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Configurar sentido descendente

Robert Walser y Carl Seelig: historia de una amistad

16 de marzo de 2023 14:12:34 CET

“Que Robert Walser no pertenezca hoy a los escritores olvidados se lo debemos, en primer lugar, al hecho de que Carl Seelig, lo acogiera en su casa. Sin los relatos de Seelig sobre los paseos de Walser, sin sus preparativos biográficos, sin las antologías por él publicadas y la seguridad, gracias a sus esfuerzos, de un legado compuesto de millones de letras ilegibles, la rehabilitación de Walser no se habría producido y probablemente su recuerdo habría desaparecido”, diría el escritor W.G. Sebald en la bella monografía El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser, que le dedicara “a una figura y no explicada”, como él mantenía, que era Robert Walser. Por su parte, el inclasificable y admirable libro que Carl Seelig le dedicaría a su amigo y protegido llevaría el título de Paseos con Robert Walser. Un libro que bien podría haber llevado el subtítulo de “biografía de una amistad”.

Martin Walser lo definió como “el más solitario de los escritores solitarios”. El que más ferozmente, desde su humildad y atracción por lo ínfimo, rehuyó “la asfixia del poder”, como recordaría Elias Canetti: “Su obra literaria es un intento incansable por silenciar el miedo. Se escapa de todas partes antes de que haya en él demasiado miedo –su vida errante- y, para salvarse, se transforma a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a los demás. Su profunda, instintiva, aversión ante todo lo “grande”, ante todo lo que tiene rango y pretensiones, hace de él un escritor esencial de nuestro tiempo, que se asfixia en el poder”.

Fue admirado, casi sin excepción, por todos los grandes escritores de su época: por Thomas Mann, Hesse, Canetti, Benjamin, Zweig, Kafka o Musil que, como joven crítico, saludó calurosamente el primer libro de relatos de Walser. Acerca de la rareza del cosmos humano del que podían provenir algunos de sus alucinados y recurrentes personajes, fuera de toda norma salvo la de unas estrictas obligaciones que se imponían, Walter Benjamin le dedicaría un bello comentario: “Sus personajes vienen de la noche, de allá donde es más negra, de una noche veneciana, iluminada por míseras candelas de esperanza, con algún que otro esplendor festivo en el ojo pero turbados y tristes por estar llorando. Lo que lloran es prosa”.

“Escritor de escritores”, como no pocas veces ha sido definido, W. G. Sebald, ya en nuestro tiempo y en muchos aspectos, podría ser calificado de hijo suyo natural y posterior. Un hijo que absorbería algunas de las más reconocibles características tanto vitales como literarias de aquel enigmático paseante solitario que fue Walser y que fueron tantos y tantos de sus personajes. ¿Quién no recuerda el arranque de Los anillos de Saturno de Sebald que sólo podría haber firmado un fiel seguidor del “espíritu” vagabundo walseriano?: “En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí […] Raras veces me he sentido tan independiente como entonces, caminando horas y días enteros por las comarcas, escasamente pobladas […] Ahora me parece que tiene razón la antigua creencia de que determinadas enfermedades del espíritu y del cuerpo arraigan en nosotros bajo el signo de Sirio preferentemente”.

La figura del vagabundo y la vida errante, en el siglo XX, también había tenido un famoso y genial “cantor”: el Premio Nobel de Literatura de 1920, el noruego Knut Hamsun (1859-1952), autor del brutal e indómito relato autobiográfico Hambre. Posteriormente, una serie de “héroes bajo las estrellas” serían retratados en su Trilogía del vagabundo (1927). Melancólicos, solitarios, escapando continuamente al amor en cuanto se insinúa, fanáticamente individualistas y neurasténicos, asqueados por la vida materialista y burguesa que han dejado atrás, despojados ascéticamente de todo, inasibles, conformaron un autóctono planeta nihilista, asocial, violentamente renegado y rebelde, que luego sería la perdición moral y política de su autor. Sus vagabundos metafísicos reclamaban, como lo hizo en vida su autor, Hamsun, la unión con un estado pretérito, original, perdido, que el hombre actual tendría que abrazar y reencontrar panteísticamente. Un paraíso perdido, de gran belleza, oscurecido por las ideas de ambición y de progreso social y material en las que habrían sucumbido fatalmente casi todos sus conciudadanos, y que coincidía en su caso exactamente con el paraíso de su infancia transcurrida en aquel Gran Norte de bosques y cielos infinitos.

Y un paseante, Robert Walser, en otro paraíso de parecida belleza hipnotizante, que igualmente no se cansaba nunca de recorrer, que contemplaba de repente, en estado casi de éxtasis, cualquier pequeño rincón o panorama que se cruzaba en su camino: “¡Qué hermoso… Qué encanto!”, dirá “como embriagado por la accidentada comarca, por el solemne silencio dominical”. Así lo reseñaría Carl Seelig en su insólito y emocionante libro. Y seguía diciendo Walser: “¡Cuán benéfico es que la gente repose en su regazo para dormir las manos torpes y pesadas y deje todo en manos de la naturaleza!”. En esas expediciones, a veces de más de diez y doce kilómetros que Walser emprendía a pie, como sucede también en muchos de sus relatos con muchos de sus personajes, el protagonista tenía que defenderse de algún gendarme que patrullaba aburrido por los límites de cualquier pequeña aldea, como si tuviera que demostrar que no era un vulgar vagabundo o delincuente. Así se narra en su relato Pequeña aventura en un camino comarcal, incluido en Vida de poeta: “En otra época y circunstancia me dirigí una vez en invierno –a pie, se entiende– a visitar a mi hermano que por aquel entonces vivía en una pequeña ciudad de provincia […] El viandante, vale decir yo mismo, avanzaba de excelente humor por el camino comarcal, sin cesar de elogiarlo. Lamentablemente le caí menos bien a un cauto y perspicaz gendarme con quien me topé […] Es muy probable que esté usted en un error si cree tener que vérselas con un vagabundo común y corriente, le dije […] Hubiera podido viajar en tren exactamente como cualquier otro. Pero como soy amigo declarado de vagabundear y recorrer leguas y leguas durante días enteros, he preferido ir andando, lo cual no tiene por qué ser ningún pecado ni, por consiguiente resultar nada sospechoso. ¿O acaso le parece sospechoso el placer de viajar a pie, algo tan bellamente unido al amor a la naturaleza?”.

Un caminante, un enamorado ferviente de la naturaleza, que ha escogido borrarse voluntariamente del mundo exterior y “visible”. Si Hölderlin pasó otros casi 30 años apartado de todo con su locura, “soñando en el último rincón” (”estoy convencido de que en los últimos treinta años de su vida Hölderlin –dirá Walser– no fue tan desdichado como lo pintan los profesores de literatura; poder soñar en un modesto rincón sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”), él mismo también, con su destino “de magnífico cero a la izquierda, redondo como una pelota”, como se decía en Jakob von Gunten, se verá acorde, y satisfecho en cierto modo, en el sanatorio de Herisau. Eso sí, con leves momentos de melancolía, que su extrema lucidez, siempre alerta, siempre en carne viva, no le ahorraba. Cuando en un momento determinado de sus paseos Seelig le diga “cuánta razón ha tenido en vivir, como Simon, en la pobreza, la sencillez y la libertad, y cuánto yerran los creadores cuando aceptan compromisos en favor de la existencia material”, Walser al principio, asiente “vivamente”. Pero, “tras un largo silencio” (esos silencios que se repiten en muchos de sus encuentros, antes de “arrancarse” a hablar con cualquier excusa y comentario) le contestará lacónicamente a Seelig: “Sí, pero la mayoría de las veces se trata de un viaje de derrota en derrota”.

Un genio de la literatura sin parangón, al nivel de Kafka y los más grandes de su siglo. Y como el mismo Kafka, Bruno Schulz, Joyce, Svevo, Pessoa y otros grandísimos escritores de ese mismo siglo, se mantuvo permanentemente en estado de exilio: “Una suerte benévola –en palabras de Claudio Magris– que los preservó de la posibilidad de convertirse en figuras oficiales de la sociedad literaria”. Esa sería la suerte no por momentos desgarradora, enloquecedora en su absoluta soledad, de alguien como Walser y tantos y tantos de sus personajes o desdoblamientos narrativos: “Había algo en su interior que le impulsaba al vagabundeo, despreocupándose por completo de la opinión pública […]. Era oficinista y menestral ambulante, poeta y mendigo, una persona sumamente formal y respetable y al mismo tiempo un trotamundos”, escribirá en el relato de 1918 Dos hombres. Escondido con tenacidad tras empleos ínfimos y modestos, finalmente llegaría al último de sus refugios: cerca de treinta años recluido en un sanatorio, a salvo de todo y de todos. Menos de su fiel amigo y visitante asiduo Carl Seelig.

Rico mecenas, admirador devoto de Walser, autor de numerosas antologías literarias y de los folklores alemán, ruso y eslavo, así como primer biógrafo de Albert Einstein, Carl Seelig (Zúrich, 1894–1962), ayudó no solo a Walser sino que fue el benefactor de otros muchos artistas, científicos y escritores, o simplemente “seres anónimos que necesitaban de su ayuda”, como dirá su amigo y albacea testamentario Elio Frölich, en un epílogo que escribiría para el libro de Carl Seelig, hoy considerado como mítico, y ejemplar en su género sobre sus paseos con Robert Walser. A Seelig –diría Frölich– sobre todo le importaba una causa: “La causa del otro”. Algo que, en cualquier época, nos tendría que hacer reflexionar a muchos.

Un protector que jugaría el papel de Max Brod en la vida de Kafka. Otro de los buenos conocedores de este singular benefactor, el biógrafo y amigo de Thomas Mann Ferdinand Lion, condensaría perfectamente la importancia trascendental de la ayuda de Seelig en concreto hacia una figura altamente frágil y desprotegida como Walser: “El destino ha querido que entre los muchos que consciente o inconscientemente apelaron a ese genio de la disponibilidad que era Seelig se encontrara aquel que más llamado estaba a aceptar esa ayuda. Era Robert Walser, que con su delicadeza y finura, unidas a su profundidad, tenía una obra entera a sus espaldas y ya era famoso para un gremio de iniciados, pero que precisamente debido a su delicadeza estaba al borde del derrumbamiento”. Por su parte, otro gran autor de aquellos días, el escritor judío Arnold Zweig, autor de una de las mejores obras literarias de la literatura alemana escritas sobre la Primera Guerra Mundial, El caso del sargento Grischa, y que a la subida de Hitler al poder, en 1933, emigraría a Palestina, dijo de Seelig que era “un caso único de filántropo que pone sus capacidades y su patrimonio de forma altruista al servicio de la creación literaria”.

Gracias a Seelig se constituyó un rico fondo de archivos de Walser depositado en Zurich, del que importantes y posteriores investigadores de su obra extrajeron la parte inédita y póstuma de los escritos de Walser. Entre ellos los famosos microgramas, escritos entre 1924 y 1932, justo antes de ingresar en el que fue su domicilio último y permanente, el sanatorio de Herisau. Microgramas que el propio Seelig calificaba, antes de ser descodificados y transcritos, de “escritura secreta e indescifrable”.

Pero el libro de Seelig no sería uno más. Su obra emocionante y sin género pasaría a la historia como uno de los más bellos homenajes a una amistad sincera, generosa y protectora, mantenida en el tiempo. Desde el 26 de julio de 1936 hasta la Navidad de 1955, reseñando minuciosamente algunos días escogidos y paseos llevados a cabo año tras año, las anotaciones de Carl Seelig darían cuenta de una gran compenetración y complicidad mutua. Una relajada complicidad entre dos amigos que caminaban y dialogaban comentando el “mundo exterior” del que Carl Seelig era el emisario, pero también un gran número de cuestiones éticas, familiares, editoriales, periodísticas, de crítica literaria y cultural acerca de otros escritores suizos o bien de lengua alemana en general, mientras de paso reseñaban algunos aspectos, monumentos y figuras del pasado histórico, con el trasfondo inquietante de una Europa muy pronto en guerra.

Un apoyo indesmayable, proporcionado por la fiel y devota amistad demostrada por Seelig, que muy probablemente tuvo que ver en que la vida de un Walser ya totalmente apartado del mundo y de la sociedad de su tiempo fuera más placentera y llevadera en su reclusión en aquellas bellas montañas. Las mismas montañas que un día de Navidad, el 25 de diciembre de 1956, en un último paseo solitario de despedida, le servirían de sudario inesperado. También sirvió para que Walser, para muchos tan solo un “niño”, alguien infantilizado, sin responsabilidades, que había cortado los lazos con la realidad (“la gente importante me tilda de niño, y sería descortés si por mi parte no creyera yo lo mismo; sin embargo, ésta es una creencia que a ratos me cansa”, dirá en uno de sus microgramas o pequeñas prosas póstumas) mantuviera, además, entusiásticamente intacta una de sus mayores pasiones, aparte de la literatura, sin la que no podía vivir: los paseos y caminatas. En este caso paseos acompañados. Pero sobre todo paseos nutridos estimulante e inteligentemente por un precioso intercambio de pareceres de dos amigos sobre lo más variado de la vida: desde libros y autores comentados a hechos cotidianos y anécdotas que iban surgiendo por el camino, aparentemente fútiles y sin gran trascendencia, pero observados siempre con gran sentido del humor y sutileza por parte de ambos excursionistas.

Ambos, tanto Walser a través de toda su obra, como Seelig con su libro, que se convertía sin proponérselo en una especie de exaltación del paseo como género literario, continuarían construyendo la celebración del flâneur a lo Baudelaire y Walter Benjamin. Pero en este caso sería en los medios rurales, ya fueran bosques, caminos comarcales, montañas o en los alrededores de pequeños pueblos y ciudades. Así lo definiría el americano Phillip Lopate, en el número extraordinario de The Review of Contemporary Fiction dedicado a Robert Walser en la primavera de 1992: “Un curioso fenómeno literario estaba en marcha: la narración del paseo. En más o menos la misma época, los surrealistas Louis Aragon, Philippe Soupault y André Breton con Nadja, así como el irlandés Joyce, el americano Henry Miller y el suizo Robert Walser, estaban todos ellos componiendo una épica del paseo”.

“Nuestras relaciones –comenzaba diciendo Carl Seelig en su libro Paseos con Robert Walser– las iniciaron unas pocas y sobrias cartas: preguntas y respuestas breves y concisas. Yo sabía que Robert Walser había ingresado en 1929, en calidad de enfermo mental, en el sanatorio y hogar cantonal de Appenzell-Ausserhoden, en Herisau. Sentía la necesidad de hacer algo por la publicación de sus obras y por él mismo. Entre todos los escritores contemporáneos de Suiza, me parecía el personaje más peculiar. Se mostró de acuerdo en que le visitara, así que ese domingo viajé, temprano, de Zurich a St. Gallen y callejeé por la ciudad […]. En Herisau me hice anunciar al médico jefe del sanatorio, quien me dio permiso para ir a pasear con Robert”.

La curiosa e inusual mezcla de biografía de un personaje y a la vez retrato de una amistad, ese híbrido de diario con anotaciones de pequeños viajes circulares adentrándose por el bello cantón de Appenzell y alrededores, pasaría a la historia junto a algunos de los más geniales homenajes literarios dedicados al hecho de la amistad. Ahí estaría el libro que Gershom Scholem escribió sobre su insustituible confidente y gran interlocutor intelectual, trágicamente desaparecido (Walter Benjamin. Historia de una amistad), o esa biografía “en movimiento”, como era también el caso de la de Seelig, tras los pasos de un personaje admirado y observado como sería la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, igualmente única en su género y en su época, el siglo XVIII. O bien las muy célebres conversaciones de los últimos años de un genio que escribiría J. P. Eckermann (Conversaciones con Goethe).

El libro de Seelig se convertiría en un inapreciable documento, narrado con pasión, detalle y con un exquisito tacto y respeto. También con un decidido y discreto deseo de “anonimato”: desdibujándose sin cesar como autor de aquellas notas y dejando “hablar” y provocando a su amigo para que se explayara y opinara sobre los más variados temas. Astuto e intuitivo, conocedor en profundidad de la psicología terca y especial del escritor, Seelig sabía perfectamente del temperamento huidizo de Walser, de su humor cambiante, de sus repentinos antojos o rabietas por cualquier nadería que no había que contrariar o por cualquier recuerdo que no había que insistir en rememorar. Pero ahí estarán, en pequeños fragmentos deliciosos y en ocasiones deslumbrantes, en la forma de diálogos o pequeños debates, con una gran espontaneidad y naturalidad, fantásticamente sintetizado, muchas veces a través de fulminantes aforismos y sentencias contundentes, lo más revelador del pensamiento walseriano. Como en sus novelas y pequeñas prosas, todo, incluso las cosas más sencillas y cotidianas, adquiría en presencia de Walser un halo mágico, súbitamente iluminador, portador de cualidades enigmáticas, ocultas, y Seelig lo supo reflejar en todo momento con una enorme sensibilidad y sabiduría.

Observaciones sobre la naturaleza y su negativa a moverse (“No quiero ir a ninguna parte ¿Para qué viajan los escritores, mientras tengan imaginación? […] ¿Acaso la naturaleza viaja al extranjero? Miro los árboles y me digo que si ellos no se van ¿por qué no iba yo a poder quedarme?”); sobre la función de un escritor (“Ningún escritor está obligado a la perfección. ¡Se le quiere con todos sus humanos defectos y locuras!”; “los escritores sin ética merecerían ser apaleados, han pecado contra su profesión, su castigo ha sido que les soltaran a Hitler”, dirá en 1943); el análisis de algunos poetas, novelistas y dramaturgos contemporáneos (“¿Los habitantes de Zúrich? No llegaron a conocer mis poemas; por aquel entonces, todos estaban entusiasmados con Hesse, me dejaron resbalar sin ruido por su joroba”); la firme voluntad de permanecer al margen al que ha sido arrojado (“En mi entorno siempre ha habido complots para rechazar a bicharracos como yo. Siempre se rechazaba, con arrogancia y distinción, todo lo que no tenía cabida en el propio mundo. Jamás me atrevía a abrirme paso. Ni siquiera tuve el coraje de echar un vistazo. Así que viví mi propia vida, en la periferia […] ¿No tiene mi mundo derecho a existir, aunque en apariencia sea un mundo más pobre e impotente?”); detalles sobre la redacción de algunos de sus novelas (“la editorial Scherl me invitó a tomar parte en un concurso de novela; así que escribí y seguidamente pasé a limpio El ayudante, en seis semanas la tenía lista”); el éxito o la falta de éxito (“la falta de éxito era una peligrosa y encarnizada serpiente, que intentaba implacable asfixiar lo auténtico y lo original en el artista”) así como un buen número de lecturas y autores repasados, citados brevemente o con mayor extensión y detenimientos. La lista de autores mencionados por ambos a lo largo de sus caminatas, en los momentos de reposo en merenderos y cervecerías, o recalando en cafés y confiterías, es enorme: Goncharov, Dostoievski, Thoreau, Goethe, Hölderlin, Kleist, Kafka, Broch, Thomas Mann, Heinrich Mann, Gerhart Hauptmann, Büchner, Gottfried Keller, Hesse, Balzac, Flaubert, Max Brod, Jean Paul, Ramuz, Wedekind, Alfred Polgar… Muchos de ellos plasmados con agudos y pérfidos comentarios. Según Walser, Rilke tendría “su lugar en la mesilla de noche de las jovencitas”; Altenberg “es una amable salchicha vienesa pero no lo puedo calificar de poeta” y Mann “es el gerente de un negocio, parapeteado en sus dominios”. Él mismo no dejaría de hacerse duras críticas frente a Seelig en aquellos encuentros: “Si pudiera rebobinar el hilo del tiempo y volver a comenzar no me permitiría escribir como hice en la vaguedad absoluta, sacrificándolo todo a la rareza, a la despreocupación. Uno no puede negar la sociedad. Hay que vivir dentro o bien luchar por o contra ella. He aquí el defecto de mis novelas. Son demasiado fantasiosas e introspectivas, a menudo descuidadas desde el punto de vista de la composición”.

Convivir con la locura ocupó gran parte de su existencia. También fue la causa muchas veces de un sentimiento de desgracia y desolación, de soledad y aislamiento extremos, hasta llegar a la “calma” y las rutinas mecánicas y vigiladas, de los sanatorios de Waldau, brevemente, y luego, en el de Herisau. Así se lo contará el mismo Walser a Carl Seelig en uno de sus paseos: “En aquella época tuve algunos intentos fallidos de suicidio. Ni siquiera era capaz de hacer un nudo corredizo digno de su nombre. Al final, mi hermana Lisa me llevó al sanatorio de Waldau. Frente a la puerta del sanatorio le volví a preguntar: ¿Crees que es la solución? A modo de repuesta, ella permaneció en silencio. ¿Qué podía hacer yo sino entrar?”.

El 13 de junio de 1933, Walser sería trasladado, a su pesar, al sanatorio de Herisau donde se quedó hasta su muerte y donde recibiría las periódicas visitas de Carl Seelig. En 1940 le diría a su amigo y confidente: “Es absurdo y grosero, sabiéndome en un sanatorio, decirme que siga escribiendo libros”. Y en 1944 volverá a decir: “En Herisau no he escrito nada más. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis. Los periódicos para los que escribía han desaparecido; sus redactores fueron perseguidos o han muerto. Me he convertido casi en una estatua”. Como escribiría Peter Utz posteriormente en el prólogo de sus relatos: “La locura real del Tercer Reich es tan responsable del silencio literario de Walser como la pretendida locura, a menudo puesta en discusión, del mismo Robert Walser”.

Los últimos retratos de Walser realizados por Carl Seelig, en lo que fueron los últimos años de su vida, encogen el corazón de cualquier lector y tienen el sabor continuado de una triste y abatida despedida. El anuncio de un enorme vacío. Las palabras de Seelig recuerdan en cierto modo la carta inconsolable que escribe Montaigne a la muerte de su querido amigo La Boétie. Así lo escribirá Seelig el 30 de agosto de 1953: “Por primera vez, Robert me da la impresión de un hombre que envejece y lucha contra la desaparición de sus energías […]. A menudo, Robert se detiene al borde de los bosques, con la mano izquierda ahuecada sobre el oído y olfateando con la cabeza inclinada. Se alzan ante mí lejanos tiempos infantiles en los que jugábamos a los “indios”. A veces Robert habla consigo mismo, increpa a los desconsiderados automovilistas, de los que huye espantado cuando cruzamos una carretera […] Con la colilla de su cigarrillo apagada entre los labios y los ‘pantalones pesqueros’, parece un gastado campesino”.

Una triste despedida amortiguada eso sí, por un leve, mínimo consuelo. Un consuelo que pone el broche a una amistad de muchos años, de muchas felices caminatas y conversaciones, como dirá Seelig al final de sus anotaciones: “Es para mí un silencioso consuelo que nuestros paseos llevaran algo de variedad a la monotonía de sus décadas de vida en el sanatorio; no encontraré jamás un compañero de trayecto más apasionado que él”.  

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Monmany

Bienaventurados los mediocres

16 de marzo de 2023 13:52:19 CET

Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma de la mediocracia. Este concepto es una de las ideas centrales de Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder[1], un ensayo del filósofo canadiense Alain Deneault (Quebec, 1970), que anteriormente había publicado en castellano Paraísos fiscales. Una estafa legalizada. Deneault, profesor de sociología en la Universidad de Quebec y director del programa Collège International de Philosophie de París, ha escrito sobre las actividades de compañías mineras en África, América Latina y Europa del Este, y en Canadá, donde la legislación facilita sus operaciones económicas. Uno de sus libros, Canadá Noir, que incluía información de numerosas fuentes sobre actividades de empresas canadienses en el extranjero, ocasionó una demanda de la compañía minera Barrick Gold (el libro fue retirado de la circulación en un acuerdo extrajudicial; el caso inspiró una modificación legislativa para proteger la libertad de expresión y de información).

“La mediocracia establece un orden en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar”, explica Deneault. En una entrevista con Andrés Seoane en El Cultural señalaba que “ser mediocre es encarnar el promedio, querer ajustarse a un estándar social, en resumen, es conformidad. Pero esto no es en principio peyorativo, pues todos somos mediocres en algo. El problema de la mediocridad viene cuando pasa a convertirse, como en la actualidad, en el rasgo distintivo de un sistema social. Hoy en día nos encontramos en un sistema que nos obliga a ser un ciudadano resueltamente promedio, ni totalmente incompetente hasta el punto de no poder funcionar, ni competente hasta el punto de tener una fuerte conciencia crítica. Aquellos que se distinguen por una cierta visión de altura, una cultura sólida o la capacidad de cambiar las cosas quedan al margen. Para tener éxito hoy, es importante no romper el rango, sino ajustarse a un orden establecido, someterse a formatos e ideologías que deberían cuestionarse. La mediocracia alienta a vivir y trabajar como sonámbulos, y a considerar como inevitables las especificaciones, incluso absurdas, a las que uno se ve obligado”.

Escapar no es fácil: “Si reivindicamos nuestra libertad no servirá más que para demostrar lo eficiente que es el sistema”, escribe Deneault. En este sistema, toda labor es un trabajo; todo trabajo es solo un medio. Y, un poco a la manera de los enanos que según Augusto Monterroso se reconocen gracias a un sexto sentido, los mediocres se reconocen entre sí, en un clima de impostores que oscilan entre la complicidad y el miedo.

En buena parte es un libro contra las estructuras. Este “orden mediocre que se establece como modelo” florece en todos los engranajes de la sociedad (neoliberal occidental). El sistema genera lo que Enzensberger llama “analfabetos secundarios”. Recompensa a personas capaces de realizar sus tareas, cumplir objetivos de productividad, ser útiles; saben sobrevivir, empleando una autocensura obligatoria que “se presenta como una demostración de astucia”. Pero su característica principal es que no son capaces de cuestionar lo que piensan, de examinar los fundamentos intelectuales de las acciones o las estructuras en las que participan. Practican una ética y estética de la acomodación; contribuyen a crear un gigantesco trampantojo que encubre la opresión y la rapacidad.

“La norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un valor en sí mismo. La mediocracia lleva a todo el mundo a subordinar cualquier tipo de deliberación a modelos arbitrarios promovidos por instancias de autoridad”, explica Deneault. El mediocre es un elemento de la cadena de opresión, el instrumento que emplean los poderosos para ejecutar sin mancharse una “violencia simbólica”, en un sistema de naturaleza “mortífera” que oculta tras una apariencia de “moderación”, una tonalidad o temperamento siempre sospechoso para Deneault.

Como señaló el sovietólogo Robert Conquest, la forma más sencilla de entender una organización burocrática es asumir que la dirige una camarilla compuesta por sus enemigos. Esta idea, aunque sin la ironía del historiador británico, no está lejos de la visión de Alain Deneault, que aplica el concepto de la mediocracia a distintos ámbitos: la educación, el comercio y las finanzas, la cultura y la civilización. La tesis no siempre es clara, ni el motivo que permite unir los temas o los registros de escritura (a veces más ensayístico, a veces más periodístico). El ensayo une dos libros, La médiocratie y Politiques de l’extrême centre.

A juicio del autor, uno de los lugares donde prolifera la mediocracia es la universidad. Los académicos no solo deben saber más sobre cada vez menos, sino que están metidos en una especie de rueda de hámster de publicaciones tan necesarias para su carrera como irrelevantes para el progreso del conocimiento. Las servidumbres académicas aplastan el pensamiento propio, los cauces del sistema constriñen la libertad intelectual y todo el diseño conspira para evitar la originalidad. Es como si el objetivo fuera impedir que alguien levantase la cabeza y viese el mecanismo. Una configuración casi feudal propicia la supervivencia de esa estructura.

Algunas de las observaciones de Deneault son perspicaces y valiosas. Una gran cantidad de energía se destina a cargas absurdas. Muchas veces quienes provocan avances decisivos en una disciplina no son los grandes especialistas: a menudo, es interesante la perspectiva de alguien que es experto en otro campo, o la combinación de dos campos de conocimiento posibilita un cambio en la forma en que vemos una disciplina. Los sistemas pueden generar grasa superflua, pérdidas de tiempo, abusos de poder; pero los protocolos también tienen aspectos que ayudan a corregir errores.

Una de las obsesiones de Deneault, que revela cierta impronta orwelliana en un autor influido sobre todo por escritores continentales, es la desactivación de eufemismos y palabras de camuflaje. De los académicos critica una tendencia hacia la opacidad léxica que se ha convertido en una especie de shibboleth, y lamenta el triunfo de palabras como gobernanza o plurales sanitarios como opresividades. A veces es ingenioso: por ejemplo, cuando cita estudios que comparan el mundo universitario y su estructura desigual con el narcotráfico. Otras veces resulta banal o hiperbólico. Así, dice que el PowerPoint “erradica la autonomía de la mente”. Mucha autonomía no debías tener si te la erradica un PowerPoint. Citando a McLuhan, señala que Superman indica “la pérdida absoluta de la relación de este pueblo con el pensamiento estructurado”. El dibujante de cómics Art Spiegelman exponía hace unos meses una visión interesante de los cómics de superhéroes y sus condiciones de producción: en vez de la proyección de la impotencia del hombre tecnológico, él destacaba el origen inmigrante, a menudo judío, de creadores de superhéroes que, a finales de los años treinta, derrotaban a villanos poderosos.

Otras veces, simplemente, no parece saber de lo que habla. Critica, con una mezcla de desdén profesoral y virguería hermenéutica, el énfasis en las tecnologías de la serie de Superman. Podemos darle un tono casi metafísico a esa relación, como si solo fuera semiótica, pero la historia del cine (como la de la música, la de la literatura, la de la cultura) tiene que ver con el desarrollo de la tecnología, que no es solo un símbolo.

En otras partes del libro uno no acaba de entender el nexo con la mediocridad, aunque sí parecen formar parte de la visión general del autor. Deneault escribe de la financiarización de la economía, del valor del dinero por encima de todas las cosas y las tipologías psicológicas que genera. Si en la cultura se guiaba por Rancière y autores vinculados al posestructuralismo y la teoría francesa, o por la escuela de Frankfurt en otros momentos, cuando habla de dinero parece que el sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel es su influencia principal. En algunas de las páginas más interesantes y desasosegantes del libro habla de las relaciones de las empresas y la naturaleza, de los trapicheos de grandes compañías, del papel de las ONG. La globalización, señala, habría tenido un efecto inesperado: aliar a obreros y empresas frente a las clases de otros países. (Aunque esto, que presenta como una novedad, quizá no lo sea tanto.) Algunas cosas parecen un tanto envejecidas. Ya no estamos en la fase expansiva de la globalización: el alineamiento de intereses corporativos entre empresas norteamericanas y chinas contra los trabajadores occidentales es una idea menos presente ahora que hace un tiempo.

El espíritu de carrerismo o profesionalismo -uno de cuyos ejemplos y transmisores máximos es, dice Derneault, el experto, el intelectual que se pone al servicio del poder- permea nuestro comportamiento social (“estamos dispuestos a hacer grandes esfuerzos para medrar socialmente hasta alcanzar el nivel en que nos podremos ahorrar todos estos esfuerzos psicológicos”). El llamado arte subversivo (donde las grandes fortunas fuerzan el sometimiento de los artistas) es otro ejemplo; también los economistas “oficiales”, que, dice, son “banqueros del significado”. No parece tomar la economía muy en serio como ciencia y escribe varias veces de forma despectiva sobre ella: la motivación es, ante todo, ideológica. “A los artistas se les conmina a trabajar con arreglo a los dictámenes del mercado en vez de los de su propio proceso creativo”, escribe. En la parte final ataca a los defensores de lo que llama “extremo centro”, un concepto de Pierre Serna, que resumió la trayectoria los líderes que practicaban estas políticas (“sensatas”, tecnocráticas, animadas por el propósito declarado de alejarse del extremismo) como “una historia de las retractaciones”. Es un sistema que ha fracasado, sostiene Deneault, y se basaba en la idea del crecimiento, fundado en indicadores falaces y fetiches. Los intelectuales del extremo centro, sostiene, dan legitimidad a casi todo lo que no puede gustar a una persona de bien: de la brutalidad policial a la evasión fiscal. La crítica, dice el autor, ya no es nueva: “¿Cómo podemos explicar que estamos en una posición tan estática como para que las catástrofes más terribles hayan sido presagiadas hace décadas?”. La solución tampoco: “¡Sé radical!”.

Mediocracia funciona como catálogo de referencias: puede llevar a algunos libros o estudios estimulantes. Con todo, a veces es deslavazado y arbitrario en sus recomendaciones; se guía más por la antipatía que por el rigor. Como explica el autor en el fragmento que acabo de citar, en buena medida las críticas que hace fueron formuladas hace décadas. El sistema no solo las recibió: supo incorporarlas. Mientras tanto, desde que se produjeron las críticas que Deneault reitera como si fueran más o menos nuevas (la generación de necesidades del consumismo, la estupidización de la televisión, la falta de escrúpulos de las corporaciones), gracias al capitalismo, con todos sus defectos, millones de personas han salido de la pobreza. Deneault utiliza los datos cuando le convienen y otras veces los descalifica como ejemplos de la manipulación maligna del sistema. Que la mortalidad infantil (es decir, niños fallecidos el primer año de vida) pasara de 8,8 millones de muertes en1990 a 4,1 millones en 2017 puede suceder mientras el sistema fracasa de manera formidable, como dice él. Pero sigue siendo un logro.

Si hubiera que colocar el libro en una categoría, más que como ensayo o reportaje encajaría como novela policiaca. El cadáver quizá se conozca a los postres, pero el asesino es tan amorfo como inequívoco. Es el orden económico capitalista occidental, que se puede entender con el extremo centro (donde tiene cabida, como ejemplo más desarrollado, el presidente socialista de Francia Hollande, predecesor de Macron, a quien Deneault ha acusado de forma un poco rocambolesca de dar un golpe de Estado, metafórico naturalmente): algo fácil de identificar está detrás de cada ejemplo. El autor no se toma la molestia de dar un argumento contra su propio interés, aunque fuera por coquetería, y si bien parece conocer los chanchullos de los negocios occidentales en una suerte de provincianismo intelectual no critica ningún otro sistema. Los problemas en África o en América Latina son problemas generados por Occidente, que corrompe e impulsa estructuras de opresión. Pero no hace falta ser un defensor del colonialismo militar o económico para reconocer que la opresión y la corrupción se producen también cuando no hay interferencia de Europa y América del Norte: Occidente no siempre tiene la culpa. Como escriben Ian Buruma y Avishai Margalit en Occidentalismo (Debate): “Las historias de Europa y Estados Unidos están manchadas de sangre, y el imperialismo occidental causó muchos daños. Pero ser consciente de eso no significa que deberíamos ser complacientes con respecto a la brutalidad actual de las antiguas colonias. Al contrario. Culpar del barbarismo de los dictadores no occidentales al imperialismo estadounidense, el capitalismo global o el expansionismo israelí no es solo equivocarse; es precisamente una forma orientalista de condescendencia, como si solo los occidentales fueran lo bastante adultos como para ser moralmente responsables de lo que hagan”.

Uno puede leer Una cama para una noche (Debate), el admirable y devastador estudio de David Rieff sobre el auge y el fracaso de la acción humanitaria. O puede leer a Deneault, que dice que en Haití “las organizaciones gubernamentales tienen el aspecto siniestro de una fuerza política de ocupación” y se queda tan ancho. Para él, cuando Stiglitz critica los excesos de la globalización, el fundamentalismo de mercado, del neoliberalismo, es un tipo de derechas que se hace pasar por alguien de izquierdas. Aquí estamos, entretenidos, en “una muy lucrativa lucha contra el cáncer, en lugar de los sencillos cambios alimentarios que podrían prevenirlo”. ¿Cómo no habíamos caído en que el cáncer se arreglaba con yogures y brócoli?

Si es interesante la cuestión de los impuestos y las críticas a las finanzas, no hay una visión más constructiva o la elaboración de una alternativa. En los últimos años han aparecido muchas críticas al funcionamiento del capitalismo, inspiradas por la crisis de 2007 y 2008, los descontentos con la globalización, el crecimiento de la desigualdad, el abuso de los recursos naturales. Políticos mainstream y medios liberales como el Financial Times y The Economist debaten formas de salvar el capitalismo de sí mismo, prestan atención a propuestas como la renta básica, alertan de los riesgos del capitalismo rentista, de los peligros que una desigualdad excesiva supone para la democracia liberal. Esos ajustes, sometidos a la experimentación empírica y a la deliberación democrática, parecen más útiles que una impugnación a la totalidad que no termina de concretarse.

Lo más irritante del libro no es que sea estructuralmente frágil, argumentativamente tramposo o factualmente discutible (aunque en ocasiones lo es). Lo más cargante es la sensación de que el autor piensa que está revelando algo novedoso, cuando ofrece una mezcla inconsistente de observaciones valiosas, obviedades, tópicos y teorías de la conspiración. A veces da la sensación de ser una versión tan posmoderna como inconsciente del mito de la caverna, o ese tipo un poco cargante que te toca al lado en una cena y te cuenta que el problema no es por lo que dicen todos, sino por ese otro chisme que él sabe. Es una de esas mentes sutiles, que saben un poco más: con algo de suerte, podrás acceder a su estadio de conocimiento; lograrás estar en el secreto. Al leer el ensayo incomoda la asunción de que el autor y el lector son resistentes frente a ese mundo mediocre. Un resumen del libro es la estadística que dice que el 80% de los conductores creen que conducen mejor que la media.



[1] Alain Deneault. Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder. Traducción de Julio Fajardo Herrero. Madrid, Turner, 2019.

 

Escrito en Lecturas Turia por Daniel Gascón

Manuel Chaves Nogales en la encrucijada

7 de marzo de 2023 09:21:29 CET

El primer tercio del siglo XX constituye, como es sabido, un periodo esencial en la historia de la cultura española. Durante ese espacio de tiempo tuvo lugar, aunque en menor medida que en el resto de Europa, la crisis cualitativa de la mentalidad burguesa y, al mismo tiempo, el aumento cuantitativo de la misma debido al ascenso de las masas, que se incorporan a la nueva sociedad de consumo. Esa coyuntura histórica, cuyos cambios distan mucho de haber concluido, supuso el cuestionamiento de las estructuras sociales vigentes y de las formas de mentalidad inscritas en ellas. Los hombres y las mujeres de profesiones intelectuales cumplieron una función social relevante, incrementada de manera progresiva desde las postrimerías del siglo XIX, obligados a afrontar las antinomias que definen la época; vale decir, la crisis de la burguesía frente a la emergencia del proletariado, el proceso de secularización frente a la sacralización del mundo, el retroceso de la cultura letrada frente a la civilización científico-técnica. No obstante lo cual, esa irrenunciable actividad social adquiere manifestaciones divergentes (conformistas o disconformes) y, por ende, suscita actitudes bien distintas (reaccionarias o progresistas) y hasta diametralmente opuestas (comunistas o fascistas).

Escritor y periodista postergado hasta hace poco tiempo, Manuel Chaves Nogales supo afrontar la encrucijada de entreguerras con una actitud, una lucidez y una coherencia dignas del mayor elogio, que muy pocos de sus coetáneos, los escritores de la llamada Edad de Plata de la cultura española, consiguieron superar. En el prólogo al libro de relatos sobre la guerra civil A sangre y fuego, escribe: “Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeñoburgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”[1]. Y su actitud no deja lugar a dudas: “Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas— ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo”[2]. De ahí que la originalidad vital y literaria del escritor sevillano pueda definirse, en primer lugar, por su destacada contribución al desarrollo del periodismo de masas y, finalmente, por su posición ante la rebeldía vanguardista, frente a la revolución comunista y contra la reacción fascista subsecuente, como intento señalar en esta breve semblanza.

 

Años de formación: de Sevilla a Madrid

Manuel Chaves Nogales nació en Sevilla el 7 de agosto de 1897, en el seno de una familia hispalense de clase media acomodada. Siguiendo la tradición familiar, se decantó desde muy joven por el periodismo. Su abuelo paterno, José María Chaves Ortiz, fue un conocido pintor de temas taurinos, al que se debe el primer cartel ilustrado de la Feria de Sevilla. Su padre, Manuel Chaves Rey, fue colaborador de diferentes periódicos sevillanos, miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, además de cronista oficial de la ciudad. Su madre, Pilar Nogales, realizó estudios de música y fue concertista de piano; y su tío, José Nogales, fue director de El Liberal, uno de los principales diarios sevillanos del primer tercio del siglo XX. A los catorce años, el joven Manuel comenzó a colaborar en El Liberal, donde su padre ejercía por entonces de redactor jefe. Tras el fallecimiento del padre en 1914, simultaneó los estudios de Filosofía y Letras con escarceos juveniles en el periodismo. Desde 1918 hasta 1921, trabajó como redactor y colaborador en El Noticiero Sevillano, diario independiente de tendencia monárquica, y La Noche. Y en 1920 publicó el artículo narrativo “La Ciudad”, dentro del libro colectivo Quien no vió a Sevilla[3], en un momento en que la ciudad hispalense experimenta un desarrollo urbanístico e intelectual de repercusión nacional.

El joven Chaves Nogales nació al periodismo por las mismas fechas que a la literatura; sus colaboraciones con El Liberal de Sevilla, El Noticiero Sevillano y La Noche coincidieron con la composición de sus primeros libros, La ciudad (Sevilla, Talleres de La Voz, 1921) y Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos (Madrid, Caro Raggio, 1924). Conviene recordar que, durante las primeras décadas del siglo, el viejo periodismo personalista e ideológico del ochocientos da lugar al nuevo periodismo de masas, de modo y manera que las relaciones entre el escritor y el periodismo se estrechan; mientras que el periódico ofrece al escritor un medio de comunicación más fluido que el libro y un modo de ganarse el sustento, el escritor contribuye a la empresa con su ingenio creador y su sagacidad crítica. Tanto es así que algunos escritores de entreguerras, entre los que cabe destacar a Rafael Cansinos Assens, Corpus Barga, César González-Ruano o el mismo Manuel Chaves Nogales, contribuyeron a renovar el género de la “no ficción” en un sentido doble: por una parte, flexibilizando los límites entre la literatura ficticia (poesía, narrativa, teatro) y la literatura facticia (testimonial y documental); y por otra, transgrediendo los límites entre la escritura testimonial o literaria (memorias, diarios, epístolas) y la escritura documental o periodística (noticias, crónicas, reportajes).

La década de 1920 fue un periodo crucial en la historia de Occidente: una verdadera encrucijada de transformaciones sociales, ideológicas y culturales. La propagación de la técnica en la vida cotidiana supuso, al fin, un cambio profundo en las mentalidades. A principios de 1920, Chaves Nogales contrajo matrimonio con Ana Pérez y se trasladó a Córdoba, donde presenció la aparición del periódico La Voz, dirigido por Ramiro Rosés, en el que llega a oficiar de redactor jefe. Su estadía en la capital andaluza coincidió con frecuentes viajes a Madrid, donde empezó a publicar en el diario El Sol. En julio de ese año, su citado libro La ciudad consiguió una subvención del Ayuntamiento de Sevilla, y un año más tarde aparece bajo el sello de los Talleres de La Voz. El libro fue reseñado en varios medios provinciales (La Voz, El Noticiero Sevillano) y en las páginas de la revista España, una de las publicaciones periódicas más acreditada de la época. La recensión de la obra, firmada por A(ntonio) E(spina), comienza en estos términos: “Un panorama complejo de episodios y reflexiones desarrollado a manera de crónica, en que se estudia una vieja ciudad española: Sevilla”[4]. Y el verano de 1923 aparecieron dos de sus cuentos, “Los caminos del mundo” y “La gran burla”, que luego pasaría a llamarse “El bromazo”, en la sección “El cuento de hoy” de La Voz, cuyo marbete volvería a aparecer más adelante en el Heraldo de Madrid.

Entre tanto, se traslada con su esposa Ana Pérez a Madrid, donde nació su primera hija y comenzó a introducirse en los círculos periodísticos y literarios de la capital. Aquí le sorprendió la Dictadura de Primo de Rivera, proclamada el 23 de septiembre de 1923, y en este segundo momento biográfico y laboral, en esta nueva “etapa madrileña”, desarrolló una intensa y fructífera labor profesional hasta que los avatares de la guerra civil le obligaran a autoexiliarse. Poco después, en 1924, arribó a la redacción del Heraldo de Madrid, en cuyas páginas aparecería buena parte de su producción periodística. Los primeros artículos, lastrados por los rigores de la censura, mostraban ya un sello personal, caracterizado por la diversidad temática, el respeto a la información, la amenidad expositiva y la visión crítica. Entre los temas abordados se cuentan: la confección de diccionarios, los fraudes editoriales, el viejo cementerio de Madrid, la creación del Colegio Mayor Hispanoamericano de Sevilla, la precariedad de las clases humildes, los modos de hacer novelas, etc. Al tiempo que se afianzaba como periodista, publica una novela corta titulada La Órbita (Sevilla, Casa Velázquez, colección “La novela del día”, mayo de 1924) y concluye el libro de relatos en que venía laborando desde su etapa sevillana: Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos (Madrid, Caro Raggio, diciembre de 1924).

Los primeros años de estancia de Chaves Nogales en Madrid coincidieron con la irrupción de las vanguardias artísticas y literarias en España. Bien es cierto que, desde 1908 hasta 1918, se habían producido las primeras manifestaciones vanguardistas, protagonizadas principalmente por Ramón Gómez de la Serna, quien publicó su ensayo-manifiesto El concepto de la nueva literatura en la temprana fecha de 1909. Pero hubo que esperar hasta la llegada de Vicente Huidobro, portavoz de las vanguardias parisienses y adalid del creacionismo para que, en los ambientes literarios de España, se encendiese el fuego de las vanguardias, alimentado por un grupo de jóvenes creadores en el que se contaban, entre otros, Rafael Cansinos Assens, Guillermo de Torre, Adriano del Valle, Xavier Bóveda y el joven argentino Jorge Luis Borges. Desde la llegada de Huidobro a Madrid, hasta los primeros ecos del surrealismo, se proclamaron y desarrollaron numerosos movimientos literarios, entre los que cabe destacar el creacionismo, el ultraísmo, el purismo, la deshumanización del arte, et tutti quanti. Hasta que, en 1925, tras la aparición del Primer manifiesto del surrealismo en la Revista de Occidente, la “Exposición de artistas ibéricos” en Madrid, con su importante manifiesto vanguardista, la publicación de Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, y La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, comenzó a cundir la necesidad de un regreso al orden y, consecuentemente, un abandono de la literatura ensimismada.

Ahora bien, el hecho de ser un periodista doblado de escritor, con una declarada fidelidad al periodismo informativo, pudo evitar que Chaves Nogales acabara seducido por los cantos de sirena vanguardistas, como les sucedió a muchos de sus coetáneos. Aunque coincidió con algunos de los poetas, narradores y artistas de vanguardia que pululaban por las principales tertulias y publicaciones de la época, no renunció en ningún momento a la función social del arte, que supo encauzar en los medios de comunicación de masas bajo la forma de artículos, crónicas, reportajes y entrevistas. Fue capaz de calificar a Ramón Gómez de la Serna de “perseverante tallista de la emoción” o de contradecir abiertamente las ideas sobre la novela de Ortega y Gasset. En el artículo “Cómo se hacen las novelas”, uno de los primeros que publicó en el Heraldo de Madrid, se pronuncia abiertamente contra Ortega y sus acólitos, los futuros narradores de la colección Nova novorum, que aparecería poco después bajo el sello de la señera Revista de Occidente, al tiempo que se decanta por Pío Baroja, cuyo trato prolongaría durante años, y su técnica novelística. Su visión crítica de la realidad y su concepción social del arte le abocaban a tomar una postura clara ante los hechos, pues la actitud complaciente o evasiva es “demostración terminante de inmoralidad y perversión”.

 

La consolidación del periodista y del escritor

A comienzos de 1926, un suceso extraordinario acaparó las portadas de los principales periódicos nacionales: regresa a Huelva el hidroavión de la Aeronáutica Militar española Plus Ultra, tras realizar por primera vez un vuelo entre Europa y América. Chaves Nogales se encargó de cubrir la noticia para el Heraldo de Madrid, en un periplo informativo que le llevó por tierras de Huelva y Sevilla. Este trabajo produjo un cambio determinante en la actuación profesional del periodista, en opinión de María Isabel Cintas: “Por una parte, se inició su interés por el avión como medio de desplazamiento en los tiempos modernos, que tanta importancia para su actividad tendría en el futuro. Por otro lado, abandonó la redacción y fue tras la noticia”[5]. Meses más tarde tiene lugar otro hecho importante en su vida. En julio de 1927, siguiendo la tradición paterna, Chaves Nogales ingresó en la masonería, con Vicente Sánchez Ocaña, compañero en las tareas periodísticas, en la logia Dantón de Madrid, con el seudónimo de Larra. Como tantos otros artistas, intelectuales y trabajadores de la época, vio en la forma de entender la vida que la masonería representaba, basada en los principios ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad, una respuesta a la crisis de la conciencia burguesa, una salida a la estructura social vigente y las formas de mentalidad que genera.

El interés de Chaves Nogales por las travesías aeronáuticas, epifenómeno del fuerte impacto que conoció el desarrollo tecnológico durante los felices años veinte, pronto se vio recompensado de nuevo. El 25 de octubre de 1927 llegaba Ruth Elder a Lisboa, célebre aviadora norteamericana que estuvo a punto de perecer en la travesía del océano Atlántico. El periodista sevillano alquiló un avión para desplazarse a la capital portuguesa y, durante varias jornadas, informó del nuevo suceso aeronáutico a través de crónicas trasmitidas desde el avión: “La emocionante partida de un hidroavión que va a cruzar el Atlántico”, “Cómo es Ruth Elder”, “El paso de Ruth Elder por Portugal y España”, “Cómo se inventa un gran suceso. Ruth Elder, creación de un periodista”. Esa serie de crónicas viajeras, en las que el autor consolida sus dotes de reportero au plein air, le reportaron una enorme popularidad, reconocida finalmente con el premio Mariano de Cavia, que los directores de cuatro periódicos, El Liberal, Heraldo de Madrid, El Sol e Informaciones, acordaron concederle el 10 de mayo de 1928. La popularidad, el reconocimiento y los homenajes no se hicieron esperar. Como era previsible, tampoco faltaron voces discrepantes que, con razón o sin ella, relacionaron la concesión del importante premio con la pertenencia del galardonado a la Francmasonería.

Al tiempo que declinaban los movimientos artísticos y literarios de vanguardia, de lo que queda constancia en las dos revistas principales de la época, Revista de Occidente y La Gaceta Literaria, daba sus primeros pasos la literatura social de avanzada, liderada por los nuevos narradores de la “otra generación del 27” (la expresión es de Víctor Fuentes), unidos en torno a las revistas Post-Guerra y Nueva España; ambas publicaciones contaban con una línea editorial de izquierdas y defendían ideas socialistas y republicanas. En el año 1926, la Revista de Occidente echaba a andar su colección Nova novorum, en la que vieron la luz novelas lírico-intelectuales de Pedro Salinas, Benjamín Jarnés, Antonio Espina y Valentín Andrés Álvarez. Ese mismo año se publica la primera novela social, La duquesa de Nit, de Joaquín Ardedríus, a la que seguirían el resto de “libros de avanzada” (el rubro es de José Díaz Fernández): La espuela (1927) del mismo Joaquín Arderíus, España 1930 (1927) de Gabriel García Maroto, El Blocao (1928) de José Díaz Fernández, Los príncipes iguales (1928) de Joaquín Arderíus, La venus mecánica (1929) de José Díaz Fernández, El comedor de la pensión Venecia (1930) de Joaquín Arderíus, Imán (1930) de Ramón J. Sender, etc. A diferencia de los narradores de orientación vanguardista, estos narradores se reclaman partidarios de la narrativa antibelicista europea y de la novela revolucionaria rusa.

Durante estos cinco años, Chaves Nogales coincidió con buena parte de ellos, compañeros de letras y de generación sojuzgados por la censura previa de la dictadura de Primo de Rivera, en tertulias, periódicos y revista de la época, particularmente en el afamado café de Fornos, en el diario Heraldo de Madrid y en La Gaceta Literaria. El 15 de marzo de 1928, esta última revista publicó una interesante interviú, a la que respondieron escritores de ideologías diferentes e incluso contrapuestas, a propósito de las relaciones promiscuas entre política y literatura, y en la que Chaves Nogales dejó clara su postura al respecto: “Así como no profeso ninguna religión positiva, no pertenezco a ningún partido político. Si tuviese un temperamento heroico, creo que sería comunista; no lo soy porque me falta ese ímpetu nazarenoide que hoy se necesita para ser comunista militante. Cumplo, sin embargo, con mi débito esparciendo en cuanto escribo ese difuso sentimiento comunista que me anima”[6]. Y a raíz de obtener el afamado premio Mariano de Cavia en 1928, publicó en la verista gráfica Estampa un artículo acerca de las relaciones entre el periodismo y la literatura, reivindicando el trabajo eminentemente objetivo del periodista frente a la labor imaginativa de la literatura de ficción. “He hecho una obra de periodista —constata—. Los literatos a la novela o al teatro. Cada uno en su ámbito. El periodista ha de trabajar en la redacción y en la calle”[7].

El año 1930 fue una fecha clave en la encrucijada histórica de entreguerras y, consecuentemente, en la trayectoria personal y literaria de Manuel Chaves Nogales. El 28 de enero cayó la dictadura del general Primo de Rivera. A aquellas alturas del siglo, las vanguardias artísticas y literarias habían experimentado un regreso al orden, cuando no un avance hacia el compromiso político y social. Los intelectuales  reaccionaron contra el menosprecio de que eran objeto por parte de las clases dominantes, conjurando el miedo a la nueva clase emergente, el proletariado revolucionario, y, en el caso de los escritores de avanzada, se ponen de su lado. Desde el cargo de director de Heraldo de Madrid, el periodista sevillano saludó la caída de la Dictadura, vale decir,  “seis años, cuatro meses y trece días sin garantías constitucionales”. Vuelve a recorrer Europa y pasa el verano en París como corresponsal del Heraldo, recopilando materiales sobre la revolución soviética. A comienzos del segundo semestre fue requerido por Luis Montiel para  preparar la salida de un nuevo periódico: un diario moderno, veraz e imparcial, dotado ahora con los mejores adelantos técnicos. Y el 16 de diciembre de 1930, vio la luz pública el diario Ahora, al que nuestro periodista dedicaría, como subdirector, todas sus capacidades desde ese momento y durante el sexenio siguiente.

Durante los primeros años treinta, Chaves Nogales desarrolló una intensa y fructífera labor periodista. Pilotó el semanario gráfico Estampa y, desde diciembre de 1930, desempeñó el cargo de subdirector del diario Ahora, modernizando las publicaciones y enriqueciendo sus contenidos, conforme al mejor periodismo que se hacía fuera de España. Aprovechando las experiencias de su estancia en París, publicó por entregas en el primero sus crónicas del viaje en avión por Europa, que aparecería posteriormente bajo el título La vuelta a Europa en avión  (Madrid, Mundo Latino C.I.A.P., 1929) y la historia del maestro de flamenco Juan Martínez y su mujer Sole, que correría la misma suerte bajo el título El maestro Juan Martínez, que estaba allí (Madrid, Estampa, 1934). Y, ya entre el 29 de junio y el 14 de diciembre de 1934, sus crónicas sobre el torero Juan Belmonte que, agrupadas en libro, dieron lugar a su celebrada biografía Juan Belmonte, matador de toros (Madrid, Estampa, 1935). Al mismo tiempo, y como alma mater del diario Ahora, dejó en este periódico lo mejor de su producción: entrevistas con los principales políticos españoles, reportajes sobre la Alemania nazi, artículos sobre la intervención de España en Ifni o reportajes sobre la revolución de octubre en Asturias. Una labor que quedaría truncada el 17 de julio de1936, a raíz del estallido de la guerra.

Con el ruido y la furia de las armas, las facultades humanas invierten su orden, y la acción ocupa el lugar preferente, por encima de los sentimientos y los pensamientos, que acaban por oxidarse: inter arma silent musae. El exilio continuado y finalmente masivo de masones, judíos y comunistas iba a dejar el campo periodístico y literario expedito para el medro de los escritores falangistas: Rafael Sánchez-Mazas, Víctor de la Serna, César González-Ruano, Eugenio Montes, Ernesto Giménez Caballero y Agustín de Foxá, entre otros. Esta generación de escritores, a la que Francisco Umbral llamó “los prosistas de la Falange” y relató con su estilo pop y su cinismo posmoderno en La leyenda del César Visionario, no es otra que la generación del 27 puesta en prosa, a la que pronto se sumarían los escritores de la generación del 36: Rafael García Serrano, Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, y Pedro de Lorenzo, principalmente. Quien más, quien menos, todos reconocían el magisterio de Ortega y Gasset, de Eugenio d’Ors y, en menor medida, de Ramiro de Maeztu; así mismo, unos se reclamaban seguidores de José Antonio Primo de Rivera, mientras que otros seguían con devoción a Ramiro Ledesma Ramos. Aunque, por lo general, comenzaron sus respectivas carreras literarias en los movimientos de vanguardia, impulsados por la rebeldía característica de la juventud frente a las estructuras arcaicas del “orden establecido”, representaron la vuelta al orden, cuando no el retorno a los preceptos arcaizantes de las sociedades rurales.

César González-Ruano, coetáneo y colega de Chaves Nogales desde los primeros años veinte, llegó a decir que el artículo y la crónica fueron “el auténtico género literario propicio y característico de nuestra generación”[8]. Si estaba en lo cierto, y eso parece, él mismo fue el primer articulista de su promoción, al tiempo que Chaves Nogales llegó a ser el reportero más representativo de la misma. Coincidiendo con la irrupción de los prosistas de la Falange en los medios, el sevillano escribió y publicó los grandes reportajes a los que hemos hecho referencia más arriba. Ahora bien, la fidelidad de Chaves Nogales a su ideario liberal, un liberalismo eminentemente humanístico, de ascendencia ilustrada, y su defensa de un periodismo objetivo, le salvaron de caer en la deriva fascista, como antes le habían preservado de la deriva comunista, proclives al totalitarismo, a las cuales se opuso con similar empeño. En el prólogo a los espeluznantes relatos de A sangre y fuego, esa declaración de principios inolvidable, escribe: “Antifascista y antirrevolucionario por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario”[9].

 

Y al fin: la errancia sin sosiego

El levantamiento militar del 18 de julio sorprendió a Chaves Nogales en Londres, donde se hallaba en misión periodística, de modo que hubo de regresar a Madrid precipitadamente. A la semana de su vuelta, un Consejo Obrero, formado por delegados de los talleres, se incautó del diario Ahora, y el sevillano ocupó la dirección del mismo. “Me convertí en el camarada director —escribe en el prólogo de A sangre y fuego—y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la Prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu, ni por mi condición de pequeño burgués liberal de la que no renegué jamás”[10]. Comoquiera que sea, las presiones de los bandos en liza le resultaban insoportables; de modo y manera que, el 13 de noviembre, renunció a la dirección del periódico. “Me consta por confidencias fidedignas que, aún antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable”[11], relata en el prólogo mencionado.

Cuando tuvo la certeza de que nada podía hacerse ya, salvo contribuir al desarrollo de la guerra, abandonó su puesto en la lucha y optó por la expatriación. Tras pasar por Barcelona, en compañía de una masa informe de pobres gentes, arrastrada por el ventarrón de la guerra, se instaló con su mujer y sus hijos en el barrio parisino de Montrouge. Allí compartió su desventura con una legión de desarraigados, entre popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos y españoles, esforzándose en mantener contra viento y marea una ciudadanía española meramente espiritual. Y allí continuó trabajando como periodista, colaborando con la agencia Cooperation Press Service, a través de la cual pudo mandar artículos a numerosos periódicos hispanoamericanos y europeos: El Tiempo (Bogotá), El Nacional (México), La Nación (Buenos Aires), Le Soir (París), Le Soir (Bruselas), La Dépechê (Toulouse) y New York Herald Tribune. Con la ayuda de su familia y sus amigos más cercanos, organizó una publicación artesanal, Sprint, dirigida fundamentalmente a los exiliados españoles que llegaban a Francia. Una vez asumida y normalizada su situación de expatriado, colaboró en L’Europe Nouvelle y, bajo seudónimo, en la revista Candide; también fue corresponsal de la agencia Havas, con cuyo director Emery Reeves había entablado una estrecha amistad, que distribuía materiales a los periódicos más representativos de América Latina.

Durante el tiempo que le dejaba libre su labor periodística, fue recuperando el gusto por su viejo oficio de narrador. Recogió sus relatos de la guerra en el volumen titulado A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España  (Santiago de Chile: Ercilla, 1937); el libro, traducido al inglés por Luis de Baeza, fue publicado en New York bajo el título Heroes and Beasts of Spain ese mismo año y reeditado en Londres el  año siguiente como And in the Distance a Light…? En su citado prólogo, constata: “España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera”. Y concluye: “A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen”[12]. Su célebre biografía Juan Belmonte, matador de toros, editado por Leslie Charteris, apareció simultáneamente en Londres (Heinemann) y New York (Book Leage of America) en 1937, lo que contribuiría a hacerle más llevadera la vida familiar en Francia. Pero corrían tiempos convulsos, y su estancia en la capital francesa tenía los días contados.

Era la segunda patria que Chaves Nogales estaba a punto de perder, al igual que los miles y miles de hombres de toda Europa que habían acudido a Francia en los últimos tiempos arrastrados por el mito de la libertad, que buscaban en ella amparo contra la nueva barbarie que se adueñaba de Europa. En el prólogo a La agonía de Francia, otro de los escritos esenciales del autor, precisa: “Yo he visto y he sentido hondamente la amarga decepción de esos cientos de miles de hombres que, perdida su patria por la expansión triunfante de la barbarie totalitaria, llegaban a Francia creyendo encontrar en ella el baluarte de la democracia y de la civilización y se encontraban con un nazismo vergonzante, larvado, con el cadáver maquillado de una República Democrática en cuyas entrañas podridas germinaba la gusanera del totalitarismo”[13]. El mito de París, del liberalismo democrático y de los Derechos del Hombre, estaba a punto de perecer, como ya lo había hecho el mito de Moscú, de la revolución bolchevique y del comunismo igualitario. Pero Chaves Nogales no se resigna: “Era sólo una nueva etapa dolorosa de una lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la barbarie contra la civilización, de las fuerzas de destrucción contra el espíritu constructivo y el instinto de conservación de la humanidad, de la mentira contra la verdad…”[14]

La lealtad a su verdad íntima, vale decir, el rechazo de la estupidez y la crueldad que de ella se deriva, le abocó a una errancia sin sosiego. En 1940, las tropas alemanas penetraron en Francia e invadieron París. La esposa y los tres hijos de Chaves Nogales se vieron obligados a abandonar la capital francesa, para dar con sus vidas  en un campo de refugiados cercano a Irún, donde nació la cuarta hija del matrimonio; desde allí volvieron a Sevilla, bajo la custodia de José Chaves, hermano de Manuel, al tiempo que éste se traslada a Londres, merced a la ayuda de Emery Revesz, el director de la agencia Havas (France-Presse). Al llegar a Londres, Chaves Nogales se instala en un pequeño apartamento de Russel Court, desde donde prosiguió su incesante actividad periodística con el tesón y el celo de costumbre. Se empleó como redactor en la plantilla del Evening News y llegó a colaborar con una columna propia en el Evening Standard, a la vez que mantenía sus compromisos con los medios franceses e hispanoamericanos. En 1941, dio a las prensas La agonía de Francia (Montevideo, Claudio García & Cia editores), cuyo subtítulo proclamaba: versión original española de The Fall of France, un ensayo certero acerca de la defección del país galo durante la Segunda Guerra Mundial.

Una vez que se hubo aclimatado a la vida londinense, Chaves Nogales convirtió su despacho en un lugar de encuentro para políticos, diplomáticos y personajes públicos, donde hallaron cobijo y, en ocasiones, trabajo remunerado numerosos exiliados españoles. Entre octubre de 1941 y 1942 dirigió la agencia de noticias Atlantic-Pacific Press, propiedad de Deric E. W. Pearson y, tras desavenencias profesionales con el mismo, abrió su propia agencia. Leal a su independencia ideológica, implacable con los extremismos, proyecta una revista titulada Atlanta. Entre 1942 y 1944, colaboró con la BBC en el programa Foreign Language Talks Spanish. Como no podía ser de otra manera, no tardó en entablar relaciones con el pequeño colectivo de Acción Republicana Española (ARE) y, dentro del ciclo de conferencias organizado por el grupo, pronunció una celebrada conferencia: “La función de la prensa en las democracias”. También colaboró como orador en el homenaje a México celebrado el 19 de diciembre de 1943 en el Bonington Hotel de Londres. Y proyectó una novela basada en la vida de los exiliados españoles en Gran Bretaña. La errancia sin fin de Manuel Chaves Nogales concluyó en mayo de 1944, como consecuencia de un cáncer de estómago, a los cuarenta y seis años de edad. Sus restos descansan en el North Sheen Cemetery de Richmond (Londres), en una humilde tumba abandonada, cubierta por el polvo del olvido.

Tras varias décadas de desmemoria, injustificada pero comprensible, la figura y la obra de Manuel Chaves Nogales es ya una referencia periodística y literaria incuestionable. Desmemoria injustificada, pues se trata de uno de los periodistas más destacados de la conocida como Edad de Plata de la cultura española; pero comprensible, pues su búsqueda de la verdad por encima de cualquier ideología hizo de él una voz incómoda en una España escindida y en una Europa sojuzgada por los totalitarismos. La recuperación de su legado durante las últimas décadas ha pasado por distintos momentos y diferentes artífices. En primer lugar, el celo bibliográfico del editor Abelardo Linares y su admiración por el autor sevillano le indujeron a publicar la mayor parte de sus obras, además de recuperar numerosos textos inéditos en periódicos y revistas de la época. A la profesora María Isabel Cintas Guillén se debe la recuperación de la figura de Chaves, merced a la publicación de la Obra Narrativa (1993) y la Obra Periodística (2001) del autor sevillano, además de su biografía Chaves Nogales. El oficio de contar (2001) o la edición e introducción de otros libros del mismo. Recientemente ha tenido lugar la publicación de su Obra completa (2020), en edición de Ignacio F. Garmendia y con prólogos de Antonio Muñoz Molina y Andrés Trapiello, coeditada por Libros del Asteroide y la Diputación de Sevilla. Con ella se culmina el proceso de recuperación de uno de los mejores reporteros españoles, cuya obra narrativa y periodística contribuyó a integrar el periodismo, el género documental y testimonial, en el canon literario.



[1] Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Nueve novelas cortas de la guerra civil y la revolución, Santiago de Chile, Ercilla (Contemporáneos), 1937, p. 11.

[2] Ibidem., p. 11.

[3] Manuel Chaves Nogales, “La ciudad”, dentro de Quien no vió a Sevilla…, Sevilla, Gironés, MCMXX.

[4] España, año VIII, nº 314  (1º de abril de 1922), p. 17.

[5] María Isabel Cintas Guillén, “Introducción a Manuel Chaves Nogales, Obra periodística, Tomo I,  Diputación de Sevilla, Biblioteca de Autores Sevillanos, 2001, p. LI.

[6] La Gaceta Literaria, nº 30 (15 de marzo 1928), p. 2.

[7] Citado por María Isabel Cintas Guillén, Chaves nogales. El oficio de contar, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2011, p. 103.

[8] César González-Ruano,  “El artículo periodístico”, en Nicolás González Ruiz, Enciclopedia del periodismo, Barcelona-Madrid, Editorial Noguer, 1966, p. 402.

[9] Op. cit., p. 12.

[10] Ibidem, p. 18.

[11] Ibidem, p. 18.

[12] Ibidem, p. 17.

[13] Manuel Chaves Nogales, La agonía de Francia, Sevilla, Diputación de Sevilla, 2001, p. 18.

[14] Ibidem, p. 24.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

Solsticio de verano

6 de marzo de 2023 09:49:15 CET

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La semilla de agua del rocío

se acumula en silencio

sobre las flores negras de la tierra.

 

En la luz de la luna está el comienzo del mundo,

de todo lo que somos.

 

Para que no haya nadie

con los ojos cerrados,

para que abandonemos nuestras casas

y podamos reunirnos en las calles,

la sustancia visible de los días se derrama en la noche,

extiende sus hogueras

sobre las largas playas del solsticio,

sobre los ríos inmensos de la vida

que se llenan pronto de alabanzas

y de celebraciones,

de pensamientos nuevos.

 

Por encima de mí, sólo los pájaros

perciben con sus ojos la claridad del aire.

 

Todo lo que sucede en esta noche desconoce la muerte.

Aunque nos venza el rojo de la sangre

de los gallos del alba.

Escrito en Lecturas Turia por Basilio Sánchez

La narrativa de los 80 consiguió resolver de una manera espontánea y eficaz la tensión entre contenido y forma porque, el ciclo histórico de la dictadura y el legado franquista heredado, convirtieron la larga etapa experimental fraguada desde los 60 en un producto cultural intenso/ extenso al servicio de una crónica generacional dura, amarga y crítica, que dará sus frutos en las décadas siguientes y alcanzará el nuevo milenio, cuando la multiplicidad de corrientes, y la relativa hegemonía de algunas modalidades narrativas, responda al reclamo de un lector que marca las pautas de una nueva literatura, y cuya exigencia última es la propia escritura porque los novelistas vuelven a ser interpretes de la realidad. En esa marcada tendencia al realismo mítico y fantástico surge una novela alegórica, cuando los autores, tras el momento histórico del 75, han superado esa fuerte presión tanto ideológica como discursiva que les llevará a territorios más ricos en perspectivas. Entonces la realidad trasciende hasta elementos misteriosos y fantásticos, o sencillamente cubre un territorio mítico donde ensayar sus obras porque, el simbolismo de la búsqueda o la metáfora del camino, se aplican a la existencia humana que así muestra su endeble condición. Y aun más, esta mágica fecha marcará un antes y un después, tras una férrea censura en política cultural que la literatura siempre intentó soslayar, y en narrativa contribuyó a una transición que finalizaría en una democracia estable y con novelas que coprotagonizarán ambientes de tolerancia y objetivación, desmontando esa tradición realista, practicada por el realismo-burgués anterior de un Galdós o de un Baroja, y que Martín-Santos, Goytisolo, Marsé y Benet llevaron a cabo sobrevalorando un potencial ideológico y una mayor función reflectora de la literatura, en general. Este cambio progresivo, y la responsabilidad política del escritor, se convierten en una forma propia de escribir y desembocan en nuevas experiencias, cada vez más complejas, con un lenguaje novelesco más autónomo, se consiguen auténticas ficciones noveladas, que ocupan un espacio de resistencia a través de la imaginación porque la agonía política del franquismo conllevó una conciencia problemática de la propia modernidad, y con ella las posibilidades/ capacidades de asimilar de forma diferente la historia, una conciencia con perspectivas nuevas y la búsqueda de poéticas novelescas que convirtieron la realidad en una crónica de la vida individual e íntima de los individuos que ahora escriben porque asimilan esa vivencia como una auténtica práctica lingüística, y la asunción de las imágenes como una técnica casi cinematográfica que une esa exposición de la realidad a la renuncia de una ideología caduca, que no se resiste a buscar un sentido, y a dar una significación a sus textos.


Femenino singular

Hans Jörg Neuschäfer en sus “Observaciones sobre la literatura española posterior a 1975”[1] escribe sobre la nutrida participación de las mujeres en el panorama narrativo de la época, y añade el valor de su competencia, frente a esa “cuota” que establece la crítica cuando tiende a hacer historia literaria de un período determinado, así que ellas forman parte de las mismas tendencias que huyen de un dogmatismo al uso, o de cuestiones ideológicas determinadas pero, aunque comprometidas con el feminismo, ninguna profesa un credo abstracto al respecto. Las aportaciones se hacen desde el ámbito periodístico con ambiciones literarias, Rosa Montero, como ejemplo, desde la lírica, con Ana Rosetti o la propia narrativa, en mayor proporción, Esther Tusquets, Montserrat Roig y Adelaida García Morales. María Dolores de Asís[2], ejemplifica esta etapa rica en producción y en su ensayo sobre novela y escritura femenina, traza una amplia semblanza sobre narradoras presentes en décadas anteriores, y otras que han conseguido la atención de la crítica, Paloma Díaz-Mas, Belén Gopegui, Almudena Grandes, Clara Sánchez y la propia García Morales. MonikaWalter[3] apunta la aportación de estas y otras con respecto a la educación de los sentimientos, tanto en la esfera íntima y sexual, como la erótica por el elevado número de escritoras, Abad, Pottecher, Ortiz y Falcón que, en la profundidad de esas regiones reprimidas y alienadas, convierten a sus protagonistas masculinos y femeninos en un campo de autoafirmación literaria. Y este discurso femenino no se limita a temas única y exclusivamente de mujer, como la conquista de la diferencia corporal, la independencia sexual o la igualdad moral de derechos, sino a la variedad estilística que ensayan, soberanas y seguras de su éxito frente a sus colegas masculinos que, con su valía, se desplazan por la amplitud de géneros narrativos tradicionales, policíacos, históricos, psicológicos e intimistas, eróticos, de aventuras, y a través de un punto de vista inequívoco que conlleva crítica, humor o sensibilidad, o se mueven entre la fantasía y la realidad, como leemos en Fernández Cubas, Riera, Cibreiro, Navales, Puértolas y, una vez más, García Morales.

 

La atmósfera primitiva de García Morales

La capacidad de diseñar un espacio topográfico y temporal testimonia a partir de los ochenta la vitalidad de la narrativa española. Surge una tendencia regionalista frente al urbanismo al uso porque la identidad colectiva se abre en la creciente afloración de comunidades autónomas donde empiezan a convertir en literatura las dimensiones que, en otro tiempo, habían sido reducidas por los mecanismos de represión interna del pasado histórico franquista, y las voces vienen del antiguo País Vasco y de Andalucía, fundamentalmente, aunque Castilla León, Asturias o Galicia aporten no pocos nombres a la extensa nómina que mezcla el paisaje de su infancia, con la memoria histórica y cultural.

Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Dos Hermanas, Sevilla, 2014) tiene la extraña capacidad de captar en su narrativa los ambientes y las atmósferas de una forma sugerente, y una óptima clarividencia para concretar situaciones y contenidos que buscan conmocionar al lector y hacerle llegar un tipo de novela explícita y complaciente con las situaciones más morbosas, o unas transitadas introspecciones de los sentimientos. Sus narraciones resultan sugestivas, se despliegan como esos secretos que vamos desvelando sin prisa alguna. Pasado y memoria confluyen para mitificar tanto el espacio como la figura humana; observamos así su reencuentro con un interior de lo más íntimo. En El Sur[4], su primera incursión narrativa, están ya presentes algunas de las temáticas que forjarán el conjunto de su obra posterior: la soledad como una forma de realización, de auténtica vida, que se construye y se destruye a la vez, y necesita de la comunicación con el otro, al tiempo que la rehúye, como una auténtica forma de defensa propia; el amor pasional, capaz de alterar lo cotidiano, una evidente necesidad, que desarrollará de forma magistral en su siguiente novela, El silencio de las sirenas[5]; la muerte, como una continua presencia, en muchos casos tan tenebrosa como auto-destructiva; y el silencio como una forma de relación, una de las principales características del conjunto; importa tanto lo que se dice, como lo que no está escrito, un hecho que otorga a sus historias la posibilidad de múltiples interpretaciones. El lector de su escritura se convierte en alguien activo, tendrá que indagar en las tramas y en los personajes, seres marginales y poco explícitos, y la información que García Morales aporta sobre ellos y su comportamiento resulta tan ambivalente como extravagante; sus vidas transcurren voluntariamente en los márgenes, viven en zonas rurales, calificadas como mágicas, léase la comarca alpujarreña granadina, o la campiña sevillana, donde el paisaje se torna gótico, espacio que ayuda a su introversión, paisaje que la crítica ha calificado como la visión de una neo-gótica femenina.

Adriana, la protagonista, de este relato breve, intenta comprender el misterio en torno a la desaparición del padre, el resto de acontecimientos de la historia pertenecen a los recuerdos que ella evocará desde su presente actual. El primer hecho que cuenta es el suicidio de su progenitor, sobre el que volverá, y núcleo de la narración, porque para la niña y la adolescente Adriana aun resulta incomprensible el motivo que lo llevó hasta aquel extremo, o cual era el sufrimiento que escondía. Adriana cuenta el transcurso de una hermosa etapa junto a su padre, tan presente y distante, al mismo tiempo; en realidad, se resuelve como el preámbulo de la historia, e ignora el hecho de que su progenitor hubiera abandonado su ciudad natal Sevilla, quizá por algo muy grave, y por qué se escondía en un lugar sombrío y lejano; García Morales recrea la identificación con la singularidad del hecho mismo, la hostilidad y la soledad total que siempre rodea a la niña, paliada en ocasiones por la figura de tía Delia, que representa la añoranza de la imagen del sur; descubre entonces que un amor del pasado atormenta a su padre porque nunca lo ha olvidado; y siente, aun más, su imposibilidad para comprender por qué está rodeada de tanto sufrimiento. La muerte del padre, y el distanciamiento de la madre motivarán que Adriana se mueva para encontrarse por fin con la muy evocada ciudad de Sevilla, y darle a la historia un desenlace final, y aun más angustioso: su padre no sólo había huido de un amor imposible, sino que con él había abandonado a un hijo. Solo tras la resolución del conflicto Adriana podrá empezar una vida sin los fantasmas del pasado.

La protagonista evoca el territorio de la memoria[6] para mitificar no solo la figura del padre suicida, sino que justifica su propio espacio interior, que se recrea y se despliega ante la narración con un resultado tan sugestivo ante el lector como si la niña se desdoblara, uno a uno, en sus pequeños secretos. Adriana no consigue comprender ese insoportable dolor del padre, y la no menos atormentada vida que lleva, y por su inocencia no será capaz de salvarlo de un sufrimiento, víctima de sus propios verdugos: la cobardía, el sentimiento de culpa, el resentimiento o la extraña asunción de considerarse uno más de los vencidos de la guerra civil. Y aun se añade esa geografía física que es el Sur, la fuerza deslumbrante del sol —escribe Mari Luz Melcón[7]— (…) El Sur es Sevilla, la ciudad hecha de “piedras vivientes, de palpitaciones secretas”, y allí encontrará la niña Adriana la esencia del ser exiliado de su padre, susceptible de identificarse con la imagen machadiana más andaluza. Sevilla es para ella, en cierta forma, una extensión de su padre, y buscará en esta ciudad la respuesta mágica a su petición: la de encontrarlo “en un espacio distinto y nuevo.” La capital andaluza se presenta ante Andrea como una ciudad cuyos vestigios palpitan,  “Había en ella un algo humano, una respiración, un hondo suspiro contenido”[8]. Esta descripción y el nuevo ambiente, contrastan por completo con su casa, vieja y descuidada, rodeada de soledad, de silencios y de muerte, porque a García Morales le interesa hablar de lo inefable, de lo inaprensible, de cuanto va más allá de una experiencia racional, de aquello que resulta distinto. Las emociones de sus personajes no pueden transmitirse por una simple palabra puesto que, en su novela, muchas de las conductas de sus personajes resultan contradictorias, sobre todo la del padre, cuya ambigüedad motiva el sufrimiento en la niña. Laura E. Ponce Romo[9] habla de un mundo etéreo, a veces nebuloso, tanto en el relato El Sur como después en Bene, porque en el primero la protagonista evoca a un padre muerto, cuando ha pasado un tiempo sin definir, lo hace a través de un monólogo/ diálogo, y es de noche cuando la joven evoca los recuerdos de su infancia. Adriana seguirá buscando esa figura paterna en su intento por dar forma a una historia de la que solo le llegan fragmentos, una dispersión de datos como su propia edad, acertadamente de los siete a los quince años.

El mundo literario de Adelaida García Morales se concreta en una geografía interior y femenina, ellas son siempre las que tienen voz, las que desde sus monólogos construyen, a través de la memoria y de las sensaciones más diversas, ese mundo exterior donde lo masculino aparece vagamente, y el orden social poco importa. La mirada de esta escritora, como ha señalado Pedro A. Curto[10], “es ante todo femenina, uterina, parte desde lo más intimo, para hacernos observar a través de sus ojos, ese mundo misterioso, desde el cual se plantea, el “ser mujer”. La mujer se percibe como lo íntimo, el hombre como esa composición externa. Y en esta mirada tan “feminista” se acerca a la escritura de la británica Woolf  y a la brasileña Lispector, y en particular a ésta última cuando recurre a lo sobrenatural, a una realidad atípica, para desentrañar la profundidad de sus conflictos narrativos. En esa preferencia por la mujer, la autora declaraba: “El hombre ha jugado su partida con la existencia y la ha perdido, nos ha llevado a la catástrofe. La mujer es la reserva que le queda a la vida, por sus valores, por ser más altruista.”

En Bene (1985)[11], editada junto a El Sur, según Ponce Romo[12], hay una narradora, otra joven que conversa con el espíritu de su hermano. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a Santiago, no se especifican los años por lo que el lector percibe este espacio temporal como ambiguo. Se sabe, en cambio, que todos han muerto ya, sólo queda ella viviendo en la casa de su infancia. “Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene”[13]. La historia es desde el inicio inquietante, y Ángela explica un sueño que ha tenido con su único hermano a quien llama desde el más allá; el sueño se relaciona con Bene, una joven que parece estar controlada por otro espíritu, el de su padre gitano. Los sueños en esta narración de García Morales ayudan a concretar un ambiente ilusorio, al tiempo el lector percibe la sensación de que parte de cuanto la narradora relata, hubiera sido verdad o podría haberse convertido en algo real.

La protagonista se siente, una vez más, sola. El escenario vuelve a ser una casa amplia y alejada de la ciudad, algo menos lúgubre que en El Sur, incluso llega a formar parte de sus habitantes porque Ángela recibirá sus clases particulares de una maestra que la visita periódicamente. García Morales justifica la continua soledad de sus protagonistas porque ambas viven en una circunstancia particular, tienen poco contacto con otros niños de su edad y eso les lleva a desarrollar su propio mundo de fantasías. Ángela observará que el exterior puede convertirse en un mundo excitante, sobre todo porque su tía Elisa le prohíbe ir más allá de la cancela, algo que para ella sería algo excitante, y donde se imagina podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. El aislamiento de la protagonista le hará vivir en un auténtico estado de fragilidad y, a falta de amigos con quienes jugar, Santiago se convierte en el centro de su vida. Así pasará sus días, observará tras la cancela, la carretera vacía, el paso de algunas manadas de toros o las caravanas de gitanos, afuera está el peligro y el misterio, solo en contadas ocasiones, Ángela ha podido visitar la ciudad y siempre en compañía de su tía Elisa, quien se presupone la preserva de los peligros latentes en el exterior; solo en la casa la joven se sentirá segura y protegida y, tal vez por eso, cuando aparece la figura de Bene, la tía Elisa la trata con absoluta frialdad, le muestra desde el principio su enemistad a la joven, aunque es consciente de que no puede contradecir la voluntad de su cuñado Enrique, y sospecha que la gitana le ofrece sus servicios, como sabe ya ha hecho en ocasiones anteriores con otros hombres. La presencia de la nueva criada resulta especialmente inquietante para la tía, no para Ángela que pronto percibe ese aire de vacío en este nuevo personaje en quien confía e invita a ese lugar secreto donde su hermano y ella convivieron de niños, y pasaron tantas horas contando historias misteriosas: la torre. Este espacio se convertirá en ese lugar emblemático en la novela donde se pueden escuchar las voces de aquellos que se han ido de este mundo y regresan para hacer oír su voz, o advertirles de algún peligro a los moradores de la casa, y allí la joven gitana se transformará en un ser de mirada fría. Bene se convierte en un personaje ambivalente, y el final de la novela resulta tan ambiguo como la propia historia porque, mientras se avanza en su lectura, ese límite entre vida y muerte se ve traspasado en numerosas ocasiones para justificar, de alguna forma, la presencia de los personajes más significativos.

En su siguiente novela, García Morales, apunta Santos Alonso[14], El silencio de las sirenas (1985)[15], vuelve a la mitificación, en esta ocasión el amor y el misterio, a través de las obsesiones y de toda la simbología de una joven, Elsa, que huye y se aísla en un pequeño pueblo alpujarreño y vive allí su obsesión amorosa por un hombre a quien apenas conoce. La maestra del lugar se convierte en su confidente y, al mismo tiempo, es la narradora periférica de una historia que transforma realidad y sueño en una experiencia límite porque la fantasía amorosa que vive esta joven se diluye a medida que avanzamos en un relato comparable al canto de las sirenas que hicieran sobrevivir a Ulises en su mítico regreso. Lo imaginario es el elemento más importante, la historia principal está servida, y en torno a ella una excelente percepción de la atmósfera en que viven los habi­tantes del lugar, la sensación del ambiente llega a confundir esta realidad, como hace la propia protagonista con su vida. De nuevo un círculo de dos: María y Elsa y su mutua fascinación. Elsa en su retiro evoca el amor ¿ficticio? ¿real?, que, de alguna manera, significa la autoafirmación de su existencia, pues cuando concluye el relato este amor se disipa, se desenca­dena el deseo de la autodestrucción del yo. La presencia de otras historias dentro de la historia general viene a ser otro elemento más de ese concepto neogótico esgrimido en la narrativa de García Morales, y en esta novela ayuda a mantener el aire de ambigüedad en torno a la protagonista. Elsa, sin embargo, es un personaje claramente distinto a los otros, no solamente vive en una aldea remota en las alpujarras granadinas donde el paso del tiempo es diferente, sino que incluso en el pueblo mismo ella ha escogido vivir aislada del resto, tanto en el espacio real como en el espacio mental. Su aspecto pálido se asemeja cada vez más a una estatua de mármol, incluso al final cuando su cuerpo cristalizado se confunde con la nieve blanca de las montañas. Elementos que llevan al lector a reconocer en El silencio de las sirenas un mundo extraño, o a preguntarse, ¿quién es realmente Elsa?, ¿por qué su comportamiento se asemeja al de una loca? incluso, ¿por qué su cuerpo va sufriendo transformaciones? Conforme las sesiones de hipnosis avanzan, Elsa va envolviéndose más en un mundo de fantasía, pues el amor que expresa por Agustín Valdez/Eduardo la conduce a los límites de un éxtasis romántico. A pesar de esa primera sensación de un auténtico estudio psicoanalítico de personajes y ambientes, la obra no se somete a una teoría sobre cualquier disciplina psicoanalítica, es la persecución por parte de la protagonista de una ficción que para ella llega a convertirse en realidad, y, funda­mentalmente, como la narradora García Morales ha manifestado en alguna ocasión, es el placer intrínseco de contar una historia.


Conmover al lector

Adelaida García Morales explicita su literatura a partir de su tercera novela, recién arrancada la década de los noventa[16], y sus ambientes o las atmósferas de sus siguientes textos resultan menos sugerentes, o tal vez se plantea que ahora sus historias contienen situaciones que buscan conmover al lector más que provocarle la introspección de sus sentimientos, como en sus primeras entregas. El simbolismo vuelve a ser muy explícito en La lógica del vampiro (1990)[17], y una vez más, una narradora, Elvira, recrea un espacio y se rodea de personajes que provocan en ella una sensación de extrañeza y enajenación que irá evolucionando hacia la inmersión más o menos tensa en un mundo más real, así el lector siente una mayor cercanía con el argumento y las técnicas narrativas de la anterior novela, aunque ahora la figura protagonista sea un vampiro social que manipula y se aprovechará de los demás, pero sobresale ese ambiente de incertidumbre, de misterio, con un personaje lleno dudas y de una irresistible atracción hacia la bruma, y el desencadenante de la historia: la posible muerte del hermano de la narradora, un acontecimiento que provoca en el lector incertidumbre e intriga como posibilidad narrativa, y ahora ese mundo real, la ciudad de Sevilla y algunas poblaciones de alrededor, justifican ese soporte físico y espacial, sólido y creíble, porque parte del argumento roza a menudo lo sobrenatural o lo fantástico, sus acciones gravitan en torno a Alfonso, el vampiro de quien nunca sabemos en qué orden vive o qué llega realmente a esconder, y evitan así que la novela revele la verdadera identidad de este. Con la partida de la anónima protagonista-narradora no hay necesidad de aclarar el enigma, se deja a su propia fortuna, y el lector se alegra de que la protagonista salga victoriosa de ese mundo. No es un final desesperanzado, aunque tampoco desmiente la posibilidad real de lo que ella ha dejado atrás.

El tono y el estilo de la novela comparten similitud con el mundo narrativo de García Morales, la novela se centra en esa vivencia interior de la protagonista, se narra todo en forma autobiográfica, y se mantiene un tono uniforme, nunca monótono, puesto que en todo momento utiliza descripciones y diálogos convenientes, incluida esa clara tendencia a la concisión y a la huida de todo aquello que resulte superfluo o innecesario, tan habitual hasta el momento en su narrativa, aunque esa concentración anecdótica simule más bien una auténtica novela breve, en el sentido de El Sur y Bene, caracterizada ahora por los suficientes ingredientes de intriga y de tensión que mantiene la calidad del relato.

Un mayor impacto emocional explora, la narradora, en sus siguientes novelas, cuando recurre a la infancia a través de la memoria, Las mujeres de Héctor (1994)[18] y La tía de Águeda (1995)[19], como a futuros melodramas psicológicos que siguen en su línea narrativa. En la primera conserva ese aire de soledad y frustración que ha condicionado a sus personajes siempre, aunque el planteamiento nada tiene que ver con las anteriores. El intimísimo rural que conmocionó al lector, la fuerza de unos personajes desarrollados sin apenas diálogo y el fuerte subjetivismo caracterizador, han sido abandonados y la intención escribir una obra urbana. El comienzo es bueno, las pri­meras páginas son de lo más cine­matográfico, dos mujeres discu­ten y tras un breve forcejeo ocurre un asesinato involuntario, cir­cunstancia que planea sobre el resto del relato. Los personajes son presentados muy rápidamen­te, al hilo del suceso, poste­riormente se ocultan. Tres mujeres encarnan un melodrama personal en torno al único hombre del relato, Héctor. Parece más bien el esbozo de una historia mayor que, inequívocamente, se queda a medias, porque ni la trama policial que debiera envolver a la historia, ni la lucha particular que llevan a cabo las distintas mujeres, logran interesar. Laura, la ex-esposa y homicida involunta­ria, se debate entre su propia autosuperación y la sombra del crimen que debe ocultar; no logra la fuerza necesaria como persona­je principal y queda como un conato de ejemplo femenino. Margarita, la amante circunstan­cial del marido separado es, por su propia fuerza natu­ral, quien sobresale por encima del personaje anterior, aunque se desdibuja en una especie de “sal­vadora de almas” que la condicio­na; y finalmente, Irina es una niña-mujer que, caprichosamente, se debate entre el amor imposible de Héctor, porque éste no le hace caso, y su actuación se com­pleta en una sucesión de actos insensatos. Y en la segunda, La tía Águeda, una vez más, se explora el oscuro mundo de la infancia y su relación con la muerte, o la protección de las mujeres en la España de los cincuenta cuando Marta, su protagonista, huérfana de madre se ve obligada a vivir con su tía Águeda, en un pueblo de la provincia de Huelva, donde la sutilidad de los colores negros y grises imperan sobre el atisbo de la inocencia misma.

Las emociones sobresalen, una vez más, en los casos de Nasmiya (1996)[20], un relato que plantea los conflictos emocionales y de identidad que provoca el derecho islámico a tener más de una esposa, o la morbosidad que encontramos en La señorita Medina (1997)[21], y en aspectos tan delicados como el suicidio o la homosexualidad. El secreto de Elisa (1999)[22], es un texto fragmentado en secuencias, confluyen dos acciones que corresponden a dos diferentes planos, situados en un vago presente de los noventa. En el real, la separación de un matrimonio, tras veintiocho años de convivencia; los hijos criados y el descubrimiento de que el marido tiene una amante. Entonces, con cincuenta y dos años, Elisa lleva a cabo el sueño de su vida: vivir sola en un pueblo pequeño de Segovia, elige una casa solitaria, y pronto su existencia retirada es fuente de murmuraciones y recelos en el ámbito reducido del lugar. García Morales renueva una vez más el contraste entre la vida en el campo frente al anonimato en la gran ciudad. El mundo de las pasiones familiares, reaparece en El testamento de Regina (2001)[23], que cuenta un cierto melodrama interior, con intereses de fondo, una anciana, protagonista del relato, y la joven psiquiatra que decide trasladarse hasta la casa, acudiendo al reclamo de un anuncio. Para Susana comienza una historia inverosímil, con una Sevilla desdibujada como telón de fondo, y el conocimiento de una familia cuyos personajes están abocados a un sinvivir por las ambiciones perversas que dominan sus vidas. Sólo Regina, la bella anciana y de intensa fuerza interior, sobrevive a las intrigas familiares de un relato que discurre por los difíciles límites de la inverosimilitud. La última novela que García Morales publica simultáneamente en 2001 se titula Un historia perversa[24], una trama psicológica que suprime buena parte de los elementos y constantes de su narrativa previa. La novela se desarrolla en espacios interiores y reduce sus personajes, prácticamente, a dos, Andrea y Octavio, una pareja de recién casados, un famoso escultor y la dueña de una sala de exposiciones. Un relato angustioso, una historia horrorosa que relata como la pasión de su protagonista masculino, poco tiempo después del matrimonio, desemboca en un carácter violento, autoritario, dueño absoluto de la situación. Y sobresale la atracción de la joven esposa por un hombre de tan extraña conversión. Dos géneros se superponen, el psicológico porque se trata de una exposición de dominio, y la posesión sobre el otro yo, además de la intriga porque, en cierto modo, predomina una cierta locura criminal en el desarrollo de toda la novela.

Un apunte final, los relatos breves que Adelaida García Morales recogió bajo el título, Mujeres solas (1996)[25], responden, según Francisco Javier Higuero[26], a todo un desarrollo narrativo anterior rastreable en sus novelas, La tía Águeda, Nasmiya, La señorita Medina y El secreto de Elisa, y cuyos personajes femeninos se ven abatidos por todo tipo de contratiempos e incertidumbres afectivas, y son víctimas de esa irremediable deshumanización que les acecha. Sobresale, según Higuero, ese evidente manifiesto de la narradora frente a cualquier moda literaria barroquizante y enmascaradora, textos “repletos de múltiples y diversas connotaciones que sobresalen como parte integrante de la producción literaria de una de las escritoras de más talento narrativo de las letras españolas”.



[1]              Abriendo caminos. La literatura española desde 1975; Varios Autores; ed., de Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer; Barcelona, Lumen, 1994; págs. 7-16.

[2]              Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; págs., 456-472.

[3]              Íbidem., pág., 25-26

[4]              La primera edición data de mayo de 1985. Edita Anagrama, junto a la novela corta Bene.

[5]              La novela fue Premio Herralde, la edita Anagrama en noviembre de 1985.

[6]              Así lo señala, también, María Ángeles Naval en “Las casas de la memoria. Acerca de los relatos de Adelaida García Morales”; El texto iluminado. Escritoras españolas en el cine; coord. Alberto Sánchez, Cultural Rioja, Febrero-Abril, 2001; págs. 21-32.

[7]              Reseña, El Sur & Bene; Cuadernos Hispanoamericanos; 1986, núm., 428; págs. 183-185.

[8]              Ob., cit., (pág., 40).

[9]              Tesis Doctoral, Texas Tech University, mayo, 2012.

[10]             En Periodicoirreverente, (Opinión) Irreverentes.Org., 10 febrero 2014.

[11]             Ob., cit.

[12]             Ob. cit., pág.106.

[13]             Ob., cit., pág., 53.

[14]             La novela española en el fin de siglo (1975-2001); Madrid, MareNostrum, 2003; págs., 156-157.

[15]             Ob., cit.

[16]             Santos Alonso, Ob., cit.

[17]             La primera edición data de 1990; Barcelona, Anagrama.

[18]             La primera edición data de 1994; Barcelona, Anagrama.

[19]             La primera edición data de 1995; Barcelona, Anagrama.

[20]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, enero de 1996.

[21]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, noviembre 1997.

[22]             La primera edición, Madrid, Debate, octubre 1999.

[23]             La primera edición, Barcelona, Debate, enero 2001.

[24]             La primera edición, Barcelona, Planeta, enero 2001

[25]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, octubre 1996; contiene los siguientes cuentos: “Tres hermanas”, “Agustina”, “Celia”, “Virginia”, “La carta” y “La desconocida”.

[26]             “Segmentariedades desterritorializadas en Mujeres solas, de Adelaida García Morales; El cuento en la década de los noventa; José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds.; Madrid, Visor, 2001; págs.197-206.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

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