a una persona viva que para él ya no

es. Pero que, en otro tiempo, era.

 

Poe nos habló tan larga y tristemente de la muerte, dándole a la

vez tantos rodeos, y mostrándola en tan dolientes e inauditos aspectos

(metamorfosis, resurrecciones totales o parciales) que su

nombre es el que sólo invocaríamos –como el de un santo, de ese

extraño santoral donde Blake, Nerval, Hoelderlin y otros se alinean

(no son imágenes de Epinal, ¡por Dios vivo!), nunca– su

saber para intentar... (Intentar, otra palabra, posiblemente la

única de este mundo que entiende de veras). Para intentar convertir

en una cruz de oro lo que es una cruz verde, en una cruz

de hierro lo que es una cruz anaranjada. Materia de metamorfosis,

invocaciones, preguntas, esto es lo que nos corresponde.

Pero, ¿responder? Ni Poe consiguió hacerlo nunca como él hubiera

querido.

 

(Del libro El pensamiento de Edgar Poe, 1969)

 

 

 

Apilamos la leña indiferente,

la leña más bien verde

para que lenta ardiera bajo el cuerpo

helado de la virgen hechicera.

Con cadenas atamos sus caderas

al poste ennegrecido.

Las hierbas en el campo sollozaban

como las disonancias del crepúsculo.

Pasaba gente negra entre los rojos

resplandores del sol de las antorchas.

Y prendimos la llama a los ramajes

sin viento.

No sé si ella lloró, ni si lamentos

unían su temblor al de la hoguera.

Era en el siglo XII y es ahora.

 

 

(Del libro Denuncio la tortura, 1970)

 

 

 

Mi cuerpo se pasea por mi habitación llena de libros y espadas y con dos cruces góticas;

sobre mi mesa están Art of the European Iron Age y The Age of Plantagenets

   and Valois, aparte de un resumen de la Ars Magna de

   Lulio.

 

La fotografía de Bronwyn (las fotografías) están en sus carpetas,

   como tantas otras cosas que guardo (versos, ideas, citas, fotos).

 

Si ahora fuera a morir, en esta tarde (son las 6) de finales de

   mayo de 1971, y lo supiera de antemano

no me conmovería mucho, ni siquiera a causa del poema «La Quête de Bronwyn» que

   está en la imprenta.

 

En rigor, no creo en la «otra vida», ni en la reencarnación, ni

   tengo la dicha (menos aún) de creer

que se puede renacer hacia atrás, por ejemplo, en el siglo XI.

 

Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable, me espera algo no sé

   dónde ni cómo,

posiblemente ser en cualquier existente como soy ahora en Juan Eduardo Cirlot.

 

Mi cuerpo me estorbaría y desearía la muerte –¡ah, cómo la desearía!–

   si pudiera

creer en que el alma es algo en sí que se puede alejar

e ir hacia los bosques estelares donde el triángulo invertido de

   los ojos y la boca de Rosemary Forsyth

me lanzaría de nuevo a la tierra de los hombres, porque en esta

   vida no he sabido o no he podido

trascender la condición humana, y el amor ha sido mi elemento,

   aunque fuese un amor hecho de nada, para la nada y donde

nunca.

 

Estoy oyendo Khamma de Debussy, que, sin ser uno de mis músicos

   favoritos (éstos son Scriabin, Schönberg y otros)

no deja de ayudarme cuando estoy triste, que es casi siempre.

Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y

   de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila,

y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas doradas

  de los tiempos románicos,

y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn cuando,

entonces, en el siglo XI

regresé de la capital de Brabante y fui a Frisia en su busca.

Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto, pues

   cuando era en Egipto vendedor de caballos,

ya era un hombre conocido por «el triste».

 

Y es que el ángel, en mí, siempre está a punto de rasgar el velo

   del cuerpo,

y el ángel que no se rebeló y luchó contra Lucifer, pero más

   tarde

cedió a las hijas de los hombres y devino hombre,

   el ángel es el peor de los dragones.

 

(Del libro Momento, 1971)

 

 

 

 

Diamante de la noche de mi centro

devuélveme la luz que te entregué

haciendo de tu ser la sola fe

para perderme y renacerme dentro.

 

Diamante del destello del encuentro

viendo tu resplandor por fin sabré

si tengo lo que pienso, lo que sé

mientras en tu belleza me concentro.

 

Quisiera desgarrar mi pecho ciego,

darte mi corazón, darte mis trozos

al fin descuartizado; sé mi hoz.

 

Destrúyeme diamante y mira luego

de qué color morían mis sollozos.

Pero no calles más, dame tu voz.

 

 

(Del libro 44 sonetos de amor, 1971)

 

 

 

 

(Fragmento del libro Del no mundo. Poesía (1961-1973), de Juan Eduardo Cirlot, que será próximamente editado por Siruela)



[1] El mundo como voluntad y representación, Porrúa, México 1992, pág. 24.

[2] Maricel n.º 8, Sitges, 1946.

[3] «La vivencia lírica», Entregas de poesía n.º 19, Barcelona 1946.

[4] Carta a Jean Aristeguieta, 22-2-71.

[5] Gironella, Cien españoles y Dios, Nauta, Barcelona 1970, pág. 150.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Eduardo Cirlot

El guionista fiel de Buñuel

3 de abril de 2014 08:14:13 CEST

Luis Buñuel es inagotable. Por más que pase el tiempo, y ya van casi tres décadas de su muerte, el cineasta calandino sigue suscitando libros y más libros. Los que estudian su obra resultan por lo general reiterativos, mientras que los que más interés despiertan son aquellos que insisten en revelar las “confesiones” del cineasta con quienes mantuvo una estrecha relación profesional o de amistad. Entre ellos, a la espera de lo que lamentablemente nunca harán sus hijos Juan Luis y Rafael, sobresale Jean-Claude Carrière, el guionista fiel, el escritor con el que Buñuel regresó a sus orígenes cinematográficos, con el que escribió los guiones de su última etapa, la francesa, y a quien confió sus memorias en Mi último suspiro. No es la primera vez que Carrière escribe de Buñuel, aunque sí la primera en la que centra su discurso en la relación del cineasta con su país natal. Anteriormente lo había hecho en obras más generales sobre su trayectoria o incluso en libros de entrevistas publicados por festivales de cine, pero ahora habla de Buñuel en y sobre España en Para matar el recuerdo, un libro de memorias que aparte de servir para revelar las “confesiones” que le hizo el realizador durante las dos décadas de convivencia profesional que mantuvieron, permite a Carrière reflexionar en voz alta sobre un país ignoto cuando puso su pie en él por primera vez a principios de los años 60, y que acabó conociendo a través del realizador.

Hay por ello en Para matar el recuerdo un profundo sabor a Buñuel, pero también una mirada crítica desde fuera sobre la reciente trayectoria social y cultural de España, con apuntes históricos que abarcan desde cómo la religión ha marcado tanto el devenir de los españoles, hasta los vínculos con América Latina a través de figuras como Fray Bartolomé de las Casas. Estamos ante un viaje a los recuerdos de quien ha convertido España en su segunda patria, aunque el autor deteste este término al igual que lo hacía Buñuel. Sin el cineasta de Calanda, la trayectoria profesional de Carrière no hubiera sido la misma, si bien su filmografía como guionista tampoco ha quedado marcada por el influjo buñueliano, sino más bien lo contrario. A pesar de ello, si se le conoce por algo es por haber sido el guionista fiel de Buñuel en su última etapa francesa, el que rescató al cineasta para esta cinematografía, pese a que su cine está lleno de las contradicciones y la picaresca de la cultura española.

El título del libro responde a un comentario que el propio Buñuel hacía a Carrière refiriéndose a aquellos lugares de los que se guardan gratos recuerdos y a los que hay que volver “para matar el recuerdo”. Carrière lo hace con la España de Buñuel, que no es otra que la de su juventud, la de la Residencia de Estudiantes, la de Toledo, la de la Edad Media, la del subdesarrollo cultural y social que alentó el franquismo, la de personajes como Carlos Saura, José Bergamín, Fernando Rey o el “enigma sin fin” que fueron Buñuel, Lorca y Dalí, y no parece que a través de sus páginas haya matado el recuerdo sino que lo ha avivado. El guionista de Buñuel reconoce que debe muchas cosas a España, y no solo su barba, sino momentos entrañables ligados al cineasta turolense y el interés hacia figuras como Goya.

Peca a veces Carrière de dejarse llevar por la nostalgia, de evocar sin más sus estancias en lugares como Toledo y El Paular, y se echa en falta que esas memorias en torno a Buñuel se circunscriban exclusivamente al paso de ambos por España mientras escribían juntos sus guiones, menospreciando una vez más, como ya ocurriera en Mi último suspiro, la etapa mexicana del realizador. El guionista francés se ha dejado llevar por los recuerdos sin más en esta obra repleta de anécdotas sobre Buñuel, pero sobre todo reflexiones sobre España, que sin duda será lo que menos interese a los lectores, que preferirán indagar más en las “confesiones” y el “anecdotario surrealista” del director de Ese oscuro objeto del deseo. Carrière conoció España a través de Buñuel, y así lo relata en este libro, pero en cambio, con el paso del tiempo fue el guionista quien acabó enseñando al realizador esa otra España que estaba más allá de la meseta central, como sucedió con Sevilla, donde se rodó la película antes citada.

Para matar el recuerdo son las memorias, quién sabe si otro “último suspiro”, de quien fuera la mano derecha de Buñuel durante las dos últimas décadas de su trayectoria profesional. Son unas memorias libres, espontáneas, hasta cierto punto desordenadas, aunque a veces su autor quiera imponer un cierto orden cronológico sin conseguirlo, en las que se da pie al ejercicio “tramposo” del recuerdo, tamizado siempre no solo por los hechos ocurridos en nuestras vidas sino por la idealización y fantasías que sobre los mismos ejerce la memoria. A este respecto, Carrière advierte de que ese “defecto” lo posee también Mi último suspiro, como por otra parte se ha puesto de manifiesto a lo largo de estos más de cinco lustros de estudios sobre su obra, en los que los investigadores han podido dar fe de las contradicciones entre lo “recordado” por Buñuel y lo ocurrido realmente. Quién sabe si a veces esos “falsos” recuerdos no fueran sino bromas premeditadas por el propio cineasta, como aquella ya conocida, y que Carrière vuelve a recoger en este libro, del soborno hecho a los miembros de la Academia de Hollywood para que le entregaran el Oscar, y que escandalizó a su productor Serge Silberman.

El anecdotario, tratándose de Buñuel, vuelve a ser lo más suculento de este libro. Aunque muchas anécdotas ya las había contado el propio Buñuel en sus memorias o eran conocidas por otras fuentes, hay nuevos aportes sobre ese “bromista empedernido” que era el realizador, donde además de sus recuerdos se suman los de otras personas próximas a él como el doctor José Luis Barros o Conchita, su hermana, sobre la que Carrière rememora aquella llegada en tren del cineasta a Zaragoza, en la que fue recibido por sus familiares con balidos como si fueran un rebaño de corderos, y a los que respondió de igual manera hasta que salieron de la estación. Una imagen que, por otra parte, recuerda algunas escenas cinematográficas de su obra y no precisamente de su etapa francesa, sino mexicana.

Para matar el recuerdo es un libro de memorias ameno, entretenido para los seguidores de Buñuel e interesante para cualquiera que quiera mirar hacia la España de la segunda mitad del siglo pasado a través de la mirada de alguien de fuera, como es Carrière, para descubrir que más allá del surrealismo cotidiano mexicano que tanto gustó al cineasta, la España franquista también fue una permanente fuente de inspiración de su obra, aunque siempre desde el exterior, para indagar en la condición humana desde lo local a lo universal. En definitiva, tras su exilio, ya no solo político sino intelectual desde finales de los años veinte, Buñuel también miró así a España, desde fuera aunque conociendo desde dentro el país, y así se lo enseñó a Carrière. El guionista francés descubrió España a través de la mirada del realizador de Calanda y en las páginas de este libro se adivina la nostalgia de quien sigue viendo un país a través de los ojos y los recuerdos de Buñuel. Quién sabe si mediante ese ejercicio traicionero de introspección que es la memoria, el guionista fiel de Buñuel haya matado definitivamente el recuerdo. –FRANCISCO JAVIER MILLÁN

 

Jean-Claude Carrière, Para matar el recuerdo, Barcelona, Lumen, 2011 .

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jean-Claude Carrière

Hic sunt dracones

2 de abril de 2014 08:07:45 CEST

Has venido a buscarme

cuando ya unos hombres me recuerdan a otros,

tus miradas a otras, tus palabras

a otras que hace tiempo me dijeron.

 

Y cuando ya he buscado detrás de las canciones,

de los nombres que acarició mi lengua,

de los cuerpos que ardieron ante mí.

Tantos incendios

fueron luces fugaces apenas presentidas

a lo lejos por dios o por el diablo

o por quien sea

que gobierne ese páramo desde el que me sonríes.

 

Debo decirte cuando me preguntas

en qué pienso o qué me preocupa

que vivir es también negarse a hacerlo.

 

Cómo voy a contarte las cosas que me pasan,

la sangre que me hierve mientras guardo

las formas y la voz.  Y también guardo

algunas cicatrices y locas estampidas

de bisontes azules contra mi corazón,

los bisontes azules que golpean

y corren hacia mí o desde mí o acaso

galopan sobre mí. A veces duermen

dóciles por mis venas; tengo entonces

la sangre acariciada por un frágil ejército 

de niños navegantes.

 

Pero cómo decirte que me duelen

y me gustan, sentirlos es sentir

y así es mi extraña vida. Si despierta

de noche la manada, yo quisiera

ser ellos, no ser yo; correr con ellos

-brutales y magníficos-, son ellos

mis canciones de amor.

 

Has venido a buscarme cuando sé

que estoy perdida. Vete

tras tu triste pedazo de realidad, conquista

con tu sangre tus propios desengaños.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Olga Bernad

El 42

1 de abril de 2014 08:35:14 CEST

 

Se llama Ana.

 

Es un poco más alta que yo.

Tacones de siete centímetros: gula, lujuria, envidia y todos los demás.

 

Es rubia. Teñida (su raíz asoma negra y sucia como un gusano).

 

Aguarda junto a mí en la parada del 42. A La Almozara. Maldito autobús.

 

Habla por teléfono como quien lo hace frente a un folio en blanco o una pared de gotelé. Cruza las piernas. Parece balancearse. El cierzo la balancea. Sus zapatos rojos brillan y bailan. Juega su pelo. Con el cierzo. También brilla y baila. El pelo.

 

Nombra a Saúl, a Carmen, a Silvia, a aquel Carlos Antonio que votaba a los socialistas y conducía un Mercedes.

 

Vive en Teruel. Y se conoce mi vida como la ruta del 42. Maldito autobús.

 

Permanezco en silencio. Cómo decirle que no es la dueña de los recuerdos que olvido. Cómo decírselo. Cómo decirle que ella es “yo”, aunque un poco más alta. Y rubia. Sí. Teñida.

 

Llega el 42 y me quedo abajo. Que suba, que suba, por Dios, que suba y que se pierda. No puede reconocerme. No me reconocerá. No me reconoce. Calzo deportivas y ahora soy morena.

 

La próxima vez que me toque ir a La Almozara lo haré andando: es muy desagradable encontrarme conmigo misma en Zaragoza.

 

Nunca creas que una vez te abandonaste en otra ciudad.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Muñoz

Gabriel García Márquez, o contar para vivirla

31 de marzo de 2014 09:11:40 CEST

Transcurridas cuatro décadas desde su aparición, Cien años de soledad conserva intacta la magia de ese mundo centrado en Macondo, con el prolongado y laberíntico proceso que lo lleva desde la inocencia de sus orígenes a una prosperidad precaria y luego a un final apocalíptico, a la vez que asiste al ascenso y a la caída de la estirpe de los Buendía, marcados por la obsesión y el temor del incesto. Su éxito extraordinario guarda relación sin duda con la visión maravillosa y maravillada de la realidad y de la historia de América Latina que proponía y aún propone, y que Gabriel García Márquez ha resaltado en declaraciones como las que recordaban que a fines del siglo xix un explorador norteamericano vio en los territorios amazónicos “un arroyo de agua hirviendo y un lugar donde la voz humana provocaba aguaceros torrenciales”, y que en la costa argentina de la Patagonia los vientos se llevaron un circo entero para que las redes de los pescadores capturasen al día siguiente “cadáveres de leones y jirafas”. Esa atmósfera propicia a lo insólito se acentuaría en el ámbito de su Aracataca natal, en esa geografía del Caribe donde Cristóbal Colón pudo encontrar plantas fabulosas y seres mitológicos, donde arraigó la magia traída desde África por los esclavos negros y discurrieron las andanzas de piratas “capaces de montar un teatro de ópera en Nueva Orleans y llenar de diamantes las dentaduras de las mujeres”[1].

Esa imagen de la América Latina, alimentada durante décadas por una cultura europea que se decía en decadencia y se mostraba ávida de maravillas, para 1967 ya había arraigado hasta constituir un factor determinante a la hora de trazar los perfiles de una identidad cultural esquiva a los numerosos esfuerzos que los intelectuales hispanoamericanos habían dedicado a su búsqueda. Cien años de soledad surgía de tales planteamientos y los llevaba hasta sus últimas consecuencias: en sus páginas Latinoamérica parecía revelarse para siempre como territorio de lo mágico y legendario, de lo maravilloso y lo fantástico, como un mundo irreductible a los modelos racionalistas y a la represión de los instintos y de la imaginación que se consideró característica de la civilización occidental. García Márquez había encontrado el procedimiento preciso para narrar esa realidad: nadie había conseguido ni conseguiría una conjunción más lograda de ingredientes míticos y folklóricos para transformar lo cotidiano en inverosímil y para acercar la fantasía a la experiencia ordinaria, ni una voz más adecuada a tal propósito que ésa que él asoció a la de su abuela cuando le contaba las historias de fantasmas que habían inquietado su niñez, la voz de un narrador imperturbable que entreveraba sin estridencias lo familiar y lo increíble[2].

Si su éxito extraordinario hizo Cien años de soledad el hito en el que parecía culminar el largo proceso de la literatura hispanoamericana del siglo xx, cabe imaginar también que las ficciones precedentes de García Márquez habían constituido una insistente búsqueda de esa meta. Hacia ella se encaminarían los pasos iniciales del fracasado estudiante de Derecho que trataba de sobrevivir como periodista a la vez que escribía y publicaba sus primeros cuentos en la prensa de Bogotá, de Barranquilla o de Cartagena de Indias[3], aunque en apariencia poco perduraría después de aquellas inmersiones en territorios de insomnio y de pesadilla, de aquellas alucinadas fantasías obsesionadas con la muerte, con la vida más allá de la muerte y con la presencia de la muerte en la vida. Cuando en 1955 publicó La hojarasca, García Márquez ya mostraba un cambio de rumbo, orientado hacia la configuración de un mundo “real”, aunque basado en la elaboración libre de las vivencias y los recuerdos del autor. Alternando los monólogos de un viejo coronel, de su hija Isabel y de su nieto, en un presente fechado con precisión el 12 de septiembre de 1928, aquella primera novela presentaba ese ámbito llamado Macondo, entonces un pueblo al que, como otros refugiados, el abuelo había llegado a principios del siglo huyendo de los azares de la guerra, y que por algún tiempo había de ser el escenario de una efímera prosperidad, ligada a las actividades de una compañía bananera, para sumirse después en una decadencia incesante. Ligada a ese proceso había discurrido la vida del enigmático médico que ahora se había ahorcado y a quien el coronel, en cumplimiento de la palabra dada, decidía enterrar contra la voluntad de los vecinos, que lo habían sentenciado a permanecer insepulto diez años atrás por negarse a curar a unos heridos al término de una sangrienta jornada electoral. Una cita de Antígona de Sófocles servía de epígrafe inicial, lo que animaba a encontrar una dimensión simbólica en esa fábula sobre la violenta historia colombiana ―tan semejante a la tragedia de la joven tebana que decide enterrar el cadáver de su hermano Polinice contra lo dispuesto por Creonte― que parecía insistir en la fatalidad que regía los acontecimientos y las conductas, como si todo obedeciera “al natural y eslabonado cumplimiento de una profecía”[4] o de una voluntad superior, mientras al hilo del relato aparecían referencias a guerras civiles pasadas y personajes ligados a esas guerras como el duque de Marlborough o el coronel Aureliano Buendía, destinados a reaparecer con insistencia en relatos posteriores. 

En busca de la versión definitiva, García Márquez había eliminado de La hojarasca distintos fragmentos, uno de los cuales fue “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, donde la hija del coronel rememoraba días interminables de lluvia, de tristeza y de desamparo, cuando se encontraba embarazada de su hijo. El futuro permitiría comprobar que esos personajes u otros similares, entregados a ilusiones inútiles o protagonistas de experiencias fracasadas en una atmósfera de algún modo impregnada de violencia, ejercían una fascinación ineludible para el escritor colombiano. Esa fascinación pareció imponerse a la búsqueda de soluciones técnicas novedosas ―tras las voces directas y alternas de La hojarasca estaban sus lecturas de James Joyce y de William Faulkner― cuando, ya en París, García Márquez redactó El coronel no tiene quien le escriba[5], una breve novela que narraba la historia un coronel que desde quince años antes y a los setenta y cinco de su edad esperaba junto a su mujer enferma la pensión que el gobierno le prometiera como veterano de la guerra civil, mientras ambos se planteaban la posibilidad de vender el gallo de pelea que constituía su única posesión de valor y un recuerdo de su hijo muerto a balazos por distribuir información clandestina, en una atmósfera enrarecida por el toque de queda, los recuerdos de la represión aún reciente y los rumores sobre la resistencia armada que se extendía en el interior del país. Inquietudes semejantes determinarían después La mala hora[6], novela donde se recreaba el clima de violencia creciente que agitaba la vida de un pueblo innominado ―el mismo en que se ambientaba El coronel no tiene quien le escriba, a juzgar por los nombres de algunos personajes― desde el crimen pasional provocado al principio por la aparición de pasquines que divulgaban los secretos más íntimos de sus habitantes, hasta culminar en un clima político enrarecido que obligaba a evocar estallidos de odio aún recientes y a prever otros para el futuro inmediato. Resultaba evidente que el relato se hacía eco de la represión que el partido conservador había desatado en Colombia durante décadas, en un clima de violencia política extrema que al final dejaría en segundo término el asunto de los pasquines, aunque fueran una manifestación más de ese clima irrespirable. García Márquez había de insistir en ese modo de acercarse al presente real de un país que no dejaba de vivir episodios turbulentos, y donde morir de muerte natural podía parecer una anomalía.

Los cuentos reunidos en 1962 en Los funerales de la Mamá Grande participaban de esa misma atmósfera. Algunos, como “La prodigiosa tarde de Baltazar”, “La viuda de Montiel” y “Rosas artificiales”, parecían aprovechar materiales desechados de La mala hora, y recurrían a su escenario y a sus personajes; otros desarrollaban episodios apenas aludidos allí, como “Un día después del sábado”, ocupado en la lluvia de pájaros muertos de la que el padre Antonio Isabel del Santísimo Sacramento del Altar Castañeda y Moreno informó a su obispo, o “Los funerales de la Mamá Grande”, donde el narrador relataba a los incrédulos del mundo entero la verídica historia de María del Rosario Castañeda y Montero, “soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice”[7]. El mundo de Macondo crecía y se desarrollaba en ellos en un sentido que se podría identificar sobre todo con el despliegue de una imaginación sin límites, y ése fue el camino que llevó hasta Cien años de soledad, la mejor concreción literaria de la realidad maravillosa de la América Latina. El éxito logrado con esa novela animó a García Márquez a insistir en la fórmula, pero los relatos que en 1972 conformaron La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada revelarían pronto los riesgos de abundar en aquella fantasía delirante, incluso cuando se trataba de ampliaciones de episodios apuntados en Cien años de soledad, como en el caso del cuento “El mar del tiempo perdido” y el de la novela breve que daba título al volumen: esa fantasía parecía perder su eficacia en cuando se alejaba del tono narrativo que antes había conseguido arraigar en la realidad una atmósfera mágica difícil de repetir. Por otra parte, en “El ahogado más hermoso del mundo” y “El último viaje del buque fantasma” empezaba a manifestarse un nuevo lenguaje caracterizado por frases que se prolongaban y ramificaban indefinidamente, anticipando los monólogos entreverados de distintas voces que habían de constituir el lenguaje característico de El otoño del patriarca, novela sobre la desmesura del poder y de la soledad que García Márquez publicó en 1975. En ella resultaba evidente la fascinación del autor ante el producto más característico de una realidad insólita: “El dictador es el único personaje mitológico que ha producido la América Latina, y su ciclo histórico está lejos de haber concluido”[8], había de explicar, y esa convicción anima a ver en esa obra otra manifestación de ese realismo mágico que pretendió ser una indagación literaria en la identidad latinoamericana e incluso la concreción artística en que esa identidad quedara de manifiesto.

Pero durante los años setenta se irían diluyendo las convicciones que habían estimulado la fascinación ante esa realidad diferente, esa fascinación exigida por la necesidad de regresar a la magia y al mito de los orígenes, por la voluntad de encontrar una dimensión atemporal ajena a las desventajas de la civilización y de la historia. Como adivinando el futuro, Cien años de soledad ya había conjugado la propuesta del realismo mágico con su cuestionamiento: al respecto merece especial atención el momento en que Aureliano Babilonia descubre que los manuscritos del gitano Melquíades refieren toda la historia de los Buendía hasta en los detalles más triviales, y comprende que Macondo, esa “ciudad de los espejos (o los espejismos)”, será “arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres” en el mismo instante en que él acabe de descifrar los pergaminos[9]. En consecuencia, Cien años de soledad no es otra cosa que la lectura de los manuscritos de Melquíades, lo que no sólo habla de la fatalidad que rige la historia de una estirpe condenada a cumplir un destino preescrito; también insinúa que esa insólita realidad latinoamericana mostrada en el relato no tiene otra existencia que la que le proporciona la literatura.

En el volumen Doce cuentos peregrinos, que en 1992 había de reunir relatos breves escritos a partir de 1976, pueden encontrarse pruebas de que lo real y a la vez maravilloso de América no era un venero inagotable y de eficacia ilimitada. Los de fecha más antigua, “El rastro de tu sangre en la nieve” y “El verano feliz de la señora Forbes”, demostraban que la imaginación de García Márquez derivaba con naturalidad hacia la literatura fantástica en cuanto prescindía de los escenarios latinoamericanos propios del realismo mágico. Por otra parte, la publicación de Crónica de una muerte anunciada, en 1981, permitía comprobar que el autor de Cien años de soledad y de El otoño del patriarca, dedicado ahora a recomponer con su relato “el espejo roto de la memoria”[10], ya no estaba interesado en proponer imágenes de Latinoamérica ni en indagar en una identidad que por entonces parecía volverse de nuevo esquiva para los escritores, asediados por problemas más graves o cansados de un empeño cuyos logros no podrían nunca sobrepasar el ámbito de la escritura. Esa impresión se confirmaría en 1985 al aparecer El amor en los tiempos del cólera, donde unos amores contrariados eran el tema fundamental. Además, en relación con esas últimas novelas resultaba obligado reparar en lo que con frecuencia el propio García Márquez señaló: en la precisa estructura policial de Crónica de una muerte anunciada[11], y en el parentesco de El amor en los tiempos del cólera con el folletín o la novela rosa, con lo que ambas ficciones parecían sumarse al aprovechamiento de opciones narrativas antes desdeñadas por la literatura más ambiciosa, tendencia que se juzgó característica de esos años en que los escritores hispanoamericanos trataban de encontrar salidas renovadoras que en alguna medida constituían un alejamiento y una crítica del realismo mágico. En 1989, en su condición de novela histórica, El general en su laberinto había de constituir otra manifestación de una narrativa “de género”, que además, al recuperar los últimos y decepcionados días de Simón Bolívar, constituía una reflexión desencantada sobre el pasado histórico y plena de significación en ese tiempo contemporáneo que parecía asistir al fin de las utopías. La creaciones de García Márquez contribuían así da manera decisiva a conformar un proceso que llevaba a los narradores a enfrentarse con la dura realidad de América Latina, a distanciarse del mito para acercarse a la historia, no sin dejar en evidencia que a veces la fantasía podía haber sido utilizada también para ocultar las carencias y justificar las derrotas.

No había de alterar ese proceso Del amor y otros demonios, novela publicada en 1994 y en la que García Márquez asoció los recuerdos de Sierva María de Todos los Ángeles, desenterrada en el cementerio del convento de Santa Clara de Cartagena de Indias en 1949 ―el 26 de octubre de ese año él mismo había podido ver los veintidós metros con once centímetros de su espléndida cabellera, según aseguraba en el prólogo― y los de una marquesita de doce años que en uno de los relatos de su abuela “había muerto del mal de rabia por el mordisco de un perro, y era venerada en los pueblos del Caribe por sus muchos milagros”[12]. El resultado fue la recuperación de un pasado colonial en el que Sierva María, hija del marqués de Casalduero, era a la vez o sobre todo María Mandinga, como resultado de su convivencia continuada con esclavos africanos. Enriquecido esta vez con ingredientes que resaltaban sus aspectos transgresores o demoníacos, el relato era sobre todo una nueva historia de amor. No sería la última: en 2004, García Márquez habría de ofrecer en Memoria de mis putas tristes otra más, aderezada de un vago erotismo senil. Además, mientras sus ficciones describían el proceso señalado, había publicado también La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986), donde reconstruía los meses de 1985 que ese escritor y cineasta chileno había vivido bajo la dictadura que sufría su país, y Noticia de un secuestro (1996), sobre el dramático presente colombiano, atormentado por el narcotráfico, la guerrilla, la violencia militar y paramilitar y, desde luego, la corrupción o la complicidad de una democracia incapaz de actuar contra la miseria y la injusticia. Eran reportajes que volvían a plantear la relación de la novela con ese género tan ligado a sus actividades como periodista, relación que siempre le había interesado[13], y que reforzaban la impresión de que se producía la mencionada deriva desde el mito hacia la difícil historia pasada o reciente.

Entre las últimas obras de García Márquez merece especial atención Vivir para contarla, esas memorias a las que precedió la advertencia de que “la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla”[14], y que concluían con el día de julio de 1955 en el que tomó el avión para Ginebra, el día en que escribió su primera carta formal a quien habría de ser su esposa, Mercedes Barcha, y en el que empezó a esperar la respuesta que pronto había de recibir en la ciudad suiza, determinando su vida para siempre. Para su biografía literaria resulta aún más significativo que esas memorias comenzaran con el viaje iniciático en el que acompañó a su madre hasta Aracataca para vender la vieja casa familiar en la que había pasado los primeros ocho años de su vida, en compañía de sus abuelos maternos, Tranquilina Iguarán y el coronel Nicolás Márquez. Ese viaje tal vez tuvo lugar en febrero de 1950, tras dejar Cartagena de Indias y los estudios de Derecho para trasladarse a Barranquilla e iniciar su trabajo de periodista en El Heraldo, y marca un antes y un después en su trayectoria creativa. El antes puede asociarse con las referencias a los cuentos publicados hasta entonces, con el recuerdo de la circunstancia que inspiró algunos de ellos, como “La noche de los alcaravanes”, y con la negativa valoración que a la distancia le merecieron esos “acertijos kafkianos” redactados con retórica primaria por alguien que “no sabía en qué país vivía”[15]. El después, con que el viaje a Aracataca lo habría salvado de ese abismo, entregándolo para siempre a la nostalgia de un pasado que inicialmente construiría sobre todo en torno a Macondo, nombre extraño de una finca bananera conocida desde la niñez y que ahora adquiría resonancias poéticas o mágicas.

Esa experiencia resultaría así decisiva para que iniciara el rescate de un mundo cuyas primeras imágenes se plasmaron tal vez en La hojarasca, donde resultaba evidente la voluntad de encontrar procedimientos narrativos eficaces y novedosos para contar una historia que le llegaba desde su infancia. Si tardó en percibir la relación de su novela con el mito de Antígona ―según su testimonio fue Gustavo Ibarra, en Cartagena, quien le hizo consciente de ella, lo que determinó la inclusión del epígrafe “reverencial” mencionado―, fue porque más que las referencias literarias le preocupaba el tiempo perdido que empezaba a concretarse en ese ya mítico Macondo, en cuya recreación aquellas referencias habían de integrarse con naturalidad. Con la utilización de la memoria heredada o de la propia cabe relacionar después los cadáveres del cementerio que flotan en las aguas de “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo”, recuerdo de cuando los sistemas artificiales de regadío de la United Fruit Company provocaban el desmadre de las aguas al llegar las lluvias; o la conjunción de una mujer de luto y una niña con un ramo de flores mustias bajo el sol infernal en “La siesta del martes”, que evocaba a la mujer y a la hija del ladrón muerto por María Consuegra en Aracataca; o la interminable espera de El coronel no tiene quien le escriba, que era la espera que había desesperado al abuelo Márquez desde que el gobierno colombiano promulgara una ley de pensiones de guerra que nunca se cumplió; o los pasquines de La mala hora, tan semejantes a los que alteraron la vida de Sucre cuando García Márquez estudiaba en el Liceo Nacional de Zipaquirá. Desde luego, el lector de Vivir para contarla puede comprobar una vez más el decisivo papel que los recuerdos jugaron en la elaboración de Cien años de soledad: puede saber que José Arcadio Buendía dio muerte a Prudencio Aguilar como el coronel Márquez se la había dado a Medardo Pacheco, que las fantasías y los presagios de la abuela se materializaban en las noches aterradas del futuro escritor, y que fue él mismo quien un día remoto conoció el hielo cuando acompañaba a su abuelo, de compras en el comisariato de la compañía bananera. Puede constatar que ésa era la consecuencia final de aquella visita a Aracataca que fue un viaje hacia el pasado y una despedida, pues la destrucción de la ciudad de los espejos y de los espejismos no era otra que la prevista por la nostalgia de Isabel en La hojarasca, al ver su casa “sacudida por el soplo invisible de la destrucción” y creer inminente la llegada de “ese viento final que barrerá a Macondo, sus dormitorios llenos de lagartos y su gente taciturna, devastada por los recuerdos”[16].

Desde luego, en Vivir para contarla no faltan referencias a las novelas posteriores a Cien años de soledad en relación con ese incesante ejercicio de la memoria: García Márquez recordó que a su madre “nadie le había conocido novio alguno cuando se casó contra la voluntad de sus padres con el telegrafista del pueblo”[17], germen de El amor en los tiempos del cólera, y que a principios de 1953, en Sucre, era asesinado Cayetano Gentile, “médico inminente, animador de bailes y enamorado de oficio”, a quien apuñalaron contra la puerta de su casa, que su propia madre había cerrado creyéndolo dentro y a salvo[18], lo que con el tiempo daría lugar a Crónica de una muerte anunciada; y volvió a dejar constancia de su deuda con Clemente Manuel Zabala, jefe de redacción de El Universal que en Cartagena de Indias le dio ocasión de ver la cabellera de la niña sepultada en el convento de Santa Clara, imagen de la que había de nacer Del amor y otros demonios. Al insistir en las relaciones de esas ficciones con los recuerdos del autor, Vivir para contarla, que en su condición de memorias inevitablemente ya era un esfuerzo para recuperar un tiempo perdido y personal, contribuía decididamente a resaltar la significación individual e íntima de estos relatos, con los que García Márquez se acercaba a la preferencias mostradas por buena parte de la narrativa hispanoamericana de las décadas más recientes. Pero, precisamente porque revela la capacidad de Cien años de soledad para tolerar y aun proponer nuevas significaciones, más relevante aún resulta que Vivir para contarla insista en relacionar el propósito de esa novela con el deseo del autor, reiteradamente declarado, de dejar “constancia poética” de su infancia, trascurrida “en una casa grande, muy triste, con una hermana que comía tierra y una abuela que adivinaba el porvenir, y numerosos parientes de nombres iguales que nunca hicieron mucha distinción entre la felicidad y la demencia”[19]. Lo que en los últimos años sesenta fue la mejor concreción literaria de la realidad maravillosa de América puede verse así, cada vez más, como un esfuerzo para rescatar desde la desolación y la nostalgia el ámbito mágico de un pasado perdido que fue el de García Márquez y puede ser hoy el de sus lectores.

 



[1] Gabriel García Márquez, El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza, Barcelona, Bruguera, 1982, pp. 49 y 74.

 

[2] “Me contaba las cosas más atroces sin conmoverse, como si fuera una cosa que acababa de ver. Descubrí que esa manera imperturbable y esa riqueza de imágenes era lo que más contribuía a la verosimilitud de sus historias” (El olor de la guayaba, cit., p. 41).

 

[3] En su mayoría, los que dio a conocer entre 1947 y 1952 fueron reunidos en el volumen El negro que hizo esperar a los ángeles (Montevideo, Ediciones Alfil, 1972), título que abreviaba el de uno de ellos, “Nabo, el negro que hizo esperar a los ángeles”, publicado en El Universal de Barranquilla en 1951. A ellos se añadieron “La noche de los alcaravanes” (1953) y “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955) para conformar Ojos de perro azul (Barcelona, Plaza & Janés, 1974), título de un relato publicado en Crónica de Barranquilla en 1950.

 

[4] La hojarasca, Bogotá, Ediciones S. L. B., 1955, p. 104.

 

[5] Apareció en Bogotá, en la revista Mito, año IV, número 19, mayo-junio de 1958. En 1961 se publicaría por primera vez como libro en Medellín (Aguirre Editor, 1961) y en Buenos Aires (Americalee).

 

[6] García Márquez desautorizó por “españolizada” la edición inicial de La mala hora (Premio Literario Esso 1961), Madrid, Gráficas “Luis Pérez”, 1962. La edición autorizada apareció por primera vez en México, Ediciones Era, 1966.

 

[7] Véase Los funerales de la Mamá Grande, Madrid, Ediciones Alfaguara, 1979, p. 165.

 

[8] El olor de la guayaba, p. 125.

 

[9] Cien años de soledad, Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1967, p. 351.

 

[10] Crónica de una muerte anunciada, Bogotá, Editorial La Oveja Megra, 1981, p. 13.

 

[11] Véase El olor de la guayaba, cit., p. 89.

 

[12] Del amor y otros demonios, Barcelona, Mondadori, 1994, p. 13.

 

[13] Al menos desde que en 1955 publicó en El Espectador de Barranquilla, por episodios y con gran éxito, un reportaje sobre la aventura de un marinero que había sobrevivido en una balsa a la deriva en aguas del mar Caribe, reportaje que años después se editaría como libro con un título menos acorde con su contenido que con lo que se esperaba del autor de Cien años de soledad: Relato de un náufrago que estuvo diez días a la deriva sin comer ni beber, que fue proclamado héroe de la patria, besado por las reinas de la belleza y hecho rico por la publicidad, y luego aborrecido por el gobierno y olvidado para siempre (Barcelona, Tusquets Editor, 1970).

 

[14] Gabriel García Márquez, Vivir para contarla, Barcelona, Mondadori, 2002, pág. 7.

 

[15] Ibídem, p. 437.

 

[16] La hojarasca, cit., pp. 133-134.

 

[17] Vivir para contarla, cit., p. 14.

 

[18] Ibídem, pp. 459-460.

 

[19] El olor de la guayaba, cit., p. 103.

 

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Guardagujas

28 de marzo de 2014 08:17:07 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Algo ocurre en las ciudades

de lo que nadie me informa.

El tren de las diez y treinta

demora su llegada desde hace meses.

El penúltimo viajero que pasó por aquí

huyendo en calma

-lo supe en sus ojos, en sus ropas fatigadas -,

traía un temblor inconcreto entre las manos

y un amargo rumor en la boca

acerca de nuevas guerras en las regiones del sur 

 

he regado la parra virgen que sobrevive a poniente,

he abierto para que entre el aire limpio

las ventanas que dan al norte,

he estirado con descuido las mantas del camastro

que acoge y repara mi cansancio

en cualquier momento del día

o de la noche

 

desperezando sus alas y sus hambres,

los milanos trazan espirales

en este confuso azul que no conoce mar alguno

 

en pie sobre las traviesas los observo

mientras estrangulo el tedio con las agujas del cruce,

moviendo a un lado y a otro

el horizonte paralelo y de hierro 

 

en esta llanura solitaria,

donde el camino es siempre el mismo

y conduce a idénticos vacíos,

el telégrafo teclea una escueta noticia,

una orden concisa y seca:

trenes

rigurosamente

vigilados

 

igual que me quedé solo,

se me van agotando los víveres

vigilando trenes que no están

mientras espero a nadie

 

el último pasajero de este día

tampoco tardará en marcharse

 

cumplo con el rito macabro y doliente

de besar el retrato de su ausencia 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elías Moro

Aforismos

27 de marzo de 2014 08:14:49 CET

Leer en el escaparate de una librería los títulos de los libros puede ser una manera muy interesante de leer.

 

Cuando se ha conocido a una mujer en el sentido bíblico, siempre queda en la relación algo del Cantar de los cantares.

 

Los libros también son jónicos, dóricos o corintios.

 

La lascivia unida a la belleza nos deja estupefactos.

 

Esas cartas que nos alegran hasta tal punto que tenemos que abrir la ventana.

 

Aplaudir por miedo es patético.

 

Fabuloso don el de saber entablar relación con desconocidas.

 

Toda amistad se basa en la tensión que puede hacer que se rompa.

 

Algunos dan la mano como si te quisieran tomar el pulso.

 

El sentido moral se adquiere en la infancia al repartir la merienda con los hermanos.

 

La honestidad intelectual suele desembocar en el humor.

 

Los escritores no sirven para nada, excepto para dar sentido a las cosas.

 

Hay que mirar detenidamente el rostro fotografiado de un escritor, como quien hace crítica literaria.

 

Cuando se sube a una tarima para hablar en público estaría bien tener algo que decir.

 

Cuando la impertinencia del periodista que pregunta se junta con la vanidad del que responde, surge una entrevista periodística.

 

Cuando se viaja en automóvil se echa en falta no saber más de botánica y geología.

 

Todo Sansón acaba encontrando su Dalila.

 

A partir de cierta edad, cuando nos roban una tarde, nos enfadamos como si nos hubieran robado la cartera.

 

A todo escritor, si se descuida, se le escapa un haiku.

El deseo es un pirata.

 

Los pescados en las pescaderías parecen filósofos pesimistas.

 

Hay que ser muy claro, pero nunca demasiado.

 

Uno nunca se arrepiente de haber sido feliz.

 

En la vida hay que llevar la cabeza bien alta, pero no tanto que nos salga tortícolis.

 

En el mes de Agosto en España sorprende la ausencia de camellos.

 

La valentía consiste en enfrentarse a fuerzas superiores ligeramente aterrorizado.

 

Manipular nuestro propio pasado hasta que quede presentable es una tarea intelectual que se llama escribir la autobiografía.

 

Haber sido de niño el rey de la casa te convierte para siempre en un rey en el exilio.

 

Hay que ser un poco canalla para que te quede bien el sombrero.

 

Cuando vemos el cuerpo humano diseccionado en un atlas de anatomía resulta asombroso el deseo físico.

 

Con el racismo sólo pueden acabar los extraterrestres.

 

Un desayuno magnífico debe tener café, pan tostado con mantequilla, mermelada, zumo de naranja , y dos o tres periódicos que hablen de uno mismo.

 

El carácter se forma los domingos por la tarde.

 

Haber tenido una infancia feliz es un serio obstáculo para el resto de la vida. Sólo se puede ir a peor.

 

No dejes que la tristeza te gane la partida.

 

Algunas personas resultan tan verosímiles que parecen personajes de ficción.

 

La bondad es una especie de inteligencia superior.

 

Algunos versos son tan malos que resultan inolvidables.

 

Conocía muy bien esa mezcla de dulzura y sadismo  con la que algunas chicas imitan a los ángeles.

 

Sin darse cuenta se había convertido en un señor con abrigo.

Escrito en Lecturas Turia por Ramón Eder

Jueces

25 de marzo de 2014 10:43:57 CET

Iré al combate sólo si tú vienes;

sólo si me acompañas al combate.

Por el mayo paciente y demorado,

iré al combate sólo si tú vienes.

Pues no hay Jerusalén si tú no vienes;

sin ti, sin la mitad de luz del alma,

sin la mitad aún viva de mi alma,

sin la mitad que salvas de mi alma.

Has sido recaída reiterada

y también mi insistencia en la pureza;

si esa fidelidad se tiene en cuenta,

si es pureza insistir en la caída.

Eva la reiterada, mi derrota.

Porque en Jerusalén nada más puro,

nada que tú no seas, nada mío,

porque en Jerusalén nada me vale

de todos los errores que no fuiste.

Eva la reiterada, mi alegría,

nada podía protegerme, nada.

Avasallaste la mitad del alma

y la mitad del alma ardió en la culpa

mientras la otra mitad se iluminaba

reflejando las llamas de ese incendio.

Esa luz era pura y era tuya,

venía de esas llamas y era pura;

aunque viniera de ellas era pura,

porque al menos allí faltó mi orgullo.

Eva de la derrota y la alegría,

tú serás quien me lleve a la victoria,

si en estas condiciones hay combate,

si hay para la victoria condiciones.

 

Escrito en Lecturas Turia por Julio Martínez Mesanza

¿Contarse a sí mismo? Sí, pero, ¿cómo? La forma importa tanto como el fin y Paul Auster lo sabe muy bien. Diario de invierno es ante todo una obra literaria de forma inédita. Es de esos escritores que aborrecen que la obra se quede limitada a la vida. Paul Auster usa la segunda persona del singular, ese «tú» que hace que el lector se sienta tan próximo y nos permite convertirnos en aquel chiquillo solitario que soñaba con el cine y con escribir mientras veía en televisión los partidos de beisbol, sintió pasión por la lengua francesa y la traducción merced a uno de sus tíos que traducía a los poetas latinos, se embarcó en un carguero, eligió Francia para que fuera su tierra de acogida, vivió en buhardillas parisinas y, después, en casitas de Provenza, que volvió a Nueva York sin un céntimo, fracasó muchas veces en el intento de escribir la primera novela, se divorció y pensó que su vida había terminado, conoció a la mujer de su vida (la novelista Siri Hustvedt), volvió a ponerse a escribir dos semanas después de la muerte de su padre, triunfo en Francia y en Europa antes de que lo aplaudiesen en su país, hizo sus pinitos en el cine (Smoke, Brooklyn Boogie…), publicó novelas espléndidas (Ciudad de cristal, El país de las últimas cosas…) y relatos personales conmovedores (La invención de la soledad, El cuaderno rojo, A salto de mata). A los 65 años, Paul Auster parece tener más fuerza que nunca. Ya no se le ven esas huellas de febrilidad y angustia cuya marca llevaba en la cara y en lo que decía y en lo que escribía en la última década (esa que vio cómo los atentados del 11 de septiembre ensombrecieron Nueva York, su ciudad).  Cierto es que las últimas páginas del presente libro —las más hermosas— narran un caminar que recuerda al de Quinn, el protagonista de Ciudad de cristal, por el puente de Brooklyn, en ausencia de lo que fue el repulsivo símbolo de la ciudad-papel que el escritor ha inventado y vuelto a inventar libro tras libro. Esta entrevista se celebró en un estudio de radio de France Inter. Paul Auster sonríe. Bromea. Como si haber escrito este libro (primera entrega de un díptico, cuya continuación esperamos con impaciencia, dedicado a su aventura anímica e intelectual) le brindase una segunda juventud.

— Diario de invierno[1] es un libro sorprendente. ¿Autobiográfico?

-  No, en realidad no. No es ni una autobiografía ni unas Memorias. Tampoco es un relato. Es una obra literaria. La componen una serie de fragmentos autobiográficos que adoptan la estructura de una obra musical. El libro va saltando de un año a otro. Tan pronto tengo 4 ó 5 años como, en el párrafo siguiente, tengo 60…

— ¿Cómo nació este texto?

— Me cuesta acordarme. Llevaba dentro esa idea desde hacía mucho, Quería escribir algo acerca de mi cuerpo. Escribí este libro en un plazo muy breve, de unos pocos meses nada más.

— Y eso no es lo habitual en usted, ¿verdad?

— No, suelo ser mucho más lento normalmente Pero en este caso tenía ya el libro en la cabeza. Es algo muy curioso.

— No es la primera vez que recuerda partes de su vida: están La invención de la soledad[2], de 1979, su primer libro, y luego El cuaderno rojo[3] y A salto de mata[4]

— Efectivamente, esos tres libros son obras declaradamente autobiográficas, incluso aunque la forma de abordar el asunto no sea muy tradicional. Diario de invierno es la cuarta entrega de esa progresión en los temas personales.  En los últimos doce años he escrito muchas novelas en un lapso de tiempo muy breve. Creo que quería respirar un poco. Ver las cosas de otra manera. Recuperar energía e ideas nuevas

— Ha escogido la segunda persona del singular. ¿Por qué se llama de tú a sí mismo?

— Empecé a escribir instintivamente en segunda persona. No me lo anduve pensando, empecé así. Cuando llevaba alrededor de treinta páginas, me paré y me hice esa preguntan que me ha hecho usted: ¿por qué estás haciendo así este libro? Tradicionalmente, los libros como éste se escriben en primera persona. Pero eso del «yo» me parecía demasiado excluyente. Se trata por supuesto de la historia de mi vida, pero yo tenía otra idea acerca de lo que tenía que ser este libro. Habría podido usar la tercera persona del singular, «él».  Que es, por cierto, la persona que uso en la segunda parte de La invención de la soledad; escribía acerca de mí, pero me llamaba «A» en vez de «yo». A de Auster. Así que, ¿por qué me llamo de tú en este Diario de invierno? Seguramente porque quería que este libro nuevo nos lo repartiéramos el lector y yo, por decirlo de alguna forma. Debo decir que no siento interés por mi persona: no es un tema que me fascine, ni mucho menos. Pero conozco bien mi historia, al menos las cosas que consigo recordar. Lo que quería era escribir un libro sobre qué es el ser humano, sobre la sensación de estar vivo. Y por eso cuento accidentes, heridas, cómo descubrí mi vida sexual. La esperanza que tengo es que las cosas que cuento puedan traerle al lector reflexiones personales y contribuir a que afloren sus recuerdos propios. El «tú» hace que el lector se sienta muy implicado y le permite volver a reflexionar sobre su vida.

— El tema importante de este libro es también el cuerpo: la forma en que los estados afectivos elementales son el vehículo, en realidad, de las ideas y los amores. ¿Por qué ocupa el cuerpo un lugar tan importante?

— Noto que nuestra vida procede en primer lugar de los cuerpos. Pensamos, por supuesto. Pero los pensamientos no vienen de ninguna parte. Afloran de un «yo físico», de nuestros cuerpos. Nunca he leído libros como éste: no sé si el resultado es un buen libro o un mal libro, pero es una manera diferente de enfocar las cosas. Así veo la vida: entramos en su día en un cuerpo, todo empieza con nuestro cuerpo y todo concluirá cuando ese cuerpo muera. Somos nuestros cuerpos.

— ¿Nuestra historia se reduce a la de nuestro cuerpo?

— La del final de la vida, sí. Muchas veces llegamos al final de la vida sin la capacidad de pensar o la de hablar. Somos sencillamente carne y hueso. Piense en el caso de la enfermedad: cuando estamos sanos, no pensamos en el cuerpo; pero, en cuanto caemos enfermos, toda la vida gira en torno a los problemas del cuerpo.

— También están los placeres físicos.

— También. Mire, todo empieza con el cuerpo. He pasado mucho tiempo creyendo que la sexualidad era el mayor placer que existía para el cuerpo. 

— Intenta usted calar en el misterio de la atracción amorosa. ¿Quién decide: el cuerpo o la mente?

— ¡Pues los dos! La atracción por otra persona resulta muy difícil de explicar, nadie la entiende de verdad. Pero ves a alguien, a una mujer que te parece guapa, y enseguida surge una atracción. O a lo mejor es la forma en que esa persona camina, se encoge de hombros, frunce el ceño… todos esos gestos menudos que pueden resultar tan atractivos y tan encantadores. ¿Belleza? No, a lo mejor la belleza no cuenta. Todos los días vemos a muchas mujeres bellísimas y no sentimos atracción sexual por esas bellezas. Creo que todo empieza por la mirada. Es decir, por el cuerpo. Lo que hay al principio es algo físico. Pero la mirada es también el alma, que sale del cuerpo a través de los ojos. Si hay que zanjar a favor de una cosa o de otra, limitémonos a recordar que los ojos son partes… del cuerpo

— Escribe usted que uno de los momentos más extraordinarios y más dichosos de su vida fue aquel día en que, en París, cuando era un estudiante pobre y sin un céntimo, se vio en los brazos de una prostituta que le recitaba a Baudelaire. ¿Y eso por qué?

— Aquella mujer fantástica, joven, desnuda encima de la cama, tan guapa y que, de pronto, empieza a recitar un poema de Baudelaire con mucho sentimiento, con mucha exquisitez. ¡Es desde luego uno de los mejores momentos de mi vida! Pero no me invento nada. ¿Por qué inventar algo así? Sería ridículo. A lo que está obligado un escritor cuando empieza a escribir un libro como éste es a ser tan honrado como pueda, sacar a la superficie de la forma más clara posible los recuerdos; y, cuando no se acuerda, que lo diga claramente. Es algo que digo en varias ocasiones en ese libro: no consigo acordarme.  

— El cuerpo brinda placeres, pero también cosas desagradables. Por ejemplo ese ataque de pánico que pudo con usted en 2002. ¿De que fue síntoma ese ataque de pánico?

— Fue una revelación. No sabía que el cuerpo podía hacerle algo así a uno. Me quedé de lo más sorprendido. Ocurrió en un momento muy difícil. Se acababa de morir mi madre. De repente. Aunque no padecía ninguna enfermedad. Mi mujer, Siri, no estaba conmigo. Se había ido a ver a sus padres a Minnesota, a miles de kilómetros, para organizar el octogésimo cumpleaños de su padre. Estaba sólo en Nueva York. Me llamó por teléfono la señora que iba a limpiar a casa de mi madre un día a la semana: entró con su llave y se encontró a mi madre tendida en la cama. Llegué en el acto y me la encontré muerta, encima de la cama.  Fue un momento durísimo. La miré y lo primero que pensé fue que mi propia vida había empezado en ese cuerpo que yacía ahí, sin vida, y que no existían lazos más fuertes que los que hay entre el hijo y la madre. Luego me ocupé de todas esas cosas que hay que hacer cuando se muere alguien. Tareas prácticas. Vino una prima a ayudarme a hacerlo todo. Pasé la noche en su casa, en Nueva Jersey. Como no podía dormir, me puse a beber whisky. Un vaso, dos. Y luego, pues, bueno, seguí hasta las tres o las cuatro de la mañana. Me bebí toda la botella. A la mañana siguiente había que hacer más gestiones administrativas: ir al depósito, decidir dónde la iban a enterrar, etc. Mi madre no había dejado testamento. Luego me volví a mi casa, en Brooklyn. Y volví a pasar en vela la noche siguiente y abrí una botella de whisky. Acabé por meterme en la cama, agotado y borracho. Pero, a eso de las cinco de la mañana, cuando llevaba dos horas durmiendo, me despertó el teléfono. Ya estaban cantado los pájaros; estaba agotado y me dije: «Tienes que dormir diez o doce horas, si no no vas a poder con tu alma», pero, como un tonto, descolgué el teléfono. Era otra prima, con quien había tenido anteriormente relaciones muy conflictivas, sobre todo cuando publiqué aquel libro sobre mi padre, La invención de la soledad. Me quedé escuchándola y empezó a decir cosas durísimas de mi madre, muy perversas Yo estaba muy, muy irritado. Concluyó la conversación y me di cuenta de que me había puesto en un estado tal que no podía volver a acostarme y seguir durmiendo. Me hice un café muy cargado. Luego, otro. Y otro más. Al tomarme el cuarto, con el estómago vacío, el cuerpo empezó a reaccionarme de una forma muy rara. Me oí ruidos extraños en la cabeza.  El corazón empezó a acelerarse y, de repente, no podía respirar. Entonces me asusté mucho. Quise ponerme de pie, pero me caí al suelo. Y noté que me dejaba de correr la sangre por las venas. Era como si los brazos y las piernas se me volvieran de hormigón. Pensé que llegaba la muerte, que me subía cuerpo arriba. Y me invadió el espanto. El espanto absoluto. Eso es, un ataque de pánico. Y éste fue tremendo.

— Cuando murió su padre, escribió casi enseguida La invención de la soledad. ¿Por qué ha dejado pasar diez años entre la muerte de su madre y este libro, Diario de invierno, que le está dedicado en buena parte?

— Sí, dos semanas después de que muriera mi padre empecé lo que iba a convertirse en La invención de la soledad. Mientras que dos semanas después de la muerte de mi madre y de aquel ataque de pánico no sabía que llegaría el día en que escribiera sobre esto, sobre mi madre. He de decir que las relaciones con mi padre fueron siempre muy complejas y turbulentas. Con mi madre, era todo muy sencillo. Estaba a gusto conmigo y yo estaba a gusto con ella. No teníamos problemas. No era una carga para mí. Así que, efectivamente, han tenido que pasar nueve años antes de que notase por dentro el deseo de escribir acerca de ella. Pero la muerte de mi madre es una parte del libro, no es el tema del libro.

— Dice que no llora cuando pierde a una persona próxima, siendo así que reconoce que se le humedecen los ojos cuando lee determinados libros o cuando ve determinadas películas. ¿Cómo lo explica?

— Me cuesta mucho entenderlo. Con frecuencia he padecido la sensación de duelo. Como todo el mundo. Pero cada vez que me comunican la muerte de alguien, me pongo tieso como un palo. Creo que es algo así como una forma de defenderme. Hay algo en mí que se queda vacío. Preferiría llorar. 

— ¿Se escribe porque no se llora?

— No... Porque si no se llora entran ataques de pánico.

— ¿Por qué escribe?

— ¿Conoce a ese escritor norteamericano especializado en deportes? Red Smith. Ha dicho: «Escribir es sencillo: hay que abrirse las venas y dejar correr la sangre». Los artistas son personas a quienes no les basta el mundo. Personas heridas. Si no ¿por qué íbamos a encerrarnos en una habitación para escribir? Intentamos sacarles partido a nuestras heridas para devolverle algo a ese mundo que tan maltrechos nos ha dejado.

— ¿El tiempo cicatriza esas heridas?

— A veces, sí; y a veces, no.

— ¿Y la escritura cicatriza esas heridas?

— Pensé que sí mucho tiempo. Ahora sé que no es ése el caso. Escribí mi primer libro, La invención de la soledad, pensando que a lo mejor me podía curar. Mientras lo estaba escribiendo, notaba perfectamente que estaba ocurriendo algo doloroso. Pero cuando acabé el libro, todo estaba igual, no había cambiado nada.

— ¿Sabría explicar que razones lo impulsaron a escribir?

— No. Sé que empecé a leer libros muy en serio siendo muy pequeño, y que empecé a escribir de muy pequeño también. Tenía 9 años. Escribía poemas e historias espantosamente malas. tan estúpidas que dan apuro incluso hoy. Pero había algo que valoraba en el hecho de escribir. Era la sensación de la pluma en el papel. La sensación de la escritura. Me hacía sentirme más vinculado al mundo. Y en ese vínculo con el mundo me sentía mejor.  A los 12 años, escribí lo que llamé «mi primera novela» Era probablemente un manojo de alrededor de treinta páginas.  Se la enseñé a mi profesor y le gustó; me propuso que le leyera a la clase un trocito cada día. Fue mi primera experiencia de escritor, de lectura. Pero ¡si a los otros alumnos les gustaba eso que yo había escrito era sobre todo porque, mientras les leía yo mi obra, ellos podían estar sin hacer nada!

— ¿Qué fue de esa «primera novela»?

— ¡Se perdió! Afortunadamente. Pero me acuerdo de que la escribí con tinta verde.  

— ¿Cómo escribe usted?

— De diferentes formas. Hay novelas que me han exigido diez años de reflexión antes de poder escribir una frase. Otras salieron en pocos meses. Todos los proyectos son diferentes. No tengo un sistema. Cada vez que termino un libro me quedo vacío y me parece que se acabó, que no volveré a escribir nunca más. Y luego, poco a poco, ocurre algo y quiero volver a escribir. 

— ¿Qué es ese «algo» que ocurre?

— La música del libro. La oigo en la cabeza. Es una tonalidad. Y, en mi caso, es la tonalidad la que crea los personajes. Luego, los personajes crean las situaciones. El origen de un libro está en esa música de la lengua. En la actualidad, incluso con alrededor de veinte libro a la espalda, sigo con la misma sensación de ser un principiante, un aficionado, cuando empiezo un libro nuevo. Como si en todos estos años no hubiera aprendido nada. Seguramente porque el libro nuevo es muy diferente de los anteriores y que, como nunca había escrito ese libro antes, tengo que instruirme según lo voy componiendo. La escritura, en mi caso, está muy relacionada con la música. Y con el hecho de andar. Con el ritmo del cuerpo, por lo tanto. Por lo demás, la música es eso: el ritmo del cuerpo. Cuando ando doy con ritmos que me ayudan a hacer frases y párrafos. Primero siento esa melodía, o esa cadencia, llámelo como quiera, en el cuerpo. Luego se convierte en palabras en cuanto tengo una pluma en la mano. Suelo citar con frecuencia esta frase espléndida de Ossip Mandelsta: «Me pregunto cuántos pares de sandalias gastó Dante escribiendo La divina comedia». Mandelstam sintió ese ritmo del caminar en la escritura y la poesía de Dante. Por lo demás, al hablar de versificación se habla en pies, ¿o no?

— ¿Y usted cuántos pares de zapatos ha gastado desde que empezó a escribir?

— ¡Miles! 

— ¿Tiene una musa?

— ¿Una musa? A lo mejor… Si tengo una musa, será Siri, mi mujer. Siri es el centro de mi vida. Me salvó la vida.

— ¿Le salvó la vida? ¿No es un poco exagerado?

— Sí, me salvó la vida. Cuando la conocí. Seguro. Siri me cambió la forma de ver el mundo. Yo estaba solo, divorciado, triste, sin ninguna esperanza importante. Sin aquel encuentro, por casualidad, en Nueva York, sin ella, estos últimos treinta años habrían sido completamente diferentes. Yo era un necio con las mujeres, no sabía lo que hacía, no dejaba de tomar decisiones estúpidas. Ahora Siri es mi primera lectora.

— ¿Cree en la inspiración?

— No, creo en el inconsciente. Eso es lo que me sirve de guía. Pero para hallar algo dentro de uno, en el inconsciente, hay que tener determinado estado de ánimo: muy abierto y sin prejuicios. Entonces dejamos que las cosas broten. Cuando escribimos, hay que dejar que las cosas ocurran y no censurarse nunca: no hay que censurarse, no tenemos derecho a censurarnos. Además hay que saber parar. Quiero decir que, cuando estoy escribiendo un libro y he terminado la jornada de escritura, hago todo lo posible para no volver a pensar en él el resto del día. Si trabajas mucho, empiezas a quedarte seco.  Así que me voy a casa —nunca trabajo en casa, sino en un estudio, a pocos minutos andando—, salgo, cierro la puerta y intento olvidarme de todo lo que he escrito. Vuelvo a la vida de verdad.  ¿Qué vamos a preparar Siri y yo para cenar? ¿Vamos a ver una película, o vamos a salir, o vamos a ir a ver a unos amigos, o a ir un rato de compras, o cualquier otra cosa? Muchas veces me voy del estudio, del sitio en que me paso el día escribiendo, con un problema que no he conseguido resolver. Me vuelvo a casa, vivo, me voy a dormir, me despierto por la mañana, voy a pie el estudio, y cuando llego, ya sé cómo resolver el problema de la víspera. Ha ocurrido durante el sueño. Vale más dejar que vengan las cosas y no forzarlas. En eso es en lo que creo para escribir. Cuando estoy escribiendo un libro, no puedo decirle en qué estado físico me encuentro: es como si el cuerpo entero fuera una llaga sin cicatrizar... Está uno tan abierto a todo cuanto sucede por la calle, en el cielo, en todo cuanto tienes alrededor que metes todo eso en el libro que está en marcha. Un libro es también algo así como una improvisación. Muy curioso, ¿verdad?

— ¿Qué ha cambiado con el tiempo y la experiencia?

— Sólo ha cambiado una cosa. Cuando estás escribiendo un libro te quedas bloqueado de vez en cuando. No sabes cuál va a ser la siguiente frase. No encaja bien. No sabes qué idea va a llegar. No sabes dónde vas… A veces, estoy perdido. Entonces, lo dejo. Un día. Una semana. Un mes si es necesario. Para hacerme a la idea de en qué va a consistir la siguiente etapa. ¡Y funciona! Sirve para que desaparezca todo el bloqueo. Eso es algo nuevo. Antes, cuando era un escritor joven y llegaba a un momento de ésos, me decía: «¡Estoy acabado! No va a salir bien… Nunca conseguiré acabar este libro…». Y me quedaba bloqueado. Ahora, ya entrado en años, me digo: si este libro debe escribirse, si debe escribirse de verdad, entonces encontraré la forma de resolver el problema. Y, a la espera de que eso suceda, me paro...  

— ¿Así que usted no tiene manuscritos abandonados?

— Pues… sí. Sí tengo proyectos abandonados. En dos o tres ocasiones he empezado novelas y no estaba muy satisfecho que digamos de lo que llevaba escrito. Alrededor de cien páginas a veces. Pero sabía que desde el principio había ido mal encarrilado y que no había esperanza alguna de sacar aquello adelante.

— ¿Hubo algunas novelas más difíciles de escribir y que dejaron huellas o cicatrices más penosas que otras?

— Ésa es una buena pregunta. Cuando era joven, es decir entre los 19 y los 22 años, intenté escribir dos o tres novelas y no tenía capacidad, por entonces, de escribir esas cosas tan ambiciosas que quería hacer. Creo que tengo alrededor de mil páginas de prosa de novelas sin acabar. Y esas novelas inconclusas son el origen de otras novelas que escribí quince años después: El palacio de la luna[5], El país de las últimas cosas[6] y Ciudad de cristal[7]. Esos tres libros los concebí de joven y no era capaz de escribirlos. Pero creo que ese tiempo de frustración no fue tiempo perdido. Era un aprendizaje que llevé a cabo en silencio y nadie vio cómo lo hacía.

— ¿Qué lugar ocupa el cine en su vida?

— Siempre sentí adoración por el cine. Cuando tenía 20 años y vine a Francia a estudiar creía que quería ser director de cine. Ya escribía poemas, estaba intentando escribir novelas y, de pronto, me entraron ganas de hacer cine, Quería matricularme en el Idhec, pero rellenar los impresos era tan complicado que desistí enseguida… Por entonces era muy tímido. Me costaba muchísimo hablar delante de otros. Si había más de dos personas en un recinto me quedaba mudo. Así que me dije que el cine no era lo mío. ¿Cómo habría podido dirigir en un plató? Pero el interés que sentía por el cine no fue a menos. Cuando empecé a publicar novelas fue cuando empezaron a acercárseme los cineastas para pedirme que colaborase en este o aquel guión. Conocí a Wayne Wang en 1991 e hicimos Smoke en 1994. Entonces descubrí que hacer una película era un placer inmenso. Pero también un trabajo inmenso. Y en equipo. A un escritor, que es esencialmente solitario, le resulta muy difícil. También es una alegría tremenda.

— ¿Qué soporte le permite expresar mejor lo que lleva dentro?

— La escritura, por supuesto. Soy un escritor a quien le gustan todas las formas de contar una historia, y el cine es una de esas forma. Las mejores películas son tan buenas y tan importantes como los grandes libros.

— ¿A qué llama las mejores películas?

A Cuentos de Tokyo de Ozu o a La gran ilusión de Renoir, películas que rebosan humanismo, que tienen cierto parecido con los grandes novelistas de finales del siglo XIX o de principios del siglo XX.  Podemos comparar a Satyajit Ray, en la trilogía de Apu, con Tolstoi. El mundo de Apu es posiblemente mi película preferida.  Hay que verla tres, cuatro o cinco veces antes de entender del todo qué ha hecho el cineasta. Pero si se la ve como hay que verla puede aportar toda la complejidad y toda la satisfacción de una gran novela. La mayoría de las películas son de entretenimiento, pero también lo son la mayoría de los libros… En los niveles más altos, hay que reconocer que el cine y la literatura son casi lo mismo...

— Smoke fue ya una obra con connotaciones autobiográficas, ¿verdad?

— Aparecía un escritor que se llamaba Paul Benjamin, el pseudónimo con que publiqué mi primer libro, una novela policiaca que escribí para ganar dinero a finales de la década de 1970. Pero Benjamin es también uno de mis nombres. Me llamo Paul Benjamin Auster. La película fue un encargo: el New York Times me pidió un cuento para las Navidades y Wayne Wang propuso hacer una película con él.

— ¿Cuál es para usted el papel del escritor?

— En cualquier caso, no es andar teorizando. Nunca. Un novelista no es un filósofo. Aunque eso no le impide la reflexión, claro. He leído mucha filosofía, pero no quiero escribir libros de filosofía. Sólo quiero intentar mostrar, hacer notar en qué consiste el hecho de estar vivo. Ésa es mi misión de escritor. Y nada más. La vida es maravillosa y espantosa a la vez y la tarea que me corresponde es capturar esos momentos.

— ¿La biografía de un escritor nos proporciona aclaraciones sobre su obra?

— No hay reglas en ese asunto. Todo depende del escritor. Y todo depende de la forma en que se enfoque esa biografía.

¿Y en su caso, ya que se encarga usted, en libros tan diferentes como La invención de la soledad, A salto de mata o Diario de invierno, de contar episodios de su vida?

— En mi caso, creo, efectivamente, que algunos episodios de mi biografía pueden aclarar algunos puntos de mis libros. Incluso aunque mis novelas no tomen nunca nada prestado de la realidad: son ficción, pura ficción. Algunos novelistas son cronistas de su vida. y su ficción no es sino una ficción muy leve. En esos casos, no cabe duda de que es importante estar al tanto de la historia de su vida y comparar, entender, investigando o merced a la biografía de una tercera persona. Yo tomo algunas cosas de mi vida, como es lógico, igual que todos los escritores, pero no de forma esencial.

— ¿Es aficionado a las biografía de escritores?

— Sí, me encanta leer esa clase de libros. Y observo que la primera parte del libro es siempre más interesante que la segunda. La infancia. La juventud. Antes de que el escritor o el poeta se conviertan en sí mismos. Eso es lo que más me interesa. Luego, cuando ese hombre o esa mujer ya son escritores, sólo se habla de publicaciones, de críticas, de viajes, de medallas: no tiene gran importancia. Pero enterarse de las cosas menudas de la juventud, eso… La biografía de Samuel Beckett que escribió James Knowlson, por ejemplo, me ayudó a valorar a Beckett, su forma de ser, su familia.

— ¿Quiénes son para usted los maestros de la autobiografía?

— El escritor en quien estaba pensando mientras escribía Diario de invierno, el que me acompaña, de toda la vida, cuando escribo acerca de mi vida es Montaigne. Montaigne inventó otra forma de pensar. Es la primera vez en que alguien, tomándose a sí mismo como asunto, brinda una forma atractiva y profunda de entender al hombre. ¡Y qué estilo! ¡Que energía en la prosa! Leo a Montaigne una y otra vez. Pero, ¡ojo!, que no es autobiográfico. No se le olvide que son Ensayos, una forma que inventó él, por lo demás. También me parece muy interesante Rousseau. En un registro diferente. Descubrí las Confesiones de Rousseau a los 22 años. Lo que más me impresionó es que sabemos que está mintiendo. Pero confiesa cosas tan feas que nos escandaliza: cómo abandonó a sus hijos, por ejemplo… La parte en que Rousseau, en un bosque, le tira una piedra a un árbol diciendo, como un niño, «si le doy es que mi vida entera va a ser maravillosa», esa parte es excepcional. ¿Sabe la historia? Rousseau tira la piedra y no le da al árbol. Se acerca, vuelve a tirar una piedra y falla otra vez. Da un paso más, tira otra vez la piedra y tampoco atina. Hasta que está pegado al árbol, lo tiene al alcance de la mano; y entonces tira la piedra y, claro, le da al árbol; y Rousseau exclama: «¡Ahora tendré una vida perfecta!» En mi novela La música del azar[8], uno de los personajes, Nash, lee Las confesiones.  

— Y en El libro de las ilusiones[9], a otro personaje, David Zimmer, lo obsesiona Chateaubriand... Tras Montaigne y Rousseau, es otra forma de contar la propia vida.

— ¡Ah, las Memorias de ultratumba! Chateaubriand es una maravilla. De entrada, escribe bien. Para mí fue un descubrimiento. Tardío. Leí por primera vez a Chateaubriand a los 45 años y fue una revelación. Y, además, cuenta algo así como una historia doble: mezcla el presente y el pasado de forma muy interesante. Pero, de todos ellos, el que más me llega hasta dentro sigue siendo Montaigne.  

— ¿Qué relación mantiene con la verdad?

— Absoluta. Rousseau, al contar su vida, miente. Yo no. Sino todo lo contrario. Hay que ceñirse cuanto sea posible a los recuerdos. Y decir claramente de qué nos hemos olvidado. Las cosas que ya no recordamos. 

— Es cuanto alguien escribe acerca de uno mismo y de los suyos aparece el tema de la traición. Hablaba usted antes de esa prima con la que riñó, después de que se publicase La invención de la soledad, porque hablaba de su padre, de los secretos familiares… ¿Hasta dónde le parece lícito llegar?

— Ésa es una pregunta muy difícil. En Diario de invierno hay nombres que no menciono. No doy el nombre de la mayoría de las personas que aparecen en este libro. Ni siquiera menciono a esa prima, que hoy en día ya ha muerto. Recordé, en La invención de la soledad ese asesinato de 1919, cuando mi abuela mato a mi abuelo de un disparo de revólver. Era un secreto familiar. Nadie hablaba de él. Pero existía un archivo público de ese suceso. ¡Salió en todos los periódicos de la época! Mi familia no quería hablar de eso, desde luego, pero era algo que existía, sucedió igual que lo conté, no me inventé nada. ¿Es una traición? Escribí en 1979, cuando ya habían pasado sesenta años del hecho. Creía que, después de tantos años, ya tenía derecho a hablar de ello. Que era un período suficiente para     que no fuera ya un insulto para nadie.

— ¿Siente nostalgia?

— ¿De qué? ¿De la infancia? No, no mucho. Lo pasado ya está perdido. Pero cuantos más años cumplo más me acuerdo de mi juventud. Me fascinas las primeras veces. La primera vez que supe montar solo en bicicleta, la primera vez que supe atarme solo los cordones de los zapatos... Son las marcas de la independencia, de la fundación de uno mismo, de la construcción de uno mismo. Acabo de concluir mi siguiente libro, que se va a llamar Report from the Interior: es algo así como un compañero de este libro de ahora, la historia no de mi cuerpo sino de la formación de mis ideas, de la aventura anímica e intelectual que corrí siendo más joven.  Cuento en él que, en toda mi vida, a los seis años fue cuando más sentí más dichoso, porque a esa edad descubrí que podía vestirme solo, atarme los zapatos solo y que, por lo tanto, era independiente. Antes de aquello lo único que hacía era existir. Después, sabía que existía. ¡Y la diferencia es tremenda! 

— ¿Qué relación tiene con su propia muerte?

— ¡Pues que espero que ocurra lo más lejos posible del día de hoy! Es todo lo que sé…

— Y eso es lo que le deseo. ¿Qué le dice esa frase de Joseph Joubert que cita en Diario de invierno: «Hay que morir amable (si se puede)»?

— ¡Es una frase extraordinaria! Todo reside en ese «si se puede», claro.  Joubert es para mí una referencia permanente, lo vuelvo a leer continuamente. Es un escritor completamente desconocido, incluso en Francia, me parece. Traduje algo de él cuando era joven. Un escritor que nunca escribió un libro. Increíble, ¿no? Pero dice unas cosas tan lúcidas… Me gusta mucho también esto otro, que le traduzco de memoria: «Las personas que nunca se rinden se quieren más de lo que quieren a la verdad». ¿A que es profundo?

— ¿Usted cuántas veces se ha rendido?

— Muchas. Hay que cambiar de opinión. Es peligroso ser de pensamiento rígido. Pero también es peligroso ser demasiado flexible. Admiro a quienes tienen el valor de cambiar de opinión de vez en cuando acerca de las cosas y de las persona. Es una auténtica fuerza.

 

(Traducción de María Teresa Gallego Urrutia)

 

 

Esta entrevista fue publicada originalmente en el número de marzo de 2013 de la revista francesa Lire. Es un extracto de la versión integral que su autor, François Busnel realizó para su programa de radio “Le Grand Entretien”, de France Inter. Turia agradece a François Busnel su autorización a reproducirla en español.



[1]                La traducción de esta obra al castellano es de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2012.

[2]              Traducción al castellano de, María Eugenia Ciocchini Suárez. Anagrama, Barcelona, 2011.

[3]              Traducción al castellano de Justo Navarro. Anagrama, Barcelona, 2007.

[4]              Traducción al castellano de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 1998.

[5]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1996.

[6]              Traducción al castellano de María Eugenia  Ciocchini Suárez. Anagrama, Barcelona, 1999.

[7]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1997.

[8]              Traducción al castellano de Maribel de Juan. Anagrama, Barcelona, 1997.

[9]              Traducción al castellano de Benito Gómez Ibáñez. Anagrama, Barcelona, 2003.

Escrito en Lecturas Turia por François Busnel

En una de sus obras más deliciosas, La infancia recuperada, Fernando Savater (San Sebastián, 1947) confiesa que sigue “invariablemente fiel al mundo narrativo” de su niñez, a esas historias que “fundaron los objetos primarios” de su subjetividad. No cabe la menor duda de ello cuando se visita su casa en Madrid, un auténtico museo, como él mismo dice con sonrisa, en el que adquieren protagonismo personajes legendarios del cómic, de la ciencia-ficción, de los relatos de fantasmas y de aventuras que siempre le han acompañado, que no han dejado de ser sus héroes. Una enorme y terrorífica careta da la bienvenida al visitante que, poco a poco, va reconociendo las figuras de Shrek, Tintín, Milú, la Sirenita, toda la familia Simpson, el inolvidable Spock y otros protagonistas de la saga original de Star Trek, a las órdenes del capitán Kirk. Están colocadas en el suelo, en las estanterías, delante de libros de cuyas páginas tal vez algunos de ellos han conseguido escapar. Todos saben del afán coleccionista del pensador, de su deseo de no desprenderse de sus referencias, de sus señas de identidad.


“Esta casa es como un museo y la que tenemos en San Sebastián más todavía. Ahora que estoy jubilado he llegado a plantearme abrir sus puertas y vivir de cobrar entradas”, señala riendo Savater, mientras toma asiento en la esquina de un sofá decorado con cojines de llamativos estampados. En un ambiente tan barroco, parece hundirse, empequeñecerse, como un diminuto actor en medio de la grandilocuencia del escenario, y por un momento quien esto escribe tiene la impresión de charlar con el niño, ese niño que dice seguir llevando a cuestas y no con el hombre polémico, controvertido, dispuesto siempre al combate dialéctico, a decir sus verdades pese a quien le pese. Pero se trata de un espejismo, un espejismo fugaz que dura el tiempo que tardan todas las figuras inanimadas que llenan la estancia en hacerse familiares, en perderse en el túnel del tiempo. Los derroteros de la conversación conducen irremediablemente al presente, al presente de quien reconoce estar un poco cansado de su imagen pública, de esa irremediable necesidad de discutir, de discutirlo todo, siempre.

 

Empezamos hablando de El traspié (Anagrama), una breve y estimulante comedia filosófica que nació para ser representada en TVE hace ya 20 años y que ahora se ha decidido a reescribir por completo. La que es su última entrega hasta el momento gira en torno a Schopenhauer y, curiosamente, hablando de Schopenhauer, a través de las afinidades y distancias con el pensador, se toca irremediablemente a un Savater retirado ya de la enseñanza, que ha dejado atrás los apuntes, el bullicio de los jóvenes en las aulas. Ahora, según dice, es tiempo de leer, de disfrutar de las carreras de caballos que tanto le han gustado siempre, de charlar con la gente, de tomarse la escritura con más calma. “No me aburro, la verdad, pero ya me voy a ir quitando de tanta agitación”, asegura.

 

- Schopenhauer fue uno de los primeros filósofos que leyó Fernando Savater y uno de los últimos que dejará de releer, según confiesa en El traspié. ¿Cómo fue esa primera lectura, en qué circunstancias, a qué edad...?

- Pues resulta que mi madre había estudiado filosofía antes de la guerra con don Eduardo Ovejero, un profesor importante de la época, que, además, era traductor de Schopenhauer. Cuando yo tenía poco más de 15 años ella encontró la edición antigua de Aguilar, con los tres volúmenes de El mundo como voluntad y representación, traducidos por Ovejero. Los compró y me los regaló. Yo entonces ya era un monstruito que leía muchas cosas (risas) y Schopenhauer tenía frente a otros autores la ventaja de ser muy claro y muy fácilmente entendible. Puede que precisamente por eso no tenga éxito en los ambientes docentes. Los profesores de filosofía vivimos de los autores difíciles, de esos que la gente no entiende y necesitan ser descifrados, pero como a Schopenhauer se le lee y se le entiende mejor que al profesor que quiere explicarlo, se le suele tener cierta tirria o se le deja un poco de lado. Yo no leí al completo esos tres volúmenes que me regaló mi madre, pero sí las partes que me parecieron más sustantivas, más interesantes. Con el tiempo llegué a Nietzsche porque precisamente era un autor que hablaba de Schopenhauer, al que dedicó un apartado de sus Consideraciones intempestivas.


- ¿Qué descubrió el joven Savater en esa lectura temprana, qué fue lo que le aportó?

- Principalmente esa idea de la voluntad como fondo de un mundo que no está gobernado por el bien. La visión de Schopenhauer es la más contraria a las visiones religiosas que existen, porque toda visión religiosa, de un tipo o de otro, parte del hecho de de que nosotros, los seres humanos, somos los malos, los pecadores, y en cambio la naturaleza, el cosmos o la idea suprema, llámese Dios o lo que sea, representa lo bueno. Si algo le irritaba del cristianismo era esa parte consoladora de que el mundo era una especie de creación de un Dios bueno, pero en cambio sí estaba de acuerdo con la tesis de que había que renunciar al mundo, ésa le parecía adecuada porque a él el mundo no le gustaba, a diferencia de Nietzsche. Todo eso a mí me interesó mucho en su día. Encontré un auténtico estímulo intelectual en la idea de la existencia de un Dios malo, tan opuesta a los principios cristianos.

 

“El que le pone condiciones a la vida es que no la ama realmente”

- ¿Y qué hay del pesimismo, del famoso pesimismo de Schopenhauer?

- Bueno, a mí el pesimismo siempre me ha parecido algo tónico, vigorizante. Lo que de verdad me deprime es toda esa gente que siempre busca razones para querer amar la vida. Me parece una actitud similar a la de quienes cuando van a comer un plato determinado tienen que encontrarlo a la temperatura deseada y están pendientes todo el rato de la motita que se le ha caído encima o de cualquier otro pequeño detalle. Eso le pasa a la gente que no tiene apetito. Los que tenemos apetito no nos fijamos en las estupideces de esos cocineros empingorotados. Lo que nos gusta es comer y precisamente por eso no estamos siempre fijándonos en el tipo de salsa que se ha puesto o en otros aspectos similares. En la vida sucede lo mismo. A mí, como soy muy vitalista, me deprimen las personas que están buscando siempre justificaciones para que el mundo esté bien. Hay que amar al mundo tal como es, con sus dolores, con sus frustraciones. El que le pone condiciones a la vida es que no la ama realmente.


- ¿Sigue estando vigente Schopenhauer? Como se pone de manifiesto en El traspié, él mismo decía que en la posteridad aguantaría 27.000 años.

- Lo decía y la verdad es que actualmente es uno de los autores que más se sigue leyendo, partiendo por supuesto del hecho de que los filósofos son siempre unas lecturas minoritarias, para nada masivas. Él es de los que siempre están presentes, no su obra entera, pero sí selecciones de la misma. Yo hablo en mi libro de la que hizo en su día el novelista Vicente Blasco Ibáñez en la editorial Prometeo, que dirigía en Valencia, bajo el título “El amor, las mujeres y la muerte”. Era un primer compendio de textos del libro Parerga y paralipómena, que se hizo muy popular y que todavía se sigue reeditando. Además, hay que tener en cuenta que Schopenhauer ha sido mucho más leído por los artistas que por los propios filósofos. Los que empiezan la carrera de filosofía comprueban que se le menciona poco, que se alude a él como una especie de pensador original, extravagante, pero en cambio la mayor parte de los creadores, sobre todo de la última mitad del siglo XIX y principios del XX, lo consideraban el filósofo por excelencia. Esa era la opinión de Proust, de Borges, de Pío Baroja... En sus textos encontraban esa visión del mundo como una apariencia que podemos reinterpretar desde nuestra voluntad, como una especie de combate permanente entre el deseo y las realizaciones. Todo eso, que luego a través de Freud se ha convertido casi en un tópico, está en el fondo en Schopenhauer. Y además de de sus ideas esenciales, Schopenhauer tiene análisis muy profundos sobre asuntos como la risa o la homosexualidad -él fue de los primeros filósofos que habló de la homosexualidad-. Hay muchos temas que son como corolarios de su obra y que están descritos con esa fuerza expresiva que tenía y que le hace tan interesante.

 

“En todas las épocas se ha tenido la sensación de que tan malo como entonces nunca ha sido el mundo”

- A través de su libro, las ideas, las observaciones de Schopenhauer resultan muy cercanas al presente. Escribía del reinado de la estupidez, refiriéndose a su época, y expresaba sus dudas sobre el buen discernimiento de las generaciones futuras. “Los hombres de mañana serán igualmente abyectos, traicioneros, lo doy por seguro”, decía. Denominaba a los políticos “males genéricos de la naturaleza humana” y criticaba su arrogancia, su rapacidad y corrupción.

- Es que si nos asomamos a la Historia nos damos cuenta de que siempre se ha creído eso y se han formulado críticas semejantes. En todas las épocas se ha tenido la sensación de que tan malo como entonces nunca ha sido el mundo. No existe una etapa en la que se haya pensado que todo el mundo era inteligente, bueno y honrado. Jamás se ha dado eso. Las quejas se han repetido una y otra vez. Borges tiene un cuento, que viene al caso, donde habla de un antepasado suyo y dice: “le tocaron, como a todos los hombres, malos tiempos en que vivir”. Ante la frecuente  impresión de haber tenido en nuestra vida la mala suerte de conocer a mucho sinvergüenza, a mucho idiota, sólo tenemos que mirar al pasado, al siglo XVI, por ejemplo, para comprobar que ese tipo de gente existió en la misma medida, que entonces tampoco toda la gente era estupenda. Y en cuanto a los políticos y la corrupción, que tanto nos escandaliza ahora, tenemos que saber que desde siempre, desde los griegos, ha habido corrupción. ¿Qué sucede, que los que están representados en las estatuas eran todos buenos y a nosotros nos han tocado los malos? Pues no, los gobernantes de las estatuas no eran tan diferentes, aunque, por supuesto, no basta con tener esto claro. Hay que conocer las variantes, las circunstancias concretas de cada época, porque el siglo XIX no es el XX ni el XXI. No lo es ni en lo que respecta a la población, ni a la economía, ni a la tecnología... Schopenhauer resulta cercano, claro. Los filósofos no piensan exclusivamente en el presente, piensan en los seres humanos. Cada pensador es hijo de su tiempo, está al tanto de las circunstancias históricas, de los avances científicos del momento que les toca vivir, pero en última instancia sobre lo que reflexiona es sobre el ser humano dentro de esas circunstancias. Y los seres humanos son muy parecidos en todas las épocas. Pueden llevar una toga como los romanos o un iPad como sucede en la actualidad, pero en el fondo se parecen mucho, y eso es lo que busca, lo que le toca al filósofo.


- Otra de las ideas de Schopenhauer es la de que la vida es hermosa para ser contemplada, pero no para ser vivida. En eso no coincide para nada con su visión vitalista.

- No, en absoluto. Yo en eso soy más de Nietzsche que de Schopenhauer. La belleza para él es la contemplación de algo que vivido no tiene ninguna gracia. Por ejemplo, pensemos en un paisaje que suele gustarnos mucho, el del mar embravecido, que es precioso, y demos un paso más allá hasta plantearnos que nos encontramos en una barca en medio de toda esa belleza. Eso ya no nos iba a gustar en absoluto. Ahí es donde se sitúa Schopenhauer, en ese disfrute del mundo que se da cuando se nos apacigua la voluntad de vivir y vemos las cosas que en él acontecen como si no fueran con nosotros. Por eso disfrutamos tanto con las tragedias que nos muestra el teatro o el cine, porque no estamos ahí metidos. A nadie le gusta que le suceda una tragedia, pero verla representada es algo distinto. Puede resultar hasta divertido.

 

- Además de Schopenhauer, ¿qué otros filósofos le impactaron en sus comienzos?

- Bueno, recuerdo especialmente La sabiduría de Occidente, de Bertrand Russell, que ha sido uno de los autores a los que he sido devoto a lo largo de toda mi vida. Este título en concreto lo leí cuando tenía 15 o 16 años. Era una historia de la filosofía ilustrada, de las que hoy son tan comunes y que entonces resultaban bastante raras. Se convirtió en una especie de guía que me acompañó durante mucho tiempo. Pero al principio lo que a mí realmente me gustaba eran las ficciones, la literatura. Yo he escrito mucho de la infancia y puedo decir que conservo bastante fuera al niño que fui, no lo tengo para nada encerrado, sino que está muy presente. Después de Ética para Amador, el libro con el que he tenido más éxito ha sido La infancia recuperada, que está dedicado a mis lecturas de entonces. Ahí está todo, poco más puedo decir.

 

Llegados a este punto hagamos un inciso y abramos las páginas del libro como quien se asoma a una ventana y ve ante sus ojos distintas escenas de un ayer que no acaba de irse, que sigue siendo presente: el niño Savater devorando historias de aventuras, del oeste, de fantasmas, de futuros soñados, sobre todo una particular temporada de la niñez en que por motivos de salud hubo de guardar cama y que recuerda como un prodigioso lapsus de felicidad. “La historia más hermosa que jamás me han contado es La isla del tesoro. Raro es el año que no la releo al menos una vez; y nunca pasan más de seis meses sin haber pensado o soñado con ella”, confiesa Savater, del mismo modo que asegura conservar a Guillermo Brown sentado en la alfombra del alma, jugando con su escopeta de corchos o chupando pensativo una enorme barra de regaliz”. Moby Dick, Veinte mil leguas de viaje submarino, El mundo perdido, de Conan Doyle, La guerra de los mundos, de Herbert George Wells, las exóticas andanzas de Sandokán y tantos otros títulos y personajes asoman en unas páginas cargadas de pasión y de enseñanzas. Por ejemplo, la reflexión sobre la audacia a partir de “La isla del tesoro” o sobre la epopeya del esfuerzo y la perseverancia, contenida en “Viaje al centro de la tierra”. Todo en la memoria del adulto consciente del nutriente de esas fuentes a las que se acercó a beber y cuyo sabor permanece intacto.

 

- ¿Los niños de hoy, con tanto ordenador, se están perdiendo todo esto?

- ¿Qué puedo decir...? Algunos de los autores que a mí tanto me gustaron se siguen leyendo, por ejemplo Jack London, pero Salgari ya no se lee, ni Julio Verne en igual medida. Puede que obras como La isla del tesoro o Los tres mosqueteros  hayan resistido el paso del tiempo, pero no los libros de vaqueros, que tanto nos encantaban por esa época. Ya no los lee nadie y ningún niño de hoy sabe quién es Guillermo Brown. El equivalente podría ser Harry Potter. En fin, cada época va imponiendo sus gustos. Tampoco vale de nada lamentarse.

 

- Al principio de la charla apareció su madre en escena. ¿Fue decisiva en su formación lectora?

- Por supuesto. Mi madre me influyó desde el momento en que era ella quien me compraba mis primeros libros y me animaba a ir descubriendo cosas. Era una gran lectora y me fue orientando. También le gustaba mucho discutir, era una polemista temible, y estoy seguro de que mi gusto por la discusión arranca de ahí. Yo discutía mucho, de todo, con ella. Era una mujer religiosa y me gustaba llevarle la contraria desde mi incipiente rebeldía. Lo hacía porque mis ideas eran contrarias a la suyas, desde luego, pero también porque me encantaba tenerla como contrincante y si estábamos de acuerdo no había discusión posible. Schopenhauer decía que el carácter es eterno y que no hay manera de modificarlo, pero el mío se ha modelado en buena medida gracias a esas charlas tan encendidas con mi madre, de eso estoy convencido (risas).

 

- ¿Qué influencia ha ejercido en su manera de ver el mundo su tierra de origen, el País Vasco, San Sebastián?

- Muchísima. Yo he sido siempre muy donostiarra y San Sebastián ha sido el lugar del corazón, la geografía a la que he estado más vinculado. Permanece en mi imaginación y no puedo estar mucho tiempo sin volver allí. Incluso en las épocas en las que lo he tenido más complicado, siempre he querido regresar. Es uno de esos sitios en los que uno se acaba reconociendo.

 

“Una enseñanza laica es básica en toda democracia”

- La ética ha sido el motor que ha movido gran parte de la obra de Fernando Savater como pensador. ¿Cree que ahora mismo, en las sociedades actuales, la ética es una asignatura pendiente?

-Bueno, en lo que respecta a mi obra, prefiero hablar de la filosofía de la acción. A mí lo que me ha interesado siempre son los motivos y los valores de la acción, la idea de que la libertad necesita motivos y hay que reflexionar a fondo sobre esos motivos. En cuanto a la segunda parte de la pregunta, lo que yo creo es que tanto la ética como la filosofía deberían ser asignaturas propias de un bachillerato laico. Considero que una enseñanza laica es básica en toda democracia; después de todo tanto la filosofía como la ética nacieron con la propia democracia, a la vez, en el mismo sitio, en la misma época. Están fuertemente vinculadas. Lo que la democracia representa en el terreno político, la filosofía lo representa en el terreno intelectual. En ambos casos se impone la idea de que el portavoz del sentido es el individuo libre y no una colectividad legendaria y tradicionalista. En España venimos de 40 años de religión obligatoria en los colegios. Hubo un momento en el que la ética fue una alternativa, pero siempre se ha mantenido la religión. Nadie, ningún gobierno se ha atrevido a romper el concordato con la Iglesia que obliga a tener la religión en las escuelas y los capellanes en mitad de los regimientos. La asignatura de Educación para la Ciudadanía nunca llegó a cuajar del todo, los socialistas la incluyeron en los planes de estudio, pero de manera muy tímida, y ahora los populares la han suprimido directamente. Eso va en contra de lo que debería ser el conocimiento y la formación de ciudadanos en una democracia moderna.

 

Otro inciso. Mirada al pasado reciente. 1991. Felipe González, al frente de los socialistas, había iniciado su tercera legislatura y gobernaba un país que ya formaba parte de la entonces denominada Comunidad Económica Europea, un país inmerso en la euforia de la prosperidad económica que tuvo su colofón un año después, con la celebración de los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo de Sevilla. ETA era entonces la  principal preocupación, el gran temor de un pueblo que se adaptaba a la imagen del éxito colectivo a raíz de un proceso de Transición modélico, que tardaría tiempo en ser cuestionado. En esas circunstancias, cuando se asumía con normalidad y complacencia una bonanza que se creía perpetua, Fernando Savater publicaba Ética para Amador un libro que se convirtió en su particular best-seller, que ha acompañado ya a varias generaciones y que sigue gozando de plena vigencia. Fue toda una sorpresa para el autor. Cómo iba a imaginar algo así de una entrega nacida de un encargo. Un encargo motivado por la ausencia de manuales de texto que diesen a los profesores las pautas para enseñar esa nueva asignatura de ética, tan esencial como compleja, que había entrado en las aulas para formar a los ciudadanos modernos, del mañana.

 

“A mí no se me hubiera ocurrido escribir una obra así, pero tenía muchos amigos y amigas que daban clases en institutos y que habían de recurrir a comentarios sobre noticias aparecidas en los periódicos para impartir la asignatura de ética. Ellos me pedían una y otra vez que hablara de circunstancias, de temas concretos, pero yo aproveché la ocasión para explicar la disciplina como yo entendía que se podía contar a un joven”, comenta Savater, quien una y otra vez insiste en que él más que filósofo ha sido profesor de filosofía. “Esos amigos docentes”, prosigue, “entendían que la ética tenía que ser transversal, que no sólo debía concentrarse en una materia, sino que debía planear, de manera difuminada, sobre todas las asignaturas, para lo que era necesario que el conjunto de los profesores se implicara aportando el ejemplo de sus propias conductas. Yo le daba vueltas a todo eso y me parecía un gran reto enseñar ética a niños que no habían leído a Spinoza, ni a Kant. Se trataba de transmitir que la ética es una cosa de cada cual, que estamos destinados a inventar nuestro destino sin segundas oportunidades, que podemos equivocarnos y cometer atrocidades, pero también, en base a los errores cometidos, ir transformando nuestras vidas e ir inventando sus contenidos. Yo no me creo que porque se impartan clases de ética en las escuelas la gente se vaya a volver buena, pero sí creo que es muy importante para el desarrollo intelectual, de la sensibilidad valorativa, de la reflexión acerca de porqué actuamos como actuamos. Con todo esas ideas en la cabeza, me puse manos a la obra y al final publiqué el libro en una editorial pequeñita de Barcelona, Ariel, sin pensar en absoluto que eso iba a tener tanto éxito”.

 

- ¿Influyó el hecho de ser padre, de tener un hijo, en el enfoque, en esa cercanía a través del diálogo que es, sin duda, uno de los grandes aciertos de la obra?

- Bueno, eso ayudó. Mi hijo entonces tenía 15 años, que era un poco la edad de los adolescentes a los que tenía que dirigirme, y se llamaba Amador, que quedaba bien para un título. Si su nombre hubiera sido Eufrasio, lo habría desechado (risas). Yo tenía miedo de ponerme demasiado doctoral, esa era mi preocupación cuando empecé a escribir. Lo que me interesaba era hablar directamente con el joven, pero no desde el punto de vista del profesor. Esa fue la gracia del libro, lo que hizo que tanta gente llegase a conectar con él.

 

- ¿Ha cambiado mucho el Fernando Savater que escribió Ética para Amador?

- Inevitablemente, espero que sí. Hay constantes que permanecen inalterables: aficiones, gustos... pero me molestaría seguir siendo exactamente igual, permanecer estático a través del tiempo como si fuera una pirámide o algo por el estilo. Yo soy una persona que lee varios libros todas las semanas; que ve películas; que disfruta en el trato con otros seres humanos. Todo eso, todas las cosas que he ido viviendo, me han cambiado, a lo mejor para bien, y espero que siga sucediendo así, sin perder de vista el paso del tiempo, claro. El envejecimiento es un proceso que no suele ser muy bueno, pero que nos transforma.

 

“La ventaja de la vejez es que nos quita lo más nocivo de la vida, la idea de futuro, y entonces se puede vivir de verdad el presente”

- ¿Qué ha ganado Fernando Savater con la edad y qué ha perdido?

- La pérdida es lo más fácil de percibir. ¡Hay tantas cosas que pierde uno con la edad! La humillación de la vejez consiste en que nos quita muchas de las cosas sin las cuales no podíamos vivir, pero precisamente también por eso es un ofrecimiento, un regalo, la demostración de que podemos vivir sin mucho de lo que considerábamos esencial. Sobre todo nos quita algo que es de lo más dañino para la vida, la idea de futuro. Cuando eres viejo ya no tienes futuro y es entonces cuando puedes vivir el presente de verdad. Esa es una ventaja. Y si tienes cierto ánimo deportivo la vejez convierte la vida en un deporte de riesgo. Todo, absolutamente todo, ya puede ser fatal y eso proporciona una emoción especial al vivir. Yo, que siempre he disfrutado de las pequeñas cosas y por supuesto de las grandes, ahora soy consciente de que debo resignarme a cultivar las pequeñas porque he perdido muchas de las grandes, algunas de las cuales, confieso, no dejo de echar de menos.

 

- Cuando escribió Ética para Amador tenía un hijo y pensaba en las enseñanzas que quería transmitirle, pero al mismo tiempo, me imagino que emergía la imagen del Savater joven, que pensaba en sus anhelos de entonces, en todo aquello que le hubiera gustado recibir a sus 15 años.

- Bueno, esa fue una de las mayores dificultades, porque cuando escribí el libro ya tenía una cierta edad, más de 40 años, e irremediablemente no me situaba ante un joven de 15 años real sino ante el que yo fui, que era algo muy distinto. Un chico de esa edad de mi época no tenía nada que ver con uno de principios de los 90 ni mucho menos con uno de hoy. Es algo muy complejo porque el proceso de maduración ha ido en aumento en muchos aspectos y en otros, en cambio, no se termina de madurar de la misma manera. La relación con las tecnologías, con las marcas comerciales, etcétera, era algo impensable en mi etapa de adolescente. Yo tenía que pasar por encima de eso, vencer esa distancia, intentar hablar al joven en lo que los 15 años tienen de permanente. Ahí sí me ayudó tener un hijo de esa edad. Fue decisivo para llegar al joven que yo fui, al que vivía en el momento presente en que escribía y quizás al del futuro. Por eso precisamente renuncié a utilizar una jerga juvenil, lo cual fue una tentación, y me decidí por un lenguaje neutro, incluso más culto de lo esperado. Si hubiera optado por el otro camino, si hubiera recurrido a las expresiones habituales en ese momento, probablemente el resultado habría empeorado, el libro se habría convertido con el tiempo en algo mucho más anticuado.

 

- Amador ya ha crecido, ha tomado, como su padre, el camino de las letras, de la reflexión. Escribe en medios de comunicación... ¿Tiene algo que ver con la persona que Savater soñó que podría llegar a ser, ha sido usted de esos padres que tienden a proyectar el futuro de sus hijos?

 

- Yo me alegro de que los intereses de mi hijo sean la lectura, el pensamiento, los problemas sociales. La verdad es que si se hubiera dedicado a broker en la Bolsa me habría gustado mucho menos, pero fuera de eso... Yo creo que la idea de padre o madre debería tener una fecha de caducidad, como los yogures. A mí me gustaba el niño. Guardo la foto del niño de 8, 9, 10, 11, 12 años... Pero ahora ese niño ya se ha convertido en un señor de 38 años, un señor con barba que me parece muy bien y al que le deseo lo mejor del mundo, pero a veces cuando estoy con él tengo la sensación de que es mayor que yo (risas). Ya no me siento como antes. Uno es padre del niño; el otro ya es hijo de sí mismo.

 

- Pero, ¿Cuál es la relación con ese señor que fue su niño?. ¿Ha mantenido con él las vibrantes discusiones que entabló con su madre?

- Por prudencia mutua mi hijo y yo procuramos mantener los temas más controvertidos fuera del ámbito familiar. Los dos tenemos mucho carácter, aunque debo decir que el mío es peor que el suyo, y si a esas ciertas cosas que siempre hay entre padre e hijo, encima le introducimos temas para el enfrentamiento, pues nos amargamos la vida y le amargamos la vida a la familia. No merece la pena, cada uno tiene sus propias ideas y nos respetamos mutuamente, aunque es inevitable que de vez en cuando haya roces sobre temas en los que pensamos de manera distinta.

 

- ¿El 15-M, por ejemplo?

- Bueno, pese a que algunos lo creyeron así, yo nunca llegué a rechazar lo que supuso el movimiento 15-M, aunque sí critiqué que se atacara a las parlamentarios en Barcelona y sostuve que eso no se podía quedar ahí, que tenía que pasar a la participación, a la acción política. Eso es algo de sentido común, que sigo pensando y en lo que el tiempo me está dando la razón.

 

- Recientemente, como una secuela de Ética para Amador, publicó Ética de urgencia, donde precisamente habla del 15-M, de las nuevas tecnologías, de las fisuras del capitalismo y la democracia, e irremediablemente de las grandes cuestiones: la libertad, la solidaridad, la muerte... ¿Qué supuso enfrentarse a la misma situación?

- Ética de la urgencia  es simplemente una conversación con jóvenes que se han educado y que han leído mi Ética para Amador de hace 20 años. Su pretensión fue ver sobre qué problemas ellos están proyectando ahora esas reflexiones éticas. No es un libro escrito sino hablado por mí con los jóvenes. La imposición del tiempo, su carácter urgente, de actualidad, tiene más que ver con los temas concretos sobre los que esos amigos que daban clases en institutos me pidieron que hablase en su día: el divorcio, la píldora, la bomba atómica. Entonces yo dije que no, que no me veía con autoridad para decir lo que se tenía que pensar sobre tales asuntos, que yo hablaría del fundamento de la ética a partir del cual se podría reflexionar sobre todo eso y sobre cualquier otra cosa. No aludí a ninguno de los problemas circunstanciales del momento y gracias a eso la obra ha durado 20 años y ahí sigue. En cambio, ahora sí, en Ética de urgencia sí se habla de las cosas que hoy están preocupando, con el convencimiento de que probablemente dentro de cinco años esos problemas, al menos algunos de ellos, ya no serán los mismos, serán sustituidos por otros.

- Fernando Savater ha escrito muchos libros de pensamiento, pero también de ficción. La ficción ha sido su debilidad, su pasión, y sin embargo, pese a ganar premios como el Planeta, no ha tenido la misma repercusión en ese territorio.

- Lo cierto es que yo, ante todo, siempre he sido un escritor. Un escritor que se ha dedicado al pensamiento, a la enseñanza de la filosofía, porque tenía que ganarse la vida, pero que siempre quiso construir ficciones, inventar historias y que nunca ha dejado de escribir novela y teatro. El problema es que esa parte se ha quedado más oculta, por decirlo de algún modo, y la gente me ha encasillado en facetas como la del autor de Ética para Amador. Ahí conseguí alcanzar ese punto tan difícil de llegar a conectar con muchísimas personas, pero tras el éxito si algo tuve claro es que eso no podía convertirse en una especie de bloqueo para el resto de mi vida. Ha sido algo estupendo, pero debo reconocer que me fastidia un poco el hecho de que cosas mejores que he escrito en el campo de la ficción no hayan sido reconocidas en igual medida, que hayan pasado más desapercibidas.

 

- ¿De los libros de ficción que ha escrito cuál prefiere?

- Hay uno de teatro, El último desembarco, que es el que más se parece a lo que yo he querido hacer siempre, y en el terreno de la novela  está Los invitados de la princesa, que considero lo mejor que he escrito nunca. Lo que tiene de bueno la ficción es que no necesitas estar exponiendo continuamente tu opinión, lo que tú crees de las cosas. Cuando me pongo a escribir de ética tengo que contar lo que pienso, pero la ficción me permite inventar situaciones y personajes con los que no tengo nada que ver, que pueden tener creencias completamente contrarias a las mías. La trama es una narración, no una argumentación, y para mí pasar del mundo de las argumentaciones al de la narración es muy satisfactorio. Con Los invitados de la princesa hice durar el proceso de la escritura un par de años porque me gustaba refugiarme un poco en la historia que estaba contando, en su mundo, en sus atmósferas. Eso es algo inusual en mí. Tengo la mala tendencia de escribir muy deprisa, empiezo las cosas con mucho entusiasmo pero a los pocos meses estoy deseando acabar y cambiar de tema. La ficción me ha impulsado a dejar atrás la prisa, pero también sucede que aquellos géneros en los que te encuentras más seguro son los que te proporcionan más placer. Por eso cuando escribo un artículo corto, que sé que me va a salir bien, estoy muy satisfecho, mientras que una novela es un reto mucho mayor, hay que esforzarse más y eso produce mayor inquietud, inseguridad.

 

- Schopenhauer, Bertrand Russell... ¿Y ahora?, ¿sigue habiendo descubrimientos o se ha quedado anclado, por decirlo así, a un autor de cabecera?

- Bueno, ahora ya estoy en la fase de las relecturas. Si tuviera que quedarme con algún filósofo, cosa que afortunadamente no sucede porque la gracia de la filosofía es que es se trata de una tradición, de una corriente en la que todo el mundo se aporta cosas, elegiría a Spinoza. Ha sido el filósofo que más me ha interesado después de esos primeros escarceos y quizás hoy, en cierta medida, mi visión del mundo se parece más a la de Spinoza que a la de ningún otro. Me lo sé mucho, bastante, pero sigo leyéndolo.

 

- ¿Y en cuanto a los filósofos actuales, de su tiempo: Sloterdijk, Morin...?

- A Sloterdijk lo leo mucho. Hemos coincidido muchas veces y yo hice el prólogo de la primera obra suya que se publicó al español. Curiosamente, nacimos el mismo año: yo, el 21 de julio y él, el 22. Nos llevamos apenas un día y yo siempre que estamos juntos hago bromas. Le digo cosas como: “Haz caso a tus mayores. Tú todavía eres joven, cuando llegues a mi edad, ya sabrás...” (risas). Me interesa mucho, sí, y he leído también a Edgar Morin, a Gianni Vattimo, que también es mi amigo. Por supuesto que estoy al tanto de mis contemporáneos, pero sucede que llega un momento, cuando se alcanza mi edad, en que uno tiende a releer a los clásicos. El problema de quienes hemos leído mucho desde jóvenes es que nos hemos acercado a los grandes autores demasiado pronto, no solamente a los filósofos sino a los grandes narradores. Si has leído Crimen y castigo  con 15 años no te has podido enterar de todo lo que encierra. Te ha impresionado, pero no tiene nada que ver con la lectura que puedes hacer años después. Y no digamos con otras obras mucho más relacionadas con la madurez como Madame Bovary. Yo ahora tengo el afán de volver a releer cosas a las que me acerqué en su momento un poco de pasada, tanto en el ámbito de la literatura como en el de la filosofía. Voy a volver a Platón ahora que ya no tengo que dar clases y que no tengo que leerlo pensando en los apuntes. Voy a leerlo por gusto, de manera relajada. Eso me parece magnífico. Y, por supuesto, en lo que respecta a la ficción, sigo muy apegado a la literatura popular, a las novelas policiacas, de terror, de ciencia-ficción. Me gusta seguir a los autores que van a apareciendo en estos géneros. El descubrimiento de Fred Vargas en Francia, por poner un ejemplo, me ha dado grandes alegrías últimamente.

 

“Haberme convertido un poco en hombre anuncio de mí mismo no deja de resultar un tanto pesado”

- Fernando Savater es un hombre de muchos matices y perfiles: profesor de filosofía, escritor, hombre de teatro y personaje público, muchas veces controvertido, polémico. ¿Hasta qué punto ese personaje ha podido llegar a eclipsar, a perjudicar a los demás?

- Sí, efectivamente. Ha llegado un momento en el que todo parece condicionado por esa imagen. A los amigos les parece bien cómo actúas y lo que dices y a los enemigos les parece mal, pero ya ni unos ni otros te hacen caso respecto a lo que verdaderamente estás haciendo. Unos te dan la razón, un poco como a los locos, porque eres amigo o porque comparten tus opiniones, mientras los otros te niegan el pan y la sal sin llegar a escucharte siquiera. Haberme convertido un poco en hombre anuncio de mí mismo no deja de resultar un tanto pesado. Lo tiñe; mejor lo destiñe, todo. Tal vez he entrado demasiado en la polémica, no he sabido resguardarme tan bien como esos autores que caen bien a todo el mundo, que son elogiados tanto por la izquierda como por la derecha. No sé. Tal vez, simplemente, han tenido más suerte.

 

- ¿Siente que determinadas polémicas le han desgastado, que han requerido demasiadas energías?

-  En momentos concretos, sí. Hay ocasiones en las que uno llega a obsesionarse demasiado y yo, que soy una persona muy colérica, muchas veces me he enfadado conmigo mismo por haber llegado a implicarme tanto con determinados asuntos. Pero, ¿cómo he podido prestar tanta atención a esto con la cantidad de cosas mucho más interesantes que hay en el mundo?, me he reprochado muchas veces a mí mismo. ¿Cómo me he centrado tanto en personas con tan poca sustancia con la cantidad de gente que hay que merece mucho más la pena?. No sé... Tal vez aquellas antiguas discusiones con mi madre tienen la culpa de este cariz polémico que me ha acompañado siempre (más risas).

 

“El nacionalismo es una de las fuerzas reaccionarias más potentes que existen”

- Uno de los asuntos que más parece irritarle es el de los nacionalismos. Y, como usted mismo ha dicho, cuesta salir indemne cuando se ejerce la crítica al respecto.

- Así es. La verdad es que no deja de sorprenderme el éxito que ha tenido el nacionalismo. Cuando se es marxista o liberal, algo de bibliografía tiene que haber detrás, pero para ser nacionalista basta con sentirte de un lugar concreto. Debe ser que las ideologías más simples, para tontos, son las que más posibilidades tienen de extenderse. En mi opinión el nacionalismo es una de las fuerzas reaccionarias más potentes que existen. Como todo el mundo sabe, ha sido fatal durante el siglo XX, desgraciadamente ha provocado cosas atroces, y lo sigue siendo en nuestra época. Es malo el nacionalismo de los grandes países porque dificulta las uniones internacionales, como estamos viendo en la Unión Europea, y por supuesto también es negativo hacia dentro porque es un elemento disgregador en nombre de supuestas identidades inmutables de los estados modernos, que están basados precisamente en el ensamblaje de lo diferente y no en la perpetuación de lo único. En mi caso, lo que sucede es que hay demasiadas asociaciones de ideas erróneas, ciertos estereotipos que funcionan y a los que mi actitud no responde. Cuesta entender que ser españolista no es ser conservador; que el nacionalismo y el separatismo son las cosas más reaccionarias del mundo aunque se tiende a relacionarlas con la izquierda. El problema son los epítetos. Yo he procurado ser siempre progresista, pero, claro, el progreso tienes que buscarlo dónde está, no donde otros han querido ponerlo. Pensemos en la República, en la Constitución republicana del año 31. Lo primero que nos dice es que en España hay solamente una lengua oficial, que es el castellano, y que las demás lenguas serán respetadas pero no consideradas oficiales. Eso no lo dijo Franco, lo dijo la República, y así muchas otras cosas. Manuel Azaña, Indalecio Prieto, y tantos otros, tenían ideas diferentes, pero coincidían en que eran españoles y no otra cosa. Pero ahora mismo han surgido personajes reaccionarios de diversas tribus que parecen ser los progresistas. Eso a los republicanos de aquella época, pienso, por ejemplo, en María Zambrano, les habría parecido una cosa bastante risible.

 

- ¿Se siente un incomprendido?

- No. Eso es un poco ñoño. Prefiero pensar que si no se me comprende será que no he sabido explicarme bien. No. No creo que la gente me tenga que prestar tanta atención. No soy un enigma de otro mundo (risas).


- Es contradictorio abrazar el nacionalismo en la época de la globalización, pero ¿no resulta la globalización igualmente dañina?

- La globalización es un hecho, el impulso del ser humano le conduce  precisamente a ir rompiendo fronteras y separaciones. La primera globalización fue la de la Iglesia Católica y hoy todos estamos conectados, todos llevamos en el bolsillo un adminículo que nos permite entablar comunicación con los lugares más remotos. Podemos enterarnos de las noticias de lo que ha ocurrido en la otra parte del mundo al minuto. Todo eso, por supuesto, tiene aspectos positivos y aspectos negativos: los capitales se deslocalizan, las empresas buscan a los trabajadores que menos cobran y que menos derechos tienen porque eso abarata sus costes. Pasó lo mismo con la electricidad, que tuvo muchas cosas buenas, pero también dio lugar a la silla eléctrica. Todos querríamos una electricidad sin silla eléctrica y una globalización sin sus aspectos malos. Pero las cosas no funcionan así.

 

- ¿Qué reflexiones le despierta la actual crisis económica?

- Para mí es una manifestación de los errores que ha habido en el sistema, de los controles que debían funcionar y no lo hicieron. Una cosa es el capitalismo de producción de bienes y otra cosa es el capitalismo de la especulación, que se ha disparado, que se ha conducido sin control. Y precisamente todo esto demuestra que los Estados son necesarios, que son ellos los que deben establecer las necesarias garantías de juego limpio. Yo siempre he creído que la socialdemocracia es el sentido común aplicado al mundo, lo que pasa es que también se ha demostrado que mucho socialdemócrata no ha sabido cómo actuar de acuerdo con sus principios.

 

“Las democracias siempre han estado en peligro, desde Atenas”

- ¿Hoy están en peligro las democracias? ¿Cómo se ha llegado a la pérdida de confianza en los políticos que existe actualmente?

- Siempre, las democracias siempre han estado en peligro, desde Atenas. Es un régimen peligroso. Juvenal ya hablaba de los males de su tiempo, que sirven también para el nuestro. La pregunta sigue siendo: ¿quién controla a los que ejercen el control? Parece que los seres humanos siempre necesitamos a otros que vigilen al vigilante. La pérdida de confianza que vivimos hoy en España se debe precisamente a que muchos controles han fallado. Y no ha sido porque no existieran sino porque quienes tenían que aplicarlos fallaron, miraron para otro lado, guiñaron el ojo... En el Evangelio ya hay una parábola en la que el capataz de una finca acuerda con los deudores bajarles la deuda para asegurarse tener amigos fuera en el caso de ser despedido. La corrupción ya existe en el Evangelio y ahora estamos viviendo eso a gran escala. Pero no nos engañemos. Los casos de corrupción llevaban un tiempo produciéndose, en estos momentos están surgiendo los responsables. Mucha de la gente que ahora se indigna es la misma que estaba contenta antes. Si llega a seguir la burbuja la mayoría seguiría igual de satisfecha con el sistema. Lo que les ha hecho despertar es que sus intereses se han visto perjudicados. En ese momento es cuando nos volvemos buenos y hablamos de la transparencia. Hay que ejercer un poco la autocrítica. Incluso los más ignorantes en estos temas, entre los que me cuento, ya sospechábamos algo de todo esto cuando las cosas iban bien. ¿Cómo era posible, por ejemplo, que hubiese tanta gente con segundas residencias, o que se pidiese hipotecas para todo, incluso para bodas y comuniones? No había que ser un genio para sospechar algo. Yo no quiero decir que todo el mundo viviera por encima de sus posibilidades. No es eso, pero sí es cierto que se creó una cierta insensibilidad y que nos parecía bien lo que sucedía: el hecho de que los jóvenes dejaran de estudiar a los 16 años para ir a servir copas a los turistas por las noches o a trabajar en la construcción. A raíz de Ética para Amador yo me pasaba los días visitando institutos para convencer a los estudiantes de que debían intervenir en política y todo el mundo se me reía en las barbas.

 

- Pese a todo, ¿tiene Fernando Savater una visión optimista del presente?

- Creo que estamos, como en otros momentos de la Historia, ante un espejo que refleja las dos caras, la buena y la mala. Hay una milonga argentina que dice que muchas veces la esperanza son ganas de descansar y yo añadiría que la desesperanza también. Hay gente que dice: “no te preocupes, que todo se arreglará solo, con el tiempo”, e inmediatamente se va a echar la siesta. Hay otros que dicen: “no hay nada que hacer y por lo tanto me voy a tomar una ración de gambas”. Ni unos ni otros hacen nada. Los que despotrican o los que celebran se quedan sin actuar. Mi visión es muy sencilla: hemos nacido rodeados de males y vamos a morir rodeados de males. A lo más que podemos aspirar es a que los males del final no sean los mismos que los del principio.

 

“Luchar contra los terroristas me ha mantenido vivo, alerta”

- Uno de los conflictos en los que más energía y más tinta ha gastado ha sido el del terrorismo etarra, del que, como tantos otros, ha tenido que protegerse... Ahora se indigna cuando se habla de proceso de paz.

- Es que yo no sé qué es eso del proceso de paz. Ha habido un grupo terrorista que, afortunadamente, gracias a las fuerzas de seguridad y a algunos que nos hemos molestado un poco, ha sido puesto en cuarentena. La paz es consecuencia de las leyes, de la Constitución, de las instituciones. Lo del proceso de paz es un invento de los etarras, que quieren sacar algo de todo ello. En cuanto a lo que yo he padecido, otros han sufrido mucho más. Lo mío fueron incomodidades, pero la vida de otros se tiñó de tragedia. Ahora, a cierta distancia, puedo afirmar que ETA me ha dado disgustos, pero también reconozco que me ha dado mucha vida. Gracias a la fuerza, al sentido de esa lucha, he mantenido la juventud más tiempo de lo debido. Luchar contra los terroristas me ha mantenido vivo, alerta.

 

- Antes hablábamos del 15-M, de la necesidad de la acción. ¿No le parece que la consecuencia más positiva de aquella explosión de descontento ha sido la movilización y la constitución de plataformas ciudadanas?

- Sí, pero las plataformas ciudadanas no son algo nuevo, las más importantes nacieron en el País Vasco como reacción contra el terrorismo. Gesto por la Paz fue de las primeras. Ahí estuvimos en un momento en el que lo peor no era que un policía te pegara con una porra un día porque se ponía nervioso. Había bastantes más peligros... No consiguieron amedrentarnos, seguimos adelante y eso fue evolucionando. Muchos de los implicados en Basta Ya pasaron a formar partidos políticos. Unión, Progreso y Democracia nació precisamente de gente que estuvo en plataformas ciudadanas. Yo continúo en sus filas porque a la hora de valorar lo que ofrecen unos y otros es el partido que menos me disgusta.

 

- El bipartidismo es uno de los problemas que impiden la regeneración democrática en España, pero la reforma de la ley electoral parece lejana...

- Así es, pero la gente en vez de estar quejándose de unos y de otros lo que debería es buscar otra cosa, que es lo que hicimos nosotros. La ley electoral no solamente no ayuda, sino que es un impedimento. Hay que convencer a los que sacan ventaja de la actual ley electoral para que la cambien y eso resulta muy difícil. Ni los grandes partidos, ni los nacionalistas, van a querer cambiar una ley que les beneficia. Más allá de las siglas de los partidos tiene que ser la ciudadanía la que siga exigiendo, cada vez con mayor contundencia, una transformación.

 

“En una democracia, políticos somos todos”

- ¿Cuál es el consejo que puede dar ahora mismo a tanto ciudadano insatisfecho?

- Intervenir, intervenir en política. En una democracia, políticos somos todos. La visión reaccionaria por excelencia es la que imagina que los políticos, buenos o malos, son como los actores que están encima de un escenario. Y no se trata de quedarse en el patio de butacas aplaudiendo o abucheando a los que lo hacen mal o gritando para que se vayan fuera. No existe esa diferencia. Nosotros también estamos en el escenario. No podemos limitarnos a silbar o aplaudir, tenemos que intervenir, buscar los cauces para hacerlo. Lo que pasa es que vivimos en una sociedad de masas y es difícil que todo el mundo se ponga de acuerdo. Una de las cosas interesantes del 15-M es que ha impulsado las asambleas. La gente se ha reunido en las plazas a debatir y se ha dado cuenta de lo complicado que resulta ponerse de acuerdo. Todos coincidimos en que determinadas políticas o políticos no nos gustan, pero es más difícil decidir qué hacer para cambiar eso. Siempre que se ha elogiado el coraje y el valor que hemos tenido en el País Vasco, yo he dicho que la virtud política por excelencia y la más difícil es la paciencia. Todos podemos ser héroes un día, salir a la calle, dar una patada a una farola..., pero lo difícil es asistir todos los días a reuniones pesadas, tomar decisiones, buscar acuerdos con otros que no te entienden... Esa es la política.

 

- ¿Cómo lleva alguien como usted la adaptación a la era digital?

- Pues la estoy llevando, como todo el mundo. Ética para Amador fue precisamente el primer libro que escribí con un ordenador y ese ordenador ya estará en el museo arqueológico. No estoy a la última en nuevas tecnologías, para nada. Siempre las he considerado medios, no fines, y doy gracias a los poderes celestiales porque nos facilitan las cosas, pero mi vida no gira en torno a ello. No tengo tiempo para dedicar a las redes sociales, por ejemplo, y de nuevo vuelvo a ver los dos lados del espejo. Todo lo que tiene tantísima fuerza es peligroso, se puede utilizar bien o mal. Sucedió con los automóviles y hubo que crear una legislación severa. Ahora tiene que establecerse una serie de prevenciones, de vigilancia, en lo que concierne a Internet. Pero hay mucha hipocresía al respecto. La gente vive en sus casas con las puertas cerradas, como es lógico, pero se escandaliza al saber que puede ser vigilada, que sus datos pueden ser controlados. Queremos sentirnos a salvo de los malos, pero no que nos vigilen... Ahora se critica a los medios de comunicación. Se dice que las empresas periodísticas están en manos de poderes financieros, pero yo me pregunto: ¿qué es google o facebook? Los grandes servidores son los grandes piratas de Internet. No todo es tan simple. Hay muchos matices, tenemos que ser ser un poco menos ingenuos con todas estas cosas, pensarlas un poco más despacio.

 

- La felicidad es un tema que ha preocupado a los filósofos desde siempre. ¿Es posible alcanzar sociedades más felices, no tan volcadas en lo material?

- La felicidad es algo personal. ¿Con qué instrumento la medimos? Hay gente que mantiene la alegría y gente que no. Ante el lucro no tenemos más que renunciar a ello. Nada ni nadie nos lo impide. La felicidad no tiene nada que ver con la sociedad y no hay que olvidar que la del presente es mucho más positiva y mejor que la de hace años: hay una cierta estructura de derechos sociales, de protección; existe libertad de expresión; podemos salir a la calle y protestar. Por supuesto que hay muchos motivos de infelicidad, de disgusto. Pero seguro que si resolvemos los actuales motivos habrá otros que ahora ni siquiera imaginamos.

 

- Tales de Mileto, mientras miraba a las estrellas, se cayó al fondo del pozo y fue visto por una sirvienta que se burló de él. “Que un simple mamífero pretenda comprender el universo resulta bastante cómico, admitámoslo”, leemos en el prólogo de El traspié. ¿Cree que los filósofos de hoy siguen mirando a las estrellas o no les ha quedado más remedio que quedarse a ras de suelo?

- Así comenzó la filosofía, con la caída de Tales de Mileto, y hoy en día los filósofos seguimos cayendo al mismo pozo. Puede decirse que es una enfermedad profesional.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

A contraluz

24 de marzo de 2014 09:39:06 CET

Un enorme abismo interior relampaguea.

Joan Brossa

 

 

 

 

 

 

 

Nunca más tendrás el silencio en ti.

Tan dentro hurgaste, escuchando el sonido

del origen, que por siempre más hondo

perdurará el fuego germinador.

 

El dolor sufrido por conocer,

crepita en la ceniza de tu mente.

Frotas una y otra vez el papel blanco

y prendes fuego, incendias la memoria.

 

Hay chispas por doquier, avanza el fuego,

salta lindes, nada podrá calmarlo,

tantos son los ojos al rojo vivo,

el universo hirviendo incandescente,

 

tantos lectores en llamas, clamando

el dolor, poeta, que tú has infectado.

Suma el dolor de otros a tu dolor

y oirás el sordo grito del cosmos.

 

 

(Versión de José Carlos Cataño)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Vicenç Altaió

Cuando volví a casa

20 de marzo de 2014 11:25:16 CET

Cuando volví a casa para el entierro de mamá

Julia había pensado en todo. Sólo quedaba

echarme a llorar, pero no lo hice. Fui directamente

a su dormitorio. Las cosas seguían

cada una en su sitio. Nuestros retratos

de primera comunión en la mesilla de noche, el gato

con los anillos de mamá insertados en la cola,

un libro del que sobresalía el marca páginas

hacia el final, su despertador de agujas al que olvidaba

darle cuerda, aunque siempre se despertó puntual

cuando hacía falta estar a una hora para algo

importante. ¿Puedo lavarme las manos? Conoces

el camino, respondió. Voy a preparar un té.

¿Quieres? Si es rojo, sí. De camino al baño

crucé por delante de mi habitación, de la que había

sido mi habitación, pero pasé de largo. Al mirarme

en el espejo comprobé que la espinilla de la ceja

me había dejado un feo cerco rojo. Con agua fría

las ideas parecen volver a su sitio. Solo que hoy

no tenía ideas que ordenar. La toalla todavía

conservaba el perfume de mamá. El de jabón

de Marsella. Mi dormitorio se había convertido

en cuarto de estudio. Con un ordenador

y unas estanterías de tek y un sofá-cama verde

botella. No estaba mal. Sencillo. Práctico. Julia

tenía buen gusto. Voy a subir

al Complejo dentro de un rato, me dijo. De acuerdo.

Puedes dormir en la cama de mamá.

Si no te importa, añadió tras unos segundos

de silencio. No me importa nada. ¿Quieres

que te prepare algo de comer antes de irnos?

Gracias, pero no tengo hambre, mentí. Cuando quieras.

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Ansón

De animales

18 de marzo de 2014 08:11:55 CET

 La hormiga persuasiva

 

            Aquella hormiga había nacido elefante. “Os voy a hacer una demostración”, dijo. Trenzó una trompa con sus antenas, ocultó un par de extremidades bajo el abdomen y comenzó a caminar sobre cuatro patas. Ni de lejos parecía un elefante, pero ella insistía en que el hormiguero no era su sitio. Quería unirse a la gran manada y sus padres le dieron permiso. “Pronto se  percatará de su error”, convinieron. Sin embargo, pasó el tiempo y como la pequeña no regresaba, se fueron a buscarla. “¡Aquí no hay nadie!”, lloraron al encontrar la llanura vacía. Ya se marchaban desconsolados cuando una trompa despuntó en la tierra. El suelo crepitó, se desgajó en enormes terrones y del fondo de la corteza, emergieron cien paquidermos. Al frente de todos, venerada como una emperatriz, la tenaz hormiga. Ella les había persuadido de las bondades de vivir bajo tierra y excavando galerías, admitámoslo, la hormiga era el mejor de los elefantes.

 

 

Cucarachas

 

            Una niña atravesó la acera de enfrente. Contaba cucarachas mirando al suelo. Extraño juego para una noche de verano, pensé y la dejé ir. Me sorprendió encontrármela al día siguiente, en otra calle y a la misma hora. La niña volvió a pasar de largo hipnotizada por sus insectos. Tan absorta andaba tras su procesión de caparazones negros que a punto estuve de atropellarla. No volví a verla en mucho tiempo. Recorrí mil veces las mismas avenidas, inspeccioné los callejones oscuros, la busqué acurrucada entre los embalajes de cartón y ayer, por fin, respiré al descubrirla en la otra punta de la ciudad. Anochecía y ya era invierno. Tirité al reconocer su liviano vestido de mangas afaroladas. La melena le ocultaba el rostro y los huesos afilaban sus articulaciones. Esta vez no pude resistirme. Me aposté a esperarla en una esquina y cuando pasó a mi altura, la sujeté por los hombros. “Suélteme por favor. Voy a perderlas”, susurró siguiendo con la vista el último bicho que sorbía la alcantarilla. “Tranquila. No voy a hacerte daño”, le dije. Su cuerpo todavía era más leve en mis manos. “Sólo quiero saber por qué persigues cucarachas”. Ella me clavó sus ojos grises. Tenía las mejillas blancas y los labios transparentes. “Como en el cuento de Hansel y Gretel”, contestó. “Sólo que en vez de piedras blancas, puse cucarachas y ahora no encuentro el camino a casa”.

 

 

Diferente perspectiva

 

“Sobre todo, que siempre sepan quién manda. Éste es un oficio de valientes”, dice el domador veterano y con ademán solemne, entrega el látigo a su hijo. Fuera de la caravana, bajo una luna de pista central, la escena se repite en la jaula de los leones. En el idioma de los leones. “Sobre todo, que siempre crean que mandan —dice el viejo felino—. Retrocede ante su fusta, atraviesa los aros y abre mucho la boca cuando introduzcan en ella su ridícula cabeza. El público aplaudirá y al fin y al cabo, hijo mío, no está mal este oficio de payaso”.

 

 

Cívica condena

 

            Las hormigas atraparon al oso que las devoraba y como eran muy civilizadas y rechazaban la pena de muerte, lo condenaron a cadena perpetua. Lástima que sus cárceles fueran tan pequeñas. Cortaron al oso en pedazos y encerraron cada trocito en una celdita.

 

 

 

DEL AMOR Y DEL DESEO

 

Esposa

 

            Él que una vez, apretando el puño, juró poseer la fuerza de comprimir el carbón para fabricarle diamantes. Él, este día de sesenta años más tarde, se yergue apenas dentro del autobús en marcha. Una mano asida a la barra vertical, la otra apoyada en el respaldo y cuando el vehículo frena en López de Hoyos con Cartagena, soltar ambas como lanzarse desde un trapecio. Es decir, confiar en que ella lo recogerá de nuevo y alcanzarán la salida. Ella que jamás le pidió un diamante por no humillar su puño.

 

 

Avisos de desastre

 

            Conocernos de otra forma. Tal vez tú demasiado viejo y yo demasiado joven. Yo fascinada por los pliegues de tus ojos y tú alentado por los pliegues de mi sexo. O mejor, yo vieja y tú de veinte. Alumno y profesora de plata a la luz de la luna. Quién sabe. Los dos ya muy ancianos o los dos tan críos que nos recordáramos hasta la muerte. Pero la pelota de tu hijo rodó hasta el banco donde yo acunaba al mío. Tu esposa te lanzó un beso desde la colina. Mi marido regresaba con el pan. Al agacharte bajo mi falda, tu mano rozó mi tobillo y abrazaste la pelota como si fuera un ancla. Yo estreché a mi bebé de plomo. Dos vidas tan conclusas que haría falta un cataclismo.

 

 

 

Chicas especiales

 

            Los otorrinos se inclinan por mujeres de laringe angosta. Los endocrinos prefieren muchachas de joviales glándulas secretoras y los podólogos adoran las damas de pronunciada bóveda plantar. Si los hepatólogos se pirran por un enfático conducto biliar y los hematólogos se rinden ante chicas de singular hemoglobina, yo que sueño con hembritas corrientes, díganme: “¿en qué especialidad debo matricularme?”

 

 

DE LA VIDA Y DEL DESTINO

 

Guerra

 

            Los soldados recogían a los supervivientes de su compañía cuando identificaron al capitán  y se arrodillaron ante él.

            —No funcionó —masculló el superior.

            —¡Pero si no está cargado, señor! —examinaron su rifle.

            —A eso me refiero —contestó el capitán—. A la buena voluntad.

 

 

Atentado

 

Que me amenazara con una navaja y que me hiciera andar hasta la parte más frondosa de Central Park; que pateara mi maletín y que me atara las muñecas a un tronco; que me arrancara las bragas y que comenzara a restregar su polla contra mi culo; que escucháramos el impacto y que el fuego avanzara veloz hasta mi oficina. Que oyéramos los gritos y que él me estuviera salvando de todo aquello.

 

 

Fe

 

            La furiosa pregunta despegó de la boca del hombre arrodillado, ascendió a través del ramaje, sorteó los picotazos de los mirlos y sobrevivió a violentas corrientes de aire. Más arriba se enfrentó a una plaga de langostas, alcanzó la exosfera, la termosfera, la estratosfera donde todo estaba oscuro y hacía frío. Incluso las estrellas que brillaban desde la Tierra se iban extinguiendo a su paso. Supo entonces que allí no había nadie. Abandonó su duda en mitad del universo, recompuso el gesto, se secó los ojos y con la misma boca que antes había gritado, besó la tierra que abrazaba el cuerpo de su hijo.

 

 

Retratos

 

            Como algo tiene que comer, el pintor trabaja para la policía. Su misión consiste en dibujar delincuentes según las descripciones que le proporcionan. Lo cierto es que le gustaría ser más indolente, esforzarse menos total para lo que le pagan. Pero no puede. Delinea hebra por hebra los cabellos encrespados por el alcohol y el desánimo. Traza las cicatrices de rostros donde nunca germinó una caricia y hasta los rictus más crueles inspiran ternura perfilados por su mano. La luz de su pincel tiempla los iris asesinos, las bocas malhechoras se disponen a hablar. La palabra compasión. La palabra fragilidad. El pintor es despedido. La policía quería retratos robot.

 

 

 

DE PADRES, MADRES E HIJOS

 

El viaje

 

            Llevaba rato sin oír a los niños y me acerqué a espiarlos. ¡Increíble! Habían construido una nave espacial con dos sillas y una sábana y se habían metido dentro. Todos los cascos eran distintos. Marina llevaba un cubo pintarrajeado; Juan, una caja de cartón y Sergio, una canasta de baloncesto puesta del revés. Para comunicarse usaban vasos de plástico. Pero hablaban y reían bajito porque temían que yo los descubriera y les obligara a abandonar su viaje. Entonces no me atreví y ahora no sé si obré bien. Se han hecho demasiado grandes y cada vez les cuesta más encontrar postura.

 

 

Hijos y casa

 

            Acabo de hacer la cama y arrugan la colcha. Esperan a que limpie el baño para encender los grifos. Dejan huellas sobre el suelo encerado. Si abrillanto las ventanas, dibujan con vaho sobre los cristales. Mientras riego los geranios, desordenan las estanterías. Una vez chamuscaron al canario. Arañan las puertas con tenedores, ensucian la ropa planchada, amputan la porcelana, escalan las cortinas y esconden insectos y tripas de perro bajo las alfombras. Por fin los hijos crecen, me llevan a la residencia y acuerdan vender de una vez la dichosa casa encantada.

 

 

Tubérculos

 

            Tía Adela no era la típica solterona. Era alegre, cultivaba su propio huerto y en la taberna, hablaba con los hombres de tú a tú. Cuando teníamos un hijo, lo envolvíamos en una toquilla e íbamos a su casa a presentárselo. Ella sonreía, posaba su mano sobre la cabeza del bebé y decía: “hermosa cebolla”. Ahogábamos la risa porque su severo glaucoma le impedía distinguir un bulbo de un niño. Así lo comprobamos cuando murió y nos hicimos cargo de sus cultivos. A la sombra de una higuera, brotaban manitas.

 

 

‘Les Luthiers’

 

            Mi padre murió sin haber visto a ‘Les Luthiers’ y a mí me remuerde la conciencia. Él los adoraba y yo nunca encontré el momento de acompañarlo. Hoy actúan en mi ciudad, he comprado dos entradas y he quedado con él en el teatro. Nos reímos a gusto. Sin embargo, aún no estoy satisfecho. Quería que mi padre presenciara la mejor de sus actuaciones, un éxito, un llenazo total. La prensa aseguró que había un asiento vacío.

 

 

Engaño

 

            “Mejor que no salga”, le dijo el doctor a mi madre. Yo sonreí pues no quería ir al cole y había puesto el termómetro en el radiador para engañarlos. Al principio estuvo bien. Todo eso de los mimos, de los tebeos y de las visitas. Pero un día, de repente, llegaron todos y me abrazaron. Desde entonces me aburro mucho en esta habitación. Mi madre no deja de llorar al otro lado de la puerta y por mucho que arrastre los muebles para que me hagan caso, nadie ha vuelto a entrar en mi cuarto. Salvo los hombres que vinieron a arreglar el radiador.

 

 

 

SÚBITOS

 

Alicia

 

            Y Alicia crecía y crecía, pero también crecía la madriguera, así que nadie se daba cuenta de lo que estaba sucediendo.

 

 

Lo normal

 

            Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé.

 

 

Amor-odio

 

Con una mano le peina los cabellos. Con la otra, recoge las hebras que caen y confecciona la soga.

 

 

La separación

 

            Él le decía adiós con la mano y ella se alejaba cada vez más deprisa. Llorando. Aquel había sido su pueblo, aquel su hombre y sobre todo, consideraba esa pérdida como un vínculo irreemplazable, aquella había sido su mano.

 

 

Inconciliable

 

            Los problemas surgen cuando por ejemplo, se desea ser clavo y madera, bailarín y asesino, monja y prostituta y uno se queda hecho pinza, torero, madre adúltera los lunes mientras los niños están en el cole.

 

 

 

DE CUERDOS O DE LOCOS

 

Tecnología 1

 

            No teme al tigre de afiladas garras, heredero del dientes de sable, trescientos kilos de peso, predador de búfalos y de jabalíes. De quien no acaba de fiarse es de su rifle: un Mauser deportivo, culata de nogal, calibre ochocientos y mira telescópica. El silencio es absoluto. El animal no huele el peligro, se pone a tiro y la mano certera del cazador aprieta el aire donde una vez estuvo el gatillo. Donde estuvo el cañón y la empuñadura. Ese compendio de tecnología que, maldita sea, olvidó contra aquel árbol cuando se detuvo a orinar. El tigre devora al hombre, pero al menos, no lo decepciona.

 

 

Tecnología 2

 

            Se inventaron unos rifles muy, muy pequeños cuya diminuta munición podía atravesar el corazón de un insecto. La precisa tecnología que requería semejante prodigio se pudo desarrollar gracias a numerosos viajes espaciales en los que de paso, se descubrió Saturno y se avistó alguna que otra galaxia. “El riflecito. Lo maneja hasta un niño y adiós bichos”, decía la publicidad. Imposible calcular el sinfín de  constelaciones que tuvimos que descubrir para alcanzar el sincretismo del actual matamoscas.

 

 

Costumbres

 

            Cuando me gusta un pantalón me compro dos por si se me rompe. Tengo cuatro felpudos con cuatro copias de la misma llave y de pequeño, certificaba la carta a los Reyes Magos. No me gustan las sorpresas. Soy un hombre de hábitos. La semana pasada se me rompió la tele y fue una tragedia. Vinieron unos hombres y se la llevaron. Yo la besé antes de despedirme. “Abra un libro en su lugar”, me aconsejaron. Yo les hice caso. Abrí el Quijote y lo coloqué en el hueco del armario. Ya me voy acostumbrando.

 

 

Razón y deseo

 

            Por la mañana, sopló un diente de león; por la tarde, lanzó un euro a la Fontana de Trevi y por la noche, dispuso sus zapatos en el alféizar. Antes de acostarse, temeroso de que su boca revelara el secreto, temeroso de que sus manos se lanzaran a recuperar la moneda, temeroso de interceptar con su mirada a los emisarios de la noche se arrancó la lengua y las manos. Si fuera un cuento perfecto, también se hubiera arrancado los ojos. Por suerte, nada lo es.

 

Escrito en Lecturas Turia por Isabel González González

Nelly Sachs. Antología poética

14 de marzo de 2014 08:07:23 CET

Los hitos más importantes en la vida de Nelly Sachs son su nacimiento en Berlín el 10 de diciembre de 1891 en el seno de una familia judía, un experiencia amorosa entre 1908 y 1910 que influirá poderosamente en su obra, la ayuda de Selma Lagerlöf que le permite escapar a la persecución nazi en 1939, el exilio sueco que permite la creación de lo mejor de su obra, comienzo de la correspondencia y amistad con Paul Celan en 1957, el reconocimiento constante de la misma desde 1958 por importantes premios suecos y alemanes y la admisión en diversas Academias, la recepción del Premio de la Paz en Frankfurt en octubre de 1965 y la del Premio Nobel el 10 de diciembre en 1966. Murió el 12 de Mayo de 1970.

La poesía completa de Nelly Sachs, que se publicará en mi traducción en la editorial Trotta, es una obra muy compleja, no sólo por su tema, sino por su resolución. Se trata del tema del holocausto, el exterminio de los judíos europeos por parte del régimen alemán nazi. Sobre este tema ya se conoce la frase del filósofo Theodor Adorno que escribir poesía después de Auschwitz es algo bárbaro. Precisamente han sido dos poetas judíos, Paul Celan y Nelly Sachs, amigos en la segunda mitad de su vida, los que han dado respuesta con sus obras a la afirmación del filósofo. Y la respuesta no ha podido ser más grandiosa desde el punto de vista estético y moral.

En el caso de Nelly Sachs, 1891-1970, esa respuesta surge de la propia experiencia de huida obligada de los nazis, que le lleva al exilio en Suecia para el resto de su vida, así como de la memoria de la historia de exilio y retorno del pueblo de Israel, de la superación de la catástrofe, de la metamorfosis de la destrucción. El título general de su obra es literalmente: “Viaje adonde el polvo no existe”, que yo he traducido por “Viaje a la transparencia”. La búsqueda de esa transparencia, de esa resurrección, de ese nuevo estado tras el que la crisálida del dolor logra una nueva vida, cuyo orden entre las estrellas del creador nadie sabe, es una búsqueda por amor, una búsqueda de amor. Y ese amor que emana constante de cada verso de su poesía lo expresa Nelly Sachs como San Juan de la Cruz por los caminos que no se conocen. Nuevas combinaciones de todos los elementos de la expresión sentimental humana se unen a los más inesperados elementos cósmicos, a los más sensibles de la naturaleza, con los más significativos de la historia del pueblo judío, en una sorprendente taracea de palabras que nunca habíamos oído así, en esas relaciones, mostrando que es el viaje del poema, la búsqueda de la nueva expresión,  lo que lleva a la transparencia, su  expresividad es la crisálida del polvo para la nueva existencia. Esa nueva expresión necesita del constante recuerdo de todas las existencias anteriores, de sus debilidades, de sus limitaciones, de su pasión y su dolor y de sus olvidos; es la memoria en la nueva expresión lo que abre no sólo el ensueño de la nueva existencia, sino la conciencia del sentido de las otras y sus amarguras como viaje a la transparencia, es decir a la trascendencia incógnita y sin embargo evidente de nuestra polvorienta significación. El poema que inicia esta pequeña antología de su obra lo resume muy bien 

 

QUIÉN SABE, donde están las estrellas                                                            

en el orden de gloria del creador

y donde comienza la paz

y si en la tragedia de la tierra

la agalla del pez arrancada con sangre

está determinada

para completar la constelación

Martirio con su rojo rubí,

a escribir la primera letra

del lenguaje sin palabras –

 

Sin duda posee amor la mirada

que a través de los huesos va como un rayo

y acompaña a los muertos

más allá del aliento –

 

pero dónde los rescatados

deponen su riqueza

es desconocido.

 

Las frambuesas se delatan en el más negro de los bosques

por su olor,

pero el peso del alma dejado por los muertos

no se delata a ninguna busca –

 

y puede sin embargo temblar

alado entre hormigón y átomos

 

o siempre allí,

donde un lugar para latidos

había sido olvidado.

 

QUÉ BUSCAS huérfano

sintiendo aún en la tierra

la era glacial de tus muertos –

las azules lunas

aclaran ya la noche extrajera.

 

Más rápida que el viento

mezcla  la muerte las cartas negras

tal vez un arco iris

desprendido de las escamas del pez

cerró ahora los ojos de tu padre,

sal marina y lágrimas

en la venda de muertos transitoriedad.

 

¿Tal vez

el beso omitido de la madre

descansa en el bramido de polvo

de la garganta del lobo?

 

El verdugo

en las tinieblas cargadas de culpa

ha escondido su dedo profundamente

en el pelo del recién nacido

que ya hace brotar años luz

en cielos no soñados.

 

De la tierra la lengua de ruiseñor

canta

en tus manos – huérfano –

que buscan

en el adiós que se volvió negro

de la arena

 

lo amado buscan

 

que hace  tiempo

desapareció

de dientes de estrellas

aserrados cortantes –

 

TIERRA, VIEJO PLANETA, tú mamas de mi pie

que quiere volar,

oh rey Lear con la soledad en los brazos.

 

Hacia dentro lloras tú con ojos de mar

los escombros del sufrimiento

en el mundo del alma.

 

En tus rizos de plata millones de años

la corona de humo de la tierra, delirio estrellado

en el olor del incendio.

Y tus niños,

 

que ya arrojan tus sombras de muerte,

pues tu  giras y giras

sobre tu lugar de estrellas,

mendigo de la vía láctea

con el viento como perro de ciego.

 

UNA RÁFAGA DE VIENTO

con los alientos de los muertos.

El pescador de caña saca el pez de plata

a través de la sociedad verdadera de los ángeles.

 

Oración de las agallas sangrientas.

 

Pero en el oficio divino

duermen las mujeres ancianas

a pesar del perfume de lavanda

y de las letras que salen ardiendo

y les consumen los ojos.

 

EN LA LEJANÍA AZUL,

donde camina el rojo manzanal

con pies de raíces que suben al cielo,

se destila el anhelo

para todos los que viven en el valle.

 

El sol que yace al borde del camino

con varitas mágicas,

ofrece parada a los viajeros.

 

Los que se detienen

en la pesadilla de cristal,

mientras el grillo araña finamente

lo invisible

 

y la piedra bailando

cambia su polvo en música.

 

Y NOSOTROS, que pasamos

por todas las hojas de la rosa de los vientos

una grave herencia hacia las lejanías.

 

Yo aquí,

donde la tierra ya se vuelve sin rostro,

el polo,

de la muerte blanca succión de abeja

en el silencio blancas hojas hace caer,

 

el alce,

asomándose a través de cortinas azules,

pálido huevo de sol empollado

lleva entre sus paletas –

 

aquí, donde el tiempo de mar

se disfraza con máscaras de hielo

bajo la llaga helada

de la última de la estrella

 

aquí en este lugar

depuse yo los corales,

los sangrantes,

de tu mensaje.

¿SON TUMBAS respiros para el anhelo?

¿Suave columpiar en los aros de estrellas?

Agonía en la sombra de la noche,

antes que toquen las trompetas

a la ascensión de todos,

a la vida los podridos granos de semilla?

 

Suave, suave,

mientras los gusanos

devoran los astros de los globos oculares.

 

TRANSMORIR como el pájaro el aire

hasta en el alma del bosque

que se estrecha en la violeta,

hasta en la agalla sangrienta del pez

música de pena y fin del mar –

 

Hasta en el volverse tierra

detrás de la mueca de delirio

donde la fuente con la salida subterránea

tal vez corrió detrás del lecho de dolor

de las lágrimas.

 

EN EL CREPÚSCULO MATUTINO,

cuando la moneda de la noche acuñada de sueño

se voltea

y costillas, piel, ojos

son llevados a su nacimiento –

 

el gallo con la cresta blanca canta,

llega el terrible momento

de la pobreza sin Dios,

se alcanza una encrucijada  –

 

Delirio se llama el tambor del rey –

Sangre sosegada corre –

 

¡NO SÓLO PAÍS es Israel!

De la sed en el anhelo,

de la raíz de medianoche calentada al rojo

a través de las puertas del cereal del campo

hasta los espíritu-azules bebedores de aliento

detrás de la gracia de azucarado brazal* de ciego.

Alas de la profecía

en el hombro de arena del desierto.

Tus pulsos cabalgando en la tormenta nocturna,

los pies de bronce

de tu montaña que resopla eternidad

galopando

hasta en la espuma blanca como leche

de las oraciones de los niños.

 

Los circulares meridianos de tus huellas

en la sal del pecado,

tus verdes raíces de bendición adormecidas

en el martirizado cielo del desierto,

la abierta herida de Dios

en el plumaje del aire –

 

¡TARDÍO PRIMOGÉNITO!

Con la pala llegado al hogar

a lo no excavado,

no carpinteado,

sólo en la línea,

que corre de nuevo

a través de la sinagoga del anhelo

de muerte a nacimiento.

 

Tu arena de nuevo,

máscara de oro de tu desierto,

ante un cielo combado hacia abajo

por las luchas de los ángeles,

ante los frutos ardientes

de tu noche que habla a Dios.

 

Tardío primogénito,

rosa de sal,

con el sueño de los nacimientos

como un oscuro pámpano

colgando de tu sien...

 

TODAVÍA MEDIANOCHE en esta estrella

y los ejércitos del sueño.

Sólo algunos de los grandes desesperados

han amado tanto

que saltó el granito de la noche

ante la cornamenta que corta en blanco de su rayo.

 

Así Elías; como un bosque con raíces arrancadas

se levantó bajo el enebro,

pulió, sangría de un pueblo,

sangrientas piezas de anhelo detrás,

siempre pegado a su gravedad el dedo de ángel

como un rayo de luna que sorbe cansancio,

abismos llevando hacia casa –

 

¡Y Cristo! En la cruz del fervor

sólo inclinada cabeza –

colgando la mandíbula,

con la roca:

Basta.

 

AQUÍ OS HAGO PRISIONERAS

palabras

como vosotras deletreándome hasta la sangre

me hacéis prisionera

vosotras sois los latidos de mi corazón

contáis mi tiempo

ese vacío designado con un nombre

 

Déjame ver al pájaro

que canta

si no creo que el amor iguala a la muerte –

 

DELANTE DE MI VENTANA

el pájaro que chirría

ante la ventana  seca

el pájaro que chirría

Tú lo ves

lo oyes

pero distinto

yo lo veo

lo oigo

pero distinto

 

en el mismo sistema solar

pero distinto

 

EL PANTANO DE LA ENFERMEDAD

tira hacia abajo

Fuegos fatuos dicen no al día

La noche bosteza de misericordia

Morir juega bien ramificado –

 

Cada rincón con el mal caduco recibe

con brazos oscuros

Negro es el color preferido del suplicante:

Ven y regálame sueños –

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Reina Palazón

Reglas de la madriguera europea

13 de marzo de 2014 08:08:12 CET

En un angustioso relato llamado “La construcción”, Franz Kafka nos narra la historia de un innominado animal —¿un topo?, ¿un ser humano?—, obsesionado por construir bajo tierra una guarida inexpugnable frente al mundo exterior. Lo trágico del asunto reside en que cuanto más segura se siente esta criatura en su confortable madriguera, más se cierra toda posibilidad de salida. ¿No es esta una buena metáfora del espacio político de Occidente y de sus gobernantes, obsesionados por seguir construyendo “casas” (patrias o Estados–nación) que la historia ha convertido en trampas mortales? Al final, cuando se trata de la seguridad, el interior de la madriguera no es mucho mejor que el exterior, y no se puede trazar una línea clara separándolos por mucho que se intente.

No es ninguna casualidad que esta sugerente metáfora kafkiana aparezca comentada  en Europa, una aventura inacabada, obra que originalmente vio la luz en el año 2004 y que es, hasta el momento, una de las últimas obras —junto con Ética posmoderna (Siglo XXI)— de Zygmunt Bauman traducidas al castellano. Un ensayo, cuando menos, oportuno, aunque a decir verdad también sirva al sociólogo polaco para reformular o ampliar algunas de sus viejas tesis acerca de “la modernidad líquida”, el uso político del miedo (“El miedo se ha convertido en el perpetuum mobile del mercado de consumo y, por tanto, de la economía mundial”), la hospitalidad o los contraproducentes peligros de la obsesión por la minimización de riesgos. Una idea esta última que se repite insistentemente en casi todos los libros de Bauman. Y un proceso que Europa ha llevado hasta sus últimas al abrigo del proceso de modernización y en detrimento de su propia herencia cultural de cuño ilustrado. De ahí la recurrente contraposición entre las visiones contrapuestas de Hobbes y Kant (eso sí, muy pasado por la “turmix” habermasiana) que atraviesa la obra. El desafío de Europa hoy, escribe Bauman, pasa por cambiar ese mundo cerrado hobbesiano en el que “el hombre es un lobo para el hombre” en otro inspirado en Kant en el que la Humanidad pueda asociarse pacíficamente a través de asociaciones más justas.

Evidentemente, a la hora de hacer política Bauman es decididamente más partidario del modelo europeo kantiano de la paz perpetua que del hobbesianismo norteamericano. Como buen jardinero, para él el mundo no es una jungla donde reina la violencia y se necesita urgentemente introducir orden, sino una especie de invernadero universal donde la política constituye el arte de crear un clima común en la medida de lo posible. El pacifismo teórico de Bauman rechaza, pues, de plano todas esas posiciones que, como las de Robert Kagan, defensor del unilateralismo realista estadounidense, consideran que el viejo continente sigue soñando en un paraíso poshistórico idílico de paz y relativa prosperidad. Una argumentación que defiende la necesidad de ejercer el poder en un mundo anárquico en guerra en donde las leyes y normas internacionales no son fiables y la seguridad, defensa y promoción del orden liberal todavía dependen de la posesión y el uso de la fuerza militar. Frente a esto, replica Bauman, los beneficios que obtendrán los jugadores de ese combate continuo serán endémicamente inseguros, “sin apuntar en la suma el precio que en vidas humanas que se está pagando en nombre de su defensa”.

 Al hilo de esta preocupación por la extensión de la lógica del estado de excepción como panacea de la seguridad, tampoco es raro que Bauman, avanzado el libro, deje progresivamente en un segundo plano el problema concreto del futuro ideológico de la construcción europea para reflexionar sobre algo que sin duda le preocupa mucho más: la paulatina pero al parecer irrefrenable erosión del Estado del bienestar en el mundo de la globalización. Dadas estas premisas, siguiendo su análisis, en nuestras sociedades el lenguaje del derecho pasa a ser relegado a un segundo plano en beneficio de la paranoia de la seguridad. Por ello puede comprenderse la preocupación de un “judío errante” como él respecto a la actual crisis de valores de la actual construcción europea. Como se afirma en Europa, una aventura inacabada, la locomotora europea no puede impulsarse meramente por políticas económicas o burocráticas forjadas desde el valor absoluto de la seguridad y el miedo, sino por una estrategia cultural de grandes miras siempre consciente de sus raíces, de su rica herencia y de sus expectativas universalistas y mediadoras. Bajo este prisma puede afirmarse que Europa ejemplifica el dinamismo movilizador de la nueva sociedad “líquida”: durante dos mil años no ha dejado de progresar, de realizar su autocrítica, transcendiéndose por medio de la exploración y la experimentación.

Bauman coincide aquí con otros diagnósticos recientes, como el de Peter Sloterdijk en Si Europa despierta, en interesarse más en comprender la idea europea como un laboratorio experimental de diversidad, transferencias y traducción que como una identidad fija. En lugar de reconstruir sus raíces perdidas en el tiempo, ambos se preguntan por los criterios utópicos que han movido a Europa a actuar como unidad en la historia. Y si algo ha definido al espíritu europeo, según Bauman, ha sido su inveterada creencia en formas políticas alternativas a la autoafirmación de la supervivencia nacionalista, al miedo o al estado de excepción. En los momentos de mayor desconcierto Europa no ha dudado nunca en reflexionar sobre su identidad. Todavía Husserl, como funcionario de la Humanidad, apelaba a la idea de Europa como cabeza rectora y a la reconstrucción de un proyecto universal de racionalidad. Hoy para Bauman la irrefrenable emergencia del multiculturalismo, la paulatina erosión interna de los valores fundamentales europeos y la preponderancia militar y cultural de Estados Unidos obligan al viejo continente a realizar un inédito inmisericorde ajuste de cuentas con su pasado. Una difícil encrucijada en la que el futuro sólo puede atisbarse a través de una revisión sosegada de sus pilares ideológicos.

Aunque el diagnóstico de Bauman deja entrever un cierto optimismo por el futuro, también señala que, lamentablemente, en el paso de la modernidad a la posmodernidad, Europa ha cedido con gusto su papel de protagonista en el guión universal y, en esa medida, perdido su vieja misión de universalidad cayendo en la abulia o, casi peor, en una complaciente autoculpabilización masoquista. Si en algo se ha especializado Europa a lo largo de su historia ha sido en ofrecer soluciones globales para los problemas sociales locales. Tampoco hay que olvidar que los intentos de definir Europa, de convertirla en problema, surgen en el momento en el que este sistema de Estados se observa a sí mismo no ya como un marco cerrado geográfico, sino como una unidad móvil de traducción de la diversidad. “Fue en Europa, donde los seres humanos se distanciaron por primera vez de su propio modo de ser-en-el-mundo y por tanto lograron autonomía de su propia forma de humanidad”. Europa, como se dice también en otro momento del ensayo, inventó las naciones; ahora es el momento de inventar la Humanidad. Una aspiración, podrá convenirse, muy alejada del escenario actual, donde, desgraciadamente, por decirlo en palabras del propio Bauman, “la lógica del atrincheramiento local” prima sobre toda “lógica de la responsabilidad-aspiración global”.

 

Bauman, Zygmunt, Europa, una aventura inacabada, traducción de Luis Álvarez-Mayo, Madrid, Losada, 2006.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

La natación y el aire

11 de marzo de 2014 08:10:54 CET

En eras primitivas,

cuando el verbo aguardaba sumergido,

los peces respiraban a través de una vesícula

que era a la vez timón, brújula y bronquio,

fuente del equilibrio natatorio

y del aire disperso por el agua.

Hoy perviven, mermadas en las profundidades,

unas pocas especies que la emplean.

 

En nosotros también resiste un testimonio:

¿quién no ha sentido, en sueños, que volaba

como si diera brazas en el mar?

Al dormir, respiramos con el órgano

extraño que los peces han perdido,

el mismo que alza a flote las imágenes

y el ritmo del pulmón decide el vuelo

-su altura, su sentido, sus virajes-

y sudamos en busca de un líquido remoto

y levamos el cuerpo como quien muta en pájaro.

 

Mientras esto suceda, mientras haya

sueños y voluntad de reflotarlos,

memoria y reflexiones abisales,

fusiones de elementos y de ciclos,

vivirá la poesía. En el futuro

volar será nadar con más conciencia.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Neuman

Siete inviernos

10 de marzo de 2014 11:58:00 CET


 

Recuerdos de

una infancia dublinesa

 

 



EL CUARTO DEL BEBÉ

 

Mi habitación infantil de la Plaza Herbert, el cuarto de estar que tenía debajo y el comedor de la planta inferior bañaban en la acuosa luminosidad que desprendían los reflejos del canal. Llenaba la casa, durante la mayor parte del día, el zumbido cantarín del aserradero del otro lado del cauce, acompañado del olor a madera recién cortada. Por encima de la valla baja y alquitranada que recorría el ribazo en la orilla opuesta sobresalían pilas de leños que aguardaban la sierra. Las gabarras que avanzaban lentamente arriba o abajo del canal, y que desaparecían en las esclusas para emerger después de ellas, abastecían el depósito de madera. No pasaban demasiados coches por delante de nuestra puerta, pero de uno y otro extremo de la Plaza Herbert llegaban, intermitentes, el sonido de la campanilla y el rumor sordo de los tranvías al cruzar los puentes.

La Plaza Herbert miraba al este: para el mediodía el sol de invierno había barrido ya las habitaciones de la fachada, abandonándolas a los reflejos verdigrises y a la luz de la lumbre, que ganaba en resplandor a medida que caía la tarde.

Mi habitación ocupaba toda la anchura de la casa. Ésta, al encontrarse en la parte de arriba, tenía ventanas bajas, y se habían colocado unos barrotes que las atravesaban para evitar que me cayese. De las paredes, de un azul grisáceo, colgaban algunos cuadros, y de dos de ellos me acuerdo claramente —eran portillos a una segunda y más amenazadora realidad—. El primero, creo yo, tuvo que haber sido escogido por su tema heroico en los tiempos en que mi madre aún esperaba tener un Robert: era Casabianca enfrentado al fuego.* El muchacho se mantenía de pie, extasiado, en el puente en llamas. En el otro, un bebé en su cuna de madera flotaba sonriente en una inmensa riada mientras tendía las manos a un gato que montaba guardia sentado muy tieso sobre la colcha a los pies de la cuna. De la solitaria extensión de agua sobresalían a su alrededor únicamente las puntas de los gabletes, las chimeneas y los árboles. La serenidad del gato y del niño pretendía descartar de la escena, supongo, toda idea de desastre. Pero a mí me provocaba una ansiedad constante —¿qué sería de la cuna en un mundo en que todos habían perecido ahogados?—. De hecho, esos dos cuadros me imbuyeron un larvado temor a los desastres —incendios y avenidas—. Tenía miedo a quedar aislada en un edificio alto, y, a mis ojos, la certeza de que las aguas muy pronto correrían crecidas echó a perder el hermoso sonido de la lluvia. Atenta siempre al instante fatídico, solía trepar a una ventana para cerciorarme de que aún no estaba sucediendo nada. (Más tarde, cuando vivía junto al mar en Inglaterra, padecí igual pavor a un golpe de mar.) Por lo demás no era yo una niña nerviosa —y de haber adivinado mi madre que aquellos cuadros excitaban mi imaginación no hay duda de que los habría retirado.

Aparte de Casabianca, que estaba allí para espolear mi audacia —pues mi padre y mi madre, como todos los angloirlandeses, entendían la valentía al margen del contexto, como un fin en sí misma—, mi habitación había sido planeada para inspirar sosiego. Y quietud destilaban ciertamente «Los ángeles anunciadores» desde su marco dorado y negro —una nube de serafines que surcaba un paisaje nevado, iluminando los alzados semblantes de los pastores—. Recorría la habitación, bajo los cuadros, un rodapié con escenas de canciones infantiles. Yo espiaba las figuras a través de los barrotes de mi cuna, y mi madre me decía sus nombres. Mi madre se mostraba desenvuelta al tararear la musiquilla de las rimas para niños, pero reservada al relatar cuentos de hadas. No quería, explicaba, que creyese en las hadas por temor a que las tomara por ángeles. De ese modo, cuando oía hablar de hadas por otras fuentes, yo pensaba que eran frívolas y ostentosas y (vaya usted a saber por qué) de origen alemán. De las hadas irlandesas no supe nada de nada. Los temores de mi madre a que yo quedara confusa eran bastante infundados, ya que tras haber visto imágenes, tanto de hadas como de ángeles, yo distinguía a las unas de los otros por la forma de las alas —las alas de las hadas eran siempre como las de las mariposas, mientras que las de los ángeles tenían la hechura y el plumaje de las de las aves—. La sonriente, embriagadora y emplumada presencia de los ángeles me era constantemente sugerida —si me hubiera dado por girarme lo suficientemente rápido quizá hubiera sorprendido tras de mí a mi propio Ángel de la Guarda—. Mi madre deseaba que sintiera cariño por los ángeles, y en efecto me atraían.

No obstante, me alegraba no molestarles, cosa que pensaba que ocurriría si lograba verles. Me contentaba con lo que ya me resultaba posible ver —el aire a mi alrededor no estaba surcado por seres sobrenaturales, sólo por pájaros—. Los gorriones de Dublín permanecían juntos unos instantes, con brioso y estremecido porte, en los barrotes de mi ventana. Eran pájaros de invierno, con el plumaje tan redondamente alborotado que necesariamente debían contar con plumas extra para protegerse del frío. (En la casa de verano, en el condado de Cork, aprendí los nombres de las aves canoras, pero se pasaba por alto a los gorriones.) Otra diferencia invernal de la Plaza Herbert era que las gaviotas recorrían el canal en vuelo raso y pasaban como un relámpago por delante de los cristales de mi ventana. Oí decir que las arrastraban tierra adentro las tormentas que les enfurecían y encrespaban el mar. «Pobres gaviotas» —aunque no parecían pasarlo mal: posadas en parejas y tríos sobre las pilas de leña abrían y cerraban gallardamente las alas.

Si hubiera podido ver los muelles de Dublín como por fuerza debí verlas a ellas tendría más recuerdos de gaviotas. Sin embargo, entre las verjas del Trinity College y el punto en el que surge del puente la calle Sackville hay una opacidad o laguna en mi memoria. Apenas diviso, a través de un velo de niebla, la columnata del Banco de Irlanda, que un día fuera nuestro Parlamento. Nunca me desagradó la vista de la calle Sackville, pues me habían dicho que era la calle más ancha del mundo. Igual que el parque Phoenix, verdigrís en la distancia, más allá del Zoo, era el mayor parque de la Tierra. Estos superlativos me gustaban casi demasiado: mi primer orgullo de casta se vincula a ellos. Y la muy endémica vanidad que me inspira mi propio país se fundó, durante algunos años, en un error: mi mal oído para las vocales y la mal articulada y precipitada forma angloirlandesa de hablar hicieron que las palabras «Irlanda» e «isla» me parecieran sinónimas.* De ese modo, todos los demás países completamente rodeados de agua habían tomado (al parecer) su nombre genérico del nuestro. Resultaba bonito vivir en un país que era un prototipo. Inglaterra, por ejemplo, era «una Irlanda» (o una sub-Irlanda) —una imitación—. Después me enteré de que Inglaterra no era siquiera «una Irlanda», ya que no había conseguido desprenderse de los flancos de Escocia y Gales. Vagamente, como niña unionista, imaginé que nuestra cortesía con Inglaterra tenía que ser una forma de conmiseración.

En este mismo sentido, tomé a Dublín por modelo de ciudades, del que había, dispersas por el mundo, distintas imitaciones.

 

 

 

[NOTA BIOGRÁFICA]

 

Elizabeth Dorothea Cole Bowen, nacida en Dublín, Irlanda, el 7 de junio de 1899 y fallecida el 22 de febrero de 1973, hija única de padres protestantes —descendientes de la seudoaristocracia creada por Oliver Cromwell tras la guerra civil inglesa—, es una escritora de impecable estilo que destaca por sus penetrantes y delicadas descripciones, llenas de ternura e ironía.

Se educó entre la alta burguesía angloirlandesa, principal destinataria de sus escritos. Su infancia, descrita como un «friso de mármol blanco» por su tersa pulcritud, se ve zarandeada no obstante por el ingreso de su padre en un hospital psiquiátrico de Dublín a consecuencia de una depresión nerviosa, de la que no se recuperaría hasta 1912, y por el fallecimiento de su madre ese mismo año, víctima de un cáncer, episodios ambos que agravarían el acentuado tartamudeo de Elizabeth y marcarían su vida futura.

Tras casarse con Alan Cameron se instala en Old Headington, cerca de Oxford, en cuyos círculos literarios trabará amistad con Virginia Woolf y Rosamund Lehmann. Durante la Segunda Guerra Mundial trabajó en el Ministerio de Información inglés, vicisitud que trasluce en The Heat of the Day (1949). Al morir su marido, tras casi treinta y cinco años de matrimonio —cuya solidez no se vio afectada por las infidelidades de ella, que tuvo, según declaración de su biógrafa Renee C. Hoogland —en A Reputation in Writing (1994)—, una serie de aventuras «principalmente con hombres, pero ocasionalmente también con mujeres»—, publicará A World of Love y se dedicará a recorrer mundo, en particular los Estados Unidos.

En 1971 se le diagnostica un cáncer, del que morirá dos años más tarde, dejando inacabada una autobiografía —Pictures and Conversations, que se publica en 1974.

Su carrera literaria, de contenidos marcados tanto por el amor y la sexualidad como por el impacto de las dos guerras mundiales, había arrancado en 1923 con la publicación de un primer libro de relatos cortos (Encounters, donde se recogen sus colaboraciones en la gaceta del Saturday Westminster), pero se afirmó como novelista cuatro años más tarde con The Hotel, cuya fuente de inspiración fueron sus impresiones como institutriz de sus primos, aún niños, durante una estancia en un parador italiano. A estas obras les seguirían muchas otras (To the North (1932), The Cat Jumps (1934), The House in Paris (1935), y The Death of the Heart (1938), cuya refinada trama de inocencia traicionada vertebra la que se considera una de sus mejores novelas. Cabe citar también Ivy Gripped the Steps (1946), The Heat of the Day (1949, una novela de espionaje), y las tardías The Little Girls (1964) y Eva Trout (1969).

 

(Fragmento del libro Siete inviernos. Recuerdos de una infancia dublinesa, de Elizabeth Bowen. Traducido por Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar, será publicado por la editorial Pre-Textos)



*              El 1 de Agosto de 1798 se libró en la bahía de Abukir uno de los episodios más famosos de las Guerras napoleónicas: la «Batalla del Nilo», en la que el almirante Nelson obtuvo una decisiva victoria sobre las tropas francesas comandadas por el almirante Brueys d’Aigalliers. A las diez de la noche, en lo más furioso de la refriega, explota el Orient, buque insignia francés al mando del comodoro Casabianca, tras haber llegado a la santabárbara las llamas provocadas por los cañonazos. La deflagración siega la vida de un chiquillo de diez años, atónito ante el espectáculo: el hijo de Casabianca. Poco después, la poetisa inglesa Felicia Hemans (1793-1835) conmemoraría esa cándida heroicidad en una balada —«Casabianca»— cuyo primer verso es justamente la frase con la que Elizabeth Bowen recuerda la fascinación del chico. (N. de los t.)

*              «Ireland» y «island» se pronuncian casi igual. (N. de los t.)

Escrito en Lecturas Turia por Elizabeth Bowen

El aleteo de la piedra

10 de marzo de 2014 08:59:09 CET

Sala en negro. Día de examen. En algún lugar invisible se sortean las preguntas. La secuencia se repite cada vez que el tribunal plantea la pregunta clave. Esto es lo que sucede bajo el foco que de pronto se enciende:
El jardín está dispuesto sobre una bandeja que el gigante de la noche sostiene con ambas manos. Sus musculosos brazos son como  dos montañas negras, como dos hitos que lo sostienen y lo enmarcan al mismo tiempo.
En mitad de su frente, el único ojo del gigante es un nido de luz que se deshace, una espiral de estrellas. Y la espiral mira al jardín envolviéndolo en un hechizo.
Bajo el encantamiento, las piedras que forman el jardín son presencias huérfanas, aisladas unas de otras.

Entonces, la espiral del ojo se pone a escribir, el viento de la visión empuja las letras y las piedras se convierten en libros. Sobre la bandeja, los elementos del jardín forman una espiral invertida.

El gigante deposita la bandeja sobre la superficie de la mesa. Alrededor de la tabla de madera se reparten los altos taburetes a cuyas cimas los examinandos hemos trepado. El gigante se aleja y nos quedamos a solas con el silencio del jardín.
Nos miramos los unos a los otros, y después a las piedras.
Nuestras piernas cuelgan de los taburetes muy lejos del suelo, aunque el jardín de la bandeja es demasiado pequeño para que nuestros pies caminen por él. Nos encontramos en una escala intermedia, entre el gigante y las piedras del jardín.
Sacamos las lentes de sus fundas, y hacemos una pequeña inclinación de cabeza como señal de respeto antes de comenzar nuestro trabajo.
Nos damos cuenta de que las piedras desprenden una luz tenue. El ojo del gigante ha depositado en su interior una semilla. Las piedras desprenden luz y palpitan levemente.

Cada piedra es un libro, y hay un libro para cada uno de nosotros.
Leo en mi piedra el texto que el ojo de luz me ha asignado.

La lectura es lenta, muy lenta, cada letra es un acontecimiento. El sentido nace a través de la caligrafía, y las letras, las palabras no están escritas en la piedra, ni se inscriben en la piedra, vienen, como la luz, de su interior. La piedra contiene una escritura, de igual modo que la piedra susurra.
Puedo escuchar el dictado de la piedra, al borde del acantilado del taburete. Hay una leve resistencia en el sonido que debe cargar con el peso de las palabras, con un significado lejano. El sentido de las palabras debe cruzar el firmamento de la piedra que nosotros escrutamos con ayuda de nuestras lentes.
Llegan oleadas de texto que enseguida se extinguen.

El sonido del libro equivale al viaje de la palabra. Estiro el brazo y palpo la piedra con el dedo corazón de la mano derecha. Para leer mejor, cierro los ojos.
La palabra es en la piedra una veta de temperatura y la ceguera se convierte en aliada del tacto. La piedra contiene otra piedra en su interior, un corazón de piedra pulida por una cadena ininterrumpida de latidos: sentido en el interior del sentido.
Leer este libro es realizar un largo, larguísimo viaje.

Las páginas de la piedra se pasan con ligereza, despertando fragancias a su paso. Todas las que ha absorbido la piedra para llegar a serlo y que quedaron atrapadas en su campo de gravedad.

Se pasan con ligereza, sin embargo el miedo se refleja en los rostros de mis compañeros de mesa.

Parecen decir: no hay tiempo, va a sonar la campana.

Para saberlo todo, sólo me queda masticar la piedra.

La imagino ya en la boca, con la luz, con las palabras, con el sentido del libro y el polvo de estrellas, cuando el gigante vuelve a la gran sala abovedada.
Antes incluso de que pueda separar los labios, la lectura queda interrumpida de golpe.
Conozco la expresión del ojo del gigante: viene para llevarse la bandeja, dice que el tiempo ha terminado.

Nunca hay tiempo, nunca el tiempo es suficiente para leer el libro. Sólo un atisbo de significado. La primera página del sentido.

El gigante toma en sus manos negras los extremos de la bandeja y vuelve a levantarla de la mesa.  Se lleva el jardín que no ha podido echar raíces sobre el tablero.
Nos miramos las manos, miramos el espectro dejado por las piedras. Ejercitamos la memoria en palabras que parecieron significarlo todo y que ahora están muertas, como nuestros muertos en nuestros cementerios.
El gigante se aleja, dejando tras de sí un cementerio de palabras en nuestros oídos.
Descendemos de los altos taburetes ayudados por cuerdas. Nos descolgamos por el acantilado y nos parece que nunca tocaremos fondo.
Caminar por la sala abovedada es soportar el peso de los ecos que nos devuelve; salir de la biblioteca, encontrar el escalofrío de la ciudad.
Fuera de la biblioteca de los libros de piedra, están los otros libros, las bocinas de las casas, las sirenas en pie de dolor, las hogueras de las máquinas en las que arde el examen.

¿De dónde han brotado todas estas palabras? ¿Ha sido un sueño? ¿Una visión? ¿Un acto de magia? ¿Un acto de magia en el interior de un sueño? ¿Una visión en el interior de una visión? ¿Un sueño en el interior de un sueño? 
“Para el profeta toda la vida es un sueño dentro de un sueño”, decía el maravilloso místico árabe Ibn Arabí.

Las palabras están muertas, sí, y los sentidos apagados se muestran impotentes para reproducir lo que acabamos de vivir. No podemos volver a la temperatura, al color, al temblor.

Nuestro libro de piedra ha dejado de palpitar, ha perdido su luz y ya no somos capaces de extraer de ella sonidos, ni de leer en su caligrafía: la piedra en el interior de la piedra.

Nos encontramos ante un osario de palabras.

 

Imaginemos una nueva secuencia:

Un cuentagotas cargado de tinta pende sobre un vaso de agua. Unos dedos presionan en el extremo de goma y una gota cae en el agua.
La gota de tinta se deslíe en el agua. La vemos primero como una explosión de agua negra, luego deshilacharse en un lento e informe remolino, hasta que desaparece totalmente diluida en el agua, tiñéndola levemente.
Ahora se produce un gran silencio. Se diría que la gota se ha perdido para siempre en el océano del vaso.

Entonces, como un milagro, asistimos a una completa inversión de lo que acabamos de ver, regresamos a la infancia del suceso: el agua gris forma un remolino que camina marcha atrás, se forman hilos negros de agua, volvemos a ver la rotura de la gota  y su formación. Hasta que la gota de tinta vuelve a pender sobre el vaso del agua.

De ese negativo de una epifanía sólo puede dar cuenta el lenguaje poético. Sólo este lenguaje es capaz de expresar la disolución en la unidad y conoce los misterios del silencio recién creado, sólo él puede desandar un camino avanzando, y avanzar sin moverse del sitio.

«De verdad a mí se me dijo una palabra escondida, y como a hurtadillas recibió mi oreja las venas de su susurro» (Job 4, 12-16).

El lenguaje poético por el que transita la noche oscura del alma, el lenguaje de la palabra escondida, y que también está presente en el nacimiento de un ángel de celuloide; en una miniatura de tinta que se agiganta; en la paleta de color de un cuadro que vibra en las coordenadas de un tiempo diferente; en la representación del deseo, el dolor o el vértigo; en la cuchilla con la que una artista caligrafía su propia piel; en el mapa de un reino ininterrumpido de fuego o de hielo.

Porque el lenguaje abrasado, el de la palabra que arde de los místicos,  alimenta también el de una pantalla en la que un hombre entra en combustión ante nosotros y desaparece tras el telón de las llamas. 

El artista comprometido con el silencio, con la música callada, deberá desandar el camino de la piedra, con el lenguaje en el que mejor discurra su experiencia de silencio, en el que mejor exprese su experiencia de los bordes del sentido. Pondrá ojos, boca u oídos, donde nos los había.

«Las condiciones del pájaro solitario son cinco: la primera, que se va a lo más alto; la segunda que no sufre compañía, aunque sea de su naturaleza; la tercera, que pone el pico al aire; la cuarta, que no tiene determinado color; la quinta, que canta suavemente. Las cuales ha de tener el alma contemplativa: que se ha de subir sobre las cosas transitorias, no haciendo más caso de ellas que si no fuesen; y ha de ser tan amiga de la soledad y silencio, que no sufra compañía de otra criatura; ha de pner el pico al aire del Espíritu Santo, correspondiendo a sus inspiraciones, para que, haciéndolo así, se haga más digna de su compañía; no ha de tener determinado color, no teniendo determinación en ninguna cosa, sino en lo que es voluntad de Dios; ha de cantar suavemente en la contemplación y amor de su Esposo». Así escribía san Juan de la Cruz en sus Propiedades del pájaro solitario. Otro gran místico, el sufí Suhrawardi, describía un pájaro similar: «todos los colores están en él, pero él es incoloro». Aprender el lenguaje de los pájaros, tarea del místico. El gran ucello de Leonardo da Vinci, vive del aire y, para estar más a salvo, «vuela sobre las nubes y encuentra un aire tan sutil que no puede sostener a los pájaros que lo persiguen».

Y nos cuenta Attar en su Conferencia de los pájaros la historia de un largo y penoso viaje, el que deben realizar las aves para llegar hasta el  Simurg, al rey de los pájaros. Un viaje tan largo y difícil como el que otros místicos realizan hacia el corazón de una piedra. Los pájaros peregrinos deben cruzar siete valles para encontrar al Simurg: el valle del Amor, el valle del Entendimiento, el valle de la Separación, el valle de la Unidad, el valle de la Unidad, el valle del Asombro y finalmente, el valle de la Privación y el valle de la Muerte. Los siete valles de Attar, las siete moradas de Teresa de Jesús, los siete palacios de siete moradas del misticismo judío, las siete cabezas de la bestia del Apocalipsis, los siete grados de amor de san Juan de la Cruz que podrían ser siete valles de piedra. Símbolos de una experiencia de unidad.
Y ese símbolo, experiencia mil veces plegada sobre sí misma,  se despliega en la lectura de un poema, en la lectura de un cuadro o en la lectura de una talla de piedra.

El mismo san Juan de la Cruz, que escribió las propiedades del pájaro solitario, dibujó al Cristo en la Cruz, hablando del vuelo con un lenguaje diferente. No se esforzó san Juan por reproducir con realismo la imagen de un cuerpo clavado a una cruz, y, de todas las encarnaciones matéricas del mundo invisible con las que el arte ha dotado al Cristo crucificado -el sufrimiento, el dolor, la soledad o el abandono-, eligió el vuelo.

Al contemplar este dibujo, vuelven a nosotros las propiedades del pájaro solitario, escuchamos casi un aleteo, porque también aquí, hay un pájaro que remonta el vuelo desde el madero.

Pájaro que otro artista talló en piedra, capaz de volar con sus plegadas alas de mármol, y que habla del vuelo místico a través de la reverberación poética.
Porque en el mundo de la mística los libros de piedra que el gigante de la noche traía en su bandeja, y nos ofrecía a examen, eran libros alados también. Porque en ese espacio umbral, espacio indiferenciado en el que cohabitan todas las metáforas, una piedra y un pájaro son la misma cosa.

Escrito en Lecturas Turia por Menchu Gutiérrez

Sobre la tumba del poema

7 de marzo de 2014 08:20:30 CET

Cuarenta y cinco años después de la aparición de su primer libro, Leopoldo María Panero (Madrid, 1948 – Las Palmas de Gran Canaria, 2014) es —a pesar de no haber recibido ningún reconocimiento oficial en forma de premio literario por ninguna institución pública, en un país como el nuestro, tan dado a organizar saraos y a conceder prebendas de ese tipo— un poeta esencial, una voz que desde el margen y la heterodoxia ha conseguido convocar a un nutrido grupo de lectores que ha encontrado en su escritura un llamamiento a la insubordinación y la rebelión permanentes. Un poeta que —sin haber contado con el apoyo del establishment de la crítica literaria y sin haber sido objeto de la atención de la academia— ha logrado que las tiradas de sus libros superen con creces la media de las ediciones poéticas que ven la luz por estas latitudes. En poesía, a veces ocurre que el público lector responde con su atención cuando se dan condiciones de singularidad, y en este caso así ha sucedido. Por lo demás, habría que recordar que una editorial ocupada desde hace décadas en la construcción de la historia de la literatura española y sus procesos de canonización, Cátedra (con su colección Letras Hispánicas), ya prestó interés por este poeta al encargar a Jenaro Talens la edición de la antología Agujero llamado Nevermore (Selección poética 1968-1992); corría 1992 y con ese volumen la colección citada abría sus puertas a la generación novísima (de hecho, Panero fue el primer poeta nacido tras la guerra civil en reunir en dicha colección una muestra significativa de su obra publicada hasta ese momento).

Y ahora, en Visor —una editorial que desde 1979, año en que se publica Narciso en el acorde último de las flautas, uno de sus mejores libros, ha prestado una atención regular a nuestro poeta— ve la luz Poesía completa (2000-2010) (2012), volumen que es continuación de Poesía completa. 1970-2000 (2001), ambos editados al cuidado del mejor conocedor de esta escritura, Túa Blesa, un scriptor que ha demostrado su autoridad en la materia en diversos ensayos, entre ellos el fundamental Leopoldo María Panero, el último poeta (1995). A estas alturas, es una obviedad —al menos, para cualquier lector mínimamente relacionado con esta poesía— señalar el hecho de que nos encontramos con un alquimista de la palabra, un poeta que ha convertido el lenguaje en un motivo recurrente, casi obsesivo, a lo largo de su ya amplia y consolidada trayectoria literaria y ensayística, una trayectoria iniciada en 1968 con la plaquette Por el camino de Swann y que hoy continúa abierta (con más de sesenta libros en su haber, la inmensa mayoría de poesía, a los que hay que añadir algunos otros de narrativa, ensayo y unas traducciones).

Aquel acontecimiento editorial de 1992, primero, y después los análisis de algunos lectores han contribuido sin duda ninguna a la canonización de un poeta al que las solapas y contracubiertas de sus libros —y luego una crítica a menudo acrítica, reacia al rigor, amiga de la interpretación más simplona y partidaria del encasillamiento y el epíteto más espectacular— han etiquetado con frecuencia como marginal, maldito y heterodoxo, cuando la realidad parece indicar otra cosa y los editores —conscientes de que se trata de un escritor con un considerable tirón comercial— no cejan en el intento de conseguir un nuevo inédito suyo (y nuestro poeta, desde hace ya algunos años, todo hay que decirlo, no resulta muy difícil de convencer).

El volumen que aquí se reseña, Poesía completa (2000-2010) (2012), recoge, como señala el responsable de la edición, además de la escritura poética referida al período indicado en el título, un poema de 1979, “Isidoro Isou, o la gramática del subnormal”, y un libro de 1999, Abismo, dos textos que por diversas circunstancias no entraron en la recopilación de 2001. Tal como se indica en la nota a la edición, el editor se ha volcado en una labor de recuperación y limpieza de una escritura que, en sus soportes originales —manuscritos y mecanoescritos del poeta—, presentaba enormes dificultades (errores en la mecanografía y en la transcripción de citas ajenas, tomadas de memoria del español y de otras lenguas, tachaduras, evidentes faltas de ortografía, etc.); en esas circunstancias, y al calor de la consigna académica “limpia, fija y da esplendor”, parecía obligado ese trabajo de higienización que permitiera la lectura de los textos de la manera más clara posible, y ello sin excederse en el ámbito de las estrictas competencias editoriales y sin traicionar la voluntad del poeta.

Aunque con diferente intensidad y con desigual acierto crítico a lo largo de su obra, Panero, en ocasiones verborrágico, no ha dejado de construir un lenguaje en las fronteras de la literatura, traspasando con frecuencia sus contornos, como si la institución literaria dibujara un paisaje demasiado angosto, sus límites le resultaran insoportables y tuviera la necesidad de experimentar constantes intentos de fuga, y ahí quizás radique alguna de las razones por la que esta poesía no ha sido institucionalmente reconocida ni distinguida con ningún premio de alcance nacional en una sociedad como la española, en la que sin embargo los premios literarios son —como recordábamos más arriba— moneda común, tratándose, sin embargo, de una poesía que es una y otra vez contestada con la respuesta de la lectura, el mejor, sin duda, de los premios posibles.

Así, a lo largo de libros como Teoría del miedo (2001), Buena nueva del desastre (2002), Danza de la muerte (2004), El hombre elefante (2005) o, entre otros, Escribir como escupir (2008) Panero ha ido desarrollando a lo largo de todos estos años un lenguaje poético entendido a la manera de un virus capaz de hacer saltar por los aires su propio sistema inmunológico, dentro pero también al margen de ese mismo lenguaje, en un territorio donde la razón, la verdad y la belleza presentan rostros anómalos, asimétricos, extraños, diferentes de los habituales, un lenguaje que supone un duro y pesado aldabonazo en las conciencias. Por añadidura, las deliberadas faltas de ortografía, la frecuente utilización de un léxico considerado habitualmente por la crítica como apoético (cuando no vulgar o, directamente, soez) y la constante recreación de ámbitos temáticos ignorados por actitudes artísticas conservadoras hacen de este poeta un ejemplo paradigmático de eso que en otros lugares he denominado estética de la otredad.   

Ajeno a todo tipo de consignas basadas en la inspiración o la revelación, Panero no ha dejado de apuntalar un lenguaje poético sobre la lectura, la confluencia de diferentes voces y registros, la intertextualidad, el esfuerzo y el trabajo permanentes, un lenguaje concebido a la manera de un barreno —la metáfora es de Joaquín Marco— dedicado a perforar el centro de la realidad y acercarse así lo más posible a ese núcleo oscuro e inquietante que revela la palabra poética, una palabra orientada hacia la pensée du dehors foucaultiana, un pensamiento en el que el sujeto que habla ya ha sido desplazado por su propio discurso y en el que la literatura se entiende como el espejo que nos devuelve una realidad insoportable. He ahí, quizás, uno de los objetivos prioritarios de este poeta, incumplido, me temo, puesto que el panorama poético español contemporáneo responde más a las leyes de la mercadotecnia que a las de la estética, continúa prestando más atención a los nombres que a las propuestas de escritura, más a los fuegos de artificio y las anécdotas protagonizadas por los personajes —las máscaras— en el siniestro circo mediático de las relaciones sociales que a los propios textos literarios, más a las listas de éxitos y los cánones que intentan construir unos suplementos literarios cada día más plegados al servicio de determinados intereses comerciales que a las vías a menudo subterráneas por las que transcurre con frecuencia la poesía, al menos cierta poesía, como es el caso de esta que aquí nos ocupa.

 

Leopoldo María Panero, Poesía completa (2000-2010), edición de Túa Blesa, Madrid, Visor, 2012.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

Tres poemas

6 de marzo de 2014 09:27:46 CET

 

I

 

Aquí comienzan los días nuevos,

tienen uñas blancas y son impacientes;

puedes nombrarlos despacio

y reconocer en ellos su locura.

 

Comienzan cuando decides ahogarte en una mesa de cristal

llenando tu garganta de amapolas;

y a nadie le sorprende el temblor de tus labios

en la lenta hermosura de cada suicidio.

 

 

II

 

 

Han sido tantas

las horas que pasé sin detenerme

apretando el paso,

firme en mi decisión de no sentirte,

 

que ahora

no conozco el camino de regreso

a mi pequeña casa,

 

a la sombra azulada de todos los momentos

que guardé entre los dientes de la risa

cuando no eras la voz de este silencio

 

 

III

 

 

Siempre aparecen rincones imposibles

para que nunca me quede allí

y tenga que marcharme con congoja,

sin apenas haberme despedido.

 

Tu casa era infinita por los huecos

que llenamos de desorden y de risas;

pero estabas atado a tiempos inciertos

y me tuve que ir.

 

Ahora cuando recorro tu calle,

y Madrid se vuelve lluvioso,

me paro en el portal y pienso

que tu casa es demasiado pequeña

para los grandes viajes.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

La luna yace...

6 de marzo de 2014 08:23:22 CET

                                                                   

 Sant Quirze del Vallès, San Juan, 2006

 

La luna yace en el horizonte, como un absceso de luz. Ha engordado: es un agujero de oropimente en el cráter sin bordes de la noche [los meteorólogos dicen que se trata de un efecto óptico, pero no saben explicarlo: la ciencia es un vademécum de metáforas. Hacía dieciocho años que no coincidían la luna llena y el solsticio de verano, puntualizan, como si eso aclarara algo]. Las calles no existen; nosotros las creamos: se dilatan a nuestro paso, goteantes de negrura, y luego se extinguen, engullidas de nuevo por la inconcreción. Luces estridentes abren, en un laberinto de nadas, simas instantáneas, que boquean con avidez y se suman a la nada.

 

Suenan estallidos acolchados en los jardines y los vertederos. Una bolsa de plástico, laxa como una medusa, emborrona el aire [como en American Beauty, cuando el protagonista, Wes Bentley, le enseña a la chica su filmación de una bolsa revoloteando en una calle desierta, y le pregunta: «¿Has visto jamás algo más hermoso?». Y tiene razón: sus imágenes son de una belleza inexplicable]. Una lata ya eventrada vuelve a pulverizarse, bajo los efectos de más pólvora [una pólvora domesticada, por más que mañana los periódicos se llenen de noticias sobre quemaduras de niños y amputación de dedos (y así ha sido: siete heridos graves, señala la prensa del veinticinco)]. Hay desperdicios chinos en los suelos manchados, y cielos doblemente ennegrecidos: las lentejuelas de la pirotecnia oscurecen lo oscuro.

 

Deflagra un manojo de luces. Se dispersan los esputos ardientes en la gruta del cielo. El estruendo se deshilacha en ruidos oleosos. Se oyen ráfagas hambrientas.

 

Bebo. Hablo. Río. Comparte la cena una pareja de amigos de nuestros anfitriones, con sus dos hijos. Su simplicidad me fascina y, a la vez, me repele; lo elemental me resulta asfixiante. Al marido, cuando nos quedamos solos en el jardín, mientras los demás se afanan en traer bandejas, le digo que uno se aleja sin remedio de sus aficiones juveniles, y que así me ha sucedido con la verbena y los petardos, y con el fútbol, cuyo atractivo ha palidecido, hasta casi desaparecer, con los años. [Lo mismo me ha pasado con la poesía, añado ahora: cada vez se me hace más difícil encontrar una lectura placentera o escribir un poema satisfactorio; quizá por eso recurro a la prosa, aunque sea en verso]. Me responde que, en su caso, no ha sido así: todavía le gusta lo mismo que le gustaba de niño. ¿Ah, sí?, pregunto yo. ¿El qué? Las motos, responde. Y añade: «Llegué a tener cinco a la vez, aunque luego las fui vendiendo. Ahora me vuelve a apetecer tener una». Qué espanto, pienso, pero a él le brillan los ojos de entusiasmo [parecen dos hongos luminosos en un cráneo despoblado]. Al despedirnos, pondera con legítimo orgullo las virtudes de su flamante Scénic. Sí, es un coche magnífico, convengo yo, sin saber nada del Scénic ni de coches.

 

Pretendemos ver luego una de las hogueras del pueblo, delante de la biblioteca municipal. Por suerte no la harán en la biblioteca, bromeo. Ardería de perlas, responde mi anfitrión: sospecho que su chascarrillo no es una broma. Recorremos las calles iguales de la urbanización, un laberinto de cónyuges y gotelé. [La homogeneidad de las formas ha de conducir necesariamente a la del pensamiento]. Pero la hoguera no está: en el descampado sólo hay un avispero de niños y un tableteo rubio. [Recuerdo las hogueras de mi infancia: montañas de madera y escay, sobre el asfalto torturado, del que emergía una lengua indócil, que repartía lametazos anaranjados. En el calor sobrenadaban pájaros turbulentos. Había olores a gato y a moho, lentitudes de níspero y de metacrilato, transparencias. El salitre se pegaba a los minutos].

 

Los niños se duermen. S., la hija de los anfitriones, descansa en un sofá con la despreocupación de la niñez y la plenitud auroral de la adolescencia. El pecho ya convexo empuja un corpiño insuficiente. Tiene los labios entreabiertos y los pómulos de cera.

 

Penetramos en la noche. Una gasolinera chorrea resplandores fucsias. Aún hay algún estallido, asordinado por la distancia. Creo que un Scénic está repostando.

 

Me tomo el somnífero.

 

 

 

[Poema VI de Bajo la piel, los días, inédito]

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Moga

Epigramas

4 de marzo de 2014 08:19:26 CET








Tabaco y alcohol

 

Me dicen que ahora debo quitarme del tabaco.

A mi edad es absurdo pero insisten: más fácil

que dejar la bebida como hiciste hace años.

No dejé la bebida; ella me dejó a mí.


No lo repetirás

 

Volvería otra vez a romperte los labios

si estando yo delante bromeas o escarneces

a Juan: porque no sólo por hermano le apoyo

sino por escritor; por su pluma insumisa.


El diablo blanco

 

Asomado a la Plaza bendiciendo a sus fieles

semeja hacer vudú en ceremonia haitiana

pero es mucho peor: en países de hambre

besa los aeropuertos y cena con los déspotas.


Resaca inolvidable

 

Nunca vista a esa chica ni conoces su nombre

pero está aquí desnuda durmiendo en una cama

de hotel. ¿Pero en qué hotel y en qué ciudad te encuentras?

Te vistes y escapabas maldiciendo el alcohol.


Democracia infectada

 

Ya muerto el dictador hubo elecciones libres

y el General dejó tras de sí corrupción

cohecho y ambiciones. La Democracia trajo

más libertas: es cierto. Pero llegó infectada.


No pierdas tal prestigio

 

No has escrito en tu vida ni has leído siquiera

ni narración ni poema ni Historia ni teatro.

Dicen que ahora practicas Crítica Literaria

en tertulias: te aceptan. ¡Pero no escribas nada!

 

(Del libro en preparación Cuadernos de El Escorial)

Escrito en Lecturas Turia por José Agustín Goytisolo

La obra literaria de Simone de Beauvoir

3 de marzo de 2014 08:13:14 CET

Dejando de lado los libros dedicados al ensayo político, al ensayo feminista y los volúmenes  que recogen su peculiar experiencia como viajera atenta e infatigable, la obra literaria de Simone de Beauvoir (1908-1986) comprende dos géneros (las Memorias y la novela) que, a nuestro personal entender y en el caso de esta autora, no podemos revisar por separado ya que, al tiempo que se complementan, constituyen un mismo universo si no lingüístico sí ideológico, anecdótico y humano.

 

“Escribir siempre ha sido la gran preocupación de mi vida”, repitió Simone de Beauvoir en varias ocasiones. Al acabar sus estudios, mientras preparaba oposiciones y decidía empezar a escribir, anotó en su diario: “Mi vida sería una historia maravillosa que se volvería verdadera a medida que yo la fuera escribiendo. Conocerse a uno mismo sólo es posible narrándose uno mismo”. Y, de hecho, no hizo sino narrarse a sí misma y narrar su vida y su pensamiento: de un modo directo, dirigiéndose al lector abierta y sinceramente, en sus Memorias; y disfrazándolos con los recursos propios de la ficción, en sus novelas. Sin embargo, a pesar de este intento de disfrazar la realidad vivida y los personajes que la cruzaban, no existe en casi toda la obra narrativa de Simone de Beauvoir un tema, un argumento, una preocupación, una idea, un personaje importante, etc. De los que no hallemos copia exacta en sus Memorias. De ahí que, al hablar de la obra literaria de Simone de Beauvoir, se inevitable hablar de su vida. En realidad, su escritura y su vida son inseparables. Y no consideramos oportuno reprochárselo, como hicieron algunos críticos de su época, argumentando que tal fusión se debía a la falta de imaginación creativa, sino que nos inclinamos a considerar dicho paralelismo entre vida y obra como el producto lógico de la concepción que de la literatura tenía Simone de Beauvoir. “Hay que hablar del fracaso –escribió-, del escándalo, de la muerte, no para despertar a los lectores sino, al contrario, para intentar salvarlos de la desesperación… Una desgracia que encuentra las palabras para ser dicha ya no es una exclusión radical. El lenguaje nos reintegra a la comunidad humana”. Esta función del lenguaje, y por lo tanto de la palabra, implica una concepción de la literatura muy determinada y muy discutida, que los teóricos de los últimos veinte años han echado por los suelos, pero que fue esencial en las literaturas europeas durante los años que siguieron a la segunda guerra mundial. Una concepción de la literatura como medio de reintegrarse a la comunidad humana comportaba una valoración de los hechos humanos y de la realidad a los que el pensamiento y la palabra del escritor no podían, en absoluto, resultar ajenos y que conducía, directamente, a la militancia de la realidad, al compromiso ético, moral e intelectual.

 

En su histórico libro El segundo sexo, Simone de Beauvoir escribió: “La mujer no nace, se hace”, frase por la que se convirtió en el motor de toda la literatura feminista posterior. Del mismo modo, y parangoneando a nuestra autora, “el escritor no nace, se hace”. Y, en sus libros de Memorias, explica Simone de Beauvoir cómo se hace una escritora, cómo se va haciendo una escritora y cómo se van gestando los libros que esta escritora escribe. Aparte de esta cuestión esencial, estas Memorias constituyen un documento excepcional sobre una época, sobre unas gentes, sobre una generación legendaria y sobre las relaciones que estas gentes, y sobre todo la autora, establecían con el mundo. Se trata de un documento extraordinario destinado, creemos, a ser leído, durante mucho más tiempo del que sospechamos, por los practicantes de la sociología de la literatura, y, a la vez, es una obra literaria de gran magnitud escrita con una dinámica esencialmente narrativa que admite una lectura novelística. O quizá sería más exacto decir que la exige por el hecho de narrar historias, situaciones y anécdotas a partir de ideas, y por conseguir otorgar a los personajes reales, que atraviesan el relato, la fuerza propia que caracteriza a los personajes de las grandes obras de ficción. El talento narrativo de Simone de Beauvoir consigue, en sus Memorias, literaturizar la realidad por medio del lenguaje. En cambio, en sus novelas realiza la operación contraria, y quizá sea ésta la causa de que elementos argumentales, personajes e ideas no consigan despojarse por completo de la realidad anecdótica de la que el lenguaje las ha tomado prestadas. De ahí, nuestra personal preferencia por su obra memorialística.

 

El ciclo de Memorias de Simone de Beauvoir comprende Memorias de una joven formal (1958), La plenitud de la vida (1960), La fuerza de las cosas (1963), Final de cuentas (1972) y cabría añadir La ceremonia de los adioses, publicado después de la muerte de Jean Paul Sartre, en 1981.

 

El primer volumen, Memorias de una joven formal, abarca desde el nacimiento de la autora, en París, en el año 1908, hasta 1929, fecha en que ha terminado sus estudios de Filosofía, ha conocido a Sartre y se dispone a marchar a provincias para dar clases en un instituto. En esta primera entrega de lo que serían sus Memorias, Simone de Beauvoir retrata de manera espléndida su infancia y adolescencia, y analiza con profundidad casi escalofriante el mundo familiar, burgués, y las experiencias afectivas e intelectuales vividas hasta los veinte años. Los padres, Georges y Françoise de Beauvoir, de situación económica acomodada –que perderán- pertenecían, ambos, a familias de formación y vocación burguesa tradicional, y, por consiguiente, sus dos hijas estaban destinadas a ser burguesas, francesas y católicas. Hasta los diez, o doce años, Simone de Beauvoir estaba más o menos de acuerdo con este destino y gozaba de una infancia etéreamente feliz. La madre, fervorosa creyente, la educó religiosamente mientras el padre, muy aficionado a la literatura y al teatro, incentivaba la formación intelectual de la hija. Aunque, eso sí, dentro de un orden. Es decir, estimulaba su afición a los libros y al teatro, pero sólo le permitía leer los títulos que consideraba adecuados a la edad infantil., hecho que enfurecía a la adolescente Simone. Primera de la clase, en el colegio Desir, era la admiración de los padres y de toda la familia. Simone de Beauvoir se sentía, pues, satisfecha con la imagen que los adultos le daban de sí misma y de la imagen que ella tenía de sus mayores, a pesar de la insatisfacción que arrastraba desde sus primeros años: senegaba a ser tratada como una niña y consideraba que semejante trato limitaba su libertad. Y, ya sea para demostrar que era una persona adulta, ya sea debido a la curiosidad natural de los niños hacia su entorno, empieza a observar y a estudiar el mundo que la rodea. Escribe: “Leía libros pueriles; pero incluso esto me permitía entrever lo que interesaba por encima de todo: las posibles variaciones de la condición humana y de las que la gente mantiene entre sí”. La observación de los adultos la induce a pensar que ni el mundo ni el ser humano son tan perfectos y maravillosos como le han inculcado y se siente estafada. Son los años de la primera guerra europea y los posteriores a la contienda. El fanatismo de los franceses y el nacionalismo furibundo de su padre la aterran. La falta de libertad impuesta por la madre, controlando cuanto lee y piensa, crea en ella un sentimiento de rebeldía que ya no la abandonará nunca. Las injusticias que observa a su alrededor (pobreza, miseria, guerra, mentira, sumisión de personalidades débiles a las reglas autoritarias y absurdas impuestas por la sociedad, etc.) la conducen a dejar de creer en Dios, hecho que deberá ocultar a la madre creándole un sentimiento de culpa que rarifica las relaciones familiares y que arrastrará durante años. Empieza a rebelarse contra las costumbres y los valores burgueses que predominan en su entorno y, al final de una adolescencia tormentosa y torturante, acaba saliendo por las noches, a escondidas de los padres, para beber y emborracharse por los bares de Montparnasse en un intento típicamente adolescente de conocer el mundo que le ocultan. Tal sentimiento de rechazo hacia el universo reglamentado según las normas establecidas se acentuó vivamente a raíz de la historia de Zaza, una compañera del colegio Desir, por quien Simone de Beauvoir siente una adoración que pervivirá a lo largo de toda su vida. La familia de Zaza, más burguesa, más rica, más religiosa que la suya, es la fuente de la rebeldía adolescente y juvenil de Simone de Beauvoir. Juntas, Zaza y ella, planean un futuro de estudios, de viajes, de amigos comunes, de lecturas… La madre de Zaza, que conoce el ateísmo de Simone de Beauvoir y de su padre, hace cuanto puede para impedir la amistad de las jóvenes, para intentar que Zaza deje de estudiar y, sobre todo, para convencer a Zaza de que lo que debe hacer ella en la vida es conseguir un buen marido. Más tarde, cuando Simone de Beauvoir ya se ha graduado y conoce a Sartre, a Herbau y a otros amigos de la Sorbonne, Zaza se enamora de uno de ellos: Pradelle. La madrede Zaza impide las relaciones por considerar que el amigo de Sartre no es un buen partido para su hija y Zaza muere de unas fiebres médicamente inexplicables. Simone de Beauvoir vive la tragedia como un crimen cometido por la falsedad y el fanatismo de la burguesía. “La cultura burguesa –escribe- es promesa de un universo armónico en el que se puede gozar sin escrúpulos de los bienes de este mundo, garantiza valores seguros que se integran a nuestra existencia y proporcionan esplendor a una Idea. En nombre de esta idea, de estos valores, la burguesía mata”.

 

Simone de Beauvoir intentó escribir la historia de Zaza en repetidas ocasiones, pero, según sus propias palabras, nunca salió airosa de la empresa. En La plenitud de la vida, segundo volumen de sus Memorias, cuenta que viviendo ya en Rouen, en cuyo instituto da clases, escribe una primera novela, que rompe, donde narra la historia de Zaza. Después escribe los relatos Cuando predomina lo espiritual, que ella y Sartre dan por publicables, pero que el editor rechaza. Este libro no apareció hasta el año 1979 y contiene cinco novelas cortas en las que, leídas después de las Memorias, encontramos las experiencias más definitorias vividas hasta entonces, hasta los veinte años, por la autora. “Quería mostrar, a lo largo de historias privadas, lo que las superaba: la profusión de crímenes minúsculos y enormes que encubren los engaños espirituales”. En el primer relato describía cómo una amiga suya, Lisa, se marchitaba bajo el peso del misticismo y de las intrigas del Instituto Saint-Marie mientras una sensualidad reprimida la atormentaba sordamente. El segundo relato versa sobre la personalidad de una muchacha que conoció en Marsella: Renée encarna la relación que, en los juegos infantiles de la propia autora, existía entre el masoquismo y la piedad. Y a este tema le añade la historia de una tía suya, muy religiosa, que por las noches se hacía azotar por su marido. También en este relato satiriza los equipos sociales a los que perteneció en sus tiempos de estudiante utilizando un tono irónico, falsamente objetivo, con el que imitaba a John Dos Passos. La figura femenina del tercer relato es una profesora del Instituto donde Simone de Beauvoir ejercía la docencia, que falsifica su personalidad para mejorar su imagen ante dos alumnas que la admiran y a las que conduce al desastre. El cuarto es la inevitable historia de Zaza /que casi cuarenta años más tarde aún resucitaría en Las bellas imágenes, que sería su última novela), y la quinta narración es una sátira de su propia juventud, la infancia en el colegio Desir y las vivencias experimentadas a raíz de su crisis religiosa.

 

La plenitud de la vida, segundo volumen de las Memorias, está dividido en dos partes. La primera abarca desde 1929 a 1939, decenio durante el que la autora da clases de filosofía en los institutos de Tours, de Marsella y el de Rouen, mientras Sartre cumple con la misma profesión en Le Havre. Son los primeros tiempos de una relación que durará más de cincuenta años. A pesar de dedicarse a la enseñanza en diferentes ciudades, se ven cada semana. Viajan continuamente de Tours a Le Havre, o de Le Havre a Marsella, y pasan los días libres en París donde se encuentran con el grupo de amigos de Sartre, grupo al que Simone de Beauvoir se integra de inmediato y del que forman parte, entre otros, Raymond Aron, entonces socialista; Nizan, ya militante del Partido Comunista francés; Colette Audry, troskista; Pierre Paignez; Bost; Camille, ex amante de Sartre, actriz, pintora y dramaturga; Charles Dullin, el famoso director de teatro, etc. También es la época de apasionantes lecturas que marcan, de un modo u otro, la narrativa de Simone de Beauvoir. Aparte de las lecturas filosóficas que conducen a Sartre hacia la fenomenología, leen autores ingleses y norteamericanos: John Dos Passos, Faulkner, Hemingway, Whitman, Blake, Yeats, Sean O’Casey, Virginia Woolf, Henry James, Dreiser, Sherwood Anderson, Sinclair Lewis, Dashiel Hammet… Tanto Simone de Beauvoir como Sartre hallan en la gran corriente de la novela realista norteamericana una nueva manera de narrar mediante la utilización del diálogo y la voluntad, por parte del autor, de saber menos cosas y de pensar menos que los personajes desde cuyo punto de vista se narra la historia. Todo cuanto llega de Norteamérica (obras de los autores citados, cine, jazz, novela negra, canción…) les deslumbra aunque empiezan a sospechas que Estados Unidos no es el paraíso que Europa cree. Hay que tener en cuenta que, durante estos años, Simone de Beauvoir y Sartre viven aún de espaldas a la política. Conscientes de sus orígenes burgueses, se consideran intelectuales enfrentados a su propia clase social, una especie de intelectuales rebeldes, anarquizantes, que buscan el absoluto de la Bella, del Arte y de la Vida, con mayúsculas. Colocan la literatura y la filosofía en lo alto de un pedestal, como un medio para lograr crear un hombre nuevo, pero completamente al margen de los asuntos políticos. Hay que señalar, para hacerse una idea de cómo pensaban en aquel entonces, que en el año 36, cuando el Frente Popular ganó las elecciones, se congratularon sinceramente, pero ninguno de los dos había acudido a las urnas para votar. En realidad, empezaron a interesarse por la política al estallar la guerra civil española. Habían viajado por España, país que les maravilló, y se indignaron porque el gobierno francés, socialista, no enviaba armamento a los republicanos españoles mientras Alemania e Italia mandaban abundantes refuerzos en ayuda de los ejércitos franquistas. Corre el año 1936 y la amenaza de la expansión del nazismo aterra a gran parte de los amigos de Simone de Beavoir y a la izquierda francesa. Sin embargo, la escritora no cree que la guerra sea posible ni tampoco que el nazismo suponga un peligro real. Es Sartre quien se alarma y empieza a pensar que han vivido de espaldas a la realidad y que es absolutamente necesario adoptar alguna posición pragmática. Pero ya es tarde. Será la guerra (que Sartre pasa en el frente y en un campo de concentración, y Simone de Beauvoir en París, como explica en la segunda parte de La plenitud de la vida) la que les obligará a cambiar, radicalmente, el concepto que tenían de la literatura, del arte y del intelectual.

 

Pero, antes de adentrarnos en esta cuestión, volvamos a la primera parte de La plenitud de la vida. Viviendo en Rouen, Simone de Beauvoir conoce a una muchacha, Olga, que se convertirá en una de las protagonistas de su primera novela publicada, La invitada. Al iniciar sus relaciones, Simone de Beauvoir y Sartre establecen lo que ellos llaman un “pacto” que se proponen cumplir durante dos años y que, transcurridos esos dos años, renuevan con vistas a los próximos treinta. No se casarán ni tendrán hijos, ya que ninguno de los dos necesita complementarse con la imagen de una reencarnación que les represente sobre la tierra. Vivirán separados, con intención de no malograr su relación sometiéndola a la mediocridad que caracteriza la unión de las parejas burguesas; cada cual será libre de mantener relaciones con otras personas pero de manera que tales relaciones no destruyan, en ningún sentido, su unión. Terceras, e incluso cuartas personas, las hubo a lo largo de la vida de la pareja y, según los casos, aceptaban el pacto durante un tiempo más o menos largo: el que tardaban en comprobar que este “pacto” entre Simone de Beauvoir y Sartre era, en verdad, indestructible. La primera “tercera persona” de la historia fue Olga, a quien Simone de Beauvoir conoció en Rouen. A Olga, más tarde, sucedió Lise, de características tan similares como la situación que creaban: chica joven, incomprendida por la familia, inteligente, sin saber qué hacer en la vida pero dotada de una gran sensibilidad y con acentuado afán de conocimientos y poseedora de una clara vocación rebelde enfrentada a los valores burgueses, intima con Simone de Beauvoir que la protege, se la lleva a París, inicia una relación fuertemente afectiva con ella, que después se hace extensiva a Sartre. El “pacto” de libertades ha de mantenerse, pero la situación se torna cada vez más neurotizante. Es el argumento de La invitada, donde Simone de Beauvoir exagera, dentro del mundo y las reglas de la ficción, los sentimientos y controversias de este primer triángulo sentimental narrado en sus Memorias. Ni Olga era, en realidad (al menos en la realidad memorizada en La plenitud de la vida), tan compleja ni malintencionada como la Xavière de La invitada, ni Simone de Beauvoir, Françoise en la novela, llevó sus celos hasta el extremo de traicionar a Xavière y, finalmente, matarla.

 

Aparece, en esta novela, un tema muy característico de la obra de Simone de Beauvoir y del existencialismo: se trata de la problemática generada por el Otro como poseedor de la imagen de uno mismo y, por tanto, como testigo eterno de los actos que cometemos y de la interpretación que este Otro les da pudiendo alterar, con su mirada, nuestra conciencia y nuestra identidad. Para destruir esta imagen, creada en el conciencia del Otro, sólo hay una solución: la muerte del Otro, el crimen. En la novela, Pierre, el protagonista masculino, a quien la autora convierte en director de teatro, es una mezcla evidente de Sartre (la escritora pone en boca de Pierre frases de Sartre que se hicieron famosas) y de Dullin, el director de escena amigo de ambos. Por lo que a técnica narrativa se refiere, Simone de  Beauvoir pone en práctica los recursos antes citados al hablar de los autores norteamericanos: el escritor no sabe, respecto a lo que sucede en la novela, más que lo que sabe el protagonista desde cuyo punto de vista se desarrolla la narración, y el diálogo tiene una importancia esencial.

 

La fuerza de las cosas, el tercer volumen de las Memorias, empieza al término de la segunda guerra mundial y finaliza con el desenlace de la cuestión argelina que enfrentó a la izquierda francesa con el gobierno. Antes de terminar la guerra, Sartre lucha en la resistencia como miembro del grupo “Socialismo y  libertad”. Después de la contienda, a pesar del desprecio que el Partido Comunista Francés manifestaba contra los intelectuales de origen burgués, Sartre decide que, a fin de seguir una línea de acción política contraria a la del poder dominante, no hay más remedio que apoyar las propuestas comunistas. Dentro de esta línea de acción política e intelectual que tanto Sartre como Simone de Beauvoir ya no abandonarían nunca, a lo largo de toda su vida, entra la creación de una revista que tuvo una importancia capital para los intelectuales de izquierda de toda Europa durante más de veinte años: Temps modernes, cuyo primer consejo de redacción estuvo formado por Raymond Aron, Leiris, Merleau-Ponty, Albert Olliviers, Paulhan, Sartre y Simone de Beauvoir. Camus, que frecuentaba el grupo y que colaboró en la revista, no formó parte del consejo de redacción porque sus funciones como director del diario Combat se lo impedían.

 

Finalizada la guerra, Simone de Beauvoir publicó La sangre de los demás, novela sobre la resistencia que la crítica tachó de excesivamente moralista. Después siguió Todos los hombres son mortales, historia de Fosca, un hombre inmortal que nace en el siglo XIII, vive diversas etapas de la historia, conoce el esplendor y las intrigas de las cortes italianas del Renacimiento, las luchas religiosas que sacuden Europa posteriormente, es consejero de Carlos I, explora las costas del nuevo continente, reaparece bajo la figura de un noble francés, es conspirador republicano y, cuando la autora lo presenta al lector, es un ciudadano cualquiera del siglo XX. Fosca, en el siglo XIII, elige la inmortalidad para conseguir al gloria del reino de Carmona. Pero este privilegio, la inmortalidad, sólo le aporta la terrible capacidad de ver la destrucción de su país y el fracaso de todas las empresas que ve aparecer sobre la tierra con la intención de salvar y mejorar la humanidad, desde que nace hasta el siglo XX, y que siempre acaban en guerras, violencia y crueldad. La tesis de la novela se resume en la siguiente reflexión: “Fosca, el protagonista verifica que el universo no existe, sólo existen las individualidades. Es imposible hacer algo en favor de los hombres, los hombres sólo dependen de sí mismos y de sus actos”.

 

En 1954, Simone de Beauvoir obtuvo el prestigioso premio Goncourt con una de sus novelas más conocidas: Los mandarines. Se trata de un relato en clave que gira en torno a la ideología y a los problemas políticos de la intelectualidad francesa de la posguerra. Problemas que ocupan buena parte de La fuerza de las cosas y que, en esta obra de ficción, están representados y encarnados por las figuras de los dos protagonistas masculinos, Henry Perron y Dubreuil que no son sino Camus y Sartre, y la historia, alterada, de su amistad truncada. Henry Perron (Camus) es un escritor que dirige  un periódico (Combat, en la realidad, L’Espoir, en la novela), que ha luchado en la resistencia, contra el poder establecido, desde su diario independiente de izquierdas, y, ya cansado y sin vocación para la política activa, rechaza cualquier alianza con el Partido Comunista con el fin de lograr salvar la situación económica de su periódico y, también, colaborar en una línea de acción más efectiva. Vive continuamente tentado por volver al ejercicio de la literatura, actividad que considera muy por encima de la política. Dubreuil  (Sartre) mantiene la posición contraria: la lucha política no puede ser una actividad ajena a la literatura y, dada la situación, es preciso colaborar con el Partido Comunista como fuerza más representativa y activa de la oposición al mundo capitalista y burgués. A pesar de no estar de acuerdo con los hechos que están sucediendo en la URSS y que hacen referencia a la existencia de campos de trabajo donde reformar el pensamiento disidente. Un hecho que Sartre y sus compañeros de Temps modernes tienen conocimiento durante los años 50 y que dudan entre hacer público o silenciar. Esta polémica (que fue tan larga como dura) es trasladada por Simone de Beauvior a a Los mandarines. Naturalmente, Henry Perron (Camus) es partidario de publicr los informes que denuncian la existencia de campos de concentración en la URSS, mientras Dubreuil (Sartre), que condena esta realidad, no acepta, al principio, publicarlos para no favorecer, al atacar a la Unión Soviética y al Partido Comunista, a las fuerzas de la derecha y a los intereses ideológicos de los Estados Unidos. En Los mandarines, que se convirtió pronto en un best-seller, aparecían otros elementos argumentales que escandalizaron a la crítica: los personajes –escritores, pintores, intelectuales, gentes de tetro, etc.- se mueven por los ambientes nocturnos habituales de la vida cotidiana de Sartre, de Simone de Beauvoir y de sus amigos, beben, se emborrachan, tienen amantes que no ocultan a su pareja… representan una nueva moralidad que nunca, antes, había hecho acto de presencia en las páginas de la novela francesa. La propia Simone de Beauvoir (Anne, en la novela, casada con Dubreuil) narra su relación amorosa con el escritor norteamericano Nelson Algren (Lewis en la ficción).

 

La obra literaria de Simone de Beauvoir se complementa con Una muerte muy dulce (1962), sobrecogedor relato de la agonía y muerte de su madre; Las bellas imágenes (1966), un nuevo ataque contra las costumbres burguesas, y La mujer rota (1967). Quedan, aparte, los libros de viajes (sobre todo, los dedicados a Norteamérica, Rusia y China) y los de ensayo filosófico y político (El pensamiento político de la derecha), feminista (El segundo sexo) y el espléndido estudio dedicado a la tercera edad, La vejez, de los que sólo citamos los títulos por considerarlos objeto de análisis para otra ocasión que, a buen seguro, no ha de faltar. El tiempo nos irá acercando (a unos) y devolviendo (a otros) la obra total de esta autora para quien las voces críticas de los últimos decenios no fueron del todo justas.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Moix

El sargento en la nieve

3 de marzo de 2014 08:08:07 CET

 

Recuerdos de la retirada de Rusia

 

Primera parte

El reducto

 

          Tengo aún impregnado en la nariz el olor que dejaba la grasa en la ametralladora candente. Retumban aún en mis oídos y en mi cabeza los crujidos de la nieve bajo las pisadas, los estornudos y las toses de los centinelas rusos, el rumor de la hierba seca que batía el viento en la orilla del Don. Retengo aún en mi retina el cuadrado de Casiopea que contemplaba todas las noches en el cielo y los palos que sostenían el búnker y que veía encima de mí en las horas diurnas. Y rememoro siempre el terror de aquella mañana de enero, la primera vez que la katiuska nos lanzó sus setenta y dos proyectiles.

          Antes de que los rusos empezaran con sus ataques, en el reducto pasamos unos días tranquilos.

          Nuestro reducto se hallaba en una aldea de pescadores a orillas del Don, en tierra de cosacos. Las posiciones y las trincheras estaban excavadas en el escarpe que llegaba hasta el río helado. A derecha e izquierda, el escarpe acababa en sendas playas cubiertas de hierbas secas y de cañizares que despuntaban espinosos entre la nieve. En el lado derecho estaba emplazado el reducto de Morbegno; en el izquierdo, el del teniente Cenci. Entre nosotros y Cenci, en una casa derruida, se encontraba el escuadrón del sargento Garrone, con una ametralladora pesada. Enfrente de nosotros, a menos de cincuenta metros, al otro lado del río, se hallaba el reducto ruso.

          En las casas de la aldea, que a buen seguro había sido pintoresca, lo único que seguía en pie eran las chimeneas de ladrillo. En el ábside de la iglesia, también devastada, se había instalado el mando de la compañía; servía asimismo de atalaya y tenía una ametralladora pesada. Teníamos que hacer terraplenes en los huertos de esas casas arrasadas, y al remover la tierra y la nieve encontrábamos patatas, coles, zanahorias, calabazas. A veces estaban comestibles y hacíamos sopa.

          En la aldea solamente habían quedado gatos. Ni el menor rastro de gansos, perros, gallinas, vacas: gatos y nada más que gatos. Unos gatos enormes y hoscos que deambulaban entre los escombros de las casas en busca de ratones. Los ratones no formaban parte de la aldea, sino de Rusia, de la tierra, de la estepa: estaban por doquier. Había ratones en el refugio del teniente Sarpi, excavado en una pared calcárea. Cuando nos acostábamos se metían debajo de las mantas, buscando nuestro calor. ¡Ratones!

          En Navidad quería atrapar un gato, comérmelo y hacerme una gorra con su piel. Preparé un cepo, pero eran listos y no se dejaban pillar. Si lo hubiera pensado antes, lo habría podido matar de un tiro. Se ve que estaba empeñado en atraparlo con un cepo, y por eso nunca comí polenta con gato ni me hice la gorra con su piel. Cuando acabábamos la guardia molíamos centeno: así entrábamos en calor antes de acostarnos. El molino se componía de dos troncos cortos de roble, sujetos, en sus puntos de unión, por dos largos roblones. Se colaba el grano por un agujero situado en el centro, y por otro agujero, en línea con los roblones, salía la harina. Giraba con una manivela. La polenta caliente estaba lista por la noche, antes de que salieran las patrullas. ¡Qué polenta! Era dura, al estilo bergamasco, y humeaba en un caldero auténtico que había hecho Moreschi. Seguro que era más sabrosa que la que se hacía en nuestras casas. A veces venía a comerla el teniente, que era marquesano. Decía: “¡Esta polenta es excelente!”, y devoraba dos trozos gruesos como ladrillos.

          Y como nosotros teníamos dos costales de centeno y dos molinos, en la vigilia de Navidad mandamos un molino y un costal al teniente Sarpi, con nuestros mejores deseos para los soldados de nuestro pelotón encargados de las ametralladoras pesadas que estaban en el reducto del teniente.

          En nuestro búnker estábamos bien. Cuando llamaban al teléfono y preguntaban: “¿Quién habla?”, Chizzarri, el ordenanza del teniente, respondía: “¡Campanelli!”. Ésa era la contraseña de nuestro reducto y el nombre de un soldado de Brescia que había muerto en septiembre. Al otro lado de la línea contestaban: “Aquí Valstagna: habla Beppo”. Valstagna es un pueblo sobre el río Brenta que dista del mío diez minutos de vuelo de águila, mientras que aquí se refería el mando de la compañía. Beppo era nuestro capitán, oriundo de Valstagna. Era como si estuviésemos en nuestras montañas y oyésemos a los leñadores llamándose entre sí. Sobre todo de noche, cuando los de Morbegno, que estaban en el reducto situado a nuestra derecha, iban hasta la orilla del río a poner alambradas y llevaban mulas por las trincheras y gritaban y blasfemaban y plantaban palos con mazos. Incluso llamaban a los rusos a voces: “¡Paisanos! ¡Vamos! ¡Disparadnos!”. Los rusos, boquiabiertos, se limitaban a oírlos.

          Pero nosotros también acabamos familiarizándonos con las cosas. Una noche de luna salí con Tourn, el piamontés, a buscar algo entre las casas derruidas más alejadas. Nos metimos en los hoyos que hay delante de cada isba, donde los rusos guardan las provisiones para el invierno y la cerveza en verano. En uno interrumpimos los requiebros amorosos de tres gatos, que salieron con tanto ímpetu y echándonos miradas tan fueguinas que nos dieron un susto de muerte. Encontré una cesta de cerezas secas y Tourn dos costales de centeno y dos sillas; luego, en otro hoyo, un espejo grande y bonito. Queríamos llevarnos todo a nuestro refugio, pero había luna, y el centinela ruso que estaba al otro lado del río nos empezó a disparar porque no quería que nos apropiáramos de sus cosas. Puede que le asistiera razón, pero él no las habría podido usar, y las balas nos rozaban silbando, como si nos dijeran: “Dejadlo todo donde está”. Hicimos tiempo detrás de un camino hasta que una nube ocultara la luna, luego, saltando entre los escombros, llegamos al refugio, donde nuestros compañeros nos estaban esperando.

          Era maravilloso sentarse en una silla para escribir a la novia, rasurarse delante del espejo grande o beber, de noche, el jarabe de cerezas secas hervidas en agua de nieve.

          Lo que lamentaba era no poder atrapar un gato.

          Había que ahorrar aceite para los quinqués. Además, no podía faltar un poco de luz en los refugios para las situaciones de emergencia, aunque las armas y las municiones las teníamos siempre al alcance de la mano.

          Una noche que nevaba crucé con nuestro teniente las alambradas y llegamos a la playa abandonada que nos separaba de los de Morbegno. No había nadie. Sólo vimos montones de chatarra, los restos de algún vehículo, entre los que rebuscamos por si se podía aprovechar algo. Encontramos un bidón de aceite, y pensamos que podía valer para los quinqués y para engrasar las armas. Así pues, una oscura noche de tormenta volví con Tourn y Bodei. Hicimos ruido cuando colocamos el bidón en una posición que nos permitiera vaciar su contenido en los recipientes que habíamos llevado. El centinela disparó, pero la noche era tan negra como el borde del caldero de la polenta. Disparó al azar, por calentarnos las manos. Bodei blasfemaba en voz baja para que no lo oyeran. Estábamos más cerca de los rusos que de los nuestros. Tras varios viajes, conseguimos llevar al refugio unos cien litros de aceite. Le dimos un poco al teniente Cenci y otro poco al teniente Sarpi. Pero luego nos pidió el capitán, y también el escuadrón de exploradores, y el mayor que estaba al mando del batallón. Al cabo, hartos de que todo el mundo nos pidiera aceite, dijimos que ya no nos quedaba más. Así, cuando nos dieron la orden de replegarnos, les dejamos algo también a los rusos. En nuestro refugio había tres lámparas hechas con latas de carne vacías. Para las mechas usábamos trozos pequeños de cordones de zapatos.    

 

          Para nosotros la noche era como el día. Recorría los terraplenes e iba de un centinela a otro. Me gustaba caminar sin hacer ruido y pillarlos desprevenidos. Cuando, atolondrados, me pedían la contraseña, yo les respondía: “Ciavhad de Brexa”[1]. Luego, en voz baja, les hablaba en bresciano, les contaba algún chiste y decía obscenidades. Como soy veneciano, les daba risa oírme hablar en su dialecto. En cambio, cuando iba a ver a Lombardi guardaba silencio. ¡Lombardi! No puedo recordar su cara sin estremecerme. Alto, taciturno, melancólico. Era incapaz de sostener mucho rato su mirada y cuando sonreía, lo que hacía muy rara vez, me partía el corazón. Daba la impresión de vivir en otro mundo y de saber algo que no podía contar a nadie. Una noche que estaba con él apareció una patrulla rusa y las balas de una ametralladora empezaron a rozar el borde de la trinchera. Yo agaché en seguida la cabeza y miré por la aspillera. Lombardi, en cambio, se mantuvo erguido, con el pecho fuera, sin moverse un ápice. Temí por su vida y me sonrojé, avergonzado. Después, una noche, cuando los rusos nos atacaron, el sargento Minelli vino a decirme que Lombardi había muerto con una bala en la frente mientras disparaba una ametralladora de pie, fuera de la trinchera. Entonces recordé lo taciturno que había sido siempre y lo mucho que su presencia me intimidaba. Era como si ya llevara la muerte dentro.

 

            Cuando teníamos que llevar alambradas hasta la trinchera parecía que estábamos de guasa. Había un soldado pequeño, inagotable, la barba hirsuta y rala, excelente tirador, del escuadrón de Pintossi. Lo llamaban “el Duce”. Tenía una forma de insultar muy suya y un aspecto ridículo porque vestía un sobretodo blanco que le llegaba hasta debajo de los tobillos, de modo que al andar siempre se le enganchaba con las botas y soltaba una sarta de burradas en voz tan alta que llegaban o oírlo los rusos. También se enganchaba con las alambres de espino que llevaba con su compañero, y entonces lanzaba insultos sin cuento, contra el servicio militar, las alambradas, el puesto militar, los emboscados, Mussolini, su novia, los rusos. Oírlo resultaba más divertido que estar en el teatro.

 

          Llegó el día de Navidad.

          Sabía que era el día de Navidad porque la noche anterior el teniente había venido al refugio a decirnos: “¡Mañana es Navidad!”. También porque había recibido de Italia un montón de postales con árboles y niños. Una chica me había mandado una postal con el belén en relieve, y la clavé en los palos de sostén del búnker. Sabíamos que era Navidad. Aquella mañana ya había visto a todos los centinelas. Había recorrido por la noche todos los puestos de vigilancia del reducto y en cada cambio de guardia había dicho “¡Feliz Navidad!”.

          También a los terraplenes, a la nieve, a la arena, al hielo del río, al humo que salía de los refugios, a los rusos, a Mussolini, a Stalin, a todo le deseaba feliz Navidad.

          Era de mañana. Estaba en la posición más avanzada del río helado y contemplaba el sol que salía tras el bosque de robles, donde estaban emplazados los rusos. Miraba todo el curso del río helado, desde el recodo por el que asomaba en la montaña hasta el otro por el que desaparecía en la parte baja. Miraba la nieve y las pisadas de una liebre en la nieve: iba de nuestro reducto al de los rusos: “¡Me gustaría capturar esa liebre!”, me decía. Miraba cuanto me rodeaba y decía: “¡Feliz Navidad!”. Hacía demasiado frío para seguir ahí, así que volví por el terraplén y cuando entré en el refugio de mi escuadrón dije: “¡Feliz Navidad! ¡Feliz Navidad!”

          Meschini estaba moliendo café en su casco con el mango de la bayoneta.

          Bodei hervía piojos.

          Giuanin estaba acurrucado en su yacija, cerca de la estufa.

          Moreschi remendaba sus medias.

          Los que habían hecho los últimos turnos de vigilancia dormían. Dentro había un olor intenso: olor a café, a camisetas y calzoncillos sucios que hervían con los piojos, y a muchas cosas más. A mediodía, Moreschi mandó a buscar los víveres. Pero como ese rancho no era propio de un día de Navidad, decidimos hacer polenta. Meschini reavivó el fuego, Bodei fue a fregar la cacerola en la que había hervido los piojos.

          Tourn y yo estábamos empeñados en tamizar la harina, y un buen día, no sé cómo ni dónde, Tourn encontró un cedazo. Sin embargo, entre salvado y grano molido, en el cedazo se quedaba más de la mitad, así que decidimos por mayoría no tamizar más. Nos salió una polenta dura y sabrosa.

            Era la tarde de Navidad. El sol ya empezaba a ocultarse y nosotros estábamos en el refugio al calor de la estufa fumando y charlando.

 

 

(Fragmento del libro El sargento en la nieve. Recuerdos de la retirada de Rusia, de Mario Rigoni Stern, que traducido por César Palma será próximamente publicado por la Editorial Pre-Textos).



[1] Puñeteros brescianos (n. del tr.)

Escrito en Lecturas Turia por Mario Rigoni

A veces

28 de febrero de 2014 08:20:55 CET

A veces

sueño que tengo

lo que ya no tengo:

la gaya fuerza del amor nuevo

dos rodillas de acero

el abrazo de los que desaparecieron

un círculo de fuego en el centro del pecho

 

Luego despierto

y camino hacia la cocina en

firme                           

               equilibrio

                                   precario

 

equilibrio. (Del lat. aequilibrium) m.

Estado de un cuerpo cuando fuerzas encontradas

que obran en él

se compensan destruyéndose mutuamente

 

Parece la sinopsis de una historia (lat.) de amor:

una novela, una película, una canción

La ficción exige equilibrio: colocar bien los troncos para que arda el fuego 

 

En la realidad, el equilibrio es diferente

Hay destrucción mutua pero no compensación.

El equilibrio, cuando se consigue, es raro

Tú me entiendes   

 

Para llegar hasta aquí,

en firme equilibrio precario,

yo también he tenido que sortear obstáculos

Algunos no pude esquivarlos

 

Las tres largas cicatrices de la rodilla izquierda

se tensan y destensan

como los hilos de los títeres

A su lado, expectantes,

las tres pálidas incisiones de la rodilla derecha

siguen su paso

siempre a punto para el dibujo en el aire de la caída

   ¡ay!

como una alegre pirueta

 

Mis andares siempre esconden la posibilidad de un zapateado

con quejío y saludo desde el suelo del escenario

 

El pasillo

como todos los pasillos que salen de un dormitorio

es largo

Hay tiempo para vislumbrar

por las puertas entreabiertas

las cartas las fotos los regalos

la novia de papel con su velo blanco

el muñeco de madera que la sujeta con sus largos brazos articulados

el ramillete de cera

 

Hay tiempo para percibir

por el rabillo de la nariz y del tacto

las grietas los rotos las ausencias las preguntas sin respuesta las respuestas sin pregunta el olor estancado los ceniceros sucios el ordenador de mesa apagado el ordenador portátil cerrado los papeles las facturas las notas los relatos inacabados las ideas apuntadas

 

Apunte:

Hay papeles suficientes para empapelar la casa y nivelar el gotelé hasta eliminarlo

 

Apunte:

Los papeles son como los insectos: en pequeño número interesan, muchos asquean

 

Apunte:

Cuantos más (papeles) menos (esperanzas)

 

Apunte:

Papeles de mal agüero

 

Avanzo por el pasillo

moviendo las escamas de mi vida

Soy Piscis

Un pez mira a oriente

Otro, a poniente

No siempre es fácil alcanzar un acuerdo

 

Mis rodillas también son Piscis

Una mira hacia delante

Otra, hacia el suelo

Una avanza marcial

Borracha, la otra se tambalea

 

Un café basta para recordar la estrategia

Lo invisible es siempre más peligroso que lo visible

Lo invisible gusta de la gente parada, sentada, tumbada

Hay que moverse

 

Hago planes:

Durante el día

papeles comida comprar nadar papeles cena

Durante la noche

hacer el amor si tengo ganas o tengo suerte

Dormir. Para eso siempre tengo ganas no siempre tengo suerte

 

Apuro el primer café mientras escucho

la corriente sorda del miedo

Y pido con el segundo café el olvido del superviviente

Escrito en Lecturas Turia por Nuria Barrios

El último viernes

28 de febrero de 2014 08:17:58 CET

En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a ser distinto. Creyó recordar tímidas premoniciones, trató de protegerse despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el día eternos que imponían los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y silenciosa que se rozaba los hombros en los bancos sin respaldo, conservando rígidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la renuncia a su esperanza.

Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que había elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la Jefatura, atravesar el saludo de policías de uniforme; y perder la noción del tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros, sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.

Había elegido los viernes porque era su día franco en el diario y porque Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Había olvidado la probabilidad de un gran empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a Miller, fumándole los cigarrillos, midiéndole la miseria, haciéndolo feliz con su atención y aceptándole los billetes doblados que le ponía en la mano al despedirlo.

Comprendió que aquel viernes iba a ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la farsa de la recepción y también el papel que le había asignado. No lo esperaba sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo, juvenil,  alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. “Me va a decir que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando con los billetes colorados”. Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente, y estuvo esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldozado, sonaron botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tibio de la tarde que empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas de la victoria regia.

- Siéntate —dijo Miller sin alzar los ojos.

Con calculadora violencia, Carner tiró el sombrero sobre el escritorio y ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta e introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillos abierta y eligió uno.

- Gracias —dijo con ironía y sin sonreír. Lo encendió con un fósforo, recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo examinando la sonrisa de Carner, ya un poco ajada, desprovista de sentido visible.

- ¿Qué te pasa?—preguntó.

- Nada —dijo Carner—Vos sabés que hace años que no me pasa nada, nada que importe de veras. Pero soy feliz, por si vas a preguntarlo. Me cago en todas las cosas---- y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.

Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y deliberadamente nostálgica de las tardes de viernes. “Así debe sonreír cuando un pobre infeliz, sentado en esa silla empieza a mentirle para salvarse. Así, con paciencia y seguro, agradeciendo al Dios de las tribus en que debe seguir creyendo—y sino él, los ---------- del padre y del abuelo que le quedaron como rastros de barba—estar en ese lado del escritorio y no en este, y creyendo también que lo merece.

- Apasionado y no del todo exacto—dijo Miller y se inclinó para acercarle un cenicero—Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no ser la única. No se trata de full-time. Muchas veces hablamos de Hilda, de una mujer llamada Hilda.

- Sí. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué pasa con ella?

- Poco, nada extraordinario. Hasta llegaría a decirte que no pasa nada si no fuera tu mujer.

- Mi mujer—Carner rehizo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba dirigida a Miller—Nunca tuve, conocí o toqué a una mujer que fuera mi mujer. Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me ordenes que te lo cuente, comisario.

Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo, hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.

- Me impresiona haberlo sabido hoy—dijo—las  coincidencias me llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino sólo. ¿Hilda Montes? Libertad 954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.

- Vivo ahí. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los gastos. Si la quisiera, viviría sin escrúpulos del dinero que gana. Sólo un imbécil, y no lo sos de esa manera, podría creer que exploto a una puta habiéndome mirado una vez el traje, la camisa, los zapatos . Todo esto es ridículo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme la cara.

Miller tosió el humo y se puso a reír, nervioso, entornando los ojos, mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó una mano en la espalda de Carner.

- Es la maldita coincidencia—dijo –Bendita, si preferís. Ya veremos.

- Sí. Y la coincidencia de que sea éste el primer viernes que vengo a visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para ellos.—La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura de Carner.—Esta  coincidencia y la de que Lucía se esté muriendo. Con diez pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para comprarle flores a Lucía. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.

Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.

- Esperá —Fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.

Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar para siempre.

 

NOTA:

El manuscrito está acompañado de unos apuntes de Onetti:

 

1)¿Fue el mismo día del entierro de S.- calor, humedad, y B. es allí, en la casa mortuoria, un desconocido- que B. Concurrió al departamento de Policía, donde lo habían citado para su empleo?

Si aceptamos esto tendremos:

a)...

 

2) Pastor y su mujer, (no ella; el capitalista, gentleman calvo en franela gris, suave) como primera tentación divina.

 

3) En el interrogatorio a la mujer fea, cuando ella está cansada, el placer de depositar en ella cualquier cosa, que ella acepta, el placer de construirla. Como en el amor. Su fealdad, ancha.

 

 

UN CUENTO INÉDITO DE ONETTI

 

María Isabel Onetti (“Litty”), hija del escritor Juan Carlos Onetti, entregó el pasado 21 de marzo un manuscrito inédito de su padre a la Biblioteca Nacional de Uruguay, donde se ha constituido un archivo personal donado hace dos años por su viuda, Dorotea Muhr. En una ceremonia en la que participaron la ministra de Educación y Cultura, María Simón; el director de Cultura, Hugo Achugar, y el director de la Biblioteca Nacional, Tomás de Mattos, "Litty" Onetti subrayó la importancia del cuento “El último viernes”, redactado alrededor de 1950, que se está deteriorando pues: "Está escrito a lápiz y se está diluyendo, se está deshaciendo mientras hablamos; por eso, qué bueno que tenga su refugio en esta casa". Por su parte, el Director de la Biblioteca afirmó que "no estamos ante un borrador de una obra importante del escritor, es el primer esbozo de una narración, que no fue publicada porque Onetti consideró que no tenía los valores requeridos para ser editada”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Onetti

Sperat Lucem

26 de febrero de 2014 08:56:40 CET

Se ha colgado del techo en un segundo

y extraña es todos los días esta vida:

Imágenes y dolor y tantas letras.

No va más, se dijo, y se colgó.

 

Pasa la tarde y esta muerte rebosa

y se oscurece y es más densa.

Qué lejos las playas de las tortugas

y los cantos de los indios en la sierra.

 

Árbol y flor bajo una capa parda,

miradas que cerraban los labios,

las piedras puntiagudas del camino

y ese sol azul que borraba el cielo.

 

Ahora todo es una habitación,

aislada, sin puerta a la calle,

el soplo aturdido del silencio,

unos ojos sin vida ya muy cerca.

 

Y, como cada cuerpo es un tesoro,

sólo el aire lo posee y lo alimenta:

no le deis tierra ni caja ni fuego

y dejad que se pudra donde quiso.

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Barreiro

Exiliados

25 de febrero de 2014 11:54:35 CET




a Rodolfo Guzmán




 

 

Solían reunirse

 

Detrás de las puertas oxidadas

de la ciudad, en la intimidad de las casas

 

y jardines

cuyas flores se abrían a la Luna

 

Entre daguerrotipos y un tarot antiguo,

los relatos

 

y la búsqueda de los mapas

 

que había dejado el poeta antes de morir…

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Galeano

Al alba, a coger agua

25 de febrero de 2014 00:00:00 CET

A Javier Lostalé

 

A este aljibe escondido

en este pueblo anclado entre los cerros

al que llaman El Oro,

venimos a por agua cuando el día

no puede todavía acompañarnos.

 

A coger agua vamos dos amigos.

Y ayer nos esperaba,

bebiendo entre sus manos agualuz,

un hombre con los años

de un olivo reviejo, con el lomo

tan doblado que hubieran

podido bendecirse en ese altar

el pan de cinco vidas y sus vinos.

Nos dio los buenos días

como ya no se usa, pues los daba

porque en sí los sentía y eran suyos.

 

Un alma como aquella,

toda puesta en los ojos,

tan magra y tan sencilla como el codo

que le vimos al viejo y parecía

higo agostado o cáscara de nuez,

¿dónde puede encontrarse?

Nos halló en lo apartado, dijo poco,

y para qué, si estábamos queriéndonos

junto al agua que canta de la fuente.

 

No he visto más ilustre inteligencia:

asida a su garrote,

se inclinó la bondad a coger agua

y nos llenó con nada, con mirarnos,

como sólo ella sabe de alegría.

Escrito en Lecturas Turia por Vicente Gallego

Alfonso Zapater. El eterno aprendiz

20 de febrero de 2014 08:29:29 CET

 

Juan José Verón -a la sazón presidente de la Asociación de Periodistas de Aragón-, con motivo de la entrega a Alfonso Zapater del premio de honor a toda una trayectoria periodística en el año 2006, un año antes de su muerte, dijo de él que era “un maestro del periodismo aragonés”; sin embargo, Zapater siempre se consideró “un eterno aprendiz”: “Continúo teniendo sueños e ilusiones permanentemente. Por eso sigo diciendo que nazco cada día que amanece. Si no se soñase, no merecería la pena vivir”, declararía en una entrevista concedida con motivo del mencionado premio, pues él siempre se vio como “el hombre que era de niño”,  por lo que en todo momento le acompañaron los recuerdos de su infancia y una perenne mirada infantil con la que escudriñaba la vida y el  mundo con esa insaciable curiosidad de niño adulto en la que todo, cada día, está aún por descubrir.

Alfonso Zapater fue uno de esos periodistas de casta, de los de antes, de los que se pateaban las calles, alternaban en los bares y conocían la intrahistoria de su ciudad - Zaragoza- al dedillo.  Escribió hasta el mismo día de su muerte, incluso jubilado iba todas las tardes al Heraldo a redactar su columna y supo adaptarse como un chiquillo a la revolución informática y a su velocidad de vértigo: “tú dime cómo entro a escribir y ya está”, le pedía a su joven compañero de trabajo, lo demás ya lo ponía el escritor de raza que llevaba dentro, por eso murió con las botas puestas o la pluma en ristre, escribiendo hasta el final y manifestando en cada línea de sus artículos, con cada una de sus palabras, el amor que siempre sintió hacia su tierra: “Que la personalidad de los pueblos permanezca intacta sin temor a perderla un día, por culpa del descenso de habitantes…”, con este párrafo a propósito de la Asociación Cultural El Hocino de Blesa, terminaba su última crónica de El Solanar dos días antes de morir, palabras que demuestran, por un lado, su enorme capacidad de trabajo, y por otro, resumen la constante temática más importante de su legado creativo: su profundo amor por Aragón.

Sin duda, aunque a él no le gustara reconocerlo, fue un gran maestro del periodismo, un buen novelista, un poeta de mérito, pero ante todo fue un enamorado de su tierra, un aragonés de los pies a la cabeza, digno heredero del pensamiento de Costa, al que tanto admiró y sobre el que tanto escribió.

 

La patria de un escritor: su infancia y adolescencia

Alfonso Zapater nació en Albalate del Arzobispo, en julio de 1932, pero a los ocho meses lo llevaron a Urrea de Gaén, donde su padre tenía el molino a orillas del río Martín. Así, su infancia la pasó entre Urrea y Albalate, localidades a las que consideró sus pueblos por igual.

La Guerra Civil, como no podía ser de otra manera, marcó su niñez y adolescencia. Gran parte de sus desagradables recuerdos de esos terribles momentos los rememoró en su obra Tuerto Catachán (Zaragoza, Mira, 1998), una autobiografía novelada en la que homenajea a su abuelo materno.

Su padre se exilió por un breve espacio de tiempo en Francia, pero pronto regresó y, aunque sufrió algunos meses de prisión, fue puesto en libertad sin cargos y volvió a ejercer su oficio de molinero en Aguaviva, muy cerca de Mas de las Matas, donde Alfonso Zapater va a la escuela y escribe con nueve años sus primeros versos. Allí tiene como profesor a José Miguel Balbín, un hombre fundamental en su formación por el que siempre mostró un profundo respeto y un tremendo cariño. Desde temprana edad se manifestó como un lector voraz, así a los 12 años ya se hizo con la colección Clásicos, de Barcelona, en la que leyó precozmente a Virgilio, Homero, Balzac o Rosusseau, entre otros muchos autores de la literatura universal.

 

Importancia de la jota

De niño se crió en un ambiente en el que la jota desempeñó un papel relevante en la vida familiar: su padre fue un bailador excepcional que llegó a ganar hasta en siete ocasiones el máximo galardón en Aragón, siempre con la misma pareja, Pascuala Sancho. Creó una escuela de folclore y dio clases durante muchos años, tanto en Albalate como en Urrea. También fue el creador de la popular Jota de Albalate, de la coreografía del “Rodat” y del bolero de Castelserás, enseñó a bailar a Conchita Piquer antes del rodaje de La Dolores, fue amigo íntimo del gran cantador José Oto y, como no, del “Pastor de Andorra”, quien a su muerte le cantó un padrenuestro en su funeral. Por eso no es de extrañar que en el mundo creativo de Alfonso Zapater la jota ocupe un lugar fundamental y le dedicara infinidad de artículos y una obra monumental, Historia de la jota aragonesa (Zaragoza, Aguaviva, 1988), en tres volúmenes, con prólogo de su paisano, Pedro Laín Entralgo, en los que recoge los cantadores y bailadores más destacados de cada uno de los pueblos de la geografía aragonesa.

En este sentido, también escribió una simpática biografía, plagada de anécdotas,  del gran jotero, amigo de su padre y suyo, José Iranzo, el Pastor de Andorra (Zaragoza, Diputación General de Aragón, 1993), que rezuma reconocimiento y sincera amistad.

 

Yo quiero ser torero o la reencarnación de Manolete

Coincidiendo con la muerte de Manolete en 1947, Alfonso Zapater cayó enfermo de pulmonía (fue el primero en el pueblo en recibir inyecciones de penicilina), en su larga convalecencia comenzaron a consolidarse sus inquietudes futuras, como reconoce en una entrevista en el año 2006 a su compañero del Heraldo, Juan Dominguez Lasierra: “Padecí de niño una pulmonía y tuve que guardar cama mucho tiempo. Allí, en aquella cama, se fraguó todo: los toros, la literatura, el teatro, el periodismo.” El médico le regaló un libro sobre toros y leyó durante su convalecencia todo lo que se escribió sobre el diestro, por lo que llegó, según relata, a convencerse de que el matador se había reencarnado en él. Su decisión estaba tomada: iba a ser torero. Así comenzó a prepararse recibiendo clases de toreo de salón y visitando diferentes tentaderos por toda la geografía nacional.

A los 17 años se vistió el traje de luces y debutó como novillero en la plaza de toros de Orduña (Vizcaya), luego en Graus, junto a Braulio Lausín –el hijo del famoso torero aragonés en cuya biografía colaboraría activamente Alfonso Zapater casi cincuenta años más tarde, Braulio Lausín, “gitanillo de Ricla”. Un león en los ruedos (Zaragoza, Diputación Provincial, 1998)- y José Luis Alaiza, le siguieron Albalate, Híjar, Alcañiz, Barcelona, Valladolid, Castellón, Cáceres, Plasencia, Trujillo, etc., en suma, más de treinta novilladas compartiendo cartel con figuras reconocidas y relacionándose con nombres del toreo nacional de primera fila, llegando a ser amigo íntimo de Paco Camino o de Luis Miguel Dominguín y de su familia, en especial de su hermana Carmen, a la que acompañaba al cine con frecuencia.

Fruto de esta experiencia torera y de su afición por los toros fue la que quizá aún hoy en día siga siendo la obra más completa sobre este mundo en Aragón, nos referimos a los tres volúmenes de Tauromaquia aragonesa (Zaragoza, Urusaragon, 1998), con más de 600 protagonistas presentes en sus páginas.

 

El torero poeta

Su actividad taurina lo llevó a Madrid, donde hizo el servicio militar como voluntario en el Ministerio del Ejército. Compaginó esta situación con el mundo del toro y con su afición por la escritura, por lo que recibió el apodo del “torero poeta”, pero pronto abandonó sus veleidades toreras (“Yo nunca tuve miedo a los toros. Los toros son lo único noble de la fiesta. Me retiró el ambiente, la trastienda”, dijo al respecto) para dedicarse por completo a escribir.

Su vocación literaria pudo más que la taurina y acabó imponiéndose. En principio continuó escribiendo poemas y en 1954 vio la luz su primer libro, titulado Tristezas (Madrid, Ediciones Ensayos), publicado por Pablo Antonio Panadero en Ediciones Ensayos, editor con el que mantuvo una gran amistad y con el que incluso llegó, según relata en sus Memorias (breves escritos que se publicaban los domingos en el Heraldo, en los que repasaba de manera anárquica, sin demasiado orden, circunstancias de su vida, recuerdos familiares, amigos, anécdotas, etc., siempre acompañados de una foto ilustrativa), a formar una sociedad dedicada a la venta de relojes a plazos. A este primer poemario le siguieron en esa misma editorial, Dulce sueño eterno (1954),  Julio (1954) –dedicado al mes de su nacimiento- y Ramillete (1955). Nunca dejaría ya de escribir poesía, sin duda algo más que una afición juvenil, pues en 1973 conseguiría el accésit de la Flor de Nieve de Oro de la X Fiesta de la Poesía de Huesca y poco después obtendría el premio de sonetos del certamen “Amantes de Teruel”. De igual forma, en 1975 ganaría el Premio San Jorge de Poesía por su obra Hombre de Tierra, publicada al año siguiente por la Institución Fernando el Católico.

Poco después, en 1976, escribiría, en su afán de acercar la poesía al pueblo, Aragón para todos, espectáculo poético escenificado del que se dieron más de doscientas representaciones, y la venta del texto editado superó los 10.000 ejemplares, del que también se grabó al año siguiente un disco (Movieplay) con las canciones.

Su actividad poética perdurará a lo largo del tiempo y podemos afirmar que nunca la abandonó completamente. Así, en 1992 publicará Afirmación del ser (Zaragoza, Institución Fernando el Católico), un poemario influido por el pensamiento de Joaquín Costa, que incide en una de las constantes de la escritura de Alfonso Zapater, su inquietud social, y  en el que desnuda la palabra y los sentimientos.

Volviendo a los años cincuenta, su actividad poética la compaginaba con esporádicas colaboraciones en el diario Pueblo, dirigido por Emilio Romero, y la escritura de reportajes para el semanario Dígame, y con más continuidad con la elaboración de guiones para Radio SEU, luego Radio Juventud, donde llegó a tener un programa semanal, “Palestra universitaria”, en el que contó como colaborador con un jovencísimo Martín Villa, a la sazón estudiante de ingeniería industrial.

Ya en los medios, trabó amistad con grandes periodistas del momento como Tico Medina, Antonio D. Olano, Miguel Ors o su paisana Pilar Narvión. A partir de ese momento, combinará su periodismo de calle, sus entrevistas y reportajes, con la escritura de poesía, teatro y, casi con seguridad, novela. Al mismo tiempo,  vivía su particular bohemia literaria y asistía con frecuencia a las sesiones del Ateneo; a las del domingo por la mañana en el teatro Lara, escenario de “Alforjas de la Poesía”;  a las tertulias del sábado por la tarde en el Café Varela (allí conoció a Cela, quien luego le prologaría varias de sus obras), donde se recitaban poemas por sus propios autores; a las del Café Lisboa; a las de Perico Chicote; a los recitales de las Cuevas del Sésamo, etc.

En todas estas tertulias alternaba el mundo literario con el de la tauromaquia. En una de ellas conoció al escritor Kenneth Graham, natural de Redondo (California), quien le pidió que le prologara su novela, Don Quijote en Yankilandia, una obra muy popular en su momento con grandes dosis de humor en la que su autor resucita a Don Quijote (casualmente coincide su publicación con el comienzo del largo e inconcluso rodaje de la película de Orson Welles sobre la obra cervantina, con la que guarda ciertas similitudes) y lo revive en los Estados Unidos de los años cincuenta, para presentarlo como un viajero sui géneris, que visita asombrado las instituciones americanas –el Congreso, la Casa Blanca, la Universidad e, incluso, los estudios de Hollywood, donde participa en la grabación de una película con Marilyn Monroe-.

En esta época sufrió prisión durante un mes en Carabanchel por injurias al Jefe del Estado. Se ocupó de su defensa el por aquel entonces marido de Lola Gaos, gran amiga suya y actriz que colaboró con él formando parte, como luego veremos, de su compañía “El Corral de la Pacheca”, quien consiguió  sacarlo de la cárcel mediante fianza de 5.000 pesetas. En el juicio correspondiente fue absuelto con todos los pronunciamientos favorables. Parte de su experiencia carcelaria se recoge en la autobiografía novelada a la que ya hemos hecho referencia, Tuerto Catachán, que luego comentaremos con más detenimiento.

 

Autor teatral

Su afición por el teatro se manifestó a temprana edad. Así comentaba haber escrito en su niñez en Urrea un auto sacramental, un drama en verso y una nueva versión de Los amantes de Teruel. Ya en Madrid, a finales de los años cincuenta, acudía a todas las representaciones que le era posible y gustaba de relacionarse con todo tipo de actores y actrices.  Fue amigo de María Ladrón de Guevara y de su hija Amparo Rivelles, de Luis Prendes, Isbel Garcés, Carlos Lemos, Paco Rabal, Paco Martínez Soria, María Asquerino y un larguísimo etcétera, incluyendo artistas de revistas musicales como Lola Flores, Lina Morgan o Celia Gámez, con la que le unió -según relata en diferentes ocasiones- una gran amistad, pues en una ocasión quiso ser “boy” de uno de sus espectáculos y cuando se presentó y le dijo su apellido, ella le explicó emocionada que en Argentina había tenido un novio apellidado también Zapater, de origen español, que le pagó su primer viaje a España, al que le estaba muy agradecida. Al final resultó que el tal Zapater era un tío del padre de Alfonso.

De esta forma, resurgió en él su infantil afición por el teatro y el 16 de febrero de 1958, estrenaba su primera obra en el teatro María Cristina, Noche de pesadilla. La puso en escena el Grupo Recreativo Talía, bajo la dirección de Carlos Lang. En los programas de mano, el propio autor advertía: “Es una comedia de intriga policíaca, aunque no me atrevería a encuadrarla dentro del género. Me he propuesto solamente, a través de la brevedad de sus tres actos, mantener el interés tanto en el diálogo como en la acción, de manera que al final podamos todos sentirnos satisfechos”. 

Su siguiente obra, La chavola, fue dirigida por José Franco y estrenada en sesión matinal en el Lara el 1 de julio de 1958   por “El Corral de la Pacheca”, su propio grupo escénico, integrado en esta representación por José Luis Hernández, Carmen Martín, Paquita Fajardo, Conchita Álvarez, Anastasio de Campoy, Emilio Padilla, Braulio Crespo, y por la que fue su mujer, Pilar Delgado. Obra de fuerte crítica social, cuyo tema, el chabolismo y la marginación, fue consentido por la censura por tratarse de una pieza de las denominadas de cámara y ensayo,  en las que, dada su escasa repercusión, no solían meter las tijeras. Buero Vallejo lo felicitó personalmente mostrándole su extrañeza por haber burlado el filtro censor; sin embargo, la crítica del momento, incluido Alfredo Marqueríe, del ABC,  contrariamente a lo que años después recordará Alfonso en sus Memorias, no fue muy favorable. Así, por ejemplo, el citado crítico decía: “La chabola encierra en su tesis una buena intención laudable, moralizadora y ejemplificadora, pero adolece de los defectos propios de un autor novel, de técnica ingenua y primaria, tanto en lo que se refiere a la expresión dialogada artificiosa y poco natural, como a las entradas y salidas de los personajes, como a la falta de dosificación de los efectos bruscos y sin ritmo. Todo en La chabola, desde su asunto hasta la traza de los personajes –siempre de una pieza, sin matices, es decir, sin verdad ni humanidad- pasando por la escasa duración de los actos revela el aire de improvisación y de esquema de quien da sus primeros pasos titubeantes por el difícil camino del drama. Ahora que, por algo se empieza, aunque este “algo” encierre mejor propósito que realización y logro.” Tan solo salvaba de la representación a Pilar Delgado, de la que dijo es “actriz joven pero de soltura, voz y dominio envidiables y admirables.”

Poco después, el 23 de julio, en el teatro de Bellas Artes del Círculo Catalán, “El Corral de la Pacheca” estrenaba Llegaron a una ciudad, de Priestley, autor asimismo de la obra, reconocida mundialmente, Llega un inspector. Alfonso Zapater logró acceder a este escenario gracias a Alberto Insúa, y encargó a su amigo de Alcañiz, Sergio Ferrer de la María, que a la sazón estudiaba en la Academia de Cine y que poco después sería uno de los ayudantes de Luis Buñuel en Viridiana, la dirección de la misma. La comedia fue traducida y adaptada por Mario Antolín Paz, marido de la gran actriz María Fernanda d’Ocón. En el reparto intervinieron actores que más tarde alcanzarían renombre como Mari Luz Bautista, Sergio Mendizábal, Lola Gaos, Hebe Donay y Fernando Guillén.

Su siguiente obra, El farol,  fue estrenada también en el Teatro de Bellas Artes. Se trataba de una comedia amable y humana con su correspondiente carga de tristeza y nostalgia, que se desarrollaba en Nochebuena, y sus protagonistas eran vagabundos sin hogar ni familia para celebrar esa señalada fecha.. La acción transcurría en un espacio único, donde las sombras se mezclaban con las luces. Sus intérpretes fueron los mismos que  habían actuado en La chabola. El periodista José Antonio Alejos-Pita le hizo una entrevista para la revista Juventud, en la que le dedicaba grandes elogios: “Como puede verse, las aspiraciones de Alfonso Zapater son dignas de la mayor consideración. Pero opino que son dignas todavía de otra cosa mejor. Son merecedoras del apoyo y de la estimación de la juventud española, que tiene en estos muchachos un nuevo ejemplo de impulso y de valentía. Son muchas las dificultades que han de pasar para llegar a la meta que se ha propuesto… Merece hacerse notar la juventud que representa. La juventud que sabe lanzarse por cualquier camino sin asustarse por nada. ¡Y fijaos que meten miedo los críticos!”. El farol  se representó durante algunos años en el Ateneo de Zaragoza, que contaba con el escenario del Mercantil, cuando Alfonso estuvo al frente del Aula de Teatro de la Comisaría de Extensión Cultural de la Diputación a principios de los años sesenta como vamos a ver.

 

De regreso a Zaragoza

Por cuestiones personales y familiares regresó a Zaragoza en los años sesenta. Colaboró en Radio Juventud, con Pedro Ara y Alberto Albericio en programas como “Café, copa y puro”, en tertulias radiofónicas y escribió multitud de guiones. Al mismo tiempo colaboraba en el diario Amanecer, para el que hacía reportajes, aunque oficialmente estaba de corrector de pruebas y se convirtió también en corresponsal de Europa Press. Poco después, dejó Amanecer y entró en la redacción aragonesa del vespertino Pueblo.

Como hemos señalado, durante los primeros años de la década de los sesenta Alfonso dirigió el Aula de la Comisaría de Extensión Cultural. Tras reponer su obra El farol, el 28 de junio de 1962, cuando se conmemoraba el 550 aniversario del acontecimiento histórico del Compromiso de Caspe, estrenó una nueva obra, Crónica del compromiso, dedicada a esta efeméride. Con la colaboración de la Tertulia Teatral de Zaragoza y bajo la dirección de Manuel Muñoz Cabeza, esta primera versión en un acto fue una especie de conferencia escenificada. Algunos años más tarde, en 1975, la pieza se recuperó a instancias del Centro de Iniciativas y Turismo de Caspe  para representarse anualmente en la fecha  conmemorativa del Compromiso, con puesta en escena a cargo del Teatro “La Taguara”, bajo la dirección de Pilar Delgado. Alfonso revisó la obra dándole un corte más clásico y alargando su duración. De igual forma, la editorial Litho Arte, publicaría por esas fechas su versión escrita.

Fue a principios de los setenta, cuando su mujer, Piliar Delgado, de familia dedicada al teatro, que por estos años dirigía un interesante programa radiofónico, “Por los caminos de la poesía”, en Radio Nacional, fundó el teatro-escuela La Taguara (vinculada poco después a Publicaciones La Tagurara, que se dio a conocer con sus Premios de Poesía de 1973, única vez que se convocaron), que era el nombre de un bar en la calle Fita, en el que se hacían exposiciones.  Hacia 1974 se constituyó ya como compañía de teatro independiente. Su actividad teatral se centró fundamentalmente en obras de temática aragonesa, reivindicativas o de denuncia. Con La Taguara Alfonso estrenaría tres obras, las ya mencionadas, Crónica del compromiso y Aragón para todos, que consagraría de forma definitiva a la compañía (se llegó a estrenar en el teatro Alfil en Madrid en 1980), con la que recorrerían toda la geografía aragonesa, y su otro gran éxito fue, Resurrección y vida de Joaquín Costa, de la que incluso grabaron una serie para la Televisión Aragonesa y que luego comentaremos más por extenso.

 Otras piezas teatrales de Alfonso Zapater son Yo traigo la luz, Se fue al amanecer, Tio Títeres y Una mirada sobre Daroca. Escenificación del misterio, esta última escrita en colaboración con Juan Manuel Torrijo en 1965.

Volviendo a su actividad periodística, en 1966 entró a formar parte de la redacción de Heraldo de Aragón, que ya no abandonaría hasta su muerte, donde comenzó a escribir una página diaria, “Zaragoza al día”, en la que mezclaba el reportaje, la crónica, la entrevista y el comentario o la opinión. En suma, algo nuevo, distinto en el periodismo de la época. Su serie “Aragón, pueblo a pueblo” se convirtió en un impresionante fresco del panorama regional, en el que todos los municipios estaban presentes -1350 núcleos de población- y que fue publicada en 18 volúmenes, con prólogo de su amigo Camilo José Cela. En la memoria colectiva del pueblo aragonés también  sobrevive su beligerante reportaje sobre la inundación de Fayón, magistral trabajo de periodismo de investigación. Son igualmente destacables sus trabajos sobre el incendio del hotel Corona de Aragón, en 1979, en el que murieron decenas de personas.

 

Costista hasta la médula

En 1975, Alfonso Zapater, gracias a las facilidades que le concedieron los familiares de Joaquín Costa, pudo estudiar y analizar los documentos que se conservaban en las estanterías de su despacho de Graus, más de doscientos ochenta y tres legajos y carpetas. Asombra la capacidad de trabajo del intelectual grausino, pero también la de Alfonso Zapater, quien en dos semanas de estudio intenso escribe los más de doscientos folios de su primer libro sobre Costa, titulado Desde este Sinaí (Costa, en su despacho de Graus), en el que se resume el contenido –el pensamiento- de todo este material acumulado en el despacho del regeneracionista aragonés. Se trata de un ensayo fundamental en su producción, pues con él se inicia una constante en la misma que no habría de abandonarle ya nunca: su costismo militante, que no es sino una concreción intelectual del amor y el interés que el albalatino siempre tuvo por Aragón. Zapater trae al presente a Costa, lo hace vivir de nuevo y mediante un diálogo con él recupera lo fundamental de su pensamiento y de su personalidad: el trueno de su voz, su misantropía, la irritación que le causa su enfermedad, la desesperación por la secular sordera de Aragón y de España ante sus reflexiones, la justa ira por las razones desatendidas, desoídas y marginadas, etc. El despacho de Graus es un hervidero de ideas, opiniones y consejos. No existe una especialización concreta o una preferencia sobre determinados temas. Al polígrafo aragonés le preocupaba todo lo que afectara a España  y por ende a Aragón-, nacional e internacionalmente. Hay sed de justicia y hambre de libertad. Le interesa, en especial, “hacer libre al pueblo español, que no lo es a pesar de sus leyes aparentemente democráticas”; elevar la cultura, es decir, modificar la manera como se distribuye el presupuesto a favor de la educación, y establecer o crear una disciplina social que a todos obligue y a todos alcance”.  De alguna forma, Desde este Sinaí  encierra una obra de teatro centrada en el pensamiento de Costa, pero demasiado discursiva y densa.

Esta pieza teatral que anticipaba su ensayo anterior la va a escribir en 1978, Resurrección y vida de Joaquín Costa. Ideario dramático en dos partes (Zaragoza, Guara Editorial, 1979). A este respecto, Zapater señalaba en la introducción que su intención había sido la de llevar a Joaquín Costa  al teatro, aun siendo sabedor de que “es empresa arriesgada y mucho más si se pretende realizar teatralmente, de acuerdo con las exigencias del género. Hay tres vicios o defectos en los que, a primera vista, se puede caer fácilmente: el abuso del monólogo, el diálogo excesivamente discursivo y la sucesión de estampas sin la necesaria coherencia en la acción. De estos tres vicios o defectos, casi obligados en este caso —máxime conociendo la personalidad de Costa—, he intentado huir para dar al hecho teatral toda su fuerza apoyándome en personajes reales, de carne y hueso, como reales son también —fueron— los diálogos que se escuchan en escena”. Así pues, Zapater busca a Costa en su voluntario retiro de Graus -en su tierra, en su patria- para repasar, desde el escepticismo que le confieren los años y el lastre de su enfermedad, en conversación con sus íntimos (Manuel Bescós, “Sivio Kossti”, Carmen Viñas Costa, Ramón Auset, etc.)  su vida, sus ilusiones –desilusiones-, sus proyectos, etc. El preestreno de la obra se celebró en Graus, el jueves 8 de febrero de 1979, con motivo del LXVIII aniversario de la muerte de Joaquín Costa, y el estreno oficial en el Teatro Principal de Zaragoza, el día 15 del mismo mes, a cargo del Grupo de Teatro Independiente La Taguara, bajo la dirección de Pilar Delgado.

La pasión de Alfonso Zapater por Joaquín Costa le lleva a fabular sobre los aspectos más personales, íntimos, del personaje. Así, partiendo de un imaginario manuscrito -unas memorias apócrifas como reza el título, que en el fondo no son sino los documentos que Zapater consultó para escribir Desde este Sinaí- que ni los más tenaces investigadores han descubierto, y de un enigmático personaje que se considera la reencarnación de Joaquín Costa en el presente, Alfonso Zapater repasa la vida y la obra del regeneracionista aragonés en la novela titulada, El regreso de Moisés. Memorias apócrifas de Joaquín Costa, (Zaragoza, Mira Editores, 1996), pero centrándose de manera muy especial en aquellos aspectos que inciden en su vida sentimental, contribuyendo a potenciar la semblanza humana del montisonense-grausino, la cual para la mayor parte de sus estudiosos pasa desapercibida, y todo ello desde la convicción de que en esta vida, antes que genio no hay otra cosa tan difícil como llegar a ser hombre, de hecho, en su semblanza de Joaquín Costa si algo resalta por encima incluso de su pensamiento es su fisicidad, su necesidad de amor, de sexo, de que le quisieran como persona.

Como colofón, Alfonso Zapater escribirá también una biografía del montisonense en el año 2005, Joaquín Costa (Zaragoza, Delsán Libros, 2005), en la que aporta datos y recuerda anécdotas poco conocidas tanto del personaje público, como del privado, el que tuvo una hija secreta y se resistió durante mucho tiempo a reconocerla como suya. La presencia de Costa y de su pensamiento no se agota única y exclusivamente en la escritura de las obras reseñadas, sino que se manifiesta también, de una u otra forma como constante influencia, en toda la producción escrita del periodista.

 

Novelista

Durante su estancia en Madrid, Alfonso Zapater combina sus inquietudes poéticas y teatrales con las narrativas y escribe su primera novela, inédita por el momento, titulada Camelia, en la que según resume en sus Memorias se mostraba “ingenioso y humorista a la par”, en ella relataba una singular historia de amor, desde una “perspectiva diferente a la tradicional”. En este mismo capítulo de sus Memorias confiesa que es en “la novela donde más a gusto me siento, porque me da la oportunidad de fundir la realidad con la ficción, sin olvidar que todo tipo de narración va acompañada también de poesía y teatro. Es una visión más rica de la realidad y de la historia, por sus muchas posibilidades”, y así es, quizá junto con la periodística, sea la novela el género más destacado de Alfonso Zapater, como lo demuestran los múltiples premios que alcanzó.

Con su segunda novela, primera publicada, El hombre y el toro (Zaragoza, Litho Arte, 1976), consiguió el premio Padre Llanas, de Binefar, en 1975. Se trata de una novela simbólica y lírica, que remite con claridad meridiana a su etapa de novillero y que parece inscribirse dentro de esas obras de corte taurino que José María de Lera escribiera en los años sesenta dedicadas al mundo de los toros, nos referimos a Los clarines del miedo (1958), Bochorno (1960), Trampa para morir (1964) o Los fanáticos (1969), o a la de Camilo José Cela, El gallego y su cuadrilla y otros apuntes carpetovetónicos  (1949), pero en este caso se trata solo de un hombre y un toro, sin público ni orquestas, ni cuadrillas ni espadas, ni turistas ni picadores ni banderilleros que saben mucho, tan solo un hombre, un toro y una naturaleza inhóspita, que en una noche inclemente de cellisca se disputan una isla insignificante, un trozo de tierra que por capricho no se lo ha tragado el río. Se trata de una esplendida novela que, por encima de cualquier otra consideración, es una lección de fortaleza ante el infortunio y la desesperanza,  una demostración del valor que puede llegar a tener un hombre en una situación límite, pero también, al final, es una historia de amistad y admiración, de supervivencia animal. El autor no toma parte por ninguno de los dos, simplemente deja actuar a sus instintos animales. El hombre y el toro tiene  connotaciones de heroica epopeya. El frío y el mal tiempo en que la acción tiene lugar no son un recurso del escritor para añadir suspense o dramatismo al relato, que también, sino que fueron una realidad, el suceso no es ficción, verdaderamente un hombre y un toro, en unas condiciones extremas, como se explica en una nota, protagonizaron esa noche y los periódicos lo contaron en su sección de casos insólitos.

Imbuido del pensamiento costista, Zapater escribió Siembra (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1978) y El pueblo que se vendió (Barcelona, Bruguera, 1978), dos magníficas novelas de realismo social rural, que conforman un díptico perfecto de la realidad de los pueblos de Aragón.

Con la primera, Alfonso Zapater ganó el Premio “San Jorge” de Novela 1978. En ella narra la rivalidad entre dos familias –de alguna manera se trata de una metáfora de la guerra civil-, las últimas que quedan en un pueblo: una, los Acines, compuesta por la viuda, Blasa Cenarbe Adiego, madre de tres hijos solteros “como tres castillos” –Cosme, Fermín y Doroteo-; otra, los  Artales, compuesta por el viejo Lorenzo Artal Sendino, su mujer Ramona Bielsa Martín, tres hijas, también solteras, Rosario, Ramona y Dolores, y Lorenzo, su hijo menor –el impotente-y la mujer de este, Cristina Berdún Larués. Dos familias enfrentadas en su soledad, dos bandos –los rojos y los azules, los pobres y los ricos- odiándose a muerte en una guerra sorda que a veces estalla en insultos y algaradas que llevan a la justicia a sentenciar el  destierro de la familia de los Acines por sus amenazas continuas a los Artales, por su tradicional malquerencia. La enemistad proviene de tiempos de la guerra, cuando el ahora viejo Lorenzo parece ser que delató a Cosme Acín Palomar, quien fue asesinado. A partir de ese momento el rencor anida en la familia de los Acines, con tres hijos, “como tres castillos, cualquiera nos tose”, sin atender a palabras, sin que el amor de reminiscencias shakesperianas  que surge entre los primogénitos de cada casa, Cosme y Rosario, logre el perdón, ni siquiera con la esperanza de futuro para el pueblo y de reconciliación para las familias que podría suponer esa nueva vida que crece en el vientre de Rosario; sin embargo, ya nada es posible, todo está perdido: la sangre de Caín sigue triunfando hasta adueñarse de ese pequeño microcosmos del solar patrio que es el pueblo.        

Con El pueblo que se vendió Alfonso Zapater ganó el premio Ciudad de Barbastro de 1978 y se anticipó a toda esa literatura de la memoria, de mundos que se acaban, tan propia de los narradores leoneses (Juan Pedro Aparicio, José María Merino o Luis Mateo Díez) y a libros de enorme popularidad como La lluvia amarilla, de Julio Llamazares, ambientado en el Pirineo aragonés. El pueblo que se vendió tiene ecos de la narrativa de Rulfo, en especial de Pedro Páramo, solo que en este caso son los vivos los que reclaman, los que dan voz a los muertos. La historia trascurre en Urbecia, un pequeño pueblo aragonés, que se va quedando sin habitantes, hasta que los últimos deciden vender sus propiedades y lo abandonan definitivamente, todos, incluidos los muertos que son trasladados a la localidad vecina para volver a ser enterrados. El lugar se acota y el casco urbano, para evitar el retorno de los antiguos habitantes, se convierte en un cercado protegido por un implacable patrón y por Damián, un terco lugareño aferrado a lo suyo que, aunque vendió sus propiedades, consiguió su usufructo y trabajar para los nuevos propietarios como guarda. La vieja tía Micaela ronda cada día las alambradas, para reclamar los huesos de su difunto, los cuales no fueron exhumados en su momento con los del resto de la población y que ahora ella necesita recuperar para descansar en paz junto a ellos. El capataz no puede soportar su presencia, le deniega una y otra vez su petición y amenaza con matarla si la ve merodear por el vallado. Damián comprende su reclamación y poco a poco va robando los restos  para devolvérselos a plazos a su legítima dueña, como si de una macabra deuda se tratara. Esta tarea reparadora le lleva a darse cuenta que el ciclo de la vida en Urbecia se ha roto de manera definitiva, ya nadie podrá pasar noticia de su muerte, de esta forma descubre a su alrededor toda una serie de males: la soledad, el paso inexorable del tiempo, la muerte y sus consecuencias más inmediatas: el pánico a morir solo y el miedo a convivir con los fantasmas del pasado. Así se desencadena toda una serie de sentimientos de culpa en su interior, en especial su falta de valor para declarar su amor a Orosia y haber luchado junto a ella contra la despoblación teniendo hijos; su dócil conformismo para aceptar la muerte de una manera de vivir y de su pueblo y, sobre todo, el de no mantenerse fiel a sus principios y a la memoria de los suyos y acabar abandonando la aldea como los demás. Para evitar esta situación, para no perder definitivamente la dignidad y como desagravio a los errores cometidos en el pasado se rinde al amor pasivo de la viuda Hortensia con la finalidad de tener hijos y de que la vida vuelva al pueblo, pero ya es demasiado tarde, con fatalidad de tragedia clásica, en un final tremendista, asistimos al asesinato del patrón. Al final los muertos imponen su muda ley a los vivos, ya no hay futuro y todo será olvido en Urbecia.

La novela impresiona, no solo por su calidad literaria, sino por la tristeza de saber que no hay solución posible. Su prosa es cruda, sin artificios, con un léxico vivo, preciso, autóctono, con el que logra crear un clima poético, en ocasiones casi lírico, que hace que el lector acompañe a Damián en sus meditaciones y remordimientos, en su soledad, convirtiéndolo en protagonista.

En 1980, Zapater conseguía con la novela Viajando con Alirio (Barcelona, Planeta, 1980) el Premio Ciudad de Jaca. En ella, Enrique, conductor que se gana la vida transportando mercancías por España con su furgoneta, es contratado para trasladar a su pueblo natal el cadáver de Alirio Pérez Lafita, un transporte ilegal que le llevará por los lugares  en los que transcurrió la vida del difunto en una suerte de casualidad-causal que lo va atrapando en la personalidad de Alirio. La novela se desdobla y en cada uno de los lugares que recorren, en primera persona, en un tono épico e intimista, el personaje principal relata en forma de memorias sus vivencias. Su vida fue singular, voluntariosa, aventurera, en ella Alirio manifiesta una clara voluntad de ser un hombre más natural que social –el modelo bien podría ser el del buen salvaje de Rousseau- que se adapta a los ambientes sucesivos sin que estos interrumpan el curso de su trayectoria que tiene a gala no volver sobre sus pasos, porque cuando lo hace es solo su cadáver quien recopila sus andanzas y vivifica su huella, sobre los seres que conoció, sobre los paisajes que holló, etc. Alirio de alguna manera es una especie de Pedro Saputo particular, un hombre con una filosofía personal que al cumplir la mayoría de edad decide enfrentarse a su “verdad desnuda”: el hecho de ser hombre en absoluta libertad, sin ataduras de ningún tipo, sin perseguir ningún fin en la vida, su único objetivo es el de vivir cada día como si fuera el primero de su existencia, anhelando lo inalcanzable (¡Cuánto del propio Zapater en este personaje!).

La novela pues, presenta la vida de Alirio como una sucesión de peripecias, de estructura itinerante –modélo clásico picaresco, pero sin picaresca, en modo alguno Alirio es un pícaro-. Alirio, como Pedro Saputo, es hijo de sus  obras, de su talento natural y de su voluntad de aprender y saber: Alirio abandona su casa y se lanza a recorrer mundo sin destino y sin metas: primero conoce el amor en una venta con una mujer madura  y trabaja durante algunos meses en la restauración de una iglesia como peón de albañil. Aquí nace su amor por el arte, lo que le lleva a aprender la profesión de alfarero,  hasta que  es hecho preso por desertor del ejército. Tras pasar dos años cumpliendo con la Patria, donde aprende a tocar maravillosamente bien la guitarra, entra a trabajar de camarero y su carácter emprendedor le lleva a asociarse con el dueño y a montar un complejo hotelero en el que instruir a los profesionales del gremio. Pronto se enamora de Martina, la hija de su jefe-socio y esto un tiempo después provoca que tenga que abandonar el negocio, pues su padre no ve con buenos ojos la relación. Alirio se retira al desierto para reencontrarse consigo mismo (capítulo muy filosófico que habla del transcurrir del tiempo, del ser, de la libertad, de la esclavitud actual. Se reintegra a la sociedad, rescatado del desierto como si de un salvaje se tratara, pero poco a poco recupera sus habilidades e instruye a todo un pueblo en ellas. Sigue su peregrinar y llega a unas cuencas mineras donde ayuda a los mineros en su esfuerzo por mejorar sus condiciones sanitarias y consigue un hospital. Vuelve a la ciudad y se alcoholiza. Sale de esa situación y ya sin esperanza de conseguir su ansiada libertad, se prepara para morir y escribe-ordena sus pensamientos. Contrae matrimonio con una mujer a la que no ama, pero que le da cobijo hasta su muerte. Al final, su cadáver, como el de los héroes míticos, desaparece.

En 1981, Alfonso Zapater quedó finalista del Premio Nadal de Novela con su obra, El accidente (Barcelona, Ediciones Destino, 1983), tras la gijonesa Carmen Gómez Ojea, una licenciada en Filosofía y Letras, ama de casa con cinco hijos, que se definía como una “cocinera que escribe o una escritora que fríe huevos”, ganadora con la novela fantástica y de aventuras titulada Cantiga de agüero. Resulta paradójico que la novela de Zapater rezume un profundo feminismo al que la misma ganadora parece renunciar, pues se declara escritora por afición, escribe por las noches, después de cumplir como ama de casa.

Alfonso Zapater escribió  El accidente en dieciséis días, durante su veraneo en Sitges, si bien había madurado la idea durante más de un año. Basada en un hecho real que cubrió como periodista de El Heraldo, narra la despedida de soltero de cuatro amigos en la montaña –Candanchú- que concluye a su regreso con un fatal accidente, en el que mueren al permanecer 14 horas sin recibir socorro. Atrapados en los restos del coche, el novio trata de sacar a sus acompañantes la verdad sobre su futura esposa. Así, El accidente es la crónica de los últimos instantes de vida de cuatro hombres, conducida in crescendo –como una tragedia griega, en la que el coro lo forman las gentes del pueblo que acuden a la orilla del río Aragón para ver como sacan los cadáveres- con breves y elusivos diálogos, y sus correspondientes monólogos interiores, para dejarnos en la duda de si tal accidente no es sino colectiva y voluntaria anulación (el parecido con El Jarama es solo instrumental). Novela realista, no exenta de toques líricos presentes en el ritmo de la prosa y numerosos elementos simbólicos (la montaña, el río, la noche, la tortuosa prisión de hierros retorcidos en que se ha convertido el chasis del coche, una especie de simbólica tela de araña en la que se encuentran atrapados, etc.), narrada desde los diferentes puntos de vista de los cuatro personajes: Antonio, Ramiro, Pedro y Carlos. Sobre ellos gravita la sombra de la auténtica protagonista, ausente, pero siempre presente en el recuerdo de cada uno de ellos: Mercedes. Novela feminista en la que se reivindica la libertad sexual absoluta de la mujer.

En 1983, Alfonso Zapater vuelve a presentarse al premio Nadal con su novela Los sublevados (Zaragoza, Heraldo de Aragón, 1983. Nueva edición en la Editorial Certeza, 2005). En ella novela con rigor histórico la epopeya de la sublevación republicana de Jaca a cargo de los capitanes Fermín Galán y Ángel García.

En sus páginas se recrea de forma casi cinematográfica la aventura vivida por estos capitanes, que se sublevaron el 12 de diciembre de 1930 en Jaca y proclamaron en esa ciudad la República. Tras hacerse con la capital jacetana formaron un convoy de camiones con cientos de soldados con el objetivo de tomar Huesca, pero fueron rechazados y ambos militares fueron fusilados tras un juicio sumarísimo.

Las cincuenta y siete horas y diez minutos que duró la aventura republicana, desde el 12 de diciembre de 1930, al toque de diana, hasta el día 14 a las tres y diez, son revividas por toda una serie de personas que participaron en los diferentes acontecimientos, testigos de la fallida asonada que, reunidos muchos años después, tratan de reconstruir los hechos y de revelar-descubrir la verdad de lo ocurrido, complicada tarea que deja algunas importantes preguntas sin contestar: ¿fueron utilizados en realidad los sublevados por los políticos de Madrid para medir las fuerzas de la monarquía?, ¿fueron sacrificados de forma consciente?, ¿cuál fue la verdadera actuación de Casares Quiroga?, etc. Paradojas de la vida, cuatro meses después de su fracaso y fusilamiento, se produjo la caída de la monarquía y la llegada de la II República sin el menor derramamiento de sangre, si bien las muertes de los capitanes no fueron en vano, pues se convirtieron en símbolo de la lucha por unos ideales.

La novela rezuma emotividad, admiración por la figura de Fermín Galán, al que se considera un mártir de la causa republicana, conocimiento de los paisajes de la acción y una documentación muy trabajada de los hechos narrados.

En 1992, Alfonso Zapater publicó su novela La ciudad infinita (Zaragoza, Mira).Se trata de una novela urbana, caleidoscópica, comprometida, de crítica social, implacable con la burguesía, en la que se denuncia la existencia en las ciudades de un ámbito marginal, de una capa social oculta y relegada, si bien la obra está recorrida de un humor constante desdramatizador. Escrita con un lenguaje sencillo. Como aconsejaba Celaya, Zapater escribe “como quien respira”. El protagonista es colectivo, de temática urbana. Con los característicos personajes representativos de su clase o grupo social, no hay argumento propiamente dicho, pues se disuelve en las peripecias de su acontecer diario: Felipe el Patapalo, Nicasio, Agustín Méndez el Poeta, Jorge Bescós el Galaxias, Dolores Velasco Heredia, la Pitonisa, etc., toda una caterva de pobres, menesterosos, putas, videntes, tullidos, en definitiva, una troupe de personajes alucinados, con su particular idiosincrasia  cultural, filosófica, de vida, etc., empeñados en crear un sindicato, el SILIPOPE –Sindicato Libre de Pobres de Pedir-, que defienda sus derechos como mendicantes y los reconozca como clase; sin embargo, a lo largo de la novela no consiguen nada, tan sólo ser el centro de atención, de sospechas de la desaparición de dos niños, que luego uno de ellos, Agapito, encuentra, así como también ser los máximos sospechosos de toda una serie de incendios de entidades bancarias que se están produciendo en la ciudad. Esta serie de incendios, parece ser que causados por el Sardineta, un pobre justiciero que atenta contra un capitalismo injusto, que no solo los mantiene en una situación inaceptable, sino que también los considera sospechosos de todo tipo de males. Junto con el realismo (son muy importantes las descripciones, en especial de lugares, calles, bares, locales de alterne, ríos, puentes, etc. de Zaragoza, que se convierte de esta forma en la gran protagonista), presenta otro nivel de lectura simbólico, así los ataques incendiarios o incluso el final, la muerte y entierro del Poeta., tienen una lectura más trascendente.

En 1995 y también en la editorial Mira, publica su novela Yo falsifiqué el Guernica, una reflexión sobre el arte, sobre su originalidad, sobre el amor,  la guerra civil española y la política de nuestro país (incluido el terrorismo vasco) en los años ochenta, todo ello construido sobre una intriga mínima en la que se deja entrever que el “Guernica  que regresó a España y se contempla en el Casón del Buen Retiro podría ser falso, debido a la mano de un experto falsificador”.

En Tuerto Catachán, autobiografía novelada del propio Zapater que ya hemos mencionado con anterioridad, va alternando la mirada de un niño que vivió la guerra civil y la inmediata posguerra, con sus padecimientos, odios, venganzas, prisiones y fusilamientos, a las que como es lógico no escapó su familia, con la mirada de un adulto, un periodista -el mismo Zapater-, quien es recluido en la cárcel de Yeserías (en realidad, como hemos dicho fue en Carabanchel), acusado de injurias al Jefe del Estado, situación que se prolonga durante poco más de un mes, y que supuso una terrible experiencia que le llevó a  conocer las cloacas del régimen franquista y a descubrir que la celebrada victoria de los vencedores y los sucesivos años de paz que le siguieron eran un espejismo, pues existía en España una guerra no declarada de odios, venganzas y muertes que infligían los vencedores sobre los vencidos y que él mismo sufrió en sus propias carnes durante su encarcelamiento.

En líneas generales, podemos concluir que su estilo narrativo es, sin duda, de corte periodístico: claro, sencillo, preciso y conciso (no es un fin en sí mismo, sino un medio para contar una historia), pero con fuerza, con imágenes y símbolos telúricos, con ritmos muy marcados basados en su mayor parte en repeticiones de nombres y sintagmas, con profundidad de pensamiento en sus reflexiones. Incluso, la mayoría de sus novelas tienen su origen en una noticia y fueron escritas en poco, muy poco tiempo, con esa inmediatez creativa tan propia del Zapater periodista, ansioso de comprobar la recepción del público. En todas sus novelas la muerte está presente, pero, paradójicamente, casi siempre se erige en fundamento de vida, como no podía ser de otra forma en alguien que tuvo verdadera pasión por la vida. Otra constante en ellas es Aragón (agua, tierra, viento y sol). El paisaje no es un decorado, es un personaje, en muchas, incluso,  el principal.

 

Biógrafo

Una de las facetas más desconocidas de Alfonso Zapater es quizá la de biógrafo (en este trabajo ya hemos mencionado las dedicadas al matador Braulio Lausín, al jotero José Iranzo y la de Joaquín Costa), si bien hay que significar que se trata de un estudioso un tanto sui géneris, poco paciente para reunir toda la información relativa al biografiado y poder así abarcarlo en su totalidad; es decir, más que un investigador al uso que trata de acotar una personalidad desde todos los puntos de vista posibles, él aborda la misma desde aquellos aspectos que le son más próximos y accesibles, por eso sus biografías no se pueden considerar totales y ni mucho menos definitivas –no sé si se ha escrito alguna-, pero, sin embargo, todas son simpáticas, más anecdóticas que profundas, más humanas que rigurosas, pues están hechas desde la amistad con el personaje o con aquellos que lo conocieron y lo trataron en su vida diaria o, incluso, en la intimidad, ya que las biografías de Zapater son más bien un conjunto de entrevistas, de conversaciones ordenadas que dan una idea parcial de la vida de una persona más que de una personalidad relevante.

Un claro ejemplo de todo lo anterior lo encontramos en la biografía que le dedicó al Rey, Juan Carlos, hombre (Zaragoza, IberCaja, 1990), un trabajo que ilustra la vida  de nuestro monarca durante su estancia en Zaragoza como cadete de la Academia General Militar. Sus páginas nos descubren a don Juan Carlos como una persona “sencilla, abierta y afable” en su trato con los compañeros de promoción y con el personal de la Academia. El peluquero del centro de enseñanza del Ejército de Tierra rememora sus frecuentes visitas a la barbería: “’Aféitame’, me decía, y yo le contestaba. Pero ¿cómo le voy a afeitar, Alteza, si no tiene barba?” En este sentido, Camilo José Cela, que escribió el prólogo del libro sobre un ejemplar de un ABC, al no tener a mano un papel en blanco, resalta que “Don Juan Carlos fue un hombre: cabal, templado y como Dios manda, con el pulso latiéndole en su sitio y la mirada abierta al mundo…”, incluso en la presentación del mismo, que oficio como maestro de ceremonias, dijo que “antes y después de Rey fue un hombre que jamás volvió la espalda al tiempo que le tocó vivir y al papel que le correspondió representar.” Así pues, la obra es un conjunto de entrevistas a personas que tuvieron la oportunidad de convivir con él: la limpiadora de su habitación, el conductor del tranvía que enlazaba el centro de Zaragoza con la Academia, etc. Se trata inevitablemente de una biografía impresionista y subjetiva, si se quiere, pero no por ello menos apasionante e interesante, necesaria y reveladora de la honda personalidad de Don Juan Carlos.

Otra biografía importante es la que dedica al pintor de su pueblo, Juan José Gárate. Recuerdos y vivencias, a quien el abuelo de Zapater, el “Tuerto Catachán”, conoció bien, Zapater tan sólo en sus últimos días, pero con eso y la colaboración de sus familiares y paisanos que lo trataron en la cotidianeidad en Albalate, reconstruye su vida de forma amena y repasa su producción artística.

Un compendio de micro biografías es su trabajo en cuatro volúmenes, Líderes de Aragón siglo XX (Zaragoza, 2000), una especie de who is who de nuestra Comunidad.

En este apartado de su producción también cabe mencionar el guión escrito para televisión a finales de los años ochenta dedicado al famoso pianista aragonés, Luis Galve: Tres cuartos de siglo al piano, interpretado entre otros por Mariano Anos y  Pilar Delgado. Así como el trabajo sobre el escritor aragonés, Ildefonso Manuel Gil, El poeta que vio nacer un pueblo.

 

Aragón en el corazón

Junto a su producción poética, teatral, novelística y biográfica, su obra comprende también una serie de libros de crónicas y reportajes periodísticos que se inician con Venezuela, paso a paso (Zaragoza, Tipo-Línea, 1971), fruto de un largo viaje por aquellas tierras hermanas, y que se centra fundamentalmente en Aragón: sus gentes, su paisaje, su riqueza cultural y patrimonial, etc. Andar, ver y contar es la máxima de Zapater, en el decidido empeño de recuperar las señas de identidad de nuestra Comunidad. En unión de su esposa Pilar y de la Taguara recorren hasta el último rincón de su tierra. Alfonso no pierde el tiempo y aprovecha para empaparse de todo, de su paisaje y de su historia, sus gentes y problemas.  Así en 1975 escribe Aragón, ruta de la sed (Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”), con prólogo de Ramón J. Sender; Esta tierra nuestra (Zaragoza, Librería General, 1981-1986, VI tomos) y Aragón pueblo a pueblo (Zaragoza, Aguaviva, 1986, X volúmenes), introducida por Camilo José Cela, obra enciclopédica, en doce volúmenes, que acoge todos los núcleos de población aragonesa en plásticas semblanzas, casi como sonetos de una obra poética monumental, y que compendia la experiencia del autor a lo largo de muchos años de visitar todos y cada uno de los pueblos de nuestra geografía.

En este capítulo deberíamos mencionar también los múltiples guiones que escribió para la elaboración de videos sobre recorridos por tierras aragonesas (De la montaña a la ribera, Del Jiloca al Ebro, etc.), con producción de Pilar Burillo y dirección de Rajko Rutar.

Con Aragón como motivo central del libro encontramos también su obra de explícito título, Aragón 1900 (Madrid, Silex, 2002), en el que Zapater presenta una semblanza de los hechos más relevantes acaecidos en nuestra comunidad –en especial en Zaragoza- a finales del siglo XIX y primer tercio del s. XX: situación política, resumen de las ideas de Costa, la situación agrícola, el urbanismo, los regadíos, la exposición Hispano-Francesa de 1908, los periódicos y revistas, el ferrocarril del Canfranc, una sucinta presentación de aragoneses ilustres, el mundo del espectáculo, del deporte, la sublevación de Jaca, etc.

Digno de mención es también en este apartado su estudio titulado Don Quijote en Aragón en el que a analiza pormenorizadamente la obra, desde las menciones iniciales de Aragón en la primera parte, hasta llegar a la segunda, y más concretamente en la tercera salida del famoso hidalgo, cuando nuestro territorio cobra capital importancia, especialmente los treinta y un capítulos  (del XXIX al LX) que dedica fundamentalmente a la provincia de Zaragoza.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Villalba Sebastián

Fantasmas

20 de febrero de 2014 08:20:56 CET

 

 

 

 

 

 

 

Me pasé cuatro años intentando descubrir

a quién me recordabas

a quién evocaba

cuando te amabs

cuando te decía te quiero

o iba contigo al cine.      

Nada muy profundo

simplemente una sospecha

el síndrome de Rebeca

alguien que está detrás de otra persona

de una manera tan leve

tan sutil que nunca llega a la conciencia. 

La otra noche

después de una lectura de poemas

firmaba ejemplares

de mi último libro

una mujer se acercó

la reconocí     

había estado una sola noche con ella

ni siquiera una noche completa

ni siquiera una noche muy buena

yo había huído vergonzosamente

de su locura

la reconocí     

esa mirada un poco desequilibrada

(el descontrol entre los ojos y la boca

que expresan cosas diferentes

hasta opuestas)

la sonrisa sádica y a veces masoquista

el temblor de las manos     

entre la omnipotencia y el desamparo

una belleza herida

una belleza dolorida

nos saludamos

(ah esa nueva sumisión que yo no conocía

y se debía exclusivamente al hecho

de que yo había escrito el libro) 

le firmé el ejemplar

pero ahora yo había hecho un gran descubrimiento

ahora sabía a quién me recordabas vagamente

te parecías a ella

de una manera personal e intransferible

de una manera que estaba en mi cabeza 

sólo

que cuatro cinco años atrás

la noche en que me acosté con ella

lo hice porque me recordaba a otra

a otra mujer a la que había amado

diez años antes

y no nos fue muy bien 

pero aquella otra mujer

-a la que amé hace diez años-

me recordaba a otra anterior

a la que había amado intensamente

y ahora estaba enferma de cáncer 

una cadena de replicantes 

los eslabones de una biografía de amor         

llena de espectros

que conducen de una mujer a otra

como los afluentes de un río

que va a dar al mar

que por supuesto, es el morir.  

Salvo que aquella mujer que amé

intensamente en mi juventud

fuera alguna otra

que no puedo recordar.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Cristina Peri Rossi

La droga del café Gijón

19 de febrero de 2014 14:40:39 CET

El Gran Café de Gijón es como una taberna de pueblo pero en fino, con grandes ventanales por donde asoman la jeta, en los veranos, los famosos y los que tienen ganas de serlo. Esta taberna ilustre navega entre militares, chulos roñosos, ciegos de vara en mano, travestís, modistos, cuentistas, ladrones de corbata, marchantes incultos, borrachos de prestigio y mil profesiones inclasificables. Al Café Gijón van los catetillos para ver de cerca las lumbreras del país, los actores, más pochos en verdad que por la tele, para olismear de reojo las rancias tertulias. Al Café Gijón van las ancianas para gastar su pensión en lentas meriendas, vestirse de colorines –en un sitio donde las apedrean- y untarse potingues rosados en sus mofletes de gelatina. Los chaperos hacen como que mean en los servicios, se acicalan la pringue del pelo, toman leche y engatusan a los maduros en la barra. Alfonso, el cerillero, renquea su reúma entre la cocina, los lavabos y el puestecillo con la radio colgada a la oreja. Una aguja inquietante, en la primera fila de mesas, controla desde la negrura de sus gafas la fácil alegría del imbécil. Cristino Mayo es más serio que un cólico de madrugada. Cristino Mayo odia a los mariquitillas que mueven el culín por el Gijón, no los puede ver y monta cirios propios de su edad gruñona, con la consiguiente escandalera de los afectados, que se ríen ante el oscuro escultor. Me cuenta José Lucas cómo uno de estos niñatos se acercó a Cristino para pedirle fuego –Cristino, como siempre, estaba fumando sus puritos negros-. Pero el señor artista, sin inmutarse, contestó: no tengo fuego. El mariquita, alucinado, se dio media vuelta sin dar crédito.

 

El Café Gijón es una taberna de pueblo donde todos se conocen, se critican, se alaban, odian, bendicen y maldicen, arreglan el país ante una taza pestosa repleta de colillas. Hay clanes, familias, separatas, juntatas, tribus, fronteras, policías y ladrones. El relumbrón y prestigio del Gran Café encubre la mediocridad de mucho pintor, poeta, escribidor, teatrero, que ventosea su aburrimiento al terciopelo rojo de las cultas sillas. Los pones a las puertas de sus casas, les tapas los ojos y a la media hora están roncando tras las ventanas del chiringuito de Recoletos. El Café Gijón es una droga. Da mono si no pasas por allí y estrangula la creatividad. Hay que ir a diario, o casi. A Pepe, el dueño, le viene como dios. Es un sebo hortera y suculento para un país mitómano, como dice Manuel Álvarez Ortega, el poeta solitario, en vida y en obra, de este antro de madera y mármol. Sólo el Banco sabe los cuartos que el señor Pepe amarra al cabo del día, porque el chorreo de gente no para desde que levantan la escotilla hasta que dan el cerrojazo con un corte de mangas los camareros.

 

Famosa por machacona después de mil años de citarla, reportajearla, retratarla y así hasta y pico de veces es la tertulia literaria de este café. Espigas como don Camilo antes de ser tonel académico, avispas gerardas de repentino talante y garcilasos anietados eran, entre otros sesos de brillo desigual, algunos de los comunión diaria en esta capilla de santones entrañables. Ya no no podemos oír la flauta niña y culta, chilloncilla, hiriente y espigarda de Enrique Azcoaga. Nos ha puesto los cuernos con otra tertulia, a la cual todos estamos invitados. Enrique, venenoso y cachondo, brillante prosa, olvidada, en las paredes de este Café. Enrique Azcoaga haciendo chistes con su muerte en un día de paseo. Caminábamos José Lucas, él y yo por Recoletos cuando empezó a llover. Y Enrique dijo: meteros las manos en el bolsillo, que llueve menos. Son teorías de la edad, ya próximo el ataúd. Era junio de 1984. Un año después, sin cumplirse, aquella gracia se cumplió. Sí se puede ver y oír a Ramón de Garciasol, grave y docto, catedrático en esta esquina de la Tierra donde venden café charlado, sosiego a los oídos. Algunas tardes baja, desde la calle Augusto Figueroa, Francisco García Pavón. Y se sienta, y escucha y mira este cuento de la vida, retrepado mansamente en la esquina del asiento. Vivaracho, pendiente, con la antena puesta, listo, enganchado por amor al tren antiguo con vocación de meteorito futurista, el pintor José Lucas, varias veces mentado en esta droga que se llama Gran Café de Gijón.

 

A esta droga acuden, también, una mollera calva, fresca y lúcida cola del naranjero Manuel Vicent; una barba brava y combativa como la de Álvaro de Luna; una rubia nueva como Blanca Andreu; yo que sé, mucha gente: Ramón Akal, el editor, Patricia Lanzaco, Ana María Navales par quedar con la gente. Francisco Umbral iba por allí hasta que alguien le quitó el resuello por no se qué artículo. Antonio Quirós, de pronto, también dejó de ir. El Café Gijón, de pronto, se aturdió sin sus cenas en esa primera fila. Fue Antonio Quirós quien me abrió la puerta de esta casa presentándome a la gente que había que conocer. En Londres moría este pintor montañés que contaba historias fantásticas, que nada tenían que ver con los apaños del arte. Antonio, el bigote de esparto y nicotina más creíble de las noches de Madrid.

 

Las tripas del Café son una catacumba de madera y alfombra roja, donde cuelgan sus vanidades los poetas y pintores que por aquí pasaron. Una  galería de famosos que, enmarcados, contemplan al personal llenado las barrigas con merluzas, vacas, calamares o potajes. Es el secreto lujoso de esta droga cara, vedada para los chulos, navajeros y borrachos sin título, para los artistillas con carpeta ilusionada bajo el sobaco. El Gran Café de Gijón es un gallinero histórico que estuvo a punto de llevarse entre las llamas, de haberse prendido la gasolina que alfombró sus suelos, las vísceras de las viejas con oros en la pechuga ajada, los riñones del contertulio ilustre, el cerebro carbonizado del escritor de moda, el pellejo del actor famoso y hasta el mismísimo pirómano que quería salvarse y salvar las almas de los descarriados en un acto de iluminación ígnea, pero el sonoro estacazo en el cráneo del iluminado, que propinó el camarero de turno, puso fin al harakiri colectivo y todo el país aplaudió la heroicidad. Después de unas horas el trajín de viejas, artistas, mariquitas selectos en busca de carne vallecana, solteronas con bolsos Loewe y poetas delicados era tan semejante a otros días que nadie se percató del tráfico de tila que entraba a la cocina para reanimar al héroe de la tarde. Todo había terminado. El Café Gijón era otra vez el gallinero cutre y refulgente de las tardes de modorra y somnolencia que siempre fue, el sitio de encuentro obligado, el primer pulso de la noche, la primera copa y el chismorreo viperino y verdulero.

 

Escrito en Lecturas Turia por Cipriano Torres

Ortiga de Bucarest

19 de febrero de 2014 08:19:24 CET

 

NO todo podía ni tenía porqué ser una fiesta en Bucarest. Dos o tres días después de la presentación de mi novela en la sede del Instituto Cervantes, me llamó el director del Centro Cultural Español, Pedrito Ortigosa, alias Petrisor o más comúnmente, Urzica, esto es ortiga, como le llamaban casi todos los rumanos que habían tenido la desgracia de tratar con él, incluidos los que eran untados en plan limosneo, “con un dinerillo”, esto es, con dinero negro procedente del jugoso racket empresarial que se conoce con el nombre de “Patrocinio” y hasta “Mecenazgo”, y que da pie a pintorescas intervenciones congresiles del género: “Cultura y Empresa, dos mundos y un solo objetivo: el Bienestar de la Humanidad”. Urzica, pues. Fue muy desagradable.

        A Urzica los rumanos también le llamaban, no sin retranca, Petrisor. No era un diminutivo afectuoso, sino que se refería a su envergadura de trasgo.

Urzica había aparecido en Rumanía de la turbia mano del PC en tiempos de Ceaucescu, dato este que el interesado ocultaba con cuidado, como el que su connivencia con la Securitate de Ceaucescu había sido clara. Pero el fondo real, según se decía, porque estas cosas son “según se decía”, como en tiempos del maestro, es que en realidad era un infiltrado, uno de los incontables informadores de la policía española de los años sesenta y setenta, algo que en España es un tema tabú que no ha tocado nadie, porque está todo enjuagado. Amnistía del 77. Para todos.

En el mundo del arte, las letras, la universidad, los sindicatos, la política hay antiguos confidentes de la policía secreta franquista a quienes nunca, nadie, ha inquietado. Y no pasa nada. Ni pasará. ¿Qué va a pasar, qué van a encontrar a estas alturas? ¿La instancia en la que el bellaco de turno se ofrecía a ser chivato de la policía a cambio de que le pagaran una carrera universitaria y poder así escapar del pueblón o del convento al que estaba condenado? ¿Cuántas instancias de esas se habrían escrito en aquella España cochambrosa? ¿Estarán destruidas? La destrucción de documentos comprometedores ha sido un clamor.

¿O es que acaso van a encontrar copia de los informes redactados de denuncia (...)

        Richard me había prevenido contra el mundo cultural español, del embajador para abajo, y hasta contra los policías y los agentes secretos preceptivos, unos golfantes que pululaban por los alrededores de la embajada y que con copas en la mano se jactaban de redactarles  constituciones por encargo “a los negros”.

Pero en especial me había prevenido contra Ortigosa, el director del Centro Cultural Español. En su opinión era un intrigante peligroso. Aunque es difícil definir a una criatura así. Urzica más que un novelista necesitaría un policía que tuviera acceso, que todavía nadie tiene, a los archivos donde duerme la verdadera historia de España o, en su defecto, un veterinario, tal vez un zoólogo especializado en los “galgos raros” de los que hablaba Jonathan Swift para explicar las raterías domésticas.

Ortigosa se me presentó como un listillo de caricatura. No había  chanchullo que se le escapara y lo tenía que contar, en público o en privado, para demostrar lo listo que era.

Bien, bien. El caso es que Ortigosa, el director de aquella zahúrda que atendía por el nombre de Centro Cultural Español, me citó a comer en un restaurante italiano de la parte del mercado Amzei, en Il Calcio, no Il Cazo, pero podía serlo por varias razones y la primera de ellas sería su cabeza.

El director del CCE era un funcionario de los antiguos sindicatos verticales, pasado luego por las agregadurías laborales, sanitarias, educacionales, de las embajadas, desde las que, entre otras muchas cosas, había hecho de intermediario entre proxenetas españolas y rumanos y clubes de alterne de la costa levantina. Eso rumoreaban los rumanos a su espalda, esto es que la información no es contrastada, sino “según se decía en Bucarest”. Pinta de avispa y sonrisa de rata, sí tenía, pero eso igual no era culpa suya. Se llevaba muy bien con los de las agencias de cazadores y con los de las inmobiliarias, con todo negocio a donde fueran a parar españoles o italianos. Era, es mejor dicho, el intermediario eterno, siempre dispuesto a sacarse “un dinerillo”, que era una de sus expresiones favoritas, ese porcentaje famoso por gestión de negocios ajenos.

A pesar de la pringosa compañía, fue una comida memorable. Como estaba inapetente, Urzica se apretó unos fettuccine con caviar, “como a mí me gustan, ya saben ellos, yo vengo aquí muy a menudo no sé si sabes”: un auténtico platazo.

Yo, para no ser menos, pedí una ración de mozzarella de búfala con prosciutto y un carpaccio con Gorgonzola, nueces y rúcula que estaba estupendamente. Las raciones eran de esas con las que no se puede engordar a nadie. El estilo ante todo.

“¿No bebes?”, me preguntó. Estaba muy interesado en que lo hiciera.

“No. Prefiero la San Pellerino”.

Me echó una mirada condescendiente y se pidió una botella de tinto siciliano de la que solo se bebió un vaso, pero se llevó el resto para casa.

El día de la presentación de mi libro se me había acercado y estirándose de las solapas de la zamarrilla macarril de cuero que no se quitaba ni a sol ni a sombra y sacando la cabeza de avispa hacia delante, los ojos medio tapados con unas gafas no del todo ahumadas, de diseño tipo antifaz de golfo apandador, me había preguntado de manera brusca a ver por qué no le había ido a visitar. Según él, era mi obligación para con España, su lengua y su cultura, hacerle una visita “en el Centro”. El jebo me tenía que dar el visto bueno de español en Bucarest y para eso había que hacerle el rendez-vous, había que andar de chichisbeo.

“Aquí no se mueve nada sin que yo lo sepa”, dijo. Estaba muy satisfecho de aquel difuso control de los españoles que pasaban por los alrededores, algo que le permitía hacer llegar insidias a la embajada, como la adscripción política non sancta de algunos de los que habían pasado por allí. Tenía costumbre. Era un tipo de mala entraña, de mucho matarla a la chita callando, cosa que saben que es verdad quienes lo padecen.

Cada vez que le mentaba a Juan Goytisolo se sobresaltaba. No lo quería ver ni en pintura. No quería nada que pudiera resultar ni remotamente conflictivo.

Para Ortigosa la literatura española estaba representada por una banda de cucos amantes del esteticismo y los arrobos lelos, la patraña de la resistencia silenciosa y de la memoria recuperable. Urzica sacaba la cara los fascistas que era un gusto, a Eliade el primero, no por nada, sino porque le convenía. Conforme le oía hablar iba sintiendo un asco invencible.

Me contó su vida. Los rumanos me contaron otra cosa, que tal vez no fuese la auténtica, pero era la que habían visto.

Se las daba de ser un conocedor absoluto de la literatura rumana. Le cité las Memorias de un antisemita, de Gregor Von Rezzori. No lo conocía. “Será italiano”. “No, es rumano, de la Bucovina” “Ah”. Y luego me habló de un libro de Sebastian del que había edición francesa.

“¿Cómo se titula?”, le pregunté.

Me contestó algo que no entendí bien.

“¿Cómo dices? ¿Me lo puedes anotar?”, y le tendí mi taccuino legendario. Y Urzica escribió, con dos de esos: “Depuis 2.000 années”.

Alguien que escribe y publica esto no sabe francés y no ha visto jamás la cubierta del libro del que habla, pero eso, en su calidad de genuino español, no le impide dar lecciones.

A propósito de su “legendario don de lenguas”, empezó a insultar al escritor Jesús Pardo porque no se había dejado hacer. No sería aquella la única ocasión en que denigraba a un escritor español de los que habían pasado por Bucarest.

“Joder el tío que quería que le pagara un bocadillo, no te jode”, dijo con la boca torcida.

Daba escalofríos estar cerca de un tipo así. Se notaba que podía hacerte daño. Cuando le dije que tenía buena amistad con Pardo se calló. Entrecerró los ojos con odio. Suele pasar entre la gente que busca secuaces.

“Yo he aprendido el griego por Asimil”, dijo.

“¿Profundo?”, le pregunté, y es que no pude contenerme. Son bromas de estas las que no te perdonan.

Pero Ortigosa, hombre a fin de cuentas de mundo, me rió la gracia. Le iba la marcha guarra. Iba a tener ocasión de comprobarlo.

Me explicó que si estábamos comiendo allí era porque él detestaba la comida rumana, que le daba asco. No sería esa la única vez que se lo oyera. En realidad, salvo la lengua rumana, todo le daba asco y eso porque la lengua era un negocio de campeonato.

Para Ortigosa, Bucarest era un tablero de Monopoly en el que se podía sacar tajada a casi todo, explotando a los rumanos, toreándolos, prometiéndoles dádivas, negocios a los que se llevaba la mejor parte, conejeando por los resquicios y las grietas de la administración, tratando con funcionarios rumanos corruptos... Su especialidad era el racket, esto es la extorsión pura y dura a la que los poderes públicos, famosos, famosos (...), someten a las empresas que pueden pagar las conmemoraciones culturales. Estas son un negocio, un negocio de primera en beneficio de cuatro cucos y un catálogo, unas comilonas, unos viajes y unos puros, que no falten los puros, aunque te los tengas que fumar fuera, en la puta calle que es el lugar que debería ser el suyo si la ley que impera no fuera la de los mediocres, los nulos, los farsantes.

Los que pagan  se llaman Patrocinadores, pero nadie tiene los huevos de oponerse a semejante racket, porque no moja, rediós, no moja, y hay que mojar, sobre todo hay que mojar. Y además, para qué vamos a engañarnos, es una minucia comparada con el monto de los beneficios y hasta puede dar empaque, publicidad, te abre las puertas de los salones de las embajadas, te permite codearte con la jijelife o con esa parte de la clase dirigente a la que solo robando puedes acceder, te permite, a ti empresario rastacuero que te has hecho a ti mismo, saber de qué va al cosa y hasta arrimar dineros para partidos políticos. Ya te dirán ellos cómo se hace para que no os pillen.

Robando, palenqueteando, distrayendo, pasando por ahí, por donde hay que pasar, conejeando, espadeando –¡qué hermoso que Espada sea sinónimo de delincuencia común, pero así es maco!– ya digo, abriendo horizontes a los penalistas de nuevo cuño que creyendo que todo estaba estudiado, se han dado cuenta de que no, que será erróneo, pero es mucho más rotundo que un simple que no. Con ese delito no te ponen ni un cero en conducta, que aunque no sea del autor, rima, conjuga, queda.

Se conocen entre ellos. Las empresas conocen a los visitantes, viajantes estatales, los de los restaurantes de los alrededores del Bernabeu también. Van mucho por el Frontón, pero a pelotazo limpio y no precisamente a azul o a colorao.

Y en todo ese barullo de proyectos, informes, papeleos, reuniones, era fácil quedarse con una pasa, por gestión de negocios ajenos más que nada. Había dinero en el aire, bastaba con poner la mano en el momento oportuno. Como el mendigo que sabe cuando cae dinero del cielo y saca la mano, ni antes ni después, en el momento justo.

Hábil, astuto con el franquismo y franquista hasta las cachas, astuto y hábil con los felipistas y con el aznarato, Pedrito Ortigosa había encontrado en Rumanía el paraíso de su prejubilación. Una finca particular intocada, un lugar en el que invertir lo robado, perdón, digo lo honradamente ganado en los aledaños del funcionariato, en los atajos del BOE, en las inversiones que el sistema alienta, participando de la economía de mercado y del bienestar patrio. Eso sí, pagando lo menos posible, si es posible nada, y en negro, mejor que mejor. La riqueza y el bienestar de la mayoría pasa por esos cauces.

De manera muy temprana se había dado cuenta de que al amparo de las embajadas, de las cámaras de comercio, de lo servicios exteriores de los ministerios, de sus enjuagues y porquerías, podía hacerse rico, y se había aplicado a ello. Se estaba haciendo de oro traduciendo papeles de negocios, participando en los encuentros empresariales donde cobraba a doblón, sabía todos los corredores, los intersticios, los atajos y alcorces de la administración española, el mercado de los chollos reservados a los funcionarios, y también el de la rumana, donde la corrupción era virguería pura, encaje de bolillos. Pero sobre todo con sus inversiones inmobiliarias.

Urzica no hablaba de arte, no hablaba de Literatura, hablaba de comprar y vender casas, apartamentos, de meter dinero en promociones inmobiliarias, en la española Propufinsa en ese momento, que era la que pitaba en Bucarest. Había que verle hurgarse los dientes con un palillo y chuperretear el resultado de la pesquisa y comentar el estado de la cuestión, las alzas y bajas del mercado de los chollos. La Cultura Española, así, con mayúscula, lo tapaba todo, porque era un negocio, como la lengua, y no precisamente de buey a la Sainte Menehulde.

Nadie le había investigado y nadie le iba a investigar. Lo hacían otros jubilados por qué no él, que lo era, por tener la edad reglamentaria. Él se sentía protegido por su pasado de chivato de la policía. De ahí el servilismo grotesco que gastaba con el embajador y sus adláteres, de las mejores familias, como Moreno de Murguía, amigo de la familia Andía, que también zascandileaba lo suyo por cuenta de la cultura, haciendo gala de historiador especializado, pero aficionado, como tantos otros, en Historia del País Vasco.

Hacía buenas, qué digo buenas, excelentes migas con un traductor profesional del rumano, visitante asiduo de los chiringuitos de los tribunales, que alargaba las traducciones que se le encargaban porque cobraba más en castellano. Su especialidad eran los aldeanos medio analfabetos que tenían problemas con la Administración española, en sus muy diferentes campos. Si los julais caían en sus garras de traductor estaban perdidos, perdidos, los desplumaba, les orientaba dulcemente a un laberinto de papeles y gestiones inútiles y luego se jactaba de ello. Era un intermediario eficaz con toda suerte de contratadores levantinos de plantaciones basura. Cobraban por lo fino.

Te enteras de muchas cosas en Bucarest. Basta con escuchar, con dejarles hablar, en la noche, a mediodía, en la calle, a puerta cerrada, en el antro de turno, en el cafetín posmoderno de Smardan,  en el bar del hotel Ramada o en el del Howard Johnson, en la pastelería de la calle Lipscani, a la vera del pope que bebía una botella detrás de otra de cerveza Ursus, mientras escribía con fruición, festejando lo que escribía, con pequeños aplausos a él dirigidos. Basta con dejar que tu interlocutor se explaye, que se exhiba, que largue, que busque tu complicidad. Basta ponerles cara de admiración y asombro. Me enteré de cosas hasta en la barbería, pero no lo vamos a traer aquí porque aunque lo merece, no estamos, nos, la cátedra, seguros de que la literatura de creación, verdá, esta, eh, la de la novela que es invención pura, verdá, sirva para dar testimonio de la indignidad humana.

El tipo hablaba y hablaba, en contra del separatismo, del indigenismo americano, de los progres que apoyaban a Evo Morales, de su chompa, como si los bolivianos le hubiesen hecho algo, de la Alianza de Civilizaciones, de los rumanos inmigrantes en España, de los ecuatorianos, de los moros, a los que “había que echarlos a todos antes de que sea demasiado tarde”: un demócrata de tomo y lomo, defensor a ultranza de la Constitución y sus ventajas “convivenciales”. En su opinión “los indios solo sirven para siervos”. Eso dijo. No me invento nada. Para qué. Es uno entre muchos.

No podía ocultar una mirada de antipatía, al ver que yo me encogía de hombros y no contemporizaba en nada. No podía callar. Estaba embalado y yo no decía nada, comer, observarle, hacerle elementales preguntas como ese “¿por qué?” que saca de quicio al más pintado.

        Me puso pingando a la directora del Cervantes, su competidora directa en el arrebuche cultural.

        Me consuela tener la certeza de que desde el primer momento la antipatía fue tan instintiva como mutua. Urzica era de esa gente hacia la que no podemos sentir simpatía alguna, aunque nos lo propongamos y con la que el empleo de la elemental cortesía producía náuseas.

Tenía aire de rata malhumorada, quiero decir de las ratas de dibujos animados, porque las ratas rabiosas son otra cosa. Hociquito quitagustos, y mucha manicura, mucha.

Urzica debió de notar que le miraba las manos porque él mismo se las miraba mucho, admirado de sí mismo, y es que exhibía unas uñas como de zorroncillo, de mozoputa en su caso, largas, alunadas, pulidas hasta el brillo:

“¿Qué te parece mi manicura a la turca?”

Eso dijo, sí. No supe que contestarle. Nadie habría sabido. ¿Qué hacía yo en Bucarest escuchándole a un pavo hablar de su manicura “a la turca”? Todavía no sé lo que es eso, pero lo que sí sé es que Urzica se me apareció como un genuino y acabado representante de la España democrática: ávido, gorrón, descuidero, un progresista sin tacha, sin otra tacha que su ficha en los servicios secretos, desde el SECED de Carrero Blanco a los del presente, a la tropa de bandarras que chulean bajo el nombre de Observadores Internacionales, en el que hay desde bragueteros hasta asesinos, ambos profesionales, pasando por estafadores y hasta por puetas. Con razón que Petrisor estaba al tanto de los crímenes de Montejurra, como que estoy seguro de que, por mor del servicio, habría conocido a sus autores directos. Si no los hubiese conocido, no me habría hablado de la agencia de Viajes Transalpino, de Madrid, donde se realizaron las reuniones para la Operación Reconquista, y la agencia Oltremare italiana, relacionada con la embajada española o de Aseprosa, para la que había trabajado. Era de los que están convencido de que el paso del tiempo lo absuelve todo y que nada tiene importancia, salvo la cuenta corriente.

El chorro de demencias que puede llegar a escuchar en Bucarest es como el aliviadero de un pantano en época de riadas, algo imparable, aterrador.

Ay, Petrisor, Petrisor, qué mugre de alma tienes. No te la limpias ni con salfumán. Qué digo salfumán, con el saco mierda que eres ni la cal viva puede contigo. Claro que ni intención tienes, mientras el español y sus culturas sean un negocio y la especulación inmobiliaria a él aparejada en un ambiente de corrupción generalizada, tú a lo tuyo, y luego a Costa Rica, donde decías que no se ve la pobreza. Muá, muá, pitxón tú también. Y deja en paz la literatura que no te ha hecho nada. Claro que te resultaba negativa la picaresca, ahora me lo explico, y lo que tu llamabas la España Negra, porque era lo tuyo, porque es la más explícita denuncia de los que tu especie y del sucio país que representas.

        Es para mí un enigma como un jebo de esa clase dirige un Centro Cultural Español, aunque no es mucho decir, porque el merdellón torreoncete con el que me tropecé en Santiago de Chile, era igual, si no peor, aunque fuera de la carriére, por no hablar de la jeba de Buenos Aires que me negó una conferencia pagándome yo el hotel y el viaje hasta allá. La conclusión que he sacado es que no hay que arrimarse, no hay que dejarse comprar, ni con el señuelo de ver mundo. Para eso mejor la Legión. La de antes, verás mundo muchacho.

Urzica, además de repulsivo, era un misterio. Qué complejos, de inferioridad claro, qué necesidad de ser desagradable, de imponer una autoridad necia entre las empleadas de aquel Centro Cultural Español que sospechosamente se dedicaba a transmitir a todos los que se acercaban a él las ideas políticas del gobierno del Partido Popular y solo estas. España era eso, la propaganda negra, la venta de Navarra. ¿Qué hacía aquel bobo hablando en Bucarest de la venta de Navarra? Lo ignoro. Pero era algo que se llevaba, sin más, y del perverso nacionalismo separatista vasco, asunto que les importaba un carajo a propios y a extraños, si no, no se hubiese convertido en santo y seña de la españolidad. Un hispanista que no defendiera la Sagrada Unidad de España iba dado, sencillamente dado, no cogía toro. No había otra España que la pergeñada por la derecha española y a su servicio. Amén y amén y a tus brazos otra vez, y aquí seguimos, hechos unos campeones, y declamando en la noche bucarestina ¿ ¿Siempre se ha de sentir lo que se dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente? Y el no he de callar y el ¿No ha de haber un espíritu valiente? ¡Bah! Todo depende del dinero que se tenga, de lo que ingreses y de quién te aplaude y de en dónde.

        Me parto el culo de la risa, me lo parto, de veras que me lo parto, caballero, Auf Pferde! de aquellos, Auf Pferde! Auf Pferde! y toda la faramalla, Wohlauf, Kameradem, auf’s Pferd, auf’s Pferd!,¡A caballo! ¡A caballo!, sí, y toda la faramalla de los asesinos del tiempo ido que proyecta su sombra en este, sin olvidar la mandanga del Bosque de la Malandanza y el Caballero de los Espejos o el otro o el de más allá, caballerías fules, para encubrir gatillazos, la madre que los parió a estos, Auf Pferde!, y no hay otra, solo que te vas de jinete solitario, de escuadrón diezmado, desmontado, Jinete Solitario, qué bien queda, qué poético, como aquel minga de gabacho, un auténtico minga, y catolicón por si fuera poco, de esos que se apuntan a las sectas de los ricos p’a rezar mejor, p’a ver con suerte a la virgen sentada en la rama de un árbol, Chevalier seul, y bien del periplo celeste y bien de todo, lobo solitario, jinete solitario, navegante solitario, anónimo peregrino enterrado en una cuneta, despojado de identidad, solitario a secas, Solitario, sí, como buen poeta, pero siempre en el borbor, en el barullo, en la querulancia, Auf Pferde!, quiá, ni montados en el asno del tendero lima pesas, del fraile hambrón, del rebaña limosnas. Y frente a los caballeros, los pícaros, hambrones hidalgos hijos de nadie, hijos de puta, desarraigados, expulsados, forajidos por fuerza, pródigos sin retorno, dignos, indignos... En esa letanía andaba mecido mientras que Urzica hablaba y hablaba.

        Un extraño “Me gusta mucho tu poesía completa. Es valiente y misteriosa”, me hizo regresar a lo que estábamos celebrando.

        La comida ya había durado demasiado y aquel elogio último y desmedido de mis poemas que dijo conocer, me desarmó.

        “¿Allanamiento de morada, también?”, acerté a preguntarle.

        “Sí, y si quieres puedes dar una lectura en el Centro. Claro que no podemos pagarte porque andamos cortos de fondos”.

Estaba claro que no había leído ese último libro de versos desgarrados que pocos conocen porque habían sido publicado en el comienzo de la cuesta abajo a la que había sido ajeno.

        “¿Por qué no?”, pensé, suelo ir a donde me invitan. Al circo, al circo, si hay que hacer de rey mago, lo hago, lo que sea con tal de que no crean que juego a maldito, y con la percha que tengo, de Hugo Boss no me llamarían, pero si lo hicieran de La Boutique del Abuelo para publicitar sus productos, me prestaría: bastones, atriles, meaderos, camas mágicas y tú, dentro, de escritor demediado, con gorro de dormir o sin él, eso es lo de menos, Gepetón.

        Urzica no había leído mi libro y aquella invitación tenía trampa. Porque el colmo era que el fenómeno se había embarcado en escribir una letra para el himno de España. Quería que la leyera y que le ayudara en la empresa, que si ganaba, de lo que estaba seguro porque tenía mano, me daría un porcentaje. No era la primera vez que alguien me decía que “tenía mano” en un jurado. También me lo dijo en 1990 uno con el Premio Azorín para que retirara una novela mía de un premio provinciano y así poder darle este a un amigo suyo que se presentaba a este, como así fue, claro. Lo que no salió fue lo del Azorín. Con el tiempo el que ganó el premio ni siquiera lo citaba en su ridículum.

Estaba orgullosísimo de participar en aquel patriótico concurso.

 Había invitado a dar unas lecturas a unos caraduras, neoespañoles, que es lo que se llevaba, y en su compañía comprada sentía que aquel arrebato patriótico le absolvía de su pasado así como comunista, de aquel insensato (ahora) canto a las tierras y pueblos y lenguas y lenguas de España, citando a Tovar, cómo no, como si fueran federales de Cartagena. Se sentía orgullosísimo. Se sentían fundacionales. Y Viva España, alzad los brazos hijos del pueblo español, nostalgia de brazos alzados, olvido de todo, olvido de las esquelas, olvido de las peticiones de apertura de fosas, de anulación de procesos canallescos, de un mínimo de reparación histórica, olvido, a mansalva, la nueva España, el cara al sol que más calienta regresaba y estaba allí, porque nunca, jamás, se había marchado del todo. Hasta de la órbita del nacionalismo vasco regresaban los falanges.

        Le dije que la poesía ya no era lo mío, después de haber aceptado ir a leer unos versos a su covachuela. Quería salir de allí cuanto antes. No pagó la comida, pagamos a medias y se quedó con la cuenta para lo de los gastos “ya sabes”. 

        “A propósito, el día 19 de marzo organizamos una pequeña fiesta en el Centro, pásate, habrá falla”, me dijo. Y la hubo. Menuda falla.

“¿Tú para donde vas?”, me preguntó cuando salimos a la calle. Apenas pude señalarle con un gesto de la mano la dirección del mercado.

“Pues yo por aquí”, dijo y me dejó plantado en la acera. Se fue con su botella de tinto en el regazo. Me di cuenta que para entonces había que acostumbrarse a sus maneras de ortiga.

 

 

(Fragmento de la novela, en elaboración, Pícaros en Bucarest)

Escrito en Lecturas Turia por Miguel Sánchez Ostiz

Hoy la desnudez

17 de febrero de 2014 08:56:57 CET

Finalmente vi mi desnudez.

Acepté que la piel piensa,

que hay una mancha de óxido en el espejo,

que la quebradura nace en el centro,

que detrás me oculto,

que de exponerme al sol

me llago,

me ampollo y escarapelo,

que todo silencio es desnudez,

que el espejo es habla,

que lo lamo,

que lo acaricio,

que las más de las veces distorsiono,

que su pátina es la voz

que dice

Soy.

 

Hoy acepté que el espejo es 

alguien más

que

habla

oye

calla

triza

infiere

confiesa

anula

desdobla.

Hoy

el espejo frente a mí ha escrito la palabra

DESNUDA

sin martirio

sin sangre

sin dolor

sin nada

estoy

con las palabras que callan

cuando miro

el mundo

en los labios de los otros

en las bocas de los muertos

 

NADA

es  

la escrituración de la vida

y no es la vida lo que importa

lo que dice la voz de la otra voz

la sustancia que impregna de nada el espejo

 

que huye como potro en la colina

que se pierde si la llamas

que la sustancia de la voz

es

 

DESNUDEZ

la casta superficie

ama y busca ser amada

hierba sin olor

flor intacta

carne sin piel

luz de otra sombra

azoro de los ricos

la miseria

la nuda desnudez

SOY

espejo distante en el deshielo

una mano sin guante contra el viento

un corazón vacío de amor

la herida

cuando escucha el primer llanto

 

LA MISMA HERIDA

fe

abierta

a otros ojos

que se cierran

donde sea que se encuentren

en la casa sin calle

en la ciudad sin puertas

en donde los cerros son el límite de una misma angustia

en donde la angustia y los bordes son

 

DIALOGO

LA MÚSICA DE ESTA HABITACIÓN

los lunes frente al piano

la banca solitaria

la visita de la muerte

la vez que su mano

en mi hombro dijo

estoy

 

CIEGA

no significa nada

no dice que no hables

la cuchara el cuchillo el tenedor te escuchan

la ventana abierta hacia afuera

la cortina cerrada hacia dentro

la sangre enterrada en tu cuarto

bajo la alfombra

en el secreto más seguro

en la segura ternura de la voz

que calla cuando miras a través

de cada astilla cada gota cada luz apagada

cada botón de un seco abrigo

su mancha

en lo blanco

la mesa puesta

la botella   

la sal

buscando un sitio en el reposo de las horas

 

Hoy la desnudez

finalmente ha visto mi desnudez

en su límite

donde el brillo de la navaja

colma de sentido

lo que has callado

el dolor que escondes

la mano que se alza contra el grito

el violento cuchillo en la garganta

tú sin voz

tú sin nombre

con toda tu necesidad por delante

como si fuera

leche 

derramada

y nadie sabe cómo ni en qué momento comer.

                                          

                                                  

Escrito en Lecturas Turia por Jeannette L. Clariond

Rueda del exiliado

14 de febrero de 2014 08:10:49 CET

It is ever a stranger who walks reside me

 

 

Qué cuándo qué dónde qué cómo qué quién

Nos aguarda al final de nuestro tiempo

Para calmar y colmar tan sostenido desvelo?

Desde el bosque de piedra de este laberinto

     Preguntamos

Mientras la sangre de los ojos rocía el cuerpo

Cada instante

Para que el polvo no se levante

 

De tanta vigilia se nos ha ido vaciando el rostro

      de cielo

Y el pecho de espacio

Las palabras han perdido la razón

Y los sentidos nos han abandonado

 

Estamos sembrados en la tierra de exilio como

      Espantajos

De los que se huye como de la intriga de una

      historia

 

Los días y las noches caen como sombras en el

      pozo de las venas

Pulsaciones de tiempo pátina de cúpula somos

Sin otro son que los pasos y entre ellos

El cuerpo música mutilada fluyendo

Bajo sus tendones el torrente de la locura

Frota balsámica la herida que tiende retadora

Su arcoiris de mapa cuarteado

 

Dese el mar muerto de nuestra vida nos tocamos

       por los abismos

Acorralados por un coro de voces cómplices

De los desvelos que en la tiniebla animan

La sobrevida

Al fondo de los espejos rotos

 

Escrito en Lecturas Turia por Nivaria Tejera

La historia de San Kildán

13 de febrero de 2014 08:39:09 CET

 

El archipiélago de San Kildán en realidad no son islas; son enormes picachos agudos y rocas quebradas que emergen del mar. Y en torno, como aletas dorsales de tiburones gigantes, cortantes arrecifes y puntiagudas estacas.

Están partidas a tajo; cortadas a pico. No tienen árboles. Ni siquiera arbustos. Ni yerba. Ni musgo. Son piedra desnuda.

Sólo Hirta es una isla. Y ocupa el centro del archipiélago. En una exigua bahía se encuentran un minúsculo puerto y el poblado.

Lo formaban un puñado apiñado de primitivas pallozas con cuerpo irregular de grandes piedras y techo cónico cubierto con tierra, trenzado con yerbas y paja.

A veces tormentas horribles arrasaban Hirta. Durante una semana las olas sumergían la isla saltando por encima de los farallones de la costa Entonces las gentes se guarecían en cuevas excavadas al efecto en las rocas blandas del picacho más alto. Esto ocurría en el otoño.

Durante el invierno de octubre a marzo nevaba y helaba hasta el extremo de que la pequeña comunidad encontraba dificultades para enterrar en el suelo helado los perros, las ovejas y las personas que morían entonces.

En San Kildán, unos centenares de hombres, quizás otros tantos perros, unos millares de ovejas y miles y miles de pájaros fueron desde siempre todos y los únicos seres vivos importantes.

Los sankildanos carecían de religión. De lo contrario los pájaros hubieran sido dioses. Cientos, miles, millones de dioses.

Porque con el deshielo, al final del invierno, avanzado abril, empezaban a llegar a las rocas de las islas bandadas de aves. Bandadas de gaviotas, bandadas de láridos, bandadas de fulmares, bandadas de argénteas. Millones de pájaros.

Los primeros en llegar iban ocupando los huecos de las rocas, las grietas de los riscos, las rendijas de los acantilados. Sus graznidos roncos ahogaban el fragor de las olas y la nube de sus cuerpos en bandadas oscurecía el sol. Iban de paso. Pero durante la primavera y el verano anidaban todos.

Merced a ellos sobrevivió la raza humana siglo tras siglo en aquel inhóspito archipiélago. Sin apenas tierra que cultivar, sin poder hacerse a la mar ni pescar, con sólo algunas ovejas salvajes que, acosadas por el hombre, se refugiaban en las crestas inaccesibles de los acantilados. Durante más de mil años no se consumió otro alimento en San Kildán que huevos y carne de gaviotas y láridos.

Eran celtas. Hablaban gaélico y no lo sabían escribir.

Acaso hubiera habido seres humanos antes, pero los actuales sankildanos descendían de las tribus celtas que se establecieron allí hacia el siglo IX. Y apenas si cambió hasta nuestros días la composición.

Desde tiempos remotos aquellas islas perdidas en el océano tenían dueño. Eran del clan MacLeod, señores de un imperio insular en el norte de Escocia.

Y durante siglos, una vez al año, por el verano, estuvo llegando puntual al archipiélago, primero el arcediano, luego el recaudador, a percibir el tributo de lanas y plumas que el Señor de turno, en su libre voluntad, había tenido a bien establecerles.

Nunca habían visto un árbol. Ni cerdos, ni gallinas, ni abejas, ni ratas. Desconocían la escritura, el dinero, los amos y la religión. No se recordaban en San Kildán ni guerras, ni robos, ni crímenes desde hacía siglos.

El tipo medio de la gente en San Kildán era bajo, nervudo y consistente. Ellos, indefectiblemente, con gruesa gorra de paño sobre el cabello revuelto y ralo negro que se prolongaba en anchas patillas románticas, bigote grueso y recias barbas. Siempre chaleco grueso de paño pardo, camisa gruesa de paño blanco y pantalón grueso de paño negro. Con botas o descalzos. Las manos grandes, deformadas.

Ellas, pañuelo negro a la cabeza y el pelo liso lacio dejado caer a ambos lados desde la raya en el centro de la frente. Sobre los hombros un chal de lana. Y rebeca de lana, sobre halda, saya y delantal de paño. Negros. Gruesos zapatos o botas negros. Y las manos menudas, blancas, de amasar el pan de centeno, de hilar o de tejer.

El rostro sereno de ellas y de ellos transmitía la paz resignada de estar mirando durante siglos a un mar imposible y un cielo adverso. Y casi sonreían.

La medida de la justicia para estas gentes era, simplemente, la igualdad. Después de un día entero cazando gaviotas se contaban los pájaros cobrados y se distribuían en tantas partes iguales como habitantes. No importaba que fueran mujeres o niños, ancianos o enfermos. O que, por cualquier causa, alguno no hubiera podido salir a cazar.

 

Jorge IV de Escocia decretó que las Islas Hébridas pasaran a sus dominios. Pero excluyó el archipiélago de San Kildán. Porque, al estar tan remoto, no podía garantizar el bienintencionado monarca que aquellas gentes se beneficiaran de su protección.

Daba igual. Los sankildanos no se enteraron.

En cambio, cuando en tiempos más recientes el Parlamento de Inglaterra creó una Comisión que redactara una Ley para Territorios Pobres, fueron los señores parlamentarios comisionados quienes no se enteraron de que existía San Kildán.

Para que aquello no volviera a repetirse, el Gobierno de Su Majestad mandó hacer el censo en Hirta.

Afortunadamente, a pesar de estar censados, nunca pagaron impuestos. Por la sencilla razón de que el Departamento de Tasas no consideró rentable mandar recaudadores hasta allí.

Para entonces la Iglesia de Escocia había construido en el poblado un templo y una casa rectoral para los reverendos.

Los sankildanos fueron acostumbrados a asistir a la iglesia una vez al día. Menos los sábados y los domingos, que iban dos.

Los sermones del cura John MacKay duraban hasta tres horas, interrumpidos por algunos intervalos de cánticos. Hablaba siempre del infierno, del fuego y de la condena horrible de los pecadores. Afortunadamente, el ministro evangelista que le sucedió —reverendo MacLachlan— y su esposa prestaron mayor atención a la enseñanza de los niños y adultos, a la higiene, a la alimentación y a introducir nuevas formas de actividad económica (criar gallinas, ordenar las ovejas, cultivar algunas hortalizas...) para que los sankildanos pudieran vivir mejor.

Pero el estilo de vida de los aborígenes, hasta entonces regido sólo por el viento y las mareas, empezó a estar dirigido por las obligaciones diarias de asistir a las funciones del culto.

Ya para aquel tiempo el Parlamento inglés dictó la primera ley del mundo sobre protección de animales. Y a petición de un grupo de parlamentarios se le añadió un subtítulo en que se consignaba que aquellas prescripciones no se aplicarían en el archipiélago de San Kildán en lo concerniente a gaviotas y láridos, dada la importancia de estas aves en la dieta de sus habitantes.

Los sankildanos, afectados por tan humanitaria clausula de la británica legislación, nunca se enteraron. Siguieron cazando sus pájaros como siempre, ignorantes por completo de que ahora lo hacían con todos los pronunciamientos favorables de la ley del Gobierno de Su Graciosa Majestad.

El 17 de junio de 1876 el navío austríaco "Petri Dubsovacki" encalló en Hirta.

Tres tripulantes y el capitán fueron acogidos en la casa del reverendo. Seis más, por turno, en las de los demás. Se habían quedado sin ropa en el naufragio y los sankildanos les dejaron sus chaquetas de asistir al culto los domingos.

Un día descubrió el capitán que en el techo de algunas pallozas había entramados de cañas. Le dijeron que solían recogerlas en la arena de junto a la bahía. Dedujo de ello que las corrientes del Atlántico debían arrastrarlas hasta allí desde la tierra firme. Y pensó, en buena lógica, que las mismas corrientes podrían encargarse de hacer llegar objetos a tierra firme.

El 29 de enero de 1877, los austríacos, aprovechando que soplaba el viento del noroeste, echaron a la mar un mensaje informando de su existencia en Hirta. Iba dentro de un tronco de madera vaciado sobre el que, a modo de vela, flotaba al aire la vejiga hinchada de una oveja muerta.

Un pescador encontró el artilugio, embarrancado en la arena de la costa de Rosshire, mes y medio después. Y a poco llegaba a San Kildán el vapor "Jackal" a recoger a los náufragos.

Este hecho impresionó vivamente a los sankildanos. Desde entonces, y durante cincuenta años, un sistema así fue el único método de correo de los habitantes en Hirta.

Muchos de aquellos mensajes, llevados por las corrientes, se perdían. Pero, afortunadamente, entre las gentes ricas de las costas de Escocia se extendió la fiebre de coleccionar mensajes de San Kildán.

A los niños de San Kildán, en cuanto podían aprenderlo, se les enseñaba a trepar por las rocas escarpadas de los acantilados para buscar nidos de pájaros.

John Ross, que una vez visitó Hirta, cuenta que la primera imagen de seres vivos que descubrió cuando su barco se aproximaba a la isla fue la de un sankildano y su hijo, de apenas ocho o diez años, encaramados en la cumbre de un farallón de rocas cortado a pico sobre el mar.

El padre llevaba colgados a la cintura decenas de pájaros ya muertos. Y el chaval, sujeto con una cuerda, trepaba por grietas que hubieran sido estrechas para pasar un gato. Un momento desapareció detrás de la cornisa. Y cuando volvió a aparecer traía una docena de crías vivas, que aleteaban y se revolvían picoteándole en la cabeza, la cara, los hombros, las manos. Un paso en falso y hubiera ido a estrellarse contra la superficie encrespada del mar desde ochenta pies de altura.

Tras siglos y generaciones de hacer lo mismo, los sankildanos tenían ya los pies adaptados para encaramarse por los acantilados. Los tobillos de los hombres eran de un grosor doble del normal. Y los dedos, prensibles, podían engarzarse en los salientes más ligeros de las rocas.

Durante todo el año la comunidad entera estaba pendiente de la cosecha de aves.

Más aún que en Hirta, los pájaros anidaban en los islotes y estacas deshabitados y distantes. Esto hacía imprescindible algún tipo de embarcación para llegar hasta ellos a recoger la cosecha y transportarla. Hubo siempre en San Kildán, por ello, una pequeña barca, un bote de remos. Al comenzar el invierno, sacada a tierra, se marcaban sobre las tablas tantas secciones cuantas eran las familias. Y cada una se responsabilizaba de que su parte estuviera en perfecto estado para cuando llegara el tiempo de la cosecha.

El patrón de algún bajel que hallara, tiempo atrás, abrigo en Hirta proporcionó a los sankildanos unas gruesas cuerdas y unas varas largas con que ayudarse en las faenas de la recolección. Se guardaban celosamente depositadas en las pallozas; y cada cabeza de familia velaba porque estuvieran constantemente cubiertas con sebo de ave que las preservara de la humedad.

Con el comienzo del deshielo los hombres recorrían trepando los acantilados. Quitaban el agua retenida en los huecos de las rocas donde semanas después vendrían a anidar las aves migratorias. Ponían yerba seca y plumas para facilitar la confección de los nidos y evitar el deterioro de los huevos. Cortaban las veredas por donde pudieran encaramarse los perros o las ovejas, para que no estorbaran la puesta y la cría de los pájaros. Y confirmaban que seguían en buen estado los salientes de las rocas donde engarzarían los lazos de las cuerdas para poder trepar.

A finales de febrero solían aparecer ya los primeros bandos de gaviotas. Su carne suministraba alimentación fresca a la comunidad tras la dieta pobre de un invierno prolongado.

En abril anidaban en las rocas las argénteas. Pero apenas si se extraían de sus nidos algunos cientos de huevos para la consumición de cada día. Era mejor esperar que aparecieran las crías. Porque su carne podía conservarse.

Finalmente, en junio y julio llegaban nuevas familias de pájaros de especies diferentes.

Y así, los ritmos diversos de llegada, de puesta y de cría permitían a los isleños disfrutar de carne tierna, de huevos y de carne adulta al mismo tiempo.

Simultáneamente se preparaba en las pallozas, hervida con sal y yerbas aromáticas, la carne en conserva para las estaciones crudas, cuando todo lo demás que comer escaseara o faltara.

Hasta 1.500 piezas en una jornada podían llegar a recoger los sankildanos durante los buenos tiempos: y aún podían seleccionar entre los pájaros que cazaban las especies que tenían la mejor carne. Durante los buenos tiempos.

Las expediciones se repetían durante varias semanas. Los niños y los ancianos, mientras tanto, desplumaban los pájaros. Todo en San Kildán se llenaba de plumas: el aire, la orilla del mar, el poblado, las calles, las casas, las herramientas, los vestidos, el pelo, las barbas, las manos. Plumas todo. Plumas grandes, plumas pequeñas, plumón, plumas blancas, plumas grises, negras, plumas flotando en el mar, plumas arrastradas por los aires, pegadas a las rocas, en la barca, en el morro de los perros, por todas partes plumas, plumas, plumas, plumas.

En los buenos tiempos las plumas no servían para nada. Pero en los últimos años, antes de la evacuación los sankildanos que no podían pagarle en lana a Sir MacLeod la renta anual le entregaban sacos con las plumas más finas para hacer colchones, cojines o almohadas.

Dicen que, cocida, la carne de aquellos pájaros, que era blanca, tenía sabor a buey. Los huevos, en cambio, siempre se comieron crudos en San Kildán. Menos en los últimos tiempos. En los últimos tiempos, cuando ya eran más frecuentes las visitas de barcos, solían guardarse algunos cocidos. Los visitantes se los llevaban de recuerdo y para decorarlos. A cambio les daban harina, azúcar o sal.

Nada tiene, pues, de extraño, que finalmente John MacCallum, propietario del vapor "Dunnara Castle", anunciara por nueve libras y a todo confort un viaje de diez días "a las románticas islas del Oeste y al solitario, remoto y misterioso archipiélago de San Kildán".

En las advertencias para el protocolo de llegada se decía: "pasarán ustedes entre dos filas de indígenas a lo largo de un sendero. A un lado estarán los hombres. Al otro las mujeres. Deben dar la mano a derecha y a izquierda a todo el que se encuentren. No se preocupen del ejército de perros que les ladrarán al pasar; su ladrido es más molesto que su mordedura".

Con el tiempo, las visitas de viajeros, investigadores y curiosos se hicieron regulares entre julio y agosto. Así que los sankildanos descubrieron pronto que podían ganarse unos peniques trasbordando en el bote de remos la gente a la costa desde los barcos, que no podían arribar a la bahía. El beneficio era, como todo hasta entonces, para la comunidad.

Ya en tierra, les ofrecían huevos cocidos para decorar, conservas de gaviota, bufandas de paño, calcetines de lana o las pocas cosas que poseían y que a los visitantes les pudieran interesar.

Pero aquella gente era muy rara. ¡Pues no venían pidiendo que se les reservaran cáscaras de huevos de las 548 especies de pájaros que los periódicos decían que anidaban en San Kildán!

El flujo estable de los visitantes llegó a cambiar el sentido de su economía. Descubrieron el dinero; el que ingresaban, aunque escaso, les permitía adquirir alimentos, harina, sal, leña, tabaco, caramelos.

Progresivamente se fue abandonando la dedicación exclusiva a la cosecha de los pájaros. Y año tras año disminuían alarmantemente las capturas.

Pero a su vez las nuevas fuentes de ingresos no podían ser ni regulares ni seguras. Porque estaban sujetas al estado del tiempo, del viento y del mar. Tres elementos contra los cuales se había organizado con éxito la vida en Hirta desde siglos; y ante los cuales ahora empezaban a sentirse desarmados los sankildanos.

El principal problema que hubo siempre en San Kildán fue el número de habitantes. Cuando superaban los cien, iban bien las cosas. Pero iban mal si descendían de ese número. O si había más hembras que varones.

En varias ocasiones las epidemias pusieron a la comunidad entera al borde de la extinción.

En 1664 una epidemia de lepra diezmó la comunidad. Quedaron 180 personas en Hirta. En 1758 una epidemia de viruela redujo la población a ochenta y ocho habitantes. De los cuales sólo 30 eran varones.

No había cementerio en San Kildán; ni se ponían cruces sobre las tumbas. Sólo se rodeaba de grandes piedras la tierra removida para evitar que escarbaran las gaviotas y los perros rebuscaran los restos.

En 1844 una nueva peste arrebató 17 cabezas de familia y dejó 26 huérfanos. No había azadas con que cavar las tumbas. Así que con los husos de hilar se excavaron dos fosas para enterrar los cuerpos muertos.

En 1852 treinta y seis sankildanos emigraron a Australia. Quedaron setenta.

Nunca se había visto una cosa así. La escena de la despedida de los que quedaron fue patética.

En 1877 había 2 varones en edad de casar y 12 mujeres. Y el verdadero problema no estaba en que las mozas se fueran a quedar para vestir santos, sino en que sólo había dos mozos para cazar pájaros y dar de comer a la comunidad.

1911 fue un año de fuertes galernas en el mar de San Kildán y apenas llegaron barcos en varios meses a las islas. Los sankildanos, por primera vez, pasaron hambre. Cuando se supo en tierra firme, el periódico "Daily Mirror" organizó una expedición con provisiones para ayudarles. Volvieron impresionados. Tanto que el propio periódico lanzó una campaña de sensibilización de la opinión pública: ¡había que evitar que aquello se repitiera!

Para entonces los habitantes de San Kildán habían quedado reducidos a 73; 17 de ellos abandonaron Hirta en los años siguientes a la primera guerra mundial.

La vida en Hirta no fue nunca fácil. Pero durante un millar de años había sido posible.

Ahora los isleños, seriamente mermados en su número, encontraban angustiosamente difícil el mero subsistir.

Durante la cosecha ya no se hacía ninguna selección, ningún rechazo: cualquier pájaro vivo que se pusiera al alcance de la mano era bueno.

Aquel año les fue imposible a los sankildanos, diezmados, envejecidos y enfermos, cazar más de 300 de aquellas aves que, sin embargo, seguían llegando por millares cada primavera a llenar las rocas con su algarabía y sus nidos.

En San Kildán se empezó a depender, para vivir, de las ayudas que les quisieran enviar de tierra firme.

Aquellas gentes se hallaban perplejas ante la ineficacia de sus esfuerzos para siquiera poder sobrevivir:

—¡Las islas son igual, el mar es el mismo y los pájaros siguen viniendo! ¿Por qué no podemos seguir viviendo aquí como nuestros antepasados?

Pero en su fuero interno, con resignada amargura, ya habían decidido abandonar al mar, al viento y a los pájaros las islas que durante siglos fueron su tierra.

Por primera vez en más de mil años se habló en San Kildán de evacuación.

¿Y el gobierno? ¿qué pensaba, si pensaba algo, el gobierno inglés?

El Departamento escocés de la Salud envió a Hirta a una enfermera, la señorita Guillermina Barclay. Les ayudó mucho y los sankildanos la querían.

Ella fue quien decidió que ya no se juntarían más cada domingo en la iglesia, húmeda y fría. En adelante se reunirían en su propia casa, más confortable, junto a la chimenea, a tomar té caliente con pastas.

Aquella tarde de abril de 1930 se hablaba poco en la reunión. En la cabeza de todos pesaba el mismo pensamiento. Pero era como si se hubieran puesto de acuerdo para no hablar de ello.

Por fin alguien se atrevió a preguntar:

—¿Y usted qué piensa de la evacuación. Miss Barclay?

—.... San Kildán ha llegado al límite de sus posibilidades.

El silencio se hizo tan angustioso que la enfermera se sintió obligada a seguir hablando.

—Puedo aseguraros que me resultará fácil conseguir los recursos para la evacuación. Y una casa en tierra firme para cada familia. Y un puesto de trabajo.

Nadie reaccionó. Ni levantaron la vista del fuego.

—Yo puedo garantizároslo. Pero sois vosotros los que habréis de decidir.

Cuando se despidieron para volver a sus casas no se atrevían a mirarse y se dispersaron en silencio. En el cobijo de cada palloza se prolongó el nudo en la garganta de aquel silencio. Sólo los niños pudieron dormir aquella noche.

También en la Secretaría de Estado para los Asuntos de Escocia se hablaba de San Kildán. Se habían recibido informes sobre el hambre del invierno pasado. Y se sabía que andaba revuelta la opinión pública inglesa a causa de aquello.

Al domingo siguiente, en Hirta, volvieron a juntarse todos en casa de miss Barclay. Y mientras se oía en el silencio hervir el agua para hacer el té, aquel anciano estrechó entre sus manos las de la enfermera que le alargaba la taza y sólo acertó a decir entrecortado:

—Es el final, miss Barclay, Ninguno sabemos cómo seguir. Nadie sabe qué hacer.

Aquella noche, en el papel cuadriculado de un cuaderno de escuela, se le escribió una carta al Gobierno de su Majestad:

"Nosotros, los abajo firmantes, nativos del archipiélago de San Kildán, respetuosamente elevamos nuestra súplica de que nos ayuden a abandonar nuestras islas este año y a encontrar casa y trabajo en tierra firme.

Durante años, los brazos para trabajar han ido disminuyendo y hoy la población de Hirta ha quedado reducida a 36.

Podemos llevar con nosotros algunos muebles, pero ni siquiera tenemos recursos con que costear la evacuación.

Agradeceríamos que no nos separaran, sino que pudiéramos vivir en la misma comunidad. Y que los trabajos que se nos buscara estuvieran relacionados con lo que desde tiempos inmemoriales nuestro pueblo ha venido haciendo y nosotros sabemos hacer.

Pero si esto no es posible, estaremos contentos con la solución que ese Gobierno de su Majestad tenga a bien asignarnos, que por lo menos nos ayude a sobrevivir".

Firmaban la carta todos los adultos. Finley Gillies y Mary MacQueen, que no sabían escribir, hicieron una cruz.

Aún estuvo la carta guardada dos meses en espera de algún barco que pudiera llevarla.

En Westminster aquella petición no traía más que engorros molestos.

¿Una evacuación? ¡Demasiado gasto!, decían los funcionarios. ¿Cómo se justificará ante los contribuyentes?

Aquello sentaría un precedente y llegarían peticiones parecidas desde todos los puntos del imperio.

¿Se tenía seguridad de lo que decían sobre que el descenso de la producción se debiera a la pérdida de brazos para trabajar? La indolencia y la pereza son frecuentes en este tipo de sociedades.

Habría que confirmar que la solicitud de evacuación era unánime y que no se había ejercido coacción contra los posibles partidarios de permanecer.

Sí, a algunos podría encontrárseles ocupación, pero en general serían una carga para cualquier municipio donde se asentaran.

¿Y quieren vivir juntos, que se les busque trabajo y en lo mismo que saben hacer? ¿No sería mejor convencerles —¡y ayudarles, por supuesto!— de que se quedaran allí?

Con esta última decisión fueron enviados dos oficiales a San Kildán.

Acompañados de los hombres, recorrieron la isla. Visitaron familia por familia.

Cuando volvieron a la palloza de la enfermera Barclay le comentaron: ¡Es increíble! Se tenía que haber evacuado ya a estas gentes hace mucho tiempo!

Así que, de común acuerdo, redactaron un informe en el que trataron de encontrar una razón que pareciera definitiva a su Gobierno.

En Westminster, tras esto, hicieron algunos cálculos. En los cinco últimos años San Kildán había costado al Gobierno 2.388 libras. La parte mayor correspondía al Departamento de Salud con 1.642 libras. El Departamento de Educación reconocía que sólo había gastado en Hirta 453 libras. Agricultura 82 libras. Y Correos 211.

Pero estaba claro que, en conjunto, el mantenimiento de la población en Hirta resultaría en adelante más gravoso al contribuyente que la evacuación.

Y empezaron los preparativos.

Un nuevo funcionario, subsecretario de Estado, llegó el 11 de junio a Hirta para vencer las últimas reticencias si las hubiera. El Señor Tom Jobston explicó claramente las condiciones:

—Como había algunos sankildanos que no podrían valerse por sí solos, no deberían ser peso para ninguna institución. Se harían cargo de ellos quienes sí podían trabajar.

—A éstos el Gobierno les garantizaba el trabajo. Pero si necesitaran cualquier otro tipo de asistencia sería costeada con la venta de objetos de su mobiliario. Hacer una excepción con ellos sentaría un precedente peligroso entre su vecindario en tierra firme.

—Se trataría de lograr que vivieran todos juntos. Y que su trabajo tuviera relación con lo que venían haciendo en la isla. Pero no había plena garantía de conseguirlo. Y el Estado no se comprometía a ello.

—No se concedería ningún tipo de exención de tributos en función del estado de necesidad, pues eso llevaría a favorecer la pasividad para el trabajo y a crear en ellos la conciencia de ser una clase subsidiaria permanente y distinta.

El señor Tom Jobston fijó para el último fin de semana del mes de agosto la fecha de la Evacuación.

Cuando se empezó a correr la noticia, en Inglaterra se alzaron primero voces indignadas.

—¡No a la evacuación!

—¡El Gobierno, que antes no les ayudó, ahora arranca de sus tierras a los sankildanos!

—¡Allí al menos, a su manera, son felices!

—¡Con lo hermoso que es aquello! Ahora sin gente, perderá interés.

—Tenemos ya aquí demasiada población para que encima nos traigan bocas nuevas. ¡No a la evacuación!

"The Scotsman" publicaba un artículo de John Matthieson, ecologista y geógrafo. Decía:

"Que viva gente en Hirta no es, evidentemente, imprescindible para el Reino Unido. Y tampoco aporta riqueza el archipiélago. Pero San Kildán es un lugar sagrado en la historia emocional de nuestro pueblo, con la tristeza batiendo sus costas y la soledad golpeando la orilla de sus gentes".

"The Oban Times" consideraba "intolerable que se haya dejado llegar a tal estado de abandono a una tierra que ha sido capaz de mantener a toda una comunidad en los buenos y en los malos tiempos".

—Nos dicen que han solicitado ellos mismos el traslado en el ejercicio libre de sus derechos. ¿Pero gente que vive tan alejada tiene elementos de juicio para elegir libremente?

Los sankildanos estuvieron por completo ajenos a esta marejada en contra de su traslado.

Algunos meses después, Mary MacBride recordaba que el pensamiento de que en tierra firme les esperaban con los brazos abiertos les había ayudado poderosamente a sobrellevar la amargura de los últimos días.

Sir MacLeod, el propietario de las Islas, hizo también sus cuentas.

Calculó que aquel rincón de sus dominios le venía produciendo una media de 37 libras al año.

Los isleños le debían 537 libras con 17 chelines y 4 peniques. Y no había ninguna esperanza de que pudieran llegar a pagárselos.

Así que Sir MacLeod llegó también a la conclusión de que la Evacuación era buena. Acaso el Estado podría reembolsarle parte o la totalidad de la deuda. O autorizarle a gravarla sobre la venta de los objetos de los sankildanos o sobre el rendimiento de su trabajo una vez instalados.

De lo único que se ocupó Sir MacLeod fue de escribir al Presidente de la Secretaría de Estado:

"Antes de que la evacuación se lleve a efecto, el Departamento que usted dirige necesita asegurarse de que cada vecino renuncia formalmente a todo tipo de propiedad o pertenencia sobre cualquier cosa en la isla.

Sin esta renuncia expresa podría ser que alguno de los evacuados se sienta tentado posteriormente a regresar. Lo cual sería contrario a la finalidad que usted mismo persigue. Este punto es, pues, de la máxima importancia para su Departamento".

Semanas antes de la evacuación, la enfermera indicaba en su informe cómo, puesto que iban a romper con su pasado, querían hacerlo del todo. No querían, pues, trabajar como renteros para nadie. Ni que les llevaran a otra isla.

Se prefirió inicialmente asignarles casa y trabajo en explotaciones del propio Estado. Los 8 varones en condiciones de poder trabajar se ocuparían en la Comisión para la Conservación y la Repoblación de los bosques.

Trabajarían en los montes de Arttonnich. Y tendrían la vivienda en Argyll. El Departamento de Salud se comprometía a proporcionarles bicicletas. Una condición se les impondría: que si fallaban en el trabajo, la Comisión podría prescindir de sus servicios.

Más dudas albergaba la Secretaría de Estado a la hora de fijarles la remuneración por el trabajo. ¿Qué criterio seguir? ¿De acuerdo con lo legalmente establecido? ¿En función de sus necesidades? ¿O sería preferible dejarlo fluctuar según los rendimientos?

La Comisión nombrada especialmente para resolver este asunto dictaminó el 21 de julio que "si es posible, no se mencione ante ellos una cifra precisa como sueldo. Págueseles una suma razonable en el comienzo. De acuerdo con la situación normal de trabajadores en prueba.

Como es de prever que durante los primeros días traerán alguna reserva de dinero, puede esperarse dos semanas en hacerles llegar la primera paga.

Debe evitarse hacer el juego a la idea que pudieran albergar sobre que podrían vivir al abrigo del Estado".

Se habían previsto también soluciones a los casos concretos más graves.

Finlay MacQueen no quería seguir viviendo con nadie de su familia. Ni recogerse en un Asilo para Pobres. Así que los días de vida que le quedaran podía acabarlos en la casa de Neil Ferguson o en la de Annie Gillies.

Finlay Gillies, en cambio, más viejo, sí que pasaría a un Asilo a pesar de su resistencia. Su deplorable estado —era el sankildano más viejo— no permitía otra alternativa.

¿Y las viudas? Había cinco en Hirta cuando la evacuación.

"La señora MacDonald iría con sus hijos. La señora MacQueen podría tener su propia casita, cerca de los MacKinnos. Y ganarse, hilando, lo poco que iba a necesitar. La viuda MacGillies sería más feliz viviendo con su hermana. Y las otras dos podrían repartirse con algún familiar".

A los sankildanos se les iba informando y consultando sobre estas decisiones. Pero les resultaba imposible entender el significado de los ofrecimientos que se les trasmitían.

A medida que se acercaban los días finales se agolpaban en su espíritu los sentimientos: la tristeza, la duda, la suspicacia, el miedo.

A finales de julio el Departamento de Agricultura envió dos pastores especializados, con perros, a recoger las ovejas que se habían de vender para cubrir los costos del traslado. Nadie supo decirles el número de las que poseían.

Se les había dicho que recibirían una libra por cabeza. Pero a última hora el Departamento tuvo sus dudas sobre si no sería demasiado. "Las ovejas estas son tan salvajes que tienen las patas cansadas. Deberían considerarse satisfechos los dueños si se les da 50 chelines por cada una", informaban los pastores.

Por su parte, las autoridades veterinarias exigieron que fueran vacunadas antes de embarcarlas. El costo de la vacuna, por supuesto, se deduciría de esos 50 chelines. Eran en total 667 libras. Y del valor total aún hubo de deducirse la paga de los pastores y la alimentación de los perros.

Concluida su misión, los pastores informaron a la superioridad que "en nuestra opinión estas gentes serán una carga inútil dondequiera que vayan". Se basaban para afirmarlo en que los sankildanos, cuando supieron que tenían que pagarles, no les ayudaron demasiado a recoger las ovejas.

Otro problema para el Gobierno: a última hora al alcalde de Argyll se le ocurre dar cuenta de que los vecinos se resistían a recibirlos.

Esta vez la Secretaría de Estado se indignó. Y mandó una carta —durísima, dijeron— a Argyll que en resumen decía: pase que carezcáis de generosidad; pero resulta intolerable que no tengáis confianza en el Estado. Bien, la Secretaría abonará al Municipio la parte correspondiente por los servicios a prestar a los nuevos habitantes.

(Por cierto que nunca pagaron. Así que el municipio no prestó servicio alguno a los sankildanos. O en la versión oficial: el Municipio no prestó servicio alguno a los sankildanos; así que la Secretaría no pagó.)

La enfermera Guillermina informaba que sería necesario conseguir camas, colchones, mesas y sillas. El Departamento intentó conseguirlas de diferentes Fundaciones piadosas e Institutos de caridad. Fue imposible. Todos exigían rellenar papeles demostrativos de extrema necesidad. Y los sankildanos tenían ovejas.

En los últimos años muchas personas se habían preocupado por las gentes de San Kildán. Acaso algunas estuvieran dispuestas ahora a colaborar en colocarlos.

Esto pensaba el Gobierno. Y decidió hacer pública la oferta. Sólo dos personas respondieron. Una enfermera que había pasado algún tiempo en San Kildán recogió a un niño huérfano.

Y la Condesa de Warwick ofreció un puesto de trabajo como pastor en su finca del condado de Essex para el joven más fuerte de San Kildán. Había oído esta señora que las ovejas en San Kildán tenían cuatro cuernos y quería criar en su finca aquella raza. Cuando supo que sólo tenían dos, retiró su oferta.

Escasos días antes de iniciarse la evacuación, el Departamento del Tesoro dio una orden tajante: que la operación se hiciera al más bajo costo.

Cuatro días antes de la evacuación, la Secretaría de Estado para Asuntos de Escocia convocó a todos los sankildanos a una reunión última y solemne. Tenían que firmar la aceptación de todas las condiciones que el Gobierno señalaba.

Christine MacQueen, de ochenta años, fue la última en hacerlo. Cuando estampó bajo su nombre la cruz con que firmaba se volvió lentamente hacia los suyos. Recorrió despacio aquellos rostros que atenazaban a la vez la inquietud, el miedo y la tristeza. Todos la miraban. Y sólo acertó a balbucir: "Que Dios...", antes de echarse a llorar


EL FINAL

Eran las 7 de la tarde del viernes 30 de agosto de 1930, cuando los 36 sankildanos sobrevivientes desembarcaban en Lochline.

Sólo llevaban consigo lo que pudieron transportar con las manos. El resto —enseres y ovejas— llegarían a Oban un día después en otro barco.

El puerto estaba a rebosar de gente que había salido a verlos. Periodistas y fotógrafos ocupaban las primeras filas.

Los sankildanos miraban desde cubierta y no entendían nada.

Mientras el vapor ganaba el muelle, la gritería convertía en zozobra su inquietud.

Cuando bajó el portón de desembarco, aturdidos, no se atrevían a salir. Fue preciso que Miss Barclay, con un niño en los brazos, descendiera a tierra para que la siguieran.

En el muelle, apretados entre sí mientras el gentío en silencio los observaba, no acertaban a echar a andar. Los ancianos se azaraban. Las mujeres se tapaban la cara. Los niños se agarraban a los pantalones y las faldas asustados. Por fin avanzaron hasta los coches que los aguardaban, entre dos filas de gente que cuchicheaban, les señalaban, les tocaban la ropa y la cabeza y les hacían preguntas para ver cómo hablaban.

Los llevaron a presencia del Jefe de la Comisión de Bosques. Se les concedió unos días para descansar y conocer la ciudad. La mayoría de ellos, sin embargo, aprovecharon para ir a Oban al día siguiente a ver cómo vendían sus ovejas.

Allí, mudos entre la gente, intentando no darse a notar, contemplaron cómo los funcionarios malvendían aquellos animales.

Y por la tarde, cuando volvían a casa, el desasosiego les impedía preguntar cuándo percibirían su parte de aquel dinero.

 

* * *

 

Los primeros meses fueron muy duros para los sankildanos.

Se les hacía extraño en casa el agua corriente. Los niños se asustaban de los caballos y de las bicicletas. Los viejos se quejaban del reuma por tener que subir las escaleras.

Y se les hacía el vacío en la vecindad.

Un pastor que tuvo que ausentarse de casa tres días colocó ostensiblemente en la puerta cadenas y cerrojos. Y un viejo colgó un cartel de la fachada de su casa: "No quiero vecinos mendigos y zánganos".

Vivían dispersos. Los hombres pasaban los días enteros en el campo. Y cada vez los llevaban a tajos más distantes.

Las mujeres y los ancianos apenas salían de casa. Algún domingo, a los oficios religiosos.

Los niños, en las escuelas, se adaptaban mejor. Pero ninguno pasó de la enseñanza elemental. Y durante mucho tiempo fue imposible convencerlos de que si se herían tenían que ir a ver al médico.

La enfermera Barclay visitaba regularmente cada familia. Y hasta consiguió juntarlos a todos el día de navidad. Se quejaban de que no se les había concedido lo que se les prometió. Que tenían los trabajos lejos. Que estaban dispersos. Que existían diferencias entre la gente. Que había que comprarlo todo. Que había que pagar el carbón, las rentas, los colegios y los impuestos.

Cuando Miss Barclay hizo llegar estas cosas al Jefe de la Comisión de Bosques le dijeron que aquellas gentes parecían algo desagradecidas. Sólo sabían pedir. Quizá fuera que ella misma se lo había pintado todo demasiado bonito para convencerles de que abandonaran Hirta. Y que en cuanto a pagar, no tenían demasiado derecho a quejarse, pues al cabo de tres meses no habían pagado nada; lo adeudaban todo.

 

En la primavera de 1931 la mayor parte de ellos habían solicitado volver a San Kildán.

Los dueños de la naviera que organizaba los viajes a Hirta cada verano les animaba a que regresasen. Hasta les ofrecía aumentar el precio por transportar turistas del barco a tierra firme en el bote de remos.

Se llegó a plantear la posibilidad de una reocupación parcial de la isla durante el verano. Pero se opuso tajantemente sir Reginald MacLeod.

Sólo Finlay MacGuillies y Neil Ferguson obtuvieron permiso para faltar dos meses al trabajo y traer de las cosas que dejaron lo que les encargaran todos.

La excitación les dominaba cuando desembarcaron en la bahía. Subieron corriendo hasta las pallozas. Pero la tripulación de los cargueros de paso lo habían saqueado todo: las puertas, los utensilios, la ropa, los telares... Lo que no se habían llevado estaba destrozado por los suelos y empezaba a pudrirse de humedad a la intemperie.

Aquel verano aumentaron los visitantes. Y MacLeod consiguió de la Secretaría para Escocia que Neil Ferguson permaneciera en Hirta como vigilante jurado.

Un comerciante de Glasgow le proporcionó un matasellos sin valor postal. Fue un éxito. Miles de postales franqueadas en Hirta se distribuyeron en Glasgow entre los coleccionistas.

Neil Ferguson aún cazó algunos pájaros y los puso en sal para llevarlos con él a la vuelta y distribuirlos entre los sankildanos.

 

En 1934 MacLeod decidió vender la isla que poseyó seis siglos su familia en propiedad. Porque no le rentaba.

La compró Earl of Dumfries, un acaudalado gentleman que hacía tiempo acariciaba el proyecto de dedicarse a la ornitología. Pondría en San Kildán un observatorio privado. Y construiría una casa para su familia y un puñado de amigos.

Earl contrató a Neil Ferguson como guarda. Le arregló una palloza y le encargó que adecentara algunas más.

 

En 1936 volvieron a Hirta algunos sankildanos. Los trajo el nuevo propietario para que tejieran allí unos lienzos de paño con lana de ovejas de Saoay, que Earl pensaba regalar a Jorge IV.

 

En 1939 estalló la segunda guerra mundial.

Por primera vez en siglos de historia cuatro sankildanos fueron llamados a filas en el Ejército y tres en la Armada.

Ninguno murió. Dos fueron heridos. Y uno permaneció prisionero de los alemanes hasta 1946.

 

En 1940 murió, en Ponty-field, Finlay Gillies. "el abuelo de San Kildán", le llamaba la prensa.

Aquel mismo año falleció igualmente la mujer de Neil Ferguson senior.

Y John MacDonald murió también, en la Enfermería Real de Inverness.

 

En 1957 habían muerto 13 de los 36 sankildanos evacuados.

Desde este año ninguno de los 23 restantes volvió más a San Kildán. Y progresivamente ya todos se han ido muriendo.

He dicho mal, viven dos.

Y en 1971, uno de ellos, Lachland MacDonald, todavía volvió a Hirta.

No quedaban más que escombros de las casas de su infancia. Y lloró delante de las piedras que fueron su palloza. Cuando volvió a tierra firme prefirió quedarse solo con sus recuerdos.

Y sólo pide que le dejen vivir en paz.

Porque todavía vive en algún lugar desconocido de Inglaterra.

En los pequeños hoteles de las calles en torno a Victoria Station se albergan muchos de los viajeros que visitan Londres. En uno de ellos trabaja Malcom MacDonald. Vive en una casa con jardín en el municipio de Word-worth. Acepta la desaparición de su pueblo y de su raza.

—Sólo quiero, un día, poder volver a San Kildán a morirme allí y a que me entierren.

(Ignora Malcolm McDonald que eso, hoy, es ya absolutamente imposible).

Hoy San Kildán es una ultramoderna base militar de seguimiento de misiles.

En 1955 el Gobierno inglés acordó invertir 20 millones de libras en la construcción de una base militar.

Entonces designaron San Kildán.

Para estas fechas —1956— había muerto Earl Dumfries, elevado a quinto Marqués de Brunte. Y había testado que sus islas se convirtieran en Reserva Natural. No lo permitió el Gobierno, que había decidido en el sentido expuesto. Y en consecuencia, en mayo de 1957 estableció en Hirta un radar.

En julio llegaba a la bahía el primer cargamento de material militar. Y 300 hombres.

En noviembre quedaba inaugurada la carretera, portento de ingeniería, que desde el mar llegaba, a 1.200 pies de altura, hasta el pico de Mullach Mor, donde las cuevas de cuando las tormentas.

Y cuando al final del otoño se fueron los últimos pájaros, las ruinas del viejo poblado de Hirta se habían convertido en una moderna ciudad de casas sólidas y avanzadas comodidades.

En 1969 el Ministerio de Defensa realizó fuertes inversiones para mejorar las instalaciones de San Kildán. Cuarteles, calles, casas, estación de energía con gasoil, cámaras frigoríficas con capacidad de reserva para comidas precocinadas durante seis meses.

El presupuesto para la base de San Kildán se cifró en un millón de libras para preparar la guerra donde durante siglos se ignoró hasta la palabra con que se designa tamaña barbaridad.

El mando militar ha favorecido los estudios sobre el ciclo vital de las ovejas salvajes de Saoay. Y sobre la evolución del número y las costumbres de los pájaros a los cincuenta años de que los sankildanos dejaran de matarlos.

Y sigue la vida en Hirta.

Porque lo que hasta aquí se ha contado no ha sido el final de la historia de San Kildán, sino el de los hombres que desde más de mil años lo habitaron.

 

Escrito en Lecturas Turia por Avelino Hernández

Cobre

11 de febrero de 2014 08:18:07 CET

Una hebra recubierta de vida,

soldada por arduos deseos de permanecer aquí

y seguir abrazando a los que te lloran,

a los que dicen adiós a la bruja,

la más bruja de todas,

y que arde dentro de las venas principales de sus manos

como si fuera flexible y azul

y les llevara a acariciarte.

Hilo de cobre para anudármelo al cuello

llegado el día preciso

y acabar con este paripé de indiferencia,

el teatrillo de despedida

y las plañideras que sólo se acuerdan de uno

cuando uno ya no está.

Metros de cable con hilo de cobre

robado en la noche de tu muerte

mientras yo te arropaba y recogía tus cosas,

tapaba con las sábanas el pie que empezaba a estar frío

porque ya se sabe,

no te gusta que te vean con las uñas sin arreglar.

Nadie te cortó al fin el pelo, como tú querías,

y se burlaban como con vida robada

algunos de tus rizos color de cobre

apoyados sobre los hombros,

vengándose del intento de acabar con ellos.

Cobre, como un consuelo de tontos,

el premio del que no alcanza la meta

sino detrás de los otros,

como tú y yo,

como todos cuando dejan de estar.

“El incremento del precio del cobre

dispara los hurtos”, leí aquella noche,

y me conformé.

Escrito en Lecturas Turia por Almudena Vidorreta

La noche

10 de febrero de 2014 13:32:05 CET

Para Daniel Duque

 

 

 

 

 

 

No creo que se esté

tan mal bajo la tierra:

 

habrá un suave silencio concentrado

parecido al de hoy,

 

al de esta noche

de piedras sumergidas;

 

no tendremos ninguna obligación

de levantarnos pronto

 

a trabajar y, en cambio,

cuando llueva, la tierra,

 

mezclada con el agua,

será un dulce café

 

para los restos de la boca

que ya no sufrirá los dolores del cáncer;

 

seremos una parte

de materia que irá, en algún milenio,

 

a reencontrarse con el astro

que revistió de vida nuestra carne,

 

y ese astro, a su vez,

más adelante,

 

pasará a formar parte de algún otro

astro mayor que lo reabsorba;

 

viajaremos

así por todo el universo

 

como podría hacerlo ya esta noche

en algún sueño grato, si lograra

 

dormir después de estas palabras

que sólo han perturbado

 

brevemente el nocturno

silencio.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael-José Díaz

Voces

7 de febrero de 2014 10:30:42 CET

He estado muy ocupada, me dijo Violeta en El Mercurio después de una larga temporada sin vernos. Me ha surgido un asunto nuevo. Un día llamaron por teléfono a preguntar si sabía si el ático de la casa estaba en alquiler. Un señor llamado Piloto, me dijo la voz, le había comentado a él, el propietario de la voz, que creía que sí. El mencionado Piloto le había dicho, también, que llamara a este número de teléfono y preguntara por Dayana o por Violeta. Cualquiera de las dos podría ayudarle. Eran familia de Piloto.

 

Le  expliqué  al  propietario  de  la  voz  -era, sin lugar a dudas, una voz de hombre-  que  yo  era Violeta, la hija del Piloto, que en realidad se llamaba Eugenio,  aunque muchos le llamaban el Piloto. No Piloto, puntualicé, sino el  Piloto.  Así  es,  dijo  la voz, dándome la razón en ese tono en que se la suele  dar  a  los  locos,  simplemente  para seguir adelante. Le dije que le preguntaría  lo  del  ático  a  Dayana,  que,  por  cierto,  era  mi  madre -no consideré  necesario  añadir  que, en consecuencia, era, también, la mujer de Eugenio- , porque Dayana está muy al tanto de la vida de la vecindad y probablemente  sabría si los propietarios del ático lo querían alquilar. Pero como en ese momento Dayana no se encontraba en casa, le dije que llamara más tarde.

 

Yo,  desde  luego,  siguió  Violeta,  conocía a los propietarios del ático, que viven en el cuarto  derecha,  y  sabía  que  el  ático  estaba  desocupado,  pero,  naturalmente,  no conocía  sus  intenciones.  No  me  trato  mucho con ellos. Son una familia numerosa y bastante  alborotadora.  Como  mi madre habla con todo el mundo, debía de saberlo o, al  menos,  podría  actuar  de intermediaria entre ellos y el hombre que me llamaba por teléfono.  Eso  fue  lo  que pensé  en cuanto colgué el teléfono. E, inmediatamente, me olvidé.  Quiero  decir, que no se lo comenté a mi madre, ni siquiera a mi padre, que era quien había puesto en marcha el asunto.

 

La cosa fue, dijo Violeta, que, por una cosa o por otra, ese hombre me llamaba por teléfono casi todos los días. Con mi madre es muy difícil hablar, porque anda siempre de aquí para allá y no se lleva nada bien con el teléfono móvil. No contesta los mensajes ni los responde jamás. Al fin, un día le pregunté si sabía si el ático estaba en alquiler y ella me dijo que se enteraría, pero lo cierto fue que tardó en enterarse. El hombre me seguía llamando, como si ese ático fuera el lugar más deseable del mundo. Pasados unos días, pude darle buenas noticias. Sí, el ático estaba en alquiler y ya había conseguido, a través de mi madre, el número de teléfono de los del cuarto derecha.

 

El caso es que los propietarios del ático le pidieron a mi madre el favor de que echara ella una ojeada al ático, que llevaba desocupado todo un año, a ver qué le parecía, porque no sabían lo que podían pedir de alquiler. Tenían la impresión de que el último inquilino pagaba un alquiler muy bajo. Mi madre, como puedes imaginar, no encontró el momento de subir a ver el ático, y finalmente me lo encargó a mí. Y esto es lo que ha pasado: el ático me encantó. Se lo comenté a los propietarios y les sugerí alguna que otra mejora para poder pedir un precio más alto. Más adecuado, quiero decir, porque el espacio es estupendo, pero hay que saber presentarlo. Todo lo que les dije les pareció muy bien y al final quedé yo encargada de hacer todos los pequeños arreglos -fáciles y superficiales todos ellos, cosas que podían hacerse con las manos- e incluso de manejar el asunto del precio del alquiler con el nuevo inquilino.

 

Siempre me ha gustado la decoración, dijo Violeta, así que todo el asunto me ha entretenido mucho. El ático ha quedado genial. Ya sólo falta fijar el precio con el nuevo inquilino. Parece ansioso por verlo, la verdad.

 

Mi padre, como de costumbre, se ha desentendido completamente de todo, dijo Violeta, mirando hacia la mesa adonde el Piloto jugaba al póquer con sus amigos. No ha intervenido ni ha comentado nada. Lo único que ha dicho es que hacía tiempo que no veía a Julio, que así se llama ese hombre. Le parecía que estaba de viaje. Es un hombre que viaja mucho, dijo. Nada más.

 

Tengo mucha curiosidad por verle, confesó Violeta. Estoy deseando saber qué le parece el ático, ya que ha mostrado tanto interés. Tiene una voz maravillosa. Es una de esas voces que se ven, que casi se palpan, una voz que se pone delante de tus ojos y hasta cierto punto puede decirse que se exhibe, que disfruta de sí misma. Es una voz fundamentalmente independiente, una voz que va a lo suyo.

 

Yo pensaba que Violeta no sabía escuchar, que lo miraba todo sin absorber una sola palabra, pero ahora había sido conquistada por una voz. Sentí celos de aquella voz que se había abierto paso en la vida de Violeta. Y comprendí que nunca me había gustado mi voz, expresaba nerviosismo e inseguridad, como si quisiera alzarse por encima del peso que debía sostener, nunca liberada de su miedo a caer, a hundirse, a enmudecer. ¡Ojalá mi voz fuera mejor de lo que imaginaba!, deseé, ¡ojalá mi voz sonara en los oídos de los otros mejor de lo que sonaba para mí!

 

Como Violeta, yo también era experto en voces, yo también sacaba conclusiones cuando escuchaba las voces de los otros, y las analizaba y desmenuzaba, una vez que habían penetrado dentro de mí y se resistían a desaparecer. La voz de Violeta pasaba por las cosas como recogiéndolas, barriéndolas, sin mirarlas demasiado, quizá triturándolas, porque sólo tenía una meta, sólo quería hablar al aire, exponer el montón informe de palabras como una escultura que se fuera moldeando a la vista de todos. La voz de Violeta perseguía un objetivo, no se distraía en lo accesorio.

 

Así como la de Violeta era, claramente, una voz con meta, una voz demoledora, pulverizadora, y por tanto algo monótona, sin apenas variaciones, la de Teresa no tenía metas claras y cambiaba terriblemente. Podía ser una voz alegre, impregnada de aquella vida anterior que se intuía al fondo de sus ojos, y podía ser una voz muy triste, quejumbrosa, cuando me relataba el insomnio constante de sus noches, el dolor que la mantenía despierta y para el que no había encontrado remedio, porque se resistía a recurrir a los analgésicos y los calmantes. Era, a veces, cuando sus ojos me penetraban, una voz susurrante, suplicante -mientras yo me estremecía de deseo, porque sabía que me estaba pidiendo algo-, y otras, cuando yo la escuchaba hablar con otras personas, cuando la veía de lejos y sólo me llegaba el sonido y el tono de las palabras, una voz distante y orgullosa, cerrada en sí misma.

 

Teresa no tenía una sola voz, Teresa era muchas voces al mismo tiempo, y eso era lo que me desconcertaba, porque imaginaba que si yo respondía a una de ellas, Teresa, de pronto, recurriría a otra, y yo no sabría qué hacer.

 

 

 

(Capítulo de una novela en curso)

 

Escrito en Lecturas Turia por Soledad Puértolas

Natsume Soseki, escuchar el rumor del mundo

6 de febrero de 2014 08:09:04 CET

Natsume Soseki, seudónimo de Natsume Kinnosuke  (Tokio, 1867–1916), está considerado por todos los expertos uno de los autores más notables de la era Meiji, la época en que, con un esfuerzo transformador impresionante, Japón se abrió a Occidente, tras dos siglos y medio de aislamiento. De 1867 a 1912, el impulso del emperador Meiji convirtió un régimen feudal en un país moderno, futura potencia mundial, líder en tecnología. Intentaban “aprender de Occidente para alcanzar a Occidente”, pero combinando “ética oriental con técnica occidental”. Se revolucionó la cultura: se promovió la educación, se elevaron los índices de alfabetización, circularon periódicos con tiradas espectaculares y el aprendizaje de las lenguas extranjeras y las primeras traducciones  permitieron el acceso a la literatura occidental.

La idea era preservar la identidad y la tradición japonesas, imbricándolas en la gigantesca ola del conocimiento del mundo occidental. Al fin, la literatura japonesa reflejaba conflictos vitales y sociales, pero desde su tradición. Esa dialéctica y ese forcejeo entre la tradición y la apertura al universo occidental aparece en los libros de Soseki, sobre todo en Sanshiro y de forma más integrada y sintética en Kusamakura o ya más sutilmente en Kokoro y Kojin, como veremos. Soseki renovó el lenguaje, cambió de estilo en cada libro, y los grandes escritores japoneses le han considerado con gratitud padre de la literatura moderna.

Profesor de literatura inglesa en la Universidad de Tokio, Natsume Soseki era un estudioso de la cultura y la poesía chinas, fruto de la otra gran transformación cultural japonesa (siglos VI y VII), cuando se adoptó la religión y la escritura chinas. Ya casado, Soseki recibió una beca estatal para pasar dos años en Inglaterra, pero el dinero no le llegaba para pagar la formación a la que aspiraba y, a pesar de las amistades que hizo, el escritor recordaría aquellos años como los peores de su vida, pues se sintió desdeñado e incomprendido, “como un pobre perro perdido entre una manada de lobos”. De vuelta a Japón, publicó poemas (dicen que era mejor poeta en chino que en japonés) y novelas, como la costumbrista, desestructurada e irónica  Wagahai wa neko de aru (Soy un gato), la tragicómica Botchan, la poética Kusamakura, y las demás novelas, abandonó su puesto en la Universidad para colaborar en un periódico y dedicarse a la escritura, hasta que una úlcera de estómago le llevó a la muerte a los 49 años.

Si en sus primeras obras (Soy un gato y Botchan) Soseki es claramente paródico y burlesco y cultiva la autoironía, poco a poco, el humor se hará más sutil en su escritura, la preocupación por la hondura psicológica ganará terreno y al final, incluso la vaguedad estructural –donde la poesía acude constantemente en medio de la prosa y la filosofía se enraíza en la trama, como ocurre en Kusamakura (Almohada de hierbas)—, va desapareciendo para mostrar mayor intensidad psicológica (Kojin, El viajero) y mayor importancia de la estructura (Meian, Claroscuro).

En Botchan, Soseki ficcionaliza su amarga experiencia como maestro rural. La novela empieza con elementos autobiográficos de su infancia: los sufrimientos de un niño solitario, huérfano de madre en la adolescencia, confiado a otra familia, y al volver, despreciado por su padre; así como la relación con una niñera que le adora e intenta protegerlo, pero a la que el narrador desdeña. El protagonista acepta el puesto de maestro en un pueblo y al llegar topa con la hostilidad de los alumnos, que le someten a bromas despiadadas, se ve enfrentado a un extraño y absurdo sistema en el que incluso los dos placeres que le sirven de consolación –ir a comer sus platillos preferidos o ir a los baños— le están extrañamente vedados porque “la reputación de un maestro no lo permite”. En ese centro, además de la brutalidad salvaje de los estudiantes, todo es injusto y arbitrario y los únicos profesores dignos son represaliados o resultan dudosamente cuerdos. En ese contexto, el protagonista, taciturno y solitario entre la hipocresía agresiva de sus colegas, comprende por fin el valor del afecto de su vieja niñera. Al final renuncia al puesto y vuelve a la atmósfera urbana de Tokio, donde se siente más protegido del hocicamiento primitivo. Botchan tiene un tono autoburlón y está llena de sarcasmo, pero no oculta su melancolía, y retrata bien la diferencia entre la modernidad urbana y anónima de Tokio y el primitivo mundo rural.

Soseki definió Kusamakura (Almohada de hierbas), como novela-haiku. Un pintor viaja al balneario de Nakoi huyendo del bullicio de las emociones, e intenta contemplar la naturaleza y a los hombres como a un cuadro, en pos del ánimo perfecto para pintar. En el balneario, las apariciones de Nami, una hermosa mujer divorciada y considerada excéntrica, le interpelan con su teatralidad misteriosa. Cualquier elemento del paisaje, como los gestos y palabras de los seres solitarios con quienes se cruza –el maestro budista, la vieja campesina, el barbero tosco, el leñador, el joven soldado—, suscita su contemplación reflexiva. El pintor no pinta, pero escribe haikus, a los que Nami responde con otros.

Sus reflexiones sobre la poesía china o anglosajona, sobre la posición del artista en el mundo o la pura belleza –de unas algas inmóviles al fondo del lago, de la comida japonesa, el obi rojo de un kimono, los árboles y el viento, las flores que caen, la luminosidad del aire o los colores y sus significados— componen una mirada sugerente y sutil, a la vez tradicional y experimental, y resulta un retablo delicioso de la atmósfera japonesa. Kusamakura es una novela insólita, entre el ensayo filosófico y una poética oriental que entronca con los poetas ingleses. Hechiza al lector con su sencillez, lo atrapa en la telaraña de su lentitud luminosa, no exenta de ironía ni de sorpresas que recuerdan la teatralidad de los marionetistas chinos. Un misterioso dinamismo lleva al final, con sus pinceladas de belleza japonesa.

Sanshiro es tal vez la menos redonda, pero al mismo tiempo es enormemente interesante en su ritmo más cotidiano, llena de esos momentos poéticos que caracterizan la mirada de Soseki. Recoge la perplejidad del chico de campo –Fukuoka- que descubre la vida urbana, Tokio, la Universidad, el conocimiento y el amor, todo al mismo tiempo y sin atreverse a dar un paso adelante, en una actitud expectante y soñadora, generoso pero capaz de darse cuenta de la incapacidad de reciprocidad de su amigo, el impulsivo y loco Yohiro, enzarzados en la batalla ideológica de la modernización, con el nervio identitario que revisita la tradición japonesa (y el legado de la cultura china, de sus poetas, de su escritura) y la asombrosa belleza de sus ritos, el atuendo tradicional, los placeres hedonistas de los baños, el té, la contemplación del arte y de las nubes, la belleza del mundo, la belleza misteriosa de esas mujeres inteligentes e inasibles que superan a los hombres y que empiezan a negarse a las bodas prefijadas para elegir sus parejas. Esa batalla ideológica por una apertura a Occidente crítica y casi deconstructiva, derridiana, separando lo útil de lo rechazable, se produce en la Universidad. Y en medio de esos jóvenes entusiastas y de sus errores, flota el reconocimiento por sus maestros, y ahí está de nuevo Soseki, admirando la sabiduría humilde del profesor Hirota, quien no se agita ya ante acusaciones injustas ni reveses de fortuna, sino que contempla con lúcida benevolencia los errores del bienintencionado y errático Yohiro. Hirota invita a Sanshiro a a los baños y éste le escucha hablar entre las nubecillas de vapor, que se convierten en signos traducibles, en puntuaciones de sus frases. O el investigador y estudioso  Nonomiya, abstraído en su mundo de libros indescifrables y arbitrario en la conducta familiar. Y Mineko, sobre todo Mineko, esa joven que juega con Sanshiro y se acerca a él, burlándose afectuosa de su pasividad y propiciando sus encuentros, agradecida a su mirada, aunque acabe alejándose definitivamente porque, como dice Yohiro en un momento lúcido, ella va por delante.

Hay algo profundamente sincero en Sanshiro que hace relumbrar la novela, nunca impostada y con la carga de fuerza de su verdad literaria, y el humanismo generoso con el que Soseki contempla a sus maestros, o su mirada fascinada no sólo ante la belleza sino también ante las contradicciones y dificultades de los humanos. Tal vez Sanshiro sea la más alegre de sus novelas, donde la muerte tiene menos peso y donde la melancolía es más ligera. La mirada de Sashiro lo abarca todo, es la mirada del escritor, cuando piensa que el retrato de Mineko debería titularse de otro modo, cristalizando el momento en que contemplaron juntos las nubes y ella le definió como “stray sheep”, oveja descarriada.

Se ha dicho de Soseki que es el más clásico de los autores modernos japoneses y tal vez sea cierto. Nunca reniega de la tradición, pero en él todo está entrelazado con las iluminaciones de los poetas anglosajones o con las formas de la narrativa occidental. Y esa combinación fluye en él con toda naturalidad, tal vez por primera vez en la literatura oriental. En estas novelas, lo no-dicho, la plenitud del vacío del Tao tiene tanta fuerza como lo que sí se dice y hace. Y al mismo tiempo, la muerte está siempre presente en el forcejeo vital.

Kojin (El viajero), forma parte de la misma trilogía de madurez que Kokoro, en la que todo se centra en sus personajes de un modo cada vez más individual y menos social, si bien la cuestión del dinero está siempre presente. Aquí se cumpliría esa exigencia de Belén Gopegui de que siempre sepamos con qué se pagan las cosas, de qué viven los personajes y lo que les cuesta. En Kojin, Jiro, el narrador se verá atrapado cada vez más y a pesar de sus esfuerzos por la figura conflictiva de su hermano mayor, Ichiro, al que describe así: “Mi hermano era un sabio y por tanto, un hombre de ideas. Poseía además una sensibilidad pura de poeta”. Ese personaje nervioso y solitario, a quien el intelecto no parece servir sino para acrecentar su infortunio, va creciendo en oscuridad y se va adueñando poco a poco de la atmósfera de la novela. Incapaz de comunicarse con su mujer, la bella y discreta Nao, a quien la madre y la hermana achacan la culpa, o con su hija pequeña, que no se acerca a su padre porque le tiene miedo, Ichiro se va encerrando cada vez más en su mundo y sus estudios, hasta empezar a perder la razón. Jiro se ve obligado a marcharse de la casa familiar, ya que las sospechas del hermano sobre la fidelidad de su mujer parecen apuntar hacia él, que sin duda es sensible al sufrimiento estoico y silencioso de su cuñada; pero eso no arreglará las cosas. En esas páginas se escenifica la dificultad de decir y ese peso creciente de los silencios característico de las novelas de Soseki, que acaba corroyéndolo todo. Es inevitable recordar los silencios de las películas de Yasujiro Ozu, donde la distancia impuesta por la disciplinada cortesía japonesa impide a los personajes preguntarse directamente (excepto por cuestiones prácticas como el matrimonio; parece que cualquiera pregunta a otro por qué no se casa y sin embargo, nadie le pregunta cómo se siente o qué desearía) y eso les obliga a esperar el momento en que el otro se pronuncie, lo que encalla toda acción, a veces hasta el dramatismo, porque las palabras llegan tarde o no llegan.

El viajero es una novela maravillosa, de una sutileza extraordinaria. La presencia de la naturaleza sigue siendo una constante (“me mandó una postal en plena estación de las flores”), y el paisaje siempre asoma ofreciendo su belleza como consolación y distracción, si bien de un modo más medido y justificado por la acción que en Kusamakura, por ejemplo.

“Entre tanto, el verano había llegado a su fin. La luz de las estrellas se volvía intensa al caer la tarde. Las hojas de aogiri se balanceaban al viento mañana y noche y producían un estremecimiento sólo con verlas. Cuando llega el otoño, yo tengo a veces la sensación de renacer.”

Las columnas de humo de los cigarrillos puntúan las palabras y sentimientos de quienes hablan o llenan poéticamente esos silencios: “... como siempre, yo encendía un cigarrillo y exhalaba un humo soñador”, o bien “Al decir esto contemplaba apaciblemente las volutas de humo saliendo de mi boca”. Como los rituales de los baños y el té.

Lo mismo ocurre con la poesía. En el atormentado diálogo de Ichiro con su amigo H., Ichiro supone que H. no sufre nunca de insomnio. Él le responde que no duerme, pero cuando Ichiro le pregunta si eso no le angustia, H. cita un verso de Du Fu: “El halo de una lámpara ilumina el insomnio”. O bien, en el bosque, al hablar de la soledad terrible que sobrecoge a Ichiro, cita el proverbio alemán “No hay puente que lleve de un hombre a otro”. El propio Soseki parece explicarnos cómo la poesía se imbrica en la vida y ayuda a redibujarla: “Parecía alegre. Proyectaba la poesía de su pasado sobre su vida futura.”

Cuando la situación de Ichiro parece extrema, la familia, angustiada por su estado mental, propone a su amigo H. que le acompañe a un viaje. Éste acepta y envía una carta donde explica el viaje y las conversaciones. En cierto momento, Ichiro declara: “Morir, volverme loco, entrar en religión son las tres vías posibles que me ofrece el futuro”, y acto seguido descarta la vía religiosa –pues no cree—, y la muerte –su sentido de la culpa no se lo permite— y añade que en realidad ya ha perdido la razón. Esa carta de H., magnífica, tiene un tono apremiante que nos urge a continuar y despierta el deseo de saber y llegar al final como en las mejores novelas clásicas, retratando el encuentro de esos dos amigos tan distintos, el plácido y pragmático H. y el atormentado y metafísico Ichiro. Vemos el alivio de Ichiro al poder confiar en él –ahora que ya no confía en nadie— y cómo H. intenta con todas sus fuerzas arrancarle de su dolor. Y no hay más, el final es otra de las interrogaciones de Soseki.

En cuanto a Kokoro (El corazón de las cosas), trata de la maduración emocional, y del joven protagonista que intenta aprender de la sabiduría de un hombre solitario y sabio a quien llama Sensei (maestro), en una novela donde ningún personaje tiene nombre. De nuevo la dificultad de comunicar, los silencios de las relaciones, por esa lentitud pasiva de las cosas que impide intervenir a tiempo y evitar lo peor, la traición familiar (como en la biografía de Soseki) son temas clave. Un estudiante llega huyendo del medio rural familiar a Tokio y busca orientación vital en un hombre mayor. Mientras sufre la traición de su tío, la muerte del padre, el enamoramiento y la rivalidad nunca explicada con su amigo K. –al que intenta ayudar sin prever que K. se enamorará de la misma joven que él, y acabará precipitándole a su fin—, el narrador no sabe el secreto de Sensei, que sólo conocerá a través de una larga carta de éste, con la que concluye la historia, dejándonos de nuevo interrogarnos sobre el posible final.

Es otra magnífica novela, delicada y llena de luces y sombras, donde sus personajes parecen demasiado jóvenes para comprender el mundo o son presas de pasiones que ni siquiera pueden revelar a los otros, y ni siquiera la amistad y el afecto  o la luz que irradia el amor recién descubierto permiten tender esos puentes y quebrar la tremenda soledad. La mujer de Sensei, por ejemplo, sólo sospecha e intenta aliviar el tormento interno de su pareja, pero nunca llega a escucharlo de él y por tanto sólo puede elucubrar. Y hacia el final de su carta, Sensei le pide al protagonista que nunca revele su secreto culpable a la que ha sido su mujer, para preservarla de su oscuridad. Se trata de la culpa, una culpa infinita no sólo por no haber podido evitar el suicidio de un amigo, sino por haberlo propiciado. Una culpa que ha desmoronado la vida de ese hombre para siempre, sin que nunca haya conocido el alivio de la palabra, salvo en esa carta, que el protagonista lee cuando Sensei está ya muerto. No hay esperanza y la culpa pesa tanto como en su admirado Dostoievski, pero los motivos son mucho más sutiles.

 Soseki escribió dos libros de memorias, uno de los cuales, inédito en castellano, se titula Omoidasu koto nado, Choses dont je me souviens, en la versión francesa de Elisabeth Suetsugu que yo he leído. En 1910, el autor había sido hospitalizado por una grave enfermedad con peligro de muerte. Cuando empieza a recobrarse, aunque sumido en la debilidad de esa convalecencia, contemplando la naturaleza desde la ventana del hospital, Soseki se entera de que su amable médico acaba de morir: “Mientras se preocupaba por mis tratamientos, él mismo se encaminaba hacia la muerte.” Y al abrir el periódico, le asalta la noticia de la muerte de James, el filósofo norteamericano (hermano de Henry James) cuyo libro bergsoniano “había proyectado durante mi enfermedad un rayo de luz deslumbrante sobre mi espíritu aún difuso”. Y compone un kanshi (un poema en chino clásico) que dice:

Los hombres mueren,

Los hombres viven,

Pasan las ocas salvajes.

El libro surge de la ambivalencia entre la alegría de haber sobrevivido y la sombra de la muerte de otros, y está impregnado del ideal furyu, el mismo que le inspirara diez años atrás la novela Kusamakura; el furyu es un ideal de armonía con la naturaleza, deseo de evasión, aspiración a superar lo real y cotidiano, desapego. Pero furyu es también gusto por la poesía, la pintura, el té y todo lo que no sea prosaico. Para Soseki, esos poemas, haikus o kanshis, parecen ofrecer el contrapeso espiritual a la naturaleza atormentada de sus novelas. Es el alivio de la contemplación de la naturaleza o los templos zen de algunos personajes de sus novelas. Este libro delicioso nos recuerda al espíritu de On Being Ill (Estar enfermo) de Virginia Wolf (donde ella explica que la naturaleza proyectaría todos los días su espectáculo aunque le diéramos la espalda y observa la enfermedad como una ocasión de contemplar ese espectáculo) o aquel poema de Salvat Papasseit titulado “Tot l’enyor de demà” (Toda la añoranza de mañana) porque los tres contemplan el mundo como si se despidieran, prometiéndose volver, y todo parece iluminado por esa mirada añorante del escritor enfermo.

Pese a su impaciencia por volver a casa, cuando al fin autorizan su regreso en dos semanas, Soseki desea que esas dos semanas se prolonguen en el tiempo, y recuerda lo que le ocurrió de joven, en Londres, en “los peores años de su vida” y en el país que había aborrecido (como Heine, dice él). Cuando se acerca el momento de partir, “como paseaba la mirada sobre ese mar inmenso que es la ciudad de Londres, que fluye con todos los movimientos de seres desconocidos, al fondo del aire grisáceo que los envuelve, tuve la sensación de que había allí una especie de gas que se ajustaba a mi propia respiración. Con los ojos levantados hacia el cielo, me quedé un largo momento inmóvil en medio de la calle…” Y describe la espera de esas dos semanas de hospital: “inmóvil, alargando mi cuerpo enfermo, solo en mi lecho. Me quedaba sin hacer un gesto, tumbado sobre un colchón de paja..., y esperaba. Esperaba el ruido que haría en el silencio del jardín una carpa al quebrar el agua. Acechaba los aguzanieves que brincaban moviendo la cola sobre las tejas mojadas por el rocío de la mañana. Esperaba las flores que ponían a mi cabecera. Preveía el rumor del agua que caía justo bajo la marquesina. Sentía deseos de demorarme entre todas aquellas cosas que me rodeaban y me concernían, y esperé a que se acabaran las dos semanas anunciadas.” Surge esa inmovilidad absoluta del enfermo en la que se despiertan y aguzan los sentidos, y cuando al fin le transportan en una camilla que encajan en el coche de caballos, bajo la lluvia, el escritor enfermo redescubre el mundo físico: “Tumbado, escuchaba el ruido que hacían las gotas de lluvia al rebotar sobre la capota, con una mirada emocionada y agradecida a las inmensas rocas, los pinos, los charcos de agua. El color de los bosquecillos de bambúes, los caquis, los arces, las hojas de batatas, los setos de hibiscus, el olor de las espigas maduras, cada visión me hacía feliz, pues recordaba, como si hubiera resucitado, que era lo normal en aquella estación ver todas aquellas cosas.”

Todo el diario está sembrado de sus poemas –haikus y kanshis— que según él no tienen un valor poético, salvo lo que significan para él, pero es inevitable maravillarse ante su sencilla y despojada belleza, puntuación poética de sus pensamientos diarios, una imagen que concentra, como una gota de agua antes de caer de una rama en la que vemos reflejado todo el paisaje, el estado de ánimo de retorno a la vida que dio origen al libro.

En cuanto a la melancólica e inacabada Meian, Claroscuro, Soseki murió tras escribir en una hoja las cifras 189, el capítulo que seguía. Se trata de su libro más largo y muchos lo consideran su obra maestra. Es una novela que desafía las reglas, con una trama escasa, desproporcionadamente breve para la longitud de sus páginas, algo que contrasta con la tradición novelística japonesa, que valoraba una supuesta naturalidad y prefería una estructura vaga e irregular. La palabra Meian se compone de dos caracteres chinos que significan claridad y oscuridad, como oposición y en lo que cada uno participa del otro. Decía el protagonista de Kusamakura: “A los 25 años tuve la revelación de que la luz y las tinieblas (mei an) eran dos caras de una misma realidad y de que allí donde nace la luz, las sombras caen para nosotros.”

Claroscuro habla de la dificultad de comunicación en la pareja de protagonistas, Tsuda y Nobuko, una desconfianza que los separa cuando están juntos y una rotura interna que se hace trágicamente evidente cuando Tsuda ingresa en el hospital, y esa herida o fístula que no se cierra metaforiza el dolor del desencuentro amoroso. De nuevo lo no dicho supera a lo que sí se dice, en lenguajes distintos y mutuamente ininteligibles o demasiado beligerantes para propiciar la comprensión. Tardamos en descubrir que Tsuda amaba a otra mujer y sólo entonces comprendemos que la indiferencia de Nobuko se debe en realidad a la “infidelidad interior” de Tsuda.

El escritor Kojin Karatani señalaba la importancia de los diálogos de Claroscuro, no sólo porque expresen los caracteres y pensamientos de los personajes, sino porque al entrecruzarse, revelan una naturaleza inesperada de cada personaje. Célebres escritores japoneses, como Kenzaburo Oé, han especulado y compuesto distintos finales para Claroscuro, que según los indicios, podría suponer un suicidio en la cascada, un golpe de efecto teatral o simulación de una caída (como en una escena de Kusamakura), o una simple visión maupassantiana de esa cascada luminosa que precedería el retorno de Tsuda a la oscuridad grisácea de su vida conyugal.

Soseki tuvo una infancia muy dura, y en su vida, demasiado breve, sufrió dificultades materiales, de salud y de relación, además de la pérdida de su hija, como cuenta Philip Forest en su magnífico Sarinagara. Sin embargo, la obra de Soseki no es deprimente: su oscuridad resulta luminosa, pues como la de Thomas Bernhard, irradia el triunfo de la escritura. Aguzar sentidos y antenas para escuchar el rumor del mundo, mirar la naturaleza y observar a los humanos, aún en sus silencios más atormentados, abrir los ojos a la belleza y a las alegrías de la amistad y la conversación y ser capaz de narrarlo.

Hay que felicitarse de que los editores españoles rescaten al tenaz Soseki[1], pues frente a la banalidad estereotipada de esos “best-sellers de calidad” que ahora llenan las grandes librerías, en la obra de Soseki late la verdadera vida, la hondura filosófica, poética y humana que cualquier lector sensible busca en la literatura, la que nos permite refugiarnos hospitalariamente de la zafiedad y la precariedad del mundo, y recobrar no sólo la perdida naturaleza, sino también el hálito del humanismo.

 



[1]              Soseki significa terco en chino.

Escrito en Lecturas Turia por Isabel Núñez

La loca bestialidad

5 de febrero de 2014 08:24:45 CET

Ugolino Stramini lleva uno de sus trajes de pata de gallo grises y ceñidos. Con la pata de gallo no transigía desde los tiempos del instituto: hasta al examen de reválida se presentó con ella. La consideraba un revestimiento que, estaba convencido, confería a su cuerpo de pequeño lebrel cincuentón un aspecto decoroso y ágil al mismo tiempo. Una agilidad, creía él, no muscular, no visible, sino sustancial.

—¡Agua, agua! ¡Agua del cielo!

—¡Empapados!

—¡Sumergidos!

Exclamaban tres hombres con batas blancas.

La pata de gallo asustada de Ugolino se derrumbó.

Perdió el contacto con la habitación, sintió que la luz opaca del día no conseguía calentarle y le pareció de repente como si no tuviera porvenir ante él ni pasado detrás.

Los tres lo miraban sin compasión y él flotaba en el resplandor que sigue al temporal: “Me siento como en un frente ocluido... ¡un frente ocluido! Y esos tres, ¿a qué están esperando?”

Miró por la ventana y vio con claridad el alto cúmulo castellano con sus torretas en lo alto: allí estaba, allí estaba  y él ni siquiera lo había mirado.

—Aire inestable y húmedo, profesor, ¡bien lo sabe usted! ¿No lo ve?

—¡Pequeñas torres, parecidas a las almenas de un castillo!

—¡Carácter tormentoso, hablando en plata, profesor!

Ugolino balbuceó alucinado:

—¡Altas temperaturas a nivel del suelo! ¡Lluvia, en una palabra!

Aquellas nubes almenadas no se alejaban, ni tampoco esos hombres en bata. Se puso colorado, con las manos amenazadoras por delante, la pata de gallo brilló y Ugolino gritó con su voz de roedor aunque con orgullo:

—De acuerdo, se ha equivocado, —empleó la tercera persona,— ¡el profesor Stramini se ha equivocado en pleno! Pronosticaba el clima desde hace veintiséis años, previsiones globales y previsiones específicas, condecorado por la WMO, citado en el Atlas Internacional de las Nubes, y citado más de una vez, pronosticador e intérprete! ¡Heliofanógrafos, anemómetros eléctricos y de placa oscilante, estaciones termométricas! Inútil, todo inútil, ¿es que el pasado ya no existe? ¿Que el obispo, el alcalde, el concejo municipal se han mojado? ¿Y qué? ¡Ya se secarán! —Gañidos más intensos:— ¿Y qué? ¿Es que queréis la esquela del profesor? ¡Os equivocáis, no lo conseguiréis!

—Llovía, profesor: veinte mil personas...

—Lluvias insistentes...

—Interminables y violentas: una desbandada...

Toda la sangre se le agolpó en la pata de gallo y en la cabeza, y Ugolino, transfigurado, gritó:

—¡Fuera! ¡Marchaos! ¡Para vosotros, mi despacho ha de ser un santuario! ¡Nunca he dicho que fuera infalible! ¿Veinte mil personas? ¿Una desbandada? ¡Peor para ellos! Haber salido con un paraguas, como hago yo aunque luzca el sol: con un paraguas, ¿entendido? ¡Llevabais años esperando un error mío, mientras yo veía cada día vuestras burradas! Vamos... ¡Fuera de aquí!

Se quedó solo, sentado ante su escritorio, orientado hacia el ventanal y el cielo, sujetándose su minúscula cabeza entre las manos. Después miró aquellas nubes, que tenían ahora inocentes bordes dorados y un aspecto apacible, de color púrpura.

 

Ugolino Stramini era un meteorólogo solitario. Durante veintiséis años, tras su licenciatura en física, había proporcionado cada día los datos sobre el clima de las veinticuatro horas anteriores y pronosticado el de las veinticuatro siguientes, al principio desde la pequeña estación del Monte Tallone y después en estaciones cada vez más importantes. Siempre concentrado y siempre emocionado por el tiempo que hacía y por el que iba a hacer.

El curso de los años había hecho que Ugolino transformara su ciencia inexacta, por más que no dejase de ser una ciencia, en algo distinto.

Las nubes y el viento. Fueron precisamente el viento y las nubes los que le iniciaron a la nueva experiencia.

Del viento se había derivado la primera observación, de ese que desde el norte fustigaba una mañana Monte Tallone así como su nariz veleta. Estaba en la terraza y la tramontana le había obligado a replegarse sobre sí mismo para no disipar su calor. Con la espalda y con los hombros, advirtió, se habían replegado también el corazón y el humor. Más tarde, habían bastado los radiadores para que se desplegaran y abrieran de nuevo corazón, espalda, hombros, humor.

Algunos días más tarde, observando una tonalidad rosácea bajo las nubes medias iluminadas por el sol naciente, anotó que hacia oriente estaba sereno y el aire era pobre de humedad. Se tomó el pulso y notó cierta disminución. Las nubes se resquebrajaron y adoptaron la forma de un surtidor, estrías blancas que atravesaban el cielo limpio. Calculó la velocidad del viento en cotas altas: ciento cuarenta nudos, doscientos cuarenta kilómetros por hora. Pulso acelerado, espalda encorvada.

“Bah, ya se sabe que el clima nos influye, ¡menudo descubrimiento, Ugolino, menudo descubrimiento”

Pese a todo, empezó a registrar, junto a isobaras y milibares, la velocidad de su pulso. Después, con el tiempo, enriqueció las notas con la tensión de la sangre, añadió las variaciones del apetito y del humor según una escala ideada por él mismo, anotó sus reflejos y sus ganas de trabajar.

Pasaron los años. Los parámetros se multiplicaban, cada vez más difíciles de medir. Dio un metro a sus pesares, a sus pequeños —así los consideraba él— miedos y a los sentimientos. Y como hombre de ciencia dispuesto a sufrir por aquello en lo que creía, consignaba otros datos de su propio cuerpo sacándose diez centímetros cúbicos de sangre con cada nueva perturbación.

Conocía los límites de su propio trabajo. Sabía que ninguna medida humana es completamente exacta. Hasta su pascal, su unidad de medida, era aproximada. Qué pensar de las mediciones que realizaba él, un pobre pronosticadorcillo.

Siguió adelante y del individuo pasó a los grupos. De los grupos a la comunidad y, al borde de los cincuenta años, acabó considerando un paralelismo desmesurado entre la meteorología y la entera especie humana.

Nació así la climatología social.

Ugolino mantenía oculta esa ciencia suya, y seguía vistiéndose con sus trajes de pata de gallo algo raídos.

—¡Me he equivocado, Costante! ¡Como un pronosticador de televisión cualquiera! Más de veinte mil personas se han empapado... una parte enfermará... alguno, de los más débiles, tal vez muera...

Desde hacía casi once años, todas las tardes a las ocho, en la misma mesita redonda de mármol, se reunían en el Gran Café Onírico en el paseo de los Tilos y pedían algo tras una meditación silenciosa de diez minutos por lo menos.

Costante Verderame, tres años más joven que él, era amigo de Ugolino desde los tiempos de la universidad, y su amistad acídula había sobrevivido a los distintos caminos que tomaron ambos muchachos. Costante se había entregado —así lo decía él— a la literatura, y a sus cuarenta y siete años era asistente universitario en la cátedra de Literatura Medieval, donde sobre él se cernía dolorosamente la personalidad exuberante del profesor Domenico Sperlengo, quien solía presentarse siempre diciendo “¡Mucho gusto, Domenico Sperlengo, Catedrático!”, con la C grande, y si estaba Costante, lo presentaba también: “Aquí, mi ayudante”. Costante, con aquel “mi”, se sentía triturado.

Esmirriados ambos, Costante con cuerpo y cara de saltamontes miope, vestidos de la misma manera —los dos amigos guardaban en su guardarropa trajes de toda clase de grises— eran tan homogéneos que parecían hermanos, y de hecho los camareros jóvenes del Onírico creían que lo eran.

Eran de esos hombres que, solos aunque en pareja más aún, vistos los domingos por las aceras desiertas emanaban una tristeza urbana que no evocaban, sin embargo, en los días laborables, ocultos entre la multitud.

Costante empezaba a menudo la conversación diciendo que era una cosa muy complicada pero que por algún sitio había que empezar, pero esa vez fue directo al grano:

—¡Qué exagerado! ¡Tú, precisamente tú, dejarte arrastrar de esa manera! ¡Este té huele a lavanda! Y además, ¿no eres tú quien me ha explicado el número de ese fulano...?

—De Richardson... ¿y qué cambia eso?

—¿Es que de pronto te has olvidado de que se da una gran variabilidad en las cosas meteorológicas? Y acuérdate de que incluso el Sumo...

Ugolino estaba nervioso y la voz se le volvió aún más aguda:

—Ya sé, ya sé que incluso el Sumo se equivocó... pero contigo puedo ser sincero: ¿sabes qué hubiera sido suficiente? Bueno, pues hubiera sido suficiente con que yo mirara el cielo. Allí estaban las nubes castellanas aposta para advertirme... hubiera sido suficiente con un poco de humildad y con que levantara esta nariz inútil que siempre dejó que se deslice hacia abajo. Desde abajo llegan los malos olores.

Constante se encendió uno de los cinco cigarrillos acordados con el médico, miró fijamente a su amigo con uno de sus ojos laterales y se mostró alegre a su manera:

—Bah... la humildad es un disfraz del orgullo. Ugolino, estamos en la época de las enfermedades, todo nos lo recuerda, protejámonos. No debemos alegrarnos demasiado y no debemos apesadumbrarnos demasiado. Tendríamos que haber aprendido algo de equilibrio, ¿no? ¿Pues entonces? ¡Mejor, mucho mejor un error que una enfermedad!

Costante resultaba poco soportable y Ugolino prosiguió por su cuenta:

—Allí están todos, esperando un error. Después, cuando llega, entonces te ponen verde y se regocijan... Sí, regocijados estaban esos tres asnos...

Costante miró a lo lejos, donde solo veía sombras:

—Era yo un estudiante lleno de forúnculos cuando...

Ugolino se impacientó:

—Eras un estudiante lleno de forúnculos cuando descubriste que habías sido concebido para estudiar la poesía... ya lo sé, ya lo sé... pero ¿qué tendrá eso que ver con las nubes castellanas? Yo hablo de una cosa y tú de otra... ¡más nos valía sentarnos en mesas distintas!

Costante se convertía en un taladro, todas las veces era lo mismo:

—Canto vigésimo séptimo del Purgatorio: hacía pronósticos del tiempo él también, y sabía de dónde nacían el rayo y la nube... A propósito, ¿mañana hará buen tiempo?

—Hará buen tiempo.

—De modo que la falibilidad natural de un hombre no debe ser el metro del hombre mismo que...

Ugolino sabía cómo interrumpirlo. Si alguien empezaba a recitar versos, Costante tenía que completarlos a la fuerza, una fuerza que no dependía de él, como el movimiento reflejo de quien recibe un golpecito de martillo en la rodilla, por un automatismo. Mejor si los versos tenían rima. Por ello Ugolino hizo lo que hacía por lo general cuando ya no lo soportaba:

 

Mejor acudir con la cabeza rubia,

que una vez que fría yacía sobre la almohada,

te peinó con hermosas ondas el cabello...

 

Costante no opuso resistencia, dejó de golpe su razonamiento en el aire y completó con los ojos cerrados:

 

tu madre... despacio, para no hacerte daño.

 

Ugolino miró el reloj: eran las veinte horas. Sí, el té estaba ácido.

A aquellas horas el viento en la ciudad se alegraba —por lo demás Ugolino lo había dejado claro en un pequeño volumen de cincuenta páginas titulado Vientos y brisas costeras— y volver a casa andando fue agradable para los dos, cada uno siguiendo su propio camino.

Se despidieron como dos hermanas solteras después de un desacuerdo.

En casa, el pronosticador se comió el estofado preparado por la mujer que venía tres veces a la semana, anotó reflexiones sobre sus propios comportamientos durante la lluvia, escuchó un poco de música inquietante recomendada por su amigo y, no sereno en absoluto, se acostó. Antes, sin embargo, dobló a la perfección su traje de pata de gallo y sacó otro más ligero del armario. Para la mañana siguiente había previsto una coincidencia de elementos que, en pocas palabras, debían producir un bonito día templado. Con aquella pata de gallo fino sorprendería a todo el observatorio.

Durmió mal y la noche fue una sucesión de despertares, remordimientos y sueños nubosos.

Mentía:

—¡Qué bien me siento esta mañana! Estoy pletórico de salud desde que les canté las cuarenta ayer! ¡Me siento fuerte, con la sangre circulándome por todas partes! ¡Abramos las ventanas, doctora Gilda, aire y luz! ¡Ugolino Stramini no tiene nada que esconder! ¡Asnos, que no son más que unos asnos, sin tener ni siquiera las dotes de un buen asno!

Gilda Costabruna, de cuarenta y un años, la meteoróloga preferida del profesor Stramini, la heredera de sus conocimientos. A ella también le gustaba la pata de gallo gris.

Gilda y sus hermanos habían interrumpido una tradición familiar de fealdad y podía imaginarse uno, bajo el austero traje sastre, sus gracias de mujer. Cuando nació estuvo en un tris de ser fea pero, quién sabe cómo, se había constituido en ella un equilibrio de detalles que, sumados, la hacían atractiva. La piel cándida, alguna cana que no ocultaba, no usaba maquillaje y tendía a mimetizarse. Ugolino, doce años atrás, había comprendido que ella descendía de las once mil vírgenes prudentes. Sus relaciones no habían adquirido nunca una forma definida. Cada una de sus frases tenía por los menos dos explicaciones, aunque generalmente fueran más. A todos se les escapaba el significado de esos arabescos de sobreentendidos que, en cambio, para Ugolino, eran motivo de atención, esfuerzo y fatiga aunque, por encima de todo, la prueba de la energía de una relación que no se concluía nunca y se escabullía siempre.

 

—Profesor, la soledad, cuando se debe a una condición superior, es odiada por todos. Por ello estaban tan contentos esos asnos y rebuznaban con tanta fuerza. Pero también la soledad tiene sus excepciones, tiene que hacer excepciones.

Él se sobresaltó: “¿Qué diantres quiere decir esa historia de las excepciones a la soledad, por qué tendría que hacer excepciones? ¿Tengo que dejar de estar solo? ¿Eso es lo quiere decirme? ¿Y con quién debería pasar el tiempo?” e hizo un intento, desesperadamente amable:

—Desde hoy, llámeme Ugolino.

—Menudo tono... recuerde que la confianza no puede ser impuesta... no puedo llamarle Ugolino solo porque usted me lo ordene. Y además...

El pronosticador la miró fijamente  y se sujetó al escritorio concentrando todas sus fuerzas. Ella agudizó su mirada para confirmar su propia templanza.

—...y además, ¿cómo podría llamarle Ugolino hablándole de usted? Eso tendría tres consecuencias: habladurías y maledicencia...

—¿Y la tercera?

—El ridículo.

Él se metió las manos en los bolsillos y miró hacia el suelo:

—En efecto, podría tener usted razón. Hay una lógica, sin embargo, en mi propuesta, un motivo... Y además, disculpe, Gilda, ¿no sería peor si brutalmente...?

—¿Brutalmente? –ella se puso rígida sujetándose el cuello con una mano y apretando fuerte las rodillas.

—En realidad, brutalmente es como decir de repente... eso es ¿no sería peor si pasáramos de golpe al tuteo?

Callaron y se pusieron a mirar el horizonte, rosa aún a causa de la aurora. Eran los primeros en llegar al observatorio y los primeros en recoger, con una curiosidad inalterada desde hacía años, los datos recogidos en el curso de la noche. Permanecían solos durante una hora. Después, a las ocho, llegaban los demás, esos a quienes Gilda llamaba los buitres del pronóstico, a quienes, lo había jurado, jamás les proporcionaría alimento.

Aquella mañana, Ugolino estaba ansioso por llegar al heliofanógrafo. Lo orientó a la perfección, le dio cuerda para que el instrumento siguiera todo el arco del sol durante el día. Pero antes verificó las quemaduras en el papel del día precedente, que no había sido muy bueno... la lluvia inclusive... el obispo empapado... después, a las catorce horas, se despejaba y un precioso sol en el celo limpiado por el viento con unas cuantas nubes esbeltas.

“¡Hoy hará bueno, hará sin duda bueno! ¡Ugolino, este es el pronóstico de tu vida! ¡El pronóstico de los pronósticos! Si los cálculos son exactos y la tropopausa no te traiciona... y si tus observaciones de doce años sobre el carácter de Gilda no son erradas —y no lo son— ¡tú serás hoy un adivino feliz! Ella siente predilección por el noroeste y hoy es noroeste... a las catorce horas, como mucho a las quince... veintiocho grados... los milibares adecuados.”

Pensaba pellizcándose la barbilla. La pata de gallo ligera vibraba y resplandecía.

 

Más tarde, a las catorce horas, una vez verificadas las quemaduras del heliofanógrafo, tras haber regado las plantas de la terraza, llamó a Gilda por el interfono:

—Doctora Costabruna, ¿podría venir a mi despacho?

Ella llegó rápidamente y, como de costumbres, dejó la puerta entreabierta de un palmo y permaneció a un metro y medio del escritorio. Él lo notó todo esta vez también, pero habló intentando dar un único significado a sus palabras:

—Escuche, Gilda, voy a preguntarle una cosa de forma directa... me he preparado bien para hacerlo... no, no se preocupe, no la pondré en una situación violenta... sería lo último que quisiera...

—Dígame usted, profesor. —Se había sentado, unía las rodillas con fuerza y se tutelaba contra las situaciones violentas.

—Aquí no, aquí no. Es una conversación breve, no tema, pero no es para mantenerla aquí ni tampoco abajo en la cabinilla termométrica, y ni siquiera en la terraza del observatorio ni tampoco esta mañana. Me gustaría invitarla... —y aquí la solicitud, que tenía clara en el cerebro, se le complicó enmarañándosele en la boca y refunfuñó:— ...en definitiva, que me gustaría invitarle, siempre que, quede claro, no tuviera usted ningún compromiso previamente establecido y le apeteciera, durante un tiempo breve... si le gustaran las albondiguillas de pescado... y si no malentendiera el sentido y la finalidad, sobre todo la finalidad, eso es, la finalidad de esta propuesta, no una auténtica invitación, dese cuenta, sino...

Gilda hizo gala de un sentido práctico deslumbrante y apretando más aún las rodillas, dijo:

—¿Una invitación a cenar? ¿Albondiguillas de pescado?

—Sí, de merluza, —precisó Ugolino, estrangulado por el ovillo de palabras aún detenidas en la garganta.

—A mí no me gustan los primeros platos, están hechos para las personas famélicas y yo no las tolero.

—Tengo la impresión de que las albondiguillas son un segundo, doctora.

—Bien. Es el plato que yo prefiero... está en el centro de las comidas, es nutritivo y me satisface. Después, al final, no me gustaría entretenerme con pastelitos, almendritas ni café. ¿Me entiende, no?

—Solo albondiguillas, entonces. Tal vez podamos repetir —añadió, mirando al suelo. Con los ojos clavados en los hermosos tobillos blancos de Gilda, pensó que aquella mujer era realmente admirable: “Este razonamiento sobre los primeros y los segundos... un plato único, pero que le satisface... un plato único. ¿Qué significará?”

—De acuerdo, acepto, profesor Stramini. Tengo que hacer algunas llamadas telefónicas.

Se levantó, le dio la espalda y, casi en el umbral, pronunció una frase que él no comprendió, más oblicua de lo habitual:

—Resultará sorprendente calcular las reacciones, estoy segura.

Ugolino, ante su escritorio del instituto, saboreaba ya, a su manera, la tersa bóveda celeste y las nubes noctilucientes que había pronosticado. Para los demás solo era una bonita tarde y se preparaba a convertirse en una noche perfecta.

Gilda se había marchado a casa anticipadamente para prepararse. Ugolino sentía un escalofrío que le iba y le venía del corazón a las extremidades y de las extremidades hacia el corazón.  Gilda se estaba preparando para él.

Salió a la terraza, se colocó cara al viento, contempló el mar tremolante a causa de la luz, cerró los ojos y esperó para percibir el olor de los jazmines, de puntillas para notarlo mejor.

 

A pesar de las apariencias, Ugolino Stramini tenía un corazón tropical en cuyo interior las perturbaciones eran exageradas. A simple vista, es cierto, hacía pensar en carreteras asfaltadas, comunidades de vecinos o, como mucho, en jardines públicos. Sin embargo, en contraste con la cáscara que le había sido asignada y con la ropa que escogía, él se sentía del cielo y, cuando viajaba en avión, hubiera querido saltar afuera, correr por el aire y dejarse caer como una hoja en las aguas de un atolón y quedarse allí con papel y lápiz para prever el tiempo exótico durante toda su vida hasta el ciclón blanco definitivo.

 

Aquella mañana en la que había invitado a Gilda, enérgico a causa de una alta presión imprevista —aunque no para él—, había sudado emocionándose al hablar con ella de forma tan explícita; sin embargo, el viento seco del norte le había enjugado enseguida la piel y no haría, pensó, “el papel del hombre arrollado por el sistema neurovegetativo.” Hasta eso había previsto. Incluso la pata de gallo había resultado una elección feliz y además era una pata de gallo que lo iluminaba un poquito.

“Lo que a ella no le va es la prepotencia de los varones... aunque no es desde luego mi caso.” E hizo un memorando de sus propias virtudes: ni prepotente, ni posesivo, ni celoso, ni mezquino, ni arribista, ni incapaz de escuchar, ni en busca de otras mujeres. ¡Solo la quería a ella, con ese porte de cisne sobre el agua, con esas rodillas, sus manos blancas de novicia, sus labios sin pintar!

Dejo de oler los jazmines, volvió a poner los talones en el suelo y mirando el mar verde se entristeció de repente. Esas eran cosas que nunca le había dicho... ¡Y llevaba enamorado de ella nada menos que doce años!

Después, ansioso:

—¿Y si en cambio descubriera que todas esas elucubraciones nuestras, a fuerza de reenvíos y reenvíos, nos han salvado del hastío y del odio que un amor de doce años siembra? En definitiva, ¿cuánto hubiera durado un amor como el nuestro? ¡Anda que no he oído cosas sobre el amor!

Esa era, extrañamente, una cuestión que nunca se había planteado. Extraño realmente, porque la duración del amor, cuando uno se dispone a declararlo, es algo que hombres y mujeres por lo general procuran prever, y mucho más en su caso, puesto que el pronóstico, para él, lo era todo. Y sin embargo, nunca se lo había planteado, absorto como estaba en hacer preguntas y proporcionar respuestas a Gilda que tuvieran el mayor número de significados posibles.

Llevaba horas interrogándose sobre estas cosas, imaginándosela atareada, los cosméticos femeninos, por su casa en camisón —un día le había entrevisto el jaretón— cuando sonó el teléfono:

—¿El profesor Stramini, Ugo Stramini? Le paso con el comisario Ferfuzio.

“Dios mío” pensó sudando por segunda vez en el día: “El obispo empapado, ¡he aquí las consecuencias, aquí están! ¡Pero no permitiré que me estropeen este día!

La voz del policía parecía estar grabada en una cinta:

—Profesor, tengo que comunicarle una noticia y sé que no existe una manera justa para hacerlo, porque la noticia es injusta.

A Ugolino aquella le pareció la manera de hablar de Costante y no de un policía:

—Gilda Costabruna ha sido hallada cadáver. Nos ha avisado una vecina recelosa. Es necesario que hablemos. Parece ser que ha sido usted la última persona en ver con vida a la señorita Costabruna.

Ugolino lo entendió enseguida y no pidió que se lo repitiera, Contestó con un sí y añadió sin saber por qué:

—Discúlpeme, discúlpeme, tengo que preguntarle si está fría. ¿Gilda está ya fría?

Ferfuzio, en voz baja como un fiel en la iglesia, contestó:

—Lleva fría algunas horas.

Una vez colgado el auricular, se preguntó por qué no lloraba.

No sabía, a causa de su escasa práctica con la muerte, que el conocimiento y la percepción no son una misma cosa y que ambos procesos tienen tiempos diferentes. Había entendido, eso sí, que Gilda había muerto, pero no había realizado aún esa serie de conexiones que permiten comprender un acontecimiento hasta sus últimas consecuencias. Pensó en sus propios padres, vivos en el valle Piperina, entre las adelfas. Elaboró de inmediato en su cabeza una lista de sus consuelos: así el cuerpo y la mente se preparaban para el dolor.

Vertiginoso y sin peso recorrió el pasadizo que llevaba al despacho de Gilda.

Aleardo Tiragallo, uno de las tres batas blancas que la mañana anterior lo habían sometido a asedio a causa del obispo empapado, vio a Ugolino entrar en el despacho de la doctora Costabruna. Cerró la puerta a sus espaldas y, respirando como un hombre tras una carrera, se sentó ante el escritorio ordenado de ella.

En el bloque amarillo de las notas observó: Doctor Tartamella, 17 horas.

Cuando el comisario Ferfuzio entró, Ugolino había recuperado la compostura.

Fue un niño asimétrico el comisario Manlio Ferfuzio. Según iba creciendo, las asimetrías se habían ido acentuando y con la madurez se habían vuelto casi insoportables. Pero el investigador se había acostumbrado al estupor que suscitaban sus formas y así, tras sufrir hasta las lágrimas en su adolescencia y padecer cada vez menos después, había llegado a aceptar toda clase de manifestaciones ante su rostro descompuesto, reservándose el llegar hasta su interlocutor siguiendo la vía de las palabras, que escogía con puntillo.

Tampoco Ugolino pudo evitar un estremecimiento de asombro ante aquellos rasgos en desorden que se movieron para decirle:

—Profesor Stramini, he sabido que la doctora Costabruna era persona muy querida por usted, a la que tenía en muy alto concepto y que sentirá su añoranza. En cuanto a su actual flema, que sin duda no consigue explicarse, no se preocupe: es una reacción que la naturaleza nos concede ante el dolor, no dejando que lo sintamos todo de un golpe, es normal, en definitiva.

Extrañas aquellas expresiones en boca de un policía y más extrañas aún en una boca tan desarreglada. Al meteorólogo le parecieron realmente extrañas y agudizó su mirada:

—Querida es la palabra, exactamente esa, me era querida... y si le da usted a esa palabra otro significado, entonces se equivocará. Me era querida. No cavile en exceso sobre esa expresión.

El rostro cubista de Ferfuzio descompuso aún más sus propios sentimientos. En un punto podía leerse la compasión, en otro la duda y en otro, la turbación:

—Vamos, profesor, vamos, no sea tan espinoso... yo tengo que saber... saber es mi profesión y mi vocación también. Usted pronostica cosas no acaecidas, yo tengo que saber lo que ha ocurrido, siguiendo una lógica que es la común de la gente honrada.

Ugolino sintió un aleteo de alas en el pecho y una punzada en los ojos. Le pareció un presentimiento, pero un presentimiento tardío y que presentimiento, por lo tanto, no se podía llamar.

—¿Qué es lo que debe usted entender, comisario?

La cara de Ferfuzio se convirtió en un amasijo de escombros:

—Gilda Costabruna ha muerto en su bañera.

—¿Cómo?

—Un ataque, tal vez. Pero una vecina oyó un grito, mejor dicho, una exclamación: un largo ¡Noooo! La ventana del baño estaba abierta.

El pronosticador seguía manteniendo el control sobre sí mismo y no se lo explicaba. ¿Por qué no se retorcía? ¿Por qué no aullaba ante la idea de aquel baño que ella se estaba dando para él? Tal vez sí... era la anestesia concedida en el caso de un dolor excesivamente grande, y la propuesta del comisario no le pareció absurda: el policía le invitó a cenar.

Junto a las palabras, el de la comida era uno de los pocos caminos que Ferfuzio tenía a su disposición para llegar al corazón de alguien.

Una hora más tarde estaban quitándole la piel a una lubina, uno frente al otro, en una mesa del restaurante La Espina, donde el comisario era conocido y no suscitaba curiosidad entre los camareros.

—¿Sabe, profesor, cómo se distingue una langosta hembra de una langosta macho?

Ugolino estaba distraído y contestó tal y como hacía a ciertas preguntas de Costante:

—Depende. Si está entera lo creo posible, pero a pedazos, sobre una fuente, cocida y aliñada, lo considero arduo. Solo un fanfarrón podría alardear de conseguirlo. La única forma sería la de someter la langosta a examen antes de que acabe entre las manos de cocinero. Yo ya tengo dificultades para distinguir el sexo en el caso de algunos seres humanos, imagínese con langostas, erizos y caballitos de mar... por mí, podrían ser todos hermafroditas.

—Pues hay una manera: basta con conocerlas un poco.

Stramini no quiso replicar. Era evidente que aquella historia de la langosta tenía alguna finalidad y que Ferfuzio era un policía barroco.

—Verá, profesor, trabajé como guardián de faro cinco años, durante la universidad. En el faro estaba solo, tenía tiempo para estudiar y pescar. Con las nasas cogía langostas. Animales adormecidos, se diría, de inteligencia inferior a langostinos y bogavantes que parecen mucho más vivaces. Pero no es más que apariencia, créame: langostinos y bogavantes son superficiales y vanidosos.

Ugolino, callado, seguía sin explicarse por qué no sufría por Gilda y separando la carne de las espinas, mientras Ferfuzio proseguía:

—En definitiva, que, a fuerza de insistir, acabé por descubrir que las hembras de la langosta, de apariencia soñolienta, soñolientas no eran. Eran las más rápidas en conseguir alimento, eran ingeniosas para proteger a su prole y en el amor llegaban a ser sublimes. Atentas a los detalles, delicadas, sensuales y, lo que más me llamó la atención, discretas, excepcionalmente discretas, sin sombra siquiera de esa impudicia que tienen los animales, ¿me sigue?

El profesor Stramini notó en el bolsillo de la camisa la hojita que había cogido de la mesa de Gilda y se la tendió al comisario. Este la leyó:

—¿Es la escritura de la doctora?

—Yo diría que sí.

—¿Quién es ese Tartamella?

—No lo sé.

—Está escrito diecisiete horas. Son las ocho. Una cita a la que no ha acudido...

Ugolino mantenía la cabeza inclinada y la sentía arder:

—Antes de salir de mi despacho habló de unas llamadas que tenía que hacer... citas que anular, es lo más probable... íbamos a vernos... se lo había pedido después de doce años de indecisiones y ahora usted me dice, con un humorismo solo Dios sabe cuán fuera de lugar, que la doctora era como una langosta... ¿es eso lo quería decir, verdad?

Aquel fue el primer momento en el que sintió la ausencia de Gilda y la garra peluda del dolor lo golpeó, atenazándole el estómago con tal violencia que tuvo que levantarse de repente y correr hacia los servicios. La muerte no es amiga de alimentos.

Ferfuzio, en una parte de la cara, estaba consternado. Pero sabía que las cosas funcionaban así, gradualmente. Llamó al camarero, pagó y aguardó el regreso de Ugolino

Sin embargo, de los servicios no salía nadie. El comisario se acercó a la puerta y oyó sollozos infantiles y algunas arcadas.

 

 

 

 

(Este texto corresponde al primer capítulo del libro La loca bestialidad, de Giorgio Todde que, traducido por Carlos Gumpert, fue publicado por la editorial Siruela)

Escrito en Lecturas Turia por Giorgio Todde

Carso

4 de febrero de 2014 08:08:40 CET

    Para Claudio Magris

 

 

 

 

escombros de todas las ciudades desenterradas

escombros de todas las civilizaciones derrumbadas

huesos de las caderas abatidas en todas las edades

 

bora frío

cálido y desértico siroco

levantando polvo del polvo

de aquello otrora

 

tan bello

tan fresco

tan adecuado

 

para perdurar

 

polvo del polvo

mojado

por lágrimas

secretas

       lágrimas

de sal

 

clavículas

cráneos

costillas

rótulas

columnas

capiteles de todos los órdenes

altos hornos como castillos asaltados

almacenes de nudos marinos

desanudados

 

caro

data

vermibus

 

¡levanté las piedras

y no estabas!

 

 

¡corté en dos los troncos

y no estabas!

 

 

dios está allí donde sólo se le permite

entrar a los gusanos

 

polvo del polvo

 

arrojado aquí hasta la resurrección

del verme

 

polvo del polvo

 

niebla donde yo mismo me pierdo

ascuas bajo engañosas cenizas

 

avivan el deseo de no desear más

 

bora frío

cálido y desértico siroco

 

cuando tánatos deja al descubierto

la cruel desnudez de eros

 

la lava cayendo al molde del basalto

la lava cayendo en los sarcófagos útiles tantas veces

la lava cayendo al molde del vacío

 

frisos y relieves borrados

árboles sonámbulos

y los campos de la melancolía en flor

a la vista de los cuatro puntos cardinales

cuando el bora frío

cuando el cálido y desértico siroco

tocan a queda el bronce de silencio de la roca

del hormigón del cemento de las jambas temblorosas de acero

 

en el tímpano todos los sonidos se hacen un lecho

donde ya no hay casa

ni aposento ni cofre bajo llave

y todos fuera golpean por abrigo

en medio de este descampado de guijarros

de pensamientos consumidos por la duda

 

en el atrio de  la iglesia de Monrupio

jugamos una noche a los dados con nuestros huesos

mientras todo volvía a ser ruina

 

había pasado un día

pero aún faltaba toda la eternidad.

Escrito en Lecturas Turia por César Antonio Molina

Plaza del frío

3 de febrero de 2014 08:15:46 CET

Antes llovía. Hace mucho tiempo,

dormía el agua en los muros:

aquel silencio

de musgo sucio

puedo sentirlo aún

en los canastos llenos de grosellas.

Ahora no llueve

y, cerca de la luz,

hay una paz muy fría que humedece

el interior del mundo:

aquel tejado, los ventanales grises,

la ladera

que huye despacio herida ante mis ojos

igual que una oropéndola asustada.

Cruzan sombreros y hongos el aire húmedo,

pero no llueve. Todo huele a ausencia.

Dobladas por la bruma,

en la alta torre,

vigilan moribundas las cigueñas.

Escrito en Lecturas Turia por Alejandro López Andrada

Retrato de los Meidosems

31 de enero de 2014 08:34:10 CET

 

 Mi primer contacto con los Meidosems tuvo lugar hace bastantes años, concretamente a mediados de diciembre de 1995, en el sur de la India. Me encontré con ellos en una librería de Pondicherry. Resultó curioso pagar en rupias por el libro, y me era grato pensar que, al atravesar aquella vez el territorio indio con una obra de Michaux bajo el brazo, añadía otra de las ya numerosas coincidencias biográficas por las que me sentía unida a aquel bárbaro de Occidente.

Los meidosems en seguida me fascinaron y, en el camino de vuelta a Benarés, emprendí una primera traducción de algunos fragmentos. Cuando decidí, recientemente, traducir la obra toda entera, volví a plantearme las preguntas a las que me pareció no haber dado respuesta satisfactoria en aquél momento. ¿Qué eran, realmente, aquellos extraños seres? Torpes a veces, imposibles, aborrecibles incluso, aunque casi siempre entrañables, también eran seres extremadamente dolientes. Filamentosos, perdidos, agitados, enloquecidos, vaciados, extremos, recordaban las figuras de Giacometti o el hombre-hilo de Ponge y si bien nunca me habían parecido el producto de una imaginación descontrolada, no acertaba, sin embargo a situarlos adecuadamente en el territorio de lo imaginario. ¿Eran realmente imaginarios los seres imaginarios de Henri Michaux? 

  A Michaux siempre le había gustado inventarse personajes y pueblos. Eran, según él mismo explicaría más tarde, especies de almohadillas interpuestas entre él y una realidad que le parecía insufrible en cualquier lugar del mundo. Inventar personajes era una manera de elaborar distancias. No hubo territorio al que viajara que no viese aparecer algún personaje. A Plume (1930), lo inventó en Turquía, a los habitantes de la Gran Carabaña (1936), en Portugal y otros lugares de Europa, a los habitantes del País de la Magia (1940), en Brasil. El caso de Ici Poddema (1945), escrito durante la segunda guerra mundial, fue un poco distinto, pues el ailleurs, el otro lugar, era la Europa ocupada. Michaux transformaba la realidad para poderla soportar, la exterior y también la otra, aquel “lejano interior” al que después viajaría y del que daría cuenta en sus trabajos con la droga. En todos estos casos, Michaux se había comportado como un etnólogo. Sus retratos eran “etnografías imaginarias”, como los denominó Jean-Pierre Martin en su biografía. Pero yo me resistía a considerar a los meidosems en un plano de igualdad con los demás seres imaginarios. Había algo que les hacía ser diferentes. Contrariamente a los que poblaban los libros anteriores, éstos no parecían tanto ser el resultado de anáforas o cualquier otro procedimiento transformativo de la realidad como la expresión de la realidad contemplada con otros ojos. Aquellos breves fragmentos me proponían la visión de un mundo que, siendo extraño, no dejaba de ser el nuestro. ¿Era ésta, ya, la descripción de algún “lejano interior”? No me cabía duda de que Retrato de los meidosems era un texto bisagra, una pieza a medio camino entre los viajes exteriores y los interiores. Pero, ¿a qué territorio se estaba refiriendo, y a qué pasaje? ¿Dónde, pues, en qué viaje habían nacido los meidosems? 

Pronto me di cuenta de que la pregunta era acertada, pero no los términos en los que la había formulado. No se trataba de dónde, sino de en qué circunstancias. Había habido viaje, sí, por supuesto, pero era el primer gran viaje para el cual Michaux no había tenido que moverse. Había traspasado fronteras, pero los territorios, oscuros, dolientes, eran interiores. 

La primera edición de los Meidosems, en efecto, data del año 1948. A principios de aquel año, la esposa de Michaux, Marie-Louise, ardió en llamas al encender un fuego en el apartamento de la rue Séguier, en Paris. Murió después de pasar un mes de dolores infernales. Michaux la acompañaba, de día, en el hospital. Por la noche caminaba de vuelta a casa, la cabeza llena de imágenes, y se ponía a pintar. Líneas, manchas, trayectorias de las que surgían cabezas, cuerpos dolientes, filamentosos, fluidos, enmarañados, confusos, retorcidos…  meidosems.    

Con estos datos, mi lectura, como se comprenderá, fue muy distinta. Coincidí con Raymond Bellour en que aquel texto, aún siendo el último de sus “retratos” tribales era,  “un viaje sin viajero, un espacio transfigurado por el dolor”. El universo de referencia, evidentemente, era nuestro mundo, y en especial, un fragmento del mismo, el del hospital, ese “polígono alambrado del Presente sin salida” donde los seres aparecen despojados de apariencia, reducidos a fluidos, a conexiones nerviosas, a filamentos. Los Meidosems somos nosotros, contemplados debajo de la piel, reducidos a estados, a nudos, a elasticidad, con impulsos que son trayectorias y estados que son núcleos. Meidosems es un retrato, sí, el nuestro.- CHANTAL MAILLARD.

 

                                                                                 

 

(Fragmentos)

 

 

La extrema elasticidad de los meidosems: he aquí la fuente de su gozo. De sus desdichas, también.

Unas balas caídas de un carro, un alambre que se balancea, una esponja que embebe, ya casi empapada, la otra vacía y seca, un vaho sobre un espejo, una huella fosforescente, miren con atención, miren. Puede que sea un meidosem. Puede que todos sean meidosems… sobrecogidos, aguijoneados, henchidos, endurecidos por sentimientos varios…

 

*

  

En el hielo, las cuerdas de sus nervios están en el hielo.

Su excursión, allí, es breve, atormentada por punzadas, por filamentos de acero en el camino de vuelta hacia el frío de la Nada.

La cabeza revienta, los huesos se pudren. En cuanto a las carnes, ¿quién piensa aún en las carnes? ¿Quién se las espera?

No obstante, vive.

El reloj avanza, la hora se detiene. El núcleo del drama, ahí está.

Sin necesidad de ir a buscarlo, ahí está.  

El mármol suda, la tarde se oscurece.

No obstante, vive…

 

*

 

 Oh, no juega para reír. Juega para aguantar, para aguantarse.

Luna que se recuelga, que se descuelga.

Se juega una canica contra un buey y pierde un camello.

¿Error? Oh, no, en el círculo fatal nunca hay errores.

No hay risas. Sin lugar para la risa. Movilizada toda entera para sufrir, para aguantar.

La tina de lágrimas está llena hasta los topes.   

 

 

*

 

 Se han puesto guantes para el encuentro.

Dentro del guante, hay una mano, un hueso, una espada, un hermano, una hermana, una luz, depende de los meidosems, de los días, del azar.

Dentro de la boca hay una lengua, un apetito, palabras, una ternura, el agua en el pozo, el pozo en la Tierra. Depende de los meidosems, de los días, del azar. 

En la catedral de la boca de los meidosems también izan pabellones.

 

*

 

   Flujos de afectos, de infección, flujos de sufrimiento residual, caramelo amargo de antaño, estalagmitas formadas lentamente, con esos flujos camina, con ellos aprehende, miembros esponjosos nacidos del cráneo, atravesados por miles de pequeños flujos transversales que llegan hasta el suelo, extravasados, como de sangre que reventase las arteriolas, pero no es sangre, es la sangre de los recuerdos, del alma traspasada, la frágil cámara central, luchando en la estopa, es el agua enrojecida de la vena memoria fluyendo sin propósito, pero no sin causa en sus tripas pequeñas que hacen aguas por doquier; ínfima y múltiple descomposición.

Un meidosem estalla. Mil venillas de su fe estallan en él. Vuelve a caer, se derrama y se extravasa en nuevas penumbras, en nuevos estanques.

Qué difícil es caminar así…

 

*

 

    ¿A qué paisaje meidosem podría faltarle las escaleras? Por todas partes, hasta el horizonte, escaleras, escaleras… y por todas partes, cabezas de meidosems encaramados a ellas.

Satisfechas, molestas, ardientes, inquietas, ávidas, valientes, serias, descontentas.

Los meidosems de abajo que circulan entre las escaleras trabajan, mantienen una familia, pagan, pagan a acreedores de toda clase que llegan sin cesar. De ellos se dice que no padecen la llamada de la escalera.

 

 

 

(Fragmentos del libro Retrato de los meidosems, de Henri Michaux. Traducido y seleccionado por Chantal Maillard, será próximamente publicado por la editorial Pre-Textos)

 

                                                                      

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Henri Michaux

Carta a Antonio Martínez Sarrión (en 1980)

31 de enero de 2014 08:29:11 CET

Querido Antonio: ahora,

de madrugada, necesito decirte que he mirado

con pena fraternal tu rostro, allí, aquí, sonando

qué silenciosamente en Los Cuadernos de Música

y he visto cómo llorabas por los ojos:

dulcemente y contagiosamente…

¡Ah! ¿Resulta entonces que éramos ¡entonces!

absolutamente felices

robándome tú a mí prestado para siempre un Lester Young

y yo prestándote esa joya,

sabiendo que ya era tuya sin apelación para toda la vida,

y Paca iluminando el cuartito de casa

con su sonrisa a la vez laboriosa y fulminante,

y Josemari Guelbenzu afelpándonos con su austera pasión

como si nos alojase con cortesía palaciega

en uno de sus invisibles paraguas británicos?

¿Resulta, Antonio, judío llorón, que éramos felices

y no tuvimos el arrojo de aceptarlo con humildad

como corresponde entre damas y caballeros?

 

Yace la vida envuelta en alto olvido, leche!

 

¿Y ahora, Antonio, hermano lágrima de música?

¿Y si al creernos desdichados o adultos (¡Santodiós!)

estuviéramos equivocándonos como grandes autofarsantes

y mañana, así que pasen quince años,

resulta que caemos en la cuenta

de que somos felices esta noche enigmática

mientras lloras por los dos ojos

hasta empapar Los Cuadernos de Música

y yo me acongojo, como Vallejo se encebolla?

 

¿No será que casi siempre somos felices

y,  par darnos cuenta, tan sólo nos hace falta

un poco de distancia, o sea, juntar las ovejas,

ordeñar la memoria, y bebernos la leche recién calentita,

y limpiarnos la espuma en los morros

como dizque con el dorso de la mano se retira una lágrima?

 

¡Y yo qué sé!

 

Lo que sí entiendo, ahora, a las cuatro,

en esta madrugada gentil que camina con los piececitos desnudos,

y a la cabecera de mi radiocasette,

es que he escuchado mi The Koln Concert de Keith Jarrett,

y luego, varias veces, Don’t cry Rochelle

labiado por Gato Barbieri, y que te brindo esta hora,

por aquellos tiempos, y por cuanto, fugitivo,

permanece y dura, y por la soledad, la lluvia,

los caminos por donde nos perdimos y por donde,

fíjate vos, nos encontramos esta madrugada.

 

A la que beso ambas mejillas.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Félix Grande

La soledad

31 de enero de 2014 08:24:27 CET

 

A Francisco Lira

 

 

 

 

 

 

La soledad, la lámpara, la mesa,

aquí el recado de escribir dispuesto.

¿Es eso compañía?

Quizá la solución sea el amor.

¿Y como se ama?

¿Lo supe alguna vez y lo olvidé?

Quizá nunca lo supe y ahora me doy cuenta.

Escribí libros de poesía.

Quise decir palabras bellas y a la vez verdaderas.

Pues el tiempo se acorta,

¿irreal fue mi vida, humo dormido, niebla?

Amargo es despertar, malgastado el pasado

si quedan menos horas

y en éstas sólo ves vacío.

¿Qué te dicen los años?:

Araña con tu pluma tu presente

y pon verdad

para que así ilumine tu pasado el futuro.

¿Dónde la compañía?

La soledad, la lámpara, la mesa

he aquí el recado de escribir dispuesto.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Ortiz

Algunos amigos

30 de enero de 2014 14:17:49 CET

1. Subasta

 

Manuel y yo ayudábamos a llevar cuadros en una subasta de arte. Habían venido a Huesca unos marchantes con un camión lleno de cuadros, un camión con matrícula de Pamplona. Durante unos días habían tenido los lienzos expuestos en un salón del hotel Pedro I; un cartel anunciaba la subasta ahí mismo para el viernes. El hombre que parecía llevar la voz de mando nos detuvo a Manuel y a mí en una acera del hotel, nos llamó “chavales”. Nos propuso entonces que hiciésemos para él de mozos de subasta. Cuando llegó el viernes nos hizo vestir unos jerséis blancos de cuello alto y nos dio las instrucciones de cómo debíamos sostener delante del público las obras de arte. El efecto de los ayudantes uniformados, cierta ceremoniosidad, trataban de dar lugar a una sugestión entre el público, de envolver de prestigio aquellos cuadros. El acompañante joven del hombre que llevaba la voz de mando se descalzaba detrás de una tela grande para inyectarse heroína en el tobillo. La mujer del hombre de la voz de mando nos repetía durante la subasta los números de los lotes que debíamos sacar, las marinas de acuarela, los paisajes de labranza, las muchachas de caras sucias. De vez en cuando nos hacía mostrar un cuadro de precio muy alto por el que nadie pujaba, pero que, de algún modo, después de la venta seguida de láminas de baratillo y lotes de oferta, volvía a levantar entre los asistentes una ilusión de lujo, cierta convención de gran subasta, de participar, aunque sólo fuese con el estar ahí, de un mundo al que no se pertenecía.

 

Manuel iba a clases de yudo. Huesca era, según la estadística, la ciudad con menos delincuencia de España. Manuel pensaba que en otras ciudades, quizá en Pamplona, podrían servirle un día, por sorpresa, sus conocimientos de artes marciales. El hombre de la voz de mando, cuando todavía no bebíamos cerveza, nos hizo servir dos cañas en la barra y nos pagó lo acordado. A la mañana siguiente ayudamos a volver a cargar los cuadros en el camión. El ayudante joven del hombre de la voz de mando no tenía sitio en la cabina, acomodaba su cuerpo duro de drogadicto en la penumbra de la carga, entre las molduras doradas de los marcos. Manuel se quedó junto al camión hasta el último momento, aunque nadie le ofreció subir e irse.

 

2. Boda

 

En el banquete de boda de mi prima Merche cantaban los tunos. Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre se guardaba una colección de envases y objetos extraídos de los anos. Mi prima Merche hizo su banquete de boda en un restaurante de la carretera de Ayerbe. Era el mismo restaurante en el que, unos meses antes, se detuvieron los padres de Blasco para avisar de que les había sobrevolado un ovni. El tuno de la pandereta raspaba el parche con el dedo, ponía la mano en forma de pistola. De pronto, el tuno daba de tacón un golpe seco al instrumento, como un disparo, mientras apuntaba a un comensal. Ya se encendían los puros. En el fondo de una mesa, con sueño, la hermana pequeña de mi prima Merche ensayaba su compromiso con el anillo de las vitolas. Fuera, junto al aparcamiento, se reconocían en el fondo sucio de un arcón las latas atadas otras tardes a los coches de los novios.

 

Abadías decía que en el hospital donde trabajaba su padre había un encargado de cerrar la boca de los muertos con una sutura, y de adecentarlos. A veces el propio Abadías, siguiendo la broma, mandaba callar con el gesto rápido del que se da dos punzadas sobre los labios. Los tunos se balanceaban a un tiempo; a sus pies, el de la pandereta animaba el cuadro con ejercicios de evocación rusa. En el papel de una servilleta de este restaurante dibujaron los padres de Blasco, por primera vez, las luces del ovni que los sobrevoló. Ya tarde, ebrio del todo, el padre de mi prima Mercha fue por las mesas llamando “muertos de hambre” a los invitados. Los tunos, quizá como parte del pago, se quedaban a cenar en otro de los salones; sus capas y sus cintas, amontonadas sobre una silla, formaban un cuerpo más, negro y mudo, entre las rondas de chistes de la comparsa.

 

Los novios abandonaron por fin el salón. El novio, también claramente bebido, se llevaba consigo el cuchillo del cubierto. Lo utilizó para cortar la cuerda de latas y envases, atada todavía al parachoques. Luego, delante de los que estábamos ahí, miraba a un lado y a otro; por un momento parecía no saber qué hacer con el cuchillo, antes de tirarlo sobre la grava, como un culpable.

 

3. Interior

 

El padre de Manuel no estaba nunca en casa; su trabajo, decían, lo mantenía fuera del país. En el cuarto de estar de la casa de Manuel sonaba el teléfono. Era el padre de Manuel. En el dibujo del plato chino de ese cuarto de estar una cortesana se asomaba al agua de una pecera. Manuel, después de hablar con su padre, se iba corriendo hacia su habitación para que no le viésemos llorar. La madre de Manuel le quitaba importancia; decía: “Yo también soy de lágrima fácil”. Decía “¿Ves?”, porque alguna escena de la televisión, después de haber atendido durante un instante a la pantalla, ya le estaba humedeciendo los ojos. A un lado del pasillo, como una tumba puesta de pie, se sostenía la caja de reloj de pared, regalo del banco –mis tíos, los de la casa del pueblo, se habían hecho con otro igual-. En aquel reloj cabría el padre de Manuel. Era como si para la madre de Manuel, ahí, en el cuarto de estar, todas las películas fuesen de llorar.

 

Manuel acompañaba a su madre al cine. Yo no fui a ver Kramer contra Kramer. La madre de Manuel iba a clases de pintura. En la cocina tenía empezado el retrato de su hijo. También era aficionada a la cartomancia. Sobre el maletín cerrado de los óleos barajaba las setenta y ocho cartulinas del tarot. Durante meses tenía en el caballete el retrato esbozado de Manuel, apenas avanzaba. Entre bromas, dedicaba más tiempo a leer el futuro de los demás, también de la figura esbozada, que a tratar de continuarla. En una esquina del lienzo, como modelo, estaba sujeta una fotografía de Manuel ya un poco vieja, ya algo del pasado que no iba casi con él.

 

En la casa de Manuel sonaban varios cerrojos antes de que él o su madre abriesen por fin la puerta. La lente de la mirilla hacía ver el rellano como a través de la bola de pecera del plato chino, o una esfera de adivinación. La madre de Manuel miraba por ella antes de abrir, debíamos posar frente a la puerta durante un instante, igual que frente a una cámara, una vez y otra, hasta venir a formar una secuencia de la película patética de la casa.

 

4. Puf

 

En un último minuto la selección española de baloncesto perdía, o ganaba, contra la de otro país. Mi padre, nervioso frente al televisor, acababa entonces sentado en el borde del asiento. Mi hermano se levantaba el pijama para palmearse la tripa, repetía el estribillo de “¡Es-pa-ña!” entre desinteresado y divertido. Dentro del puf de esa sala de estar se guardaban las madejas de hacer punto de mi madre. Las dos agujas largas, clavadas en el ovillo de perlé, hacían pensar en otra antena de televisión, la antena simultánea de una emisión ciega. Mi madre, a ratos, sacaba las madejas de la oscuridad del puf y comenzaba el ese o ese de los choques de las agujas.

 

En la visita a la casa de los tíos de Madrid habíamos ido a ver el Valle de los Caídos y El Escorial. Sobre mi mesilla de noche, ya en Huesca, después de apagada la lámpara, la luz de la figurilla fosforescente del Valle de los Caídos seguía trayendo el recuerdo de las fotografías que nos habíamos hecho bajo esa escalinata de los padecimientos, del señalar hacia los nidos que habían dejado las aves en los pliegues de las estatuas gigantes de los evangelistas; de cuando la hija de mi tío el de Madrid, después de haber sido maoísta durante un año, recordó desengañada que también los chinos se dieron prisa por hacer llegar flores a aquella tumba.

 

La hija maoísta de mi tío el de Madrid llevaba prendas de hilo tejidas por su madre. A nuestro hogar, autosuficiente en jerséis y chaquetas de punto, también lo recorría, según se mirase, un aire oriental de anticapitalismo. El árbitro de la pantalla pitaba pasos contra España. Mi hermano se levantaba del sofá, desde la puerta abierta del cuarto de baño dejaba oír el chorro de la orina contra el fondo de la taza. Lao Tse, en los libros de la hija de mi tío el de Madrid, se dolía de los avances técnicos de la agricultura: ¿es que no eran ya felices con las herramientas de que disponían, las mismas que las de sus antepasados? Bajo mi cama, entre un desorden de juegos, hacía tiempo que el robot sin pilas no proyectaba transparencias de otros mundos en la pantallita del pecho.

 

5. Clásicos

 

Eloy, el profesor de dibujo, acompañaba sus clases con música clásica. Decía: “Recordad, esto es de Vivaldi”, o “Esto es de un español que se llamaba Cabezón”. Otras veces dejaba oír un fragmento conocido y preguntaba: “¿Quién sabe de qué compositor es esto?” La música clásica era el camino bueno. A veces costaba esfuerzo mantener la atención, pero había que pensar que todo lo valioso exigía algo de disciplina y de voluntad. Cabezón era un maestro del contrapunto. Eloy, en un momento de enfado, tiró el borrador de la pizarra a la cabeza de Abadías. Avisó luego a una señora de la limpieza para que acompañase al alumno hasta el botiquín. Eloy nos pedía que le tuteásemos. Volvían a sonar unos violines. “A ver, ¿de quién es esto?” Era como un concurso de televisión para chicos aventajados pero en el que nadie respondía, aún cuando se supiese la respuesta.

 

Manuel, cuando Eloy mandaba hacer dibujo libre, seguían haciéndolo geométrico, con regla y compás. Las láminas de dibujo libre de Manuel se acababan pareciendo todas a la carta de ajuste del televisor. Eloy, queriendo ser gracioso, le preguntaba a Manuel si era musulmán, por sus reparos en dibujar personas o animales. El sentido del humor de Eloy solía ser así, culto e instructivo, como su música de fondo de los grandes maestros. Manuel, en realidad, no dibujaba personas porque las hacía igual que de niño pequeño, unos monigotes por los que sentía vergüenza. Eloy, delante de todos, pidió disculpas a Abadías por lo del borrador. Después del timbre del final de clase, solo, recorría el pasillo de las aulas con su tocadiscos portátil de maletín.

 

En verano, a mediados de agosto, Manuel, Abadías y yo subíamos a las ruinas del castillo de Montearagón. Ibamos a ver estrellas fugaces. Allá la oscuridad era completa. Tumbados de cara al cielo, sentíamos el mareo de mirar al firmamento. El silencio, a ratos, parecía también algo profundo, entre el cansancio y el mirar en el reloj luminoso la hora de volver. Aunque todavía no éramos capaces de ver una estrella fugaz sin decirlo en voz alta al momento, sin señalarla y sin llevar la cuenta.

 

6. Premios

 

Manuel se quedó entre los seis primeros del campeonato de ajedrez del colegio. En su casa tenía un tablero de ajedrez de imán. Jugaba contra su padre –no mucho, sólo las veces en que venía a verle-. Nosotros no llegamos a conocer nunca al padre de Manuel. Había junto a la cama de Manuel un libro sobre el ajedrez, sacado de la biblioteca pública, y el tablero de metal. El padre estaba fuera y Manuel se adiestraba en su habitación para la siguiente partida. Quizá pensara que era un buen jugador, no admitía que hubiese perdido limpiamente su partida en el campeonato del colegio; que, sin ir más lejos, en el pasillo de las aulas, hubiese por lo menos cinco compañeros capaces de manejar las fichas mejor que él contra sus padres. En la fiesta del colegio regalaban bolígrafos de propaganda y siluetas del mapa de Aragón, también de imán.

 

Abadías ganaba un concurso de redacción, una Caja de ahorros le premiaba con un diccionario de la Real Academia Española. La hermana de Abadías le hizo una mamada a su otro hermano mayor a cambio del dinero para un concierto. El diccionario que de verdad valía era el de la Real Academia; Abadías, si lo deseaba, ya podía ser escritor. El encuadernado de piel de los dos volúmenes de la obra se recalentaba bajo la lámpara del flexo. Abadías ya no volvía a ganar ningún concurso. Durante las fiestas de San Lorenzo, apretados entre siete u ocho amigos más, acertamos luego en la diana de la feria con premio de fotografía instantánea.

 

Mi hermano y yo nos avisábamos a voces, si uno de los dos no estaba frente al televisor, cuando en la pantalla llegaba el momento de acción de la película, la secuencia bélica o de catástrofe, o cuando en el programa de conducción sobre carretera, “La segunda oportunidad”, hacían caer un coche barranco abajo antes de los consejos y las advertencias. De ese acudir corriendo hacia la televisión, del frenarnos con las manos en la curva del pasillo, fuimos dejando mi hermano y yo una huella negra sobre el empapelado.

Escrito en Lecturas Turia por Ismael Grasa

Pienso por ti, siento por ti

29 de enero de 2014 08:22:32 CET

Ya en el colegio, Armando Lombarte se dio cuenta de que era capaz de leer en la mente de los demás, y desde entonces esa suerte de don no hizo sino ir en aumento. Al principio no le había resultado tan fácil como lo fue después: conseguirlo le exigía una gran concentración, lo cual solía dejarlo exhausto y dolorido, como si hubiera hecho un esfuerzo impropio para sus años, pero con el transcurso del tiempo lo fue logrando con menos dificultad. Leía los pensamientos de sus profesores y de sus compañeros, conocía las preguntas que le iban a formular cuando se dirigían a él, y en su casa no hacía falta que su padre, su madre y su hermana (seis años mayor que él y a quien adoraba) abrieran la boca para saber qué iban a decirle. Ese descubrimiento le excitó porque le hacía sentirse diferente, mas llegó un momento (prolongado hasta su adolescencia) en que se hastió de su poder porque le distraía del placer de otros hallazgos y otras dedicaciones, y se esforzó por olvidarlo. Sin embargo, cuando estaba a punto de cumplir catorce años la conciencia de su don volvió a absorberlo, pues le era útil en su trato con las chicas; sabía lo que pensaba cada una de cuantas se relacionaban con él y, lo que era aún más importante, conocía cuándo mentían y cuándo decían la verdad, así como la opinión que les merecía (coincidían en pensar que era «un chico extraño»); leyendo como leía sus pensamientos, se percataba con regocijo de cuándo se hallaba ante una chica vanidosa, fútil (en la mayor parte de las ocasiones), o ante otra que pretendía adoptar una actitud personal frente a la vida y tenía ideas propias, no adocenadas. Las deslumbraba siempre que le preguntaban por algo, fuera lo que fuese, ignorantes de que leía en ellas las respuestas con la misma nitidez con que veía sus cabellos, sus orejas, sus ojos, su nariz y su boca. No se trataba de que entrara en algún lugar y supiera en el acto lo que estaban pensando las personas congregadas en él, sino de que en cuanto se situaba junto a una de ellas y la miraba, los pensamientos de ésta afluían a su mente como propios. Aunque más de una vez estuvo tentado de dar a conocer a los otros su don, efectuar demostraciones públicas de su poder, supo guardarse el secreto porque eso le hacía sentirse mejor, más poderoso, y se negaba a convertirse en un fenómeno de feria o en una atracción de salón que llevara al extremo la antigua doctrina del profesor Mesmer.

   Es lógico que su existencia no fuese como las de quienes lo rodeaban: vivía inmerso en una especie de juego continuo, más excitante a medida que iban transcurriendo los años, pero que también le parecía insuficiente cuando se percataba de sus límites: la mente humana no le bastaba, por ser demasiado previsible. Deseaba ir más lejos, aprovechar su don para conocer secretos que le estaban vedados, y, de esa manera, cultivando un estado de perpetua abstracción, se convirtió en un «chico extraño» (como lo habían definido las chicas), en un «joven viejo» (así lo llamaban ahora). Quería penetrar en el fondo de todas las cosas cuando las miraba, posar sus ojos sobre un libro y conocer su contenido de principio a fin, mirar las estrellas y ser testigo ocular de su fuego, observar la cara visible de la luna y divisar también la oculta, estar ante una catedral o un palacio renacentista y enterarse al momento de cómo fue construido y de los secretos que encerraba, admirar un cuadro o una escultura y saberlo todo sobre ellos, más allá de lo que pudieran ver en esas obras los críticos de arte (un deseo que fue en aumento durante un viaje a Florencia, Siena y Arezzo, y más al ver en esta última ciudad los frescos de Piero Della Francesca, el llamado ciclo de la Vera Cruz), mientras apretaba los puños y los dientes hasta hacerse daño con el fin de comprobar si era capaz de transgredir las fronteras del tiempo y penetrar en el pensamiento de sus constructores y sus pintores, como si los edificios, los cuadros y las esculturas que surgían ante él en las galerías y en la penumbra de los templos tuvieran una mente igual que los seres humanos. Al no lograrlo, trató de consolarse diciéndose que habría sido un don excesivo, mas eso introdujo en él mayores inquietudes con respecto a sus coetáneos y se dedicó con mayor intensidad a leer sus pensamientos y, yendo todavía más lejos, a experimentar si podía analizar sus sensaciones como si fueran propias, pero continuó sin hablarle a nadie sobre su poder.

   A una atractiva joven con la que salió durante dos semanas le dijo que no se preocupara tanto por no haber encontrado aún su identidad sexual, atraída como se sentía más por las mujeres, a lo que ella reaccionó con un perplejo «¿cómo lo sabes?», para luego sonrojarse y alejarse de él para siempre. A un amigo de infancia le recomendó que dejara de sustraer dinero de la caja de su padre, en cuya empresa trabajaba, si quería olvidarse de sus sentimientos de culpabilidad a la hora de gastar el fruto de sus robos. No volvió a verlo nunca más.

   Hasta entonces, un atávico pudor le había impedido ejercer su poder con sus padres y su hermana, y por ello evitaba mirarlos de frente, ganándose los epítetos de huidizo, antipático e insociable. No habría soportado conocer sus pensamientos, penetrar así en los complejos laberintos de una intimidad que sólo a ellos pertenecía, ni saber qué opinión les merecía aparte de aquellos calificativos. Por esa razón procuraba pasar en casa el menor tiempo posible, mantenerse lejos de un espacio, unos colores y unos olores que le remitían a los días de su niñez, cuando aún estaba en condiciones de controlar el juego.

   Todo eso cambió cuando su hermana, Carlota, cayó enferma. No fue una enfermedad repentina, sino que se fue manifestando progresivamente hasta que se vio obligada a guardar cama. Su sonrosada piel se tornó del color de la ceniza y el fulgor de sus ojos se hacía opaco conforme avanzaban los días y el otoño iba al encuentro del invierno. Los médicos diagnosticaron leucemia y Armando  sintió que algo se desgarraba en su interior, hasta el extremo de que empezó a perder peso y sus ojos y su piel se fueron asemejando a los de Carlota. Sus padres, preocupados pese a que aseguraba no sentirse enfermo, le pidieron que fuera al médico, pero tanto la primera consulta como las otras que hicieron «con el fin de asegurarse» revelaron que no padecía ninguna enfermedad salvo una fatiga mental.

   Armando no solía pensar en la muerte salvo como en un hecho estético que salía a su paso ocasionalmente en los libros que leía, en ciertos cuadros que admiraba y en los escasos filmes que veía, pues no le agradaba sentarse en las oscuras salas de proyección. Sin embargo, desde que la enfermedad de Carlota impuso su sombra en la casa, la muerte ocupó un lugar destacado en su vida. A diferencia de sus padres y de su hermana, tampoco había sido una persona religiosa ni aun en su niñez, cuando era más influenciable y estaba más abierto a estímulos externos. Se consideraba ateo antes que agnóstico, y el hecho de que la idea de la muerte empezara a abrirse paso con frecuencia entre sus pensamientos hizo nacer en él una curiosidad morbosa por el final de la existencia humana. Estaba convencido de que no había nada más allá de la muerte, como no lo había antes del nacimiento, pero le obsesionaba saber qué se sentía en el tránsito de la luz a la oscuridad o, mejor todavía, hacia el vacío, porque la oscuridad ya habría sido algo. ¿Se daría cuenta el que iba a morir de cómo perdía sus conexiones sensoriales con el mundo? ¿Percibiría de alguna manera el vacío que lo esperaba cuando sus ojos se cerraran para siempre, antes de perder hasta el mínimo hilo de actividad mental? Si era así, ¿sufriría? ¿Qué sentiría una persona religiosa si la muerte le revelaba, antes de engullirlo del todo en la nada, que no existían paraíso ni infierno, luego de haber practicado la doctrina de la Iglesia a lo largo de toda su vida? No quería comprobarlo por sí mismo, lo cual le hizo eludir la tentación del suicidio, entre otras cosas porque la experiencia ya no le serviría para nada y lo que le interesaba era recordar sus sentimientos en ese trance.

   Cierta noche de insomnio, dando vueltas en la cama se le ocurrió una idea que en un primer momento le pareció monstruosa y después apasionante. Si era capaz de leer las mentes de los demás, ¿no podría conseguir también, de la misma forma, instalarse en ellas aunque fuera temporalmente y vivir las experiencias de los otros?, ¿no podría ocupar cuando quisiera la mente de su hermana? Se estaba cumpliendo el plazo de vida que los médicos le habían concedido a Carlota y, a juzgar por el aspecto de ésta, su final no debía de estar lejano. Pero lo que en modo alguno deseaba era salir vencedor en la prueba y experimentar él mismo los sufrimientos de la enferma, la cual se consumía a ojos vista instalando en la mente de Armando un insoportable dolor: sólo lo haría, pensó, si con eso ayudaba a aliviarlos; otra cosa sería intentarlo en el momento de la muerte.

   Decidió empezar haciendo la prueba con otras personas, aun sabiendo que disponía de muy poco tiempo. El primer día frecuentó lugares abarrotados, venciendo el rechazo que le inspiraba cada vez más estar rodeado de gente, para detectar a su alrededor unas mentes más propensas que otras a dejarse leer. Observaba a todos con insistencia, recibiendo a cambio miradas airadas, y en un bar musical eligió a una joven rubia que se encontraba sentada a una mesa en compañía de una pareja cuatro o cinco años mayor que ella. Como siempre, le resultó fácil penetrar en sus pensamientos: acababa de recibir la proposición de hacer un trío en la cama, y aunque estaba decidida a aceptar le gustaba mostrarse indecisa, a pesar de que su mirada desprendía un brillo lujurioso que cualquiera habría sabido entender si se hubiera molestado en mirarla. Apretó los dientes y concentró su mirada en la joven, tratando de ir más allá que en otras ocasiones con el propósito de averiguar si era capaz de instalarse en su mente y controlar el curso de sus pensamientos. La tentativa fracasó; leía lo que pensaba, pero cuando se proponía ir más allá la mente lo expulsaba como si se tratara de un invasor y hubiera puesto en marcha un mecanismo de autodefensa para expulsarlo. Le sucedió lo mismo al probar suerte con la pareja que se hallaba con la joven. El esfuerzo lo dejó agotado y tuvo que marcharse del local, molesto también porque la lectura de otras mentes, al azar, le reveló que tenían unos pensamientos similares al del trío. Se preguntó con inquietud si no se estaría convirtiendo en un moralista, algo que detestaba, pero se tranquilizó diciéndose que su molestia provenía de haber confirmado la existencia de un pensamiento casi único en ese lugar, no de su naturaleza ni del tema: le gustaba más la diferencia que la uniformidad incluso en los lugares donde la conducta y el pensamiento uniformes son una costumbre. Optó por intentarlo en otros sitios.

   En los días que siguieron frecuentó otros ambientes, desde teatros y bares hasta paseos y librerías, y se sirvió de personas de más edad que le pudieran garantizar mayor diversidad de pensamientos (si bien al leer en ellas tropezó con la repetición de los temas de los coches y el dinero), pero el resultado fue el mismo: entraba en las mentes sin lograr permanecer dentro, sólo como un visitante. Los sucesivos intentos acabaron por agotarle y volvió a adelgazar, lo cual introdujo de nuevo otro motivo de preocupación en su casa, y tuvo que asegurar a sus padres que se sentía bien y con fuerzas. Mas eso no era cierto: se notaba debilitado, como si cada tentativa de instalarse en la mente de otra persona le fuera arrancando la vitalidad igual que un vampiro bebe la sangre de su víctima hasta dejarla exangüe. Entretanto, Carlota languidecía; sus ojos azules se habían hundido en las cuencas, rodeadas a su vez de un halo violáceo, sus pómulos estaban cada vez más acentuados, y la pequeña cama donde yacía resultaba demasiado grande para su esquelético cuerpo. El final se aproximaba y Armando pasaba los días intentando llevar a cabo con éxito su propósito y preguntándose si la persona que moría sería consciente en el último momento de que al otro lado no le esperaba más que un vacío y un silencio eternos. Para entonces su don había dejado de parecerle atractivo, porque lo consideraba insuficiente ante la magnitud de las preguntas que se formulaba a sí mismo.

   Carlota murió a las ocho y veintisiete de la mañana cubierta de niebla de un frío viernes de diciembre. Un espeso silencio se apoderó de la casa, quebrado por los sollozos de los padres. Armando no lloraba, pero pasó el día al lado del cadáver, sin dejar de contemplar un rostro que apenas podía reconocer, corroído por la enfermedad, intentando entrar en una mente que, según el dictamen médico, ya había dejado de pensar para siempre. Sólo de tanto en tanto un suspiro nacido en su pecho iba a morir en su garganta, ahogándolo de pesadumbre. No quiso estar presente cuando el cuerpo fue introducido en el féretro, ni en el funeral que se celebró a las nueve de la mañana siguiente, neblinosa también, en una iglesia próxima a la casa rodeada de verjas negras acabadas en puntas herrumbrosas. Sus padres eran creyentes, él no. Por eso no se unió a los inconexos rezos cuando el ataúd fue introducido en el nicho, y no sintió sino vacío mientras pensaba qué habría notado y visto Carlota en el momento de morir.

   Como estaba demasiado cansado para concentrarse y no quería intentar nada delante de sus padres y sus amigos, quienes por lo demás ignoraban su poder y quería que siguieran así, pospuso para el día siguiente su propósito de tratar de comunicarse con la mente de su hermana. Libre de presencias ya, el nicho se ofreció entonces a sus ojos rodeado de flores multicolores que empezaban a dar señales de marchitarse, fugaces como todo lo vivo, y pudo dedicarse con cierta calma a la tarea de observar el agujero cerrado con tanta intensidad como si quisiera taladrarlo con la presión de sus ojos. Al principio no sintió más que unas leves náuseas provocadas por el olor de las flores en descomposición, pero al cabo de un rato empezó a divisar el féretro entre la negrura del nicho, una figura que le llegó acompañada de un creciente dolor de cabeza. ¿Será aún tiempo para saber?, se preguntó. Aunque tenía miedo y la cabeza le dolía cada vez más, no cesó en sus esfuerzos. A su alrededor, la tibia luz solar tamizada por la niebla pareció esfumarse, para envolverlo de tinieblas. Coincidiendo con el ruido que produjo su cuerpo al desmoronarse sobre la tierra, dejó de ver lo que estaba viendo y se notó apresado en aquel cerebro muerto, sin que las órdenes que daba a sus miembros para moverse fueran obedecidas. Pensaba, pero no podía mover los brazos y las piernas, y tampoco logró nada cuando intentó evadirse de la prisión del cuerpo muerto, que, comprendió, sería el suyo mientras el cerebro lo soportara. Sin abrir los ojos, porque no tenía ojos para abrir, se supo rodeado de oscuridad y se dio cuenta de que no podría salir nunca de allí, en una fusión total de muerta y de vivo, en tanto fuera del nicho cerrado algunas personas se aproximaban al joven caído para averiguar qué le había pasado.•

Escrito en Lecturas Turia por José María Latorre

Antología poética

28 de enero de 2014 08:10:46 CET

 

Vendrá la muerte

 

Vendrá la muerte y robará mis ojos:

así veré un distinto firmamento.

La finitud es un bajel varado,

la hortaliza que como es sin lombrices,

el silencio me impregna en resplandores.

Morir es puramente un cambio más.

 

 

Viento de otoño

 

 Viento de otoño, viento de la noche,

viento de soledad,

fuerza oscura que mueve el apetito

del infinito y vuelve al infinito,

convoca en remolinos tu conjura

contra mi corazón, tu fuerza fiel,

que arranque ya la piel

de la fruta inmadura.

 

 

Extraña consistencia

 

Paseo sin pensar en nada que no sea

desaprender de hacerme algún propósito,

urdiendo telarañas que me atrapen

de tanto en tanto insectos de palabra

que no alcanzo jamás a interpretar.

Deja que se te vayan. Regresa vagamente

al lugar de tu origen.

                                  En la esquina,

unas mujeres hablan del polvo de carcoma

que hay en la biblioteca,

mientras en el verdor de su jardín,

sobre el puente oriental,

un hombre ensimismado

acaricia las cañas de bambú.

 

Así es como se eleva, desde lo oscuro, el viento,

igual que el girasol en la basura.

Bajo de un tren larguísimo parado

en mitad de los campos de la noche:

se ha vuelto el mundo gelatina fría.

 

 

Regreso de la noche

 

Espérame, regreso de la noche

para traerte imágenes.

                                   El de ayer fue un gran día

atestado de cosas:

                                   las gallinas,

dormitan en los palos, las vacas se recuestan

en la paja y la yegua

llena relincha.

 

Hay pájaros de muerte: buitres, águilas, otras

grandes aves de presa que comienzan, tal vez,

a abrir sus ojos fijos, mientras que las lechuzas,

los búhos, los mochuelos ya han cumplido

con su tarea.

                        Va naciendo el día

enneblinado y triste.

                                 La oscuridad fue espesa,

dura, fría, aunque en algunas casas

hay encendido fuego, pese a ser de butano.

 

Dame aclaraciones

de esta noche:

                        cantaba

un invisible niño agazapado

en el fondo negrísimo del bosque,

se escuchaba la música a lo lejos,

y el murmullo monótono del mar.

                                                      En la plaza,

bajo los soportales, nos sentamos,

cada verano durante una hora.

Estas son las imágenes que traigo

del fondo de la noche.

 

 

Ahora es todo y nada

 

Lo que yo soy es un concupiscente,

pero no pierdo, mal que lo parezca,

del todo la medida:

                                el crepitar de agosto

a la orilla del mar, las luces meridianas,

las lluvias de septiembre, los cobres otoñales,

los terrones rojizos que desangran su entraña,

la urdimbre de los árboles donde la araña espera

al insecto de los ojos rojizos hasta que lo atrapa y lo devora,

las ramas negras que hacen crec-crec con el peso de la nieve invernal,

me estrechan duras, me hacen caer, contemplativamente. Es un decir…

 

Pregunto si no hay

un gran consuelo en la palabra “lluvias“,

y en conseguir que llueva durante todo un día

de abril,

             donde a cobijo

de las alas de plomo preñadas de tormenta

asciende en espiral el femenino

canto de un ruiseñor, desde el boscaje espeso

que desbarata y llena de memorias

los rincones con dalias.

                                     ¿Qué jardín?

¿Qué huerto solitario? ¿Qué acequia? ¿Qué pajar?

El árbol que está seco se embebe de estas aguas

filtradas del origen,

                                el follaje

caduco resucita en los brotes de abril,

sube un verdor compacto

del subsuelo ancestral de piedra tosca.

Gritos que yo me invento y nadie escucha. Fluyen

los muertos, hiperbólicos.

                                         Ahora es todo y nada.

 

 

(Estos poemas, traducidos por Carlos Marzal y Enric Sòria, forman parte del libro de Joan Vinyoli que fue publicado por la editorial Pre-Textos)

Escrito en Lecturas Turia por Joan Vinyoli

 

En 1958, en uno de los Cuadernos del Unicornio que editaba por entonces, Juan José Arreola publicó los relatos “La sangre de Medusa” y “La noche del inmortal”. No eran las primeras creaciones que José Emilio Pacheco daba a conocer[1], a pesar de su extrema juventud ―había nacido el 30 de junio de 1939, en Ciudad de México―, pero en ellas puede verse el punto de partida de una de las trayectorias literarias más ricas entre las que la segunda mitad del siglo xx habría de ofrecer. Bajo el influjo “descarado” de Jorge Luis Borges, Pacheco sabía que al destino le agradan las simetrías, las variantes y las repeticiones, y mostraba ya la convicción ―declarada más tarde e implícita o explícita en toda su obra― de que “lo leído es tan nuestro como lo vivido”[2]. Consecuente con tales planteamientos, el primero de aquellos relatos buscó en el mítico destino de Perseo la clave de la vida mexicana y actual de Fermín Morales, seguro de que eran de algún modo el mismo hombre y de que sus historias formaban una sola historia. Con la ayuda de Heráclito ―“el camino que sube y el camino que baja son uno y el mismo”― el lector puede entrever en “La noche del inmortal” que Eróstrato y Alejandro, el paria de Éfeso y el héroe macedonio, lograron alcanzar la misma inmortalidad de la fama aunque por caminos opuestos, y también que una discordia reiterada desmembró el imperio construido por Alejandro y muchos siglos después el imperio austrohúngaro, como el fuego con que Eróstrato destruyó el templo de Artemisa en Éfeso no era esencialmente distinto del bora, el viento destructor de los Alpes Dináricos que arrasó Europa con la primera guerra mundial.

Antes y sobre todo después de la publicación de esos cuentos, Pacheco planteó en otros intuiciones no menos inquietantes. Buena parte de ellos conformarían El viento distante y otros relatos, volumen publicado en 1963 y ampliado en 1969. Varios mostraban una factura realista de gama variada, desde la humorística conjunción de picaresca y superstición popular de “Virgen de los veranos” a la cáustica visión de los valores y las convenciones sociales de “La reina” o “No entenderías”. Otros parecían inclinarse hacia lo fantástico, como “La luna decapitada”, donde una violenta historia posrevolucionaria concluía en el territorio lúgubre del infierno azteca. Los límites entre lo realista y lo fantástico se difuminaban cuando eran niños quienes proyectaban su miedo sobre las anécdotas narradas (“La cautiva”), o cuando la adolescencia incipiente quebraba la fantasía infantil con experiencias de amor, del fracaso y el ridículo (“Tarde de agosto”, “El castillo en la aguja”), o cuando circos o ferias (“El viento distante”) permitían la irrupción de dimensiones extrañas e inquietantes. Por la significación que la obra de Pacheco en su conjunto puede darles, algunos de esos cuentos ofrecen especial interés: “Jericó”, donde la relación que se establece entre la absurda destrucción de un hormiguero y un apocalipsis atómico permite extraer conclusiones nada optimistas sobre la condición humana; “Parque de diversiones”, donde los animales modifican o invierten los papeles que habitualmente desarrollan en relación con los humanos, arrojando sobre éstos una extraña luz, en un parque que encierra en su interior otro parque que encierra otro parque y así hasta el infinito, y en el que quienes observan son a su vez observados en un juego de espejos sin fin; “Civilización y barbarie”, donde Mr. Waugh parece caer en la trampa mortal preparada por los vietcong de los que cuenta la carta de su hijo y bajo las patas de los caballos que montan los apaches que ve en el televisor, como si la escritura y la ficción invadieran la realidad.

“La sangre de Medusa” y “La noche del inmortal” pueden entenderse como ensayos previos de una obra ambiciosa: Morirás lejos, la novela que Pacheco publicó por primera vez en 1967. Como en aquellos relatos, diferentes planos discurren paralelos hasta confluir en el momento oportuno. Uno de esos planos lo conforma esta vez el relato de la destrucción de Jerusalén por las legiones de Tito Flavio Vespasiano, según el testimonio de Flavio Josefo, y luego la reconstrucción de los horrores del gueto de Varsovia y de los campos de exterminio hasta llegar a la muerte de Adolf Hitler y a la suerte reservada para los cómplices del holocausto, son olvidar referencias a las razones oscuras de tanta barbarie. Simultáneamente otras secuencias discuten la condición e incluso la existencia del observador eme, oculto en una casa del Distrito Federal, y las del observado que ocupa un banco en el parque próximo. La relación empieza a tomar cuerpo con la hipótesis de que el observador sea alguien perseguido por su relación con los crímenes del nazismo ―médico u oficial de la Gestapo, espera agazapado a que un Cuarto Reich vuelva a incendiar Europa e imponga el júbilo y el gozo de la destrucción y la muerte―, y el observado alguien que lo persigue. Desde las primeras páginas, cuando las distintas hipótesis sobre el observado y el observador incluían también su inexistencia (y la del parque, la casa y la ciudad), ya se intuía la relación de lo narrado con la literatura: “Alguien se divierte imaginando. Alguien pasa las horas de espera imaginando”[3]. Esas conjeturas parecen quedar a cargo de eme, como otras al de Alguien, el hombre sentado en el parque, cuyo papel se amplía en la medida en que puede ser un dramaturgo fracasado que imagina Salónica ―así se denomina también el espacio que aglutina ese segundo plano de la novela―, obra en la que se ensaya ―teatro dentro del teatro― el encuentro de Pedro Farías de Villalobos, sefardí expulsado de España, con el inquisidor también judío que lo había torturado y que ahora (como el actor que lo representa) es por fin identificado; o puede ser un escritor aficionado al que obsesiona precisamente el tema abordado en las secuencias dedicadas a las dos acciones “concomitantes” de la destrucción de Jerusalén y del gueto de Varsovia: una obsesión y un temor justificados por los crímenes aún recientes y por el olvido con que se pretendería borrarlos. Eso permite incluir una discusión literaria que rechaza ese tema, porque distraería la atención de las guerras y matanzas presentes (como la del Vietnam), o lo justifica, por ser un modo de aludir a ellas y de condenarlas. En esa discusión tienen voz los supervivientes (Alguien parece alguna vez ser uno de ellos y buscar la venganza) que desdeñan al escritor que pretende describir sus sufrimientos, y los lectores, hastiados a veces ante la reiteración de lo ya sabido, irritados ante valoraciones que no comparten, incómodos ante las continuas digresiones de una escritura incapaz de ir directamente al asunto. Tales críticas afectan tanto a Alguien, en la medida en que parece responsable del relato, como a un “narrador omnividente” que se adivina como último responsable de un texto que ofrece varios desenlaces posibles y que en la conjunción de perspectivas variables e imprecisas ―eme puede ser también quien imagina las historias narradas, concreción de sus remordimientos, de sus miedos y de sus esperanzas[4]― parece buscar la impresión de narrarse por sí mismo. 

Acorde con una época propicia a las experiencias narrativas renovadoras, Morirás lejos conjugaba el compromiso político y social con la reflexión que analizaba y cuestionaba los procedimientos de su escritura a medida que los utilizaba, exigiendo la colaboración activa de sus lectores. Entre los relatos reunidos en El principio del placer (1972), alguno volvería a adoptar esa condición “metaliteraria”: “La fiesta brava” incluía un cuento de ese título ―ficción dentro de la ficción que rememora la guerra de Vietnam a costa de un veterano que en el Museo de Antropología queda fascinado por la imagen de la diosa Coatlicue y luego, atrapado en el subsuelo del Distrito Federal, es sacrificado al dios-jaguar, renacido en México-Tenochtitlan― y episodios de la vida de Andrés Quintana, fracasado escritor que ha redactado ese cuento para cumplir un encargo y que puede reconocer a su personaje cuando también él está a punto de desaparecer, víctima de otra violencia soterrada o la misma. La confluencia de “realidad” y “ficción” se enriquece aquí con las razones invocadas por Ricardo Arbeláez ―antiguo compañero de Quintana en andanzas políticas y literarias, cuando al concluir los años cincuenta los animaban la huelga de los ferrocarriles mexicanos y el triunfo de la revolución cubana― para no publicar el cuento encargado: ofrecía una trama “baratamente antiyanqui y tercermundista”[5], apelaba a un sustrato prehispánico literariamente agotado y recurría a un procedimiento narrativo (la segunda persona) al que Carlos Fuentes habría extraído toda su capacidad renovadora. En el relato confluían así el creador y el crítico literario que también es Pacheco, consciente del proceso literario hispanoamericano de su tiempo. El sustrato prehispánico había nutrido su cuento “La luna decapitada”, y el final de “La fiesta brava” parecía probar que aún podía ser utilizado con provecho. Era una opción más para el desarrollo de esa inquietante literatura fantástica a la que se adscribían otros relatos de El principio del placer: “Langerhaus”, con sus recuerdos de infancia quizá no sólo imaginados; “Tenga para que se entretenga”, con el espectro que un 9 de agosto de 1943 se llevó al hijo de Olga Martínez de Andrade; o “Cuando salí de La Habana, válgame Dios”, con los pasajeros que llegan a Veracruz en un barco desaparecido durante setenta años tras dejar la costa cubana. Pero su cuestionamiento en “La fiesta brava” probablemente algo quería decir sobre la trayectoria narrativa de Pacheco, que en ese momento y a partir de él se mostraría sobre todo interesado en otra opción: la relacionada con el paso de la niñez a la adolescencia, que ya había abordado en cuentos como “Tarde de agosto” o “El castillo en la aguja”.

Esa experiencia, raíz de una casuística variada ―El principio del placer incluye “La zarpa”, cuya narradora confiesa que sólo en la vejez compartida ha podido superar el odio que la belleza de su mejor amiga le suscitara desde siempre―, encontraba una concreción excelente en el cuento largo o novela corta que dio título al volumen. Nada podía resultar más decididamente “autobiográfico” que lo narrado en “El principio del placer”, el diario en que un adolescente da cuenta de su pérdida de la inocencia y su descubrimiento del mundo. Nada más trivial: avatares de la vida en el colegio y en el medio familiar, con las lecturas, el cine y la incipiente televisión que dan sabor a la época recuperada, para aderezar el relato de una relación amorosa que es también una experiencia de zozobras, de mentiras y de fracaso, una experiencia cruel que trasciende las relaciones sentimentales para extenderse a todos los ámbitos de la vida. No dejan de sentirse otros problemas ―de los campesinos rebeldes, de las diferencias de clase, de la corrupción que permite adquirir fortunas rápidas en un país de pobres―, pero lo que predomina es esa experiencia individual en que traiciones y mentiras hacen percibir la vida como una farsa, que el narrador escribe para poder comprobar si algún día le llega a parecer cómico lo que ahora es trágico, y que el lector percibe como una historia tragicómica, logro indudable de la capacidad de Pacheco para adoptar una distancia irónica que convierte los sentimientos en una reflexión sobre los mismos y sobre el sentido de la existencia. Las batallas del desierto (1981), su última y también breve novela, perfeccionaría ese ejercicio de la memoria al recuperar ahora su narrador las lejanas peleas libradas como árabes o judíos en el polvoriento patio del colegio, las relaciones con los compañeros condicionadas a menudo por prejuicios o complejos sociales, económicos y raciales, en el contexto de una recuperación minuciosa del tiempo transcurrido desde la infancia y desde la presidencia de Miguel Alemán, aquellos años finales de la década de los cuarenta angustiados por la amenaza del hongo atómico, tiempos sin embargo de esperanzas para México que nunca se cumplirían, con enumeración nostálgica de juguetes, de libros ilustrados o cómics, de programas de radio, de películas, hasta del bolero que ilustró la historia remota de un amor primero e imposible que quizá nunca ocurrió en realidad. En todo caso, la pureza de ese amor sirve de contraste para recrear el medio personal y social represivo e hipócrita en que tuvo lugar aquella iniciación, para ofrecer una visión descarnada del pasado que el narrador adulto y sarcástico (incluso consigo mismo) acentúa al rememorar sin nostalgia las miserias de su familia y de todos en un México para siempre perdido[6]

Poeta siempre, Pacheco parece matizar en sus versos el proceso aquí esbozado para su narrativa. En Los elementos de la noche (1963), su primer poemario, parecía buscar la captación de lo fugaz, en variedad de formas que iban desde el soneto hasta el poema en prosa, conjugando su conocimiento de la tradición literaria con la voluntad de sumarse a experiencias de ruptura. “De algún tiempo a esta parte las cosas tienen para ti el sabor acre de lo que muere y de lo que comienza”[7], se lee en ese libro empeñado en captar tal sabor en el contraste de los días y de las noches, de la luz y de las sombras, de las estaciones que se suceden; sabor que proyecta su acritud sobre los instantes de plenitud asociados a la presencia de la amada, contaminados de fugacidad, de ausencia y de soledades. Una atmósfera de derrota impregna cuanto se toca, amenazado de olvido y de otras consecuencias de una pérdida incesante: el polvo, el vacío, la nada. Expresada con un lenguaje de factura clásica que afronta la dificultad y el fracaso al dar cuenta de sus dimensiones cósmicas, esa desconsolada angustia metafísica ―“¿sólo perder ganamos existiendo?” (“I, 11”)― se mantiene vigente en El reposo del fuego (1966), en cuya tercera parte la podredumbre parece hallar concreción precisa en las aguas ahora muertas del subsuelo de México, las que lavaron la sangre conquistada, anegaron en su lodo la hermosa ciudad de Moctezuma y cubrirán algún día los edificios de la ciudad presente, que deja oír en la noche los latidos de un desastre en el que resuenan ecos de la sensación de derrumbe total que Alguien padecía en Morirás lejos al temer que el holocausto fuera apenas un episodio de una ruina generalizada y sin término.

El recuerdo del pasado suscitó en El reposo del fuego la protesta contra los amos de aquella tierra, en esa ocasión personificados en los virreyes, lo que anticipaba la aparición de inquietudes sociales que se acentuarían en No me preguntes cómo pasa el tiempo (1969). Leído como una nueva propuesta, “Transparencia de los enigmas (octubre, 1966)” dejaba patente ahora el alejamiento de “la solemnidad de los profetas” y ―aunque de momento no se tuviese otro amparo que la lealtad a la confusión propia― la urgencia de “alinearse” porque la batalla próxima no toleraría a los neutrales. Acordes con ese planteamiento, que parecía poner en entredicho su obra precedente, algunos poemas parecían mostrar la irrupción de la actualidad histórica en la poesía de Pacheco: allí estaba el marine muerto en una selva presumiblemente vietnamita ―“Un defensor de la prosperidad (enero 1967)”―, y la impresión causada por la noticia de la muerte del Che Guevara en Bolivia, “el martirio / y el altivo final en una abyecta / noche de Sudamérica” ―“En lo que dura el cruce del Atlántico (octubre 1967)―, y la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, aludida por medio de una recreación del fin de los aztecas en “Lectura de los ‘Cantares mexicanos’: manuscrito de Tlatelolco (octubre 1968)”. Esas referencias puntuales ―y la conciencia constante de quiénes son los amos de la tierra, sin olvidar a los que lo fueron, como en “Crónica de Indias”, o a los que los padecieron, como en “Digamos que Amsterdam 1943”―, no significan tanto como el lenguaje nuevo e irónico que reflexiona sobre sí mismo a la vez que rememora pasados poéticos caducados, habla de poetas a los que su época dejó hablando solos y de otros empeñados en hacer que de un idioma ya seco “brote el agua / en el desierto” (“Job 18, 2”). Por supuesto, Pacheco seguía fiel a sí mismo en su atención al deterioro que destruye el amor y la vida, pero ese deterioro se observa y alguna vez se cuestiona ―con ayuda del arte, como en “‘Venus Anadiomena’ por Ingres”― ante una “realidad” que quizá no es sino acopio de citas literarias, en un lenguaje de factura cada vez más cotidiana que en sí mismo significa una de las posibilidades de ese cuestionamiento de la poesía que ahora se convierte en uno de los temas obsesivos. El avance hacia ese prosaísmo aparente tuvo notables manifestaciones en la sección “Los animales saben”, donde algunos sirvieron como objeto de reflexión que lo era también sobre la condición humana e incluso sobre el alcance de la literatura, pues tanto en sus poemas como en sus relatos Pacheco ha sabido recuperar y enriquecer las posibilidades expresivas de la fábula. La novedad se manifestó también en la invención de los apócrifos Julián Hernández (1893-1955) y Fernando Tejada (1932-1959), aptos para expresar con ironía sus opiniones sobre la significación de la poesía, incluida la propia[8].

Lo iniciado en No me preguntes cómo pasa el tiempo se continúa en Irás y no volverás (1973): “¿Por qué obstinarse / en la fugacidad y el sufrimiento?”, objetaba Prometeo en el poema titulado con su nombre, antes de que el buitre reanudara “su tarea entrañable”. Sin ignorar los conflictos bélicos con que recomenzaba “la pesadilla de la historia” (“The dream is over”), un pensativo sentir cada vez más sereno y melancólico trataba de encarar la amenaza del fin con una inquietud ecologista que venía de lejos: al menos desde que en El reposo del fuego, al rememorar la perdida ciudad de Moctezuma, el ubi sunt se centró en los jardines y las embarcaciones anegadas de flores, en los bosques y las praderas, en los lagos y las corrientes de agua que alegraban el valle de México, en abierto contraste con un Distrito Federal cuya monstruosidad creciente también se podía advertir en Morirás lejos y en otros relatos. La incertidumbre derivada de la amenaza atómica fue dejando paso a nuevas formas de muerte que ingresaron también en la literatura: la contaminación, las basuras, los venenos, la desertización. Por otra parte, la tensión de un lenguaje depurado y preciso, en apariencia apto sobre todo para el laconismo del epigrama y otras formas poéticas breves, se plegaba con eficacia a diferentes registros: entre otros, en Islas a la deriva (1976) el del cronista que recuperaba fragmentos del pasado perdido, como en “Antigüedades mexicanas”; el del viajero que en el otoño y la nieve encuentra símbolos antiguos o nuevos del apocalipsis, como en “Escenas de invierno en Canadá”; el del fabulista que en la variedad zoológica encuentra estímulos para las alegorías que le permiten expresar sus preocupaciones por el destino reservado a los hombres y el universo.

Los numerosos últimos poemarios ―Desde entonces (1980), Los trabajos del mar (1983), Miro la tierra (1986), Ciudad de la memoria (1989), El silencio de la luna (1994), La arena errante (1999) y Siglo pasado (desenlace) (2000)― fueron nuevos frutos de la madurez adquirida, no sin matices que merecen subrayarse, por razones diversas. Marcado por la experiencia del terremoto que asoló México en septiembre de 1985, Miro la tierra concretó la experiencia de la materia triunfante que más que nunca dejaba patente la insignificancia del hombre. Aquella furia ciega también reveló insuficientes las palabras que habían hablado de polvo, ceniza, desastre y muerte, y acentuó la condición de sobreviviente que ya había hecho suya el poeta. En las ruinas de Ciudad de México parecía haber quedado enterrada su infancia, aunque eso no habría de impedir que la memoria ocupara en adelante un lugar importante en sus poemas. Próximo el fin del siglo xx, la sensación de desastre y de ruina se haría luego aún más agobiante, al hacer el balance de un tiempo brutal caracterizado por la miseria y la destrucción del planeta, cubierto de contaminación y basuras, y sobre todo por los millones de víctimas de una violencia irracional cuyos horrores la peor pesadilla no habría podido imaginar. Esos horrores apenas se vieron atenuados por la presencia también creciente que (hasta la catástrofe definitiva) adquiría una eternidad provisional: la del mar y los ríos en movimiento perpetuo, la de las estaciones que puntualmente regresan con hojas y flores, la vegetal y animal de la especie, que se extiende a la condición humana en la medida en que la muerte propia deja paso a las vidas de otros, garantizando la continuidad del mundo, escenario de una despedida incesante.

La actitud de Pacheco ha sido, desde luego, la de alguien afectado por el desencanto en un país y una época que alguna vez permitió albergar esperanzas nunca cumplidas. “Ya somos todo aquello / contra lo que luchamos a los veinte años”, resumirá “Antiguos compañeros se reúnen” (Desde entonces), dictamen sobre toda una generación que amplían otros poemas y también “La fiesta brava” y otras ficciones. Esa traición no impide luchar para que no queden impunes “la tortura o el genocidio o el matar de hambre”, ni anhelar “lo posible imposible: un mundo sin víctimas” (“Fin de siglo”, Desde entonces), ni dejar ―aunque “escrito en agua”― el testimonio de una generación, la de “los nacidos entre tumbas / al resplandor del incendio del mundo” (“Jardín de niños”, 5, Desde entonces), cuyos sobrevivientes justifican su “sobrevida” al redactar sin proponérselo las páginas que otros poetas ―“muertos en la guerrilla, la tortura, el accidente, el suicidio...” (“Intercambio”, Desde entonces)― no llegaron a escribir. Fiel a esa misión, Pacheco volvería con frecuencia a la sátira del poder y a la defensa de la libertad frente a la obediencia debida, frente al servilismo, frente a la complicidad entre vencedores y vencidos, entre inquisidores y reos, entre verdugos y víctimas, entre el domador y los monstruos de ese “Circo de noche” (El silencio de la luna) que tal vez es el mundo, no sin sospechar que también esas deficiencias del género humano se ajustan a leyes inexorables que otras especies comparten y que unen indisolublemente la vida y la muerte.

La necesidad de encontrar el lenguaje adecuado para expresar esa decepción está estrechamente ligada a la desacralización del poeta y de la poesía que Pacheco mostró al centrar su atención sobre todo en “el testimonio / del momento inasible, las palabras / que dicta en su fluir el tiempo en vuelo” (“A quien pueda interesar”, No me preguntes cómo pasa el tiempo). Capaz también de encontrar revelaciones para su poesía en la pintura y en otras manifestaciones artísticas, tras sus prosas y sus versos ha estado siempre el lector insaciable y profundo que asimismo revelan sus “aproximaciones” ―traducciones o recreaciones de otros poetas que suelen enriquecer sus poemarios― y sus apócrifos, convencido de que la literatura es inevitablemente un territorio compartido. También está el crítico reconocido por sus numerosos ensayos sobre escritores y obras, sabedor del alcance y las limitaciones de la literatura, conocedor de la crítica literaria en sus soberbias y efímeras manifestaciones universitarias, comentadas en poemas como “La desconstrucción de Sor Juana Inés de la Cruz”, de El silencio de la luna, o “Contra Harold Bloom”, en Siglo pasado (desenlace). Por otra parte, en su escritura y sus reescrituras está el escritor consciente de que “dice nada más / lo que cada hombre y cada mujer que lo lea / sabe escuchar entre el rumor de sus páginas” (“El centenario de Gustave Flaubert”, Los trabajos del mar): las revisiones que muestra cada nueva edición obedecen a la pretensión de eliminar elementos innecesarios y aclarar pasajes oscuros, pero también a la voluntad de mantener vivos sus poemas y ficciones. Aunque “ara en el mar. Escribe sobre el agua” (“Instantáneas: 6. Oficio de poeta”, Irás y no volverás), aunque “dejó de ser la voz de la tribu” (“Carta a George B. Moore en defensa del anonimato”, Los trabajos del mar) ―si es aún “el que canta el cuento de la tribu” (“‘Yo’ con mayúscula”, Miro la tierra) lo es como muchos otros, antes y después―, el poeta encuentra justificación personal y colectiva en esa búsqueda de intimidad y colaboración con el lector y con la literatura que ahora pretende para su obra. Quizá nadie ha expresado mejor la atmósfera desencantada de una época que ha obligado al escritor a refugiarse en un destino que se descubre sobre todo verbal. Pacheco ha labrado el suyo con una expresión original y minuciosamente elaborada, un tono reflexivo y a veces irónico, un refinado tratamiento de la tradición literaria y una sorprendente capacidad para extender la poesía a los temas más insospechados. Tal vez la “Despedida” que cierra Siglo pasado (desenlace) en la última edición de Tarde o temprano resuma no tanto una sensación final como las constantes de una trayectoria aún inacabada:

                        Fracasé. Fue mi culpa. Lo reconozco.

                        Pero en manera alguna pido perdón e indulgencia:

                        eso me pasa por intentar lo imposible.

 

 



[1] En la revista Estaciones (año 2, núm. 2, verano de 1957) había aparecido “Tríptico del gato”, primero de los relatos dispersos que acabarían reunidos, a veces muy modificados, en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales (México, Ediciones Era, 1990).

 

[2] José Emilio Pacheco, “Nota: la historia interminable”, en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, 1990, pp. 9-13 (10).

 

[3] José Emilio Pacheco, Morirás lejos, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1967, p. 39.

 

[4] Al menos en la segunda versión de la novela, donde los lectores pueden saber a qué se referían los pasajes de sus escasos libros a los que volvía con insistencia: “La destrucción de Jerusalén, el Santo Oficio, los campos de exterminio, las represiones nazis en la Europa ocupada” (Morirás lejos, Barcelona, Montesinos Editor, 1980, p. 132).

 

[5] “La fiesta brava”, en El principio del placer, México, Editorial Joaquín Mortiz, 1972, pp. 77-113 (109).

[6] Los relatos reunidos en La sangre de Medusa y otros cuentos marginales, desde “Tríptico del gato” (1956) a “La catástrofe” (1984), añaden riqueza y matices a la narrativa de Pacheco. En aquel cuento inicial ya estaba su interés por los animales y por la tortuosa psicología de niños y adolescentes. No faltan los de apariencia realista, relacionados sobre todo con la violencia política de épocas y lugares diversos ―a veces (“El torturador”, “Dicen”, “Para que eternamente estés conmigo”, “La máscaras”) acercan la ficción a la crónica de actualidad―, pero prevalece el interés por temas fantásticos similares a los seleccionados para El principio del placer. En los más breves puede verse una contribución de Pacheco al desarrollo del “microrrelato”, y también resultados de su búsqueda de una expresión lacónica y eficaz.

 

[7] “De algún tiempo a esta parte”, 5, Los elementos de la noche. Salvo que se especifique otra cosa, en adelante las citas proceden de José Emilio Pacheco, Tarde o temprano [1958-2000], edición de Ana Clavel, México, Fondo de Cultura Económica, 2000. Irán acompañadas de los títulos del poema y del poemario a los que pertenecen.

 

[8] Las referencias a ese tercer poemario pertenecen a No me preguntes cómo pasa el tiempo (poemas, 1964-1968), México, Editorial Joaquín Mortiz, 1969). Las revisiones posteriores atenúan a veces la presencia de las circunstancias históricas en que surgieron los poemas. Para los versos citados, véase pp. 14-18, 21 y 41.

 

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Caen las horas como gotas de aceite

27 de enero de 2014 08:03:08 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Caen las horas como gotas de aceite,

pesadas, lentas, doradas, tibias.

El aire está inflamado de plegarias,

de cánticos oscuros y enigmáticos.

Yo sé que algo sucede.

Debe de ser que es jueves y algo pasa los jueves.

Debe de ser que es lunes y algo pasa los lunes.

Debe de ser que es sábado y algo pasa los sábados.

¿Por qué no quedan huellas de mis pies

en este asfalto ardiente?

Debe de ser que no peso bastante.

Debe de ser que está lejos la arena.

Debe de ser que el tiempo pasa lento

y aún no te he encontrado.

 

Se suceden las horas como un hondo rosario,

como un rosario en sombras.

Yo debería pensar ahora en otras luces,

nadar con otros peces.

Aquí estoy resguardada.

La lluvia no me moja.

Mis párpados se cierran sin asombro.

 

El tiempo pasa lento;

no duele, no me toca.

Escrito en Lecturas Turia por Sara Mesa

Primeras impresiones desde el cielo

24 de enero de 2014 08:07:00 CET

 

El otro día se enteró Lalande de Maria Bem de que mi oficio es el de nadador, escribió Mino en su primera carta con destino a Montélimar. ¿Te acuerdas, Lucía? Lalande de Maria Bem, la casera. Pues esa. Me vio llegar por la noche, después de miles de metros de piscina, que puestos en línea recta van a llegar un día hasta tus pies. Le dije que estabas fuera una temporada y ella, para consolarme, me ofreció moscatel, o unos bombones, que espantan la tristeza, o aunque solo fuera un vaso de agua. Para qué quiero más agua, le dije, si estoy todo el día a remojo y ya me canso.

Al principio no lo entendió, tuve que explicarle que me dedicaba a nadar.

¿Y le pagan por eso?

Desde luego.

Pero si mi difunto nadaba gratis en una playa del Algarve y a nadie se le ocurrió ofrecerle dinero por algo que hacía para placer suyo. No será algo indecente, ¿verdad?

Ni mucho menos, señora Lalande, sino puro deporte de alta competición.

¿Y quién le paga?

Le dije:

Tengo una asignación del Ministerio, algo que me da la publicidad y luego el presidente de un club de piscinas pone el resto. No se preocupe, porque ya sabe que yo nunca fallo con el alquiler.

La señora Lalande de María Bem se metió rezongando en su casa. Tenía las piernas hinchadas porque barruntaba bajas presiones. Se ajustó las horquillas del pelo. Nadador profesional, iba diciendo, extraña forma de vida es esa.

Por lo demás, muchas noches, de tan cansado que estoy, me quedo a dormir en la Residencia. Donde los becarios. Me da pereza moverme. Y sobre todo es que la casa de Lalande de Maria Bem está muy solitaria sin ti y allí me veo como un alma en pena. Pero otras veces alterno y vengo, como hoy mismo, y así pierdo de vista al entrenador, y ya no oigo su voz, ni tengo que oler su aliento cuando me habla, que es un indeseable que solo piensa en que todo salga según las fichas y los diagramas. Nadie le aguanta. Y yo tampoco, yo menos. No te imaginas el asco que me da.

Ayer otra vez le dije que no entendía por qué habías tenido que irte y él se me puso a gritar: ¿Vas a seguir discutiendo cada día mis órdenes? Dímelo, porque quiero saberlo. Le dije: Las demás no, pero la de alejar a Lucía para que, según usted, no me distraiga tiene que ver con mi vida privada. Y él: y una renuncia temporal como esa tiene que ver con el campeonato de Europa y tu prosperidad. Nada menos.

Preguntaría a algunos amigos, pero no quiero ir mendigando noticias tuyas. Qué iban a pensar de un campeón de todo. No por ti, Lucía, sino por mí, por ser tan sumiso y haberle dejado al entrenador entrometerse. Entonces no tengo más remedio que esperar.

Y en cuanto puedo me desentiendo de él. Salto al agua y me concentro, y recuerdo tu cara y, mientras nado, me pongo a pensar en cómo eran tus manos. Solo me pasa cuando nado, porque en el agua es como si te tuviera delante, entonces imagino tus pechos. ¿Por qué crees, si no, que sigo nadando?

Pues porque en el agua pienso en tus pechos todo el tiempo.

Tus pechos de agua.

Abelardo Oliver se quitó entonces las gafas de media lente que usaba para leer. Se restregó los ojos. Y se dio cuenta de que tenía las piernas en tensión, como si no quisiera apoyar los pies en el suelo. Sabía que hacía muy mal leyendo aquella carta, que era un abuso, y que Mino, si se enteraba, habría de enfadarse con razón: Por qué no echó mi carta al correo, se quejaría, ese era el pacto, ya no había confianza, qué intimidad le quedaba, qué derecho, esto ha de pagarse caro. Y ahora se veía el propósito de aquel dame, Mino, la carta y yo le pongo el domicilio de Montélimar.

Abelardo Oliver suspiró como si apenas le quedaran fuerzas por la llegada de los años de repente sobrevenidos. Estaba sentado en su sillón junto a una ventana desde donde veía llover sobre las pistas de atletismo. Cada vez era menos la luz de la tarde. Plegó las cuartillas de la carta de Mino como si quisera no haberlas leído, las metió en el sobre y se empeñó en pegar de nuevo la solapa adhesiva para cerrarlo.

No podía, se levantaba todo el rato. La mojó con saliva y de nada sirvió. Pero en el fondo daba igual, pues aquella firma cruzada que había hecho Mino por encima de la solapa, a modo de precinto, nunca serviría para que su destinataria comprobara que el sobre no lo había abierto nadie. Estaba claro, eso sí, que Mino no se fiaba de él. Y aquel era un detalle que había que tener en cuenta.

Abelardo Oliver recostó la cabeza en el sillón.

Lamentaba lo que ese Mino ingrato le prometía a Lucía en la carta, que era que, si no volvía pronto, acabaría renunciando a la natación. ¿Y entonces yo qué hago? ¿Y todos mis esfuerzos? ¿Y los de los demás? ¿Cómo quedaría sin Mino la Selección Española?

El teléfono de donde viviera, ya que el móvil nunca lo cogía.

Una dirección de correo electrónico, también eso le pedía a Lucía en un párrafo desesperado.

Una forma, en fin, de contactar con ella al margen de ese fastidio de entrenador.

Ah, Mino tramposo, dijo Abelardo Oliver. Pensabas que no iba a enterarme, ¿eh? Me subestimas. Tendré que recordarte que solo valen cartas.

Maldice tu vida y llora todo lo que quieras, pero que sea después de los europeos. Y si cuando te enteres de que Lucía se ha ido para siempre dejas de ser nadador y te ahogas en la piscina porque ya no flotas será asunto tuyo, mío no. Cogeré mi dinero, dejaré mis habitaciones de la Residencia, volveré a mi casa y de nuevo criaré palomas mensajeras. Pero seré un hombre que tuvo suerte en la vida.

Abelardo Oliver dejó la carta encima de la mesa y se la quedó mirando como si fuera un sapo chafado por la rueda de un coche. Se levantó y fue a la cocina. Arrastraba los pies, porque imitaba a Mino cuando caminaba hacia los vestuarios de la piscina, ese cansancio suyo como de flor marchita. ¿Cómo serían los pechos de Lucía?

En fin, hora de cenar.

A Abelardo Oliver no le apetecía bajar al comedor de la Residencia, hablar con los otros entrenadores y luego partida de dominó o película o periódico. Batió unos huevos, calentó aceite en una sartén y se preparó una tortilla en la kitchenette auxiliar. Levantó el vaso al aire y celebró con una sonrisa la decepcionante opinión que Mino tenía de él, a ver qué malas intrigas son esas, ni qué tienes que decir a escondidas, si dentro de seis semanas, y unos pocos días más, te llevo conmigo a los Campeonatos de Europa de Helsinki, y a Lucía, por mucho que la prefieras, y es normal que así sea, no lo niego, aunque pronto fueras a casarte con ella, la conociste hace menos que a mí, qué tonterías vas contando, que si soy un indeseable. Que si nadie me aguanta. Que si te doy asco.

Mientras partía en trocitos la tortilla con el tenedor para que se enfriara antes, sonó un trueno y al momento se fue la luz. También las pistas de atletismo se habían quedado a oscuras y la mayor parte de las instalaciones deportivas. Esperó un par de minutos contemplando cómo el principio de la noche se metía en el cuarto de estar, antes de levantarse para ir a la caja de los interruptores.

La abrió y encendió una cerilla que cogió de la kitchenette. No era asunto de fusibles, sino una avería general del suministro eléctrico. Volvió al cuarto de estar.

Cogió la carta de Mino y se sentó en el sillón junto a la ventana. Ahora llovía más que antes y por el arrabal venían unas nubes oscuras que se confundían con la noche, cargadas de truenos veraniegos y agua en abundancia, tal vez granizo en estas fechas propicias.

Se puso de nuevo las gafas, tuvo que forzar la vista. Sigamos: Mino le había escrito a Lucía que la echaba en falta, que así no podía vivir y el resto de frases que se repiten los enamorados en las cartas desde el principio de los tiempos, se martirizan así mientras no están juntos y luego el encuentro es mejor y más dulce.

Total, Lucía, que esto de estar sin ti es como si llevara mucho tiempo dormido y no me pudiera despertar, ni estoy cuando me busco en el espejo, sino que lo que veo es tu cara ocupándolo todo, porque el espejo es como el agua de la piscina, solo soporto mi pena si imagino que a ti te pasa lo mismo, antes de dormir te miras al espejo y entonces estoy yo, ese es el único consuelo mío, el agua que nos une.

Abelardo Oliver leía, pero no llegaba a entender el significado de aquellas palabras porque, desde hacía ya unas líneas, el pensamiento le había llevado lejos. Qué importa si la verdad no impera, se decía, o qué decencia se pierde viviendo engañado. Por eso no, no podrán conmigo las malas noticias, y seguiré inventándome por tu propio beneficio, y desde luego también por el mío, sobre todo por el mío, que ella se ha ido a Montélimar para dejarte entrenar en paz, mentiré cuanto haga falta, porque nada va a privarme de la última ocasión que tengo de hacer algo que valga la pena. Y ganaremos en Helsinki. Luego haz tú lo que te dé la gana.

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Sebastián

Oración por mi hija

23 de enero de 2014 10:12:16 CET











I

 

Cuando el Día luchaba con la Noche

en abrazo salvaje de estrellas contra estrellas, 

la sangre de la luz espesándose en sombras por todo el Universo, 

llegaste con auroras y crepúsculos,

llegaste con el orden y con la sucesión, con la armonía

que duerme en el compás y bruñe el corazón del astrolabio,

con el canto del gallo y el acechar del lobo 

y entre ambos colocaste el Tiempo como escudo

para que no se hiriesen. 

Al Día y a la Noche les pido que recuerden.

Al Día y a la Noche les ruego que te cuiden.

 

II

 

Cuando el Mar y la Tierra decidieron

separarse,

para que hubiera paz en su discordia

apareciste tú: 

encajaste tus manos de lava en una grieta 

(océanos a un lado continentes al otro) 

(cacatúas aquí tiburones allá) 

y sin esfuerzo hiciste su distancia. 

A la Tierra y al Mar les pido que recuerden.

A la Tierra y el Mar les ruego que te cuiden.

 

III

 

Cuando el Calor y el Frío descubrieron

que estaban obligados a amarse en la distancia,

ese amor imposible estallando en catástrofes 

(glaciaciones e incendios, nevadas y sequías), 

acudieron a ti y les regalaste 

la quemazón del hielo y el frescor del oasis: 

unos pocos lugares donde abrazarse a solas. 

Al Frío y al Calor les pido que recuerden.

Al Frío y al Calor les ruego que te cuiden.

 

IV

 

Cuando Dentro y Afuera heredaron los huecos que dejaba

la Materia

al expandirse 

(el recodo, la grieta, el pasadizo) 

y entre dudas ponían un bosque en una casa

o un pulmón respirando sin cuerpo en un camino, 

entregándole al Miedo la llave de este mundo, 

tú fabricaste vanos, ventanas, sentimientos, señalizaste las fronteras

que impiden que se mezclen exterior e interior,

moldeaste las leyes de lo cóncavo y la ley del paisaje, 

persuadiste a las cuevas y a los guantes a dejarse habitar por dedos y por osos

y persuadiste al aire libre a dejarse cruzar por los vencejos. 

Al Dentro y al Afuera les pido que recuerden.

Al Dentro y al Afuera les ruego que te cuiden.

 

V

 

Cuando dejó el Silencio de hablarle a la Palabra, 

para que no murieran de sed

en el espejo de la ausencia mutua 

derramaste en sus manos

el agua de la Poesía. 

Al Silencio, a la Palabra les pido que recuerden.

Al Silencio, a la Palabra les ruego que te cuiden. 

 

VI 

 

Hija, 

por el Mar o la Tierra, de Día o de Noche, con Calor o con Frío, Dentro o Afuera,

desde el Silencio o la Palabra, 

pisa con cuidado 

porque te pisas a ti misma. 

Hija, 

no lo olvides.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Aguado

El amigo indiscreto

22 de enero de 2014 10:02:10 CET

 

 

“No hay nada más peligroso que un amigo indiscreto.

A veces es preferible un enemigo prudente”

Jean de la Fontaine

                                                                                                                             

                                                                                                                             

     Al reconocer la tinta de su pluma modelo Balzac, la grafía de su letra, la dedicatoria y su firma, sintió un odio en espiral que degeneró en tristeza y bochorno: su ego tiritaba de rabia.

 

     Como cada domingo antes del vermouth, se había acercado a curiosear entre los puestos de la plaza. La compra de una cajita de nácar y de un pisapapeles con forma de tortuga le había puesto de un excelente humor. En medio de aquella anarquía de saldos, figuras de porcelana, postales con matasello del extranjero, gramófonos con carcoma, soldados de plomo, bodegones carentes de perspectiva y enciclopedias desfasadas no esperaba encontrar su novela. Y menos aún, dedicada: A Pablo Nebout, con toda mi admiración. Recordó el lugar y el momento exacto, el humo de tabaco desdibujando los rostros, la risa hueca de un prestamista, las manos de la camarera al trasvasar el café desde la bandeja a la mesa de mármol. Por eso la traición le dolió más. 

 

     Quiso impedir que otros pudieran descubrir la humillación y compró el libro. El librero le reconoció, mirándole dos veces y levantando las cejas. Llevaba guantes recortados a la altura de las falanges y expulsaba vaho como un tigre de Bengala en las calles de Oslo. Al tenderle el libro, le dijo con sorna:

 

     --Así agotamos la tirada, ¿no?

 

     Se alejó furioso, culpando de la escena a Pablo Nebout. Le costaba respirar. El libro le quemaba en el bolsillo. Caminando entre la gente se sentía al borde de un ataque de ridículo. Buscó refugio en la catedral. Pero ni el hombre crucificado, ni la luz de las vidrieras le devolvieron la calma. Sentado en el banco de una de las capillas recorrió, desde la rabia incontrolable hasta la lástima, todo el abecedario de sentimientos. Conoció a Pablo Nebout en una de esas clases de soberbia que son las tertulias literarias. Lo recordaba manejándose con la invisibilidad de un hijo ilegítimo, la mirada y la respiración tranquila, las manos de campesino apoyadas sobre una carpeta y el cuello embutido en una bufanda marrón. Guardaba silencio y escuchaba. En un ambiente de vanidad y vacío intelectual, todo el mundo escribía cuentos que se asemejaban a besos precipitados. Él, por su parte, compaginaba los estudios de comercio con la escritura; sus dos intentos de novela habían resultado galardonados con múltiples cartas de rechazo.

 

     Pablo Nebout dejó de asistir a las tertulias, en un destierro voluntario del que nadie pareció percatarse. Durante meses, se borró de la vida. Lo siguiente que supo de él fue la publicación de un libro de cuentos titulado El amor es un impasse entre dos soledades. Al leerlo, sintió envidia y admiración a partes iguales. Era uno de esos libros construidos, a golpe de desgarro, en noches de insomnio y dolor de cabeza. Aquellos doce cuentos aguantarían el paso del tiempo y se convertirían, para mucha gente, en dogma de fe.

 

     Con los años el corazón y los sueños se van estrechando. Sobre su fracaso literario edificó una próspera carrera de importador de café, renunciando a la escritura y caminando de la mano del demonio del comercio. Pero la repentina publicación de su novela, Las variaciones Goldberg, había despertado su idilio con la diosa Literatura, esa furcia que despreciaba la condición social y la belleza y visitaba a domicilio, sin avisar, levantándose la falda y dejándose hacer sobre la cubierta de la cama. El día que lo encontró en el café y le dedicó su novela, se sintió feliz.

 

     Sus piernas le llevaron a un barrio obrero. Soplaba viento de levante. Las chimeneas de las fábricas anulaban toda esperanza de arco iris. En un solar próximo campaban las ratas y los galgos asilvestrados. Dio dos vueltas alrededor de la casa de Pablo Nebout, en un asedio no declarado, sin atreverse a subir. Era uno de esos edificios en ruinas, con sábanas blancas alborotadas y los aleros del tejado plagados de nidos de vencejo, que no se desplomaban por no molestar. Le pareció intuir una sombra humana tras el vuelo de la cortina. Pero no tuvo el valor suficiente para cruzar el umbral. 

 

     Pasó la tarde sentado en un café, con la mano derecha aplastando el ejemplar de su novela –una novela que ahora le parecía mediocre e indigna-, mirando desfilar ombligos femeninos e ideas trashumantes, hasta que atrapó una. Se le antojó elegante e ingeniosa: añadiría una nueva dedicatoria y le enviaría el libro por correo. Sacó de su abrigo la pluma modelo Balzac y escribió: A Pablo Nebout, con renovado afecto. De la misma manera que el adúltero divide los sentimientos entre el placer y la culpa, se sintió aliviado y nervioso.

 

     A la semana siguiente, como cada domingo antes del vermouth, regresó al puesto del librero. Bajo una edición en piel de Las Confesiones, de Jean-Jacque Rosseau, lo encontró. No tuvo que mirar en el interior para saber que era el mismo libro. La herida, cerrada en falso, se abrió con la violencia del bisturí sobre la bolsa de pus: se dirigió a la casa de Pablo Nebout con la firme decisión de batirse en duelo al amanecer.

 

     Le abrió la puerta una mujer imantada por la pena, la frente ancha y los ojos diminutos que uno espera encontrar bajo la visera de un telegrafista. Al no ser capaz de ocultar la pobreza, se sonrojó. El olor a medicina le trajo una imagen: el cuerpo desnudo de Pablo Nebout sobre un colchón de paja, la piel de las costillas consumida, la cara, con inclinación a la melancolía, ladeada. Lo imaginó enfermo, buscando la suerte que duerme en las azoteas, tomando baños de sol y subiendo los ciento veinte peldaños de su casa, una y otra vez, como si la disciplina pudiera interferir en la salud.

 

     No pudo evitar fijarse en los zapatos sin hebilla y en los puños raídos de la chaqueta, en la entrada sin muebles y en las baldosas limpias y desgastadas. Cuando sus ojos alcanzaron, sobre el papel de la pared, la marca de un cuadro que ya no estaba, lo comprendió: Pablo Nebout había muerto y ella, acuciada por las deudas, vendía todas sus pertenencias.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Óscar Sipán

Tres escrituras en un solo Amos Oz

21 de enero de 2014 08:35:24 CET

Hay, seguramente, tres escrituras, tal vez tres personajes o incluso otras tantas pasiones en el pensar y la vida de un solo Amos Oz, ese admirable escritor y maestro israelí, más cerca ahora aún de muchos de nosotros, tras su reciente y merecidísimo  Premio “Príncipe de Asturias”. Quisiera apresurarme a subrayar que esa triple visión que se propone nace más de una lectura atenta, escrudiñadora y emocionada de  varias de sus obras más importantes que de una hipótesis académica, que exigiría ulteriores indagaciones y contrastes rigurosos. De ahí la cautela que matiza un convencimiento, con todo, personalmente clarificador.

 

Señalar, cuanto antes, su puesto de honor en la literatura israelí es un comienzo obligado en la glosa de este autor, por más que vayan siendo cada vez menos quienes puedan desconocerlo. Añadir, sin embargo, que su obra se une a la lista relevante de escritores judíos e israelíes que irán cimentando la gran literatura universal de los últimos cien años podrá para algunos parecer afirmación arriesgada, aunque no probablemente a quienes puedan degustar, al mismo tiempo, un aprecio objetivo por la sorprendente vitalidad, en tan corto periodo histórico, de la literatura hebrea moderna, que es, desde su compleja singularidad, parte del mejor patrimonio de la occidental.

 

 Amos Oz da vida, con Abraham B. Yehoshúa y el más tardío David Grossman, a la mejor narrativa de la llamada “Generación del Estado”, que va a tomar la alternativa a la conocida como “Generación del 48 o del Palmaj” y es caracterizada por el propio Yehoshúa, en un trabajo de 1998, por algunas notas de gran trascendencia social y personal en sus escrituras: la clara interiorización de la transición de Eretz Israel al propio Estado de Israel; una actitud realista, libre y crítica, alejada del viejo romanticismo de sus predecesores; uso laico de los elementos religiosos de la tradición cultural judía, sin desconocimientos u hostilidades beligerantes; conciencia de su continuidad en el proceso de creación de la literatura hebrea, con su clara identidad israelí; apertura  a la literatura universal del propio siglo, incluida la judía no israelí, especialmente americana y un relato directo e intenso de la propia realidad vivida y creída por ellos mismos. Conviene precisar, además, que estos tres autores, aún vivos y en plena vitalidad literaria y política, tienen una acusada personalidad individual que traspasa, enriqueciéndolas, las fronteras de esas características comunes, con las que la propia visión académica los ha enmarcado históricamente.

 

Podemos, pues, intentar un breve esbozo de la obra narrativa de Amos Oz, que vale en  este caso decir que es al mismo tiempo la de su propia biografía. Poseemos para tal fin un regalo excepcional: su propia novela, Una historia de amor y oscuridad, que concluye en  Arad, su ciudad en los últimos 20 años, cuando finaliza el año 2001. Ya había cumplido más de sesenta el autor que se relata y retrata en su infancia y adolescencia, desde un 1939 y una Jerusalén, esa “ciudad extraña”, en sus propias palabras, que le vieran nacer. Es, pues, qué duda cabe, una autobiografía, pero sólo en la medida que este género se supedita a aquel primero. Y aquí retomamos nuestra primera sugerencia, la de las tres escrituras con sus personajes: la historia que se trasmuta en epopeya para pasar del Mandato británico a la creación del Estado de Israel: la sociedad en creciente complejidad política y cultural de su propio conflicto; la saga familiar, que se polariza en la subtrilogía que forman el padre, la madre y el propio Amós, en estos años, aún sujeto de su inicial apellido Klausner.

 

En esta novela de madurez, llamada a convocar implícita y literalmente a muchas de los relatos precedentes de su autor, dirá el propio Oz que es el “resultado de un largo proceso de paz conmigo mismo”, pero también será el relato de la evocación de un pueblo que transita de una Europa, abruptamente abandonada y añorada, a la construcción de un sueño mil veces soñado y ahora tan urgente como imprescindible.

          

“El Mundoentero (sic) estaba lejos, era atractivo y enigmático, pero muy peligroso y hostil para nosotros: no quieren a los judíos porque son perspicaces, astutos y sobresalientes pero también escandalosos y jactanciosos… Allí, en el mundo, todas las paredes están cubiertas de frases difamatorias, “Judío, vete a Palestina”, y nos fuimos a Palestina, y ahora el mundo nos grita:”Judío, sal de Palestina”…No sólo el Mundoentero, también Eretz Israel estaba lejos: en algún lugar, más allá de las montañas, estaba surgiendo una nueva raza de judíos heroicos, una raza bronceada y robusta, silenciosa y eficiente, completamente distinta a los habitantes de Karem Abraham… Chicos y chicas pioneros, bronceados, curtidos y silenciosos, que habían logrado convertir la oscuridad de la noche en un aliado, y que también en las relaciones entre el hombre y la mujer habían superado ya todas las inhibiciones”.

 

No dejará de ser también la biografía de aquella Jerusalén, también minuciosamente descrita en muchos de sus otros relatos:

        

“Jerusalén es una vieja ninfómana que exprime hasta el agotamiento antes de desembarazarse con un gran bostezo de un amante tras otro, una mantis religiosa que devora a su pareja mientras la está penetrando”.

 

La historia se alargará, hacia atrás, hasta el mundo evocado del shetelz, narrado poderosa, estremecedoramente por Joseph Roth y estudiado magistralmente por Magris o el políglota, erudito y cosmopolita de Ucrania, Rusia o Praga, que acunaba la saga que llegaría a Amos Oz y que se nutría de apasionados eurófilos (“esos judíos convertidos por la Alemania nazi en casi los únicos europeos), beberá un amargo presente ante la mirada aún infantil e irresistiblemente curiosa del inquieto niño, con guerra, sangre y muerte entre el 1947 y 1948 para hacerse utopía pionera en el idealizado kibbutz de Hulda que recibirá al adolescente convertido en Amos Oz.. En su interior, mientras la Historia discurre y la sociedad se fragmenta, el amor silenciado del triángulo familiar caminará lentamente hacia la tragedia y la ruptura. El narrador niño, la memoria adolescente, encontrará un cierto sosiego en la paz de la escritura desnudada tras tantos años de silencios.

 

Es, pues, esta Historia de amor y oscuridad, la obra central de ese solo Amos Oz que aparece en las tres escrituras y sus protagonistas, pero señalábamos también que encerraba, en sus alusiones, a las hijas de la creación literaria que habían llegado antes y de algún modo a la vez que la condensación de la epopeya entera.

 

Pero si esta obra mayor y singular nos abría el espacio de sus escrituras, es hora, tal vez, de analizar brevemente cada una de ellas, sus principales protagonistas y las mayores pasiones de Amos Oz. Veremos en la primera escritura el creador narrativo, innovador y recurrente en sus diferentes relatos, sean breves y trepidantes o más extensos y ambiciosos. Señalaremos luego el infatigable articulista comprometido con la paz, el diálogo, el entendimiento del “otro” y el ensayista contra todo fanatismo. Miraremos también al profesor de literatura, sagaz y lúcido, queriendo huir de una erudición académica sin vida. Y advertiremos ya, para evitar la sorpresa confundida, que las tres escrituras se entremezclarán con naturalidad y sin cobardía, pues, a la postre, un solo Amos vive y vibra en los tres registros. ¿Sabías, amigo lector, que, al decir del propio Oz, no existe en hebreo una palabra precisa para lo que nosotros conocemos como “ficción”? Este idioma usa habitualmente “narrativa” y en ella nuestro Amos es, eso sí esta fuera de toda polémica, un maestro ejemplar. No esperes, en todo caso, exhaustividad sobre la relación de sus obras y escritos: el conjunto supera ya la veintena de novelas y obras mayores y lleva escritos más de 450 artículos.

 

Escritura 1. Amós Oz  narra.

 

Aunque aquel niño inquieto de la Jerusalén de Kerem Abraham, amador de libros y palabras y fantaseador desde su propio primer recuerdo, comenzara a escribir a los seis años, su primeras obras publicadas, exceptuando el célebre artículo que mereció respuesta pública y escrita del propio Ben Gurión, ya serían previamente leídas por su adorada esposa Nilli, pues, tras la primeriza Holocausto II, gozó de merecido reconocimiento, en 1965, Donde aúllan los chacales y otros cuentos, que recrea fantasías desde su mundo en el kibbutz, tras descubrir el sentido que iba a otorgar a su narrativa con la lectura de Winesburg, Ohio:

        

“Sherwwod Anderson me abrió los ojos para escribir lo que tenía alrededor. Gracias a él comprendí de pronto que el mundo escrito no depende de Milán o Londres, sino que gira siempre alrededor de la mano que escribe en el lugar en el que escribe: donde tu estás, está el centro del universo” (de Una historia de amor y oscuridad).

 

Ahora bien, esos mundos cercanos, poblados por personajes cotidianos o fantasías comprensibles, están hablando de los verdaderos problemas de cada hombre o mujer, especialmente en el entorno familiar, donde se viven dolores, tragedias, silencios o deseos de huida, que son la vida y la muerte, el amor y desamor de la humanidad toda.

      

 Mi pequeño Mijael aparece en 1968 y tiene como escenario la Jerusalén de los años 50. Narrada en primera persona de una mujer, Jana, presenta un comienzo, que bien puede pasar a ese difícil e improbable canon de principios de novelas a los que el propio Amós dedicaría un sugerente ensayo muchos años más tarde (La historia comienza, 1996) y que, como el mejor resumen de toda su trama, reza así:

          

“Escribo porque las personas a las que amaba han muerto. Escribo porque cuando era niña tenía una gran capacidad de amar y ahora esa capacidad está muriendo. No quiero morir”.

 

Si los cuentos protagonizaron el aullar de los chacales, aquí se enseñorea del relato el mundo de la mujer en un dueto familiar, en el que Mijael adquiere algún sentido desde la insondable vida interior de Jana (al final de la novela la frase, ya escrita antes, “en el mundo hay una alquimia que es la melodía interna de mi vida” resultará excesiva: “ahora quiero suprimir esa expresión porque es altisonante: alquimia, Melodía interna”.). No niego los resúmenes al uso de esta novela mayor (causó gran impacto y fue la primer conmoción en Israel, de gran lectura allí y en Estados Unidos), aún con desiguales imperfecciones, que centran la atención en la historia de un matrimonio y de su ruptura. Sin embargo, lo verdaderamente relevante en ese vago sustrato de una moderna Bovary es precisamente la mezcla de una progresiva cotidianidad, que con el tiempo va marcando el hastío de Jana, con ese proceso de la doblez de los dos gemelos árabes que anidan desde la niñez en su alma, esos sentimientos inapelables y confusos, esa unión de frustración y sufrimiento. O, más aún:

       

“Recuerdo que el sufrimiento y la brutalidad me parecieron dos símbolos matemáticos de una ecuación simple, y que no me esforcé en resolverla”. Eran la manifestación de imaginarias aventuras,  sueños y pesadillas de fantasías sexuales en busca de una imposible conciliación de pasión y amor. El climax, brutal y conmovedor del capítulo 23 se cierra con la trepidante escritura de una realidad confusa, onírica y metafórica que ocupa el final de un espacio, cerrado y trágico (¿el de su madre?), sobre el que “caerá una fría calma”. 

No es que falte el cariño o la ternura entre Jana y su “querido Mijael”, sino que acecha constantemente la trasgresión, incluso en la propia omnipresente Jerusalén que se metamorfosea al compás de la propia mujer convulsa. Años más tarde no nos extrañaría el “sacrilegio” de Oz al otorgarle el título de “ninfómana”. Los escandalizados ortodoxos, que incrementan cada día la inagotable tristeza de la Ciudad Santa lo habían intuido en esta novela, también suya, a su pesar.

De nuevo la trilogía de su escritura, sus pasiones y sus personajes: el relismo cotidiano, minucioso y preciso en el hilo discursivo se cimbrea para sostener la corriente subversiva, irracional, sensual  que explota inevitable e inexorable, mientras sobrevuela, llenado cualquier vacío social y familiar, la guerra y los destinos del pueblo todo, que encarnará el hijo de Jana y Mijael, Jair (el pequeños Amós?), el niño del futuro.

 

 El libro de 1971, Hacia la muerte, aunque traducido al español en Argentina, es poco conocido y comentado entre la crítica española, gozó, sin embargo, de muy buena acogida, pues hubo gran consenso sobre su “potencia narrativa”. Tal vez las dos pequeñas novelas que reúne este libro, la visión de un protagonista judío en tiempo de las Cruzadas y su corolorario en la modernidad que hace a su protagonista, igualmente un judío, esta vez ruso reflexionar sobre los progroms y sus consecuencias históricos, con un estilo, que manifestó ya su fecunda capacidad narrativa en los libros que le precedieran, contribuyeran a su buena valoración y perdurable recuerdo. En estas dos novelas se acentúan su fantasía y pasión para dar vida propia a dos tópicos saludados ya frecuentemente por la Historia.

 

Con hermoso título vio la luz la novela, en 1973, Tocar el agua, tocar el viento, que narra simbólicamente la constante huída del pueblo de un mundo hostil en la vida del relojero Pomeranz, un verdadero mago en las artes inmateriales de la música y las matemáticas. Si la fuerza de la gravedad guiará su salida de la Polonia ocupada, el poder de su música le conducirá a la profundidad de la tierra, en la paz de Israel, para convertir su aridez en húmeda matriz de la inmortalidad de él mismo y su mujer. La creciente fantasía en la escritura de Oz crea un puente de nueva forma a su recurrencia del camino de la vieja Europa al nuevo Israel.

 

En 1978 llega Soumji, que en castellano recibió el nombre de La bicicleta de Sumji. Si pudiera constituir, sin falsearla, una de los muchos relatos que poblarían las progresivas hazañas de la peripecia vital del niño Amos Klausner en la gran novela que habría de constituir Una Historia de amor y oscuridad, tantas veces renombrada aquí, es preciso señalar que constituye, seguramente, en su breve escritura acelerada, minuciosa, realista y fantasiosa a un tiempo, la recreación en el aún joven hebreo de ese tiempo, para su definitiva permanencia, por su lengua y su modo narratorio, de la mejor tradición que dejaran las aventuras de Huckleberry Finn o relatos similares en nuestras otras literaturas occidentales. Pero permítaseme añadir, sin pretensión jerárquica en su comparación, que la novelita de Amos, por su estructura formal y didáctica, con sus siete simbólicos capitulitos, encabezados por el ancestral anuncio y precedidos de Prólogo y Epílogo, como quiere su interior coherencia, y adobada toda su escritura por sutiles ironías, evocaciones viajeras, tan fantásticas como posibles en la mente del niño, entrelazadas por la trama que asciende hasta el más conmovedor amor, se trasmuta en  un innovador relato que trasciende la niñez para rozar la filosofía y la pasión más sublimes. Sin abandonar, claro está, esa minuciosidad cotidiana de la vida en la que nuestro escritor sigue creando magisterio.

        “Sin embargo, a pesar de todo, sentí pena en ese momento, porque en el mundo todas las cosas continuaban cambiando y nada permanecía igual, y pena también de que aquella noche nunca fuera a regresar, pese a no tener motivos para amar aquella noche”.

        “Era verano por completo, profundamente, en Jerusalén, mientras nos amamos uno al otro, Esti y yo…¿Por qué ceso el amor? Es no es más que una pregunta…Bien, pero es que hay tantísimas preguntas y entre ellas algunas tan difíciles de responder…si hay alguien que pueda proporcionarnos las respuestas, dejémosle que se ponga en pie y nos las diga.”

 

 Un descanso verdadero, una de las mejores obras de Amos Oz sin duda de los ochenta (1982), iba a convertirse muy pronto en paradigma de lo que el prestigioso profesor Shaked llamaría “novela histórica actual”, caracterizada por el regreso al “pequeño mundo” que rodea al escritor (padres, kibbutz, Jerusalén, Arad….” Agudizando el carácter “local”, que describe y al mismo tiempo contrapone la nueva realidad social y personal israelí a la que trataron de cimentar los padres del sionismo, abriendo esa brecha entre realidad y anacronismo que aún continúa… En esta importante novela, donde el propio Amos revisa, no ya su alejada infancia y adolescencia, sino su propia experiencia juvenil en el kibbutz y la de la sociedad que va creciendo en una difícil complejidad, con la tragedia del conflicto, como sustrato permanente, la vida del pionero Yonatán, que quiere alejarse para siempre de esa granja que ha constituido únicamente su vida y al tiempo de su estéril matrimonio, para comenzar una nueva vida, se entrecruza con la de Azarías, u judíos solitario de la diáspora, a quien su idealismo arrastra hasta el hogar del primero. De nuevo lo cotidiano alcanza, en su realismo veraz e irrenunciable, la carga simbólica de una antropología social que afecta a Israel y al propio mundo de una década fácil de recordar por tantos motivos. La tierra del kibbutz aparece como la patria de la libertad para el hombre cansado de vagar por mundos vacuos o productores de desencanto; para que siempre ha estado a ella la huída es el camino de la libertad. No es, con serlo de nuevo, una mera autobiografía (Os abandonará Hulda hacia 1985); otros muchos, al fin, lo estaban también haciendo. Es un viejo problema del hombre que sigue, hoy, corriendo de la identidad a la libertad.

 

 Oz  dejaba también saldadas sus cuentas con su larga estadía en la plenitud de la vida kibbutziana en La paz perfecta (también de 1982) en la que describe minuciosamente las motivaciones que le llevaron a vivir tantos años en esa sociedad “perfecta”. Pocos años después publicaría La caja negra (1987), que mereció el premio Fiminia en 1988 a la mejor novela extranjera y que, siguiendo la estela más arriba mencionada, desvela, a través del género epistolar, con abundantes cartas cruzadas entre varios y diferentes personajes, el entramado de sus relaciones (pasiones amorosas, envidias, rencores, odios y venganzas…), mostrando con ellas al mismo tiempo la complejidad política, religiosa, cultural y étnica que caracteriza a un Israel en esa dimensión que conduce al fanatismo. En sus propias palabras “es una indagación sobre la condición humana, formulada en el escenario israelí.

Llegaron los años noventa y el Amos doblemente “traidor”, por pacifista y crítico, emprendió otro proceso narrativo que culminaría en importantes novelas de diversas facturas, sin perder su pasión por la debilidad humana. Abordó directamente el conflicto israelí-palestino en su obra de 1991, La tercera condición, cuyo protagonista Fima, es un polemista infatigable que atisba una luz distinta tras la monotonía del quehacer cotidiano. Pero será en No digas noche, de 1994, cuando encontremos al Oz  de la novela de amor. Claro es que había estado presente antes y va a recorrer toda su obra, de forma explicita en Mi querido Mijael y, de forma extraña, se cuela por muchos recovecos de Una historia de amor y oscuridad, pero aquí Teo y Nora quieren retenerlo en su encuentro y ocupa el lugar primordial. Es verdad también que subsiste, se enfatiza, incluso, la dificultad de la entrega buberiana, pero en esta larga narración, exhaustivamente descriptiva de cada acto humano, el trivial o el más sublime, pensada y escrita desde las dos laderas diferentes haya muchas huellas de la vida, que se vive, de deseos, proyectos, sueños, también de silencios, cansancios y hastíos, pero también, finalmente, de amor.

 

 No pudo prolongarse más allá de 1995 que el mundo de la novela recreara en Amos Oz las muchas palabras y testimonios de tantos ensayos y artículos, donde otros leían no pocas veces la palabra traición. Volvió para ello, reincidiría igualmente más tarde, a la niñez y a los años finales del Mandato británico, hogar tan plagado de realidades y metáforas para narrar tan “sospechoso” tema. Una pantera en el sótano es, pues, la recreación de una profunda y conmovedora relación entre Profi, el propio Amos siendo niño y un sargento británico que ama la Biblia y, por ello, la lengua hebrea. Pero algo tan humano y conmovedor sólo podía parecer “traición” en aquel dualizado mundo de la Palestina de1947 o, para ser fieles al sentido del relato, aquella relación va progresando en la escritura hasta alcanzar el valor universal de una reflexión moral, humana y vital, por tanto, de lo que es la traición real, verdadera. El Amós chejoviano proclama en La Pantera…: “Así es nuestra historia: viene de la oscuridad, da un par de vueltas, pasa y regresa a la oscuridad”. Pero también: “Todo tiene una especie de sombra. Tal vez la sombra también tenga sombra”. Y concluye: “¿Y la propia historia? ¿No habré vuelto a traicionar a todos por haberla contado? O todo lo contrario: ¿los habría traicionado si no la hubiera contado?

 

Faltaba, sin embargo, una de las mejores sorpresas que iba a dar a la literatura actual el ya consagrado maestro de Israel. En efecto, cuando el siglo XX decaía, en 1999, Amos Oz conmociona a la literatura hebrea israelí y pronto al resto de sus muchos lectores por el ancho mundo con El mismo mar, traspasando todas las fronteras, lingüísticas y literarias (¿también conceptuales o ideológicas?) que hasta entonces él mismo se había libremente marcado. La poesía y la prosa brotan creadoramente, se suceden y entrelazan sin orden y coherencia aparentes. Los personajes no ocupan su espacio previsto y tejen su sinfonía de palabras comprensibles o confusas. Separados por la muerte o cualquier límite o barrera se encuentran en la escritura o en las metáforas que juegan en su singular camino a través de realidades, sueños, deseos u obsesiones. La ambigüedad destroza cualquier parámetro realista y el relato sólo discurre por el jardín del narrador. Oz se ha convertido en un maravillo trasgresor hasta de sí mismo para darnos, en palabras de Rafael Carbona, “un excelente ejemplo de integración de lírica y relato, sensibilidad y testimonio, además de una reflexión sobre el arte” Y seguramente, añadimos, un nuevo modo de acercarnos unos a otros para romper cualquier frontera aparentemente imposible.

 

 Llegamos así a De repente en lo profundo del bosque, una bellísima parábola, una  Aggadah, que nos regala en 2005, cargada de simbolismo y metáfora, para contarnos la extraña maldición que ha caído sobre un pequeño pueblo embrujado: la desaparición de todos su animales… Por las noches reina el silencio. Durante el día la confusión y el enfado. Solo la inocencia de dos niños Maya y Mati buscarán la verdad, aunque deban desobedecer la ley establecida… La fantasía del niño Amos, que buscaba los confines del universo se desborda en el maduro Amos hasta atreverse con el mensaje final de una nueva utopía mosaico-mesiánica. También aquí se nos da la metáfora de la  esperanza de reconciliación entre Israel y sus vecinos.

 

Mientras, en la literatura esperamos la pronta lectura de su última obra Versos de vida y muerte,  y, en el periódico, la penúltima reflexión que nos acerque un poco más a la paz.

 

2. Amos Oz: un intelectual comprometido

Aunque es, probablemente, su escritura más conocida, conviene apresurarse a concretar que su personaje central en tal misión es la Paz, cuyo movimiento civil de “Paz Ahora” cofundó y al que sigue fiel, pese a que ella se encuentre aún lejos. Pero, al mismo tiempo, su pasión es la búsqueda, en el diálogo con el otro, de una verdad razonable, que haga posible la convivencia. Son varios los ensayos y libros que a para este afán, desde distintas perspectivas y sobre aspectos diversos del conflicto, han salido de su pluma  y los artículos, que sigue prodigando, se acercan al medio millar.

 

Se hace difícil enumerar siquiera los primeros y es tarea imposible, para esta entrega, pensar en ordenar los segundos. Quede constancia de que ya en 1979 aparecían varios ensayos con el título de Bajo esta Luz brillante, al que  siguió el libro En la tierra de Israel (1982) y otro grupo de ensayos con el nombre de El declive de el Líbano en 1987. Al ensayo de El Silencio del Cielo en 1993, siguió la colección de Israel, Palestina y la Paz, en el año 1994.

 

Pero seguramente el breve libro que, junto a sus colaboraciones periodísticas, más influencia está ejerciendo en la actualidad sea su conocido Contra el fanatismo, fruto de tres conferencias pronunciadas entre 2001 y 2002 en Tübingen. Se abre esta obrita con la siguiente pregunta “¿Cómo curar a un fanático?” a la que sigue una respuesta metafórica sobre la causa de tal enfermedad, que reside en un “gen de la naturaleza humana”, más originario que cualquier odio religioso o político. Para el ilustrado Amos ese “mal radical” solo puede explicarse secularizado, laico y las medicinas serán paliativas, pero eficaces: la apelación al “otro” (Buber, Levinas…) coin el buen humor, la capacidad imaginativa con el goce de narrar o leer, pero también el amor a las metamorfosis, que ganan, así, relevancia moral. El fanatismo es uno de esos amores que matan, que desean nuestra salvación con fervor abnegado, incluso haciéndonos mártires. El conflicto de Oriente Medio, que tanto ha ocupado la mente y la vida de Oz no nace, a su juicio, de una batalla maniquea entre mentalidades o religiones, sino más bien de una tragedia; una colisión entre derechos o pretensiones, igualmente legítimas a un mismo territorio. Y por ello preconiza un acuerdo, que deberá aceptar pérdidas por cada parte y será, entonces, preciso el duelo, sin  recaer en la venganza (Enrique Ocaña). Sabe Amos que con tal heterodoxia se acerca ala vértigo de la traición, pero confía en su razón ilustrada, en su escritura y en su pasión de voluntad, también aquí, escribiendo desde el compromiso.

 

3. Amos Oz: el profesor y académico.

 

 No podríamos concluir sin referirnos a otra de sus escrituras y, cómo no, de sus personajes, aunque de él nuestro autor predique su menor enjundia. Es, tal vez, su papel menos conocido por el gran público, pero conviene recordar que comenzó estudiando literatura en la Universidad, a la que siguió su ejercicio docente en el Instituto de Enseñanza Media de su propio kibbutz Hulda para profesar ya habitualmente de tal en la Universidad Ben Gurión de Israel, con estancias esporádicas en universidades de Estados Unidos de América.

 

No es momento de valorar pormenorizadamente su admirable labor académica, con numerosos ensayos y artículos. Vale hacerlo testimonialmente con una breve glosa de su más célebre ensayo, por fortuna también en español, La historia comienza. Ensayos sobre literatura, dedicado precisamente a la reflexión y análisis de la primera frase que inicia los relatos o novelas. No es, ciertamente, el primero en hacerlo y son muchos los que le precedieron, entre los más notables su compañero ya en el mismo Premio Príncipe de Asturias, Edward Said, como honestamente resalta el propio Oz. Siguiendo la estela de la “estética de la recepción” que goza de gran relieve en los estudios literarios desde los años setenta del pasado siglo, y específicamente los que Wolfgan Ider impusiera sobre el “lector implícito y el “acto de leer”, Amos Oz destaca la cooperación “co-creadora” que tiene la lectura sobre la obra literaria escrita y, específicamente, ese “contrato inicial” ente escritor y lector que, a modo de “cromosoma”, propiciará el maravilloso proceso de la construcción de las hipótesis interpretativas por partes de los lectores. Todas sus “reescrituras interpretativas” de esos conocidos comienzos literarios son admirables, las de Kafka, Chéjov o Agnón, pero hay dos que, con la imprescindible Introducción, me atrevo a indicar al lector: la muy sugerente y sutil sobre el comienzo de El otoño del patriarca, de Gabriele García Márquez y el impresionante y conmovedor acerca de precisamente La Storia, de Elsa Morante, esa novela sobrecogedora (Darío Villanueva), cuyo “contrato interno, teológico, oculto entre la novela a modo de drama litúrgico y el lector” Oz nos desvela.

 

Hemos concluido por hoy. Quedan “tantas, santísimas preguntas por contestar”, como diría el bueno de Sumji, o sea de Amos Oz, o tantas lecturas que recrear y volver a tejer… Permanece pendiente una inmersión sobre la potente sugerencia de A. Balaban acerca de la mayor influencia de las ideas de Jung sobre Oz, por comparación con la de Freud sobre Agnon o Yehoshúa y que atañerían a la estructura de la psiché, a los propios procesos psíquicos de sus ficciones y a la riqueza simbólica de su escritura. Debemos buscar también el propio “contrato secreto” de los relatos de Oz y y nosotros como lectores. En todo caso, leer o volver a hacerlo, sorbo a sorbo, frase a frase, esa Historia de amor y oscuridad porque ninguna glosa o erudición podrá sustituir la profunda emoción que su lectura nos otorga. Oz, con sus tres escrituras, nos regala una de sus mejores pasiones: el “placer” de la (su) lectura.

 

 

 

                                                             

                                                             

 

 

 

 

 

           

 

             

 

             

 

               

 

  

          

                

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Javier Fernández Vallina

Hokusai contempla el monte Fuji por última vez

20 de enero de 2014 08:23:37 CET

Sólo el ciego que hunde su cuchara en el fondo

de la noche lo sabe: Quien nombra el silencio

deja sobre el plato la prueba del cadáver.

 

Así lo digo: Cuanto se ha ido no puede nombrarse.

Sólo lo que muere en mis ojos sobrevive en las manos:

El racimo del sol sobre el resplandor de la uva,

la brisa verde que dobla la caligrafía del junco

y el mar que nombra todos sus naufragios

como nombra la concubina los rotos del abanico.

 

Todo se mezcla y todo se confunde porque nada es mentira:

La muchacha que bebe leche para volverse porcelana

o el borrón de ocas que desordena las pestañas del día,

la tarde que baja del árbol y se tiende junto al gato,

el cielo que rueda por la montaña para poner

su pulsera blanca en la muñeca del viajero.

 

Como la noche cierra al día así cierro los ojos

y guardo mis pinceles menos blancos que mi cabello.

Y ahora que el silencio me nombre y sobre mí ponga su lienzo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Jiménez

A cien años de la redondísima fecha de su nacimiento, a cinco de su muerte, ya deberíamos estar, creo yo, en condiciones de conocer sin casi margen de error la razón por la que la obra de Ramón Gaya no se encuentra entre las que muestran los museos que, en nuestro pequeño pero pródigo mundo, han sido levantados para albergar el… “arte de nuestro tiempo”. El propio Gaya se pondría, pues, muy contento de que así fuera, pero esto es otro cantar. Lo cierto es que en los museos del contemporaneísmo, en concreto en el Museo Reina Sofía como caso presidencial, la obra de Ramón Gaya no existe. No digo que no esté (porque Juan Manuel Bonet hizo lo posible porque estuviera); sino que no existe, es decir, que allí y en la oficialidad progresista de nuestra cultura, ha sido decretada la inexistencia de este pintor y este escritor que no tiene par en el siglo XX español. (Digamos de paso que esta arbitrariedad selectiva no es de ahora, pero que es ahora cuando ha dejado de ser tal arbitrariedad para convertirse en espejo del plan al que obedece. Tomada por mera arbitrariedad, ya encocoraba a Ricardo Baroja, al verla reflejada en las decisiones de Juan de la Encina sobre lo que debía ser expuesto y lo que no en el entonces nuevo Museo Español de Arte Moderno).

Pero lo de ahora, lo de Gaya, es más sangrante, y —esto es lo que importa— mucho más significativo. De ahí que la razón por la que su obra es hoy excluida del, digámoslo así, “panorama de la época”, no debería escapársele a nadie. En todo caso, aquí estamos para decirla. Ramón Gaya fue el autor de una pintura de calidad excepcional entre las europeas del siglo —una pintura que significa la palinodia del siglo sobre sí mismo—, y el de un puñado de ensayos cimeros de entre los escritos en ese mismo tiempo en lengua castellana. Más concretamente: Ramón Gaya es el pintor del siglo XX en el que el aficionado a la pintura —no el experto profesoral— puede reconocer todavía, casi en exclusiva, el cuerpo y la carne de su vieja y siempre nueva afición. Y este es, además, el tema de su pintura. Así las cosas, es bastante lógico que esos museos donde sólo se conserva lo que ha sido fabricado para ellos, es decir, para la historia, no tengan interés en su obra. En cuanto a la calidad de Gaya, ¿se trata de una opinión? No. Es una verdad. Una verdad que no puede escapar a ese aficionado que sabe de lo que habla no por un saber aprendido, sino por un sabor: por haberlo saboreado. Puede, eso sí, que a mucha gente no le guste Gaya, que no le sepa a nada. Bueno. Pero a otros, lo que les ocurre es que, como se dice muy gráficamente, no… “les encaja”. Y esto es otra cosa. Allá cada cual, naturalmente. Pero los museos que han sido construidos para mostrar o archivar el arte de nuestro tiempo, no deberían hacer de ese "encaje” un rasero de su selección. Porque esto no es mostrar lo que hay y lo que hubo, sino hacer pedagogía —y no a humo de pajas, esta es la función política que para los museos del mundo progresivo prescribía, en cierta entrevista, quien acabaría siendo luego el director progresivo del Museo Reina Sofía.

Lo cierto es que la excepción cualitativa y significante de Ramón Gaya no descansa en una inclinación del gusto particular, sino en el sentido de su obra. De tal manera que no sólo procede de la maravilla de su pintura o de sus escritos, sino de lo que, en concreto, vienen estos a decir. Y lo que dicen las pinturas y los escritos de Gaya, es lo que justamente se hace intragable —no les encaja— a quienes por lo visto administran la legalidad cultural o creen, al menos, que esa cosa de la cultura debe ser sacada de su limbo autónomo liberal, porque, dado su papel político, precisa de una legalidad y una administración rígidas y muy bien vigiladas. Siendo así, ¿qué dicen exactamente la pintura, los escritos y los poemas de Ramón Gaya? Veámoslo, porque allí daremos con la razón de su exclusión.

Vivimos tiempos oscuros, tiempos que son además —como ya vaticinó el gran Burckhardt a las puertas mismas del siglo de los demonios— de una inédita, inmensa credulidad. La oscuridad de los tiempos parece de primeras una extravagante constatación proferida por alguien raro, alguien que quizá padezca de pesimismo, porque el pesimismo es tomado hoy por una enfermedad. A juzgar por el ruido y la luminotecnia, nuestros tiempos son de una claridad radiante, una claridad espectacular y nunca vista; de una justicia inédita; de una libertad desconocida hasta hoy. Los tiempos, según esa consideración unánime, han llegado a un colmo de bondad que sólo queda rebajado si se lo compara con el colmo que resta por alcanzar en el futuro, pero que, en comparación con cualquiera de los oscurísimos pasados, destella y fulge con los rayos de un rompimiento de gloria. Se trata con esto, pues, como se deducía del inolvidable principio de la Historia de dos ciudades dickensiana, de la idea política del tiempo, es decir de lo que se llamó “la razón histórica”.

La razón histórica  no ve ningún hecho, obra o autor del pasado sino como eslabón que conduce, imperfectamente, a la situación presente, en camino a la perfección del porvenir. La razón de que Ramón Gaya, pese al pasmo que su pintura y su palabra procuran al aficionado, ocupe un mero lugar discreto —o ninguno— en la legalidad cultural española, es, pues, una razón argumentada en virtud de la razón histórica —que en definitiva es ya la razón progresista, porque el progresismo es al historicismo lo que el brazo armado de una banda a su inspiración teórica y contemplativa. El dominio de la razón histórica sobre todas las facetas de la cultura europea, arrancando de la teológica, se hizo apabullante durante el siglo XIX. Según ella, el paso del tiempo promueve continuamente sucesivas clausuras e inauguraciones de etapas, a través de las cuales avanza el ente abstracto que viene a ser la humanidad socializada. Esta sería, más o menos, la descripción de su mecánica. Y su efecto principal es la autorización de unas cosas y la proscripción o condena de otras, según sincronicen o no con el proceso del tiempo.

Pues bien, la máquina histórica y progresiva ha decidido que Ramón Gaya (no es el único caso, claro) no es homologable. Ramón Gaya nació en 1910 —el 10 del 10 del 10, como nos gusta recordar siempre. El mismo año, por tanto, en que nació Miguel Hernández o Luis Rosales, uno después que José Antonio Muñoz Rojas, dos antes que Dionisio Ridruejo. ¿Qué importancia tienen las fechas? Para el parpadeo de Dios en que nuestra eternidad consiste, ninguna. Pero para la significación de las cosas y para la guerra sorda que se libra en la arena de la cultura —que más vale no ignorar, como la ignoran en su inopia los señores conservadores para quienes la cultura sigue siendo un agua que no mueva molino—, para eso sí importa, y mucho, porque es con estos bueyes con los que ara sus campos la razón histórica que todo lo domina. Y la del nacimiento de Gaya es una fecha de cierto interés, pero para la manera progresiva de ver las cosas, no es la fecha de mayor interés entre las de su vida. Para la construcción política que persigue la argumentación histórico-progresiva, tienen más interés otras fechas. En 1928, por ejemplo, Gaya es un pintor murciano que conoce en Madrid a Juan Ramón Jiménez y a la plana mayor de la generación del 27. En 1933, Gaya se incorpora, por decirlo así, al aparato cultural de la República a través de su participación en las Misiones Pedagógicas y en el Museo Ambulante de Reproducciones Artísticas, como lo seguiría haciendo luego en los montajes de La Barraca o, ya en tiempos más recios, en Hora de España y el Pabellón de París. En 1939 zarpó camino de México, donde, pese a todo (la depresión, la tragedia, la ausencia…) ganaría su pintura su verdadero ser. En 1956, tras algunos viajes a Europa, se instaló en Roma. En 1960 vuelve a España y por entonces comienzan a aparecer sus ensayos mayores, El sentimiento de la pintura y el Velázquez, pájaro solitario. Y luego ya, vienen las exposiciones, las medallas, los premios, la editorial Pre-Textos publica sus escritos completos, se inaugura su museo de Murcia… Pero esto ya no resulta tan interesante para la razón histórica que ha exprimido en el Gaya republicano y exiliado todo lo que le interesaba de ese limón. Y lo que siga haciendo Gaya, no podrá beneficiarse ya de los réditos del programa de rescate de la cultura española republicana que ha sido llamado por la academia universitaria encargada de estas cosas, “proceso de normalización democrática”. En fin, cumplido el susodicho proceso, unas cosas encajan y otras no, según obedezcan a la caracteriología histórica depositada de manera inatacable en estos tres apeaderos: la gloriosa República, la infernal Dictadura y la parusía de nuestra Democracia feliz.

Pero ¿qué tendrá que ver la democracia con la pintura de Ramón Gaya? ¿Y la normalidad? Nuestra cultura —nuestro país—, de normal no tiene, en realidad, nada, y después de haber sido normalizado, menos que nada. Después de haber sido normalizada, la cultura española es más anormal que antes —no me atrevo a decir paranormal, pero podría ser, no entiendo mucho de esto. Vivimos, pues, en una cultura no normal sino normalizada por la vara de la razón histórica que alabean y blanden por doquier los señores especialistas y catedráticos de las universidades.

La razón histórica fue lo que enloqueció a Nietzsche; claro, que para enloquecer por esa causa, hace falta tener la sensibilidad de Nietzsche para percibir con antelación las consecuencias de las cosas. Me viene Nietzsche, el gran conservador, al recuerdo a cuento de Gaya, porque Gaya tuvo en mucho a Nietzsche; pero también por otra cuestión. El rasgo que sobre todos los otros diferencia la cultura española de la que salieron los exiliados, de la cultura española que incorporó a los exiliados como antecedente legitimador de su propio presente, se encuentra en el hecho de que la cultura española contemporánea es, a diferencia y para horror de quienes conocieron la España de 1930, cosa que se teje en las universidades. Cosa política. Es decir, que es cosa de expertos, de profesionales, de políticos, no de aficionados —y este asunto del afecto, del sentimiento puesto por cima del saber técnico profesional como modo de acercamiento a la pintura o al poema, es el asunto, claro está, que constituye el decir de la obra toda de Gaya. Esto es, al cabo, lo que su obra dice. Como es esto o muy parecido lo que dice la de Bergamín, autor de La decadencia del analfabetismo y amante, tanto como Gaya, de una España de cultura muy poco universitarizada.

Porque lo cierto es que la universitarización y burocratización cultural española, comenzó en realidad por entonces, con la promoción de la generación del 27 y las procupaciones administradoras de Juan Ramón. Pero veamos un ejemplo muy reciente: parece que con su gran equipo de investigadores, un conocido y reconocido estudioso de la cultura española del siglo XX va a acometer ahora otra Historia de la Literatura Española. Ese ha sido el gran anuncio. Bien. Tenemos derecho a sospechar. Si para hablar de Ridruejo, de Sánchez Mazas o de Foxá —o del propio Bergamín, o, qué sé yo, de Herrera Petere…—, hace falta, en virtud de aquella “normalización” de la razón histórica, mirarlos primero por encima del hombro, enjuiciarlos por el ser (no por el hacer), y torsionarlos al fin, como vienen haciendo estos equipos encargados de dibujar los panoramas de época, mejor huir su contacto. El celebrado profesor ha dicho, para abrir boca, lo siguiente —perdón, son anécdotas, pero anécdotas que hablan solas—: “La literatura fascista española, quitando a Ernesto Giménez Caballero, es poco importante. Agustín de Foxá y Sánchez Mazas son escritores de principios de siglo rezagados y los demás, galería de personajes curiosos.” ¿Hemos tenido suficiente con esto? ¿Rezagados? —nos preguntamos. ¿Rezagados, de qué? Pero los administradores del sistema histórico del adelanto y el rezago, no cejan. El profesor, ciego ya por la viga, concluye: “Hemos logrado ser menos sectarios.” Y en abundamiento y apoyo de su proyecto, aparecen al lado las palabras de un poeta histórico que, por si fuera poco, habla muy circunspectamente, es decir, disimulando la acción política que encubre la seriedad universitaria, del “oficio de cada cual (como) primer ámbito de socialización”. ¡Acabáramos!. Eso era todo: la socialización. Le agradecemos su ayuda. Se trata, pues, de la diferencia entre afición y profesión, entre sentimiento —que diría Gaya— y conocimiento socializado, expertivo, es decir, político. Es sencillo: un profesor, comido por la razón histórica, dibuja esquemas, procesos, casillas; trata luego de meter en esas casillas los nombres; muchos le encajan; le encaja hasta García Márquez… Le encaja, en definitiva, todo aquello que la propia razón histórica ya ha declarado existente. Pero, claro, lo que no existe, lo que esa misma razón que distingue entre rezagados, adelantados y estantes, ha declarado no existente, todo eso no le puede encajar. Y entonces ya entendemos lo de Giménez Caballero. ¿Pero no era Giménez Caballero el más ilegible, el disparate absoluto —lo decía José Antonio—, el dislate al que un aficionado lector nunca se acercaría? ¡Ah, amigo¡ Todo eso es cierto, pero Gécé era vanguardista, en un tiempo vanguardista, y entonces nuestro profesor historificado no tiene más remedio que salvarlo, porque… ¡le encaja! ¿Y los otros? ¿Ha pensado, usted, señor profesor, en Sánchez Mazas, quizá el escritor de mejor gusto, con mejor gracia y sabor, tras Azorín, que puede leer el aficionado del siglo? ¿Lo ha leído usted como lector, en sus vacaciones? Pero, claro, luego, tras la pregunta, reparamos en la realidad. ¿Qué cuenta puede traer todo esto del sabor y el gusto a quienes han dedicado toda la vida profesional a autores que, por lo visto, no les gustaban?

Cuando volvió a España, a Ramón Gaya no lo conocía nadie. Quiero decir, nadie entre el público del que se podía esperar que conociera a un pintor. En 1974, cuando Gaya abre su estudio ya estable en Valencia, la pintura española… ¿qué decir de la pintura española de 1974? En ese año, la galería Multitud de Madrid organiza una exposición titulada “Orígenes de la vanguardia española” en la que está presente la obra de Ramón Gaya junto a otras de Alberti, Bores, Moreno Villa, Ismael González de la Serna, Maruja Mallo, Souto, Olivares, en fin, de todo. Pero lo más relevante que se puede decir de la pintura española por esas fechas, es que no existía. Los pintores informalistas de los años 50 y 60 ya eran clásicos de asentada clasicidad. Pero lo que pitaba por entonces —en el mundo del arte, se entiende, que ya era un mundo en vías de institucionalización— eran los convivios organizados por Simón Marchán bajo el título “Nuevos comportamientos artísticos”. ¿Qué era esto? Esto, muy a grandes rasgos, era el arte conceptual, la mayor lata del arte del siglo, a medias filosofante y a medias politicante con dosis, en ambos casos, de gran saturación. En aquel 1974, además, todos los pintores jóvenes que poco después volvieron, mal que bien, a pintar telas con pintura, celebraron exposiciones iniciales: Pérez Villalta, Manolo Quejido, Campano, Pérez Mínguez, etc. Y, en fin, todo este revoltijo de lo político y lo hippie, era lo que daba de sí el arte español cuando vuelve Gaya a vivir en España de manera más fija. Esto, y unas cuantas exposiciones históricas, muy pedagógicas, de repaso de la modernidad y la vanguardia que organizaron instituciones privadas a la espera de que la vocación pedagógica del Estado —que en la infernal dictadura apenas si fue ejercida— desplegara en tiempos democráticos su verdadera efectividad instructiva.

En todo caso, el “proceso de normalización democrática”, según dicen los esquemas histórico-académicos, estaba en marcha. ¿Pero qué pasó, tras la “normalización”, con la pintura de Gaya? Pues pasó que, poco a poco, y según ese proceso concluye —hacia los últimos años 80—, Gaya quedó rescatado, sí, como un pintor exiliado de pinturas de 1927 o 1931 —las que encajan—, pero al tiempo olvidado y negado como el pintor —el gran Gaya— de pinturas de 1950, 60 o 70: las que no encajan. Es decir, que la razón progresiva que había rescatado para el museo —para un museo anticuario, claro— una pintura de 1927 de Gaya, ya no era, hacia la mitad de los años noventa, capaz de prestar atención al Gaya de unas pinturas que se habían quedado, como decía el profesor X, “rezagadas”.

En 1957, José Bergamín, desde París, le decía a María Zambrano, en Roma, que Gaya “es uno de los pocos, muy pocos, españoles salvados del destierro y la dispersión. Está hecho, maduro, sereno…” Pero naturalmente esto no puede interesar a la razón histórico-académica que administra la legalidad político-cultural española. Porque precisamente lo que interesa al dibujo en claroscuro de los adelantados y rezagados, es lo contrario: que nadie se salve de su casilla histórica, en este caso que Gaya no se salve de la República y el destierro. Quien dice “destierro” dice “edad de plata”, pero la cosa es no salvar a nadie de su naturaleza de eslabón procesual.

Hannah Arendt ya advirtió, de camino a sus estudios sobre los totalitarismos, que si la historia es tomada como un proceso, las existencias o realidades individuales no pueden tener en ella ninguna entidad, por no decir ningún interés. Y esto es lo  ocurrido con Gaya: que mientras su nombre obedeció al proceso elaborado por la interpretación histórica, se salvó; pero desde que no obedeció, fue condenado. ¿Cómo salvar a alguien que, en 1980, pinta rosas en una copa de agua, y que —esto es más grave— desde 1960 viene pintando Bautismos de Jesús? Este hombre ha perdido definitivamente el ritmo de los tiempos. No encaja. Y no será el único ¿Cómo se las apañará esa misma razón para encajar, si no es haciendo muchos visajes, un paisaje de Luis Fernández, de Gonzalo Chillida; un poema de Bergamín escrito a los setenta años, uno de Muñoz Rojas escrito a los noventa; una carta de Joan Sales, una novela de Salvador García de Pruneda? No hay modo. Es mejor ignorarlos. O darlos por rezagados.

Al fondo, sin embargo, hay algo de más gravedad. Al fondo y en contraste, está lo que la pintura y los escritos de Gaya, dicen. Quien cree que la historia es algo que se hace, que se fabrica con la voluntad o la política —como la realidad misma— no podrá acercarse con simpatía ni comprensión a una pintura y a un sentir de lo real que justamente se ahínca en la realidad viva y milagrosa de las cosas, de las criaturas, cuya creación fue previa a nuestra chapucera intervención. Esa viva realidad de verdad, de origen, es lo que nos invita a ver Gaya en sus pinturas. Y al fin, ya más serenos, nos preguntamos: ¿pero qué importa todo esto al aficionado, a quien siente no interés, sino afecto por lo real? Porque todo esto no pertenece al tiempo, ni a la vida, sino a la deliberada construcción política de una historia que viene a ser como un tejido interpuesto ante lo real —el tejido de unas cestas por el que se escapa el agua. Y ni siquiera un tejido, sino un tejemaneje, el tan característico tejemaneje español.

En este cartapacio de la revista Turia, hemos querido contar —por lo menos este coordinador de la sección gayista— con personas socializadas y oficializadas lo menos posible. Cada cual ha contado lo que sabe, lo que vio, o lo que sintió, en su acercamiento a la obra de Ramón Gaya. Van también aquí unas cartas que Isabel Verdejo ha tenido la gentileza de cedernos cuando simultáneamente estaba en marcha su publicación en las Obras Completas. Va también la propia carta en la que Isabel nos dice del centro que ocupa Ramón Gaya en su vida y del motivo —éste, precisamente— que le vuelve imposible escribir sobre él, porque para eso hay que situarse siquiera a una mínima distancia descentrada.

 

                                                                                             

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

Y todos los libros llenos de palabras

17 de enero de 2014 08:25:02 CET

Y todos los libros llenos de palabras

y todos los calendarios llenos de días

y todos los ojos llenos de lágrimas

y llena de nubes la cabeza de todos los mares

y llenos de coronas y puntapiés todos los relojes de arena

y de jirafas molidas todos los pechos condecorados

y todas las manos llenas de verano y caracoles marinos

y todos los dormitorios llenos de manojos de explicaciones

y de pantalones disecados las sillas de todos los prostíbulos

y todos los huecos llenos de público

y todas las camas llenas de electrocutados 

y todos los animales llenos de espíritu y pánico

y de feroces gritos los árboles de todos los aserraderos

y todos los tribunales llenos de testimonios

y todos los sueños llenos de sacacorchos

y llenas de chicas todas las estrellas

y todos los libros llenos de palabras

y todos los calendarios llenos de días

y todos los ojos llenos de lágrimas

y todas las peceras y todos los pupitres y todas las cenas íntimas

y todos los razonamientos llenos de indudables edificios

y toda la primavera llena de moscas y crisantemos

y llenas todas las iglesias y todos los calcetines y todas las peluquerías

y todas las mujeres llenas de gloria

y llenos también de gloria todos los hombres

y todas las perreras llenas de ángeles

y todas las llaves llenas de puertas

y todos los bazares llenos de ratones

y llenos de barrenderos todos los cuadros

y llenas de estiércol todas las escobas de la patria

y todas las cabezas llenas de radiografías e intríngulis

y llenas de luz todas las subestaciones eléctricas

y llenos de amor todos los manicomios

y todos los cementerios llenos de salvavidas

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Mestre

Exaltaciones

16 de enero de 2014 08:20:45 CET

          

 

Esta manía de tocar tus puertas y la ilusión de que se abren. Palabra encerrada en tu cosa, ¿de qué vivís? ¿Estás conforme con tu perro que nombra al perro? ¿Nunca te desvelás pensando en otra música? ¿Con qué soñás entonces? Estoy al pie de lo que nunca vas a contestar.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Gelman

Insomnio

15 de enero de 2014 09:41:03 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Entre la carne

líquida 

a tientas

Hurgar –jugos–

a oscuras no la

claridad

 

Ver / Hilos antiguos

reteniendo

atrás

el cenagal

 

(La más antigua)

(Esa) conciencia

–¿conciencia?–

atención tal vez

la más antigua

 

–los muelles de un

camastro

tras la pared vecina:

reintegro a lo percibido

la inmediatez del aire

constatar

 

la calma entre

los huesos

agradecer

la tregua

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Chantal Maillard

Desempleo

14 de enero de 2014 08:26:44 CET

 

 

 

 

 

 

 

Sólo de ti podría enamorarme

porque no has hecho casi nada,

tú que tampoco fuiste monitora

de natación.

 

Practicas un ahorro estético

que no consume apenas.

Basta el cielo de azulejo,

la flor escuetamente blanca.

 

El vivir es un lujo para quien

no tiene familia

ni es un trepa.

 

Un poema es un frankenstein

cosido a una caducidad sublime

y éstos de aquí no somos tú ni yo.

Nosotros no existimos,

 

pero salimos juntos de un hotel

más felices que nunca: amarilla la rúbrica

del rombo de tu falda, tostadas con tomate,

aceite con hinojo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Pardo

Gajes del oficio

14 de enero de 2014 08:19:01 CET

 

Vive en paz contigo y con el mundo.

Rehuye al enemigo. Esquívalo.

Si te ataca a muerte, destrúyelo.

Minamoto Yorimoto (shogun y monje zen)

 

En la cornisa de la planta decimotercera, a casi cuarenta metros de altura, un hombre de mediana edad intenta conservar el equilibrio para no caer antes de tiempo; para no caer antes de que se reúnan numerosos testigos de su tragedia final. Para no caer al vacío, así es como se dice, y así supone Estrada que se pondrá en el diario. El vacío; cayó al vacío ante la mirada atónita de la multitud, dirá el diario. Pero eso lo pensará Estrada poco después. Aún no ha advertido la presencia del hombre en la cornisa y de momento sólo piensa que está en las últimas y que se irá a dormir sin cenar, porque Estrada se preocupa por la cena cuando aún no son ni las siete de la tarde, y no es que tenga hambre. Todavía no, pero le aterra irse a la cama con la tripa vacía, aunque ahora mismo la tiene llena de cerveza, que se bebió dos jarras y en ellas gastó las últimas monedas. Por eso está tan panzón, se dice; por la cerveza y por ese hábito de irse a dormir con la tripa llena. Lahite se arrojó al vacío, pensará Estrada que dirá el titular, y debajo las fotos. Tres fotos: una con Lahite todavía de pie sobre la cornisa, las palmas pegadas a la parede; otra con Lahite despatarrado, en el aire, entre la planta novena y la octava. Esa foto hará historia: el gran Lahite, el famoso Lahite, cabeza abajo camino de la muerte. Y la tercera foto: Lahite reventado en la acera, quizá con los brazos en cruz. Y un charco de sangre; la gente en derredor; mucha sangre, mucha sangre. Algunos pisarán el charco pringoso.

 

Cien mil. Al menos tendrán que pagarle cien mil por la exclusiva. Y un contrato. Es lo más importante: un contrato por cinco años, como poco. Un contrato blindado. Tendrá que averiguar qué es aquello de los contratos blindados, los de los altos directivos. Todo eso pasará por su cabeza dentro de un rato, ya que todavía no ha visto a  Lahite instalado en la cornisa. Hasta el momento nadie ha visto a Lahite instalado en la cornisa, así que Lahite aguanta sin testigos.  De ningún modo quisiera suicidarse al margen del espectáculo, para eso más vale seguir viviendo, piensa Lahite. ¿O no? ¿Y si se arroja sin más? Como quiera que sea el suicidio dará mucho que hablar, prevé, y aunque por el momento su presencia pase inadvertida, cuando rebote contra el pavimento la humanidad se enterará. Tomarán fotos de su cuerpo roto y darán la noticia en todas las cadenas de televisión. Mañana saldrá en todos los diarios. Grandes titulares: Lahite se suicidó. Comentarán que era previsible y que se hubiera podido evitar de habérsele dado el lugar que le correspondía por su importancia y sus grandes méritos artísticos, políticos y sociales que sin duda le hacían merecedor de la gratitud pública. De pronto Lahite se tambalea y está a punto de caer. Se pega aún más a la pared y evita mirar hacia abajo. No vale la pena suicidarse sin testigos, vuelve a decirse, aunque lo contemplen miles de ojos una vez muerto él no sabrá del pesar de sus incontables admiradores. Un cuerpo muerto no se ve ni oye ni nada de nada.

 

En la planta decimotercera del inmueble de enfrente -un edificio de oficinas comerciales-, la empleada de una financiera, que ha dejado su puesto antes de tiempo, se rasura el vello de las axilas ante el espejo del lavabo de mujeres. Se encuentra desganada, sin ánimo para atender al público y deseosa de que llegue la hora de irse a casa, tomar un somnífero y meterse en cama con su marido para que éste se desfogue a gusto antes de que la droga comience a hacer efecto. Cuando empieza a ocuparse de la axila derecha gira la cabeza y a través de un ventanuco alcanza a ver a Lahite haciendo equilibrio en la cornisa. Da un chillido y enseguida se asoma al vano y le suplica a grandes voces que renuncie a su propósito. Lahite se sobresalta y vuelve a estar a punto de caer. Cuando recupera el equilibrio le grita a la mujer que su decisión es irrevocable. Así es como lo dice: “Mi decisión es irrevocable, señora”. Se lo dice sonriente: Lahite siempre sonríe cuando tiene público; no deja de hacerlo ni siquiera mientras hace equilibrio sobre una angosta cornisa. También le informa de que cuando acabe con su vida todos sabrán quiénes tienen la culpa. El volumen de su voz se impone al estrépito de los bocinazos y el rodar de vehículos y es oído allá abajo por unos pocos transeúntes, entonces se escuchan exclamaciones y alguien dice “Pero si es Lahite”.

 

“Hay que saber perdonar, señor Lahite”, grita la mujera. Ahora sabe que no tomará el somnífero y que tendrá tema de conversación con su marido a la hora de la cena porque ha decidido que esa noche, excepcionalmente, cenarán los dos. “Hay que saber perdonar”, repite, y a falta de otros argumentos pregona que mientras hay vida hay esperanzas. “Usted qué sabe”, responde Lahite -sin dejar de sonreír-, y son muchos ya los que oyen el diálogo y contemplan al presunto suicida que hace equilibrio en la cornisa, entonces Estrada, que aguardaba el cambio de luces del semáforo para cruzar la calle, alza la vista y sigue la dirección de las miradas. Pero si es Lahite, se dice. Movido por los reflejos de años de profesión se lleva a la cara la cámara que le cuelga del cuello, enfoca al hombre de la cornisa, ajusta la distancia, abre el diafragma sin dejar de tener en cuenta que el cielo está encapotado y oprime el obturador al tiempo que da salida a los ensueños: el gran Lahite en la cornisa minutos antes de arrojarse al vacío. Esa foto cambiará su vida, imagina Estrada, porque Lahite es noticia desde muchos años atrás. Más de veinte, recuerda. Estrada todavía era un niño cuando empezó a oír ese nombre. Lahite en las pantallas de televisión y en las pancartas más visibles de la ciudad; Lahite en las portadas de las revistas semanales; Lahite en las primeras planas de los diarios de mayor circulación. El estilo Lahite; las mujeres de Lahite; Lahite actor; Lahite director de cine; Lahite político; Lahite hombre-escándalo. Lahite, Lahite, Lahite.

 

Un relámpago convulsiona la escena y disipa fugazmente las primeras sombras del nuboso atardecer. Mejor será que no empiece a llover todavía, reza Estrada. Al menos que no llueva antes de que Lahite decida saltar. Calcula el lugar en el que capturará la imagen principal: será a la altura del piso octavo. Lo ideal sería cazarlo en el tercero o el segundo -mucho mejor enfoque-,  pero deduce que al llegar a ese nivel el cuerpo habrá cobrado excesiva velocidad y entonces podría perder la foto. Dios no lo quiera.

 

Otro relámpago y caen unas pocas gotas. Sí, es casi seguro que lloverá, de modo que será mejor que tome más fotos mientras haya buena visibilidad, piensa, y se dispone a disparar de nuevo, pero en ese instante recuerda que el carrete que carga en la Nikon está casi en el extremo final, maldita sea. Mira el contador de vistas y comprueba que apenas le queda película para otras tres fotos. Vuelve a rezar: por favor, Virgencita, que Lahite se tire ya. Ahora se recrimina por haber tomado tantas instantáneas inútiles durante la primera parte de la tarde. Pero, ¿cómo hubiera podido saber que en unas horas se presentaría la oportunidad de su vida? Antes del mediodía le avisaron en la redacción del diario que prescindirían de sus servicios. Sí, que estaba despedido. Se lo anunciaron en el peor momento, cuando se le habían acabado las reservas monetarias. No se le ocurrió nada mejor que ir a un restaurante: Estrada sabe que aunque la panza se llene el corazón no siempre se contenta, pero conoce que mientras dure la digestión uno se preocupa algo menos. Después de comer deambuló por esas calles y a fin de matar el tiempo cargó su último carrete para tomar fotos de fachadas, muchas fotos; esa misma tarde llevaría la cámara a una casa de empeños.

 

Le dijeron que para aceptarle la cámara debía traer el recibo de compra. Él no lo tenía (vaya a saberse adónde había ido a parar el recibo). No había caso: sin recibo no le daban dinero. En vista de los resultados Estrada decidió gastar sus últimas monedas en cerveza: panza llena corazón contento. Pero ahora tiene a Lahite en el visor y se alegra de conservar la Nikon al tiempo que lamenta no haber gastado el último dinero en un rollo de película. Para colmo, la que carga en la cámara es de 100 asa, buena para la intensa luz del mediodía, pero a las siete de la tarde ya es otra cosa, sobre todo con el cielo encapotado; sobre todo si para captar el cuerpo en caída deberá ajustar la velocidad al máximo. Necesitaría algo más de luz. Pero, en fin, abrirá el difragma a tope y que sea lo que Dios quiera, y quiera Dios que Lahite se arroje pronto al vacío, al menos antes de que oscurezca del todo o de que aparezcan otros fotógrafos, porque si Lahite demora en decidirse el lugar se llenará de representantes de los medios y él habrá perdido la exclusiva. Mientras no ocurra semejante desgracia Estrada continuará alerta, sin bajar la cámara ni dejar de apuntar a Lahite; sin dejar de rezar para que todo salga bien y no se presente la competencia, y sin dejar de anticipar con la imaginación el venturoso porvenir que podrá traerle la instantánea de Lahite en plena caída. Se ve a sí mismo al volante de un convertible. Pero antes de comprarlo irá a que le hagan una liposucción. Delgado y con un coche nuevo tal vez pueda recuperar a su esposa. La irá a buscar y le pedirá una nueva oportunidad; Rosa se mostrará maravillada con el nuevo cuerpo de Estrada: cuerpo exento de michelines. Y le encantará el nuevo coche claro. Después una nueva luna de miel. Tal vez se planteen tener  uno o dos hijos, entonces Rosa no volverá a abandonarlo. A Lahite también lo dejó us última mujer, fue lo que se dijo en la prensa. Otros hablaron de un desaire del Ministerio de Cultura, pero asimismo se mencionó que le habían rescindido el contrato en la televisión, lo comentan los que se encuentran próximos a Estrada entre la multitud que aguarda la decisión de Lahite.

 

El hombre de la cornisa tarda en decidirse. Se ha atrevido a mirar hacia abajo y cree haber descubierto en las caras de la gente el deseo de que se arroje, si serán jodidos. Lo que pasa es que el personal es sádico y a fin de cuentas va a resultar que me quieren muerto. Público ingrato. Y pensar que le dediqué los mejores años de mi vida. Un grupo ha comenzado a gritar su nombre y a hacer rimas: “Lahite, locuelo, que vas a dar al suelo”. Enseguida son muchos los que corean el estribillo. Se escuchan carcajadas y chuflas. Alguien se asoma a la ventana contigua y empieza a sermonear al aspirante a suicida. Tiene expresión grave y viste clerygman y alzacuellos blanco. ¿Se dejará influir Lahite por la palabra de un sacerdote?, se pregunta Estrada. Quiera Dios que no, reza. Quiera Dios que se tire de una vez por todas, y si lo hace que sea antes de que venga la competencia, antes de que oscurezca y antes de que rompa a llover. ¿Qué le estará diciendo el cura? ¿Le hablará del pecado del suicidio y el destino infernal que espera en la otra vida a quienes lo cometen? ¿O será un curita moderno con ínfulas de psicólogo, y le hará ver que casi todos los que miran a Lahite desde la calle están esperando a que se mate? “No les des el gusto, hijo. No te arrojes, aunque no sea más que para no darles esa satisfacción”. Acuden a la memoria de Estrada escenas de la etapa de su infancia en la que hizo de monaguillo y del tiempo que estuvo interno en un colegio religioso.

 

Qué sé yo qué me dice este cura –farfulla Lahite en la cornisa-; habla tan bajito que no alcanzo a oírlo, sobre todo con el griterío que llega desde la calle.

 

Quiere convencerlo para que no se tire, se lamenta Estrada. El cura maldito quiere convencerlo y me está jodiendo la vida. Claro, los curas no tienen problemas para llenar la panza; ellos viven a costa del Estado y los feligreses. Un cura nunca se queda sin trabajo; si conoceré yo a los curas.

 

Estrada advierte que ha llegado otro fotógrafo. Lo conoce: es Valiellas, trabaja en un diario de gran tirada. Así pues, se acabó, se dice: ya no hay exclusiva. Sin embargo, tal vez todavía haya una oportunidad. Sí, puede que la haya, porque Lahite sigue en la cornisa y cuando decida dar el gran salto podría suceder que Valiellas se distraiga. Si tuviera esa suerte él podría ser quien se lleve la exclusiva. Dios así lo quiera.

 

Lahite vuelve a mirar hacia abajo y alcanza a ver los dos fotógrafos. Ya deben haberme sacado fotos, se dice. Mañana saldré en todos los diarios. Ahora puedo tirarme. Pero esperemos un poco más: aún no ha llegado la televisión.

 

Suena el ulular de un coche de patrulla y, enseguida, la sirena de una ambulancia.

 

Llegan más policías y empujan a la gente para despejar un espacio destinado a que los bomberos puedan desplegar la lona que, con suerte, suele atajar a los suicidas antes de que toquen el suelo. Pero los bomberos todavía no han aparecido. Retumbe un trueno y comienza a llover con fuerza en el instante que a bordo de un minibús se presenta un equipo de cámaras de televisión. Virgencita, no dejes que me jodan la exclusiva, lloriquea Estrada en su fuero interno.

 

Ahora o nunca, se dice Lahite cuando lo enfocan media docena de rutilantes reflectores. La lluvia y un potente relámpago seguido de un trueno explosivo ahuyenta a muchos espectadores. Este es el mejor momento, trata de convencerse Lahite: nada más adecuado que morir en medio de una tormenta, pero será mejor hacerlo antes de que el público se aleje.

 

Este es el mejor momento, Virgencia, exhorta Estrada, dale valor a Lahite. Los focos iluminan con perfección a su objeto y Estrada considera que la lluvia otorga a la escena una textura muy adecuada para conseguir la foto más dramática de su carrera; la ansiada exclusiva si se diera el caso (afortunado), Virgencita, de que Valiellas se distrajera en el momento preciso y la instantánea fuera suya; sólo suya. Pero no sucederá si Lahite cambia de parecer o si el cielo se desploma, como de hecho está ocurriendo, porque de repente la lluvia se hace granizada y desde las alturas han comenzado a precipitarse formidables trozos de hielo que golpean la chapa de los automóviles, las cabezas de los espectadores y los reflectores, haciendo que revienten envueltos en humo mientras Lahite, empapado y acribillado por el intenso granizo, emprende el regreso y camina con precaución por la cornisa para alcanzar la ventana y la mano comedida y protectora del buen cura.

 

Estrada guarda la cámara con el temor de que el granizo la haya estropeado. Lo comprobará más tarde, cuando se encuentre bajo techo. Después intentará dormir. No será fácil con la tripa vacía.

Escrito en Lecturas Turia por Lázaro Covadlo

El compartimento de la vida

13 de enero de 2014 08:48:27 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

(Entradas de un diario)

ESTRATEGIA 

Es para De Certeau el cálculo o manipulación en las relaciones de poder, que siempre se producen si el sujeto, o el negocio, o la ciudad consiguen ser aislados. ¿Hay algún lugar que podamos simular como propio inmune a la estrategia de los otros? Tan ajenos como extraños, todos nos son competidores, clientes o enemigos, y el campo que rodea la ciudad nos parece sólo un vertedero.

 

(Tren Cáceres-Madrid, enero de 2004) 

EN EL SUR 

Penetra en el gentío con su olor, entre plomo, chirridos y bocinas, insultos y gaviotas. Camina hacia la negra escollera junto al mar, y su olor penetra en el asfalto derretido, en la salmuera. El agave brota entre las peñas, las palmeras parecen ambarinas. Es el tiempo de las moscas, y pronto el de la almendra. La tarde va cayendo desde el este y el mar meridional se vuelve rojo rojo.

 

(Sines, verano de 2004) 

 NOCTURAMA 

La fotografía es de ese lugar, Piazza del Plebiscito, Ancona, en el 94, mes de agosto, el día 22. Nadie va a reconocerte, pero eres tú (el matadero: solar abandonado y con yerbajos, el cadáver tan desnudo), la misma que sonreía meses antes y que decía entre martinis la gente nunca es del todo mala (también hay fotografías de esas noches). ¿Adónde van los amantes cuando mueren?, preguntabas. En la foto están los Lugares Geométricos de la Vida de los que no supe apartarte. Nadie me tomará ya por un héroe: yo no he muerto.

 

(Roma, noviembre de 2005) 

ESPEJOS 

Ves el reflejo de tu madre cuando te miras, la pesadilla de un cáncer que madura a los treinta y el miedo a la cáscara abierta de una nuez, que parece el vaciado de un cerebro. El tiempo ya está yendo hacia atrás.


(Cáceres, febrero de 2004) 

ROPA

(después de stephen morrisey

Me he vestido con la ropa de los muertos: la cazadora de un tío de mi madre, raída ya cuando él murió. La gabardina de mi abuelo, esa de bolsillos remachados, y una camisa suya que nadie quiso. Las bufandas de mis primos; sus camisas desteñidas por lejía. El pantalón negro, de alguna boda, que fue de Juan, y una corbata también de Juan. Fueron una segunda piel para todos ellos, y yo las heredé como se hereda todo lo que solemos llamar inevitable. Pero no sirvieron luego como buenos trapos: desgastadas, tan parte ya de mi nueva vida. Ahora no sé usar mi propia ropa: el pantalón azul, el abrigo gris: regalos de Año Nuevo.


(Cáceres, febrero de 2005)

CONSIGNAS

¿Se enfrenta con apatía a su trabajo? ¿Tiene el estómago débil? ¿El futuro no es lo que soñaba? No mire sólo en una dirección, Despierte a su gente, De nada valdrá conspirar. Es robado por todas las cosas que roban su tiempo (x años pagando hipotecas, x años tomando medidas). Pida menos distracciones. O pida todas las distracciones. Sea consciente: esto es una declaración. 

El mundo entero late bajo nosotros.


(Barcelona, enero de 2005)

VIBRATO 

La voz de plomo y ese aspecto punk recién levantada. La noche de un día duro de ¿1990? Tenías diecinueve, y la vida, me dijiste, aún te ahogaba. En Cádiz paseabas ajena a los marineros que silbaban o hacían fotografías a otras chicas. Y soñabas por la calle con nuestro poeta favorito por entonces: Delmore Schwartz. Tus armas: la ironía y la distancia; luego el sida, que bastó para apartarte de nosotros, como una bomba en el paseo principal: excavando tierra muerta, extrayendo un déjala, vámonos, se ha vuelto loca. Y tú, sin más palabras: sólo “Soy hermafrodita desde ahora”. Era un juego surrealista y sonaba pretencioso, pero tu voz era un cuchillo y fue afilándose con el tiempo. Como en la versión que me grabaste de las canciones de Diamanda Galas.


(Cádiz, junio de 2004)

EL VERDADERO PAUL 

Hablar de Paul Celan resulta ya tan tópico. Valente dejó escrito: “La voz de Paul Celan ha bajado a la noche”. Punto en boca... Pero hoy quiero convocar la voz de Paul Antschel, su verdadero yo, ese desconocido para todos, hermano nuestro verdadero, de carne y huesos y de piel, aquel que su dios creó a su semejanza y no como a un golem hecho sólo de palabras misteriosas. ¿Qué sabía él de Hebras de sol por encima del yermo gris oscuro?, ¿del Pensamiento tan alto como un árbol?, ¿del Sonido de la luz o de Ser para la muerte? ¿Quién fue, Antschel o Celan, el que escribió Todavía quedan canciones que cantar más allá de los hombres?


(Cáceres, septiembre de 2005) 

PATATAS 

Miraba a esa gente que busca alimento en la calle y luego pensaba ¿qué pasa en los campos de trigo?, pero encontré estas patatas en forma de corazón. (Nada es dejado al azar.) Hay un camino delante: en los mercados abiertos, entre los puestos de ropa de marcas falsificadas. (Nadie es dejado al azar.) En los suburbios no quedan chabolas ni perros salvajes. ¿Y el precio de un huevo, de un anillo de oro? 

La belleza se encuentra donde nadie la ve.(


(Madrid, septiembre de 2005) 

SEMPRONIO REVISADO 

Lee más adelante, vuelve la hoja. Leerás que fiarse de lo temporal o dejarse ir en la tristeza es la misma locura. Y si en el contemplar está la pena del amor, en el olvidar está el descanso. Finge consuelo y alegría, que muchas veces al fingir conseguimos que todo esté de nuestro lado. Pero no para cambiar la verdad, sino para moderar nuestro sentido y dar juicio a nuestro juicio.

Escrito en Lecturas Turia por Julián Rodríguez

Entre las múltiples distracciones que se dan en la casa familiar de Boris Vian a finales de los años treinta, principios de los cuarenta, figuran los “bouts rimés”, poemas compuestos a partir de un tema preestablecido y con un conjunto de rimas conocidas de antemano. Estos fragmentos rimados, cuya invención se atribuye al poeta Dulot en 1648, se convierten durante los siglos XVII y XVIII en un verdadero entretenimiento aristocrático. Coincidiendo con esta época de su vida, sin duda influenciado por un arte de versificar firmemente entroncado en la tradición poética francesa, Vian comienza a escribir sus Cien sonetos, publicados íntegramente en 1984, cuarenta años después de su composición. Las frecuentes alusiones que se encuentran en ellos, con poemas dedicados a la trinidad simbolista (Rimbaud, Baudelaire, Verlaine) o a otros nombres de la literatura del siglo XX, como es el caso de Paul Claudel o Paul Fort, que prolongan la tradición simbolista hasta el medio siglo, hacen pensar en un conocimiento literario del joven Vian no solo procedente de su formación escolar, sino de una afición incipiente por la lectura.

No hay que olvidar, sin embargo, que Boris Vian pasa su infancia y adolescencia en pleno auge del movimiento surrealista. Más adelante contará entre sus amigos con escritores y artistas adscritos en alguna etapa de su vida a este grupo. Tres décadas de tradición surrealista son más que suficientes para que su idea del arte y de la literatura deje huella en la obra de autores que nunca pertenecieron a sus filas. Vian hace suyo el gusto por el humor, el juego lingüístico, la ilusión, lo fantástico, el sueño o el erotismo, características compartidas con sus predecesores. Cuando se trata de elegir una forma poética en la que encauzar su deseo de escribir, elige el soneto y la balada. “El surrealismo no es una forma poética”, se había dicho en la “Declaración del 27 de enero de 1925”. André Breton y Paul Éluard hablaban de la balada, del soneto y de la epopeya como géneros caducos, expresión sin pies ni cabeza en el gran siglo de los “ismos”. Aragon, en un principio, también declaraba al surrealismo fuera del ámbito literario. Más tarde, sería de los pocos poetas franceses del siglo XX que practican la escritura del soneto, junto con Paul Valéry, Pierre-Jean Jouve o Jean Cassou, entre otros. Así, cuando Boris Vian comienza su primer proyecto poético, se sitúa a contracorriente de las tendencias que dominan en la Francia de la II Guerra Mundial. La adopción de la forma fija es, en cambio, una de las pocas sujeciones a las que querrá someterse. Y lo hará, como Louise Labbé, la gran dama de los sonetistas lioneses, como un modesto pasatiempo que prolonga los juegos de su casa de Ville d’Avray, una manera de huir de la ociosidad.

Tradicionalmente, el soneto es una forma para el canto y la recitación en buena compañía, más pensada para el juego de la improvisación que para su paso por la imprenta. Sus épocas de mayor florecimiento coinciden con el espíritu de unos tiempos donde el arte de versificar se basta a sí mismo, cuando el placer por el lenguaje predomina sobre otras literaturas destinadas a vehicular el pensamiento. A pesar de su exigencia formal, el soneto se presta a todo tipo de desarrollos temáticos, desde los temas más elevados a la mayor de las burlas. Vian asocia literatura y divertimento a través de los fragmentos rimados. Los divertimentos familiares son su campo de pruebas y el lenguaje poético, principio y fin, lugar para el placer retórico.

La edición de los Cien sonetos que puede encontrarse en las Obras completas de Fayard (1999) está en realidad inacabada, sobre todo si tenemos en cuenta las sucesivas correcciones y reformulaciones que el escritor introdujo a lo largo del tiempo. Como sucede con alguna de sus obras –es el caso del Tratado de civismo- no hubo tiempo de ver esta tarea finalizada conforme a sus propios criterios. Deja un proyecto a partir del que reorganizar toda la colección con el título de Cien Infames sonetos. Su interés por respetar las reglas métricas estipuladas por la tradición coexiste con una amplia propuesta en lo referente al plano temático. Este primer libro supone un progresivo aprendizaje del arte de versificar, cuya finalidad es ante todo divertirse, una constante en los años de la infancia y la adolescencia del escritor. A pesar de declarar expresamente la idea de no tomarse demasiado en serio este ejercicio de estilo sobre forma fija, el tiempo mostrará lo contrario. La reflexión sobre la poesía y el oficio del poeta ocupa muchos de los poemas de Cien sonetos, y reaparece en las siguientes colecciones hasta hacerse insistente en los poemas de No quisiera morir. En Cien sonetos encontramos la mayor parte de los temas que preocupan o interesan al Boris Vian poeta a lo largo de su vida.

A través de las diez series en que se divide la obra pueden leerse sonetos de carácter humorístico al lado de otros donde todo se supedita al juego del lenguaje y de las formas. Poemas como “À mon lapin” (“A mi amor”), “Apport au prince” (“Aportación al príncipe”), “Terres absconces” (“Tierras abstrusas”), “Autodéfense du calembour” (“Autodefensa del calambur”), “Art poétique” (“Arte poética”) o la serie titulada “Déclinaison”, son verdaderos pronunciamientos donde aparecen algunas de las características más importantes del conjunto de su poesía: su carácter desenfadado, burlesco en ocasiones, lúdico casi siempre; su horror por el estilo pomposo y afectado; su devoción por los juegos lingüísticos, en especial por el calambur; la reivindicación de una total libertad creativa, sin adscripciones estéticas declaradas; el reflejo, en la escritura poética, de la personalidad del autor.

El calambur es una de sus figuras retóricas preferidas. Poemas enteros, e incluso ciclos que sobrepasan la decena de sonetos, se sostienen y justifican por este juego de sonoridades y sentidos. Los sonetos titulados “Poissons” y “Fleurs” contienen, encubiertos bajo formas calamburescas, trece tipos de peces y siete especies de flores respectivamente. Series completas como la titulada “Sansonnets” (“Estorninos”), “Détente” (“Esparcimiento”) y “Les proverbiales” (“Las proverbiales”) apuntan a este mismo juego de las formas. Vian es, por convencimiento, un precursor del Oulipo, el Taller de Literatura Potencial fundado por Raymond Queneau y François Le Lyonnais. En “Sansonnets” se explotan todas las posibilidades fonéticas, semánticas y etimológicas que estos pájaros ofrecen en lengua francesa, comenzando por el título mismo de la colección: “cent sonnets” (cien sonetos), pero también “sans sonnets” (sin sonetos), sansonnet, diminutivo de Sansón, el personaje bíblico, “roupie de sansonnet” (moco de pavo) o incluso uno de su propia cosecha (“Tu perds le sens Ohnet” – Estás perdiendo el tino Ohnet, en referencia a Georges Ohnet, dramaturgo y novelista francés de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX.

En la serie titulada “Détente”, juega con la palabra “pédéraste”, elegida más por sus posibilidades fonéticas que por su sentido. Todos los versos finales de este ciclo contienen, de un modo u otro, un juego donde varían las vocales y suelen conservarse las consonantes P, D, R, S y T: « Sa copine occupée d’Éraste »; « Avalant centipède et rostre »; « Sur la place, saignant, le triste pendard reste »; « Le Suédois dans l’écu troubla la paix des races », y así hasta un total de doce sonetos. En el ciclo titulado “Las Proverbiales” se juega esta vez con un conocido proverbio: “Tant va la cruche à l’eau qu’à la fin elle se casse” (“Tanto va el cántaro a la fuente que al final se rompe”). Años más tarde, este proverbio será objeto de análisis patafísico en la carta que Boris Vian envía, con fecha 22 de diciembre de 1955, al Proveditor Editor del Colegio de ‘Patafísica a propósito de “algunas ecuaciones morales”. Este célebre proverbio había sido también usado por los surrealistas.

Según la tradición temática del soneto, varios ciclos constituyen verdaderos cuadros de época por medio de los cuales pueden seguirse tanto las vicisitudes personales del autor como la situación histórica y artística de la Francia de la Ocupación. La serie “En cartes” hace referencia, a partir de la dialéctica entre lo verdadero y lo falso, a las cartillas de racionamiento utilizadas por los franceses hasta 1948, que afectaban a todos los productos de primera necesidad, y a la proliferación del mercado negro en el tráfico de todo tipo de géneros. En la serie “Zazous” se retrata, a través de nueve poemas, a esta juventud que hace frente, a su manera, al ejército alemán de ocupación y a la Francia tradicional y colaboracionista, representada por el mariscal Pétain y su famoso lema “Famille-Travail-Patrie”. Se describe su manera de vestir, su afición por el swing, cuyo máximo representante será, sin duda, Johnny Hess; la organización de fiestas, a veces clandestinas, como una de sus formas favoritas de divertirse; su gusto por el cine, la literatura y todo aquello que provenga de la cultura anglosajona; sus lugares de reunión, El Coliseo o la terraza del Pam Pam de los Campos Elíseos; o el episodio protagonizado por Jacques Doriot, político del Partido Popular Francés, llamado por Vian “Doriot-Manitou”. Sus partidarios desentierran el hacha de guerra contra esta juventud poco apreciada por el poder de la época, afeitando el cráneo de todos los zazous que salen a su paso. La palabra “zazou” ha sido utilizada durante mucho tiempo con un sentido peyorativo.

En la serie titulada “Le Ballot” (“El memo”) se trata, a través de seis sonetos, una especie de autobiografía de ficción que narra la vida de un personaje que comparte alguno de los aspectos de la biografía de Vian. El ciclo se abre con el poema titulado “Banal”, título indicativo, y se cierra con el poema “Deuxième bout”, donde se anticipa al desenlace de una futura carrera laboral que no le satisface. Las ilusiones con las que sin duda afrontaba la vida tras finalizar sus estudios se convierten en un “sueño mentiroso”, “un espejismo encantador”, para concluir en el segundo terceto: “Treinta años más tarde, esperando aún su momento,/ como broche final de una vida regular,/ Fue ascendido a jefe de despacho por un fallecimiento.” En otro de los poemas perteneciente a Cien sonetos, “SEPI”, aparentemente “Société d’édition et de propagande industrielle”, se evoca a un burócrata aburrido, soñador y perezoso, que deja pasar el tiempo ante los papeles que se apilan en su escritorio: “Segundo tras segundo/ El tiempo resbala, viscoso, en el tubo de los días/ Se pega a las paredes, deteniéndose en los recodos/ Luego pasa y me quedo con mi alma vacía...”. Ya en tiempos de la AFNOR, la Asociación Francesa de Normalización, donde entra a trabajar en agosto de 1942, Boris Vian se da cuenta de que no satisfará sus intereses artísticos ni sus expectativas personales si sigue su carrera de ingeniero.

En plena bonanza económica de la familia, su padre Paul había asignado a una institutriz privada la tarea de enseñar a leer a todos los hijos. Boris lee con cierta soltura a los cinco años, según dicen sus allegados, y de ahí en adelante se convertirá en un lector voraz. A los doce años ingresa en el Instituto de Sèvres, luego en el Instituto de Hoche, en Versalles, y finalmente acaba sus estudios secundarios en el Condorcet de París. A los quince años obtiene su bachillerato de latín-griego, el mismo año que sufre unas fiebres tifoideas que agravan anteriores problemas cardiacos. A los diecisiete termina su segundo bachillerato de filosofía y matemáticas. Ante él se ofrece la primera de las disyuntivas importantes: dedicarse a las letras o seguir el camino de la ciencia. Vian había sido educado en un ambiente propicio para el arte y la literatura, pero su familia se inclina por una futura carrera de ingeniero. En su diario íntimo confiesa: “Quería estudiar en la Central, me atraía la idea de ser ingeniero”. Prepara sin grandes sacrificios el examen de ingreso en la École Centrale. Mientras tanto, dedica parte de su tiempo a preparar fiestas en la casa paterna. Sus padres, llevados por el instinto de protección, habían habilitado una sala de baile en el extremo del jardín. En Vercoquin y el plancton se describen con todo detalle estos guateques con música de baile y chicas, “¡las devoradoras! ¡las malvadas!”, dice Vian, a caballo entre el deseo y la castidad. Es “la edad nueva de los bailes enlazados/ A los cuerpos ligeros, cargados de olores fluidos/ Posados en la sonrojada tibieza, besos atrevidos/ Suaves cabellos dulcemente acariciados”, escribe en su poema “Jeune”. El año 1939, ya en plena guerra mundial, Boris tiene que desplazarse a Angoulême, donde había sido trasladada provisionalmente la École Centrale. A finales de este curso 1939/1940, poco antes de marcharse de vacaciones a Cap Breton, donde conocerá a Michelle Léglise, coincide con la retirada del ejército francés de sus posiciones fronterizas. En aquel tiempo, Vian admite su “completa indiferencia ante los graves problemas del momento”. Hasta prácticamente los treinta años, vive abstraído en sus ocupaciones, sin estar demasiado pendiente de la situación histórica.

“Puesto que eso te complace, tendré mi piel de asno”, es decir, el título de ingeniero, le había dicho a su madre. En junio de 1942, en el puesto 54 de una promoción de 72 estudiantes, obtiene su “piel de asno” en la especialidad de metalurgia. En el poema “Colles” reconoce haber salido de la Centrale con el “cráneo vacío” y “los pies pesados”, y concluye: “Cuidadosamente atado reposaba en su mano/ Haz de fuego devorador donde van los espíritus libres/ El rollo de piel de asno para engañar a los niños”. Ante él se abre un tiempo nuevo, lejos de los paraísos de su infancia en Ville d’Avray. En los primeros días de 1942, busca trabajo de empresa en empresa y lo encuentra, como hemos dicho, en la AFNOR. Su primer sueldo asciende a 4000 francos [“Ganaba un poco menos que un fresador-ajustador”]. No construirá pantanos ni le serán encomendadas grandes obras de ingeniería. Es destinado al servicio de normalización del vidrio. Cuatro años más tarde, presenta su dimisión por razones económicas y personales, y entra en el Office du Papier de la mano de Claude Léon, amigo y compañero en la orquesta aficionada de Claude Abadie. El Office du Papier es un lugar ideal para dedicar tiempo a su faceta de escritor. Allí termina de escribir La espuma de los días y redacta por completo El otoño en Pekín. Cuando empiece a percibir derechos de autor por su primera novela negra Escupiré sobre vuestras tumbas, abandona definitivamente su carrera de ingeniero para dedicarse a la música y la literatura.

 

BORIS VIAN

 

FUERA DE MARCO 

 

A mi amor 

 

Como soy muy viejo, sé muchas historias,

Y he hecho para ti no menos de un ciento

Oh, no es en verdad poderoso ni atento

No me han hecho falta esfuerzos meritorios

 

Pero es un poco loco, un poco blasfematorio

Un poco alegre a veces, un poco triste* de paso                                            

Guarda un poco de forma, y se va deformando

Si es preciso – pero era un motivo perentorio

 

No me reproches que me burle de todo

No me burlo. Me complazco sobre todo

En manosear en los rincones a mi pobre musa...

 

Ella desentona a menudo. Señora, no estoy al tanto

Y le hago daño en sus tiernos encantos...

Pero da un poco igual si eso te gusta. 

 

Aportación al príncipe 

 

Quiero encumbrar al príncipe de los pohetas

Nosotros* le debemos un homenaje florido

Con un tufo a incienso en cien cerebros decidido

Amplio como el vuelo del gran quebrantahuesos

 

Alabemos a Paul Fort. Que reine en la cresta

De Olimpo cuyos picos habita el cabrito

Que su nombre de los mortales sea querido

Y en la Hélade áurea que laurel en la testa

 

Prolongue, como en nosotros, su reinado

Igual que los budúes, en el humo azulado

Reinaban en el tiempo de los sacrificios

 

He aquí. He celebrado sus obras perfectas

Y qué importa si entonces –Satán me castigue-

No conozco ni uno de los bellos versos que escribe...

 

Tierras abstrusas 

 

Hace algunos días, tuve un sueño espantoso

Era un Verdadero poeta, y en un papel amarillo

Escribía en Versos de Verdad un fragmento largo como una vara

Con tinta rosa... y he aquí cinco de ellos

 

Perfil en el subsuelo de fuentes pálidas... Puerto de los valientes

Contemnando rupícola en la ojiva del fauno agrio,

Hacia la nada del gesto, así de las varas fuerza lanzada...

Calmemos las mañanas tenebrosas...

¡En mí sordo el liripipión de los ontógonos!...

 

Y mi despertador sonó. Había visto la gorgona

Enfrente, y sudaba como lenguado al gratén

 

Ahora he comprendido cómo hacen los poetas

Se duermen tan pronto la noche está completa

Y no ponen jamás su despertador 

 

Autodefensa del calambur

 

Por qué pues dedicarme a las mil gemonías

Nada fertiliza más que el guano a granel...

Fresas, ¿creceríais sin el apestoso tonel

Que esparce a vuestros pies la sustancia bendita?

 

¡Vil calambur! se dice. Pero suave armonía

Para el oído de quien no ama a Giono

Yo florecía ya cuando el pálido gorrión

Arrullador llevó la aceituna a Armenia...

 

Pero ustedes los celosos. Y ustedes, espíritus fuertes,

Leen a Claudel sin esfuerzo aparente

Villanos forjadores de edificantes obras

 

Abejorros cargados de versos blancos, ¡os largáis!

Porque del espíritu volador no soy más que las sobras,

Pero caigo de arriba mientras os arrastráis 

 

ESTORNINOS

 

Caída del demonio 

 

Le seguía desde hace una hora,

Preparándole una emboscada

¡Ah! Me iba a reír a carcajadas

Pero él... Mucho mejor si llora...

 

En una existencia mejor

Lo mandaría, todo palpitante...

Él entra... Al punto, jadeante,

Lo empuño tan pronto aflora...

 

¡Pájaro maldito! ¡Estornino vil!

¡Esta noche se acerca tu fin!

- Su cara estaba ya pálida,

 

Y yo reía con aire burlón...

Abrí la ventana de un empujón

Y lo proyecté al vacío... 

 

PASTELITOS ANODINOS  

 

Indecente* soneto 

 

Soñadora, imagina

Por las contraventanas

El sol de la mañana

Cerca de ella se arrima

 

Tal como en un ensueño

La veo a cada instante

Espejismo irritante

Quimera, señuelo

 

La clara salud

De la rosa luz

Colora su mejilla

 

Y en su cuerpo desnudo

El sol se ovilla

Amante desconocido

 

A Arthur 

 

Ahora bien, en Aperitivo[1], hay mordisco y rito...

Mordisco al mediodía, rito sacramental

El zumo opalescente - no es agua mineral -

Y en tu estómago se aloja este zumo rápido...

 

¡Descended, alcoholes! Cread la dicha súbita

En el cerebro del bebedor que no conoce tal

Y se ofrece por cien bajo el alma de un inmortal

- "¡Es mi ronda, amigo!". Todo el mundo disfruta

 

Así, esta palabra nueva corresponde en suma

A la idea que nos hacemos del señor que consume.

Morder, rito. Y aun así, me dejo lo principal:

 

Me queda tejo, para plantarlo en el cementerio

Sobre tu tumba. Y lástima que vea demasiado normal

Que, harto del pernod, tu cuerpo vaya a la cerveza[2] 

 

ESPARCIMIENTO

 

1900 

 

De pie ante la gran puerta, melancólico,

El botones de traje rojo y dorado

Contempla sin ver el brillante decorado

Del cabaret de lujo con letrero exótico.

 

Maquinal, sonríe al cliente simpático

Observa a la diva con abrigo de castor

Y ni siquiera ríe si el famoso tenor

Se resbala al subir en un coche asmático.

 

Piensa. Y su oficio le parece insípido.

Todos esos juerguistas de cerebro vacío,

Desde que los conoce, le parecen odiosos...

 

Pero se queda ahí, como un árbol plantado,

O a veces, sujeta, triste y apagado,

La puerta barnizada del cupé de los ociosos... 

 

EVANGELIO SEGÚN CINCO SONETOS 

 

Oscar 

 

A O. Wilde

 

Dios leía, sereno, el Libro de los Pecados

Y el hombre, ante él, permanecía inmóvil

Y dijo Dios: “Golpeaste al pobre y al débil

Prestaste tu cuerpo vil a juegos desenfrenados

 

Engañaste a tu prójimo en vergonzosos mercados

No amabas más que el mal y ahí fuiste hábil...”

Y el hombre apartaba su ojo sombrío y móvil

Y dijo Dios “El infierno para tu corazón desecado.”

 

El hombre alzó la cabeza, y su cara estaba triste

Y la sombra, alrededor de él, se espesaba sin límite

“Nunca he dejado de vivir en ella” y Dios palideció...

 

“¿Quieres el paraíso?” fue la réplica breve

Entonces, frunciendo el ceño, triste, el hombre sonrió...

“No me lo imaginaba ni siquiera en mis sueños...” 

 

Pequeño comentario. Oscar era un muchacho bastante divertido, pero no había comprendido el sentido de la vida, o más bien, se había equivocado de sentido. Y la sociedad lo castigó: Amén. Pero a Guillermo II, no le pasó nada. 

 

DECLINACIÓN

 

 A mi musa 

 

Por qué me soplas siempre burradas

Yo no te he tratado como a una vil ramera

Me haces un bello verso, lo escribo, y sin espera

De improviso, ¡tac! Es una payasada

 

El mal calambur, la insulsa tontería

De más o menos gusto – menos diría yo antes

Recuerda a Diógenes con un traje elegante

A Pascal cancionista diciendo groserías

 

A Beethoven en un campo tocando el mirlitón,

A Paul Claudel en el aquelarre montado en un bastón

A un mal ensalmador curando a Hipócrates

 

Cantando un aire swing, Marcel Cachin desnudo

Pío Doce vestido de gran diablo cornudo...

Un gorro de payaso en la cabeza de Sócrates...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

_____________

Cent sonnets, de Christian Bourgois et Cohérie Boris Vian
Librairie Arthème Fayard 1999 pour l’édition en œuvres complètes

 



* Triste, en tres letras.

* nosotros, los poetas.

* Tan poco...

[1] N del T. Happe, rite, if: mordisco, rito y tejo, componen las tres sílabas con las que Boris Vian juega en este soneto, así como la conocida tendencia de Rimbaud a la bebida.

[2] N del T. Bière significa al mismo tiempo cerveza y ataúd.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Antonio Tello

Una novia en San Francisco

7 de enero de 2014 08:35:16 CET

            Mierda, pensó Sergio cuando notó la vibración del móvil en el bolsillo de la camisa, al principio de la clase.

El mensaje de Patricia tenía un tono amenazador: “¿Puedes quedar esta tarde? Tengo que hablar contigo. Un beso”. Sergio llevaba tres días aplazando la cita, así que le contestó y le dijo que podía, pero poco rato, y apagó estúpidamente el móvil, como si eso fuese a evitar que llegara la respuesta. Pero la contestación de Patricia le pareció todavía más inquietante: “Tranquilo, no pienso entretenerte mucho rato”. A continuación proponía un lugar y una hora; mientras respondía un lacónico “Ok” y tomaba el tercer café de máquina de la tarde, Sergio pensaba que nunca debería haberla invitado a esa última copa.

            En los últimos tres años, Patricia y Sergio se habían acostado una veintena de veces. Se conocieron durante el primer año de carrera de Sergio, cuando Patricia ya llevaba tres o cuatro años en la Facultad, a raíz de una revista universitaria que publicaba los cuentos de Sergio y los ensayos de Patricia sobre literatura española del siglo XX. Iván, el novio de Patricia, un tipo muy simpático, también colaboraba con algún artículo. Iván no acudió a una de las presentaciones, y Sergio y Patricia se enrollaron en la parada de taxis, cerca de la estación de autobuses. Se vieron con regularidad durante varias semanas. Después Sergio empezó a salir con una chica de clase, y Patricia siguió con Iván, que teóricamente no sabía nada, pero que empezó a tratar a Sergio con más frialdad.

            El año siguiente Patricia consiguió una beca para hacer el doctorado en Berkeley. Ella y Sergio se escribían emails con cierta frecuencia y se veían cuando Patricia volvía de vacaciones: Sergio pasó un año en Inglaterra, pero tras su regreso continuó viviendo en un barrio residencial de Zaragoza. A Sergio le divertían las historias del departamento y San Francisco, y le gustaba hablar con ella de literatura y temas académicos. Quedaban en un bar irlandés, bebían unas cuantas copas y a las once Sergio cogía un autobús que lo llevaba de vuelta a su barrio; Patricia se burlaba y lo llamaba Cenicienta.

Patricia le proporcionaba referencias bibliográficas para sus trabajos y leía sus cuentos. Normalmente quedaban solos, pero, como pensaba que los amigos de Sergio eran un poco primitivos, siempre le ofrecía que saliera con los suyos: un grupo que había estudiado en el colegio Británico, que tenía aspiraciones culturales y a veces esnifaba cocaína.

            Patricia era guapa, alta y se parecía las mujeres que más le gustaban. Le atraía su punto de vista científico y desapasionado sobre la literatura, y siempre estaba dispuesta a quedar. Pero había algo que lo distanciaba de ella, que hacía que no quisiera ser su amante y que, de una manera que no acaba de entender, porque era muy bonito tener una novia en San Francisco, prefiriese la amistad. Lo contrario significaba entrar en un círculo del que era muy difícil salir: Patricia había encontrado trabajo para dos de sus mejores amigas en California, y el curso anterior, había convencido a Sergio e Iván de que pidiesen dos becas de doctorado en UCLA, e incluso inició las gestiones para que los dos compartieran piso en América. Quedó con ellos en Navidad –en esa época estaba rompiendo con Iván- y les ayudó a resolver el papeleo. Pero la situación hacía que Sergio se sintiera incómodo: al final no presentó todos los materiales y continuó sus estudios de Filología en Zaragoza.

            A veces se equivocaba y rompía sus propias reglas. Una noche de semana santa se había despedido de Patricia con un beso en los labios. Ese tipo de cosas le hacían pensar que tenían una cuenta pendiente. Y unas semanas atrás, a finales de agosto, quedaron en el bar de siempre, y Sergio perdió el autobús. Mientras el coche se alejaba, preguntó a Patricia si le apetecía tomar una última copa, y la besó en la misma esquina donde se habían besado por primera vez.

            Mientras caminaba hacia el bar donde siempre se encontraba con ella, y en el que había quedado con muchas chicas en una época más promiscua, Sergio pensaba que había sido un desliz estúpido, pero que a continuación había cometido un error más grave. La llevó al piso vacío que su familia tenía en el centro. Empezaron a follar sin condón, y ella le dijo:

            -Espera un momento.

            Patricia abrió su bolso y sacó un preservativo.

            -Perdona. Creía que tomabas la píldora.

            -Ya no. Ha pasado mucho tiempo.

            Aunque follaron varias veces esa noche, y aunque Patricia, a diferencia de otras ocasiones, se había quedado con él hasta el día siguiente, Sergio creyó que había un reproche en sus palabras.

            Quizá fuera ese reproche la razón por la que no la había llamado. Pero también es cierto que ella se había ido a América para arreglar unos papeles, y  que él le había enviado un sms de cortesía. Y, sin embargo, ahora todo había salido peor de lo que había esperado.

            La había dejado embarazada.

            Era el momento más inoportuno, porque estaba saliendo con otra chica; porque no tenía dinero para pagarle un aborto ni ganas o ánimo para acompañarla a una clínica. Se había acostado pensando que no significaba nada, y ahora estaba en un lío tremendo por culpa de una imprudencia de adolescente.

            Seguramente, Patricia consideraría un aborto la mejor opción: ellos ni siquiera eran novios, y vivían en dos continentes distintos. Era probable que se empeñara en pagar la intervención. Pero, desde el punto de vista de Sergio, eso sería rehuir su responsabilidad. Tampoco sabía lo que pensaría ella: aunque cualquier educador sexual explica que pueden escapar unas gotas de semen antes de la eyaculación, no dejaba de ser una negligencia técnica, algo que se le podía echar en cara, como parecía indicar el tono de los mensajes de Patricia. Y, aunque todo saliera bien, su relación habría dejado de carecer de consecuencias.

           

           

            Patricia sonrió cuando Sergio entró en el bar. Estaba sentada en una banqueta, había una copa de vino junto a ella. Se dieron dos besos y Sergio pidió una cerveza.

            -¿Qué tal?

            -Harta –dijo Patricia-. Estoy harta de Valle-Inclán.

            Sergio sintió un poco de alivio: Patricia preparaba una tesis sobre las novelas que Valle-Inclán había escrito acerca de las guerras carlistas.

            -Y además, tengo que quedarme aquí este otoño. Seguro que en Berkeley hace mejor tiempo.

            Sergio se quedó con la boca abierta. Hasta entonces, no se había dado cuenta de que las dificultades que planteaba una relación, o incluso compartir unas responsabilidades, servían para ponerle las cosas fáciles. Pero ahora ella iba a pasar el otoño en Zaragoza. Y él, por supuesto, le había dicho que no tenía novia la noche del incidente.

            -Me han dado seis meses de fiesta para investigar –dijo Patricia-. Así que estaré yendo de aquí para allá, a Madrid y a Galicia –hizo una pausa. Le daban un semestre sabático sin tener una plaza fija: Sergio pensó que no había dios que se creyera eso-. Pero en realidad creo que es lo mejor.

            Sergio tragó saliva.

            -Dice Arcadi Espada que Valle-Inclán es el segundo mejor escritor nacido en Villanueva de Arosa, después de Julio Camba.

            Patricia sonrió y Sergio le dijo que antes de llegar se le había quedado atascada la cremallera del abrigo, y que había entrado en el baño de una cafetería para quitárselo.  No era cierto, pero le había pasado hacía un par de días y le apetecía contarlo. Ella soltó una carcajada. Se quedaron callados.

            -Necesitaba hablar con alguien. Por eso te he mandado los mensajes.

            Sergio la miró a los ojos un momento y comenzó a liar un cigarrillo.

            -Es sobre un chico que conocí en Madrid este verano, en el congreso sobre Valle-Inclán. Y no sé qué hacer. Estoy histérica, y pensaba que tú podrías entenderlo.

            -Cuéntamelo.

            -He dicho que es un chico, pero debe tener 35 años o así. Da clases en Santiago. Escribió una tesis sobre las vanguardias. No es especialmente guapo pero tiene su punto. Y se lo sabe todo. El caso es que lo conocí en junio. Empezó a escribirme emails, a contarme que estaba muy mal con su mujer. Y en agosto, cuando fui a Galicia, nos vimos y nos liamos. Su mujer estaba fuera. Yo no estoy acostumbrada a estas cosas.

            -Y se enamoró de ti, claro –dijo Sergio, que no entendía qué tenía que ver esa historia con su problema.

            -No, para nada –se rió-. Creo que no. No dio señales de vida en un mes. Pero hace un par de semanas le mandé un email porque había leído un artículo suyo. Me contestó al día siguiente. Me decía que está muy deprimido, que tiene insomnio, que quiere verme. Y llama a mi casa a cualquier hora. Le dije que pasaría aquí el otoño y quiere que me vaya a Galicia. Dice que ya no vive con su mujer.

            -¿Y tú qué quieres hacer?

            -No lo sé. Me parece todo una locura. Yo me vuelvo a ir dentro de poco.

            -No parece una persona muy equilibrada, ¿no?

            -No. ¿Quieres leer sus mensajes?

            -No. Me los imagino.

            -Bueno –Patricia respiró hondo-. ¿Qué te parece?

            -Es una historia bonita. Pero no sé qué decirte. De todas formas, por lo que cuentas te aconsejaría prudencia, como en las negociaciones con los terroristas. Eso de que de repente te empiece a mandar mensajes, después de no haberte dicho nada en un mes…

            -Sí, es muy raro –dijo Patricia-. Pero estoy mucho mejor después de contarlo.

            -También es bonito que te pase, ¿no?

            Pidieron dos copas más. Patricia contó más cosas del profesor de literatura, de su conversación en el congreso, a la salida de una ponencia sobre Tirano Banderas, y de su primer encuentro sexual. Decía que la historia le parecía tan disparatada que no se atrevía a compartirla con sus amigas, y Sergio pensó que, desde que se conocían, Patricia no le había hecho confidencias personales. Seguro que había tenido amantes en Berkeley después de romper con Iván, y quizá se veía con alguien en Zaragoza. Después volvieron a hablar de la literatura y la Universidad, del multiculturalismo y la política internacional. Hicieron chistes malos y se rieron bastante. Con algo de melancolía, Sergio descubrió que no sentía ni rastro de nerviosismo.

Aunque ella no se lo pidió, acompañó a Patricia hasta su portal. Llegó a la parada del autobús con un cuarto de hora de tiempo y se entretuvo observando en la calle los primeros signos del otoño.

           

           

Escrito en Lecturas Turia por Daniel Gascón

La esperanza cóncava que se forma

7 de enero de 2014 08:28:37 CET

la esperanza cóncava que se forma

al mear sobre nieve,

mapas, genomas

            de territorio,

vemos en el alma cristal,

materia pulida,

 

pero es rugosa y en sus crestas

radica incandescente

el espectro radiante de lo que se avecina,

 

            los valles tampoco eres tú,

 

            un átomo emite un electrón

           y reordena el mundo

         

                                               [repetimos]

 

un átomo emite un electrón

            y reordena el mundo,

 

aún no se entiende cómo el tiempo

sepulta ciudades para igualarlas,

para que tengan como único ser vivo

el vector de fuerza gravitatorio F=GMm/r2

que tira de los fósiles

hacia el centro de la tierra,

 

vinimos a esta casa bajo cero a ver si el frío soldaba relojes y pieles, jugabas con nieve, caminamos sobre la piscina helada, espejo hiperplano allí al fondo, te lanzabas, pero ese fósil de agua acumulaba manzanas, preservativos de mármol, caparazones de insectos esperando su reconversión animal, ciertas tardes oyendo I´ll be your mirror en el páramo de un LP, ya la luz venía entonces barajada entre sombras y oblicua, y bajo aquella masa helada, auditorio inverso, público interpretando a los actores, echamos wynn´s al motor en la gasolinera de otro páramo que nos gustó tanto como todos los páramos, te dije lo raro que es que todas las estaciones de servicio estén en los lugares donde más sopla el viento, donde hace más frío, donde los meteorólogos fracasan, cruce de vectores oscuros y fósiles llegados en camiones que advierten “inflamable”, y allí te dejé, construyendo tu libro del frío,

 

por la temible Red Secundaria

de Carreteras del Estado,

 

al destierro de  puro aburrimiento,

 

nieve, CDs, un cigarro,

 

el yo poético pincha una rueda

 

y no lleva repuesto,

 

la infancia es un átomo que emite

la partícula ã hasta que morimos            

 

 

 

(fragmento de un poema-río en preparación; sin título)     

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

Clima húmedo

26 de diciembre de 2013 08:50:49 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Regresé del Sur hace unos años

Olvidé la humedad en un armario

Lo cerré a cal y canto,

igeramente desmemoriado.

 

Del aire seco hago ahora

riguroso calendario

que observo con atención

aunque el cierzo lo desmienta

de tanto en tanto.

 

Trastorno de la emoción

que me procura su soplo inesperado

confluencia de vientos sin gobierno

que descienden por el valle del Ebro

para morir en una esquina de Montevideo.

 

Pampero y cierzo

¿Ha sido mi destino estar sacudido

(tan luego)

por estos vientos?

 

Idéntica fase inicial,

la ráfaga intensa

descenso brusco de temperatura

el modo que tienen ambos de enervarnos

impaciencia del gesto con que los soportamos.

 

Mas luego aquel lejano Pampero llena de vapor el aire

asciende la presión atmosférica

se diferencia en húmedo o seco

y se pierde en nubes de polvo

o en la esperada lluvia,

en el mejor de los casos.

 

Éste

—el viento cercio de la Hispania Citerior descrita por Catón el Censor—

reseca el aire.

Lo dicen activo y animoso,

aunque irrita su persistencia

el duro quemar de las plantas su temprano brote.

Lo dicen perecedero, aunque el poeta David Mayor nos asegura

el cierzo “nunca huye:

a los días silba de nuevo por los ribazos,

depredador con la tez del desierto encima;

a limpiar las costumbres vuelve;

el itinerario de los viajeros cambia”.

 

Con los años lo prefiero

me aguza el ingenio el frío que provoca.

Lo siento en Zaragoza, lo respiro en Oliete

(¿Se llama esto integrarse o es pura resignación?)

 

Del clima húmedo añoro la empalagosa omnipresencia

de su agobio y cristales empañados

el sudor con que acompañó mi juventud de ventanas abiertas al Río–mar

el cuerpo desnudo sobre la sábana tibia del verano

el frío penetrante de un invierno de bombillas  callejeras

oscilando  en una esquina mal iluminada

donde se pierden amigos y recuerdos

y adonde acudo ahora buscando desentrañar su esencia

antes de que la niebla del olvido lo disuelva todo.

 

(De Clima húmedo, de próxima publicación)

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aínsa

Atrévete y sucederá

26 de diciembre de 2013 08:46:25 CET

Imagina la oscuridad.

El horror dispara sus minutos a la velocidad de la metralla.

Las sirenas crecen como aullidos de chacales,

los gemidos retumban entre los escombros, clavan sus esquirlas.

Imagina tus lágrimas como bayonetas,

desahuciadas de todo consuelo, de toda piedad.

Refugios rebosando de miedo, temblando de miedo

mientras los cadáveres elevan sus montañas,

mientras los bombarderos gotean constelaciones en las aceras.

Imagina el aire entrándote, invadiéndote de muerte.

Se pulverizan árboles y bibliotecas;

se desgarran cuerpos y muros,

se mutilan recuerdos y palabras;

se siembran minas, terrores y esqueletos de pájaros.

Imagina la orfandad de las cosas. El llanto de las cosas.

Imagina cómo los héroes se envuelven en capas escarlatas.

Cómo los verdugos despliegan alfombras escarlatas.

Cómo las víctimas se ahogan en manantiales escarlatas.

Y cómo el espanto, la venganza y el odio

ganan batallas en tu corazón sobrecogido.

Estás en medio del recinto inexpugnable del pánico.

Y eres tú quien orquesta los crímenes. 

Porque has sido tú.

Tú, que eres capaz de imaginar,

de sentir todo lo que imaginas,

de fabricar todo lo que sientes,

de construir realidades con los sueños

quién ha dado vida al horror.

Por eso, atrévete a cambiar la estructura

del  mundo

y donde dices temor di esperanza

porque las lágrimas también son de alegría.

Porque la sangre también es nacimiento.

Porque la belleza también es sobrecogedora

y el amor un potente estallido.

Por eso, atrévete.

Apacigua tu mente,

ilumina tus ojos,

imagina justicia.

Imagina consuelo.

Imagina bondad.

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

Crimen ejemplar. Homenaje a Max Aub

23 de diciembre de 2013 10:17:31 CET

Maté a la anciana porque se me hizo insoportable su presencia. Si lo sé, no le hubiera dicho que había abandonado mis estudios universitarios y que venía a la capital a buscarme la vida. Todo me pasó por tratar de ser atento, por condescender a su insoportable locuacidad. También fue mala suerte que me hubiera correspondido sentarme a su lado, y que no quedase ni una plaza libre en el autocar. Así, ella no hubiera ido dándome la matraca con eso de que debía retomar mis estudios y aplicarme, que luego, cuando concluyese la carrera, lo tendría mucho más fácil para alcanzar una buena posición. Yo no sé en qué mundo vivía aquella vieja, ni qué puñetera posición podría alcanzar yo con mis estudios de Filología Clásica. El caso es que una y otra vez me ponía de ejemplo a sus propios hijos, que disfrutaban, según ella, de una envidiable posición. Y mientras me restregaba el éxito de sus vástagos, de vez en cuando se pasaba la lengua por las encías superiores, haciendo que su bigote, mal depilado y lleno de pliegues, ondulase como el lomo de un reptil. Lo que yo no acababa de entender, mientras me reconcomía por dentro, era cómo esos hijos, si de verdad les iba tan bien, no ponían a disposición de su madre un coche particular, con chófer y todo, en vez de hacerle recorrer el país en un vehículo proletario.

Como de costumbre, el autocar efectuó una parada técnica en un área de servicio. Ya habían bajado todos los viajeros y sólo quedábamos la vieja y yo: ella en el asiento del pasillo, revolviendo en su enorme bolso, y yo, mientras, acorralado en la butaca correspondiente a la ventanilla. Su demora se debía, según dijo, a que necesitaba echar mano de unas tijeras, aunque no me aclaró para qué demonios precisaba en aquel momento semejante utensilio.

Diez minutos después, el conductor, que ya se disponía a ocupar su asiento, la encontró espatarrada en medio del pasillo, con las dichosas tijeras hundidas en el gaznate. Según manifestaron algunos testigos, todavía agonizaba, pero poco se pudo hacer por ella. Si no fuese porque me retorcí el tobillo, al saltar aquella zanja, dudo que los de la Benemérita ?tan oportunos? me hubiesen echado el guante.

 

Zombi

Yo nunca quise ser enterrado. Me estremecía la idea de una muerte aparente y un posterior despertar bajo tierra. Imaginar la descomposición de mi cuerpo, al que siempre he cuidado y alimentado con esmero, tampoco me resultaba agradable. Y pensar, asimismo, que, en un futuro más o menos distante, arqueólogos, antropólogos, o cualquier otra especie de profanadores de tumbas, pudieran entretenerse removiendo mis huesos y especulando sobre su condición, me incomodaba una barbaridad.

Yo prefería que mi cuerpo fuera entregado sin contemplaciones al fuego  purificador y definitivo. Así lo he manifestado siempre. Y también, que mis cenizas fuesen aventadas a la orilla del bravo mar que me vio nacer. Pero mi repentino fallecimiento no me permitió dejar este asunto debidamente estipulado mediante el documento pertinente. Y la bruja de mi mujer, que conocía mis angustias mejor que nadie, llegado el momento nada hizo por que se cumpliera mi voluntad; al contrario, me encerró en esta húmeda y pútrida sepultura, adquirida a propósito para fastidiarme. A la muy zorra no le fue suficiente con verme muerto, y aún hoy continúa atormentándome. La pérfida, siempre que viene a traerme sus hipócritas flores ?suele hacerlo una vez al mes?, aprovecha para insultarme y para menoscabar al máximo mi orgullo. Por ejemplo, no hay visita en la que no me refiera de forma minuciosa los excesos sexuales que perpetra con sus jóvenes y vigorosos amantes, a los que recluta en los sitios más indecentes y sufraga con mis suculentos ahorros. Pero ella aún no se imagina el craso error que ha cometido no respetando mi anhelo. Aunque lo sabrá pronto: cualquier noche de éstas, cuando pase a visitarla.

 

Una aventura micológica

            El día anterior había llovido, así que, a media tarde, me puse la ropa y el calzado apropiados, tomé el bastón, la canastilla de mimbre y la navaja, y me fui al bosque próximo a mi domicilio a buscar setas.

                         Después de un comienzo infructuoso, detrás de unos arbustos descubrí una colonia inmensa, con magníficos ejemplares individuales (Lactarius deliciosus), pareados (Boletus aereus) y adosados (Boletus edulis). Su peculiar disposición, no sé por qué, me recordó a las macro urbanizaciones de hoy en día.

                         Inmediatamente, me arrodillé, navaja en ristre, dispuesto a apoderarme de los mejores especímenes; pero, antes de que pudiera echar mano a ninguno de aquellos hongos tan estupendos, del interior de los mismos comenzaron a salir seres diminutos: docenas y docenas de duendecillos y duendecillas. Por sus gestos y gritos amenazadores, rápidamente deduje que lo que pretendía aquella encolerizada marabunta era recriminar e impedir mi propósito recolector. Entonces salí corriendo despavorido y no paré hasta caerme por el terraplén del que, horas más tarde, fui rescatado ?con pérdida del conocimiento y traumatismos de diversa consideración? por una pareja de excursionistas que me trasladó hasta el hospital. Mis salvadoras, pues se trataba de dos chicas, fueron muy amables: durante el tiempo que estuve en observación, permanecieron siempre a mi lado, pendientes de mi evolución. Así y todo, algo en ellas me resultaba inquietante. Aunque no podía distinguirlas bien, porque soy miope y en el percance me había roto las gafas, cuando les mostré mi agradecimiento, las dos parecían bastante turbadas; me dio la impresión, incluso, de que sus mejillas adquirían, de repente, ese rubor tan atractivo que lucen las amanitas más deletéreas.

Escrito en Lecturas Turia por Fermín López Costero

Muerte de una ballena

23 de diciembre de 2013 10:04:24 CET

En pocos minutos se difundió la noticia: una ballena en Leme[1] y otra en Leblon[2]. Habían aparecido en la playa, de donde habían intentado salir sin conseguirlo. Eran descomunales a pesar de ser sólo crías. Todos fueron a verlas. Yo no. Corría el rumor de que llevaban ocho horas agonizando y de que habían intentado incluso dispararles, pero continuaban agonizando  sin morir.

Sentí horror ante lo que contaban y que tal vez no eran estrictamente hechos reales, pero la leyenda ya estaba formada alrededor de lo extraordinario que -¡por fin, por fin!- sucedía, porque por pura sed de una vida mejor siempre estamos esperando lo extraordinario, que tal vez nos salve de una vida contenida. Si fuese un hombre quien estuviese agonizando en la playa durante ocho horas lo santificaríamos, de tanto como necesitamos creer en lo imposible.

No, no fui a verla, detesto la muerte. Dios, ¿qué nos prometes a cambio de morir? Porque el cielo y el infierno ya los conocemos, cada uno de nosotros en secreto, casi en sueños, ya ha vivido un poco de su propio apocalipsis. Y de su propia muerte.

Aparte de las veces en que casi he muerto para siempre, cuántas veces en un silencio humano —que es el más grave de todos los del reino animal—, cuántas veces en un silencio humano mi alma agonizante esperaba una muerte que no llegaba. Y por escarnio, porque era lo contrario del martirio en el que mi alma sangraba, era entonces cuando el cuerpo más florecía. Como si mi cuerpo necesitase dar al mundo una prueba al contrario de mi muerte interna, para que ésta fuese aún más secreta. He muerto de muchas muertes y las mantendré en secreto hasta que llegue la muerte del cuerpo, y alguien, al darse cuenta, diga: ésta, ésta ha vivido.

Porque de aquél que más siente el martirio es de quien se podrá decir: éste, sí, éste ha vivido.

Lo más extraño es que cada vez que era sólo el cuerpo el que estaba a punto de morir el alma no lo sabía. La última vez que mi cuerpo casi murió, como ignoraba lo que sucedía, sentía una especie de rara alegría, como si me hubiese liberado por fin mientras el cuerpo dolía como el Infierno. Una de las veces sólo me lo dijeron cuando ya había pasado: había estado tres días entre la vida y la muerte y los médicos sólo podían garantizar que harían todo lo posible. Y yo tan inocente de lo que estaba pasando que me parecía extraño que no me permitiesen recibir visitas. Pero yo quiero visitas, decía, me distraen del dolor terrible. Y a todos los que no obedecieron a la placa “Silencio”, a todos los recibí, gimiendo de dolor, como en una fiesta. Me había vuelto habladora y mi voz era clara, mi alma florecía como un áspero cactus. Hasta que el médico, realmente muy enfadado y en un tono cortante, me dijo: una visita más y le daré el alta tal como está. “Tal como estaba” lo desconocía, nunca durante esos días noté que estaba a las puertas de la muerte. Me parece que vagamente sentía que, mientras sufriese físicamente de una manera tan insoportable, tenía la prueba de que estaba viviendo al máximo.

Recuerdo ahora cuando al mirar una vez un crepúsculo interminable y escarlata también yo agonicé con él lentamente y morí, y la noche vino hacia mí cubriéndome de misterio, de insomnio clarividente y, finalmente, por cansancio, sucumbí a un sueño que completaba mi muerte. Y cuando desperté, me sorprendí dulcemente. En mis primeros ínfimos instantes despierta pensé: ¿entonces cuando se está muerto se conserva la conciencia? Hasta que el cuerpo, acostumbrado a moverse automáticamente, me hizo hacer un gesto muy mío: el de pasarme la mano por el pelo. Entonces comprendí con asombro que mi cuerpo y mi alma habían sobrevivido. Todo esto –la seguridad de estar muerta y el descubrimiento de que estaba viva— todo esto no duró, creo, más de dos ínfimos segundos o tal vez aún menos. Pero que de hoy en adelante todos sepan a través de mí que no estoy mintiendo: en menos de dos segundos se puede vivir una vida y una muerte y de nuevo otra vida. Esos dos ínfimos segundos como forma de contar toscamente el tiempo deben de ser la diferencia entre el ser humano y el animal, así como Dios tal vez cuente el tiempo en fracciones de siglo de los siglos. Quién sabe si Dios cuenta nuestra vida en términos de dos segundos: uno para nacer y otro para morir. Y el intervalo, Dios mío, tal vez sea la mayor creación del Hombre: la vida, una vida. Me acuerdo de un amigo que hace pocos días citó lo que uno de los apóstoles dijo de nosotros: vosotros sois dioses.

Sí, juro que somos dioses. Porque yo también he muerto ya de alegría muchas veces en mi vida. Y cuando pasaba esa especie de gloriosa y suave muerte me sorprendía de que el mundo continuase a mi alrededor, de que hubiese una disciplina para cada cosa, y de que yo misma, empezando por mí, tuviese mi nombre y hubiese ya entrado en la rutina: pensaba que el tiempo se había parado y que los hombres súbitamente se habían inmovilizado en medio del gesto que estaban haciendo, mientras que yo había vivido una muerte por alegría.

No fui a ver la ballena que estaba muriendo realmente al lado de mi casa. Muerte, te odio.

Mientras tanto las noticias mezcladas con la leyenda corrían por el barrio de Leme. Unos decían que la ballena de Leblon aún no había muerto pero que su carne cortada en vida se vendía a kilos porque la carne de ballena era muy buena para comer y era barata, eso es lo que corría por el barrio de Leme. Y yo pensé: maldito sea aquél que coma por curiosidad, sólo perdonaré a los que tienen hambre, aquella hambre antigua de los pobres.

Otros, en el umbral del horror, contaban que también la ballena de Leme, aunque todavía viva y jadeante, había sido cortada a kilos para ser vendida. ¿Cómo creer que no se espera ni a la muerte para que un ser se coma a otro ser? No quiero creer que alguien tenga tan poco respeto a la vida y a la muerte, nuestra creación humana, y que coma vorazmente, sólo por ser una exquisitez, aquello que aún agoniza, sólo porque es más barato, sólo porque el hambre humana es grande, sólo porque en realidad somos tan feroces como un animal feroz, sólo porque queremos comer de aquella montaña de inocencia que es una ballena, así como comemos la inocencia cantante de un pájaro. Iba a decir ahora con horror: antes que vivir así prefiero la muerte.

Y no es exactamente verdad. Soy una feroz entre los feroces seres humanos, nosotros, los simios de nosotros mismos, nosotros los simios que soñaron con volverse hombres, y ésta es también nuestra grandeza. Nunca alcanzaremos en nosotros al ser humano: la busca y el esfuerzo serán permanentes. Y quien logra el casi imposible aprendizaje de Ser Humano, es justo que sea santificado.

Porque desistir de nuestra animalidad es un sacrificio.

 

(Fragmento del libro Aprendiendo a vivir, de Clarice Lispector, que traducido por Elena Losada, fue editado por Siruela)



[1] Barrio de Río de Janeiro donde vivía Clarice Lispector.

[2] Otro barrio de Río de Janeiro.

Escrito en Lecturas Turia por Clarice Lispector

Once poemas de Marcel Proust

20 de diciembre de 2013 09:09:27 CET

La poesía persiguió a Marcel Proust a lo largo de toda su vida; pero, si empezó escribiendo y publicando en alguna revista durante sus años de estudiante, no tardó en derivar hacia la narrativa, que en sus inicios quedó marcada por esos afanes líricos. Y en su primer libro, recopilación de relatos, no duda en incluir, no sólo ocho poemas dedicados a pintores y músicos, sino textos que más que relatos son poemas en prosa en la estela de Baudelaire. Ese primer libro editado en 1896, Los placeres y los días[1], viene envuelto por el aura de fin de siglo que acaba de contemplar la disolución del simbolismo y se adentra por una de sus derivaciones: un modernismo difuso del que va a librarse la rigurosa experimentación de Stéphane Mallarmé. El autor de Un coup de dés ejercerá sobre Proust una influencia que va más allá y más acá de la poesía: alguno de sus poemas actúa sobre su vida personal –en 1914, por ejemplo, promete a Alfred Agostinelli regalarle un aeroplano en el que hará grabar el soneto «Le Cigne»–, y sobre su obra mayor, A la busca del tiempo perdido, donde el Narrador trufa sus cartas con fragmentos de ese poema citado, de «Le vierge, le vivace et le bel aujourd’hui[2]» y de «M’introduire dans ton histoire».

Sin embargo, el espíritu mallarmeano no dejará rastro alguno en los versos de Proust: después de pensar durante su adolescencia que la poesía era su vocación literaria, no tarda en convertirla en herramienta social en aquel mundo parisiense de salones aristocráticos en los que la literatura desempeñaba un papel decorativo: lecturas en casa de la pintora floral por excelencia del período, Madeleine Lemaire, donde el recitado solía correr a cargo de su amigo y músico Reynaldo Hahn, pues el propio Proust reconocía su falta de talento rapsódico; poemas para amigos con el fin de celebrar algún acto –escojo en la selección, por ejemplo, el que destina a celebrar a Jeanne Pouquet por su interpretación del papel de Cleopatra en una revista–, devolución de odas, apuntes burlescos, irónicos o satíricos… la poesía, en fin, como ejercicio de integración en una «buena sociedad» donde citar versos propios o ajenos suponía un juego de esgrima para el ingenio con el que entretenía sus ocios el mundo aristocrático en el que Proust eligió vivir. En sus casi treinta volúmenes de correspondencia puede apreciarse la cita constante que hace de poemas, y su poderosa memoria para todo tipo de versos, buenos o malos, perfectos o ripiosos, sacados de libros de los siglos XVII-XIX o de revistas de teatro, con algunos de cuyos autores (Meilhac y Halévy) mantuvo estrechas relaciones de amistad personal.

Por otro lado, Proust reflexionó sobre la poesía, no sólo con apuntes («La creación poética») o con el breve ensayo «Contra la oscuridad» de los jóvenes poetas, sino en un largo artículo sobre el autor de Las flores del mal, «A propósito de Baudelaire»[3], comparable por la agudeza de su visión al que quizá sea su mayor aportación filológica, el destinado al autor de Madame Bovary, «A propósito del “estilo” de Flaubert»; es ahí donde puede encontrarse el olfato para la poesía de Proust, y no en los encendidos elogios que dedica a poetas menores, pero amigos, como la condesa de Noailles o Robert de Montesquiou, y que se corresponden con su sentido de la familiaridad y las relaciones sociales.

Pasados el liceo, la adolescencia y el servicio militar[4], Proust se decide por la novela subrayando la diferencia entre ambos oficios: la esencia misma del poeta estriba en lo que tiene «de singular, de inexplicable», mientras que el prosista «saca su inspiración de la realidad»: «Por eso vemos que los poetas desprecian escribir, por notables que sean, sus ideas sobre tal o cual cosa, sobre tal o cual libro, no tomar nota de las escenas extraordinarias a las que han asistido y de las palabra históricas que han oído pronunciar a los príncipes que han conocido, cosas sin embargo interesantes en sí mismas».

Es en los poemas iniciales donde Proust busca en la poesía un cauce para la expresión de sentimientos o la descripción de una situación anímica personal., y entre ellos he escogido los que pertenecen, en mi opinión, a esa corriente lírica finisecular en la que se integran y son comprensibles. En la obra posterior sus poemas son puro juego social y fruto de circunstancias: burlas, ironías, elogios, ponderaciones, imitaciones, pastiches de poetas amigos, expresión de afectos…

Si Proust no publicó en libro más que los poemas en verso y en prosa que figuran en Los placeres y los días, si algunas revistas de escasa difusión también recogieron algunos poemas, y si, a raíz de su muerte, siguieron apareciendo otros gracias a la aportación de los destinatarios que poseían manuscritos, no fue hasta 1982 cuando se recogieron en su totalidad en el volumen Poèmes; Claude Francis y Fernande Gontier[5] hicieron acopio de todos los textos encontrados en los archivo de Suzy Mante-Proust, sobrina del escritor, extraídos de revistas o de la correspondencia del autor. Textos en ocasiones con términos de lectura confusa, dada la difícil escritura proustiana, y que ofrecen en ciertos casos algunas variantes respecto a la publicación en libro o en revista; en la casi totalidad de los poemas, la puntuación apenas si existe en la pluma de Proust; no he respetado este aspecto, pero he intervenido lo menos posible en la puntuación, sólo cuando el sentido podía resultar dañado por esa carencia de los originales.

 

Marcel Proust

CONTEMPLO A MENUDO EL CIELO DE MI MEMORIA

 

Todo lo borra el tiempo como las olas borran

Los trabajos infantiles sobre la allanada arena

Habremos de olvidar estas palabras tan precisas, tan vagas,

Tras las que el infinito sentimos cada uno.

 

Todo lo borra todo el tiempo mas no apaga los ojos

Sean de ópalo, de estrella o de agua clara;

Bellos como en el cielo o en un lapidario

Para nosotros arderán con fuego alegre o triste.

 

Unos, joyas robadas de su vivo joyero,

A mi corazón lanzarán sus duros reflejos de piedra

Igual que un día en que engastados, sellados en el párpado,

Brillaban con un fulgor precioso y frustrante.

 

Otros, dulces fuegos robados también por Prometeo,

Chispa de amor que brillaba en sus ojos

Y que para nuestro amado tormento hemos llevado,

claridades demasiado puras o joyas demasiado preciosas.

 

Constelad por siempre el cielo de mi memoria

Inextinguibles ojos de aquellas que amé.

Soñad como los muertos, fulgid como aureolas,

Como una noche de mayo brillará mi corazón.

 

Borra como una bruma el olvido los rostros,

Los gestos adorados en otro tiempo a lo divino,

Por quien locos estuvimos, por quienes fuimos sensatos,

Fascinación del error y símbolos de fe.

 

Todo lo borra el tiempo, la intimidad de las noches,

Mis dos manos en su cuello como la nieve virgen

Sus miradas que acarician como un arpegio mis nervios

Mientras sobre nosotros sus incensarios la primavera agita.

 

Otros, los ojos sin embargo de una mujer alegre,

Así como las penas eran vastos y negros.

Espanto de las noches, de las tardes misterio,

Entre esas mágicas cejas estaba su alma toda.

 

Y su corazón era vano como una mirada alegre.

Otros, como el mar tan cambiante y tan dulce,

Nos extraviaban hacia el alma en sus ojos hundida

Como en esas tardes marinas a que lo ignoto nos empuja.

 

Sobre tus claras aguas navegábamos, mar de los ojos.

Henchía el deseo nuestras tan remendadas velas.

Y las tempestades pasadas olvidando, partíamos

Sobre las miradas para descubrir las almas.

 

Tantas miradas diversas, las almas tan parejas,

Qué decepción para nosotros, viejos prisioneros de los ojos.

Habríamos debido quedarnos a dormir bajo la pérgola.

Pero os habríais marchado igual de haberlo sabido todo.

 

Para tener en el corazón estos prometedores ojos

Como un mar de atardecida que sueña con el sol

Inútiles gestas habéis realizado

Para alcanzar el país soñado que, bermejo,

 

De éxtasis gemía más allá de las verdaderas aguas

Bajo el arca sacrosanta de una nube que creíamos profética,

Pero es dulce tener para un sueño estas heridas,

Y vuestro recuerdo como una fiesta fulge.

 

En mi cabeza tuve un achacoso pájaro extraño

Que mejor cantaba que las fuentes, que los bosques

—Cuyas solemnes voces sin embargo amábamos —,

Pájaro melancólico y a veces risueño.

 

Debía tenerlo por su fragilidad bien cerrado

Contra el frío y el aire sucio y lluvioso de las ciudades.

Entre flores junto al fuego rutilante se quedaba

Cuando el invierno desplegaba sus desolados escenarios.

 

Pero, ¡ay!, abrí demasiado la ventana y la puerta,

Buscando la acción, el placer, palabras oscuras:

Alguien había entrado, mortal a sus ojos puros.

¿Quién, pues, había entrado? El amado animal murió.

 

¿Quién era el pájaro? ¿Qué celeste llama

Se apagó, me abandonó por el sol?

Algunas veces, despertando sobresaltado del sueño

Que es nuestra vida, me digo: «Era mi alma».

 

El pájaro sagrado es nuestro poeta, nuestra alma

El alma es poesía. ¡El pájaro, ay, enmudeció!

Sonámbulos lamentos acariciados o heridos

¿Hacia qué meta corremos olvidando nuestra alma?

 

Sobre una señorita que encarnó esa noche a la reina Cleopatra, para mayor turbación y futura condenación de un joven que estaba presente[6].

Y sobre la doble esencia metafísica de la citada señorita

 

Tan bella como usted fue quizá Cleopatra,

Pero le faltaba el alma: sólo era el cuadro,

Inconsciente guardián de una gracia inmortal

Que sin haberla comprendido materializa la Belleza.

 

Así es aún el cielo en su gris armonía,

Tan triste y cansado que nos haría llorar:

Expresa la duda y la melancolía

¡y no las siente!

 

A la reina egipcia ha destronado usted

Que es a la vez el artista y la obra de arte.

Tan profunda es su mente como su mirada,

Y sin embargo ninguna belleza la de la reina igualaba.

 

Olía su pelo bien como las flores del campo;

Me habría gustado ver brillar sobre su carne tan amada

El largo desarrollo de las perfumadas trenzas.

Como un cántico era lenta y dulce su palabra,

 

En un fondo de nácar húmedo brillaban sus pupilas,

Y el cuerpo detenía ella en poses lánguidas…

Ha destronado usted a la reina del Cidno.

 

Es usted una flor y es usted un alma.

No habitaba su frente ceñida de loto pensamiento alguno,

Y esto no era ya tan gracioso para una mujer.

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

El encanto tienes de un patio de bonito monasterio.

Entre los blancos arcos azul marino es el cielo .

Qué delicia pasar allí los cálidos días somnolientos

Bajo un grácil pilar, beber al fresco y callarse.

 

Mañana, lo sé bien, una vez solitario,

Iré desvariando hacia palacios turbadores;

Mas hoy tu encanto es mi amigo; las lentas

Miradas de tus ojos malva son todo para mí en este mundo.

 

Tu frente no encierra en su escasa blancura

La infinita sombra de donde brotará la luz,

Sin embargo te amo extrañamente, oh querida cabeza.

 

Cuando a tu clara risa mi corazón ya no palpite

Quizá me ruborice todavía pensando en la dulzura

Que hubiera sentido quedándome agazapado en tu corazón

 

Como en el claro patio del exquisito monasterio…

 

Si harto de haber sufrido, y más harto de haber amado,

Después de haberme con sus lejanías encantado,

En torno a mí cierra la vida su monótono círculo,

Y mi sueño al sentir su horizonte cerrado

Melancólicamente se repliega y se asombra,

Escuchando al conmovedor otoño quién sabe

Si ahoga un sollozo o si retiene un canto

Tan austero como la hora y como ella equívoco.

Mi corazón sin saberlo salvaba un recodo.

 

Dejad llorar mi corazón en vuestras manos cerradas

El cielo descolorido lentamente se marchita

La flor de tus ojos claros como un sosiego

Sobre mi corazón reclina sus encantadas corolas.

 

Sean tus rodillas para mí lecho de paz;

Que me vistan tus miradas, tendré calor de noche

Y tu aliento, mágico vigilante, alejará

Todo lo que ensucia y burla y ofende.

 

Negros son el puerto, los campos; tras el día burlón

Llega la consoladora noche húmeda de lágrimas,

Y derritiendo de dulzura la bruma disipada,

El ardor de tu deseo en mi corazón se enciende.

 

Sobre este cuchillo normando decide tu retiro,

Guerrero demente, o tu, pobre amante envejecido

Ven, entre los calmos pinos, a la cima

Desde donde verás el mar oscuro y el pálido cielo.

El viento marino se mezcla aquí al olor de las frondas

Y la leche. Entre dos finas ramas verás

Cabecear una barca y en noches tan hermosas

Soñarás mucho tiempo con carreras de velas

Hacia la invisible lejanía remoto de aguas lamentables

Y de frustrados retornos a puertos melancólicos;

Del retorno de los barcos en la tardes magníficas,

Lujo y miseria y este sollozo: tu canto

Entre las pompas del poniente

O en el arco triunfal de estos cielos gloriosos.

¿No eres el vencido que al carro de gloria sigue

Y que ha de morir y llora?

Pero el mar no calla su lamento en armonía

Con el tuyo;

Y de esa armonía nacerá la calma.

En medio de los frescos ramos, y como si fueran palmas,

Reúne en el melancólico puerto tus esperanzas.

 

Si la mujer estúpida o detestable es bella

Acuérdate de una para que tu enojo reviva.

Su corazón de ceniza estaba en un cuerpo de flores.

En una lánguida belleza azul y lastimera

Sus ojos de los crímenes de su corazón se arrepentían.

Su cuerpo, rica armonía que ella no entendía,

Cantaba como un verso de lento y ágil rimo

Haciendo pensar en un arte sutil y poderoso

Pero ¿si hubiera preferido otra estética? ¿Cuál?

¡Arded, antorchas! La mujer, olivo o basalto,

No miente por la duración en que la llama vibra.

Antorchas de gloria entre las hogueras de amor,

No sois el orgullo que finge el amante

Para igualar su placer a su única idea.

Que los sabios os dejen vuestra gloria:

Tal una noche sin nube, una mujer sin velo

—¡Pues la Lorelei, aunque obesa, es estrella!—

Hombre, la fe te eleva o el amor te prosterna:

Que tu pupila brille cual astro o cual un agua se apague

Y así no niegue el deseo de una fuente eterna.

 

Para la revista Lilas

A reserva de ulterior destrucción

 

A mi querido amigo Jacques Bizet

 

Quince años. 7 de la tarde. Octubre

 

El cielo es de un violeta oscuro marcado por manchas relucientes. Todas las cosas son negras. Aquí las lámparas, horror de las cosas usuales.

Me oprimen. La noche que cae como una tapadera negra cierra la esperanza, abierta de par en par al día, de escapar. Aquí el horror de las cosas usuales, y el insomnio de las primeras horas de la noche, mientras sobre mí suenan valses y oigo el irritante ruido de las vajillas removidas en una estancia vecina… 

 

Diecisiete años. 11 de la tarde. Octubre.

 

La lámpara ilumina débilmente los ángulos sombríos de mi cuarto y pone un gran disco de viva luz donde entran mi mano, de repente ambarina, mi libro, mi escritorio. En las paredes azulean delgados hilillos de luna que han entrado por la imperceptible separación de las rojas colgaduras. Todo el mundo se ha acostado en el gran piso silencioso… — Entreabro la ventana para ver de nuevo por última vez la dulce cara leonada, muy redonda, de la luna amiga. Oigo algo así como el aliento fresquísimo, frío, de todas las cosas que duermen –el árbol de donde rezuma la luz azul–, de la bella luz azul que a lo lejos, en un entresijo de calles, transfigura, como un paisaje polar eléctricamente iluminado, los adoquines azules y pálidos. Por encima se extienden los infinitos campos azules donde florecen frágiles estrellas… — He cerrado la ventana. Me he acostado. Mi lámpara, en una mesilla al lado de mi cama, en medio de vasos, de frascos, de bebidas frescas, de librillos preciosamente encuadernados, de cartas de amistad o de amor, ilumina vagamente en el fondo mi biblioteca. ¡La hora divina! A las cosas usuales, como a la naturaleza, las he hecho sagradas por no poder vencerlas. Las he revestido con mi alma y con imágenes íntimas o espléndidas. Vivo en un santuario, en medio de un espectáculo. Soy el centro de las cosas y cada una me procura sensaciones y sentimientos magníficos o melancólicos, que disfruto. Ante los ojos tengo visiones espléndidas. Se está bien en esta cama… Me duermo.

 

Pálidos, como en las porcelanas preciosas se ve

El sueño de un mar opalino junto a Yuldo,

Abril sonreiría en un fino canal de agua

Dulcísima con el tono claro de las japonerías,

Un pálido manzano deshojaría

(En este país está el adorable absurdo permitido)

El delicado tesoro de sus amados pétalos.

Centellearía encima un vuelo de falenas blancas

De un matiz exquisito y tierno de satén;

En el cielo languidecerían las rosas matutinas.

 

Lunes a la una

 

La insensibilidad de la naturaleza toda

Parece así colmar de nuestros corazones el vacío.

Decepcionante juego de la ciega materia

En el ópalo y el cielo y los ojos donde, victorioso

Y alternativamente herido, soñar parecía el amor.

La forma de los cristales, el pigmento de las pupilas,

Y el espesor del aire nos engañan sucesivamente,

Tratando de engañar nuestros dolores eternos

Con la naturaleza, y la mujer, y los ojos;

Y la delicadeza del azul pálido

Es una mentira en el ópalo

Y en el cielo y en tus ojos.

 



[1]          Véase mi edición: Los placeres y los días, Editorial Valdemar, 2006. Los poemas a pintores y músicos figuran en las páginas 137-143.

[2]                     Marcel Proust, A la busca del tiempo perdido, trad. M. Armiño, Editorial Valdemar, 2000-2005, t. III, pág. 386-387.

[3]          Contre Sainte-Beuve, précédé de Pastiches et mélanges et suivi de Essais et articles, Gallimard, Pléiade, 1971. Los textos citados figuran en las páginas 412, 390 y 618 respectivamente.

[4]          El poema «Como en el claro patio del exquisito monasterio…», recogido en la selección, está escrito en 1890, durante su voluntariado en Orleáns.

[5]          Cahiers Marcel Proust, 10, Éditions Gallimard, París, 1982.

[6]          El poema está dedicado a Jeanne Pouquet (1874-1961), que recitaba en una revista el papel de Cleopatra. A los dieciséis años, soportó de mala gana el «acoso» de Proust. Según Jeanne, en el amor del Narrador por Gilberte en A la busca del tiempo perdido «encuentro casi palabra por palabra las evocaciones de su amor por mí». Se casó con Gaston Arman de Caillavet (1869-1915), amigo de Proust desde 1890, que hizo carrera como autor dramático, hoy olvidado; su muerte en el frente durante la Primera Guerra Mundial afligió mucho al narrador, que también se enamorará platónicamente de la hija de ambos hacia 1910, Simone Arman de Caillavet, donde aparece convertida en «Estatua de mi juventud» y sirve al Narrador de acicate para escribir antes de que sea demasiado tarde y no pueda terminar su libro (A la busca del tiempo perdido, III, 893-894). Simone terminó casándose en segundas nupcias con André Maurois.

Escrito en Lecturas Turia por Mauro Armiño

Hernandiana

19 de diciembre de 2013 13:30:00 CET

Miguel Hernández es un escritor tan insólito que ni siquiera lo parece, y a menudo nos cuesta hacernos cargo de sus peculiaridades, más allá del pintoresquismo del poeta pastor o de su ignominiosa muerte en la cárcel. Ciertamente, se trata de alguien de origen popular, cuando las barreras de clase aún eran muy operativas. Pero lo que singularizó su trayectoria fue que la encarrilase asimilando las tradiciones más cultas (Góngora, Quevedo, Calderón) o las vanguardias más complejas (Gómez de la Serna, el ultraísmo, el surrealismo de Aleixandre, la poesía impura de Neruda). Y no para quedarse en ellas, sino para rehumanizarlas, desandando el camino hasta hacerlas asequibles a todos.

Uno de los muñidores de la llamada Generación de 1927, Dámaso Alonso, pretendió neutralizar tan peculiares coordenadas unciéndolo al equívoco de “genial epígono” de dicho grupo. Otros, más atentos a la cronología, han preferido adscribirlo a la promoción de 1936, aquella cuya obra queda a caballo entre el antes y el después que marca la guerra civil (cuando, en su caso, no puede decirse que hubiera un después). Aunque tanto da. Claro que mantiene vínculos con unos y con otros. Su relación con los escritores que le preceden es clara. De ellos toma elementos creacionistas (en particular, de Gerardo Diego), gongorinos (mucho menos de lo que suele decirse), neopopularistas, surrealistas, etc. Pero su impronta no supera los débitos respecto a Juan Ramón Jiménez, Ramón Gómez de la Serna o Gabriel Miró.  Y el núcleo de su etapa de maduración es típico de la década de los treinta: el rumbo que debe tomarse tras la fase resolutiva de las vanguardias, que en su caso se saldó con la integración en discursos estéticos de orden neorromántico, expresionista, neobjetivista, neocasticista o más comprometidos desde el punto de vista político.

Lo que lo hace irrepetible hay que buscarlo en otros factores. Tampoco el injerto de lo culto y lo popular resulta raro en latitudes ajenas (en las nuestras es tan habitual que ha podido ser considerado una constante). Sólo que no siempre resulta convincente. Cuando se hace de arriba abajo corre el peligro de caer en la demagogia y el reduccionismo paternalista. Y cuando se acomete de abajo arriba tampoco escasea el quiero y no puedo. El poeta culto cree hablar el lenguaje del pueblo poniéndose soez, y el popular se supone culto echando mano del rebuscamiento y el diccionario. El resultado es una baldía tierra de nadie, el recíproco gangrenamiento por fricción.

Hernández ha sido víctima frecuente de este tipo de malentendidos. El cliché del poeta cabrero ha solido derivar hacia el encefalograma plano, incluso cuando se esgrimían las mejores intenciones. El caso más extremo fue aquella visión que proporcionaba a sus lectores un corresponsal inglés de la guerra civil española, al referirse como algo exótico a una especie de pastor semianalfabeto que había roto a componer versos en la trincheras poco menos que de un modo instintivo, urgido por el combate y el silbido de las balas.

Conviene cuestionar ese tópico, al que no fue ajeno el propio Hernández para captar la benevolencia de los intelectuales y otras gentes bien situadas que podían ayudarle, cuando quedó claro que la atmósfera republicana propiciaba un ambiente más abierto, más interclasista.

No ayudó a ello la cuarentena en la que fue sumida su obra, de la que sólo terminaron esgrimiéndose algunas piezas muy centradas en determinados tonos y registros. Cuando murió, con treinta y un años, apenas había publicado unas quinientas páginas. El franquismo redujo drásticamente ese acervo a las ciento sesenta que tenía El rayo que no cesa de Austral, a las que se añadió alguna antología. Hubo que esperar a los años 1950 para acercarse al medio millar de páginas de la edición de Aguilar. Y otra década más para que la argentina de Losada rozara el millar.

En el cincuentenario de su muerte, en 1992, las Obras completas de Espasa acrecentaron ese caudal en más de dos mil quinientas páginas. Y ahí ya surge otro escritor. Cuando se reconstruye su trayectoria paso a paso, la conversión ideológica cobra otro sentido. No procede ni de una "revelación", ni de tal o cual patrocinio, ni de la guerra civil, ni cualquier otro camino de Damasco. Se muestra como un proceso mucho más amplio y complejo, desarrollado a mitad de camino entre sus vivencias y su oficio de poeta, según las necesidades que le iba demandando la escritura.

Vista con perspectiva, hay una clara evolución desde una literatura de segunda mano a otra obtenida de forma directa de su entorno cotidiano, para luego categorizarla desde lo ascético y neocatólico, hasta concluir en algo mucho más objetual y matérico, que le permitirá la exaltación del amor y del trabajo, de la gente que se entrega a la tierra y a la fecundación. De ahí su rara coherencia, su credibilidad. No se estancó en el mero realismo socialista, aunque en alguna ocasión incurriera en él.

Considerado el conjunto de su obra --no sólo las quinientas páginas publicadas en vida del poeta, sino también las otras dos mil quinientas que dejó inéditas--,  lo que se observa en ese ingente tanteo de manuscritos es un quemar etapas y auscultar el idioma sin tregua, buscando una voz propia. Debutando en la poesía con uno de los libros más herméticos que se ha publicado en España, Perito en lunas (1933), tan complejo que ni siquiera los especialistas se ponen de acuerdo sobre el significado de muchas de sus composiciones. E irrumpiendo en el teatro con un auto sacramental neocatólico de insólito corte calderoniano, sustituyendo las viejas alegorías del pecado por las voces de los sindicalistas.

Esos cientos de manuscritos permiten rellenar los huecos, por muy diversos que se muestren. Están, por un lado, los cuadernillos de adolescencia, con una cuidada caligrafía de plumier, donde se advierten de inmediato los respectivos modelos usados como falsilla. Siguen los apresurados apuntes a lápiz, hechos seguramente sobre las rodillas o el zurrón de pastor, mientras cuida las cabras. Vienen luego los poemas cuidadosamente pasados a máquina, con una mecanografía lustrosa y oronda, añadiendo horas en la oficina del notario para que el trabajaba como pasante. Y después no hay reglas que valgan, desde los escritos de la guerra que llegan a mantener la urgencia de una crónica hasta los frágiles soportes de la etapa carcelaria, con una letra ya convulsa.

Sin embargo, y a pesar de su diversidad, cuando esos papeles se ordenan en la secuencia adecuada, se observa dónde el poeta se ha empleado a fondo, convocando todo su aprendizaje. Como sucede con el deslumbrante “Hijo de la luz y de la sombra”, del que se han conservado hasta seis extensos borradores. Quien desee saber el modo en que surgen sus versos, todo el laborioso proceso que le supusieron, debería rastrear ese ímprobo trabajo donde se aúnan un dominio del idioma que tuvo mucho de innato y una técnica adquirida en un incesante acopio, y adiestrada sin pausa.

El tiempo jugó en contra suya, no le permitió acometer en vida un proceso de depuración que, sin duda, habría llevado a cabo. Las circunstancias lo lastraron de un modo acuciante, dejando mucha ganga en su obra. Y eso ha podido transmitir una idea falsa de él. O, como poco, parcial. A veces esa mezcolanza de voces –casi cacofónicas-- se indujo con la intención de rescatarlo, como hizo en la posguerra el grupo de falangistas ilustrados o católicos más aperturistas, integrado por José María de Cossío, Rafael Sánchez Mazas, Dionisio Ridruejo, Luis Rosales, Antonio Tovar o Luis Felipe Vivanco. Algunos de ellos habían compartido con Miguel revistas de preguerra como Cruz y Raya o El Gallo Crisis. Y así consiguieron editar en Austral El rayo que no cesa (1936), pero apuntalado por las versiones anteriores de El silbo vulnerado. O avalado por los sonetos de Hernández a la Virgen y otros productos muy condicionados por su época, cuando las fuerzas conservadoras que tramaron la guerra civil se hallaban en una actitud defensiva contra la República.

También es cierto que cuando llegó el golpe de Estado del 18 de julio de 1936 y Miguel Hernández publicó hojas volanderas o versos de combate –cuya selección daría como resultado Viento del pueblo (1937)-- no le faltaron los reproches de los intelectuales republicanos. Y en revistas como Hora de España se le echó en cara que rebajase la calidad de su escritura.

Visto el quiebro final que experimentó su obra, cabe pensar que él mismo habría sabido sortear ese lastre, si hubiese contado con el tiempo y la perspectiva adecuados. Una inflexión que ya se observa en la etapa posterior a El hombre acecha (1939). Es decir, la que suele recopilarse bajo las denominaciones de Cancionero y romancero de ausencias y Últimos poemas.

A falta de esa mano suya, el lector avisado puede llevar a cabo la selección por sí mismo. Y lo que resulta es un poeta mucho más matizado que esa especie de trovero instintivo y retórico, arrastrado por su caudalosa estirpe levantina. Se le ofrecerá la otra cara, ese envés que no ha logrado traspasar el muro de equívocos cernido en torno suyo. Un escritor obsesivo, concienzudo y perfeccionista, que trabaja los versos una y otra vez, hasta llegar a la palabra justa, esa expresión feliz que se nos queda enredada en la memoria.

Ni que decir tiene que sus arranques distaban de encaminarse en una dirección tan clara. El Miguel Hernández anterior a su primer viaje a Madrid, a finales de 1931, dependía de modelos regionalistas como Gabriel y Galán o Vicente Medina, cuyas peculiaridades campestres y dialectales salpimentaban de costumbrismo unos recuelos que iban de Espronceda, Bécquer, Zorrilla u otros románticos a modernistas como Rubén Darío. Aquí o allá, asomaba alguna voluntariosa adaptación de los Machado. Y lo más moderno a lo que se llegaba era Gabriel Miró y, en lo pastoril los poemas de este registro de la Segunda Antolojía Poética de Juan Ramón Jiménez.

El medio año que pasó en la capital fue el primer gran giro que experimentó su obra. No sólo se trataba del salto de la clerical Orihuela al ambiente republicano que allí se respiraba, sino de los posromanticismos y modernismos a las vanguardias, que ya habían hecho balance de la su etapa “deshumanizada”, la de las dos primeras décadas del siglo, para promover en aquel inicio de los años treinta un rearme en todos los órdenes.

Una cita a la que él llega en 1933 con considerable retraso, a través de su primer libro de poemas, Perito en lunas. Quizá conviniera matizar que se incorpora tarde para la época, pero no de cara a su consumo interno. Debería haber bastado este escueto conjunto de cuarenta y dos octavas reales para postular este otro Hernández, el clasicista, contenido y de palabra embridada, más cercano a Jorge Guillén, Paul Valéry o el nocentisme dorsiano que al barroquismo posterior. Algo que no debe extrañar, porque sabemos que traduce del francés algunos autores que cubren el arco post-simbolista que arranca con Mallarmé. Y los manuscritos dan fe de cómo brega con esa opaca materia verbal, así como su esforzada mecánica de trabajo, auxiliándose con un diccionario de la rima, el de la Real Academia Española y otro de mitología. Sin embargo, como ese Miguel no encajaba con la posterior imagen canónica, la contradicción se zanjó escribiendo que se mentía a sí mismo al seguir ese camino. Nada más lejos de la verdad. Basta con comparar sus composiciones antes y después de este filtro depurador.

Como propugna su amigo y mentor Ramón Sijé en el prólogo de Perito en lunasparafraseando la poesía pura del abate Brémond, pero también a Baudelaire, José Bergamín y Ortega y Gasset—, en sus páginas se promueve una poesía que rehuye a ciencia y conciencia el nombre cotidiano de las cosas. Estas ya no valen bajo su vestidura habitual, gastada por el uso. Los objetos deben ser abordados por el dorso y explorados a través de otras facetas poco o nada frecuentadas.

Verdad es que a Miguel se le fue la mano en el hermetismo y la pirotecnia metafórica. Sus octavas reales se asientan sobre unas estructuras tan cerradas, están tan armadas y trabadas con su andamiaje de viñetas que a menudo resultan impenetrables. Pero le mostraron a su autor una lección que nunca olvidará: la verdadera poesía es capaz de transmutar el mundo porque puede averiguarlo de otro modo. Y si su instrumental está lo suficientemente afinado no son los objetos o los temas lo que cuenta, sino el modo de acometerlos y manifestarlos.

A partir de ahí, su pequeño huerto oriolano será todo un cosmos, y su experiencia de pastor la puerta a una Naturaleza metamorfoseada. Ya no necesita situaciones preestablecidamente poéticas para componer sus versos (leyendas moriscas, pasionales melodramas campesinos a lo Blasco Ibáñez, crepúsculos,  nenúfares…). Habrá un crecimiento hacia adentro a partir de lo más cotidiano, capaz de redimir la dura realidad a la que debe enfrentarse a diario.

No obstante, desde el punto de vista práctico, ese libro inicial fue un absoluto fracaso. Apenas le supuso reconocimiento alguno. Y seguramente fue uno de los factores que explican la disponibilidad a merced de la cual queda alguien que sólo cuenta con veintitrés años y ningún apoyo dentro de casa. Todo lo contrario: su padre será uno de sus más firmes detractores. Y ahí es donde entra la figura tutelar de Ramón Sijé, más maduro intelectualmente, a pesar de contar con tres años menos que Miguel.

El poeta ya estaba en esa órbita. No debe olvidarse que Perito en lunas  lo había financiado Luis Almarcha, canónigo de la catedral de Orihuela. Ni que apareció en las ediciones del periódico La Verdad, de Murcia. De modo que no debe extrañar que en esta tesitura sea apadrinado por algunas facciones del nuevo catolicismo español, como la que abanderaba José Bergamín. Éste y Sijé explican los modelos de la poesía pura, San Juan de la Cruz o Calderón, de donde surgen entre 1933 y 1935 el ciclo de los Silbos y el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras.

Sólo que Miguel era demasiado poeta para que le satisficiesen las directrices meramente ideológicas. Siempre pesaron más los modelos literarios. Decisivo fue al respecto Ramón Gómez de la Serna, cuyo ejemplo incidió tan de lleno en su matriz creadora que muy a menudo los borradores de sus poemas empiezan siendo una colección de greguerías, apuntes sueltos, esbozos de metáforas que poco a poco van articulándose, y encajan hasta cobrar la peculiar textura hernandiana.

Esta influencia se advierte de lleno en su obra de teatro El torero más valiente. Por un lado, por gravitar sobre ella la novela El torero Caracho (1926) de Gómez de la Serna. Pero también porque éste aparece como uno de los personajes, y de tanto en tanto dictamina, comenta, propone y tercia a la hora de trasladar a la literatura lo que va sucediendo ante ellos: “He aquí la realidad –viene a decir--; y véase el modo de enunciarla por escrito”.

Estamos inmersos, de lleno, en la etapa más compleja, muy difícil de desglosar: la que media entre 1933 y 1936, entre su primer y segundo libro de poemas, el trayecto entre Perito en lunas y El rayo que no cesa. Hay que hilar muy fino para acotarla, por la simultaneidad de estímulos a los que se atiende, en frentes tan diversificados como los versos, la prosa o el teatro. Seguramente cabe separar el primer Silbo vulnerado y el auto sacramental (compuestos entre 1933 y 1934, bajo la tutela de Ramón Sijé), de El torero más valiente y el segundo Silbo vulnerado (1934-1935), ligados a la Escuela de Vallecas y la relación con Bergamín, Cossío, Aleixandre, Neruda y Raúl González Tuñón. Con estos últimos se entraría ya en la etapa de la poesía impura y el compromiso político de izquierdas que a lo largo de 1936 le conduce a la etapa bélica. Y la transición bien podría marcarla la pieza dramática El labrador de más aire.

Para complicar aún más las cosas, las influencias no le llegan sólo desde las letras, sino también del mundo plástico, a través del grupo integrado por artistas como los pintores Benjamín Palencia y Maruja Mallo o el escultor Alberto Sánchez, absolutamente decisivos para los logros de El rayo que no cesa. Y sobre las cuales se asienta la otra gran mutación del poeta, que se matizará y llegará a buen puerto gracias al magisterio añadido de Vicente Aleixandre y Pablo Neruda. De modo que su transformación ideológica no deriva de la coyuntura de la guerra civil, sino de este eslabonado, cuyas pautas van apareciendo con relativo orden y concierto.

El rayo que no cesa clausura en 1936 el tono espiritualista de los Silbos y el clasicismo que Hernández venía manteniendo desde tres años atrás, para ser sustituido por la técnica parasurrealista, el verso libre, imágenes visionarias, enumeraciones caóticas y toda una nueva iconografía que resulta de su contacto con estímulos más modernos y un compromiso social que le llevará hasta el comunismo. De manera que –conviene insistir-- cuando estalla la guerra civil ya se han producido en él todos los cambios que le permitirán estar a la altura de aquellas graves circunstancias. Y ese proceso, puesto en limpio, contrastado con la realidad de las trincheras, es el que da como resultado todo el ciclo de Viento del pueblo.

Ahora lo público y lo privado se interpenetran hasta hacerse inseparables en los mejores momentos, como sucede con poemas como “Las abarcas desiertas”, “El niño yuntero” o la “Canción del esposo soldado”. Las dos primeras remiten a la propia biografía de infancia y adolescencia, mientras que en la segunda ya se dibuja uno de los más persistentes elementos de continuidad a partir de este momento: la experiencia de la paternidad. Porque el 19 diciembre de 1937, mientras participa en la batalla de Teruel, nace su hijo Manuel Ramón, y pide permiso para ir a verlo de inmediato, llevando consigo los primeros ejemplares de Viento del pueblo.

La muerte del niño a los diez meses de vida da lugar a composiciones como "Era un hoyo no muy hondo" y "Te has negado a cerrar los ojos, muerto mío", así como otras que irán engrosando su libro póstumo Cancionero y romancero de ausencias.  Fue un duro golpe para el joven matrimonio, Y ese tono elegíaco ya está presente en su segundo poemario bélico, El hombre acecha, en cuyo prólogo su autor se dirige a Neruda con estas palabras: "Pablo: un rosal sombrío viene y se cierne sobre mí, sobre una cuna familiar que se desfonda poco a poco, hasta entreverse dentro de ella, además de un niño de sufrimientos, el fondo de la tierra".

Este libro, el último que logra dar a la imprenta, queda abandonado en la Tipografia Moderna de Valencia, con los pliegos tirados, aunque sin encuadernar perdiéndose en su práctica totalidad con la derrota republicana. Su título ya habla de un tono más desalentado. Frente al optimismo de Viento del pueblo, El hombre acecha arroja un estremecedor saldo de odios, cárceles y heridos. Y aunque no faltan composiciones de gran aliento y exaltación bélica, el tono más auténtico se confunde ya con el del Cancionero y romancero de ausencias, y no es raro que retroceda hasta metros breves, como sucede con la “Canción primera”, “Canción última” o “Las cartas”.

El 4 de enero de 1939 había nacido su segundo hijo, Manuel Miguel, que le compensa de la anterior pérdida. A él irán dedicadas otras composiciones más esperanzadas del Cancionero, que supone el último gran esfuerzo de integración de sus versos en un conjunto orgánico. Se trata de un conjunto de poemas que empezó a escribir en una pequeña libreta, compuesto entre octubre de 1938 y las "Nanas de la cebolla", enviadas a su mujer desde la cárcel de Torrijos en septiembre de 1939.

Gran parte de este ciclo está escrito, por tanto, en la cárcel, en las diversas prisiones que le corresponden, tras haber pasado a Portugal, ser detenido allí por la policía y devuelto a España el 7 de mayo de 1939. Como suele sucederles a quienes viven encerrados, los objetos más humildes, las anécdotas más triviales y cotidianas, se convierten en salvavidas, trascienden y se elevan a auténticas categorías. La dicción se adelgaza y troquela hasta alcanzar una engañosa sencillez, donde se quintaesencia todo lo que realmente importa.  En un intenso proceso de interiorización, ya sólo va quedando sitio para lo imprescindible. Ahora se habla a tiro derecho, sin la ganga barroca ni esas palabras con “funda” que le reprochó Juan Ramón Jiménez. Ello otorga a estos poemas una verdad y un grado de necesidad que le hace topar con las palabras más desnudas y principales. Como dirá sentencioso, "Después del amor, la tierra. / Después de la tierra, todo". Hasta reducir su caudalosa dicción a esas tres palabras o heridas primordiales: vida, amor y muerte.

A finales de 1941 la salud de Miguel Hernández se había deteriorado gravemente, en el Reformatorio de Adultos de Alicante.  La única posibilidad de curación pasaba por su traslado al sanatorio antituberculoso de Porta Coeli, en Valencia. Pero sólo acceden a llevarlo allí si reniega de sus ideas revolucionarias. Ese fue el inicuo chantaje al que fue sometido por el capellán de la cárcel para que se convirtiera. Y el sábado 28 de marzo de 1942 moría sin haber cumplido los treinta y dos años de edad.

Si se echan cuentas, sorprende lo fulgurante y precipitado de su trayectoria, una vez que supera el estadio inicial de desorientación, quemando etapas con una rapidez pasmosa. En 1933 publica en provincias y sin pena ni gloria su primer libro de poemas, Perito en lunas. Al año siguiente remata un auto sacramental que ve la luz en Madrid en una de las revistas más prestigiosas, Cruz y Raya. En 1936 su segundo poemario, El rayo que no cesa, lo consagra como el gran poeta del momento, hasta el punto de convertirse en la voz de referencia de nuestra guerra civil, con Viento del pueblo.

Es decir, que en tres años pasa de ser un completo desconocido al grupo de cabeza de la poesía española de su época. Y eso a pesar de llegar con no poco retraso a uno de los momentos más brillantes de nuestra poesía. Algo especialmente arduo en su caso, dado su autodidactismo y humilde procedencia, frente a esos escritores de origen acomodado y que, en más de un caso, mantenían un trato profesional y profesoral con la literatura.

Ello le obligó a recorrer un largo camino para hacerse con una voz culta en una de las etapas más complejas, la que hubo de subsumir los hallazgos de las vanguardias en una dicción más llana. Lo hizo, además, en muy dramáticas circunstancias: entre 1933 y 1936, debatiéndose en la mayor penuria; de 1936 a 1939, con urgentes responsabilidades en la guerra civil; y de 1939 a 1942, en una docena de cárceles, muy debilitado y enfermo.

¿Qué queda de eso más allá de esas coyunturas, a los cien años de su nacimiento? Todo lo que se esté en condiciones de otorgarle mediante una transposición de su mundo y vivencias a los actuales. Por ejemplo, no parece que “El niño yuntero”, haya perdido vigencia, a la vista de la explotación infantil, los niños soldados o tantos atropellos como se siguen cometiendo contra la infancia. Tampoco “El hambre” o “Las cárceles” carecen de sentido, en la actualidad. Pero en muchos otros casos ni siquiera resulta necesario ese ejercicio de traslación. Versos como los de la “Elegía” a Ramón Sijé, las “Nanas de la cebolla” o “Hijo de la luz y de la sombra” seguirán hablándonos por derecho propio, porque en ellos el idioma alcanza un grado de intensidad, vibra con tal capacidad de reverberación que convierten a Miguel Hernández en un poeta imprescindible.                        

               

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Sánchez Vidal

Abril

17 de diciembre de 2013 09:48:19 CET

No estaba acostumbrada a desplazarse en autobús, pero aquella mañana había subido al 490. El coche estaba en el taller mecánico y el trayecto entre la calle Confalonieri y la plaza Irnerio era bastante largo. Además, no tenía especial prisa. ¿Por qué ir en taxi?

Aunque no fuese una hora punta, en el autobús público los asientos estaban todos ocupados. Elena, cogida de la barra de apoyo, percibía el frío repulsivo del metal. Un poco por encima de la muñeca, entre el pulgar y el índice, notó por vez primera una mancha oscura que destacaba como una nota discordante sobre la blancura lisa de la piel. Se puso a observar distraídamente a sus compañeros de viaje. Los que estaban de pie en general miraban por la ventanilla, poniendo atención en mantener el equilibrio; los otros, más afortunados, leían o fijaban ausentes la vista en un punto indeterminado entre el respaldo del asiento de enfrente y el suelo. Una señora anciana revolvía en su bolso.

A pocos pasos de ella estaba sentada una mujer joven. Eran muchos los asiáticos y los africanos en Roma. Se los veía por todas partes, sobre todo cerca de la estación Termini. Iban y venían, casi siempre en grupo, con el paso ágil y almohadillado de un dios moreno, que conoce las grandes extensiones, los desiertos, la sabana y la selva.

La mujer podía ser filipina. Su piel tenía reflejos de ámbar, los pómulos eran altos y bien dibujados, como los de su compañero, de pie junto a ella. Estaba embarazada. Elena se fijó en la extraordinaria belleza de los cabellos, negros casi azulados, lustrosos y lisos, recogidos por detrás de la nuca con una cinta de un rojo chillón. Más allá de las ventanillas, el cielo aparecía cargado de inquietos nubarrones primaverales, ribeteados de un violeta amenazador, pero dispuestos a quebrarse y a revelar la luz deslumbrante del sol de abril. El follaje de los eucaliptos en los jardines se doblaba, despeinando sus largas melenas con cada leve soplo de viento, présago de lluvia. Elena sentía su perfume acre, un perfume de dulzuras ilusas y melancolías impalpables. Le ocurría lo mismo todas las primaveras, como si el año, en el círculo inexorable y compuesto de los meses, sufriese en ese punto un desfase, una laguna, una incongruencia, en los que una vida, incluso fuerte y feliz como la suya, podía perderse y vacilar.

El chico asiático se inclinó y le susurró algo al oído a su compañera, que levantó la cabeza rozando con los labios la mejilla huesuda y musitó una respuesta. Formaban en aquel momento un arco cerrado y solidario alrededor de ese hijo que llenaba el vientre de la madre: su futuro, su victoria sobre la inmensa soledad que acompaña a quien vive lejos de su tierra.

Elena no tenía hijos. Volvió el pensamiento a su marido para llenar el vacío repentino que sintió abrirse en el fondo del corazón. Y en aquel rostro amado, tan seco y severo pero siempre dispuesto a iluminarse en una sonrisa abierta, percibió la opacidad de los años que les esperaban. A veces ella lo observaba, extrañada y enternecida, mientras leía a su lado por la noche, la espalda erguida también cuando estaba sentado, con las gafas para la presbicia apoyadas sobre la punta de la nariz y la cabeza reclinada sobre el pecho. En esa postura, entre la barbilla y el cuello se le formaba un grueso pliegue de piel marchita. Lo quería también por este envejecer juntos. Siempre se habían bastado. Pero ahora, de repente, le parecía que todo aquel amor y juventud y palabras y complicidad y también lágrimas y dolor hubiesen transcurrido en vano.

El joven filipino le arregló a la chica un mechón de cabellos que se habían deslizado de la cinta roja y se los pasó varias veces con cuidado por detrás de la oreja.

Cuando Elena llegó a su destino y bajó del autobús había comenzado a llover. No llevaba paraguas, pero no lo lamentó. Sintió con placer como las gotas tibias le lamían las manos y le surcaban lentamente las mejillas.

 

Traducción: Valeria Bergalli

 

 

(Este texto forma parte del libro La concha marina y otros cuentos, que publicó Editorial Minúscula)

 

Escrito en Lecturas Turia por Marisa Madieri

La casa de los árboles

13 de diciembre de 2013 08:23:04 CET

                            

Yo te hablo con naturalidad,

como se le habla a un árbol o a un arroyo.

 

En este inevitable

declinar de las horas, junto la enredadera

perseverante de los muros que he cuidado,

que me han visto crecer,

me protejo con el mantillo de las palabras.

 

No escribo como el hombre

que lee en las entrañas de los pájaros,

sino como el que a solas reconoce el dolor en el dolor,

la muerte, en la inocente negación de la vida.

 

Digo cielo ceniza,

pero es el cielo rojo de los atardeceres de los puertos

y de los arrabales, el amarillo azul de los establos

en el momento antes de las anunciaciones.

 

Varado como estoy en este viejo

corazón sin medida, conozco los caminos,

los bosques encalados de la noche,

la lámpara de alcohol

en las habitaciones que ha rondado la muerte.

 

No sabes lo que duele una hoguera encendida

en el amanecer de los suburbios,

la nieve apelmazada de los cuartos

en el blanco de la mañana.

 

Vivo en una casa atravesada por los árboles

en el bosquecillo de las ideas,

atravesada por el grito de las mujeres

que cuidan del ganado

en el horizonte de las ciudades,

por la algarabía de los niños

que golpean con sus manos los cartones del cielo.

 

Soy el hombre que usa,

para los pensamientos compartidos,

las palabras de la privacidad;

alguien atemperado por la noche

que ha elegido la sombra de una nube

o la sombra de un árbol para reconciliarse con los suyos.

 

Una palabra es siempre

tributaria de otra y, ambas, hijas

de la necesidad, de la carencia, del anhelo.

 

Hasta que cada uno asuma su relámpago

y se haga visible en una noche

que se ha vuelto infinita, mi lentitud es sólo

una antigua esperanza matizada

por la melancolía de la costumbre.

 

 

 

 

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Basilio Sánchez

En el molino

13 de diciembre de 2013 08:17:38 CET

 

A Zacarías, in memoriam

 

 

 

 

La escena es conocida:

canta en la rama un pájaro sin nombre,

la garganta susurra su rodar incesante,

los cerezos dan luz a la tarde grisácea

y los niños, al fondo, juegan en el pasado.

Uno se sienta aquí, en el sitio de siempre,

y lee o escribe aún el mismo libro.

Sólo nos faltas tú. Dabas sentido

a lo que, contra el tiempo, levantaste

con clara voluntad de permanencia.

Eso que, estés o no,

será la cifra,

el genio y la razón

de este lugar.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

La cuarta dimensión

13 de diciembre de 2013 08:10:42 CET

 

El gallardo buque “Tritón”, que más que de un astillero parecía salido de un instituto de belleza, seguía su crucero a los Campeonatos Mundiales de Atletismo, velando, materno, por la salud física y moral de los campeones nacionales.

Unas aguas plácidas y obsequiosas aceptaban la caricia de la quilla, sin vaivenes intempestivos. La luna llena añadía, aquella noche, al decorado de postal su romántica melancolía de Pierrot.

En el interior, el grupo de deportistas, vigilados por sus tutores musculares, se dedicaba a diversiones cándidas y limpias, llenas de risas esforzadamente juveniles y sanas. Era como un seminario de ejercicios corporales.

Ajeno a tanta potencia y tanto masaje, Eugenio Acuña, inspector de segunda, ocupaba un camarote de tercera. Como representante de la Ley, se consideraba que allí no representaba nada. En su austero recinto, se entretenía examinando unos papeles. Era como hojear sucesivos aburrimientos. Impacientes golpes en la puerta le sacaron de su falta de concentración.

-         Adelante.

Y apareció Gloria Argüelles. Era mucha, excesiva aparición. Un traje de noche de satén negro, sujeto a los hombros por inconsutiles tirillas, moldeaba y desmoldeaba con agilidad de caricias urgentes un cuerpo de orografía accesible, acogedora y elástica. De fisonomía atrevida y movimientos oferentes, se manifestaba como una mujer que se sentía cómoda y segura de su cuerpo.

El inspector conocía, gracias a observaciones diarias, casi invisibles, a todos los componentes de aquella agrupación de esculturas vivientes, esculpidas por el sacrificio y la voluntad de vencer. Las gimnastas femeninas mostraban su poderío en cuerpos de muñeca un poco cabezona. Por lo que Argüelles oía, diríase que hasta los cerebros iban llenándose de fibras musculares. En medio de aquella apoteosis de carne vigorosa y acrílicio ceñido, el inspector resultaba un intruso. Un funcionario gris, el cuerpo siempre oculto tras opacidades textiles, hombre sin podio posible en la vida, cuya visión podía resultar nocivamente depresiva. Los delitos eran totalmente ajenos a tanta luz.

Gloria era popular. La estrella refrescante. Una muchacha rica, bulliciosa, de inagotable jovialidad externa e imperceptible fatiga interna. Con su inteligencia piadosamente enmascarada, ejercía de musa, talismán, mascota humana o personificación premonitoria de lauros y medallas. Ella no era gimnasta, sólo hacía el ejercicio justo para ser atractiva. Se trataba de una inquieta viajadora en busca de algo.

- Señor inspector –dijo con severidad-, vengo a presentar una denuncia.

Acuña todavía era capaz de sobresaltarse ante una denuncia y, sobre todo, ante una mujer así.

- ¿De qué se trata?

- Me han robado un beso.

Ante tal despropósito sólo cabía, como contramedida, la gravedad.

- Siéntese, por favor...

Lo hizo con gracia. Cesaron las ondulaciones satinadas, pero el resultado fue peor. Al cruzar las piernas, y por la falda hendida, irrumpió en la estancia una pierna arrolladora. No necesitaba medias. Su luciente y bronceado epitelio de seda las suplía con ventaja. La rodilla redonda y brillante destellaba como un punto de luz que podía resultar hipnótico.

Argüelles puso sobre la mesa un bloc de notas, pulsó el bolígrafo. Y después de recuperar el aplomo:

- ¿Conoce al autor del delito?

Gloria quedó pensativa, algo enfurruñada. Proyectó el labio inferior con efectos obnubilantes...

- No, no lo conozco.

- Pero, ¿podrá reconocerlo, si lo ve?

Se enfurruñó más.

- Mire, inspector... Creo que le he molestado inútilmente. Me he precipitado. El mal humor... No creo que usted pueda prestarme ninguna ayuda.

- Pruebe...

- ¿Recuerda que al principiar el baile se ha producido un apagón?

- Sí. Exactamente de tres minutos y seis segundos.

- Ha sido entonces. Comprendo que sin ningún dato que aportar, mi reclamación es inútil. Será mejor que me vaya.

Un turbador perfume mezclado con alguna feromona llegó a la pituitaria de Acuña.

- ¡Espere!. No se vaya. El caso es perfectamente investigable.

- Me sorprende.

- Créame si le digo que soy brillantemente rutinario. Usted no gozaba de la vista pero, caramba, quedan aún cuatro sentidos más. Puede examinarlos.

Gloria parecía escéptica. Deslizó sus manos sobre los muslos como dispuesta a levantarse. El inspector profundizó. Su pensamiento fue más allá. Se dijo: “A tenor de la ropa exterior... ¡cómo será la ropa interior!

- ¿Quiere o no quiere descubrir al ladrón?

- Claro que quiero, pero...

- Entonces no tenga prisa. Conteste con calma a mi interrogatorio, y medite mis preguntas.

Gloria le asestó una sorprendida mirada verde, y se acomodó de nuevo en el silloncito. Argüelles no discernía si el barco se movía más que antes o era su cabeza.

- Veamos el oído. ¿Le dirigió alguna palabra? ¿Susurró algún... piropo?

- No. No dijo nada. Me besó, suspiró y basta. Ya puede ver que...

- ¡Calma! Nada de prisas. Sigamos con el tacto. ¿Hubo contacto físico?

Gloria miró al techo y meditó.

- ¡Sí! Hubo contacto. Contacto de pectorales.

- ¿Blando o duro?

- ¿Blando...?

- Tenemos que examinar todas las posibilidades. Podría tratarse de una mujer.

- ¡Oh! –exclamó Gloria, casi más halagada que sorprendida- No, no. Era un contacto plano y duro, pero no muscular.

- Entonces no era un pecho, era una pechera. Un esmoquin. Un esmoquin de persona demodé.

- ¡Admirable!. Creo que tiene razón. Sí, era una pechera.

- Sigamos. ¿Nada más sobre el tacto? ¿No la tomó por los hombros? ¿No la asió por la cintura?

- No me tocó.

Argüelles esbozó un gesto de asombro. Movió la cabeza.

- Qué tipos –susurró, apenado.

- Tiene razón. Abusar de la oscuridad es una puerilidad ridícula.

- Ya llegaremos a este punto, ya. Pero hemos de ceñirnos al método. Adelante. Gusto. ¿Percibió algún sabor peculiar?.

- Fue un beso breve, superficial, pero... –volvió a mirar el techo de donde parecían provenir sus recuerdos. El rayo verde alcanzó de nuevo gozosamente al inspector.

- Tabaco. Capté olor o sabor a tabaco... Tabaco, indudable.

- Bien, vamos muy bien. Me ha dado un detalle importante de sabor y olor. Detengámonos ahora en el olfato. Aparte del tabaco, ¿algo más que afectara sólo, digo sólo, al olfato?

Esta vez no fue necesario consultar el plafón. La lucidez llegó sola. Tras nueva descarga de sus mitológicos iris:

- ¡After shave!. Seguro. Olía a loción facial.

- ¿Marca reconocible?

- Por favor, señor Argüelles, no soy una catadora olfativa de lociones.

- Claro, claro –reconoció el inspector, indulgente-. Pero, ¿la reconocería si volviera a olerla?

- Sí, estoy segura.

- Excelente. Creo que tenemos una estupenda cosecha. Sigamos con la rutina.

Gloria cambió de posición, con nuevas e inquietantes ondas vestimentarias rompiendo sobre sus dulces promontorios corporales. Movió la pierna. El zapato, de atrevida inconsistencia dorada, ceñía pie y tobillo con astutas tirillas destellantes. Los tacones de aguja arqueaban el sabroso empeine. Aquel conjunto pédico suponía un despliegue de mórbida sensualidad que inducía al fetichismo.

Al llegar a este punto, Argüelles tocaba fondo. Se sentía cada vez más bajo, más calvo, más feo y más impresentable. Autocompasivo, movió la cabeza. Y se refugió en la profesionalidad.

- Veamos lo que tenemos hasta ahora. Primero: se trata de un sujeto masculino. Segundo: es fumador. Esto sólo ya restringe el círculo. Aquí los deportistas no fuman, para estar sanos, y los viejos no fuman porque ya están enfermos. Hemos de pensar, pues, en un hombre de mediana edad, ni deportista ni víctima aún de prescripciones médicas.

Gloria, admirada, asentía con la cabeza. A cada vaivén, la melenita morena y sedosa acariciaba de una manera perversa sus mejillas libres de maquillaje.

Después de tragar saliva y aclarar la voz, Argüelles prosiguió, doctoral:

- Tercero: tenemos una loción cuyo olor puede reconocerse.

- Sí, pero no pretenderá que vaya por los salones oliendo las mejillas de los hombres de mediana edad.

- No hay muchos, la verdad. Pero no pretendo tal cosa. Restrinjamos más aún.

Cuarto: lleva un esmoquin con pechera. ¿Cuántos tripulantes ha visto usted con pechera almidonada?

- Nueva visita al plafón.

- Ninguno

- ¡Vaya! –exclamó Argüelles, contrariado- No importa, tendremos que vigilar los esmóquines. De todos modos, este cuarto punto es decisivo. Nos habla de un hombre de mediana edad, conservador, anticuado o no demasiado rico.

- Puesto que lleva un esmoquin demodé, probablemente prestado.

- ¡Muy bien, Gloria! ¿Puedo llamarla así?

- Lo estaba esperando.

- Gracias. Sólo habrá uno así en todo el buque. Casi lo tenemos.

- No lo crea. Siento desanimarlo, pero ya no hay prevista fiesta de gala alguna de aquí al fin del viaje. De modo que adiós pechera.

Fue un golpe muy duro, pero Argüelles no se desmoronó.

- ¡Quinto! –exclamó algo irritado- El viajero tímido. Usted es observadora. ¿Se ha fijado en algún pasajero que la mire a hurtadillas, finja no verla y la adore en silencio?

- No siga, inspector...

- Eugenio, si no le importa. Lo primero que detecta una mujer es la presencia del admirador tímido. Es el personaje más apasionante. Suele ser el más inteligente y el más digno de ser atendido con afecto.

- ¿Lo ha detectado usted?

Gloria vaciló un momento.

- No estoy segura... No, no lo estoy. Ha conseguido usted un milagro deductivo, pero no hemos llegado a una conclusión.

Argüelles reflexionó. El caso se le escapaba de las manos. Gloria iba a escaparse de su vista. Las palmas de ella recorrían de nuevo los muslos. Mala señal. Desesperado, miró al plafón milagroso. Un corto silencio.

- ¡Espere!. No hemos terminado todavía. ¿Usted qué clase de satisfacción pretende?.

- Hombre, recuperar lo robado. Y que me den excusas.

- De acuerdo. Pero si usted no puede recuperar lo perdido de boca del ladrón, puede, al menos, obtener algo equivalente. Robe un beso a cualquiera que le parezca bien, y compense lo perdido. Vamos, digo yo.

- Me sorprende su consejo, la verdad. Esto sería un delito por mi parte.

- Sólo momentáneo. Si usted roba un beso sin valerse de apagones, ya verá como se lo devuelven de inmediato. Es más, eso puede iniciar un juego de robos y devoluciones mutuas sin duda apasionante.

- No me convence. Apropiación deshonesta. Lo que propone para contentarme sólo sería un pretexto para iniciar una aventura que no me apetece. No he visto en todo el pasaje a nadie que merezca esa distinción.

- ¿Entre tantos apolos?

- Precisamente. Los apolos no miran ni aman a una mujer, se miran y se aman a sí mismos. Las mujeres sólo son un espejo. Lo único que interesa es tener al ladrón ante mí y cambiar unas palabras.

Argüelles estaba derrotado. Su ingenio había naufragado. Las manos de ella recorrieron de nuevo los muslos. Se levantó. La escultura undívaga se mostró de nuevo en todo su esplendor.

El inspector se levantó también.

- Siento no poderla ayudar más. Hemos llegado muy lejos, pero...

- Vamos, vamos... Yo creo que no debe desanimarse. En realidad ha conducido muy bien la investigación hasta su desenlace definitivo.                               

- No me diga.

- Deje que resuma yo. Hombre de mediana edad, fumador, de recursos moderados, chapado a la antigua, con loción fácilmente reconocible y, sobre todo, tímido. Injustificadamente tímido.

- Bien resumido, pero...

- No me interrumpa. Tan tímido que ha tenido que servirse de una inteligente investigación para al fin delatarse a sí mismo sin, no obstante, declararse abiertamente. Qué delicioso medio parabólico. Usted es un hombre casi de mediana edad. Fumador. Aquí veo colillas en el cenicero. Que usa determinada loción, que aquí se huele como si hubiese fumigado la estancia.

- Pero, Gloria...

- Prosigo. Con esmoquin prestado, por alguien mayor, para este viaje que debe de ser el primero. Y tímido enamorado. ¡Y tan tímido!. Conste que es gracias a usted que ahora recuerdo haberlo entrevisto entre cortinas, no tanto vigilando al pasaje como espiándome a mí. Le diré, como remate, que no he contemplado en mi vida una impasibilidad más expresiva.

Después de esta tirada, ambos miraron al plafón.

- ¿Y puedo saber qué la ha traído aquí?

-  Una corazonada. Una vaga curiosidad. Conocer al pasajero enigmático... Ha sido usted el que gracias a sus sutiles conjeturas me ha conducido a usted. Me ha hecho evocar olores, sabores, durezas de almidón y timideces de escolar. Usted hablaba de sí mismo, la que deducía era yo.

- Así las cosas, creo que se impone el tú.

- No tan deprisa, la investigación no ha terminado. El tú vendrá después. Ahora pregunto yo. ¿Cómo es posible que no haya visto su formidable pechera?

- Pertenece a mi tío paterno –Gloria, satisfecha en su acierto, desnudó una sonrisa radiante como un beso-. No la vio porque no podía verla. Me indicaron que acudiera al baile vestido de etiqueta. Avergonzado, cumplí la orden. Avergonzado, claro, porque estaba usted. Mientras dudaba en mostrarme, ocurrieron dos cosas: usted pasaba cerca de la cortina que ocultaba mi vacilación, y al propio tiempo se apagó la luz. Fue un impulso irreprimible, del cual le diré que tengo tanta culpa yo por ser como soy como usted por ser como es. Fue un acto compulsivo. La besé. Luego, como un niño asustado, corrí a mi camarote, me cambié de ropa y mandé le baile al diablo. Nunca pensé que se le ocurriera venir con su insólita denuncia.

- Creo que ahora se impone el tú. Vine sólo por curiosidad. Intentaba provocarte con una denuncia desconcertante. Casi enseguida he adivinado la verdad, pero resultaba tan fascinante oírte razonar, y tan conmovedor contemplar cómo implorabas que no me fuera...

- ¿Y que hacemos ahora?

- No sé. Hace poco, me ofrecías una solución. Ahora que conozco al verdadero ladrón, puedo aceptarla. Me parece justo que pidas excusas y repongas lo  robado. Incluso podemos ensayar, sin deshonestas sustituciones, este juego que has mencionado de policías y ladrones.

Argüelles se levantó. Se sentía joven, alto, ondulado y seductor. Navegó, en pleno ilapso, hacia la isla del tesoro flotando sobre la ola del erotismo que nos está invadiendo.

- Este buque se mueve cada vez más –logró articular..

- El pobre sólo intenta colaborar.

Meses más tarde, decía Argüelles al comisario Sánchez Tello:

- La vida es, a veces, como un cuento. Imagine, si no, lo que puede ocurrirle a un inspector de segunda en un camarote de tercera, con una mujer de primra. ¿Cómo llamaría a eso?

-         La cuarta dimensión –sentenció el comisario.

 

UN GRAN ARTISTA DE LA PALABRA.- En diciembre del pasado año, nos dejó el gran narrador que se llamaba Esteban Padrós de Palacios. Turia había acogido en más de una ocasión textos padrosianos, y ahora ofrece el último que compuso quien quedará como uno de los más originales autores de cuentos en lengua castellana. Nacido en 1925, Barcelona, Esteban Padrós de Palacios desde su primer libro –Aljaba, 1958- se distinguió como escritor tan original como originales eran sus cuentos. Prosa espléndida en brillantez creativa que plasmaba una gran capacidad de imaginación creadora en relatos tan atractivos como de congruente final siempre sorpresivo. Estas cualidades se fueron manteniendo y magnificando en otros libros del autor: La lumbre y las tinieblas, 1966; Velatorio para vivos, 1977; Los que regresan, 1991; El gran usurpador, 1998; El pozo de los deseos, 1999; y Las extrañas veladas, 2002.

Siete títulos que comprenden una obra llevada a cabo con extrema exigencia literaria en la qu el ingenio se pone al servicio de los diversos aspectos de la humana condición, y cuyo lema general podría ser el “tanto en lo trágico como en lo cómico” de Shakespeare, así como aquello de Chesterton, según el cual “lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido y nada más”. En el más chesteroniano sentido pues, la obra de Esteban Padrós de Palacios se manifiesta en lo muy ameno de lo serio, y también en páginas –como las de “La cuarta dimensión”- en las que se complace y complace al lector con un “divertimento” más que avalado por el ingenio complaciente.

“La cuarta dimensión” es relato inédito, póstumo, que Esteban Padrós de Palacios se proponía ofrecer a Ana María Navales, que siempre acogió tan bien el quehacer padrosiano. Así lo acaba de demostrar, una vez más, la codirectora de Turia. Con este cuento se diría que Esteban Padrós de Palacios quiso como quien dice despedirse literariamente con una sonria en modo alguno incompatible con esa meditación acerca de la condición humana que es el conjunto del extraordinario trabajo de artista de la palabra que llevó a cabo.- ENRIQUE BADOSA

Escrito en Lecturas Turia por Esteban Padrós de Palacios

De todo lo que perdí

10 de diciembre de 2013 08:53:35 CET

            De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Los prospectos de cine. De películas. Y las figuritas de barro del belén. Los tebeos del Cosaco Verde. El corcho de mi habitación, con las postales de actores y de actrices. Hace poco aparecieron, en el fondo de una vieja caja de zapatos, en la casa vacía de mis padres. Un sobre, y en el sobre, un montón de postales de actores y de actrices que creía perdidas. La de Marilyn. La dedicada de Marisol. Tantas otras. Pero ni rastro de los prospectos.

            Lo peor, la pérdida de los prospectos. Y la del sexo de Marita, húmedo de acequia, fangoso y fresco como una babosa de cañaveral. Un recuerdo difuso, un rastro tenue de niebla en la memoria.

            Era una chiquilla silvestre, de pelo enmarañado, moreno, negro como sus rodillas al final de la tarde de ribazo, arrancando regaliz de palo con la azadilla que le quitaba a su padre, Marita, delgada como cualquiera de las cañas que nos ocultaban de las miradas, en la acequia donde nos bañábamos revolviendo el agua, embarrándola, buscando, ella, las babosas que tanto me repugnaban –toma, Paulino, coge ésa, me decía, y me la tiraba a la espalda, Marita-, el dulce vello de sus pantorrillas envolviendo las mías en nuestras peleas por el suelo pedregoso, siempre me podía, Marita, y rozaba con sus labios los míos para traerme de nuevo a la vida, ella era el príncipe y yo la princesa dormida, aniquilada por sus brazos nerviosos, tersos, de chico, Marita, virgen de las acequias, sexo húmedo, de tierra, de fino lodo, pegajoso y fresco como una babosa de cañaveral.

            Mi padre conduce despacio, sin prisa. Yo respiro la grisura de Elata y atisbo la puerta de los cines.

El invierno nos atería. Mi madre ya había encendido la estufa de carbón y, por las mañanas, en la cocina económica, calentaba piedras lisas que me hundía en los bolsillos antes de emprender el camino de la escuela.

            -Métete las manos en los bolsillos, aprieta las piedras calientes, no las sueltes. Si no, se te van a congelar los dedos –me decía.

            Marita me esperaba en la puerta de La Torre. Sus padres eran los medieros. Él, calvo prematuro, iba todos los días en bicicleta a Elata, donde hacía recados para la ferretería de los propietarios de La Torre. Por las tardes, trabajaba los campos. Si se hacía necesario, no iba a la ciudad. Si había mucho trabajo en las fincas, no subía a Elata, no remontaba la carretera, hasta la terminal de la línea de tranvía, frente a Veterinaria, no pedaleaba esquivando el revoltijo de vías que entraban y salían de las cocheras, siempre en ligera cuesta arriba, con la boina bien calada, sin mover un músculo de la cara, los ojos claros, inmensos. La madre de Marita prodigaba en derredor una simpleza sorprendente, absoluta. Si un helicóptero de los americanos bordeaba los campos con el portón abierto, un soldado rubio asomado a la luz como un muñeco de hierro, las piernas en jarras, saludándonos con una sonrisa con forma de dibujo mal trazado debajo de la nariz pequeña y pecosa, un poco respingona, la madre de Marita corría hacia el maizal y no salía hasta que los últimos ronquidos del aparato eran ya un eco borroso en nuestros oídos. Nos reíamos de ella. Marita, la que más. Mi madre es tonta hasta para tener miedo, decía.

            Marita, cada mañana, me esperaba en la puerta de La Torre y, si yo me retrasaba un poco, se acercaba al inicio del ribazo que bordeábamos un buen rato hasta alcanzar el Camino de En Medio. Ella era mi guía. El ribazo, en invierno, despertaba cubierto de rosada, a veces de rosada helada, y nos mojábamos los zapatos. Llegábamos a la escuela con los zapatos empapados. Ella se iba a la clase de las chicas y yo, a la de los chicos. Una pared de madera, con una gran puerta que casi nunca se abría, separaba las aulas. Al fondo de la clase de las chicas había un enorme armario, también de madera, que sólo se abría los domingos. En su interior, un altar. En él se ofrecía la misa semanal a aquel barrio de las afueras de Elata.

Don Anselmo, a los que veníamos por la senda del ribazo, nos dejaba un rato pegados a la estufa, hasta que se nos empezaban a secar los zapatos.

            -Que los pies os entren en calor –decía.

            -Y la picha –añadía Mallén, mi compañero de pupitre, como silbando entre dientes, para que don Anselmo no le oyera.

            Mi padre conduce despacio. La camioneta bufa, jadea cuando reduce la marcha, y cuando arranca otra vez, en los cruces, frente a los primeros semáforos de Elata.

            Qué ciudad más triste y más gris, Elata. Salen romanos en las procesiones de Semana Santa, y tocan unas trompetas metálicas, agudas y lúgubres a un tiempo, serias y enfermas de esa impostación que caracteriza a las ciudades provincianas. Calles estrechas con viejos balcones, jaulas de pájaros, ropa interior y calcetines secándose al sol, mujeres gordas, vestidas en blanco y negro, sin matices, el cabello espeso, los moños clavados encima de la nuca como una flor reseca y mustia. Se oyen sus voces desde la calle, los balcones abiertos o cerrados, cruzando sus gritos desde el otro lado de las casas, de las ventanas que dan a los patios de luces por los que hablan con las vecinas, graznando, o cantando las canciones de la radio, siempre las mismas, repetidas monsergas en voces de tonadilleras gangosas, el aire de Elata, el alma de España, la hez de una larga victoria sobre la sangre de miles y miles de muertos planeando en medio del silencio de los vivos y de los muertos, la copla como un insulto a su memoria. Los patios de las casas huelen a ajo, a sardina rancia, a vinagre, a mujeres mal lavadas, a mugre de viejos desdentados fumando picadillo, a carbonera.

            -Ya sólo huelen bien las putas –dice mi padre-. Las únicas que catan el agua.

            Yo atisbo los cines cuando, por las tardes, recorremos las carnicerías cargando sacos de huesos para la fábrica. Mi padre deja la camioneta en punto muerto delante de alguna sala y yo pido prospectos en las taquillas, o a los porteros. No veo las películas, pero me sé los títulos, las actrices y actores principales, el nombre americano del director. Conozco la cara y el cuerpo de las actrices, bien dibujados con colores que no son los de Elata, unos colores lejanos, emanaciones de cierta lámpara maravillosa, volutas de tabaco rubio americano que algunos privilegiados de Elata, vecinos de yankees de la base militar, fuman con ostentación en los cafés del Paseo de Independencia, o en una cafetería moderna de General Mola. O en el Savoy, donde también lucen su plumaje los cadetes de la Academia.

            Pido los prospectos, tartamudeando.

            -Venga, Paulino, no te esfuerces, ya sé lo que quieres –me dice el portero del cine Coso-. Y a ver si aprendes a hablar, que se te descojonarán las chicas.

            Yo cojo los prospectos, le doy las gracias, y, en pensamiento, me cago en su puta madre, como me ha enseñado a hacer Mallén. Me niego a darle la razón en lo de la tartamudez. Mallén también me lo suelta a menudo:

            -Mira, Paulino, cuando te tengas que declarar a una chavala, habrás de ir directo y al grano. Tú, con eso de que eres tartaja, las aburrirás antes de que termines. Es lo que tienen las gachises, no les gustan los rodeos cuando se han puesto calientes. Las habrás encendido tú, y se irán a apagar la lumbre con otro que tenga mejor labia.

            Es hijo de pastores, Mallén, y su madre cocina en fuego de chimenea.

            Acabado el consejo, suelta una de sus risotadas.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Elata de infanticos, de romanos con monturas de gafas de concha, de chillona y solemne trompetería, de cadetes emplumados, de sotanas remangadas saltando charcos sobre el pavimento desigual de las calles agónicas, de paseantes endomingados, sin expresión, a la salida de misa, con el lacito alicaído en el dedo corazón, a cuyo extremo se balancea el envoltorio de los pasteles de nata y mantequilla, las tardes inabarcables de los porches del Paseo, la primera escalera mecánica del Sepu, los pepinillos gordos que mi madre me compra en el Mercado de San Vicente de Paúl, las meriendas en La Nicanora con las lánguidas y mal entonadas canciones de mi abuelo Colás, el porrón de vino con gaseosa, ensaladas de lechuga, tomate, cebolla y huevo duro, atún algunas veces –lo llamamos siempre escabeche-, las sardinas rancias que mi padre envuelve en papel de periódico y destripa en el quicio de la puerta, cerrándola de golpe, la aburrida ofrenda de flores, la demolición progresiva, imparable, de las ruinas de Elata.

            Con Marita no tartamudeaba. Jugábamos a médicos. Alternábamos los papeles. Nos acariciábamos los muslos, para tonificarlos, nos poníamos inyecciones, escarbábamos.

            Yo sacaba mis postales de actores y de actrices, las que recibía cada año por mi santo y por mi cumpleaños: Marisol, infinitas postales de Marisol a todo color: rubia, el pelo con un ligero cardado, blusa salmón y una rosa roja en la mano izquierda, labios muy encarnados, ojos azules; Marisol vestida de sevillana, otra enorme rosa roja en el pelo aún más cardado, su sombra proyectándose junto a un cartel de toros que anuncia al Viti en la Plaza de Toros de Madrid. Marisol, un lazo amarillo en el cardado: aquí los ojos parecen de un azul verdoso de pantano; Marisol con el pelo más cardado que nunca, los ojos de nuevo muy azules, jersey rojo de cuello alto. Me volvían loco sus palas, su labio inferior, qué no habría dado por besar ese labio, rozar sus palas con la puntita de mi lengua. O aquellas otras más viejas, Marisol en blanco y negro, aún niña, con un gorrito de lana, la hermanita que me habría gustado tener: “Intérprete del Film en Eastmancolor HA LLEGADO UN ÁNGEL de Suevia Films. Temporada 1961”. Recibí la postal dos años después, por mi santo. O Marisol sonriente, mirando a la cámara, sus finos cabellos largos, rubios, chaquetita de cremallera abierta, camisa a cuadros escoceses, sonriendo con sus palas blanquísimas, sus pestañas de limpio dibujo: “MARISOL estrella de UN RAYO DE LUZ, producción Benito Perojo – J. M. Goyanes que presenta Suevia Films”. Me la dieron en el cine Goya de Elata, y me la dedicó la propia Marisol, con bolígrafo rojo. La dedicatoria, hoy, se ha desvanecido, ya  no puede leerse. Pero también me gustaban las postales de actrices que recibía mi padre: Claudia Cardinale en bañador rojo, con un espantoso gorro blanco, tumbada en el césped. Raquel Welch acodada en la barra de un bar, junto a un taburete de esquai azul, una copa de champán en la mano derecha, un vestido verde, estampado, de amplio escote, que se abre mostrando el muslo izquierdo, la rodilla, todo muy carnoso, muy rosado. La misma Raquel con jersey a rayas moradas y beiges, pantalón corto blanco, apoyando su mano en una silla de terraza, teñida de rubio pajizo. O, la mejor de todas, en blanco y negro, mi actriz favorita: “MARILYN MONROE (Norma Jean Daugherty). N. en Los Ángeles el 1928. Intérprete del Film en Color MARIDOS EN LA CIUDAD (no estrenada), de 20Th Century Fox”. De perfil, al pie de una escalera de madera, los brazos extendidos, pantalón corto blanco, cinturón de tela a lunares, top también blanco que se detiene debajo de los pechos, dejando ver el vientre... Marita cogía las de actores. Yo, las de actrices. Elegíamos cada uno, una, al azar, y el otro debía adoptar la  pose de la postal. Raquel Welch sobre el césped: Marita corría a su cuarto, regresaba enseguida al granero de La Torre, donde nos habíamos refugiado, se ponía su bañador azul desvaído, con faldita, y se tumbaba como Raquel, aunque sobre un lecho de paja. Elegía ella, también al azar: “RIKY NELSON. (N. en Nueva Jersey). Intérprete del Film en Technicolor RIO BRAVO de Warner Bros”. Me la había enviado mi tía Charo, que era ciega, y alguien había escrito a su dictado: “Yo te deseo, Paulino, / un cumpleaños feliz  / soplando un poco las uñas –cumplía los años en diciembre- / y moquita en la nariz. / Pero no te preocupes / que esto pronto pasará, / con chocolate caliente / y una copa de coñac / que espero que en este día / te obsequiarán tus papás. / Y si quieres ir al cine / no lo hagas repetir: / te lo pagará tu tía, / y si no quieres sufrir / te calentaré las uñas / y te secaré la nariz”. Riky llevaba pantalones grises, ceñidos. Camisa a cuadros rosados. Chaleco marrón claro, a juego con el color de las cartucheras. Pañuelo verde al cuello. Sombrero de vaquero. Ojos azules (los míos eran ya de un vulgar y anodino marrón, más oscuro que el del chaleco de Riky). El pistolero había desenfundado y sostenía sendos revólveres en las manos, de frente a la cámara. Corrí a la fábrica, a buscar mis cartucheras y mis pistolas de juguete. Marita, a la suya, en el mismo edificio del granero; volvió con un viejo chaleco de su abuelo. Posé como Riky. Mi turno: Raquel acodada en el bar, la copa de champán en la mano. Marita se sube la falda hasta mostrar una de sus piernas, flaca, blanca como la leche. Brinda con un vaso de gaseosa. Hace un mohín con los labios. Su turno: Kirk Douglas en ESPARTACO. Me quito los pantalones, la camiseta, me quedo en calzoncillos y trato de lanzar una mirada furiosa, la espada de madera que yo mismo he fabricado en la mano derecha. Me tenso como un tigre dispuesto a saltar sobre mi presa, otro gladiador esclavo, tan sediento de sangre como yo, adiestrado para luchar o morir obedeciendo las órdenes del césar. Marita, al lado del emperador romano invisible, se levanta de pronto, detiene el gesto del amo supremo, y se ofrece como premio al ganador. De rodillas, suplica. El césar concede. Juntos, tumbados en la paja, nos abrazamos con suavidad, imitamos gestos y débiles caricias que hemos adivinado en el cine, en los prospectos, en las postales. Tengo su cara junto a la mía, noto su aliento en mi mejilla. Acaricio la pelusa de sus muslos, rozan sus labios mi cuello, mi pecho, y dejamos que pase el tiempo. Nos llena un calor ignoto, nuevo. Fuera, cae la tarde, que rompe sólo la voz chillona, estúpida, de su madre.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Nos gusta encargarnos de los recados. El piso donde vive don Anselmo, con su mujer, está encima de la escuela. Allí ejerce, en los ratos libres que le dejan las clases, de practicante, de callista, y perfora orejas de recién nacidas. Alguna vez nos ocupamos de ir, por el Camino de En Medio, más allá de la línea del ferrocarril, a esperar a su mujer y ayudarle a traer los bolsos de la compra.

            De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Cuando nos fuimos de la fábrica, mi madre hizo una enorme hoguera. Ardieron con ellos los relatos de mil películas nunca vistas. Se habían ido del barrio, unos años antes, Marita, Mallén, mis amigos del alba de los sueños. Ya no me importó que aquellos relatos se transformaran en humo. Marita hacía tiempo que no estaba allí para escucharlos. No sé cómo se salvaron las postales de cumpleaños y de santos, los actores y las actrices de tan inciertos despertares, en esta vieja caja de zapatos que ha dormido hasta ahora en la casa vacía de mis padres.

            Con Marita no tartamudeaba. Le contaba películas imaginarias, relatos inventados a partir de la imagen fija de los prospectos. Ella me oía sin interrumpirme, insuflándome su aliento caliente de muchacha sin pechos, trémula en la paja, solícita como la buena maestra que sabe escuchar. Fue ella quien me dijo:

            -Haz recados, muchos recados. Tienes que aprender a hacerlos sin tartamudear. Has de atreverte a pedir cualquier cosa, a explicar.

            Y así me transformo, siempre que puedo, en la sombra de mi padre. Entro el primero en las carnicerías, doy las buenas tardes, recojo los vales de entrega, anoto el peso, los precios. Retengo los secretos de cada una. En cada sitio tengo algo por lo que preguntar. Soy la voz de mi padre. Cuento cosas de la escuela, de don Anselmo, de Mallén. Nunca de Marita. Preparo las frases en el silencio de la camioneta, mientras mi padre conduce o se detiene en los semáforos recién estrenados de la sucia Elata. Luego, tomo aliento, respiro hondo, y lo voy descargando todo poco a poco, muy despacio, sin olvidar ni una sílaba, colocando una palabra tras otra siguiendo un orden que a mí me parece perfecto. Me invento cualquier cosa. Me convierto en un charlatán, en un farsante. Puedo vender cualquier cosa. Convencer a cualquiera del mayor disparate. Me hago narrador.

            El portero del cine Coso me dice un día, sorprendido por mi elocuencia:

            -Chaval, que te apunta la sombra del bigote. Se te van a rifar las chavalas. Ya me contarás, pillín.

            Una tarde, en la acequia, bañándonos, chapoteando en el agua embarrada, Marita y yo nos dimos un cabezazo y nuestros labios se rozaron sin querer. Nos dio tanta risa que ella se desnudó y vi su sexo húmedo, fangoso y fresco como babosa de cañaveral. Hoy es un recuerdo vago, un rastro tenue de niebla en la memoria. Se rió con la misma alegría que yo conocía de Mallén, un placer asilvestrado. El pelo revuelto y mojado se le pegaba a los ojos, oscuros de agua como la sombra que brillaba entre sus muslos. Le dije que, después del baño, podíamos ir a buscar regaliz al ribazo que llevaba al Camino de En Medio.

            -Que bien hablas ya, Paulino.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquel bendito barrio de la mohosa Elata! Por aquellos días, durante uno de los recados de don Anselmo, me empuja hasta los baños de la escuela. Aprendo a mover mis manos como él quiere, despacio. Noto crecer, poco a poco, mi propio calor junto al suyo. El relámpago es tónico, alegre, limpio. Mallén suelta una de sus risotadas.

            Aquella noche, después de estar en la acequia con Marita, después de ir a buscar regaliz en el ribazo, tardé en dormirme más que de costumbre. Era verano y se oía al autillo. Soñaba despierto, viajando hacia el futuro: aliento de mujeres en el pecho, el tiempo detenido. O, mejor, sin tiempo. Y un calor ignoto, siempre, cada vez renovado.

Escrito en Lecturas Turia por José Giménez Corbatón

Paulina Vinderman

4 de diciembre de 2013 09:00:32 CET

 

En mi collage, hay una luna asombradísima

de mi presencia en la tierra todavía,

y un cascote rojo pegado a la palabra puente,

escrita con pincel sobre algo parecido a un muro.

 

¿Huelen el encierro?

 

Siempre se hace tarde en ese lugar

y nadie responde el para qué.

La oscuridad es una razón, una lógica inmutable:

está hecha de los corazones de las barajas

que usaba en mis castillos.

Bajo el negro de humo está el lobo a mi puerta

(esa puerta recortada de una foto).

Lo acariciaré en el umbral, lo miraré hasta el fondo

de sus ojos de oro inconquistable.

El miedo y la muerte no tienen su figura,

están pintados de blanconada en el rincón derecho

como símbolo de una boda en la nieve,

de la música que no se oye salvo en la inexistencia

de todos los reflejos.

 

¿Pueden tocar el dolor?

 

Es una noche sin palabras,

es tu amor distraído detrás del alambrado visible

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Paulina Vinderman

Álvaro Cunqueiro, una luz que declina

4 de diciembre de 2013 08:49:08 CET

 

pero gastarás el día, la noche y la muerte

sin encontrar jamás en el suelo el anillo de oro.

Quizá para esto no hacía falta

que Dios te despertase e hiciese la luz.

                                                                    Álvaro Cunqueiro

 

 

La obra de Álvaro Cunqueiro se destaca sobre el XX español como una ínsula imaginativa, como un vitral miniado y fabuloso, donde concurren monstruos de varia filiación y la aventura humana, su extraña propensión a la magia, tratada con benevolencia y humor, con melancolía y ternura. Quiero decir que el gran fracaso de Cunqueiro (pues de fracaso se trata), su acierto inesperado y duradero, ha sido éste de poner en danza los viejos dioses de la humanidad, los sueños que abultaron la Historia de Occidente, cuando en España se hacía una literatura de raíz socializante, vindicativa, de eficacia inmediata, muy alejada del hemisferio alado y fantasioso del mindonense.

 

¿Por qué decimos que Cunqueiro fracasó? Por varias razones. Una primera sería la divergencia entre el carácter de su obra y el momento político del siglo, que pedía otro tipo de compromisos, además del literario. En segundo lugar, está su concepto de lo maravilloso, la singularidad de sus fantasías e invenciones, que excluyen lo fantástico moderno: el terror, el pánico, la amenaza inconcreta y fluctuante. Y por último (existen más razones, pero no ésta la ocasión para enunciarlas), hay que decir el universo evocado por Cunqueiro, la trabazón del hombre con astros y cosechas, declinaba precisamente en esos años, asunto crucial cuya importancia ya señaló Eric Hombsbawm en su Historia del siglo XX. A todo lo cual se añade que la vértebra caudal de su obra Cunqueiro es el optimismo, la alegre salutación del mundo y sus prodigios. Y eso, en la época de Sartre y de Hiroshima, del Terror nuclear y la lucha entre bloques, era mucho pedir a sus congéneres.

 

Efectivamente, en la obra de Cunqueiro hay una huida de lo político, una falta de compromiso inmediato, que viene a corroborarse en su acendrado anticomunismo. Y digo corroborarse, pues Cunqueiro se define políticamente por negación, dejando para los demás la filigrana ideológica y el rigodón de los escaños. Sin embargo, el anticomunismo de Cunqueiro no procede de un concienzudo análisis, sino de un rechazo visceral a los presupuestos marxistas, pues el hombre de Marx es sólo un engranaje, un sumando, un tristísimo eslabón en la cadena industrial de explotación y royalties, mientras que el hombre de Cunqueiro, el hombre en Cunqueiro, es el centro indiscutido de la Creación, el heredero de unas voces milenarias y un adanismo cordial, que la izquierda científica no tiene en cuenta para explicar la realidad, ni falta que le hace. Quiero señalar con esto que el marxismo sólo atiende a la situación económica del individuo, a su anclaje en el proceso productivo, en tanto que Cunqueiro ve en el ser humano al beneficiario de la inmensa regalía de un mundo, y cuyos valores son unos valores sentimentales, culturales, de orden religioso, vinculados a la tierra y la memoria, y a todo lo que nos llama desde una oscuridad fructífera y arcana. O sea, el hombre como  tributario, como heraldo de unos siglos anteriores, que cantan su canción de sangre en nuestro pecho. Esa profundidad anímica es la que el marxismo ignora en sus razonamientos, y ese espesor de lo sagrado, la carga temblorosa de la Historia, es la que Cunqueiro identifica con el acontecer humano, con su razón misma de existir anudado a un paisaje, a una lengua, a unos mitos comunes.

 

Es así como se explica fácilmente el paso de Cunqueiro desde el regionalismo al falangismo (siempre teniendo en cuenta lo forzado de la situación), pues su militancia en el Partido Galleguista no se correspondía con un republicanismo de izquierdas, sino con un autonomismo de raíz tradicional, con un nacionalismo moderado, flolcklorista, conservador, en el que la política era un modo de recuperar la esencia de lo gallego, el alma vernacular del viejo Finisterre. Y esto, lo mismo podía hacerse desde el españolismo brusco y cereal de la Falange, que desde un galleguismo lírico, brumoso, matizado, que entronca con la Historia mayor de España. Sólo es una cuestión de escalas. Lo que no podía hacer Cunqueiro, y en efecto no lo hizo, era simpatizar con unas ideologías que ignoraban todo ese componente espiritual, la trabazón heráldica de hombres y lugares, en la que se sustenta el ideario tradicionalista. Para Cunqueiro, ser libre era ser gallego (“agora que chegamos  un pouco a ser galegos, xa comenzamos un pouco a ser libres”, había escrito en los primeros 30), de modo que la libertad consiste en ahondar en la tradición, en persistir en lo idéntico, pero nunca en especulaciones económicas de ratios y salarios base. Es decir, que Cunqueiro era un premoderno, pero un premoderno que conocía ya los males de la modernidad y usaba, a la contra, sus ventajas. ¿Cuáles? El saber antropológico, la Historia acumulada, la arqueología de mitos y costumbres, que Cunqueiro maneja de una manera irónica, festiva, sentimental, para dar a su literatura el picor y la sorpresa de lo vivo.

 

Según Ana María Spitzmesser, la obra de Cunqueiro es un intento de decir lo indecible, de fabular el franquismo y sus excesos mediante personajes demediados, estupefactos, indecisos, que se mueven entre la voluntad de hacer (Orestes) y la imposibilidad de casar la realidad con esa otra realidad más viva y espumeante de los sueños (El año del cometa). Para nosotros, sin embargo, el proyecto de Álvaro Cunqueiro, su obstinada insistencia en la derrota, no fue la crítica larvada y puntual al compacto silencio del franquismo. Su hallazgo, su discurso, su secreta esperanza, es nada menos que la refutación de un mundo: ese mundo que nace de las guillotinas y llega a su ápice de eficacia, a un culmen de brutalidad y desánimo, con la bomba de plutonio, las urbes infinitas y la fabricación en masa (recuerden su artículo sobre El pollo racional, agónico y clarividente). De modo que si Cunqueiro escribe contra Franco (cosa que nunca ocurrió), no lo hace por lo que tiene de caudillo local y tirano a caballo, sino por lo que hay en él de dictadura moderna, de burocracia hercúlea y santificación del oprobio. ¿Fue Cunqueiro un escritor descomprometido? La respuesta es no. Sólo que su compromiso no era un compromiso al pormenor, de taracea administrativa y decretos-ley. En cualquier caso, no era un compromiso desde la modernidad, sino contra ella, desde un pasado iluminante, más humano y más alto. Lo que Cunqueiro cuestionaba es precisamente esa reducción del hombre a una resma de pliegos notariales y extractos bancarios, a un cientifismo airado de horribles consecuencias. Me refiero a la conversión del hombre en su propio Dios, olvidando su vínculo sagrado con el cosmos, la compañía salvífica de un orden trascendente. 

 

Así pues, si tuviéranos que definir la obra de Cunqueiro, diríamos que don Álvaro trató de reintegrar al siglo la vieja  intimidad del hombre con el mito. Lo que ocurre es que Cunqueiro, como ciudadano del XX, sólo podía hacer esto desde fuera, con las armas de la modernidad (la razón, el análisis, la erudición antropológica), y no desde la fe maciza de otras épocas. Y esta es la falla, el abismo insalvable de la literatura cunqueriana. Un continuo acercarse a la piedra milenaria, pero con los trastos y aperos del espeleólogo.

 

II

 La música no se refuta                                                      

Eugenio d’Ors

 

Hay un cambio crucial que explica bien la mezcla de extrañeza y maravilla, de párvula imaginación en sepia, que produce la obra de Cunqueiro. Este cambio es la desaparición de la cultura agraria, el fin del tiempo circular y sus dioses nocturnos, feraces, providentes, que aguardan su tributo junto al fuego. Según Hobsbawm, la vasta migración del siglo pasado es de igual magnitud a la llegada del Neolítico. Lo cual significa, por un lado, que el hombre ha perdido el orbe mitológico que lo sustentaba; y de otra parte, que los nuevos mitos son ya mitos científicos, acorazados en hierro, sin el entrañamiento y la carnalidad de los viejas deidades cereales.

 

Esta es la razón de que Cunqueiro provoque cierto estupor en sus nuevos lectores, pues el hombre del XX vive ya naturalmente en el prejuicio tecnológico, en la epifanía de lo artificial, mientras que la en obra cunqueriana lo que asoma es la raíz agrícola de Occidente, la pulcra artesanía, el atavismo mineral que une a la mujer y el barro, al oro y el crisol del alquimista. Durante milenios, la humanidad había vivido atenta al latir de las cosechas, a la fermentación del vino, y en el breve espacio de una generación, el Dios de los pastores se había quedado sin ovejas. Por supuesto, este proceso da comienzo mucho antes, con la divinidad industriosa de la Protesta. Pero es en el XX, después de la II Guerra Mundial, cuando la ciencia suplantó definitivamente a una Naturaleza tan pródiga como arbitraria. Y esto de un modo irreversible, matemático, exahustivo, sin necesidad de rogativas ni ofrendas a la Virgen. ¿Entonces, por qué Cunqueiro insiste en sus fabulaciones, en una obra marginal que evoca reinas peregrinas y santos labradores que amistan con los mirlos? Por una razón capital: en el mundo de Cunqueiro, el hombre es la medida de todas las cosas, y el mar o el meteoro son dioses iracundos o mensajes divinos, pero tratan al viajero como lo que es, el centro de la Creación, la última razón del Cosmos.

 

Ya sea con la mitología grecolatina, con la iconografía cristiana o las leyendas orientales, lo que Cunqueiro pretende restañar es la hermandad del hombre y el misterio. Pero misterio no equivale aquí a lo monstruoso, a los peligros y asechanzas de la novela moderna. El misterio en Cunqueiro es la profunda ligazón del hombre con el todo, un retreparse a los ancestros y dioses de la aldea, que dan cobijo al animal humano contra la oscuridad del mundo. Sólo cuando esta protección desaparezca, cuando el tiempo ya no sea el tiempo circular, El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, la maravilla se transformará en terror, y el prodigio en amenaza. Quiere decirse que con la caída de los viejos mitos, lo que cae es ese vasto entramado religioso que daba justificación al hombre. De modo que sin el misterio trascendente, sin el resguardo de la divinidad, el hombre se halla vuelto hacia sí mismo, girado contra sí, recelando de un misterio que no es ya aviso del Altísimo, compaña ultramundana, sino peligro acrecido con la ciencia, con una naturaleza infausta, con giros y mutaciones que tornan monstruoso lo apacible. La gran diferencia entre los bestiarios medievales que amó Cunquerio y la bestias modernas a lo Tiburón es ésta: la conversión del milagro en anomalía punzante. Y no sólo porque las bestias no están ya al servicio del hombre, sino porque la humanidad ha descubierto su bestialidad, su rencor, la desesperación de saberse único y admirable, orillado e inútil.

 

No es casualidad que Cunqueiro abominara del pesimismo de Sartre. El existencialismo fue la religión de los hombres sin fe, y Cunqueiro añoraba la antigua fe que enlaza al hombre con lo inexplicado, o sea con la esperanza. Asunto aparte es que Cunqueiro no entendiera (porque no podía o no quiso), que el existencialismo de posguerra era un humanismo a la desesperada, una búsqueda de la dignidad junto a la tumba de los dioses (el viejo Nietzsche hizo de párroco en aquel sepelio).  “Yo he visto el túmulo de un dios en Creta./ Creedme, su tamaño era el de un hombre”, escribe el poeta Julio Martínez Mesanza. Pero Cunqueiro sabía ya todo esto, y también que sin un cierto grado de irracionalidad, sin un adensamiento en lo oscuro, el hombre se transforma en una bestia pusilánime, aterida, y por tanto peligrosa. Digamos que Cunqueiro parte de la idea de Dios, de la Creación como una ofrenda voluntaria y más alta, y entonces lo que compete a nuestra raza es celebrar perpetuamente ese regalo. Sin embargo, la humanidad del XX había amortizado sus viejas divinidades, sus idolillos en barbecho, de modo que la gratitud ya no era necesaria, y lo que iba quedando era defenderse, pertetrarse, dar un perfil estoico ante la nada.

 

No olvidemos que Eliade firma El mito del eterno retorno en el año 47, después de unas vanguardias que, con Freud, habían buceado en el lago abisal de lo inconciente. De hecho, Cunqueiro empezó en un surrealismo lorquiano, que luego abandona por una ensoñación más pía y culturalista, pues Freud rebaja a Dios a la categoría de padre colérico y ausente, y Cunqueiro buscaba medrar en lo divino, peraltar una tiniebla heráldica de obispos y tatarabuelos. Decía que Eliade publica su ensayo a mitad de siglo, y esto significa que el XX comienza preguntándose por sus pasiones, por un hemisferio equívoco y en sombras. Pero también que a esas alturas, el tiempo circular, la connivencia del hombre y lo sagrado, ya no eran motivo de fe, sino objeto de estudio. De esta cruda manera es como lo inefable se traslada del púlpito a las bibliotecas, y el misterio, la palabra ascendente, huye del atrio a los poemas. O dicho de otro modo, el hombre había perdido su profundidad, la memoria de la especie, la inmensa crucería que nos lleva, entre mártires y aparecidos, hasta el regazo de Eva.

 

Sin embargo, todo esto no eran más que categorías irracionales (“la música no se refuta” había escrito d´Ors refiriéndose al nacionalismo de Sabino Arana), y el hombre de la modernidad  lo había apostado todo a la ciencia, a la heredad vicaria y parcelada de la lógica. A Cunqueiro le gustó el ornitorrico por lo que tenía de excepción, de misterio, de lujo palpitante y joya viva. Sin embargo, al exahustivizar los conocimientos humanos, lo que hemos quitado es esa capa de ensoñación y bruma, el espesor del mito, para quedarnos ante una lucidez brillante, cegadora, ociosa. Sin ese viejo manto, la bóveda celeste es sólo una medida de nuestras soledades. Y nadie querrá ser un Atlas para nada. He aquí, pues, la queja de Cunqueiro, su afán inacabado, el fracaso inicial que le llevó al triunfo.

 

III


La gran lejanía que es el mundo

 Ortega y Gasset

 

 

En definitiva, Cunqueiro pretende restaurar la mansa monarquía de lo maravilloso, cuando el terror moderno llega a su perfección en Auswitz e Hiroshima. Cunqueiro entremete el tiempo mineral, el lar y la cosecha, cuando la Humanidad ya es una Humanidad urbana, tecnológica, masiva, que ignora por completo el campo. Por último, Cunqueiro acude a los ancestros, a su abrigo benigno y lastimero, cuando los dioses dormitan entre ruinas. Pero esto no es el número de sus errores, sino la nómina de sus razones, el índice de los motivos que le llevan a erigir su obra. En cierto modo, la escritura de Cunqueiro es el holograma inverso de una época. Donde hubo sombras, hay luz, donde creció el temor, surge el prodigo. Y todo, como digo, en el tiempo más humano de la Naturaleza, pues el hombre actual es ya un esclavo del cronómetro, y no recuerda en nada a aquel viajero arcádico, aquel fauno dichoso, que pastoreó la edad de las espigas y vientre de las uvas.

 

Así pues, este nuevo retoñar de la fabulación y el mito (me refiero a Tolkien, a Lewis, a la saga espacial inventada por Lucas), tienen un precedente insólito, un orondo antepasado, en el escritor de Mondoñedo. Quiero decir que el regreso de la épica, la vida hecha camino y aventura, estaban ya en Cunqueiro como un avizoramiento natural de lo que el siglo esperaba. Quizá Cunqueiro llegó demasiado pronto, o quizá erró en el ámbito de sus indagaciones y nostalgias. Lo cierto es que desde las vanguardias hasta Eliade, desde Poe hasta Freud y lo real maravilloso, el hombre ha buscado un sumidero por el que huir de la Era de las Ciencias. El problema es la imposibilidad de esta huida, pues sólo escapamos científicamente, analíticamente, a través de la lógica y el escrutinio, bien glosando los mitos hebreos, como Graves, bien dando carne teórica a lo que fue vivencia indiscutida, entrañamiento y fiebre, mudo temblor ante lo eterno, como en Lévi-Strauss o Malinowski. Esto es lo que luego han hecho la historia de las mentalidades y la escuela de los Annales (Le Goff, Braudel, Delemeau, Lucien Febvre, etcétera), pero siempre contemplando el misterio desde fuera, como arqueólogos de un saurio hecho de humo.

 

Por otra parte, lo real maravilloso tal vez deba su éxito a una ausencia de lo trascendente, a su extraño irracionalismo sin dioses ni hechiceros (en Tolkien o Harry Potter encontramos la magia, pero no la alegría, la huella de la divinidad, el vínculo con lo sagrado). Sin embargo, en Cunqueiro, no sólo nos topamos al Dios de los católicos; también, y principalmente, nos hallamos ante el Dios niño de Belén, ante el Hijo del Hombre y el Dios entre peroles de Santa Teresa. Es decir, ante una divinidad alegre, caritativa, humana, que habla en nombre del perdón (“la gran perdonanza” de Cunqueiro) y cambia su vida por la nuestra. Ya hemos visto que para Ortega el mundo era un distanciarse, una extrañeza radical que a la vuelta nos singulariza. En Cunqueiro, por contra, el universo no es más que una extensión del hombre, un cuerpo vibrátil y animado, inmensa cercanía, que linda con el corazón del hombre. Así pues, “el silencio significante de las cosas” que decía Bataille, es ese idoma secreto de los seres sin idoma, que dicen al viajero su palabra de piedra, su rezo milenario. ¿Cómo, entonces, iba a llegar Cunqueiro a la trascendencia arenosa de Miguel Ángel Asturias, o a la violencia artúrica, sombría, de mister Tolkien? La obra de Cunqueiro es una epifanía, pero una epifanía que nadie supo entender, que nadie quiso escuchar, atentos como estábamos al trajín nuclear y el lento rumiar de la conciencia.

 

Vista en la distancia, la obra de Cunqueiro se aparece como un magno fracaso, igual que en su adorado Chateaubriand, pues ambos escriben ya desde otro mundo, asidos a la fe y al bulto amigo de los muertos. Cunqueiro acierta al reclamar la magia, y se equivoca al pensar que un día volverá la Edad de Oro (una edad, por otra parte, que jamás ha existido). Lo cierto es la Humanidad había cambiado irreversiblemente, y el paso demorado de Rabelais, la calma tabernaria de Boswell y de Johnson, el mito de las islas Sevarambas, ya no eran posibles. Ese optimismo ingenuo de Cunqueiro, los siglos al trasluz que dan cuerpo a sus libros, no podían cuadrar con una época hecha a la prisa, al horror, a las masas urbanas y la producción en serie. Si hemos de decir la verdad, Cunqueiro nos gusta por cuanto tiene de perdedor, de soñador, de tierno paladín con gafas de montura y manos abaciales. A lo cual añadimos un principio d’orsiano: “aquel que ordena que, bajo la pluma del verdadero escritor, toda palabra sea neologismo”. Así se cumplió y así se hizo en la escritura de esta luz declinante, de este faro nocturno, vigía esperanzado y fabuloso, que fue Álvaro Cunqueiro. 

 

 

                                                     

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Gregorio González

Carminus

26 de noviembre de 2013 14:57:56 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

No es una pesadilla y no es un dulce sueño.

Empieza a amanecer, camino sola

por calles de un lugar que no conozco

en el que no me siento extraña ni extranjera.

Aun así me sorprende cada cosa,

la luz que va llegando a las paredes,

el eco de mis pasos, el olor de los patios

con naranjos y fuentes y azulejos,

el temblor que me agita en una esquina

(quizá el frío, quizá la negra vida).

Abiertos los zaguanes a mis ojos,

su frescor, su penumbra, parece que me hablan

en un idioma antiguo que mi sangre recoge.

Tantas puertas abiertas como bocas,

pero tu voz no sale de ninguna.

Y ninguna me llama por mi nombre.

 

 

                                                                      

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Bautista

Material sensible

26 de noviembre de 2013 14:49:58 CET

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Escrito en Lecturas Turia por Miguel Mena

Horizonte de invierno

25 de noviembre de 2013 09:25:52 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Se arremolina la luz entre nubes

grises de un febrero que se repite

tarde tras tarde. Árboles y sombras

monocromáticos buscan un cielo

 

que los justifique y a mí con ellos.

Hoy el invierno son restos de nieve

que lo recuerdan, y este traqueteo

incoloro de muchos de mis viernes

 

entre un aquí y allí que son el mismo

espacio. Las horas nos traen la noche;

a las 17.30 – el día

ya es más largo – el universo es oscuro,

negro, y yo, tú, todos, simples rehenes

de una luz que ha robado el horizonte.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Abel Murcia

Los gatos

25 de noviembre de 2013 09:20:10 CET

Lentos

por las aceras,

inmóviles

en las repisas,

aovillados

en los sofás,

 

nos miran,

nos observan,

nos escrutan.                       

 

Llevan

miles de años

haciéndolo.

 

Y siguen

marcando

las distancias.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Karmelo Iribarren

El cuento de siempre acabar

25 de noviembre de 2013 09:10:27 CET

“Abraham siguió estando con Yavé. Se le acercó y le dijo:

¿Pero vas a exterminar juntamente al justo con el malvado?”

(Génesis, 18, 23)

 

“Aún hay sol en las bardas”

(Cervantes, Quijote, II Parte, Cap. III)

 

“A story is the highest mark,

for the world is a story and every part of it,

and there is nothing that can touch the world

or any part of it

that is not a story.”

(G. K. Chesterton, Cuadernos)

 

 

1

 

La vida y otros encuentros

I

 

         Es improbable que mi padre y yo nos paseáramos en el barrio de Delicias por casualidad. Seguramente, aquel dia primaveral del año 75, dos años antes de su muerte, yo le había llevado en un taxi, para oírle contar recuerdos de mi arribada a este mundo y de mi infancia. Mi memoria más temprana arrancaba en la calle de Guillermo de Osma número 4, donde yo suponía que había nacido pero, no lejos de ella, al pasar por el Paseo de Delicias número 139, mi padre me señaló una casa de vecinos modesta, incolora y vieja y dijo: “En esta casa naciste tú”. La miré un momento y no sentí curiosidad alguna e imaginé que no se diferenciaría mucho de las casas madrileñas de corredores que describe Galdós. De todos modos, yo había salido por aquel portal en brazos de mi madre y hoy no acabo de entender tanta indiferencia ante aquel cobijo desconchado que me vio nacer, aunque esa casa, como es de esperar, no formara parte en absoluto de mis recuerdos. La mudanza a Guillermo de Osma debió ocurrir muy pronto y en esa calle pasé los tres o cuatro primeros años de mi vida.

         Desde el Hotel Regina, desde el emporio madrileño de la calle de Alcalá, donde mi padre trabajaba, hasta aquella casa de Guillermo de Osma, las viviendas se iban haciendo más bajas; los árboles, desenfilados y ralos, más frecuentes; los bares más sucios. Carros y, a veces, cabras y ovejas, acompañaban la perezosa marcha de los tranvías y, junto a las aceras, no era extraño encontrarse un gato muerto, tieso, el pelo brillante, la sonrisa roja y un ojo en desvarío. Los solares emanaban un vaho fétido al sol y se oía, de vez en cuando, enganchar vagones, o el resuello domado de un tren avanzando en vía muerta, o pitidos anémicos que parecían pregonar el hambre de los campos. Había puestos de sortijas y puestos de avellanas, de carteras y cintas, de llaves y altramuces y, en balcones y ventanucos oscuros, colgaban jaulas de canarios, colorines y grillos; el grillo preso plañía su carcelera sobre la lechuga y le contestaba el grillo libre del solar, acechado, entre las ortigas, por la boina ociosa de un viejo. Había plantas también, en latas de arenques y en tiestos; geranios, hortensias, claveles, albahaca, verbena. El sol salía para todos, caldeaba las panzas de los churumbeles desnudos y dejaba, al marcharse, una capa de polvo  que  parecía  descansar  por  las  noches del  azacaneo  transeúnte.  El que  usaba sombrero era un tratante en burros; el  que llevaba bastón estaba enfermo o era mayoral, pastor o reñidor; el que lucía corbata, alfiler de corbata y, a veces, camisa a rayas, era carterista.  

           Veo fotografías de mi padre y, en una de ellas, cuando llegó del pueblo a Madrid, aparece como un mozo alto, espigado y fuerte, con algo de gitano desafiante, y así fue siempre, un triunfador del pan de cada día, un hombre atrayente para las mujeres con el que los hombres se identificaban, un gran gozador de los goces de la vida, aunque fuera sumando kilos y señorío en su figura recia que, en los últimos retratos, le asemejan a un siciliano mafioso, con sus rasgos oscuros, su cachaba elegante y su sombrero viejo. Desde el pueblo toledano de donde llegó, cercano a Madrid, La Torre de Esteban Hambrán, fue tirando de todos sus hermanos: a unos, o a sus hijos, les buscaría trabajo, a otros les sacaba de apuros, a otro le puso una taberna. En el pueblo, habían tenido una fonda y su padre, el abuelo Valentín, luchó con los liberales en una de las tres guerras carlistas y escribió sus memorias de la contienda, que anduvieron en manos del hijo mayor, Amando, y se han perdido. En Madrid, el hermano o el tío Medardo fue una panacea para todos ellos en el largo proceso de encarrilar sus vidas en la Capital.

             Lo único que he sabido, por los parientes, de la casa donde vine al mundo, es que nací con una vena bastante acusada en el centro de la frente que se esfumaba en el entrecejo y mi padre, en mis primeros meses de limbo y lactancia, la tomaba a broma o como signo de fealdad y, cuando la familia o los amigos les visitaban para conocerme, trataba de paliar hasta cierto punto la desagradable sorpresa que iban a llevarse enseñándoles antes la foto de un simio que se había escapado de la Casa de Fieras del Retiro, foto que apareció en El Heraldo de Madrid. La vena desapareció pronto y sería, sin duda, beneficiosa y hasta profética. El Heraldo de Madrid, pertenecía a uno de los primeros “trusts” periodísticos que hubo en nuestro país, La Sociedad Editorial de España, dirigida por el gran periodista Miguel Moya y era, por supuesto, de izquierdas o, como entonces lo tildaban, democrático, republicano o liberal. Era el periódico del pueblo jornalero o asalariado que sabía leer, o se paraba a escuchar al que sabía hacerlo,  y fue el primero y único diario que vi, durante años, en las sucesivas casas que habitamos y, en la tercera, frente a la Plaza de la Moncloa, donde mi madre murió,  yo me apliqué un día en solitario, por mi cuenta y riesgo, a copiar el rótulo de ese periódico. ¿Premonición? Tenía cuatro años y mi padre llevó en la cartera la tira de papel que yo había escrito en mayúsculas durante mucho tiempo.

 

II

 

         La que fue una casa marcadora para mí es la de Guillermo de Osma, donde, como ocurre donde no hay nada que robar, las puertas de las viviendas permanecían abiertas casi siempre y los vecinos no vacilaban en pedirse, con la promesa de devolverlos, una patata, una ramita de perejil o una o dos pesetas, si se había evaporado antes de tiempo la paga mensual. La asamblea de vecinas –y algún vecino- se reunía en primavera y verano a ambos lados del portal, con la fresca, auxiliada por dos o tres botijos. Supe allí, con inocencia y tranquilidad plenas, que mi madre no se encontraba bien y eso incrementó mi experiencia vital con las visitas del médico, de gente obsequiosa que preguntaba por la salud o iba a ofrecer ayuda, de los amigos de mi padre y, sobre todo, de mis primas hermanas, Isabel –que había sido mi madrina-, Manolita  y Tomasa, la primera, menuda y casada ya, y las otras algo más vistosas, casaderas e inquietas. Las tres eran hijas de una de las hermanas de mi padre, María, casada con un buen hombre del pueblo, Alejandro, que actuó en su vida casi exclusivamente de garañón. Mis primas, ruidosas, entraban y salían, ayudaban a mi madre, adoraban a su atractivo y próvido tío Medardo y, entre estrujones y besos en serial me llevaban con ellas a hacer recados o a cualquiera de las infinitas verbenas nocturnas del Madrid de entonces y, en una, me perdieron y volvieron a encontrarme, pero no en el templo, sino encaramado a los hombros de un verbenero alto y bondadoso que, a grandes voces, pregonó mi pérdida.

         Creo que la portera, su sobrina y no pocas vecinas cuidaban más o menos de mí o eran conscientes de mi presencia o ausencia. Parece que era un niño observador y tranquilo que, sin demasiada frecuencia, ensartaba alguna pregunta o respuesta  original o que ellos no esperaban.

         Una tarde larga que empezaba a declinar en sombras, una mujercita joven, casi adolescente, que tenía a su cargo ese dia las llaves del sótano donde habitaba la portera, me meneó cariñosa en su regazo y, luego, me tentó a aceptar una bolita de cera. Bajé de su mano las escaleras al sótano, me metió, sin encender la luz, en un cuarto estrecho con un ventanuco alto a ras de la acera, me bajó los pantaloncillos, se quitó las bragas y las colgó en una percha, se echó boca arriba en una cama turca, me colocó encima de su cuerpo y maniobró conmigo todo el tiempo que quiso reteniéndome con besos y halagos. Como su humedad de entrepierna debería sentirse huérfana de la otra varonil, me instó apresurada, apremiante, a que orinara en ella, cosa que no recuerdo haber hecho. Luego me peinó, me compuso la ropa y, en la cocina, rompió un pedazo de vela, lo calentó, hizo con él una bola amarillenta con vetas oscuras y me dejó que subiera solo al piso de mis padres. Debía de ser ya muy tarde, porque la escalera estaba totalmente encendida y había muy pocos vecinos en el portal.

         Hubo revuelo otro día en el barrio, muy temprano, porque apareció un hombre ahorcado con su correa en lo alto del olmo que había en la esquina con Delicias; tenía un palmo de lengua fuera y se le habían caído los pantalones de pana. Tardaron horas en los trámites antes de descolgarle y lo que más parecía intrigar a la gente era cómo aquel pobre diablo había conseguido trepar hasta una rama tan alta, si es que sería farolero y algún irresponsable se  había llevado la escalera al pasar. Contó algún vecino después que era de Santa Olalla y que, el día antes, había matado a palos a su mujer o algo así. Parecía  esmirriado y hambriento.

         La sorpresa feliz de esos años fue un viaje que hicimos a Úbeda, donde me esperaba la atención y el cariño de dos mundos contrarios. Por un lado, mi abuela Carmen, la madre de mi madre, que vivía entonces con una de sus hijas y su marido y los nietos, en un caserón del Callejón de Ventaja. En el portalón de madera  resquebrajada, claveteado y antiguo, me hicieron una foto de presentación o fiesta, con calcetines, sandalias y pololos blancos, en la que predominan mis ojos azules bien abiertos y una frente con relieves que hubieran dejado pleno de esperanza a cualquier frenólogo. Serio siempre, tranquilo y, cuando había que expresar contento con caballos de cartón de fotográfo ambulante, la sonrisa se entreveía más en los ojos que en los labios. Mi abuela y mis tíos eran andaluces pobres, los más sabios de España, los más inteligentes y comedidos, los que sabían hacer a un niño feliz con un solo beso, con una historia de animales de corral o de glorias taurinas, con un montoncillo de avellanas, o una caricia, o una frase oportuna y original que se haría inolvidable.

          Mi abuela Carmen, airosa, espigada, tenía buena estatura y debía de haber sido muy atractiva, con los ojillos pillados ligeramente alegres, la piel suave, pese a haber parido cinco hijos y a los sufrimientos y el paso de los años, y tenía una sonrisa perenne que denotaba el gusto por mirar. De las tres o cuatro faldas que llevaba, extraía de la más recóndita una moneda cobriza, la eterna perra gorda, de diez céntimos, y la ponía secretamente en mi mano, sonriendo, siempre que nos marchábamos de su casa. Hacía años que era viuda y al abuelo José no le conocí nunca, ni siquiera en retrato pero, a lo largo de los años, he escuchado alguna historia sobre él con gusto. Era de la familia de los “Percheras”, gente que se dedicaba, como él, a colocar en las ramas de los olivos lazos –perchas– de crines de cola de caballo para cazar zorzales, un pájaro de carne muy apreciada entonces parecido al tordo, con querencia a un tipo de aceituna llamada, por él, zorzaleña. Vendía zorzales y, a veces, le llamaban de los cortijos para aliviar las plagas de conejos. Atendió a su familia lo mejor que pudo y, cuando se olvidaba, atendía también a su afición al vino y, sólo una vez, por una pendencia etílica, la autoridad que deambulaba por allí, un alguacil, le hizo pasar la noche en la prisión del Ayuntamiento, una celda conocida con los nombres de la casilla o la perrera. Avergonzadas al saberlo, la abuela y sus hijas tramaron, a toda prisa, un escarmiento que le hiciera abandonar el vino por una temporada, si no para siempre. Se pusieron de acuerdo con una vecina de la calle y llevaron entre todas a la casa de ésta los cuatro muebles y los cuatro trastos que tenían en la suya, la dejaron semidesierta y cerraron la puerta con llave. Cuando, al día siguiente, pasado el mediodía, llegó a su casa el abuelo  después de haber pasado la noche en chirona,  abrió la puerta y la encontró medio vacía y sin nadie. Se recostó en un tabique y se echó a llorar.

         Tuvieron cinco hijos, Ana, Agustina, Manuela –mi madre–, Pepa y Juan. Juan era una variante muy cercana a su padre; fue recovero: vendía con buen arte huevos, gallinas, pavos y, para aliviarse de la recova –palabra que cada día frecuenta menos los diccionarios–, se alumbraba con vino peleón, que en eso no era exigente. Era un hombre bueno, que recibió, en una reyerta tonta de taberna, doce puñaladas en el cuello, le llevaron muriéndose a un hospital y allí le salvaron. Luego, no sé por qué –pero no sería por nada malo–, estuvo dos años en la cárcel, se colocó allí de cocinero y, cuando salió, todo el mundo se hacía lenguas de lo guapo que estaba, de lo bien que le había sentado la estancia, que salía de la cárcel hecho un marqués. Estuvo una vez en Madrid, en casa, tampoco sé a qué, y llenó todo el suelo de colillas. Mi padre recordaba que yo, que tenía tres años, y que, evidentemente, era ya madrileño, cogí uno de los ceniceros que había y se lo puse delante. Murió poco después de cumplir los cuarenta, sin enfermedad conocida, de repente, dejando por el mundo hijos e hijas y una mujer que la familia nunca conoció. A su modo, disfrutó mucho de la vida; he conocido a poca gente que sonriera más y mejor. La sonrisa del Duque de Edimburgo me recuerda, a veces, a la de mi tío el recovero.

         Ana, la más guapa de las cuatro hermanas, se había casado con un mercero, que iba en burro de casa en casa ofreciendo su mercancía y era un hombrecillo rubio, incoloro, inodoro e insípido. No sé si de soltera o ya casada, un guardia civil se enamoró de ella y, otro que la rondaba, le mató a tiros. Murió joven, como su hermano Juan, y yo la conocí ya enferma, casi siempre en cama. Fue también a Madrid, a nuestra casa, a que la vieran los médicos, y recuerdo el estupor y la admiración que me produjo que escupiera en el suelo del piso tranquilamente cada vez que sentía necesidad de hacerlo. No trato de disculparla, ¿por qué?, pero en aquella época escupir era un rito nacional, a veces furtivo, a veces solemne. El país estaba lleno de escupideras –que usaban los ricos–, y de letreritos prohibiendo escupir que no leían los pobres. En el despacho de cualquier ministro podía faltar la mesa, pero la escupidera, nunca. Mi tía Ana vivía –honradamente, creo–, en un barrio de mala nota, que yo visitaría de muchacho algunas veces: El Egío, es decir, El Egido, y trataba con prostitutas igual que otras señoras tratan con monjas. Pisar el barrio aquel –donde, a veces, a las horas de calor, se oían ejercicios de guitarra en un patio; donde, a veces, a la sombra de una puerta se veía casi desnudo el pecho de una muchacha–, era sentir, borrosamente, las glorias del infierno. Muchachas decentes, que algunos desearían más que a su esposa, pero que habían sido “desgraciadas por el novio”, o por el señorito de la casa donde servían en cualquier pueblo vecino, y la sociedad rural las relegaba al prostíbulo por  descuidar su “honra”.

         La más esmirriadilla de las hermanas era Agustina, una criatura algo pasmada siempre y en estado de gracia que cosía muy bien y mantuvo con tanto heroísmo a sus cuatro hijos como su marido, José María, un gran carpintero al que no le faltaba trabajo en las mejores casas, por persona decente y por hacer bien las cosas, aunque le pagaran poco y mal, como a tantos trabajadores en Úbeda y en el resto de España. Mi tía Agustina, cuando no se acordaba de algo –y su cabeza no estaba en condiciones de recordar mucho–, lo expresaba lo mismo que Cervantes: “Nada, que no quiero acordarme...” Y hablaba de “estar a pique de...”, del lebrillo y la compaña. Me encantaba oirla.

         Al otro mundo opuesto o contrario a éste, pasé por la misma puerta del amor –la única siempre abierta- por la que había pasado al mundo de los pobres.

         Desde los quince años, mi madre había sido doncella –es decir, criada con cabeza, criada distinguida- de una auténtica señora de Úbeda: Doña Dolores Vázquez Briz, conocida por la familia y sus amistades como “tía Lola”. De ser “tía universal” se gloriaba ella. Su casa, alrededor de dos patios, que hacía esquina con la calle Minas y la calle de la Victoria y se extendía considerablemente en ambas calles, estaba diseñada, a medias, para vivienda y casa de labranza. Desde los quince años, esa fue la casa de mi madre, su escuela y su universidad hasta el día de su boda. Allí lo aprendió todo –o casi todo– y, desde allí, disfrutó con su señora de largos viajes veraniegos a Madrid, San Sebastián, Biarritz o París. En el Hotel Regina, doña Lola se hospedaba siempre en la habitación 33 y, en ese hotel madrileño, conoció mi madre al apuesto conserje, con uniforme casi de mariscal, que fue mi padre.

         Doña Lola provenía de una familia manchega, de San Clemente, y desde niña debieron enseñarle que, donde no hay buenos señores, no hay buenos criados y que la señora de una gran casa tiene que saberlo todo, desde cocinar hasta lo que exigen las distintas estaciones del año, las categorías de las visitas y su manera de servirlas, organizar fiestas, despachar cuentas semanales con el administrador, las matanzas, el orden de las ropas, los zafarranchos y la limpieza en general de las habitaciones de invierno y de verano y que cada cosa se mantuviese inalterable en su sitio. La señora se comportaba con seriedad y cierta gracia, se hacía las joyas a su gusto en Madrid, se vestía en Balenciaga, tenía dos cortijos y un molino de aceite, dos coches, doncella, peinadora, tres criadas, cocinera, chófer, administrador, mozo de cuadras, aperador y aguador y, con todo eso, andaba con mandil –no se decía delantal, sino mandil–, por la cocina, haciendo y enseñando. Se había casado con un señorito rico, ya algo mayor, Antonio Díaz, que, a última hora, decidió compensarle con un cortijo por el capital de ella que había perdido él jugando. Tuvieron una hija, que murió a los tres años y su muerte causó trastornos psicológicos a la madre, que fueron desapareciendo con el tiempo. El marido, reafirmó su fama de calavera marchándose de Úbeda sin previo aviso durante varios días tras los pasos de “La Fornarina” (no la de Rafael), la célebre y bellísima canzonetista Consuelo Bello, hija de de un guardia civil y de una lavandera. Volvió de la costosa aventura, quizá sin consumarla, y se justificó diciendo que había estado ocupado en las faenas del cortijo. Murió relativamente pronto y ella se quedó, todavía joven, con dos buenas fincas, La Minilla, heredada de sus padres, y Nava, que perteneció al marido.

         En la foto de Lola Vázquez que miro ahora, tiene ojos jóvenes, de muchacha, y porte de señora. En ese retrato de estudio, podía estar entre los veinticinco y los treinta y cinco años, con suaves carnosidades que empezaban a ser rubensianas, pelo espeso y negro con guedejas sensuales que se rebelaban en la nuca y enmarcaban el rostro, labios amables prestos al humor, a la palabra, al beso necesario, y también al silencio, y ojos penetrantes, comprensivos, humanos, muy humanos. Podía haber sido una dama joven nacida en el Caribe, envuelta hasta el cuello en blusa de encaje y muselinas y acostumbrada al trato piadoso con mulatos y negros y, para hacer válida la comparación, les faltaba muy poco entonces para ser eso a los andaluces pobres. Sin embargo, mi madre, aun trabajando, debió de ser bastante feliz en aquella casa; parece evidente que encontró allí consideración y cariño y que su carácter manchego-andaluz, de Jaén, alegre y serio, cuadraba con los gustos de su ama. Un matrimonio inglés, en un balneario de Córdoba, viéndola graciosa, inteligente y dispuesta, quiso llevársela a Inglaterra e, incluso, darle estudios. “¿Qué porvenir tienes aquí, en esta jaula?”, le preguntó la inglesa, y mi madre contestó: “Esta es una jaula de oro, señora.” Lola Vázquez y ella tuvieron una trifulca seria sólo una vez y, cuando mi madre había hecho la maleta para marcharse de la casa y fue a despedirse de la señora, se miraron las dos, se les saltaron las lágrimas y se abrazaron.

         Aquella casa, como la de mi abuela o, más tarde, la de mis tíos Agustina y José María, en la calle del Trillo, fue mía por largas temporadas, desde que nací hasta pasadas más de dos décadas y, en ambas casas, me sentí honrado y feliz. Mientras vivió mi abuela en el Callejón de Ventaja y luego, con mis tíos, en la calle del Trillo, un criado me llevaba a última hora de la tarde a dormir allí y me recogía a la mañana siguiente para pasar el resto del día en la otra casa. Lola Vázquez no era mujer fácil ni efusiva, pero el hondo afecto encerrado en ella se transparentaba en una atención sensible, sentido de la responsabilidad y un amor evidente, aristocrático, a la parla del pueblo, que ella adobaba luego en anécdotas contadas con sobriedad y gracia, sin que faltara algo de malicia y de ternura en ellas. Manolilla –como llamaba a mi madre– se había casado y había tenido un hijo y, ese hijo, se convertiría en su único nieto hasta el día de su muerte. Ella, que lo tenía todo, rebosaba en deseos de una criatura y yo también  iba a necesitarla a ella a los cinco años.

         En aquel pueblo, en aquellas casas, la hucha de mi vocabulario se iba enriqueciendo, palabra a palabra: cortijo, garrota, artesa, bardas, altramuz, crujía, jaraíz, chinero, alacena, dompedro, granero, murciélago, aguador, espliego o alhucema, poyo, fuente de taza, arreos, galería, romero, esparto, tábano, vencejo, tórtola, colorín (jilguero), reja, cochera, cuadra, muralla, arrezú (paloluz), feria, era, trillo, alberca, tejeringo, olivo y tantas otras que comenzaron a salir de mis labios como agua de bautismo fecunda y fresca.

         En esa ocasión temprana de mi vida, volvimos a Madrid con la hermana pequeña de mi madre, Pepa, a la que Lola Vázquez había colocado en su casa al marcharse mi madre. Viajó con nosotros para echarle una mano a su hermana, que no se encontraba bien y estaba en su segundo embarazo. Mi tía Pepa era poco más que una adolescente, chatilla, con un cuerpo mediano bien hecho y algo inclinada a la rebeldía y a estar de morros. Con mi padre rebosante de salud y mi madre enferma, fue meter en nuestra casa de Madrid carne propicia a la búsqueda del beso furtivo y a la golosina del tacto.

 

III

 

         Hubo en casa, al volver, dos acontecimientos simultáneos, el nacimiento de mi hermano Jesús y el incendio del Teatro Novedades, cercano a nuestro barrio, la tarde misma en que mi prima Isabel había decidido que, ella y yo, íbamos a ver La tabernera del puerto. Una interferencia fortuíta, o un cambio de planes a última hora, de los infinitos cambios de planes que ocurrían a diario, hizo que no fuéramos al teatro, aunque nuestra ausencia, creyendo que estábamos allí, mantuvo en vilo y angustia a toda la familia durante muchas horas.

         La tragedia, con más de sesenta muertos, tuvo su lado grotesco: al descubrir el fuego, la orquesta del teatro tocó un brioso pasodoble; los muertos se iban cubriendo con mantas y, con un imperdible, prendían un papel en cada manta que sólo ponía “Novedades”; con tantas víctimas como hubo, se salvaron, en un cajón, los papeles de los empresarios y un montón de zarzuelas que estaban allí aguardando su lectura o su estreno, y no menos grotescas fueron las visitas obligadas de las “chisteras” políticas o los héroes de los entorchados, el ministro de Gracia y Justicia, el gobernador militar, Martínez Anido, y Primo de Rivera (el Rey andaba de viaje), seguidos por comparsas y personajillos que esperaban crecer sobre los cadáveres como los hongos. Me salvé aquel dia de la chamusquina y también se salvó de ella –como he sabido veinte años más tarde- el gran poeta de la posguerra, Blas de Otero pero, como es de suponer, las mujeres tertulianas del portal de mi casa, gozaron interminablemente, en sus sillas de anea, imaginando con lamentaciones y horripilantes detalles y consecuencias, lo que hubiera pasado si me hubiera ocurrido lo que no me ocurrió. La luz de luna y la noche, les acercaba aún más a la tragedia.

         Mi hermanillo nació, pese a la recomendación de los médicos a mi madre de evitar embarazos, con todos los rasgos de un ángel; no había en él venas que llamaran la atención, sino belleza y perfección admirables. Aunque recién llegado, parecía ver el mundo con indiferencia, como si ya lo conociera o no le interesara. Así y todo, las primas se entusiasmaron con él y le hicieron participar en la orgía vital del mundo que nos rodeaba, tratándole como a un objeto de sus emociones, como a un muñeco que la cigüeña hubiera traído de París para calibrar la hondura de sus instintos maternales. A los cinco meses, el pobrecito murió, casi sin molestar y sin haber llorado, y se le borró esa sonrisa sabia, o lo que fuera, que dibujaban sus labios. Sesenta y siete años más tarde, yo le recordé así en un texto breve que lleva por título su nombre:

         “Mi madre tuvo un niño llamado Jesús, como la Virgen María. No era vírgen, ni mi abuela Carmen la concibió inmaculada, ni los ángeles la llevaron al cielo en cuerpo y alma; unos amigos de mi padre cargaron con su cuerpo en el ataúd y la enterraron, aunque yo no lo vi. Podía haber sido virgen de retrato, pero su estampa de gitanilla andaluza, sin caracolillos en el pelo, sin malicia en la cara, no se pudo cruzar con Murillo, ni siendo chiquilla ni después, de madona, con guedejas morenas de mujer hecha, poco antes de morir.

         El niño Jesús fue cinco meses mi hermano y nos abandonó para ser ángel. Dejó en el mundo fama de facciones perfectas; la cara de mi padre –según decían-, pero sin el torrente de vida que había en mi padre; un parecido en mazapán o cera. O también un nazarenito, y quizá la elección del nombre tuviera que ver con alguna promesa de mi madre a Jesús de Medinaceli. Su sonrisa era aristocrática y suave y el mundo en que nació le debió parecer demasiado ruidoso y sin norma para habitarlo. Jesús era frutilla de paraíso y allá se fue.

         Sin embargo, no creo que viniera a dejar fama de guapo. Es demasiado estúpido. Mi madre se sentía enferma en su embarazo y se llamaba Manuela. Según los libros, Manuel, Emmanuel, quiere decir ‘Dios con nosotros’ y es el nombre profético que dio Isaías al Verbo encarnado y, según los libros, Jesús, el Verbo encarnado, significa ‘Dios ayuda o Salvador’. Mi madre querría hacer más real su nombre y meter en casa la ayuda de Dios, al Salvador, a Dios con nosotros. Jesús no tendría un pesebre por cuna, pero habitaría una casa humilde, aunque llena de luz.

         Entre el nacimiento de Jesús y la muerte de mi madre debieron pasar dos años, pero él nos dejó enseguida y me pregunto si el ataúd pequeño hizo más llevadero a mi madre el ataúd grande y si aquel angelito le abrió un camino donde no los vemos y la estaba esperando en alguna puerta para seguir creciendo a su lado, al lado de su madre, todos estos años en que yo lo he hecho solo. La aparición del niño Jesús en casa tuvo algo único que no era sólo el nacimiento de un niño. Recuerdo la flor cansada de su piel, el negro en orden de su pelo. ¿Cómo puedo recordar algo de él todavía?

         Me doy cuenta de que yo he sido siempre el hermano de Jesús, un ser borroso que sabe que Jesús ha existido.”

 

(Fragmento del libro de Medardo Fraile El cuento de siempre acabar. Autobiografía y memorias que fue editado por Pre-Textos)

Escrito en Lecturas Turia por Medardo Fraile

Tres microgramas

20 de noviembre de 2013 08:32:37 CET

Cuando Robert Walser escribe estos artículos,  “Fur die Katz” (“Por nada” o “Para el gato”) 1928/29; “Meine Bemühungen” (“Mis esfuerzos”) 1928/29  y “Der gebrauchte Mensch” (“El hombre gastado”) 1930/31, está entre los cincuenta y los cincuenta y cuatro años, edad en la que un escritor sabe de sobra si ha conseguido algo en su oficio o si, por el contrario, ha fracasado. Walser entonces se encuentra  en una deriva en la que “la soledad si iba haciendo en torno suyo” y no tenía dónde agarrarse, sólo los articulillos que aparecían en “el folletín” (sección de algunos periódicos en la que se publicaban pequeñas notas de interés general, reseñas de libros, novelas y todo lo que escapaba a las secciones “serias” de política y economía) de algunos diarios que todavía se aventuraban a publicarle. Cuando este único asidero le faltó, todo se vino abajo con la crisis de 1928/29 que, precisamente, parece haberse originado por la negativa del Berliner Tagblatt a publicar los textos que Walser había enviado. Desde 1925 este periódico venía publicándole hasta tres colaboraciones mensuales, constituyendo su principal fuente de recursos, la más segura y lucrativa. El redactor jefe le recomienda que momentáneamente deje de colaborar durante seis meses. Desde noviembre de 1928, en efecto, y durante seis meses, ningún texto de Walser aparece en el periódico. Es muy probable que esa noticia desatara la grave crisis cuyo final sería el ingreso en el asilo de Waldau. “Me esforcé en seguir escribiendo a pesar de esta advertencia”, le cuenta a Carl Seelig, “pero fueron sólo tonterías las que me arrancaba con mucho trabajo (…) Para terminar, mi hermana Lisa me llevó al asilo de Waldau. Todavía en la puerta, le pregunté: “¿Hacemos lo conveniente? “ Su silencio fue explícito ¿qué otra cosa podía hacer sino entrar?”

Walser por entonces vivía en Berna (1921/1929) sin trabajo ni domicilio fijos (en los ocho años berneses se cambiaría catorce veces de domicilio) viviendo modestísimamente de sus colaboraciones que aparecen en diarios y revistas y no siempre con la periodicidad deseada (en 1925 publicará Die Rose (La rosa), el último de sus libros).

Los artículos que aquí traducimos permanecieron inéditos en vida de Walser y sólo vieron la luz en 1986 con ocasión de la edición de su obra completa Sämtliche Werke in Einzelansgaben, editada en veinte volúmenes por Jochen Greven, Suhrkamp Verlag, Zurich. En castellano se traducen por vez primera.

Los tres artículos, aparte de tener un cierto aire de época y de mostrar las inquietudes que Walter tenía en aquellos años de crisis, son importantes para entender su abandono de la novela, ante la falta de éxito, y la incursión, casi exclusivamente, en el artículo como única vía de subsistencia. Intenta en esta época un modo de escritura totalmente personal. Pasa conscientemente “de la redacción de novelas a los artículos” porque, como dice en “Mis esfuerzos”, “las vastas construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme”. Alude también a la “crisis de la pluma”, cuando habla de que su mano de escritor “se niega a realizar cualquier servicio”; tal como lo sugiere en el mismo pasaje, esboza en primer lugar sus prosas a lápiz, en una escritura microscópica (estos “microgramos”, así denominados por Jochen Greven, tardarían veinte años en ser descifrados y transcritos en su totalidad)  selecciona seguidamente estos borradores y los pasa a limpio, a tinta, para enviarlos a las redacciones de los periódicos.

En Berna lleva una existencia marginal, se convierte en un desconocido que vive en mansardas, pasea por la ciudad vieja y visita sus tabernas. Como apunta en “El hombre gastado”: “La soledad se iba haciendo en torno suyo”. Esta soledad, a pesar de la euforia y  ganas que pone en la redacción de sus artículos, alterna con fases depresivas e improductivas y en uno de estos episodios es cuando acepta ingresar en el asilo de Waldau.

“Für die Katz”, literalmente “Para el gato”, corresponde, más o menos, a la expresión castellana “por nada” o “de balde” (tiene relación con la expresión doméstica “para el gato”, refiriéndose a las sobras de las comidas que se guardan para el gato de la casa). Este artículo, más que ningún otro, viene a decirnos que la “singular felicidad” que nace de la micrografía walseriana, está ligada a verdaderos sufrimientos del autor. El contenido de estos escritos constituye un rico tesoro de eslabones perdidos que relacionan entre sí los textos de Walser, pero que también nos proporcionan nuevas luces biográficas sobre el autor. Cada artículo es para Walser una tentativa de profundización en lo cotidiano. Un simple objeto, un paisaje, un gorrión, se convierten en el emblema de la crónica; como sucede en otro de sus textos titulado precisamente “Yo era un gorrión”, un pájaro de ciudad, de vida efímera, que sabe de sobra que no tendrá la más mínima oportunidad de alcanzar la inmortalidad literaria. El gato en este artículo, uno de los más bellos y profundos de Walser, simboliza la institución del “folletín” y toda la “maquinaria de la civilización” a la que, día tras día, el cronista se ofrece como alimento, como auténtico pasto. Todo el potencial poético que dormita en el artículo de folletín, y que desde Baudelaire será la base de la columna moderna, Walser se preocupará de desvelarlo y de ofrecerlo, inocente, al lector.

 

POR NADA (PARA EL GATO)

Anoto el articulillo que me parece quiere nacer aquí, en el silencio de la medianoche, y lo escribo por Nada, es decir para el gato, es decir, por la costumbre de hacerlo.

Por Nada es una especie de fábrica o de establecimiento industrial para el que los escritores bregan diariamente, cada hora incluso y al que, fieles y asiduos, entregan su mercancía. Producir es mejor que charlar inútilmente sobre la producción, o perderse en discursos estériles sobre lo que es útil. De Pascuas a Ramos, incluso los poetas escriben por Nada, pensando que es más inteligente hacer algo que no hacer nada en absoluto. Quien trabaja para el gato, esta quintaesencia de la comercialización, lo hace por el misterio de sus ojos. A ese gato se le conoce sin conocerlo; dormita, ronronea de alegría en su sueño, quienquiera que intente comprenderlo se encuentra ante un enigma impenetrable. Aunque por Nada represente para la cultura un peligro notorio, no parece que uno esté en condiciones de prescindir de él, pues no es otra cosa que la época en la que vivimos y para la que trabajamos, la época que nos provee de trabajo, pues bancos, colegios, restaurantes y casas editoriales, y la mayor parte del comercio, y la importancia fenomenal de las redes de producción de mercancías, y más aún, suponiendo, lo que considero superfluo, que quisiera enumerar todo aquello que pudiera entrar en esta lista, todo eso, es por Nada, siempre por Nada, y aún por Nada. Por Nada, no es sólo bajo mi punto de vista lo que contribuye a la buena marcha del sistema, que tiene algún valor en la maquinaria de la civilización, sino como he dicho, por Nada, es el mismo sistema, y si hay algo que pueda en rigor distinguirse de él, y pretender no ser hecho por Nada, es precisamente lo que presenta un valor de eternidad: las obras maestras del arte, por ejemplo, o las acciones que sobrepasan los simples gorjeos, efectos sonoros, rumores y estridencias del día. Sólo aquello que no es mascado y devorado por el rechazo o la admiración, dicho de otra forma por Nada, que por cierto representa algo eminente, sólo eso, se dice, está llamado a perdurar y llegará algún día, como un buque de carga o un paquebote, al puerto de una lejana posteridad. Mi colega Tartempion, bajo mi punto de vista, garabatea de todas todas por Nada, aunque escribe y versifica de la manera más sofisticada. En lo tocante a la nadería natural de su trabajo, sin ninguna duda notable, Trucmuche, que puede decir que tiene una bella y encantadora esposa, que cena y se festeja como un príncipe, que pasea estupendamente todos los días y vive en un apartamento romántico, Trucmuche, pues, comete un flagrante error obstinándose en creer que el gato lo ignora. Pues si, por su parte, éste considera a Trucmuche como a uno de los suyos, Trucmuche insiste en pensar que por Nada no lo juzga digno, lo que de ninguna manera corresponde a la realidad.

Al mundo actual, yo lo llamo por Nada; para la posteridad, no me permito denominación familiar.

Por Nada es a menudo desconocido, uno se hace el desdeñoso, y cuando se le echa algo de alimento, se añade con desprecio, en una disposición de espíritu totalmente aberrante, ¡es por Nada! Como si, todos los hombres, desde que el mundo es mundo, no hubieran trabajado para él.

Así pues, el destinatario primero de todo lo que sucede, es él; se repite, y solamente lo que continua viviendo y actuando a su pesar es inmortal.


MIS ESFUERZOS

Con el tiempo me he convertido en un tema de preocupación para mis editores. Hay uno que me ha invitado a escribir nouvelles  para él; ¡a mí, que hasta el momento quizá no haya sido capaz de que ni una sola haya salido bien!  A los veinte años, escribía versos, y a los cuarenta y ocho, de repente he comenzado de nuevo a escribir poemas. Por principio, en la presente tentativa de autorretrato, voy a evitar cualquier deriva personal. Por ejemplo, no diré ni una sola palabra de las personalidades importantes que he encontrado en mi vida. En cambio, me gustaría hablar lo más fielmente posible de hacia dónde van mis esfuerzos. Creo disfrutar hoy de cierta reputación como escritor de historias cortas. Quizás el valor literario del relato breve sea bastante efímero. ¿Puedo por otra parte rogar al lector que tenga la bondad de creer que lo que sale de mi boca es el fruto de mi excelente humor? Tengo la impresión, en este momento delicioso de mi vida, de ser la alegría en persona. Hasta aquí, he escrito por otra parte en una tranquilidad perfecta, a pesar de que mi naturaleza me haya podido llevar a la intranquilidad. Subrayemos de paso que, más o menos, desde hace cinco años, tengo una amiguita que a fe mía, no requiero siempre con un amor de primerísima categoría. De cuando en cuando, lo confieso abiertamente, leo en francés, sin tener la pretensión de comprender cada palabra de esta lengua. Respecto a los libros y a los seres humanos, considero que entenderlos de cabo a rabo, antes que provechoso, carece de interés. Quizá me haya dejado influenciar, aquí o allá, por las lecturas. Hace unos veinte años, redacté con cierta maña tres novelas, que quizá no lo son en absoluto, sino que serían más bien libros, en los que aparecen un montón de cosas, y cuyo contenido parece que ha gustado a un círculo más o menos grande de mis afines. Hace mucho tiempo, uno de mis jóvenes contemporáneos, se puso casi a provocarme al ver que no me emocionaba porque se le hubiera ocurrido decirme que admiraba tal o cual de mis viejos libros. Es un hecho, sin embargo, que la obra en cuestión es por así decirlo inencontrable en librería, por lo que su autor no debería sentirse orgulloso. Sucede quizá lo mismo con alguno de mis honorables colegas. Cuando iba al colegio, uno de mis maestros o pedagogos celebró mi redacción como siendo aparentemente el tipo de escritura de artículo por excelencia, lo que me permitió redactar numerosos borradores, etc., y me llevó a cuidar mi oficio de escritor, por lo que, naturalmente, me enorgullezco. En aquella época, si pasé de la redacción de novelas a los artículos, es porque las vastas construcciones épicas comenzaban por así decirlo a irritarme. Mi mano desarrolló como una especie de rechazo a servir. Para recuperar sus buenas costumbres, no le pedía más que ligeras pruebas de eficacia, pues, son precisamente este tipo de detalles los que me han permitido reconquistarla. Conteniendo mi ambición, he tenido por norma el contentarme con cualquier pequeño éxito, por modesto que fuera. El escritor en mí se conformaba a las órdenes de aquel que deseaba seguir llevando una vida muy tranquila, y que cobraba de las redacciones de periódicos más diversos. Por lo que creo, en otro tiempo tuve un nombre; sin embargo, me acostumbré también a un nombre menos notable pues anhelaba adaptarme a la denominación de “cronista de periódicos”. Jamás me ha llegado a paralizar la idea sentimental de que se me pudiera considerar como artísticamente perdido. Como una suave mano sobre mi hombro, la pregunta se planteaba a veces: “¿Ya no es arte lo que haces?” Sin embargo, podía decirme que lo que continua mereciendo la pena no tiene que dejarse importunar por exigencias cuyo peso ideológico lo ensombrece. Confesémoslo rotundamente, me faltaba voluntad para prohibirme perder el tiempo hasta ciertos límites. Me basta con poder pensar que es verosímil que el tiempo ha cuidado de mí maravillosamente. Aún estoy vivo, lo reconozco, y quizá me sea permitido dar gracias por ello estando dispuesto a vivir en armonía conmigo mismo. Cuando, ocasionalmente, me apetecía garabatear a la buena de Dios, eso podía parecer un poco descabellado a los ojos de la gente archiseria; pero en realidad, experimentaba en el terreno de la palabra, con la esperanza de que la lengua guardara alguna vitalidad aún desconocida que sería una alegría descubrir. Mientras que mi único deseo era liberarme, y permitía que este deseo existiera, ha podido suceder que aquí o allá, se me desapruebe. La crítica acompañará siempre a los esfuerzos.


EL HOMBRE GASTADO

Lentamente, el hombre gastado hacía su camino, dándose cuenta perfectamente de que en otro tiempo se había echado a perder. Con frecuencia, se había podido ver su imagen, no exenta de seducción, entre el grupo de amigos. Hace muchos años, él y estas personas eran presumidos, tenían lo que querían, es decir lo que deseaban, confianza y serenidad. Si apenas se habían sentido llamados a realizar grandes cosas o a esforzarse al máximo. Vivía, como muchos de sus vecinos, en una feliz despreocupación, pasando la mitad de las noches de comilona con toda una compañía de felices guasones y bocazas. Se sentía absolutamente incapaz, por el momento, de dárselas de listo. Ya desde hacía algún tiempo, ofrecía a los demás una cara pasmada, asombrada, por así decirlo, pues la soledad se iba haciendo en torno suyo. Creía tener que acordarse de que en otro tiempo, por ejemplo, una multitud de amigos y conocidos habían formado casi continuamente una especie de muralla protectora a su alrededor. Esta buena gente, en cierto sentido, se le parecía mucho. Era, cómo decirlo, un tipo desajustado, o a punto de llegar a serlo, poco a poco. A lo largo del año, pensaba y hacía siempre lo mismo, tan poco, pequeñas nadas confortables, fáciles, agradables, propicias a la vanidad. La vanidad, sí, era eso, sobre todo, lo que durante años había contado para él. Ahora, sus manos tenían una expresión de molicie. La renuncia había impreso su sello a todo su comportamiento. Sobre todo, no tenía en absoluto ganas de bromear. Había dejado de reír desde hacía mucho tiempo. Algo en él temía el haber recurrido a la risa, como se teme una inconveniencia. Antes, había sido claramente un gatillo o un detonador de cohetes de risa. Estos buenos viejos tiempos parecían huidos para siempre. ¿Era viejo? No. Aún no. Se encontraba más bien en el cenit de la vida, o sea, en su quincuagésimo-tercer o quincuagésimo-cuarto año. ¡Ah! ¡Si únicamente su cráneo había sido el cráneo de un cínico triunfador! ¡He ahí lo que le hubiera convenido en su más alto grado, he ahí con lo que disfrutaría! Pero triunfar, ¡ay! No era necesario soñar con ello. Cómo le hubiera gustado imaginarse que era un tigre, una fiera soberbia, vigorosa, invencible. De eso no se encontraba ni rastro en su persona. Temblaba en su fuero interno como un criminal reincidente, es decir como aquel a quien se le podía reprochar tal o cual crimen. Todo el carácter que había tenido parecía desvanecido, probablemente para siempre. Y su lado petulante, chispeante, lleno de ideas, ¿dónde estaba ahora?

Soñando que en una determinada época, había creído controlar la vida, entró indeciso y a la defensiva, en un museo, y se quedó pasmado ante el retrato de un almirante del Renacimiento, ¡completamente ennegrecido por el humo! ¡Inaudita, la expresión impasible que ofrecía! Le llamó la atención otro cuadro que representaba a un hombre de alrededor de ochenta años y que tenía, sin embargo, la destilada firmeza de un joven de muy buena familia.

Al salir del museo, sabía, con certeza y para su mayor desagrado, que su aspecto era lamentable, y que todo su comportamiento delataba desorden.

Jamás hubiera creído que fuera posible una cosa parecida. Como pasaba ante las ventanas de una casa completamente construida de cristal, quedó clavado en el suelo, estupefacto ante un extraño espectáculo.

Vio una mujer joven y bella, elegantemente vestida, que bajo las miradas de los viandantes, sentada en un canapé, acercaba de vez en cuando a sus labios el borde de una taza. Sobre la mesa se encontraba un libro abierto. Su fisonomía parecía decirle:

“Tú como los demás, esperabas mucho del porvenir. ¡Pero no es lo que habías imaginado!”

Siguió su camino, y por doquier chocaba consigo mismo, y era para no entender nada.

 

Versión y nota de José Luna Borge.

Escrito en Lecturas Turia por Robert Walser

Quitamiedos

20 de noviembre de 2013 08:26:17 CET

Conduce tranquilo hasta ese punto de la autopista, situado entre el kilómetro doce y el trece, donde se incorporan dos nuevos carriles mediante pasos elevados que forman un entrelazado de hormigón. Hasta entonces circula relajado, automático, escuchando la radio, tamborileando con los dedos en el volante, pero al alcanzar el nudo de carreteras abandona esa relajación y gana cierta tensión, atiende a la carretera hacia delante, revisa los márgenes, echa un vistazo al retrovisor para comprobar si podría cambiar de carril en caso de ser necesario, y acelera ligeramente, atraviesa esos trescientos metros lo más rápidamente posible, adelanta si algún vehículo entorpece su marcha. Mientras pasa bajo los viaductos mira hacia la derecha, al lateral, a los desmontes y el paisaje seco, aunque desde la autopista no puede ver nada, el peralte de la curva y la elevación de la calzada impiden ver lo inmediato, y el guardarraíl tapa por completo lo que aún pudiera verse, como una preocupación estética de los constructores de la vía para ahorrar a los conductores la desagradable vista, y crear en los ciudadanos la ilusión de que eso no existe, ya no.

Normalmente la cuneta está despejada, como mucho dos o tres personas en la cercana parada del autobús interurbano, alguien que llega desde el otro lado, levanta mucho la pierna para salvar el quitamiedos y camina hacia la parada. Otras veces ha visto un vehículo detenido en el margen, con luces de emergencia y un conductor haciendo señales a los coches sin que nadie atienda su petición, pues Emilio supone que el resto de conductores actúa como él, aceleran, cambian de carril, todos saben, todos han leído las informaciones periodísticas, todos han escuchado las historias que circulan de boca en boca y que se convierten ya en leyenda, por eso todos evitan demorarse en ese punto, menos aún detenerse, y aceleran aún temiendo el incidente fatal, el atropello, el zombi que cruza la autopista cojeando y no puedes esquivarlo, cae sobre el parabrisas o queda bajo las ruedas, no sería la primera vez.

No es tan difícil que algo así suceda, su propia decisión de acelerar en ese tramo para cruzarlo cuanto antes le pone en mayor riesgo de un atropello así, por eso cuando ve a alguien caminar por el arcén o a punto de saltar el quitamiedos Emilio cambia de carril, ocupa el central, y una vez superado mira por el retrovisor para ver si algún desgraciado no ha tenido tanta suerte y se ha llevado por delante al moribundo. Qué hacer en ese caso, cómo actuar si un día cae un hombre sobre tu capó, lo ha pensado muchas veces, y le asusta elegir la huida, ese tipo de cosas pasan en caliente, el temor que lleva al conductor a no detenerse y continuar la marcha, más tarde irá a una comisaría a confesar, o ni siquiera eso, revisará la chapa al llegar a casa para comprobar si hay alguna marca, y confiará en que no haya investigación policial, a nadie importará ese cadáver, nadie lo reclamará, nadie perderá tiempo en una muerte que se habría producido pronto de cualquier manera. Ese tipo de cosas pasan en caliente, en efecto, pero él lo decide ya en frío, no detenerse, como si el atropello, el cuerpo sobre el asfalto que otros coches no logran esquivar y pisan, el asustado conductor detenido en el ensanche de la vía que forma la parada de autobús, fuesen a atraer a otros moribundos que ascenderían el terraplén y saltarían el quitamiedos buscando venganza por el compañero muerto.

No sólo hay que tener cuidado con quienes caminan por la autopista y que cruzan sin mirar, también hay que atender a los coches que, detenidos en el arcén sin señalización de emergencia, se incorporan de improviso, sin marcar la maniobra con el intermitente, y pueden ser embestidos por el tranquilo conductor que circula por su carril respetando las normas de velocidad, por eso busca el extremo interior de la calzada si ve un vehículo detenido, ha leído cómo funcionan esos transportes, los llaman cunda, un peculiar taxi, normalmente un coche robado en el que se meten todos los que caben, es habitual que incluso el conductor sea uno de ellos, por eso no hay que esperar que mire por el retrovisor al incorporarse o al abrir la puerta, vienen de otras zonas de la ciudad, paran en el arcén, bajan los cinco o seis que viajan dentro, saltan el guardarraíl y se dejan caer por la pendiente hasta las construcciones que desde la autopista no vemos, y una vez satisfechos vuelven, escalan el terraplén resbalando, clavando las uñas en los terrones hasta alcanzar el punto donde dejaron aparcado el coche.

Otros, por lo que dicen, viajan en autobús, no porque sean partidarios del transporte público, sino porque perdieron su coche, tal vez quedaron inconscientes durante un rato por efecto de la sustancia consumida y cuando despertaron, tumbados entre escombros y plásticos, se arrastraron por el terraplén para comprobar que sus acompañantes ya se habían marchado, no les quedó más remedio que cruzar la barrera y caminar por el arcén hasta la parada de autobús que ensancha ligeramente la calzada bajo el viaducto, y allí esperar a que un transporte se detenga, si bien hay conductores que pasan de largo esa parada, lo que provoca que el desairado viajero salga al paso del autobús para obligarlo a detenerse, causando volantazos y frenazos entre quienes circulan, y en algún caso un lamentable atropello.

******

Por todo ello Emilio no puede creer que un pinchazo sea casual, no allí, precisamente en ese punto, no puede ser fortuito que una rueda que no ha reventado en años lo haga exactamente en el sitio menos apropiado para ello, en esos trescientos metros malditos, justo cuando se aproximaba al nudo de carreteras y empezaba a incorporar tensión a su conducción, miradas al retrovisor y a los márgenes, el pie llevando a fondo el acelerador, y en ese momento, justo entonces, escucha el estallido, una detonación seca que puede ser causada por otra circunstancia, que espera sea causada por otra circunstancia, al pisar un trozo de chapa dejado en el asfalto, una piedra que otro vehículo hace saltar y que impacta contra la carrocería, pero es un pinchazo, resulta evidente en la manera en que el coche se vuelve inestable, avanza cojeando, el ruido de la llanta golpeando en cada vuelta del eje indica que ha sido un reventón grande, disminuye la marcha para no perder el control y aunque inicialmente aspira a atravesar esos trescientos metros aunque sea arrastrando la rueda desnuda, el coche se vuelve más indomable y, ante el riesgo de un accidente mayor, acaba deteniéndose en el arcén, a unos cien metros de la parada de autobús.

No puede ser casual, piensa, y por tanto teme algo intencionado, una trampa en la que hoy le tocó caer a él, unos clavos dejados en el asfalto para provocar el pinchazo, una emboscada de quienes en pocos segundos caerán sobre su coche y le sacarán violentamente del interior para, en el mejor de los casos, dejarlo tirado y algo magullado en la cuneta para escapar con su vehículo. Entre las muchas historias, ciertas o apócrifas, que circulan sobre ese lugar, no recuerda haber oído nunca nada acerca de este tipo de emboscadas. Sabe de atropellos, piedras lanzadas desde el viaducto sobre el parabrisa de los coches, averías fingidas para que un incauto atienda la petición de auxilio y se detenga, autoestopistas de aspecto confiable; pero no conoce ningún caso de clavos para provocar un pinchazo, lo que no le tranquiliza, siempre hay una primera vez para todo.

Qué hacer. Permanece aún dentro del vehículo, agarrado al volante, ya detenido en el arcén. Mira por el retrovisor, a quienes se aproximan por la autopista y le adelantan, se ve él mismo con los ojos de quienes conducen esos otros coches y que le mirarán como él ha mirado otras veces a vehículos detenidos en el arcén, que siempre le resultaron sospechosos, nunca pensó en un pinchazo o una avería más que como una trampa, por eso ni siquiera intenta bajar del coche y hacer gestos para que algún conductor se detenga y le ayude, sabe que nadie se detendrá, todos están al tanto de lo que sucede en ese punto kilométrico y no se arriesgarán por mucho que su aspecto inspire confianza, un hombre aseado, afeitado, con americana de buen corte y corbata.

No baja del coche, para qué, al menos dentro se siente todavía seguro, no merece la pena hacer gestos a los coches, nadie parará, y tampoco contempla siquiera intentar arreglar la avería, cambiar la rueda, nunca lo ha hecho, es torpe, no sabe ni dónde está la rueda de repuesto ni cree contar con las herramientas necesarias, y esa maniobra le retendría allí durante horas. Coge el teléfono y lo mira sin saber todavía a quién llamar. El primer impulso es el número de emergencia, claro, la policía, pero no tiene sentido, no es ninguna emergencia, nadie le amenaza, no todavía. Tampoco puede llamar a un compañero de trabajo, a esa hora están ya todos en casa, él fue hoy el último en salir de la oficina, suele ser puntual y hoy precisamente se retrasó, las fatalidades se suman, sus horas extra de trabajo y el pinchazo, se suman y le dejan ahí, en la cuneta de la autopista cuando empieza a ponerse el sol y en menos de una hora llegará la oscuridad.

Busca en la guantera la carpeta con los papeles del seguro, recuerda que hay una tarjeta de la compañía con un número para estos casos, le mandarán una grúa, un operario que le rescate y le cambie la rueda, aunque sabe que la ayuda puede demorarse un buen rato. Marca el número de la tarjeta, suena tono de llamada durante un minuto pero nadie atiende el teléfono. Cuelga y vuelve a marcar, y de nuevo da tono hasta que una voz grabada le indica que todos los operadores están ocupados, y le invita a volver a marcar pasados unos minutos. Aún lo intenta cuatro veces más, hasta que furioso arroja el teléfono en el asiento.

Levanta la vista y, a través del parabrisa delantero, lo ve. Un hombre, joven, vestido con chándal, desgreñado. En el momento en que lo ve está saltando el quitamiedos, unos cuarenta metros por delante de su coche. Pasa una pierna con dificultad, y al pasar la segunda pierna se engancha la zapatilla con la valla y da un traspiés, se incorpora con torpeza. Echa un vistazo alrededor y por fin empieza a caminar hacia la parada del autobús, pero tras unos pasos se detiene, como si recordase algo, y se gira hacia el coche de Emilio. Lo mira con atención, acaso espera reconocerlo, y así permanece unos segundos, dudando si continuar hacia la parada o desandar el camino y acercarse al coche. Cuando parece que se decide y da los primeros pasos hacia Emilio, algo llama su atención a lo lejos. Emilio ve por el retrovisor el autobús verde que se aproxima. El joven echa a correr hacia la parada, moviendo los brazos para llamar la atención del conductor, que esta vez sí se detiene, frena junto a la parada y abre las puertas para que el joven suba, y con el autobús se aleja una amenaza pero también una salida, pues Emilio piensa, demasiado tarde, que podía haber dejado el coche y correr hasta la parada para subirse él también, al menos le hubiese acercado a la ciudad, ya tendría tiempo de avisar a la grúa para que recogiese su coche.

Vuelve a marcar el número de la compañía aseguradora, con idéntico resultado. Por fin se baja del coche, con cuidado al abrir la puerta pues los vehículos atraviesan ese punto a gran velocidad. Da la vuelta revisando las ruedas hasta que localiza el pinchazo en la trasera derecha. El reventón ha sido grande, la llanta casi toca la calzada, falta un trozo de neumático y huele todavía a goma quemada. Se agacha junto a la rueda con gesto aprendido pero inútil, no sabe qué hacer con una rueda así, se incorpora y abre el maletero pero ahí no encuentra nada, se arrodilla y apoya las manos en el asfalto para mirar bajo el vehículo, donde descubre la rueda de repuesto, enganchada con unos tornillos que no sabe con qué podría soltar.

Se pone en pie, se sacude los pantalones y, ahora sí, se aproxima despacio al guardarraíl, mira al otro lado de la barrera, aquello que nunca ve desde la carretera pero que siempre ha imaginado, ayudado por algunas fotografías de periódico y por toda la imaginería habitual de la miseria. Está en primer lugar el terraplén, que es más escarpado de lo que pensaba, aunque está recorrido por un desagüe, una canalización de hormigón que puede funcionar como escalera empinada. Abajo hay cuatro caravanas aparcadas, viejas, una de ellas sin ruedas, alzada con ladrillos. Tienen las puertas abiertas, y frente a ellas se acumulan restos de todo tipo, palés, cartones, plásticos, un vehículo desguazado, bloques de cemento arrancados. Tras las caravanas hay un terreno descampado, de unos cincuenta metros de ancho, y después comienza el poblado, formado por medio centenar de construcciones, algunas de aspecto inestable, de chapa o madera, otras que podrían considerarse casas, de ladrillo y uralita, de aspecto tosco, a medio acabar. Entre las casas hay algunos coches aparcados, y se ve un grupo de niños que juega y varias mujeres. A la puerta de una de las caravanas más próxima al terraplén hay cuatro hombres sentados en el suelo, haciendo círculo, uno de ellos casi tumbado. Un quinto hombre está de pie, sobre la escalera de entrada a la caravana. Es éste el que levanta una mano y señala hacia la autopista, hacia Emilio, y comenta algo que hace que los otros cuatro miren hacia allá y, tras verle, se pongan en pie. Los cinco quedan unos segundos quietos, mirando hacia Emilio y hablando entre ellos. Uno de ellos grita algo que Emilio no entiende, y ya no ve más, pues retrocede para ocultarse, demasiado tarde, lo sabe.

El primer impulso es echar a correr, pero lo descarta por inútil. Mira hacia la carretera esperando un autobús salvador, pero sólo hay coches que aceleran al ver su vehículo aparcado, evitando la posible trampa como él ha hecho tantas veces. Se mete dentro y activa el cierre centralizado. Coge el teléfono y vuelve a marcar, pero la misma grabación de voz le pide disculpas y le anima a intentarlo de nuevo pasados unos minutos. Piensa que ahora sí debería llamar a la policía, no pierde nada, en el peor de los casos no le harán caso, pero cabe la posibilidad de que le atiendan, si él informa del punto exacto de la autopista en que se encuentra tal vez los uniformados comprendan sin más aclaraciones y manden un coche en auxilio, pero ya no tiene tiempo de marcar, pues en ese momento ve, unos metros por delante, a cuatro jóvenes, los cuatro que estaban sentados en el suelo junto a la caravana, y que ahora saltan el quitamiedos y se acercan a su coche.

En los pocos segundos que tardan en alcanzarle, tiene tiempo de observarlos. Uno de ellos parece el más perjudicado, y camina arrastrando los pies y con la cabeza un poco ladeada, la mirada perdida. Los otros tres parecen en mejor estado, aunque hay algo nervioso en sus gestos. Visten ropa informal que no dice nada de ellos, vaqueros y camisetas, como cuatro amigos en cualquier calle de su barrio. Sólo el rostro demacrado, la barba descuidada y el pelo sucio informan de su condición. Instintivamente vuelve a comprobar si las puertas están cerradas, y ahora ya los cuatro rodean el vehículo, dos por cada lado. El que tiene peor aspecto se apoya en el capó, se deja caer sin cuidado, tal vez hunde ligeramente la chapa.

Qué haces, pregunta uno de ellos, junto a su ventana. No debe de tener más de veinte años, piensa Emilio, aunque su piel lastimada, los ojos humedecidos y la boca desdentada parecen de un anciano. Como no contesta a la pregunta, el muchacho la repite, acompañando ahora sus palabras de un toque de nudillos en el cristal de la ventana: qué haces. Emilio responde sin levantar mucho la voz: he pinchado. Qué, pregunta el otro, con un gesto de no escuchar, abriendo más la boca para mostrar las encías. Que he pinchado, repite Emilio, casi gritando ahora. Joder, cómo tienes la rueda, exclama uno, en la parte trasera, y hace que los otros dos acudan a ver el neumático reventado, mientras el cuarto sigue apoyado en el capó, con la cabeza echada hacia atrás, como a punto de dormirse. Emilio mira por el retrovisor a los tres, hasta que sólo ve a uno pues los otros dos se han agachado junto a la rueda.

Llevas repuesto, pregunta el mismo de antes, que ha vuelto junto a la ventana. Emilio asiente en silencio. Te la cambiamos y nos llevas, propone el joven. Todavía con el teléfono en la mano, sin mirar a los ojos al muchacho, Emilio duda unos segundos mientras valora las opciones. Intenta entender la propuesta. Te la cambiamos y nos llevas. Pesa la desconfianza, no espera nada bueno de esos cuatro, y la posibilidad de una reparación, un viaje juntos y una despedida amistosa al llegar a la ciudad le parece improbable. Ve más verosímil que, una vez les facilite el acceso a la rueda de repuesto, la cambien en efecto, pero después se marchen con el vehículo dejándole a él allí en el mejor de los casos. Cabe una última opción, más aterradora, en la que no le abandonan en la carretera sino que se lo llevan con él, apretado en el asiento trasero entre dos de ellos, a su derecha el que ya no está sentado sino tumbado en el capó, y que probablemente apoyaría la cabeza en su hombro mientras viajaban hacia un destino incierto. Descarta la otra posibilidad aparente, quedarse encerrado en el coche y rechazar el ofrecimiento, pues cree que sería peor, que ellos conseguirán lo que buscan por las buenas o por las malas, mejor no resistirse, y siempre cabe la posibilidad de que mientras cambian la rueda aparezca la guardia civil, o el autobús y él pueda echar a correr para subirse a tiempo dejándolos allí con el coche, o incluso, aunque ahora le parezca improbable, la oferta sea realmente amistosa y se conformen con un paseo de doce kilómetros a cambio de llenarse las manos de grasa en la reparación.

No tardamos nada, insiste el muchacho, la cambiamos en un ratito y nos llevas, venga. Vale, concede Emilio, que en seguida se arrepiente cuando escucha la nueva petición del joven: tienes que abrir el maletero para que saquemos la rueda. Está enganchada por debajo, responde Emilio, que mantiene la esperanza de no tener que salir del coche, y ganar así tiempo. Ya, pero hay que soltarla desde dentro del maletero, tienes que abrirnos, insiste el otro. Vuelve a mirar el teléfono en su mano, ahora sería el peor momento para intentar una llamada, podría poner nerviosos a sus atacantes, pero no hay motivo para llamarlos atacantes, no han hecho nada amenazante, a no ser que consideremos su sola presencia, su existencia, como una amenaza en sí misma. Por fin, resignado, abre la puerta y baja del coche con las llaves en la mano.

Da unos pasos hacia la parte trasera, seguido por el que parece ser portavoz del grupo. Los otros dos están todavía agachados junto a la rueda, y ríen mientras dicen algo en voz baja. Emilio mira de nuevo hacia la carretera, donde no hay autobús ni coche patrulla. Observa los coches que pasan, los rostros de los conductores, y se ve de nuevo a sí mismo desde fuera, como lo vería si fuese él quien atraviesa en ese momento el tramo de autopista acelerando, un coche de gama alta, cuatro tipos manipulando el maletero, uno de ellos con americana y los otros con aspecto más desastrado, una escena extraña, quizás provoque que alguien llame a la autoridad, si dedicasen unos segundos, si redujesen la velocidad y se fijasen bien verían algo sospechoso.

Qué coche más guapo tienes, dice otro de los jóvenes, que ya se ha levantado y le habla de cerca, mientras pasa una mano en caricia por la carrocería y repite: qué guapo. Emilio abre el maletero y da unos pasos hacia atrás. Ve cómo los tres se vuelcan sobre el interior y manipulan el suelo hasta que uno de ellos se gira y muestra en su mano una herramienta cuyo nombre Emilio ignora, una especie de barra larga y curva de acero brillante que, en otras circunstancias, observaría como un arma contundente, se cubriría la cabeza o echaría a correr, pero ahora quiere ver como lo que es, sólo una herramienta para arreglar un pinchazo. Otro de los jóvenes maniobra en el interior del maletero, hasta que la rueda de repuesto cae al asfalto junto a hierros y tornillos. El tercero se agacha y la arrastra hacia el exterior con dificultad, por lo pesado de la pieza y la debilidad del muchacho, muy delgado. El del maletero muestra otra pieza, lo que Emilio sin mucha dificultad identifica con un gato hidráulico.

Durante varios minutos los tres muchachos trabajan agachados en el lateral del coche. Mientras, Emilio camina por el arcén, tres pasos hacia un lado y tres hacia el otro. Observa al cuarto hombre, que sigue acostado sobre el capó, más dormido que desmayado. Siguen pasando coches a gran velocidad, y entre ellos pasa un autobús, que no se detiene al no haber nadie en la parada, y tampoco Emilio intenta alcanzarlo. Reconoce que está algo más tranquilo, los tres muchachos no han vuelto a dirigirle la palabra, hablan entre ellos y maldicen cuando un tornillo se resiste, de vez en cuando sueltan una risotada y uno empuja a otro, que cae de culo en el asfalto, bromas de amigotes. Mientras, se ha hecho casi de noche, los automóviles alumbran con sus faros al pasar, los reflectores del quitamiedos brillan, y en pocos minutos no habrá luz suficiente para terminar la reparación.

De golpe, uno de los tres se incorpora bruscamente y se acerca a Emilio, que en ese momento se giraba, y se sobresalta, reacciona echándose a un lado y tensando el cuerpo, como si fuese a comenzar una pelea, no puede disimular su expresión asustada y el otro la percibe y entiende. Qué te pasa, tienes miedo, le pregunta. No, no, responde Emilio intentando controlar los nervios, claro que no. Tienes miedo de nosotros, confirma el muchacho, que levanta la voz para que los otros dos le escuchen. Los compañeros detienen un instante su trabajo para mirar a Emilio, que quiere serenarse. De verdad que no, claro que no tengo miedo, sonríe. Estás cagado, insiste el muchacho, que se vuelve hacia sus amigos, uno de los cuales asiente y repite: está cagado el tío. Normal, dice el tercero, y los tres se ríen. Los dos agachados continúan apretando tornillos, y el que se acercó a Emilio lo observa unos segundos y por fin habla. Tienes un cigarro, pregunta. No fumo, se disculpa Emilio. Vaya, no fumas, dice el otro, y quedan los dos en silencio, mirándose, mientras los coches pasan a gran velocidad. A su espalda Emilio tiene el quitamiedos, lo roza con los dedos, sabe que detrás está el terraplén, no es una buena escapatoria, caería torpe rodando, y abajo, en las caravanas, en el poblado, sospecha mayores peligros. El otro sigue mirándolo, en silencio, con una expresión indefinida, la boca torcida, los ojos un poco arrugados, deslumbrado por los faros de los coches que pasan.

De pronto frunce la frente, entrecierra los ojos como mirando a lo lejos, después los abre más, y grita a sus colegas, sin mirarlos, vienen los picolos, vienen los picolos, los otros dos se incorporan y miran hacia donde también mira ya Emilio, la luz azul sobre el techo de uno de los coches que se acerca, más lento que el resto. Los tres se desplazan a la parte delantera, donde está el durmiente, al que levantan tirando de su camisa. El coche policial activa el intermitente para señalizar la maniobra, pisa el arcén mientras va frenando, y deslumbra con sus faros a Emilio, que gira la cabeza y comprueba que los otros ya no están. Se asoma al otro lado del guardarraíl y, en lo oscuro, distingue las cuatro figuras que descienden a trompicones. Abajo se ven algunas bombillas débiles entre las viviendas, y más allá se extiende ya la noche.

El coche avanza muy despacio hasta que se para a cinco metros de Emilio, iluminándolo con los faros. Vuelve a mirar abajo, pero ya no puede ver a los huidos. El sonido de las puertas al abrirse y cerrarse le hace atender a los dos guardias que se han bajado y caminan hacia él.

Qué hace ahí parado, no sabe que no se puede parar en el arcén, dice el que conducía. Perdonen, es que tuve un pinchazo. Y por qué no ha señalizado el vehículo, pregunta el otro, en tono duro. No me di cuenta, se disculpa Emilio. Tiene que poner los triángulos de señalización y las luces de emergencia, informa el primero. Y tampoco se ha puesto el chaleco reflectante para bajar del vehículo, añade el segundo. Muéstrenos los papeles del vehículo y su permiso de conducir, exige uno de los dos, Emilio no sabe cuál, pues ha vuelto la mirada al otro lado del quitamiedos, a las luces que ya sólo son puntos de brillo débil en la oscuridad del poblado.

Escrito en Lecturas Turia por Isaac Rosa

Andrés Trapiello: “La literatura y el arte son un viaje constante”

Cuenta Andrés Trapiello que sus primeras lecturas, placenteras y solitarias, las realizó en el pequeño desván de la casa familiar en León, un desván “al que se accedía por una escalera de madera empinada y peligrosa” y al que tenía prohibido subir.

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Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

Miguel Barceló: "Descubrir la delicadeza y perfección de las pinturas primitivas fue una de las grandes impresiones de mi vida como artista"

Al final de un brillante ensayo titulado de forma que podemos traducir como “Algunos pensamientos sobre el hecho de ser bibliografiado”, escrito por Edmund Wilson en 1943, y recogido en su libro Classics and commercials (1950), el siempre inteligente crítico norteamericano sugiere que la guerra, al provocar la desaparición de lo que podemos llamar mercado literario, la reprobación del público y el fomento de las dudas sobre el trabajo propio, acaba rompiendo el ritmo natural de la cultura, empujando a personas con talento a la enseñanza u otras profesiones.

Escrito en Lecturas Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

El sueño electrónico

18 de noviembre de 2013 13:34:20 CET

En los últimos tiempos casi se da por hecho, como algo irreversible, el paso del libro de papel al nuevo soporte digital. Incluso la prensa se ha complacido en ir dando esta noticia, como si se hubiera producido realmente, o mejor dicho, como si estuviéramos asistiendo de facto a un lento pero inexorable cambio tecnológico semejante al que se produjo a principios del siglo XIX entre el barco de vela y el barco de motor.

Los primeros en profetizar la muerte del libro  fueron, George Orwell y Marshall McLuhan. El primero dijo que el cine terminaría con el libro de papel; el segundo que su futuro ejecutor sería la televisión. Pues bien, transcurridas varias décadas, estas enfáticas profecías (todas lo son), hechas por personas inteligentes y cultivadas, han resultado ser de momento muy exageradas, cuando no, totalmente erróneas.

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Escrito en Lecturas Turia por Jacobo Siruela

Brindis

15 de noviembre de 2013 08:27:08 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

Frente a una copa de vino rojo

que apaga un asomo de tristeza

celebro hoy el amor con el brillo

que golpea, como la luz del día,

en los cristales. Brindo por los dioses

y el líquido no es ahora sangre

de paloma, sino calor de sol tímido,

ojo de tigre amarillo

que abre las ventanas al mundo

de los sueños. Vino verde de alegría

joven, de horas felices sin preguntas,

vino del equilibrio sin exceso

para no darte de bruces

con la vida, vino granate que descubre

la verdad y da calor al alma

en el invierno de la melancolía.

Escrito en Lecturas Turia por Ana María Navales

Entrevistado por Javier Cercas con motivo de la reciente concesión del premio Nobel a Mario Vargas Llosa, Javier Cercas afirma que “cuando Vargas Llosa está en su punto más bajo es mejor que casi todos los demás novelistas cuando estamos en nuestro punto más alto”.

     Abordamos al escritor Javier Cercas en un bar del barrio de Gracia, en Barcelona, adonde suele acudir cada tarde a leer y escribir.

     Javier Cercas: Disculpe, señor Cercas, ¿podría hablar un momento con usted?

     Javier Cercas: No. ¿No ve que estoy ocupado?

     J. C. Será solo un momento. Me gustaría hacerle unas preguntas sobre Mario Vargas Llosa. Sé que es usted un admirador de su obra y, como acaban de darle el Nobel…

     J. C. Usted dirá.

     J. C. ¿Cuál fue el primer libro de Vargas Llosa que leyó?

     J. C. La ciudad y los perros.

     J. C. ¿Qué le pareció?

     J. C. ¿La ha leído usted?

     J. C. Sí.

     J. C. ¿Y qué le parece?

     J. C. Una novela soberbia.

     J. C. Ya. Pues mire, yo debía de tener 16 ó 17 años cuando la leí, y me quedé anonadado. Me pregunté si había muchas novelas en castellano mejores que esa. Ahora, cuando ya he leído unas cuantas novelas en castellano y varias veces La ciudad y los perros, he averiguado la respuesta: no.

      J. C. ¿Qué fue lo que le anonadó?

      J.C. Supongo que lo que anonada siempre en las grandes novelas: su capacidad de persuasión, su complejidad formal y moral, la furia tremenda con que estaba escrita. Pero, a diferencia de lo que me ocurrió con otros autores a esa edad, leer a Vargas Llosa no me impulsó a imitarlo, quizá porque me sentía incapacitado para hacerlo. Lo mismo me ocurrió, por ejemplo, con Borges. Lo que quiero decir es que tardé cierto tiempo en asimilar la obra de Vargas Llosa –suponiendo que la haya asimilado-, es decir, en apropiármela para hacer con ella algo personal y distinto que sin embargo sin ella no hubiese podido hacer.

       J. C. Algunos críticos detectan la influencia de Vargas Llosa en usted.

       J. C. Ya me gustaría a mí que tuviesen razón.

       J.C. Uno de esos críticos dice que su sintonía con Vargas Llosa radica en el hecho de que ambos usan el método de Flaubert, consistente en entrar a saco en la realidad real y transformarla en una realidad literaria. ¿Está de acuerdo con eso? ¿Es para usted Flaubert, como para el escritor peruano, un autor de cabecera?

        J.C. Mire, joven, no haga caso de lo que dicen los críticos; o sólo haga caso de lo que dicen los buenos, y el que dijo eso no lo es. Flaubert fue un escritor fundamental para que yo concibiera la ambición insensata de llegar a ser escritor, pero a Flaubert llegué precisamente a través de Vargas Llosa: no sólo de La orgía perpetua –su ensayo sobre Madame Bovary-, sino también del primer volumen de Contra viento y marea: ahí, igual que en la correspondencia de Flaubert –que a lo mejor, según creyó Gide, es el gran libro de Flaubert-, aparece como en casi ninguna otra parte la idea del escritor como fanático entregado de forma excluyente a la tarea de escribir, igual que un kamikaze dispuesto a vender su madre a una caravana de tuáregs con tal de escribir un buen libro. Esa idea, encarnada en Flaubert y también en Vargas Llosa, es el nervio central del primer libro que escribí (y, me parece, de mucho de lo que he escrito luego); esa idea decidió mi vocación en el momento en que se deciden las vocaciones. Como es obvio, por desgracia los libros de  Vargas Llosa y los míos son formalmente muy distintos –temáticamente no tanto, quizá, y en cualquier caso es muy posible que sin los de Vargas Llosa los míos no existieran, o al menos no existieran tal y como existen ahora-, de manera que, mucho antes que una influencia técnica, la de Vargas Llosa fue para mí una influencia ética que equivalía a un modo radical de encarar la literatura, entendida ésta como una pasión sin condiciones y también como un arte capaz de cambiar la percepción del mundo del lector, que es la única forma en que el arte puede cambiar el mundo. En cuanto a lo que usted o su crítico llaman “entrar a saco en la realidad real y transformarla en una realidad literaria”, ese no es ni el método de Flaubert ni el de Vargas Llosa ni el mío: como el propio Vargas Llosa muestra en algunos de sus ensayos, ése es el método de cualquier escritor que no se resigne a escribir una literatura meramente ornamental o  inane.   

      J.C. Estará de acuerdo conmigo en que la calidad media de las novelas de Vargas Llosa es altísima; quiero decir que, siendo su obra tan extensa, no tiene muchos altibajos.

      J. C. Claro que tiene altibajos, como la de todo el mundo. Pero lo relevante es que, cuando Vargas Llosa está en su punto más bajo, es mejor que casi todos los demás novelistas cuando estamos en nuestro punto más alto.            

      J.C. ¿A qué atribuye eso?

      J. C. Es usted un necio, joven. ¿A qué lo voy a atribuir? Mire, déjese de tonterías: le hayan dado o no el Nobel, Vargas Llosa es desde hace bastante tiempo uno de los mayores escritores vivos en cualquier lengua.  Si se hubiera muerto o hubiera dejado de escribir con 33 años, cuando sólo había publicado La ciudad y los perros, La casa verde, Los cachorros y Conversación en la catedral, lo habríamos considerado uno de los mejores novelistas en español de cualquier época. Esto es una evidencia. Pero es que después escribió cosas como La tía Julia, como Historia de Mayta, como La guerra del fin del mundo, como La fiesta del chivo. Busque el nombre de un solo novelista actual que haya escrito siete novelas de esa ambición y de esa potencia y ya me contará. Por otra parte –supongo que esto nadie lo duda tampoco-, Vargas Llosa es el mejor crítico literario de nuestra lengua y un ensayista brillantísimo y, dicho sea de paso, el único novelista de la historia que ha sido derrotado en unas elecciones presidenciales por uno de sus personajes: obviamente, Alberto Fujimori es un personaje de La casa verdeFushía, el bucanero fugitivo-, y el increíble Vladimiro Montesinos, asesor para todo, compañero de fechorías y mamporrero principal de Fujimori, no es sino una copia del increíble Cayo Bermúdez, alias Cayo Mierda, de Conversación en la catedral. Igual que, según Wilde, los poetas laquistas inventaron la niebla del Támesis, Vargas Llosa ha inventado el Perú... y algunas otras cosas. En fin: lo asombroso es que este hombre haya tenido tiempo para todo esto y para no sé cuántas cosas más, y que siga dando una guerra tremenda a sus 75 años. Es natural que muchos escritores nos sintamos humillados por Vargas Llosa. Cosa esta última que, junto con su incapacidad para callarse lo que piensa, explica que tenga tantos detractores en el gremio, que tantos escritores que están en deuda con él hagan esfuerzos ridículos por esconder esa deuda, y hasta, verosímilmente, que le hayan dado el Nobel hace unos meses y no hace veinte o treinta años.              

     J. C. ¿Puede un lector y admirador de Vargas Llosa como usted separar al novelista y al crítico literario del hombre público, del que quizá está usted ideológicamente alejado?

     J.C. ¡Vaya por Dios! ¿No podría hacer al menos una pregunta inteligente? No sé si habrá dado cuenta usted, pero Vargas Llosa es esa cosa que antes se llamaba un escritor comprometido. Eso significa, por una parte, que no concibe la literatura sólo como juego o como entretenimiento –o, si lo prefiere, que concibe la literatura como un juego en el que uno se lo juega todo, un juego en el que no sólo juega lo personal, sino también la historia y la política, que al fin y al cabo forman asimismo parte de lo personal-. Pero también significa que –por educación, quizá por proceder del tiempo y el país del que procede- Vargas Llosa se siente en la obligación de intervenir con asiduidad en la vida pública. Respecto a esta cuestión hay un equívoco muy extendido: Vargas Llosa no es en absoluto un escritor políticamente conservador, sino un liberal, que es cosa muy distinta (y, en muchos aspectos, es un liberal más de izquierdas que muchos izquierdistas). Esto, por supuesto, es un grave inconveniente para él, porque lo políticamente correcto y profesionalmente vistoso es que un escritor sea muy de izquierdas (aunque sólo sea un cínico o sólo sea un izquierdista de boquilla, como sucede tan a menudo). Sea como sea, y al margen de que yo esté más o menos de acuerdo con sus ideas, lo evidente es su honestidad intelectual, sólo comparable a la de un peligroso boy scout cruzado con el ya mencionado kamikaze; eso quiere decir que Vargas Llosa es uno de esos raros especímenes de intelectual capaces de mirar de frente a la realidad y, si la realidad no coincide con sus ideas, cambiar inmediatamente de ideas, gusten éstas o no, le convengan o no, le sean o no rentables. No lo dude, joven: esa es la máxima virtud  a la que puede aspirar quien aspira a pensar por su cuenta.

         J.C. ¿Cuáles son sus tres novelas favoritas de MVLL?

          J.C. Me pone en un aprieto, pero, si tengo que elegir, elijo La casa verde, Conversación en la catedral y La guerra del fin del mundo. La primera es un feroz western piurano y amazónico; la segunda, la gran novela política de Vargas Llosa, y quizá su libro más complejo, al menos formalmente; la tercera es una portentosa novela de aventuras, y un formidable alegato contra el fanatismo, contra nuestra tozuda incapacidad de ver la realidad sin las anteojeras reduccionistas de las ideologías, sean laicas o no. Todas, en el fondo, y aunque no siempre lo parezcan, son novelas de amor y de guerra, novelas a la antigua usanza y a la vez modernísimas, como si las hubiese escrito un novelista del siglo XIX que no ignorase ninguna de las astucias que ha enseñado el XX.

          J.C. ¿Qué novela de Vargas Llosa recomendaría a quien todavía no lo ha leído?

         J.C. Vuelve a ponerme en un aprieto, pero, si tengo que elegir, elijo La guerra del fin del mundo.

        J.C. ¿Qué pensó tras leer el elogio que Vargas Llosa hizo de su novela Soldados de Salamina y que tanto contribuyó a su difusión?

        J.C. ¿Qué iba a pensar? Que se había equivocado de novela, porque ni en el más insensato de mis delirios de grandeza imaginé que Vargas Llosa podría escribir lo que escribió sobre un libro mío. Como soy muy cobarde, también pensé que ya nunca podría decir lo que de verdad pensaba de la obra de Vargas Llosa, para evitar que mis enemigos dudaran de mi sinceridad y lo atribuyeran a la mera gratitud. Y, por cierto, ¿no será usted periodista? ¿No irá usted a publicar esto?

        J.C. ¿Cómo se le ocurre?

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Cercas

Bestiario inédito

15 de noviembre de 2013 08:13:07 CET

Escarabajo Hércules

Soy una criatura magnífica, nadie puede negármelo. Tengo un cuerpo macizo, de color gris perla, espolvoreado con manchitas negras, y un cuerno impresionante, proyectado al frente como el espolón de una galera. Poseo, además, otro segundo cuerno, aunque no sea tan impresionante como el primero, y un par de alas membranosas, protegidas por un caparazón quitidinoso. De un extremo al otro de mi cuerpo, puedo llegar a medir hasta treinta centímetros, y avanzo contoneándome sobre mis seis robustas patas, como un barco de guerra sacudido por vientos de través.

Lo malo, señores, es que, a pesar de mi terrible aspecto, soy una criatura inofensiva y pacífica, que odia la violencia y que cada mañana, en el rincón más apacible del bosque, me emborracho con savia azucarada y sueños mundos mejores.

Dirán ustedes que eso no es tan grave. Yo, sin embargo, vivo con el alma en vilo. Algún día alguien descubrirá que, con mis dos cuernos, ni siquiera soy capaz de partir el pétalo de una rosa. Cuando eso ocurra, no me quedará más remedio que renunciar a mi máscara y aceptar el desafío de los que hoy, al verme aparecer, huyen aterrorizados.

 

El murciélago

- A ti te inventó Satanás-, le increpo, mientras revolotea a mi alrededor. Y eres, sin duda, la más fea entre las criaturas nocturnas.

- Tienes razón, -me responde el murciélago-. Lo soy. Pero quiero que sepas que más de una vez he volado junto a las golondrinas emigrantes. Es cierto que, al término de la emigración -después de muchos días de bolar junto a la belleza- nuestra fealdad se mantuvo intacta. Pero sería injusto que los hombres, antes de dictar sentencia, no tuviesen en cuenta mi buena voluntad, e incluso mi ingenuidad, al pensar que la belleza es algo contagioso.

 

El gusano

- ¿Y tú? ¿Quién eres tú?, pregunto a la minúscula criatura que descubro a mis pies.

- Yo soy el gusano, -me responde-. Un animalito estúpido y lento. Respiro a través de la piel y mi tubo digestivo se prolonga de un extremo al otro de mi cuerpo. Pero mi madre, a poco de nacer, me dijo: “No te preocupes, Federico. No eres inteligente, ni hermoso. No tienes alas. Ni siquiera tienes pies. Arrastrándote, sin embargo, podrás llegar a cualquier parte”.

 

La mantis flor

- Vivo atormentada por la duda, me confiesa, acongojada, la hermosa mantis. Fíjese usted en mí. La parte inferior de mi cuerpo se asemeja a un ramo de hojas muertas. Entre ellas, en la cima de un largo rabillo, se yergue un magnífico pétalo púrpura, azul violeta y rosado. Mis patas anteriores, que son las que se aferran a la presa, presentan una larga dilatación membranosa que imita una orquídea. Mas de una vez, contemplándome en el espejo del estanque, me pregunto: ¿Y si yo no fuese ese insecto cruel que pienso ser? ¿Y  si yo fuese, en realidad una flor?

 

El sapo

- Pues yo ni siquiera tengo el privilegio de la duda, -me dice enseguida el sapo, interrumpiendo a la mantis flor-. Se muy bien quien soy. Un animal maldito, a quien algunos han creído ver en los aquelarres, vestido de terciopelo y alzado sobre sus dos patas traseras. Cuando me irrito, transpiro, a través de las verrugas de mi cuerpo, un veneno mortal. ¿Qué puede pues importar a la gente que mi voz sea dulce y que, en mis ojos, palpite el resplandor de lejanos incendios?.

 

La mosca cabezuda

- Me río de las aprensiones de esa horrible criatura, -zumba una mosca, posándose a mi vera-. No se preocuparía tanto de la opinión del prójimo, si, como hago yo, cultivase más su espíritu. Que mi conducta le sirva de ejemplo. Antes de que yo naciese, mi madre persiguió al abejorro en pleno vuelo y depositó sobre su cuerpo el huevo del que procedo.  Una vez convertido en larva me las ingenié para penetrar en el cuerpo de aquel estúpido. Durante algún tiempo viví cerca de su conducto digestivo, alimentándome con su sangre. Con el tiempo el abejorro fue debilitándose y acabó muriendo. Sonó entonces la hora de mi liberación. Hoy, convertido en insecto adulto, quiero proclamar que, pese a mis oscuros orígenes, me he convertido en un intelectual consciente que vive inmerso en el contexto histórico de su tiempo. Ahí está, para demostrarlo, este gran cabezón mío, más ancho, incluso, que mi propio tórax.

 

La pulga de agua

- Al cuerno esa mosca presuntuosa. Mejor vivir en la ignorancia. ¿Para qué sirven los libros? ¿Para aprender mejor en ellos nuestras limitaciones? ¿Para vislumbrar el destino cruel que nos aguarda?. Aquí estoy, por ejemplo, yo. Mi cuerpo es transparente. Cualquiera puede ver, en pleno funcionamiento, todos mis órganos internos: cerebro, músculos, intestino y corazón. No tengo secretos para nadie. Pero mi noble transparencia no sirve de nada. Si mis hermanos, que ahora son felices, pudiesen leer, sabrían cual es el fin que les espera: cultivados artificialmente en un tanque de agua, servirían de pasto a los opacos peces del acuario.

 

Escrito en Lecturas Turia por Javier Tomeo

Sensaciones

13 de noviembre de 2013 08:18:04 CET

Nada palpita más

que tú, no hay más que tú,

que eres todas las luces,

pura plata; la luna

de los barcos y la plata del mar

como un vencido, abierta

en su extensión, tumbada.

Eres blancura, el sol

que lento nos anuncia que es el día,

cuando el cielo nos alza

o se derrumba, y tú eres claridad,

que es horizonte todo.

 

Por eso no te tengo,

porque eres lejanía, eres presencia,

eres eternidad, reclamo;

y lo eterno no incluye posesiones

más allá de un espacio

limitado. Como el calor y el fuego

se articulan, como el agua y la nube,

el cálculo y la cifra, el soplo y el sonido

tú eres el mismo centro de lo ajeno.

Porque tú lo eres todo:

pensamiento infinito, razón pura

como el giro armonioso de la esfera. 

Por eso te percibo pero no te poseo,

pues es un resplandor lo que tú emites,

y un abrazo imposible que se fuga.

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Elguero

La sed

13 de noviembre de 2013 08:09:36 CET

Ha sido también violenta, ajena, rapaz, tensa como la cuerda de un arco.

¿Por qué aquella urgencia tan desesperante?

En ocasiones era como si estuviesen todos allí para impedirla existir, todos con sus manos emotivas desde que era una niña, todos con sus caricias ingenuas que se empeñaban en tocarla como a veces se empeñaba ella en tocar su propio dolor.

Se puede decir que su cuerpo no admitía un contacto que no naciera de ella misma, que lo rechazaba como se rechaza lo blando e informe, lo incompleto. ¿Qué violencia era aquella que venía y se instalaba de pronto entre ella y los otros? Quizá cada vida requiera un poderoso pero ambiguo (e incluso vacío) símbolo alrededor del cual girar. Quizá el de Diana no fuera más que la misma violencia que ella no percibía sino como un alumbramiento en el que la vida y el mundo de pronto se hacían urgentes y difíciles.

Una vez, hace muchos años, siendo adolescente, cogió una gruesa astilla de madera y se la hundió violentamente en el muslo. Nada podía haber hecho prever, ni siquiera a ella misma, ese movimiento extraño y solitario. No había nacido tampoco del odio, ni de la aversión. Tal vez de improviso su muslo le pareció demasiado irreal y por eso clavó una astilla en él; para comprobar que existía. A solas, mientras los corros de los otros adolescentes y las otras adolescentes se deseaban, Diana contemplaba hipnotizada esa sangre, casi atemorizada de encontrarse consigo misma., como si de pronto esa fuera la única valentía real que se le exigiera; la de enfrentarse con lo extraño, lo asombroso, lo inexplicable.

La percepción emocionante, difusa y difícil de resistir de que la calle se prolongaba en su pierna, se unía al resto, era grande e inviolable como la calle y los muchachos. Trataba de amar sin imaginar esa apariencia desnuda de la sangre en su pierna, de la astilla clavada. En el corazón de la muchacha adolescente había como un último refinamiento de la aristocracia; se negaba a utilizar aquella belleza, a hacerla útil, ni siquiera para sí misma.

Otras veces, en mitad de algún trabajo físico, se veía de pronto bien vestida. El olor salino y húmedo de sus axilas la reconfortaba y tenía ganas de morder su propia carne como un anzuelo. Aprendió de una manera misteriosa que la simpatía por los objetos (por su propio cuerpo objetivado) se parecía de alguna forma al miedo, y en el espejo se obligaba a esperar frente a su propio rostro como se espera frente a los símbolos, sin tratar de escudriñar su significado, pero aguardando a que en algún momento, del centro que lo componía, brotara mágicamente una luz que lo dotara de sentido.

Al buscar en la distancia de esos recuerdos Diana se sentía regresar. Quería buscar, y sin embargo regresaba. ¿A qué? A todo. Al obstáculo de los huesos razonablemente puestos, a los recuerdos de la casa de su madre, al músculo de sus brazos, a la seguridad de que ella prefería dos cucharillas de azúcar, al amigo de su madre cuya aparición siempre era precedida por una extraña y ardua limpieza de todos los muebles, como una decencia escondida en el corazón mismo de la decencia, al gesto que él hacía siempre cuando la veía; aquella caricia reconcentrada en la mejilla. Se proponía extender la mano hacia todos aquellos recuerdos y apreciarlos en su valor pero a su esfuerzo sólo respondía un reflejo asustado de cosas que en el fondo resultaban –quién sabe por qué- incurablemente tristes.

De la muerte de su madre recuerda tan solo la aspereza de sus manos y su propia falta de sueño. Y que fue la tía la que llamó por teléfono, la que dijo: “Niña, tu madre acaba de morir, ven inmediatamente”. Y que “Acabar de morir” le pareció de pronto un estado imposible, una tierra inexistente entre esos otros estados que conocía del vivir y del estar muerto, unos estados en los que nunca podría estar su madre ahora, como si hubiese pasado de la vida al “acabar de morir” y fuera a permanecer para siempre en el acabar de morir hasta el fin de los tiempos.

El acabar de morir de su madre se reanudaba siempre igual, un periodo musical de una tristeza carente de color que la hacía caminar de un lado a otro de su antigua habitación torpemente, que inundaba la prolijidad limpia con la que las tías resolvieron que ella se quedaría con todo.  Por aquel entonces Diana vivía en Madrid en casa de los señores y el infarto de su madre había sido tan fulminante e imprevisible que cuando llegó tuvo la impresión de que la muerte ya se había apoderado majestuosamente de la casa en su ausencia, en aquellas pocas horas.

Y tal vez se preguntaba quién sería ahora su amo.

Le sorprendió tanto verla peinada, tan lista para la conciliación, abandonada entre las cuatro paredes de aquel cuarto, que aunque era pleno Agosto pensó: “Tendrá frío” y le abrochó el último botón de la camisa, y cuando lo hizo sintió la obligación de no presionarle demasiado la garganta, para que no se ahogara. “Pero si está muerta” pensó. No importaba; para que no se ahogara. En el fondo de su amor por su madre había existido siempre un deseo de traicionarla que provenía del amor mismo, y que se despertaba y se inquietaba tanto más cuanto más fuerte era ese amor. En qué consistía exactamente aquella traición era algo que dormía hasta en el gesto más trivial, como si de una manera sistemática y espontánea su naturaleza hubiese ido adoptando una a una todas las opciones opuestas, desde la decisión de no estudiar, hasta la de haberse ido a Madrid y haber terminado sirviendo en una casa cuando podía haber resuelto su situación de una manera mucho más desahogada sin trasladarse.

Pero también en los gestos, y hasta en el cuerpo.

Frente al suyo con vida el de su madre en el ataúd era de una sencillez, de una jovialidad casi sórdidas. Los hombros delicados, el cuello firme y largo. Ni siquiera cuando vivía y paseaban juntas por la calle se habría podido decir de ellas que estaban emparentadas, sino más bien que Diana era una sirvienta más joven que, a fuerza de haber vivido durante años con aquella mujer, había acabado adoptando algunos ademanes suyos de una manera casi imperceptible.

El entierro fue digno y Diana no lloró en él.

Sentía (pero tal vez incluso esta palabra sea imperfecta referida a Diana: sentía) todos los cambios de la ciudad y del campo en el cuerpo sin vida de su madre, veía las ocupaciones antiguas, las pausas de los domingos y las tardes libres junto a ella como un principio sin alegría del que se había alejado hacía mucho tiempo en realidad.

(“Ella, allá en lo alto, en aquel día” ¿Por qué conmovía ese pensamiento?)

La hoja de su vida se había adherido con tanta fuerza a su cuerpo, se habían hecho la una a la otra de tal manera materia de salvación, que cuando llegó la muerte Diana no fue capaz de percibir su realidad, encallaba como un enorme velero en los detalles más pequeños mientras que pasaba sobre lo enorme con una naturalidad pasmosa, no sentía ninguna vinculación hacia la casa, que vendió inmediatamente, ni ante el dolor de sus tías, pero trasladó consigo a Madrid cinco cajas llenas de pequeños objetos con la desconfianza de un animal. Cajas que estuvo ordenando y clasificando durante semanas como si estuvieran llenas de sustancias vivas, de uñas, de dientes, de carne.

Nada se detiene. Nada se detendrá jamás.

A veces la miro y siento que puedo introducir mi mano hasta su mismo corazón en aquellos días, sostenerlo entre mis dedos, tan fácil parece llegar a ella. Otras veces se expande hacia fuera, siempre hacia fuera, o se concentra como la empuñadura de una espada que se introduce en el corazón de un toro. Y no sé si su cabeza es una ciénaga llena de veneno o si lo es la mía. Y no sé si lo que me atrae de esta muchacha (pero no es una muchacha) es mi propia desolación, mi propia sed, o si es que su sed y su desolación suenan como un trasunto muy lejano y más integro, menos desvirtuado, de las mías.

(¿Acaso eres tú, Diana, quien habla por mi boca?)

Ahora sólo veo su cuerpo.

Su cuerpo en aquellos años ordenando las cajas traídas de la casa de su madre.

La escucho y la veo frente a esos objetos, pero no la comprendo, ni comprendo que pueda existir nada tan admirable como ella. Las líneas no importan, es lo rígido lo que asusta. La piel tan seca, tan áspera. Esa arruga tan marcada en el pliegue de la boca. Hace un segundo no estaba allí, y ahora está, como si también ella hubiese tenido un infarto durante la noche. En medio de los hombres y de las mujeres, en mitad de la multitud, siento que me elige para que la describa.

Su cara es densa y marcada, no exenta de belleza, y sin embargo inapreciable. ¿He dicho ya que el cabello es negro? Su cabello es negro, tal vez demasiado negro, como unos ojos cargados de demasiadas pestañas a los que la densidad les impidiera mirar. Viene de un lado al otro de la casa como un mar que se retira y acerca con un movimiento decidido, casi masculino, y en cierta medida ruidoso en sus pisadas. Los hombros son grandes y cargados, y aunque se inclina levemente al caminar, parecen leves porque los mueve con extrema soltura. Producen la ilusión de que a pesar de su tamaño están huecos en el interior, de que son en el fondo la parte más liviana de su cuerpo. Las caderas son estrechas y pesadas, y le otorgan un aire de niña grave, de criatura entre dos edades, de mujer que retrocede. Cuando está vestida apenas se perciben sus pechos, pero desnuda parece otra mujer porque es precisamente de ese punto de donde arrancan en espiral el resto de sus miembros.

Desnuda se desvanecen de alguna manera sus hombros, salta hacia atrás, las piernas se alargan desde los grandes pies hasta las rodillas, y desde ahí se hacen robustas como las ancas de una yegua hasta el nacimiento en las ingles de un pubis negro y velludo que jamás ha depilado. Parece una perra enorme que de pronto, movida por el ansia de obtener alguna cosa, se hubiese levantado sobre sus patas traseras.

Comenzó a masturbarse a la edad de quince años.

Recordaba de esa primera noche una extraordinaria sensación de saberse escindida cuando se puso los dedos sobre el sexo y comenzó a trazar breves círculos sencillos, un placer indeterminado y elástico que la vinculaba por fin a aquella extensión extraña de su cuerpo cambiante. En la primera adolescencia, y mucho antes de convertirse en una compensación, la masturbación era para Diana una manera de atrincherarse en sí misma. Tenía la impresión de que el placer establecía una pauta en la que ya no podía referirse a nada que no fuera su propio placer y le parecía que se instauraba una especie de ficción en la que ella misma, ajena todo, se hallaba como rodeada de lanzas cuyas puntas señalaban hacia todo lo exterior. Rara vez llegaba a culminar sus masturbaciones. Bastaba con dejar ingresar a esa criatura ambigua y densa del placer en ella, una criatura en todo ajena, y cuya presencia era, por tanto, gratuidad pura, o regalo puro.

Si en aquella costumbre de Diana había algo totalmente excepcional era que en ningún momento estuvo relacionada con el deseo de lo masculino. Todavía sobrevivía de su madre aquella especie de catecismo que le había impuesto de husmear al macho, temerle y odiarle a partes iguales, y a fuerza de someterse a él lo había superado por completo y había acabado viviendo en un mundo que obviaba a los hombres como criaturas sexuadas.

Pero también su propia feminidad le resultaba extraña, como si sólo la costumbre de los otros de incluirla en el colectivo de lo femenino la hubiese hecho adoptar por comodidad esa ficción casi risible. Se trataba de un error inofensivo, una imposición a la que no se enfrentaba porque en el fondo facilitaba su vida asignándole papeles y circunstancias que, de otra manera, tal vez no habría sabido resolver. En realidad tan misteriosas e inexplicables resultaban las mujeres como los hombres, casi más aún, sobre todo por aquella especie de malla elástica e invisible  en virtud de la cual, a través de reportajes, artículos y programas de la televisión, las unas y las otras se ayudaban y se entendían con una suerte de conocimiento mágico y ancestral. Cuando hablaban de aquella forma Diana entraba en una especie de trance admirativo y confuso en el que de alguna manera no podía evitar la arrogancia de que aquellas mismas personas la consideraran a ella parte de ese colectivo al que tan ardorosamente defendían.

Las veía en el mercado, en la cola de la sección de cosméticos de los grandes almacenes donde aguardaban a que las maquillaran con los productos de promoción, veía aquellos rostros y aquellos gestos como si en la espera no fueran rostros sólidos, sino blandas estructuras de carne que estuvieran a punto de descomponerse. Pero cuando salían el milagro de la reconstrucción se había obrado y la recién maquillada recorría la fila de las que esperaban a la inversa, caminando lentamente, toda ojos, toda labios, toda pómulos, tan indestructible como si la hubieran esculpido en vez de maquillarla.

Si el mundo y las mujeres la desconcertaban no se debía a que fueran absurdas, sino a que eran extrañas, indescifrables.

Y sin embargo se sentía muy cercana a las celebridades.

Las actrices, las políticas, las grandes mujeres de negocios.

Se sentía cercana a ellas como un animal que reconoce en otro una naturaleza similar y se acerca a él amigablemente sin saber explicarse a sí mismo qué es lo que produce la simpatía. Era un afecto puro, nacido directamente del hecho solidario del reconocimiento. Diana sospechaba de ellas que estaban solas, y eso las convertía en solas. Aquella soledad las hacía grandes tras los ojos. Continuamente querían poseer el cielo entero y lo conseguían de una manera casi nostálgica y fraudulenta, de una manera engañada y dolorosa, eran traidoras y a la vez emblemas, participaban del dolor, pero no lo tocaban, eran preponderantes, pero sin tomar parte en el verdadero problema.

Pero Diana no es muy inteligente.

“No soy muy inteligente” dice, como una liberación.

Y esas palabras, que repite invariablemente en ese orden, como una letanía, son a la vez una desvinculación y un descanso de cuanto la rodea. Se conoce y se desconoce en ellas, es incapaz de verse a sí misma desde fuera, por eso pronunciarlas se acerca, más que a cualquier otra cosa, a un gesto de auténtico orden. Una vez dichas el mundo deja de ser algo que debe ser comprendido, y ella deja de tener que implicarse en él. Entonces se siente tranquila.

Entonces ve con mucha claridad, y con cierta inutilidad, la llanura desierta de los afectos, de los deseos, de las posesiones.

 

(Fragmento de novela en preparación)

 

Para ir a casa de los señores hay que tomar dos autobuses.

Para ir a casa de los señores hay que levantarse temprano, a las siete y media de la mañana y tomar dos autobuses, el primero en la puerta misma de la casa, el segundo tras un pequeño paseo.

Algunas personas dan miedo a Diana, algunos hombres, y cuando pasa junto a ellos aprieta instintivamente el bolso. Pero no es el bolso lo que teme que le roben. De pronto es como si algunas personas tuvieran el poder de arrebatarle algo íntimo, un hijo pequeño oculto y enmarañado en el entresijo plástico de las vísceras. Y esta ciudad que ha hecho suya por apropiación, esta ciudad que se ha obligado a conocer y amar, Madrid, se vuelve lóbrega como una noche-aurora, sofocada en los perfumes matinales de las chicas adolescentes del autobús, la requiere por primera vez y la confunde, pues quién sabe lo que espera de ella esta multitud bien peinada y bien oliente.

Aprieta las tijeras que lleva en el bolsillo de la chaqueta. Ahora es peligrosa. Peligrosa como una hembra de tigre amenazada por un sonido ambiguo y desconocido.

No se apresura, pero amenaza, no hace distinciones, no parece sufrir por fracasos comprensibles, no excluye a ninguno, pero encierra el miedo, un miedo como una hermana interminable.

Con nuestros rostros la miramos, con nuestras manos agarradas a las barandillas del autobús para no caernos por los acelerones y los frenazos, abrazándonos casi unos a otros, como si bailáramos, mientras ella sigue inmóvil, el gesto ido, la mano en el bolsillo de la chaqueta, con nuestros pies que puntualmente se acercan a ella por el vaivén del autobús, y parecemos una superficie de algas bajo el mar que se bambolea frente al arrecife que es Diana. Por puro cariño alguien ha dejado que se sentara y ella ha aceptado el asiento con desconfianza, sin sonreír, agradeciéndolo tan solo con un movimiento leve de la cabeza. Sigue apretando las tijeras en el bolsillo de la chaqueta. Se queda así todo el viaje, mientras el autobús cruza la ciudad, hasta que la mano misma se agarrota y al levantarse se clava accidentalmente las tijeras en la yema de los dedos. El pinchazo le hace arrugar el rostro y al sacar la mano del bolsillo descubre que aunque la herida es pequeña resulta difícil hacer que deje de sangrar.

La mira con extrañeza.

Es como si hubiera comprendido que dentro de todo hay sangre.

Que dentro de ella misma hay una envoltura de un niño dentro del cual todo será sangre.

Diana siempre llega demasiado pronto a la casa de los señores y espera sentada en el sofá de cuero negro que adorna la entrada del portal. Desenvuelta de su envoltura de mujer se sienta en el sofá y se hace vegetal pasmado los veinte minutos que restan hasta las ocho y media. Hoy, sin embargo, está intranquila y pasea de un lado a otro. Los veinte minutos se hacen extensos como seres ofendidos y Diana no sabe qué hacer en ellos.

Ahora, cuando terminen, subirá a la casa, abrirá con su llave y preparará el desayuno. Luego las tostadas, el café, la señora recién duchada oliendo a colonia, el señor recién duchado, Marinita recién duchada oliendo a colonia, Juanito, recogerá la mesa y arreglará los baños, echará un vistazo a la habitación en la que ha dormido ella durante trece años y que, en su ausencia, se ha asignado a la plancha, y cuando termine con todo, se sentará a ver media hora la televisión antes de empezar con la comida.

“Qué haríamos nosotros sin ti” dirá la señora mientras desayuna y, aunque escuchada en mil ocasiones, hasta ayer esa frase tenía algo de brutal satisfacción compensatoria que resumía en un acontecer sin peso todo los años que había pasado en la casa, las cosas que había visto en ella. Pero cuando se lo diga esta mañana (no será un agradecimiento, será un simple comentario, lo ha hecho tantas veces) Diana se sentirá culpable y deseará contárselo todo.

Pero contárselo cómo.

Si no había sido una traición entonces por qué lo sentirá como una traición.

Si se había sentido alegre ayer por la tarde en su casa al descubrir que estaba embarazada entonces por qué habrá de sentirse esta mañana como si estuviese amaneciendo un día de vergüenza y de miedo.

Ya es ahora.

¿Quién es ese hombre, esa mujer, esa muchacha que desayunan? ¿Les conoce? No, ni siquiera a sus cuerpos les conoce. Ya no les envuelve ningún prestigio. La cocina es el lugar de un teatro. Ellos en sus cuerpos, en el interior de sus cuerpos, se han dejado de manifestar. No son cuerpos transportados, no van a levantarse ahora, el señor no va a irse a trabajar y va a pasar a su lado sin verla, como otras mañanas, la señora no va a enseñarle ningún vestido viejo que ya no quiere con su displicencia rubia, no se lo va a regalar mientras Diana curiosea sus pendientes, Marinita, esa versión adulterada de la señora, no va a preguntarle dónde ha dejado sus pantalones vaqueros, no va a acercarse hasta ella con sus venitas azules marcadas en la sien, misteriosa y transparente como un reptil acuático.

Ahora son cuerpos atravesados por el espesor.

Cuerpos incomprensibles y semiblandos.

Les detesta como una enferma detesta a quien tiene salud.

Les detesta porque les ha traicionado.

Y toda la mañana transcurre sin que suceda nada en apariencia. Sobre los mismos muebles hay que limpiar el mismo polvo. Toda la mañana sucede como si hubiera que dividir y nombrar la totalidad de la casa de nuevo. Las habitaciones yacen abiertas, desamparadas, sin pertenecer a nadie. Y aquello que podría detener el corazón de las cosas sigue latiendo como una línea irresistible, ignorada y a la vez querida. Un día como éste los hombres se acercaron hasta el acantilado de sí mismos e inventaron el miedo. Y tras el miedo nombraron al dios, no para que les salvara del miedo, sino porque era necesario otro miedo aún mayor que envolviera el corazón de ese miedo en el que se acababan de descubrir.

Y cuando se la ve así a Diana, blanca y silenciosa recorriendo las habitaciones, puede ocurrir que parezca que se difuminan sus límites, que ascienda un poco sobre el suelo, como sumida en una ensoñación.

Aún no ha limpiado todas las habitaciones.

Aún no se ha acercado hasta la habitación.

La ha evitado casi sin querer, sin oponerse en principio al pensamiento de que Juanito duerme aún, sin impedirse pasar incluso junto a la puerta. Ha limpiado el pasillo y al hacerlo se ha atrevido incluso a golpearla con la aspiradora, como invocando el miedo de verle salir por fin.

Conoce tanto esa imagen de Juanito recién despertado que podría crearla en todos sus detalles sin reparar en ella. Cada soplo de esa imagen tendría ahora una carga nueva como si, al igual que sus padres y su hermana Marina, algo en él se hubiera desgastado y agotado. Juanito ya no es Juanito. Juanito es Juan. No sabe explicárselo de otra forma.

Y qué viejo, pesado y muerto resulta ese nombre desprovisto del diminutivo.

La puerta se abre y los dos se miran.

“Ya me he despertado” dice Juan.

Y yo creo que en este adolescente de trece años y esta mujer sirvienta que se miran, en estas dos criaturas inmóviles que en la desmesura de su impotencia saben que se han traicionado, que no tenían otro remedio que traicionarse, se concentran todos los hombres y las mujeres que han existido.

Están lejos, y sin embargo están cerca de mí.

Me miran confundidos y desamparados.

Les llevan fuerzas que no pueden controlar. Puede que sea el amor, cosido sobre la piel

como una magulladura, como un miedo espantoso.

Escrito en Lecturas Turia por Andrés Barba

Invertebraciones

11 de noviembre de 2013 09:46:21 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Estoy hecho de esquirlas.  

Me concibo en fragmentos de fragmentos.

Las láminas que soy, las limaduras

de cuanto no soy yo y están en mí,

mostrándome.

En mi segmentación me entrego al mundo:

por incompletitud me doy completo.

 

La escofina del tiempo me desbasta.

 

Todo lo que ahora sé

se me deshace en hebras.

Todo lo que ahora tengo son mis briznas.

 

Los huesos pormenores,

las vísceras minucias.

 

Partes en añoranza de algún todo

cuya totalidad no añora partes.

 

Mi rostro se craquela.

 

Sufro lepra de azogue en los espejos.

 

Animal de animales,

mi pobre invertebrado.

 

Lo menos medular que yo conozco.

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Marzal

Las maletas

7 de noviembre de 2013 08:14:32 CET

En los viajes, ella y yo hacíamos nuestras maletas por separado. Quiero decir que, aunque estábamos casados, cada uno preparaba su equipaje por su cuenta, de manera independiente y sin consultarnos. Por un acuerdo tácito, habíamos establecido la norma de no inmiscuirnos en las manías del otro a la hora de viajar. Era una norma razonable, creo, y durante un tiempo los dos la cumplimos.

Yo llenaba mi maleta de forma descuidada, poco científica, aleatoria, guiado por el único afán de terminar cuanto antes, pues nunca me ha gustado hacer maletas ni deshacer maletas y los preparativos de un viaje me resultan engorrosos. Para Carlota, en cambio, hacer la maleta suponía un gran esfuerzo mental, exigía un alto nivel de concentración y vigilancia, por lo que dedicaba muchas horas, incluso días enteros, a preparar de manera concienzuda su equipaje sin olvidarse de nada: ropa perfectamente planchada, zapatos con su bola de papel dentro, medicinas clasificadas por tamaños, maquillaje en su correspondiente departamento, cosméticos (que trasvasaba de sus envases originales a otros más pequeños, que eran iguales a los que tenía en casa pero miniaturizados, comprados para la ocasión) y hasta comida: alimentos especiales, difíciles de conseguir en según qué sitios.

De un cuarto a otro había un ir y venir constante de prendas, de cajas, de perchas, un trasiego de termos, en el apartamento tenía lugar un desplazamiento ritual, con cajones volcados y recetas de farmacia, que recordaba el escenario de un robo, un terremoto o un ensayo de actores en un plató de televisión, justo antes del estreno.

Carlota se movía con cautela por el piso, apartando bultos del suelo con el costado del pie. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego rompía y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba. Rectificaba. No se quedaba tranquila. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo.

Sobra decir que su maleta era mucho más voluminosa que la mía, el doble o más, pese a lo cual parecía siempre a punto de reventar por sobrepeso, hinchada de tejidos, de tarros de cremas, de diccionarios, de botines, de desayunos, un rizador de pestañas, una plancha por si acaso, y su peso monstruoso –aún lo recuerdan mis magullados dedos– hacía gemir los somieres de las camas de los hoteles donde nos hospedábamos, al apoyarla, con su contundencia de armario horizontal.

Cargar con semejante mole era imprudente. Daba miedo mirarla, y no parecía imposible que una noche estallara, anegándonos en una explosión de barras de labios, jarabes para la tos y gorras de visera.

Se diría que aquella maleta tan grande tenía vida propia. Se expandía y metamorfoseaba, tosía y se adormecía, cambiaba de postura y se alegraba o se deprimía siguiendo el ritmo de las mañanas. Era tremenda, era un universo en sí mismo, con sus crisis, su microclima y sus accidentes orográficos. Era el mejor autorretrato de su dueña, la más fiel autobiografía, su diario íntimo. Podríamos estudiar la historia de un relación sentimental siguiendo la historia de sus maletas, la evolución de sus bultos, unir la línea de puntos que arranca de un presupuesto de mochilero y conduce hasta un conjunto de marca, o viceversa.

Arrastré aquella maleta infernal que no era mía por vestíbulos y pasillos, la empujé a lo largo de escaleras de aeropuertos, me debatí en ascensores y trenes, luché para encajarla y luego recuperarla de maleteros de taxis, frente a la cara de espanto de conductores y conserjes que de repente retrocedían al vernos, recordando alguna tarea urgente que exigía su presencia inmediata en otra parte, allá lejos, y me abandonaban a mi suerte en la acera con aquel trasto imposible. De modo que facturé, consigné, recogí, pesé, entregué, devolví, blasfemé, firmé, tropecé, extravié, restauré, bauticé, ordeñé y demás verbos relacionados que en definitiva me educaron para convivir en una pareja de tres miembros: ella, yo y su maleta.

Se empezaba a hablar de tener hijos.

Carlota tenía, claro está, sus días raros, sus días mohínos, como todo el mundo, sus «franjas horarias», como ella las llamaba, y eran días difíciles en que no estaba para nadie, no contestaba el teléfono, se aislaba en su burbuja, pasaba horas metida en la bañera cepillándose el largo cabello rubio o hacía ejercicios de estiramiento tumbada en el suelo o se ponía las gafas de leer y cocinaba tartas espectaculares o, si estaba nerviosa, se dedicaba a cambiar muebles de sitio: era su forma de manifestar su descontento o su pena, como si en lugar de llorar con los ojos llorase con las manos.

No, Carlota no era una mujer sencilla. A fuerza de observarla día tras día, yo iba aprendiendo a descifrar sus estados de ánimo, sus códigos, su simbolismo, su fobia a los insectos o su manía de dormir hecha un ovillo al borde de la cama y sin almohada. Sabía, por ejemplo, que cuando una emoción –buena o mala– estaba a punto de desbordarla, ella se mordía siempre el pelo. Era un hábito suyo. Las grandes confesiones, las preguntas difíciles, los llantos, los comentarios hirientes que anunciaban peleas y portazos (pero también las películas verdaderamente hermosas, la música secreta en el piano o en un cuarteto de cuerda, la ebriedad del mar, el temblor de una góndola veneciana, ese pañuelo de luz que a veces flota suspendido en lo alto de las catedrales góticas), venían precedidos unos segundos antes por aquel pequeño gesto suyo apenas perceptible. Era como el anuncio de un relámpago en la piel. Una mínima radiación, una descarga de electricidad estática que encendía –clic– un piloto de luz blanca. Carlota se mordía el pelo, un momento, y yo sabía que a continuación, bueno o malo, nos sucedería algo a los dos.

Un verano viajamos a Estados Unidos. Visitamos Nueva York y Boston. Recorrimos en Chevrolet los caminos de Nueva Inglaterra. Comimos langosta en Newport y paseamos descalzos por las desoladas playas de Cape Cod, con los zapatos en una mano y los calcetines enrollados dentro, cegados por la arena en suspensión, custodiados por familias de gaviotas despeluchadas por el viento, parecidas a plumeros, más grandes que flamencos. Allí todo era gigantesco: las distancias, la comida, los bosques, las limusinas, los periódicos, las aves marinas. Todo era exagerado como el tamaño del cielo.

Las calles de Boston eran ordenadas y sensatas, delineadas sin dramatismo para ir del punto A al punto B de la manera más eficiente, y sólo se permitían de vez en cuando la sorpresa manejable de un carrito de helados aparcado en la acera o un pequeño cementerio de veteranos de guerra, con las cruces blancas alineadas en posición de firmes, que irrumpía de repente en medio de un plaza, en un cruce, en cualquier parte.

Al atardecer, nos sentábamos a beber vino en el tranquilo barrio residencial de Somerville, en las afueras de Boston, rodeados de casitas de madera con jardín, envueltos en los efluvios viriles y un poco sucios procedentes del fertilizante químico de las plantas trepadoras y las cocinas de los vecinos. De lejos llegaban los gritos casuales de los niños en sus penúltimos juegos antes de irse a la cama, la plegaría líquida del riego por aspersión encharcando el césped, a lo mejor un timbre de bicicleta. Carlota y yo permanecíamos en la galería una hora o dos disfrutando de aquella felicidad suburbana de finales del verano, una felicidad pasajera y sin palabras con nubes aplastadas y mariposas sonámbulas, de aterciopeladas alas sombrías, hasta que caía la noche y había que encender velas. 

Nosotros bebíamos vino. Degustábamos los zumos de la tierra. Paladeábamos el sabor a nogal de las lluvias, la lentitud de las vendimias, la carne roja del sol. Prolongábamos el instante el máximo tiempo posible, pues no queríamos que concluyese. Nos balanceábamos en las mecedoras de mimbre de nuestras anfitrionas, con un perro cada uno en las rodillas, mientras ella sacaba fotos de sombras y yo pasaba a limpio las experiencias del día en mi cuaderno de viaje o añadía algo –un párrafo descriptivo o una línea de diálogo– a la novela corta que por aquel entonces estaba empeñado en escribir. Tenía prisa por terminar aquella novela cuanto antes, necesitaba terminarla, me quemaba –casi literalmente– en las manos. Parte de esa novela la escribí así: en Somerville, Massachussets, con un perro ajeno en las rodillas, sintiendo en todo momento que es imposible escribir y que también es imposible dejar de escribir.

En el centro de la mesa sudaba una jarra de agua.

Era una casa con techos altos, mucha madera, dolor de vigas, cocina grande y rota. La casa, nos dijeron, antes había sido un granero, el jardín, nos dijeron, antes había sido una ciénaga, la propietaria, nos dijeron, antes había sido hombre y ahora era mujer, después de someterse a una cirugía de cambio de sexo. Todo era inestable, de alma reversible, y poseía la vacilación o el arrepentimiento de haber sido una cosa en el pasado y ser otra cosa distinta en el presente.

De noche, nos despertaban los ruidos. Bisbiseos, toses, pisadas, bostezos reprimidos, pasos en la escalera, arriba y abajo, arriba y abajo, zumbidos y golpes, toda la noche, con arrastrar de zapatos, mover de sillas, ulular de almas en pena, clop clop clop, ¿qué era?, así no había quién durmiese. Carlota y yo nos asomábamos al descansillo y no había nadie, calma total, no era más que un poco de viento que giraba graciosamente sobre sí mismo, haciendo remolino, y antes de retornar a la cama con sueño comprendíamos que no era nada, tan sólo el secreto rumor de la vida que pasaba.

Cuando nuestras vacaciones tocaron a su fin y volvimos a casa, con exceso de equipaje, me sorprendió descubrir que Carlota había introducido en mi maleta, a hurtadillas, regalos que yo no recordaba haber comprado, objetos que no eran míos y ropa de mujer, rompiendo nuestro acuerdo de no inmiscuirnos en el equipaje del otro. Y lo más asombroso de todo: envuelto en un kimono, apareció –juro que es cierto– un paquete con un kilo de sal.

–¿Y esto? –le pregunté.

–Es por la etiqueta –me dijo.

Atravesar el océano con un kilo de sal estadounidense de contrabando en la maleta puede ser –o tal vez no– una metáfora visual apropiada de lo que significa vivir en pareja y cruzar sus «franjas horarias».

Era verdad que en esa época a los dos nos fascinaban las etiquetas y que en Norteamérica habíamos recopilado tesoros, gracias a sus inmensos supermercados. Con todo, quizá hubiese sido más sensato haber despegado la etiqueta (la ilustración de una niña que se protegía de la lluvia con un paraguas, sobre un fondo azul oscuro), en lugar de transportar un kilo de Moron Salt por las esquinas del mundo.

Entonces, pretendiendo ayudarla, cometí el error, tonto de mí, de querer averiguar las razones de su obsesión. Le pregunté por qué le hacían sufrir tanto las maletas.

Se quedó un rato callada, pensativa. Luego se mordió el pelo. Hubo una pequeña descarga eléctrica. Al fin dijo:

–Yo hago las maletas igual que tú escribes tus libros.

Me dejó mudo. Nunca antes lo había enfocado de ese modo. Era la primera vez que lo oía. Pero reconozco que Carlota tenía razón. Yo escribía igual que ella hacía las maletas; exactamente igual. Con los mismos nervios, la misma pasión y el mismo estremecimiento íntimo. Yo también, como ella, pasaba días en vilo por culpa de un adjetivo. Anotaba listas de cosas en servilletas de papel que luego rompía y desmenuzaba en trozos diminutos. Dudaba. Rectificaba. No me quedaba tranquilo. Perdía el apetito. Enfermaba. Saltaba de la cama en plena noche y corregía algo.

Carlota había acertado. Hacer una maleta era igual de complicado que inventar una ficción, soñar un libro o construir un universo poético. Uno sólo puede realizar algo bien obsesionándose con lo que hace. En ambos casos se trata de seleccionar y decidir –nada menos– qué salvas y qué condenas. Ante esto, cualquier elección conlleva una responsabilidad y un peligro. Acertar o no acertar se convierte en una tarea trascendente, casi inalcanzable. Todo era una cuestión de lleno o de vacío.

Ya no recuerdo qué hicimos con aquel paquete de sal norteamericana. Imagino que la utilizamos para sazonar las comidas, pero no me acuerdo y no quiero inventar nada, sino atenerme a los hechos y a su interpretación más palpable. Creo recordar, eso sí, que cierta noche llegué incluso a soñar con aquel montón de sodio, que crecía y crecía sin parar hasta convertirse en una montaña de pesadilla, un verdadero Himalaya que yo intentaba escalar en trineo, arrastrado por una manada de perros, sin llegar nunca a la cima.

–Has roto nuestro pacto, Carlota –la acusé con tristeza.

–¿Y qué? Tampoco hay que ser tan estricto. Qué melodramático eres.

Pero romper un pacto, aunque fuese sólo verbal (o sobre todo si era sólo verbal), me parecía a mí entonces un síntoma enfermizo de traición, algo que implicaba un abuso de confianza y abría un precedente para futuras mentiras, para futuras traiciones; faltar a la propia palabra encontraba yo que era uno de los peores pecados, si no el peor.

–Tú no puedes entenderlo –se enfadaba Carlota– porque eres escritor.

–Porque soy escritor puedo entenderlo.

Esta misma discusión la habíamos mantenido ya en anteriores ocasiones; los dos repetíamos los mismos argumentos, con el agotamiento de actores en su décima toma. Llega un momento en que parece que los golpes no duelen, pero esos son los peores.

Teníamos un problema. Nos miramos frente a frente en la soledad del comedor, con todo aquel viaje en el cuerpo. Llevábamos casados seis años. Lo sabíamos todo uno del otro, todos los trucos, tanto lo bueno como lo malo, incluso aquellos defectos e intimidades que habríamos preferido no conocer. Allí estábamos. Éramos transparentes el uno para el otro, como maletas volcadas. Aunque nos queríamos, entre Carlota y yo se abría un espacio en blanco, un fulgor frío, escaso de amor. En medio de la blancura de sal de aquel témpano silencioso no había nada. Era el desierto desnudo. Sólo había una maleta.

Una maleta vacía.

Nos separamos.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

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