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Hoja del viento, editado por Tres Molins y traducido por Helena Cortés, reúne una selección bilingüe de la poesía de la polaca Mascha Kaléko (1907, Chrzanów - 1975, Zúrich) en la que podemos encontrar tanto versos de corte cabaretero y provocador, a otros en los que la pérdida del hogar, el desarraigo y exilio respiran con una hondura comparable a los que encontramos al final de su vida, cuando ha perdido ya todo, marido e hijo incluidos. Su editora, Cecilia Dreymüller, nos da algunas claves de esta mujer que sorprendió al mismísimo Heidegger.

 

- ¿Por qué decidió editar a Mascha?

- Bueno, aquí el mérito no es para nada mío: la iniciativa de la antología de poesía de Mascha Kaléko venía de Helena Cortés, la traductora. Pero cuando me la propuso, en seguida le dije que sí porque es una poesía que siempre me ha acompañado. Era una poeta bastante popular en Alemania en mi juventud. Y lo sigue siendo, gracias a las versiones musicales de diversos cantautoras y cantautores (remito a los lectores a las más recientes de Dota Kehr).

 

- Lo primero que sorprende leyendo a esta poeta es el gracejo de sus versos, la vitalidad de los mismos en comparación con algunos momentos de su vida, durísimos (el exilio forzoso, por ejemplo). ¿Es una impostura, un mecanismo de supervivencia, una disposición de ánimo intrínseca?

- No, impostura seguro que no. Pero un mecanismo de supervivencia, probablemente. Aunque creo que sobre todo era una cuestión de carácter y de ánimo. Mascha Kaléko era una persona de una enorme vitalidad y de una gran firmeza de carácter. A esto se añade un conocimiento muy temprano de las durezas de la vida, del lado menos favorable del ser humano. Era judía y se había criado en un entorno judío, un shtetl de un pueblo polaco, en la zona de habla alemana de Galitzia (Polonia no existía como estado entonces). Y justo allí, en este mundo de tradiciones judías mezcladas con la cultura austriaca -la madre era austriaca-, y organización prusiana, irrumpe en 1909 el antisemitismo más feroz. La familia consigue huir de los pogromos y se instala en Marburgo, cerca de Frankfurt. Pero, al estallar la Primera Guerra Mundial, al padre -que es ruso- le internan en un campo como enemigo extranjero. O sea que Mascha aprende desde muy pequeña lo que significa tener que abandonarlo todo, ser una extraña y víctima del odio racista. Aparte de tener que ayudar a su madre a cuidar de sus cinco hermanos. Eso la convirtió en una adolescente muy precoz y en una joven que en el Berlín de los años veinte sólo tenía que dar con una forma de expresión adecuada que encuentra en la poesía, la poesía surrealista, con sus cuestionamientos y burlas de todos y todo, y la poesía que entonces está surgiendo, la de la llamada Nueva Objetividad.   

 

- También encontramos un punto descarado en sus versos, que nos remiten a la Alemania más cabaretera, más de celebración que de denuncia…

- Sí, desde luego, la frescura y el desparpajo, la burla y la auto-ironía llaman la atención en sus poemas. Son, junto con el enfoque urbano, muy característicos para esa poesía de finales de los años veinte, principios de los treinta, de la corriente de la Nueva Objetividad. Y por supuesto influyen en su escritura sus trabajos en los cabarets berlineses y para las chansonnières berlinesas. Kaléko empezó su trayectoria literaria en los pequeños escenarios y en la radio, cantando sus propios chansons o escribiendo letras para chansonnières tan famosas como Claire Waldoff o Rosa Valetti. 

 

- ¿Qué tenían los «poemas de los lunes» que calaron tanto y de tal modo en las clases más populares?

- Creo que lo que en ese momento atraía a los lectores era el hecho de que se pronunciaba en ellos una mujer que formaba parte de esta nueva generación de mujeres independientes que trabajaban y ganaban su propio dinero. Kurt Tucholsky, admirador de la poesía de Kaléko o Erich Kästner, su mentor, habían retratado en sus poemas ya antes el gris día a día de las masas obreras en las grandes ciudades, pero lo novedoso era la mirada femenina y… el sujeto femenino. En los «poemas de los lunes» de Kaléko se describe el lunes de la taquígrafa o de la dependienta, que el fin de semana visita por su cuenta bares y cafés, que lleva una vida nocturna y una vida amorosa, algo inaudito antes para una mujer. Todo esto escrito con levedad, como en un apunte, con sencillez y gracia, en un lenguaje que usa coloquialismos y que cala ese típico desenfadado tono berlinés de la época.

 

- ¿Qué representa Mascha en la literatura alemana de segunda mitad del XX?

- Ella no fue ni pretendió ser ninguna innovadora –así, por cierto, se llama un poema suyo-, pero sí la primera poeta que dio de lleno con los temas, con el espíritu de la época y que respondió de forma activa, divertida, a veces brillante y como mujer independiente. 

 

- ¿De qué modo «convirtió su vida en poesía» tal y como afirma de ella el crítico literario Marcel Reich-Ranicki?

- En el sentido literal de la palabra. Esto, además, se confirma plenamente en nuestra antología, ya que Helena Cortés la ha presentado cronológicamente, así que se pueden seguir las estaciones de sus sucesivos exilios. Porque ella recoge en sus poemas sus vivencias como en un cuaderno. De hecho, su primer libro, de 1932, se titula justamente Cuaderno de taquigrafía lírica. Y no deja de escribir poemas cuando tiene que abandonar Alemania y buscar refugio en EE.UU, ni cuando emigra al final desde allí con su marido a Israel. 

 

- ¿Cuánto de sumisa y rebelde encontramos en Mascha?

- Desde luego, la mujer rebelde predomina. No se encuentra nada de sumisión en sus poemas, al menos no si distinguimos la devoción amorosa de la sumisión. Kaléko escribe con una gran conciencia de las libertades que se ha conquistado y que la vida urbana pone al alcance de las mujeres en ese momento, precisamente por haberse criado en un entorno muy conservador. Que una mujer educada en la tradición judía, casada con un estudioso judío, vistiera pantalones y cantara en un cabaret suponía una transgresión enorme. Kaléko, sin embargo, por muy rebelde que sea, no reniega de sus orígenes. Simplemente reclama su libertad individual y la defiende. Y la proclama para las demás. También hay que tener en cuenta que la sociedad alemana de la época de Weimar era infinitamente más tolerante, y más abierta que la de hoy. Y por eso, los poemas de Kaléko nos parecen todavía hoy tan frescos y estimulantes. 

 

- ¿De qué modo la marcó su estancia en Israel, en un contexto en el que no podía acceder a la palabra, al desconocer el idioma?

- Cuando Kaléko abandona en 1960 Nueva York, donde había participada muy activamente en la vida cultural, donde hasta había publicado en 1945 en alemán un nuevo poemario, lo hace por amor a su marido quien en Israel tenía más posibilidades profesionales como compositor y musicólogo. Pero el traslado la desarraigó una tercera vez y, hay que decirlo, trágicamente, porque la separó definitivamente de su lengua literaria, el alemán. Nunca llegó a aprender lo suficiente hebreo para poder salir del aislamiento lingüístico y cultural que le suponía la vida en Jerusalén. 

 

- Hay una presencia de lo religioso en sus poemas, pero sin la responsabilidad de otros autores judíos como Jabès o Weill, ¿cuál era su relación con la fe?

- Kaléko era atea, pero, como ya he dicho, no renegaba de su origen cultural-religioso. Probablemente, en casa con su marido seguía las tradiciones judías, igual que nosotros seguimos las cristianas sin necesariamente sentirnos vinculados a la religión. Ella tematiza el destino judío del siglo XX, la expulsión, la pérdida del hogar, el exilio, pero nunca se refiere a la fe. Al contrario de tantos otros autores, otras autoras judías -mencionas a Simone Weill o Edmond Jabés, pero también pienso en Walter Benjamin o Else Lasker-Schüler, en las poetas alemanas Nelly Sachs, Gertrud Kolmar o Hilde Domin, que venían de un entorno completamente asimilado a la cultura burguesa alemana y que ignoraba en buena medida la cultura judía-, Kaléko estaba impregnada de ella.

 

- Salvando las distancias, sus poemas, esa veta más tierna, más dirigida a lo infantil, ¿no recuerda un tanto a Gloria Fuertes o a Szymborska?

- Me parece que no. Y tampoco tienen sus poemas para niños tanta presencia en la obra como en la de Gloria Fuertes, por ejemplo. Kaléko, que tiene su hijo con Chemjo Vinaver en Alemania, empieza a cultivar este género en EE.UU, principalmente porque se vendía bien y ella mantenía la familia económicamente a flote con su pluma.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Una lectura inteligente

28 de enero de 2022 09:28:21 CET

            Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar es un libro de relatos que, como perfectamente señala Alfredo Saldaña en la contraportada, se posiciona “frente a la literatura kleenex para devolver al texto literario el protagonismo que nunca debió perder”. Porque, aunque es un libro de relatos, mejor de cuentos, de cuentos chinos, porque a veces el lector tiene la sensación de que le están contando un cuento chino, un cuento chino que, sin embargo, no pierde la referencia a la realidad en la cual se inserta espacialmente el relato. En este punto, deberíamos retomar el debate sobre verdad y verismo y recordar que la literatura, incluso la realista, es verista, transmuta la realidad en ilusión de realidad, y ese es el paso entre la vida y el arte, la transformación mediante mecanismos estéticos del universo que nos rodea en materia creativa y creada. Solo así, podemos dejarnos embaucar por la brillante apuesta que el autor nos propone y que no es otra que recorrer de su mano una cautivadora imaginación, repito, verista.

            Dos constantes mantiene el libro: una exquisita ironía, el señor Mas, protagonista de “Cambio de hora” le dirá al señor Bell C. Booth cuando estén hablando de la transacción de alma: “No sea susceptible, señor Bell C. Booth. A fin de cuentas, el sentido del humor es la única arma que tenemos los seres humanos para enfrentarnos a nuestro destino. Riéndome de usted me río de mí mismo” (p. 85); y una ubicación espacio-temporal muy concreta: Barrio Chino de Barcelona, década, estirada en algún relato como “Oficios” o “En las manos” de los setenta.

            Con la ironía consigue Domènech que la dureza de una realidad excesivamente prosaica, triste y dura cual era la vida en el antiguo Barrio Chino de Barcelona, se digiera con una sonrisa y nos sitúe, como haría el propio Cortázar, en ese límite en el que el lector no sabe a ciencia cierta en qué lado del espejo lo ha situado el narrador. Y eso es la literatura de Domènech, un pacto sellado en el límite de lo real y lo fantástico que enfrenta al lector a asumir el reto de desvelar las tripas de un mundo que quizá, sin esa carga irónica, no quedaría más remedio que narrarlo desde una perspectiva tremendista. Asumimos, pues, en cada uno de los relatos el pleno compromiso narrativo con la propuesta del autor, y lo brillante de ese compromiso con el texto es que lo hacemos de forma natural sin cuestionarnos ni por una sola vez  que de una bolsa mágica del tamaño de una mano pueda salir una cerámica de Lladró.

            La otra constante del libro es, como se ha dicho, la ubicación espacio-temporal de las historias en un microcosmos específico, un mundo que barrió el viento de la modernidad –el paso de las Olimpiadas por la ciudad, como dirá Paquito –protagonista de “Oficios”, casi una novela breve al narrar la vida de éxito de un diseñador/fabricante de bragas-, en su regreso como *************, aunque hoy, frente a la Filmoteca, en la calle Robadors, todavía pueda verse la última isla de aquel mundo –una oportunidad para nostálgicos. Es la Barcelona de la década de los setenta en su barrio más denigrado y marginal, es lógico, pues, que las prostitutas, los proxenetas, los chorizos de medio pelo pululen entre unas calles que los acogen a todos sin preguntar a nadie quién eres, qué haces, pero sí, qué quieres. “Suzanne” nos presenta en tono ácido y apenas sin concesiones las tripas y el corazón de lo peor de las gentes que no habitan en él, pero sí que hacen del barrio su centro de operaciones. No hay nostalgia, pero sí una cálida solidaridad con los más indefensos, con los que habitan allí, porque allí la vida los ha aparcado. “Greyhound” y “Céntrico”, en realidad dos relatos sutilmente unidos por el protagonista, son, quizá, aquellos en los que esta manifestación aparece de un modo más ostensible. También “Las manos”, que sucede cuando el Barrio Chino es más Raval que Chino, es un relato demoledor, pero esperanzado con quienes razones étnicas y culturales dejan fuera de los espacios comunes.

            Ya no constante, pero sí una clara voluntad desmitificadora y revisionista prevalece en los cuentos en los que la ironía se engrandece hasta convertirse en humor inteligente, un humor que nos dibuja la sonrisa que nos va a acompañar durante toda la lectura. “Encanto” es una vuelta de tuerca a la rana/sapo que espera el beso de la princesa, mientras que “Hala di no” podría ser una digna pieza dentro del humor absurdo.  “Cambio de hora” es una soberbia reinterpretación de la venta del alma al diablo que puede servirnos para desvelar otra clave de los cuentos: la digresión, la reflexión, porque nada de lo que nos rodea puede comprenderse plenamente sin el ejercicio absolutamente imprescindible de poner en tela de juicio lo que captan los sentidos, y no porque los sentidos sean engañosos, sino porque solo son el instrumento de percepción de lo sensorial, de lo material que deviene  universal una vez pasado por el tamiz de la inteligencia, porque, repito, si algo caracteriza estos cuentos es la inteligencia con que están narrados y la apelación a nuestra consciencia, que no conciencia, que, sin tregua, ejerce el texto sobre nosotros.

            “Todos los juegos el juego”, con mucho sentido del humor le toma prestado el título al cuento de Cortázar para proponernos, primero un recorrido brevísimo por algunos de los cuentos más memorables del argentino y, segundo y más importante, una reescritura en clave “cortazariana” de uno de sus cuentos.

            En conclusión, cualquier lector puede acercarse felizmente a la lectura de este volumen porque la ironía, el sentido del humor, cierta nostalgia y una muy contenida sentimentalidad, permiten la fluidez y mantienen la tensión y la expectativa narrativa. Sí, es cierto lo dicho, pero hay un lector que no podrá olvidar jamás la lectura de estos cuentos, un lector que se identifique con las características del señor Mas y por las cuales el diablo está interesado en su alma: “Me interesan las personas que han alcanzado una concepción interesante de la realidad del mundo y con una imaginación fuera de lo común. También es importante la capacidad de comprender, de sentir, de adaptarse a los cambios, de jugar y de reírse de lo más serio, de escapar a las trampas de la lógica…” (p. 64). Así que, si crees que tu alma hubiera podido interesar al diablo, no lo dudes, este es tu libro, una lectura inteligente, irónica y con una extrema y cuidada precisión léxica. Y estas cualidades siempre se agradecen en estos tiempos en que la literatura fácil de consumo cierra las puertas a la literatura con mayúsculas.

 

 

Carlos Domènech Armadàs, Nueve cuentos chinos y uno de Cortázar, Zaragoza, Mira Editores, 2021.

                                                                                             

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Agunstín Faro

Retrato de un joven inconsolable

21 de enero de 2022 08:07:23 CET

                    

Los estados febriles del espíritu convierten la vida -en ocasiones- en un lugar inhabitable, donde “cada día es una tregua entre dos noches”. Hay veces, sin embargo, en que los días se transforman en noches negrísimas donde la tregua ni siquiera es posible. Antes de abordar la obra de Stig Dagerman (1923-1954), es necesario leer un pequeño ensayo -publicado dos años antes de su muerte- titulado Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, una carta de despedida donde el autor expone, en apenas diez páginas, su inadaptación a la realidad y su imposibilidad de vivir. Comienza así: “Estoy desprovisto de fe y no puedo ser dichoso, ya que un hombre dichoso nunca llegará a temer que su vida sea un errar sin sentido hacia la muerte. Por eso no me atrevo a tirar la piedra ni a quien cree en cosas que yo dudo, ni a quien idolatra la duda como si esta no estuviera rodeada de tinieblas. Esta piedra me alcanzaría a mí mismo, ya que de una cosa estoy convencido: la necesidad de consuelo que tiene el ser humano es insaciable”.

Este autor escandinavo, nacido cerca de Estocolmo, y poco conocido todavía en España, puso fin a sus días, en la ciudad de Enebyberg, a los treinta y un años de edad. Y en apenas cinco -los que van de 1945 a 1949- escribió cuatro novelas, otras tantas obras de teatro, un sinfín de artículos de prensa, ensayos y poemas. El silencio de su último lustro de vida solo fue roto por el texto anteriormente citado: su testamento vital y literario.

Periodista vinculado a publicaciones de corte anarquista, Dagerman editó a los veinte años su primera novela, a la que siguieron otras tres de éxito notable. Se casó en 1943 y fue padre de dos hijos. Años más tarde se separaría de su mujer para casarse con una actriz. Nunca encontró consuelo en el amor. Su carácter depresivo, la autoexigencia que se imponía en su trabajo y su infancia desgraciada (la madre murió siendo él un niño) forjaron una personalidad -en palabras de Federica Montseny- incapaz de luchar con y por la vida. “Era un joven taciturno, que en todas partes se sentía extraño. Solo era feliz en su estudio, lleno de libros y cuadros, rodeado de bosque”. La escritura no fue otra cosa para él sino un imperativo desde el que traducir sus estados de ánimo: esa soledad devastadora, implacable. Su ascenso al olimpo de las letras suecas fue tan rápido que, cuando se percató de que no sería capaz de alumbrar más páginas memorables, enmudeció.

Su última obra maestra, publicada en 1947, se titula Otoño alemán y consta de trece reportajes que el autor escribió cuando su periódico -Expressen- lo envió a Alemania para registrar el estado del país tras la Segunda Guerra Mundial. Estas excelentes crónicas -lúcidamente críticas, políticamente incorrectas- constituyen una de las mejores lecciones de periodismo narrativo de todos los tiempos, amén de un testimonio solidario y compasivo absolutamente desgarrador.

La primera de ellas -la que da título al conjunto- describe la llegada a la región de Ruhr de trenes llenos de refugiados, “gente andrajosa, hambrienta y no grata que se apretuja en la oscuridad pestilente de la estación ferroviaria”.  El joven periodista -23 años cuenta Dagerman cuando escribe estos reportajes- viaja más tarde a Berlín, Múnich y Colonia: ciudades completamente asoladas por la guerra. El reportero observa iglesias derruidas, fábricas arrasadas, catedrales que tienen “una herida roja de ladrillos que parece sangrar cuando anochece”. La mirada del escritor, que atraviesa el país en trenes atestados de expatriados, documenta los vestigios de ese mundo en ruinas con una precisión fotográfica, el ritmo de una prosa exquisita y la belleza lacerante de la mejor poesía.

El panorama de la Alemania de la época no podía ser más desolador. Pobreza y miseria, desgracia y penuria se dan la mano en cada una de estas páginas. Y, en esa tesitura, las diferencias sociales se agudizan: mientras las personas más pobres viven en sótanos y cárceles abandonadas, los poderosos lo hacen en sus antiguas residencias, y aunque la sangría bélica “no hizo distinción de clases -arguye la burguesía- las cuentas corrientes no fueron bombardeadas”, ironiza el autor. La precariedad de la población civil es tan extrema que, en la localidad de Essen, hay trenes varados que transportan a centenares de evacuados que sobreviven tomando una sopa diaria. A lo largo del volumen, Dagerman se entrevista con maestras y escritores, con jóvenes desnortados y ancianos, asiste a las primeras elecciones democráticas y a grotescos juicios de desnazificación que, insidiosamente, hurgan en el dolor de los vencidos.

Stig Dagerman, el joven prodigio de las letras escandinavas, nos legó en los reportajes de Otoño alemán un relato conmovedor de la decadencia humana, una lúcida reflexión sobre el odio y el mal escrita con extraordinaria sensibilidad y coraje. (“El periodista que sale retrocediendo de un sótano inundado es, en la medida en que su reacción es consciente, una persona inmoral, un hipócrita”, escribe en la primera crónica). En la última, como si estuviera interpelándose a sí mismo, se pregunta cuál es la distancia entre literatura y sufrimiento. Y anota lo siguiente: “Hay una relación directa entre el arte y el sufrimiento, y se podría decir que el solo hecho de sufrir con otros es una forma de literatura que busca ardientemente sus palabras”. Seis años después de escribir lo anterior, él mismo dio -en su carta de despedida- una de las definiciones más atinadas del dolor de ser y la angustia de vivir: “Cada noche no es más que una tregua entre dos días”. Dagerman convivió con esa angustia en la Alemania de posguerra, la había visto muchas veces frente a él y la sufrió en su interior. Y un día -un 4 de noviembre de 1954- no quiso vivir más. 

    

Stig Dagerman, Otoño alemán, traducción de José María Caba, Logroño,

Pepitas de calabaza Editorial, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

Escarchar un corazón por dentro

21 de enero de 2022 08:04:04 CET

Leo por segunda vez Azufre de Pepe Cervera (Alfafar, Valencia, 1965), editado por Tres Hermanas (Madrid, 2021). Algo más de medio año separa la primera lectura de la segunda. Y el puzle encaja, todo el engranaje narrativo funciona en estos siete relatos que componen el libro y que tienen su centro de gravedad en personajes cuya compleja psicología nos eleva y traslada a sus mismos paisajes. Y es grato, de nuevo, constatar que la literatura, cuando está bien parida, consigue su propósito: hacernos desaparecer y posibilitar el encuentro con el que fuimos en este aquí y ahora absoluto e indisoluble.

Cierro el libro – se cierra el telón lentamente -, lo dejo sobre el escritorio y lo miro con cierta distancia mientras enciendo un cigarrillo. Mientras observo deshacerse el humo, también yo desaparezco, pero queda en mí la certeza inexorable que comparto con el autor cuando afirma en el último relato, uno de los más crudos, esperanzadores y hermosos del libro: “leer es un rumbo y el extravío”. Entonces pienso en el olor del azufre y en algunas de sus manifestaciones simbólicas a lo largo de la historia del hombre; pienso en podredumbre, en el infierno, en la muerte… pero pienso también, con extrañeza, como si fuera el reverso de la misma moneda, en la luz del fuego, la claridad, la posibilidad de mirar, de redimirnos, de adentrarnos. Y acude a mi cabeza de forma inesperada, mientras escribo estas líneas, ese Doc Holliday, ya casi tocado de muerte, interpretado por un pletórico Victor Mature en “Pasión de los fuertes”. Recita un hermoso fragmento de Hamlet, busco la película y veo, de nuevo, esa escena: “Si no temiera un algo después de la muerte, esa ignorada región cuyos confines ningún viajero vuelve a traspasar. Ese temor sujeta nuestra voluntad y nos hace soportar los males que nos afligen antes que lanzarnos a otros desconocidos. Así la conciencia nos convierte a todos en cobardes”.

Me fijo entonces en la imagen de la cubierta: una mano en tensión agarrada a un tobillo. Alguien sujeta a alguien. Pienso en esa lucha, en la línea de flotación, en el cielo como si fuera una bóveda de nervaduras. Imagino los ojos de los protagonistas de esa imagen, los ojos de Chesney Henry Baker frente a los de un Chet Baker Junior “sumergido en un desvarío líquido hasta una profundidad de la que ojalá nunca tuviera que emerger” (“Azufre”).

Paseo mis dedos por el libro y siento que esa imagen de la cubierta vibra en cada una de las páginas, traslada su tensión, la brega, la contradicción, el fondo y la superficie; y recuerdo unas líneas, subrayadas minutos antes, de uno de los relatos y que es una consideración en toda regla sobre qué es leer: “Leer es una búsqueda, es el intento acelerado por encontrar algo distinto, la necesidad apremiante por conseguirlo, es encaminarse, resistir, ascender, es el empeño por llegar a otro sitio, pero también es el sosiego, la intimidad, el misterio” (“A propósito de las jóvenes ideas”).

Mientras sigo absorto en la imagen de la cubierta veo parpadear los siete post-it que he pegado en el libro, uno por relato. Hay corriente en casa. También, como el azufre, esta mañana de diciembre el aire es denso y ligero, hostil y claro.

En “Rastros” el autor disecciona con distancia, primero, y con una cercanía que tiene más de merodeo y desconfianza que de acercamiento real, luego, la relación de un matrimonio anciano – podrían ser nuestros padres – cuya vida es totalmente mecánica y predecible. En este relato y en el último (“A propósito de las jóvenes ideas”) aparece el narrador, un joven de diecisiete años, enfermo también de tuberculosis como Doc Holliday. Las descripciones, los espacios transformados, el tiempo, los planos articulan la mirada de los personajes y propician el encuentro entre ese enfermo adolescente y unos padres ancianos, rutinarios. A través de esa pareja de octogenarios, del nieto, del hijo, del narrador uno descubre “un mundo que conmueve, que vibra, no este, tan quieto y encogido, tan hueco, sin nada dentro” y un abanico de posibilidades que nunca sucedieron se despliega en nuestro imaginario.

El segundo relato es de una intensidad eléctrica y se yergue como una pieza teatral; como el autor nos dice en una nota a pie de página, fue llevado al teatro bajo el título Naturaleza muerta en el ya lejano 2018. “Azufre” es un intenso y breve texto, en él se narra el encuentro (de nuevo la tensa relación padre-hijo) en una sala de velatorio entre dos músicos: Chesney Henry Baker y un Chet Baker que ronda la cuarentena. Quizá sea este relato uno de los más líricos del libro, aunque Azufre está cargado de esa plasticidad y transcendencia que tiene la buena poesía. En él se nos anticipa, en la figura de Chet Baker, un personaje, entrañable también, que aparecerá en el último relato (“A propósito de las jóvenes ideas”) y que Cervera describe en ambos textos como si fuera uno mismo: “robustas botas de montaña, de piel vuelta, sucias, tejanos viejos y una camiseta de algodón con el cuello en pico, de manga corta, oscura pero desteñida”. Tanto Chet Baker como Benja son personajes arquetípicos: el héroe trágico. A ambos les une la misma pasión por la música, por el caballo, por el destino aciago.

El tercer relato, “Así sea”, es, en realidad una oración, la bendición de la mesa el día de Navidad. Mientras se suceden las alabanzas, afloran también las miserias y vergüenzas de una familia durante el mandato de Kennedy. Leído con voz profunda y cavernosa, imaginando, emulando la voz de Cohen tiene mucho de su “Hallelujah”. Al de Alfafar y al de Montreal les une aquí una fina y punzante ironía

“Kilómetros y kilómetros” es un hermoso relato centrado en la figura del padre. En él coexisten todas las contradicciones del hombre, del anciano al que el narrador se asoma y vuelve, de nuevo, al abismo: “Mucho tiempo ha transcurrido desde que dejé de asomarme a ese paisaje, pero lo reconozco, es mío también, me pertenece”.

“Rastros”, “Kilómetros y kilómetros” y, último relato del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” se complementan a la perfección y funcionan como los arcos de crucería de una bóveda: equilibrando el peso y trasladando su tensa electricidad página a página.

“Los acuchilladores” es un relato en el que brilla la capacidad del autor por reducir, sintetizar toda la artillería narrativa en unas breves e intensas páginas y por adoptar un registro más culto que va acorde con el ambiente en el que sucede la acción, la alta sociedad parisina. En él, de nuevo, desde otro prisma y espacio narrativo se incide en la relación padre-hijo a través de la férrea disciplina que el personaje principal, Jean- Baptiste Lasserre (“arrogante en el trato, pómulos resecos, frente ancha y ancha mandíbula, cejas y mostacho impenetrables”), aplica a sus dos hijos adolescentes para luchar contra su apatía.

“Conexiones” es un híbrido texto que se mueve entre lo epistolar, la crítica (autocrítica, más bien), el apunte, el diario. En él brilla el ingenio; saber aunar esas diferentes voces simultáneas en la que cada uno expresa sus ideas y forma, a la vez, un todo armónico lo atestiguan.

El último relato, uno de los más hermosos e intenso del libro, “A propósito de las jóvenes ideas” es un hímnico canto a la amistad; pero también a la muerte, a la música, a la esperanza, a los libros, a las drogas... El autor extrae el título de este relato del documental sobre The Jam, About the young idea; de él nace el hilo conductor del texto, el amor entre dos amigos: Paul Weller y Steve Brookes están sentados en un sofá gris, “cada uno sujeta una guitarra acústica entre los brazos” y el segundo recuerda la atracción sexual que sintió por el primero muchos años atrás (“Al escuchar esta declaración, Weller abre los ojos, sorprendido”). Pero esta historia no es la de Weller y Brookes, “esta es una historia que viene de antiguo, una historia que siempre regresa como siempre regresan los muertos que se levantan de la fosa, arañando desde dentro la tierra reseca”, es la historia del adolescente de catorce años y de Javier Ribera; pero también la de Benja y de Chet Baker, de esa pareja de ancianos que sale a caminar y recuerda que no hay miel, de la paloma en la repisa, de la mano agresora que golpea al hijo y la mano dulce que echa migas de pan al pájaro...

El libro, de hecho, empieza de alguna forma al final de este último relato: el adolescente enfermo de tuberculosis que debe pasar cerca de un año enclaustrado en su casa (“Acabo de cumplir diecisiete años y a los diecisiete años mi pleura no resiste tanto trajín y se desgarra de repente y los pulmones se me encharcan. Los putos pulmones. Aquellas aguas trajeron estos lodos”). En él está el nervio crudo que justifica y cohesiona todos los demás relatos. No podríamos comprender cada uno de los personajes que desfilan por él sin atender a esa relación iniciática y salvadora entre el narrador de catorce años y Javier Ribera y su temprana muerte.

Personalmente prefiero siempre los libros que te ponen contra las cuerdas a aquellos que buscan la complacencia. Azufre arde en la pira de los primeros.

 

 

Pepe Cervera, Azufre, Madrid, Tres Hermanas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Sandro Luna

Cómo ser Ferrer Lerín

21 de enero de 2022 08:00:04 CET

Es en La mano del teñidor donde el ensayista británico W. H. Auden integra entre las funciones del crítico tanto la propuesta de una lectura de la obra que acreciente nuestra comprensión de la misma como la proyección de cierta luz sobre la relación entre el arte, la ciencia y la vida. A diferencia de la crítica centrada en las relaciones entre obras y autores de distintas épocas o tradiciones (que exige erudición), aquella críticasobre los nexos entre el arte, la ciencia y la vida parece pedir un grado mayor de suspicacia cuando las cuestiones que suscita el crítico son nuevas e importantes.

La posibilidad de decir algo «nuevo e importante» acerca de la forma en que un autor infiere sus íntimas o exclusivasilaciones artístico-vitales, podemos convenirlo así, es más ardua cuanto más conocido es este. Tal es el caso, no solo de Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942)sino, en gran medida, también de los relatos, semblanzas, crónicas oníricas y otras formas de narrativa breve contenidas en el libro que nos ocupa.

Elegantemente publicadopor Contrabando, en edición del Antonio Viñuales Sánchez, con un paratexto muy atractivo (desde las ilustraciones de Saúl Moreno –estupendo el híbrido de la cubierta– a las notas de procedencia), Casos completos es una recopilación de textos en prosa de ese género definido por la extensión que llamamos literatura breve. Esto es, se trata de textos ya conocidos (algunos también inéditos) que pueden servir tanto para que un improbable lector desconocedor de la obra de Ferrer Lerín se asome por primera vez a una mitología moderna aplaudida desde hace años por la crítica, como a la revisión más o menos sistemática del corpus del autor de Fámulo o Familias como la mía.

En relación con el título, para Viñuales, «el caso se caracteriza por ser la narración de un suceso inusitado o extraordinario del pasado reciente que rompe con una norma». Y aunque es la verbalidad, la oralidad con su asombrosa relevancia discursiva, la nota que, para este teórico de la literatura, caracteriza esta iconoclastia, creo –por intentar aportar algo,al menos, «nuevo»­– que esta selección de la prosa leriniana es una suerte de muestrario (en lo que atañe a sus bestiarios) también o sobre todo de la mirada, de la particularísima forma de observar la relación entre el arte, la ciencia y la vida de Francisco Ferrer Lerín.

Esa forma personal de percibir con los ojos, o de aguzar los sentidos para observarla relación entre el arte, la ciencia y la vida oscila entre la mirada forense (por situarla cuestión del caso en el seno de un proceso), la frialdad científicaWertfreiheit –en la que también se integra el desencanto flaubertiano–, el avistamientode aves (birdwatching), la curiosidad y la lujuria, la descripción exhaustiva, el escrutinio facial y corporal del avezado jugador de póquery una línea de literatura (más clásica que rara, a mi juicio) tan onírica como hipersubjetiva, de una poética excéntrica en la que son reconocibles influencias (posiblemente inversas como ha señalado en distintos lugares nuestro autor) que van de los Grimm (brothers) a Borges o de Wallace Stevens a Sharon Olds.

Otear, indagar, clasificar, listar, escudriñar… concretamente, me parece que Casos completos permite al lector de esta compilaciónponerse en los ojos de Lerín, entre la fantasía cinematográfica de Spike Jonzé (Como ser John Malkovich, 1999), los ojos pecaminosos de Ray Milland en el clásico de Roger Corman, la reconstrucción estética de un hallazgo (su Manifiesto de Arte Casual) el hipnotismo y el giallo: rostro en la cerradura, ojos que avistan, rigor científico, corotoscopio –ese artefacto decimonónico de Lionel S. Beale (1886) adelantado nueve años a la primera presentación pública de los hermanos Lumière–.

Si el corotoscopio permite, junto con una linterna mágica, proyectar imágenes en movimiento, a partir del concepto de la persistencia de retina planteado por Joseph Plateau, a través deCasos completos los ojos y los oídos del lector accedena una forma de aprehender la tenacidad de la anécdota vital, la fijeza en la práctica de retener sueños, de suspender instantes, de inmovilizar cuerpos, de peritar, encadenar –y aquí de nuevo es fundamental la pensada selección de Viñuales y de la cada día más interesante editorial valenciana– eventos y sumarios, listas y crímenes, niñas y reptiles.

Recientemente, Álvaro Cortina (Abisal) incluía a Ferrer Lerín en su amplio estudio de zonas, madréporas y figuras probablemente porque los casos que nos ocupan se tornan rebosantes de pregnancia visual. Cobra así sentido el peso enla visualización mental de guiones improbables (en un género que cultivó Antonin Artaud), la forma en que la libídine(«Presencia y celebración de unos pechos», «Mujeres extraordinarias» et al.) oscila entre el barroquismo y el informe anatómico más neutro u objetivo.

Bajo una mirada poética ­–un uso artístico– de la crueldad y la alegría, de la violencia y la risa, Viñuales traza una meritoria tipología para asomarnos a las distintas figuras del libro: Casos clínicos que incluyen «Monstruosidades» o «Empleos y vidas laborales», Casos sinópticos («Argumentos y sinopsis», «Guiones», «Proyectos», «Listas y relaciones»), Informes, acaso un epítome de la labor forense que mencionábamos atrás («Informes periciales», «Testimonios»), Sucesos y Casos literarios («Casos de autor», «Casos filológicos», «Casos lingüísticos», «Bibliofilias»).

En lo que toca a la cuidada extracción de los textos, en orden cronológico estos provienen desde el mítico poemario La hora oval (1971) a su celebrada actividad bloguera o colaboraciones en revistas como Camino de Pakistán.

Que la casuística se inicie de la mano del monstruo supone, a mi juicio, una declaración de intenciones ­–­tengo al monstruo como la expresión más irreductible de la individualidad–dicho esto en el sentido de que alertan de que los textos que siguen están más cerca de la fantasía que de la imaginación: al decir de finas analistas de la filosofía moral en lo literario (Nancy Frazer, Martha Nussbaum o Iris Murdoch), la imaginación nos coloca en la posición empática con los otros (nos deformamos a nosotros mismos), con la fantasía –individual, ensimismada y hermética como los magistrales personajes de Nabokov–, deformamos el mundo para ajustarlo a nuestro capricho.Evidencias de ese reajuste por la fantasía son las primeras mitologías, la interpretación sui generis de la glosalía, las teogonías caprichosas y los partos prodigiosos.

Particular interés presentan, a mi juicio, las necrológicas, su muy visual bibliofilia, las fachadas (la escalada urbana de fachada y el retropaseo por solares forman parte de mi desviación más personal), los textos de 30 niñas (de la añorada editorial también valenciana Leteradura), la selección de Cuaderno de campo, entre el odradek (un carrete de hilo negro olvidado) y el objet trouvé de una «rara avis sin jaula» en luminosa expresión de Wences Ventura, las reflexiones disectoras o los domicilios levantados enGingival, la analogía verbal con el Vexierbild (una forma próxima, de nuevo, a su reivindicable Arte Casual).

No estoy seguro de si esta casuística ­–la ubicación bajo el rótulo de caso– acaba de aprehender la totalidad de notas y preferencias de nuestro volumen, pero ¿qué otro nombre podría hacerlo? Hay caso, desde luego, hay azar porque el compendio, la revisión y la antología… se barajan. Ignacio Echevarría ha apuntado con inteligencia cuestiones estratégicas (literarias y editoriales) al otro lado del paratexto, pero más allá de cierto cálculo, Ferrer Lerín sigue teniendo de cara el albur, la contingencia, el azar (la llegada del as): creo que acierta Antonio Viñuales al apuntar la mezcla de crueldad y alegría (y a los malentendidos que suscita) y sobre todo creo que probablemente ese rasgo lo emparente para bien, paradójica, azarosamente, con un sector de la literatura y en particular del feminismo más combativo de las bad girls (en EE. UU., A. M. Homes y entre nosotros, recientemente, María Bastarós), esto es, que por azar se acaban ligando tras los múltiples desvíos lerinianos el clasicismo heterodoxo (no tengo eso por un oxímoron) y la más rabiosa actualidad.

Retratos poco benevolentes de la condición humana, precisión léxica, algo de magia, puyas a la normalidad y al «se» heideggeriano, citas y partidas, esoterismo y alquimia, evidencias y fes, juegos de Doppelgänger, perspectiva aérea y poesía –Rilke ligó al conocimiento del vuelo de los pájaros la posibilidad de escribir un verso– mirada y azar.Tampoco me parece improbable que esa mirada deba al conocimiento de la obra del biólogo Jacques Monodsu propio, personal, subjetivoreconocimiento como agente químico secundario en un majestuoso, pero impersonal drama cósmico,un espectáculo irrelevante por no deseado. Tampoco es descartable, ya que mentamos al autor de El azar y la necesidad,(un frontispicio) que sea precisamente el más raro de los albures el que haya dirigido y aún dirija la producción libresca y literaria de este inclasificable clásico reciente.

 

 

 

Francisco Ferrer Lerín, Casos completos, edición de Antonio Viñuales Sánchez, Valencia, Contrabando, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús García Cívico

Un atisbo de esperanza para el futuro

14 de enero de 2022 14:21:04 CET

“La espera orienta / este viaje / como una costura, / detrás del arbusto / o la verdad. / El poema al oído / nos extrema al mundo. / Y, mientras, lo que fuimos / en las ciudades / nos sirve para vivir.”

 

Éste es el poema que abre la primera parte de El viaje del animal, una suerte de propedéutica o antesala preparatoria al libro que contiene casi todos los elementos que se irán desgranando en su lectura: un ritmo lento, paciente, dilatado (el de la espera), la búsqueda de una orientación o vía por donde encauzar un viaje que será tanto individual como colectivo, el poema o la escritura como anclaje privilegiado o punto de detención inevitable, la mirada hacia el pasado y el instinto mínimo, pero arraigado, que tiende hacia la supervivencia.

 

Pero vayamos por partes. Digamos, por ejemplo, que El viaje del animal es el tercer poemario de Mariano Martínez, que traza líneas de solidaridad y también de divergencia con su libro de 2016 Cuando el pan (Ediciones de la Isla del Siltolá). Añadamos, para seguir, que las similitudes con su anterior libro tienen que ver con un aspecto más temático que formal, pues el lenguaje despojado y pauperizado a voluntad de Cuando el pan ya no halla continuidad en el libro que estoy comentando. En éste, la versificación es más “discursiva”: la prosodia discurre, sin interrupciones o recortes, sin contención, sin violencia, pero con los ajustes propios del marco poético. A cada libro según sus necesidades lingüísticas, podríamos decir.

 

¿De qué viaje nos habla este libro? Se trata de un itinerario tanto real como metafórico, el recorrido por lo que podríamos llamar la vida humana, inestable y extrañada, leída en clave personal pero también conjunta, social, política. Este viaje nos sume en el desconcierto de una existencia titubeante con la que solamente podemos reunirnos o identificarnos a tientas -ensayo y error– a través del tacto y del sentido más afilado del que podemos disponer o somos capaces de desarrollar: el que podríamos llamar “sentido poético”. Este sentido nos aferra a un modo de transitar o de hacer esa transición, ese camino, buscando las pistas en lo que nos extraña, desbrozando la maleza del lenguaje común y adentrándonos en una senda del lenguaje que nos valga a modo de refugio y amparo ante la fragilidad propia de la condición humana. Una condición errante y errática, marcada por la herida personal y colectiva y las múltiples contradicciones, el temblor, el vértigo y el hambre, pero también la resistencia y la voluntad de transformación de un entorno hostil. El libro ahonda en esas máculas o estigmas de lo humano, y al mismo tiempo, dualidad mediante, nos muestra su irresistible y paradójica belleza, lograda a través de una lírica que tiende a aislar y sustanciar los elementos y unidades lingüísticas. Dice Mariano: “El temblor como lenguaje de belleza,/ sin luz precisa/ ni rostro/ ni regazo”, o dicho de otro modo, con Hölderlin: “en el peligro está también lo que salva.”

 

Ahí, precisamente ahí, en lo que tiembla, asoma la conexión con algo de lo que podría salvarnos, la animalidad o la reducción de lo humano a lo animal. Martínez observa en el libro la existencia humana desde una mirada a la vez panorámica, desapegada, y próxima. En la proximidad aparece el aliento de lo animal como “ánima” y soplo de vida, cuenco de calidez, simplicidad y universalidad. El animal y lo animal en nosotros, siempre tan ciegos y volubles, es una suerte de devolución a un espacio más auténtico, primigenio y más puro: “esta paz que buscamos en la mirada/ nos devuelve al animal.”

 

Otro de los leitmotivs o estaciones de paso para dar sentido a esa vida desgarrada serían el amor y el contacto con la alteridad como experiencias de retroacción y transformación. La dimensión relacional del yo que se funde con una segunda persona aparece en la segunda parte del libro. El amor se dibuja como una vuelta a casa, asentamiento y morada condicional pero holgada en un mundo hecho de astillas y estruendosos silencios. “La condición de regresar,/ aunque de manera torpe,/ lenta, cansada./ Esa es la condición de amar,/ porque la tierra/ siempre permanece/ por nosotros.” Como decía la poeta argentina Diana Bellessi: “Todos sabemos: partir es volver.” Y en ese retorno del que partimos y que nos parte aparece la ternura como posibilidad de echar amarres en algún lugar.

 

Será también a través del arte, de la estética (en este caso, la propia escritura) y de sus distintos y múltiples espejos donde se abra también un espacio posible de calma y de reflexividad para esta atropellada ruta. Como ya he indicado anteriormente, en el libro de Martínez el lenguaje poético y lo poético en un sentido más general y abstracto cobran un relieve especial en cuanto contenido abordado específicamente en los textos. El poema es la “escritura ceniza que se hace carne” y con él “humedecemos el idioma piel, huérfano”. De este modo, el lenguaje poético abre las puertas a la transmutación y a la unión con lo sensorial, con lo físico, con la piel y lo carnal. La poesía hace un revestimiento con la orfandad, y dota de una respiración a la lengua: “la materia del alfabeto latido”.

 

Asimismo, es en el compromiso político que enlaza con la visión de lo ocurrido en el pasado reciente de nuestro país donde también se encuentran otras de las salidas o arraigos del viaje. Concretamente, en el libro se explicita ese esfuerzo por “descifrar la memoria” en la búsqueda de la historia del militante anarquista afincado en El Prat de Llobregat Demetrio Beriain Azqueta, en la cuarta parte del libro. Esa búsqueda de un testimonio singular de vida y militancia podría ser un ejemplo de las formas que tenemos de ahondar en las posibilidades incumplidas en el pasado, en lo que nos legaron las generaciones perdidas, lo no sido, “lo inacabado, / la historia que está / a punto de nosotros.” Y allí, tal vez, un atisbo de esperanza para el futuro, todavía.

 

 

 

Mariano Martínez, El viaje del animal, León, Eolas Ediciones, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Laia López Manrique

Tiniebla y claridad

23 de diciembre de 2021 08:27:34 CET

La antología de María Auxiliadora Álvarez, que lleva por título La mañana imaginada, dibuja un paisaje sagrado, un refugio en donde cerrar los ojos y la vida. Por ello son los versos de Rilke los que presiden el libro: “Todo ha descansado / tiniebla y claridad, flor y libro”.

Se trata de una poesía de gran complejidad y precisión. Poesía pura y terrible, dado que alberga también toda impureza. Poesía que conoce la noche oscura y el sueño del Amado en la naturaleza, siguiendo el rastro de San Juan de la Cruz. Aunque este sueño, que glosa a San Juan de la Cruz, no sea sólo la esplendorosa identificación con la naturaleza, sino también la inmersión del Amado en la muerte: “y el aroma / húmedo / de la tierra / abierta / donde / recién duerme / tan solitario / El Amado” (162) En la húmeda tierra abierta nos presenta al dios místico socavando el reino de la muerte, como Orfeo, como Dioniso.

Sobre el paisaje que recrea está la muerte “porque lo que está detenido / ya ha alcanzado su destino” (40). Por eso MAA escribe “para los muertos”.

La naturaleza es la gran creadora impasible: “Lo mirado no espera ser mirado / entiende la pausa / la cólera / la muerte” (49). Me recuerdan estos versos a Blanca Varela: “Nadie nos dice cómo voltear la cara contra la pared / y morirnos sencillamente / así como lo hicieron el gato o el perro de la casa” (255, 2016).  El ser humano debería entender también la muerte -el final de un proceso en el que habremos cometido muchos errores y habremos aprendido muchas lecciones-, porque a través de ella se puede conocer un mundo “de total transfiguración” (211) que accede al otro lado.

También es cierto que “más alto es el muro / a cada vuelta / duelen los ojos / de mirar / ya no alcanzaremos / nunca más el otro lado” (209). No obstante, nos asombra la poesía de MAA porque nos sitúa en “la otra parte” del muro, en un territorio nuevo descrito por palabras nuevas, consteladas de matices.

Esta insistencia en la muerte, esta desolación -no querer existir, vivir en el mundo de los no nacidos (Mis pies en el origen, 273)-, se mantiene en toda la antología, pero se advierte que, aún no sabiendo nada, la poeta ve el mundo y la vida desde los seres pequeños (pájaros, árboles, florecillas), en los que intuye el secreto de la existencia.

Quizá MAA sabe que su misterio se halla en flores que están para nada, que nacieron en una pequeña herida en la tierra y, luego, resplandecen. Pájaros, mariposas, piedras, jalonan su poesía, como gemas, grandes descubrimientos, hondos paisajes en donde yace el Amado. Véanse “Pequeña herida (228) o “Celebración” (231).

Claro que en poemas como “El sonido del existir” (225), dedicado a sus hijos, el nombre de los mismos, sobre el de la madre, será “el único / sonido / de existir” y lo borrará. La vida se concibe como una cadena en la que los nombres de los hijos crecen sobre el de la madre.

Morir es “un minucioso trabajo de arte” (92). Como Juan Ramón Jiménez cuando habla de poesía: “llegado el momento / el objeto del arte / ya no se puede / volver a tocar”. “La muerte recoge la flor en el aire / y reúne sus pétalos / en una misma caída” (145), en “el lento trabajo de morir” (203).

Poesía y muerte, al fin y al cabo, ¿no son lo mismo? La vida es ser “esquirlas de un mundo estallado Diminutos metales / titilando al rojo vivo / y apagándose en el suelo (…) tenues resplandores de otra luz Niebla desapareciendo en / resquicios de piedra” (124) Y aunque sea algo tan insignificante -hilos, esquirlas, tenues resplandores-, es también amor y ambos, madre e hijo, están “Recubiertos por un traje celeste caído entre los árboles” (124) No obstante, MAA define con claridad qué es hacer poesía: “es más o menos comparable / a necesitar / a Dios” (168).

En todo el libro los límites entre vida y muerte se diluyen: “la mañana / tiene una suave / luz /que se mueve / lentamente / es mi padre / que quiere / hablarme/” (153), en Resplandor, o en Páramo solo, en donde el padre muerto ocupa todos los paisajes: “y yo pude reconocer / el cuerpo de mi padre / entre los escombros” (179). Para constatar en otro poema de este libro: “En los extremos / de las ramas / aparecen / inesperadamente / los temblores / del brillo / el brillo de lo que ya no existe” (200).

Juan Carlos Abril considera que esta incertidumbre entre vida y muerte recrea “una zona tarkovskiniana, de arenas movedizas” (14).

Estamos, en definitiva, en un mundo de sombras, de intuiciones, de restos del otro lado. Lamentable es nacer y tener la muerte por horizonte, pero también puede haber transfiguraciones, soledad blanca.

Luz y sombras se contraponen, se sustituyen, o son lo mismo: “Ruego / que esta luz / estalle la noche por dentro / de una sola vez y la amanezca” (45).

Al igual que los seres humanos somos “esquirlas de un mundo estallado”, “las pequeñas llamas / protegidas del aire y de las lluvias / no han dejado de reflejar / sus delicadas sombras / en las paredes / de la mañana / ha sido de día siempre / por su resplandor” (234).

En “Luz intocada” describe la iluminación, los instantes que dan sentido a la vida y la retiene, aunque ellos no perduren (43). Como dice MAA “Más cerca / de la luz / crece / el día / y todo / lo que/suavemente ilumina / basta” (176).

La palabra es capaz de aprehender lo esencial, de descubrir la vida, de golpe, y huir, sin permanecer. En Piedra en U, por ejemplo, los poemas son leves. MAA trata de encontrar la palabra esencial, que no pese, la palabra que capte la memoria y la muerte (98).

La memoria “la única / materia / por la que / has vivido / o vives” (95) A pesar de que el tiempo es inaprensible (“apenas y entonces”, “hay que guardar la fijeza, sin que nos alcance otra luz” (159). Un pájaro que canta, unas semillas, una flor repentina, todo mínimo y radiante, en donde “solitaria y deshecha / germine su vida” (227).

La poesía de MAA, “explora ese lugar o territorio donde nadie antes ha llegado” (…) “Al lector le llega la emoción viva (…) emoción nueva, no vivida antes (…) fuera del poema” (Juan Carlos Abril: 17-18).

En efecto, MAA nos sumerge en un mundo de tanta belleza, y tan nuevo, no sólo por lo insólito de sus imágenes, del mundo que crea, sino también por su semántica original, por su carencia de signos de puntuación. Esta forma de escribir revela el fluir de la conciencia, el ritmo de la vida, su continuidad, su proximidad, que nunca se presta a las convenciones, que no conoce la pausa ni el orden. Algo parecido al rumor continuo del aire entre los árboles. Los poemas crecen en los intersticios, en los silencios, y también en las palabras que se superponen y se aniquilan o se fortalecen. En “No es la palabra Es la voz” hallamos una buena descripción: “es la voz intentando una modulación Buscando la armonía del sonido del cuerpo contra el aire / como una silla amable separándose de la mesa” (131).

Palabras antitéticas se unen para aproximarse a lo que describe –“sonidos del silencio” (145)-, contrastes que provocan también música, luz y sombra. Llama la atención la delicada levedad de tantos poemas -especialmente en Inmóvil y Sentido aroma-, en los que MAA logra dibujar la imprecisión, lo apenas entrevisto: “una rama blanca por venir” (216). Pero se trata de una constante en toda la antología. Un ejemplo preclaro es “Piedras de reposo”, dedicado a su hijo e instándole a atravesar el sufrimiento: “Todo lo que quiero decirte, hijo Es que del otro lado del sufrimiento / Hay otra orilla / encontrarás allí grandes lajas Una de ellas lleva tu forma tallada con tu / antigua huella labrada Donde cabrás exacto y con anchura / no son tumbas hijo son piedras de reposo con sus pequeños soles grabados / y sus rendijas” (112).

 MAA nos muestra también la guerra, el sufrimiento y la violencia. La desolación que respiran algunos versos recuerda a Cernuda y su Donde habite el olvido: “algunas palabras escritas en un puñado de tierra arrastrado por la brisa” (127) o en “llevar los ojos vivos bajo tierra (122). Esa es la vida del sobreviviente, de quien ha conocido el horror, peor que su muerte.

La poesía de MAA conoce la injusticia, el maltrato, la pobreza. Todo esto la atraviesa, junto a la belleza de los pájaros, de los paisajes, de lo que, a pesar de su aparente insignificancia, puede oponerse a lo demás. Por eso, mientras se vive, hay que atender a momentos frágiles, leves: “ofrécele / acción Y atención / a esa / presencia / pues / a cierta hora / oscurecerá / y sólo quedará / un tipo / de memoria / :vacía o llena: que no podrá /  producir / materia/nueva” (95). Sólo el hombre pobre carece de memoria y, por lo tanto, de vida: “Cuando un hombre pobre / trata de recordar / su memoria / es un montón indiferenciado / del mismo color sin movimiento” (195).

En toda su obra identifico el contraste entre el descubrimiento de la existencia, de su transparente belleza y del horror que provoca: “cuando vivir / se ha vuelto de repente / una gran horrenda abierta / repulsiva / vulgar” (242). Pero como dice Ángel Valente, el horror también es algo, es esperanza: “Aunque sea ceniza cuanto tengo hasta ahora, / cuanto se me ha tendido a modo de esperanza” (20, 2001).

 Por encima del silencio que respiran la guerra y la violencia (126), una línea de vitalismo recorre todos los libros. Son las pequeñas escenas las que salvan del horror, por ejemplo, en “Agradecimiento” (154), en donde un pájaro mira hacia arriba, al árbol que lo alimenta, para agradecerle su regalo, que le da la vida. Estos instantes reveladores se describen con plasticidad y precisión.

La innovación del discurso, que mencionábamos antes, lleva aparejada puntos de vista innovadores como en su libro Cuerpo, en donde afronta el embarazo y el parto como materia poética. Tiene mucho que ver la luz del parto y la muerte que inicia.

Publicado en los años ochenta pone de manifiesto el trato brutal que reciben las mujeres que paren. No es sólo una poesía de protesta, que ya sería mucho, sino que se trata de poemas nuevos, de gran intensidad. Poemas en los que late la desesperación: “Me acerco desde los perros / lleno la casa de agua / alambres / cabezas baños brazos colgados vigas piernas sillas” (270).

Como dice Juan Carlos Abril: “es la mañana imaginada, esa que viene después de todos los sucesos, esa que renueva el ciclo de la existencia, el ciclo vital de los seres humanos, que nos lava de la noche y de la oscuridad y que viene a revivir el mundo” (22).

La poesía de esta mañana imaginada es verdaderamente nueva. Deja de lado lo ya conocido y escrito y conforma una expresión original que da otra vuelta de tuerca a los poemas y al mundo que representan, para ofrecernos palabras recién lavadas, palpitantes de otra vida.

 

 

 

 

 

 

 

 

María Auxiliadora Álvarez, La mañana imaginada, edición de Juan Carlos Abril,Valencia, Pre-Textos, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

Como sucede con su abuelo Eugenio, en Miguel d’Ors (Santiago de Compostela, 1946), la autoridad con la que habla proviene no tanto del contagio como del territorio que ocupa. De entre sus versos destaca cierto júbilo ante el hecho de estar vivo (que siempre exige algo, como escribió Gil de Biedma). Por su Fe tiembla el verso, se abre, a veces con la virulencia con la que fueron despachados los mercaderes en el templo, por instantes divertido (Curso Superior de Ignorancia), las más de las ocasiones con una aparente mansedumbre que no es sino la certeza de quedar del lado del dogma. Pese a sus tres amplias antologías anteriores, Poesías Completas 2019 (Renacimiento) es un exacto recorrido por el respiro de su palabra.

 

 

 

- “Hay bastantes páginas prescindibles”, dice en el prólogo, demostrando una honestidad poco común. ¿Cómo se reconocen esos versos digamos fallidos?

- Bueno, yo no hablaba de versos, sino de poemas. En mis primeros libros, sobre todo en el primero, hay algunos, escritos con diecinueve, veinte o veintipocos años, que manifiestan la inmadurez psicológica y expresiva propia de esas edades. Y quien no se percate de eso es un lector también inmaduro.

 

“Estoy convencido que el trabajo atrae la inspiración”

- ¿Cuánto de oficio y trabajo tiene el poema y cuánto de inspiración, de azar?

- La inspiración llega cuando quiere, pero no me atrevería yo a afirmar que llega por azar. Que surja por causas desconocidas no significa que surja porque sí. Además, estoy convencido de que el trabajo la atrae.

 

- Asegura que la poesía le ha permitido “abrir la puerta del reino de la Belleza”. ¿Qué es para Miguel d’Ors la belleza?

- “Splendor Veritatis”.

 

- ¿Cuánto de sagrado tiene la poesía?

- Según quien sea el poeta que la escribe.

 

- ¿Y de misterio?

Creo que toda nuestra vida transcurre en la vecindad de lo sagrado, es decir, lo divino, que está siempre ahí, invisible pero con una presencia poderosa. Como es invisible, muchos contemporáneos míos lo niegan. Para ellos, herederos del empirismo ilustrado, solo es real lo sensible. Yo creo que la realidad es mucho más que lo que se puede ver, oír, oler, saborear y tocar, y por eso en muchas poesías mías aparecen el misterio y lo misterioso. Pero la creación poética para mí tiene más de problema que de misterio, porque es ante todo cuestión de técnica, de oficio. Tanto un problema como un misterio se resisten a nuestro entendimiento, pero mientras que todo problema tiene una solución, el misterio es inexplicable.

 

“Yo no soy conservador, sino reaccionario”

- ¿Qué le ha perjudicado más, a la hora de estar allí donde los importantes (miembros de la poesía de la experiencia), ser conservador o católico practicante?

- Vamos a ver: yo no soy conservador, sino reaccionario. La actitud del conservador es poco activa: consiste en propugnar “que las cosas queden como están”. Los políticos conservadores al uso -y en España tenemos un ejemplo inmejorable- cuando llegan al poder suelen dejar intactas las medidas “progresistas” vigentes. El reaccionario, en cambio, lucha para cambiar las cosas. En eso está uno, con lo que sus capacidades le permiten. Y ser reaccionario, tal como yo lo entiendo, implica, al menos en nuestro contexto histórico y geográfico, profesar la Fe católica (que es una cosa muy práctica). Por otra parte, o por otras partes, ni está claro en qué consiste le llamada “poesía de la experiencia”, ni muchos de mis poemas son ajenos a lo que se viene llamando así, ni yo tengo el menor interés en «estar allí», ni últimamente suelo quedar fuera de las antologías y los estudios críticos serios sobre la poesía española actual.

 

“A un joven poeta le diría que no se preocupe tanto de expresar sus emociones como de provocar las de sus lectores”

- “Ahora que (su) edad corre ya cuesta abajo”, ¿qué consejo daría a un joven poeta?

- Que lea mucho; que lea a los autores que hay que leer, no a los que suenan por ahí; que antes de publicar nada haga muchos ejercicios para llegar a dominar el oficio -nadie se pondría a dar un concierto de piano sin antes haber pasado unos años haciendo escalas- y que no se preocupe tanto de expresar sus emociones como de provocar las de sus lectores.

 

- En sus poemas encontramos desde Bush, ETA, Dios, el Opus Dei, Leticia Ortiz… ¿todo es susceptible de ser carne de poema?

- Sobre cualquier cosa se puede hacer tanto buena poesía como mala poesía.

 

- “Ya que la edad empieza/ a empujarme al adiós”, hay muchas ¿fórmulas? que, de un modo u otro, hablan de encarar la muerte. ¿Qué disposición de ánimo hay que tener para poder hacerlo?

- A un cristiano no tiene mucho sentido hacerle esta pregunta.

 

- Usted, que llevó la contraria a Lupercio Leonardo de Argensola por aquello que escribió acerca de que el cielo azul no era ni una cosa ni otra, ¿cree en la verdad absoluta?

- Repito la respuesta anterior.

 

- ¿Cómo es posible que no hayan escogido los ecologistas como emblema algunos de sus versos, o algún verso de Muñoz Rojas?

- Ellos se lo dirán.

 

“Cada obispo de Roma, como cada fontanero o cada notario, puede encontrar en nosotros afinidades y divergencias”

- ¿Es mejor Papa Francisco que Juan Pablo II, que no paraba de viajar?

Cada uno de los Papas es el Papa que, según los planes de Dios -para nosotros siempre impenetrables-, el Espíritu Santo ha querido (y permitir es una forma de querer) en cada momento histórico. Sin excluir a los impresentables. Todos son el vicario de Cristo en la Tierra, Alter Christus... Ahora bien: los Papas son seres humanos, y la humanidad de cada uno es como es, ya desde san Pedro (que no sé si sería calvo, como asegura la canción tradicional, pero sí era impulsivo y cobarde), de modo que cada obispo de Roma, como cada fontanero o cada notario, puede encontrar en nosotros afinidades y divergencias.

Yo he conocido siete Papas: Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I, Juan Pablo II, Benedicto XVI y Francisco I (al que, no sé por qué, nadie le pone el ordinal, como si ya no fuera a haber más de ese nombre). Con el que mi humanidad sintonizó mejor es, sin la menor vacilación, Juan Pablo II. Lo admiro mucho. Si tuviera que hacer con los demás un ranking de simpatías, el último lugar lo ocuparía, desde luego, el actual, que, como todo el mundo sabe, es el predilecto de los enemigos de la Iglesia. «Y hasta aquí puedo leer».

 

“A mí el éxito siempre me ha parecido sospechoso y, en nuestros días, más sospechoso que nunca”

- ¿Cuál es la relación con su primo, Pablo d’Ors, con quien comparte fe y oficio (de escritor)?

- Él ha vivido habitualmente en Madrid o en países extranjeros, y yo siempre en lo que suelen llamar «provincias». Creo que nos hemos visto solo dos veces. Por lo demás, es un escritor de éxito, y a mí el éxito siempre me ha parecido sospechoso, y en nuestros días más sospechoso que nunca.

 

- Hábleme de sus gustos poéticos.

- Bueno, mis gustos, al parecer, son un tanto rebeldes: admiro unos cuantos poemas de Jaime Gil de Biedma, varios de Rafael Guillén, algunos de Carlos Murciano, algunos de Eladio Cabañero, algunos de Carlos Clementson y muchos de Juan Luis Panero, José María Merino, Víctor Botas, Antonio Colinas, Fernando Ortiz, Eloy Sánchez Rosillo, Javier Salvago, José Luis García Martín, Luis Alberto de Cuenca, Jon Juaristi, Andrés Trapiello, Julio Martínez Mesanza, José Cereijo, Susana Benet, Pedro Sevilla, César Martín Ortiz, Juan Ramón Barat, Felipe Benítez Reyes, Carlos Marzal, Amalia Bautista, José Mateos, Antonio Manilla, Diego Reche, Gabriel Insausti, Javier Almuzara, Karmelo Iribarren, José Manuel Benítez Ariza, Abel Feu, Enrique García-Máiquez, Tina Suárez Rojas, Jaime García-Máiquez, Víctor del Moral, etc., por limitarme a los españoles de 1960 en adelante.

 

- ¿Algún autor sobrevalorado, a su juicio?

- Jorge Guillén, Aleixandre, García Lorca, Cernuda, Carlos Barral, Claudio Rodríguez, Caballero Bonald, Valente, Gamoneda, la mayoría de los “novísimos” y el 85% de las mujeres poetas.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Ignacio Echevarría o el contagio entusiasta de la lectura

10 de diciembre de 2021 14:21:45 CET

La autoridad es un territorio del que se ha desterrado no solo al maestro, al médico, a nuestros mayores, también al crítico. Cualquiera de nosotros está autorizado a emitir un juicio sumarísimo a propósito del asunto más peregrino  o especializado. En un extraño juego circense, la opinión ha desplazado a la persona que la articula y exige ser respetada como sujeto digno de derecho, por famélica de sentido que resulte la opinión en sí. ¿Quién no está autorizado a decir que tal o cual libro es necesario, imprescindible, único, descarnado…? Da igual el bagaje y la arquitectura cultural, se dice y punto. Y tú, querido crítico, que llevas entrenando el instinto lector durante años, que has conformado con tus lecturas un mapa lo suficientemente generoso y extenso como para no perderte en casi ningún territorio, a santo de qué llegas con tu descaro de profeta a decirme si un libro es o no excelso, mediocre, tramposo, digno.

          El discurso se sentimentaliza, y si se argumenta la calidad de un texto y la conclusión no es luminosa, o sí, pero con matices, o no pero de manera justificada, el autor o sus acólitos se convierten en seres muy irascibles que exigen hoguera, fuego purificador, para que el crítico expíe el pecado de exponer su criterio, conocedor de que, como dijera Balmes, «la lectura es como el alimento; el provecho no está en proporción de lo que se come, sino de los que se digiere».

            Y de entre los críticos con los que estamos en deuda, Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960). Su recién florilegio de autores extranjeros, El nivel alcanzado (Debate), cierra una tríada que comenzó con Trayectos, dedicado a la narrativa española, y continuó con Desvíos, que atendía a las voces narrativas de Hispanoamérica. Desde luego, esta entrega vuelve a demostrar, con cierta humildad, qué nivel se ha alcanzado (la imagen del título es de uno de los custodios literarios de Echevarría, Musil). Basta zascandilear por estos 36 textos que componen la primera parte del volumen (escritos más breves, bien de libros, bien de autores, cada uno con su posdata) o entregarse a cualquiera de los trabajos más extensos que disponen la segunda, en su mayoría prólogos o conferencias, y que incluyen dos piezas inéditas, una sobre Viaje al fin de la noche de Céline (‘Una disección’) y otra sobre Iris Murdoc (‘Iris Murdoch y la máquina del amor’). Espléndido, por cierto, el prólogo del escritor y editor Andreu Jaume, más estudio preliminar que saluda.

            Sin aspirar a convertirse en canon personal (aunque los autores recogidos están en la constelación que habita; algunos de hecho son figuras tutelares del crítico, como Kafka, Canetti o Benjamin), mucho menos a clausurar un ciclo de lecturas (el nivel alcanzado nos permite saber que toda selección es un error), estas notas están escritas con la soltura, vehemencia y el vuelo de quien no aspiró nunca a ser escritor, lo cual le exime del tono académico, plúmbeo o resentido.  

            Escribe Echevarría desde un lugar que no es exactamente el del yo, como sucede a algunos poetas, y siempre desde el cigüeñal que nivela la opinión y la información, sabiendo que la crítica tiene naturaleza propia, dúctil, lábil, emancipada, y se desprende, además, de estas piezas cierta fruición que responde a que estos escritos sirvieron durante años a modo de consuelo (de «desagravio» estuvo a punto de apostillar el propio Ignacio en su nota) mientras alumbraba esas otras críticas de títulos patrios que tantos sinsabores le trajeron.

Recala en Kipling, en Thomas Mann, en Coetzee; también en otros autores menos populares en estas tierras como Manganelli o Julien Gracq e incluso en nombres «peligrosos» como Jünger (fascinante la crítica a propósito de El libro del reloj de arena). Con aplomo y distancia (podría decirse incluso que por momentos es frío, como ciertos terapeutas lacanianos), estas críticas nos recuerdan aquello que habíamos olvidado, nos apuntan perspectivas que se nos escaparon al leer los libros de los que hablan, traduce en palabras intuiciones lectoras que tuvimos. Nos enseñan. Nos dan sed. Son generosamente exactas en su disección. Sin que se le presuponga una infalibilidad que no asume ni se espera.  

            Eso sí, no busque el lector lecturas de ensayo, teatro, poesía. Ignacio se asentó en las lindes de la novela. Lo cual es otro rasgo de autenticidad. ¿Qué se opina de los que opinan sobre cualquier asunto, llámense tertulianos, si procede? Echevarría sería, en todo caso, invitado de La Clave, un especialista en narrativa.

             No hay suspicacia que socave el principio de autoridad de según quién firme la pieza. Desde luego, no la hay ante Ignacio Echevarría, dado el nivel alcanzado

 

Ignacio Echevarría, El nivel alcanzado. Notas sobre libros y autores extranjeros, Barcelona, Debate, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El vértigo que nos lleva

3 de diciembre de 2021 11:11:29 CET

En La civilización no era esto (IV premio EspasaesPoesía) Aitana Monzón ha jugado sus cartas y, al hacerlo, ha asumido sus riesgos. Escribo esto porque el libro presenta una arquitectura compositiva con unos cimientos muy sólidos y consistentes, todos ellos declarados con honestidad por la propia poeta, desde Rainer Maria Rilke y Anne Carson (que abren y cierran, respectivamente, el volumen con unas citas complementarias), pasando por Justine, la novela de Lawrence Durrell que abre el celebérrimo Cuarteto de Alejandría y que desempeña una función estructural relevante en este poemario, la filósofa y activista política francesa Simone Weil, la poesía goliarda o el grandísimo poeta nacido turco y muerto polaco Nazim Hikmet.


Estructurado en cinco actos, el volumen plantea una escritura fundada desde una autoconciencia y una radicalidad extremas, cimentada sobre continuas sinestesias, hipérbatos, aliteraciones, rimas internas y paralelismos con los que va dotándose de una fuerte cohesión rítmica, en la que un lenguaje intensamente musical y eufónico se presenta como el testigo incómodo de una ausencia que ha de acabar arrasando todo, una escritura que puede leerse como un ejemplo paradigmático de esa poética de la aniquilación de la que hablara Gaston Bachelard y que puede apreciarse bien en diversos poemas.

                
Creo que este libro se ha escrito a la luz de una poética que traza vínculos entre el lenguaje y el pensamiento y se adentra por senderos que antes habían explorado poetas como Edmond Jabès, Roberto Juarroz, Octavio Paz, Henri Meschonnic, Paul Celan o José Ángel Valente, por citar unos pocos, quienes entendieron sus propuestas como plataformas para pensar. En general, la poesía en español de una y otra orillas del Atlántico no se ha entendido como un lugar para impulsar la reflexión y el pensamiento crítico. Creo que Aitana Monzón es una excepción a esta regla y, por lo tanto, su poesía —por lo menos la que podemos leer en La civilización no era esto, su segundo libro tras Dormir à la belle étoile (2019)— debería verse a la luz de estos planteamientos.
Amenazada por el desgarramiento y la desaparición, brota esta palabra poética para dar cuenta de una incertidumbre, una carencia o un deseo, una realidad tan solo imaginada, indicio de una potencia que lucha por materializarse en acto, sabedora, como leemos en uno de los poemas, de que «Esto— que es la nada / se refleja ante mí // como la vida» (p. 33). Así, cabe pensar que al activar esa palabra se avanza hacia el logro de una mayor conciencia de realidad, desarrollando un trabajo exigente que consiste, como repetía Foucault, en despegar las capas para alcanzar un contacto con lo real sin ningún tipo de añadido extraño. De este modo, inteligencia, soledad, responsabilidad, silencio y dominio acaban siendo los compañeros de viaje de la poeta en este libro, y con ellos construye una poesía que tan solo ofrece inquietud e inestabilidad, un escenario marcado al mismo tiempo por un afán emancipador.


Una escritura que muestra muy a las claras que el lenguaje o, lo que en este caso viene a ser lo mismo, la vida, es, como se recoge de Simone Weil en uno de los poemas, «arraigarse en la ausencia de lugar» (p. 22). Pero, ¿cómo plantar casa, cómo echar raíz en la paradoja y en la contradicción? A veces, las rupturas léxicas se abren paso y sucede que quien escribe siente cómo se disuelven las palabras y el silencio encuentra vías por las que poder ventilarse. Aitana Monzón ha dejado respirar al silencio en este libro, y no solo entre los espacios en blanco que se cuelan entre las palabras descompuestas o entre los corchetes que ni tan siquiera unos puntos suspensivos contienen al mostrar una ausencia, como sucede, por ejemplo, en la escena I del acto tercero.


En gran parte, La civilización no era esto está construido sobre la ausencia, el vacío y el silencio, motivos vehiculares en el poemario, de tal modo que a quien escribe solo le salva la palabra, aunque, como leemos en otro poema, quien habla sea muy consciente de que «fablar la babel no dice nada / solo demuestra el susurro del vacío» (p. 47) y, en este caso, se trata del vacío dejado por la ausencia que habría de prolongar de un modo natural nuestra presencia. Emerge así una poética sustentada sobre la idea de que el centro es un lugar desubicado y, por eso mismo, simboliza no tanto un punto de cierre como el inicio de una apertura hacia lo que hay al otro lado, ese sitio donde, como leemos en uno de estos poemas, «las manos siguen haciendo cosas / en alivio profundo después de todo» (p. 13). En este sentido, la búsqueda de las orillas y los márgenes se presenta como una aventura de iniciación y por ahí emergen muchos de los poemas que Aitana Monzón ha reunido en este libro que contiene versos e imágenes memorables.
El intríngulis de la cuestión radica en la relación que aquí se ha establecido con el lenguaje, incorporado como una herramienta de reflexión y transformación del mundo y sometido a una tensión extrema. Cabría decir que Aitana Monzón ha concebido una escritura plural y compleja, edificada sobre la inestabilidad, dispuesta a cruzar fronteras y a escuchar los latidos de la inseguridad, generando un multiperspectivismo que engloba el más allá o el más acá del yo, como sucede, por ejemplo, en la escena III del acto V, el poema con el que se cierra el libro y en el que el poeta anhaga (‘deambulante, apátrida’), según nos cuenta esta poeta, hace mutis por el foro y abandona la escena para dejar que sea el coro, una voz que es muchas voces, quien prolongue el relato dejándose arrastrar por el vértigo hacia un abismo abierto, sin fondo, que no termina de cerrarse con un punto final. Por ahí se puede apreciar la saludable labor crítica que se ha llevado a cabo en este singular e interesantísimo libro en el que la poesía es índice del desierto y el silencio, orientado a impulsar la posibilidad de un mundo inédito, y para llevar a cabo ese proceso es preciso, como sugiere la autora de La civilización no era esto, desprendernos de todo lastre, desterrar del mundo todas las palabras que a lo largo de la historia lo han cercado con la intención de iniciar un camino inédito.





Aitana Monzón, La civilización no era esto, Barcelona, Espasa, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

El 8 de octubre de 1917, mientras Europa contenía el aliento ante el avance de las tropas británicas hacia la línea Hindenburg, que atravesaron en Cambrai, cerca de la frontera con Bélgica…, en la neutral España, un grupo de artistas, capitaneado por el pintor Ignacio Zuloaga, llegaba, con dificultad, entre las montañas, a la localidad de Fuendetodos, cuna de Francisco de Goya, en las profundidades del interior peninsular, con una caravana inédita para las gentes del pueblo de varias decenas de automóviles. La iniciativa del pintor, que había comprado la casa natal de Goya y sufragado las escuelas por suscripción –con una exposición pictórica habida en el Museo de Zaragoza entre el 13 de mayo y el 18 de junio de 1916–, pretendía revitalizar este recóndito enclave geográfico como punto de encuentro entre artistas. Junto a las autoridades y el cicerone Zuloaga, viajaron desde Zaragoza otros dos músicos de excepción, el compositor Manuel de Falla y la cantante polaca Aga Lahowska, que venía de triunfar con Carmen en Madrid. Antes de los discursos y las medallas, se dijo misa en la modesta iglesia del pueblo con música de Fauré, interpretada por los artistas forasteros y, más tarde, tras la colocación de la primera piedra del monumento a Goya de Julio Antonio, la hermosa soprano eslava cantó una jota desde el balcón del ayuntamiento que, pese a la ovación recibida, el pueblo acogió con indiferencia, tal vez, a causa del registro culto de la obra.

 

El propio Falla quedó desconcertado: el público no había reconocido la raíz popular de su Jota, procedente de la colección Siete canciones populares españolas:

 

Dicen que no nos queremos,

Porque no nos ven hablar;

A ti corazón y al mío,

Se lo pueden preguntar.

 

Ya me despido de ti,

De tu casa y tu ventana,

Y aunque no quiera tú madre,

Adiós, niña, hasta mañana.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 Falla, Siete canciones populares españolas, Jota

 

A su regreso, Falla escribió a Zuloaga el 17 de octubre de 1917: “no olvidaré nunca los días de Fuendetodos y Zaragoza, los proyectos formados en medio de tantos recuerdos y de tanta emoción de arte y verdad...”, pensando en la influencia que el influjo de Goya, el artista español por excelencia, podría tener en la próxima obra que había prometido escribir para los ballets rusos del empresario Diaghilev, tras una visita a Granada en el verano de 1916. En agosto de 1918, ante el hundimiento definitivo en el frente occidental, la compañía rusa viajó a Londres para iniciar una pequeña gira de regreso, de momento, imposible en París, arrasada por la miseria y los esfuerzos bélicos.

El 21 de octubre de 1918, sobre una postal de El pelele de Goya, encabezada por una melodía de El sombrero de tres picos anotada a mano, Falla escribió a Diaghilev con un hondo entusiasmo: “muchas felicidades por el gran éxito de los ballets en Londres… y por el triunfo soberbio de los aliados, ¡reboso de alegría!”. Tal vez, el compositor ya sabía de la trascendencia de Fuendetodos en la que sería su obra más aclamada, el Sombrero de tres picos o Le tricorne, sobre el texto de Pedro Antonio de Alarcón transformado en libreto por Gregorio Sierra y María Lejárraga, estrenada en Inglaterra en 1919:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Recreación de la postal de Falla a Diaghilev

 

 

Falla utilizaría la melodía de la postal para ilustrar la amenaza del corregidor burlado –“¡me las pagaréis![1]”–, en la voz chillona de la trompeta –nótese la sustitución del compás de 6/8 de la tarjeta por el definitivo de 3/8–:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Con el capotín-tin-tin

 

Para el apoteósico final de la obra, una vez aclarado el enredo de la trama, Falla dispuso una imponente jota como colofón, en que concurre la compañía entera sobre el escenario, sellando la cosmovisión popular de la obra, con la danza más grandiosa, para lucimiento de músicos y bailarines, donde convergen los temas de los tres protagonistas:

 

Por eso la habanera, con sorpresa para todo español, ha seguido viviendo en la música francesa como propia expresión de la nuestra y a pesar de que España la tiene ya olvidada desde hace medio siglo. No ha sido así la suerte de la Jota, utilizada en Francia con intención idéntica y que aún goza en España de la fuerza vital que tuvo en tiempos pretéritos (Manuel de Falla, Notas sobre Ravel, septiembre de 1939)[2].

 

De este modo, la jota final rinde homenaje a la molinera, la verdadera protagonista de la historia, que ha sabido salvaguardar su honra de los requiebros del poderoso corregidor, manteniéndose fiel a su marido. Su característico leitmotiv gobierna de principio a fin la danza final, en especial, el estribillo, de enorme fuerza melódica, mientras que las coplas atesoran giros moriscos, propiciados por el modo frigio y otros artificios propios de la música folclórica andaluza. A pesar de sus múltiples pasajes cromáticos, la jota se mantiene en Do mayor, la tonalidad blanca, sin alteraciones ni teclas negras, símbolo de la reconciliación final, con lejanos ecos de Fuendetodos y diversas reminiscencias de la Feria de Ravel.

 

El fin de esta frenética vorágine sonora llega con una estampa familiar, la recreación musical del manteo del corregidor en escena por parte de la gente del pueblo –le bercement du corrégidor– entre enormes descensos melódicos, compensados por glissandi en movimiento contrario, que evocan los pliegues del manto y las sucesivas caídas del peso muerto sobre la tela, un detalle ajeno al texto de Alarcón:

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Falla, El sombrero de tres picos, Jota

 

El corregidor aparece como lo que es, un pelele manteado por las mujeres, en alusión directa a Goya, predecesor de Zuloaga y Picasso, pero también de Falla, en su evocación musical de imágenes populares. Entre tanto, las ráfagas descendentes engrosan un torbellino cromático cuya huida vertiginosa sentencia el cercano final, anticipando el de La valse, el ballet de Ravel rechazado por Diaghilev en 1920, a causa de su oscuro mensaje, esto es, el peligro de la destrucción total que se cierne sobre la humanidad, tal cual la guerra había demostrado.

 

El Sombrero de tres picos triunfó en Londres y se erigió para siempre en quintaesencia del ballet de corte cosmopolita. La obra se materializó en un escenario británico (Alhambra Theater, en el Soho) a partir de una compañía de ballet rusa (les saisons de Diaghilev), un compositor español (Falla), un director musical suizo (Ernst Ansermet) y un decorador español (Pablo Picasso), todos ellos afincados en Francia antes de la guerra, en una obra estrenada en Londres, compuesta de variopintas influencias procedentes del folclore español y de la ópera wagneriana.

 

De este modo, casi cien años después de su muerte, la influencia de Goya fue capital en el Sombrero de tres picos de Falla, como una sombra alargada sobre el arte español de la época, junto a la jota como forma popular virtuosa, tan arraigada en la música europea durante todo el siglo XIX.

 

 

 

 

 



[1]
                [1] El sombrero de tres picos, Madrid, 1882, edición digital Centro Virtual Cervantes, XI.

[2]
                        [2] Escritos sobre música y músicos, Buenos Aires, 1950, pp. 116-117.

Escrito en Sólo Digital Turia por Marta Vela

 Verónica Aranda en su habitación propia

8 de noviembre de 2021 11:47:10 CET

Cada libro cuenta su propia historia y un momento de la historia vital y literaria de su autor. Pero hay autores y autoras en los que se hace más evidente la voluntad –y la necesidad– de trenzar por debajo de los libros de su producción una historia paralela, un hilo invisible común que los une y los dota de un sentido global al que cada título aporta su matiz propio, o el recorrido del que cada libro es una estación –desde luego, nunca de paso– hacia un destino que completará la escritura y la vida. Siendo este el caso de Verónica Aranda, algo se perderá el lector de este Humo de té (Premio «Leonor», 2020 de la Excma. Diputación de Soria) que no se haya detenido en las estaciones anteriores –desde el ya lejano Poeta en India (2005) hasta el más reciente Cobalto oscuro, también de 2020 pero inmediatamente anterior al libro que nos ocupa.

Poeta que ha hecho de la «forma de estar en la ciudades» una poética, una forma de ser del lugar y una forma de ser en sí y de comprenderse, Verónica Aranda aborda Humo de té como un punto de llegada desde el que echar la vista sobre lo vivido, lo viajado, lo visto, lo gustado o lo asombrado. No puedo dejar de recordar en este punto lo que una vez escuché sobre Marilyn Monroe –con las trampas que hayan podido distorsionar la verdad de esta anécdota–, que, habiendo adquirido su última casa, la actriz mandó grabar a la entrada de la misma la inscripción latina «Cursum perficio», «aquí acaba el viaje» o también «he llegado a mi destino». Desde luego, el viaje de Verónica Aranda no ha acabado, pero en Humo de té la vida y la mirada se introyectan y las imágenes del viaje parecen evocarse desde una morada amable y amena, con velos que amortiguan la intensa luz del mundo de afuera, que hasta Humo de té había colmado –y deslumbrado– los ojos de la autora en buena parte de su poesía anterior.

En esa morada amable y amena, la escritura cede el paso a «instantes ágrafos», quizá consecuencia gozosa de las «interferencias de la carne al verbo» que brinda esa morada nueva. Pero «la distancia también es reescritura» –nos recuerda Verónica–, y no se acaba –aunque sea desde la evocación– la necesidad de re-aprehender la vida «antes de ser poema» y, a pesar del «miedo irracional a escoger un vocablo», la necesidad de nombrarla, nombrar y decir, como parte ineludible del oficio de poeta («Cuando deseo nombrar: / poema, / barca, / pez pequeño, / semillas, / colmenas en islotes diminutos, / me pliego en el concepto, / rozo aldabas, / antes de completar / un inventario fértil.» O: «Regresan: estación, / los números impares, / té negro sin azúcar / con dulce de gacela. / Recupero: cometa, duna, gato, / la noche es infinita.»). La poeta nombra las cosas, nombra el mundo, pero el mundo, las cosas, también escinden su nombre y, acaso, su identidad. Oficio de poeta de doble dirección. En otro lugar hemos reflexionado sobre que viajamos para desaparecer y en esa desaparición, renombramos el mundo y con él nosotros adquirimos al mismo tiempo un nombre nuevo.

En esa morada amable y amena, el recuerdo deviene en degustación del rito. En refinamiento del ademán. En la afirmación agridulce de las dimensiones de [nuestro] teatro, como lo expresaba Gil de Biedma. Un teatro tanto más barroco y alambicado como lo sea el «abismo imaginado», con que concluye magistralmente el libro. En ese contexto Verónica Aranda ofrece una de las mejores definiciones que conocemos de la creación poética, cuando «[a]ntes de sumergir / la vasija en el blanco, el alfarero / busca la trascendencia». La expresión inefable de un don.

El poema se llena, entonces, de ceremonias de té cuyo humo es el signo y el alfabeto de una renacida escritura y a lomos de sus virutas y arabescos surge la imagen del recuerdo y un sentido; nos devuelve a las plegarias de los orantes y las plañideras; a cantantes, pescadores, hilanderas, vendedores de caracoles y pájaros, y mendigos y su gramática cifrada y ritual –parafraseando al maestro Azorín– «fugitiva estela de gestos, gritos, indignaciones, paradojas…». A todos ellos (los orantes, las plañideras, los pescadores, etc.) ya los conocimos más vívidos en Poeta en India (2005), en Alfama (2009), Postal de olvido (2010), Cortes de luz (2010), Café Hafa (2015) o en Río Mekong (2018), pero en Humo de té son convocados, en la evocación, a la danza de la filigrana vaporosa –y muy modernista– de la infusión y su aroma narcótico impregnando el aire y las paredes; son convocados al elegante –y estudiado– gesto con que se sirve el té y se agasaja al invitado; o al no menos teatralmente primoroso de «ir a buscar una hoja satinada / y declinar una invitación». Pues, más modernista –y más manierista– que nunca Verónica Aranda, la poesía de este Humo de té se recrea y se esencia en el atrezzo. En modos delicados («Un lánguido placer / atravesó el enebro» o «y en la tristeza del payaso / que se anuda despacio el corbatín»); en la presencia de elementos culturalistas de la literatura, la pintura o la ópera (Duras, Rothko, Turandot, Celan, El Bosco…); en los dragones de jade, los tatuajes, las copas luminosas, una mañana de 1900, un samovar… «las fiebres de otro siglo», que no sólo son un decorado, con ser suficiente. Es una forma de ser del lugar y en el lugar. La conciencia de que, en realidad, estamos hechos de «retazos de relatos que nos narren / el tiempo que habitamos bodegones». Esos bodegones que, en su aparente estatismo, reflejan en la textura de alimentos y vajilla los ojos de quien los mira, para decirle quién fue... como Humo de té nos devuelve los ojos de Verónica Aranda –los verdaderos sujetos literarios de este poemario– (y su conciencia de sí).

Cursum perficio, Verónica Aranda disfruta de su morada amable y amena, tiene su habitación propia desde la que contarse y contarnos. Afortunadamente, el viaje no ha terminado.

 

 

Verónica Aranda, Humo de té, Diputación de Soria, Soria, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan José Martín Ramos

 May Sarton: habitar la soledad

8 de noviembre de 2021 11:44:18 CET

He venido a pasar unos días al sur, al apartamento que tienen mis padres en un pueblo de la costa mediterránea. Vengo con el ánimo trastornado por inquietudes y porque los recuerdos del verano son ya solo eso: recuerdos. Uno vive una experiencia feliz y se enamora y, aunque sabe que las cosas hermosas -como dice Cernuda- tienen su instante y pasan, sigue empecinado en transitar caminos que quizá ya no existen. A veces, nos empeñamos en llamar pérdida a un momento de dicha pasada, pero la verdadera pérdida consiste en no haber vivido.

He llegado por la mañana a esta casa y me ha recibido como un lugar extraño. He venido con el ánimo herido, nostálgico, pero he traído conmigo un libro -Diario de una soledad- que promete acompañarme. Su autora es la escritora de origen belga May Sarton (1912-1995). Sarton, que vivió la mayor parte de su vida en Norteamérica, escribió novelas, poesía y ensayo, pero lo más relevante de su producción literaria se encuentra en sus memorias y en sus diarios. La autora, una defensora firme de los derechos de la mujer, escribió en los años setenta del siglo pasado, en su residencia de Nelson, un cuaderno íntimo en el que, entre otras cosas, trata de “averiguar qué piensa y saber dónde está”.

Las dos primeras páginas de Diario de una soledad -su primera entrada- son un ejercicio prodigioso de autoanálisis, un retrato psicológico certero de las inquietudes que el libro desarrollará más tarde. Escribe May Sarton: “Vivo sola, tal vez sin otro motivo que afirmarme como criatura imposible, distinguida por un temperamento que nunca he aprendido a manejar como es debido. Mi necesidad de estar a solas siempre está en contrapunto con el miedo a todo aquello que sucederá si, de repente, no puedo encontrar apoyo alguno”.

Hay una dualidad enfrentada en esa afirmación. Hay dolor en estas páginas y remansos de paz y serenidad. En sus primeras anotaciones, la escritora habla del estado depresivo que atraviesa y de cómo solo la visión de la naturaleza le consuela. Luego se refiere a sus tareas domésticas, a sus quehaceres literarios, al espíritu solidario que le lleva a ayudar a los demás. El contacto con los otros contribuye a que su ánimo mejore y a que la soledad -elegida voluntariamente- se convierta en un espacio propicio para la creación y la exploración interior.

Llevo el diario de May Sarton a todas partes conmigo. Me siento en una terraza frente al mar. Sigo leyendo y asimilando un testimonio que me resulta familiar y aleccionador. En cierto momento de su relato, ella confiesa que está enamorada y que pasa los fines de semana con su amante. Y recuerda una cita de François Mauriac: “La experiencia de la felicidad es la más peligrosa, pues toda felicidad posible aumenta nuestra sed y la voz del amor hace resonar el vacío”. Más tarde consigna los viajes que hace por el país ofreciendo conferencias y promocionando sus novelas. Mucho más tarde -hacia el final del libro- revela el deterioro de la relación y la ruptura con la mujer a la que ama.

 

Diario de una soledad, además de constituir un diálogo fecundo de Sarton consigo misma, inserta en sus páginas fragmentos de poemas, citas de otros autores y retazos de las misivas que la escritora recibe y escribe. Todo ello le sirve para bucear en su mundo interior y registrar el estado del mundo exterior: el fulgor de los amaneceres y los atardeceres, el cambio que provoca en la naturaleza el fluir de las estaciones. Pero también para indagar en el sentido de las relaciones humanas, para suscribir su compromiso por la independencia de la mujer en un país puritano y machista. Y, sobre todo, para exaltar el valor de la amistad, algo que hace nuestra soledad más soportable.

Esta noche -mi última noche aquí- he dado una vuelta por el paseo marítimo y he mirado con tristeza la algarabía de la gente: el eco de la alegría ajena, que es lo que nos separa de los otros cuando estamos solos. Hay momentos en los que nos separamos del mundo y somos extranjeros. Hay momentos en los es muy fácil caer en la desolación. Hago estas reflexiones y pienso en una frase que he leído y anotado antes: “Tengo tiempo para pensar. Tengo tiempo para ser. De ahí mi enorme responsabilidad: usar bien el tiempo en estos años que aún me quedan por delante”.

En un alarde de sabiduría y entereza, May Sarton extrae de los estados crepusculares lecciones de vida. Aunque lo fácil es lo contrario, porque la soledad es siempre un venero para la introspección: “Aquí, en Nelson, he estado cerca de suicidarme más de una vez”, confesará la autora. Uno evoca la dicha vivida y ya cancelada y puede regodearse insidiosamente en la pérdida. Uno puede consumir tercamente su presente sin percatarse de que está anulando su porvenir. “A veces, lo más valioso que podemos hacer por nuestra mente es dejarla descansar, deambular, vivir en la luz cambiante de una habitación”. 

 

 

Diario de una soledad, May Sarton, traducción Blanca Gago, Madrid, Gallo Nero Ediciones, 2021.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

Bululú: la autoverdad

26 de octubre de 2021 14:59:18 CEST

La editorial independiente Animas del Huerva presenta este 2021  —hasta donde sabemos— un único título: Bululú, firmado por Ros Beret (Belver de Cinca, 1980).

Se trata de una pieza que esquiva las lindes del género ya que no se trata de una novela, ni de un ensayo (aunque tiene un poco de ambas), ni tampoco es una colección de relatos o un diario (a pesar de que el autor se conjure con estos géneros). Esta obra nace en las antípodas de la autoficción y, para serles franco, el cuerpo me pide definir su prosa como “autoverdad”. Digo así porque el texto rezuma honestidad y llaneza sin imposturas ni vanaglorias, además de por ser un relato en el que se exploran los rincones de la autarquía y porque nos presenta un conjunto de experiencias y reflexiones que componen la bitácora de un viaje personal fuera de la ruta preestablecida para el autor y para el actor, constituyendo, en lo relativo a la empresa teatral, un modelo de economía de espaldas al patrimonio, una guía para el emprendimiento sin dios, patria ni amo, un manual para planificar negocios de mayor provecho libertario que pecunial o una crónica de lo que implica representar una obra de un género que, no siendo teatro callejero ni monólogo, la pone en escena una troupe formada por un único actor y lo hace en un rincón bien elegido de cualquier pueblo; en lo personal es una autobiografía ética, un bestiario de libertades, una recapitulación de habilidades para la supervivencia o un libro de consulta para el lego en errancia; en lo etnográfico es un recorrido afectivo por los pueblos de Aragón y del norte de España, un decálogo del buen cado y la pernoctación al raso o una taxonomía de la generosidad y el carácter a lo largo y ancho de nuestra geografía; en lo intelectual, además de esa prosa de verdad propia, es una Anábasis del ego sin guerras y sin ejércitos, es un manual de bricolaje para reconstruir un optimismo de las cenizas del camino o, al menos, armar la socarronería precisa para hacer de los despojos telones con los que seguir navegando y, entre otras muchas cosas más, es el relato mitológico de los doce trabajos del bululú.

También es una propuesta y una narración para obrar con voluntad, planificación y estética propias, eludiendo otros condicionantes al margen del disfrute de completar un proyecto personal, especialmente apartando el cáliz de la tentación de aquellos que son mandamientos de la santa madre prudencia y que, arraigados en el subconsciente, los más comunes de entre los mortales no solemos osar cuestionar por miedo al frío, al fracaso y, en definitiva, a la muerte de la cigarra sobre la que estábamos tan bien aleccionados.

Para aquellos que, como yo, quedaran sorprendidos ante la exótica sonoridad de su título, el propio Ros Beret nos pone en antecedentes informándonos de que en El viaje entretenido, de Agustín de Rojas, se mencionaba el variado elenco de cómicos ambulantes que, por aquel entonces, recorrían también los caminos de España, a saber: bululú, ñaque, gangarilla, cambaleo, garnacha, bojiganga, farándula y compañía, siendo el bululú —según Rojas subraya— el más menesteroso de esta comitiva de miserables.

Cabe destacar que, por encima de cualesquiera otras consideraciones, la epopeya biográfica que nos entrega el autor tiene tres rasgos señeros: en primer lugar, nos llega armada con una sublime naturalidad que acerca el ascua de la complicidad a la sardina del errático bululú; en segundo lugar, la semántica con la que se nos trasladan los hechos está compuesta con abierta coherencia y aúna con soltura las voces de Ros Beret y de su nómada alter ego; y, en último término, el texto demuestra un gran sentido del relato, componiendo un cuento novelesco con raigambre en la mejor tradición de la prosa aventurera. Esto, sin duda, ha de tener relación con la santísima trinidad a la que el autor y el bululú se encomiendan a lo largo del relato y del camino, tríada que está compuesta por Miguel de Cervantes, Ítalo Calvino y Robert Louis Stevenson. Los modelos que estos santos de cabecera ofrecen a Beret como espejo en el que mirarse y como escapulario al que acogerse buscando consuelo u orientación son, por este orden, el vagamundo Quijote con la ética de su caballería, el determinado Cosimo Piovasco con sus inquebrantables principios y la nobleza, la magia resistente del narrador oral encarnado en ese Tusitala en el que se convirtiera el propio Stevenson en la isla de Samoa. No es desde los mares del sur, precisamente, desde donde nos escribe el de Belver, sino desde un “descampado de las afueras de la literatura”, como él mismo confiesa. No obstante, ese terreno conforma una isla difícil de encontrar en los mapas que dibujan nuestro tiempo bañada por las aguas de la sociedad del consumo y lo inmediato y azotada por los vientos del seguidismo y la personalidad digital.

Por todo lo expuesto, Bululú, en resumen y a través del cristal con el que leo, es uno de los libros del 2021 a salvar a buen recaudo en una biblioteca que guste acrecentarse en lo insólito, en lo sugerente, en lo atemporal, en lecturas de valor y que enganchen, pues resulta una obra divertida al tiempo que contestataria, supone un espejo en el que mirarse de forma reflexiva y, en todo caso, supone un disfrute al recorrer las gestas de caballería de este cómico de la legua, que con notable solvencia narrativa y un toque de retranca somarda, ofrece muy buenos ratos a aquellos que quieran asomarse a los lances sin truca de su “Gira de la miseria”. Al igual que la tournée del bululú, como no podía ser de otro modo, el homónimo volumen sólo se encuentra en puntos de venta fuera de casi todas las rutas habituales. Por ello, si este título fuera de su interés tendrá que emprender una pequeña exploración para conocer de primera mano las aventuras y tribulaciones de quien se declara “un funambulista de lo incierto, un partisano del teatro popular, un vagabundo de las estrellas”. Suerte en la búsqueda y que lo disfruten a pierna suelta.

 

Fotografía de Ros Beret realizada por Juan Moro.

 

 

Ros Beret, Bululú, Zaragoza, Animas del Huerva, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Dado que es bastante verosímil que más de un lector -él o ella, ella o él- de la revista Turia sea investigador predoctoral o personal investigador en formación en algún departamento universitario de Humanidades más o menos digitales (variantes: Teoría de la Literatura, Literatura Comparada, Historia de las Ideas, Filosofía Analítica o No, Estudios Culturales, Crítica Literaria, Estudios de Género, y lo que surja), quiero que esta reseña le sea destinada especialmente. Si además dedica sus esfuerzos investigadores y precarios a la definición y delimitación del género “novela”, que de todo hay en la viña académica y virgiliana del Señor, la obra objeto de estas líneas ha de pasar a su corpus de estudio de manera inmediata. Sean ellos, pues, quienes se enfanguen en dilucidar la categorización de los géneros narrativos en general y en postular la inclusión de esta ficción (“una ficción que desmonta los resabios de la postmodernidad”, se lee como subtítulo o aviso para navegantes en la cubierta) en un género tan inasible como, paradójicamente, palpable: la novela.

La indagación en torno a la adscripción genérica de esta ficción -un término tan del gusto de ese Borges que aparece en el título- ha de pasar necesariamente por aceptar el diagnóstico de Síndrome de Diógenes Narrativo para la actividad que lleva a cabo Sonia Dalton en esta su primera novela publicada. Todo parece servir a la escritora argentina que da nombre al colectivo que entrega la obra. Una narración “de acarreo” que no renuncia a materiales puramente narrativos (AKA literarios) pero que los trufa con disquisiciones, entrevistas, obra en marcha, reseñas ficticias y demás materiales de construcción. Integrado todo ello en una narración en ocasiones alucinada, en ocasiones lineal y en ocasiones ultracontrolada -en eso Dalton parece ser una y trina-, comienza muy pronto la interconexión de los distintos mundos textuales a través de pasadizos imprevisibles, comienzan los desdobles de voces narrativas que activan zonas de interpretación inesperadas, comienza la dislocación de los espacios, comienza la desintegración de los modelos temporales, comienza el humor, la sátira, el descontrol, la puesta a prueba de la resistencia de materiales técnicos, formales y semánticos que debería ser el objetivo final de toda obra literaria.

Sonia Dalton conoce el oficio de escribir y lo pone al servicio de una trama sustentada en un único pivote: el viaje a Estocolmo para la concesión del premio Nobel de un ficcional César Aira (el primer argentino en recibirlo, a despecho de Borges et al.). César Aira es un personaje, un ente de ficción, pero también un estado de cosas que vive en nuestros días y que representa pulsiones, deseos, frustraciones, anhelos, desprecios y vivencias que anidan en esos “resabios de la postmodernidad” de los que nos avisa el subtítulo. Que luego este Otro-Aira no reciba el premio Nobel -por motivos no del todo claros- y sí lo reciba una Cesárea Areas, o que Aida Sarce, otro doble del doble, se cuele en la trama a destiempo, son maneras de poner de manifiesto algunas de las actitudes vitales, profesionales, íntimas y públicas, de algunos protagonistas de un sistema literario y cultural que desatienden lo fundamental para tenderse a esperar a que pasen los cadáveres de sus enemigos o los cadáveres exquisitos o los cadáveres de sus propias obras.

Las situaciones planteadas por Sonia Dalton son en ocasiones descacharrantes, absurdas, extremadas. Hay escenas de raigambre costumbrista, otras de corte netamente intelectual, desarrollos no concluidos de bildungsroman, relatos con narradores tan poco fiables que no podemos evitar creerlos a pies juntillas, practicas omniscientes declaradamente inverosímiles de tan puntillosas, críticas delirantes a un modelo de circulación social de la literatura que sonrojaría al más pintado (y que, de hecho, nos sonroja porque nosotros también somos los más pintados). Todo ello con el aroma imposible de obviar de que lo que se nos cuenta, y cómo se nos cuenta, procede de un deseo irrefrenable de ofrecer una mirada lúcida, desde el humor y la comprensión casi fraterna de todas las ambiciones humanas, al mundo literario y académico.

Y si la parte de la trama dedicada a esta línea que podemos denominar socio-literaria nos resulta gratificante en grado sumo, no lo es tanto porque muestre las vergüenzas más o menos ya conocidas de todos (nosotros) los que formamos parte de este circo del (brindis al) sol -autores, críticos, académicos, editores, lectores, premios, etc.), sino porque Sonia Dalton no solo no deja títere con cabeza sino que decapita incluso el estilo, es decir, lo aligera de jerarquías para dejar que fluya la escritura casi automática, algo descontrolada, llena de fisuras, elevando el lenguaje al peldaño superior. No podría haber sido de otra manera. Si toda esta carga de profundidad crítica y satírica se hubiera presentado en odres viejos, sin poner en tela de juicio, sin problematizar el propio lenguaje que se usa para “hacer literatura”, habría sido capaz de provocar la carcajada (son los nuestros tiempos proclives a la risa floja), pero no habría llegado, además, a dejar una huella intelectual, sentimental y humana en los lectores. Aquí el estilo se contrae y se expande proponiendo universos alternativos, forzando los límites de los géneros, postulando atribuciones, negando información, construyendo alternativas que se diluyen inmediatamente después, ejerciendo una presión narrativa que ningún perno consigue sostener. Y dando paso a voces narrativas interrelacionadas de manera difusa, profusa y confusa hasta construir un relato múltiple donde realidad y ficción, hechos y sueños, actos y deseos se desbordan. Voces, recordando el bolero, que se quiebran sobre la tiniebla de la soledad (de los personajes).

El paseo que nos propone Borges en Estocolmo por el Hall of Fame de la literatura y la cultura actuales es hilarante porque, precisamente, no consiente el facilismo y la humorada. Y es necesario porque la escritura que lo sustenta está a cada paso asumiendo la posibilidad del desboque y el exceso, de fracasar, de decir de más o de no decir. Que todo esto suceda en Corea del Norte o en Coronel Pringles (Argentina) es lo de menos; que los nombres propios sean reconocibles aporta menos que el hecho de reconocer en estos nombres -podrían ser muchos otros, podrían ser los nuestros- formas de decir y de actuar en la cuerda floja; que la crítica sea extrema no impide disfrutar de una trama adictiva. Todo esto lo consigue Sonia Dalton. Su proyecto colectivista es un soplo de aire fresco. Seguro que algunos prefieren el aire contaminado. No es mi caso. Este crítico es desde ya “daltonista”.

 

 

Sonia Dalton,  Borges en Estocolmo, Madrid, De Conatus, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier García Rodríguez

En el ring de la vida

21 de octubre de 2021 13:32:58 CEST

Tradicionalmente, la poesía dedicada al deporte suele consistir en himnos de gloria a los atletas. Así ocurre desde las Odas triunfales de Píndaro, del siglo V antes de Cristo, llenas de apoteosis mitológica, hasta los Vanguardismos de hace cien años, con su exaltación del juego, la velocidad y el músculo. Ejemplo de esto último es la famosa Oda a Platko, de Rafael Alberti, donde un portero de fútbol se eleva a la altura de un héroe de Cantar de Gesta.

Aunque no ocurre así en Cuenta atrás, el último poemario de José Antonio Conde. La materia es el deporte, sí, concretamente la figura de un boxeador negro norteamericano de mediados del siglo pasado, Sonny Liston, que llegó a campeón mundial de los pesos pesados en 1962, título que perdió en 1964 en los puños de Cassius Clay. Pero, aparte de que el protagonista del libro sea un deportista, nada hay de semejante en Cuenta atrás con el tono habitual de celebración y alegría que suele tener la poesía del deporte, sea la de Alberti o sea la de Píndaro. En primer lugar, el libro no glorifica las victorias de Sonny, sino que hace algo mucho más profundo e interesante, como es presentarnos los sentimientos del protagonista, el fondo de sus pensamientos y emociones, y su evolución a lo largo de su vida, en una especie de biografía lírica. Y en segundo lugar, el tono, lejos de la exaltación, es sombrío y áspero, como corresponde a la durísima vida que Sonny Liston llevó, nacido en el seno de una familia conflictiva, analfabeto, subordinado a la Mafia, relacionado con las drogas y muerto oficialmente de sobredosis, aunque hay quien opina, como el mismo José Antonio Conde, que fue asesinado.

            Siendo todo poesía, Cuenta atrás alterna prosa y verso, de forma rigurosa. Las prosas suelen adoptar un tono más descriptivo, como de crónica, a través de la cual podemos seguir la biografía de Liston, centrada en los momentos cruciales de su vida y de su carrera boxística. Pero esto no quiere decir que se trate de una prosa plana o meramente funcional; por el contrario, ofrece grandes dosis de imágenes y metáforas sugerentes. Por ejemplo, ya desde el principio, nos presenta el nacimiento de Sonny en “un hogar confuso en la pobreza, que advierte el látigo y sus pliegues, la mansedumbre y la ira en las grandes plantaciones de algodón de Arkansas” (p. 21). En lugar de una larga descripción de la miseria y el maltrato, se concentra en imágenes breves y desoladas, como “el látigo y sus pliegues”, algo mucho más evocador y mucho más efectivo. Si la poesía consiste en decir lo máximo con el mínimo de palabras, esta es una buena demostración.

            Los versos resultan más cargados de lirismo, menos cerca de la crónica y más directamente conmovedores, donde la metáfora actúa acentuando la dureza y la amargura de lo que podríamos llamar la “educación sentimental” de Sonny Liston: “El miedo tiene sus matices, / es anatómico y goyesco. / Se expresa piramidal /cuando Sonny combina los colores; / el azul en las costillas, / un blanco casi transparente / en la mirada, / y un gris plomizo en el mentón” (p. 32).

Para observar la diferencia entre las prosas y los versos, podemos comparar dos poemas sucesivos, referidos al combate que Sonny sostuvo el dos de setiembre de 1953:

La prosa: “En el cincuenta y tres, año en que se modifica la Convención sobre la Esclavitud en la Sede de las Naciones Unidas, Sonny Liston debuta como boxeador profesional; su rival, un púgil decrépito y cansado de insomnios llamado Don Smith. En treinta y tres segundos lo arroja a la lona” (p. 25).

El verso: “Lo suyo es el crochet, / una hostia sin preguntar, / ese párpado que blasfema, / que intuye el vértigo / cuando un violento tragaluz / extiende su cristalería” (p. 26).

Si en prosa hallamos una crónica casi de estilo periodístico, aunque no olvida la imagen sugeridora “cansado de insomnios”, es en el verso donde reina la metáfora que conduce directamente a la emoción. De esta manera, se dosifica perfectamente el lenguaje para unos momentos y otros: para la referencia documental y para la emoción lírica. Este libro viene además después de muchos otros en los que José Antonio Conde ha ido depurando la dicción, en busca de la palabra exacta, de la expresión concentrada que alcanza en un mínimo lingüístico un máximo de significación, lo que, aplicado a un libro como Cuenta atrás, hace, no que veamos, sino que vivamos desde dentro la vida desgraciada de Sonny Liston.

            Cuenta atrás: es lo que un árbitro  de boxeo hace cuando un púgil cae al ring antes de determinar el KO. Pero también es lo que la vida hizo con Sonny Liston, niño maltratado, matón de la Mafia, adicto al alcohol y las drogas y muerto prematuramente antes de los cuarenta años. Sonny cayó a la lona  de la vida nada más nacer y, a través de los poemas, con las referencias de los años, podemos seguir en el libro de José Antonio Conde esa “cuenta atrás”:

 

            10.- Nace Sonny Liston en Sand Slough, Arkansas, en la más extrema pobreza (1932).

            9.- Su madre se marcha a St. Louis, Missouri. Sonny se queda abandonado a un padre alcohólico y brutal (1946).

            8.- Tras salir de la cárcel en libertad condicional, Sonny debuta como boxeador profesional (1953).

            7.- Sonny se relaciona con la Mafia. Problemas con el alcohol y las drogas. Acosado por la policía (1956).

            6.- Sonny vence a Julio Mederos por KO técnico (1958).

            5.- Sonny arrebata a Floyd Patterson el título mundial de los pesados (1962).

            4.- Sonny revalida el título frente a Floyd Patterson (1963).

            3.- Sonny pierde el título mundial ante Cassius Clay (1964).

            2.- Último combate de Sonny, frente a Chuck Wepner (1970).

            1.- Sonny muere por sobredosis (versión oficial), tal vez asesinado (1970).

            0.- Es el epitafio: “Charles Sonny Liston (1932-1970)

                                         Un hombre”.

 

            Este es, textualmente, el epitafio, que José Antonio Conde, con buen oficio poético, dejándolo tal cual, lo convierte en verso, integrándolo en un poema: “Inhóspita / y oculta entre la maleza, / una lápida atraviesa la memoria” (p. 55).

            Sonny Liston está considerado uno de los diez mejores pesos pesados de la historia. Píndaro habría escrito varias odas triunfales. Alberti habría celebrado su combate contra Floyd Patterson. José Antonio Conde ha preferido hacer poesía con su vida, una poesía dura y descarnada, áspera y cruel, donde la metáfora sirve para castigarnos el hígado. Si es cierto que la materia de Cuenta atrás es el deporte, propiamente el libro no tiene tema deportivo: su tema es la destrucción de un hombre. Estamos ante un libro de crítica social, de denuncia de la sociedad capitalista, de cómo una persona es convertida en mercancía, cómo un muchacho pobre y marginado es utilizado sin escrúpulos por la industria del espectáculo, para deshacerse de él cuando ya se ha convertido en una piltrafa.

            Al hilo de Cuenta atrás, podemos recordar casos que han ocurrido en el mismo boxeo en España: Urtain, que acabó arruinado, suicidándose al tirarse por un balcón. Perico Fernández, tan querido en Aragón, hecho al final un guiñapo y muerto en un centro siquiátrico. Poli Díaz, el “Potro de Vallecas”, que aún vive, o más bien malvive, luchando contra la droga y la marginalidad a la que se vio abocado. Son ejemplos nuestros de lo mismo: de cómo esta sociedad implacable con los de abajo devora y destruye a esos trágicos muñecos que ella misma ha producido. Cuenta atrás: un libro muy recomendable para leer, releer y meditar profundamente su mensaje.

 

                                                                                 

 

 

José Antonio Conde, Cuenta atrás, Zaragoza, Los libros del Gato Negro, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Sánchez Vallés

       Siempre he sentido debilidad por los buenos libros de entrevistas. La sensación de cercanía -como lector infiltrado en el marco donde acontece la conversación-, de viveza -como una especie de tiempo diferido que puedes volver a experimentar- y, sobretodo, el privilegio que supone estar al otro lado de una conversación que espolea la curiosidad invitándote a examinar las propias  ideas. Así, por ejemplo, en el caso de La fascinación de las palabras (Cortázar), Diálogos (Borges), Un largo sábado (George Steiner), o las Conversaciones de Cioran o Jaime Gil de Biedma; y, ahora también, de Palabras para la resistencia de Jordi Virallonga y la necesaria complicidad de José Antonio Jiménez.

 

    Autor de una sólida y reconocida obra poética -además de traductor, antólogo o ensayista- Virallonga ha ejercido la docencia durante décadas y presidido el Aula de Poesía de Barcelona hasta su disolución. Toda una vida, pues, dedicada a la poesía, la enseñanza y la dinamización cultural. Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras) indaga y ahonda lúcidamente en esos grandes ejes -fundamentalmente en los dos primeros- desde la convicción que solo una cierta ética de la resistencia nos puede ayudar a combatir las peligrosas dinámicas del presente -ideológicas, sociales, culturales- que intentan asfixiar la libertad y dignidad del individuo. Una actitud crítica que podemos percibir en muchos de los temas que aborda esta conversación en forma de entrevista convenientemente transcrita, amplificada y montada: la felicidad, la función de la poesía, los clásicos grecolatinos, el Antiguo Testamento, la construcción de una identidad, la soledad, el modelo educativo, la educación sentimental, el poeta en la sociedad, la reivindicación del Romanticismo, etc. Desde la solvencia intelectual, independencia artística y su propia experiencia humana, Jordi Virallonga nos habla sobre aquellas cuestiones que han sido -y continúan siendo- fundamentales en su existencia. 

 

   Lo que empezó siendo una charla entre amigos que ayudara a José Antonio Jiménez a elaborar un prólogo para la poesía reunida de Jordi Virallonga ha dado como resultado un libro que, si bien lo libera momentáneamente de sistematizar en forma de ensayo -como era su voluntad- lo escrito y pensado en relación a la poesía, le permite al mismo tiempo dejar constancia -como suscribe en su prólogo- “de todo aquello que la poesía me había enseñado”. Es imposible sintetizar y despachar en unas pocas líneas todo el caudal de referencias literarias vinculadas a la propia obra, todo aquello que atañe a una determinada educación sentimental que con el paso del tiempo ha tenido que deconstruir y reinventar, toda la carga crítica hacia determinados modelos educativos y culturales que fracturan, constriñen y devalúan nuestro presente. Así que escogeré algunos temas que me han parecido sustanciales, recurrentes o, simplemente, particularmente sugerentes en relación al mundo de la poesía y al ámbito del poema.

 

   Para empezar, su título: Palabras para la resistencia (Sobre poesía y otras trincheras), con ecos de cierta literatura engagée aunque, finalmente, el verdadero compromiso de Virallonga sea escribir buenos poemas como todos sabemos. Pero también con la habilidad de generar asociaciones y vínculos que  hacen pensar en la famosa cita de Tristan Tzara, “la resistencia se organiza en todas las frentes puras, o en aquellas subversivas palabras de André Bretón que José María Álvarez utiliza para cerrar su Poética: “Aquí y en todas partes hay que acorralar a la bestia loca del uso”. Creo que a lo largo de este fructífero diálogo lo que hay en juego en estas expresiones se muestra como un ritornelo significante en numerosas ocasiones. He aquí una muestra donde aparecen las dos imbricadas: “En esta sociedad los poetas estamos del lado de la resistencia, mientras sigamos no nos tendrán a todos (…). Me interesa más abrir el campo ampliando la duda para derrumbar mitos con los que los testaferros de los muertos rigen la vida de los vivos.”

 

    La poesía como vehículo de una cierta “épica de la resistencia” -la expresión es de  José Antonio Jiménez- cuya función consistiría en inocular por la vía de un lenguaje poético renovado todas las defensas posibles contra la tiranía de la verdad, la injusticia o las miserias de la vida. En este sentido la poesía de Jordi Virallonga destila un cierto componente didáctico -que diría Eliot- o moral, como él mismo reconoce - “Mi poesía es moral pero no moralista (...). Mi vida y mi poesía son diferentes, pero mi objetivo como poeta y mi objetivo de vida es el mismo”- y queda patente en El perfil de los pacíficos (1992) o Crónicas de usura (1997).

 

     En Palabras para la resistencia se alude a una poesía más del estar que del ser -aunque sean indisociables- que se refleja, no solamente en la propia vinculación con la historia que la generación del 50 espoleó, sino en la asunción de una contemporaneidad caracterizada por la complejidad, la disgregación y la crítica de lo trascendental -la pureza, lo auténtico, lo único. Si estilo y carácter suelen solaparse, la escritura de Virallonga es contundente, entusiasta, rebelde en ese duelo sostenido para que no le den gato por liebre ni coarten su libertad. Su muesca en el revólver del verso sería la de un lúcido ajuste de cuentas individual y colectivo mediante unos poemas muy trabajados -puede tardar años hasta dar con las palabras precisas que completan con éxito un poema- donde la forma de exposición -un tono conversacional, narrativamente fluido-  el tratamiento del lenguaje -el de la cotidianidad en sus diferentes registros poéticamente reelaborados-, los diferentes personajes -basados en estereotipos fácilmente reconocibles que el autor ironiza o parodia con extraordinaria verosimilitud-, o el punto de vista desde el cual la acción se desarrolla -pueden convivir uno o varios en un mismo poema dotándolo de una indudable modernidad, -, son esenciales para crear “un artefacto que el lector identifique, o aún mejor, que funcione en su íntima experiencia de un modo verosímil, por si él lo convierte en algo real que afecte a su propia vida”. 

 

    En Palabras para la resistencia, además, sucede algo poco frecuente -o por lo menos así me lo parece- en relación a la propia obra. Y es que nos habla de toda una serie de mecanismos fundamentales en la elaboración del poema que, normalmente, aparecen eclipsados por la biografía, la interpretación o el contexto. Me refiero a eso que podríamos llamar la cocina o el taller literario de donde extrae los procedimientos para armar su artefacto. Por ejemplo, refiriéndose a El perfil de los pacíficos comenta lo siguiente: “Presté atención a que cada uno de los poemas funcionara en la totalidad del libro, a cualquier desacierto en la ordenación de los poemas, en los cambios de tono, en la selección de las palabras, en la ponderación, en la relevancia de los personajes, el ajuste de los espacios y los tempos”. Un exceso de celo que le lleva a intentar ajustar al milímetro su idea de poema con el resultado final, y que no siempre coincide con las soluciones aparentemente más lógicas o deslumbrantes que pueden alterar la acción de conjunto: “Los grabo, los escucho, los digo en voz alta, los corrijo de nuevo y cuando empiezo a componer un libro, esté donde esté voy” dándole vueltas y vueltas. Como se reitera a lo largo del libro, la poesía no se escribe con emociones sino con palabras y con oficio, pero también con un misterioso y sofisticado instinto musical que recorre el poema y lo imanta: “Trabajo mucho con rimas internas porque producen una armonía que modifica la tonalidad y levanta o rebaja la potencia del verso. A veces no hace falta ni que rime, es el mismo ritmo, el juego de tonos o alejarse conscientemente de cualquier posibilidad de rima con lo anterior”.

 

    Pero para poder “dar un sentido más puro a las palabras de la tribu” Virallonga, previamente, ha tenido que hacer una intensa y, a veces, dramática revisión de su naturaleza -como dirían los clásicos- para crearse una nueva identidad que no repitiera los inveterados patrones adquiridos, un complejo personaje -de eso se trata precisamente cuando el mundo, finalmente, se ha convertido en fábula- con el que se siente cómodo para ir por el mundo y vivir con dignidad. Es en ese mismo sentido que habría que entender su apuesta por asumir la tradición literaria y renovarla, pues solo a través de este doble movimiento es posible que el lenguaje dé la sensación de estar anclado a un presente vivo: “Yo quisiera poner mi grano de arena para liberar al lenguaje del hábito del lugar común para acercarlo a nuestro tiempo”.

 

    Acabaré este somero recorrido por Palabras para la resistencia citando un par de expresiones del libro que me parecen especialmente relevantes. Términos como derrota o débiles que, en esta entrevista y por razones obvias, van en sentido contrario al común denominador de la sociedad y el pensamiento que nos gobierna creando a su alrededor como un pequeño ecosistema de ideas y valores de los que se nutre una parte significativa de la personalidad y obra de su autor. No sé si la poesía es “la historia de los seres sin historia” -creo que Virallonga es un atento lector de Gianni Vattimo, y José Antonio Jiménez lo cita de forma indirecta a través del filósofo Joan García del Muro -, pero lo que sí creo es que “lo que dura lo fundan los poetas” -Hölderlin-, que la poesíaes la más honda penetración en el ser de que es capaz el hombre” -Julio Cortázar vía Keats-, y que está en el bando opuesto a los que detentan el poder, pues su verdadero envite es debilitar permanentemente todas aquellas estructuras de imposiciones y violencias que nos oprimen. Porque Virallonga está “con los que pierden, aunque muchos de los que pierden están con los que ganan”; porque valora sobremanera la dignidad del derrotado -”la derrota tiene una dignidad que la ruidosa victoria no merece”, que diría Borges- en su afán por no capitular en la defensa de la libertad -pero también de la responsabilidad-; porque concibe la poesía como un instrumento útil para vencer la soledad y examinar nuestro pensamiento; por todo ello y lo esgrimido con anterioridad, les invito -”no hay nada mejor que una conversación sobre la vida y un buen vino entre amigos”, asegura su autor- a que reserven sin demora una lectura que degustarán de principio a fin con la impresión de que han estado acompañados por dos amigos que aman apasionadamente la poesía; que han leído, pensado, hablado y escrito con lucidez sobre ella; y que, como me ha sucedido a mí, les hará mucho más soportable esta maravillosa y terrible existencia.

 

 

Jordi Virallonga, Palabras para la resistencia: sobre poesía y otras trincheras. Una conversación con José Antonio Jiménez, Benalmádena, Eda libros, 2021

Escrito en Sólo Digital Turia por Moisés Galindo

Una prosa de máxima belleza

18 de octubre de 2021 09:25:52 CEST

Andrés Ortiz Tafur (Linares, 1972) acaba de publicar su último libro de relatos Los últimos deseos, con la editorial Sílex. Ochenta piezas breves conforman este libro de pinceladas impresionistas que vibran a lo largo de sus páginas marcadas por episodios de la vida diaria, monótona y rutinaria de la existencia y orbitan en torno a las relaciones humanas como su anterior libro El agua del buitre, publicado el año anterior por la editorial Baile del Sol.

 

Se perfilan los temas de la soledad, la incomunicación, los miedos, las angustias y la muerte a lo largo de un hilo conductor cuyo denominador común es el amor a las gentes, la admiración por la belleza de lo mundano, lo normal, lo imperceptible y lo cotidiano. Un libro muy ameno y divertido. “Los últimos deseos” que lleva un inteligente prólogo de Ernesto Calabuig, en el que el filósofo y profesor destaca una serie de rasgos que conforman e integran este libro. Se podría decir que es una miscelánea, una mezcolanza de frases, reflexiones, pensamientos e ideas que atraviesan de forma tangencial la mente de su autor.

 

En el discurso textual Andrés Ortiz Tafur se interroga, piensa, mira la realidad del mundo, lo que ve y lo que es perceptible a sus ojos y quizás, no lo es en los de los demás. La dedicatoria del libro ya nos indica a quiénes va dirigido y quiénes forman parte importante de su vida, sus vecinos. Se podría decir que se trata de un discurso autobiográfico, escrito sobre las escenas cotidianas que un excelente escritor como Andrés ha ido acumulando a lo largo del tiempo, desde que decidió, como expresa Ernesto Calabuig en el prólogo, “tomar la decisión valiente y difícil de dejar su cuidad y retornar a una vida limitada y sencilla” e irse a un paraje perdido como el de Cortijo Viejo. El autor consigue describir con maestría los espacios narrativos que incluyen la ciudad y el paisaje natural de este Cortijo Viejo, un lugar de viejos olivos sedientos bajo los campos y montes del pleno Linares sumergidos en un paraíso de musicalidad y sinestesias que proceden de lo mundano, lo vulnerable, lo real. La prosa de Andrés Ortiz Tafur refleja historias bajo el recorrido cotidiano de la vida en la calle, los lugares domésticos y caseros con cavilaciones e interrogantes dentro de lo mundano.

 

Cada relato es un cuadro, una escenificación de la realidad y representa una estrella de tonalidad diferente. La forma de expresión del autor es pausada, relajada, donde el autor da valor a lo anodino, a la familia, a sus recuerdos y añoranzas. Un narrador omnisciente que sabe y conoce todas las voces narrativas. Lo que vertebra el libro es el amor por los demás. El discurso textual es normal, coherente y espléndido. Exalta la belleza de lo simple, la vehemencia de lo cotidiano, lo doméstico, lo diario. Los protagonistas de estos relatos necesitan recrearse en la belleza día a día, saborearla y degustarla, disfrutar de los buenos momentos y mantienen una serie de conductas repetitivas. Necesitan el aire en la cara, reír y llorar, gritar en medio de la naturaleza, hablar con sus vecinos mediante la tensión narrativa que su autor caracteriza en cada una de sus páginas. Retratos, pinceladas impresionistas e imágenes sensoriales, escenas y scripts humanos que desvelan el amor que el autor siente por el género humano. Ama y siente lo simple, lo normal, lo anodino, lo efímero, lo sencillo, lo inverosímil, lo básico que impera en el hombre de la calle.

 

Ortiz Tafur es un gran escritor que mantiene la tensión, la intensidad y la esfericidad en cada una de sus historias entrelazadas por el denominador común del amor al género humano en el que se cruzan diferentes mundos posibles, unos reales y otros ficcionalizados. Se trata de admitir o cambiar el destino del hombre ya sea modificando el  rumbo de la vida de los personajes que aparecen en cada una de sus historias o construyendo otros alternativos. El narrador en primera persona de cada pieza de este libro sumerge al lector en la veracidad, autenticidad y verosimilitud de los hechos creando la atmósfera adecuada de tensión para terminar sus páginas, intensidad y esfericidad. Igual que empieza, termina. El mundo que circunda a nuestro escritor le permite establecer cierta circularidad ya que, su propio modo de vida, su forma de pensar y su manera de aprender, son cíclicos.

 

Los lectores de Andrés Ortiz Tafur reconocen que laten a lo largo del texto los temas que imbrican su escritura y modelan su pensamiento. La cubierta del libro nos dirige hacia los atardeceres cotidianos de la vida de un escritor que ama la vida llena de colores y matices y encuentra en lo cotidiano de un mundo rural, el acontecer diario que le aporta la vitalidad y la energía para seguir viviendo.

 

Los conceptos de confinamiento, aislamiento, la Filomena, la pandemia encierran al hombre en un círculo vicioso, hermético y en espiral en el que aislarse del mundo y evadirse de él. Sin embargo, Ortiz Tafur se ancla en el tiempo de todos estos acontecimientos para ir en busca del Otro y buscar una sonrisa en cada uno de sus textos breves aportando de ese modo, coherencia y armazón al libro.

 

La verdad, la falsa mentira, las apariencias invitan a la vacilación del lector que según Tzvetan Todorov, nos incitan a la perplejidad y extrañeza ante lo insólito. Y digo “insólito” porque lo que narra con gracias y naturalidad Andrés es justamente en lo que la mayoría de los seres humanos no se fijan ya que parece desapercibido a la vista del ciudadano de una sociedad posmoderna de 2021. La mentira, la verdad, la falsa realidad y las redes sociales nos acercan a los avances tecnológicos y humanos del XXI en el cual el autor juega con las metáforas que el lector medio interpretará a través del discurso textual y mediante las cuales denuncia los avances tecnológicos, el comportamiento miserable y mezquino de los políticos, de la clase política, el yoísmo y aislamiento del hombre en la sociedad posmoderna en la que el poder de la naturaleza queda solapado bajo el influjo de la propaganda de la élite social, el materialismo y el consumismo que impera en el capitalismo. En el transcurso de sus ochenta y tantos retazos narrativos, Ortiz Tafur nos conduce con vehemencia y maestría por la normalidad que rodea su vida mediante una escritura que muestra al lector cómo el ser humano puede ser muy feliz con lo mínimo e imprescindible.

 

En todos los relatos gravitan el amor y el sexo con idénticos mecanismos de representación que le llevan al autor a indagar en la sintaxis discursiva, repetitiva y circular de sus relatos. Andrés Ortiz Tafur invita a cada lector a pasearse por la casa, el pueblo y el paisaje natural en los que se desarrollan la vida simple y cotidiana de los personajes entre las dicotomías conceptuales (existencia/inexistencia, presencia/ ausencia, vida/muerte) y los juegos ficcionales que aportan la estética a los relatos. No sabemos si el autor finge o narra los hechos con tal naturalidad que los convierte en pura verosimilitud de lo acontecido a modo de espejo diáfano y transparente. A lo largo de las páginas de su sexto libro publicado, interesante y prometedor, el lector se sumergirá en más de ochenta fogonazos o chispazos narrados la mayoría en una sola cara y con un atractivo tejido argumental de sus historias que recorren un camino, marcan las pautas de un viaje, nos muestran su visión del mundo y nos enseñan a rastrear en los mecanismos de la escritura.

 

Dentro del mundo de la ficcionalidad Ortiz Tafur enfrenta al lector frente a la realidad y por medio de los finales de sus textos enlentece el tiempo del discurso narrativo, lo dilata o la alarga indefinidamente abriendo la puerta a la incertidumbre y planteando una dicotomía constante entre la ficción o la realidad.  

 

 

Andrés Ortiz Tafur, Los últimos deseos, Madrid, Sílex, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por Almudena Mestre

 

«Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra», asegura con cierta retranca Constantino Bértolo (Lugo, 1946) en esta conversación a propósito de la segunda edición de La cena de los notables (Periférica), un luminoso y estimulante ensayo a propósito de la escritura, la lectura y la crítica sustentado en la responsabilidad de quien escribe, sobre qué y como escribe y la responsabilidad de quien lee y cómo recibe y entiende la lectura. Todo ello pespuntado por dos hilos principales: Madame Bovary y Martin Eden.

“Mejor que leer cualquier libro que ninguno”

- Cabe entender la lectura como una conquista irreversible, incruenta, a la que no acompañan ni explotación ni esclavitud ninguna». ¿Mejor leer, cualquier libro, que no hacerlo?

- ¡Uf! Me hace dudar la pregunta. Creo que sí, que mejor leer cualquier libro, incluso el Mein Kampf o La imitación de Cristo, que ninguno. Soy de los que siempre han defendido que en la vida es mejor estar mal acompañado que solo. Dejar de estar mal acompañado es relativamente fácil, dejar de estar solo es más complicado.

- ¿Cómo conjugar la obra con la vida? Pienso en ejemplos canónicos de escritores reprochables en algún terreno de su vida (Pound, Celine, Arthur Miller, Rousseau…), ¿debe interferir la clave biográfica en la lectura?

- Pienso que casi de manera inevitable interviene y sobre todo lo que más interfiere es la relación que establecemos entre esas biografías y nuestro propio relato autobiográfico. Creo que es imposible leer a Celine sin que se haga presente nuestra opinión sobre su vida. Esto no significa que impida una lectura válida (objetiva no hay ninguna) de su obra, pero todos leemos con nuestros prejuicios encima de la mesa. Tratar de conocerlos y de resistirse a ellos es algo que cada lector debería tener en cuenta.

- Pienso en la biografía de escritores como Horacio Quiroga, Alda Merini, Panero, Ambrose Bierce… ¿Hay veces que la vida se impone a la literatura?

- Sin duda habrá y hay casos en los que el deseo de «hacerse literatura» a base de proyectarse en ciertas vidas de ciertos autores, literaturice de forma enfermiza esa relación. Quien esté libre de literatura que tire la primera piedra.

- Un libro, ¿dice más de quien lo escribe, de quien lo lee o de la sociedad en la que surge?

- Como en el caso de la santísima trinidad, son inseparables. En cada libro, uno y trino, están esos tres elementos. El peso que se le otorgue a cada uno de ellos dependerá de la mirada ideológica desde la que la lectora o lector se acerque a él.

- ¿Ha sentido usted deliquio al leer algún libro?

- Recuerdo que en la adolescencia y en una etapa de maldeamores, la lectura de El cuarteto de Alejandría me salvó de la tristeza. Cuando años más tarde releí aquellas novelas la verdad es que sentí bastante vergüenza literaria.

“Un libro ilumina a otro”

- ¿Qué criterio ha de seguirse para trazar una constelación de lecturas?

- La luz. Un libro ilumina a otro y este otro ilumina a otro y así se van conformando constelaciones y archipiélagos. Por ejemplo, alrededor de Madame Bovary giran Ana Karenina,La de Bringas, Effi Briest, La Regenta, El Amor de Arthur, Una nube de ira, Tristan e Isolda y otras muchas más.

- El canon (en general), ¿sirve como faro o como grillete? ¿Cada cuánto debería de revisarse el canon?

- Como faro muchas veces deslumbra y no deja ver cuál es la ruta ideológica que esa señal facilita y acomoda. Como grillete, el hierro se vende – en las universidades o en los suplementos literarios- como si fuera oro y se ofrece como joya deseable. En todo caso jerarquiza y más que atender a lo que propone habría que analizar lo que excluye. ¿Revisarlos? No creo que ninguno pase la ITV, aunque siempre dependerá de a dónde se quiera viajar.

 

“La inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia”

- ¿Cuánta distancia conviene colocar entre el texto y el lector –su lectura–?

- A mi entender, la inteligencia exige distancia pero no siempre la lectura requiere inteligencia. Las novelas policíacas por ejemplo más que inteligencia piden curiosidad y fisgoneo; las de Alatriste, emoción viril y patriotera.

- Hace un par de años, cuando se estrenó una película llamaba La gran belleza, escuché decir a algunas personas que habían ido a verla, que no sabían si les había gustado o no. ¿A usted le ha ocurrido eso, estar ante algún texto sobre el que no haya sido capaz de emitir un juicio en uno u otro sentido?

- Creo que en general siempre es bueno sospechar del gusto personal. Algo parecido a lo que plantea me sucedió con El buen soldado, de Ford Madox Ford; tardé mucho en averiguar si me gustaba o no. Finalmente me pareció una novela tramposa, falsa y decidí que dejara de gustarme todo aquello que durante su lectura me había gustado.

- ¿Algún libro que considere sobrevalorado?

- Casi todos.

 

- ¿Usted acudiría a una cena de notables?

Para saberlo antes tendrían que haberme invitado. El otro día, durante la Feria del Libro de Madrid, tuvo lugar por ejemplo la fiesta de una editorial importante y no, no recibí ninguna invitación. Ni siquiera pude asomarme o mirar a través de las ventanas porque no me dijeron dónde se celebraba. Pero si hubiera ido acaso también hubiera preguntado el por qué gran parte del pan que venden está tan cursi, mohoso y malo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Selvada por el poema

8 de septiembre de 2021 13:53:09 CEST

«El pozo y la estrella» fue el título que Octavio Paz dio a una breve nota necrológica que publicó en Vuelta a raíz de la muerte de Roberto Juarroz. Recuerdo esto porque se trata de dos poetas, dos pensadores del lenguaje poético convocados por Celia Carrasco Gil en diferentes momentos, y dos motivos, el pozo y la estrella, que, como se verá, remiten a dos campos semánticos intensamente frecuentados por esta poeta.

Tras un sorprendente y sólido primer libro titulado Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Celia Carrasco publica ahora Selvación, volumen con el que obtuvo el XXII Premio «Gloria Fuertes» de Poesía Joven y con el que apuntala una línea de trabajo muy firme y consistente con la palabra, al margen del ruido y la sobrexposición mediática que suelen acompañar últimamente a la poesía más aplaudida en España, un país en el que este género a menudo se somete a las reglas y servidumbres del espectáculo y el comercio más insípidos.

Celia Carrasco, sin prejuicios, atenta solo al poder ingobernable del lenguaje, ha ido a lo largo de estos años dando forma a su singular taller de escritura, entendiendo desde el principio la actividad de hacer versos como un juego muy serio en el que las palabras, con sus interminables combinaciones, encierran tesoros y posibilidades que hay que explorar y descubrir; en este sentido, los dobles sentidos y la sugerente ambigüedad generada por el inteligente uso de la polisemia son mecanismos vehiculares recurrentes. Así, con Entre temporal y frente entregó un libro medido hasta el último detalle en el que nada quedaba al azar, un poemario penetrante y hondo, dotado de una profunda coherencia y de una estructura orgánica muy bien ensamblada en el que las palabras eran cuidadosamente elegidas hasta el punto de configurar con ellas unos poemas sostenidos sobre unas envolventes cadencias rítmicas, continuos hipérbatos y un incontestable y perturbador tempo musical.

Rasgos que dan cuenta de una voz con una acusada y exigente conciencia expresiva que también brotan en este nuevo libro, Selvación, término que responde a un procedimiento de creación léxica a partir de «selva» y «salvación» con el que la poeta nombra el intersticio «de una vida / que se parte», un escenario situado en un punto indeterminado, entre la ciudad desasosegante y la selva como emblema de lo sagrado, la vida natural y la libertad, motivo este esencial, me parece, en la idea que Celia Carrasco tiene de lo poético, imprescindible en el momento de lanzarse desde lo alto del acantilado al abismo de la creación. Y creo que la poesía podría nombrar ese espacio impreciso de refugio, ternura y proyección. Como leemos en «Polifemo»: «Que la poesía te cuaje y que te mime y te madure en soledad / dentro de su cueva por un tiempo. / Te meza en la caverna de su selva y te haga resistente». Selvada, pues, por el poema.

Dividido en tres partes —«Ciudad», «Hogueras cenicientas» y «San Silvestre»—, Selvación incluye un total de treinta y nueve poemas, trece en cada una de las secciones, un dato nada fortuito que es indicio del interés arquitectónico de esta poeta por armar un libro que sea algo más que una mera agrupación de textos. Como su primera entrega, Selvación también se abre con un soneto, esta vez de título homónimo al del libro, que contiene dos sonetos más, el extraordinario «Espeleología» y «Panorámica». El volumen, ya desde el mismo título, responde al deseo de construir un locus que se encuentre más allá o al margen del tópico «menosprecio de corte y alabanza de aldea», tan reiterado a lo largo de nuestra tradición literaria, que aquí se traduce en la confrontación entre un territorio urbano amenazado por una cierta deshumanización y un espacio selvático e indómito propicio para que broten el amor y la libertad. Si en su primer libro Celia Carrasco encontraba en Miguel Hernández un referente importantísimo, alguien en quien vio aunadas la fuerza verbal y la confidencia entrañable de las emociones recreadas, aquí las autoridades convocadas se amplían a autores como Fray Luis de León, J. Joubert, E. Dickinson, A. Machado, D. Agustini, G. Bachelard, R. Darío, Huidobro, Cernuda, García Lorca, Neruda, los ya citados Paz y Juarroz, B. de Otero, J. Hierro, J. Á. Valente o M. D´Ors, entre otros, lo cual es indicio de un imaginario poético y cultural complejo y versátil, señal de que los senderos por los que en este libro se transita son muchos y diferentes entre sí. Sin prejuicios, sin lentes ni quevedos de ningún tipo, Celia Carrasco observa con los ojos del asombro dispuesta a abismarse en un mundo inédito.

Como sucedía en su poemario anterior, Selvación también se inicia con un texto en el que leemos una declaración de amor y entrega incondicional a la poesía frente a los embates tortuosos y falaces de la vida (la asombrosa potencia del simulacro, la espectacularidad de la apariencia, la formidable y ensordecedora detonación de los ecos, la suplantación de la realidad por la virtualidad y de la originalidad por la clonación y el plagio). Y desde ahí, colocándose en un lugar incómodo e inestable, «sin suelo que pisar», se dispone a recorrer el sendero incierto hacia su deseada e inquietante «selva sagrada», el lugar del idilio y la emancipación, el sitio donde «el silencio fecunda la palabra» y el poema nos cuida y acompaña con una desconcertante sensación de escalofrío. En esa selva, «lugar de comunión con la palabra» y, al mismo tiempo, espacio donde el mundo se invalida al pronunciarse, se adentra esta poeta con la ilusión de dar con el secreto del acontecimiento que desequilibra y conmueve.

Selvación dibuja escenarios urbanos y naturales configurados a partir de insólitas expresiones metafóricas y en ellos se despliega un abanico de registros dotados de una altísima densidad imaginaria. En un primer momento, la voz que aquí habla se ve a sí misma naufragando en una vida que la aprieta y constriñe, obligada a «reptar por avenidas sucias en silencio» y a olvidarse de los pájaros que, lejos del «núcleo del suelo», quizás son señales de otra vida más vacía y más plena. Asediada por una nadería insulsa y repleta de banalidades, esa voz aún tiene fuerzas para convivir con los desheredados y los desplazados del banquete social y compartir con ellos la verdad real e incontestable de sus existencias, como sucede, por ejemplo, en poemas como «La huella en el margen», «Adoquín inédito» o «El hombre de hojalata», en donde encuentra, a pesar del evidente desamparo, motivos para la esperanza. Una voz que asimismo contempla con estupor un «rayo de sol que se ha hecho añicos / en la mañana póstuma de los viandantes / sin que nadie lo recoja», un rayo de sol que muy bien podría ser síntoma de un mundo natural perdido y olvidado, ese que, por ejemplo, representan la Amazonia y las amazonas en poemas como «Ahorcado amazónico» y «Ensueño de filología». Selvación necesita un lector atento y vigilante, dispuesto a acompañar en ese viaje a quien con su palabra ha logrado dar voz a lo desaparecido —la figura del padre, por ejemplo, en poemas como «Chispa», «Mudanza» o el memorable y ya citado «Espeleología»—, trastrocar la vida convirtiéndola en una experiencia liberadora y luminosa, modelada aquí por «el torno de alfarero del consumismo», motivo también de crítica en otro poema, «Nueva leña».

En estas circunstancias, como sugiere Celia Carrasco, se trataría de avanzar aireando la palabra, despojándola de todas esas losas con las que hemos levantado el mausoleo en el que rendimos cuentas a la muerte, disolviendo los espectros de una lengua fósil que se empeña en silenciar el canto áspero y luminoso con el que los muertos nombran al alba la distancia que se ensancha y el tiempo que se encoge. Se trataría de navegar sin una ruta marcada, de andar por andar, de caminar hacia cualquier sitio, hacia ningún sitio, hacia todos los sitios, como hace esta poeta al desplazarse por el sendero que atraviesa sin dejar huella, recorre hacia lo más inquietante de sí misma y en el que genera un hueco donde respirar convirtiéndolo en una zona habitable desde la que poder contemplar las estrellas.

 

Celia Carrasco Gil, Selvación, Madrid, Torremozas, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

 

 

 

 

 

 





 











Sr.

Juan Sánchez Peláez

Caracas.

*

                                                     Valencia, 9 de nov. De 1967

Querido Juan:

Tengo ánimo de hacer desde hace tiempo un trabajo sobre tu poesía que precise para mí y para otros, ciertas valoraciones y revelaciones cuyo poder gravita demasiado tácitamente. Más que una incursión amistosa o unas formulaciones rígidas, quiero anotar con un pensamiento liberado de la ocasión, algunos estados capitales de tu decir poético, determinados énfasis, zonas privilegiadas de comunicación con el ser.

 

Las palabras transcritas y que acabo de leer, con las que he dado inicio a esta charla, pertenecen a una carta inédita que Eugenio Montejo (1938-2008) le envió a Juan Sánchez Peláez (1922-2003) en noviembre de 1967 y que poseo, en custodia, gracias a Malena Coelho, viuda de Sánchez Peláez. Para entonces el autor de Elena y los Elementos contaba con 44 años y uno antes había publicado su tercer libro de poesía, Filiación oscura. Por su parte, el joven Montejo tenía 29 y acababa de publicar su primero, Élegos[ii]. A mediados de esa década habían comenzado su amistad, cuando Sánchez Peláez estuvo radicado en Valencia, Venezuela, donde trabajó junto a Montejo en la Universidad de Carabobo.

 

Comienzo estos breves apuntes sobre la obra de Juan Sánchez Peláez haciendo alusión a lo dicho por Montejo en esa carta, por varias razones. En primer lugar, por encontrar en esas palabras una identidad de propósitos respecto a mis intenciones. En segundo término, porque al tratarse de dos poetas tan difícilmente emparentables en sus búsquedas estéticas, las cuales incluso podríamos calificar como ubicadas en las antípodas, adquiere mayor realce la confesada admiración del joven por ese poeta de la generación precedente, que ya comenzaba a hacerse leyenda en el campo poético venezolano. Y un tercer motivo estriba en el hecho cierto de que Eugenio Montejo es un nombre suficientemente conocido y reconocido fuera de Venezuela, y particularmente en España, suerte con la que infortunadamente no ha corrido hasta ahora la obra de Juan Sánchez Peláez, la cual sigue siendo fundamentalmente una obra de culto para unos pocos y exigentes lectores, a pesar de la publicación de su Obra reunida, por Lumen, en 2005, dos años después de su muerte, y, más recientemente, en 2018, de su Antología poética publicada por Visor en coedición con la Fundación de la Cultura Urbana, bajo el cuidado editorial de Marina Gasparini Lagrange y con prólogo de Alberto Márquez.  

 

Ofrecer una lectura de esta obra que dejara de lado “la incursión amistosa” y las “formulaciones rígidas” fue lo que, en efecto, intentó Montejo algunos años después, cuando publicó su ensayo titulado “La aventura surrealista de Juan Sánchez Peláez”. Allí, al tiempo que busca caracterizar el “sello propio” de esta poesía, nos previene sobre la dificultad de hacerlo dado el condicionamiento que la impronta surrealista, que en el mismo título del ensayo se destaca, pudiera tener sobre cualquier lectura que se quisiera hacer de ella. Al respecto, señalaba: “conviene aproximarnos a su poesía de modo que la interroguemos desde sus propios destellos, prescindiendo, hasta donde podamos de los atributos que le añade el credo de su militancia”. Para añadir luego: “Advirtamos que no es fácil indagar en una obra lo que sólo debe a sí misma, ni dar con ese espacio secreto donde la palabra del poeta se torna irreductible en su entera desnudez” (p. 156, subrayados nuestros).

 

Antes de tantear la naturaleza de esa “entera desnudez”, detengámonos en algunas consideraciones acerca de la significación de la obra de Juan Sánchez Peláez dentro de la tradición poética venezolana, tomando en cuenta, especialmente, el contexto histórico en que apareció y su singularidad. Ya es un lugar común, al referirse a Juan Sánchez Peláez, decir que durante su adolescencia vivió en Chile, donde estableció contacto con los integrantes de Mandrágora, agrupación militante del surrealismo, promotora de la denominada por ellos “poesía negra”, declarada enemiga de los valores de la sociedad burguesa y defensora de la magia, la irrealidad, el placer y la libertad como elementos irrenunciables de su práctica poética y vital, además de revolucionaria en el orden social. El grupo estuvo conformado por Teófilo Cid (1914-1964), Braulio Arenas (1913-1988) y Enrique Gómez Correa (1915-1995), a los cuales se sumó luego su miembro más joven, Jorge Cáceres (1923-1949). Entre los blancos recurrentes de sus ataques, en el campo local, estuvieron Neruda y su Residencia en la tierra. Gonzalo Rojas (1916-2011), quien mantuvo una cercana amistad con Sánchez Peláez desde entonces y a lo largo de su vida, y quien tuvo también vinculación con el grupo, luego se haría crítico tanto de sus postulados como de sus realizaciones. Digamos que Mandrágora, a pesar de su beligerante activismo verbal, propio de muchas iniciativas de ostentación vanguardista, terminó siendo absorbida en el campo de la consuetudinaria “guerrilla literaria” chilena, sin logros relevantes en cuanto a obras individuales y sin más significación que la que como gesto disruptivo dentro de la poesía chilena y latinoamericana se le quiera asignar. Lo cierto es que mientras duró la estadía de Sánchez Peláez en Chile, que fue de menos de dos años, entre 1940 y 1941, en Venezuela también ocurrían cosas de interés en el mundo literario, tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez, en diciembre de 1935. Al año siguiente, en 1936, se forma una agrupación llamada Viernes, en cuyos postulados también se reclamaba la urgencia de renovar la poesía venezolana, en consonancia con las tendencias de la época y con las iniciativas que a la par venían dándose en otros países del continente y de Europa. En Viernes, sin embargo, más que el surrealismo se promovió una apertura bastante más plural, nutrida esencialmente del legado del romanticismo alemán, inglés y francés y de las vanguardias en general, que fomentara una mayor libertad imaginativa, asociativa y simbólica, no ajena tampoco a los dictámenes del inconsciente. No obstante, el marco de su actuación fue distinto, pues desde su origen se hizo expreso, además del deseo de buscar caminos de renovación estética, un llamado a la reconciliación, la amplitud y la tolerancia, como urgencia nacional al iniciarse el largo período de transición política hacia la democracia de la era posgomecista. Tanto Mandrágora como Viernes contaron con revistas. La primera publicó 7 números, entre julio de 1938 y octubre de 1943. La segunda, 22 en sólo dos años, entre mayo del 39 y del 41. De entre la larga lista de colaboradores de diversas partes del mundo que publicaron en ella, estuvieron, por mencionar sólo a los chilenos: Vicente Huidobro (1893-1948), Eduardo Anguita (1914-1992), Rosamel del Valle (1901-1965) y Ángel Cruchaga Santamaría (1893-1964).

 

Al concluir la existencia de Viernes, como contraposición a sus propuestas estéticas, surgió lo que se ha llamado en la historiografía poética venezolana la reacción anti-viernista, la cual abarcó buena parte de las décadas de 40 y 50.  Fue al inicio de esa época —en la que se acentuó el cultivo de la poesía costumbrista y de temas sociales y se rescató la escritura de variadas formas métricas y rítmicas propias de la tradición de la poesía española— que Juan Sánchez Peláez volvió a Venezuela ganado por concepciones poéticas muy ajenas a las dominantes en su país tras la extinción de la experiencia viernista. Durante todos esos años, Sánchez Peláez, quien en realidad nunca participó ni tuvo interés en formar parte de agrupación alguna, ni en redactar o proclamar manifiestos estéticos, siguió trabajando silenciosamente en su poesía. Ocho años después de su regreso al país, una figura principalísima del grupo Viernes, Vicente Gerbasi (1913-1992), será el primero en llamar la atención, públicamente, sobre la singularidad de su existencia y su ardua exigencia. Al respecto afirmó, en una nota publicada en el Papel literario de El Nacional el 25 de junio de 1950, lo siguiente:

 

Juan Sánchez Peláez, uno de los jóvenes venezolanos mejor dotados para el ejercicio poético, viene trabajando desde hace más o menos diez años en un silencio que resulta sorprendente en nuestro medio, donde toda persona que escribe un soneto, una copla o una crónica periodística quiere lanzarse en la carrera literaria con la publicación de un volumen. 

 

Juan Sánchez Peláez, que a mi entender es uno de los mejores poetas con que actualmente cuenta Venezuela, apenas es conocido por un reducido grupo de poetas, escritores y artistas de Caracas […], y de Santiago de Chile, donde estudió y fue asistente a las peñas del grupo «Mandrágora» […] Sánchez Peláez trabaja diariamente, infatigablemente su poesía. Hay en este joven artista una verdadera pasión creadora. Desde hace años acumula cuartillas, cuadernos, libros. Sin embargo, hasta ahora no le ha sido posible publicar ni siquiera una «plaquette» (Gerbasi, p.15).  

 

El hecho de que Vicente Gerbasi —quien tras la publicación de su libro Mi padre, el inmigrante, en 1945, se había consolidado como una presencia central e indiscutible en la escena poética nacional— haya sido el primer mentor de Juan Sánchez Peláez no es un detalle menor. Como tampoco, que en ese año de 1945 se hubiera publicado otro libro que vendría a iniciar el proceso de redescubrimiento y rescate de la obra de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), Las Piedras Mágicas: hacia una interpretación de José Antonio Ramos Sucre (Caracas: Suma, Artes Gráficas), de Carlos Augusto León (1914-1997). A nuestro entender, las obras de ambos poetas van a ser nutrientes fundamentales de la poesía de Sánchez Peláez y lecturas reveladoras de una forma distinta de hacer poesía en Venezuela, que descubrirá al poco tiempo de su vuelta de Chile.

 

A Viernes, además, estuvieron vinculados sus dos más cercanos y admirados poetas y amigos chilenos, sin contar a Gonzalo Rojas. Ellos fueron, justamente, Humberto Díaz Casanueva (1906-1992), quien fue discípulo de Heidegger y traductor de Hölderlin, y Rosamel del Valle (1901-1965), cuya poesía Sánchez Peláez publicó e hizo conocer fuera de Chile cuando años después estuvo al frente de la gerencia editorial de Monte Ávila. Díaz Casanueva vino a Venezuela en la segunda mitad de la década de los 30, como parte de la misión pedagógica chilena traída al país por Mariano Picón Salas (1901-1965), tras la muerte de Gómez. A partir de entonces, tanto su relación con Venezuela como con los “viernistas” fue muy activa e intensa y se prolongó por el resto de su vida. 

 

Un año después de la nota de prensa en la que Gerbasi anunciaba la existencia de Sánchez Peláez, aparecerá su primer libro, Elena y los elementos. Sin pancartas ni carteles que lo avalaran, este poemario se incorporará a la tradición poética venezolana como la expresión de una búsqueda divergente y una voluntad manifiesta de ruptura, mediante la asunción de una imaginería desbordada, penetrada por un evidente afán surrealizante que intenta poner de relieve el sustrato onírico del que procede y en el que la experiencia verbal aspira ser encarnación de la misma pasión erótica que en el ámbito temático da cohesión al libro. De este modo, la apuesta lírica de Sánchez Peláez adquiere una tonalidad y una dimensión anímica sin antecedentes en la poesía venezolana, que se afilia de modo indudable con las búsquedas poéticas emprendidas y promovidas varios años antes por algunos miembros de Viernes, entre los cuales jugó un rol fundamental, como ya hemos señalado, el propio Gerbasi. Sus concepciones de la poesía y del poeta, desde este primer libro y a lo largo de toda su obra, no ocultarán su cercanía con las nociones románticas del vate demiurgo y visionario que responde ante el poema como una suerte de médium capaz de verbalizar lúcida y lúdicamente, a modo de ráfagas asombrosas y alucinantes, revelaciones trascendentes.

 

Vistas las cosas desde la perspectiva histórica que nos otorga el tiempo, podríamos afirmar a estas alturas que Elena y los elementos constituye una puerta de entrada a la modernidad poética venezolana, al inicio de la segunda parte del siglo XX. En ese libro se constata tanto la precoz madurez con que Sánchez Peláez asimila el aprendizaje de la breve salida al mundo —tras el rápido contacto con otros campos literarios y otras motivaciones poéticas, específicamente durante su vivencia chilena— como del legado de la propia tradición venezolana y en particular de las obras de los dos hitos fundamentales de la primera mitad del siglo XX. Me refiero a La torre de Timón, Las formas del fuego y El cielo de esmalte, de José Antonio Ramos Sucre, publicadas entre 1925 y 1929, y Mi padre, el inmigrante, de Gerbasi, de 1945. Podríamos decir incluso que esa puerta es en dos direcciones, pues a través de ella las generaciones posteriores a Sánchez Peláez pudieron acceder con otra mirada y leer de otro modo las obras de esas figuras tutelares de la primera mitad del siglo pasado. Una breve semblanza de Sánchez Peláez, escrita por Jesús Sanoja Hernández en 1972[iii], cuando ya el autor de Elena y los elementos era una figura consagrada en el campo poético venezolano, nos habla de la forma en que fue apreciado en sus inicios y del modo como fue recibido su primer libro:

 

Antes fue distinto. Se le miraba, en la Caracas del año 50, como a un ser caído del infierno, con un rostro más parecido a la máscara que al reconocimiento, eterno quejumbroso de los cinturones de castidad urbana, y de la indiferente matanza de los instintos. Apenas un grupo de amigos, iniciados y rituales, gozaban de aquellos versos de minoría que luego entrarían a formar volumen en Elena y los elementos (1951), y cuya repercusión inmediata fue de poco ámbito, pero cuya percusión en el tiempo, ampliada por los ecos expresivos que encontró en los más jóvenes, fue tan decisiva como la de Mi padre el inmigrante. Si acaso dos nombres han influido con suficiente y beneficiosa irradiación, pueden anotarse de una vez: Gerbasi y Sánchez Peláez.

 

Aquella lengua sectaria y minorista vibró, sin embargo, en el espíritu de los escogidos, y fue, como dije, extendiéndose hacia quienes nacían para la poesía y buscaban un molde o un antecesor, de modo que para llegar a Ramos Sucre, a Rosamel del Valle, o a los surrealistas, siempre debía pagarse peaje en la poesía de Elena y los elementos (pp. 55-56).

 

Ese parentesco entre las figuras de Ramos Sucre y Sánchez Peláez tiene varias aristas. Una de ellas es la derivada de la extrañeza de las obras de ambos y de la poca receptividad con que fueron acogidas inicialmente. La de Ramos Sucre tuvo que esperar 15 años, después de la muerte de su autor, para comenzar a ser revisitada y estimada desde otros presupuestos. La de Sánchez Peláez se vio beneficiada, tal vez, del hecho de que su aparición coincide con el momento de reivindicación del raro Ramos Sucre y de las huellas dejadas por la experiencia viernista, más allá de la reacción en contrario que en una parcela del campo poético venezolano sus planteamientos produjeron. Ante las dificultades de la crítica para abordar estas singulares y extrañas obras, claramente rupturistas dentro de la tradición poética venezolana, aunque desprovistas de carteles y de manifiestos confrontativos, se ha acudido al abuso de las etiquetas clasificatorias, incompetentes en definitiva para alcanzar una comprensión cabal de su naturaleza, pero útiles para la confección de manuales e historias literarias. La obra de Ramos Sucre ha sido clasificada de romántica, modernista, vanguardista, pre-surrealista y hasta surrealista, al tiempo que su condición de poeta ha sido relativizada por quienes lo han leído como cultor de narrativas breves (ese ha sido uno de los costos de haber introducido el poema en prosa en Venezuela). En el caso de Sánchez Peláez el remoquete de poeta surrealista ha predominado en la crítica, aunque su obra también ha sido vista como neorromántica y existencialista.

 

En el ensayo prometido en la carta que citamos al comienzo de estas páginas, Montejo explora el vínculo entre estas dos obras. Al respecto, dice lo siguiente:

 

Sánchez Peláez contaba en la poca eximia tradición poética de nuestro país con la obra de un poeta de excepción, apenas reivindicado en los últimos años: José Ramos Sucre. Advertir la necesidad de retomar, desde otros niveles expresivos, el intento de aquel poeta solitario, es ya un mérito de visión que aclara y fortalece su intento creador. De él heredará un trazo enfático y suntuoso de la palabra, así como una vigilancia tenaz que cuida la tensión de su poesía. Claro está, será otra la expresión de su sensibilidad, otro el universo que alimenta las formas de su imaginación, y la sola presencia del deseo como una activa desnudez del yo lírico, que alcanza en él, como en los surrealistas mayores, un nivel mítico, bastará para diferenciarlo. Pero el celo que gobierna cada poema por medio de una selección de palabra a menudo eficaz denota, no obstante, cierta fidelidad hacia el creador de Las formas del fuego (Montejo, 1974, pp. 157-158).

 

Ahora bien, además del parentesco señalado entre la obra de Ramos Sucre y de Sánchez Peláez, específicamente en lo atinente a lo que podríamos denominar el acendrado ejercicio de orfebrería verbal patente en su poesía, habría otro elemento que permitiría relacionarlos junto a Gerbasi, en una suerte de tríada, pues en los tres casos, aunque se trata de obras que en su conjunto evidencian una profunda coherencia y unidad interna, sobre todo en lo relativo a los universos simbólicos que construyen, muestran, no obstante, ciertas variaciones en el plano estilístico o de la elocutio, dentro del conjunto de libros que las conforman. Esto, sin duda, ayuda a evitar el predominio de una tonalidad monocorde.

 

Eso lo observamos al contrastar el leguaje mucho más discursivo y hasta narrativo de La Torre de Timón, de Ramos Sucre, con respecto al constreñimiento, el poder sintético y el mayor peso de la imagen en Las formas del fuego. Por su parte, a diferencia del lenguaje encantatorio, versicular y fuertemente rítmico que Vicente Gerbasi despliega en Mi padre, el inmigrante, de 1945, en Los espacios cálidos, publicado 7 años después, encontramos más bien versos detenidos, más pausados y mesurados, ganados por un lenguaje llano, aunque en lo sustantivo se acuda al mismo espacio metafórico. Otro tanto encontramos en la poesía de Sánchez Peláez, quien ocho años después de la aparición de su primer libro, publica en 1959 su segundo, Animal de costumbre, en el que nos encontramos ante un hablante poético más diáfano y directo, menos proclive (y también más alerta) a la adopción de las fórmulas retóricas artificiosas, al uso de los epígonos de un pretendido surrealismo asimilado sólo en sus aspectos más superficiales y codificados, como ocurre ocasionalmente en Elena y los elementos. De este modo, sin desentenderse de los tópicos e intereses centrales de su primer libro[iv], se evidencia un cambio significativo: el logro de una forma expresiva más íntima y personal que derivará también en el orden temático en una mayor apertura e intensificación de la propia experiencia vital.    

 

No más de 250 páginas conforman la totalidad de la obra publicada de Sánchez Peláez: siete poemarios en el lapso comprendido entre 1951 y 1989[v]. En ella se articulan una serie de campos temáticos, isotópicamente, en distintos planos: la dislocación de la relación yo-tú-ella, sometida a múltiples enmascaramientos; la invocación a la amada y la pasión erótica; la infancia, el entorno afectivo familiar y la continua nostalgia por los paraísos perdidos asociados a ellos; la urgencia del amor y la ternura como imperativos vitales; el tenso conflicto entre el ser y las imposiciones del deber ser; la percepción de un permanente exilio existencial y su consecuente sensación de extrañeza en el mundo; la elección consciente de una apuesta verbal signada por la lucidez, el rechazo a la retórica, la veracidad de la palabra inmediata y el rescate de una oralidad entrañable;  la concepción de la poesía como don y ritual que hace del poeta un visionario capaz de alcanzar atributos proféticos, mediante la enunciación de inusitadas y oscuras simbologías. Todos estos asuntos estarán presentes en el conjunto de su obra, dándole más énfasis a uno u otro en determinadas parcelas.

 

Si pensáramos en esa totalidad como un tejido, podríamos imaginar que en la trama se dispondrían en orden sucesivo los colores y motivos correspondientes a la combinación de tonos y asuntos predominantes en cada uno de sus poemarios, mientras que los hilos que conformarían la urdimbre, sobre cuya tensión se sostendría la integridad del tejido, estaría determinada por los asuntos esenciales, que a nuestro modo de ver son, justamente: la inocencia, el desamparo y el erotismo. Todos los hilos de la trama se tejerán sobre esta urdimbre para configurar una malla verbal, un lenguaje caracterizado por su condición enigmática, balbuceante, hermética, fragmentaria, lúdica y lujuriosa.  

 

Basta con leer dos fragmentos de los dos primeros poemas de Elena y los elementos, para constatar cómo desde el mismo inicio de esta obra estos asuntos se ponen de relieve:

 

                                                           I

 

Solo al fondo del furor. A Ella, que burla mi carne, que
                 [desvela mi hueso, que solloza en mi sombra.

 

A ella, mi fuerza y mi forma, ante el paisaje.

 

Tú, que no me conoces, apórtame el olvido.
Tú que resistes,
resplandor de un grito, piernas en éxtasis, yo te destruyo,
                     [sangre amiga, enemiga mía, cruel lascivia. (p. 9)

 

                                                           II

 

Al arrancarme de raíz a la nada
Mi madre vio, ¿qué?, no me acuerdo.
Yo salía del frío, de lo incomunicable.

 

Una mañana descubrí mi sexo, mis costados quemantes,
                             [mis ráfagas de imposible primavera.

 

A la sombra del árbol
           [de mi gran nostalgia ya comenzarían a devorarme,
           [ya comenzarían. (p. 10)

 

Esa pasión desbordada, ese deseo imperioso, ese erotismo irrefrenable cruza toda la obra de Sánchez Peláez sin temor a reiterarse, Así, por ejemplo, en un poema que no casualmente se llama “Persistencia”, del libro Filiación oscura, acude a la misma anáfora:

 

A Ella (y en realidad sin ningún límite). Con holgura y placer.


A Ella, la víbora y la abeja. La desnudez preciosa.

 

A Ella, mi transparencia, mi incoherente arrullo, el rumor
    [que sube en las raíces de mi lengua.

 

A Ella, cuando regreso de las inmensas naves que hay en
    [el cuerpo huraño con un sol inmóvil.

 

A Ella, mi ritual de beber en su seno porque quiero comenzar algo, en alguna dirección.

 

A Ella, que abre el sobre de mis amuletos.

 

A Ella, que en la balanza anónima de la memoria y en las horas finales prolonga mi
    [presencia real y mi presencia ilusoria sobre la tierra.

 

A Ella, que con una frase insomne divaga en el umbral de mis lámparas.

 

A ella, a causa de un vocablo que me falta y a la vez usufructo de un breve viaje que
    [podría revelarme. (p. 94)

 

Pero como vemos, el impulso erótico en esta obra no sólo se encauza en la celebración y posesión del cuerpo femenino, también hace del lenguaje, de la palabra revelada, de “ese vocablo que falta”, un cuerpo deseado, urgido. Por eso, en un poema de Lo huidizo y permanente (1969), dice: “Aunque la palabra sea sombra en medio, hogar en el aire, soy otro, más libre, cuando me veo atado a ella, en el alba o la tempestad.//Por la palabra vivo en aguas plácidas y en filón extranjero, fuera del inmenso hueco” (p. 16), o en otro del poemario Rasgos comunes (1975), afirma: “Suenan como animales de oro las palabras.// Ahuyentando los límites mojarás el todo y la nada para sofocar el vértigo, y ellas se convertirán en muchachas de algodón” (p. 170). Ese erotismo que es alcance, realización en la otra y en lo otro, en la palabra y en lo femenino, se vuelve integridad, absoluta totalidad, disolución de límites, amor, ternura, transparencia, despojamiento, en un poema dedicado a su esposa, Malena, en su último libro, Aire sobre aire (1989). Allí dice:

 

Yo no soy hombre ni mujer
yo sólo tengo resplandor propio
cuando no pierdo el curso del río
cuando no pierdo su verdadero sol
y puedo alejarme libre, girar, bogar,
navegar dentro de lo absoluto y el mar blanco


entonces sí soy
el hombre rojo lleno de sangre


y sí soy la mujer: una flor límpida, un
lirio grande


y también soy el alma


y clarean los valles hondos
en nuestro mudo abrazo eterno,
amor frío


—y qué más
qué más por ahora
piragua azul
piragüita. (p. 226)

 

Ese ser que se busca también en las palabras, ese que se siente arrancado “de raíz a la nada”, salido de lo “incomunicable” será poseído por innumerables desdoblamientos, máscaras, por voces que lo atraviesan y circundan, por “su animal de costumbre”, pero también por diversas formas de despojamiento. Es significativo observar cómo el “Yo” enfático a comienzo de verso —rasgo estilístico que, por cierto, constituye uno de los más característicos de Ramos Sucre—, encontrado en 30 ocasiones en su primer libro, Elena y los elementos, va dejando de tener esa preponderancia en los siguientes libros, pues sólo aparece en 6 oportunidades en Animal de costumbre, 1 en Filiación oscura y esporádicamente en los 4 restantes. Y en ese proceso de despojamiento del “yo”, justamente, las voces del entorno familiar, entre otras, van tomando mayor protagonismo, como figuras protectoras y amadas. Entre ellas está la madre. Así nos dice en Animal de costumbre: “Mi madre me decía:/ Hay que rezar por el Ánima Sola./ Hay que rezarle a San Marcos de León”. (p. 57). O:

 

Mi madre charlaba en los largos vestíbulos,
y paseaba en el aire
un navío de plata,


A su alrededor
Y más allá de los balcones,
Había un extenso círculo
con hermosos caballos.

 

Yo quiero que Juan trasponga sus límites, y juegue como los otros niños —dice mi madre; y con mi hermano salgo a la calle; voy a París en velocípedo y a París en la cola de un papagayo, y no provoco ningún incendio, y me siento lleno de vida.

 

Libre alguna vez de mi tristeza.
Libre de este sordo caracol. (p. 59)

 

Pero más allá de todas las exploraciones que en el orden retórico podamos consignar en esta poesía (ráfagas de frases conformadas por imágenes asombrosas, en apariencia desarticuladas, entrecortadas, paratácticas, ganadas por la ilogicidad, secuencias de si condicionales sin resolución, aposiciones, abundancia de frases sin verbo, con sintagmas adjetivos, nominales o preposicionales, un lenguaje balbuceante, etc.), lo que impera detrás de todo eso, en definitiva, es la presencia de un niño que juega con las palabras, como forma de protegerse, de resguardarse del mundo exterior que lo amenaza, de defender su derecho a la indefensión, pues sólo con ellas cuenta para enfrentarse al mundo, mientras vive en la nostalgia del paraíso perdido, del espacio primigenio. Un niño, que aunque parezca adulto, dice en un poema llamado “Hora entre las horas” de Rasgos comunes: “atemos/ frases/ fragmentos/ nociones/ uno y otro equívoco e hipótesis habituales/ ensayemos   máscaras   estilos/ gestos diversos/ dale y dale a tu campana en la inmensa tarde” (p. 152). Ese niño es el mismo que ante su padre, figura autoritaria y encarnación del deber ser, no tiene más respuesta que afirmar, como podemos ver en dos poemas de Animal de costumbre:

 

Ahora te digo:
No tengo títulos
Tiemblo cada vez que me abrazan
Aún
No cuelgo en la carnicería.

 

Y esta es mi réplica
(Para ti):
Un sentimiento diáfano de amor
Una hermosa carta que no envío. (p. 51)

 

O de este modo, en otro poema:

 

Yo transformo la historia más simple,
confiado al amor.

 

¿Escuché esta frase:
«De hijo a padre o bisabuelo»?
¿La escuché dentro o fuera de mí?
¿Enarbolo tardíamente el arco y la flecha?

 

Estoy inerme ante las vocales
Y vocablos;
Del cuerpo malo que de allí deriva y la consiguiente soledad.

 

Escucho el privilegio de continuar en niño.
No me señalan crecer, como antes decían:
«Una pulgada más grande».
Ahora me reconocen,
De una a varias pulgadas más pequeño (pp. 43-44).

 

Baudelaire concebía al genio como aquel que vivía en “la infancia recuperada a voluntad” y Rilke afirmaba que “la verdadera patria del hombre es la infancia”. Ambos poetas y ambas sentencias parecieran afines al espíritu y al ideario poético de Sánchez Peláez y al del sujeto que nos habla desde su poesía, a pesar de que en algún momento diga: “No regresaré nunca hasta mi ábaco de madera/ Ya no tengo la inocencia de mis primeros años” (p. 25), o: “volví a oír decir niño estése quieto” (p. 137), o “Alguna vez/ antes de dar forma a tu visión/ crece sin pausa/ el niño que fuiste y que quiere unirse de nuevo a ti” (p. 159). Este niño presente en la obra de Sánchez Peláez, este sujeto eternamente infante, esmerado por siempre en aprender a hablar hurgando a fondo en las palabras, en su memoria y la memoria de ellas, de las palabras, jugando incesantemente con ellas, haciendo de ellas el motivo de su vida, es también un niño nacido con una sin par sabiduría, incluso diría que un niño viejo antes que adulto, venido al mundo para vivirlo a plenitud y para despedirse de él, para vivir su muerte, sabiamente y a su hora como se testimonia en el último poema de Por cuál causa o nostalgia:

 

Si fuera por mí
al cumplir mi ciclo y mi
plazo
habría de estar solo
calmo

Despiertas habrían de estar
la mañana y la alborada
                                         Pues
al pasar
al transcurrir yo
muerto
moverán la luz
—hoja y árbol
                         Y habrá gorrioncitos de pie
en los cables
—quejas  alegrías  chimeneas   e incendios

—el tigre lamerá su pómulo cubierto de
relámpagos

 

los países inquietos también habrán de quedarse calmos

 

luego de muchos sueños   dios de los sueños
muerto o vivo mi ciempiés nocturno
la plena selva ha de rodearme con grandes nubes y destellos

 

una tarde mía en el olvido   en mi día aún por segar (p. 214).

 

No sé si con estas notas he logrado interrogar la poesía de Sánchez Peláez, “desde sus propios destellos”, “desde lo que sólo debe a sí misma”, como lo hizo Montejo en el ensayo que he señalado, y como lo volvió a hacer en una nota titulada “Adiós a Juan Sánchez”, publicada en Letras libres el 29 de febrero de 2004, a pocos meses del fallecimiento del poeta de Elena y los elementos. Ese texto finaliza con una cita de un escrito de André Breton, en el que se refiere a su amistad con Benjamin Péret. Montejo comenta que Juan Sanchez Peláez la “solía repetir” y la aprovecha para manifestar una vez más su afecto y gratitud por aquel poeta que en su juventud conoció en aquella Valencia venezolana. La frase aludida es la siguiente: “Hablo de él como de una lámpara demasiado próxima que durante cuarenta años, día a día, ha embellecido mi vida”. Esa admiración y ese afecto se hará también manifiesto en un poema, “Pavana del adiós a Juan”, suscitado por la misma circunstancia, publicado en el último libro de Montejo, Fábula del escriba (2006). Leamos algunos de sus versos:

 

Se va, se fue la tierra a sus remotos mundos
y Juan va adentro.
Aquí, junto a nosotros, por un instante se detuvo
—casi sin detenerse—
y abrió de pronto un hueco, un pozo, una ranura,
la escotilla de alguno de sus flancos,
una puerta sin puerta
donde apenas si cabe la noche de un hombre,
la noche y su memoria,
y Juan entró en silencio con sus palabras de oro,
sigiloso, soñando…(p. 45)

 

***

 

En otra parte[vi] he comentado cómo, gracias a la recomendación de un amigo, el poeta eslovaco Peter Macsovsky —con quien compartí en el International Writing Program de la Universidad de Iowa en 1997— descubrí la poesía de Charles Simic. Juan Sánchez Peláez fue el primer escritor venezolano que participó en ese programa, en 1969. En enero de 1998, cuando volví a Venezuela y le reporté a Juan las lecturas y descubrimientos que hice durante mi estadía literaria en las planicies norteñas de los Estados Unidos, y le hablé de mi entusiasmo por la obra de Simic, entendí que esa pasión no era compartida por él. En principio me sorprendió su indiferencia ante una obra poética que a mí me parecía notable. Después, con el paso del tiempo, fui comprendiendo la razón de la lejanía que Juan sentía por a esa poesía.

 

En la última entrega de la que fue una importante publicación venezolana, la revista Veintiuno, hay una nota de Eugenio Montejo titulada “Cifras de poemas futuros”, referida a mi libro Pasado en limpio. Ese fue uno de los últimos escritos que Eugenio publicó en su vida. Menos de un año después una repentina enfermedad se lo llevaría. En ese texto Montejo se detiene, justamente, en un poema dedicado a Juan Sánchez Peláez quien había muerto en el 2003. Al respecto, decía lo siguiente:

 

El dibujo que trazan los versos de Gutiérrez Plaza recrea la imagen del último Juan, ya octogenario y enfermo, obviamente distinto del que, hace más de cuarenta años, atravesaba entonces el arco solar de la media vida cuando lo conocimos, aunque el encantamiento de los ojos y la extrañeza de la mirada que parecía haber afrontado visiones poco comunes, fuesen siempre los mismos. El poema de Gutiérrez Plaza se concreta en un apunte sobrio y preciso: “Juan lee,/ Juan sabe que va a morir,/ Juan escucha el resoplido/ quejumbroso de sus pulmones”. Corren los días finales del poeta, unos días en que, como en tantos otros, distraídamente, desde su aparente fragilidad y sin proponérselo siquiera, da lecciones a sus amigos, esta vez acerca de cómo encarar la muerte de modo imperturbable, casi sin dejar que el terrible acontecimiento altere demasiado su ánimo: “Juan lee sin distraerse/ en lo que vendrá”.  (…)  “Respira hondo/ pero no puede/ no puede ni deja de leer./ Se despide de las visitas/ y llama a Malena/ con sus ojos grandes,/ repletos de adivinanzas”. En otros versos del mismo poema se añade este otro rasgo de precisión del retratado: “No le gusta/ la poesía objetiva./ Prefiere arropar cada palabra/ con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Esos versos le dan pie para esta reflexión:

 

En la compilación de Gutiérrez Plaza hay varios otros poemas dedicados a diversos creadores como Eliseo Diego, Roberto Juarroz, José Ángel Valente o su propio abuelo, el reconocido compositor Juan Bautista Plaza, cada uno visto desde algún ángulo insinuado por la obra del personaje o por un dato afín con que lo ha retenido la memoria. No obstante, en la observación acerca de la “poesía objetiva”, incorporada a los versos que dedica a Sánchez Peláez, parece hacer un guiño mediante el cual el autor sutilmente marca el terreno de su propia estética, más ceñida a cierto objetivismo, es decir, menos proclive a arropar sus palabras “con el tacto de un animal nocturno” (p. 6).

 

Sobre esa tensión entre lo objetivo y lo subjetivo en el poema, Eugenio adelantaba en esa nota otra observación. Identificaba, precisamente, esa difícil frontera que separara los gustos de Juan, respecto de la poesía de Simic y de algún modo de la mía. Montejo advertía: “Es verdad que no resulta fácil deslindar del todo en una obra de arte lo que reconocemos como subjetivo de aquello que creamos su opuesto. El objetivismo, por lo demás, no niega los elementos subjetivos implicados en una escritura artística, sino que los subordina a sus componentes representativos” (p. 6).

 

Y creo que, ciertamente, cuando escribí ese poema pensé tanto en el Juan que se nos iba, enfrentando con sabiduría y ejemplaridad la muerte, como en aquel que tuvo esa inusitada reacción la noche que hablamos sobre Simic, en el momento en que se levantó del sofá en la sala de su apartamento y me pidió que lo esperara unos minutos, antes de volver con un libro en la mano, extraído de su biblioteca, para decirme: “léelo, te lo regalo, a ti te interesa más que a mí”. El libro en cuestión es una antología de la poesía de Simic, publicada en México por la UNAM, en 1994, titulada El sueño del alquimista, traducida por Rafael Vargas.

 

Me gustaría que esta anécdota pudiera leerse, sobre todo, como un homenaje a la memoria de dos grandes poetas, Juan Sánchez Peláez, motivo central de estas páginas, y Eugenio Montejo, uno de sus más fervorosos y admirativos discípulos, a pesar de la inmensas y obvias diferencias que hay en la configuración verbal y simbólica de sus obras. Y así también, quisiera que sirviera como testimonio de una cualidad, a mi modo de ver bastante singular, de la poesía venezolana: la vitalidad del diálogo intergeneracional y la fraternidad que naturalmente se da entre poetas. Luego de aparecer publicado el artículo de Montejo en la revista Veintiuno, él me llamó sorprendido y entusiasmado por la ilustración que lo acompañaba. Ni él ni yo conocíamos al ilustrador. Me pidió que hiciera gestiones para obtener una copia del original. Al año siguiente, como dije, Eugenio murió. Tiempo después caí en cuenta de mi falta, nunca hice nada por obtener esa copia. Al recordar esto, hace apenas un año, me propuse cumplir la encomienda que me hiciera y tras merodear un tiempo por internet di con Pablo Iranzo, el ilustrador del artículo, quien luego de conocer esta historia accedió complacido a enviármela sin costo, de forma digital. Hoy esa imagen está en una pared de la sala de mi casa. En ella llevo en el pecho el rostro de Juan y al fondo, difuminado, me acompaña el texto en el que Eugenio alude al poema con el que quise despedirme del “poeta de ojos encantados”.     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Autora de la fotografía: María Magdalena Coelho



[i] Conferencia dictada en la Cátedra Ramos Sucre, de la Universidad de Salamanca, en España, el 28 de octubre de 2020.

[ii] Caracas: Editorial Arte, 1967.

[iii] El Nacional, Caracas, 10 de septiembre de 1972.

[iv] Así, por ejemplo, en el poema VI de Animal de costumbre podemos leer: “Elena es alga de la tierra/ Ola del mar./ Existe porque posee la nostalgia/ De estos elementos,/ Pero Ella lo sabe,/ Sueña,/ Y confía,// De pie sobre la roca y el coral de los abismos”. (p. 47)  

[v] Las primeras ediciones de los libros que conforman la obra poética de Juan Sánchez Peláez, sin considerar los volúmenes antológicos ni traducciones, son: Elena y los elementos. Caracas: Tipografía Garrido, 1951; Animal de costumbre. Caracas: Editorial Suma, 1959; Filiación oscura. Caracas: Editorial Arte, 1966; Rasgos comunes. Caracas: Monte Ávila, 1972; Por cual causa o nostalgia. Caracas: Fundarte, 1981; Aire sobre el aire. Caracas: Tierra de Gracia, 1989. Además, en la edición de Lumen, se recogen por primera vez nueve poemas en una sección denominada “Poemas inéditos”. La paginación de todos los poemas de Sánchez Peláez citados en este trabajo corresponden a esa edición.   

[vi] https://prodavinci.com/mi-pueblo-nomada/

Escrito en Sólo Digital Turia por Arturo Gutiérrez Plaza

El héroe ambivalente: “Amar a Olga”

4 de agosto de 2021 11:21:37 CEST

Mi primera experiencia como lector de Gustavo Valle data de 2009 con Bajo tierra, que era también su primera novela. Desde entonces he estado persuadido de que la suya es una voz central de la narrativa venezolana. Celebro que la aparición de Amar a Olga (Valencia: Pre-Textos, 2021) le dé al público español la maravillosa oportunidad de conocerlo. No estamos ante un bluff comercial inventado en los laboratorios editoriales y promovido por la insistencia hipnótica de la publicidad, sino ante un autor que por la consistencia estética de sus propuestas se seguirá leyendo cuando sus títulos figuren entre las novedades exhibidas en las cadenas de librerías.

            La anécdota de Bajo tierra constituía una arqueología moral tanto de la Venezuela más remota como de la que todavía, a duras penas, sobrevive. Se relataba en clave fantástica, con algo de H. G. Wells o Jules Verne, un descenso a las profundidades de Caracas donde habitaban sociedades con intenciones siniestras, arcaicas presencias que interferían desde la oscuridad en los sucesos cotidianos; todo eso rematado por los espantosos deslaves de 1999 que arrasaron al país, particularmente las zonas adyacentes a la capital, con un saldo de millares de víctimas atribuibles a la confabulación de la naturaleza hostil y la torpeza estatal. Diez años después de la catástrofe, era evidente el retorno a Venezuela de una amenaza que se creía sepultada en los sótanos de la historia: el autoritarismo de cuño militar. No costaba temer que el novelista estuviera emprendiendo una de esas “metáforas totalizadoras” o “globales” ―como las denomina la puertorriqueña Ana Lydia Vega― con las que la literatura hispanoamericana una y otra vez ha insistido en reclamar funciones pedagógicas, edificantes, proféticas... Ya en esa novela, sin embargo, Valle lograba lo que a mí me lo confirma como un magnífico narrador: pese a la incitación de su texto a que lo leamos alegóricamente, en este hay asimismo dispositivos que desbaratan los nítidos paralelos de una alegoría, donde A debe corresponder a 1, B debe corresponder a 2, C a 3, y así sucesivamente. La trama de aventuras se diluía en la incertidumbre, la posibilidad de que nada de lo contado obedeciera a eventos, sino a una manera personal del protagonista, en su imaginación de escritor, de lidiar con carencias afectivas: un padre experto en asuntos subterráneos, hacía mucho extraviado mientras trabajaba en la perforación de túneles del metro. En otras palabras, la actividad intelectual e ideológica, pública, a la que nos convida la alegoría se rendía al imperativo del sentimiento, cuya legitimidad la hallaremos en la esfera privada. En ella no hay tableros de significados exactos o colectivos.

            Con Amar a Olga Valle le es fiel a su carrera, pero sus inclinaciones vienen potenciadas ahora por una mayor madurez. En esta novela su poética revela afinidades con aquello que en la narrativa anglófona de unas décadas a esta parte se ha identificado como New Sincerity. David Foster Wallace, el autor que reflexionó más al respecto, subrayó en los artificios posmodernos una sempiterna ironía cuyo principal objetivo era exiliar o menguar nuestra entrega a los afectos. Wallace y otros narradores como Zadie Smith, Donna Tartt, Jonathan Franzen y Michael Chabon han intentado desviarse de esa impersonalidad, fruto de la cosmovisión mecanizada del capitalismo tardío, invitándonos a redescubrir la inmediatez emocional, una sinceridad consciente, no obstante, de que los ideales románticos pueden degenerar en fórmulas, como ocurrió en el siglo XIX. Con esa memoria cultural a cuestas, la Nueva Sinceridad se esfuerza en recrear modos de vincularse con la realidad que superen la veneración por el “poshumanismo”.

            Si nos atenemos a Hispanoamérica, Amar a Olga pertenece al linaje no abundante de la narrativa que resalta los conflictos de la vida interior de sus protagonistas, quienes, de esa manera, superan la índole de marionetas doctrinarias ―percance usual en las obras de autores ansiosos de captar la “esencia” de lo nacional, o radiografiar la sociedad para diagnosticar los males que la aquejan y convertirse en sus oblicuos salvadores―. A Valle no le interesan las poses magisteriales o mesiánicas que, desde la época de Bartolomé Mitre hasta la del Boom, han facilitado carreras políticas al escritor. Lo atraen, por el contrario, las criaturas de ficción cercanas a la condición humana, criaturas en las cuales, sin saber bien por qué, reconocemos zonas de nuestra psique o la de nuestros allegados. Los suyos son personajes genuinos, no rudimentarios “actantes” cuyo propósito consiste en desempeñar un papel en el tinglado argumental o, peor, encarnar un principio abstracto.

            El retrato convincente de los mecanismos de la mente humana exige, amén de empatía o vivencias acumuladas por el autor, un alto grado de pericia verbal. A fin de cuentas, los personajes no son personas, sino conjuntos de signos en un texto que causan efectos en nuestra percepción y movilizan datos almacenados en nuestra memoria. Pero no todos los escritores saben manipular esos signos para suscitar una impresión de verosimilitud. ¿Cómo lo consigue Valle? Mediante lo que Henry James, en la tradición flaubertiana de presentar y no analizar, solía denominar el “método escénico”: no evaluando directamente una personalidad, sino haciendo que los gestos, las iniciativas, los parlamentos, los detalles del escenario y el encadenamiento de acciones nos concedan los materiales necesarios para sacar nosotros nuestras propias conclusiones. Amar a Olga tiene un narrador en primera persona: eso hace más engañosa nuestra tarea, porque la información se filtra sin intermediarios a través de su perspectiva de mundo. Pronto, con una gran sutileza ―no del personaje narrador, sino del invisible autor implícito que a su vez lo crea―, al “yo” se le escapan suficientes elementos para que la imagen de héroe romántico que al comienzo reclama su pasión por Olga, un antiguo amor de juventud, no nos entusiasme tanto o no deje de sembrar en nosotros desconfianza. Después de todo, vamos descubriendo que este cuarentón incapaz de comunicarse con Marina, su mujer, y, fatalmente, en trance de divorcio, para colmo en un país infernal ―“inframundo”, lo llama―, tiene un cuadro psicológico más que sospechoso, proclive al onanismo o a episodios amorosos en serie: síntomas regresivos o, quizá, de una adolescencia que jamás ha desaparecido. Su inconsciencia es tal que no le permite avizorar cuándo su pasión por Olga pondrá en peligro a ambos en el campo minado de un entorno sin más ley que la voluntad de los militares. En la disputa de Eros y Tánatos acaso toque al segundo la última palabra; nunca estaremos seguros.

            Las ambivalencias de un héroe que podríamos considerar antihéroe ―dependiendo de nuestras oscilantes apreciaciones de su conducta― llevan a su perfección un modelo de novela cuya materia no son los acontecimientos, sino cómo los sienten quienes participan en ellos: el “tema”, si pudiera hablarse de tal en las ficciones, se localiza en la percepción y el discernimiento o la falta de discernimiento de los personajes, no en un conjunto de acciones. La prioridad para el novelista la tiene la fabulación de individuos. Estos se vuelven contradictorios, impredecibles, burlan la trampa de la moraleja. De su talante se derivan las acciones. Valle sabe que la literatura de la cual proviene ha sido fértil en catecismos laicos. Su misión en Amar a Olga, así pues, parece ser combatir toda forma de sermón incentivando en su protagonista la mayor autonomía posible y, en consecuencia, autenticidad psicológica.

Como las personas de carne y hueso, el “yo” ―innominado hasta la línea final, para que podamos compenetrarnos mejor con él― existe gracias al desencuentro de las versiones de sí mismo que prodiga. Por eso, justamente, nos depara una irreductible sensación de vida.

Gustavo Valle, Amar a Olga, Valencia, Pre-Textos, 2021.

 

 

Autor de la fotografía: Martín Castillo Morales. 
 
 
 
 
 
 
 
 
Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Gomes

Arte de la memoria

14 de julio de 2021 09:02:51 CEST

Escritura rota, fragmento, quiebra de la linealidad espacio temporal como manifestación de un aliento con residencia en la singularidad y proyectado hacia lo eterno universal.

 

Habla la luz, claman los colores, las sinestesias bordan el mapa machadiano donde se inscriben los topónimos de una aventura fantástica y real. Una realidad –dolorosa realidad- cuyo rostro transformado exhibe las arrugas de los sueños –estamos hechos de la materia de los sueños, advirtió Shakespeare-, para mejor nombrar aquello que nos hace y nos deshace.

 

La escritura, nos dice Samir Delgado, en un sustancioso texto liminar, constituye una materialización del sueño y la esperanza habita el tiempo de las islas del exilio. Exilio, el de Antonio Machado, como paradigma de la barbarie, pero exilio también el que todos vivimos por nuestra condición de extranjeros. Somos extranjeros incluso para nosotros mismos. Parece inoportuna esta última observación al contemplar la tragedia de Machado, mas tengo para mí que Samir prolonga la condición y extrañeza del ser humano, desde una crítica social profunda y poco convencional,  hacia territorios ontológicos donde muy bien podría resonar la palabra de otro gran desubicado, el poeta egipcio francófono y ciudadano francés, Edmónd Jabès. En Un extranjero con, bajo el brazo, un libro de pequeño formato, proclama: “Aquello que ve la luz es extranjero a la luz misma”.

 

Pedro Garfias, otro exiliado, escribe: “Qué cerca de tu tierra te has sabido quedar”,  y Delgado nos lo recuerda en el epígrafe de Retourner,  primera sección del libro La carta de Cambridge. Lo imposible que se vuelve inevitable, dice Juan Larrea en ese mismo epígrafe. La proximidad, tan sólo la cercanía –una cercanía indeterminada y fiada al albur que tropieza con fronteras y pasos clausurados- como único refugio y morada posibles. Las migajas como lecho para el descanso tras una búsqueda indesmayable.

 

Pero ¿qué tierra es esa que te ha expulsado a la vecindad?

 

La poeta portuguesa, Ana Luisa Amaral, afirma que “la misión de la poesía, si tuviera alguna, sería preservar memorias”. La escritura de Samir, no sólo preserva las memorias, sino que las enciende, las aviva y claman frente a los terribles muros de silencio, frente al oído ciego y el ojo sordo.

 

¿Qué tierra es esta –otra vez y mil veces más- que te ha expulsado? ¿Qué esperanza te queda? ¿Y qué esperanza queda para aquellos que no sufren el sufrimiento de los otros?

 

Arte de la memoria, Delgado abre también, no ya una memoria individual, un espacio inútil de recuperación de la experiencia solitaria de una subjetividad siempre precaria, sino que convoca a otras voces, una gran asamblea de ánimas, que conforman esa verdad que jamás puede alcanzarse de una vez por todas, como nos enseñó Esquilo en su Prometeo. Hasta sesenta y tres de aquéllas comparecen en el libro para dar cuenta, para presentar los distintos matices, planos y facetas de un espacio donde, cabe al pensamiento, se excita el movimiento emocional, la purga del olvido.

 

Corifeo en el centro de la Orchestra-escenario, Samir Delgado acuerda el registro de un contumaz desorden desde la  conciencia clara de la magnitud del empeño que descansa en el ser del no ser, en la plenitud del vacío, en la locuacidad del silencio, en el salpicado de notas para una sinfonía que, desde siempre, se sabe incompleta, y, por eso mismo, tiende a la completitud. Esta es la inteligencia y la razón poética de quien, como Samir, puebla su universo con semejante generosidad. Otra paradoja más que nos atraviesa: la voz propia siempre se inscribe en lo común, en la expresión de lo colectivo. Sólo puede recibir quien sabe dar; sólo sabe dar quien puede recibir; sólo puede escribir quien se atreve a escuchar aun con el riesgo de ser tachado, borrado, diluido.

 

Portbou. Antonio Machado. Corpus Barga. Dos fotografías para la desolación. La imagen del sufrimiento callado, la vejez anticipada, el aniquilamiento. Ya no hay camino, piensa Concha Zardoya, para el poeta que hizo del camino existencia y metáfora universal.

 

“El tiempo detenido de ayer en la frontera”, escribe Samir, y continúa: “volver a sentir el periplo vital / frente a su réplica en la pantalla //  bajo el impulso inmediato de la mirada / hacia el horizonte de aquel mismo cielo / que fue el tragaluz del último mar // es la terateia: la maravilla del encuentro de la voz / en el eco de cada palabra revivida”.

 

Respira la palabra. Autarquía de la palabra. Autarquía del mar y del poema. “Y en cualquier instante puede llegar el poema / como un naufragio de Turner / / desde la autarquía del mar / anochece el hotel Bougnol”, nos  advierte el autor de La carta de Cambridge.


Las palabras saben de nosotros lo que nosotros ignoramos de ellas, escribe René Char. El poeta francés sabe también que la poesía es palabra en el tiempo. ¿Un tiempo extinto o un tiempo no iniciado, o tal vez siempre reiniciado en el poema?

 

Todo está siempre abierto a los días azules. Respira la palabra, y Samir Delgado acompaña ese flujo lingüístico y, sencillamente, permite que se exprese. En la página, él es una tachadura. ¿Qué movimiento es éste que armoniza el caudal rítmico con la materia conceptual? Todo tiene en La carta de Cambridge una libérrima naturaleza musical y pictórica, que, afortunadamente, el poeta ha podido anotar. Y, sin embargo, en el libro conviven poesía, prosa, artículo y ensayo. Hasta la ficha artística de “Antonio Machado, 1966”, escultura del aragonés Pablo Serrano, se hace un hueco sin estridencia, en un libro inclasificable y absolutamente necesario.

 

Acepten, por favor, esta aventura, este viaje iniciático, exploren los límites de la palabra, del ser, de la existencia, gocen con la belleza de la mano de un poeta que honra, sin ninguna duda, la memoria de nuestro Antonio Machado más universal. Ojalá que los dioses concedan a Samir Delgado honra semejante.

 

Samir Delgado, La carta de Cambridge, Zaragoza, Olifante, 2021

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Mariano Castro

Ana Muñoz y el cobijo del poema

14 de julio de 2021 08:59:36 CEST

 

Un golpe en prosa lírica penetra agudamente en nuestro suelo. Resuena. Es la reverberación de lo que ya no está, de lo que ha dejado de ser y, sin embargo, permanece. Es el pálpito de un sonido que germina, crece, brota y, después de retumbar, hace nacer a un nuevo retoño que apunta con firmeza hacia el futuro de la luz en forma de poema. Es la palabra precisa de Ana Muñoz (Cuenca, 1987), una voz madura y verdecida que, tras ese dulce titubeo a caballo entre el deseo y la búsqueda que puebla las primeras páginas de su poemario Madriguera, se decanta por pasar a contemplar la profundidad que entraña el curso de la vida, así como por permitir que el lenguaje arraigue en lo más hondo de la rutina cuando una pérdida que no parece seguir las leyes de la naturaleza quiebra la superficie que hasta entonces había sostenido el camino de su Redehuerta. Así, la poeta opta por encaminarse hacia el poema y allí comienza a excavar un agujero, se hace voz de masa madre que moldea la tierra fecunda en la que la escritura trabaja hasta socavar los espacios anteriormente frecuentados y desenterrar de ellos la hermosura que hasta entonces siempre habían albergado, hasta llegar a desconocerlos e incluso a renunciar a ellos al asegurar «ya no quiero volver ni a la luz ni al campo, ni al resto de cosas que me hacían feliz» (Muñoz, 2021: 18).

            La voz lírica rompe en cierto modo con el pasado, pero a su vez lo conserva como patria añorada, como lugar de la evocación y la escritura, como textualidad del soporte de memoria que sobrevive al paso del tiempo. Bajo la percepción de que «esta es la forma en la que acaba el mundo: con un poema» (Muñoz, 2021: 18), Ana Muñoz sin embargo invierte esta cadencia conclusiva de su propia letra porque considera que cada cambio es un transcurso de situaciones, que «nada sucede del todo hasta que se supera» (Muñoz, 2021: 19), y que por lo tanto es preciso continuar el trayecto iniciado; y así es como empieza el recorrido de un libro en el que alcanza a guarecerse del dolor tan solo cuando lo taladra, cuando trepana el silencio tenso del suelo con la voz y profundiza con el tiempo en lo más hondo de la vida, en la raíz de la belleza.

            El ambiente lírico del poemario, de este modo, varía a lo largo de la obra. Se inaugura con la tendencia lóbrega y nublada de una vida que se consume en momentos como los de «esa avanzadera de los días de quema que es el humo» (Muñoz, 2021: 20), de un mundo «que se está muriendo» (Muñoz, 2021: 26) y en el que «todo ha pasado a ser algo aproximado, algo incierto, como los años de este ciprés longevo» (Muñoz, 2021: 21). Es este un entorno en el que se recuerda constantemente la fecha señalada de un miércoles que, lejos de ser un anclaje temporal como otro cualquiera, se define como el instante del dolor por antonomasia, el comienzo del sufrimiento que implica la llegada de una pérdida. Lo vemos en versos como «desde aquel miércoles, el silencio es una forma más de violencia y se acumula demasiado ruido en las ideas que bordean, y bordan, tu nombre a lo largo de la zequia» (Muñoz, 2021: 18). Pero más adelante el yo lírico abandona este espacio del duelo, ese inicial «No quiero que nada ni nadie pueda brotar a tu costa en la próxima primavera» (Muñoz, 2021: 26), y lo sustituye  por un «Ya no suele inquietarme que la tierra en la que yaces pueda llegar a profanarse […] Así ha sido y así ha de ser siempre» (Muñoz, 2021: 35). Nuestra poeta se redefine así en la convicción de que el recorrido vital no pasa por la posesión en cierto sentido egoísta del cariño, ni tampoco consiste en un mero estado de presencia o ausencia, sino que se traduce en recorrido, en un proceso de renovación constante en el que todo fluye y permanece pero en el que «Nada queda. Nada si es posesión» (Muñoz, 2021: 23), porque «La naturaleza es tránsito y misterio» (Muñoz, 2021: 23).

            Como traslación de poesía y pensamiento, la voz lírica se injerta en sus nostalgias y las completa con la prolongación y la unión permanentes que surgen de su recuerdo, llenando así el vacío de la ausencia con el lenguaje que nos traspone una nueva presencia, porque «La comunicación aquí es necesaria. Por consideración. Por instinto. Por supervivencia» (Muñoz, 2021: 37). Ana Muñoz, consciente de que «Importa el fruto. Porque importan las raíces» (Muñoz, 2021: 32), cuida tanto de lo visible como de lo invisible en la traslación de sus poemas, actúa como tallo que transita entre los rincones más oscuros y los espacios más iluminados, entre lo más hondo y lo más alto al mismo tiempo, como vínculo entre los extremos, y acepta que el vacío colme un nuevo lugar de la naturaleza, que pase «a ser pasto de la tierra para poder pertenecerle a ella» (Muñoz, 2021: 20). Es de este modo como nuestra poeta emprende el camino hacia las hojas renovadas de una existencia caduca que se secó y se cayó en otro tiempo, y entonces se reconoce a sí misma «al borde de una vida nueva, desparramándome como el café que siempre echo de más» (Muñoz, 2021: 30), saliéndose por completo de los límites del mundo conocido para así explorar el otro lado y entender que al cuidar a las plantas «ese mimo es comunicación con algo más que con ellas» (Muñoz, 2021: 38), es diálogo con lo que no está y, sin embargo, permanece y se intuye cada vez más cerca.

            Y a medio camino entre el “aquí” de su palabra y el “allí” de la tierra y del cielo, la voz de Ana Muñoz recorre la trascendencia de la vida como savia que fluctúa entre ambos extremos, y, considerando que «ser alguien o ser algo es aquello que pasa inmediatamente antes e inmediatamente después de no ser nada y de no ser nadie» (Muñoz, 2021: 19), la poeta hace “algo” de la “nada”, hace presencia de lírica desde el silencio violento de la ausencia. Y la traslada al injertar al presente su recuerdo como prolongación futura, como una palabra nodriza que amamanta el curso de la vida desde el refugio del lenguaje, desde el cobijo del poema, desde un agujero inicial ahora ya poblado por su firme convicción de madriguera.

 

 

Ana Muñoz, Madriguera, Zaragoza, Olifante, 2021.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

Migas de una fisonomía nómada

9 de julio de 2021 09:19:26 CEST

La aforística de José Luis Morante (El Bohodón, Ávila, 1956), formada por los libros Mejores días (2009) y Motivos personales (2015) (a los que se acaba de unir Planos cortos. Aforismos y cine, 2021, publicado al albor de Migas de voz), se da cita en un florilegio que reúne textos de los dos primeros libros, a los que suma los de un inédito: A sorbos. Una publicación que sitúa a su autor en el ámbito del aforismo internacional.

Migas de voz se presenta en la bellísima colección Esquirlas, coordinada por el aforista mexicano Hiram Barrios -muy conocido en España por sus trabajos en este campo- en la Universidad Nacional Autónoma de México. El volumen viene prologado por Carmen Canet, una de las voces clave en el resurgimiento del aforismo en España en el siglo XXI, quien alude a estas migas morantianas como “piezas inteligentes” y “escenas de lo cotidiano”. En este sentido se apuntan dos de los axiomas que conforman el aforismo actual. Por un lado, su lado reflexivo, inherente a todo texto aforístico, a medio camino entre el carácter sentencioso de la filosofía y el estupor melancólico de la poesía; por otro, lo inteligente en el aforismo de Morante se fragua dentro de una concepción mixta, cercano a lo que Karl Kraus llamaba “búsqueda civil de la verdad”. En este sentido, procedimientos propios como la ironía, la inteligencia, la paradoja, el humor o el sentido poético de la realidad convergen bajo el prisma de la aforística contemporánea, de la que José Luis Morante es destacado representante. Lo poético (la veta metafórica) subyace en el aforismo actual junto a lo conceptual. José Luis Morante es un excelente poeta, y cabalga en la determinación de una frase proteica cuyo fogonazo lírico expresa siempre una idea, una conceptualización de una idea. La poesía como verdad y como pensamiento. El decir breve, su opulencia metafísica, lo metafórico instalado en la cotidianidad. El aforismo sintético y punzante de José Luis Morante pretende dar sentido a nuestros actos, a la existencia humana, al devenir escéptico que nos recompone día a día. Por esa razón el aspecto moral tiene tanto peso en su paradigma aforístico. El poeta pensador da constancia de un personaje que reconstruye la realidad, con su visión escéptica e irónica, llena de media verdad o verdad y media, como quería el ya citado Karl Kraus. Por eso escribe: “Alguien escribe. Soy parte de la trama. Un personaje episódico”.

A lo largo de los tres libros seleccionados, se constata una formulación de la identidad, una novelización de ideas identitarias, como vimos que titula el apartado final. El aforista ucraniano Leonid S. Sukhorukov, precisamente, definió al aforismo como “una novela de una sola línea”. Las migas morantianas condensan -al modo del “polen” de Novalis, o de las “hojas caídas” de Rozanov- una novela de ideas, un pensamiento en movimiento, migas certeras condensadas en un decir mínimo, sintético, con que su autor formula “una hipótesis verosímil”, “una verdad creíble”, como señala el propio escritor en un apartado final, a modo de poética aforística titulada “Una novela de ideas. (Apuntes sobre el aforismo)”.  Ahí queda explícita la tradición aforística en una de las reflexiones de este apartado que titula “Tradiciones”. Se dan citas algunos de los nombres esenciales en su aforística: Nietzsche, Canetti, Wilde, Chesterton, a los que sumaríamos nosotros los moralistas franceses (sobre todo Joubert y Rivarol), o la monumental influencia que representa el edificio del aforismo tradicional: Georg Christoph Lichtenberg, o en el terreno hispánico: Juan Ramón Jiménez.

Decíamos al inicio de nuestras notas que la antología se organiza en tres apartados, los dos libros publicados hasta la fecha: Mejores días y Motivos personales, más el inédito A sorbos, que cierra la trilogía. Los dos primeros formulan una colectánea aforística compacta. Los aforística de José Luis Morante se conjura en forma diarística. No en vano, en Reencuentros (diario publicado en 2007), aparece la síntesis aforística como una de las piedras arquitectónicas de su narrativa. Así leemos: “Cuando estoy solo ensamblo actividades que acentúan mi condición de solitario inútil”, o bien: “Alguien escribe. Soy parte de la trama. Un personaje episódico”, que engarza con aquella “novela de ideas” que propone el posfacio final.

Los aforismos de Migas de voces vienen a ser una síntesis, una suma de instantes donde queda retratada la vivencia cotidiana, por eso la aforística de esta primera etapa se acerca al aforismo moral, puesto que radiografía la realidad con bisturí de entomólogo. En este sentido, podemos leer algunos textos muy sugerentes:

La crítica debe cultivar el pudor. El elogio gratuito suena a sarcasmo.

El egoísta hace del yo apócope de nosotros.

Quehacer constante: acumula quejas.

Pero la aforística morantiana acumula una variedad grande de recursos. La ironía está presente como una forma de identidad propia: “Ejemplos del vacío, las estatuas carecen de secretos” o “Las virtudes se gastan; solo los defectos tienen voluntad de permanencia”; también como paradoja es recurso útil: “Eligió ser testigo mudo” o “Cualquier soledad está llena de encuentros”. Mientras, la poesía destella en unos pocos ejemplos de aforismo poético: “Los derrumbes emiten destellos líricos”, que a veces engasta con la greguería: “Tampoco son idénticas las sombras de los árboles”. Tampoco faltan las tenues referencias a la tradición, como cuando escribe: “La poesía no ha cambiado. Es un interrumpido diálogo con el tiempo: la suma de ayer, de hoy, de mañana”, que nos retrotrae al machadiano “la poesía es palabra esencial en el tiempo”.  E incluso, dentro de una preterida metapoética, no faltan textos que nos remiten al ámbito poético: “Afronto la escritura defendiendo en común que menos es más; calculo estructuras para que nada sobre” (con alusión a un título poético de Joan Margarit); con alusión al decir aforístico, con la intención de precisar lo indefinible de este género en auge: “Aforismo: un zumbido de avispas”.

Sin duda, y esta es una impresión personal, el aforismo del poeta José Luis Morante crece, se expansiona, al tiempo que se concreta, con la inclusión de los inéditos de A sorbos, que sin duda se publicará en fecha cercana en toda su extensión. Dentro de los textos que conforman la poética aforística que representa el apartado teórico final, leemos: “Lo mínimo es el dardo”. Estos nuevos aforismos, en efecto, quieren asemejarse, desde su mismo titular, a “sorbos cortos”, a dardos dialécticos. Los textos tienden a una mayor concisión, donde redundan antiguos procedimientos, como la ironía (“el prudente convierte en coma cualquier punto final”), el escepticismo (“Que raíz tiene la nada”) o la paradoja (“Ese empeño en acaparar bocanadas de aire bajo el agua” o “Hay una generosidad periférica, que regala lo que no tiene”), si bien suma nuevas formulaciones, como el humor (mucho menos presente en los dos primeros volúmenes), detallado en estos ejemplos:

            Cuántas vísceras se movilizan a la hora del almuerzo.

            Último refugio de la épica contemporánea, me he apuntado al gimnasio,

transformado en ocasiones en humor negro: “Sus caricias restriegan”.

Otros textos de este libro recalan en el aforismo lírico o poético de una manera más pertinaz: “Salgo fuera y me paro: la nieve desovilla su madeja de luz”, o en el aforismo metafísico: “El polen en suspensión de la vanidad degrada la espina dorsal de los espejos”. También es llamativo el aforismo que pretende la definición: “Tristeza. Su matrimonio era un número impar”, “Originalidad, cristales rotos que no repiten trazos” o “Las poéticas son epitafios revisables”, muy al estilo de lo que presentó el filósofo y aforista Miguel Catalán en su fundamental Diccionario Lacónico (2019).

A esta recolecta de nuevos aforismos de A sorbos, señalamos algún homenaje expreso, y leemos entre líneas a Borges ( “Yo soy otro pero a la vez soy yo” o “Yo soy realmente yo, pero ellos son otros”), Ángel González (“El civismo de mi vista cansada practica inversiones pacifistas, empeñadas  en corregir el cuerpo de letra”) o Gabriel Celaya (“La poesía es un arma cargada de futuro”, solo si los versos emplean el exacto calibre”), aunque también aparecen citados Oscar Wilde, Julio Ramón Ribeyro y Alejandra Pizarnik, en perfecta comunión poética/aforística.  Como afirma el final de uno de sus textos, “sé que escribir es caminar”. El camino aforístico de José Luis Morante presenta una clara simbiosis con su corpus poético. “La escritura aforística no pasa de ser la sombra larga de una fisonomía nómada”, dice en “El yo plural”, primer fragmento de sus apuntes metapoéticos del apartado final. Una fisonomía que deletrea una forma de mirar la cotidianidad que completa una “novela de ideas”, migas que son gotas de realidad en la voz de uno de nuestros aforistas mayores.

                                                          

                                                                                             

 

Migas de voz, José Luis Morante, Universidad Nacional Autónoma de Ciudad de México, Ciudad de México, colección Esquirlas, prólogo de Carmen Canet, 2021.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Virtanen

Silvia Cruz Lapeña o el arte de traducir urgencias

9 de julio de 2021 09:15:40 CEST

“Yo considero que solo quienes buscan comprender a fondo lo que observan pueden explicarlo a otros de forma sencilla. Mis ojos son míos y cualquiera puede ver, pero no mirar igual que yo”. He ahí una declaración de principios, una lección que todo periodista debería aprender: una consigna capital. Todos vemos, pero no todos sabemos mirar. Lo dice Silvia Cruz Lapeña (Barcelona, 1978) en uno de los pasajes incluidos en su primer libro, el extraordinario Crónica jonda. El texto termina así: “Creerse ciegamente lo que alguien cuenta y elogiar sin matizar y con locura son cosas que solo se hacen por amor. Y yo no escribo por eso”.

Silvia Cruz recoge el testigo, en esa frase seminal, de la sentencia que dejó escrita Alejandra Pizarnik antes de morir: “Solo quiero ir hasta el fondo de las cosas”. Y eso es lo que ella hace: profundizar en los libros que lee, en la música que escucha, en el perfil de los personajes que retrata, en la intimidad de sus entrevistados. Algo que se opone diametralmente al reporterismo superficial que se ejerce hoy en día. Y es que su manera de operar -su mirada lírica, la defensa de su oficio- tiene más que ver con el periodismo narrativo (ese que utiliza las herramientas de la literatura como vehículo de expresión) que con cualquier otra forma de trabajo o encargo.

La prosa precisa que Cruz escribe en las páginas de un periódico es la misma que exhibe en los libros que ha publicado hasta la fecha. Pocos periodistas – y pocos escritores- manejan el tempo de las narraciones como ella, pocos son capaces de dibujar sobre la página un abanico tan extenso de recursos: metáforas audaces, anáforas, aliteraciones. He ahí su técnica, siempre revestida de emoción. Su debut literario, publicado hace cuatro años, mostraba una variedad de enfoques y registros que daba cuenta de su versatilidad como creadora. Crónica jonda, una obra articulada en torno al flamenco, contenía entrevistas disfrazadas de relatos, relatos que escondían columnas de opinión, columnas que eran crónicas de viajes y conciertos: piezas que tenían algo de diario personal y de breviario.

Y personal, íntimo y singular era lo que registraba en ellas. Desde recuerdos familiares y estampas de su infancia en Baena hasta episodios de su adolescencia en Barcelona. Desde viajes pasados, presentes y futuros hasta rutas por los escenarios más variopintos del país. Esa confluencia de vivencias y trayectos, de curiosidad y conocimiento convertía el libro en un retrato sociológico de la España reciente. Una España, en los albores del nuevo siglo, donde proliferan la corrupción y los escándalos políticos, la especulación urbanística y el independentismo, y donde la brecha social entre pobres y ricos se paga en forma de precariedad laboral, en especial en su gremio: el periodístico. Todo ese material estaba perfectamente documentado, narrado con la rotundidad y la rabia del flamenco, pero mostraba siempre el revés de ese itinerario: la belleza extraordinaria del perfil de Paco de Lucía, viñetas cotidianas como “Tres persianas bajadas y dos tajos de tijera”, evocaciones y recuerdos de sus familiares más queridos. Todo tamizado por los ojos de una mujer que miraba dentro y fuera de sí misma espoleada por la música: la música de sus palabras.

Si el periodismo es un oficio que puede ser elevado a la categoría de arte lo es gracias al buen hacer del periodista. Y eso sucede en las crónicas de Silvia Cruz y en ese ejercicio de reporterismo literario que es su último libro, Lady Tiger, un texto que puede leerse como un perfil de largo aliento o como una biografía de la boxeadora Marian Trimiar. En cualquier caso, y más allá del soporte genérico, el sello de la escritora queda impreso en cada tramo de la obra.

“Yo suelo mirar, y después buscar los datos”, dice ella. Yo pienso que alguien escribe sobre alguien porque -consciente o inconscientemente- busca conexiones personales, puntos de encuentro, espejos. Si Silvia Cruz Lapeña demuestra una cosa en Lady Tiger es empatía con el personaje que retrata: una mujer negra de origen humilde. Unas credenciales que le permiten componer a lo largo de estas páginas -sin pretenderlo- un pequeño tratado feminista, un relato que aborda el plano político y social de la Norteamérica del siglo pasado. Y que, al mismo tiempo, le sirve para denunciar dos de las lacras más infames de aquella sociedad, de todas las sociedades: la discriminación racial y el machismo.

Si Marian Trimiar consiguió su licencia de boxeadora profesional en 1978, Silvia Cruz consigue conformar aquí un reportaje que se nutre de los elementos más genuinos del periodismo narrativo: un gran trabajo de documentación que le lleva a reconstruir la historia de una mujer -una luchadora nata- con una prosa precisa y un rigor envidiable. Sensibilidad y empatía, decíamos antes. Técnica y talento. Denuncia y compromiso. El subtítulo del libro -no puede ser más elocuente- es también una declaración de principios: “Es mi cuerpo y es mi vida”.

Ignoramos si Silvia Cruz Lapeña ha boxeado alguna vez. Lo que sí sabemos es que lo hace con las palabras en cada uno de sus libros, en cada uno de sus perfiles y entrevistas. Sabemos que de niña (igual que Lady Tiger) quiso estudiar Medicina y que ha trabajado de camarera y telefonista. Y sabemos que ha colaborado en periódicos y revistas, en medios escritos y audiovisuales. Hace unas semanas, en uno de sus textos de actualidad para Vanity Fair, publicaba una semblanza de Franco Battiato, un artículo en el que decía adiós al músico italiano que, a la vez, escondía otra despedida. Y lo hacía con la serenidad de una prosa pausada, reflexiva: como quien corta delicadamente con unas tijeras la fotografía de un amor que ya no es. Pura emoción contenida, rabia jonda y tristeza. Y es que todo el mundo puede ver, pero pocos auscultan la realidad y los sentimientos como ella.    

                                                                                                                   

                                                                                                                  

 

Silvia Cruz Lapeña Crónica jonda / Lady Tyger , Madrid, Libros del K.O., 2017 y 2020.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linaje

La altura de Carmen Berenguer (Santiago de Chile, 1946) roza el vértice del ciprés más espigado y voluntarioso que un verso pudiera imaginar. No fue fácil y espumeante su camino, pero abrió surco propio, combatió (con la palabra y con los actos) y finalmente el reconocimiento fue llegando finalista del Nacional de Literatura, Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda –primera chilena en obtenerla–, presidenta de la Sociedad de Escritores de Chile… su poética es un grito contra la tortura, un grafiti encarnado, una obra visual en perpetua rebelión. Libros de la resistencia acaba de publicar La gran hablada, que contiene tres libros de Berenguer escritor en plena dictadura militar: Bobby Sands desfallece en el muro, Huellas de siglo y A media asta.

 

- Cuando vio las pruebas de La gran hablada, que reúne sus tres primeros libros, aparecidos ya hace veinte años, ¿se reconoce, se asombra, se extraña..?

- En los primeros años leí una crónica de un joven que hace de su cuerpo una lucha como soporte ético y político y pensé en esa orgánica de flujos corporales y escritura con excrementos en el muro de su prisión. Y escribí un libro visual del hambre y a mano, 200 ejemplares. El sistema editorial en el Chile de la época era muy restringido y oficialista. La cultura había sido desmantelada, las universidades intervenidas. En ese espacio, la producción del libro se comenzó a realizar en forma artesanal; de hecho, el libro que me hice fue corcheteado.

El segundo y el tercer libro de La gran hablada se inscriben en nacientes ediciones y un sello intentando proponer una modernidad editorial; se pensó en libros para máquinas de pegado hermético, no obstante, A media asta resultó un libro que al abrirlo las páginas se salían. Es importante esto, porque es en la instauración del modelo capitalista neoliberal que logramos elaborar otro Chile reinventando la contracultura. De tal manera que realizamos el Primer Congreso Feminista en Chile desde ese margen de reflexión cultural interrgando la cultura. En ese contexto se editan quinientos ejemplares, pero en editoriales inestables e independientes.

Desde esa perspectiva actualizamos lecturas y ello me hace pensar en la idea de autor como productor, de Walter Benjamin, en la importancia entre la escritura y la materialidad como significancia en su realización a la reflexión en el objeto libro. Por ello tu pregunta a tantos años, estos tres libros en uno, fue la intención de obtener una recepción más amplia de una década.

 

“Mi obra sigue siendo una poesía asertiva”

- Tantos años después…

- Sí. En ese sentido, se ampliaron las lecturas entorno a mi libro. Ha sido importante, venía creciendo una nueva generación, que me leyó, y que ahora puede disponer de mi obra sin dificultad. Cuarenta años atrás, considero que sigue siendo una poesía asertiva. Y puedo mirar y leer mis libros en la distancia del tiempo corrigiendo apenas alguna coma. No fue un escrito guiado por un romanticismo idealista; creo recoger en él y en los textos que he escrito documentos que se lean por medio de su historia, de su contexto social político y cultural; más que literarios, escrituras escritas en estados de sitio.

 

“Mi vida ha sido escribir, escribir y leer y leer y vivir y vivir en forma insurrecta y pasional”

- Pienso en el hecho que motivó la escritura de Bobby Sands desfallece en el muro. ¿Por qué cosas merece la pena entregar la vida?

- Fueron escritos bajo las balas. Fueron escritos en medio de simulacros de muerte, de engaños, obligada a crear otros, otras lecturas en rupturas textuales y obstinadas. Por ello dejé de lado una estética limpia y pura y quise recurrir en esa latencia a la memoria fundada en recuerdos de mis antepasados, en contra del olvido de aquellos que fueron obligados a atravesar este caos. Mi vida ha sido escribir, escribir y leer y leer y vivir y vivir en forma insurrecta y pasional. De esa manera leo mis libros. Por otro lado, siento respeto por una autonomía humana una autoconciencia, un diseño de vida y de muerte, como propone Timoty Leary.

 

“Entiendo el arte y lo político en su resistencia a la norma”

- Su poesía siempre ha mantenido un alto compromiso político. ¿Cuándo se corre el riesgo de que el compromiso con lo político sea mayor que el compromiso con el poema?

- Entiendo el arte y lo político en su resistencia a la norma y en esa misma resistencia inherente al arte en contra de la norma, y de los flujos de control y sus mensajes desde el poder.

 

- «Todo lo he perdido/ si es que alguna vez lo tuve». ¿Cómo sabe uno de lo que sí tuvo?

- Huellas de siglo un carnaval de rock estridente un punki una pincelada de una imagen femenina en la urbe donde brilla la varieté barata de objetos brillantes a la deriva. Flujos de violencia, una lengua replica a Hitler trasmite el sonido de las botas vociferante todo el largo invierno y máquinas de guerra, enlaces militares y camuflajes verde oliva, por medio de megáfonos en las esquinas medios estridentes antirosarios  y antisermones a la mañana a las doce del día después del cañón que nos despierta en Santiago de Chile, atemorizante en la hora de las plegarias de los que tienen fe, oraciones de las escrituras sagradas, en ese entonces la iglesia era nuestro soporte para acompañar a las víctimas de la violencia militar. Los flujos de control social, de pronto sale Punk Punk, sonido contracultural en el Chile de la escoria y el estiércol. 

De qué manojos de viejas vengo. Así es que lo que tuve fueron ellas y las perdí, como perdí un país.

 

 

“Escribir, cantar y bailar reviven los oficios del día”

- «Mi lengua te lavó entero enterito día y noche/ hasta el primer pendejo». ¿De qué sana la poesía?

- Sana por su liberación de sentidos reprimidos como diría Freud. Es que la escritura es ver, oír, sentir, el sentido del oficio, escribir, cantar y bailar reviven los oficios del día.  Uno de mis libros de cabecera es La clínica y literatura, de  Giles Deleuze.

 

- ¿Cómo «se despierta a los sonámbulos?»

- ¡Chile despertó!

 

- Qué pesa más en el poema, ¿los sueños o las intuiciones o los deseos o los recuerdos?

La escritura se escribe desde el oído, los ojos, todos los sentidos en una línea.

 

¡No solo de hambre se muere!

- ¿Es el hambre la mayor fuerza incoativa para el hombre, para la lucha?

¡No solo de hambre se muere!

 

- ¿Qué poetas españoles lee, de hacerlo?

Los poetas de la Guerra Civil han sido guía en mi escritura. Antonio Machado, Federico García Lorca, Juan Ramón Jimenez y Miguel Hernández. Los he escuchado desde mi niñez, han sido parte de mi vida, se escuchaban en las radios de Chile, en esos años la radio fue fundamental en nuestra formación literaria. Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Alberti, León Felipe… memoricé a algunos. Y los clásicos, sobre todo Góngora.

 

- ¿Cómo saber que lo que uno necesita expresar ha de hacerlo por medio de un poema o de una performance?

Los medios y modos de expresión son ilimitados, las performances que hice son visuales; el cuerpo, su soporte y su lectura son signos asignificantes y la escritura lo mismo, a-literaria. Se puede poetizar una lámpara y no se trata de escoger un modo u otro, todos pueden decirnos mucho, me gusta la imagen.

 

- El movimiento feminista tuvo un fortísimo impulso en las revueltas de 2019. ¿Sirvieron de algo? ¿Cuál es la salud en estos momentos del movimiento feminista chileno, se reconoce usted en él?

- Han sido años de lucha, un siglo, de allí vienen las nuevas generaciones de mujeres, que son decididas y piensan tomar lo que consideran que les pertenece y les fue arrebatado demasiado tiempo. Somos millones en la calle, activistas, luchamos por el aborto, contra la violencia, contra el abuso laboral. El movimiento de mujeres es muy amplio y practicamos el feminismo desde diversos espacios: desde las históricas desde donde vengo, hasta las que militan en partidos comunistas y Frente Amplio. En las últimas elecciones han ganado alcaldías y espacios importantes como la constituyente, pensando en una nueva constitución. Las tesis el grupo performático han sintetizado las demandas y hecho una acusación pública, como una funa (*), a las instituciones, universidades y políticas, parlamento y presidente, como figuras patriarcales de mausoleo, completamente de museo. Las tesis performancistas se pueden leer desde los grupos activos de arte, durante la dictadura.  Su antecedente inmediato son las ‘Yeguas del Apocalipsis’ (**).

 

(*) Es el nombre dado en Chile a una manifestación de denuncia y repudio público contra una persona o grupo.

(**) Colectivo formado en la década de los años 80 por los poetas Pedro Lemebel y Francisco Casas, que practicaban un arte comprometido y contestario. Mediante sus performances.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Aforismos

18 de junio de 2021 09:47:10 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Menos tú, todo está en internet.

 

Habría que vivir dos veces, pero no para no cometer los mismos errores, sino para terminar las lecturas pendientes.

 

El desprecio, ese disfraz de la envidia.

 

La escena más íntima: cuando los libros se desnudan y te desnudan.

 

A veces, un plato caliente viene mejor al corazón que al estómago.

 

La vida es un borrador que no se puede pasar a limpio.

 

Las relaciones comienzan siendo sólidas, luego se vuelven líquidas y después gaseosas. Como los estados de la materia.

 

La feminidad es un arma que se puede malinterpretar. Pero el que se equivoca, ya viene confundido.

 

Sabía de las sílabas de la vida, de la rima libre del tiempo y de la consonancia y asonancia del camino.

 

Se advertía que sus luces eran de bajo consumo.

 

Le preguntaban el presente, el pasado y el futuro del verbo amar. Respondía en imperfecto.

 

Me gusta la rima de cicatriz con olvido.

Las soledades pobladas de libros ya son otras soledades.

 

La fotografía es el insomnio de una imagen.

 

Todo pensamiento abre su propio paisaje.

 

Tengo ganas de llorar –me dijo la nube. Y yo de llover –le contesté.

 

  “Todo fluye”,  hasta que deja de fluir heráclitamente.

 

El aforismo es un pasillo estrecho que nuestra mente ensancha.

 

Le gritaron: la lectura o la vida, y siguió leyendo.

 

Esos matrimonios que van cogidos del brazo para no caerse del todo.

 

¡Ya está bien de tanto sentido común, utilicemos el propio!

 

Las relaciones tormentosas debería partirlas un rayo.

 

Decir “hasta luego” es más cercano que decir ”adiós”, “ a Dior”, es más elegante.

 

En la vida y en los libros pasar páginas es avanzar.

                                                                           

Menos mal que nos queda la utopía y el cuento de la lechera.

                                            

                                                                        

Escrito en Sólo Digital Turia por Carmen Canet

Un homenaje al pasado y al presente que se va

4 de junio de 2021 14:10:24 CEST

 He aquí un libro inolvidable, se dice el lector cuando concluye la lectura de El cazador de ángeles, un libro al que le tenía ganas y leí apenas tuve entre las manos, pero dejé para leer en profundidad más tarde pues sigo un orden temporal y antes estaban Ensayo para una misión de Fran Ignacio Mendoza, Pavana del silencio de Fernando Sarría, Nadar hasta la orilla de Nacho Escuín y algún otro más. Ya en aquella primera lectura, peripatética pues fue mientras caminaba aquel día, hubo algo que me sorprendió: la amenidad, algo inusitado en un poemario pues la mayoría suelen ser pajas mentales, desahogos sentimentales, pataletas dialécticas o juegos del intelecto. Aquí, no. Antón Castro canta y cuenta la memoria y las gentes que construyeron su educación sentimental y flaubertiana; realiza un homenaje al pasado y el presente que se va, comenzando de esta manera: “Sé dónde estás y qué ves. / Puedo imaginarlo muy bien: / ese océano verde, ahogado por un cielo/ gris y melancólico, el campo abierto / hacia un horizonte interminable”, pues se desdobla en bilocación sorprendente: es el poeta pero es también el objeto de su amor que mira el horizonte; es el lector a quien invita a que se meta entre sus brazos que son líneas; escribe un epitalamio en el que nos fundimos todos. A partir de ahí, desgrana sus recuerdos desde su partida del paraíso gallego: “Cuando yo era chiquillo, / tras irme de la Arcadia / ideal, me dijeron / que ya había perdido / a mi primer amor: / aquella carnicera / que me doblaba en años / y quizás en picardías”, cazando la atención del lector que ya no puede dejar de leer, como si el poeta fuera un ciego con zanfoña y el libro una plaza de piedra y lluvia, para después presentarnos a Saturnino el mendigo que contaba estrellas, invocado por una tercera persona que es el padre del autor, algo que se repite en el libro como si el poeta quisiera ocultar su voz tras apariciones y conjuros, diciendo “no soy yo quien habla, sino ellos”, en un juego mágico, no en vano declara “soy de un país de brujas y cuentos. Mi padre me decía que los aparecidos llegaban con la lluvia y que las salamandras de la fuente eran sagradas", declara para después cantar a su madre en el poema titulado Medianoche, con versos emocionantes que mueven las lágrimas al final, pues esa es una de sus cualidades, saber cerrar los poemas con versos coherentes y maravillosos que deslumbran por su belleza; así, tras evocar a su madre y recordar cómo él cazaba estrellas con tirachinas de niño, mientras que ahora lo hace con el teléfono móvil, concluyendo: “Mamá, o neno”, pues mágicamente se ha hecho niño con el conjuro de los versos. Y es que las figuras de los padres, tíos, hijos, amores y amigos están presentes hasta convertirlos en familia de todos, pasando de lo singular a lo universal, como cuando canta la historia de su padre, emigrante en Suiza, que es la de media generación de españoles que tuvo que emigrar en los años 50 y 60. Es así cómo, entre recordaciones y ensueños, Antón Castro nos va guiando por un mundo telúrico y prodigioso; un mundo entreverado de homenajes a vivos y muertos, como hiciera, por ejemplo, Jorge Guillén pero aquí con versículos empapados de saudade y lluvia que calan al lector, pues no están dedicados a grandes personajes, sino a gente común como Ana y Diego, José Terol, Vicente Almazán, Eva Armisén y Miguel Sebastián…, gente sencilla y corriente a quien acaricia y, si se ha ido, resucita como a Félix Romeo y Javier Delgado. ¿Hay algo más generoso? Creo que no. Un poeta cantando no al mecenas, sino a nadie, como Odiseo, es decir, a todos. Así es este libro sobre el que se podría escribir un ensayo, un libro donde caben relatos en prosa poética (Claro del bosque con mujer), poemas eróticos (Niña de nubes I), enigmas (Dices que te duele la cabeza) y sueños que acaso no lo son (Desvelados), repartidos en cinco secciones como cinco cofres de tesoros donde se guarda el ayer y el hoy; los que se fueron y los que aún están; un libro bellísimo y de lectura imprescindible para quien ame la poesía.

 

 

Antón Castro, El cazador de ángeles, Zaragoza, Olifante, 2021.

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gracia Mosteo

Antonio Méndez Rubio: un soplo de luz

4 de junio de 2021 13:55:29 CEST

           Con una marcada tendencia hacia el verso de arte menor, cada palabra de Antonio Méndez Rubio en Hacia lo violento es un soplo de luz, un pálpito de imagen breve pero de inhalación sumamente profunda que, una vez leída, ya nunca más vuelve a desvanecerse, sino que desde el latido accede a lo patente y no solo permanece sino que también se amplifica a través de la caja de resonancia del silencio. A medio camino entre la sombra y el albor, leemos versos como «la luz que ahora titila / a punto de apagarse, / traspasada, no ajena, / nos resume mejor / que cualquier claridad más verdadera» (Méndez Rubio, 2021: 47), y en esta imagen que parece evocarnos el sueño de la vela bachelardiana, el autor insiste en esa «pregunta por la claridad» (Méndez Rubio, 2021: 42) con la que a menudo renombra su incertidumbre. Es así como el poeta deja abierto un interrogante que no parece pretender encontrar respuesta concreta y que sin embargo sí que la halla de algún modo en la forma en la que Méndez Rubio concibe sus versos, permitiendo que la «nieve para la noche» (Méndez Rubio, 2021: 67) del «hilo blanco» (Méndez Rubio, 2021: 109) que vertebra el lenguaje ilumine en cada página la contención de lo accesorio y ascienda al otro lado de las cosas, a su verdad, consiguiendo así ahondar más allá de lo que la vida a simple vista nos presenta.

            El autor, consciente de las continuas hostilidades del mundo en el que vivimos, toma la palabra y, con ella, su propio partido contra el silencio, y muestra en varias ocasiones un paraje desolador en el que «todo bajo las nubes / de después de la destrucción / es de por sí un peligro» (Méndez Rubio, 2021: 57). En este ambiente no resuena sino el eco de la amenaza que, a menudo, por miedo, puede conducirnos a reprimirnos y contener ciertas ideas, clausurando a nuestras propias palabras dentro, y por eso leemos unos versos en los que el poeta nos advierte «Coge aire: te va a hacer falta / para llegar a callar eso» (Méndez Rubio, 2021: 153). El mutismo ocupa entonces ese paisaje hostil en el que se intuye la tragedia y donde «Quienes se quedan no saben hablar. / Se inclinan solamente / como callándose en resto / de vida». Este resto vinculado al silencio, que encontramos también en la inquietante señal de alarma de «Resto sin voz, ¿se oye?» (Méndez Rubio, 2021: 61), es un término que nos conduce a la que en ocasiones da la impresión de ser la única certeza en estos poemas, que no es sino la de que «nada cierra / una mano vacía» (Méndez Rubio, 2021: 106), la de la carencia, la privación, la pérdida, la ausencia, la falta como «lugar / para aprender a perder» (Méndez Rubio, 2021: 98), o lo que sería lo mismo: una experiencia del vacío en la que cualquier indicio de posesión e identidad se ha disuelto y la búsqueda de algo a lo que aferrarse es lo que señaliza el camino.

            De esta forma, Méndez Rubio se resiste a la colonización de un discurso vacío que emane de la palabra fundada por la creencia en la fabulación del relato impuesto verticalmente desde arriba, y al mismo tiempo rechaza firmemente el mutismo absoluto de un mundo oprimido, el agujero dejado por «el hueco de las palabras / que no se dijeron / ni se dirán» (Méndez Rubio, 2021: 133). Así, en las diez partes que conforman Hacia lo violento que recogen textos de nueve libros publicados entre 2007 y 2017 y también una sección final de poemas inéditos el autor logra llegar a establecerse precisamente en el justo punto medio entre estos dos extremos y busca la verdad, avanza hacia lo violento por medio de una creación libre y subversiva que abre con la palabra una grieta en el mutismo dominante, comprometiéndose con la entrega de su lenguaje como cuando reconoce «te puedo dar mi palabra» (Méndez Rubio, 2021: 116) y permitiendo a su vez que la voz sea amparada en otras ocasiones en el silencio de la respiración requerida por determinados poemas como cuando leemos «te hago justicia: / guardo silencio» (Méndez Rubio, 2021: 98) .

            De ahí que, retomando la carencia y el aprendizaje de la pérdida, leamos «para saber faltar: así también el árbol blanco: respira de verdad en la memoria» (Méndez Rubio, 2021: 51), donde vemos cómo se vincula la experiencia del vacío con la apertura del espacio inmaculado a la profundidad del hálito, a esa inhalación del mundo que después exhala la sinceridad en forma de donación de aliento, de palabra e imagen de verdadera trascendencia. El autor entonces permite a sus poemas «ser / del abrir» (Méndez Rubio, 2021: 62), y de esta forma cada verso se convierte en entrega, se vuelve donación de libertad en el lugar abierto que ha traspasado quien ha decidido batallar entre la palabra y el silencio, y en este ámbito leemos «Palabra a palabra. / Manos abiertas: signo eterno / sin más seguridad / que la historia del aire / interrumpida solo por su propia inconstancia […] Dan». Méndez Rubio nos ofrece sus versos y nos entrega su escritura con el riesgo y la naturalidad que acompañan a la profundidad de quien respira, y así inspira la ausencia y la carencia de «la mano que  no / llega hasta la mano que más / quiere alcanzar» (Méndez Rubio, 2021: 147) y desde allí espira la presencia y la entrega de un gesto que «se abre contra el aire / en ofrenda» (Méndez Rubio, 2021: 147).

            Llegamos en este momento al afuera como exhalación, a las «palabras fuera / de las palabras» (Méndez Rubio, 2021: 123) que emanan muchas veces de la necesidad de huida, de la voluntad de extrañarse y salirse de uno mismo, con la convicción de que «adentro de esa voz / todo está fuera / de sitio, de plazo» (Méndez Rubio, 2021: 121) y de que «cualquier fuga puede hablar» (Méndez Rubio, 2021: 126) porque la ruptura de los límites es siempre el inicio del camino hacia el otro lado, hacia la realidad que se encuentra más allá de la apariencia de las ficciones disfrazadas de verdades y de todos aquellos datos subrepticiamente superficiales que podrían conducirnos a «confundir / el mundo con la ilusión de un mundo» (Méndez Rubio, 2021: 144). Se abre así el espacio a la profundidad de la trascendencia, a esa voluntad de aprender a «faltar: hundirse como raíz / del árbol más visible y más seguro» (Méndez Rubio, 2021: 63), y vemos de qué forma el descenso del dinamismo vertical conduce al posterior ascenso de la palabra transmutada en imagen, como advertimos por ejemplo en el poema titulado «A todas las preguntas», que se erige como respuesta que renombra la incertidumbre de un primer interrogante pero sin renunciar a ella, sin resistirse con ello a fundar otra nueva duda. Así, leemos «Hundiéndose esa voz. / Haciendo un agujero / en la tierra inocente, entre la hierba fresca / con la mano que existe. Presintiendo / neblina que, mientras desciende, fulge […] Aquí sigue la mano, / la insegura. / Haciendo un agujero en la tierra con silencio» (Méndez Rubio, 2021: 73). Es así como esta «raíz, la de mover los labios, la de los ojos demasiado abiertos» (Méndez Rubio, 2021: 53) ahonda en la verdad, la excava, horada la tierra y deposita allí la voz a modo de simiente de los labios, del «cielo de la boca» (Méndez Rubio, 2021: 133), y la imagen como semilla de mirada, descendiendo así a la raíz del germinar, al rayo del poema plantado, al filón de verdad de un tallo que crece desde las tinieblas del más silencioso ahondamiento, para acto seguido pasar a elevarse en el vuelo de la imagen como una presencia distinta, como una «raíz del alzar, que a otro intento obedece» (Méndez Rubio, 2021: 53). La palabra de albor de Méndez Rubio procede entonces del abismo, de la oscuridad, no es esa «luz que se olvidó del fondo / para poder vivir» (Méndez Rubio, 2021: 48) sino que permanentemente nos está recordando que se ha originado en las profundidades del silencio y en los dinamismos de las semillas de la vida, como vemos también en «sube la hiedra negra, pero sube / hacia el único cielo / que, hecho de azar, nos / asiste» (Méndez Rubio, 2021: 74). 

            Son las de Antonio Méndez Rubio en Hacia lo violento, por tanto, palabras que, tras haber ahondado en las tinieblas de un mundo hostil, reconocen que «la única sombra / que no es necesario olvidar / es la que nos acompaña» (Méndez Rubio, 2021: 113) y nos hacen entrega de la luz de su ascenso poético, del vuelo libre de la imagen transmutada en exhalación, en hálito que logra elevarse hacia su verdadera y más lírica trascendencia.

 

 

Antonio Méndez Rubio, Hacia lo violento, Madrid, Huerga y Fierro Editores, 2021.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

Regreso a la Alcarria

28 de mayo de 2021 08:42:21 CEST

       En 1949 Josep Pla publicaba Viaje a pie, un conjunto de crónicas con las que testimoniaba su proximidad al mundo rural del Ampurdán, recreando parajes de elegíaca configuración y contemplativa mirada. Algunas décadas antes había visto la luz el único libro en prosa de Federico García Lorca, Impresiones y paisajes (1918), donde relataba, con un ya inconfundible estilo poético, su viaje como estudiante universitario por diversas regiones peninsulares. Y Miguel de Unamuno captaría el paisaje característicamente noventayochista en Andanzas y visiones españolas (1922); sin olvidar la huella literaria de aquellos decimonónicos viajeros románticos. Toda una tradición narrativa, en suma, que ha nutrido la obsesiva "filosofía de andar y ver", donde el viaje no supone el mero desplazamiento de un lugar a otro, sino que implica un recorrido íntimo, un introspectivo peregrinaje que tiene mucho de catártica experiencia personal. El viajero que observa, describe y medita se erige así en un pensador de la existencia, inmerso en un periplo iniciático, donde el entorno visitado cobra vida propia y sugestivo protagonismo literario. Con esta decantación narrativa Camilo José Cela publicaba Viaje a la Alcarria (1948), que él mismo consideraba como "mi libro más sencillo, más inmediato y directo." Se recogen aquí sus andariegas vivencias que, dos años antes, le habían llevado a conocer in situ  buena parte de la provincia de Guadalajara.

 

      El narrador y periodista cultural, formado como historiador, Javier Ors, autor de los libros de relatos Un tiburón en la piscina y Cuarteto de cuerdas y la novela Los años asesinos, ha recorrido también sobre el terreno el mismo trayecto que en su día realizara el creador de La colmena, dando como resultado el volumen Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela. Este texto tiene la forma de un conjunto de reportajes, que pautan una ruta de mirada comparativa con su ya clásico antecedente viajero. El redactor, trasunto autorial, acompañado de un fotógrafo (Alejandro Olea), se echa a andar siguiendo un referente literario, reseñando la pervivencia del mismo en un paisaje cada vez más urbano, industrial y tecnificado. Se rescata aquí la figura del apenas conocido retratista del viaje celiano, Karl Wlasak, que aportó las imágenes de la primera edición del libro. Taciturno y distante, fugitivo acaso de la deprimida postguerra europea, retraída figura que contrastaría con la exultante presencia del escritor, su perfil y su trabajo aportarían la impactante visualidad de una deprimida belleza. En Una aventura periodística, el redactor y su acompañante encaran su divergente y complementario carácter: escéptico y desencantado el primero, grave y de lacónica expresión el segundo. Encontrándose   ambos con una variada tipología humana, se radiografía aquí certeramente el carácter popular que oscila entre la abierta franqueza de trato y el consabido recelo ante el errabundo forastero. Se frecuenta al sentencioso lugareño, que ostenta sin saberlo una antigua filosofía del coloquial sentido común; preguntado uno de ellos si queda muy lejos una determinada población, precisa: "Lejos, no; solo es tiempo". Y es que en este recorrido viajero impera la impresión de un tiempo detenido, que gravita entre el de aquella novela de los años cuarenta y un presente de constancia residual, con inevitables pérdidas y puntuales recordatorios. Plazas de pueblo, recoletos rincones o empinadas callejuelas compiten ahora con rotondas o vías rápidas, que han desbancado a caminos vecinales o parsimoniosas majadas. Nuestros viajeros son continuamente confundidos con integrantes de una excursión de universitarios de varios países; la novelesca andadura convertida así en ruta vagamente turística y pintoresca. Los sonoros topónimos de la región van jalonando el camino: Taracena, Valdenoches, Torija, Cifuentes, Brihuega, Morandel, Trillo..., al tiempo que placas conmemorativas en algunos de estos lugares recuerdan el paso de aquel cachazudo y aplomado novelista. La memoria que del mismo pervive es aquí desigual; campechano y dicharachero para unos, "un borde y un maleducado" para otros. Y muchos recuerdan, sobre todo, el regreso del escritor a esos parajes, que motivaría el Nuevo viaje a la Alcarria, en Rolls Royce y  con choferesa de color.

 

         Este libro no es tan solo la crónica de unas vivencias viajeras, porque plantea también  interesantes cuestiones de teoría narrativa: el juego ficcional con la realidad, la distancia expresiva  entre el redactor que leyó en su día el libro de Cela y el que ahora testimonia su viaje a la Alcarria, el modo en que leemos actualmente a los clásicos literarios, o la decisiva importancia del lenguaje descriptivo y adjetival. De la mano de esta bien templada prosa recorremos ventas, posadas, figones y paradores, en una geografía humana donde aún perviven las huellas del escritor que aquí es también justamente reivindicado: "Él, que más tarde acarrearía con el peso de hombre grosero, destemplado y tosco, una imagen que aún ensombrece su nombre y perjudica su obra, tomó la insólita decisión de abandonar el confort de las bibliotecas para perseguir el idioma donde se habla, que es en la calle y en el campo, y no ceñirse únicamente al  que consignan los libros." Por otro lado, y en claro ejercicio metaficcional, el autor entrega estas páginas, que figuradamente le ha pasado un amigo suyo -el redactor-, a un conocido de su confianza, cuyo nombre coincide con el de quien escribe esta reseña.

 

           Sabemos ya sobradamente que buena parte de la mejor literatura -de Chaves Nogales a García Márquez- anida en la crónica periodística, como un género narrativo perfectamente consolidado y autónomo. Javier Ors se viene a sumar con este libro a la rica tradición del relato  viajero de honda proyección humana. Ha contado con una selecta documentación bibliográfica sobre el libro de Cela, ha reconstruido aquella caminante experiencia, ha reflexionado sobre la verosímil impostura de la libre fabulación, consiguiendo con todo ello un libro de inteligente amenidad y comprometida excelencia literaria.

 

 

Javier Ors, Una aventura periodística. Nuevo paseo por la Alcarria de Cela, Valencia, Calambur, 2020.       

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Ferrer Solá

El homo viator turolense

28 de mayo de 2021 08:29:14 CEST

            En un tiempo a menudo vertebrado por la inmediatez y la creciente velocidad de la rutina, no es de extrañar el interés que en las últimas décadas ha venido suscitando la tendencia hacia la brevedad, la concisión y la economía lingüística, que tradicionalmente ha encontrado su espacio en el microrrelato, pero que recientemente se ha manifestado a través de géneros tan novedosos como es el caso de la instaliteratura, que traslada la creación a ese ámbito hipertextual que ya forma parte activa de la vida.

            En su libro Perchas, Mario Hinojosa (Teruel, 1978), poeta, cronista y guía, hace una recopilación de algunas de las publicaciones de su muro de Facebook o su feed de Instagram, y eso explica el título unitario que da a estas instantáneas colgadas en las redes. Es de este modo como de la Nube pasamos al objeto físico del libro, y nuestro poeta, que ha acostumbrado desde el año 2009 a conducirnos con su voz por diferentes lugares en el programa de radio «A vivir Aragón», deja aquí el micrófono en favor de la palabra escrita y la imagen capturada, y de esta manera es como nos lleva a través de su lenguaje y su fotografía por las instantáneas de enclaves, momentos y recuerdos en los que somos partícipes de cómo se va abriendo ante nuestra mirada perpleja la posibilidad de contemplación de nuevos espacios líricos.

            Ya desde la cubierta apreciamos la imagen de un homo viator en blanco y negro, una silueta detenida que se mimetiza con el entorno, una memoria andante con los recuerdos permanentemente cargados a la espalda, buscando renombrar la incertidumbre al otear el horizonte mientras se pregunta cuál será el nuevo sendero de su vida. Y lo que sucede es que Mario Hinojosa en este libro opta por la errancia, por el nomadismo poético, por el apartamiento, por la evasión, por cierto beatus ille, así como por el extrañamiento que practica quien ha decidido disolverse con el entorno y hacer alpinismo en el Pico de Palomera, ascendiendo al otro lado de las cosas y trascendiendo más allá de lo meramente superficial, conociéndose con ello a sí mismo. De ahí que en este trayecto que recorre su imaginación creadora reconozca precisamente «la búsqueda incansable de la belleza en lo más sencillo de la vida» (Hinojosa, 2021: 23).

            Y es que realmente es ahí donde se encuentra el origen de esta obra, de estas imágenes y textos decantados del repositorio global de quien ha sabido encontrar su poesía en la emoción de lo esencial que sucede cada día. De esta manera, con una estructura ternaria constituida por las partes tituladas «Urdimbre», «Sin red» e «Hilos de memoria», en este libro advertimos un diálogo permanente entre imagen y texto que nos lleva desde lugares inexplorados y sobrecogedores hacia recuerdos de carne y hueso en la segunda parte y hasta una última sección de homenajes a modo de despedida.

            Así, en la primera sección, por medio de este hilo narrativo, Hinojosa, con Stairway to heaven como música de ambientación, recorre lugares despoblados del realismo mágico que es la vida, enclaves que recuerdan tanto a Comala como a Macondo, y eleva así paisajes en su mayoría turolenses a su proyección mítica e incluso a una categoría literaria, al diseminar por sus textos analogías con fragmentos de obras de Cervantes, García Márquez o Juan Rulfo.  Las imágenes presentan en esta primera parte cierto menosprecio de la urbe y alabanza del ambiente rural, con rebaños de ovejas, pueblos perdidos, naturaleza, plantas, descensos al centro de la Tierra y con ello al abismo, salvamentos y sepulturas, lugares sobre los que se cierne inevitablemente «el golpe de la despoblación» (Hinojosa, 2021: 12), imágenes líquidas en las que el tiempo fluye manso en el cauce de los ríos, y hasta señales que pretenden organizar de alguna manera el tráfico de una sociedad desordenada que a veces parece salirse de sí misma.

            En la segunda parte, el camino es ya de carne y hueso, de siluetas humanas que dan forma física a la compañía, al viaje de la infancia y la inocencia, y que construyen con su respiración apacible y retirada los «castillos en el aire» (Hinojosa, 2021: 31) de la vida. Aquí el ser humano se aparta de las aglomeraciones del mundanal ruido y se funde con el paisaje, abrazándose con la mirada al horizonte. La figura de espaldas es recurrente en estas instantáneas, y esto permite la universalización de la experiencia personal, la proyección global de la anécdota, y a su vez está íntimamente relacionado con lo que Mario Hinojosa ve de médula espinal en la naturaleza, como continuación nerviosa de la propia vida. Así, buscando lugares apartados en los que encontrar la emoción sin redes, la esencia verdadera del momento, la espalda nos permite intuir al otro lado la visión sin interferencias entre la mirada y el entorno, la experiencia de la unión más íntima. De ahí que el autor escriba «En vuestros ojos la belleza del paisaje de Teruel vuelve a levantarse del olvido» (Hinojosa, 2021: 34). Porque además el recuerdo se fundamenta como textualidad en el soporte de memoria que constituye el libro.

            Y por último, enlazando con una imagen de la segunda parte en la que lo que se hace presente es una palpable ausencia, Mario Hinojosa, consciente de que «a veces los astros iluminan la Tierra con una intensidad que duele» (Hinojosa, 2021: 45), dedica el final de su libro a las despedidas, a los homenajes a personas que, de un modo u otro, han ido dejando huella en su camino. En estas páginas hace perdurar el recuerdo tanto de Parra como de Gimondi, Albert Uderzo, Ingmar Bergman, Maradona o John Berguer. De esta forma, pasa a convertir la evocación de su muerte no en un estancamiento sino en «una sombra que volará para siempre por las tortuosas carreteras de la memoria» (Hinojosa, 2021: 42), allí donde la palabra dialoga con imágenes de geografías áridas pero de tonos radiantes, y de brumas umbrías pero de atardeceres sosegados, a modo de réquiem por el camino de encuentros y despedidas que nuestro homo viator sabe que es la vida.

 

 

Mario Hinojosa, Perchas, Zaragoza, Olifante, 2021.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Celia Carrasco Gil

Está rompiéndose el lenguaje en cada verso escrito por Antonio Méndez Rubio (Fuente del Arco, Badajoz, 1967). Sucede siempre. Una renovada rudeza que al tiempo es terneza y zarpazo. Luz. Enjambre. Nos interpela, sin dejarnos habitar el siguiente verso pidiendo tregua. La poesía de Méndez Rubio crece por entre los adoquines que la raíz va levantando al crecer. Es lumbre, fragilidad. Belleza, compromiso. Voz de otros, de muchos, la misma, lo común de la voz humana. Y escribe como anuncia el título de su antología en Huerga y Fierro: Hacia lo violento.

 

«El mundo, o como mínimo un mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo»

- ¿Qué sucede si un poema no brota de la violencia que se ejerce sobre el lenguaje?

- Que no hay poema. Que sería mejor no decir ni escribir nada antes que alimentar la cháchara expresiva que estimula la mentira de que el mundo sigue ahí, como si nada, a nuestro alcance. El mundo, o como mínimo un mundo… o más en concreto, otro mundo, desaparece cada vez que el poema se traiciona a sí mismo.

 

- ¿No es asombroso que de esa violencia el resultado sea la belleza?

- Es inevitable. No hay remedio. En psicología social, el concepto de violencia termina resumiéndose en producción de angustia. Entiendo por belleza la violencia necesaria de lo que no se entiende cómo nos puede encadenar así, una atracción que deja sin aire el aire y nos atraviesa la garganta con un imán ciego. Es el asombro que llega de lo que nos arranca de nuestra mismidad, nos embelesa y no nos deja ya volver a ningún punto de partida imaginable. La conjunción de belleza y violencia convierte nuestro pulso en la alegría de un sinvivir.

 

“El sistema nos ha envilecido más que nunca”

- «En el fondo de esa agua no hay monedas». ¿De qué modo –si es que ha conseguido hacerlo- ha envilecido el sistema la poesía? Parecía que, al ser un territorio no rentable, permanecía alejado de su voracidad, pero si se echa un vistazo a las listas de poemarios más vendidos, uno encuentra nombres ajenos por completo a la poesía.

- El sistema nos ha envilecido más que nunca, nos ha colonizado el corazón sustituyéndolo por una coraza defensivo-agresiva (lo que W. Reich llamaría una “coraza caracteriológica”). Ha sido subjetivado, interiorizado hasta el punto de volverse invisible de tan inmediato. Ya M. Foucault, en sus ensayos sobre el origen de la biopolítica, detecta en el nacimiento del liberalismo moderno, hacia finales del siglo XVIII y sobre todo en el XIX, lo que se podría considerar un ideal del sujeto que es empresario de sí mismo. La poesía, entendida como expresión lírica de una subjetividad individual, o sea, como la entiende la sociedad moderna más oficial, se ve atraída con fuerza por esa pulsión del sujeto orientado a convertirse en su propia empresa, a promocionarse como marca publicitaria… es como si la lógica neoliberal y el lugar moderno de la poesía estuvieran condenados a entenderse. Por lo demás, la poesía entendida como salto al vacío, punto de alto riesgo, práctica de lenguaje al límite, no ha podido no verse condicionada por la oleada de conformismo que se ha apoderado del ambiente social y cultural desde hace al menos unos diez o doce años, aunque ya A. Gramsci (hacia 1920) señalaba el conformismo como el mayor mal de su tiempo. Da la impresión de que se está cerrando un bucle funcional entre los intereses inmediatamente comerciales de la industria editorial y los miedos inconscientes de cada vez más gente que se resiste a la sensación de transgresión, de desconcierto. Así parece razonable pensar que se debilita la necesidad de atravesar lo desconocido, de impulsar la creatividad y la (auto)crítica sin la cual no puede haber un cambio de mundo. Cuando R. Vaneigem distinguía entre sobrevivir y vivir apuntaba a reivindicar la relación íntima, irrenunciable, entre poesía y querer vivir. Pero hoy día, tal como se presenta cotidianamente la realidad del estado de las cosas, la poesía aparece en el espacio público sobre todo como un elemento autoafirmativo, inercial, cuando no meramente decorativo. Es cosa de cada cual ponernos en medio de este circuito paralizante, exponernos a la intemperie de alguna manera decisiva, de infinitas maneras, de modo que produzcamos interferencias, ruido, temblor… que agujereemos este tejido de cobardía en expansión y lo resituemos a nuestra escala microscópica, cuántica, pero también por esto mismo quizá inapresable para los sistemas macro de monitorización que activa el orden cultural, comercial y tecnológico actual.

 

“La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir”

- ¿Hasta qué punto vivir y escribir son una misma cosa?

- La clave es Kafka: no hay vida sin escritura. Se dice una y otra vez que lo malo de la poesía es que no se entiende, que no sigue ninguna lógica. Vale. En el penúltimo párrafo de El proceso escribe Kafka: “Sin duda, la lógica es inconmovible, pero no se resiste a una persona que quiere vivir”. La escritura va por necesidad hacia la violencia ilusa, sin fondo, del querer vivir. Esta condición es decisiva en la escritura y la lectura, en el lenguaje y la escucha, y lo es tanto más cuanto más cerca está la raíz de cada decisión de la de cada paso o acto que se cruza cuando llegamos a decir algo. Es como si el momento arbóreo de deci(di)r arraigara en una tierra imprevisible. 

 

- ¿Qué se pierde si nos falta la atención?

- El mundo. Cualquier mundo. Todo.

 

- ¿Qué se requiere para «arder con la fuerza del hambre»?

- Sentirnos como madera creciendo por debajo de una tierra oscura, sin agua, sin alimento, que es como de hecho nos sentimos cuando estamos sin quien amamos. Cuando alguien se siente sin nadie, sin tú, sin ti, sabe responder a esta pregunta, aunque no sepa hacerlo con palabras, sabe lo que implica de pasión y dolor, de pérdida que arde, como diría Gamoneda. Sé que hay un hambre que no es mía, sé que hay “colas del hambre”… sé que gracias al poema ofrezco para compartirla el hambre que sí tengo.

 

“Lo poético se nutre del encuentro con lo(s) otro(s)”

- ¿Qué porción de voluntad, de azar, de amor, de violencia hace falta para «hacer que el mundo no sea otra vez el mundo»?

- Lo único que tengo claro es que, sea la porción que sea, sea una porción compartida, puesta en común. Que nos une justamente por no ser de nadie. Lo poético, en su sentido más abierto de creatividad común, anónima, inscrita secretamente en nuestros cuerpos, se nutre del encuentro con lo(s) otro(s). Me acuerdo de un capítulo del libro La vida secreta de los árboles que se titula «Juntos funciona mejor», y donde se explica despacio cómo los árboles, desde la punta de cada rama hasta el principio de cada raíz, se buscan, se cuidan recíprocamente y comparten “la lucha por la luz”. Es algo así, con la poesía sucede algo probablemente muy similar.

 

- «“Eres verdad” –y es no un poder». ¿Cómo se reconoce lo auténtico en un momento en el que la verdad se ha devaluado, importa menos? En otras palabras, ¿cuánto ilumina el azar en el poema?

- Practico y estudio el I Ching casi a diario. Desde la perspectiva china antigua, tal como se sintetiza en el Libro de las Mutaciones, la verdad se equipara al vacío interior, en el sentido de un estado de máxima receptividad y disponibilidad. Es ahí donde el azar actúa como una semilla de verdad: el Sujeto, el Yo no puede manejar ni controlar eso, no se empodera ni se enseñorea de las situaciones y los cambios que atraviesan su vida íntima y común. No es una renuncia, es un anti-poder que deja huellas en un anti-discurso que se abre a vivir el mundo como un cruce eléctrico de signos. El pensamiento moderno occidental exige la institución de un Yo directivo, supuestamente autónomo y robinsoniano. Para combatir esto probablemente haya que entrar en una lucha personal y colectiva, poética y política (“lo personal es político”, como decía el grito de guerra feminista). Pero esa lucha parte del principio de que verdad y poder no se corresponden sino que, al contrario, todo aquello que bloquea la circulación libre de energía, de deseo, se vuelve una forma de reproducir «la cuestión del mal». Esta es la forma en que la cultura china de hace más de tres mil años nos ayudaría hoy a no seguir construyéndonos corazas, ni en el poema ni en el día a día. Es deci(di)r: a dar el primer paso para emprender la ruta extraviada que nos ayude a ser de verdad antifascistas.

 

“Rezo por salir del miedo”

- ¿A qué teme y a qué le reza el poeta?

- En mi caso, y sin ningún ánimo de generalizar, rezo por salir del miedo, por reconstruir mi vida sobre el apoyo incierto de aquello que me ponga ahí, que me exponga, que no sea miedo sino lo otro del miedo. Sin la poesía no podría ni intentarlo. Así que eso ruego a los dioses existentes y también a los inexistentes, por si acaso…

 

- Un «cuerpo que no piensa solo en sí», ¿es un cuerpo más vivo?

- Sí o sí, ¿no?...

 

- «Te puedo dar mi palabra». ¿De qué salva la poesía?

- De estar a salvo. «Todos estamos en peligro», como avisó Pasolini poco antes de morir salvajemente asesinado.

 

“El poema es un lugar para aprender a escuchar”

- El poema, ¿nos escucha o nos habla? Si «cualquier fuga puede hablar», ¿hay algo que tenga que callar en el poema, algo que deba hacerlo?

- Me parece que el poema no es un lugar para hablar sino para aprender a escuchar. Para hacer sitio donde se oiga(n) lo(s) otro(s). Por eso mismo lo poético requiere un lenguaje otro, una comunicación otra, a la que se tiene miedo, o que directamente se desprecia como «oscuridad», cuando eso es solamente un síntoma de las zonas de sombra que nos constituyen. Sin oscuridad no hay deseo, no hay seducción, no hay encuentro, creo… Esa especie de extranjería o exilio (im)propio de la práctica poética es como una señal que nos marca el rumbo en medio de la tormenta de lo real. Hay un poema sin título de Hannah Arendt que apunta hacia esta apertura de/a la alteridad, y que dice así: «Habiéndome confiado por entero a lo que no me resulta familiar, / mostrándome cercana a lo foráneo / y próxima a lo remoto, / pongo mis manos en las tuyas».

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Hay maneras de escribir que saben a pan con membrillo, modos de pespuntar frases que resultan combas con las que saltar en ellas, formas de articular las historias que prenden una sonrisa que nos acompaña aún de noche. Todo esto (tono, oficio, belleza, humor) tiene Lo malo de una isla desierta (Pre-Textos), el primer libro de relatos de Javier Echalecu (Madrid, 1981), un territorio en el que sin duda aventurarse dichoso. Atentos a esa portada de la poeta y collagista Tere Susmozas.

 

- ¿Compensa perder una sala de estar (extrañísimo nombre, por más cotidiano que sea su uso) y encontrar una litografía de Kandinsky?

- Sí, efectivamente, tiene algo extraño el nombre de «sala de estar», aunque se trata de uno de esos sintagmas usados con tanta frecuencia que, al final, no somos capaces de percibirlo (de percibir su extrañeza, digo). De hecho, ahora que lo dices, me pregunto cómo se habrá traducido a otros idiomas en los que no existe la distinción entre ser y estar. Seguramente tenga un nombre mucho menos sugerente. Hay que ver, con lo fabuloso que sería hablar de una «sala de ser»…

Perder una sala de estar es lo que le ocurre al matrimonio que protagoniza el relato. El día de su aniversario, al llegar a casa, se encuentran con que ha desaparecido esa habitación y que, en su lugar, aparece una pared de la que cuelga la litografía de Kandinsky que mencionas. Puede parecer absurdo -y lo es, claro-, aunque menos de lo que parece si tenemos en cuenta que esa sala de estar ha ido, efectivamente, desapareciendo de la mayoría de nuestras casas a causa de la presión inmobiliaria.

Y no compensa, desde luego, no compensa. El matrimonio lo tiene claro: por mucho que los demás (policía, bomberos, ayuntamiento, empresas de mudanzas o sus propios amigos) les aseguren que toda pérdida tiene sus ventajas, y les recuerden que podrían haber perdido algo peor (ponte que hubieran perdido el cuarto de baño), ellos insisten en recordar la pérdida de esa sala de estar en la que un día hicieron vida. Y de esto último trata en realidad el cuento. Vale que vivir sea perder cosas (la frase es de Ana María Matute). Hasta ahí, estamos de acuerdo. Pero, en fin, una cosa es que aceptes que a veces toca perder, y otra distinta es que te quiten también el derecho a ser escuchado. Esto es lo que verdaderamente le ha sido arrebatado al matrimonio. No tanto una sala de estar, como el derecho a la palabra.

 

“La extrañeza no es sino nuestra condición natural”

- «Hoy nadie se acuerda de Leónidas Gagarin». Pensé al leer este arranque que tampoco nadie se acuerda de Leónidas Lamborghini. ¿De qué depende que uno se convierta en un extraño? ¿No siempre la justicia poética ejerce su cometido?

- Me atrevería a plantearlo al contrario. La extrañeza no es tanto un estado al que nos pueda conducir el azar o ciertas decisiones, sino nuestra condición natural; es decir, que no se trata de evitar el riesgo de convertirse en un extraño, sino de tomar conciencia de que, en el fondo, somos eso: unos extraños, y extraños tanto para los demás como para nosotros mismos. Los malentendidos, a mi juicio, se generan al creer lo contrario.

Y por lo que se refiere a la fama, bueno, el otro día leí en internet una frase de Umbral que me viene como anillo al dedo. Decía que la gloria se acaba a la vuelta de la esquina, y que no soporta un trayecto de autobús en extrarradio. Pues bien, ese trayecto es el que experimenta el pobre Leónidas Gagarin, aunque en vez de en autobús el trayecto lo hace en una nave espacial que llega al lado oscuro de la luna.

Por un tiempo, Leónidas vive en la espuma de la fama. Te lo puedes imaginar: desfiles, genuflexiones, ríos de vodka. Y luego, pasado unos años, cuando deja de ser una novedad, o sea, cuando la sed del espectáculo pone sus ojos en otros héroes, acaba defenestrado, anunciando calzado barato, integrando la masa de los olvidados. El espectáculo debe continuar. El mismo espectáculo que glorifica a Leónidas lo devora, lo digiere y lo evacúa. Como dice la canción: The show must go on.

En resumen, en su caso no hay justicia poética. No niego que esta exista en algunas ocasiones. Pero si la justicia civil es ciega, quizá la poética sea tuerta. Además, ya sabemos que en la construcción del canon literario intervienen muchísimos factores extraliterarios que nada tienen que ver con la justicia.

 

- ¿Qué deberíamos de aprender, en el caso de que hubiera que aprender de ellos algo, de quien «se esconde de su propia grandeza»?

- Tal vez su sentido de la protección. La vanidad es, además de ridícula, peligrosa. Conviene esconderse lo mejor posible de ella y, si te encuentra –porque seamos sinceros: cada cierto tiempo nos encuentra– lo mejor es entregarle algo en prenda y aprovechar su distracción para volver a huir. La vanidad nos deforma. La vanidad, como en el cuento del emperador, nos hace pensar que llevamos un vestido precioso cuando en realidad vamos desnudos.

 

“No somos algo hecho de una vez por todas sino algo abierto: algo siempre pendiente de hacerse”

- Para que uno, cualquiera, se parezca a su propia vida, ¿qué conviene hacer?

- Una persona a la que tengo mucho aprecio me dijo una vez: ¿y a qué podemos aspirar si no a convertirnos en una metáfora de nosotros mismos? Es una frase que se me quedó grabada, que me vuelve cada cierto tiempo, y creo que porque se opone radicalmente al mantra que tanto se escucha de «ser uno mismo».

Cuando pronunciamos esta última frase, sugerimos que existe un «uno mismo». O sea, que si conseguimos apartar las ramas del bosque, encontramos nuestra esencia. Y así, todo el secreto de la felicidad consiste en localizar ese yo verdadero que estaría esperándonos, como si se tratara de una flor con los pétalos desplegados que está ahí esperándonos, oculta entre arbustos y matorrales.

Bueno, no voy a negar lo importante que es saber lo que queremos y lo que nos hace sentir incómodos, pero lo cierto es que, si profundizamos un poco, nos daremos cuenta de que no somos una cosa que se pueda conocer. Y no lo es porque no somos algo «dado». No somos algo hecho de una vez por todas sino algo abierto: algo siempre pendiente de hacerse. Lo que somos es aspiración y posibilidad. Y quizá esto entra, más que en el ámbito del conocimiento, en el de la revelación.

Por eso creo que siempre hay como un desajuste entre nuestra vida y nuestro ser. Es contradictorio, lo sé, porque ¿qué somos sino nuestra vida? Y, sin embargo, a veces parece que vida y ser no terminan de acoplarse. Como si al mismo tiempo fuéramos y no fuéramos nuestra vida. Supongo que a esto se refería Machado cuando hablaba de la «esencial heterogeneidad del ser», o así lo interpreto yo, al menos.

 

- Si uno, durante los momentos previos de una cita, guarda la certeza de que el mundo estallará en mil pedazos, ¿conviene acudir a ella, llegar tarde o mantener el tipo y ser puntual? 

- Lo curioso es que uno puede imaginar el fin del mundo, pero no el final de uno mismo, a pesar de que la experiencia demuestra que suele ocurrir lo contrario: que es uno el que termina, y el mundo sigue adelante tan pancho. A veces, sí, imaginamos nuestra propia muerte, pero en realidad lo que hacemos es fantasear gozosamente con el dolor que nuestra ausencia provocará en los demás. Por cierto, es irónico que, para poder imaginar el acto más personal de todos, el de nuestro propio final, necesitemos llenar nuestra fantasía de los demás. Solo podemos ver nuestro final a través de los ojos de otros.

Dicho lo cual, respondiendo a tu pregunta, yo actuaría como el protagonista del cuento: aun sabiendo que va a llegar el fin del mundo, mantendría el tipo y trataría de robar un último beso. No se me ocurre mejor manera de despedirme del mundo.

 

“Sigo sintiéndome un imitador de voces y me temo que siempre será así”

- Pensando en el relato ‘Adverbios en mente’, ¿cuánto de genuino tiene Javier Echalecu como escritor y cuánto de heredado?

- Marco Aurelio comienza sus meditaciones indicando qué ha aprendido de cada ser querido, qué rasgos personales debe a cada cual. Es una muestra de agradecimiento a todos ellos con la que viene a decir: yo soy lo que soy gracias a vosotros. La protagonista de Adverbios en mente, sin embargo, hace lo contrario. Se pone a diseccionar obsesivamente su personalidad e identifica qué rasgo de su personalidad es original suyo y cuál viene de una influencia de los demás. Al final, claro, se da cuenta de que, si arranca de sí misma cada uno de esos rasgos que vienen de fuera, se queda sin nada, pues no somos sino una suma de los demás, o sea, que estamos hechos de influencias.

Pues bien, este deseo absurdo de originalidad de la protagonista me ha perseguido durante mucho tiempo como escritor. Siempre me ha obsesionado no tener una voz propia. Siempre he tenido la impresión de que mis relatos imitan la voz de otro autor. Que soy un «vampiro» de los estilos, como el personaje protagonista de El congreso de literatura de Aira. De hecho, cuando escribo, siempre tengo en la mesa los libros de los autores en los cuales me encaja ese tipo de cuento.

Esta venenosa obsesión la he tratado de exorcizar con la escritura de este relato, riéndome un poco de mí mismo, pero creo que solo lo he conseguido en parte. Sigo sintiéndome un imitador de voces, y me temo que siempre será así: hay autores que tienen una voz reconocible libro tras libro; en mi caso, tengo la impresión de que la voz cambia de relato en relato, y solo pasado un tiempo, cuando he tomado distancia, he podido descubrir ciertos temas que unen los relatos de este libro. Hasta hace poco el libro me parecía algo descoyuntado. Ahora no, ahora empiezo a ver un ser vivo.

 

- V3* tiene cierta incapacidad para entender las señales del otro. ¿Cómo se sabe cuándo una idea merece amasarla hasta convertirla en cuento? ¿Cómo se sabe que un cuento no funciona, que hay que dejarlo en el cajón?

- Me hace gracia que me plantees esto con un cuento que, de hecho, estuvo mucho tiempo en el cajón y que al final resucité por sugerencia de un par de amigos. Luego me he encontrado (lo que son las cosas), con que hay quien lo tiene por uno de los mejores del libro. Y algo parecido me ha pasado con el último cuento: Imagen del futuro. Lo encontré de casualidad, mientras buscaba otro archivo, en la papelera de reciclaje del ordenador. Lo había desechado porque no me gustaba. Y cuando lo encontré, me dije que era un cierre estupendo del libro, y ahora es uno de los textos que más me gustan.

Te diría que uno puede estar seguro de que una idea merece ser amasada cuando, en contra de nuestra voluntad, a pesar de haberla rechazado, vuelve una y otra vez, como esos comerciales de las compañías telefónicas que insisten en llamar a casa. Cuando esto ocurre, lo que en realidad está pidiendo la idea es que la enfoques de otra manera, que le des otra forma, que escribas el relato desde otra perspectiva y estilo. En todo caso, te confesaré que yo no suelo escribir tanto a partir de ideas como de una frase que me asalta. Y esto me lleva a tu segunda pregunta: el cuento acaba en el cajón cuando tu intuición te dice que ahí debe acabar. Lo cual no obsta para que, por si acaso, preguntes a algún amigo. Mi intuición es un poco despiadada, y he de cuidar que no me juegue alguna mala pasada.

 

- ¿Cuánto de Sísifo tiene el escritor? ¿Y el hombre?

- Escribir un libro no se diferencia mucho de cargar con una roca hasta la cumbre. Luchas como un loco, con un empeño que roza lo absurdo, por escribir una buena frase, vas superando con dificultad párrafo tras párrafo, estás cada vez más cerca del final de la montaña, y, sin embargo, cuando parece que estás a punto de conseguirlo, llega el momento de la decepción: eso que estabas escribiendo deja de gustarte y la roca cae montaña abajo. Y vuelta a empezar. Y así cada día. Se supone que uno va ganando experiencia cuanto más escribe, pero el otro día leía una entrevista a un escritor famoso que reconocía que para él escribir es siempre empezar de cero.

Además, uno escribe buscando la obra redonda. La Obra con mayúsculas. Una obra que no existe y que, gracias precisamente a esto, nos impulsa a seguir escribiendo pues nunca perdemos la esperanza de escribirla algún día. Ese día, como digo, no llegará nunca. Y mejor que sea así: porque si escribiésemos algo que nos satisficiera plenamente, algo rotundamente perfecto, inmediatamente dejaríamos de escribir. Esto vale no solo para el escritor sino para el hombre en general. Es de lo que habla el cuento de Sísifo desencantado. Es una reflexión sobre el deseo. No es Sísifo quien sostiene la roca: es la roca la que lo sostiene a él.

 

- Sísifo. Si «el verdadero peso de la roca no se halla en la roca», ¿dónde se coloca?

- Hay una novela estupenda sobre la guerra de Vietnam, Las cosas que llevaban los hombres que lucharon, escrita por Tim O’Brien. He dicho novela, pero en realidad es una suma heterogénea de historias, podríamos decir que un libro de relatos interconectados. En el primero de todos, un soldado describe obsesivamente las cosas que cargaban en los macutos convirtiéndolos en una carga tan pesada: las cacerolas, las cantimploras, las pastillas, las tabletas de sal, los repelentes antimosquitos. Pero luego, hacia el final, nos advierte que no son estas cosas las que volvían pesadas aquellas mochilas. Era el bagaje de emociones que portaban esos hombres que podían morir. «Pena, terror, amor, añoranza». Dice el autor: «Eran cosas intangibles, pero aun siendo intangibles tenían una masa y una gravedad específica propias, tenían un peso intangible». También ahí está el peso de la roca de Sísifo (el peso de las mochilas que llevamos cada uno). En las cosas intangibles.

 

“No me arrepiento de haber esperado porque creo que eso me ha permitido salir con un libro del que me podré sentir orgulloso dentro de unos años”

- Le devuelvo una pregunta: «¿Hay satisfacción comparable a la de un hombre honrado que cumple con su destino cuando ya nadie lo espera?»

- Te diría que me aplico la pregunta porque he publicado este libro, mi primero, a los casi 40 años, y más de uno (yo mismo en los momentos de duda) pensaba que me iba a tirar toda la vida escribiendo y tachando, escribiendo y tachando. Hoy siento una satisfacción muy grande al verlo en las librerías. Al verlo en una editorial como Pre-Textos. Una satisfacción casi tan grande como la que años atrás imaginaba que iba a sentir cuando me ponía a fantasear con este momento (la felicidad que uno dibuja en su cabeza, claro, es inalcanzable en la realidad). Y te soy sincero: no me arrepiento de haber esperado tantos años porque creo que eso me ha permitido salir con un libro del que más o menos, con todas sus virtudes y defectos, me podré sentir orgulloso dentro de unos años cuando eche la mirada atrás.

 

- ¿Conviene reconocer a un ángel?

- Se supone que los ángeles son seres ingrávidos, pero, la verdad, hay algunos bastante pesados. Si el que nos encontramos es como el del relato de Mosaico, es decir, uno que va de salvador y que, sin haber bajado jamás el barro, sin haber puesto jamás un clavo, pretende convencernos de que sabe de la vida más que nosotros mismos, casi mejor pasar de largo y hacer oídos sordos.

 

“Lo que más detesto en la literatura es la ñoñez y la grandilocuencia”

- ¿Cuál es el escritor que más admira y el que más detesta?

- Admiro a escritores y detesto estilos de escritura. Podría decirte que ese escritor más admirado es Marcel Proust y que lo que más detesto en la literatura es la ñoñez y la grandilocuencia. Alguno habrá que diga: pero ¿no representa Proust justamente esto? Para mí, no. Para mí Proust, como dijo Lawrence Durrell, es la anarquía con buenos modales. Con Proust el hombre empieza a fragmentarse, y no por otra razón Beckett lo leyó obsesivamente. Por cierto, tiene un estupendo ensayo sobre él.

 

- Pinchatripas, chupacharcos… ¿cuánto de elegancia tiene el insulto?

- Escuché una vez a Hipólito G. Navarro decir, en broma, que a él lo que le gustaba era escribir títulos, pero que los editores les obligaban a añadir un cuento a continuación. Me sirve la anécdota para decir que el cuento de X por X’ es casi una excusa para poder traer de vuelta algunos de esos insultos tan sonoros que atesora la lengua española. En ello influyó un buen compañero de trabajo, hoy amigo, que tenía un arsenal de artefactos verbales de esta clase (lo recuerdo acusando a uno de ser un pataliebre, a otro mascachapas…) y, por supuesto, el María Moliner. Si buscas la palabra «zascandil», fíjate que cantidad de joyas aparecen: ligero de cascos, chafandín, chiquilicuatre, cirigallo, danzante, danzarín, enredador, saltabancos, saltabardales, saltaparedes, sonlocado, tarambana, tararita, títere, tontiloco, trafalmejas. Creo que usé varios de estos insultos en el cuento. Casi es un honor ser insultado así.

 

“Un niño te quita tiempo, pero a cambio te da vida”

¿Compensa, pues, marcharse a una isla desierta, a pesar de lo malo?

- Yo no me iría, desde luego, pero así dicho parece que hablamos de islas desiertas que se encuentran en recónditas latitudes, fuera de nosotros, y creo que el libro habla en realidad de las que podemos encontrar en nuestro interior. Me dijo un amigo, con buen criterio, que el libro estaba lleno de personajes obsesivos (además de cretinos, lo que me hizo bastante gracia). Y son estos personajes obsesivos los que terminan en una isla desierta. En la isla de sus pensamientos. Nada bueno puede tener estar incomunicados con el exterior, y quizá haya retratado varios de estos personajes, un poco llevados al extremo, precisamente para conjurar ese riesgo en mi vida, porque yo mismo tiendo a veces a practicar el escapismo interior. Dejó una cáscara ahí fuera, en la realidad, y me retiro a pensar mis pensamientos. Por suerte, hay cosas que tiran de ti e impiden que acabes en una isla. Que te devuelvan a la realidad. Una de ellas es un hijo. Un niño, como ha escrito Eloy Sánchez Rosillo en su último libro, es un maestro de la felicidad. Un niño te quita tiempo, pero a cambio te da vida.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El último poemario de María Negroni (Rosario, 1951) condensa una perplejidad ante la ausencia mayúscula, la de Dios, al tiempo que reflexiona –una vez más– sobre la insuficiencia del lenguaje para el decir. Oratorio (Vaso Roto) está pespuntado por un prontuario de preguntas imposibles formuladas desde una primera del plural, un nosotros que insiste en lo que de común tenemos, y que incide, asimismo, en el extrañamiento compartido. «y he aquí que se yergue/ en la canci´n vencida/ y se desvive y clama/ por alcanzar el sentido/ de la voz carnal/ y después cae/ y se levanta/ y vuelve a caer/ radiante en sus harapos / y lo que sigue es una fiesta/de perspectivas más que humanas/ –porque caer es una gracia–».

 

Si la atención es la oración natural del alma, como proclama la cita que antecede al poemario, ¿cuál es la del cuerpo?

No lo sé, habría que preguntarle a Malebranche.

 

Hablando de atención, cuando lo leemos, ¿el poema escucha o nos habla?

Las dos cosas y más. El poema es una caja de resonancias donde conviven la voz de quien escribe, la voz de quien lee y proyecta en su propia caverna de obsesiones lo que cree entender y también la voz muda, es decir el silencio que rodea y sostiene lo dicho y lo no dicho.

 

¿Es, el poema, el oratorio, el lugar más adecuado para orar?

Tomo la idea de «plegaria» de Malebranche en un sentido profano. Quizá convendría recordar que toda palabra nace siempre de un deseo de mutismo y que detesta las normas, y, por eso, escribe frases que son plegarias y también ladridos. La plegaria que me interesa sería una manera de estar profundamente conectada con la vida, con sus regalos y sus pruebas, su demanda absoluta, tanto de obediencia como de insumisión.

 

El oratorio nos remite a un lugar íntimo entre el creyente y dios; al tiempo, algunas preguntas que brotan en el poemario utilizan la primera del plural. ¿Hay una imposibilidad de escucha común?

Ante todo, habría que aclarar que la palabra «oratorio» remite también a un género musical dramático sin puesta en escena, ni vestuario ni decorados cuyo tema puede o no ser religioso. En cuanto a la primera persona del plural, creo que obedece a la conciencia cada vez más aguda de que el sufrimiento y el asombro y el miedo y la maravilla absoluta de la vida constituyen una posesión común.

 

«porque no ver es hermoso», ¿cuál es el nivel de incertidumbre que sostiene el poeta cuando escribe?

Ese nivel de incertidumbre es total. Si uno pudiera «ver», no habría escritura.

 

Además de la poesía y de la fe, ¿hay algún otro camino que nos conduzca «al país que anhelamos/ adentrísimamente»?

Los caminos hacia «ese país que anhelamos/adentrísimamente» son infinitos. Brotan unos de unos otros, se ramifican con cada encuentro y cada discrepancia, cada encrucijada, cada nueva dificultad, cada amor inesperado. ¿Por qué reducirlo solo a la poesía y la fe?

 

En una búsqueda, ¿qué papel cumple la desorientación?

La desorientación es un don. Porque sólo en ese sentirse extraviada aparece la posibilidad de encontrar algo que hasta entonces se desconocía, algo que se escape de lo consabido, del tedio de lo previsible.

 

«se vuelve equilibrista/ la intuición que piensa». ¿Cómo se conjuga digamos el sentido del poema, es decir, el pensamiento del poema con la resistencia de toda poesía a detenerse en el (un) significado?

Creo que el verso lo dice mejor de lo que yo pueda explicar. Hay una especie de combinatoria única en el poema, entre la intuición y el pensamiento racional. Podría haber escrito también la emoción que piensa, solo que habría que aclarar que el pensamiento es él mismo una emoción. ¿No son acaso las ideas emociones del pensamiento?

 

Tus versos «que no importa saber/ ignorar o saber» me llevan a los de Wallace Stevens, «el poema se revela solo al hombre ignorante». ¿Se trata de eso, de desaprender cuando se escribe, cuando se lee?

Claro, alguna vez escribí que la poesía es la epistemología del no saber. También escribí: hay que ir en contra del saber porque cada saber produce su ignorancia propia. Así es: hay un conocimiento rarísimo, inexpresable, en ese tipo de ignorancia. Es como si una luz se encendiera cada vez que aceptamos nuestra precariedad y el carácter perecedero de todo. Los místicos de todas las tradiciones lo han expresado de muchas maneras. En la entrega a esa vulnerabilidad reside una promesa. Fabulosa paradoja que no cesa de asombrar. En Archivo Dickinson escribí un poema brevísimo titulado «Riqueza», que decía: «Poseer es imposible. Ese es el premio». Esto mismo podría aplicarse al verbo «saber».

 

De nuevo el jardín como uno de tus leit motiv poéticos, pero en esta ocasión, además de a la infancia, nos lleva a ese otro jardín, el edénico, que nos recuerda nuestra condición mortal. De alguna manera, ¿el arte en general, la poesía en concreto, no es sino la añoranza de ese lugar otro, del lugar original?

Sí, la añoranza de «ese lugar otro» está en la poesía y también en el arte en general y, en ese sentido, forma parte de nuestra preparación para la muerte. Pero, una vez más, es algo que compartimos todos los seres, ya que la sensación de escisión, de desamparo, de vulnerabilidad y de precariedad, son comunes a la vida misma.

 

«también las cosas/ están en las palabras/ por su ausencia». ¿Qué don concede la ausencia que no se puede recibir sin ella?

En realidad, este verso apunta más a una cierta limitación congénita del lenguaje para dar cuenta del mundo. Las palabras son criaturas tramposas e insuficientes, siempre. Porque lo real siempre se escabulle cuando intentamos nombrarlo o, peor aun, queda congelado en la escritura misma.

 

¿Cuánto de hambre de misterio empuña tu poesía?

Eso tendrían que decirlo los y las lectoras, ¿no?

 

Siguen presentes huellas de algunas poetas muy queridas por ti, Pizarnik, por ejemplo («en la palabra jardín/ crecen manzanas»). A tu prolífica cosecha poética, narrativa, intelectual, se añaden reconocimientos de muchos tipos, tesis doctorales incluidas. ¿Qué pasa por tu cabeza cuando te das cuenta de que para otros tú habitas ese mismo lugar de poeta tutelar, por llamarlo de alguna manera, que ocupó Pizarnik para ti?

No me lo he planteado y ni siquiera sé si me interesaría planteármelo. Pizarnik fue, para mí, un deslumbramiento, claro (como lo fue para todas las poetas de mi generación). Prefiero dejarlo ahí.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

 

 

regado por la pulcra saliva del cielo

Dra, 1986 (2020: 397)

 

Una excepción

 

De la extrañeza, de la rebeldía, del dolor, de la ternura, de la búsqueda de un Dios esquivo, de la incomprensión en un mundo que no es el suyo brota la necesidad de decir que movió toda la obra de Pedro Casariego Córdoba (Madrid 1955-1993). Entre 1977 y 1987 Casariego concibió los poemarios La canción de Van Horne (1977), El hidroavión de K. (1978), La risa de Dios (1978), Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos) (1979), La voz de Mallick (1981) y Dra (1986), que serían agrupados en Poemas encadenados (Seix Barral, Barcelona, 2003; 2020, en edición ampliada). A este volumen habría que sumar sus poemas sueltos, su pintura, los textos y dibujos de La vida puede ser una lata (1988) o Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul (1988). Verdades a medias (1998) recoge su obra escrita en prosa. El cuento ilustrado Pernambuco, el elefante blanco (1993) fue su despedida.

El poeta madrileño huyó de círculos literarios y de exposiciones públicas, entregado a su “oficio solitario”, a su “manera de estar solo”. Traicionando este deseo, podríamos deslizar su obra poética por esa generación intermedia del final del franquismo y los primeros años de la España constitucional. Dos antologías establecerían el marco temporal: Nueve novísimos poetas españoles (1970) de José María Castellet y Postnovísimos (1986) de Luis Antonio de Villena. Entre sesentayochistas, novísimos, postnovísimos, posmodernos y “poetas de la movida”, entre otras tendencias, brilla su obra secreta. Si se ha hablado para estos años de “poetas venecianos”, “poetas puros”, “poetas de la experiencia”, “poetas yonkis” o “poetas secretos”, sin duda Pe Cas Cor se alinearía en una corriente unipersonal de secretismo. Es conocida su condición de abstemio y su distancia con respecto a las estéticas estupefacientes. En su caso son absolutamente naturales, biológicos, los vínculos con la poesía neosurrealista o neovanguardista, con la cultura pop y, en definitiva, con lo que se puede llamar “poesía de la diferencia”. Su obra está más cerca de los Poemas humanos de César Vallejo o Poeta en Nueva York de Federico García Lorca que de la obra de cualquiera de sus contemporáneos.

Isabel Bellido, Manuel Rico o Joaquín Ruano recogen en sus estudios de la época dos hechos culturales, ambos de 1984, que hablan de apertura y de nuevas formas en el arte: el Congreso Narrativa en la Posmodernidad, celebrado en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y la aparición del número 1 de la revista La Luna de Madrid, altavoz de la movida. En esta publicación, muy pronto, José Luis López Aranguren puede escribir ya su desencanto ante una euforia superficial y sin demasiado sentido: “Sumidos en el Paro, la Delincuencia, la Marginación y la Pasión. También viviendo en el Reencantamiento. En la Esperanza sin Fe. Esto es la Posmodernidad.” (Bellido, 2017: 2)

Igualmente, Joaquín Ruano se refiere para los primeros años 80 a la existencia de posmodernos y ácratas. Estos últimos optan, “ante el desencanto de la realidad, por la fuga”, por “negar la mediocridad circundante” y encuentran su salida en la promiscuidad, la locura, la drogadicción y la homosexualidad. (Bellido: 2017: 3) Al margen de la nueva libertad conquistada, entre los poetas sigue habiendo un orden oficial, el de los poetas que publican en editoriales de prestigio, que imponen un nuevo canon, y ese otro orden de las voces que se desmarcan por diferencias sociales, estéticas o personales o que simplemente no constan. Este es el espacio de Casariego. A este respecto, es significativo el título del artículo de Isabel Bellido: “De cómo la movida mató a los poetas”, que trata de explicar la cara b, el desasosiego ante la complacencia.

Por acabar de trazar un contexto, diremos que fueron muchas las antologías que dieron cuenta de la poesía de los años 70 y 80. Casariego apenas aparece, y a destiempo, en Después de la modernidad de Julia Barella (1987), 8 poetas raros de José Luis Gallero y José María Parreño (1992) o Poesia espanhola de agora (Lisboa, 1997). Su presencia en los diferentes panoramas de la generación es prácticamente inexistente. De forma general, en esas antologías de los años 70 y 80, frente la generación del medio siglo o los realistas, se reconocen algunos rasgos decisivos: cuidado del lenguaje, cercano a veces a lo intelectual, otras al simbolismo; obediencia exlusiva del poema a sus propias leyes internas, sin alusión directa a la realidad o la sociedad del momento; literatura autorreflexiva, metaliteraria, cuajada de polifonías y alusiones intertextuales; regreso al irracionalismo y lo excepcional; regreso a lo experimental y a todas las rupturas versales, tipográficas y rítmicas; aparición de figuras del mundo mediático y de iconos pop. Estos rasgos no explican la obra singular de Pedro Casariego, pero al menos la sitúan en un ambiente creativo distinto, en ocasiones efervescente y de estímulos rupturistas. Por lo demás, se sabe que las relaciones de Casariego con otros poetas fue mínima y que no era lector de poesía.

Volviendo a la excepción, coincide la etapa creativa de Pedro Casariego Córdoba con la de “malditos”, “raros” o “heterodoxos” como Eduardo Haro Ibars, Fernando Merlo, Leopoldo María Panero, Aníbal Núñez o Félix Francisco Casanova o con la irrupción brillante de Blanca Andreu con De una niña de provincias que se vino a vivir en un chagall (Premio Adonais, 1980). Es esta también la época en que se pronuncian estéticamente los poetas recogidos en Poesía Contracultura Barcelona (2016) por David Castillo y Marc Balls y tantos otros que en diferentes lugares de la geografía española ejercieron su individualismo y su disidencia. El neosurrealismo y lo contracultural, que serían dos de las aspiraciones del arte de esta época, se pueden asociar a la obra del madrileño. Por su parte, la poesía de Eloy Sánchez Rosillo, que en 1978 da a la luz Maneras de estar solo, representaría la otra dimensión, clara, elegíaca y reflexiva, de toda esta modernidad.

 

Abrir el grifo

 

La corta estatura

de 3 de las operadoras camboyanas

precisamente sus 3 portavoces

que reclaman en correcto francés

la recompensa prometida

por la captura de Stirling

permite a Van Horne ver

el estallido de la primera bomba (2020: 27)

 

            Como una bomba estallan los primeros versos enlazados, encadenados, del primero de sus libros, La canción de Van Horne. Intentar explicar cuál es el origen único, el arranque insólito de su poesía nos obligaría, en primera instancia, a escucharlo a él mismo:

 

“Consiste simplemente en abrir un grifo y dejar que manen de ese grifo todos los líquidos y todos los cantos químicos posibles, tratando de hacer acopio de imágenes, robando palabras a los periódicos, expresiones a las gentes, términos a los diccionarios, y luego batiéndolos todos para hacer una bebida que no resulte totalmente imposible de digerir.” (Entrevista, El Paseante, 1985: 99)

 

La obra poética de este “cometa”, que en palabras de Clara Janés cruzó nuestro firmamento “ardiendo en <hielo celeste>”, fue recogida en 2003, a los 10 años de su muerte, en Poemas encadenados (Seix Barral), con prólogo de Ángel González, al cuidado de sus hermanos y Pe Cas Cor Sociedad Imaginada. Como homenaje, esta vez en el 65 aniversario de su nacimiento, el volumen ha sido reeditado (Seix Barral, 2020), incluyendo algunos poemas inéditos de la última época, con un nuevo prólogo de Javier Rodríguez Marcos y con la intercesión de algunos escritores que coinciden en su entusiasmo por una obra cuando menos singular, imprescindible si nos adentramos en los circuitos mínimos de la literatura de verdad. Antonio Gamoneda, Berta Vias Mahou, Enrique Vila-Matas, Marta Sanz o Ray Loriga, entre otros, firman los textos y escolios que acompañan esta edición y que subrayan el valor irrenunciable de esta explosión de creatividad y talento.   

 

Visionario ciego

             Roberts aúlla como una cometa

              y yo aúllo como esa misma cometa  :

               mis dedos definen

                su cuerpo de angustia  :

                 él dice

                  que mi cintura es un crisantemo

                   cuya elegancia

                    nos santifica  :

                     ¿armoniza mi perfume

                      los naipes

                       de su tiempo?

 

                                               S. 82.

                                          (Maquillaje (Letanía de pómulos y pánicos), 2020: 331)

 

Como Tiresias, el poeta es un visionario ciego, capaz de ver más allá de nuestra propia ceguera. El precio de esta lucidez y de esta deserción de la realidad es alto:

 

Hay

muchos

mundos

pero yo no

estoy

en

ninguno.

¿Sabré

morir?

Vivir

no he sabido...

 

Así se exponía en Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul (Árdora, 1998: 41). En cada uno de sus libros mordemos la fruta de una imaginación desbordante, irisada de hallazgos y transgresiones. Prometeo ha robado el fuego, lo ha transmutado en poliedro vivo de un mundo fantástico, un bestiario huraño, una llamarada de desobediencia y sueño. Prometeo ha sufrido su castigo y ha luchado con todas sus fuerzas para desencadenarse y ser de nuevo el fuego. Así, en el mundo inabarcable de Pe Cas Cor cabrán la risa de Dios, un aviador espartano, Marie “que quisiera ser / una libélula de plata / y no una joven dama / de labios azules” (2020: 163), los unicornios que enmudecen para siempre, el dolor, los sueños de Phil Kierkegaard, la espiga de trigo, Zimmermann y una metralleta descuidada, la fruta para los débiles, el séptimo cielo de Paivarinta, los tigres de la felicidad, los aerolitos que son brujas embrujadas, la morfina, los sastres que visten de belleza la rabia, el pecho de Vanderbilt y una nadadora hawaiana y, por supuesto, los grandes carteles que anuncian el refresco Van-Cola. Parece infinito el paisaje siempre interior, infinita la escenografía alucinada, la geografía incendiaria de alguien que se esfuerza en decirlo todo desde la conciencia abrumadora de que las palabras son insuficientes:

 

Nuestras palabras

nos impiden hablar.

Parecía imposible.

Nuestras propias palabras.

 

                                   N. 0.

                                               (La risa de Dios, 2020: 233)

 

Una lectura crítica de sus formas y sus significados nos llevaría a hablar de adanismo poético, de los contactos entre misticismo y postmodernidad, del inconformismo y el no pertenecer anarquistas (“En algunos lugares la anestesia se ha convertido en la religión universal” (“Berlín”, 2020, 531)), del desencanto (“Una enfermedad venérea / ha troceado el alma a los gorriones” (2020: 407)), de la iluminación y el desarreglo de los sentidos de Rimbaud y Lautréamont, del estado de falencia o intersticialidad que nos ofrece el otro lado de las cosas, del desaprendizaje de los modos convencionales de vivir y escribir (“Lucharé contra todos los que digan / lo que yo digo” (2020: 459)), del mito y lo inconsciente (“Regresemos a la sorpresa del templo griego.” (“Berlín”, 2020: 530)), de la disolución de los géneros, del collage y la fusión que transmiten la superposición existencial de planos, símbolos o realidades, del centro descentrado de Jacques Derrida y la escritura de los márgenes de Maurice Blanchot, del poeta como delirante que hay en Cortázar, de las asociaciones salvajes de ideas (“soy todo lo bondadoso que puede ser un buitre” (2020: 438)), de la escritura automática que no es stricto sensu automática, de la visión irracional (“mi salvaje peregrinación por la nada más vacía”  (2020: 375)) y de la contemplación órfica. Son múltiples las posibilidades de acercamiento a esta obra. Y, sin embargo, desde el sentido más común Antonio Gamoneda nos explica que “más allá de la literatura”, donde “realidad poética” y “realidad vida/muerte” no se distinguen, “carece de sentido definir -poner límites- a la forma o los significados de la poesía de Casariego. Todo es y deja de ser en la misma sucesión/convulsión/disolución.”  (2020: 432) Marta Sanz habla, a propósito de Maquillaje, de “rescoldo romántico y anticipación queer” (2020: 286). “Mi rostro es un antifaz. / Desenterrad mi segundo rostro” pide Casariego en La risa de Dios (2020: 255). La literatura es maquillaje y máscara y hueso y palabras. En palabras de Marcos Giralt, el poeta es “capaz de sentir las sutiles relaciones que transitan por debajo de las cosas. Como si el tiempo hubiese sido abolido y toda la creación se le mostrase transparente.” (2020: 22)

De acuerdo con ellos, desde cierta inocencia hermenéutica, creo que podría ser un error, en casos como el de Casariego, abordar su poesía desde lo que consideramos normal, racional, convencional. En su obra, desde el inicio, la normalidad es otra cosa, cercana a una exploración abisal, delirada y nostálgica del primer lenguaje, de aquel que aún era la realidad.

 

Tú mi Dios

Tú que conviertes al siervo en siervo

Tú que conviertes el huerto en huerto

                                   la piedra en piedra

                                   el amor en amor

 

Tú abrazando brujas y santos y hielos y otras naciones amigas

 

Tú tan tormenta de vida y yo tan tormento de nada

necesito que me invadas despertando sueños

o apagando mis infiernos de fuego con Tus dragones de agua bendita.

 

                                   (“Tú mi Dios”, 1980, 2020: 460)

 

 

La voz desbocada

 

En Pedro Casariego Córdoba la escritura fluye siempre, se enlaza o se desliga y se desencadena para precipitarse sobre nosotros como una catarata. De La risa de Dios, por ejemplo, dice que “salió como un torrente, muy libremente” (1985:101). Y este torrente viene de un gran venero original.

 

recordé que los cometas no se peinan nunca

 y comprendí que el cometa no se había distraído

            el cometa

             se dirigía

              inconsciente y certero como aguja de brújula

               a un lugar muy concreto

                del paisaje que me contenía

 

temí que el lugar fuera yo

 

                                   M. 61.

                                   (La voz de Mallick, 2020: 377)

 

En cualquier caso, estamos ante una escritura desatada, quizá la única que se aproximaría a traducir el mundo de dentro, el interior múltiple. En su viaje a las profundidades, en su extracción de la piedra interna, Casariego da la sensación de estar mostrando, como si fuese el ruido de los campos magnéticos que somos, el ruido de su propia consciencia, “el silencio móvil del alma” (1985: 101). La sinfonía rimbaudiana que se remueve en las profundidades, las criaturas inconscientes de Gustavo Adolfo Bécquer, las que pugnan por salir a la luz, están aquí también y aparecen ante nosotros como un géiser increíble.

Ante una voz desbocada como la del poeta madrileño, la crítica no puede sino enmudecer. El poeta es un delirante. Una intuición mística o mítica o trascendente o metafísica hay en la fuente de sus poemas, lo que se traduce consecuentemente en el lenguaje. Ya Jacques Maritain se había referido en La intuición creadora en la poesía y el arte al “hecho de que los artistas modernos luchen por liberarse del lenguaje racional y de sus leyes lógicas”, insistiendo en que “nunca como ahora prestaron tanta atención a las palabras (…), pero ello sólo a fin de poder transfigurarlas y quedar libres del lenguaje de la razón discursiva” (1955: 126). La necesidad de deshacerse de la razón lógica es uno de los tatuajes poéticos de Casariego.

            En la esfera de la intuición -continúa Maritain-  “penetramos en el imperio nocturno de una prístina actividad del intelecto que, más allá de los conceptos y de la lógica, se realiza en una conexión viva con la imaginación y la emoción.” (1955: 131).

Esta “conexión” nos devuelve de nuevo a los dominios de Orfeo, al oráculo del conocimiento. Por su boca se pronuncian sin freno los dioses o las musas o las fuerzas lisérgicas de la naturaleza y la ciudad. La poesía es, como en la Sibila, adivinación de las profundidades que hay más allá de la razón. Como explica Julio Cortázar, “ser poeta / escritor / novelista / narrador / es decir ficcionante, imaginante, delirante, mitopoyético, oráculo o llámale equis” es siempre algo más (2000: 157). Nunca la retórica sería suficiente para apresar la belleza impulsiva, desoladora, neurálgica de estos poemas, ni la conciencia de este caudal, de esta fuente manida en secreto (“¡Que bien sé yo la fonte que mana y corre, / aunque es de noche!” canta San Juan de la Cruz (1992: 277)), venero, cascada que apenas obedece a una ley de gravedad emocional, a un impulso sagrado, secreto.

 

Dios me ama

             Dios ama mi enloquecer

 

                                   S. 73.

(2020: 327)

 

 “Su origen -le oímos decir a San Juan de nuevo- no lo sé, pues no le tiene, / mas sé que todo origen de ella viene”. El poema de Casariego es un río, un poema río con afluentes y meandros y deltas; difícil entonces explicar con palabras las olas, las corrientes internas, la constante mutabilidad heraclitiana. De igual forma, el escritor chileno José Donoso decía lo imposible o lo inútil de intentar explicar la belleza total de la Historia de Genji o la poesía de John Keats. En Casariego el corazón subjetivo del símbolo acaba por instaurar un discurso oblicuo, irreductible, proteico, en continua transformación, en el que los sentidos se cruzan, se revuelven, regresan o van en direcciones desconocidas, se amplifican o se retraen hasta algo muy esencial, esencialmente inexplicable.

 

Un campo

infestado de cráneos de gorrión y margaritas

que perdió el tesoro

de su materia

y ascendió

tan involuntariamente como un globo

para convertirse

en el ingrávido

delicadísimo pabellón

de Paivarinta

 

                                   P. 7.

                                   (Dra, 2020: 398)

 

Tal vez esta irreductibilidad del hecho artístico, su carácter indomable ante la crítica o la exégesis, tenga que ver con las propias palabras, que no dejan de pertenecer al mundo de más allá.

 

el dolor

    este rinoceronte que no distingue

       y embiste

              desde soledad

                           con la fiereza del desconcierto

                                        y lleva un traje

                                                  de diamantes mal planchados

                                                         y su carrera ciega

                                                          de metros infinitos

llega al ritmo

    blanco y honrado de la nieve

 

“Ahora hablas con el dolor”, 1985 (2020: 515)

 

El rinoceronte del dolor embiste. ¿Cómo decirlo? La fuente escondida que diga esta embestida será fundamentalmente una fuente de sangre y conocimiento:

 

Mi sangre no es sabia;

yo busco un manantial de sangre sabia:

ríos de sangre sabia

para regar mi cuerpo.

                                   (2020: 459)

 

Entre la búsqueda ascética y el sacrificio ritual, el hombre es un manantial y la escritura, “la imitación del torrente”. Su obra entera traduce esta voluntad y esta necesidad amplísimas de bautizarse en el río de palabras, en una apuesta contra las seguridades, los racionalismos, los realismos y las solideces, en una averiguación del yo: “porque yo soy sangre” (2020: 459). “Dejar que manen todos los líquidos” será la consigna líquida de una obra poética “rara”. El manantial fluye contra el tiempo, contra la vulgaridad, al encuentro de un Dios, sea el que sea.

           

El poeta secreto

 

No creo en los ovnis:

he gastado mi fe

viviendo como una serpiente.

Mi pantalón es azul:

soy extraño y

siento desprecio;

me desprecio a mí mismo

cuando hablo tanto de mí,

porque yo desprecio a los que se desnudan.

 

                 (“Te quiero porque tu corazón es barato”, 1980, 2020: 459)

 

Pe Cas Cor confiesa, desde un pudor radical, “abrir el grifo” y dejar que manen las sustancias del alma, el universo volátil, etéreo, líquido del interior, y también los “cantos”, las canciones preexistentes, la química de las sensaciones o las emociones. Para ello, para que esta transición sea lo más verdadera posible, se dispone a hacer acopio de cuantas imágenes, palabras, expresiones sea capaz, independientemente de cuál sea su origen. Sabe remotamente que traiciona así al arte, al artista secreto. El poeta reniega, descree de quienes exteriorizan su obra.

 

“Yo defiendo un arte que se destruye al ser creado. El artista que escribe un libro o compone música está ya efectuando un trasvase de su alma con lo exterior que la deforma, ya que es imposible describir lo que sucede dentro de uno mismo.” (1985: 100)

           

Trasvasar es traicionar. El propio acto de crear implica renunciar al arte. Desde la conciencia de esta renuncia, Casariego “incurrió” -como dice Ángel González- en diferentes poemarios.

 

“Siempre el artista será una persona que renuncia al silencio móvil del alma, y ha tratado de reflejar con un espejo totalmente imperfecto aquello que es realmente un poema interior.” (1985: 100)

 

Ese “poema interior” es el que atrae y exige toda su atención. Visceralmente, además.

 

“El artista que no sabe que hace arte, realmente lo hace, porque el valor del arte es precisamente la espontaneidad, la fuerza, el entrechocar de células, el río de la sangre.” (1985: 101)

 

Esta posición “mística” es la última revolución posible, la última revancha contra el mundo, contra el espejo que nos distorsiona. Sus poemas se resisten con fiereza a todo intento de clasificación, porque son el trasunto más fiel posible de la pureza de un “alma móvil”, el reflejo más cercano del laberinto de soledad de donde proceden.

 

esta soledad es hija de una altura equivocada

yo tengo el vicio del cielo

soy el único propietario

del aire huesudo y de los pájaros fáciles

 

                        (“Esta soledad”, 2020: 464)

 

El lenguaje es clave en esta mediación entre lo interior y lo exterior. Y Casariego lamenta sus alcances insuficientes, su distorsión de la voluntad original del poema interior. Ante esta situación de irredención, rebeldía e ingenuidad extremas, el crítico de la literatura debe ser consciente de la imposibilidad de reducir a palabras “el vicio del cielo” (“Estoy milagrosamente. / Estoy milagrosamente.” (2020: 459)) o el dolor (“ahora hablas con el dolor / él te dejará porque no te entiende”, (2020: 514)) de sus poemas. Hay una fractura, una revolución, un símbolo en el fondo del fondo que no admite su explicación.

 

soy el perro que en la luna escarba una hoguera de signos

y

        sólo

       la

        muerte

            me hace

              la vida

                imposible.

                                   (“Tu mezquita y tu río”, 1979, 2020: 439)

 

Contra el tiempo, que nos hace la vida imposible, contra la debilidad, contra el aburrimiento, contra la estricta realidad escribió el poeta madrileño. Una metáfora de esta inquisición es la frecuencia con que inunda sus páginas lo divino: Dios, la oración, el rezo, la plegaria, el salmo, las biblias. Cuando incluso el dolor nos abandona, porque no nos entiende, quizá la incomunicación sea una de las muertes de Dios, la muerte del lenguaje. La imposibilidad de hablar con el otro y la imposibilidad de hablar consigo mismo se convierten en estímulo inicial de esta obra inaudita. Este hablar consigo mismo es posible desde el monólogo interior poético del que hemos hablado. “Quien habla solo -había explicado Antonio Machado en su “Retrato”- espera hablar con Dios un día”.

 

Dios nos ama

             oh Dios nos ama

              Dios enronquece

   y disipa tu luz

                Dios predica en tus aleluyas

                 y en tus restañasangres

                  y en tus volcanes

                   y en tu pubis místico

                    y nos ama

                     y en mis misereres

                      y en nuestras biblias

 

                                   S. 93.

                                               (2020: 337)

 

En la línea del intimismo más radical de la intraconciencia, el poeta se lanza a sus profundidades para ser, para buscar esa raíz en que las palabras aún nos permitan hablar. La estructura externa de esta lucidez mostrará un mapa dislocado, en que se acumulan imágenes, conexiones, relaciones de palabras, correspondencias fatales o insólitas o descoyuntadas. El “raconte de rêves” y la escritura automática surreales -aunque en sus poemarios haya una especie de hilo narrativo- están muy cerca. Algo parecido ocurre en las takes del jazz. El músico se dejaba ir sobre un leitmotiv, desde un leitmotiv, y se convertía en cadencia de lo nunca visto, de lo nunca revelado. Esta actitud excesiva, expansiva ante la creación es la que encontraríamos en escritores del confesionalismo más puro. Un buen ejemplo es Anne Sexton, quien se vale del “desorden” espontáneo y la naturalidad bruta en sus textos despojados, sin piel. Casariego, por su parte, puede decirnos:

 

La fatiga me tumba en este jardín perfecto o en esta escombrera de cisnes encantados.

Mañana afeitaré el continuo anochecer de mi garganta.

Torpes como jugadores de golf palpan el sueño mis dedos.

Encima de mí las constelaciones tejen sus monótonas promesas.

Mueve los abedules la ingeniería fácil que despide el paraíso.

Hay perros románticos en todos los seres de cinco letras.

No soy perezoso.

Duermo.

                                   (“Berlín”, 2020: 532)

 

En el fondo de todo esto, hay una idea clarividente: el lenguaje se interpone entre nosotros y lo que queremos decir. Desde una perspectiva similar, Juan Andrés García Román lamentaba la pérdida de ese lenguaje adánico, primigenio, en que las cosas verdaderamente nombraban la realidad. Casariego es igualmente consciente de la pobreza que se deriva de un lenguaje que no es posibilidad, que vive adocenado en su convencionalismo.

El artista secreto, interior, busca una comunicación directa, visceral, contagiosa, con los otros, como en Paul Celan o José Ángel Valente.

 

Vendí uno de mis bosques de petróleo

 entregué el precio a doce de mis lacayos

  y los envié al mundo

   para que consiguieran

    todos los diccionarios

     incluso los de las lenguas más insensatas

      con la esperanza de que algún extranjero

       entendiera el himno

 

                                   P. 58.

                                   (Dra, 2020: 423)

 

¿Quién entendería el himno? A la semántica de un alma viva, en movimiento, se corresponde un lenguaje vivo, abierto, en movimiento. Casariego intenta en su obra restituir esa conexión perdida entre la emoción y el lenguaje. Así, su discurso será salvajemente intuitivo, irónico, fluido, dislocado, virginal. En su boca cobran sentido las experiencias poéticas rupturistas de la contracultura y la exploración de la metafísica del lenguaje.

 

 

 

 

 

Isabel BELLIDO (2017): “De cómo la movida mató a los poetas”. Jot Down. https://www.jotdown.es/2017/01/la-movida-mato-los-poetas/ (diciembre de 2020)

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (2020). Poemas encadenados. Barcelona. Seix Barral.

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (1985). Entrevista para El Paseante, nº 1, págs. 99-102. Cuestionario y edición de Jacobo Siruela. http://www.pedrocasariego.com/entrevista_paseante/

Pedro CASARIEGO CÓRDOBA (1998). Cuadernos amarillo, rojo, verde y azul. Madrid, Árdora Ediciones

Julio CORTÁZAR (2000). Un tal Lucas. Madrid. Ed. Suma de Letras

San Juan DE LA CRUZ (1992). Poesía. Madrid. Cátedra Letras Hispánicas

Escrito en Sólo Digital Turia por Andrés García Cerdán

 

Sorprende siempre, desconcierta, atropella, como en ocasiones irrumpe violenta esa dicha sosegada que no despierta el recelo de los dioses.  Francisco Ferrer Lerín (Barcelona, 1942). Su último poemario, «Grafo pez» (Libros de la Resistencia) es un prontuario de obsesiones: el cine, lo onírico, los elementos (en principio) ajenos al poema y una innovación matemática que provoca una (desasosegante quiebra lírica). Rien ne va plus.

 

- La poesía ¿tiene más de matemática (grafo) o de sagrado (pez)?

- La colección de Tusquets en la que he publicado tres libros de poemas se llama «Nuevos Textos Sagrados». Parece que lo sagrado, lo oculto, lo magnífico, forman parte indisoluble del concepto «poesía». Sin embargo, «Grafo Pez» no solo es el título del poema que da título al volumen, es un importante grafo de la teoría de grafos, parte capital de la ciencia matemática, cuyos enunciados suponen, a menudo, indiscutibles versos si no poemas.  

 

- La palabra «escrita con tinta de nuez moscada» que busca el poeta ¿cuánto tiene de fracaso?

- La palabra escrita siempre constituye un fracaso, al no alcanzar nunca la plenitud de su significado. El sintagma citado pertenece al poema «La palabra» redactado para el catálogo-libro de la exposición «Ferrer Lerín. Un experimento», evento en el que se delimitaba el contorno de mi actividad artística, quizá regulada por la oralidad e incluso por la escritura.   

 

- ¿Existe la palabra, al estilo Dreyer, dadora de vida?

- Dreyer, como buen demiurgo, tuvo capacidad creadora y en «Ordet» otorgó al verbo toda posible carga transformadora. Mi palabra es mucho más modesta, carece, por definición, de recursos religiosos. 

 

- Pienso en «Hermana menor», y en la importancia que a lo largo de su obra tiene el sueño (físico y simbólico). ¿Pesa más lo onírico en el poema que en la vida?

En mi caso, y ya sé que es de gente maleducada hablar de uno mismo, los sueños han constituido parte fundamental en la gestación y parto de muchos textos, poéticos y narrativos; características como la realidad, variedad y gratuidad, los convierten en material codiciado. En cuanto a la vida, he de decir que a estas alturas ya no recuerdo, cuando soy preguntado acerca de la procedencia de determinadas historias, si pertenecen al espacio onírico, a mi biografía oficial o a la sarta de mentiras que he ido propagando.   

 

- «Glotón de mí». ¿De quién gustosamente tendría una Gran comilona poética sin importarle empacho alguno?

- Ahora que, con motivo de su muerte se reproduce la famosa declaración de Jean-Claude Carrière: «con Buñuel comí más de 2000 veces», yo podría ensayar un tímido «vi comer, de lejos, en Hyères, en una ocasión, a Saint-John Perse». 

 

- Las analogías que se establecen en la poesía tienen más de voluntad, de alquimia, de azar, de arbitrariedad..?

- En mi poesía (y en menor grado también en mi narrativa) el azar es el conductor favorito, establece sabios compromisos y abre vías insospechadas. Claro, en alguna ocasión, para acallar la mala conciencia que señala como poco serio el discurso, acudo a la voluntad, pomposo término, que fulmina el desvarío y rebusca en el cajón de sastre de la memoria y la cordura.   

 

- «(…) aún resistas/ con esas lesiones/ incompatibles con la vida». ¿De qué cura la poesía? ¿Cuándo la escritura comienza a convertirse en un inmenso sarcófago de repeticiones y palabras muertas?

- Cuando la escritura comienza a convertirse en un inmenso sarcófago de repeticiones y palabras muertas hay que apagar el ordenador, levantarse de la silla, salir del despacho, bajar a la calle y echarse bajo las ruedas de un tranvía o de un deportivo de lujo dependiendo de cuál sea tu orientación política. Ah, y la poesía no cura nada, simplemente a veces, si uno queda satisfecho de lo que ha escrito durante el día, la gélida ceremonia nocturna de introducirse en el lecho resulta menos penosa.  

 

- ¿Cuál es «la distorsión más peligrosa» a la que nos exponemos al leer poesía?

- No he logrado aún enloquecer (pero espero lograrlo) buscando la palabra justa, ese elemento único que consigue cerrar un verso, un párrafo, de modo triunfal. Hablo de escribir, no de leer, pero reconozco que llevo tan lejos mi espíritu perfeccionista que ante un sintagma defectuoso (en un marco de excelencia, se entiende) desespero, me distorsiono, si no logro corregirlo.

 

- ¿Qué tiene Max Reinhartd que nunca tendrá Almodóvar?

- ¡Qué difícil me lo pone, resultan tan parecidos! Ambos de la farándula, ambos nacidos en similares enclaves, Baden bei Wien el primero, Calzada de Calatrava el segundo, ambos de señorial porte. Puede que, y esto lo digo forzando un tanto las cosas, Pedro nunca consiga que corra sangre judía por su sistema circulatorio.   

 

- A usted que usa las redes, ¿le resulta interesante la subjetividad líquida, postmoderna?

- Es un capítulo que muchos quisieran final pero que, matizado, ha venido para quedarse. Pero no es nada nuevo; recuerdo mis comienzos en el mundo literario, en aquellos consejos editoriales, por ejemplo en los de Barral Editores, donde lo que se estilaba era decir la más espectacular boutade, como proponer estrafalarios títulos y autores, a ser posible lituanos, cuando, en una sesión, en la que ya no aguantaba más, solté, «yo fui mujer» Tuve bastante éxito. 

 

- ¿Qué decir «ante el rostro de quien se sienta en el trono»?

- Siempre me han subyugado los héroes grandiosos, los popes lustrosamente uniformados. Y no es que desee usurpar sus tronos, prefiero permanecer en un escalón inferior (obedecer es mucho más fácil que mandar) y de refilón contemplar su rostro, nunca de frente que no vaya a cegarme el brillo de sus pupilas. Estimo que sin épica, sin excesos, no existiría la poesía, ni la novela, ni el cine, ni, desde luego la vida, la vida que valga la pena vivir.

 

- Pienso en la recreación de «Hippogypoi». ¿Qué nos enseñan los bestiarios antiguos?

- En principio los bestiarios medievales tenían intencionalidad moralizadora, extraían ejemplos de conducta a partir de las bestias que cabalgaban en el improbable campo de la realidad fantástica, eran manuales que almacenaban enseñanzas convenientes, encaminadas a desarrollar conductas dignas, correctas. Luego, su estructura moderna, de inventario, fue utilizada por autores proclives a la más desaforada digresión, sustituyendo la certeza que la ciencia aportaba sobre la imposibilidad de unicornios y sirenas, por el uso de arcaicas maneras de redactar e ilustrar las páginas.

 

- ¿Cuál es el último libro que le ha emocionado?

- Sin duda Los muertos y los vivos / The Dead an the Living, de la extraordinaria poetisa (sí, «poetisa») estadounidense Sharon Olds, en la versión bilingüe (muy buena traducción al español de J.J. Almagro Iglesias y Carlos Jiménez Arribas) publicada en 2006 por Bartleby Editores. Libro que ya he destacado en otras ocasiones pero del que ahora he logrado coronar su lectura en inglés, de lo cual me siento sumamente orgulloso y gratificado. 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Pequeños equilibrios

5 de febrero de 2021 10:00:26 CET

Antonov, el último poemario de Antonio Luis Ginés (Iznájar, Córdoba, 1967) nos habla de un balance vital, de quien se detiene y mira tanto al pasado como al futuro, sabiendo ya que muchos sueños se quedarán en nada (“Todos los deseos no van a cumplirse/ Con uno satisfecho bastaría”). Quizás por eso mismo, el sujeto lírico constata que es el presente el lugar al que pertenece, su precario pero irrenunciable hogar. La experiencia no ha traído demasiadas certezas, pero sí la suficiente sabiduría como para comprender (como se sugiere en el poema “Hipótesis del eje”) en qué precarios equilibrios se sustenta nuestro vivir. Estamos ante una poesía llena de referencias biográficas, incluso de anécdotas, y, sin embargo, no se trata exactamente de una poesía confesional: lo importante no son tanto los hechos concretos, como el rumor de fondo de lo que apenas aflora a la superficie y que convierte toda realidad en misterio. Como el sonido en plena noche de ese Antonov, que da título al libro (y que se refiere a un hecho auténtico, un avión de carga ruso que atraviesa diariamente el cielo de la ciudad). Ese visitante nocturno se nos presenta como una presencia que está ahí, pero que no se puede ver y que, de pronto, recoge el saldo invisible de una vida: “Todas las noches a las doce/ el viejo Antonov cruza el cielo hacia la costa./ Es el primer día de frío./ Casi todo lo que me pasó hoy/ pareció intrascendente […]/ Pienso entonces en todos los años/ que puedo salvar de la quema./ Y este frío, por fin, pegado a la piel, evaporando todo el calor/ que aún nos queda dentro”.

 

 La importancia del yo en este libro es evidente, como sugiere también el propio título, que puede leerse asimismo como una referencia en clave al propio nombre del poeta, Antonio, cuyo rostro tal vez es (o no, qué importa) ese que se nos muestra borroso en la portada del libro (¿qué rostro no es borroso al mirarse en el pasado?). Pero conviene no engañarse: estamos ante un yo que no se considera el centro de realidad alguna, sino acaso de su propia existencia (como cualquiera de nosotros). El yo señala así solo un punto de coordenadas, al que no es posible renunciar si no queremos equivocar la ruta. Así, en “Seré”, el poeta evoca nombres prestigiosos (Whitman, Cernuda, Vallejo, Sexton, Machado…) para acabar constatando “Sére mucho menos que todos ellos./ Pero seré yo,/ y a eso me aferro”. Se trata, con todo, de un sujeto que no se concibe a sí mismo sino en relación a las frágiles redes que teje hacia los otros, o que los otros tejen hacia él. La paternidad, la vida en pareja…afloran así, como puntos de apoyo en medio de la diaria desorientación que supone vivir. Una presencia constante es también la de la naturaleza, no desde una concepción romántica de un Edén perdido, sino como pura alteridad frente a la mirada del ser humano, que constata a través de esos seres (animales, plantas…) la realidad irrenunciable de un mundo que está más allá del yo. Árboles, pájaros sitúan al sujeto lírico ante un mundo mudo, sin lenguaje, al que se intenta responder, no siempre con éxito, desde la palabra humana. De ahí el acertado despojamiento de un poema como “Sobre la piedra”, que tiene algo de haiku, no desde luego en su forma métrica, sino en ese deseo, en unos pocos versos, de apresar el instante, en este caso de la perplejidad que le causa al poeta un estornino muerto. “El pájaro, su cadáver ante mí:/ una señal sin respuesta/. He hecho una foto”,  escribe, como si solo la fotografía pudiera dar fe de la mudez no solo del mundo animal, sino de la muerte, otro enigma cotidiano, otro rumor de fondo que nos acompaña, como acompañan los muertos familiares en “Reunión”. El lenguaje no basta, y, sin embargo, son las palabras las que van tejiendo un diálogo del yo con los otros, con el mundo, consigo mismo. El cubano Eliseo Diego decía que la poesía debía ser como una conversación en la penumbra, y eso es Antonov, una conversación en voz baja, de alguien ante el espejo, pero un espejo en que se nos invita a reflejarnos.

 

 

Antonio Luis Ginés, Antonov, Madrid, Bartleby, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

Un libro de frontera

20 de enero de 2021 08:08:36 CET

Desde que en 2008 Jon Bilbao publicase sus primeros libros (el volumen de relatos Como una historia de terror y la novela El hermano de las moscas, ambos en Salto de Página), se ha abierto a pico y pala un hueco dentro de la narrativa española. Es la suya una obra cohesionada y perfectamente reconocible, tanto por sus temas como por su estilo. Fue un descubrimiento de un editor excelente, Pablo Mazo, quien le editó también Bajo el influjo del cometa (2010, cuento), Padres, hijos y primates (2011, novela) y Física familar (2014, relato). Tras un brevísimo paso por Tusquets (Shakespeare y la ballena blanca, 2013), Bilbao encontró acomodo en otro hogar de lujo, Impedimenta, donde goza de la hospitalidad de dos exquisitos anfitriones Enrique Redel y Pilar Adón. Con ellos ha sacado Estrómboli (2016, cuento), El silencio y los crujidos (2018, volumen que recoge tres nouvelles) y Basilisco (2020, novela). Se trata, como ven, de un narrador constante y versátil, dueño de un mundo propio.

Basilisco es un libro de frontera. Y no lo digo solo porque buena parte de la obra se localice en el lejano Oeste, sino porque disuelve los límites entre dos subgéneros consolidados (la novela y el cuento) y entre planos distintos (realidad y fantasía). El libro está compuesto por ocho historias, que podemos dividir en dos bloques. Jon Bilbao juega con la técnica del relato enmarcado. Tenemos una narración principal escrita en primera persona y que transcurre en la actualidad. La protagoniza un escritor de 40 años (ingeniero de profesión) y su familia. Bilbao no pierde la ocasión de tratar asuntos espinosos, ya sean conyugales o filiales; algo a lo que nos tiene acostumbrados. En esta sección encontramos personajes de libros anteriores, que como en las novelas de Miguel de Unamuno, saltan de un texto a otro (me refiero a Manuel y Diana, sacados de la “Crónica distanciada de mi último verano”, insertada en Estrómboli). Bilbao, además, vuelve a localizar el lugar de trabajo de su héroe en una refinería, al igual que hiciera en El hermano de las moscas. Estos amarres nos ayudan a transitar las resbaladizas páginas del libro. Dentro de este bloque, decía, tenemos varias narraciones enmarcadas. Un amigo del matrimonio, James, relatará al novelista en Reno (estado de Nevada) las historias relacionadas con John Dunbar, un legendario pistolero del Oeste americano antepasado de su mujer (y a menudo, aquel cederá la palabra a otros paranarradores, como Clement –un agudo y crítico dibujante documentalista del siglo XIX que deja por escrito en un diario sus impresiones– y su adinerado padre). Este segundo cuerpo de la narración admite una triple lectura. Por un lado, la del mero entretenimiento. No en vano, se habla de expediciones científicas en busca de fósiles marinos que demuestren la existencia del Diluvio Universal, de la profanación de tumbas en pos de una sortija de diamantes… La segunda, y no menos interesante interpretación, descansa en la parodia. Bilbao conoce los roles de los personajes del western, los elementos míticos que el cine de Hollywood ha grabado a fuego en nuestro imaginario, los rasgos indispensables que han esterotipado las novelas que abordan el Far West… y no duda en aludir a ellos para granjearse nuestra complicidad. Como el Kazuo Isihuro de El gigante enterrado (obra que revitaliza la novela de caballerías con el empleo de tópicos de la materia de Bretaña), Bilbao realiza una versión moderna de un género popular, mostrando sus costuras sin tapujos, pero ofreciendo a los lectores un crisol de novedades: la reflexión metaliteraria, la ironía, la estructura experimental (un puzzle incompleto de piezas desorganizadas) y las varias vueltas de tuerca que admite el contenido de la obra. La tercera, y última, de hecho, es para mí la más relevante: la simbólica. La yuxtaposición temporal de los dos cuerpos de relatos (el presente-el pasado) nos invita a establecer una conexión entre los mismos. ¿No será el Oeste, la vida de frontera, el espejo donde se mira nuestra civilización contemporánea? ¿No será su metáfora? ¿Qué supone un desafío mayor: atravesar la tierra de los indios o las aguas revueltas de un matrimonio desilusionado? ¿Qué produce mayor soledad: los cañones de roca del desierto o la falta de comunicación con los padres? ¿Qué espeluzna más: el enfrentamiento con una desalmada banda de criminales o con un grupo de góticos delante de tu niño? ¿Qué produce un cansancio, una fatiga o un odio mayor: hacerte cargo de la vida de otro en medio de una guerra o la crianza de tus hijos con el subsiguiente aplazamiento de metas y proyectos (o incluso su abandono)? Parece que Jon Bilbao nos diga, en el fondo, que la gesta de las mujeres y hombres de hoy en día sea equivalente a la de los colonos y pistoleros que avanzaron hacia el Oeste un siglo y medio antes.

Sostenía José Ángel Valente que el desierto supone una experiencia extrema de interiorización, un espacio de lucha contra los demonios personales. No sé si será el célebre poeta místico (aunque laico) quien resuena detrás de Basilisco –puede que lo haga Mircea Cartarescu, con sus pesadillas alucinadas–, pero lo cierto es que el ingeniero-cowboy de la obra se asoma a sus abismos, a la profundidad de su caverna, a su monstruo interior y cruza la frontera de sí mismo para salir más fuerte. Quizás para cambiarse.

Muy buena novela, Basilisco. Inquietante, punzante, y a ratos, estremecedora.


Basilisco, Jon Bilbao. Madrid, Impedimenta, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ariadna García

El "Des en canto"

11 de enero de 2021 09:12:41 CET

Des en canto, cuarto título poético, con marchamo de autenticación, del poeta y crítico Mario Martín Gijón (Villanueva de la Serena, 1979), llegó hasta nosotros el pasado año editado por otro extremeño, Francisco Najarro, que lo acogió en una hermosa colección del sello chileno-español RIL. Mario Martín Gijón es un escritor de singular trayectoria y uno de los intelectuales con más vocación y con más camino por recorrer en el panorama literario español e internacional. Baste recordar que como poeta ha publicado Latidos y desplantes (2011), Rendicción (2013 —acaba de aparecer su traducción inglesa en Shearsman Books—) y Tratado de entrañeza (2014). Pero la lírica no es el único campo en el que trasiega con pericia Martín Gijón. Con los años, ha desarrollado una vasta obra ensayística con títulos como Una poesía de la presencia. José Herrera Petere en el surrealismo, la guerra y el exilio (2009), la edición, junto al profesor Joseba Buj, de la novela de Carlos Blanco Aguinaga Viajes de ida (Novela histórica) (2018), o el ensayo Voces de Extremadura. El camino de Paul Celan hacia su Shibboleth español (2020). También ha escrito narrativa, destacando Un otoño extremeño (ERE, 2017) o Ut pictura poesis y otros tres relatos (Pre-Textos, 2018).

 

 Pero lo que nos ocupa en estas líneas, permítaseme el oxímoron, es un fascinante Des en canto. Me explico, lo que en los primeros libros de Mario Martín pudiera entenderse como una mera indagación en el lenguaje basado en la ruptura de la morfología del signo, en este poemario es ya un claro afianzamiento de un estilo depurado, de/cantado para remover, como sucede con los mejores caldos, los acallados sedimentos, aromas y texturas del lenguaje. No es habitual toparse en la poesía española actual con ejemplos que caminen por la senda de la extrañeza y este libro es una clara excepción a esa regla. Antonio Méndez Rubio, en la contracubierta, resume: “Mario Martín Gijón vuelca así (en) el poema (hacia) el cielo abierto de los significantes inseguros, del sentido como hemorragia de un lenguaje herido por la crisis común, epocal, ambiental.”. Tanto es así, que el poeta profundiza en la forma escapando de la palabra como límite, como camisa de fuerza y focaliza su mirada, su canto en la idea de ser ritmo si dualidad amorosa. Ya desde el título, Mario Martín Gijón, propone una decantación del sentido de las palabras, multiplicando la pluralidad de sus posibles significaciones por medio de un casi silabeo ingenuo, de un casi balbuceo lírico —que des en canto / de lo perdido—, pleno de un casi desprendimiento y entrega polisémica: la vida, como la poesía, es ofrecerse, entregarse y qué mejor cauce de esa entrega des/interesada que el propio canto, que la propia musicalidad entre/cortada del poema para ensalzar el (en)canto de la persona amada. Pero a la vez, nuestra existencia, la del poeta, se nos re(b)vela en ocasiones con dureza, con la dureza de las aristas de la piedra, con la dureza de la ausencia y el dolor causado por la distancia. Con una estructura circular —pues los poemas parónimos de inicio y cierre: “dedicálogo” y “decá[e]logo” abrazan a las restantes sesenta y dos composiciones—, con juegos anafóricos, con pasajes cotidianos y abundantes detalles de magnífico escritor, el libro nos hace entender la poesía como oficio y como deseo, como juego de contrarios, como acto de generoso desprendimiento de uno mismo. Este eje amoroso, igual que el tronco de un árbol bien trabajado desde la raíz por la naturaleza, se ramifica en otros tantos temas: la crítica literaria en piezas que son verdaderas poéticas y antipoéticas; la crítica a una sociedad en decadencia; sentidos homenajes a poetas, amigos y familiares, destacando la figura de la compañera, del padre o del hijo. Y siempre, desde la reivindicación de una comunicación universal que nos sitúa ante las “marcas” del lenguaje, de lo semiótico y lo afectivo, lindando con la tradición más genuina de nuestra poesía culta y utilizando un abanico de recursos que revitalizan y refrescan el carácter dúctil de nuestra lengua. Si algo determina el lenguaje de este Des en canto de Mario Martín, es su afán por superar la idea —casi momificada— de fondo y forma. El poeta, sin menoscabar las leyes de la comunicación, libera el significante de su atadura denotativa (de corto recorrido) y lo lleva por el camino matricial de cierta asfixia, al tiempo que dota a las palabras de un nuevo na(s/c)imiento. Las palabras, como por mitosis, se dividen, cristalizan en multitud de prismas y los símbolos resultantes —en muchos casos antónimos— se atraen, se repelen, se aprietan, se abren y también sus significados, originándose una cromática armonía de campos asociativos. En el poema “petición”, con el pronombre de 2ª persona en cursiva, incrustado como punta de flecha en el título, leemos: mayor vida / bre / ve[o] / más c[l]ara y sin cera. La dislocación de palabras; la adición de fonemas (letras) y otros signos; el uso de una letra o de una sílaba a modo de bisagra para engendrar un neologismo uniendo términos distantes; la utilización de la cursiva junto a la redonda; la fragmentación de vocablos a lo cubista, a lo caligramático en un mismo plano de la página o en cascada y la utilización de extranjerismos desencadenan la resemantización de las palabras. Estos recursos son la espina dorsal de la poesía de Mario Martín Gijón, son la seña de identidad de un estilo arbóreo que crece natural —a lo Huidobro— y se ramifica desde la firme voluntad de una expresión total, en la que trama y urdimbre hilan lo invisible con lo visible como hila el lenguaje de la vida lo decible con lo indecible. Es verdad que la poesía díscola de Mario Martín no se explica sin la distorsión de lo fonético-fonológico. Pero, en absoluto, se explica solo desde esta agitación convulsa del lenguaje. El resultado de este Des en canto es suma/mente interesante, no porque llame de forma poderosa la atención del lector, sino porque potencia y/o traspasa de forma exponencial el sentido de un discurso poético (actual) que se sabe trillado y banalizado en sus temas. En la poesía de Mario Martín Gijón, como ya escribí en otro momento refiriéndome a sus tres libros anteriores, la huella de lo suced(ido) es devuelta a la vida por medio de la palabra poética en el instante de una extraña entrañeza. Por ello, cualquier lector ante este des en canto / [de] lo que no fue / dich(o/a) no debe erigirse en dueño y señor del texto, más —a su pesar— debe batirse (lenta/mente) en retirada para que sea el propio dis/curso poético el que se abra camino desde su aparente enmaraña/miento hacia el abrazo lector de nuestros ojos.–Javier Pérez Walias.

 

 


  Mario Martín Gijón,  Des en canto
 
España, RIL Editores, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Pérez Walias

La continuación lírica de Ferrer Lerín: Grafo pez

1 de diciembre de 2020 09:24:41 CET

Significa esta obra la búsqueda incesante de Lerín, que no se conforma con haber clausurado su segundo ciclo poético, según la crítica, con aquel tríptico compuesto por Fámulo, Hiela sangre y Libro de la confusión, lugar donde finiquitaba las preocupaciones existenciales y donde nos mostraba parte de su amplio catálogo de manufacturación del poema.

Como rasgo primero, la obra ya nos lanza un acertijo, Grafo pez, en el título, que alude a la teoría de grafos, una parte de la matemática que estudia los vértices y los nodos, y cuya representación es este pez no ictiográfico, que se incluye entre las páginas del libro. Es esta una manera exolírica de trabajar en poesía, recogiendo material hallado en el largo devaneo cultural inagotable de la lírica leriniana.

En su ininterrumpida obra, en su reticular y recursiva manera de escribir, mediante la teoría lírica de los reflejos especulares: obras, que, a su vez, dan otras obras posteriores, teniendo en cuenta que el tiempo, siempre ha sido algo lábil en las líneas heterodoxas del barcelonés, ya que se estructuran sus textos como vasos comunicantes en busca de aquella página magistral de la que hablaba en “Bibliofilia 5”, página maestra, sí, que se pueda intercalar en cualquiera de sus textos, como una pieza autónoma, y , a la vez, novedosa, que no haya sido escrita nunca, y que, al mismo tiempo, recuerde  su particular tradición personal y única. Tal es la dificultad de la lírica leriniana, problema irresoluble, dilema que acata las reglas anticanónicas fijadas por su autor a lo largo de todos estos años.

Aparece entonces Grafo Pez, Libros de la Resistencia, (2020) breve  libro que va a estar compuesto por 19 textos, los cuales, se dividen en dos partes: en primer  lugar, los diez primeros poemas: “La palabra”, “Tránsito”, ”Hippogypoi”, ”Grafo Pez”, “Hermana menor”, “Glotón de mí”, ”Hombre de futuro”, “Plastic World”, más otros dos que se suman a esta primera parte y que el poeta introdujo más tardíamente en la configuración general del libro: “Aves Nobles” y “Jóguar”, que se verán más adelante, y que componen la novedad más reciente con respecto a otros poemas del volumen, algunos de los cuales habían ido apareciendo en publicaciones anteriores, como por ejemplo aquellos recogidos bajo el título de Ciudad Corvina,  Banda Legendaria, (2018),Valencia, en donde dio algunos de los poemas que ahora agrupa en Grafo Pez: “Definición de poema”, “Ciudad Corvina I, II y III”, así como “Aparición / Desaparición de un capitán Mascaraque”, “Caligrafía”, “Triángulo Gmail”, “Andie”, “Mujer molusco y sin fondo”, a los que ahora, en Grafo pez, suma “La hija de Cora”, y “Término”, junto con “Nombre inane” y “Postcuervo”.

La obra de Ferrer Lerín bendice la confusión, la amalgama, o miscelánea, cuyo principio regidor está determinado por su voz lírica. Desde su primera obra, hasta esta última, donde puede comprobarse ese proceder por acumulación, horror vacui temático que aparece de forma orgánica en los diferentes libros del barcelonés, que concede más importancia, como artista total, a la inclusión en sus volúmenes de sus mismas obsesiones en las que va profundizando paulatinamente, antes que definir cada libro como unidad cerrada y conclusa.

De nuevo, vuelven a rastrearse las obsesiones del autor: el cine, la belleza femenina, porque Ferrer Lerín ha hecho de la descripción morfológica de distintas especies, humanas y animales, uno de los rasgos identificativos de su lírica; así como la profunda preocupación por la naturaleza asistemática de su poesía, conocedor de que su obra se encuentra siempre transitando los límites indefinibles de su producción.

 Continúa, por tanto, en esta entrega, con su sistema paleográfico de escritura, basada en textos antiguos, así como los que proceden de recuerdos propios o el hallazgo lingüístico en la historia de la literatura.

Las nuevas plataformas digitales, en las que difunde incasablemente su obra y donde tiene reservado un lugar predilecto. Su antigua preferencia por las actrices, por la belleza que bendice como el practicante de una religión erótica.

Se observa también, en esta nueva entrega, su conocido interés por el cine que puede verse en “Hombre del futuro”, donde habla de la figura de Maximilian Goldmann, Max Reinhartd, creador del expresionismo cinematográfico y uno de los directores teatrales que se inclinaron más por el nuevo arte que por el teatro, sentando las bases de lo que sería el cine moderno.

En “Hermana menor”, se nos refiere la historia onírica donde los procesos naturales toman un papel relevante; el sueño como un proceso fisiológico que depura mediante la experiencia estética del poema: «Los restos de los banquetes, suelo apenas manchado / de agua hervida / y luego enfriada con nieve, miel decocta[…]».

Por otra parte, se muestran las definiciones morfológicas llevadas a cabo en los poemas “Hippogypoi, sin anomalias” o “Grafo Pez” donde describe la forma de un pez inexistente, conocida ya la pasión por ciertas especies necrófagas, así como por la herpetología, y cuyo afán descriptivo, lo lleva también a enunciar las características generales de esta especie, pero que, en el fondo, no es más que un trampantojo lírico, ya que este “Grafo Pez” no tiene que ver con la morfología de ningún animal, sino con  teorías matemáticas, y cuya representación visual es un pez.  Se basa en un material completamente ajeno a lo poético, para crear un resultado novedoso y que sorprende por la brutal desconexión con lo lírico.

Nos adelanta una descripción detallada de la teoría de grafos,(vértices y aristas), que es usada, entre otras cosas, para la computación, las redes sociales y el almacenamiento de datos en la nueva sociedad macluhaniana, donde el hombre ha sido desplazado del centro habitual de atención, convirtiéndose en un proletario cibernético, una mezcla inane de datos informáticos y complejas leyes de seguridad que no lo defienden en absoluto, sino que lo atrapan más en una cadena infinita de repercusiones legales, sociales y sentimentales, y cuya subjetividad, le está siendo arrebatada en una sociedad globalizada.

Y es que este interés por lo cibernético se puede explicar desde el punto de vista de la confusión actual donde la rapidez se impone al reposo, de ahí, su interés por las publicaciones en Internet de sus casos, que conforma el auténtico laberinto post-gutembergiano, la biblioteca infinita a la que aludió Borges en muchos de sus relatos, o la realidad sustituta del sueño de Kafka, lugares por los que nuestro poeta transita de forma reiterada.

La apoyatura en ciertas anécdotas históricas, como la desaparición del niño Etan Kalil Patz en Nueva York, en “La Palabra”, poema que abre el libro y juega también a buscar el origen primitivo de la palabra, pequeñas historias de la historia que él erige en monumentos, en hitos para apuntalar el edificio borroso de su memoria, procedente de la memoria colectiva.

El Simorg en “Hippogypoi”, ave fantástica de la mitología persa, que se ajusta a los gustos lerinianos por las aves y por los bestiarios fantásticos, donde nos procura una definición de sí mismo, una imagen de un hombre confuso: «siempre lector de obras primigenias / atleta de las imágenes / aunque en botánica soy tan exiguo[…]».

“Glotón de mí” está basada en la lectura, como frecuentemente hace, de la Biblia, en especial del Antiguo Testamento, donde hace la redefinición de la creación del mundo natural y su natural traspaso a las ciudades, primer movimiento civilizador tras el paso del árbol a la caverna, verdadera revolución mundial, que conllevó la aparición de la soberbia y la primera confusión de voces, sonidos e idiomas.

«No destruyó la torre, que no le repugnaba, es que /confundió el idioma,  /confundir las lenguas, confundir a las gentes».

En “Plastic World, apud Sagrada Biblia”, retoma de nuevo su interés por ese libro, que contiene, para nuestro poeta, el germen de todo lo escrito, el texto inagotable de la posmodernidad. Nos muestra aquí, de nuevo, la comparación de un mundo objetualizado y consumista, frente a un mundo simplificado y natural, el recogido por la Biblia, pero cuya confusión y cripticismo hemos heredado irresolublemente.

«Se halló la sangre de todos los degollados / La sangre que ocupaba el mar / Que ocupaba los vientres de los peces /Y los vientres de la aves / Pero las tinieblas pasan».

Los últimos poemas introducidos en la nómina oficial de poemas de Grafo Pez son “Aves nobles”, sobre el tema conocido de la ornitología del autor y que compone una de las fuentes más productivas de toda su carrera, así como “Jóguar”, poema que mezcla, por acumulación, una fotografía que sirve como el detonante de todo este texto, todo ello mezclado con la lectura de Juan Bautista Avalle Arce Temas hispánicos medievales, de ahí el componente historicista del texto, que mediante la “paleografía”, vuelve a actualizar significados de sintagmas de crónicas antiguas, así como vienen haciendo en otros libros de su producción; donde también planea la inquietud existencial y la preocupación sobre la figura del padre.

«[…] dio muerte de herejes acusados de relapso / herejes con la tez dispuesta […] Entre mucha polvareda un revuelo de cornejas / cornejas rojas que nunca fueron vistas[…]».

O en «Aves nobles», donde partiendo de la cita historicista, sobre el conocido verso de Garcilaso, que, a su vez, tomó de las Metamorfosis de Ovidio, quizá esa continua transformación es de la que se compone gran parte de la obra leriniana, la interminable metamorfosis de su hipertextualidad, una intertextualidad colindante con los clásicos. Proceso del cual parte, para combinarlo con una oración que coincide con los versos tres y cuatro donde asoma el semiautomatismo de cuño leriniano.

«A Dafne ya los brazos le crecían / convertidos en laurel, / presuntos marsupiales, / en el estío polvoriento.[…]»

Y también una de las claves existenciales de nuestro poeta, la cercanía a la muerte, la obsesión del poema que se repite en un verdadero poeta, así:

«A mi capitán Jarris, el verdadero poeta, / un verdadero poeta debe repetirse siempre, / le daba miedo morir, / ser un paciente indefenso, volverse repulsivo[…]»

Ferrer Lerín juega a sustituir en la segunda parte, “Ciudad Corvina” la realidad por una realidad virtual y nos muestra ejemplos de comunicaciones reales anónimas donde juega a sorprendernos en el inmenso ejercicio de la desaparición de la autoría en el texto; queda patente también en las siguientes líneas donde la escritura es sustituida por una caligrafía esmerada que a su vez trata de remedar una letra de imprenta de un libro editado ya, como la versión de un palimpsesto que por azar se encontrara desterrando la importancia del autor actual para convertirlo en un amanuense de sí mismo.

Así dice: «Recibo correo de un calígrafo[…] se ofrece a caligrafiar mis prosas y versos[…] Responde preguntando qué poema prefiero. Contesto que el que él quiera. Responde con una foto.» La obra escrita por todos, la respuesta en forma de imagen, la transformación de los múltiples discursos convertida en una foto en un tipo de letra que no cambia el mensaje que ya no pertenece a nadie. Sobre el tema de la continua escritura de la obra, de la literatura incesante, que llega a ser una y la misma

En “Mujer molusco y sin fondo” nos muestra otra de las obsesiones de Ferrer Lerín, el mundo de los sueños y su plasmación por escrito, mezclado además con el nuevo lenguaje inserto dentro de las nuevos medios de comunicación que crea una nueva manera de conexión entre los internautas, un nuevo lenguaje en una nueva época:

«He soñado contigo. Estabas abierta en canal, pero no colgabas de un garfio. Tenía frío y pensé que el interior de tu cuerpo, empapado en sangre, supondría un buen consuelo, pero no fue así, el calor te había abandonado.»

En “La hija de Cora”, nos presenta un texto de tipo realista, en la matriz subversiva del estilo leriniano, texto que supone una novedad en cuanto al material al que acompaña, puesto que no había sido publicado tampoco con anterioridad, y que detalla el proceso  degenerativo del cáncer, quizá un reflejo temático de aquel temor de “hombre sensato” que teme a la muerte del Libro de la confusión.

«[…] y me besa en la mejilla. Alguien dice "es la hija de Cora" y luego en la calle de la acequia, la de los ricos, la veo pasar con unas amigas, quizá polacas o quizá gitanas».

Hay toda una gradación temática e intelectual del proceso lírico de Lerín que nos ofrece y que nos explica en el principio de la obra y que nos da una visión de su proceder lírico, una obra basada en la palabra, en ”La palabra”, o, por ser más específicos, en el léxico, que es la principal preocupación del poeta, la exactitud calibrada que hace tan característica su poesía no simbólica, de raíz orgánica. Hasta la última pieza de la primera parte “Definición de poema” donde nos da una visión global  de la suma de interacciones de vocablos hasta cristalizar en el texto poemático.

«[…]La Palabra se fue perdiendo / encogía /al final solo quedó un resto / nada de importancia / una sombra / que nadie ya quería / quedó solo esa cosa laxa / esa cosa de materia fea / que ustedes pronto adivinan. ///

Hasta “Definición de poema”, donde parece que esa palabra queda encarnada: «Un poema es el espacio en el que el aire queda atrapado / en el que se conserva el habla de las aves / y donde habita el gran rey de los desiertos,[…] Un poema incomoda con la duda / a quien alimenta a las tórtolas turcas /a quien seduce incólume al emisario, […]hombres displicentes diestros como nosotros / en el ejercicio de la muerte sobre estólidas masas[…]»

Ese es el trayecto, de la palabra al texto, recorrido ascendente, interminable, la música única como cómplice en contra del olvido en camino análogo al de su producción lírica, de la etimología significativa al texto producido por acumulación de espacios colindantes que cohabitan en alegre disyuntiva en la diacronía textual de Lerín.

 Grafo Pez, es otra incursión en la profundidad hermética leriniana, un proceso estilístico que nos devuelve la arriesgada labor de un poeta que sabe que su producción vino para mostrarnos una realidad diferente, ya que todo el proceso lírico de nuestro autor, significa un antes y un después en la poesía española y, cuyo discurso,  ha sido construido sobre las exequias de la corriente hegemónica castellana, su obra  inaugura los caminos de la otra modernidad.

De lo imperecedero.

Tal vez la inmortalidad.

 

 

 

Francisco Ferrer Lerín, Grafo pez, Madrid, Libros de la Resistencia, 2020.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

Autobiografía lírica

12 de noviembre de 2020 12:10:35 CET

Tras En la salud y en la enfermedad (Pról. Juan C. Mestre, Fugger Libros/Sial, 2004), La prisión delicada (Calambur, 2007), Aprendizaje (Pról. P. Luque, Polibea, 2010) y Nocturno insecto (Tigres de Papel, 2014), acaba de publicar Beatriz Russo La Llama inversa en Huerga&Fierro (2020), en su reciente Colección Rayo Azul, que, de la mano de Oscar Ayala y Enrique Villagrasa, apunta a convertirse en una compilación selecta de referencia con obras de autores de la altura lírica de Alejandro Céspedes, Enrique Falcón o la propia Russo, entre otros. Después de aparecer en el panorama poético de inicios de siglo con un libro prologado por el Premio Nacional de Poesía Juan Carlos Mestre, Beatriz Russo definitivamente se instituye con La prisión delicada como una poeta de voz insólita, con una imaginería desbordante de singular lucidez. Superados experimentos materno-filiales que se sitúan en el orden de lo vivencial más íntimo, en Aprendizaje, posteriormente reportó otra obra de notable altura, Nocturno insecto, donde la autora manifiesta un centro lírico ya plenamente definido en lo formal, mediante un poema en prosa de exquisita urdimbre, así como en su tópica, ya afianzada desde el sustrato de la revelación, desde el subconsciente originario y siempre conformando los grandes temas de la existencia.

La poeta Russo se inserta en la tradición de poesía culta de elaborado discurso y adecuada figuración del lenguaje, que bebe las fuentes del gran Pérez Estrada – y en esta línea igualmente de Gamoneda y ulteriormente Mestre–; sin embargo, también una notable formación como Lingüista e Hispanista le reporta a la autora otras firmes influencias desde el Surrealismo a Cernuda y el 27, también asumiendo los frutos pictóricos e ideológicos prerrafaelitas y de otras corrientes foráneas. Y es que hay en el estilo de Russo una transcendencia de raíz romántica que se observa desde su gusto por el Prerrafaelismo de raigambre más libertario –que cree en la espiritualidad del Arte–, hasta en la expresión de la emoción, la preferencia por la búsqueda de la integridad creativa en referentes tempranos, el idealismo opuesto al materialismo y al realismo –tan agotados en la poesía española que reproduce patrones miméticamente desde hace medio siglo–, la referencia a lo telúrico que vuelve a su esencia al poeta, etc. Del Romanticismo inglés es obvia lectora la autora, de Keats y especialmente de Shelley, de quienes se observan pulsiones en su obra, de la tradición germana se observa homóloga influencia por parte de Hölderling y más claramente de Rilke.

Es de señalar la elección del poema en prosa -creado y concebido por el Romanticismo-, único género poético de creación moderna, ámbito en el que se concreta desde su origen en el Romanticismo germánico para dar notables frutos más tarde en Baudelaire, Rimbaud o Mallarmé entre una larga lista de autores franceses. En nuestra tradición presentó sus más tempranas apariciones románticas en las prosas poéticas de Bécquer, Somoza o incluso Gil y Carrasco. El Surrealismo español brindó los poemarios en prosa de Hinojosa y especialmente dos de Juan Larrea, otro autor referente de Russo, una de cuyas citas abre el libro. La Generación del 27 produjo igualmente el poema en prosa, especialmente Jorge Guillén, Emilio Prados o Cernuda, en su memorable Ocnos (1942) –sería además Cernuda el responsable del primer análisis formal realizado acerca del género en nuestra cultura–. Posteriormente, Cirlot y Valente brindaron más que notables muestras del poema en prosa como también advierte Aullón de Haro. Indica, asimismo, el crítico y epistemólogo que en el poema en prosa adquiere preeminencia el ritmo de pensamiento, lo que en Russo alcanza elevadas cotas por cuanto aúna pensamiento, emoción y Espíritu.

Una vez recogida la tradición temático-formal en la cual se inserta el corpus poético de la autora, hemos de profundizar en La llama inversa, seguramente el mejor libro de Russo, lo que era difícil después del deslumbrante discurso lírico acogido en La prisión delicada. Observemos, pues, los aspectos formales de su elocutio y la forma en que desenvuelve aquí la autora su particular tópica.

De un lado, los contenidos elocutivos del texto se conforman en torno a dos casi simétricas partes, la primera es “La edad de los incendios”, e incluye veintiocho composiciones; la segunda, “Lo efímero humano” reúne veintiséis. La primera se ve precedida por tres citas de Aleixandre, Huidobro y Larrea, que claramente exponen la tradición de revelador irracionalismo en la que se inserta esta obra. La segunda parte se ve introducida por otra cita de Larrea y por una de Louis Aragon por motivaciones similares. Casi todas las citas incluyen referencias al fuego-incendio por su carácter simbólico purificador en asociación al origen, aquí la infancia, lo primigenio en la biografía de la autora: «Primero los cantos, su fricción, luego las chispas, y por siempre el fuego, su hollín, las brasas desde el principio». El fuego es renovación y origen tras la necesaria purificación, también intensidad y vivencia; en consecuencia, el campo asociativo del fuego determina parte del léxico que recorre el texto, donde aparecen brasas, mecha, encendedor, chispas, hollín, cenizas, combustión, crepitar, incandescencia, pira... Así se sirve la autora ya desde el título, de uno de los grandes símbolos antropológicos más arquetípicos para ilustrar el ímpetu de la niñez, luego la revolución contenida de su juventud, la intensidad, el amor y su consumación, para más tarde señalar la redención a través de la renovación de la identidad, al conformarse como adulta que se enfrenta al mundo.

Desde el inicio del libro, formalmente sobresale uno de los rasgos que en el poema en prosa manifiesta su posibilidad –con el trazo de un poeta hábil, lo que aquí sí hay– de mantener cierta prosodia interna que reencauce la prosa en el discurso del género lírico, se trata de la plena identificación de frases y versos que son metros perfectamente construidos, así en forma de endecasílabos como «se posa en una pila abigarrada» o «abajo brillo de sudor y sombras» o heptasílabos «quizá de nuevo el llanto» o «un último suspiro», así como octosílabos, etc., versos que se enhebran en la prosa y otorgan el necesario ritmo requerido por el subgénero.

Si bien el poema en prosa es una composición en donde la idea, el pensamiento, presenta unas mayores posibilidades de desarrollo, también lo hace la narratividad, que sin duda permite la presentación de lo que a todas luces es una autobiografía lírica de Beatriz Russo; no obstante, consideramos que gana la autora en los poemas en prosa en donde predomina la sugerencia, en donde los juegos metafóricos son más abundantes, como en «Desertar es como llevarse la boca al corazón» o en «Rodar como hierbajos en un páramo sin límites», donde late cierta reivindicación por construir la identidad propia al margen de grupos, haciendo ruta en soledad, que culmina en la siguiente composición con un afianzamiento individual ya pleno: «Atrás quedaban las cenizas de un ave herida que aprendió a librarse de la dúctil idiosincrasia de la manada».

Otra singularidad formal que refuerza el valor de la obra es la manera en que cada composición poética se abre a través de una máxima o aforismo: «Lo terrible habita a unos minutos de nuestra voz», «Yo he jugado con las sombras sin temerle al sol», «Habitamos la tragedia de un solo hombre», «Desertar es como llevarse la boca al corazón» o «La boca es el símbolo». O los versos que en sí constituyen un único poema, el más breve del conjunto y más acorde a este referido estilo aforístico, que sirve de impecable cierre a la obra: «Ver nacer produce nostalgia. Ver morir es el principio del vértigo».

Los campos semánticos o asociativos crean un peculiar ropaje de significación natural al texto, que se enraíza en lo telúrico natural, en la vivencia carnal. Así el léxico presenta el hiperónimo aves y pájaros, que recogen los sustantivos hipónimos albatros, papagayo, ruiseñor, trinos y parvadas de aves, gorriones, palomas, pichones y vencejos. Pero el bestiario explícito acoge también hipónimos animales acuáticos como crustáceos, truchas, erizo, cefalópodos, molusco; o terrestres como colmena, escarabajos, grillos, moscas, insectos, reptiles, orugas, gusanos, perros. El orden vegetal también halla su lugar en el léxico: hierba, hoja, raíces, sauces, bosque, musgo, líquenes. Lo mismo sucede con el orden de la tierra propiamente dicha: arena, peñascos, tierra, mar, rocas, y más reiteradamente, la piedra por su enorme simbolismo inaugural y de asentamiento. Sin embargo, esta sobreabundancia léxica acerca de la naturaleza permanece casi imperceptible en el orden de lo temático, no es este un libro bucólico, ni es ‘lo natural’ el topos primero, se trata de una cuestión de estilo, de recuperar lo telúrico a la manera romántica, como base de inspiración del poeta, que se asienta en lo sensible de su naturaleza para elevarse desde allí a la revelación: «Algo tramarán los dioses telúricos para salvaguardar el trono de los árboles», «Si un árbol desecha su hoja, ya no servirá de néctar a las simientes tras esta cortina de humo y polvo», «silencian la labor de las abejas» o «Los bosques ya no recuerdan el peso de la lluvia». La naturaleza, lejos de la divinidad, nos salva: «No importa el soplar del viento y el regular pacto del sol con el paisaje; la calma se extiende con feroz distancia manteniéndose a salvo de todo lo divino», «(...) convivir, al fin y al cabo, con el mar en blanco sin hacerle más preguntas».

Respecto a la tópica de la autora, esta envoltura formal de tratamiento del léxico le sirve a Beatriz Russo para presentar lo que definíamos como su autobiografía lírica. Tal sería el principal eje de la isotopía narrativa en tanto algunos de los poemas en prosa suceden argumentativamente al anterior relatando fases de la vida, como realiza en las composiciones dedicadas en la primera parte al parvulario, la infancia con sus juegos en la calle, la soledad de la adolescente distinta, que sufre la envidia «el suplicio de pedradas» o «Un paseo de labios encendidos maldecía la suerte de mi rostro», las tardes de cine con proyector, las pipas de girasol, la tienda de barrio, los bocadillos desde el balcón, los perros, el barro... Constituye curiosamente una infancia de sabor legendario, más propia de una película de Vittorio de Sica, François Truffaut o de la posguerra española, que de la infancia capitalina de quien debió de vivir como adolescente la movida madrileña con una probable camiseta de Amarras. Tal rememoración de la infancia mediante dicho tono de sabor antiguo otorga una interesante atmósfera al texto que, en nuestra opinión, atraerá particularmente al lector.

La autobiografía vital lírica prosigue en esta primera parte con poemas acerca de un accidente de esquí que obligó a la autora a realizar una dolorosa y lenta recuperación que duró casi cuatro años –sorprende la serenidad del relato–. También incluye poemas sobre el fin de la infancia-adolescencia y sobre la pérdida de la ingenuidad primera tras el amor más doliente. Amor y miedo, amor fallido: «Miraba su rostro con el vértigo de una oruga pendiente de una rama». Y la libertad tras la separación: «Pero mi celda ya era fungible por unanimidad. Afuera me esperaba el infinito con su brillo de esquirlas redimidas»; y tras la superación del dolor, los recuerdos amables: «Reliquias de amor en la faz del tiempo, tributos que permanecen en nuestro afecto ya sellado tras el duelo y su combustión primera». Mas hay siempre duda y aprehensión ante la nueva posibilidad de un nuevo amor: «¨El amor es cosa de los otros¨, pienso, y me resigno (...)».

Si en la parte primera la autobiografía lírica era puramente vivencial, de sucesos existenciales de la autora, la parte segunda presenta la subsiguiente evolución moral o espiritual de la misma, los valores que restan tras el desengaño humano consustancial a la vida, y a los cuales se aferra la autora. Así, tras la renovación y superación de los sucesos vitales previos, queda el amor al hijo y la mención directa a la transmigración de su alma o la metempsicosis del mismo. La madre regresa desde el otro lado: «Te miro desde mi rincón cercano, caverna de hiedra donde aquel agosto te devolví a la luz. Ocurres en mi vida como un ser extraño sin apenas margen para recordarte en tu apariencia anterior», y más adelante, «Alma reciclándose en el abismo. Un último suspiro, un empujón hacia lo oscuro y después, quizá de nuevo el llanto. Luz que nos nace ciegos. Neonato adorado desde su primer latido»; sin el amparo de la religión: «Siempre se hacen dioses con la palabra y se colocan sobre la cúspide como se coronan los tejados con la última piedra. Somos descendientes de la orfandad. Nuestro padre fue el primero de una estirpe de vates impuestos por desorientación. A algunos les cae la fe del cielo (...)». Asimismo, cuenta igualmente con la amistad, aun mediatizada por la tecnología. Mas siempre defiende Russo el margen para la superación: «Regresé al lugar de la catástrofe y donde había sangre ahora crecía una flor»; «Pero yo tengo la destreza de darle la vuelta al mundo». Hay finalmente asunción de la madurez, de la calma ante la espera última, la muerte: «Ya solo aguardan el retorno a su última cuna. La carne entumecida, sin el candor de la piel de larva. Eclosión de la edad siniestra, fervor en su breve distancia hacia el vacío».. Luego también la enfermedad senil o la vejez serena en sendos poemas dedicados al padre y a la madre; también la tierra y el amor redimen: «Pero así como el amor comienza desde la tierra, con su sabor de barro y de simiente, así ha de surgir todo aquello que se erige tras su oscuridad remota». Y de nuevo, la voluntad de regresar al origen, retroceder desde la ancianidad al nacimiento e incluso a un estado anterior.

Sobresale en este sentido la voluntad metafísica, de reflexión de lo vital, que articula el libro y señala el origen: «La pérdida es el regreso inmediato a la inexistencia. Tener y después ya no tener era una cuestión de fuego», « (…) un retorno que se repite como el pálido vuelo luminoso de los fuegos fatuos sobre esta orilla». A veces desde la bajeza de lo sensorial más abyecto y lo escatológico: «Ya no es el lodo que hizo a los hombres, sino el excremento en el que poco a poco nos vamos reproduciendo; amalgama de cenizas apiladas sobre un páramo atestado de gusanos». La escatología se refiere en tanto que ancla a la bajeza natural al hombre: orines, heces, sudor, excremento, «un barrizal de miedo y sombra». En oposición a ello, el agua –en dialéctico juego con el fuego– que redime: «Porque existimos pese a todo y pese a nada, con una explicación que en realidad no importa. Simulemos que nuestras venas son como los ríos y que su caudal de sangre se dirige al mar. Allí, donde el agua no discute su procedencia, ni la génesis de su composición ni su compromiso». Obvia la referencia a los clásicos versos manriqueños, que sin embargo contenían la misma idea que Li Po –o Li Bai– recogiera en un poema siete siglos atrás: «Los hechos y los hombres viajan hacia el morir/ como pasan las aguas del Río Azul / a perderse en el mar...»

La voluntad de reflexión se observa desde el poema primero, donde cita la figura de el pensador. Por otra parte, señala la pobreza del pensamiento contemporáneo al advertir que «también el hombre se inmola con su pensar minado». Además de las referencias al logos, son destacables las alusiones al Verbum, la palabra generadora del origen o a su usurpación por los escritores banales: «Porque el verbo es el soplido que apaga la primera llama», «Hemos caído en la red de los ventrílocuos», «Yo soy testigo de la voz herida y de su canto». Notabilísimo en este orden el poema de la página cincuenta y ocho, en donde critica el mal entendido epigonismo de la poesía coetánea y dicta a los poetas: «Los senderos más certeros se adoquinan con las piedras del verbo y su conciencia».

Además de la libertad y el regreso al origen ante la barbarie de los nuevos tiempos y la depauperación espiritual del ser humano, Beatriz Russo propugnaba el refugio mediante la palabra y sus posibilidades creadoras-redentoras, pero también mediante la alteridad y la agrupación: «Nos cogemos de la mano para protegernos de la redondez del mundo», «Nos arrimamos al de al lado sin conocer su procedencia» o «Un aterrizaje forzoso con toda la humanidad herida cogida de la mano». El trasunto de lo social se observa además cuando refiere «la miseria humana», «los niños de las clases bajas», los «pirómanos políticos», los niños de Ghana que «transitan vertederos» o «Ancianos descomponiéndose entre los cubos de basura se nutren de las sobras», y a propósito de la naturaleza, incluye un poema dedicado al deterioro medioambiental.

Finalmente, hemos de insistir en el notorio uso que de la metáfora hace Beatriz Russo, quien claramente ilustra el poder de narratividad que también posee la imagen. Se agradece la brevedad mediante la que siempre desenvuelve la autora sus obras, de usual densidad metafórica, con lo que la brevedad se ve compensada, y favorece así la más cómoda intelección del lector. La brevedad sería, para Luján y Cerrillo uno de los principales rasgos que distancia la Poesía de otros géneros –y aquí se ejemplifica con gran acierto–, algo que también manifestara y afianzara la calidad de su obra La prisión delicada. El rico poder condensador de la metáfora le permite, incluso desde la relativa brevedad del libro, construir un discurso que acoge y desarrolla, bajo los temas principales, otros subtemas de no menos importancia: de interés social o espiritual, como la pobreza, el medio ambiente, el regreso a la naturaleza, la búsqueda de la verdad a través de la palabra y de la poesía.

Desde luego, sobresale La llama inversa en tiempos de tan débil poesía reinante, cuando los medios amparan, difunden y enaltecen libros donde la ausencia de figuración del lenguaje de la poetica infirma se completa con burdas cacofonías, aliteraciones chirriantes, mediante el discurso descriptivo y explicativo a la manera de la prosa, pero en renglones cortos que pretenden emular la disposición material de los versos; tiempos estos cuando la metáfora es ausente o grotesca en su simpleza, las redundancias son constantes, los asíndeton mal urdidos, ripiosa la sobreabundancia de asonancias internas o irregularidades en las rimas si las hay, y, por añadidura, se renuncia a la parte más sensorial de la poesía, que la acercaba a la música a través de su prosodia o ritmos internos. Contrasta por tanto una obra en donde se aprecia una lúcida voluntad de construcción de un libro notablemente bien estructurado en lo formal y en lo temático, de tono coherente y único, con una figuración del lenguaje ejemplar y una proyección emocionante y universalizadora de la reveladora y abundante sustancia estética poética que posee.

 

 

Beatriz Russo, La llama inversa, Huerga & Fierro, Madrid, 2020.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Idoia Arbillaga

Las mil caras de Orson Welles

28 de octubre de 2020 14:38:28 CET

  Muchos creen que la obra de Orson Welles es de las más importantes de la historia del cine, porque representa un acto de libertad y de creatividad que no tuvieron muchos directores. Bárbara Galway es una joven periodista que, fascinada por la obra del genial director, se propone hacer la biografía del cineasta. Se da cuenta, a lo largo de la entrevista, que Welles tiene dos obsesiones: llevar a cabo la difícil empresa de hacer una cinta definitiva sobre El Quijote, novela que le fascina. La otra es su amor a España que visitó con su padre porque este era amigo de Juan Belmonte, de ahí su afición al toreo desde muy joven, que luego siguió cultivando cuando fue íntimo amigo de Antonio Ordoñez.

  Welles está empeñado en que Steven Spielberg produzca la película pero este le da largas, en esta otra obsesión anida este libro magníficamente escrito, una investigación que el reputado y gran estudioso de la generación del 27 y de Buñuel, va trazando. Me refiero a Agustín Sánchez Vidal, que va dejando su prosa rica y elaborada para que podamos ver, como si de una cámara se tratase, el mundo de la Mancha, todo lo que rodea a ese espacio de luz que fascinó a Cervantes y que obsesionó a Welles. Como dice Sánchez Vidal cuando se enfrenta al Quijote: “A diferencia de tantos libros clásicos, el Quijote no es un residuo arqueológico de mundos ya abolidos. Está tan vivo como sus gentes, fatalistas y sentenciosas, con sus conversaciones oblicuas, enristradas de refranes”.

  En el libro se alternan diferentes paisajes, el de la Mancha, que va describiendo un Sánchez Vidal en estado de gracia que recuerda y evoca esos páramos donde Quijote y Sancho han transitado: “El rustico talonea impaciente buscando a su burro”, pero también el mundo de Welles, el de Hollywood, lo que nos cuenta sobre Rita Hayworth, una mujer fracasada por los maltratos de su padre y de tantos que aparecieron en su vida, pero también de sus rodajes, de las películas que rodó en España, como das a Campanadas a Medianoche y Mister Arkadin. Hay otro paisaje presente, el de la imaginación de Welles, siempre activa, siempre en claroscuros, donde viven seres fantasmagóricos que pasan del Otelo al Quijote, pasando por Mister Arkadin o el Harry Lime de El tercer hombre.

  Merece la pena destacar las cartas que personas afamadas del cine español como María Asquerino o Gil Parrondo envían a Bárbara Galway, útiles para su libro. En ellas vemos al Welles egocéntrico, airado, que trata mal a los técnicos, que pide incluso, de una forma soez, acostarse con la famosa actriz española, la cual le rechaza, provocando la ira del genio. Aquí vemos a un Welles que solo vivía para su grandeza, para su genialidad, para sus películas. Él mismo confiesa que la mayoría de ellas fueron destrozadas en el montaje, lo que le alejó de Hollywood.

   Se alternan los mundos en el libro, la entrevista que va respirando poco a poco, donde vemos al verdadero Welles, el universo del Quijote y la Mancha, que va trazando Sánchez Vidal poco a poco en magníficas descripciones, pero también ese amor por España, que está presente en todo el libro.

  Me quedo con esa imagen de Ronda que transmite Sánchez Vidal, la ciudad que enamoró al cineasta y que le llevó a elegirla como lugar de descanso final: “Y, por encima de todos los lugares, Ronda. La ciudad mágica y ensimismada, la más hermosa que vieron sus ojos”.

   Hay en el libro rica información sobre todo el cine de Welles, pero el mayor logro es esa forma de trazar paralelismos entre ese mundo que imagina, el que proyecta La Mancha y el que produce el cine.

  Yo creo que el mayor objetivo de Sánchez Vidal es trazar una línea donde Quijote y Welles son una misma persona, ambos buscan una quimera, un deseo que está más allá de lo alcanzable. Es ahí donde el libro triunfa, entre el personaje real (Welles) y el imaginado (el Quijote) hay un mimetismo que lo envuelve todo.

  Gran esfuerzo el que ha hecho el gran investigador aragonés para plasmar tantos mundos paralelos, al leer este Quijote-Welles (editado con gran elegancia por la editorial Fórcola con una fotografía de portada donde aparecen Orson Welles y Akim Tamiroff en el rodaje de la película) vemos a dos grandes que buscan lo mismo:  trascender aquello que crean, hacer que sus sueños se conviertan en realidad, desde el mundo de las caballerías al mundo del cine hay un paso en este libro. Todo un reto que Sánchez Vidal ha conseguido. Un libro necesario para conocer mejor a Welles y ver en él al Quijote que siempre fue.

 

 

Agustín Sánchez Vidal, Quijote Welles, Madrid, Fórcola, 2020

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Seducción es el título de su mejor poemario. Seducir es lo que hace cuando escribe, cuando habla. Leer sus libros y conversar con él es entrar en un mundo donde los recuerdos se mezclan con las emociones, las canciones con el cine, las anécdotas personales con la historia. Si hay alguien capaz de atesorar infinitos datos y referencias y compartir su saber con los demás es él. Si hay dos palabras que definen su trabajo y su personalidad son estas: sensibilidad y pasión.

El escritor gallego, afincado en Zaragoza, Antón Castro (A Coruña, 1959) pasa por ser uno de los nombres más destacados del periodismo de este país; no en vano, el año 2013 recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural. Autor de una treintena de títulos que abarcan todos los géneros (novela, relato, teatro, poesía), Castro acaba de publicar un libro que reúne un centenar de perfiles de personajes famosos que, a lo largo del siglo XX, cruzaron las tierras de Aragón. Fruto de un intenso trabajo de documentación y de una exposición certera de los hechos narrados, Pasaron por aquí (Editorial Pregunta) es un volumen escrito con afán divulgativo y estilo vigoroso que oscila entre la crónica y el reportaje. Desde directores de cine hasta músicos de renombre pasando por literatos y estrellas del celuloide, la obra presenta un extenso catálogo de celebridades como Ava Gardner, Maurice Ravel, Günter Grass o Bruce Springsteen. Todos ellos retratados por la mano impresionista de Castro, que, con lenguaje preciso y prosa trepidante, nos ofrece un abanico de relatos plagados de anécdotas e historias semidesconocidas.

El pasado verano, el escritor participó en la decimotercera edición del Festival Expoesía de Soria, una ciudad que no visitaba -según sus palabras- desde hacía cuarenta años. Allí habló de uno de los escritores de su vida, Gustavo Adolfo Bécquer, y de otras querencias vitales y literarias. El encuentro con los lectores propició un reencuentro muy especial con un puñado de amigos. Allí, en la cálida noche de la capital castellana, tuvimos ocasión de departir con él distendidamente, de disfrutar de su sabiduría enciclopédica y de su profunda humanidad, de reír y escuchar de su voz melancólicas canciones gallegas; todo ello regado con buen vino, orujo de la tierra e irrefrenable alegría.

 

“Cuando te zambulles en un tema, compruebas que hay una verdad oculta”

- ¿Cómo surgió la idea de la serie Pasaron por aquí?

- Siempre me han interesado mucho las personas de la cultura, del deporte o de cualquier aspecto de la vida social, con personalidad, que habían estado en Aragón y especialmente por Zaragoza, que es la ciudad donde vivo desde 1978… Ensanchan el imaginario. Había escrito a menudo sobre ello, por ejemplo sobre las 50 horas de Albert Einstein en 1923, y surgió un poco azarosamente. Era algo que estaba ahí, y a Ana Usieto, coordinadora de un suplemento de sábado de moda y nuevas tendencias, le interesó el tema. Y así empezamos. Era una página completa, salvo la luna de miel de Nino Bravo y su mujer María Amparo en Gallur, que fue doble. Hice casi 100 entregas.

- ¿Qué es lo que más le fascina de los personajes que ha retratado, más allá de que todos hayan pasado por Aragón? ¿Qué hilo común los une?

- En primer lugar, cómo viven las ciudades, los pueblos, los paisajes. Por lo regular, salvo Unamuno y Lobo Antunes (a quienes no les gustó Zaragoza), lo que vieron les emocionó y hablaron de ello. Cómo se adaptan, cómo conectan con la gente o sencillamente como se aíslan para hacer bien su trabajo. No es fácil saber qué hilo les une: se interesaron por los monumentos, por la jota, por algunas tradiciones, por la gente, y de otros se sabe poco. Por lo general dejan una aureola, un feliz recuerdo, y de muchos se sigue hablando todavía: de Tyrone Power, de Uma Thurman, de Einstein, de Anthony Quinn, de Dalí, de Josephine Baker, y de multitud de cantantes. Su presencia también coloca a Aragón en el mundo de una cierta modernidad.

- Hay en el libro un gran trabajo de documentación.

- Cada texto alienta desde tres lugares: la documentación del periódico, que ha sido capital y nos permitió descubrir cosas que apenas sabíamos; las documentalistas Elena de la Riva y Mapi Rodríguez fueron mis mejores cómplices y me regalaron hallazgos incluso sospechosos: en el diario Heraldo se decía que Charlot había estado en Zaragoza. Era, en realidad, uno de sus muchos imitadores profesionales. Luego, he estudiado la historia de la comunidad a través de libros, crónicas, vídeos y búsqueda en archivos y consultas con expertos. Y en tercer lugar también he buscado testimonios, gente que hubiera vivido tal o cual visita: Jeanne Moreau en el Teatro Principal, El Guerrouj en un colegio, el acompañante de Uma Thurman a comprar unas botas, el bancario que atendió a Nino Bravo en Gallur, antes de un concierto. Una cosa que compruebas siempre cuando te zambulles en un tema es la cantidad de inexactitudes y de lugares comunes que hay y que hay una verdad oculta.

 

“No hay nada más sorprendente, con más matices, que la realidad”

- ¿Cuál es el secreto para escribir un buen perfil o un reportaje?

- Investigar, buscar todos los datos, elaborar el contexto, no conformarte con poco o lo inmediato, y luego contarlo con precisión, con imaginación y ritmo. Como se cuenta un cuento o una buena historia. Con pasión y sin traicionar un ápice la verdad. No hay nada más sorprendente, con más matices, que la realidad, que a menudo parece un sueño o resulta completamente inverosímil.

- En sus libros se da un continuo trasvase de géneros: su narrativa contiene buenas dosis de lirismo, sus poemas toman -a veces- la forma del relato, sus crónicas beben de lo que en Latinoamérica se denomina periodismo literario. ¿Cómo definiría su último libro?

- En este libro hay un poco de todo: la crónica, la investigación (por ejemplo, esa historia de amor de un joven Julio Iglesias en Barbastro; se le coló una mujer en su hotel y pasó la noche con él), el retrato, el cuento, y sí hay un trasvase constante de géneros. Lo importante es acercarnos al personaje, qué vio, qué hizo, qué sintió, etc., y construir un texto que parece invitarte a decir: “Quiero saber más”. Yo me he formado leyendo a Cunqueiro y Manuel Vicent, especialmente. Pasaron por aquí es un libro entretenido, de curiosidades, de detalles, de grandes personajes, y creo que en el fondo es una crónica cultural y social de la vida española, no solo aragonesa, de los últimos 120 años. Hay, agazapada, una pequeña historia del mundo: la ley de la gravedad, el music hall, el teatro, el circo, Hollywood, el arte, el rock and roll, el ballet, la política, muchos aspectos del franquismo, la transformación de España que se abre a los grandes conciertos...

- ¿Qué supuso para usted la concesión -el año 2013- del Premio Nacional de Periodismo Cultural?

- Había estado una vez en el jurado y ni se me había pasado por la cabeza que un día pudiera ser el elegido. Fue para mí completamente inesperado y precioso… Cuando me llamaron del Ministerio de Cultura pensaba que me iban a pedir un texto o que integrase algún jurado. Cuando me comunicaron el premio, me senté y me eché a llorar como un niño. Era un premio a 26 años de trabajo en El Día de Aragón, en El Correo Gallego, en El Periódico de Aragón, en ABC Cultural y en Heraldo de Aragón, en la televisión autonómica y muchas revistas que me han acogido: Eñe, Librújula, Turia, Mercurio. Y lo sentí como una mirada hacia la periferia y como un premio coral que distinguía suplementos literarios, programas de televisión como El Paseo de las Artes y las Letras, Viaje a la luna, Borradores, ciclos literarios, etc., y a mucha gente que había trabajado con entusiasmo desde Aragón. Me hizo sumamente feliz y me ha dado un poco más de visibilidad. Y también de responsabilidad. Cada vez que releo un trabajo mío pobre, descuidado, rutinario, me siento fatal…

 

“Me gusta medirme constantemente en todos los géneros”

Un periodista que escribe novelas. Un narrador que escribe poesía. Un divulgador de la cultura. ¿Qué es Antón Castro? ¿Quién es? Si seguimos las huellas biográficas que aparecen en sus libros, encontraremos autorretratos como este: Vivo en la cuerda floja. Mi ánimo pende de un hilo invisible, soy fatalista y enfermizo. La cita está extraída de su poema Amor y bricolaje. En la misma obra, Seducción, deslumbra Amor de madre: una carta que retrata a un niño enamoradizo y silencioso, apasionado del cine y la literatura. Una carta que es una despedida de la patria de la infancia. Si los relatos de Golpes de mar están llenos de naufragios y destinos inciertos, su novela Cariñena documenta la huida de su Galicia natal: los trabajos precarios en tierras aragonesas, las lecturas iniciales y las fantasías eróticas, su llegada al mundo del periodismo. Se establece definitivamente en Zaragoza en 1978: vive allí desde hace más de cuarenta años. Desde hace veinte dirige el suplemento Artes y letras de Heraldo de Aragón. En medio quedan infinitas notas de blog, programas de televisión, un buen puñado de libros.

- ¿Qué le queda por explorar a un escritor que ha publicado más de treinta obras?

- A veces tengo la sensación de que aún no he empezado. Me gustaría hacer una novela ambiciosa, de aliento, de personajes, ese libro al que le doy vueltas y que no encuentro el tiempo de enfrentarme a él. Y tras seis poemarios desde 2010, quisiera hacer uno objetivamente bueno, sin prisa, muy meditado, sin ansiedad. Creo que me quedan muchas por explorar, y me gusta medirme constantemente en todos los géneros.

- Siendo la suya una literatura de inspiración autobiográfica, ¿le tientan géneros como el diario? ¿Se ha planteado avanzar en esas memorias de juventud que son Cariñena?

- He intentado hacer un diario sistemático y lo hice durante un tiempo a través de mi blog, pero soy tan desordenado y disperso que me cuesta mucho culminar proyectos. Soy lector de dietarios, me apasionan. El último que me conmovió ha sido el de Héctor Abad Faciolince. Me sentí reflejado en muchos momentos. Y sí, he empezado la continuación de Cariñena: mis seis meses de camarero de bingo cuando iba a ser padre, con apenas 21 años, entre octubre de 1980 y abril de 1981. Ando con ello y quiero que sea también una pequeña historia de esa época, y un viaje a mi propia memoria, cuando apenas tenía donde caerme muerto. El día que nació mi hijo Daniel, se acababa mi contrato y me mandaron a la calle.

 

“ El periodismo enseña a mirar el mundo, a ser críticos”

- En estos tiempos difíciles que vivimos, ¿debe ser el periodismo, además de un canal de información, un instrumento de denuncia?

- Más que nunca. El periodismo es una tentativa constante de intentar decir lo que pasa desde la verdad, que siempre admite matices e interpretaciones, pero no manipulaciones, falsedades o infamias. Y si observas eso, si cultivas la honestidad, la denuncia sale porque es un mundo sumamente injusto. Lo vemos en la pandemia: importan más las trifulcas de partido que el deseo de solucionar los problemas de la gente en lo esencial como es el miedo, la muerte, el desamparo, la absoluta incertidumbre. El periodismo enseña a mirar el mundo, a ser críticos, y si eres honesto la denuncia y la crítica salen solas.

- ¿Dónde acaba la libertad del articulista que trabaja para un medio público?

- Uno de los principales problemas es que ahora se han instalado más que nunca diversas censuras. Hay muchos periodistas que quieren hacer bien su trabajo con responsabilidad y libertad, y se arriesgan. Y son los más. Pero la censura ahora llega de muchos frentes: de tu propio medio, del Gobierno, de la publicidad. Un periodista, ante todo, se debe a la información y al respeto a sus lectores. España se ha empobrecido y retrocede en ámbitos de libertad y tolerancia, y por ello también se resiente la profesión.

 

“Hemos hecho el mundo más estrecho y más reaccionario”

- Especialmente en algunas manifestaciones artísticas, y al contrario de lo que pudiera parecer, la censura sigue existiendo.

- Hemos hecho el mundo más estrecho y más reaccionario. Las conquistas de la libertad de expresión que se consiguieron en la primera transición se están viniendo abajo. Todo el mundo se siente agredido por algo. Y no eso: tenemos que ganar en libertad y no ser prisioneros de la suspicacia, de lo políticamente correcto y de la intolerancia.

- ¿Qué es lo más gratificante de un oficio -a veces, ingrato- como el periodismo?

- Aprendes a diario y debes estar en alerta. El mundo no se para jamás y la información tampoco. Siempre aparece algo o alguien que te conmueve y quieres contar.

- ¿Qué reto tiene pendiente en este campo?

- Ha cambiado tanto nuestro oficio, se tiene que trabajar tan deprisa, que ahora lo que me gustaría es recuperar tiempo y sosiego para que la calidad de los textos sea impecable. Me gustaría intentar escribir textos que pudiese leer alguien dentro de un siglo o dos. Y me gustaría editar algunas de las series de verano de personajes que he publicado. Aprendo todos los días de los jóvenes, y me doy cuenta de cuánto me falta por llegar. Intento seguir en el camino cargado de ilusiones y de curiosidad.

 

“Creo que me han faltado lectores”

- ¿Qué balance hace de su trabajo periodístico y literario después de tantos años?

- Nunca se está contento con lo que se hace. A veces, repaso mi obra, lo que he escrito, y me doy cuenta de que he hecho muchas cosas con entrega, con pasión y con placer. Que he disfrutado y que he buscado belleza y emoción. Creo que he escrito dos libros de cuentos aceptables, El testamento de amor de Patricio Julve y Golpes de mar, los dos han tenido varias ediciones y aparecieron en Destino, me retrata mi novela corta Cariñena, en proceso de adaptación al cine, y hay algunas páginas bonitas en mis poemarios Seducción y El musgo del bosque, en Mujeres soñadas y El dibujante de relatos, etc. Y me ha gustado mucho escribir literatura infantil y juvenil, especialmente El tango de Doroteo. El balance para mí es bueno, ha sido muy provechoso, pero pienso sinceramente que lo mejor está por llegar. O al menos me hago esa ilusión. Y, como me dijo Manuel Vilas tras publicar el libro de Lou Reed, creo que me han faltado lectores. Pero eso creo que lo diría cualquier escritor.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Íñigo Linage

La mirada de Ángel Guinda a la vida

13 de octubre de 2020 12:07:17 CEST

 

  Ángel Guinda es uno de los poetas que ha ido dejando una trayectoria de gran sensibilidad, uno de esos poetas que al leer sus versos parece que ya te comunicas con el hombre afable y bueno que lleva dentro.

   Ahora llega Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones, editado por Olifante, una editorial que ha ido dejando su sello en muchos poetas con el esmero y el cuidado de sus libros accesibles y bien editados, de la mano de Trinidad Ruíz Marcellán.

   Los deslumbramientos se convierten en destellos donde vive el verso, una luz germinal que encuentra su propio espejo. En el poema “Las desapariciones” ya vemos ese caminar a la muerte, nuestro único sendero tras el tránsito vital, el poeta lo dice con la certeza de su madurez, de su paso cierto ante la vida.

“La vida es nuestra. / Nosotros somos de la muerte./ (Cuando la vida se va como un borrón / el sol se esparce como un huevo roto) / A cada uno acallará el silencio, / arrasará el olvido a cada uno. / ¿Desaparecerá todo lo aparecido? / Así fue, así es, así será”.

   Envueltos en la madeja de la tela del tiempo, somos solo seres efímeros, que vamos caminando a la muerte sin remisión. En la sencillez de los versos hay también un destello de ese tiempo que se va y que nos recuerda al Cernuda  de “Donde habite el olvido”, seremos solo huellas que el tiempo borrará y cuando ya nadie pronuncie nuestros nombres, todo lo envolverá el silencio definitivo.

  Ángel Guinda sabe que toda presunción es vana, somos seres en derrota, que nos creemos todo pero que en el fondo no somos nada, como dice muy bien en el poema “La sencillez”:

“Nos creemos colosos. / ¡Somos insignificantes! / Tenemos esta vida en alquiler”.

   No nos pertenece nada, porque en el fin el contrato se termine y volvemos a la nada de donde vinimos, lo que me recuerda al poema “Lo fatal” de Rubén Darío, donde expresa esta realidad que nos amenaza:

“Dichoso el árbol que es apenas sensitivo / y más la piedra dura, porque esa ya no siente/ Pues dolor más grande que el dolor de ser vivo / ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.

   La vida va tejiendo en sus hilos nuestro ser, nuestra capacidad de amar pero el dolor está siempre presente y nos persigue hasta el final de nuestros días. Lo sabe bien Ángel Guinda porque los deslumbramientos son también certezas, como la familia (en el poema del mismo título), que ya no es aquel primer fogonazo de luz de la niñez, que todo lo descubre y nos hace felices, como nos recordaba en su poesía Francisco Brines, sino un quejido, una fractura, una huella en la derrota:

“¡Hasta lo más compacto acaba disgregándose!”.

   Y el desencanto que late en el libro, que se respira en sus hojas, al pasarlas vamos viendo una vida, un hombre que ya sabe que el espejo que le mira le dice verdades, ya no hay sueños a los que aferrarse. En el poema “Espejismo”, Guinda ya sabe que está al otro lado, donde ya no hay quimeras, sino certezas de un tiempo que quema en las manos:

“Yo soñaba de joven / con un mundo mejor. / (El sueño no se hizo realidad)”

   El poema termina con ese eco que le dice que jamás alcanzará el mundo soñado, al igual que el poema titulado “El viejo”, donde este ya no espera nada de nadie. La vida ha ido abriendo grietas, fisuras, que nos hacen más frágil, nos vamos preparando hacia la nada que es la muerte.

  En las recapitulaciones nos deja consejos, advertencias, miradas a la vida que va cediendo en su paso inexorable hacia el final.

  Todo el libro asume esa condición, el poeta ya está en el reverso de la vida y consciente de ello nos regala un testimonio que se hace luz y sombra cuando leemos sus versos. Guinda nos abre una ventana al tiempo y sabe que este ya se va cumpliendo.

   A través del libro navegamos hacia ese espacio donde la luz se hace sombra y el niño que fue ya ha dejado sus sueños en la nada del tiempo. Un libro donde la emoción está siempre presente porque late en versos verdaderos. Los deslumbramientos son los destellos que han dejado en el poeta una luz que siempre contiene sombras.

 

Ángel Guinda, Los deslumbramientos. Recapitulaciones, Zaragoza, Olifante, 2020.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Tres nuevos cuentos cortos

13 de octubre de 2020 12:02:18 CEST


Como una vieja Sherezade

 

Una noche más obligada a inventar una nueva historia que le permitirá seguir viviendo. Sobre un papel, lentamente, inicia un relato cuyo interés prolongará unas horas más su vida. Resistir el vértigo, sostenida por la fiebre de encontrar un final aceptable para el enigma planteado.

Como una vieja Sherezade que cada madrugada se engaña, ya solo a si misma, aplazando el destino que tiene adjudicado, desafiando la necesidad con el deseo, resistiendo, refugiada en un papel, la certeza de que será finalmente abatida. Alcanzar el amanecer es la victoria. No hay más recompensa que el júbilo de quien siendo pequeño ha logrado parecer fuerte.

No hay misterios que desvelar, solo la alegría de saberse diestro en el juego, de saber amagar contra la parte más oscura de uno mismo. Como el niño que es feliz ganando con trampas sus partidas solitarias. Engañar al engaño en el que, sin salida, nos sumerge el tiempo.

Poder mirarse al espejo sabiendo que queda siempre por levantar otro velo y descubrir algo nuevo, quizás una sorpresa, en el rostro cansado que ve todos los días.

No ha sido capaz de encontrar más que cuentos para escapar del presente inexorable, en el que cada noche, como un titán, tiene que abrir un paréntesis.

 

 

 


Horizonte


Instintivamente volvió a acercarse a la ventana y a mirar la pared que era su horizonte constante desde que se mudó a aquel piso. Encendió el penúltimo cigarro de la tarde, llevaba seis meses viendo cada día ese muro que, en un primer momento, no imaginó que pudiera llegar a convertirse en una presencia continua. Había llegado a conocer cada uno de los cambios de color que a lo largo del día la luz iba dibujando en la pintura gris, cada sombra producida por las antenas de los tejados vecinos al interponerse en el camino del sol, y el lugar exacto en el que aparecerían las manchas de humedad los días de lluvia según soplara el viento.

Incomprensiblemente, su casa estaba construida frente a la pared medianera de otro edificio en lugar de pegada a él; nadie parecía conocer la razón.

Pasaba horas en su ventana como si en lugar de un muro pudiera ver la ciudad entera desde su casa. El desinterés acerca de las vidas de los demás, de nada que no fueran sus densos recuerdos, hacía que el panorama le resultara tan atractivo como el que hubiera podido contemplar desde el ático más caro de la ciudad.

Cerca de los setenta, y habiendo viajado por el mundo le bastaba aquella pared para consumir su tiempo mirándola. Lo que casi todos considerarían aburrimiento era para ella un privilegio y agradecía intensamente la falta de deseo que la alejaba del resto del mundo, estaba cansada y solo necesitaba pequeñas comodidades y vecinos discretos. Había decidido ocultarse de todos aquellos a quienes había conocido y casi olvidado.

Algunas veces también miraba sus manos, que se iban haciendo extrañas, cada vez más, eran las manos de una vieja. Recordaba el tiempo en el que la vejez parece que no vaya a alcanzarte nunca, como la enfermedad o la muerte, el tiempo en el que miras al mundo con ojos altivos y a los adultos con condescendencia, y de pronto, casi sin aviso previo, allí estaba. Ya era como ella recordaba a su abuela, las mismas arrugas, las manchas en la piel, las canas, un ligero temblor en la voz... No tenía espejos en la casa, solo se podía ver de pasada reflejada en los cristales de la ventana, no quería sentirse obligada a llevar la cuenta de los desperfectos. En cambio, por las noches contemplaba su sombra proyectada en el muro por el flexo de su mesa. Su sombra apenas había cambiado, en ella sí se reconocía, reconocía la imagen en negro de sus dedos largos, el movimiento de su pelo al levantar la cabeza, sus gestos con el brazo mientras fumaba... Durante unos minutos recuperaba la seguridad que, durante años, le dio su belleza y que al final había resultado tan inútil como todo lo demás. Jugaba un rato sabiendo que algún vecino podía observar sus juegos, bebía unas copas, algunas noches bailaba un poco y cuando se cansaba apagaba la luz. El día siguiente volvería a ser igual, horas que pasan sin traer novedades, la vida siguiendo su curso fuera, sin llegar a salpicarla, mientras ella no la miraba a través de su ventana. Estaba segura de que no le quedaba nada por hacer y comenzaba a pensar que un día, cuando se cansara de contemplar ese gris incesante, se decidiría a abrir la ventana y salir.

 

 

 

¿Cómo puedo excusarme yo por no ser capaz de no leerlas?

 

Qué agradable resulta olvidar quién eres y disfrazarte con la piel de otro; aunque ese otro no sea mucho más afortunado que tú. La tristeza que siento al leer sus cartas no es la mía y, por ello, resulta más soportable. ¡Pobre hombre! Después de los cuarenta, uno ya no debería sentir ciertas cosas. Y menos aún escribir sobre ellas.

¿Pero cómo hubiera podido adivinar que la fría admiración de los eruditos acabaría publicándolas?

¿Cómo puedo excusarme yo por no ser capaz de no leerlas?

Me conmueve su amor en vilo, pendiente del correo, de barcos que cruzaban el Atlántico y trenes que atravesaban Europa. No quiero llegar al final porque sé que, a pesar del esfuerzo y el amor convertidos en miles de palabras, esa pasión cayó derrotada y se hundió en amargura y dolor para él, y casi en indiferencia para ella.

Otras en su lugar se hubieran sentido afortunadas.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eve Ferriols

Leyendas patrias

4 de septiembre de 2020 08:20:25 CEST

Esa noche, todos los televisores transmitieron la misma señal: en primer plano aparecía la cara de quien muchos habíamos alentado, solo que ya no sonreía con suficiencia. Mostraba cierta forma de perplejidad, como si de pronto se hubiera despertado en una tierra remota, algo hostil. Más aún cuando en la pantalla apareció Alberto Fujimori, el triunfador de las elecciones. Entre los gritos del público y los flashes, Fujimori y Vargas Llosa declararon ante la prensa nacional y extranjera, se tomaron las manos y las alzaron en señal de victoria. Pocas horas después el escritor subiría al avión que, por fin, lo llevaría de regreso a Europa, y abandonaba así a los peruanos en ese sueño que, sin que nadie lo advirtiera, ya comenzaba a convertirse en delirio. Uno de esos delirios donde todo sería posible, y que nadie sabría cómo contrarrestar, ni tan siquiera contar. Porque, según afirman, las palabras resultarían demasiado justas.

Recuerdo que subimos a la azotea con mi padre. El cielo estaba cubierto y sin estrellas, pero pudimos ver el avión haciéndose cada vez más chiquito hasta desaparecer en el horizonte. Quisimos creer que era el avión que se llevaba al escritor; sin embargo, de inmediato otro avión surcó el cielo. Y luego otro. De hecho, nos acostumbraríamos a ver aviones sobrevolar la superficie de ladrillos, montículos de arena y piedras. Parecían ballenas repletas de náufragos dispuestos a comenzar desde cero, más allá de esa humedad que oxidaba y carcomía sin descanso. Cuando bajamos de la azotea, todos dormían, no se oía ruido alguno a no ser por las voces que salían de la pantalla. El comentarista vaticinaba un gran futuro para nuestro país; por fin, habíamos elegido un presidente que, con honradez, tecnología y trabajo, nos sacaría del abismo.

Pese a las admoniciones de mi madre —había que abrir los ojos, debíamos irnos mientras fuera posible—, mi padre decidió que nos quedaríamos a dar batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No entendí muy bien a quién se refería. Tampoco busqué comprenderlo. Me preocupaba más lo que ocurría en el barrio. Finalmente, habíamos llegado a la final del campeonato interbarrial. Estábamos ansiosos por levantar la copa, que hablaran de nosotros por todas partes; eso sí, sabíamos que iba a estar tranquísima. Los de San José, nuestros rivales, habían encontrado un refuerzo inesperado. Se llamaba Perico y jugaba en los calichines de Cantolao. Lo habíamos visto jugar en la semifinal: técnico, veloz y quimboso, él solito podía ganarle a todo aquel que se le cruzara en el camino.

Si mal no recuerdo, poco después, mi padre se lanzó a la construcción del segundo y tercer piso. Sin que él se diera cuenta mi madre se acostumbró a mirarlo desde el marco de la puerta. Otra vez estaba perdido en las nubes, como ella siempre decía, algún día por fin se estrellaría. Mi padre apenas advertía sus comentarios o admoniciones. Frente a él tenía extendidos los planos de la casa, aquí estaría el cuarto de los chicos; al lado, el de ambos; acá tendríamos un jardincito, hasta una terraza en la que podríamos hacer parrilladas. En este mismo lugar, señalaba con el índice, acondicionaría su consultorio particular. ¿Se imaginaba? Por fin, podría recibir a los pacientes del barrio, del distrito, de la ciudad entera. En lugar de responderle, mi madre se daba media vuelta y regresaba a sus ocupaciones.

Conforme pasaron los días, las semanas y los meses, cedimos a esa expresión demasiado prolongada de lo provisorio: los colchones por el suelo; el bidón de agua para cocinar, lavarse las manos, evacuar el baño; los hierros desnudos y doblados que ya empezaban a enmohecerse. En el fondo sabíamos que los obreros habían dejado de venir, no tanto porque el sindicato estuviera en huelga, como por falta de pago. Nadie decía nada, dejábamos a mi padre partir cada mañana rumbo a la clínica donde trabajaba. Bajo la excusa de falta de liquidez ya no le remuneraban una parte del sueldo. Lo poco que ganaba apenas nos daba para comer y cancelar las mensualidades de los colegios. Una vez que mi padre se iba mi madre guardaba los planos en el ropero. Una película de polvo recubría la mesa. Ella se apuraba en pasarle una esponja húmeda para que pudiéramos posar nuestras tazas y cuadernos. Siempre hacíamos las tareas a última hora.

Cuando comenzó la guerra con el vecino Ecuador hacía varios días que los planos ya no salían del armario. Cada noche, frente al televisor, mi padre maldecía, qué carajos, por un miserable pedazo de tierra morirían cientos. ¿Por qué no regalábamos de una vez ese terreno a los ecuatorianos? En la pantalla, aparecía el presidente Fujimori: hablaba de valor y sacrificio. En medio de la selva más inhóspita, señalaba un mapa, indicando que se encontraban en territorio liberado de manos enemigas. Allí mismo la historia levantaría el edificio de su orgullo nacional. En el cielo oscuro los aviones Mirage sobrevolaban nuestras cabezas, haciendo sonar las alarmas de los carros, y rajaban una que otra ventana. Pero a nadie, salvo a mi padre, parecía importarle. Los comentaristas destacaban la potencia de nuestras Fuerzas Armadas, el final de la guerra era inminente, decían, el país entero celebraría una gran victoria. Mi padre estuvo de un humor de perros durante esos días, pero ya había empezado a calmarse con unos sorbos de cerveza o ron o pisco, lo que fuera. Le debían no sé cuántos meses en la clínica y cuando se le ocurrió reclamar le respondieron que no tenía más que renunciar. Y sanseacabó.

Tiempo después, perdimos otro campeonato, una vez más frente a los de San José. Diez minutos antes del final el árbitro nos anuló un gol. Después, el maldito de Perico nos metió dos. El segundo fue anotado con una clarísima mano que, como era de esperarse, el árbitro nunca vio. Ni siquiera después de que pitara ese gol nos descompusimos. Al contrario, batallamos con todo hasta que, un par de minutos antes de que terminara el partido, el árbitro se negó a cobrar un penal que me hicieron en el área chica. “Árbitro vendido, pito regalado”, saltó todo el barrio en las tribunas. Terminamos en pelea con el árbitro, el equipo contrario, el barrio de San José enterito. “¿Ya te viste la rodilla?”, dijo mi padre en el carro, con cara que no anunciaba nada bueno. No le respondí, la radio hablaba del éxito nacional en el conflicto contra el Ecuador, ahora seríamos un país no solo pacificado, sino que, también, unido. Al rato llegamos a la clínica, detrás del Palacio de Justicia. Mientras íbamos a que me hicieran la radiografía, nos dejábamos saludar por las enfermeras, administrativos y colegas de mi padre con una mezcla de estupor y distancia. No sé por qué razón mi padre me pareció uno de esos comediantes que pierden la careta en medio de la escena y frente a todos los espectadores. Quizá en ese momento, sin ser consciente, empecé a comprender muchas cosas acerca de él.

Mientras esperábamos a que me dieran de alta —fractura de rótula—, me animé a pasear por la clínica. Tendría que utilizar muletas, así que lo mejor era aprender de una vez a caminar con ellas. El médico me había prescrito varias semanas de reposo y después rehabilitación, si es que quería seguir jugando al fútbol. La verdad, nunca más volvería a jugar. Y me pregunto hasta qué punto fue determinante ese paseo que di en la clínica, aprovechando que mi padre se atareaba en cancelar la cirugía y terapias posoperatorias. Había escuchado decir que allí estaba internado Teodoro “Lolo” Fernández, el mítico cañonero, quien campeonó con Universitario, triunfó en los Bolivarianos y nos llevó a la victoria en las Olimpiadas de Berlín. Mi padre me había contado que metía unos pelotazos tan fuertes que desgarraban las redes de los arcos. Con algo de suerte encontraría su habitación al cabo de transitar por tantos pasillos y patios.

Avancé con mis muletas entre monjas y sacerdotes, enfermeros y convalecientes, por pasadizos cada vez más sombríos y olvidados. Conforme me perdía por los corredores se desvanecía la esperanza de encontrar al mítico cañonero. No obstante, por una razón que no entendía, no dejaba de seguir adelante hasta que llegué a una especie de patio detrás de otro patio, un patio vacío y húmedo, donde apenas entraba la luz y se amontonaban varios objetos que la desidia y el desdén parecían haber olvidado, sin resolverse por fin a arrojarlos. Estaba viendo las revistas y los periódicos cuando, de pronto, escuché una radio encendida. La música provenía de una habitación con la puerta entreabierta. Apenas la empujé un ruido de bisagras desvencijadas agitó lo que hubiera en la cama. Tardé unos instantes en acostumbrarme a esa penumbra. Desde lo más hondo de la cama, detrás de un plato donde reposaba una papa rellena, un señor viejísimo me clavó la mirada. No respondió a mi saludo, parecía absorto, como si estuviera en otra dimensión, un lugar sin lugar, una región sin fronteras, y no en esa habitación estrecha, con olor a sudor, remedios y naftalina. “¿Qué te pasó en la pierna?”, escuché de pronto, y vi que con un dedo, que parecía un lápiz mordido, señalaba mi rodilla.

Cuando me di cuenta, mi padre me empujaba fuera de la habitación, mientras se deshacía en disculpas.

“¿Papá, quién era ese señor?”, atiné a decir en el carro.

“Es un poeta, hijo. Se llama Emilio Adolfo Westphalen”.

El verano siguiente, mientras los del barrio partían de vacaciones a Cerro Azul, San Bartolo, o cualquier otra playa, nosotros nos quedamos en casa. Apenas recuerdo un fin de semana en Huaral, donde fuimos con la excusa de ver a la abuelita. Estaba chocha, apenas nos reconocía, pero ni así había olvidado su antipatía hacia mi padre. Esa vez fue peor que nunca, pues lo acusaba de haber malogrado la vida de su hija y sus nietos, era un bueno para nada, tenía la cabeza en otra parte. Mamá se terminaría quedando con ella los tres meses que duraban las vacaciones. Pobre abuelita, vivía sola con sus gatos, necesitaba que alguien se ocupara de ella, al menos por un tiempo. En el camino de regreso mi padre no paró de maldecir su mala suerte, jurar que pronto se desquitaría de todos, ya verían, ya verían. Apenas le hicimos caso. Detrás de la ventana, bajo un sol insoportable, desfilaba lo que quedaba de la ciudad, unos perros flacos, los vendedores ambulantes, unos niños que corrían detrás de una llanta.

De hecho casi ni vimos a mi padre durante esas semanas. Partía temprano por la mañana, dejando el olor de su colonia, y regresaba a las quinientas, cuando yo ya me había acostado. Mis hermanos apenas se dieron cuenta: aprovecharon de la inesperada libertad para jugar Súper Nintendo, alquilar motocicletas, salir en mancha a otros barrios. Según cuentan, ese fue el verano en el que aprendieron a fumar, tuvieron sus primeras borracheras, se mandaron a sus flacas. Cuando los amigos regresaron de la playa encontraron demasiados cambios, como si todos hubiesen alcanzado algo similar a la vida adulta. Todos menos yo. Al menos no de la misma manera. Esas fueron mis primeras vacaciones después de terminar la secundaria. Debía sacarles el jugo si quería pasar el examen de ingreso en la universidad. Fue entonces cuando, sin que nadie lo hubiese anticipado, otro drama detonó en la casa tras el regreso de mi madre.

Al cabo de tantos años, ya de vuelta en el Perú, me digo que muchas familias vivieron lo mismo. Lo único diferente era el desenlace. Casi siempre el joven irreflexivo termina sometido, estudia Derecho, Ingeniería, Arquitectura, cualquiera de esas carreras para un futuro promisorio. Pese a la oposición de mi mamá —desde su regreso, algo había cambiado en ella para siempre—, en mi caso no ocurrió de esa manera. Nunca podré decir que entendí la poesía de Emilio Adolfo Westphalen, pero sí que tras leerla busqué la de César Vallejo, César Moro, Blanca Varela y la de muchos otros. En Lima todos sabemos que otros van a morirse/mucho antes que nosotros,/y que sus ojos en los nuestros nos dirán:/“Hasta nunca”. Inesperadamente, mi padre me apoyó en mi decisión de estudiar Literatura. Replicó a mi madre que me dejara tranquilo, esa era la carrera que él siempre había querido estudiar; al menos, uno de sus hijos la seguiría. Por lo demás, ¿alguien no debía contar, sin temor alguno, lo que habíamos sido en este país? Mi mamá le respondió que por qué demonios siempre se había empeñado en hacer lo opuesto a lo que hacían los demás. Había tenido la vida que quiso y la había arruinado, pero no tenía derecho a hacer lo mismo conmigo. Así, mi padre ganó en la penúltima pelea que tuvieron, la que selló mi destino. Tiempo después, cuando le recordé el episodio con el poeta de la clínica, mi padre se alzó de hombros, no recordaba nada de eso.

Es necesario confesar que ya nadie seguía creyendo en la casa de tres pisos. Vivíamos en algo parecido a una ruina doméstica en la que los años, el ingenio y algo parecido a la versatilidad, acumularon comodidades como un tanque de agua donde tuvo que ir la parrilla, un tendedero en lo que debió haber sido el jardín, un cuarto de estar en lo que pudo haber sido un comedor. Desde hacía mucho tiempo, habíamos armado nuestras camas, apropiándonos cada uno de un espacio que seguía siendo provisorio, pero que necesitábamos, y que, por fin, habíamos hecho nuestro. Un día, buscando lugar para mis libros universitarios abrí un viejo armario. Adentro, encontré los planos de la casa. Estaban amarillos en ciertas partes; en otras, la tinta había desaparecido. Lo que quedaba hacía pensar más en uno de esos mapas de ciudades siniestradas, enterradas por el olvido. Me llamó la atención reconocer lo que tuvo que haber sido el consultorio de mi padre, rayado con algo más que ensañamiento. También reconocer, con otra tinta, su caligrafía en una esquina: “Proyecto aplazado, aunque de inminente concretización”. ¿Todavía seguía creyendo que terminaría la casa? Al cabo de los años, mi mamá terminó por instalarse en esa habitación, sin importarle que estuviera del lado de la calle ni que fuera la más húmeda. Mis libros quedaron bien en ese armario, pese a que ahora, tras mi regreso, los haya encontrado, junto con los planos, convertidos en polvo de polillas.

Mis padres habían dejado de hablarse para lo que no fuera indispensable. Cualquiera que los hubiese visto habría creído que tantos años de matrimonio habían cristalizado en un idioma secreto, de solo dos locutores, en el que los gruñidos, los sobreentendidos, las indirectas eran más elocuentes que cualquier frase. Sin embargo era algo peor que eso. Recuerdo muy bien una tarde. Tuvo que haber sido después de que ingresara a la universidad, pues en mi recuerdo me veo leyendo un libro de Julio Ramón Ribeyro. O uno de Luis Loayza. En fin, poco importa. En mi recuerdo el teléfono suena y mi mamá responde. Se queda callada, deja entrar la voz del otro lado, en su oído, en su intimidad, allí donde nadie más tuvo que haber penetrado. Después, mi madre cuelga y la escucho sollozar, maldecir a mi padre, no tenía derecho para hacerla sufrir de esa manera, gracias a ella había sacado adelante su profesión. Cuando mi padre regresó, le reprochó sin dejarlo responder, como si de repente hubiera liberado un torrente durante mucho tiempo reprimido. Esa fue la última vez que pelearon.

Arriba, uno tras otro, seguían pasando los aviones, cargados de otros escritores, ingenieros, psicólogos, informáticos, muchos arquitectos. También familias, padres y madres que llevaban con ellos a sus hijos, en ocasiones sus padres, sin esperanza de regresar a la ciudad. De haber sido posible los peruanos se habrían ido hasta caminando; allá lejos, donde el trabajo los esperaba, las casas eran relucientes, los jardines siempre daban frutos. Podría decir que lo único que nunca cambió, a lo largo de todos esos años, fueron los aviones. En nuestro barrio, por ejemplo, los primeros en volar fueron los vecinos, los Allende. Vendieron todo antes de partir, la tienda, el carro, la casa, cada una de sus pertenencias. Primero, se había ido una de sus hijas, la Graciela, para cuidar niños y ancianos. Después, se fue la otra con el marido. Al final, quedaron los dos viejecitos esperando que alguien los recogiera. Cuando por fin ocurrió, ambos se despidieron de nosotros entre lágrimas. Tiempo después, nos llegó el parte de fallecimiento de don Gustavo. Lo enterraron no sé dónde, en España.

Otros amigos del barrio se fueron a Estados Unidos, Chile, Argentina, incluso a Ecuador. Mi padre maldijo cuando escuchó que Alberto Fujimori se presentaría por tercera vez a la presidencia. Había tomado no sé cuántos préstamos en el banco para pagar las pensiones universitarias, le debían varios meses en la clínica, los pacientes pasaban y prometían pagar más tarde, cuando no le pedían que les regalase la consulta. Con generosa resignación, mi padre aceptaba. Una y otra vez. No era culpa de ellos, sino de la barbarie en la que vivíamos y de la que nadie hablaba en la televisión, en los periódicos. Cada vez que lo escuchaba decir eso, me fijaba en las arrugas alrededor de los ojos, las canas en sus sienes, la curva de su espalda cada vez más pronunciada. Entonces, recordé su frase de “hasta que uno de los dos sea derrotado”. Quise creer que se había referido al país en el que nos había tocado vivir, al cual había declarado una guerra sin cuartel, perdida de antemano, pero de todos modos encarnizada. Cuánto me equivocaba era algo que descubriría más tarde.

No era el momento para descubrimientos sino para meterme en el vientre de otra ballena. Después de haber terminado la carrera, contra todo pronóstico, aceptaron mi inscripción en una universidad parisina. Podría continuar mis estudios en un país, una ciudad nuevos, en los cuales incluso podría ser alguien nuevo. “Aprovecha para quedarte a vivir en Europa”, me dijo mi padre esa mañana en el aeropuerto, antes de abrazarme. “Este país no tiene arreglo”, añadió antes de soltarme. “¿Qué tonterías le estás diciendo? Si para cuando regrese la casa ya estará lista”, corrigió mi madre con un tono que excluía la réplica. Sonreí por el extemporáneo intercambio de personalidades, mientras arrastraba la maleta por la zona de vuelos internacionales. Apenas despegó el avión, quise ver el techo de mi casa. No lo encontré entre tantos escombros. Me di cuenta de que Lima entera era un techo de hierros herrumbrosos y estirados al cielo, muebles despanzurrados, un sinfín de objetos que me hicieron pensar en la caligrafía de un idioma secreto. De pronto, la ciudad despareció debajo del manto de nubes, densas y blanquísimas.

Mi vida en París fue como ir a la zaga de una quimera, pero con los ojos bien abiertos. Apenas me di cuenta, ya llevaba varios meses en la capital, había cambiado de apartamento una y otra vez, así como había encontrado varios trabajitos. Uno de ellos fue el de albañil en la empresa de unos libaneses. Conocí a argelinos, turcos, marroquíes y muchos otros que llegaron a Francia por las mismas razones, aunque con distintos medios. Renovábamos apartamentos de familias francesas. Se iban un mes, nos dejaban trabajar tranquilos, en las paredes, gasfiterías y acabados. Cuando regresaban encontraban un apartamento radiante, listo para acoger una vida de hogar, con la torre Eiffel en el horizonte. Estuve un verano en ese trabajo, antes de encontrar una plaza de profesor de español en la academia donde, sin saberlo, trabajaría durante tantos años. Entretanto, defendería una tesis, así como también partiría a vivir a otras ciudades, solo para regresar de nuevo a París. Ah, también vería a Mario Vargas Llosa a lo lejos, un anochecer de verano. Grité su nombre, volteó, sonrió con su dentadura perfecta y alzó la mano tal y como recordaba haberlo visto hacer en la televisión. Luego desapareció.

Mientras tanto, en el lejano Perú ocurrieron muchos sucesos. Poco después de mi partida, Alberto Fujimori se atribuyó la victoria en una nueva elección. No duró mucho en su tercer mandato como presidente. Se descubrió que había inscrito su partido con firmas falsas. También se difundieron videos de su asesor Montesinos comprando votos de los congresistas de oposición. Mi padre me contaba que en el noticiero de la noche pasaban videos del asesor entrevistándose con políticos, futbolistas, periodistas, historiadores, abogados, empresarios, animadores de la televisión; en suma, el país entero. El punto culminante de cada entrevista era cuando entregaba fajos de dólares, entre sonrisas y abrazos. Tras el escándalo el asesor fugó en un velero, mientras que Fujimori presentó su renuncia a la presidencia por medio de un fax enviado desde Japón. Así había terminado la dictadura en mi país. Con unas cuantas letras que pretendían escamotear tantas injusticias, atrocidades y corruptelas. A pesar de las penurias que le había ocasionado, y contra todo pronóstico, mi padre era capaz de tomar las cosas con humor. “La casa estará terminada antes de que la situación en este país mejore”, dijo y ambos reíamos antes de colgar.

Al inicio regresaba al Perú cada año o dos. Después me casé. Tuve un par de hijos. Me hubiera gustado escribir que viajaba seguido con ellos para que pasaran momentos con sus abuelos. Sin embargo, ocurrió lo que debía pasar. Conocí a otra mujer, me fui un tiempo con ella, lo que duraba el sueño. A veces nos enamoramos más por prolongar una fantasía, que por la otra persona. También porque necesitamos creer que todavía es posible evadirse de la aspereza, aplazar lo inevitable. Recibí la llamada de uno de mis hermanos, poco después de que se dictara el divorcio. Mi padre se había puesto mal, le había dado un infarto. No quisieron contármelo la última vez, pero desde hacía mucho tiempo había tenido problemas de salud. Recordé que, pese a deberle muchos años de servicios, lo habían despedido de la clínica. Cuando colgué el teléfono, miré alrededor, las maletas abiertas, las botellas desperdigadas, los cuadernos desgarrados. Eso era lo único que había obtenido al cabo de tantos años en Francia.

Había transcurrido demasiado tiempo. Después de Alberto Fujimori, los peruanos habíamos tenido varios presidentes, incluso habíamos reelegido a Alan García. Emilio Adolfo Westphalen, el primer poeta que vi en mi vida, falleció en la misma clínica sin escribir más. Entretanto Mario Vargas Llosa había regresado al Perú con uno, dos, varios libros. Poco a poco los limeños dejarían de cultivar esa antipatía que se había convertido en la única manera de relacionarse con él. Es más, después de que ganara el premio Nobel, lo celebraron con excesivo orgullo. Alan García lo recibió en el aeropuerto, le colgó una medallita en la solapa, entre los flashes de los periodistas y los hurras de sus partidarios. En las fotos, ambos parecían haber olvidado esa enemistad que con minuciosa pasión se habían dedicado a mantener. Sin embargo, eso ya es literatura, forma parte de otra historia, una mitología donde existe una revancha, en la que los individuos ingresan en la historia nacional entre vítores y aplausos. Tantas palabras gastadas y vueltas a gastar sin remedio, arrojadas en un pozo silencioso y sombrío donde, en cualquier momento, estallaría un fulgor. Pero no habría nadie para verlo.

Llegué demasiado tarde. Mi padre había muerto horas antes, acompañado de mis hermanos y, desde luego, mi mamá. Lo que encontré fue un cuerpo despojado de pensamientos, afectos; de repente lleno de cicatrices. Pese al estado de su cadáver, el rostro tenía un semblante apacible. “Parece dormido”, pensé o intenté convencerme. Le tomé la mano y después no pensé en nada más. En cierta forma, había regresado a su lado y estaba seguro de que él lo sabía. Felizmente, pude apoyar a mis hermanos con los innumerables trámites necesarios para asegurar el velorio y el entierro. El día del sepelio, apareció una jovencita a quien nadie conocía. Bastó verla para que la reconociéramos y entendiéramos tantas cosas, tantos silencios, reproches y vacíos. Con voz apagada, nos contó, nos confesó que era hermana nuestra. La primera en abrirle los brazos fue mi mamá. No sería la primera sorpresa que me daría porque, contra toda expectativa, en los días sucesivos no dejaría de manifestar lo buen hombre que había sido mi padre, cuánto la había amado. Para ese entonces, ya no buscaba coherencia alguna. Además, esta no existe en el recuerdo de quienes nos fueron cercanos.

Al terminar la ceremonia les dije que regresaría a pie a casa. Uno de mis hermanos se propuso acompañarme, pero me negué. Pese a que me dolían las rodillas a causa de la humedad, necesitaba estar solo. Fue en ese momento que entendí a quién se había referido mi padre tantos años atrás con eso de que daría batalla, hasta que uno de los dos fuese derrotado. No se había referido a ninguna persona en especial, sino a algo más, algo que nunca conocimos, pero que desde el inicio sufrimos. ¿Quién ganó esa batalla? No lo sé, pero mi padre no fue derrotado. El viento sopló más fuerte, se llevó la tierra, el polvo, las briznas que se habían asentado sobre su lápida. Podía haber sido golpeado, humillado, incluso podía haber traicionado a los suyos, pero nadie lo había derrotado, eso no. Uno de los niños que merodeaba por el lugar se me acercó, ¿quería que me mantuviera limpiecita la losa? Le di unas monedas, antes de despedirme de mi viejo en su flamante casa. Y aquí dejo su historia, la historia de un héroe muy distinto a los demás, un héroe ordinario que no se encuentra en ninguna enciclopedia ni tratado, un héroe anónimo caído en el mismo combate para el que nos reclutaron a todos.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Félix Terrones

Aguja de navegar

3 de septiembre de 2020 13:33:28 CEST

Quienes en tiempos disfrutaron con Santepar, la Trilogía del Renacimiento o los Relatos completos de Campos Reina (1946-2009) no pueden dejar de leer Parques cerrados (editado por Debolsillo en 2019), título bajo el que, en triple degustación, se acoge una exquisitez más de este celebrado autor de culto. Una exquisitez compuesta  por el ya conocido y jugoso ensayo De Camus a Kioto (2010), por su Poesía completa y, sobre todo, por el Diario del Renacimiento, los dos últimos inéditos. Exquisitez con la que, además de saborear de nuevo la delicada y ajustada prosa de Campos Reina, se ahonda tanto en sus entresijos vitales y creativos, como en su mundo referencial o en sus temáticas centrales, porque Parques cerrados, tal como se confiesa a comienzo del diario, es ante todo “un enfrentamiento conmigo mismo” (p. 27) y porque, sin duda, funciona como “una aguja de navegar” en la obra del autor que partiendo desde el despertar a la vida y a la literatura del autor en el paraíso infantil de Puente Genil y tras atravesar otros espacios cardinales como, por ejemplo, Sevilla o Málaga, desemboca de lleno en el epicentro mismo de su actividad vital y de su sabroso universo literario.

 

Parques cerrados supone de entrada  una auténtica delicia para el lector que ama y gusta de la buena literatura. No sólo por lo que en sí representa tal publicación al otorgar visibilidad y vida literaria a obras hasta ahora desconocidas, sino porque ayuda mucho a comprender la personalidad creativa de Campos Reina dada la honda y plural red de reflexiones sobre la que se sustenta el Diario del Renacimiento o por el humus que emana desde Poesía completa. El arco (sobre todo, de comprensión) que se abre con ambas es enorme, pues permite ir desde la más oculta y minúscula sensación hasta la más inimaginable meditación, accionadas todas ellas por la pluralidad de circunstancias (desde el impacto del paisaje infantil a que se conforma como esencial en la obra del de Puente Genil, por ejemplo) que movieron al autor durante su fecundo proceso creativo. Ideología,  filosofía, estética, interpretación artística... se dan la mano con emociones íntimas y realidades cotidianas, enmarcadas siempre por los temas siempre esenciales  en Campos Reina  como el amor y la muerte.

 

Sustanciosa y básica es la “Breve reseña de mi vida” que abre el Diario del Renacimiento. Una reseña que avisa y que saca a la luz la “extraña red de circunstancias que me había conducido hasta donde estoy” (p. 9) y por la que asoma resplandeciente un autobiografismo reflexivo como enseña del quehacer creativo posibilitando así el uso de la intimidad al desnudo como explicación del ideal  y del pensamiento artísticos de Campos Reina. Hay mucha valentía en esa desnudez que camina en  pos de la comprensión que permite explicaciones claves tras vencer el recato y asumir los riesgos.  En ella, abundan los recuerdos (”Florecen incendiados/ recuerdos de mi vida” confesará en el poema “Carreteras polvorientas”, Poesía completa, p. 21”), aportados por una memoria que se ejerce desde el mirador de la madurez y con asideros bien asumidos y justificados. Recuerdos capaces, sobre todo, de recuperar el tiempo ido (“el tiempo es una luz lejana”. Afirma en el autor en el poema en prosa “Visiones de las quebradas” de Poesía completa, p. 121). Una recuperación que, las más de las veces, ofrece instantáneas muy nítidas y no exentas de un contenido crítico que tiende a manar subterráneo tal como ocurre con el existir y comportamiento de los españoles en los años 50 del pasado siglo XX (años de hambre, de silencio, de sumisión y de manipulación religiosa, por ejemplo), frente a otras veces que se tintan de suculenta melancolía, aunque siempre bajo el timón de la reflexión que proporciona el hallazgo juicioso con el que todo adquiere sentido.

 

Si De Camus a Kioto supuso para el lector adentrase en el universo de referencias claves que se muestran como básicas en la obra de Campos Reina, la Poesía completa muestra el valor de la intimidad y de lo vital como elemento que acciona sensaciones que posibilitan y sustentan el acto creativo, complementados por el Diario del Renacimiento que permite visualizar un recorrido paralelo a la redacción de la saga de los Maruján, protagonistas de la Trilogía del Renacimiento, al abarcar con jugosas y alimenticias píldoras perfectamente destiladas (es lo que, a la postre, son los aquilatados fragmentos del diario) el trecho temporal que va desde 1989 a 2001. Un trecho temporal que da fe de cómo se siente el quehacer creativo, los materiales que sirven de quicio a éste, las dudas en los enfoques, los pulimentos necesarios para que la prosa, además de ser precisa, brille intensa sin obviar, por supuesto, la dolorosa conmoción que conlleva la poda… Es decir, colocar ante los ojos del lector, la ardua y solitaria tarea del día a día del escritor que, en definitiva, acaba siendo todo un testamento vital y artístico. Sin duda,  un acierto editorial dar  tal primicia al público lector amante de las buenas hechuras literarias que desarrollan temáticas vividas e inquietantes como las del añorado Campos Reina. Para devorar.  

 

 

 

Campos Reina. Parques cerrados. Barcelona, Debolsillo, 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ramón Acín

 1. De Dante a Shakespeare. Las lágrimas por Paolo y Francesca no pueden ser las mismas que derramamos por Otelo y Desdémona. ¿Lloraremos por Otelo? Dante se desmaya después de aquel relato, por mucho que los amantes estén condenados al círculo de los lujuriosos.[2]  El Infierno no es un capricho de su autor, sino un lugar real, no gobernado por afectos privados. El misterio de la Divina comedia reside en su persuasiva impersonalidad: antes que creer a Dante había que creer en Dios. ¿Y no hay que creer a Dante para leer su obra? La fe es el salvoconducto para visitar los lugares de los que habla el poeta; sin fe, el artificio es tan maravilloso como insostenible. Así que entramos en Dante más de lo que abrimos o cerramos su libro; o digamos que entramos en el mundo de Dante, que al mismo tiempo existe y no existe para nosotros. La visión moderna de la Divina comedia relativiza el valor absoluto que proclama, como ocurre con las tragedias griegas: el problema es que la mitología de Dante, como diría C. S. Lewis, se ha hecho real, profundiza el mito que se ha encarnado en la historia. Europa es la historia de un mito encarnado, el más extraño e insostenible ensayo de fusión cultural. La de Dante pretende ser la poesía del cristianismo, cuyos héroes ya no son Jasón ni Ulises, sino Santo Tomás y San Francisco.[3] Los héroes de nuestro tiempo están más cerca de Otelo y Hamlet. Pero ¿cómo pasamos de Dante a Shakespeare? En cierto momento de Otelo, Emilia le hace ver a Desdémona que, una vez nos hemos apoderado del mundo, somos los dueños de nuestra culpa.[4] El infierno estaría en nuestros “malos sueños”.[5] Según Yago, el hombre es libre para cultivar ese terreno o dejar que quede asilvestrado. ¿Qué tipo de matrimonio forman Yago y Emilia?

 

2. El porqué de los celos. Yago hablaba así para ganarse a Rodrigo, su cómplice, al que acabará asesinando; Emilia, para calmar a Desdémona, antes de hacerle ver que las mujeres son iguales a los hombres en lo que respecta a su debilidad y, por tanto, excusables en igual medida. (Sus preguntas “a la baja” son un eco de las célebres preguntas de Shylock sobre los judíos en El mercader de Venecia.)[6] Pero Emilia será un instrumento, aunque involuntario, para la perdición de la “malhadada” Desdémona. Recordemos que otros personajes de Otelo están atrapados por los celos: Rodrigo, Yago, Blanca. Es el clima que se respira desde el comienzo, con aquel oscuro intercambio entre Yago y Rodrigo. Fijémonos también en el diálogo inicial entre Otelo y Yago en el acto IV, que vuelve a confundir al espectador. Algo va mal desde el principio, advertimos, algo que tiene que ver con Yago, que es el personaje que mejor se conoce a sí mismo.[7] (¿No hay una insinuación shakesperiana sobre la maldad propia del uso que puede hacerse de ese tipo de conocimiento? ¿No es peor Yago que Otelo, que no se conoce a sí mismo porque aún no ha conocido —en su matrimonio— a Desdémona? Sin embargo, Yago no es la causa de los celos de Otelo.[8] (“Causa” será la palabra preliminar en boca de Otelo antes de acabar con Desdémona.) No hay decididamente causalidad en la conducta de Otelo.[9] El amor se experimenta como causa de sí mismo y, en consecuencia, el amor enloquecido, los celos, no ha de buscar un motivo más allá de sí mismo. Stanley Cavell explica que Otelo no puede soportar la imperfección en Desdémona, la pérdida de su integridad o virginidad. Todo hace pensar que la noche nupcial no ha llegado a consumarse, ni en Venecia ni en Chipre. ¿No supone esto, además, cierta impotencia en el belicoso Otelo? La impotencia en Otelo es un reflejo y una manera de expresar la impotencia de la sociedad veneciana para aceptarlo más allá de su condición de mercenario. Otelo es el elegido para enfrentarse al turco en Chipre. Pero su experiencia en la guerra resulta inservible en la ciudad en paz. Otelo es admirado por el mismo motivo por el que Desdémona llega a enamorarse de él, por el heroísmo que envuelve su figura. Otelo es el narrador de su historia, el poeta romántico de sí mismo ante Desdémona, cuya declaración de amor (“un mundo de suspiros”) no había sido directa (Otelo, I, iii). También podemos suponer en Desdémona cierta inexperiencia o incapacidad para comportarse en el mundo de Otelo. Quiere dar el paso de acompañarle a Chipre, donde se desencadenará la tragedia. Desdémona ha sido el público de Otelo, pero Otelo no puede saber cómo actuará una vez casados, cuando estén en pie de igualdad respecto a sus verdaderas pasiones. En esa ignorancia o temor al conocimiento estaría el origen de sus celos, antes que las insinuaciones de Yago.

 

3. Yago y las apariencias. Conviene prestar atención a la prioridad de las influencias para no desenfocar la maldad de Yago, la cual tiene un cariz misógino, como advertimos en sus réplicas a Desdémona y Emilia en el acto II; quiere medrar en el servicio y considera que la promoción de Casio  es humillante. Además, está dispuesto a vengarse del rumor sobre la infidelidad de su esposa con Otelo (un asunto que se menciona dos veces). En boca de Yago ha puesto Shakespeare cierto saber incontestable, lo que le gana el aprecio de quienes lo tratan. Es su intención la que demuestra su perversidad, como si el poeta dijera: el carácter no debe ser interpretado de manera literal, sino genial[10] El juego de las apariencias no estaría completo sin la parte de Otelo, cuya raza es una apariencia de la naturaleza sometida a un juicio convencional que él mismo acaba por compartir.[11] Desdémona había afirmado conocer a Otelo no solo por su rostro. El problema es que la intimidad de Otelo y Desdémona es inviable, como vemos en los dos primeros actos, como si Shakespeare nos advirtiera de que un romance privado no puede nutrir una felicidad duradera. Brabancio es el primer personaje engañado o exaltado por Yago: por boca del padre de Desdémona parece hablar la misma Venecia, y solo la humanidad emancipada de Desdémona se atreve a contradecirla. (Recuérdese la opinión sobre las mujeres venecianas que Yago desliza en el oído de Otelo.) La obra se mueve sobre el carril de las opiniones, mientras suponemos que el matrimonio entre los esposos no se ha consumado.[12] Esto es crucial para encender la llama de los celos en Otelo. ¿Cómo podría haberse salvado la desigualdad entre los esposos? La prosperidad de Venecia depende de la virtud militar de Otelo, pero el testimonio de su amor no consigue arrancar del Dux sino unas manidas palabras de consuelo para Brabancio, de las que este se burla. La tragedia se debe a que la sociedad veneciana es como es: u Otelo es capaz de cambiarla o la sociedad habrá de purgar a Otelo, hasta hacer que se vea a sí mismo con la mirada enajenada y descubra una monstruosidad.[13] Para Brabancio, es cuestión de magia que su hija haya podido enamorarse de Otelo. (El tema de la magia frente a la “naturaleza” es recurrente.) Yago, por su parte, afirmaba que todo queda bajo el dominio de la voluntad en los hombres, incluso el amor: es el juicio más antinatural que pronuncia nadie en la obra. A Desdémona podría hacerle falta conocer el mundo para reconducir y mejorar su amor por Otelo: se ha enamorado de él como de quien ha oído hablar; a Otelo le convenía suponer los límites de la inexperiencia de Desdémona. Su edad hace pensar que no debía engañarse respecto al tipo de pasión que ha despertado en ella. “Sacrificarla” puede ser el modo de negarse a permitir que lo vea como realmente es, que es otra manera de verla a ella tal como Otelo quiere que sea siempre. Los esposos habían de cambiar, pero el cambio de Desdémona es el primero que supone una amenaza para su matrimonio.[14]

 

4. La sociedad más libre. Advertimos que Venecia no va a hacer nada por Otelo y Desdémona, como no iba a hacer nada por el mercader ante la exigencia de Shylock. En aquella obra era la sabia Porcia, la mujer que viene de un reino utópico, la que resolvía la contradicción de una sociedad en que la fuerza de los contratos se antepone a la piedad. La Venecia de Otelo, como la de Shylock, es el arquetipo de la república moderna, en que la ley no puede prohibir, sin embargo, la discriminación de la que son víctimas el moro o el judío o la mujer. El límite del liberalismo nos permite reconocer la tarea de la filosofía, que solo admite las enseñanzas fundadas en una naturaleza “no democratizable”. Siempre habrá cierto desajuste, incluso en la sociedad más respetuosa con los derechos individuales, entre las costumbres —la “tirana costumbre”, dice Otelo— y los principios de la razón natural. Sin embargo, Otelo no es un filósofo como Porcia, y la suya no es una comedia, sino una tragedia. Otelo sentencia que Desdémona debe morir o engañará a otros hombres: ha sido engañado o, como diría Emerson, se ha engañado a sí mismo. Pero Otelo no es una comedia filosófica, sino la tragedia de la sociedad más libre, o de una sociedad preferible, en todo caso, a la de sus enemigos. Vale la pena recordar que también la nave de Otelo, como la flota de los turcos, está a punto de naufragar en la tempestad.

 

5. Voces y ecos. Somos espectadores capaces de distinguir la vela de Otelo y alegrarnos de su llegada. Una vela, repiten las voces en Chipre; luz, luz, clama al principio Brabancio; sangre, sangre, sangre, insistirá Otelo.[15] La obra está llena de ecos y, de otra manera, pide distinguir las voces de los ecos. Yago se hace eco de Otelo para confundirlo. Otelo enloquece cuando desconfía de la identidad de los demás. Yago le hará creer que Casio no es de fiar al afirmar que Casio es un hombre honrado (tal como Antonio decía de Bruto ante los romanos en Julio César). En el momento más majestuoso de la tragedia, Desdémona parece presagiar su muerte cuando pide que Emilia le prepare su cama con las sábanas nupciales. Se ha extraviado el pañuelo con un bordado “moteado de fresas”, un pañuelo “manchado” que sería la prueba de su virginidad. Desdémona, sin saber cómo, sin que Otelo sepa cómo, ha perdido su virginidad. ¿No se sabe Desdémona inmersa en el tipo de relatos que le contaba Otelo? ¿No aspiraba a convertirse en el personaje que ahora es? Cuando Otelo entra en la habitación, ella duerme. ¿Cómo puede dormir, después de la ofensa que había recibido? Otelo la había insultado y golpeado ante Ludovico. Desdémona duerme no solo por su conciencia tranquila, sino con la convicción de que el cambio en Otelo es irreversible. La transformación de Otelo es verbal. Le vemos, al fin, convertido en el poeta de sus propios “azares desastrosos” y “accidentes patéticos”, como ejecutor y consiguiente víctima de un cruel engaño. No podrá acabar con Yago (al que intenta herir por dos veces), solo consigo mismo. El suicidio de Otelo es la reconversión del esposo en el general que mataba a su enemigo con sus propias manos.[16] La de su muerte es, en efecto, la última historia que cuenta. Ha pasado a ser, desde el acto III, el autor de su obra, en la que el papel de Yago se vuelve secundario.[17] Otelo exige que Yago le dé la “prueba ocular” de la culpabilidad de Desdémona: quiere asistir a una representación. Ambos han jurado arrodillados las muertes de Casio y Desdémona. ¿Son ya un mismo personaje? ¿Lo eran antes, como si las maquinaciones de Yago fueran el presentimiento de Otelo sobre la infidelidad de Desdémona? ¿No asiste Yago en Chipre, como un Otelo, al galanteo de Casio?

 

6. Una tragedia de enredo matrimonial. Otelo exige a Yago que le revele sus pensamientos: los de Otelo. En la película de George Cukor, A Double Life (Doble vida, 1947) Anthony John (Ronald Colman) interpreta a un Otelo sin Yago. ¿No es esa una sugerencia de que, por diabólica que sea, la existencia misma de Yago es prescindible cuando Otelo ocupa todo el espacio de la tragedia?[18]  Tony es el doble personaje, Tony y Otelo, pero también Yago y Otelo. En la película, viene de representar en una comedia, A Gentleman’s Gentleman, el papel de un criado que acaba fugándose con la esposa del señor: un Casio que roba a Desdémona. Tony despierta diversidad de pareceres entre quienes lo conocen. ¿Es un actor alguien de fiar? ¿Cómo podemos gobernar la hipocresía de nuestras vidas? Tony le confiesa al productor que no fue su padre, sino su mujer, Brita, quien le enseñó a “hablar, moverse, pensar”, y que quedó hecho pedazos y reconstruido (“I had to tear myself apart and put myself together, again and again”) hasta convertirse en el actor que es. ¿Hasta dónde no llega la responsabilidad de la mujer que ha forjado así a un hombre? ¿No se siente a su vez “deconstruido” Otelo por el amor de Desdémona? Cukor había dirigido Historias de Filadelfia (con su propio trasfondo shakesperiano), una comedia de enredo matrimonial, según la denomina Cavell.[19] Tony y Brita responden al paradigma de una pareja que no ha superado su divorcio, como Tracy y Dexter (Katherine Hepburn y Cary Grant) en Historias de Filadelfia. Pero sabemos que Brita no está dispuesta a casarse de nuevo. Brita sabe que no hay arreglo o recomposición posible, que Tony es un hombre roto. ¿Cómo no va a saberlo el propio Tony, empeñado en sacar adelante el proyecto de Otelo con algunos arreglos propios? El principal es el de estrangular a Desdémona con un beso. (“El beso de la muerte”, que sirve en Doble vida como un titular para la prensa, sería el título de una película noir de Henry Hathaway [Kiss of Death, 1947], protagonizada por Victor Mature, ¡un actor de origen italiano! El beso de la muerte involucra también una historia de venganza. Orson Welles reproduciría el velado “beso de la muerte” en su propia adaptación de Otelo en 1952.) El fracaso de la comedia de enredo matrimonial implica la tragedia, como si el director advirtiera: el cine negro será una tragedia en (para) el cine.[20] ¿Por qué Shakespeare muestra la muerte de Desdémona? ¿No era hasta entonces esa muerte, la de la mujer a manos de su esposo, algo excesivamente obsceno?  (En ninguna otra tragedia suya asistimos a un uxoricidio.) ¿Qué tipo de advertencia quiere hacernos el poeta, cuando sabemos que hay una recomendación de prudencia que puede leerse entre líneas en todas sus tragedias?[21] ¿Ser prudentes para no acabar como Otelo y Desdémona?  Sin embargo, hay algo en el amor incondicional de Otelo y Desdémona, como en el de Antonio y Cleopatra, que desoye la recomendación, como si el momento de la prudencia hubiera pasado, en el sentido de que tendría que haberse evitado el idilio. Traspasado ese límite, el amor desconoce la prudencia, tal como Desdémona negaba que Otelo fuera celoso. (¿No es esta una prueba de que no conoce a Otelo suficientemente? ¿Y no es ese el mismo caso de Otelo cuando le habla a Yago de Desdémona?)[22] El enamoramiento había de ceder el paso al amor, a fin de que los esposos pudieran desengañarse respecto a su verdadera identidad. La comedia de enredo matrimonial iluminaría estos rincones de la tragedia, cuya segunda mitad tiene, como se ha señalado, un ritmo de farsa.[23] ¿No es esto perceptible en la manera en que Yago hace hablar a Casio de la prostituta, Blanca, mientras el negro Otelo escucha escondido los comentarios y las risas?

 

7. “Dejad eso anotado”. El genio de Shakespeare se aquilata a la hora de componer esas escenas en que Yago improvisa las trampas en que hace caer a los demás personajes. De fondo vemos cómo el lenguaje de Otelo, desde sus “ambages ampulosos”, se desmorona y vuelve a levantarse —o “excavarse”— con tintes sombríos. La naturaleza del amor de Otelo fue verbal antes que sensual, así que el habla de Otelo es la primera víctima de su locura. Al comienzo del acto IV, es Otelo el que se hace eco de Yago, sometido por completo a su hechizo. Y exclamará: “¡No son vanas las palabras que así me estremecen!”. Hay cierta sensatez en la vanidad frente a la locura de la enajenación. Enfermo de celos, la vida de Otelo resulta insoportable. Como en sueños, como si no hubiera diferencia entre el sueño y la vigilia, acabará con la vida de Desdémona. Volvemos a que es notable que Desdémona duerma, lo que en Shakespeare es señal de su inocencia, mientras que ya no hay descanso para Otelo hasta su propia muerte. Y así como el caso del amor empeora por Otelo engañado por Yago —con las pruebas del fingido sueño de Cassio, el pañuelo extraviado y lo dicho sobre Blanca (por Desdémona), sueño, vista y oído abarcando el mundo entero de los sentidos—, queda resarcido cuando Desdémona expira negando haber sido asesinada por Otelo. Otelo la oye decir, antes de conocer la prueba de su inocencia por Emilia, que ella misma había cometido el crimen. El “crimen” para Otelo en ese momento era el adulterio, la palabra que no soportaba decir (IV, ii), antes que su propio asesinato, según descubrirá demasiado tarde, urgido a decir “una palabra o dos” antes de partir. Otelo es aquí un eco de Hamlet cuando el príncipe le pedía a Horacio que se abstuviera de la “felicidad” del suicidio para contar su historia (“cuando relatéis estos sucesos desafortunados”), de manera similar a como Ofelia, muerta tras haber perdido la razón, habría sido el prototipo de Desdémona al entonar la canción del sauce.[24] El suicidio de Otelo se pliega sobre el “suicidio” de Desdémona, que muere declarándose inocente, pero sin acusar a su esposo, que al final vuelve a besarla en el lecho. Cleopatra, tras la muerte de Antonio, hará por amor lo que Otelo no puede hacer por sí mismo, cuando pide ser arrebatado “sin reposo entre los vientos”. (¿No habría aquí cierto sesgo racial por el que se antepone la pasión a toda razón, una recepción shakesperiana de Oriente sin la que, por convencional que resulte, el propio mundo —Venecia o Inglaterra o Europa— no puede entenderse a sí mismo por completo?). El silencio que guarda Yago tras haber sido descubierto es el límite de la maldad, el ejecutor de la desgracia, mientras que a Otelo hemos de oírlo hasta el final pedir “morir besándote”, tras confesar que se ha dejado arrebatar por la locura. “Dejad eso anotado” quiere decir que la traición de Yago no sea la última palabra: el mal ha de ser silenciado. La cara siniestra del amor que ofrecen los celos, diríamos, también es del amor, más que del amante (El propio Otelo declaraba no haber sido “dado a los celos”). Nadie estaría libre de la locura a la que puede arrastrarnos la naturaleza; la obra extiende sus luces y sombras, por fin, a la sociedad que ha asistido a la “trágica carga de este hecho”. ¿Cómo no creer que haya de ser respetada la última voluntad de Otelo, una vez se ha destapado la culpa de Yago? ¿Y no será la sociedad misma, que debe hablar de Otelo sin disculparle ni agravar su falta, la última en ser encausada? No es en Venecia, sino en Chipre, donde ha ocurrido la tragedia: una distancia que nos ayudará a juzgarla, entre el “lascivo viento” y las “castas estrellas”.[25]



[1] Este texto responde a una conferencia sobre Otelo en el seminario sobre Psicología literaria prevista para el 17 de marzo de 2020 en la Biblioteca Regional de Murcia. El comienzo está en deuda con la sesión anterior sobre Dante. Se escribe para los ojos como se habla al oído. Videte quid audiatis.

[2] Dante Alighieri, La divina comedia, en Obras completas, trad. de N. González Ruiz, BAC, Madrid, 1994: “Mientras que un espíritu decía esto, el otro lloraba de tal modo que de piedad sentí un desfallecimiento de muerte y caí como los cuerpos muertos caen” (Infierno, V, 139-142).

[3] Cf. Infierno, XVIII, 83-99, y XXVII, 79-142, con Paraíso, X, 82-137, y XI, 73-139.

[4] William Shakespeare, Otelo, en Obras completas, trad. de L. Astrana Marín, Aguilar, México, 1994, p. 418: “¡Bah!, la iniquidad no es una iniquidad sino para el mundo, y teniendo al mundo por haberla cometido, no sería una iniquidad en un mundo vuestro, lo que os permitiría bien pronto repararla”. (Cito en adelante por esta traducción. Según Inmaculada Serón Ordóñez, las traducciones de Astrana “marcaron un antes y un después, y a día de hoy siguen constituyendo la única colección completa de obras de Shakespeare en español de un mismo traductor”. Véase el estudio bibliográfico “Shakespeare en castellano: traducciones y ediciones disponibles”, en el recomendable breviario de Mario Praz, Unas tardes con Shakespeare, trad. de T. Lanero y C. Torres, Confluencias, 2014.

[5] La expresión paradigmática está en Hamlet (II, ii), p. 241: “Dios mío, podría estar yo encerrado en una cáscara de nuez, y me tendría por rey del espacio infinito, si no fuera por los malos sueños que tengo”.

[6] William Shakespeare, El mercader de Venecia (III, i): “¿Es que un judío no tiene ojos?”. Cf. con Otelo (IV, iii), p. 419: “Sepan los maridos que sus mujeres gozan de sentidos como ellos: ven, huelen, tienen paladares capaces de distinguir lo que es dulce de lo que es agrio, como sus esposos. ¿Qué es lo que procuran cuando nos cambian por otras? ¿Es placer? Yo creo que sí. ¿Es el afecto lo que les impulsa? Creo que sí también. ¿Es la fragilidad, que así desbarata? Creo también que es esto. ¿Y es que no tenemos nosotras afectos, deseos de placer y fragilidad como tienen los hombres? Entonces que nos traten bien, o sepan que el mal que hacemos son ellos quienes nos lo enseñan”.

[7] Los dos primeros actos acaban con monólogos de Yago. Sobre Yago, véase Otelo (I, i), p. 362: “No todos podemos ser amos, ni todos los amos están fielmente servidos… A semejante categoría confieso pertenecer. Porque, señor, tan verdad como sois Rodrigo, que, al ser yo el moro, no quisiera ser Yago. Al servirlo, soy yo quien me sirvo”. Véase Allan Bloom with Harry V. Jaffa, Shakespeare’s Politics, Basic Books, Nueva York y Londres, 1964, p. 63: “Leídos desapasionadamente, los discursos de Yago lo muestran como el pensador más claro de la obra… Yago trata de vivir su vida libre del dominio de otros hombres y en especial de los pensamientos de otros hombres… Para Yago, el hombre solo puede liberarse por el pensamiento… No puede fundar su vida en el autoengaño, como hace Otelo”.

[8] Stanley Cavell, Disowning knowledge in seven plays of Shakespeare, Cambridge UP, Cambridge, 2003, p. 133: “Afirmo que debemos comprender que Otelo, por el contrario, quiere creer a Yago, que intenta, contra lo que sabe, creerle”.

[9] Stephen Greeenblatt, El espejo de un hombre. Vida, obra y época de William Shakespeare, trad. de T. de Lozoya y J. Rabasseda, Penguin, Barcelona, 2016, p. 396: “Shakespeare descubrió que podía profundizar enormemente el efecto de sus obras… si eliminaba… el fundamento racional, la motivación o principio ético que justificaba la acción que estaba a punto de desarrollarse. Ese principio no consistía en elaborar un enigma que hubiera que resolver, sino en crear una opacidad estratégica”.

[10] La distinción está en Emerson. Toda la psicología literaria de Otelo se concentra en la escena situada en el centro de la obra, que consta de 15 escenas, si tenemos en cuenta la irrelevancia de la escena ii del acto III. Otelo, III, iii, p. 393: “Yago: Por lo que toca a Miguel Cassio, me atrevería a jurarlo, pienso que es un hombre honrado. Otelo: Y yo también. Yago: Los hombres debieran ser lo que parecen. ¡Ojalá ninguno de ellos pareciese lo que no es! Otelo: Cierto es que los hombres debieran ser lo que parecen”. Poco después, Yago se indigna: “¿Revelar mis pensamientos?.. ¿Quién tiene un corazón tan puro donde las sospechas odiosas no tengan sus audiencias y se sienten en sesión con las meditaciones permitidas?”.

[11] Otelo, p. 399: “¡Quiero tener alguna prueba! Su nombre, que era tan puro como el semblante de Diana, está ahora tan embadurnado y negro como mi propio rostro”.

[12] Otelo, I, ii: “Yago: Pero os lo ruego, señor, ¿os habéis casado de veras?”.

[13] Una sombra monstruosa o grotesca recorre esta tragedia, descrita como “una comedia doméstica que se tuerce” (Charles Boyce, “Othello”, en Dictionary of Shakespeare, Wordsworth Reference, Nueva York, 1990, p. 474). Véanse las citas siguientes en boca de diversos personajes. Otelo, p. 393: “Otelo: ¡Por el Cielo, me sirve de eco, como si encerrara en su pensamiento algún monstruo demasiado horrible para mostrarse!”; p. 394: “Yago: Es el monstruo de ojos verdes que se divierte con la vianda que le nutre”; p. 398: “Yago: ¡Oh mundo monstruoso!”; p. 404: “Emilia: Los celos son un monstruo que se engendra y nace de sí mismo”; p. 407: Otelo: ¡Un hombre cornudo es un monstruo y una bestia!”.

[14] Otelo, pp. 371-372: “Desdémona: El estrépito franco de mi conducta y la tempestad afrontada de mi suerte lo proclaman a son de trompeta en el mundo… Se me priva de participar en los ritos de esta religión de la guerra por la cual le he amado”.

[15] Otelo, pp. 364, 376, 400, 422.

[16] Charles Boyce, “Othello”, en Dictionary of Shakespeare, p. 471: “Al final Otelo se iguala a sí mismo con los enemigos paganos a los que solía vencer… El simpático retrato de Shakespeare de una figura extranjera, combinado con la compasiva presentación de su arrepentimiento y suicidio al final de la obra, enfatiza que el potencial para el fracaso trágico es universal”. Esta lectura contrasta con la crítica a la dimensión cosmopolita de Otelo en Allan Bloom, Shakespeare’s Politics, p. 43: “El moro de Shakespeare, después de tomar los desvíos del hombre civilizado y manifestar una profundidad inesperada, vuelve al final a la barbarie que el público esperaba originalmente”.

[17] Allan Bloom, Shakespeare’s Politics, p. 65: “Yago no tiene idea de lo que quiere… Es un ejemplo de lo que a menudo se dice que ocurrirá cuando los hombres ya no crean en Dios; es un ateo”. “El personaje de Yago es una de las supererogaciones del genio de Shakespeare”, comenta William Hazlitt en Characters of Shakespeare’s Plays (1817), Oxford UP, Londres y Nueva York, 1952, pp. 44-49.

[18] Contra la “hipótesis del Yago-Satanas”, Lampedusa advirtió que “la ópera Otelo ha matado a la tragedia Otelo para los italianos”. Véase Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Shakespeare, trad. de R. B. Bradaschia, Nortesur, Barcelona, 2009, p. 80: “El que estalle la tragedia se debe solo al temperamento de Otelo y a su extrema tendencia al desequilibrio. El personaje trágico es Otelo; Yago es la despreciable chispa que hace deflagrar la mina… Era tan poco el temor que Shakespeare tenía a Yago que no dudó en confiarle numerosísimos golpes de humor… Aunque humor, huelga decirlo, melancólico, amargo y muy deprimente”.

[19] Stanley Cavell, Ciudades de palabras, trad. de J. Alcoriza y A. Lastra, Pre-Textos, Valencia, 2007, p. 66: “La causa general de la intervención en las comedias de enredo matrimonial —pues el hecho de estos matrimonios significa que la pareja conversa— es educar; comenzar con responder a la falta de educación de la mujer, a su exigencia de conocer algo que cambie su insatisfacción con las cosas como son, o revele su papel en ellas, o su, al cabo, mayor satisfacción con una manera que con ninguna otra… Tracy puede, como Porcia [en El mercader de Venecia], elegir entre tres hombres; en su caso la elección reside en determinar quién puede ayudarla a responder a esa exigencia, lo que significa hallar a alguien con quien hablar, en quien creer… El género del enredo matrimonial habla de la exigencia de la mujer de ser educada y de educar, es decir, de ser escuchada”.

[20] Léase esta apreciación de Cavell con la mente puesta en la degeneración que supondría el paso de la comedia matrimonial al cine negro: “El periodo en la cultura americana en que se formaban la sensibilidad y la educación de los responsables de una película como Historias de Filadelfia, en especial la confianza con que se esperaba que la alusión y el intercambio sofisticado fueran comprendidos por un número considerable de ciudadanos, no ha sido igualado, supongo, ni antes ni después” (Ciudades de palabras, p. 67).

[21] George Anastaplo, The Artist as Thinker. From Shakespeare to Joyce, Ohio University Press, Athens, Ohio, 1983, p. 26: “¿Es el universo moral de las tragedias de Shakespeare, tal como se ha dicho, frío y prohibitivo? Shakespeare nos sugiere lo que la prudencia exige en varias circunstancias. ¿No es esto reconfortante, en lugar de amenazador? ¿No nos instruye, a través de las tragedias, sobre los muchos modos en que los hombres se equivocan? ¿No nos sentimos animados por las tragedias, debidamente comprendidas, a creer que los hombres no han de ser necesariamente solo víctimas del capricho y la irracionalidad? En lugar de preocuparnos por una privación improbable [en el sentido de que, si los hombres se comportaran como debieran, no se escribirían tragedias], ¿no deberíamos comprender precisamente cómo el juicio erróneo conduce a aberraciones de las que hace uso la tragedia?”. Sobre Otelo, en particular, Anastaplo señala —en contraste con la conclusión de Allan Bloom sobre Emilia como el personaje “dispuesto a morir por la verdad”—, que Emilia, que habría colaborado con los tortuosos planes de su esposo demasiado a menudo, “se equivoca al revelar la verdad sobre Yago en su presencia mientras va armado… Ya no había necesidad de apresurarse”.

[22] Otelo (III, iv), p. 401: “Emilia: ¿No es celoso? Desdémona: ¿Quién, él? Pienso que el sol bajo el cual ha nacido secó en él semejantes humores”. Otelo (IV, i), p. 409: “Otelo: ¡Que la ahorquen!... Solo digo lo que es… ¡Tan delicada con la aguja!... ¡ Tan admirable en la música!... ¡Oh! ¡Cuando canta, haría desaparecer la ferocidad de un oso!... ¡De ingenio tan agudo y fértil! ¡Y tan ocurrente!... La haré trizas!... ¡Ponerme los cuernos!”.

[23] Stanley Cavell, Disowning knowledge in seven plays of Shakespeare, p. 132.

[24] Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Shakespeare, p. 81: “La muerte de Otelo sería la más grande escena fúnebre de Shakespeare de no existir el precedente de la muerte de Hamlet, y si unos meses más tarde no hubiera concebido la muerte voluptuosa y mordaz de Cleopatra-Fitton”.

[25] Wilson G. Knight, The Wheel of Fire. Interpretation of Shakespeare’s Tragedy, The World Publishing Company, Cleveland, 1964, p. 105: “La separación es la regla por todo Otelo”.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Alcoriza

Un despliegue audaz de la conciencia narrativa

10 de julio de 2020 09:26:38 CEST

Los personajes de Discurso de boda están inmersos en una cotidianeidad abrumadora en la que nos identificamos con un personaje y también con el que menos se le parece; con uno y con su opuesto. La narración es aquí valiente, sin convencionalismos o falsos pudores. Quizás por eso habla al corazón, suena a verdad. Siempre con el exquisito dominio del lenguaje que caracteriza toda la obra de García. He disfrutado mucho con esta novela y trataré de explicar por qué. “La crueldad natural de las parejas” está al lado de frases crueles y de pareja como las que canta Marifranci en copla. De lo más sublime y elevado a lo cotidiano y humorístico. Este es el vaivén de emociones con el que, entre Woody Allen y James Salter, atrapa al lector Álvaro García en su nueva y rotunda novela. El poeta ganador de los premios Hiperión y Loewe da con madurez el paso a la narrativa, iniciado con El tenista argentino, premio Ciudad de Barbastro en 2018. Como ya ocurría en aquella, la de Discurso de boda es una escritura valiente, fresca, sin clichés, profunda y reflexiva en el tratamiento del amor, de la soledad y de la muerte.

Discurso de boda se diría resultado de una búsqueda constante de nuevas formas de expresión, ahora encontradas en un género que Ezra Pound señalaba como el heredero de la poesía en algo crucial: la captación de la complejidad moral y de lenguaje, testigo que según il miglior fabbro la novela toma en el momento en que la poesía pierde matices para conformarse con la musicalidad de expresiones morales fijas, esclerotización que Pound data en el Renacimiento. Con Jane Austen y después Flaubert y después Henry James llegaría para Pound el cauce nuevo de la poesía, gracias a la cantidad pero sobre todo a la riqueza del despliegue en matices de observación desde la conciencia. J.A. Juristo ha escrito (Cuadernos Hispanoamericanos, febrero de 2019) que la construcción narrativa de Álvaro García es poética en el sentido en que lo son las de Lawrence o Faulkner: no basta con la apariencia de los hechos. La huida de la captación lineal o fija da lugar en Discurso de boda a algo que considero muy de agradecer: en personajes entre sí distintos e incluso dispares, puede el lector encontrar trozos de sí mismo.

Discurso de boda es una novela divertida, llena de humor. Puede uno reírse a carcajadas en momentos como el del biquini fosilizado o el de la salida de Otom al jardín con el cazo de comida, buscando a Katia, como quien va a darle de comer al perro. O en los diálogos con Marifranci cuando los dos hermanos protagonistas eran pequeños. Pero también ese humor está a veces lleno de amargura, de melancolía, como en la evocación del parecido entre el padre y el jardinero vestido con un traje cedido (en todos los sentidos) por el padre. O en la asimilación entre el novio de Marifranci y el enano recién casado de la canción que canta ella. No sabe uno si reír cuando el trucaje fotográfico de la cara de la tía monja muerta, a la que nadie pudo fotografiar con toca por ser de clausura. Los personajes buscan una salida a la soledad a la que están abocados como correlatos que son de seres humanos complejos. Álvaro García, poeta de prestigio, podía haber elegido una manera cómoda, comercial, de novelar. Su búsqueda del fundamento literario, aludido en algún momento de la propia novela, lo lleva en cambio a arriesgar con un lenguaje sorprendente al servicio de la trama y de los personajes. La narración en primera persona por Otom inserta magistralmente los diálogos en estilo directo sin signos de acotación, atento al fluir de la conciencia y de los rompimientos externos que consiguen la austeniana storm in a teacup. La teacup sería aquí un microcosmos en el que se va integrando la vida de la ciudad; en el que se van introduciendo casi cada una de las inquietudes humanas. No falta la reflexión sobre la manera o la dificultad de comunicarlas. Esta novela despliega y aporta perspectivas a las imágenes, a las voces, a los ruidos, como cuando Otom recuerda haberle dicho ‘te quiero’ en dos ocasiones a la bailarina Inés, sin que ella llegara a oír la declaración en ninguno de los dos casos, uno por tener puestos los auriculares, otro por el ruido de la máquina de café del restaurante del propio Otom.

En su imprescindible ensayo sobre el lenguaje literario Poesía sin estatua. Ser y no ser en poética (2005), defendió Álvaro García cierta huida de lo que él llamaba el “coágulo del yo”, para transmutar las palabras. La convicción que logra Discurso de boda no deja de tener la misma naturaleza que la poesía: el extrañamiento del lenguaje, la atención a los matices, sobre todo en el tratamiento del sexo. La humedad y el calor están por toda la novela. La excitación sexual y la ciudad se funden en eso, ya presente en El tenista argentino. Están las chanclas húmedas y todavía calientes de las chicas que se van, chanclas que Otom saca a secar al sol y que un día se pondrá Katia. A pesar de la modernidad y de tantas vanguardias e ismos, todavía hay cierto pudor a hablar de sexo en novela, y menos de una forma tan directa y natural, al menos en las novelas consideradas de cierta categoría intelectual. Esta no es la única muestra de valentía y clarividencia de Discurso de boda: en unos tiempos marcados por el pensamiento fijo –que en literatura comprobamos como una vuelta a la musicalidad del lugar común sentimental, moral y hasta político-, en Discurso de boda, desde los juegos de conciencia que marcan el discurso improvisado por Otom en la boda de su hermano y Katia, hay pensamiento múltiple. Resulta más que audaz la verbalización de una transgresión paralela a la del mandamiento de rechazar deseos y realidades impuras: también la moral social de nuestras ciudades y sus depilaciones, sus consignas mediáticas, sus compromisos políticos desde el teléfono móvil, es reflejada en imágenes que contribuyen a la identificación múltiple que vengo refiriendo, conseguida por el despliegue de una conciencia narrativa atenta “a realidades más concretas que la palabra mundo”. Despliegue mental al que en esta novela le sigue fielmente una capacidad de lenguaje que quizá por eso parece tan natural.

 

 

Álvaro García, Discurso de boda, Jerez de la Frontera, Libros Canto y Cuento, 2020.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por María José Carrassco

Estamos aquí reunidos con motivo de la presentación oficial de una nueva y celebrada antología sobre tu poesía. Me estoy refiriendo a “La mirada de la esfinge”, editada por la editorial valenciana Olé Libros, una antología consolidada por Noelia Illán Conesa, una joven poeta, también murciana, quien se confiesa amante de tu prosa y tu poesía desde que tenía 14 años.

Sí. Yo creo que ella antes de leer los poemas míos, empezó con prosa, con una novela, La esclava instruida, que fue premio La Sonrisa Vertical. Y ahí fue donde ella empezó. Y unos años, luego, pues un día, me localizó y ella es muy lectora de esos libros y, bueno, empezó una amistad y ahora es una colaboradora mía en muchas cosas ¿no?

 

Es una secretaria áurea, ¿no? (aludiendo a una conversación previa)

Sí (risas).

Cuéntanos qué te pareció el proyecto cuando Noelia te lo ofreció y qué piensas de su original planteamiento y acabado final.

Bien, hombre. Digamos, a mí, bien, de siempre. Cuando alguien se interesa por los poemas, que al fin y al cabo es una cosa que uno hace sin que nadie se lo haya pedido, sino porque uno lo hace, pues, que alguien se interese, pues siempre es un motivo, digamos, de alegría ¿no?

Pero yo lo que siempre hago cuando se seleccionan mis cosas, ¿no? Es que no me meto. No me meto porque yo creo que el poeta es el que menos debe —o sea— intervenir, esto hay que dejarlo al lector, lo que el lector piensa que le funciona, ese es su libro ¿no?

Y entonces, lo que estuvimos viendo, porque ella estaba muy interesada en hacer una antología, sobre todo, en algo que en mi obra, digamos, en fin, es más extensa, pero tiene un lugar bastante grande, que son los poemas… Yo no diría tanto de amor, porque de lo que yo entiendo por amor, yo puedo tener cinco, seis o siete poemas, pero sí poemas de deseo, poemas de deslumbramiento sexual, digámoslo así. Entonces, eso lo entendió bien y yo creo que es una antología que ha quedado bien.

La otra que ella había hecho, hace ya cuatro años, o no sé, era sobre ciudades. Igual. Cogió poemas sobre ciudades que yo amo mucho y a las que voy, y tal, y para mí tienen un significado extraordinario ¿no?

 

Noelia nos cuenta en su prólogo a esta antología que el itinerario que trazan los textos que ha escogido se corresponde al recorrido emocional que a través del deseo en tus poemas ella descubrió. Es decir, el libro se estructura en dos partes, la primera, dedicada a una percepción carnal del sentimiento amoroso, y la segunda, a su experiencia más romántica y menos material. Sin duda, este planteamiento hace de esta antología un paso original para todo aquel que no conozca tu poesía.

Sí. Sí, sí. Y además, fíjate, hay poemas que tienen entre sí cuarenta años de diferencia, puede haber entre un poema y otro. Yo, los poemas míos, esto que llamáis poemas `románticos´, yo creo que eso no es lo que abunda. Yo soy muy poco romántico. O hay algunos poemas de verdadero amor, y esos son hondos, más hondos, y luego, los otros, tienen muy poco de románticos.

 

¿Cómo debemos interpretar ese deseo? ¿De una forma física y materialista de posesión cartesiana o como esa utopía que nos hace anhelar aquello que conocemos pero no tenemos? Deduzco de los poemas que entiendes el deseo también como un motor que nos mueve, y por tanto, como un positivo incitador a ponernos en marcha e ir en busca de nuestros sueños.

No, no, yo creo que es mucho más simple. Es simplemente el deseo que una mujer puede despertar en un hombre. Es eso. Luego la intensidad de eso dependerá de la irradiación de la mujer y digamos, de la percepción del hombre ¿no?

 

¿Qué opinión te merece que una editorial valenciana —relativamente joven y pequeña— haya apostado fuerte por una colección como Vuelta de Tuerca, en la que se inscribe esta antología, una colección que pretende compendiar las antologías de los mejores poetas a nivel nacional? Hay que decir que detrás de semejante proyecto se encuentra Toni Alcolea, valiente editor que en Valencia está haciendo una labor impagable en favor de la poesía.

Hombre, yo creo, y sobre todo en estos momentos, yo creo que las antologías están bien. Por dos motivos. Uno de ellos es que no hay tanto tiempo, o la gente no dedica tanto tiempo, en general, a leer. Entonces, enfrentarse con una obra, y sobre todo, esta mía, una obra muy extensa, pues, puede ser un hándicap ¿no? En cambio, en una antología, que se supone que está de lo mejor, uno escribe muchas cosas que no son —precisamente— lo mejor, ahí están más seleccionados y entonces le pueden dar una idea al lector.

Sí, me parece bien. Y el discurso que está teniendo Olé Libros con esta colección, yo creo que está bien, porque yo he visto ahí los títulos que va habiendo y son considerables. El anterior a este ha sido el de Paca Aguirre. 

 

Casualmente, este año 2020 conmemoramos los 50 años de la aparición de la famosa y polémica —a partes iguales— antología de José María Castellet “Nueve novísimos poetas españoles” en la que fuiste incluido. ¿Te has sentido siempre cómodo bajo la etiqueta de `poeta novísimo´?

Bueno. En realidad es que me da igual. Lo que sí creo es que los que intervinimos allí hemos sido muy afortunados. Muy afortunados porque en un momento, aquello significó como un reclamo enorme y nos dio acceso, quizá, a puestos que todavía no nos los merecíamos. Entonces creo que tuvimos una gran fortuna en esto.

Pero claro, el tema de los novísimos también se podría plantear de, si realmente esa antología era una antología sobre un determinado gusto, una forma de hacer. Y eso es lo que yo he discutido siempre, porque fuimos nueve, como pudimos ser doce. Yo nunca he entendido por qué Luis Antonio —aunque no tenía casi poemas— no está, por ejemplo. Pero no teníamos que ver unos con otros. Porque si tú coges, realmente, tanto lo que sale en ese libro, como lo que cada uno ha hecho luego, han sido caminos muy diferentes. Pero bueno, supongo que José María lo que hizo entonces fue elegir lo que le pareció a él que podía sonar, y bueno,

 

Podríamos decir que Castellet falló como antólogo, entre comillas, per acertó en que hubo un cambio de mentalidad en la poesía española.

Sí. Claro que lo hubo. Lo que pasa es que, lo que te decía antes, que ese cambio, probablemente, se daba también en más poetas de los que estaban en esa antología.

 

Barnatán, por ejemplo ¿no?

Marcos. Pero bueno, Marcos, hubo un problema. Yo tampoco lo sé. No supe entonces por qué, bien. Pero luego he estado viendo y no se incluyó, aun siendo del mismo grupo nuestro y tal, porque es que no era español aún, era argentino. Algo de eso.

 

¿Consideras que el culturalismo, en la poesía española, goza de buena salud en la actualidad?

No lo sé muy bien. Yo creo que hoy, hoy, la poesía, sobre todo la que se hace hoy por la gente más joven va por otros lados. Lo que pasa es que tampoco he entendido nunca muy bien lo de `culturalismo´, porque ¿qué significa el culturalismo? Yo puedo entender quién es culto, pero culturalismo, no. De hecho, por ejemplo, allí había poetas, por ejemplo, Manolo Vázquez, que difícilmente podían entrar ahí. Manolo Vázquez era un poeta militante e incluso con ideología de izquierda y tal, etcétera, etcétera. Luego, hay otros que realmente no habían escrito. Y no han escrito luego, después. Y Castellet escogió. Quiero decir, fue una amalgama.

 

Sé que uno mismo es el peor lector y crítico de su obra pero…

Sin duda

 

¿Consideras Museo de cera como tu gran obra maestra?

Bueno, en último caso, digamos, va a ser la única obra al final, y te lo voy  a decir por qué. Yo empecé a escribir Museo en el año 60. Estuve allí, en París, y allí comenzó el libro. Yo lo que sí tuve desde el principio era la idea, no de hacer un libro de poemas suelto, y luego otro, etcétera, sino que desde el principio yo sí tuve la idea de un libro que era como una arquitectura. Por eso en este momento la última edición, la octava, la que sacó Renacimiento, ya es libro de cerca de novecientas páginas. Y después de ese han venido más libros, sueltos, pero que para mí, esos libros, en una edición que se haga un día, irán incluidos en la parte que le corresponden de Museo. O sea, que al final Museo puede ser un libro de mil seiscientas páginas. Entonces, yo tenía la idea de construir un libro, pues como una catedral, al cual se iba incorporando, incorporando incluso diversas partes, etcétera, etcétera. Con todo su aparato de citas que, por ahí me han acusado muchas veces de culturalismo, cuando en realidad las citas para mí eran, eran dos cosas: primero, una diversión; y por otro lado, una manera de encuadrar el libro dentro de una tradición. Referencias, como, o sea, diciendo: la poesía no es algo que hoy se nos ocurra una cosa y hace un siglo, no. Podemos tener unas variantes pero formamos parte de un mismo club. Y si ahora mismo tú lees a Safo, o lees a quien quieras, a Teócrito, los antiguos y tal, te das cuenta, o Catulo, que podía haber escrito esta mañana.

 

Algunos han comparado Museo de cera con el Cántico de Jorge Guillén, para mí es una especie de Libro de Aleixandre, me recuerda a Los cantos de Pound, un compendio enciclopédico de saberes, de experiencias, de viajes. ¿Has pretendido cartografiar tu experiencia en la vida, en la palabra poética con este libro?

Sí, claro, claro. Todo junto. Pero lo que yo siempre he discutido y defendido es que lo uno escribe, porque, ahora, por ejemplo, hay una manera de ver la poesía, y eso se nota mucho en la poesía joven, de ver la poesía como una manera de testimoniar lo que le pasa. Esto yo siempre quise huir de eso. Quiero decir, yo, claro que hablo de lo que me pasa o no me pasa, a veces invento, hago mil historias, pero hasta lo que me pasa, al llegar a la página no es lo que me pasa directamente, es lo que me pasa después de haberse ido a un mundo, en donde todo se reviste de significaciones estéticas. Ya no tienen que ver ni siquiera con el poeta, ni siquiera con el autor. Muchas veces me han dicho: «es que usted aquí habla de tal persona», o a veces salen, o sea, en situaciones, y digo: «no, no, no, son como la criatura del doctor Frankenstein, es decir, yo puedo aludir a alguien  y esa persona tiene el pelo de A, los ojos de B, la mirada de C e incluso si esa situación es, qué te voy a decir, en Alejandría, si a mí en el poema me conviene mucho más, poéticamente, que eso suceda en Budapest, eso sucede en Budapest. Y ahí se va englobando todo.

 

Hablando de Pound. En el año 1985 fuiste presidente del homenaje mundial que se hizo a Ezra Pound en Venecia ¿qué recuerdos tienes de aquel momento? Imagino que sería emocionante para ti, Pound era un poeta admirado al que habías traducido.

Sí. Yo lo organicé y lo presidí porque ese homenaje se hizo desde mi casa, mi mesa, con el teléfono. Y así empezó la historia. A Pound lo he traducido muy poco, pero Pound para mí, no solo era un enorme poeta, aunque haya muchos aspectos en Los cantos que no me resultan, o sea, que no me impresionan, en directo, o no me interesan mucho. Me interesa más el Pound primero, el Pound de A lume spento, el Pound de sus libros primeros, que los Cantos. Pero lo que Los cantos, bueno, la obra entera, sí son, para mí es la columna vertebral, digamos, con Eliot, de la poesía moderna. Sobre todo, para los ingleses todavía más que para nosotros, porque el idioma poético de Ezra Pound modifica totalmente el discurso del inglés, de la poesía inglesa.

 

Como sabemos, al culturalismo también se le llamó y se le llama venecianismo ¿qué representa hoy para ti la eterna ciudad de Venecia?

Para mí, Venecia es algo muy unido a mi vida. Ha representado, y he vivido allí mucho, primero, yo te diría, una ciudad donde me sentía muy bien y me siento bien. El hecho de que no haya coches, el hecho de que sea una ciudad muy pequeña, andas, es el trato de la gente, una cierta elegancia que todavía quedaba en los venecianos, etcétera.

Venecia ha ido evolucionando, en estos momentos, digamos, mi Venecia, te puedo hablar de la Venecia de los años setenta, ochenta, no tiene nada que ver con lo que actualmente es Venecia. Venecia, pues como casi todo en nuestro mundo, desgraciadamente, se está convirtiendo en, pues eso que les gusta tanto hoy, en un centro temático, o casi. Entonces, ya es un sitio donde no puedes caminar, de gente. Una ciudad que están destruyendo, pero destruyendo físicamente, todo lo de los transatlánticos que entran constantemente están destruyendo, claro. Pero, en fin, es una ciudad en donde aún me siento bien, porque para mí, quizá estoy mirando una cosa que ya no es lo que yo… Pero sigue siendo, de alguna manera.

 

¿Eres un viajero empedernido?

Bueno, más que empedernido, desde siempre me han gustado mucho una serie de sitios a los cuales he vuelto, porque sí que me muevo mucho, pero muchas veces me muevo volviendo a la misma ciudad, una y otra vez, una y otra vez. Lo que me pasa, por ejemplo, con Budapest. Budapest es una ciudad que desde el año 76, o por ahí, yo no sé las veces que he vuelto. He conocido todos los Budapest, desde el Budapest aquel comunista cerrado, a lo que hoy es ¿no? O es lo que me pasa con París. Pero bueno, claro, París era, ha sido todo, mi juventud. Ahora, de eso hace ya un montón de años, que ya, porque yo vivía en hoteles, hoteles, hoteles, pues como hemos vivido allí todos y al final, acabe ya, comprándome allí una casa, junto a Notre Dame. Y bueno, París es eso, es mi mundo de librerías, de librerías de viejo, porque yo soy más de las librerías de viejo, de libro usado, que de las librerías de ahora. Es lo que me pasa con Egipto, por ejemplo, que he ido muchas veces. Alejandría es otra ciudad que también ya no es lo que era, en absoluto.

 

Recuerdo ahora que en París, en el Café Danton, fue donde comenzaste a escribir Museo de cera.

Sí. En ese pequeño café que hay justo en Odeón, allí empecé en el verano del 60. En agosto, julio o agosto, agosto me parece que era.

 

Dicen que la diferencia entre el turista y el viajero es que el viajero vuelve transformado por el lugar que visita ¿no?

Sí, bueno. Tú fíjate. Yo eso lo sigo sintiendo. Yo vuelvo siempre con algo. Una ciudad que por ejemplo, que además, ya te digo, es tan pequeña que me la conozco hasta el último rincón, como puede ser, o sea, Venecia ¿no? Bueno, pues por calle, por puentes, por sitios que haya pasado cientos de veces, sigo pasando y descubriendo algo que no había visto: un detalle en una fachada, en una puerta. Yo soy muy poco turista, en ese sentido.

 

¿Qué viaje marcó tu vida?

¡Uf! No sé. Ciudades que desde la primera vez me hayan causado una impresión física brutal, ha sido, por ejemplo, Estambul. Ahora, desde que dio el golpe de estado Erdogan no he vuelto porque ya está pasando cosas que no me agradan.

 

¿Qué opinas sobre el papel de la cultura en la sociedad actual? ¿Crees que todo se ha desvirtuado por culpa de una generalizada pérdida de valores, por la llegada masiva de sociópatas al poder, por la democratización de la cultura llevada a cabo por los mass media?

Sí. Bueno. Yo creo que se está produciendo un fenómeno en el mundo, porque esto no es aquí en España, quiero decir, en Francia, Estados Unidos, está tal cual, y en Alemania y en Italia, que es ¿cómo te diría yo? Lo que había sido, hasta nosotros, quizá, ansia de saber, de conocer, de buscar lo excelente, ha estado dando vuelta, reculando e incluso quizá esa búsqueda de lo excelente hasta hay, en este momento mucha gente a la que eso le tira para atrás, lo acusan: «elitismo, no sé qué, tal y cual». Y entonces eso lo que produce es un proceso de incultura generalizada. Esa incultura generalizada, esa amnesia histórica, pues lleva a que evidentemente los productos que salen de ahí para mí tengan bastante menos valor. Entonces, lo que sucede es que yo soy bastante pesimista. Claro. El pesimismo no deja de ser otra tontería, porque en cinco minutos el mundo cambia. El mundo cambia y de pronto, sucede algo y resulta que empezamos un renacimiento de cualquier cosa, pero sí soy pesimista porque no lo veo venir todavía ¿no? No lo veo. Y lo que estoy viendo, ya te digo, en toda Europa, no solo aquí y en Estados Unidos, estoy viendo Universidades que para mí eran importantes focos, pues convertidas en un desastre. Arrastradas por la ideología de género, arrastradas por el multiculturalismo, arrastradas por, incluso que no reconoces. Una Universidad con la que tuve mucho contacto, bueno, he dado allí una conferencia e incluso estuve allí en un college, como era Cambridge, en estos momentos Cambridge no tiene nada que ver. Pero el problema, además, es que estas cosas no tienen que ver con lo que eran hace diez años, quince años, quiero decir que el paso ha sido violentísimo, en muy poco tiempo, y eso es lo que casi ni nos permite poder ni analizarlo.

 

¿Crees que vivimos en un tiempo de mediocridad, de mentira, el tiempo del plagiador, del arribista, un tiempo que canta a lo vulgar y decadente?

Totalmente de acuerdo.

 

¿Por qué estamos como estamos? ¿A quién podríamos culpar?

Es que, yo no creo, quiero decir, hay muchos enemigos ¿no? Pero, ¿cuál sería el principal? El principal, probablemente, es esa extraña sensación que ha entrado en muchísima gente, yo te diría que de suicidio. Como le está pasando a Europa, se está suicidando, culturalmente, se está suicidando vitalmente, se está suicidando, aquí el problema todavía es, en fin, menor, pero por ejemplo, en Francia, lo del islamismo, eso ya es una cosa… Entonces, asistimos a modificaciones de formas de ser, de formas de comportarse, a modificaciones, incluso, lingüísticas, que nos sumergen en un extraño, en una pesadilla ¿no?

Y lo que has dicho antes estoy conforme con todo: mediocridad, etc. son los reyes de este momento.

 

En alguna ocasión te has manifestado en contra del mundillo intelectual español. 

No. Del mundillo intelectual español, del mundillo intelectual francés, del mundillo intelectual norteamericano y del que quieras.

 

¿Qué motivó en ti esta opinión?

Pues porque creo, por lo que decíamos, que todos estos problemas que se han ido transformando en una, como en una opresión, que es lo que conduce a esa mediocridad, etc. todo esto ha sido municionado por la intelectualidad. Quiero decir, cuando estamos viendo en todos los países, porque no hay ninguno que se salve, unos gobiernos abyectos, o sea, unos gobiernos que uno no se imaginaría ni, vamos, ni cuando Idi Amin Dada, o sea. Cuando estamos viendo, incluso gente de una indigencia mental absoluta ocupando unos poderes que modifican nuestras vidas, o nos las hacen insoportables, lo que no nos damos cuenta es que a ninguna de esas turbias cabezas se les ha ocurrido. Todo lo que nos está pasando se les ha ocurrido a los intelectuales. No todos, claro, hay muchos que no, pero son los que municionan a los poderes de todas estas justificaciones. Y por eso es mi desprecio, en general, hacia la intelectualidad, con sus excepciones, claro, muy nobles, pero que están siendo arrasadas, o a las Universidades, que han caído todas bajo esa misma historia.

 

¿Qué te hubiese gustado ser de no ser escritor?

No lo sé. Pirata (risas).

 

¿Qué libro tuyo salvarías de la hoguera?

Bueno, si yo tuviese que coger solo uno, no cogería un libro mío. Me cogería La divina comedia, me cogería a Shakespeare. Y si fuese mío, no lo sé, porque no he tenido la sensación, como te decía antes, de un libro y luego otro y luego otro. He tenido la sensación de un libro, entonces, no lo sé, puede que hay algún poema mío que, o sea, intentara salvar de esa quema.

 

¿Cuál arrojarías al fuego?

¡Uy! ¿Yo? El noventa por ciento de lo que he escrito (risas).

 

¿Qué libro de otro autor jamás quemarías?

Pues ya te lo he dicho: La divina comedia, La Ilíada, la obra de Shakespeare. No, muchos, muchos. Ahí sí habría muchos que salvaría, me tiraría a la hoguera (risas) para salvar el libro.

 

¿Qué libro de otro autor te produciría deleite si lo vieras arder?

¿Pues qué te voy a decir? El noventa y ocho por ciento de lo que se está escribiendo en España ahora mismo. Por no irnos a otros países, porque si fuera de Francia, te diría que el noventa y cinco.

 

¿Lees a algún poeta contemporáneo por el que sientas especial interés?

¿Españoles?

 

Sí. Mira. Por ejemplo, todos son amigos, un poeta que además, tenéis la inmensa suerte de que es un poeta hijo de esta tierra, que es Francisco Brines. Francisco Brines, yo creo que en estos momentos, pondría mi mano en el fuego, porque es el poeta más alto de Europa. Yo no conozco en este momento en Italia, Alemania, Francia ningún poeta de la altura de Brines. Bueno, estamos hablando de vivos, porque podríamos hablar de, pero vamos, que hablamos de vivos. Otro poeta, también de Valencia, que me interesa es por ejemplo Vicente Gallego. Y luego, por ejemplo, te voy a decir dos o tres poetas españoles a los cuales leo y somos muy buenos amigos: Luis Antonio de Villena, podría ser uno, Felipe Benítez, podría ser otro, y por ejemplo, Mesanza, podría ser también otro.

 

¿Qué piensas del panorama poético español actual? ¿Qué crees que le espera a la poesía española?

Bueno, yo ya te he dicho los que yo leo y me interesan. Lo veo pesimista y muy flojo, pero lo que está pasando aquí es lo que está pasando en todo el mundo. Quiero decir, yo creo que un poeta es alguien, primero, que no sabe por qué es poeta. Siente una necesidad de escribir eso de esa manera y unos temas, etcétera y no sabe, se obsesiona, lo hace peor o lo hace mejor, corrige mejor o no. Y sobre todo, quiere hacerlo cada vez mejor, los modelos que se pone, es esto, hablamos de Shakespeare, del otro, o sea, grandes modelos a los cuales jamás uno llega, pero al menos se queda un poco más cerca. Y lo que ahora mismo yo estoy viendo es que, primero, en general, y sobre todo en los más jóvenes que me mandan libros, me mandan cosas y no se puede leer. Primero, son profundamente incultos, no han leído, no leen, y se leen entre ellos cuatro. Luego, se les ha puesto como modelo, por ejemplo, no la alta poesía, sino ¿cómo te diría yo? Letras de canciones. Y luego lo peor, es lo que te decía yo, que de eso he pretendido yo huir siempre, es lo que sientes en ese momento. Entonces estamos en un nivel pues que podría ser lo que antiguamente en el colegio o en el instituto un chico o una chica escribían en el pupitre unos poemas por el amiguito que les gustaba, y claro, eso no es. Sobre todo, un infantilismo, una falta de buscar lo que de verdad es hondo, lo que de verdad nos significa. Por eso te digo mi opinión sobre lo que leo, yo ahora mismo a veces entro en una librería, veo la sección de poesía y empiezo a ver una serie de libros, la mayoría escritos por mujeres, muy curioso, en grandes sellos y vendiendo, además mucho, y abro el libro y no puedo pasar del segundo verso. Porque digo, esto es lo que se le ocurría a Pepita en segundo de Bachiller, que se enamoraba de su compañerito aquel. Esto a mí, la verdad que no me interesa.

 

¿Qué crees que le espera ahora a la poesía española?

No lo sé. No lo sé. Creo que pueden seguir escribiendo estos e incluso muchos más que se unan a esto, porque claro, ya no exige nada, es lo que se me ocurre en este momento ¿no? La ingeniosidad que se me ocurra en este momento, eso no tiene ningún valor. Y lo que pasa es lo que te he dicho, la historia puede cambiar en cinco minutos. Puede cambiar. A lo mejor en estos momentos hay, no sé, en Lugo, o en Crevillente ¿no? (risas) hay un poeta que esté escribiendo algo que no conocemos y que va a ser el Rimbaud de este momento. Ojalá.

 

¿Qué te queda por hacer como poeta?

Seguir intentando encontrar ese verso que no muera. Es que no, no hay otra cosa. Seguir vivo. Seguir.

 

 

 

 

BIOGRAFÍA DE JOSÉ ANTONIO OLMEDO LÓPEZ-AMOR

Escritor, crítico literario, poeta y editor valenciano. Estudia Filología Hispánica en la Universidad de Valencia. Codirector de la revista literaria Crátera. Miembro de la Academia Norteamericana de Literatura Moderna Internacional. Publica  los libros de poesía: Luces de antimonio (2011), El testamento de la rosa (2014), La soledad encendida (2015), La flor de la vida (2016), Maldito y bienamado bibelot (2017), Nubes rojizas (2019) y Actos sucesivos (2020). Publica en 2017 su libro de ensayo y crítica Polifonía de lo inmanente. Apuntes sobre poesía española contemporánea (2010-2017). En breve publicará El monstruo en el camerino, su primer libro de aforismos, en Ediciones Trea.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por José Antonio Olmedo López-Amor

Bajo la sombra de Octavio Paz

26 de junio de 2020 12:10:35 CEST

Octavio Paz ha sido uno de los ensayistas más grandes de la historia, pero también investigador, poeta, uno de los estudiosos que mejor ha entendido el sentido del lenguaje, su poder para explicar el mundo.

Juan Malpartida, poeta, narrador y director de la prestigiosa revista Cuadernos Hispanoamericanos, logra entrar en la mirada de Paz, en su huella, a través de un estudio profundo titulado Octavio Paz, un camino de convergencias, editado por Fórcola, una editorial que ha cuidado siempre los textos y de la que han salido muy interesantes estudios de gran profundidad.

Paz es el amanuense, el traductor del profundo universo que late en las palabras, cuando se pronuncian por primera vez. La consideración que hace Malpartida de Paz tiene que ver con el poder anunciador de la imaginación donde late el pensamiento del mexicano, como nos recuerda en el libro:

“Por el otro, el autor de Piedra de sol fue construyendo una poética en la que sitúa la imaginación como fundamento de lo sagrado, y no al revés”. (p.31)

Muy cierto, porque para Paz el mundo de los sentidos que expresa el lenguaje va consolidando un poder evocador, toda palabra lleva un eco, un espacio donde el lenguaje cobra un espacio de pensamiento que no muere.

Como dice Malpartida en Paz hay una “meditación poética y protéica sobre la palabra que gira, como los mismos sentidos, alrededor de la transparencia. El poema mismo es esa transparencia”. (p. 95).

En Paz, las palabras nos llevan a la intensificación de los sentidos, la palabra blanco en un poema de Paz nos lleva a la imagen como un espacio sagrado que nadie ha de ocupar.

Para Juan Malpartida el universo de Paz es también la búsqueda del otro, donde el poeta se completa, somos seres que vivimos en la penumbra de la vida, oscurecidos por nuestra incertidumbre ante la muerte y en el lenguaje encontramos un motivo para estar vivos y creer en la eternidad del tiempo.

 El mono gramático, La llama doble, El arco y la lira, todos son esfuerzos que evocan el lenguaje iniciático, el que crea el mundo. Es Paz el demiurgo que nos abre una nueva luz para entender el mundo no solo en su poesía, sino en sus ensayos.

 Para Paz el poema no es una ventana a la realidad, sino la realidad misma y en ese mundo de convergencias que plantea este brillante ensayo sabemos que el pensador mexicano lo abarca todo, no es un creyente a la manera ortodoxa pero sí cree en el poder del lenguaje y de la cultura para que vivamos plenamente el instante al crear o a al leer a otros creadores.

 Malpartida destaca cinco palabras que definen al Paz pensador: tiempo, significado, negación, deseo, presencia. Son estas las que conforman ese espacio donde transita el mexicano, buscando siempre en los laberintos del ser la verdad aún no nombrada. Nos hallamos ante un libro que avanza sobre las sombras de Paz, de su recorrido vital pero también del pulso de su creación que ha dejado muchas influencias por su eruditismo sin ser realmente erudito, porque cada vez que Paz escribe nos ilumina con su pensamiento. Un libro necesario que abre nuevas lecturas de Paz, todas ellas apasionantes para descubrir el poder evocador del lenguaje como traductor del universo.

 

Juan Malpartida, Octavio Paz. Un camino de convergencias. Madrid, Fórcola, 2020.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Reivindicación de la humildad

18 de junio de 2020 13:02:20 CEST

Hay que saludar con gratitud la publicación de Historias de la pequeña ciudad: obra audaz, valiente e inesperada, alejada de las modas dominantes, escrita con el esmerado rigor que sabe imprimir a su quehacer el orfebre escrupuloso, y cuyo mayor y más genuino mérito reside probablemente en el insobornable afán de autenticidad que desprenden sus páginas más inspiradas y luminosas. Quien conozca algo de su itinerario literario sabrá que el abulense Antonio Pascual Pareja no es ave del «nuevo gay-trinar». Es el suyo un universo creativo regido por criterios estéticos que no pocos se aprestarán a tildar de anticuados, cuando no plenamente superados; sin embargo, el escritor, enteramente consciente de que su labor no pasa por someterse con docilidad a los dictados de las tendencias en boga, prosigue su propia búsqueda, perseverante, tenaz, apasionada de la belleza, siempre atento a su vertiente más cercana —y acaso por ello, más secreta—; avanzando con paso decidido en la tarea de dar encarnadura literaria a todas aquellas impresiones que han ido forjando su peculiar forma de sentir la inmediata realidad que lo circunda.

En la estela de su muy estimable Invisible Pablo, esta última obra se inscribe también en un ámbito un tanto ambiguo, de incierta adscripción genérica. Bien parece acomodarse Antonio Pascual al principio de que el género literario ha de ponerse siempre al servicio de las necesidades creativas de cada escritor. Por de pronto, en una primera aproximación —a todas luces insuficiente— basta decir que Historias de la pequeña ciudad se integra en su mayor parte por una colección de piezas narrativas breves, que tienen como denominador común la presencia de un mismo marco provinciano, en el que —solo en apariencia— predominan la monotonía y el tedio. Con todo, ante las sombras de algunos posibles prejuicios, el propio creador decide anticiparse y, con precisas palabras, aclara la sustancia inspiradora de la obra:

“¿Qué pasa en la pequeña ciudad? Nada. Nada pasa en ella. Todo lo que es digno de contar, lo decisivo, ocurre en las grandes ciudades. En los lugares pequeños, el rostro de la vida es anodino y gris. […] Y, sin embargo, todo lo realmente valioso es parvo. [...] Todo lo importante es pequeño y, por ello, fácil de perder.”

El poeta abulense se erige, pues, en cantor de ciertas realidades humildes, anónimas, modestas, injustamente ignoradas; se afana en hacer visible lo invisible, en recuperar la sustancia estética que se halla oculta en nuestras peripecias más mundanas. Desde un lugar vital y espiritual propio, desde su locus standi —según la célebre expresión del filósofo George Santayana— nos va desvelando la trascendencia que palpita en los hechos más prosaicos, y a los que rara vez otorgamos la atención requerida: «Pero, como nada ocurre en la pequeña ciudad, las cosas nimias acaban teniendo aquí su importancia».

Su escritura participa de ese mismo ideal: se elude la afectación expresiva, se desdeñan los artificios narrativos sofisticados y complejos. Hay que elogiar su prosa: austera, exacta, contenida; probablemente madurada en fecundos ratos de soledad y silencio. En conjunto, sobresale de nuevo el inextinguible magisterio de Azorín, tan vivo y pujante, como cualquiera de nuestros clásicos, ya omnipresente en Invisible Pablo, y que reaparece confirmándose como deidad tutelar de Antonio Pascual Pareja, al que incluso dedica un personal homenaje en «El hombre que lee».

Esta filiación noventayochista, muy acusada, por ejemplo, en lo tocante a la evocación del paisaje o a la intensa conciencia de la temporalidad, puede llegar a opacar la presencia de otros relevantes veneros. Claro está que la localización provinciana de la obra no es óbice para que el autor demuestre, sin énfasis innecesarios ni infatuado exhibicionismo, poseer un vasto bagaje cultural, en el que tienen cabida escritores del fuste de Tolstói, Shakespeare, Emily Dickinson, John Keats o Rilke; e incluso otros raramente frecuentados, como la malograda Maria Messina. Personajes y motivos literarios, cumple subrayarlo, que se integran a veces con total naturalidad en el microuniverso contemporáneo de su ciudad. De esta manera, Jacinto, por más señas el poeta Jacinto Herrero Esteban (1931-2011), añora a su amigo, el también poeta Antonio Muñoz Rojas (1909-2009), en «El reguerillo». Natalia Goncharova y Alexandr Pushkin aparecen transmutados en los Alejandro y Natalia de la pequeña ciudad en la breve historia titulada «La florecilla». La solitaria y abatida Elena, evoca, sin duda, a la bien conocida Hélène, destinataria de los sonetos que concedieron la inmortalidad literaria a Pierre de Ronsard. Sabemos, además, que el bohemio del cuento homónimo se llama Alejandro, y su mujer Juana, en clara alusión a Alejandro Sawa y a su mujer Jeanne Poirier; este recita versos de Rubén Darío y emplea su inconfundible y delatora muletilla: ¡admirable!

 Especial atención reclama, asimismo, la notable influencia que ejerce sobre nuestro autor el mundo cinematográfico. Dejando a un lado alusiones a ciertas películas fetiche (Once upon a time in America o ¡Qué bello es vivir!) y a consagrados directores como Raoul Walsh o Nicholas Ray, contenidas en el cuento «Alicia», importa destacar curiosos paralelismos más recónditos. Sobresalen, de forma llamativa, ciertas concomitancias de Historias la pequeña ciudad con Más allá de las nubes, película un tanto infravalorada, que un veterano Michelangelo Antonioni dirigió con Wim Wenders a mediados de los años noventa del cada vez más lejano siglo XX. Similitudes observables tanto en el sosegado tempo narrativo, como en algunas historias —recuérdese la protagonizada por Irène Jacob—. Pero, como es natural, la pasión cinéfila no se agota en un puñado de referencias. Se observan, por otra parte, ecos del cuidado intimismo de realizadores como Y. Ozu, Ingmar Bergman o Víctor Erice, por ceñirnos solamente a las referencias más ilustres. Otro nombre ineludible es el de Charles Chaplin, con el que comparte nuestro escritor una singular predilección por «los universales del sentimiento».

Pero Historias de la pequeña ciudad es un título engañoso: ciertos capítulos son eminentemente descriptivos. He aquí la pervivencia natural de su veta poética —recuérdese que Pascual Pareja es autor del poemario El viento y la casa (2007)—. En general, son brevísimos intermezzos en los que el autor alcanza su más elevado vuelo lírico. Logra una estremecedora limpidez en algunos pasajes preñados de una fuerza poética incontestable, en los que, junto al antes mencionado Azorín, se percibe la influencia de Juan Ramón Jiménez o un no muy lejano parentesco con ese tono evocador y nostálgico del Ocnos de Luis Cernuda. Instantes de trance poético, auténticas hierofanías, momentos en los que eclosiona una fina sensibilidad: el amanecer, la puesta de sol, el paisaje otoñal, el estío, los primeros signos que anuncian el cambio de estación, cuando la ciudad vuelve a cobrar todo su protagonismo: «Cae la noche de verano sobre la pequeña ciudad. Se derrama sobre ella como tibio rocío. Empapa primero lo alto y desciende enseguida, con lenta prisa, sobre las cosas de los hombres».

A pesar de su estructura libre, dos personajes perduran y confieren cierta cohesión al conjunto: el primero —y el más relevante—  es la inmutable ciudad, en la que no es difícil entrever los inconfundibles trazos de su amada Ávila natal; en segundo lugar, acaso menos evidente, la del poeta, que aparece y reaparece fugazmente; ya como personaje protagonista de algunas historias, como «El poeta y la rosa», «El muro de cristal» o «El camino del poeta»; ya como discretísimo observador de esas peripecias cotidianas, que inspiran buena parte de las historias.

 En Historias de la pequeña ciudad se describe cabalmente un apasionante itinerario de formación espiritual y vital, que tiene como nervio central el mundo de las emociones y las cuestiones de alcance universal: el amor, la familia, la fugacidad temporal, la frustración, la vejez o la vocación literaria. Temas que son tratados desde la intimidad, desde el secreto mundo interior de unos personajes vistos siempre con comprensión y ternura. Como abulense de pura cepa, sabedor de que la mirada debe proyectarse siempre hacia ese místico «hondón interior», Pascual Pareja ha tratado de elaborar una auténtica historia de almas humanas y, al mismo tiempo, ha querido salvar e iluminar la memoria de todos esos seres desconocidos para la mayoría, pero decisivos en su proceso de maduración, pertenecientes a su propia «intrahistoria» personal. El escritor logra su ambicioso empeño apoyándose en una suerte de sabiduría contemplativa, en un modo concreto de situarse ante la realidad. Es la suya una auténtica pedagogía de la mirada. Se trata de una forma de sentir y de observar indisociable de una concepción antropológica y aun existencial genuinamente cristiana. Porque, llegados a este punto, habrá que manifestarlo sin ambages: Historias de la pequeña ciudad se presenta como una obra hondamente religiosa. Sirva de ejemplo ilustrativo el tono elegíaco que preside la emocionante semblanza a José Antonio, protagonista de «Un hombre bueno», perfecto ejemplo de un ars moriendi cristiano, que se opone a la gélida mentalidad clínica que domina en la secularizada sociedad de nuestros días.

Terminada la lectura, un imperativo estético y vital se impone: el necesario regreso a la autenticidad, la restauración urgente de sacralidad de lo cotidiano.  Antonio Pascual nos enseña que el milagro es vivir, y que este acontece aquí y ahora, ante nuestra superficial indiferencia. Reivindica el autor el sentido de todos los pequeños gestos, mínimos y mundanos; de una preciada liturgia de la parvedad, desde una óptica personalista. Y, por añadidura, el amor a sus seres más queridos, a los habitantes desconocidos de la pequeña ciudad.

En realidad, Historias de la pequeña ciudad, bajo su engañosa apariencia de obra conformista y modesta, ha sido concebida como una auténtica reprobatio contra cierta literatura, obstinada en la exaltación de lo sórdido, plácidamente entregada a una vacua y nihilista celebración de las miserias humanas en sus aspectos más degradantes; como balsámico antídoto contra el solipsismo deshumanizador que invade la sociedad de nuestros días y que ha ido permeando de forma paulatina en la creación literaria. Antonio Pascual Pareja se sabe peregrino de su tiempo, rara avis en el parnaso contemporáneo; mas, a pesar de esta condición de escritor confinado a la incomprensión, se afana en mostrarnos la posibilidad de otros cauces literarios igualmente legítimos.

En efecto, cabría colegir, asumiendo todo lo que se ha comentado hasta aquí, que Historias de la pequeña ciudad brilla como creación singular, casi inaudita en el actual panorama literario, extemporánea tanto en lo que atañe a sus fuentes literarias como a sus firmes convicciones estéticas. Aboga Pascual Pareja por una literatura de la gratitud y del bien, enraizada en una concepción cristiana de la persona. En suma, una certeza ilumina las páginas más sublimes de Historias de la pequeña ciudad: el retorno a la patria de lo invisible, a la auténtica morada de los poetas verdaderos. Así se dice a las claras por boca de Francisco: «La vida nunca cesa. Siempre ocurren cosas. En cada lugar lo hacen de una forma distinta, única. Aquí la luz es otra. La ceguera es cosa de los hombres».

 Parece casi una paráfrasis del conocidísimo capítulo XXI de Le Petit Prince: «L’essentiel est invisible pour les yeux». Escuchemos nosotros, ingenuos pero apasionados lectores, sus sabias exhortaciones; salgamos, pues, de nuestra ceguera y vayamos al encuentro de lo invisible, celebremos el don siempre subyugante de la existencia; el auténtico milagro, el más luminoso y el más recóndito, la dicha de vivir y de sentirnos vivos, ante la realidad, misterio incesante, inabarcable.

 

 

Antonio Pascual Pareja. Historias de la pequeña ciudad. Valencia, Pre-Textos, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Rodríguez González

¿A dónde iré que no tiemble?

12 de junio de 2020 08:44:26 CEST

                                                 a mi hija Clara

 

 

Solemnes banalidades.

El pensamiento más transparente casi siempre es la ausencia de pensamiento.

No juzgar. Pero condenar.

Los hombres pequeños no crecen, sólo crecen los grandes.

La curiosidad que tiene el hombre por conocer, nunca suele ir más allá de querer saber lo que se cuece en la cocina de su vecino.

Es difícil saber si el hombre destruye para poder construir, o si por el contrario construye para así poder destruir.

Los éxitos, para ser completos, deben ser inmerecidos.

La razón siempre admite componendas. El corazón, jamás.

Ocultar los pensamientos. Pero no tanto que no volvamos a encontrarlos.

La mediocridad, como la incompetencia con la que tiene tanto en común, si quiere triunfar tiene que ser ostentosa.

Pensar y opinar no son sinónimos, aunque pueda parecerlo. Son precisamente antónimos.

El conocimiento que no tiene límites ni siquiera es conocimiento.

Disparar contra gigantes fue siempre deporte favorito de enanos.

El hombre hace el bien por interés. El mal en cambio lo hace desinteresadamente.

La verdad se reconoce por la longitud de la frase. Si es demasiado larga es que es mentira.

"La belleza inexplicable de una obra" (Valery), reside tantas veces en su cualidad de inexplicable.

La justicia es la belleza perfecta.

Clamoroso silencio.

Si una verdad necesita demostración, es que es mentira.

Lo que no depende de ti, es de lo que tú dependes.

"Qué grande es el pensamiento de que verdaderamente nada se nos debe" (Pavese). Pero más grande todavía es el pensamiento de que lo debemos todo.

La única idea que parece tener algún futuro, es la idea de que no tenemos futuro.

Cuando se tiene razón, hay que actuar como si no se tuviera, a fin de no perderla del todo.

No todas las metas del hombre están en la misma dirección.

Cuanto más se esforzaba por alcanzar la meta, más se alejaba de ella. Porque la tenía a sus espaldas.

Recelo de quien dice ser de mi opinión.

La auténtica libertad de opinión es no tener ninguna

La mayoría de los hombres tenemos más de qué arrepentirnos por lo que dejamos de hacer que por lo que hicimos.

Ponía en sus libros toda su ignorancia.

Sólo sigue un camino recto quien teme perderse.

Donde hay ingenio no suele haber genio.

¡Qué pocos libros necesita el hombre! ¡Pero cuántos debe leer para llegar a darse cuenta!

Tengo la sensación cuando no leo de que me falta algo. Pero cuando leo, entonces tengo la certeza de que algo me falta.

Hay libros que influyen tan poderosamente en nosotros que hasta nos olvidamos de que los hemos leído.

No escribe más que sandeces. ¡Pero con qué estilo!

Pensar no es más que sacar conclusiones propias de pensamientos ajenos.

Tener ideales. Pero no creer en ellos.

Todo lo que leemos por algún motivo, es prescindible.

Su mejor pensamiento, con el tiempo, resultó ser una perogrullada.

Sólo las deudas imaginarias nos atan de por vida.

La inocencia no se pierde, se gana.

Convertir una derrota en una victoria sólo es una cuestión de estilo.

Quien comprende las razones del enemigo, está vencido de antemano.

Era tan austero que hasta se prohibía tener pensamientos propios.

Llevaba una vida tan privada que acabó muriendo en la indigencia.

A veces se olvidaba de pensar.

Pronto echaremos de menos lo que tuvimos de más.

 

 

 

 

 

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Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

Un descenso a los infiernos

12 de junio de 2020 08:40:17 CEST

       

    El periodista y poeta murciano José Antonio Martínez Muñoz es un caso tan singular en el panorama poético español que solo una “poesía reunida” permite apreciarlo en su totalidad. No ha sido hasta 2019 cuando, gracias a la apuesta de la joven editorial albaceteña Chamán Ediciones, ha visto la luz el primero de los dos volúmenes de Hasta que nada quede, el que recoge la obra publicada a lo largo de 40 años. Con la próxima publicación del segundo, formado por inéditos, se cerrará el proyecto de ofrecer al lector una obra diferente, atravesada por la música y la literatura y capaz de explorarlas de la mano del lenguaje y sus silencios.

   Los primeros libros comparten un humus musical y poético donde los versos de Octavio Paz, Vallejo, Celan o Lorca se confunden con Mahler, el blues, Clapton y Led Zeppelin, y mezclan amor, ceguera, muerte, la negación existencial, el uso de tachaduras, el silencio de las páginas en blanco, la noche, el alcohol, el anhelo y la desesperanza.

   En esa misma estela está moanin’ (some blues), que afronta la extrañeza de quien no se reconoce en la imagen que le devuelve el espejo: otro hombre se afeita en mi espejo, mientras la gente sigue con su vida a espaldas de esta metamorfosis que desgrana un estribillo machacón e hipnótico de pena, de pérdida, de final.

   nocturno para saxo conjura la melodía de los cuerpos con un acúmulo de sensaciones donde sobra cualquier tipo de regla. Quien manda es el júbilo de la creación que enumera a sus criaturas en un canto ávido, sensorial que se irá volviendo desvaído cuando los cuerpos pierdan la armonía y quede solo una historia de desamor que deja a las espaldas una letanía de imágenes de frío y perplejidad.

    En libros posteriores José Antonio Martínez Muñoz combinará la vanguardia con una bien leída tradición clásica. Lo advertimos en silva del alba maleva, donde sus viejos temas arrastran ya pérdidas y escepticismo, matizado con un tono irónico, coloquial pero desencantado, de un viajero consciente de que va perdiendo el control de su ruta.

    En esa línea abunda uno, un “uno” empeñado en ajustar cuentas con el tiempo. Los juguetes rotos de la juventud, la soledad y la muerte llenan el petate de este viajero consciente de que ya se le va haciendo a uno tarde, y donde fluyen constantes las referencias y préstamos, alientos cruzados de aquellos gigantes a cuyos hombros se aúpa: Gil de Biedma, Conrad, Allan Ginsberg y tantos otros.

    la lluvia en el cristal se inclina tanto hacia el microrrelato como se vuelve aforismo, apunte inacabado, reflexión breve. Los puntos de vista son diversos, las voces se suceden, las horas maúllan, la niebla tiene forma de gato, las algas suenan como chopos, el rock and roll se ondula como una víbora y todo es una fábula que sucede en el san Barandán de las letras que tanto parece gustar a este poeta enemigo de la ortodoxia, de los géneros trazados con regla y cartabón, de la camisa de fuerza de la norma.

     el hombre atardecido se adentra en un hondo infierno existencial. Quizás sea a partir de este momento cuando la deuda clásica del poeta se exhibe con mayor evidencia. El rockero que se bebía las noches, el enamorado con la miel en los labios, el amante

arrojado a la cuneta se funden en un homérico Nadie al que acompañar de naufragio en naufragio a través de fragmentos, poemas, relatos mínimos, enumeraciones antitéticas, paréntesis y preguntas de respuesta imposible.

     El viajero, desprovisto de los sueños de la juventud, es una sombra que envejece en el silencio mientras navega errante por un mar vinoso y cruel. Todo es fracaso recurrente, yermos lunáticos; todo incita a sentarse a esperar el fin del mundo.

     Aquel viaje lleno de promesas y aventura parece haber desembocado en un Comala fantasmagórico. La forma, a su vez, se estira y se encoge, se omite entre paréntesis y renace, se hace eco, marejada, huesos sobre la playa.

    el viento de la Gehena se hunde en la noche eterna del infierno. Pero el peregrino no lo hace solo: las voces de los poetas acuden de nuevo para formar un coro de consuelo y palabras. Los diálogos subterráneos se suceden y hay, entre nada y olvido de donde no hay regreso, muletas de Celan, remos de Pound, redes de Eliot, velas alígeras de Quasimodo, Vallejo, Basho, Ungaretti y tantos otros que también escucharon el canto de Tiresias.

    Tanto sextina como en luz almagra evocan el viaje fugaz de la vida humana que cumple con su destino hasta extinguirse en la muerte. Lo que queda es la vida como levísimo intervalo entre dos cantos: Ya canta el gallo / pronto responderá / oscuro el grillo.

     La última parte del libro la compone un anticipo de inéditos: fragmenta, oscurana y sofoclea.

     El primero transmite, a través de la elipsis y la fragmentariedad simbólicas, cómo el tiempo y el salitre van royendo la capacidad de decir. Quedan palabras sueltas, frases inacabadas, desapego verbal y existencial.

     Oscurana, por su parte, rinde homenaje al conflicto de la identidad, tan caro al autor como lo es Pessoa: empiezo a conocerme. No existo. Consta de un diálogo dramático entre ser y sombra cuyo juego metafísico evidencia el verso: pessoa   persona   máscara

personne   nadie. Toda una vida empeñada en el viaje de averiguarse para concluir en el desconocimiento de uno mismo. Uno es, definitivamente, nadie: Yo soy todos estos hombres / todos estos rostros, estas voces soy / y no existo.

     Esta edición termina con Sofoclea, una reescritura más o menos traicionera del estásimo I de la Antígona de Sófocles que reivindica su espacio vital en el universo de El hombre atardecido, ese viajero: que cruza las espumas // voraces de los mares / bajo el látigo helado//de los vientos feroces.

     Todo se abraza en esta obra: la tradición con la vanguardia, el yo y el no yo, la noche y el día, el viaje con el regreso al punto de partida, el hombre con sus contradicciones y fidelidades, la palabra con el silencio.

     Para seguir apurando la vida y su misterio hasta que nada quede. Para alcanzar, con la lectura de este libro y de otros como él, toda la calidad de incandescencia con la que Aldo Pellegrini define la auténtica poesía, esa que no está hecha para los imbéciles.

 

 

Hasta que nada quede. José Antonio Martínez Muñoz. Albacete, Chamán Ediciones 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pilar Blanco

Televisar las emociones

12 de junio de 2020 08:36:16 CEST

¿De qué manera puede explicarse el éxito mundial de las telenovelas latinoamericanas? ¿Está la realidad reflejada en las telenovelas o es que las telenovelas definen esa realidad? ¿Cómo se ha desarrollado, a partir de los años cincuenta, la tradición telenovelesca? ¿Qué distingue las telenovelas mexicanas de las colombianas, las brasileñas, las argentinas y demás? ¿En qué medida la presencia de Netflix y otras plataformas ha cambiado el modelo de creación en cada uno de estos países? El crítico cultural Ilan Stavans, autor de Spanglish (2002) y Lengua Fresca (2015), entre otros libros, y el director de teatro y cine Benjamín Cann, que estuvo a cargo de las telenovelas El pecado de Oyuki (1988) y Rubí (2004), entre otras, ambos mexicanos, exploran estos y otros temas en un diálogo que se centra en el papel de las emociones.

***

“La culpa, en el melodrama mexicano, suele ser sinónimo de bondad”

Benjamin Cann: Una mujer, Betsy, de unos 30 años. Casada con un hombre de unos 32. Un hombre guapo, varonil. Un buen hombre. Esto es, un hombre decente, trabajador. De buenos sentimientos, a la manera que nuestras madres nos educaron: incapaz de herir a una mujer con sus palabras. Incapaz de hacerle una “peladez”, ofenderla, insultarla. Decirle “gorda.” 

            Porque Betsy es obesa. No es una mala persona tampoco: quiere a su marido, está enamorada de él. Lo trata con cariño, lo consiente. Betsy no trabaja. Es una mujer “típica” mexicana de los años ochenta: su marido trabaja, ella atiende al marido. Es obesa. Hoy diríamos que es incorrecto juzgar a una mujer por su figura. Sin embargo, en los años ochenta, noventa... aun hoy en algunos estratos socio-económicos, ser obesa podría ser considerado como un defecto. En la televisión de esa época era, sin duda, un defecto, una característica dramática para de allí construir un personaje antagonista. Una mujer obesa no sería nunca una protagonista. La telenovela manejaba estereotipos: la mujer ideal era esbelta. Nunca obesa. En México, en el 2019, un reporte de salud dice que el 72.5% de los adultos tiene sobrepeso u obesidad.

            En fin, Betsy era obesa. Se decía de ella “gorda.” Su marido, guapo, esbelto, conoció a Lorna: esbelta. Se gustan. “Amor a primera vista.” Betsy empieza a sentir algo raro en el comportamiento de su marido. Su marido, que es una buena persona, siente culpa hacia Betsy pero no puede evitar sentir la atracción que siente hacia Lorna. La culpa, en el melodrama mexicano, suele ser sinónimo de bondad. Quien siente culpa, es bueno. 

 

“Curioso que, como hacen muy bien las telenovelas, si sientes culpa estás en del lado correcto”

Ilan Stavans: La culpa, según el Diccionario de la Lengua Española, es “una acción u omisión que provoca un sentimiento de responsabilidad por un daño causado”.  En otras palabras, ser culpable es sentirse deudor. Para que una persona sienta culpa, debe haber procesado el sentimiento de responsabilidad. Un bebé no siente culpa. Claro que una vez que sientes culpa por vez primera, estás marcado para siempre. 

            Ahora bien, ¿es cierto que quien siente culpa es bueno? Las religiones occidentales basan su esencial en el concepto de culpa. Pero ninguna promueve la culpa como una solución. Curioso que eso—ya lo dijiste tú—sea lo hacen muy bien las telenovelas: si sientes culpa, estás del lado correcto. 

 

BC: Aquí la encrucijada: él las ama a las dos. Betsy, celosa, reclama. Se vuelve insoportable. Le hace la vida “de cuadritos” al marido, que se siente inmensamente culpable: no puede escapar a su destino, a su suerte: se ha enamorado de otra mujer, pero la culpa, esa culpa judeo-cristiana tan característica de nuestra educación cultural mexicana, le impide enfrentar la verdad. 

            Mientras tanto, Lorna decide alejarse de él aunque lo ama: ella nunca le arrebataría a otra mujer nada. Mucho menos su hombre. Si no estuvieran casados, tal vez. Pero ya casados ante la ley de Dios...

            Un hombre, dos mujeres: el triángulo típico de una telenovela. En esta que te cuento, aparentemente no hay “malos.” Él y Lorna son esbeltos. Ella está segura de haber sido traicionada: su hombre, al parecer, se ha enamorado de otra mujer estando casado con ella. Él, es cierto, se ha enamorado de otra. Pero es un amor imposible, porque él es un hombre cabal: no se irá con Lorna pues está casado con Betsy. Betsy, que además de gorda es celosa, se vuelve intransigente, paranoica, desconfiada: intolerable. Sufre la traición, pero no tiene armas intelectuales para enfrentarla, solo sus emociones. Estas la hacen volverse un personaje negativo: antagonista: su conducta hará imposible el amor entre Lorna y él.

            Al transmitir la historia, es clara la preferencia de los espectadores por la relación entre Lorna y el marido. Los espectadores prefieren que el guapo se vaya con la guapa y no se quede con la gorda. Afortunadamente para la expectativa de los espectadores, la gorda se descompone: deja de ser buena y empieza a ser la mala de la historia, al perseguir obsesivamente a su marido, al que la traicionó.

            Algo en la expectativa del espectador justifica la traición porque Betsy es gorda...y digo “afortunadamente” porque de esta manera el espectador no tiene conflicto moral: puede, sin culpa, elegir la historia de amor de los guapos. Si la gorda fuera buena, habría un conflicto para el espectador. Haciéndola “mala,” antagonista, el espectador escogerá lo “correcto.”

           

“El mundo telenovelesco es otra manera de catalogar las emociones, de estudiarlas con ahínco”

IS: Las emociones humanas son un tema muy estudiado pero poco entendido. ¿Cuántas hay? ¿Han sido catalogadas alguna vez? ¿Existe una lista exhaustiva? ¿Quién les dio nombre? ¿Todas las lenguas y culturas del mundo tienen el mismo número? ¿Cómo se relaciona una emoción con las otras? Por ejemplo, ¿cómo distinguir dónde termina la envidia y empiezan los celos? ¿El afecto y el amor? ¿El odio y el rencor? 

            Acaso el filósofo que mejor ha explicado la constelación emocional sea Spinoza (1632-1677). Esto es curioso porque Spinoza era un hombre híper intelectual, que solía no tener paciencia con sus propias emociones. Su Ética es un libro exquisito donde explica las emociones una por una, del amor a la pena. 

            Cuando yo pienso en las telenovelas—y lo hago con frecuencia. Pues soy un aficionado a ellas—Spinoza me sirve de guía. Me da la impresión que, desde otra perspectiva, el mundo telenovelesco es otra manera de catalogar las emociones, de estudiarlas con ahínco.

            El resultado, por supuesto, es distinto. Spinoza es un pensar científico: su análisis de las emociones tiene como objeto controlarlas. Las telenovelas buscan lo puesto: crear situaciones a través de las cuales las emociones se desbordan hasta confundirse.

            Me gusta la manera en que tu anécdota supone roles típicos, o llamémoslos modelos. Esa base estructural la tienen no solamente las telenovelas sino también Spinoza.

 

“El modelo de las telenovelas es el mismo de los cuentos infantiles”

BC: Las telenovelas hicieron un modelo de los roles, de las conductas típicas. Ellas no inventaron esas conductas. Se basaron en ellas, las simplificaron y las expusieron de manera esquemática, clara, simple. Las telenovelas no inventaron el mundo, obviamente, que se muestra en ellas. Lo arquetipificaron. 

            El modelo es el mismo de los cuentos infantiles: en el mundo hay buenos, malos y los que colaboran con ambos. En ese mundo es deseable que triunfe el bien. En los cuentos el bien se identifica con conceptos morales arraigados en las costumbres de quienes los escuchan. Así, es correcto en el mundo unirse ante la ley: casarse. Es un bien que lleva a la felicidad. Es correcto obedecer los diez mandamientos. Obedecerlos te hace una buena persona. Quien desobedece alguno de ellos es malo. Afecta el bien general y ofende a la sociedad y a Dios.

            El bien y el mal son evaluados desde el mundo emotivo, en las telenovelas. No desde el cerebro racional, desde la evaluación racional. En las telenovelas todo lo que sucede afecta las emociones de sus habitantes.

 

“No todos los adultos nos dejamos manipular por la vorágine emocional que proponen las telenovelas”

IS: Si el pensamiento infantil depende de opuestos—los buenos y los malos, los bonitos y los feos, los niños y los adultos—¿sería juicioso pensar que, al imitarlo para el público adulto, ¿la estrategia resulta en una infantilización de los espectadores? No quiero, en lo absoluto, aparentar ser crítico. Para mí, las telenovelas no son un universo en el que reine la razón sino el sentimiento. No todos los niños sobre enfatizan los sentimientos. Ni tampoco todos los adultos nos dejamos manipular por la vorágine emocional que proponen las telenovelas.    

BC: Tal vez sí juicioso, mas no justo. Las telenovelas cuentan un cuento, considerando varios factores: quien atiende al cuento no presta su total atención a la narración. Mientras atiende el cuento hace otras cosas. La estructura de una telenovela considera este factor. Otro a considerar, es que no todos los espectadores podrán seguir el cuento todas las noches durante algunos meses. Por eso las telenovelas han optado por estructuras repetitivas y fáciles de seguir. El más importante: las telenovelas van primordialmente dirigidas a un público de escasa escolaridad. El público que la telenovela ha perseguido generalmente es el que no cuenta con muchas otras opciones de entretenimiento, pues no es un público con capacidad económica suficiente para procurarse muchas opciones de entretenimiento, y tampoco es un público cuyo hábito de entretenimiento incluya generalmente la lectura. En muchos casos, no lee en absoluto. De manera que los temas que toca una telenovela deben ser tratados de maneras simples y comprensibles para espectadores, como dije antes, de poca escolaridad y pocos recursos económicos. No son, obviamente, exclusivas de este público. Muchas otras audiencias han seguido las telenovelas desde siempre.

 

“Las telenovelas permiten que el público se tome unas vacaciones de sí mismo”

IS: Hay algo más: es un público deseo de escape, acaso aburrido por el trajín diario. Las telenovelas, se ha dicho muchas veces, son un escape. Permiten que el público se tome unas vacaciones de sí mismo. Al nivel de las emociones, este aspecto es fundamental. La vorágine de las telenovelas es una excusa para vivir porque individualmente la gente vive aburrida, sin aliciente. Estas narraciones brindan la oportunidad de insertarse en vidas ajenas, de tomarse unas vacaciones de sí mismo.

            Me parece esencial el tema que sugieres: puede que las telenovelas sean para un público sencillo, pero también permiten entender cómo las emociones básicas se repiten en narraciones primarias en todas las civilizaciones. Amamos, odiamos, sentimos envidia, celos, rivalidad. No importa cuán educado seas, estos sentimientos nos definen a todos. En ese sentido, yo creo que hacer telenovelas es una tarea difícil: ¿cómo contar un cuento multidimensional que se repita constantemente mientras explota las coordenadas básicas de nuestra condición humana?

            Hay telenovelas buenas y telenovelas malas. Las buenas siguen siendo básicas pero empujan la narración a un nivel de sofisticación que no olvida a su público primario al tiempo que las eleva a otra esfera. Las malas son meras fórmulas. Confío que en un tendremos una telenovela con el alcance del Quijote o Cien años de soledad, es decir, una obra maestra que rebase el tiempo y espacio en que fue escrita. ¿No crees?

 

“La telenovela tiene reglas tan definitivas como, por ejemplo, un partido de futbol”

BC: Hacer telenovelas es sumamente difícil, complicado. La cantidad de condicionantes que debes tener en cuenta para desarrollar una historia de telenovela limita las posibilidades creativas. La telenovela tiene reglas tan definitivas como, por ejemplo, un partido de futbol: cada “partido” tiene una duración definitiva. Se divide en dos tiempos y sabes que en cada tiempo “chutas” para un lado, así como sabes que si la pelota sale por la banda la regresas al campo con un “saque de manos…” Así en una telenovela: cada capítulo tiene una duración límite y reglas precisas. Cada capítulo debe iniciar y terminar con un golpe dramático importante, de preferencia tan fuerte que haga pensar al espectador que pasarán cosas nuevas e importantes y que afectarán de maneras importantes las vidas de los personajes. Cada capítulo debe prolongar la expectativa de que los protagonistas están a punto de resolver un problema y los antagonistas de impedirlo. Debe respetar el pre-conocimiento de que como no todos los espectadores pueden seguir las anécdotas todo el tiempo, es importante repetir constantemente ciertas informaciones que hagan al espectador saber que, aunque no vio el capítulo anterior, puede seguir la trama sin perderse…

Además, el director debe tener cuidado en buscar que sus personajes sean siempre empáticos, aun sin saber con precisión qué pasará en sus vidas, pues nunca tiene la posibilidad de leer los capítulos completos: la trama completa. Cuando empiezas a grabar una telenovela, la historia no ha sido terminada de escribir. Algunos productores incluso llegan al extremo de escribir sus novelas día a día, para ir siguiendo las reacciones diarias de su público, e ir tratando de seguir sus preferencias.

Y de acuerdo: hay telenovelas “buenas” y telenovelas “malas.” Y aunque no hay fórmula para predecir si serán unas u otras, las empresas establecen parámetros que intentan protegerlas del fracaso y asegurar un éxito mínimo. Con esto, han logrado que todas tengan un cierto nivel “seguro” de éxito con el público, y pueden predecir un promedio de espectadores. Antes había telenovelas que literalmente paralizaban la vida de una ciudad. Rompían records de espectadores, lograban ser vistas por tanta gente que su éxito llegaba a reflejarse en el poco tráfico de la ciudad a horas pico. O las había tan poco favorecidas por el interés de los espectadores que era mejor sacarlas del aire para evitar catástrofes en el rating. Hoy tienen todas un cierto promedio y ya no es frecuente ver éxitos arrolladores ni fracasos rotundos. Las televisoras lograron un promedio, digamos “estable,” y sacrificaron los “extremos:” éxito o fracaso rotundo.

            Y la gente reacciona como ante un tsunami. Cuando pasó al aire en México el final de Rubí, ese viernes, la ciudad se paralizó. No había tráfico en las calles, en esa gran vía del Distrito Federal, el Anillo Periférico.

 

“No hay duda que en América Latina expresamos nuestras emociones, en comparación por ejemplo con Alemania o Inglaterra, como un performance”

IS: Me pregunto si hay culturas que son más temperamentales que otras. Es peligroso afirmarlo porque esa aseveración sugiere que las emociones no son experimentadas de manera idéntica por todos, que algunas culturas viven “a flor de piel”, por decirlo de alguna forma. ¿Por qué la civilización hispánica es una máquina de telenovelas? Su sobreproducción, ¿es un síntoma de que, en el mundo de habla española, así como en Brasil, odiamos más vehementemente, con más fuerza?

            Luego de estudiar a fondo nuestra cultura, digamos en mi libro ¿Qué es la hispanidad? (FCE, 2013), creo que no hay duda que en América Latina expresamos nuestras emociones, en comparación por ejemplo con Alemania o Inglaterra, como un performance. Acaso esto se deba a nuestra historia, repleta de altibajos, en la que hay más derrotas que triunfos. Pero este no es un ingrediente irremplazable porque los altibajos están presentes en muchas otras tradiciones. Y hay telenovelas fascinantes en otras lenguas. Yo más bien creo que esa esencia, atada a la herencia mediterránea que tenemos, nos define categóricamente.

BC: Curiosamente, las telenovelas tienen éxito en otras culturas: los países árabes en general. Turquía hace hoy telenovelas muy exitosas. Países con conflictos internos vívidos. Culturas en donde el odio es latente. La discriminación, las diferencias sociales abismales. La percepción de la justicia mal o nulamente aplicada, o la impunidad. La corrupción. Me llama mucho la atención que es en estos países en donde las telenovelas se ven con mayor interés.

IS: Eso me llevar a preguntar: ¿qué es el melodrama? Yo creo que Cien años de soledad, por ejemplo, es una novela melodramática. Lo mismo las de Víctor Hugo y Charles Dickens. Ocurre que esas narraciones nos llegan en formato libro, lo que nos hace pensar que son mejores para nuestra salud. Pero Los miserables es un rollón.

 

“La cadena Televisa era una fábrica de sueños para los que no tienen opción”

BC: ¡Los miserables es un gran melodrama! Lo de Dickens ni se diga. Estoy de acuerdo contigo: el que nos haya llegado en un libro nos hace creer que son “mejores.” Si bien no es el formato el que hace a esas obras “mejores,” si es, supongo, la profundidad del tratamiento lo que las hace más complejas. Dickens, o Víctor Hugo abordan el comportamiento humano, al igual que una telenovela, a partir de las percepciones que sus personajes tienen del mundo desde sus emociones y sus pasiones. El melodrama narra un mundo de emociones y pasiones. Nunca sus personajes son seres eminentemente racionales, intelectuales, analíticos. Responden a los estímulos que reciben desde sus “cojones” o desde sus “corazones.”       

            Yo conocí a don Emilio Azcárraga Milmo, que tenía en sus manos la cadena Televisa. Una vez fui invitado a su oficina y tuve el honor de ser regañado fuertemente por él, por mi falta de capacidad para entender cuál era el compromiso de su televisora con sus espectadores. Me dijo—o debería yo decir, me enseñó—que él hacía televisión para la gente que no tiene oportunidad de divertirse de otras maneras. Su televisión, algo así me enseñó, es para los que no salen de compras porque no tienen dinero. Para los que no pueden salir de vacaciones porque apenas les alcanza para sobrevivir todos los días. Su televisión era una fábrica de sueños para los que no tienen opción.

Dice una cierta teoría, frecuentemente achacada a los indios Coras que habitan--aunque casi ya extintos—en Nayarit, pero hasta donde he podido averiguar nunca comprobada, que el ser humano tiene tres cerebros. Considerando que el ser humano utiliza su cerebro para relacionarse con el mundo y responder a los problemas cotidianos que la vida en sociedad le plantea, voluntariamente o inconscientemente responde con alguno de estos tres: el visceral, el emotivo, o el racional. El primero está ubicado en el área genital, incluido el ano. Con este cerebro respondemos a los estímulos de manera definitiva, certera e inmediata: por ejemplo, si veo cruzar a una mujer cuyas formas físicas me atraen, tengo deseo por ella. Deseo físico. O tal vez deseo platicar con ella porque siento atracción empática. O dudo si será conveniente acercarme a ella porque tal vez ya tiene otro compromiso, o tal vez me rechace, o tal vez yo no le sea atractivo…cada ejemplo corresponde a cada uno de los cerebros.

Cuando estructuramos personajes en una telenovela, debemos decidir cómo responden a los estímulos que constantemente recibirán. Sus vidas en la telenovela básicamente consistirán en ser expuestas a recibir estímulos, de preferencia en cada episodio. Los personajes en un melodrama constantemente se caracterizan porque responden con sus cerebros viscerales y/o emotivos. Sea Dickens, o sea una telenovela. Ciertamente Dickens, García Márquez o Víctor Hugo desarrollan maneras más complejas. Pero ciertamente, también, al escribir fomentan que el lector imagine el mundo completo. Desde el rostro de sus habitantes hasta sus formas de hablar: entonaciones, inflexiones…es el lector el que define y decide y caracteriza a cada uno de sus personajes. En la televisión, el medio ha preseleccionado, y con esto, limitado la imaginación del espectador. El mundo del lector, en este sentido, es mucho más rico, amplio, creativo y hasta más auténtico que el del espectador. El género, en todo caso, puede ser el mismo. La experiencia es radicalmente diferente.

Cuando hice El pecado de Oyuki, conocí a Yolanda Vargas Dulché: gran conocedora del gusto popular, gran escritora de la cotidianeidad mexicana, gran retratista del melodrama mexicano. Oyuki era japonesa, pero con un lenguaje y una cosmovisión de las clases media y baja mexicanas. Yolanda, el primer encuentro que tuve con ella, en su casa, se vistió de Geisha para contarme la historia. Es decir, transpuso la autenticidad de un contexto nacional a otro.

 

“Vivimos vicariamente a través de los personajes con los cuales nos identificamos”

IS: A mí me suena a inautenticidad. Sea como sea, me pregunto qué pasa cuando las emociones se televisan. O bien las neutralizamos en nosotros mismos o las emulamos. El que nuestra heroína ame locamente nos libera de hacer lo mismo. O quizás no empuja a hacerlo de igual manera. Siempre he pensado que las telenovelas nos enseñan a vivir.

            No ofrezco esta afirmación de forma pasajera. De hecho, yo creo que el arte en general nos enseña a vivir: la literatura, el cine, el teatro, la TV, la pintura, la danza, etc. Vivimos vicariamente a través de los personajes con los cuales nos identificamos: si ellos ríen, nosotros también; lo mismo si lloran o anhelan o envidian. Obviamente, la TV juega un papel gigantesco en el presente que eclipsa a todos los otros medios. El televisor está encendido a toda hora el día y en cualquier lugar: la cocina, el gimnasio, la oficina, nuestro iPhone y así. Nosotros lo vemos y él nos ve a nosotros. La relación es simbiótica, a grado tal que en algún momento borramos la línea que nos separa: somos personajes en una telenovela que observan telenovelas para entender su propia condición. Esa es nuestra verdad: la performativa, la virtual, la escapista. Porque a fin de cuentas, aunque lo debata Platón, la verdad es relativa.

BC: Pienso que “la verdad” sucede en la cabeza del espectador. Es el espectador el que completa la historia que la telenovela le plantea, pues es quien decide en última instancia si lo que le contamos es cierto, es verdad, o no. El espectador puede conmoverse al ver a un personaje llorar por la manera en la que lo ve llorar, o por el conflicto que lo hizo llorar. Cuando las emociones se televisan, inevitablemente se “ilustran.” Elegimos las imágenes para que el espectador se emocione. No lo dejamos libre. Le ponemos música a las emociones, les damos forma. Y el espectador decide: les creo o no les creo.

No sé si estoy de acuerdo contigo con que las telenovelas nos “enseñan a vivir.” Nos enseñan, eso sí, una forma de responder a los estímulos que la vida nos presenta. Nos ejemplifican formas de responder a los estímulos. Nos presentan personas y situaciones que ciertamente se parecen a las de la vida diaria del espectador, pero las telenovelas operan desde los extremos. No son atractivos los personajes que son exactamente como yo, el espectador. Son atractivos los que son expuestos a los extremos y desde los extremos responden. En los extremos hay héroes, trágicos o cómicos. En las telenovelas los personajes hacen cosas que yo no haría nunca. Yo, por ejemplo, nunca me enamoraría pasionalmente de mi madre al grado de no poder evitar hacerle el amor, y al descubrirlo sacarme los ojos. Tampoco sé si yo, espectador, me atrevería a dar mi vida literalmente, no metafóricamente, para que la persona que amo sea feliz, aunque no sea conmigo.

Las telenovelas, o el melodrama, en el mejor de los casos, ejemplifican formas de asumir la vida. Digo en el mejor de los casos porque podrían hacernos reflexionar mediante el ejemplo acerca de otras maneras de ver la vida. O enseñarnos que vale la pena luchar por un ideal. En el peor de los casos, nos pueden enseñar a qué si no tienes un mejor auto o una mejor casa, o una novia más bella, o más dinero, no puedes ser feliz.

 

“La felicidad es una ficción”

IS: La felicidad es una ficción. Las telenovelas la televisan: nos muestran cómo estar alegras o tristes, qué soñar y cuándo. Eduardo Galeano dijo en algún sitio que el fútbol es el opio de las masas en el mundo en general y en América Latina en particular. Tiene razón, pero en ese caso las telenovelas son la cocaína. Somos cocainómanos. Sin las telenovelas, no somos nadie. No me refiero exclusivamente a quienes las miran sino a todos, los espectadores y los que las resisten. Porque la cocaína no solamente tiene efecto en quien la consume sino en todo el entorno. Me pregunto, por ejemplo, que pasaría si por un día, una semana, un mes, un año, de pronto no existieran las telenovelas. La ansiedad, el bochorno, la desorientación, la rebeldía y la sedición nos acecharían con mayor fuerza.  

Escrito en Sólo Digital Turia por Ilan Stavans y Benjamín Cann

Aunque estoy básicamente de acuerdo con el planteamiento teórico de que, de todos los participantes en la comunicación literaria, el menos fiable en la interpretación de la obra es el propio autor (demasiadas exigencias, demasiada venda antes de la herida, demasiadas pulsiones, demasiadas ínfulas, demasiadas presiones, demasiado yo, demasiado superyó, demasiado Freud, casi siempre), no tengo tantas reticencias en relación a la capacidad de muchos de ellos para la reflexión, no tanto en torno a la intención autorial –tan volátil, tan inalcanzable, tan interesada, tan falaz‒ como vehículo infalible para insuflar un sentido en la obra, como para explicitar de manera objetiva los dispositivos, los mecanismos, las técnicas narrativas utilizadas en la construcción del relato, para mostrar los fundamentos estéticos del mismo, para explicitar, en definitiva, su “poética” en relación al género y la individualización de la misma en cada obra concreta.

Leo a Almodóvar después de haber visto a Almodóvar (la persona, el personaje). Leo sus palabras que ya han sido imágenes. Resulta algo ilógico y, en cierto sentido, perturbador “leer” una película, realizar el camino inverso, de la imagen a la palabra, que ha realizado el autor. Si resulta inevitable proyectar una imagen mental de personajes y espacios al leer un texto literario, ¿qué decir del proceso en el que leemos un texto literario (el guion, digámoslo cuanto antes, lo es para mí: al menos los de Almodóvar) que ya ha fijado previamente, mediante otro formato, mediante su desarrollo audiovisual, las imágenes “reales” en nuestra mente?.

Leer un guion después de ver la película resultante del mismo es tratar de añadir una mirada de falsa ingenuidad en el proceso de intercambio artístico. No es momento para profundizar en las razones por las que el lector de ficciones se hace espectador de esas mismas ficciones adaptadas para la pantalla: insistencia en un tema, placer de la repetición, ritual de comparación, afianzamiento de criterios, valoración técnica, juicio de formatos, hooliganismo en obras y autores, etc.; pero ¿vamos de vuelta al guion por los mismos motivos?, ¿queremos de verdad leer una película ya vista? (ni siquiera me plantearé aquí si queremos de verdad leer una película que no hemos visto).

Pero volvamos a Almodóvar, al escritor. Volvamos a él en el pacto de confianza de que la “Memoria de las historias”, texto que incluye como cierre de la edición del guion literario de Dolor y gloria, es una puerta para entender esta historia de historias y para entender al autor y a sus hipóstasis. Páginas que hablan de los impulsos creativos y personales, de las pulsiones, que han conducido a este relato: la autoficción (que le recrimina al personaje la madre, tan autoconsciente), el deseo y la ficción cinematográfica (para formar una trilogía con La ley del deseo y La mala educación), el dolor y el deseo que acompañan a la vida, la necesidad de integrar “dos historias que amor que han marcado al protagonista” (el niño Salvador que despierta al deseo y el adulto Salvador de los ochenta que vive el deseo proyectado y encarnado en Federico: ambas historias han descansado en el cajón del autor a la espera de integrarse en el mejor espacio del tetris creativo, “porque mis guiones son siempre un compendio de diferentes fragmento”), la necesidad de contar todo esto (el personaje de Salvador actual le regala la autoría al intérprete del monólogo, para que no se le reconozca, para no ser él mismo), las adicciones (así se llama el monólogo teatral), la pantalla (escribe Almodóvar: “La pantalla blanca lo representa todo, el cine que Salvador vio en su infancia, su memoria adulta, los viajes con Federico para huir de Madrid y de la heroína, su forja como escritor y como cineasta. La pantalla como testigo, compañía y destino”).

Pedro Almodóvar hace autobiografía en esta “Memoria de las historias”. Nos lo recuerda a cada paso: “Además de que soy del tipo de directores que lo deciden todo, hay mucho de mi biografía detrás de personajes que en apariencia no tienen ningún parecido conmigo”. En esta vuelta al origen que es este relato (múltiple, desdoblado, plurisignificativo, autoconsciente, enrevesado, sorpresivo, desestabilizador para quien pretende acceder a los distintos niveles), el autor, como no podía ser de otra manera, toma conciencia de que decirse es desdecirse, de que el yo es también una construcción social y cultural. Así lo manifiesta Almodóvar:

“Pero una vez superado el primer escalofrío, cuando estoy escribiendo el guion y me doy cuenta de que si quiero continuar debo despojarme de todo pudor y encarnarme en la escritura, fundirme con ella, superado el primer momento de vértigo, la propia entrega me distancia de lo que estoy escribiendo. Es como cuando he escrito partiendo de hechos reales, en el momento en que empiezan a definirse como materia de ficción el origen desaparece. Quiero decir que bien avanzado el guion no tenía la sensación de estar escribiendo sobre mí”.

En este juego entre ficción y dicción, para el escritor Pedro Almodóvar (creo que esta es una de las claves de Dolor y gloria, la autorreivindicación como escritor: “Soy un novelista o escritor de relatos frustrado y suelo escribir piezas de diferente duración sin una finalidad concreta”, dice de sí mismo), gana la ficción por goleada, porque “la ficción es el mejor modo de indagar acerca de la realidad, incluida la realidad propia”.

¿Los guiones son literatura? La pregunta es irresoluble, claro. Son literatura, creo, a los que muchos directores (e incluso guionistas) les quitan la literatura a propósito. Una paradoja. Herramienta de trabajo o texto literario. Parece que en el caso de Pedro Almodóvar esto es intercambiable. “Todas mis películas están en los espacios en blanco de los libros que leo”, afirma. Cita a Borges, a Pessoa, a Coetzee, a Bolaño, a Kafka, a Virginia Woolf, a Lucía Berlin, a Emmanuel Carrère, a Joan Didion, a Capote.

Infancia, mirar atrás, primera persona, autorreferencia, soledad, primer deseo, geografía, anatomía, dolor, enfermedad, adicciones, libros, el perdón, música. Dolor y gloria, el relato que leemos (otra cosa es la película, que leemos de otra manera porque sus lenguajes son distintos) es la ficción y la dicción de Pedro Almodóvar.

Pedro Almodóvar: Dolor y gloria, Madrid, Penguin Random House (Reservoir Books), 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier García Rodríguez

Los procedimientos líricos de Ferrer Lerín

5 de junio de 2020 12:08:44 CEST

Se trata de explicar aquí los procedimientos que Ferrer Lerín utiliza para construir ciertos textos, que es, a la postre, una de las características diferenciadoras con respecto a otro tipo de poesía que predominaba en el panorama lírico castellano en los sesenta, hasta la actualidad.

No se trata de señalar sus temas, que son variados y que, a veces, pueden coincidir con los procedimientos líricos que utiliza, pero me refiero a un lenguaje procedente de esos lugares, vetados para la poesía ortodoxa tradicional. Lerín no enmascara esos otros lenguajes ni procedimientos, ajenos, en un principio, a la labor de la lírica tradicional, cuyo paisaje humano y sentimental, corresponde con el objeto y con el sujeto del propio poema, Lerín, en este caso, utiliza esos materiales ajenos y los incorpora sin prejuicios formales o técnicos y los transforma en poema.


Paleografías

Este proceso puede advertirse claramente en Fámulo. Es un proceso consciente mediante el cual, el autor, utiliza un material externo, en un principio, a la propia práctica poética, pero relacionado con el lenguaje. En este caso, el libro Fámulo, y su texto homónimo, que está basado en el libro: Calzada de Valdunciel. Palabras, cosas y memorias de un pueblo de Salamanca, de Pascual Riesco Chueca, donde utiliza palabras y expresiones de aquel lugar:

«Bollo maimón / pan de farinato / cazador de tendencias /(no se empleaba entonces la palabra viento) / garbanzos torrados / piedra de manteca / lanzaban su relincho / mujeres relinchando /ese jirijeo grito de la fiesta[…]»

Palabras que mezcla también con el recuerdo de sus años de estudiante. Le ha servido esta modalidad dialectal del habla castellano-leonesa para construir un poema sobre el pasado.

Este proceso de recuperación de material escrito puede verse en toda la sección de Paleografías de Fámulo, porque no solo le sirve este material édito, como en el caso anterior, sino que también le sirve algún texto encontrado (similar al trabajo de recogida de muestras, A.C.) olvidado por alguien en una nota aparentemente sin importancia, como puede ser la que escribió su hijo, Miguel Ferrer Jiménez, en una hoja. En el texto “Cotas de excelencia”, donde el autor juega a escondernos lo que ha escrito él y lo que dejó escrito su hijo, dice:

«No había nacido. / Época nefasta pues por no conocer la vitalidad de las creaciones artísticas / época de “Prolongación de Claudia” / o “Eres un único”. / Se agrupan los cautivos. / Una de las ciudades de Calvino.//


Libros antiguos

Es otro procedimiento habitual en Ferrer Lerín, (y una variante de las paleografías), con la diferencia de que, en este caso, solo se basa en libros antiguos: Diccionarios, Libro de la caça de Alfonso X, Libro de la Cadena, Libro de cetrería del rey Dancos entre otros y cumple, fundamentalmente, una labor de interés semántico, el rastreo metódico en busca de palabras no halladas previamente, los hápax, donde puede verse la pasión filológica de Ferrer Lerín, véase Bestiario de Ferrer Lerín, donde se vierte parte de su inconclusa tesis doctoral.

La belleza expresiva del lenguaje antiguo, con un alto valor sincrónico, mediante la transcripción del poeta, lo convierte en un discurso desactualizado por su componente diacrónico, pero, cuyo resultado es de una fuerza inigualable que transforma en poema un texto desvinculado de la intención poética, forzando el autor, la pertenencia de un texto extraño a un género para el que no había sido diseñado en ningún momento, de ahí, que se produzca esa extrañeza recurrente en ciertas piezas de Ferrer Lerín, al tratar de trasladar, (esa es la labor del poeta, el trasvase de contenidos), materia ajena a lo lírico y lo convierte en un texto mejorado, desubicado, al extirparlo de su matriz original donde cobraba sentido pleno. En Fámulo hay dos textos que reflejan lo que se ha dicho antes: “Inscripta” y “Segmenta” que utilizan como fuente el Libro de los sellos redondos de hierro o Libro de la cadena, que recoge los fueros de la ciudad de Jaca.

En “Inscripta” dice: «Illo anno quando rex Garsias venit super Iaca et cremavit illo burgo novo /[…]las tierras a comprar qui es Iacca en lo barri de Burnau fueron tasadas/ […]

El poeta vierte en el texto moderno las oraciones en latín medieval y los mezcla con otras frases en castellano de su propia producción poética, procedimiento de palimpsestación lírica que utiliza material desechado y lo usa en su nuevo texto, mientras va descubriendo capas léxicas de la superficie, explicación de que nuestra forma de escribir no es más que una constante actualización idiomática de nuestro primer lenguaje, el barro léxico que Lerín somete a una hidratación textual y convierte en  moderno tras un proceso de catalogación arqueológica urgente.

Como producto de ese estudio y lectura en libros anteriores al S. XX, que puede verse en diferentes lugares de su obra, surge el hallazgo, donde Lerín procede como el científico atento, en busca de nuevas étimos para catalogar su desaparición. Ironía textual ya que al escribirse el hápax desaparece y se actualiza. Rizo idiomático al que acostumbra Lerín.


Hápax (legómena)

Literalmente, hápax legómena significa: “lo que se dijo una vez”, procede de manera parecida a aquello que en el arte sacro se ha denominado Acheropita, lo que no se ha hecho a mano, sino de forma involuntaria, lo digo, porque los hápax estuvieron también muy relacionados con la traducción de los textos sagrados hebreos y griegos paleocristianos que tuvieron una traducción problemática o incorrecta, y que se vertieron al idioma incipiente y se fosilizaron allí. En este caso que mostramos a continuación, Lerín nos devuelve un hápax relacionado con los animales donde nos ofrece una erudita lección de geo-etimológica que cristaliza en el texto “Lorra”, en Hiela sangre. [pp. 95-96]:

«Una lorra / no evita siempre al humano / se sabe/ autora de burlas provocantes a risa /porque / no hablamos de la zorra  de carne[…]No identifico el poema, ¿a qué libro pertenece? / Ferrer Lerín: No tiene llibro aún; es un homenaje a lorra, un hápax. […] En el famoso opúsculo Sobre el animal cebra que se criabaen España (1752) del Padre Sarmiento se dice que «los Golpejares son sitios en que abundan de Lorras».

Y nos ofrece a continuación una explicación filológico-toponímica sobre el posible origen del étimo errante.


Traducción errónea

Muy relacionado con esta técnica textual del hallazgo, algo que siempre llamó poderosamente la atención de Lerín son las traducciones erróneas, el mismo Lerín, como hemos dicho, traduce una obra tan difícil como la de Tzara, así como Tres cuentos de Flaubert u Ossi di sepia de Montale. La traducción como esa parte en el reverso de la creación literaria, por ello llama tanto la atención al autor, porque hace derivar al idioma y sus recursos sintagmáticos que construyen la comunicación directa. En este caso que ofrecemos de Hiela sangre, se trata de una traducción sobre un pueblo indígena, los botocudos, palabra con la que los portugueses se referían a los habitantes de Brasil  por llevar botoques, es decir, aros de metal o madera en los labios y en los lóbulos de las orejas.

«Eran amplios y planos / los cheekbones altos / la nariz bridgeless pequeña / las ventanas de la nariz anchas / y la proyección de las quijadas leve.[…] Era nómada cazador-gatherers / el vagar desnudo en las maderas y vida del bosque […]su solamente armas eran caña[…] bambú nariz flauta[…] (p. 87-88)


Enumeraciones y censos

Aquí reúne dos modalidades, la pasión por los libros antiguos y la confección de censos y enumeraciones que actúan como enumeraciones caóticas. Las enumeraciones se pueden comprobar sobre todo en su vertiente más relacionada con la actividad ornítica, pero también se extrae de la lectura de libros de caza que Lerín rastrea con lente filológica. En el caso que mostraremos a continuación se pueden ver tanto el material lingüístico antiguo, como la enumeración y el orden alfabético con que opera en algunos textos, influencia quizá de aquel azar objetivo que rige otra gran parte de su lírica y que es capaz de estructurar en ocasiones su lírica.

En “Solemnísimo vocabulista”, p. 89-90: «Animale / Agua& humidad. / Bestes. / Bosq[es] y la[s] otras cosas saluaticas», donde sigue una copiosa lista de objetos al azar.

En “Libro de cetrería del rey Dancos” nos ofrece otra lista pero, esta vez, repite en aliteración el comienzo y recoge el índice de contenidos de dicho libro según la edición de José Manuel Fradejas Rueda.

«El XIII capítulo es quando á fundaçion et non quieren comer / el XIIII capítulo es de fazer los ffalcones osados.» p. 91.

El Libro de la confusión se abre con un texto que opera de manera similar, en “Culminación del patronazgo de San Benito de Nursia, donde dice: «De los caminantes de llanura / De los mercaderes de comestibles, especialmente de carne / De los archiveros / De os agricultores / De los ingenieros / De los curtidores[…] p. 15.

Uno de los más característicos de la producción leriniana es el soberbio texto a continuación donde se dan una serie de lugares propicios, que en un principio, pueden entenderse como ideales para la contemplación de aves, pero que tienen un fin más nihilista, ya que se trata de lugares para practicar el suicidio:

“Ababuj (Teruel). Partida de Ablaque. Viga en la Caseta del Sordo. (Practicable).

Abertura (Cáceres). Campo de Custodio. Olivos centenarios. (Prcticable).[…]

Caborriu (Gerona). Masía Pons. Viga madrina en iglesia. (Riesgo de rotura)(Practicable).[…]


Árboles genealógicos

También emparentado con la confección de censos, el estudio de su propia familia, le lleva a proceder de igual manera con otras, en este caso que ofrecemos, es un relato de invención propia, pero que mistifica la veracidad de un expurgo en un libro genealógico, en Libro de la confusión, “Descendencia”, p 49: «Descendencia de Josefa Engracia Pérez Oliveta (1884-1921), casada con José Juan Abilio Castaña Serafín (1881-1934)[…]»

Otro ejemplo de esta manera de proceder leriniana puede verse en el texto “F.F.”,  (p. 103), de Fámulo, donde afirma, en este caso, el texto es autobiográfico: «Francsico Ferrer Mascaró, notario, natural de Balaguer, Lérida, viaja destinado a Puigcerdá, Gerona, a mediados del XIX[…]María de las Mercedes Auger Massanet, natural de Barcelona contrae matrimonio con Abilio Ferrer Morer, la recuerda sentada, ella siempre de negro, la abuelita Mercedes[…] María Luisa Lerín Falcó, natural de Barcelona contrae matrimonio con Francisco Ferrer Auger en la ciudad de ambos, a su único hijo se le bautiza Francisco gracias a quien no lo sabemos.[…]

Aquí trata de explicar su pasado mediante la presentación de su árbol genealógico, determinando todas las variantes que existieron hasta llegar a él y a su descendencia.


Ornitología

Estos textos aparecen por doquier en sus libros, es en Cónsul cuando empieza a reflejarse este interés por las aves, donde ya nos ofrece el texto “Corvus corax”, relato en donde aparecen diferentes aves que alimentan su particular cosmogonía natural: «Las lomas desde el viñedo hasta el cantil y el mismo cantil en toda su extensión. Luego las eventuales zonas de aventura trófica. Las playas y los vertederos de la ciudad donde compiten con otras aves. […] Llegan a la cresta y  el macho azuzado por el falso celo de otoño gira ciento ochenta grados[…]» Aquí se puede ver una descripción de un científico de campo, la intención no es conmovedora, sino descriptiva. Esa va ser una de sus principales características como escritor, la utilización de una forma de escribir que no se corresponde con lo esperado en un poeta. No hay emoción alguna que pueda despertar este texto, su intención no es esa, sino la de ser preciso.

La emoción de este texto consiste tal vez en darnos cuenta de que el protagonista de este relato no es el autor, sino un cuervo que contempla desde lo alto la decadencia de la ciudad, la rapiña a la que se ve sometido, la capacidad de sobrevivir del animal frente a la fragilidad del hombre: «El suelo aparece sembrado de cadáveres. Cadáveres humanos que las ratas cubren mientras los perros trajinan pedazos y el mundo alado se mantiene sobre mi cabeza. La muerte.»

Un lenguaje que nada tiene que ver con lo lírico ni con sus tropos. De hecho es narración, algo que ya introduce en el segundo libro y que en este tercer volumen se asienta sin complejos de transgredir entre un lugar y otro, como lo va  a hacer en el resto de sus libros.

En Fámulo, hay una sección, “Ornithologiae”, dedicada a tal disciplina, con tres piezas, las especies más importantes para Lerín: “Aguilucho cenizo”, “Quebrantahuesos” y “Cuervo”,pp. 93-97. En Hiela sangre hay diferentes piezas que se refieren al mundo de la naturaleza y también a la ornitología: “Talpa”, p. 23; “Buitre leonado”, p. 59.

Dice en “Quebrantahuesos”: «Contemplad el vuelo, flecha / de dimensión desconocida, garras / sobre hueso frío, la médula mordida […] planea lejos, se aleja / entre el chasquido de plumas secas que cortan / el aire.» p. 95

En “Buitre leonado” en Hiela sangre: «[…] traer a colación / al sin par necrófago. / Se recuerda el verso / “la espalda comida por el Gyps” / en un poema áspero[…]» Donde coinciden el rescate de unos versos de cónsul y su pasión ornítica.


Monstruos

La descripción de la naturaleza lo ha llevado a desarrollar también un gusto estético por la morfología de lo horrendo, por el monstruo, por las bestias que describe también en su novela Familias como la mía, donde hay una detallada descripción de la Bête de Guevaudan, descripción que hace con todo lujo de detalles.

 En La hora oval contamos con la descripción de “El monstruo”: «También las orejas y la longitud del pelo impresionaban. Además surgía de un modo constante una llama verdosas de las fauces semicerradas que pude vislumbrar como huidizas»[…]

O “Viejo circus” donde se describe el aspecto de una bestia decadente (un viejo oso) en un circo antiguo. «Cogí un extraño animal y lo levanté por encima de nuestras cabezas. El acto me permitió clavar las uñas en la blanca piel del payaso. No brotó sangre y el no notó la maniobra.»


El juego

Otro de los lugares poco propicios para la lírica es el que pertenece al tema del juego de azar, algo que fue muy importante en su  juventud, pero que fue abandonado al llegar a Jaca como ha contado en más de una ocasión al dejar sin dinero al padre de un compañero de clase de su hijo, y del que da cuenta en “Casino en provincias” en Cónsul, quizá unos de los poemas más reconocidos de Ferrer Lerín, donde explica su relación con el juego: «Hay una mesa hexagonal, / verde como la risa, que nos reúne. / La   madera del borde, donde los cigarros / queman, soporta, horas / más horas, nuestros codos. / Así, bajo la escayola / y sobre el crujiente suelo / paso las tardes[…]»


El sueño

 Como heredero del surrealismo francés, Ferrer Lerín se ha dedicado en muchas de  sus composiciones a trasladar, utilizando el proceso de la narración del sueño, toda su carga onírica desde sus primeros libros; este interés por el sueño y su proceso semiautomático es patente, ya que hay mucho de trabajo detrás de la aparentemente sencilla redacción de los sueños, de todo aquello que es prosaico, pulir y dejar solo lo que es verdaderamente onírico, no los espacios intermedios, por lo tanto, se puede decir que es un proceso de montaje y expurgo para crear un texto único. Este sistema de producción es tan patente que se publicó Mansa chatarra reuniendo toda su producción onírica. Las muestras son numerosas: “Mansa chatarra”, “El monstruo”, “La historia preferida”, “Se describe una vida extraña”, “La dama que vive” de La hora oval; “Madre estaba allí, o “La casa”, “Pesadilla”, “Otra vez ella” de Hiela sangre, donde se combinan también esa experiencia del sueño con la libido sexual.

Dice en “Mansa chatarra”: «[…] Estaba lejos de la meta con un paraguas absurdamente inútil con una fuerte alteración nerviosa secuela de tanto mal y las calles parecían hoscas parodiando mi entrega[…] Tuve fuerzas para agacharme y dar migas de queso al muchacho fornido que me acuciaba restregarle la chepa a mi madre e intentar una vez más abrir el aparato»[…]

Donde la utilización de un léxico deslavazado predomina sobre una sintaxis pulcra, pero cuya situación carece de un significado realista. Influencia de los surrealistas franceses, toda vez que en España apenas se hizo esto. En Ferrer Lerín la influencia directa del surrealismo es fundamental y puede verse en el uso del versículo extenso sin ajustarse a la rima o la temática simbólico-sentimental tan arraigada en Europa y en España, como veremos también más adelante en las técnicas de automatización empleadas en el texto por Ferrer Lerín.

O en este texto de Hiela sangre donde el lenguaje descriptivo es de nuevo el vehículo usado por Ferrer Lerín para comunicar un estado onírico, sin por ello pensar que esto es una técnica usada sin consecuencias, recordar un sueño es siempre cercenarlo, recrearlo, y de eso hay mucho en esta técnica onírica: «Regresé a los treinta años de mi muerte. La casa, vieja, sin aquella mano de pintura que nunca pudimos dar; los libros, sepultados por el polvo; los muebles, devorados por la carcoma. Ni rastro de los míos. Mi mujer enterrada lejos, en el sur seco y amarillo. Mis dos hijos, a los que tanto quise, irremisiblemente borrados[…] no queda nadie de aquel tiempo. Y no puedo preguntar a esta gente extraña, porque no me oyen, y quizá, ni me ven. No debí volver.» p. 79

O en Edad del insecto, donde se da este texto “HUNFJKOERDBMBHGjhfutir” donde afirma: «[…] las fábricas principales están en madrid barcelona y valencia y los trapecistas sobre ella que caen estos días a menudo y siempre desde entonces cada vez prefiero no ver ni oír ni gustar solo en paladeando la palabra que es gesto ya tiemblo como los primeros apareamientos alumínicos mas lunáticos de los escuerzos.»


Sexualidad

La libido se traduce mediante la descripción del deseo en los textos de Ferrer Lerín.

Puede verse  en la serie de textos sobre Rinola Cornejo en Cónsul: «Rinola aparece echada. El lecho resulta confuso, camino de humedad, vaso profano o simplemente una depresión en el firme[…]El amor como una escenografía teatral.

Edad del insecto “A mi Charlota Ramplin”, donde dice: «te vi bailar sobre las llamas con tus bragas blancas / virgen desnuda / cristo / escupiendo sangre ante el atleta.//


El proceso automatizador

En el texto Port Royal de La hora oval este texto está hecho sobre una base automática donde mezcla, en la primera parte del verso, un sintagma creado por el propio autor, y la segunda, que corresponde a fragmentos escogidos al azar de un libro de piratas. Muestra de ese azar objetivo que defendían los surrealistas y del que Ferrer Lerín nos da aquí una muetsra:

«Nostalgia inusitada. Cosario moteado. / Divino caminar. Doblón áureo./ Húmeda grandilocuencia. Abordar. / Yo. Pedazo de historia. Philip. / Arrancado al trasunto. Gosse./ […]

En Edad del insecto aparece también hay un buen número de piezas que siguen este proceso automatizador, y componen este libro, precisamente aquellos textos que resultaron excluidos de sus tres primeros libros, precisamente, los que eran algo más complicados a la hora de articular su articular modo de trabajar, como en “Troquel embudo de buril” : «67  alopécicas doncellas presentaron as ofrendas rituales al supremo canciller / 84 black bass relampaguean dulce y atávicamente / 16 amigos aman / 98 son los años que / 36 es un número / […]»

“Och, he revives. See how he raises”, donde aparece una comprometida composición que rinde tributo a los poemas creacionistas, que siguen su proceso, pero aún rizando más el experimento en cuanto que dispone el texto en diferentes campos tipográficos, lecciones aprendidas en la vanguardia europea y que él traslada a estos pagos.

 »O ahsíya-resucitavedcómoselevanta / O estuve ensangrentándome durante 9 horas / O / O / O al fin devolví el cordero […] y tener que aguardar la regurgitación de tardes lúbricas / soy como pájaro en llama […] su nr ty mo / ft nm mn lo / ».

Donde asistimos a un proceso de automatización hasta casi llegar al impulso mecánico de la mano en la máquina de escribir recorriendo inconsciente las teclas. Un proceso en el cual el poeta transcribe su pensamiento objetivo directo que asalta desde la creación hasta que se convierte solo en movimiento, en mecanografía inconsciente de los dedos golpeando al azar.

 

Escritores. Cine

Tiene también la obra de Ferrer Lerín un componente culturalista, entendido como la explicación de aquellas obras artísticas que han supuesto un hito en su educación intelectual, por ello, aparecen distintos textos a lo largo de toda su obra que tiene que ver con el visionado de películas clásicas, de escritores que han supuesto un referente en su trayectoria o de las piezas musicales que han influido en su gustos o que le han obsesionado 

Uno de los primeros textos que explica esta relación directa con la literatura o con el arte, en particular, aparece en La hora oval, se trata de la composición “Tzara”, que sirve a modo de declaración de intenciones líricas: «Luchar contra el anquilosamiento de las palabras / moverlas disponiendo muevas mallas sacudir la estructura del poema / despertarlo / se trata de agarrar un objeto ver su nombre pesarlo, medirlo / olerlo observarlo / darle libertad para que se manifieste / para que se realice totalmente[…]»

Pero las referencias a otros autores son constantes en su obra, en Fámulo, hay un poema dedicado a un perro que toma el nombre del actor norteamericano Glu Gulaguer del Hollywood dorado; en Libro de la confusión, hay una sección, Agradecimientos, donde dedica tres poemas a Moravia, a Frank Sherwood Taylor, y a Henry Miller:

«Yo era, por esencia, una contradicción, / fanático del sexo / y con vocación de enamorado / buscaba en los muslos heridas de sagapeno, esa gomorresina leonada[…]carestía, / Judío Errante, también los Trópicos, / […] Lascivo inválido, colocaba la lengua seborreica / en el jardín sombrío, por ignorancia […]».

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín Fabrellas

Carmen Berenguer: espuma debajo de la lengua

5 de junio de 2020 12:04:56 CEST

  “20 siglos en vigilia no volverán a dormirme/ Porque cada sueño es una espuma debajo de la lengua”. Así leemos en un fragmento de “La gran hablada (MM) La loca del paisaje”, dentro del libro A media asta, que, junto a Bobby Sands desfallece en el muro y Huellas de siglo conforman el volumen. En estos versos llama la atención cómo sobre la palabra “lengua” gravita toda la polisemia del vocablo: lengua como parte del cuerpo, pero asimismo lengua como idioma, como habla. Ese ir y venir entre lenguaje y corporalidad constituye uno de los motivos más poderosos de la escritura de Berenguer. No en balde esta edición se abre con un homenaje a un preso en huelga de hambre, donde igualmente la palabra “hambre” alude a múltiples sentidos, no solo al acto de protesta, sino también a la miseria material y política, a todo lo incumplido, sobre lo que el cuerpo tiene mucho que decir. En boca de Bobby Sands escribe la poeta chilena: “Alguien podría escribir un poema/ de las tribulaciones del hambre./ Yo podría, pero ¿Cómo terminarlo?”.

  Quizá la poesía que todavía nos concierne es aquella que nace de esa sensación de impotencia, de no poder decir. Todo poema es, por definición, inacabado. Todo poema linda así, por un extremo, con el silencio y, por otro, con una corriente verbal que no quiere callarse: la poesía es, así, la gran hablada. Y, a la vez, la gran silenciosa. El enigmático título que nos propone la autora se presta así también a diversas lecturas. En países como México, “hablada” es sinónimo de lo que en español peninsular llamaríamos “habladuría” (pero también “fanfarronada”). No así en Chile, y, sin embargo, en el habla coloquial chilena, no son raras las sustantivaciones como la que se nos presenta aquí a través del verbo “hablar”. En esa y otras marcas de oralidad, me parece percibir una cierta desacralización del lenguaje poético. O más bien, habría que hablar una dialéctica constante de desacralización y resacralización, puesto que, a la vez que se percibe la condición mestiza del lenguaje, su radical impureza, la lengua asume la función de marcar un territorio sagrado, el de una dignidad humana pisoteada una y otra vez por la lógica de un poder (económico, político,…), que tiene como referente principal (pero no único) el régimen de Pinochet, bajo el cual se escriben y publican todos los libros recogidos en este volumen. Bajo la capa de modernidad que convirtió el régimen pinochetista en uno de los alumnos más aventajados del neoliberalismo, se adivina la violencia ancestral, las figuras arcaicas que convoca el fascismo. Así, en poemas como “Santiago Punk”, no se esconde la fascinación por la sociedad de consumo, pero tampoco sus espejismos y trampas: “Punk, Punk/ War, war. Der Krieg, Der Krieg/ Bailecito color obispo/ La libertad pechitos al aire […] FMI, la horca chilito en prietas/ Tanguito revolucionario/ Punk, Punk, paz Der Krieg/ Whiskicito arrabalero/ Un autito por cabeza/ y una cabeza por un autito”. La escritura asume el difícil reto de no caer en la banalización de todos los discursos, pero tampoco en una retórica de lo sublime, tan fácil de asimilar por los regímenes autoritarios. Hay que insistir en esas huellas de oralidad, que asoma aquí y allá, no solo por la presencia de coloquialismos, sino también por esa impresión de una suerte de incontinencia verbal, que es a la vez celebración y denuncia. Frente a la violencia ejercida sobre los cuerpos y sobre el lenguaje, frente a la imposición de callar y de no decir, la poesía quiere ser, de nuevo, la gran hablada, la charlatana que desoye la orden de guardar silencio (“Esto que te escribo  chiiit  no se lo digas a nadie   calladita porque si me escuchan me cuelgan: chiiit son las ventajas de la escritura”).

  Hablar por hablar tiene mala prensa. Parece pertenecer a la Geschwätz (“cháchara”, “parloteo”) que Heidegger denunciara como un hablar inauténtico (el mismo Heidegger, por cierto, que creyó encontrar la autenticidad en la retórica del nacionalsocialismo). Quizá no es casual que dicha charlatanería tradicionalmente se haya atribuido a las mujeres. Resulta llamativo el hecho que el mismo orden patriarcal (uno de los pilares de toda ideología fascista) que durante siglos impuso una desigualdad social, política, lingüística (hay también un reparto del discurso, de lo que pueden decir y no decir las mujeres), al mismo tiempo ha resaltado con fuerza el estereotipo de la mujer charlatana, que no deja hablar a los hombres. Hay algo de provocador en el gesto de Berenguer de convocar esas voces femeninas que caen como un torrente, como si acabaran de romper un dique. No hay que olvidar que la violencia que deja su huella en tantas páginas se ejerce sobre cuerpos (golpeados, violados, heridos…) que obviamente no son asexuados, y, con harta frecuencia, son cuerpos de mujer: “Desnuda la maldecida/ nosotros sangrante vulva: Mueca/ Mimética la rojita/ se acerca/ Sangrantecercadalasangran/ Eran hartos/ me lo hicieron/ me amarraron/ me hicieron cruces/ y bramaban/ como la mar”. Así, en los poemas de “Lamentación” de A media asta (como el que acabamos de citar), la vulva tiene un especial protagonismo, en una dinámica que convoca los fantasmas del deseo, de la agresión y el miedo, en una inquietante mezcolanza. No es casual que lo corporal cierre esa serie poética, con la polisemia de la lengua que mencionábamos al principio, lengua-lenguaje, lengua-músculo que lame las heridas, en un gesto piadoso y, con todo, potencialmente amenazante: “Es lengua que desea herirte y limpiarte/ aunque la maldición recaiga sobre ella la dueña de la lamentación”.

  Como explica Soledad Bianchi en el lúcido prólogo que cierra el libro, el trabajo sobre el lenguaje de Berenguer busca explorar los márgenes, aquello que ha sido arrojado a la periferia de lo sin voz y lo inexistente: “En A media asta, esa marginalidad se expande y aparece también, nuestro pasado, cuando habla de la mujer indígena, la despojada, adolorida, históricamente violada”. Bianchi no deja de resaltar que no nos encontramos ante una poesía política al uso, y así es. Puesto que la lengua no renuncia a dar testimonio, pero tampoco a su riqueza, a una desmesura que pone en entredicho los discursos autoritarios, como una fiesta en medio de las balas, vida contra la muerte. La poesía: la gran hablante-hablada.

 

 

Carmen Berenguer, La gran hablada, Madrid, Libros de la resistencia, 2019

 

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gómez Toré

Estrínver, o el prejuicio del sonido

25 de mayo de 2020 09:54:53 CEST

Era el año 1999, o el 2001; acababa de cumplir veinte años, o estaba a punto. Mi amigo el escritor Daniel Barredo y yo jugábamos a los poetas: vestíamos de gabán y bufanda blanca, el pelo tirando a largo, sobrios casi nunca, cigarrillo siempre. Por aquellas fechas, escuchábamos hasta el agobio un poema de Luis Antonio de Villena que el propio autor había colgado en formato de audio en su página web. El poema en cuestión, bellísimo y extenso, narraba las peripecias de un enigmático personaje austriaco llamado Paulik. Entre otras muchas cosas, decía lo siguiente:

 

Paulik era tan hermoso,

tan increíblemente bello,

que no fue necesario enseñarle las técnicas del óleo,

las vidas de Plutarco o el alma de Strindberg...

 

Estrínver. Yo lo pronunciaba con petulancia, echando el humo del Lucky Strike con un gesto falsamente amanerado, como si supiera de quién se trataba. Era una palabra potente, lejana, sonoramente poderosa: estrínver. Supongo que serían varios factores: lo muy culturalista del poema, mi juventud, mi ignorancia. La inmediatamente anterior referencia a Plutarco, a quien tampoco conocía y que me sonaba a helénico y a muerte. O mis pesquisas en un recién inaugurado Internet: “August Strindberg, escritor y dramaturgo sueco nacido en 1849…”; sólo sé que, de pronto, aquella sensación difusa e incómoda, aquel desasosiego que llevaba ya algún tiempo viajando alrededor de mi cráneo, ganó sentido y se materializó en mi mente. Fueron varios factores, pero fue sobre todo esa palabra, estrínver, tan alejada de mi comprensión y mi dominio. ¿Cómo un chaval del sur de Madrid, cuyo sueño, escasos años antes, había sido debutar como delantero centro en el Moscardó, iba a ser capaz de entender la literatura de un dramaturgo sueco del siglo XIX que, para colmo, se llamaba Estrínver? ¿Cómo me iba a atrever siquiera a degustar las mieles sobrantes de su complejísimo pensamiento? Mucho mejor seguir leyendo a Quevedo, a Paco Umbral, a Rosalía de Castro, que eran unos escritores estupendos y que tenían unos nombres que no parecían atesorar unas cosmovisiones de las que nunca sería capaz de participar.

 

Así seguí durante un par de años, entregado al prejuicio del sonido, hasta que unas lecturas de Charles Bukowski, sugeridas por algunos amigos de fiar, empezaron a modificar mi opinión. ¡Pero si se dedica a hablar de tipos normales, de borracheras y de relaciones amorosas de una noche! Mucho más difícil era Pedro Calderón de la Barca, que tenía un nombre y un apellido de andar por casa pero que no se andaba con pequeñeces. O Lorca, ese fácil bisílabo que encerraba unos meandros y unas turbulencias que, poco a poco, comenzaba a distinguir.

 

Me puse manos a la obra. Cogí la lista de los Premios Nobel. Maurice Mauterlinck: con ese nombre, cualquiera se atreve. Pero... ¡si resulta que tiene un libro que se llama “La vida de las abejas”! No será para tanto. Winston Churchill... ¡si es el político! Isaac Bashevis Singer. Yasunari Kawabata. Knut Hansum: ¡pero si habla del hambre, como casi todos! Me di cuenta de que esos nombres tan fascinantes y tan ajenos no querían decir nada; era mi sinestesia y mi imaginación la que los elevaba a la categoría de semidioses, la que los situaba en un estadio que pensaba inefable y que, felizmente, resultó no serlo.

 

Fueron llegando lecturas de autores que muy poco antes me eran temibles, novelistas con los que no me había atrevido por el simple hecho de tener unos nombres incomprensibles y a los que atribuía una escritura mucho más cercana al pensamiento abstracto que a la pura narrativa. Así llegó Guy de Maupassant y su Horla. Fiodor Dostoievski y su Raskolnikov. Guillaume Apollinaire y sus Once mil vergas. Nathaniel Hawthorne y su Wakefield. Y, cómo no, Strindberg, el gran dramaturgo sueco nacido en 1849 Johan August Strindberg.

 

Todavía hoy, cuando descubro a algún autor de nombre rimbombante, experimento un breve pánico y me acuerdo de ese joven de veinte años que le tenía miedo a la palabra extraña. Pero he acabado por superarlo: Michel Houellebecq, Ferenc Karinthy, Joyce Carol Oates, Gregor von Rezzori, no os tengo miedo. He vencido al sonido y al complejo. Quién sabe en qué neuronas, en qué lugar del alma residirá esa rémora: algún día, quizás, la neurociencia tenga algo que decir. En cualquier caso, si de repente me diera por aprender a tocar un instrumento y dedicarme a la música, creo que preferiré presentarme con un nombre sencillo como Bob Dylan que como Robert Allen Zimmerman, también os digo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

La primera página

6 de mayo de 2020 09:55:15 CEST

 

a Vicente Valero

 

Todas las noches, a la misma hora, se despertaba, y mientras apoyándose en las dos manos se iba incorporando poco a poco en la cama, trataba de recordar el sueño. A continuación se deslizaba  hacia un lado, el izquierdo, y se dejaba caer, hasta que sus pies daban con las zapatillas. Entonces se ponía en pie. Encendía el móvil. Las cinco y treinta, buena hora pensaba, ningún mensaje. No te levantes a oscuras, me preocupa que un día te caigas, le había dicho antes de colgar. Puedes tropezar, tienes la casa llena de trastos. Hazme el favor de encender la luz. Todavía no había amanecido. No corría las cortinas a pesar de su insistencia. Sólo cuando ella se quedaba a dormir. Dormirás mejor, hazme caso, no se cansaba de repetirle. Tampoco había luz en la gran vía, excepto, de cuando en cuando, las luces de algún coche. ¿Quién conduciría aquellos coches? ¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Jóvenes o viejos? ¿De dónde venían a estas horas? ¿A dónde iban? Tenía la boca seca y ganas de mear. Primero la cocina, se dijo. ¿Por qué no te llevas un vaso de agua a la cama, como todo el mundo? Mejor aún, llévate la botella. La dejas en la mesita y así no tienes que levantarte a beber. Ya, respondía él, pero se calienta, y a mí me gusta el agua fría. Abrió la nevera y echó un trago directamente de la botella. Bebía más para refrescarse la boca que para saciar la sed. Luego se dirigió al baño, y, sin encender la luz, se sentó a orinar. Se lavó meticulosamente las manos. Volvió a la cama. Encendió la lámpara. En la mesa había varias pilas de libros, fichas, lápices, una piedra de la Selva Negra que le servía de pisapapeles. Cogió un libro maquinalmente y un lápiz. Enfermos antiguos de Vicente Valero. Me gusta este tipo pensó, me gusta lo que escribe y me gusta cómo escribe. Y se dispuso a leer la primera página mientras pensaba en la sabiduría de los viejos. La sabiduría de los viejos murmuró para sí mismo, otro cuento más. La sabiduría de los viejos no es sabiduría, es sencillamente vejez, es resignación, es resentimiento, la sabiduría de los viejos es despertarte todos los días a las cinco de la mañana y tomar catorce pastillas diarias. Resumiendo, una putada, una enorme putada. Sí, ya sé que en la vejez la vida se remansa y el deseo se muda en afecto, ya sé que más vale aceptar lo imponderable, someterse voluntariamente. Por no hablar de ese espíritu que en algunas personas se mantiene siempre joven, o del valor de la amistad, de la auténtica y desinteresada amistad. En fin, si eso le consuela, me alegraré por usted. Empezó a leer:

“En uno de mis primeros recuerdos veo a un hombre con barba que está sentado en una butaca al lado de una estufa. Este hombre, de quien no puedo decir nada más, si era viejo o joven, cuál era su nombre, dónde estaba su casa, no habla: lo hacen por él tres —o quizá dos, o cuatro— mujeres que parecen discutir entre ellas, que se interrumpen a gritos, que tratan de explicarse ante otra mujer que acaba de llegar, conmigo, y que —la reconozco— es  mi madre”.

Leyó la primera página hasta el final y cerró el libro. Sabes, le había dicho también aquella noche por teléfono, para mí la primera página es muy importante, si la primera página me gusta, sé que me va a gustar el libro. Y me cuenta que antes, cuando se compraba un libro (ahora ya no se los compra, los saca de la biblioteca, o se los presto yo), generalmente una novela, aunque podía ser otra cosa, cualquier cosa, porque alguien le había hablado del libro, o había leído algo sobre él, y cuando empezaba a leerlo, cuando leía la primera página, pues, no sé cómo decirlo, pero si no me enganchaba, sabes ¿entiendes lo que te digo?, pues lo dejaba para otro momento. Así que ya no compro ningún libro sin haber leído antes la primera página. Te entiendo, le dije, pero ¿no has pensado que a lo mejor era el libro el que te dejaba a ti?, ¿Y eso qué importa? Tienes razón, no importa. Valero ¿qué tal está?, me preguntó. El anterior, el del ajedrez, recuerdas, me gustó. Duelo de alfiles, sí. A mí también me gustó. Valero, le dije, está escribiendo una obra de bastante más calado que todo lo que año tras año se nos anuncia como “obra maestra”, o “un nuevo Proust”, (no se lo debí de decir así, como comprenderán, “calado” no quiere decir nada, pero no recuerdo las palabras exactas). Con cada nuevo libro Valero ahonda (no, nada de ahonda, tachen esto también). Con cada nuevo libro Valero da un paso más…, sí, esto está bien, un paso. Levantó la vista. Estaba amaneciendo. Pensó, luego seguiré. Antes de apagar la luz vio cómo una franja luminosa, cada vez más ancha, cada vez más luminosa, se perfilaba en el horizonte, vio la cúpula de la iglesia saliendo poco a poco de la oscuridad, vio los tejados, las antenas, todo cada vez más nítido, el cielo, el color del cielo tiñéndose de rojo, de azul, de anaranjado. Dejó el libro en la mesa, el lápiz se calló al suelo. Cerró los ojos.

 

*

 

Cuando una hora más tarde se despertó y se puso a escribir esta página el cielo era azul. Una vez más recordó la cita de Salter: “… y todo es absurdo excepto el honor, el amor y lo poco que el corazón conoce”. Debe de estar en Quemar los días, su autobiografía, la había buscado varias veces últimamente pero no la había encontrado. Escribió a continuación: el mundo es como lo vemos, y no lo vemos igual con diez años que con setenta. Escribió: la verdad no está en lo que contamos, ni está en lo que recordamos, la verdad está en una mirada, en el temblor de una mano. Escribió: la verdad está en una mentira dicha por amor. Todo esto le sonaba haberlo escrito en otras ocasiones. A propósito de otros libros. O tal vez lo había leído. Se repetía. Hacía tiempo que se repetía. Pero no, no me he ido del tema trató de convencerse a sí mismo, esto no es una digresión, esto es el tema, esto es Enfermos antiguos, el último libro de Vicente Valero. Volver la vista atrás y mirar a lo lejos. Otra frase: “La literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos soledades”. (Lorrie Moore, a propósito de John Cheever.) La soledad del lector y la soledad del escritor. Ella no escribió “soledades” sino “agorafobias”, pero está claro lo que quiso decir. Hacemos lo que podemos, dijo también. Valero no se ha propuesto contarnos su vida, ni siquiera se ha propuesto rescatar del olvido un pasado que no volverá. Pero, ¿puedo estar seguro de esto? ¿Cómo saberlo? Enfermos antiguos, y su libro anterior, Las transiciones, no son sus memorias; como tampoco es su particular búsqueda del tiempo perdido. ¿Qué son entonces? La vida no cabe en una biografía, aunque “todo trabajo serio de creación debe tener un fondo autobiográfico”. Los recuerdos no vuelven en el orden en que sucedieron ni como sucedieron. Y tampoco vuelven todos. ¿Quién hace la selección? Pero no estamos reconstruyendo un crimen. Lo estamos perpetrando. No estamos volviendo al pasado. Es el pasado el que vuelve a nosotros. Ese pasado que no está muerto. “Ese pasado que ni siquiera está pasado”. En puridad Las transiciones es posterior a Enfermos antiguos. Al menos los hechos que allí se narran son posteriores, cronológicamente posteriores. No hay una causa primera, ni eficiente ni final. Los recuerdos no acuden cronológicamente, nos los explicamos a nosotros y a los demás cronológicamente, porque nuestra razón necesita que una causa preceda a un efecto y que no haya efecto sin causa. Pero la memoria no tiene en cuenta la cronología. La mente se rige por otras jerarquías invisibles cuya razón ignoramos. El mundo no habla, no nos habla, somos nosotros los que hablamos por él. Todo en este mundo es contingente, todo puede ser y todo puede no ser, todo pudo y no pudo ser.

Y escribe Valero, ya hacia el final del libro: “Todo estaba cambiando y de aquellos cambios —de sus consecuencias más visibles—  se hablaba, pero nunca del cambio mismo  —de su causa más profunda  —ni tampoco mucho—  algo más y siempre con inquietud sincera – de hacia dónde nos llevaban. Nadie en la isla echaba de menos tiempos mejores, simplemente porque nadie los había conocido…”

Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

*

 

No acaba bien, me dijo aquel mismo día después de leerlo. Las dos líneas finales están bien, esas tienes que dejarlas, pero la cita de Valero, esa cita en concreto me refiero, no digo que no esté bien, pero aquí no viene a cuento. Tienes que buscar otra. Tenía razón. Tienes razón, le dije, pero tenía que acabar con una cita de Valero. Sobre todo tenía que acabar, porque aquella primera página se había convertido ya en tres. Tienes razón, repetí. Pues busca otra, me dijo. Sí, voy a buscar otra. Y otra cosa más. Estaría bien que el narrador volviera a hacer acto de presencia, ¿no crees? ¿El narrador? Sí, el tipo del principio, el que se levanta a media noche a mear. Pues no es mala idea, pensé. ¿Cómo no se me había ocurrido? Piénsalo, repitió. Sí, lo pensaré, voy a pensarlo ahora mismo. Y mientras se lo decía, se me ocurrió de repente. La cita no tiene que ser de Enfermos antiguos. La cita tiene que ser de Las transiciones. Esta noche te llamo, ¿de acuerdo? Claro, llama cuando quieras cariño. Y fui a por Las transiciones. No necesité buscar mucho.

“Han pasado ya casi veinte años desde aquel día y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, puedo aún oler mi aliento ácido, oír los ruidos de mi estómago, sentir las punzadas de mi dolor de cabeza y de mi vértigo. Anduve un rato perdido o desorientado por aquellas calles desangeladas y húmedas sin encontrarlo, hasta que por fin di con el cementerio, donde más pronto o más tarde, pensé en aquel momento, también irían a parar mis huesos, mis recuerdos y mis pensamientos, mis tristezas y mis alegrías, ya nada importaría entonces…”

El final siempre es anterior al final. El final nos deja huérfanos. El final nos hace enmudecer, nos nubla la vista. Nos gustaría pensar que el final nos prepara para el final. Pero no es así. Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

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Vicente Valero, Enfermos antiguos, Cáceres, Periférica, 2020.

--Las transiciones, Cáceres, Periférica, 2016.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

El afán memorialístico de Luis Antonio de Villena

7 de febrero de 2020 08:03:44 CET

 

 Llega el tercer libro de memorias de Luis Antonio de Villena (editado de forma magistral por Pre-Textos), donde Luis Antonio va trenzando recuerdos, personajes que han pasado por su vida, en ese afán del amanuense que va escribiendo con letra esmerada ese renglón de su vida, por si acaso puede alcanzar notoriedad. Aunque todo acabe en el polvo y en nada, en el afán del escritor madrileño no hay ajuste de cuentas sino el deseo de revivir, rememorar, echar un vistazo al antiguo paisaje del pasado, con sus  personajes olvidados e inolvidables.

    En el capítulo “Trazos sobre el fin de la Edad Feliz”, Luis Antonio nos habla de una etapa de dicha donde escribía en El Mundo, colaboraba en la Ser, publicaba en Visor, con el estimado Chus, que tantos hemos conocido. Tenía entonces incluso a esa madre que le cuidaba y le protegía, en los desmanes del chico irresponsable que siempre fue Luis Antonio su madre siempre fue la cordura y la razón. Hay un anhelo de ese tiempo en el libro, ya que todo ha ido degradándose definitivamente, tanto culturalmente como socialmente. El melancólico que ha sido el escritor madrileño recuerda su pasado, sus momentos de gloria, sus citas con chicos en bares, sus encuentros con grandes escritores.

   Todo un mundo cabe en esta obra. Como dice Luis Antonio, son los tiempos actuales: “Tiempo de bárbaros, tiempo de terrible miseria, sin estudios nobles, sin humanidades, sin educación” (p. 57). La idea que prevalece es que la generación de Luis Antonio fue el último bastión de humanismo, antes de la barbarie actual.

  El libro habla de grandes amigos como Paco Brines, siempre tan querido, Pepe Hierro y tantos otros, en el camino nos habla de Gala, de esa relación que nunca llegó a la intimidad, de esa lengua viperina del escritor cordobés. Pero también de Ricardo Defarges, de Guillermo Carnero, en esa relación de encuentros y desencuentros con él. También respiran en las páginas escritores más jóvenes como Luis Muñoz, José Luis Rey y tantos otros.

   Hay un deseo de rememorar, de recordar aquello que nos hizo felices, aquellos momentos eróticos con jóvenes que ya han pasado por su vida, algunos amantes de la literatura, otros efebos conocidos en los bares, como si fuera Cavafis entregado al roce de los cuerpos, el libro emana esa sensación de fugacidad, todo ha ocurrido y ahora ya no queda nada. En ese afán de convertir la vida en un efímero pasar, Luis Antonio novela su pasado, cuenta anécdotas, habla de amigos y de enemigos, pero al final, queda solo el resplandor ido, la sombra de una luz antigua que ya se extinguió.

    Hay un capítulo “Mis libros” dedicado a su obra, porque al salir sus segundas memorias le reprocharon que solo hablaba de amigos y de momentos amorosos, ¿es acaso la obra otro momento de amor? Quizá si, en este apartado Luis Antonio habla de la poesía y de la prosa, que siempre le han perseguido en la vida. Se detiene al final en Mamá, porque en este libro exorciza ese dolor materno-filial que le ha ido llevando por muchos derroteros, como una señal imperecedera que permanece en él para siempre.

  Cuando leemos este tercer tomo, nos preguntamos, ¿Ha sido feliz el poeta? La pregunta vuela en las páginas, los momentos de dicha, donde el sexo cobra altura, se combinan  con la melancolía del tiempo ido. Creo que con este libro, Luis Antonio cierra una etapa y en sus textos nos vemos a nosotros mismos viviendo, entre luces y sombras de la vida.

   

Luis Antonio de Villena, Las caídas de Alejandría, Valencia, Pre-Textos, 2019.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

La posmodernidad bellamente horadada

7 de febrero de 2020 07:59:24 CET

 

            En un brillante ejercicio de estilo, algo grandilocuente en ocasiones, Manuel Ruiz Zamora aborda, en su colección de fragmentos filosóficos titulada Notas a pie de página, un objetivo imposible de lograr: argumentar en el resbaladizo terreno de la posmodernidad. De ahí que su intento recurra a una estrategia, no especialmente novedosa, pero que él ejecuta con gran maestría: intentar que, como en el sofisticado arte marcial japonés moderno Aikido, la, en este caso, escasa fuerza del atacante sea utilizada por el defensor para neutralizarlo, sin renunciar a la posibilidad de que los papeles se intercambien; aunque, dada la debilidad del monto total de energía en cuestión, el golpe argumentativo está muy lejos de ser definitivo; más bien, se tiene la paz como horizonte. De ahí que la fortaleza de Ruiz Zamora sea más bien la belleza del estilo con que intenta revolverse contra la posmodernidad desde el interior de ella misma.

            El lector aprovechará la iluminación que encierra cada fragmento, más efectiva si comparte la fuente aludida en cada uno, menos efectiva en caso de que la alusión le quede algo más lejana; pero notará siempre que lo que el autor le ofrece es un delicado destilado de sus omnívoras lecturas; nada de regurgitaciones de casi citas sin comillas, que suele ser recurso común, sino auténtica quintaesencia de la fuente leída o de la problemática abordada. Y como la impresión que da el libro es efectivamente la de una colección de las habituales notas que van surgiendo en la mente de todo lector en su brega diaria con los textos, queden estas escritas o meramente apuntadas, es acertada su inclusión en la colección Levante, que la editorial reserva, oportunamente, a Diarios.

            Los fragmentos —no exactamente aforismos, como se aclara en el Prólogo— carecen de orden aparente, por lo que pueden ser leídos en cualquier sentido, aunque, como la poesía, es recomendable que se lean durante cortos periodos de tiempo. Salvo algunos fragmentos que forman una corta serie con un hilo determinado, cada uno aborda un punto esencial transportable a otro punto esencial de cualquier otra página. Ni hay guía, ni se echa en falta. La guía es el lector, y los ecos que en él produzcan estas condensadas reflexiones filosóficas, situadas voluntariamente al margen, pero porque el centro de la vida filosófica se ha alejado de su centro, valga decir.

            De modo que se adivina fácilmente que el texto al que corresponden estas Notas a pie de página es el de la posmodernidad. En concreto, son dos las grandes cuestiones que dominan: el arte y la política. De su íntima relación, algo diluida en el romanticismo, ya sabemos desde la República platónica, pero aquí aparecen en toda la riqueza de sus distintos, e interrelacionados, aspectos. No en vano Ruiz Zamora ha dedicado ya un libro al Post-arte, Escritos sobre post-arte, y muestra que las cuestiones políticas le han debido de ser consustanciales desde siempre. Cabe imaginar que su formación ha sido a base de clásicos, digamos pensamiento fuerte, —los griegos por puesto, junto a Hegel, Marx, Nietzsche, Ortega—, y que, enfrentado a los libros de moda que encontraba en las librerías, su lectura se le ha ido diluyendo en la boca como si fueran gusanitos, sin dejar tras de sí más que un leve aroma a no se sabe exactamente qué.

            Lo que cabría señalar es la inoportunidad, que llega al hartazgo, del afijo antepuesto pos o post. Porque, en realidad, supone una línea temporal única en los movimientos culturales que es inexistente, por más que sea muy cómoda para ser dibujada en una pizarra metafórico-pedagógica. La realidad se parece más bien a la de un pentagrama, donde distintos movimientos culturales van en paralelo disputándose el primer lugar en la atención de la mayoría; pero, cuando alguna línea domina, no anula las demás; estas quedan a la espera de que llegue su hora. En particular, respecto a la posmodernidad, sus argumentos pueden fácilmente retrotraerse al origen mismo de la modernidad; de modo que a lo que se asistió en las décadas finales del siglo pasado no fue a la superación de la modernidad, en el contexto de la expansión del llamado Estado del Bienestar, sino a la hegemonía de ciertas ideas que fueron gestadas varias décadas atrás. Del mismo modo, lo posmoderno está ya mostrando claros síntomas de que pasa a tercer plano y que otras ideas, más adecuadas seguramente a los fuertes retos actuales, recuperan el primer plano.

            Porque, en cultura, nada se supera, nada caduca. ¿Qué era el dadaísmo, arte o posarte? Josep Maria Pou encarnando a Ahab en Moby Dick es arte, pace animalismo. ¿Qué eran las distintas tesis esgrimidas por las naciones potentes en torno a la Gran Guerra, verdad o posverdad? Recuérdese la sorpresa con que Ortega y Gasset leyó el libro de su admirado Max Scheler Der Genius des Kriegs und der Deutsche Krieg (1915) —admirado por ser Scheler y por ser alemán—, pero que provocó su enojo al ver cómo su formalismo de los valores se rellenaba de un material nacionalista bastante burdo, e impropio de un filósofo serio. Un gobierno de ciudadanos iguales y libres es política, pace populismos.

            Para volver a nuestro autor, conviene recoger algunos de sus dichos. Por ejemplo: «al renunciar a la metafísica, el arte renuncia, sin saberlo, igualmente a sí mismo, o dicho de otra forma: se suicida por amor a la realidad. ¿Para qué queremos ver una olla en un museo, si, con un sencillo proceso de reeducación de nuestras disponibilidades estéticas, podemos verla cada día en nuestra cocina» (p. 59). O, en otra de sus perlas: «la instrumentalización interesada e inteligente de la idea de Bien engendra a menudo más monstruos que el sueño de la razón, porque aquellos que son capaces de patrimonializarla, es decir, de arrogarse la representatividad de la misma, habrán logrado una cuota de poder que tan solo se sustenta en el propio principio que pide ese anhelo y que es, por tanto, independiente de cualquier necesidad específica de verdad» (p. 274). Aunque no siempre son tiradas largas sus frases: «Hemos dejado de creer en Dios, pero creemos en Steve Jobs» (p. 279). Ni todo son aparentes certezas: «¿cómo rebelarse contra aquello que nos enseñó alguien a quien amábamos y admirábamos sin medida? ¿Cómo admitir, sin un sentimiento de traición, que aquello que ese alguien nos enseñó no era, finalmente, sino una patraña sin más fundamento que la fe que nos despertaba alguien que nos parecía admirable? ¿Cómo aceptar, por el contrario, el sentido común de aquello que nos fue transmitido a través de la crueldad o la sordidez? ¿Cómo lograr, si no una reconciliación intelectual, sí al menos una cierta comprensión de aquello otro que nos fue transmitido a través de esa crueldad y sordidez?» (p. 148)

            Quizá los otros dos libros ya publicados por Ruiz Zamora den la pista del autor que le sirve actualmente de apoyo, tras tanto resbalar. Me refiero a su edición de textos del pensador hispano-norteamericano Jorge/George Santayana George Santayana. Ejercicios de autobiografía intelectual y a la colecciones de ensayos propios titulada El poeta filósofo y otros ensayos sobre George Santayana. Porque, efectivamente, se percibe un aroma santayaniano en gran parte del argumentario que Ruiz Zamora opone sutilmente a las modas filosóficas. Dado que estas hunden sus raíces en el idealismo y en Heidegger, nuestro autor le opone un materialismo razonable à la Santayana, con visos de sistema que, sin incoherencias, ancle las grandes cuestiones filosóficas sobre el ser, la razón, la verdad, lo espiritual, la vida, la belleza. Y no está solo en el empeño de recuperar, ya como clásico, el pensamiento de Santayana. Otro libro reciente, Democracia, Islam, Nacionalismo, del prolífico Ignacio Gómez de Liaño, incluye dos capítulos sobre Santayana como ayuda para entender las religiones políticas que azotaron, y azotan, los derechos democráticos de los individuos: uno dedicado a la novela El último puritano —novela que, dicho sea de paso, está pidiendo a gritos desde hace años una reedición—, donde Santayana reconstruye las debilidades del puritanismo, y otro dedicado a su concepción estética del catolicismo.

            Como colofón, citaré una de las cuarenta y tres notas al pie que incluyen estas doscientas diez Notas —sí, no hay error: la notas llevan sus propias notas—: «Existe una insistente apología del libro como fuente de tolerancia, pero se elude identificar su frecuente presencia en la fenomenología del fanatismo» (p. 78). ¿Qué lector resiste la tentación de añadir una nota a esta nota sobre su nota?

 

 

 

 

Manuel Ruiz Zamora, Notas a pie de página [Fragmentos filosóficos], La Isla de Siltolá, Colección Levante, Sevilla, 2018.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Daniel Moreno Moreno

En torno a Lev Tolstói. Una vez más

16 de enero de 2020 09:56:46 CET

No hace mucho, sobre la mesa de novedades de una librería me sorprendió la cubierta de un grueso libro: era una vieja fotografía de León Tolstói, ya anciano, dando un paseo entre la nieve. Esa imagen, reclamo escogido por los editores del volumen de V. B. Shklovski, Lev Tolstói (2019), vivía en mis recuerdos desde que, hace muchos años, la descubrí en uno de los libros que conservo con mayor cariño, adquirido a un precio irrisorio entre los entonces importados de la URSS por la antigua Librería Rubiños, lamentablemente desaparecida hace tiempo. Recién licenciado entonces y metido aún en mi tesis doctoral, frecuentaba yo aquella librería, interesado por una revista mensual de literatura soviética y el fondo ruso de excelentes obras de arte o literatura al alcance de cualquier bolsillo. Aquel hermoso libro versaba sobre Yásnaya Polyana y la vida del famoso novelista, y estaba dotado con abundantísimas fotografías de una y otra (Ясная Поляна. Москва 1978 / Yásnaya Polyána, Moscú 1978). Pues bien, como he podido comprobar, en su página 153 se publicaba la que, un tanto recortada, ilustra ahora las cubiertas y solapas de esta biografía de Tolstói. No sé por qué, aquella antigua foto se quedó prendada en mis recuerdos y, cuarenta años después, repetida en la edición de Casus Belli, me ha empujado a abrir las páginas del volumen, enfrascarme en su lectura y dedicarle estas líneas.

 

Como bien saben los especialistas, Víktor Borísovich Shklovsli (1893-1984) fue el más destacado representante del Formalismo ruso, movimiento pionero que, en las primeras décadas del pasado siglo, se alzó en pro de una teoría científica moderna sobre la crítica literaria. Cierto que ésta poseía ya una larga tradición (D. Viñas, Historia de la crítica literaria, Barcelona 2017) y que, durante la segunda mitad del siglo XIX, con el celebérrimo Charles A. Saint-Beuve (1804-1869), el Positivismo y la obra de Gustave Lanson (1857-1934), comenzó a asentarse como práctica respetada. Pero, de todas formas, crear una verdadera ciencia fue objetivo original del Formalismo ruso, que marcó “los principales caminos seguidos por la crítica literaria en el siglo XX” (D. Viñas 2017: 357). Luego vendrían la corrección marxista, el Realismo socialista, Mijaíl Batjín (1895-1975) y todas las teorías defendidas durante el siglo XX. Y el mismo Shklovsky, que con apenas treinta años publicó su teoría de la prosa (Теории прзы, Москва 1925 / Sobre la prosa literaria, Barcelona 1971), había evolucionado bastante cuando casi cuarenta años después escribió la biografía que consideramos (Лев Толстой, Москва 1963). Por eso, esta obra no es una exposición combativa, sino un libro ameno y lleno de datos interesantes y novedosos. Sin embargo, su estructura y líneas revelan el alma teórica de su autor quien, dejándola traslucir, revela al tiempo que, con los años transcurridos, había asumido no pocas de las virtudes que Leopoldo Alas-Clarín (Mezclilla, Barcelona 1987) confería a la buena crítica. Porque, al fin y al cabo, este libro es fruto de la espléndida madurez de uno de los mejores teóricos de la crítica literaria del siglo XX.

 

La relevancia de Lev Tolstói en la literatura europea y mundial es tan notoria, que cualquier nuevo estudio sobre su obra y vida ha de ser bienvenido. Más aún por ser ésta rusa, cuando la forzada anglosajonización del actual panorama editorial omite casi la traducción de ensayos no escritos en inglés, mientras que el obligado William C. Faulkner se reivindica como padre de cuanta hispana vocación literaria se precie. Y ello, pese a que su lenguaje e inquietudes tengan tan poco que ver con nuestro mundo y nuestros horizontes mentales y físicos. Si Emilia Pardo Bazán o Benito Pérez Galdós levantaran la cabeza quedarían asombrados. Sin embargo, no ocurre lo mismo con Lev Tolstói, pues siendo ruso y profundamente ruso, sus temas y sus sentimientos calaron hondo en nuestra Europa, pues nos reconocemos en él. Por eso influyó tanto en muchos autores del continente y es todo un clásico de la mejor cultura europea. Asombran por tanto algunas distorsiones debidas a inexplicables razones: 6 páginas dedicadas al ruso Tolstói frente a las 26 (sic) consagradas al polaco A. Mickiewiz, en una gruesa Historia de las literaturas eslavas (F. Presa González, ed., 1997: 1141-1147 y 693-719 respectivamente). Notable. Más allá de lo “nacional”, Lev Tolstói vive en el alma de las literaturas europea y rusa. Y en ésta, porque como se ha escrito antes, sin el realismo de Pushkin, Gógol o Lérmontov, Tolstói “no habría dado frutos como La guerra y la paz y Anna Karénina” (E. Lo Gatto, La literatura rusa moderna, Buenos Aires 1972: 338-339): pero sin él, yo creo que tampoco Korolenko, Chéjov, Gorki, Bulgákov, Shólojov, Grossman, Rybákov o Aksiónov habrían tenido el mismo suelo firme bajo sus pies.

 

No abundan las buenas biografías sobre Lev Tolstói en español, aparte la excelente y ya clásica de Henri Troyat Tolstói (Bruguera, Barcelona 1984, 3 vols.: la francesa en 1965). Ruso emigrado en la niñez a Francia -su nombre real era Lev Aslanóvich Tarásov-, escribió una semblanza muy amena, amparada en fuentes originales. Sin embargo, algo me dice que pudo tener sobre su mesa el libro de Shklovski, publicado en Moscú dos años antes, por más que no aparezca citado en las notas finales. Años antes, la Editorial Prensa Española había publicado una biografía menor, pero muy didáctica, en su colección Los Gigantes de la Literatura (1972) -traducción de la editada en Italia por Mondadori, sin constancia de autor-, y más tarde, apareció otra muy breve pero curiosa, de la mano de E. Aparicio Cortés (L. N. Tolstói (1828-1910), Ediciones del Orto, Madrid 1998). Con alguna más, también hay estudios y evocaciones (M. Wiesenthal: 2010) o entrevistas reunidas (J. Bustamante, ed..: 2012). Pero lo disponible sabe a poco. Sería estupendo contar con una recopilación crono-biográfica de documentos, como la que Igor N. Sujij dedicara a Chéjov (Chéjov en vida. Una biografía en documentos, Alba Editorial, Barcelona 2011): pero no la hay. Así que, por todas estas razones y su propia entidad, esta edición española es una grata nueva.

 

Desde la primera página, con la dedicatoria del libro a Borís M. Eijenbaum (1886-1959), su camarada en la lucha por el formalismo, más la inclusión de una cita de Lenin sobre la grandeza de Tolstói a partir de las memorias de M. Gorki (p. 7), comprendemos el método y circunstancias del estudio de Shklovski: un cierto sincretismo fruto de la evolución de su propia vida. Las reservas que a muchos lectores pueda causarles esa y otras citas de Lenin desaparecen en cuanto se inicia la lectura de las 802 páginas del libro, seguidas con la avidez del cazador tras la aventura vital y literaria del maestro ruso. Así que nada de abrumador infolio académico, sino un libro de esos que, cuando se acaban, producen una íntima sensación de abandono y nostalgia.

 

De obligada lectura es la breve introducción de los traductores y editores, G. Lukiánina y J. Mª Cañadas (pp. 9-13). En contadas páginas desmenuzan la esencia del método aplicado por Sklovski: sincretismo -formalismo, vida de Tolstói, documentación exhaustiva en los 90 tomos de las obras completas, cartas y diarios incluidos- e interés por el proceso de creación de las obras de Lev Mijáilovich más que por las obras en sí. Y en cuanto a su vida, atención no sólo a los hechos en relación con las obras, sino también a lo que los editores llaman temas transversales mantenidos: el sentimiento de huida, la liberación de las presiones externas, la lucha contra los prejuicios y el interés por las cosas cotidianas. Una vez entendido esto, el lector puede saborear plenamente una biografía fuera de lo común. Por lo demás, salvo inexplicables errores tipográficos en el índice y alguna mínima cuestión discutible en la traducción -como repetir el viejo error de las ediciones españolas, que hablan de “kanes” mongoles en lugar de janes -aquí, “kanato” de los “avares” (mejor, ávaros) del Cáucaso (p. 702)-, por influencia de la versión inglesa, “khan”. Aunque en ruso se escriba correctamente ханство (transcripto “janstbo”, janstba para nuestro oído”: nuestro janato) y хан, que suena “jan”, como debería siempre escribirse en español: jan. Pero minucias aparte, la empresa de los editores ha sido colosal y de resultados magníficos.

 

Cinco densas partes -por sí mismas, verdaderos libros- comienzan con una primera (pp. 15-178) dedicada a la familia y su entorno, la época de estudiante, sus primeras lecturas serias y la incorporación al ejército del Cáucaso tras su hermano Nikolái, oficial de artillería. En la Segunda Parte (pp. 179-356), además de seguir experiencias vitales que tallaron su alma de forma tan intensa, como la Guerra de Crimea (1853-1856), sus viajes por Europa y su amistad con A. I. Hérzen o Iván S. Turgéniev, las experiencias docentes con sus campesinos y su matrimonio, Sklovski considera obras como Infancia, Los cosacos, Sebastópol o El diablo, aplicando su particular método de analizar el proceso y el entorno de la obra más que describirla. Y leyéndole, nos damos cuenta de que estamos ante algo realmente diferente a las biografías y los estudios literarios al uso. La impresión se fortalece más aún en la Tercera Parte (pp. 357-511), en la que a más de los pensamientos y dudas de Tolstói -atención a la celebérrima noche de Arzamas (pp. 400-402)-, se consideran obras tan especiales como Guerra y paz, El Abecedario o Anna Karénina. En cuanto a ésta, creo que por vez primera un analista destaca algo esencial: la brevedad de sus capítulos y el desarrollo de temas completos y en lugares determinados en cada uno de éstos (p. 467), lo que confiere al relato y sus avatares un carácter único. Ya en la Cuarta Parte (pp. 513-646) asistimos a la vida de Tolstói con Sofía, las viviendas familiares, sus congojas espirituales y remordimientos -la riqueza y las tierras, la propiedad literaria-, el encuentro con Vladímir G. Chertkov o la implicación en la lucha contra la hambruna de 1891. Además, Shklovski aborda consideraciones de enorme interés, como las que dedica a “cómo nacía un libro” (pp. 584-590), precisamente en torno a una de las obras más debatidas de Lev Nikoláyevich, La sonata a Kreutzer: y en fin, somete a un análisis desmenuzado una obra estremecedora: La muerte de Iván Ilich. En fin, en la quinta y última parte (pp. 647-799) considera Shklovski las últimas grandes novelas como Resurrección –“relato del amor, más poderoso que el relato sobre el arrepentimiento” (p. 660) o la trágica aventura de Jadyí Murat. Pero también el paso del tiempo, los cambios y la naturaleza en Moscú o Yásnaya Polyána, su extrañamiento de las clases dominantes de Rusia y su conversión progresiva en figura admirada, polo de atracción de pacifistas y luchadores del mundo, como Gandhi (pp. 723-724). Y con las luchas por la herencia, su huida y muerte, esta obra monumental se cierra en la página 799, dejando en nosotros la sensación que arriba evocaba y a la vez, la certeza de que tenemos en nuestras manos una biografía única. En resumen, una excelente y novedosa biografía.

 

Víctor Shklovski, Lev Tolstói. Traducción, introducción y notas de Galina Lukiánina y José Mª Cañadas, Ediciones Casus-Belli, Madrid 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín María Córdoba

La trinidad venezolana

16 de enero de 2020 09:45:46 CET

 1.      

 

No sé cómo fue que respondí:

–No se preocupe, abogado, puedo viajar.

Realmente estaba harto del trabajo en ese bufete de abogados tras casi un año cumpliendo con todo tipo de encargos para esos que te miran como si estuvieran haciéndote un favor. No me parecía verdad que me pidieran que me fuera de viaje y además solo. Tal vez debería haber prestado más atención. De hecho, el jefe había mencionado:

—Encontramos un pasaje de avión y el hotel –incluye las comidas– ya está pagado por diez días. Allí te explicarán cómo moverte. El traslado desde y hacia el aeropuerto está reservado. Ten mucho cuidado: Caracas es una ciudad peligrosa, no salgas de noche. Este dinero es para gastos pequeños. Nos mantenemos en contacto por Internet.

Pero la misión, aunque fuera muy imprecisa, casi para un detective, me intrigaba:

—Nuestro cliente es muy rico. De hecho, no le interesan los bienes del pariente fallecido, que se peleó con la familia y hacía muchísimo tiempo que no sabían nada de él. Quiere saber qué pasó exactamente, cómo vivía y si dejó descendencia en Venezuela. Es inútil ir a la Embajada. Sólo mandaron el certificado de defunción, que por otro lado consiguieron de casualidad, pero no saben nada más. Giuseppe Foglienzi no era miembro de ningún club italiano, probablemente no le importaba su patria. En este dossier están los pocos datos que tenemos.

Además de saber español, me preguntaba por qué habrían elegido a un recién graduado en Derecho. Ahora lo entiendo. Nadie querría venir aquí y no esperaban ningún resultado. Pero aquel cliente era demasiado importante para negarle ni siquiera un capricho.

—Acuérdate de sacarte selfies en los lugares y con la gente. Solo tenemos que demostrar que lo intentamos. Si puedes descubrir cualquier cosa, tanto mejor.

Desde el aeropuerto de Maiquetía hay una autopista que ha visto mejores tiempos: sube por la montaña, luego la deja a la izquierda, muy verde, bajo un cielo esplendoroso y entra en la ciudad entre filas de edificios altísimos. El taxista me dibuja un panorama bastante aterrador. En el hotel hay guardias armados, me repiten que no puedo por nada salir solo, menos que menos por la noche y que el hotel tiene un piano bar y televisión con canales en todos los idiomas. Por suerte, durante el Erasmus de Barcelona, conocí a un venezolano, Luis Alberto. Él estudió Ciencias Sociales. No es que fuésemos muy unidos, pero de vez en cuando nos escribíamos. Sé que es investigador en una universidad, está casado y tiene un hijo. Luis Alberto me había anticipado la misma información que todos me repiten, pero me dijo que viniera de todas formas, que debo ver Caracas ahora, que se ocupará de mí. No tenía muchas opciones y aquí estoy. Le avisé por WhatsApp y ya está en camino al hotel.

 

2.

Luis Alberto y su esposa Florángela viven en un pequeño apartamento. Está en un gigantesco condominio en ruinas. Sus habitaciones dan la sensación de una mudanza en curso: todo está en cajas, con muebles improvisados, salvo por las paredes –cubiertas de pinturas y dibujos: Florángela es pintora– y por las pilas ordenadas de libros. La cocina también está bien equipada, pero no hay casi nada para comer. O mejor dicho: todo lo que hay es para el niño.

—A Dios gracias los padres de Florángela viven en el campo y a veces nos traen algo. Aquí, si es que encuentras comida, los precios son imposibles. ¡Estamos todos flacos, todos a dieta!

Luis Alberto resuelve mi problema de pagar en un país sin dinero en efectivo al darme su tarjeta de crédito local, pero me advierte que no tiene mucho saldo y le llevará un par de días cambiar mis euros en el mercado negro y depositarlos allí. Con la tarjeta de crédito italiana me aplicarían el tipo de cambio oficial. Infinitamente más bajo que el real, lo publica diariamente la página dolartoday.com y sube de hora en hora.

Fuimos a la dirección que dio Giuseppe Foglienzi en el hospital, pero el número no existe. En las casas cercanas nos dijeron que no lo conocían. Después fuimos directamente al hospital, bastante destartalado, donde un joven médico nos dice que es imposible hacer la búsqueda. En medio de los enormes problemas que tienen no hay suministros y no saben con qué tratar a la gente, enferma por la propagación de las epidemias. Pero luego buscó en unos archivos de la computadora y encontró que Foglienzi llegó al final de su vida y se le expidieron dos certificados de defunción: uno para la embajada italiana –porque lo habían registrado como italiano– y otro para la familia, que lo había retirado. Así que hay una familia que buscar.

Logramos convencer al doctor de que se tome un café con nosotros. Me viene a la mente mi tío: muy izquierdista, quien antes de partir me contó varias cosas sobre Venezuela, así que en la conversación saco la historia de los médicos cubanos que llegaron por solidaridad. Me miran sorprendidos:

—Se fueron, muchos no volvieron a su país, aquí sólo quedan los militares y los espías cubanos. Hasta buenas personas eran algunos, pero los estudios de Medicina en Venezuela no están para nada atrasados. Y como quiera que sea le pagamos a los cubanos con una gran cantidad de barriles de petróleo.

En el camino, de regreso a su casa, Luis Alberto sigue:

—Somos un país colonizado por Cuba: controlan la seguridad nacional, los servicios secretos, las fuerzas especiales. Fidel Castro condicionó y dirigió todos los movimientos de Chávez. Parecía imposible terminar peor que Cuba, pero lo hemos conseguido: ahora estamos peor que ellos tras la caída del Muro de Berlín.

Luego me cuenta sobre sus clases en la universidad: a veces falta el agua o la luz y cada semana algunos de los estudiantes o colegas salen de Venezuela y se van de repente.

—Muchos amigos están en el extranjero, con mejor o peor suerte.

Caracas está hecha polvo, por decir lo menos, se puede entender que en otros tiempos debió ser rica, bella, efervescente de cultura y diversión. Ahora parece una ciudad muy triste, recorrida por gente preocupada y asustada, con largas colas frente a tiendas casi vacías. Analizamos el problema de movernos por la ciudad. Luis Alberto le pregunta a su esposa quién puede llevarme.

—Mi hermana puede hacerlo —responde Florángela.

—¿Tilta? No sé quién es más peligrosa, Caracas o tu hermana.

—¿Conoces a alguien más que vaya a cualquier parte cuando le da la gana? Hablaré con ella.

 

3.

Tilta viste de motociclista. Sobre el casco, un destello dorado. La cara llena de pecas, ojos muy oscuros, pelo corto y rubio claro. Me escruta. Es tan alta como yo.

—No tienes vínculos con Venezuela, es la primera vez que vienes aquí, ¿no?

Y cuando se lo confirmo, acepta:

—Se puede arreglar.

Así que me subo a la silla de su motocicleta de gran cilindrada, de marca imprecisa, probablemente fruto de la combinación de varias motocicletas.

—No hay más piezas de repuesto. Solo funcionan los motores de quienes los saben arreglar. En cambio la gasolina no cuesta nada.

Me muestra que en el río Guaire –un torrente pestilente que atraviesa la ciudad, una cloaca al aire libre– hombres y niños con tamices o con las manos buscan joyas, pero también se conforman con piezas de metal para vender.

—Rebuscan también en la basura, por supuesto, pero ahí no se encuentra casi nada.

Luego sube una colina desde donde se puede ver la inmensa ciudad de edificios y favelas extendidas sobre el valle a 900 metros. Le digo que me gustaría buscar la tumba de Giuseppe Foglienzi y le pregunto si sabe dónde podría preguntar.

Sacude la cabeza:

—Déjamelo a mí. ¿Tienes la tarjeta de crédito de mi cuñado? Bueno, vamos a comprar harina.

Descendemos por una bajada a una velocidad poco recomendable y –saltando sobre parterres e islas de tráfico– acabamos en una zona de barracas detrás de un paso elevado. Allí Tilta entra en un patio, regatea un poco con un bachaquero –un comerciante de productos del mercado negro– y mete en las alforjas de la motocicleta varios paquetes de harina de maíz precocida marca Pan.

—Es para las arepas y las empanadas. Ya las probaste, ¿verdad?

Como no las conozco, me lleva a probar estas frituras y focaccinas rellenas.

Luego, con moto y todo, entramos al Cementerio General del Sur. Tilta va directo a un grupo de personas. Podrían ser sepultureros, a juzgar por las palas y otras herramientas, aunque tienen unas caras poco recomendables. Negocia la búsqueda de la tumba de Giuseppe Foglienzi, enterrado hace poco. Promete primero dos paquetes de harina, luego llega a tres. Nos hacemos a un lado y esperamos a que la encuentren.

—Es el cementerio más grande de Caracas, no está lejos del hospital que dijiste, los traen después aquí cuando están apurados, pues ni controles hay.

En ese momento me doy la vuelta y capto algo muy extraño: los monumentos funerarios están casi todos rotos, varias fosas están abiertas, pueden verse escombros y restos de ataúdes alrededor de nosotros. Caminamos entre las sepulturas y es así en todas partes: hay hasta huesos dispersos.

—Abren las tumbas en busca de objetos preciosos, o el oro de los dientes y anillos, o quizás incluso para rituales de brujería... el cráneo porque piensa y el fémur porque camina... Es una lástima a lo que nos han reducido... imagínate, hasta la tumba de Rómulo Gallegos la profanaron...—comenta Tilta.

Nos llaman y juran que nos llevarán a los restos de Giuseppe Foglienzi. Vamos en motocicleta y no soltamos la harina hasta que veamos la lápida. Está, en efecto, en una esquina apartada. Es muy sencilla: el nombre y las fechas. Pero está intacta.

—Saben que los que mueren ahora no llevan nada consigo. Así que las muertes recientes valen menos.

Me arrodillo, acaricio la escritura y dedico un pensamiento al desconocido que me mandaron a buscar. Soy demasiado torpe para decir una oración, pero hago como si lo hiciera. Luego tomo varias fotos con mi teléfono móvil y hago un mapa del lugar, anotando todo lo que pueda servir para volver a encontrar la tumba.

—¿Por qué dices que tuvieron que enterrarlo rápidamente? —le pregunto a Tilta.

—Porque me parece que tu difunto no era de Caracas.

 

4.   

Luis Alberto me lleva a visitar el Centro Histórico, donde está la casa natal del Libertador. Un puesto embanderado vende discos de Chávez cantando canciones tradicionales. En la tapa: el “comandante eterno” a caballo, como un auténtico llanero, sonriente y vencedor.

No sé si comprarle un disco a mi tío.

Luis Alberto me explica algo más:

—Al principio, Chávez, indudablemente, tenía carisma para los venezolanos. Pero luego identificó el socialismo con el estatismo, nacionalizó sin ton ni son y le entregó las empresas a corruptos incompetentes, por no mencionar el militarismo y la impunidad general, puesto que el Poder Judicial está en manos de los chavistas. Pero el colapso final vino con Maduro. Hoy solo una minoría apoya al gobierno, ese apoyo lo obtienen por coerción en el caso de los trabajadores estatales, o por chantaje, te dan bolsas de comida sólo si tienes el carnet de la patria, que te define como oficialista. El aparato militar y la policía, además de reprimir, está involucrado en redes de asuntos ilícitos. Maduro permite a la alta dirección del Ejército enriquecerse descaradamente con el mercado negro y los sobornos a las importaciones, pero también con una empresa militar específica para la explotación ilimitada de la riqueza mineral del subsuelo. La apertura de nuevos territorios a las multinacionales provocará un genocidio de los nativos y destruirá el medio ambiente. Ya ahora buena parte de Venezuela, sobre todo el sur –los estados Amazonas, Guárico, Apure, Bolívar y Delta Amacuro– está en manos de delincuentes, mafiosos, narcotraficantes, irregulares armados, guerrilleros colombianos y paramilitares.

Más tarde regreso al sillín trasero de Tilta: cruzamos la ciudad a una velocidad vertiginosa, haciendo un espeluznante eslalon entre los automóviles y entramos en Petare (al extremo este de la ciudad): pequeñas casas de ladrillo, a veces reducidas a bloques de cemento, madera, plástico, todo apilado entre la mugre. Con la moto, Tilta se desliza por senderos y sube escalones, al final entra en un garaje improvisado. Lo cierra inmediatamente con un candado. Bajamos y tomamos un sendero muy estrecho entre indefinibles tufos húmedos y miserables. Llegamos a una sala donde nos espera Gelson sentado frente a un altar con muchas estatuillas de cerámica que representan santas coquetas, bronceados indígenas con arcos y flechas, madonas, generales, negros con machetes, niñitos Jesús... también hay un tipo con bata de médico, un piel roja y un vikingo barbudo. Una gran vela azul arde. Gelson me hace sentarme, me ofrece un cigarro –lo enciendo por cortesía– y un vaso de licor. Es muy fuerte y seco, huele a hierba o a madera macerada, tiene un vago toque de tequila.

—Es cocuy, un destilado de agave, un poco menos de 50° —dice Tilta.

Veo a Gelson mirándome a través del humo de su cigarro. Para romper el hielo, utilizo las sugerencias de mi tío y pregunto si la vida en esos barrios pobres ha mejorado con el chavismo.

—De vez en cuando ha llegado algo de asistencia social y mucha retórica. Pero también han armado y protegido a los colectivos. Son unas bandas que ahora actúan por su cuenta. La diosa dijo muy pronto que Chávez estaba engañando al pueblo. Al principio, en la Corte Libertadora, junto a Simón Bolívar, Antonio José de Sucre, Rafael Urdaneta y Rómulo Betancourt, estaba su retrato, pero lo quitaron. La población ahora está hambrienta y sedienta. Falta todo, incluso medicamentos y los servicios públicos más básicos. Nadie cree en el gobierno, lleno de gente corrupta, que además envía periódicamente a la policía para reprimir a los que tienen el valor de protestar. Aquí los niños dejan la escuela para convertirse en carteristas o narcotraficantes...

Pregunto quién es la diosa.

—Ella, la reina, María Lionza —dice Tilta, señalándola.

En el centro del altar la estatuilla más grande representa a una mujer morena; semidesnuda, cubierta sólo por un velo celeste, coronada y montada en una danta, levanta en alto algo.

—Es un hueso pélvico femenino. A su lado están el Indio Guaicaipuro y el Negro Felipe. Juntos forman la Trinidad venezolana. Ellos son los Tres Poderes.

Tilta intercambia una mirada con Gelson y añade:

—Tú tienes que encontrar la pista de tu italiano. Nosotros queremos hacerle unas preguntas a la diosa. Tú puedes ser el intermediario y todos tendremos las respuestas que buscamos.

Esa noche la motociclista burla a la guardia del hotel y –comiéndose un semáforo tras otro– me lleva por avenidas casi desiertas. Luego frena frente a una librería en la Plaza Altamira.  

—Esta es la resistencia. Salen aunque no se pueda, aunque sólo hayan cenado una sopa. Esta noche celebran a un escritor especial, José Balza. Le han publicado una colección de cuentos. Él nos enseñó a leer, escribir, escuchar música y ver películas. Ven, entremos.

Tilta saluda a todos y sonríe feliz. Es muy bonita cuando sonríe. La acera frente a la librería está iluminada por cientos de velas multicolores. La gente conversa en la calle, con un libro o un vaso en la mano, en un desafío para recuperar centímetro a centímetro la noche de Caracas.

 

5.     

Me encuentro con un correo electrónico del bufete: agradecen las fotos del cementerio y me envían la dirección de un empresario venezolano que recordaron. Dicen que está muy conectado –metido en todas partes– y podría serme útil. Pero Tilta se niega a llevarme allí, juzgándolo como un espantoso bolichico, es decir, un exponente de la burguesía bolivariana desenfrenada nacida con el chavismo, y tengo que ir en taxi. El edificio es gris y está muy bien custodiado: hay un ascensor que sólo conduce a las plantas superiores, donde se encuentra la oficina financiera. Sigo al guardia armado que me acompaña a través de un laberinto de pasillos y habitaciones con puertas abiertas. En una hay un tipo durmiendo, en otra los soldados están jugando dominó y otra más está llena de paquetes. Luego llegan las secretarias y finalmente la sala de espera frente a la oficina del jefe, custodiada por un ujier. Iván Gabriel me recibe de lo más cordial. Es lo contrario de lo que esperaba: joven, robusto, unos años mayor que yo, vestido casualmente (casi modesto), la energía le sale por todos los poros. Detrás del escritorio hay tres grandes retratos: un Bolívar casi mulato, Chávez con el puño en alto y el Che Guevara pescando. Aquí sí que las fórmulas de mi tío pueden serme útiles. Me pregunta cómo me pareció Caracas. Por supuesto que no le digo. Al contrario: le suelto lo de las dificultades de un país sometido a la guerra económica por el Imperio. Pero me corta en seco:

—Es apenas un período. Hacemos y haremos buenos negocios con todos, hasta con los Estados Unidos.

Le doy la información que tengo sobre Giuseppe Foglienzi y le pido en nombre de la empresa que rastree a la familia. Llama a un colaborador y le pasa la tarea. Más allá de las ventanas de la oficina se puede ver el valle de Caracas, la gran montaña, el cielo cubierto de nubes blancas.

—Vas a conocer esta ciudad. Haré que te recojan en el hotel hacia las siete.

Otro que no tiene miedo de salir por la noche.

La lujosa Hummer en la que se mueve Iván Gabriel tiene un equipo de discoteca y suena Guaco, la “Súper Banda de Venezuela”. Esta “todo terreno” es precedida y seguida por dos carros llenos de guardaespaldas. Iván Gabriel me presenta a su novia, una delicada chica envuelta en sedas vaporosas. También él está bien vestido. Cenamos en la urbanización Las Mercedes, en un restaurante de carnes –especializado en asado a la llanera– con finos vinos argentinos y chilenos. Hay de todo y más. Y se nota más aún en el contexto de la carestía. Iván Gabriel es muy simpático, bromea sobre cualquier cosa, hasta sobre Maduro, a quién no le ahorra ni una burla. Hace reír hasta a su etérea novia. Luego vamos a un bar de moda con música bailable e Iván Gabriel me lleva aparte y me pide un favor: debo seguirle el juego y confirmar que al día siguiente tenemos que salir de Caracas juntos por negocios confidenciales, volveremos al día siguiente. La novia es de la altísima sociedad y el proyecto personal de Iván Gabriel no la incluye. No me gusta mentir, ¿pero puedo decirle que no?

Nuestra caravana blindada recorre la ciudad fantasmagórica, llevamos a la novia a casa y cuando estamos solos Iván Gabriel saca un pendrive y me muestra en la pantalla interior de la Hummer su “proyecto personal”: una morena muy grande, que parece salir de un cómic escabroso, retratada con un bikini microscópico. Confortado por la perspectiva de tal compañía, me concede con generosidad que le pregunte qué quiero. Y yo, con mi inefable carota, le digo que siento no poder moverme por el país y que he oído hablar tanto del Parque Nacional Canaima, la gran indicación turística de mi tío.

—Claro —dice sin pestañear—, si ahí están las fuentes del Caroní, el río que nos da electricidad. Tienes suerte, realmente tengo que enviar a uno de los míos para que considere comprar una casa de campo y un pedazo de tierra. Ahora no hay casi turismo ya, pero volverá y hay que estar preparado. Puedes ir con él. En un vuelo regular hasta Puerto Ordaz y luego en una avioneta.

Es una locura, pero en realidad dos días después llego a Canaima, al pie del Macizo Guayanés. El pequeño aeropuerto está medio vacío. Dicen que solo vienen algunos en los fines de semana. Pero en cuanto se llega al borde de la laguna el espectáculo es imponente y suave al mismo tiempo: el rugido de las gigantescas cascadas del río Carrao, las aguas oscuras y espumosas, la selva fluvial, a lo lejos los tepuyes ­–montañas de cima plana– con las finas y muy altas cascadas que descienden a lo largo de sus paredes rocosas, las palmeras que germinan en el agua, los arcoíris entre las salpicaduras y las nubes. Wilmar, representante de Iván Gabriel, pide mi opinión sobre el hotel ecológico, que me parece magnífico, a pesar del descuido, con ese increíble paisaje frente a él. Busco un guía con canoa, pero me dicen que falta gasolina. ¿Cómo es posible, si Venezuela tiene las mayores reservas de petróleo del mundo? Parece que llega poca y va a parar a las minas de oro ilegales. Al final, gracias a Wilmar, conseguimos algunos bidones. Salgo de Ucaima y me quedo fuera todo el día, alrededor del Auyantepui. Por la noche estoy rendido, pero aún no me recupero de la maravilla. El único lugar abierto es una cabaña con un grupo de rusos gritando, bebiendo y cantando. Es el único ruido bajo las estrellas sin fin. Salimos al día siguiente muy temprano en el avión.

 

6.     

Hay unos 350 kilómetros para llegar desde Caracas al estado Yaracuy, en la montaña de Sorte, el palacio natural de María Lionza. Los caminos son buenos y no dan miedo, pero Tilta corre como un demonio y adelanta a todo el mundo. Por suerte cada tanto nos detenemos. Entonces puedo preguntarle sobre el ritual.

—El hermano Gelson dice que puedes servir, pareces el tipo justo. Necesita una persona de afuera de Venezuela y extraña al culto. Te vamos a velar mientras duermes. No te preocupes, no correrás ningún riesgo.

—¿Pero tú crees en eso?

—Yo no creo en nada —me contesta con una mueca—. Vamos a entendernos: Chávez era supersticioso, con él se puso de moda la santería cubana, su tumba es un destino de peregrinación. Pero quiero que la dictadura termine y si la diosa habla, eso ayudará. Que una cosa quede clara: la diosa es sólo luz y bondad. No tiene nada que ver con la brujería.

—Háblame de María Lionza.

—Viene de la madre indígena del agua y de la selva, la Yara, pero es un culto sincrético, es también la anaconda, Yemayá, la Virgen María y quién sabe qué más. La onza que la protege es el yaguarondi, un felino salvaje. La pintan a horcajadas sobre una danta, es decir, un tapir. Guaicaipuro fue un cacique de la resistencia indígena contra los conquistadores, Felipe un negro antiesclavista rebelde del siglo XVI. Creo que simbolizan las razas que se han mezclado en los venezolanos. Luego están las Cortes de Espíritus que los acompañan, pero es una larga historia.

Por fin llegamos a la montaña de Sorte. Encontramos altares bajo cortinas y marquesinas y también en mampostería. Hay una colorida explosión de estatuas, bustos e imágenes, como las que vi en Petare, con velas multicolores encendidas, ofrendas de flores y frutas. Cruzamos un río y encontramos al grupo de Gelson esperándonos. Allí dejamos la motocicleta y subimos la selva, hacia el portal sagrado, en una fuente, en medio de la espesura del monte. Nos encontramos con pequeñas casas de metal y madera, tan grandes como colmenas, con imágenes en su interior –y otras estatuas al pie de grandes árboles– y dibujos realizados con ceniza o yeso en los espacios abiertos del suelo. Cuando llegamos al lugar elegido, esperamos a que llegara la noche fumando puros y bebiendo cocuy. Los fieles cantan canciones acompañados por una guitarra. Al caer la luz dibujan una gran figura en el suelo con talco blanco y me hacen acostar dentro de ella, rodeándome con velas encendidas.

—Es la capilla magnética, o sea, el oráculo desde donde le vas a prestar tu voz a la diosa —dijo Tilta—. No hay nada que me preocupe. Rellenan con pétalos de flores y semillas algunos espacios donde las líneas del dibujo se cruzan.

Tilta me dio un té de hierbas mezclado con cocuy. Luego me recita susurrando, como una nana, los nombres de los espíritus de las Cortes de la Reina, empezando por la indígena:

—Urimare, Yoraco, Cayaurima, Naiguatá, Tamanaco, Sorocaima, Baruta, Churuguara, Terepaima, Arichuna, Tiuna, Paramaconi, Barquisimeto, Guaicamacuto, Jirajara, Maracay, Catia, Nurachí, Coromoto, Guaicamacuare, Yarúa, Arichuna, Paramacay…

La oigo y no la oigo, pero la veo sonreír y es muy bonita cuando sonríe. También hay una Corte de los Juanes:

—Don Juan del Tabaco, Don Juan de los Caminos, Don Juan de las Aguas, Don Juan de los Suspiros, Don Juan de los Cuatro Vientos, Don Juan del Amor, Don Juan del Desespero, Don Juan de los Encantos, Don Juan de la Luz, Don Juan del Dinero, Don Juan del Borracho, Don Juan de los Tesoros...

Y con esta letanía en la boca, me quedo dormido.

Me despierto en medio de la noche fresca y suenan muchos tambores alrededor, salidos de quién sabe dónde. Estoy en una hamaca amarrada entre dos árboles. Veo, no muy lejos, la figura dibujada en el suelo donde yo estaba, todavía llena de velas y ahora también de botellas y frutas. Bajo y me encuentro ante Tilta.

—¿Cómo fue todo? —le pregunto.

—Maravilloso. Hablaste, la familia de tu italiano difunto está en Juan Griego, en la isla de Margarita, en la costa del Caribe. Te llevará a ellos el padre Tiburcio, en el santuario de la Virgen del Valle.

—Caray, no será fácil llegar allí...

—¿Por qué? Tu amigo bolichico te encontrará un pasaje de avión.

—¿Y qué hay de ti?

—Te lo resumo, porque no te interesa el resto, el régimen caerá y será doloroso. Maduro debe asumir su segundo mandato en enero del año que viene, ahora sabemos que no lo completará.

 

7.       

De Iván Gabriel me llega la noticia de que el único rastro de Giuseppe Foglienzi es una pizzería de su propiedad en la localidad margariteña de Juan Griego. Parece que estoy destinado a excursiones muy rápidas en mis días venezolanos. En el santuario de la Virgen del Valle encuentro al Padre Tiburcio. Viejo y casi sordo, recuerda bien a Giuseppe. Sabe que ha fallecido y me da una dirección. Así me topo frente a Migdalia y a su hijo. No es fácil superar sus recelos, pero me esfuerzo y al final confían en mí. Giuseppe tuvo un infarto fulminante en Caracas, donde habían ido a acompañar a su otro hijo, que se marchaba a vivir al extranjero. La pizzería ahora está a nombre de sus hijos: llevan su apellido, pero tuvieron que cerrarla por la crisis. Foglienzi no quería saber nada de Italia, no tenía ningún vínculo allí. Pero ella había preparado una carpeta con algunas hojas en italiano. Echo un vistazo: cartas, documentos antiguos y algunas fotos descoloridas.

—Era para Italia, en caso de que alguien apareciera, así que puedes llevársela.

Es mucho más de lo que esperaba. Les aseguro que nadie los molestará. Y no me hago un selfie con ellos. De hecho, lo decido inmediatamente: no diré que los conocí. La casa es bonita, desde las ventanas se puede ver el mar. Sus rostros también son serenos. Les cuento que vi la tumba de Giuseppe en Caracas.

—Esa fue una formalidad. Lo incineramos y esparcimos sus cenizas aquí en el mar abierto.

Juan Griego es una hermosa bahía con lagunas y una fortaleza y montañas al fondo –en la parte norte de la isla– cerca de hermosas playas. No será difícil recuperarse cuando los turistas regresen. Quizás el otro hijo emigrante regrese también para dirigir la pizzería.

Vuelvo rápidamente a la capital porque se me acabó el tiempo. Luis Alberto y Florángela están muy contentos de que haya cumplido mi misión y sobre todo de que no me haya topado con ningún malandro, los famosos criminales locales. Hasta el niño agita las manos y grita de alegría. Bien, si es así, quiere decir que hay algún futuro. Tilta aparece en el último momento. Bloquea el taxi con su motocicleta para darme una botella de cocuy artesanal.

–El año que viene habrá una celebración. Así que tal vez la próxima vez no invites a las chicas a un cementerio.

Ni siquiera se quita el casco, que tiene la visera baja. Pero sé que sonríe.

 

 

 

Nota: El relato, escrito en 2018, se publicó en italiano en la revista “Limes” n.3 de 2019. Ha sido traducido por dos venezolanos: Sandra Caula, que vive en España, y otro que, por vivir en Venezuela, prefiere quedar en el anonimato.

Escrito en Sólo Digital Turia por Danilo Manera

Con el simbólico título de Habitable, espacio que  los versos llenan y referencia  ineludible a su primera poética de trasfondo juanramoniano (tanto en el juego de la intertextualidad como en la concepción de la obra work in progress), se presenta esta antología cuidada y esclarecedora  del profesor José Teruel, publicada por la editorial Renacimiento, que recoge composiciones que van desde su inicial Celda verde (1971) hasta su reciente Retirada (2018), junto a inéditos de un poemario titulado Aire donde estuvo una casa , que alude irremisiblemente a lo que fue aquella celda juvenil de una poetisa que da sus primeros pasos bajo las imágenes de lo familiar y la naturaleza.

 

Habitable es el universo poético, habitáculo o residencia de salvación por la poesía donde se unen vida y literatura, para luego, en esa reflexión sobre ese espacio emotivo de la creación (el poema dentro del poema como mundo y organismo vivo) se llegue a una etapa de cuestionamiento de la literatura misma, pasando por la insatisfacción, la negación y el vació (No escribir y Dulce nadie), hasta alcanzar el desafío metapoético, la autocrítica y el asedio a los límites del lenguaje, caracterizados éstos por la dialéctica que supone la libertad creativa y la constante meditación sobre la escritura desde la otredad  (esa experiencia de poetisa “ex-céntrica” del discurso moderno imbuido en su visión unitaria del poema) que amaga desconfianza y pulsión de muerte, buen ejemplo es esa “retirada” de su última publicación, que es en sí un alejamiento de todo lo creado para indagar en algo más puro, constatable en poemas inéditos como “Aire” o “Es lo invisible ya”, que nos acercan aquella desnudez de perfección juanramoniana, o mejor, a la transparencia del grado zero barthiano. 

 

Caracterizada pues su poesía por el constante cuestionamiento y exploración de la labor poética que abarcan sus sucesivas estéticas (Habitable, Tendido verso, Tiempo y espacio de emoción …) se inicia la antología con composiciones pertenecientes a Celda Verde que profundizan en el recuerdo pasado y la infancia como libertad, por ejemplo “Años de internado” o “Niñez ayer”, mientras en “El  verso” aparece la poesía en diálogo consigo misma y como conocimiento.

 

La preocupación metapoética por el proceso de la escritura -que recorre su obra- está presente ya en “En esta noche, salvándome” que pertenece a Lugar común (1971), poemario con el que ganó el Premio Adonais en 1970, toda una letanía existencial en conversación con los elementos de la naturaleza (la luz, el viento, la noche…) y con los recuerdos de la niñez que llevan a ver la palabra y el poema como un ser vivo consciente que la escritura crea siempre un poso de melancolía por su finitud:

 

Ah, la palabra, qué miedo me da de su constancia en mí,

de su alboroto que me llega y son lugares

en su pompa de vida,

lágrimas sueltas ahora mismo, en formación,

creciéndome,

grandes manchas de poemas y matarlos

es morir más acá de la muerte misma

sin destierro posible y sin ojos.  (pp.44-45)

 

Esta misma tensión metapoética aparece referenciada en la imagen de El barco de agua, obra de 1974 y cuyo poema seleccionado bajo el mismo título trata el tema de la penetración en la escritura, vista como juego de espejos y pozo “que nos mira desde arriba”, para en “Contra moda”, perteneciente a Pasión inédita (1990), se exponga una poética que choca con los dictámenes al uso del neorrealismo y la poesía de la experiencia de finales de siglo, de la mano de la autocrítica y preocupación semiótica (temas afines a la Generación del 70 a la que pertenece), análisis que hace que su estética se encamine cada vez más hacia una reflexión sobre el discurso literario: toma de conciencia sobre la diversidad de sentidos que es la poesía, la libertad creativa y la profundización en la vida bajo disquisiciones artísticas (mi ambición sagrada / materia es el alma / libertad en los versos p.68), que tras la inflexión de Dulce nadie (2008), poemario necesario en su trayectoria para que en soledad rilkeana la autora medite sobre la depuración de la obra y su urgente revisión, su labor adquiera cierto misticismo que alcanzará en Cuatro Poéticas (2011) su punto álgido, a la vez que presenta cierto tono combativo; así, en composiciones como “Y de todo habrá” aparece la idea de la poesía como libertad total bajo la experiencia de lo humano, porque ese espacio habitable -que se confunde con la obra misma y su reinterpretación constante- ofrece una ausencia de límites, es huida de la estabilidad y de la permanencia inherente al objeto artístico, para sobrepasar ese discurso cerrado hacia un universo sin dominios, pues habitar es ir perdiendo el rumbo en busca de la libertad imaginativa, donde la poetisa trae cerezas del océano vegetativo porque no hay barreras, parte de cero y se abre a infinitas posibilidades; son otros lugares no marcados por otras poéticas contemporáneas, de la cual la autora se destierra para ir profundizando en la vertiente existencial, como expone en “Poema del exilio voluntario”, toda una fe de vida en la desposesión y desvinculación de otras concepciones poéticas, idea critica que presenta mediante interrogaciones retóricas, pues. “¿Quién puede vencer lo humano?”, o “ ¿Y qué verbo será perecedero / en la laguna hollada / si va mirando despacio / su molécula? “, hasta llegar al diálogo con el propio poema, ese que con tono imprecatorio se identifica con su exilio; intención de reproche hacia estéticas de la vacía cotidianeidad, de la deshumanización objetiva que conlleva el juicio de creación como suma, tema que expone en la magnífica composición “Poema de cuando estudio matemáticas bellas” bajo la irónica metáfora de la cantidad, o aquel piar armónico de tantos cantos poéticos, pues el operador es neutro y lo importante es la calidad.

 

De Tendido verso (1986) destacan poemas como “Puedo esta noche” que presenta ecos intertextuales al Neruda de la canción desesperada, pero que en Canelo se trastoca en crítica hacia esa lírica neorromántica que cae en la desolación y hacia la poesía pura de verso medido pero insustancial,  todo bajo imágenes de un escritor que medita sobre la palabra, la personificación de la escritura -“animal que enseña los dientes ocultos para que una mano sepa contarlos de blancura extrema” (p. 98)- y la toma de distanciamiento necesaria para componer y así, desde lo lejano, cercar lo ilimitado.

 

Estos temas sobre el cuestionamiento de la creación literaria centran también “Tendido verso”, donde se censura el poema unitario de perfección finita (roca que abunda en la calle) en pos de un espacio intacto e infinito que tiene en la luz o el camino su metafórica representación. Las alusiones intertextuales que nos remiten a maestros de la literatura y el uso del juego metapoético están presentes en “Querido libro” y “Moguer”, donde la autora se sumerge en la realidad que las palabras encarnan, entonces el libro es ya el sol o las nubes del pueblo gaditano, mientras intenta no caer en tópicos superfluos, porque la realidad poética es múltiple e ilimitada; de este modo, sobrepasando las palabras y negando la escritura llegamos a los poemas de No escribir (1999), que corresponderían a su tercera poética. Aquí vemos como ausencia y negación definen la Literatura, mediante una tensión paradójica que implica una nueva valoración del hecho literario, muestra de esa estética de la postmodernidad que se caracteriza por la apertura y la discontinuidad. “No escribir” es no participar de ese acto creativo tradicional para nacer a otro ámbito más amplio de la realidad que se expande libremente y, sobre todo,  tiene conciencia de ello: ese vivir hacia dentro, porque la poetisa prefirió “olvidar palabra, instinto, oración, cauce que iba a devorarme”, por una mística realidad total, ya no se trata de extractar el paraíso, como hacen tantas poéticas, sino de:

vivir sin otra ambición

que el paisaje interior

y su conjunto,

como este viento circular de hiedra

en el altar de una soledad perfecta (p. 110)

 

desde esta perspectiva, aparece la autocrítica y la evocación de su pasado bajo el tono confidencial y la máscara del otro en el magnífico “Una mujer escribe su primer libro de versos y me lo envía”, tema de la experiencia de lo que ha sido el propio quehacer poético, correlato de vida y ficción, pero también alegato a cantar desde otras estéticas, ese “entra en otra espuela del vivir” que le aconseja a la joven, aunque sabe que ella no le escuchará, porque ha caído fascinada por esos “insectos grandes” que nos evocan aquella  verbosidad retórica del imaginario romántico. El camino elegido es hacia la “Depuración”, como expone en esta composición perteneciente a Todo lo no amado (2011), toda una catarsis de purificación donde creación poética implica una situación pushkiana de sufrimiento y destierro, bajo el espejo metapoético de la lectura que es el espacio en que coinciden autor y lector, partícipe éste también del acto de la composición: “Tú”, bajo las imágenes del espejo y el agua que son los versos donde se refleja y muere ese poeta/lector Narciso.

 

Con los poemas de Oeste (2013) y Retirada (2018) se entra en una prosa poética en que el fluir de la conciencia se abre hacia la digresión. Libros juanramonianos en lo que a la revisión y autocrítica de la obra en marcha significan, pero también estéticamente en el uso de una lírica emocional cercana al maestro de Espacio, estilo definido por ese fluir en libertad de la conciencia anímica, donde asoman preocupaciones existenciales sobre el devenir o la creación, pero desde su posición solitaria en la naturaleza -o exiliada del mundanal ruido- siente el latido de lo cercano que abre la puerta a la reflexión, se trata de poemas como “Coros”, en que se vislumbra el reproche a ese “croar de cultura superpuesta”, de “Madera”, donde se profundiza en la labor creativa, idea que también aparece en “Ese charco” bajo la experiencia atenta al más mínimo detalle de la realidad y, sobre todo,  del poema “El fruto”, una composición magistral, metáfora sobre el artefacto poético y su imitación de la realidad. Esta vertiente más reflexiva y melancólica por su carga desolada y crítica sigue en Retirada (2018), bagaje de vida y escritura: “Esta línea puede existir si se entrega a la confesión…”, aquí se augura el vacío y la desposesión como acercamiento a la verdad del poema, vía casi mística de sufrimiento para llegar al conocimiento en su inefabilidad, como señala en “Tantas veces la escritura se vacía…” de la mano de símbolos de la existencia como el árbol o el camino, para concluir en la imposibilidad de captar la realidad y su sentido, pues la vida es como una ráfaga breve.

 

Con su siguiente obra todavía inédita, Aire donde estuvo una casa, de tintes rosalianos, nuestra poetisa muestra como la escritura sigue siendo un ancla de fe frente a la nada, mediante el símbolo de la casa -tan presente desde sus inicios poéticos-, imagen de refugio rilkeano. Este espacio habitable sigue siendo un baluarte de creación, parangón de lo que son las obras, como en “Cuadrado mío esta noche”,  pero aparece también ya derrumbándose en “¿Qué haces fiel a lo perdido…”, donde el habitáculo que fue su universo creativo desaparece y está ya sólo en la memoria. La escritura permanece en el “Aire”, “Es lo invisible ya”, como señala en el poema del mismo título, pues se deriva hacia la inaprensibilidad del hecho poético, inefabilidad que conduce a lo místico, a lo eterno.  Y en esa esfera etérea coloca Pureza la poesía, pues como señala en “Escribir sin mano también”, en un acto de desposesión de esa “manifestación” del ser que es lo escrito: El Aire puede cambiar de esfera y no se rompe jamás, así el destino del que vive plegado a él, nada puede hacerle frente en la noche de los tiempos (p.159).

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Francisco Ruiz Soriano

La hondura de Harold Bloom, sus luces y sombras

28 de noviembre de 2019 13:31:12 CET

   Pocos críticos han mirado la obra de Shakespeare con la hondura del recientemente fallecido Harold Bloom, su obra se ilumina como un destello en el infinito panorama de críticos que han asolado el panorama de la literatura contemporánea.

  Bloom ha sido un gran profesor, pero también ha sabido mirar a través del Canon Occidental la obra de muchos de los grandes: Dante, Tolstoi, Montaigne, Moliere, Whitman, Milton, Joyce o Virginia Woolf. Era Bloom un pensador que enriquecía, como un creador, con sus opiniones el texto, haciendo que la semblanza de muchos de los estudiados cobrará nueva resonancia, precisamente por venir de su mano.

  Por decirlo de otro modo, miraba con la hondura del humanista que perpetra a través de sus opiniones un nuevo magisterio, haciendo que el lector quede atrapado en esa senda, es decir, que vaya a los grandes novelistas con ojos nuevos, entrenados.

    Para Bloom, Shakespeare y Dante están en el centro del canón, cito al crítico:

“Shakespeare y Dante son el centro del canon porque superan a todos los demás escritores occidentales en agudeza cognitiva, energía lingüística y poder de invención”.

   Es sin duda alguna esta apreciación una apuesta arriesgada, porque deja fuera o al margen el poder impresionante de Cervantes en su Quijote para inventar personajes que cobran vida y que tienen un psicologismo indudable, tanto es así que la novela abre la senda de la narrativa moderna porque la invención de estos personajes se convierte en universal, pero también deja fuera a otros, que han generado espacios de gran agudeza cognitiva, como Dostoievski o Tolstoi, sin olvidar a Thomas Mann y la grandeza de sus propuestas en novelas inmensas como La montaña mágica.

    En mi opinión, Bloom acierta en parte, abre una senda, porque es difícil emular a Shakespeare, tan hondo que traspasa cualquier apreciación, en sus obras cabe toda la dimensión humana, esa capacidad de ver  todos los espejos que tiene un ser humano, logrando personajes que son diseccionados en múltiples matices: Hamlet, Otelo, Macbeth. Lo que Bloom simplifica es precisamente lo que hace al canon un artificio dudoso, no podemos entrar en un ejercicio de protagonismos, sin entrar en lo que es meramente opinión. Es, sin duda, una opinión muy bien argumentada, pero opinión al fin y al cabo.

    La opinión de Bloom sobre Dante también es cuestionable, Dante era un transgresor, su Divina Comedia es un lúcido artificio sobre el ser humano, convertido en un mosaico de diferentes voces que resuenan en el eco de un silencio. Dante es el espejo de una época, donde la metáfora todavía no es un recurso literario pero que cobra en el italiano una fuerza impresionante, de ahí al símbolo hay un paso.

   Bloom es, sin duda alguna, un entomólogo que busca, bucea y disecciona, pero deja de lado miradas, ecos como los que produce la literatura de D.H. Lawrence, imaginativa y sensual, apenas cita a los españoles en el Canon, sin tener en cuenta a Baroja, Galdós o tantos otros, que han dado al idioma no solo perfiles, sino también retratos poderosos, que siguen vigentes en nuestro tiempo.

  En mi opinión, Bloom se centra demasiado en Shakespeare, un artista de la palabra y un jugador aventajado del idioma, pero olvida el vuelo de escritores que han abierto brechas a la narrativa como Malcolm Lowry o el citado Lawrence.

   Es consciente el gran crítico de la fuerza de una Virgina Woolf o de George Eliot, pero deja en ese canon la mirada de muchas escritoras americanas que son de un prodigio verbal inusitado como Carson McCullers. La voz de la española Emilia Pardo Bazán para explicar el naturalismo en Los pazos de Ulloa es olvidada porque Bloom se centra en el mundo anglosajón principalmente. Se agradece que cite a Whitman y lo analice, con esa capacidad de ver en Hojas de Hierba un canto a la libertad que pocas veces se ha dado en la literatura.

   Concluyo con esta idea: Bloom abre polémicas, enciende discusiones y plantea nuevos prismas donde mirar la literatura, es esencial su legado porque podemos no estar de acuerdo, pero da a la crítica razones apasionadas (era muy conocido por su prodigiosa memoria para recitar en sus excelentes clases a los grandes). Muere un hombre de gran estatura que, de alguna forma, aunque haya dialogado con unos más que con otros, conoció y vivió el amor por los libros como un legado universal.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

La canción de la muerte de lo oculto

28 de noviembre de 2019 13:24:24 CET

Rascayú, canción que abordaba el tema de la novia enterrada y que el franquismo censuró pensando en alusiones veladas al régimen, contiene una letra que anuncia a modo de romance, como en el caballero de Olmedo, el destino trágico de una villa sombría, esperpéntica. Es el leitmotiv que estructura el paralelismo paródico de la muerte que se conecta con numerosas obras literarias, estilos y géneros que el autor hace suyos con un eclecticismo que es capaz de generar un mundo literario real en su extrañeza, cercano en su onirismo, trágico en su comicidad. Hay un carácter casi de parábola que encubre en su deformación expresionista una acerada revisión de nuestras comunidades, su violencia, odio y oscuridad, abordado desde una ironía que alcanza el relato de todo lo que la comunidad calla y forma parte de una realidad oscura cercana y “semi-conocida”, aunque silenciada por el poder del miedo de quienes sucumben a este. Hay una distancia sarcástica presente en acotaciones en las que la voz del narrador interpela tanto al autor como a los personajes, lo que recrea un interesante juego de realidad y ficción en los que el puente del Myse en abyme entre ambas permite comunicar ambas perspectivas en una sola mirada.

Hay algo que acerca la narración al realismo mágico en la inserción de lo fantástico en lo más cotidiano. Así aparecen personajes como Mulhacén que relata con normalidad su metamorfosis  al ser atacado por dos hombres lobos. Sin embargo, el tono es siempre desmitificador, ya que es una revisión desde el humor la que permite actualizar los tópicos de dichos géneros para ofrecer una perspectiva burlesca. Al ser condenado por sus delitos, sus días en la cárcel los pasará con su nueva afición: cantar jotas. La burla de lo fantasmagórico asume ecos de Oscar Wilde y su Fantasma de Canterville. Al no ser identificado su cadáver y confundida su identidad con la de otro, Capdepón Mombiela se manifiesta en las vías principales de las formas más hilarantes: marcando un gol en propia puerta en un partido decisivo, como cliente de cabaret, bailarina, guardia urbano dirigiendo el tráfico, taxista con acento pakistaní. La hipérbole deformadora de la tradición literaria llega a referencias históricas semi-míticas como el Oráculo de Delfos. Las informadoras-pitonisas son alcahuetas que dicen poseer poderes sobrenaturales y dotan al inspector de las pistas que este requiere. El regidor y su extraña historia de la sirvienta enana, vinculada al nazismo, que desde su llegada ha hecho de él un ser siniestro que no sale con la luz del sol, rememora desde la comicidad y el humor del absurdo las leyendas vampíricas. Incluso hay un espacio de homenaje al western, a La balada de cable hogue de Sam Peckinpah. Como en esta el protagonista se resiste a la llegada del progreso, sigue yendo a caballo cuando los vehículos de motor se han ido instaurando en la sociedad. En uno de los momentos el comandante le dice a Porrocho que procure no leer, ya que hacer esto lo convierte en sospechoso, esta aseveración aislada recuerda Fahrenheit 451 y la prohibición de la lectura por su valor subversivo.

Las interacciones con el lector son continuas, juego de Mise en abyme que recuerdan las apelaciones de Augusto Pérez de Niebla al autor y a los lectores de la novela de Unamuno: “Isaías saltó y emitió un sonoro taco (para que el lector añada en esta parte el que le parezca conveniente eludimos concretarlo)”. También se hace uso de dicho recurso, entre muchos otros momentos, cuando Rogelio, uno de los niños que casi es secuestrado, narra cómo sucedió todo. Entonces aparecen interpelaciones del narrador que son reflexiones sobre su declaración:”me tropecé con ellos bueno en realidad con él y ella porque eran dos [¿fueron dos tus asaltantes?]”.

Hay un uso expresionista, tanto en la visión deformante de la sociedad y sus miserias, retratadas desde esta visión grotescamente delirante, en ciertas descripciones poéticas que destruyen la imagen real y desde su máxima deformación nos invitan a mirarla de otra manera, percibiendo las oquedades que no queremos ver. Esta violencia desautomatizadora aparece, entre muchos otros ejemplos, en la descripción de las faldas removidas al aire como vómitos de color.

La desaparición de los niños es una micro-fábula que critica la sociedad violenta que educa a una infancia sin referentes de afecto y empatía. Es tan terrible como la película de Chicho Ibáñez Serrador titulada ¿Quién puede matar a un niño? En dicho film también se ofreció una crítica soterrada de la rebeldía de la infancia en una sociedad enferma, aunque los niños son los que generaban el terror y no las víctimas, hay algo que recuerda en este pasaje la visión crítica en la que la violencia se extiende entre todas las generaciones de forma recíproca. El circo que tiene en uno de sus miembros a una de las víctimas, también contiene un homenaje al Quijote, ya que el forzudo se llama Sansón Carrasco. Al igual que sucede en el proemio, en el que el autor desde el perspectivismo inherente a las novelas de caballerías y presente también en la obra de Cervantes, afirma que un editor ha hecho pública una novela que él dice no haber escrito, por lo que dice que rebuscará en manuscritos para que pueda existir dicha obra apócrifa que debe ser real.

Lo absurdo de nuestra realidad se manifiesta en una obra que se ríe de todos los géneros, que parodia en algunos pasajes incluso elementos culturales e históricos, que realiza un cómico e irracional retrato ingenioso sobre nuestro mundo y sus perversidades. El lenguaje se desnuda de libertad y arroja su ropajes de lo grotesco al lector que se convierte en voyeur de un desfile de imposibles lógicos en la racionalidad del logos pero que se integran a la perfección en lo narrado, una parábola que vislumbra el escenario de nuestras perversiones sociales más ocultas, siempre vestidas de humanidad y progreso cívico.

 

Raúl Herrero, Rascayú, Zaragoza, Limbo Errante, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Soria Caro

Amar el cine

25 de noviembre de 2019 08:52:04 CET

 

Hace años, cuando estudiaba la carrera, había una asignatura de Historia del Arte (aunque fueras de otra titulación, como era mi caso, podías elegirla como “libre elección”) que impartía Agustín Sánchez Vidal, con el nombre de Historia del cine y de otros medios audiovisuales y en la que, durante todo un año, se podía aprender sobre la historia del cine, sus géneros y sus características esenciales. Entonces, había un manual del propio profesor que completaba tus apuntes y que venía muy bien, pues era una síntesis de la historia del cine bastante completa y detallada. No sé si la asignatura existe todavía o qué bibliografía recomiendan, pero estoy seguro de que Hermosas mentiras. Tópicos y clichés en el cine, último libro de Alfredo Moreno, fantásticamente editado por la zaragozana Limbo errante (con mucho gusto y cuidado y con una preciosa portada a cargo de Juan Luis Borra), debería formar parte de los libros obligatorios que todo buen estudiante de cine ha de leer (sí, se ha de leer y no sólo googlear). Y no es una boutade o un guiño de complicidad hacia un escritor y crítico cinematográfico a quien leo y sigo desde hace años en su blog 39 escalones (como mucha más gente, pues es una de las bitácoras de cine más leídas), sino una afirmación que viene de la lectura de un libro riguroso, a la par que ameno, didáctico, claro y que propone una visión sobre el cine basada en los tópicos, las repeticiones o los clichés. Es un libro que transmite amor al cine y, sobre todo, un poso de conocimiento y sabiduría hacia el objeto de análisis, con ese estilo cada vez más depurado y claro - suaviter in modo, fortiter in re, podría decirse-, necesario en un ensayo de este tipo, que se va a las casi 400 páginas. Pero es que, además, de repente, en medio de un análisis certero y documentado sobre los personajes de una película suelta algo así como “cuyos protagonistas […] y cuadros de baile parecen haber sido escogidos de acuerdo con algún oscuro proceso de selección racial” y es entonces cuando, como lector, se agradece el paréntesis, el humor –a veces algo grueso, como cuando se refiere a los monjes de El nombre de la rosa- y el descaro, tan necesario en estos tiempos en los que mucha gente guarda opiniones y teme herir sensibilidades demasiado sensibles, o en los que sucede lo contrario, y las opiniones sin filtro ni criterio abrotoñan por todos lados (sobre todo los digitales).

El libro está dividido en cuatro grandes bloques (La tradición, Propaganda y moral, Geografías físicas y humanas y Eternos retornos) y un epílogo, junto a un prefacio e introducción y la bibliografía (reducida, pues estoy seguro de que ha manejado numerosas referencias). Desde el inicio plantea una tesis que es la con la que creo que Alfredo viene entendiendo el cine desde sus primeros libros (39 estaciones. De viaje entre el cine y la vida, publicado por Eclipsados en 2011 y más recientemente con la novela Cartago Cinema, en Mira editores en 2017) y es que el cine viene a explicar nuestra vida, y que cuando hablamos de cine hablamos de nosotros mismos; y también, por qué no decirlo, el cine es “nuestra vida de repuesto” (frase de José Luis Garci; por cierto, el libro concluye con una referencia a El crack). Y en esa vida el cliché, el lugar común, la repetición, juega un papel determinante, pues forma parte esa verdad que necesitamos asumir, de las certezas que queremos que nos cuenten. El misterio, el cambio de rumbo, la ruptura de la norma son los elementos que hacen avanzar el cine.

Como reza uno de los subcapítulos incluidos dentro del primero (“La tradición”), el inicio de todo está en Grecia, en la Historia etiópica de Heliodoro de Émesa (siglo III d. C.), en el inicio de la novela histórica y la de viajes (o aventuras). Y sobre los esquemas básicos que la narración de ese tipo novelas proponen se sustenta una secuencia lógica que el lector (o espectador) recuerda y prevé, pues, en el fondo, “todas las historias son la misma historia”. Y de esas historias que son siempre las mismas es de donde surge el conocimiento compartido entre autor/creador y público (lector o espectador), es decir, de los tópicos, de los lugares habituales que ambos poseen y que se presentan en diferentes formas y combinaciones. Las distintas narraciones no son sino diferentes formas de combinar y repetir los mismos esquemas y patrones, con diferentes formas y estilos, pero siguiendo un mismo modelo. En la base de los tópicos y clichés en el cine se hallan los seriales, novelas por entregas y folletines, que fueron superados poco a poco en los inicios del cine (que Alfredo sitúa en Hollywood en torno a 1914), cuando el cine empezaba a ser cultura y espectáculo, arte e industria. En la narrativa visual nos hemos acostumbrado a no sorprendernos ante la trama de las series o películas y tenemos esa sensación de que ya lo hemos visto, de que sabemos cómo se va a desarrollar (con sus variantes). En la capacidad de salirse de la tangente, de superar los clichés y los tópicos, está la novedad y la sorpresa y también la manera de evolucionar y presentar propuestas nuevas, que se rebelen contra esos clichés y tópicos que han servido (y sirven) para rodar películas. El cine es una constante evolución en la que la lucha contra el estereotipo o la “monoforma” marca la renovación y la novedad y la capacidad de jugar con la sorpresa hacia el espectador. Aquellos que han mostrado su oposición o su novedad ante el cliché son los que han hecho evolucionar el cine, cuestionar las verdades asumidas y hacer evolucionar el cine, la cultura y nuestra propia concepción del mundo y de la vida.

Dentro de esta historia del cine a partir de los tópicos y clichés que presenta Alfredo Moreno, merece una especial atención el largo capítulo titulado “Propaganda y moral”, en el que se explica de manera detallada, con numerosos ejemplos, cómo los diversos géneros cinematográficos “asumen la línea oficial de pensamiento y de moral patriótica”, sobre todo a través del género bélico y del western. Destacan también las páginas dedicadas a la figura del presidente Abraham Lincoln en el cine (en el subcapítulo “La necesidad de héroes”), quien se convierte en “la conciencia de Hollywood, su guía espiritual” y es una presencia constante en la filmografía del más grande de los directores, John Ford; o el análisis de los años sesenta como los de los intentos de ruptura del cliché y el tópico. Asimismo, las películas de juicios de los años cincuenta y sesenta o los melodramas de Douglas Sirk son analizados en clave ideológica como producto de un tiempo y de una defensa de un sistema de valores determinado. Y es entre estas formas cinematográficas y las películas en las que se muestra la domesticación de la mujer, su confinamiento a una determinada esfera personal y pública y se establece mediante la ligazón entre los diversos subcapítulos del libro (muy folletinesco esto de dejar tensión al final de cada parte). En las páginas del libro se explicita también una de las ideas que Alfredo repite en varias ocasiones (y que los lectores de su blog ya conocerán), que es la infantilización y mercantilización del cine en los ochenta, la sumisión a los cánones de lo políticamente correcto, que todavía hoy colean. El orden y la moral no se cambian, sino quienes osan cambiarlo o rebelarse contra él y eso lo vemos en películas en las que el abuso económico, el adulterio o la infidelidad son castigados.

El capítulo “Geografías físicas y humanas” aborda las películas ambientadas en lugares extraños o exóticos para Hollywood, cómo se proyecta la mirada exterior sobre ellos (con todos los tópicos y clichés necesarios) y cómo perviven la visión occidental sobre su historia. A lo largo de los más de cien años de vida del cine, se ha creado una mirada conservadora, paternalista, que no ha ahondado en los problemas de esos otros lugares que no son Hollywood; de este modo, la visión que sobre África se transmite resulta interesante por cuanto nos dice de cómo vemos este continente, desde unos presupuestos coloniales, que se extienden también a otras partes del mundo (muy recomendables las páginas dedicadas a España y lo español, por cierto). Cuando Hollywood ha reflejado su país, lo ha hecho sobre todo a través de tres grandes géneros, que son la esencia del cine: el musical, el melodrama y el western, siendo este último, a juicio de muchos, el más inequívocamente norteamericano (es “su” historia) y aquel que, frente a todas las adversidades, cambios de mentalidad, gustos o fórmulas repetidas, sigue ahí, es el “alma de América”.

El cuarto capítulo, “Eternos retornos”, está más centrado en el presente, en nuestra sociedad actual y va desarrollando ideas que podíamos ir espigando en otras páginas. Es aquí, cuando habla de la hiperconexión, de la sociedad espectáculo, de la posverdad, del éxito inmediato y efímero y de la prisa, cuando uno cree ver una cierta nostalgia hacia otro tiempo del cine (y de la vida, quizás), no exento de rigor a la hora de desgranar los males que nos afligen. En este tiempo el cliché pervive, tranquilo y seguro, adaptado a los nuevos tiempos y demandas de público y productores. La misión, el desarraigo, la inadaptación, el buen salvaje, “los detectives de sí mismos” o el cambio de patrón u orden social son los clichés que van siendo comentados a través de un numeroso grupo de películas que cubren un espectro temporal amplísimo, ofreciendo de este modo mayor objetividad y muestran cómo el cliché pervive, se adapta (con alguna mutación) y sigue siendo la base del cine.

Finalmente, en el epílogo, se establecen una serie de ideas en torno al presente y al futuro del cine (otro cliché en sí mismo, si se quiere), donde vemos que el diagnóstico que ha ido permeando en diversos fragmentos del libro cobra más sentido y cuerpo. El agotamiento, la falta de ideas, la repetición, la excesiva proliferación de sagas, la infantilización, la sobrevaloración…todo aquello que ha hecho que un tipo de cine quede relegado al circuito doméstico o a los canales y medios poco comerciales, son los elementos que perduran en el cine actual. De todo ello, el culto a la juventud (página 378 y siguientes) y la reducción de propuestas que llegan a las salas –con mucha estética de videojuego y videoclip musical, claro- son los síntomas más evidentes y los retos a los que se enfrenta el cine (quizás la batalla esté perdida), junto a la pérdida de espectadores que termina refugiándose en las plataformas digitales, en sus casas. Es necesario también que el cine adquiera una mayor consideración como cultura y pensamiento, no solo entretenimiento (página 385), que el público esté más formado críticamente, y que, aunque no es objeto del estudio, la piratería sea castigada con mayor dureza (existe un cierto laissez faire en este sentido, y música y cine, entre otras artes, son saqueadas impunemente). En su reivindicación como arte, como “hecho cultural”, está su supervivencia. El resto, por desgracia, no es más que juegos de artificio, entretenimiento huero, como cualquier otro.

Hermosas mentiras –genial título- es un libro que nos hace pensar y que nos plantea hipótesis, ofrece caminos por los que nuestro interés como espectadores o lectores puede transitar más adelante, y que, a mi juicio, contiene pequeños ensayos en cada capítulo, que quizás, en futuros libros, se podrían desarrollar mucho más (creo que Alfredo haría un fantástico libro sobre el western, por ejemplo). Creo que hay temas o ideas que quizás se hayan quedado fuera del libro o que no se ha querido profundizar en ellos, para dejar un debate abierto y no tratar de abrumar al lector. Hay querencia por el cine clásico, que es el “cine de verdad”, junto con las películas que, con cuentagotas, se van saliendo de las líneas trazadas en la actualidad. Y hay también una nostalgia en estas páginas por ese cine al que no se le veían las costuras, que era, con sus tópicos y clichés, un cine que ofrecía respuestas, conocimiento o descubrimientos al espectador, no solo entretenerlo. Alfredo Moreno ha escrito un libro fantástico, muy documentado sin que se note, claro, didáctico y con un propósito, como ha de hacerse en un ensayo de este tipo. Lo único que uno lamenta es que solo tenga la extensión que tiene; sucede como cuando lo escuchas por la radio en un programa semanal de cultura de Aragón Radio, que te saben a poco los diez o quince minutos que tiene para hablar y explicar algunas películas. El debate, por tanto, sobre la supervivencia del cine está abierto; el problema es que no sabemos si al cine, tal y como lo hemos entendido muchos, le queda mucho tiempo.

 

Alfredo Moreno. Hermosas mentiras. Tópicos y clichés en el cine. Zaragoza, Limbo errante, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

El romanticismo pulcro de Virgínia Victorino

25 de noviembre de 2019 08:46:24 CET

  

Virgínia Victorino nace en Alcobaça, ciudad portuguesa famosa por su monasterio cisterciense, el 13 de agosto de 1895, y fallece en Lisboa el 21 de diciembre de 1967. Mujer de gran erudición, filóloga, políglota y valiosa pianista, fue profesora de idiomas en el Conservatorio Nacional de Portugal. Su obra poética se compone de Namorados (1920), Apaixonadamente (1923) y Renúncia, publicado en 1926, año en el que abandona la poesía para dedicarse a la dramaturgia. Sus libros alcanzaron una notable repercusión en su tiempo, contando con el respaldo de la crítica y con la cercanía de figuras como la de Almada Negreiros, quien diseñó algunas de las portadas de sus obras. Su poesía, engendrada principalmente en forma de soneto, se puede definir como de un romanticismo directo y exento de retórica, moderna y a la vez devota de la tradición, de un lenguaje sencillo a la par que rotundo. Presentamos aquí a continuación, por primera vez en castellano, seis poemas de su autoría, seis muestras del alcance literario de la injustamente olvidada Virgínia Victorino.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CENIZAS

 

Un gran amor en poco se resume.

¿Y el nuestro, cómo fue? Grande y pequeño.

Duró lo que la sombra de un perfume.

Fue mal y bien. Un bálsamo, un veneno.

 

Quedan cenizas, y ni fuego fue.

¡Cómo recuerdo aquel ameno encanto!

Si muda en un perdón cada lamento,

¡qué bien me siento yo si te condeno!

 

Te miré, sonreí… ¿será eso amor?

No pude hablar, porque perdí el color;

te quedaste mirando, triste y mudo.

 

Nos amamos. La prueba está aportada.

Era todo este amor, pero ahora es nada.

Es nada ahora, siendo todo aún.

 

 

EN LA VENTANA

 

Sola te espero en la ventana, sola.

Vendrás a hablarme aquí. Pienso, medito.

Noche de azul, tranquila. En cada estrella,

como si fuese en ti, los ojos fijo.

 

Y hasta me asusto. ¿Mas por qué no evito

o retraso la hora grande y bella?

Esta alegría explotará en un grito,

en el que mi alma toda se revela.

 

Y estoy sola de nuevo. Lloro. Lloras.

¡Qué insondable misterio el de las horas!

Te vas. Escucho pasos. Noche fría.

 

¡Qué ausencia! ¿Volverás? ¡Señor! ¡Señor!

¡Para el dolor, tan grandes son las horas

como pequeñas para la alegría!

 

 

MIEDO

 

¡Escucha el gran silencio de estas horas!

Oh, cuánto tiempo sin decirnos nada…

¡En tu sonrisa, una expresión doliente,

lágrimas en los ojos, y no lloras!

 

Tus manos se demoran en las mías

con elocuencia muda, apasionada…

Si mi mirada triste de amargura

busca la tuya, pálido sucumbes…

 

El momento más triste de la vida

es el momento de la despedida:

ve cómo el miedo crece en mí, latente…

 

¡Qué asustadora, enorme sombra oscura!

He aquí al final, amor, toda tortura:

te veo aún, y ya te siento ausente.

 

 

MAR

 

¡Mar! ¡Viejo mar ansioso y palpitante!

Cuando elevas tus olas a los cielos,

¿es furia lo que sientes, oh gigante,

o es el deseo de ascender a Dios?

 

¡Mar! ¡Viejo mar perturbador, vibrante,

de tan inciertos nervios como yo!

¡Mar tempestuoso, aventurero, errante,

que eres tumba de reyes y plebeyos!


Abrigo azul con miles de volantes…

¡Tu voz no hay nadie, no, que la comprenda,

mar caprichoso, esfíngico, profundo!

 

Tantas veces, inconsolable, lloras…

¡De qué dolor y angustia te lamentas,

oh mar, inmensa lágrima del mundo!

 

 

ÉXTASIS

 

No sufras más, amor. No digas nada.

Ven conmigo. ¡Te llevo! Noche densa:

la exaltación del mar quedó suspensa

en parada durmiente, prolongada…

 

No tardará en abrir la madrugada.

¡Ven conmigo! ¡No pienses! ¡No se piensa!

¡Acude en pos de la aventura inmensa,

escucha mi ternura apasionada!

 

Ve qué grande es el sueño que persigo…

No sufras más, amor. Y recorramos

otro país más bello y más distante…

 

¡Vayámonos detrás de la quimera,

donde la primavera no termine,

donde cante la voz de las estrellas!

 

 

MEDIANOCHE

 

“…y si no acudiese a hablar contigo antes de medianoche, no me esperes. Ya no iré.”

(De una carta)

 

Ya empezaron las horas a caer;

la una, las dos… ¿Vendrá? Vendrá, seguro.

Yo, conmovida, así como el que reza,

las horas voy contando, entre sonrisas.

 

Y tres, y cuatro… cinco… ¡Y sin venir!

Si no viene, ¿por qué será? ¿Frialdad?

Seis… siete…  ¡No será! ¡Yo sigo presa,

sin saber nada, sin poder salir!

 

Ocho… nueve… Mintió. ¿Dónde estará?

Oigo pasos. ¡Es él, está llegando!

Me confundí… No sé… No viene nadie.

 

Diez… once… ¡Oh, por Dios, cuánta demora!

Y mi alma sucumbe, tiembla, llora…

¡Se acabó! Medianoche: ya no viene.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

Antonio Vieira, entre lo mejor de la literatura clásica

15 de noviembre de 2019 13:26:03 CET

El año 2016, en el curso de un acto celebrado en una céntrica librería madrileña, se presentó la editorial La Umbría y la Solana. Su intención declarada era difundir la literatura portuguesa, al par que obras infrecuentes de otras literaturas. Hoy, a la vista de las publicadas, es obvio que la selección se está haciendo con exquisito criterio. Los primeros títulos nos devolvían junto a un raro André Malraux, libros de Almeida Faria, José de Almada, Fernando Pessoa y António Vieira. Se iniciaban así dos series distintas – Colección Abierta y Colección de Autores Portugueses-, que en estos años han ido incorporando obras tan sugestivas como Karla y otras sombras (2017), de Luys Santa Marina, o el Pequeño tratado de todas las verdades sobre la existencia (2018), de Fred Vargas, en la primera: y en la segunda, Los tiempos del esplendor (2017), de Lídia Jorge o Las minas del rey Salomón (2018), de Eça de Queirós, entre otros. Todos estos títulos merecerían una atenta reseña, pero la temprana edición del Sermón de San Antonio a los peces me produjo una fuerte curiosidad y su lectura, una grata impresión que me llevó a rememorar las circunstancias, brillo y decadencia de la oratoria sacra de los siglos XVII y XVIII, capítulo poco transitado de la literatura clásica de España y Portugal, pero acreedor de análisis y recuperación. Por tanto, causa sorpresa la valiente audacia de esta editorial, lanzada al redescubrimiento de un clásico eclesiástico portugués en los mismos inicios de su aún joven existencia. Como siempre, la fortuna ayuda a los audaces. Y reeditar el sermón del sabio jesuita luso ha sido, en mi opinión, una de sus más brillantes iniciativas.

Las historias de la literatura portuguesa subrayan la compleja personalidad del padre António Vieira (1608-1697), sus obras señaladas –História do Futuro, por ejemplo- y, sobre todo, sus numerosos sermones, en especial su Sermão da Sexagésima (1655), donde esbozaba los principios que guiaron su práctica oratoria, opuesta a los excesos retóricos (J. L. Gavilanes, A. Apolinário, eds. Historia de la literatura portuguesa, Madrid 2000: 325-329). De todo esto da cuenta la excelente introducción de Luis María Marina en la edición que nos ocupa (pp. 11-41), quien con buenas razones, en mi opinión, relativiza el supuesto antibarroquismo atribuido al jesuita. Porque si ciertamente la claridad era su empeño, no parece ésta reñida con lo mejor del Barroco que, al fin y al cabo, se desprendía del mismo Renacimiento. Así que, seguro lector de Fray Luis de Granada (1504-1588) y su Ecclesiasticae Rhetoricae (publicadas por cierto en Lisboa, en 1576), o conocedor probable de la fama y sermones de Fray Hortensio de Paravicino (1580-1633), el empeño de Vieira más bien parece afirmar, en la mejor tradición de la Ratio studiorum jesuítica, la personalidad de la oratoria portuguesa en su recién recobrada independencia (1640). No hay que olvidar que su Sermão da Sexagésima fue pronunciado en la misma Capilla Real, ante el monarca João IV, primero del nuevo Portugal.

Contra lo que a un lector actual pudiera pensar, los sermones del siglo XVII son parte imprescindible de la vida cotidiana y la cultura de aquella época. Por tanto, dejando aparte los prejuicios propios de nuestro mundo –y relegando los más apegados al discurso teológico o hagiográfico-, cualquier persona interesada en la literatura clásica encontrará en muchos de ellos curiosa y buena literatura. Como ha escrito F. Cerdán, la oratoria sacra es espejo de la sociedad de su tiempo. Pues bien, el sermón del Padre Vieira es un curiosísimo ejemplo de lo mejor de tal género.

Como se señala en el prólogo (p. 37), en el aniversario (13 de junio de 1654) de la muerte de San Antonio de Padua –pues por más que el editor lo reitere como San Antonio de Lisboa, Padua le dio nombre común en el santoral y fama bien ganada-, el Padre Vieira pronunció un sermón en la iglesia de San Luis, capital del Marañón brasileño. Se dirigía el jesuita a todos sus fieles pero sobre todo, conminaba a los poderosos de la colonia, que oprimían sin rubor a los más débiles, fueran indígenas, peninsulares o mestizos. Y se le ocurrió para ello recurrir a una especie de homilía simbólica, haciendo como San Antonio en su día, que ante el rechazo de los habitantes de Rímini –de Padua según otros-, se dirigió a la orilla del mar y predicó a los peces. Este suceso viene narrado en las Florecillas de San Francisco y de sus compañeros, sin duda inspirado en el famoso sermón de San Francisco a los pájaros. El ejemplo del franciscano serviría al jesuita para componer una pieza de lectura sorprendente y entrañable, incluso hoy, tanto por la riqueza de su imaginación como por la ternura que desprende. Comienza por poner en situación al auditorio (I: 47-51), recordando a San Antonio en Rímini y las veces que él mismo se había dirigido a sus feligreses sin fruto, por lo que se ve obligado como hizo aquel, a volverse al mar y predicar a los peces. Y a partir de ahora, el Padre Vieira predica como si hablara con los peces, no con su auditorio, consiguiendo con ello un feliz efecto y texto tan enjundioso como raro e incluso simpático y de amable lectura. Entrado en materia (II: 53-62), recordaba el predicador a los peces sus virtudes: primeros creados por Dios, dóciles a su palabra y su prudencia al no dejarse domesticar por los hombres, destacando en fin, que fueron los únicos salvados del Diluvio, sin necesidad del Arca de Noé. Continúa (III: 63-76) recordando que por ellos curó Dios la ceguera de Tobías, y que como el pez rémora (Remora remora), San Antonio hizo las veces de dicho pez, tirando de la codicia, la venganza y la soberbia humana: o como el pez torpedo (Torpedinae), cuya descarga eléctrica hace temblar, lamentando Vieira que si él tuviera la fuerza de San Antonio, haría temblar a los pecadores. Pero como todo no van a ser alabanzas, amonesta a los peces con una de sus más felices imágenes (IV: 77-91), condenando que los grandes se coman a los chicos como hacen los hombres, señalando cómo entre ellos, los miserables son los que cargan con tasas, multas, fraudes, siendo literalmente, comidos por los poderosos. Y se dirige a ellos con una simpática frase que haría ruborizar a sus feligreses: “¿os parece bien esto, peces? ¡Se me figura que con el movimiento de las cabezas todos decís que no!” (p. 82). Proseguía el sermón (V: 92-110) llamando la atención sobre ciertos peces, cuyas costumbres parecen espejo de otras malvadas de los humanos. Las figuras parecen igualmente felices, así cuando señala la pequeñez de los roncos (Haemulidae) y sus ruidos, que son simple fanfarroneo, o los pegadores del tiburón (Echeneidae), que como parásitos van con él y con él mueren, lo mismo que los virreyes o gobernadores arrastran a los suyos. O el pez volador (Exocoetidae) que se pierde por no limitarse a lo que le es propio. O el pulpo (Octopodus), que se mimetiza con su entorno, figura de la traición. Y acaba su prédica (VI: 111-114) despidiéndose de sus peces, consolándolos puesto que no son sacrificados a Dios, instándoles a ofrecerle respeto y reverencia.

El librito que nos ocupa, lejos de ser un “breviario piadoso” de aburrida lectura, resulta uno de los textos más enjundiosos y amenos del género y la literatura portuguesa del Barroco. Con razón el Padre Isla (1703-1781), miembro también de la Compañía de Jesús, en su celebérrima Historia del famoso predicador fray Gerundio de Campazas, alias Zotes (1758) –divertido alegato novelado contra los excesos barbarizantes de la oratoria degradada-, recordaba en su momento el ingenio de los sermones del Padre Vieira, como recuerda también el editor de esta edición. Yo creo que la firmeza intelectual de los jesuitas, formados en la Ratio studiorum ignaciana, enriquecida y adaptada con el paso del tiempo, era la mejor escuela contra los excesos de la oratoria sacra, que se dieron sin duda, sobre todo, en ciertas ordenes que combatieron con saña al mismo padre Isla. Ciertamente, lo peor de la oratoria degradada no era el exceso de las citas latinas –el Padre Vieira no abusa de ellas, y no pocas las traducía entre texto-, sino lo rebuscado de las figuras y el lenguaje. Porque el conceptismo del Fray Hortensio de Paravicino, denostado en parte por sus competidores, no pecaba de oscuridad sino que acometía el sermón con un nuevo estilo, alabado por Gracián en su Agudeza y arte de ingenio, por cierto, otro notable jesuita de su tiempo. No deja de ser elocuente que a mediados del siglo XVIII, el también miembro de la Compañía, Antonio Codorniú, propugnara una reforma de la oratoria sagrada (1740) en busca de la sencillez del verbo. Y es que entre Fray Luis de Granada y el Padre Codorniú, la línea más bella de la oratoria sacra tenía en el Padre António Vieira uno de sus mejores cultivadores. Por eso, vale la pena leerle en la actualidad. Y esta edición a cargo de L. Mª Marina, excelente por su prólogo, cuidada traducción con sus notas al pie, incluyendo la versión española de las citas latinas no traducidas en su día por el orador, es la mejor forma. Más aún, yo diría que es casi obligado leerlo, teniendo en cuenta que la obra de Vieira y este género se cuentan entre lo mejor de la literatura clásica de nuestro siglo XVII peninsular, ya sea portuguesa o española.

 

António Vieira, Sermón de San Antonio a los peces, António Vieira, Versión e introducción de Luis María Marina, Ilustraciones de Luis Costillo, Editorial La Umbría y la Solana, Madrid 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Joaquín María Córdoba

Entre heridas, dudas y preguntas surge la esperanza

10 de octubre de 2019 09:39:15 CEST

 

Vida y obra tienen en Matías Escalera la misma respiración; como filólogo ahonda en la cultura a través de la lengua y de la literatura, como filósofo se hace constantemente preguntas, como viajero conoce el Este y el Oeste, y siempre comprometido con la verdad, la justicia y la libertad.

 

Su creación ha abarcado todas las áreas: la poesía, la narrativa, la dramaturgia, el ensayo, el artículo político y literario y la edición; fue impulsor de la publicación del estudio de Alberto García-Teresa, imprescindible para ahondar en el conocimiento de la denominada Poesía de la Conciencia Crítica; para la que el yo es el mejor medio para llegar al nosotros y alumbrar, según Alberto García-Teresa, un nuevo sistema ético que suponga una nueva forma de relacionarse con los demás.

 

Toda la poesía de Matías Escalera es, además, un organismo vivo, unitario, en continuo crecimiento. En 2008, publica Grito y realidad, en cuyo manifiesto inicial escribe lo siguiente: «Espíritu y materia, tiempo interior y tiempo histórico, dos substancias fundidas en una misma y única substancia… Entre el juego y el grito, puestos a elegir, preferimos el grito».

 

En 2009, aparece Pero no islas, en el que el desafío, afirma Matías Escalera, «consistía en poetizar las ideas, las emociones, las experiencias y los actos cotidianos, al tiempo que las ideas, las emociones, las experiencias y los actos excepcionales; esto es, lo inmensamente grande y lo inmensamente pequeño, sin que existiera fractura en su traducción a símbolos poéticos».

 

Versos de invierno: para un verano sin fin es su siguiente poemario, publicado en 2014. Matías Escalera en esta obra, según apunta Alberto García-Teresa, a quien parafraseo, «utiliza una concepción dialógica de la poesía invitándonos constantemente a la reflexión, mediante una poesía de verso largo, entramada, exhortándonos a salir de nosotros mismos y a escuchar a los otros».

 

Y, dos años después, publica uno de los libros para él más queridos, Del Amor (de los amos) y del Poder (de los esclavos), donde se adentra en las dos pasiones sobre las que se fundamenta, afirma Matías Escalera, «la experiencia material y concreta del espíritu humano». Obra en la que el uso de los puntos suspensivos se hace estructural y obliga al lector a responder en el espacio mismo del poema, a latir con sus latidos, que son los de su propia vida.

 

Recortes de un corazón herido: por la esperanza, acorde con el resto de su obra, encierra una paradoja, pues se trata de un corazón herido por la esperanza, cuando parecería que la esperanza, más que abrir heridas, las debería cicatrizar. Pero, en seguida, nos damos cuenta de que la esperanza parte de una asunción total de la vida, de la propia y de la del resto de los seres humanos, especialmente de la de los más agredidos por ella; con todos sus rostros: el social, el económico, el político o el amoroso; el de la ternura, el de la soledad, el de la muerte, el artístico, el de la propia poesía, el del asombro y, muy importante, el de los sueños. Y unas veces somos víctimas y otras verdugos.

 

Heridas que, al ser reconocidas y habitadas por esta poesía, crean dentro de nosotros una conciencia, nos construyen interiormente y así nos proporcionan un sentido hondo de la esperanza, nos dotan de armas para no doblegarnos y nos preparan para el alba, para un amanecer que, contra toda sombra, es la corriente sanguínea de la obra de nuestro autor.

 

Si nuclear en ella es el alba, la esperanza del alba, nucleares son también las dudas, las preguntas y la paradoja, ya citada. Y algo que informa todo el poemario: la simbiosis, así lo creo yo, entre lo material, con sus propias leyes, y lo espiritual, que nunca anula a lo primero, pero que lo ordena desde una superior energía humana que no renuncia a la verdad y a la belleza. «Los cuerpos sin alma no oyen: te miran pero no te ven.»

 

No quisiera olvidarme de la luz y esa quietud celeste que nos invita a la celebración, pero que no debe apartarnos de nuestro compromiso con el dolor y con la esperanza, ni convertir en engaño hermoso nuestra relación con la decadencia y con la muerte. Como sucede en el emocionante poema titulado “ESPERANZA ANTES DEL ALBA”.

 

Si, como resulta patente, el yo del autor está umbilicalmente unido al resto de los seres humanos y a la Historia, también lo está a nosotros, sus lectores, en una concepción de la poesía alejada del espectáculo. Hay un continuo diálogo dentro de los poemas, llenos de presencias, invitándonos continuamente a participar en ese coloquio. También con los expulsados del mundo…

 

Y de repente vi alzarse a los muertos

Eran como columnas de luz…

Y emergían de las aguas del mar cementerio cerca de Lampedusa

Cerca del Estrecho de Gibraltar

Cerca de las islas griegas… (y aún más allá en todos los mares

cementerios del mundo) Eran cientos

Eran miles

Eran centenares de miles

Eran todos los muertos de los viejos mares amados de mi infancia.

 

Y, finalmente, está el poder de la mirada en esta poesía, mirada que, a veces, es un espejo en el que se refleja toda la existencia, como sucede en el texto “Esos portadores de ternura”. El poder de la mirada y la necesidad, asimismo, de abrir espacios al sueño y de convertir en acción la utopía, alimento siempre de la esperanza, como afirma el filósofo alemán Ernst Bloch.

 

Nuestro destino es un “Destino lunar”, como se titula el texto que cierra el libro, el de una luna que cumple en soledad su destino diario, luchar contra la densidad de tantas sombras, abriendo el fruto prodigioso que guarda cada instante.

 

 

Matías Escalera Cordero, Recortes de un corazón herido: por la esperanza, Madrid, Ediciones Huerga y Fierro, 2019.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Lostalé

Ser o no ser, el valor de la memoria

17 de septiembre de 2019 09:36:48 CEST

EVOCACIONES DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Septiembre de 1939. “Empieza el día en el que en el límpido cielo de un verano que languidece (y es que el cielo del treinta y nueve era maravillosamente azul) veo aparecer en lo alto doce puntos de plateados destellos. La bóveda celeste, altiva, radiante, empieza a llenarse de un rumor monótono y sordo que yo nunca había oído. Tengo siete años, me encuentro en un prado y no quito los ojos a los puntos. De repente…suena un estruendo terrible, estallan las bombas –sólo más tarde sabré que se trata de bombas- y veo cómo saltan por los aires gigantescos surtidores de tierra…”  Es el testimonio que veinte años después de ese momento evoca Ryszard Kapuscinsky en Ejercicios de la memoria.[i]  El periodista, galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades (2003), perderá en aquel lance su inocencia y dará comienzo a su hégira personal y familiar huyendo de las balas, el hambre y la muerte.  En este relato autobiográfico evoca su infancia, el dolor de los primeros días de la segunda guerra mundial cuando Hitler invade Polonia y dos semanas más tarde lo hace el Ejército soviético por el Este atravesando Pinsk, Bielorrusia. Súbitamente el pequeño Ryszard conocerá el frío y el hambre y sentirá los escalofríos del miedo.

     Testimonio de la picaresca del hambre, sufrida en Varsovia, es el que relata Roman Polanski en sus Memorias[ii]  que reseñamos en el número 124 de la Revista Cultural Turia. “Con la intensificación de los ataques aéreos empezó a faltarnos comida… Una vez regresó mi madre de sus cotidianas expediciones rebuscando comida con un saco de azúcar mezclada con arena porque la había recogido del suelo de la calle. Tras diluir el azúcar en una lata de galletas, sacó toda la arena que pudo y elaboró después unos deliciosos pastelillos que vendimos a cambio de dinero…” Seis años, uno menos que Kapuscinsky, tenía Polanski cuando una decisión de su padre le lleva de París - en donde había nacido- a Polonia, primero Cracovia y luego a la capital, porque equivocadamente creyó que allí la familia estaría más segura. Al cineasta le tocó sufrir las penurias del gueto donde perdió en Auschwitz a su madre embarazada.

 

Después del ensayo general

    La guerra civil española había terminado cinco meses antes. Muchos historiadores consideran que nuestra contienda fue un ensayo de la Segunda guerra Mundial. Terminado el ensayo, se reanuda la tragedia. En este ochenta aniversario de la invasión de Polonia por las tropas alemanas recordamos la obra de varios creadores que se sitúan en esa histórica jornada. Además de reseñar el artículo de Kapuscinsky y las Memorias de Polanski, indagamos en la más reconocida comedia de Ernest Lubitsch.[iii] To be or not to be es una farsa política y amorosa sobre el sentido del deber. Es una producción de Hollywood de 1942 que Lubitsch rodó dos años después de la invasión de Polonia.

    El cineasta llevaba veinte años residiendo en Estados Unidos. Tras sus éxitos iniciales en el cine mudo alemán de la primera década del siglo XX emigró a Hollywood atraído por la industria del cine que tenía allí su meca. La película comienza en un ensayo de la obra teatral “Gestapo” que se debería representar en Varsovia en 1939. Para comprobar la verosimilitud del personaje (el actor Tom Dugan) que debe interpretar al dictador el ensayo se traslada a las calles de la capital polaca. Atónitos, los transeúntes asisten a la parodia del sosias de Hitler. Una niña descubre el ardid, el rey está desnudo. La realidad es mucho más cruel y no se puede disfrazar. Pocas horas después, con los cielos despejados, los tanques y aviones de la Wehrmacht  y Luftwaffe consuman la invasión del país. En esta tragicomedia,  Jack Benny, que tendría aquí el papel más memorable de su carrera artística, interpreta al actor Joseph Tura quien sobre el escenario  intenta hacer bien el monólogo de Sakespeare mientras María, su mujer, antes de salir a escena, recibe en el camerino  la visita de un piloto, el apuesto teninete Stanislav Sobinski (Robert Stack). Ella es  Carole Lombart que no llegó a ver el estreno de la película porque murió poco después de rodar To be or not to be en un accidente de avión. Aparte de la trama de enredos amorosos, la esencia de la película es la lucha de los miembros de la compañía por apoyar a la Resistencia y huir de una Polonia devastada.

    Con guión de Edwin Justus Mayer basado en un texto original de Lubitsch y Melchior Lengyel, To be or not to be es un canto a la dignidad, al teatro como espacio de salvación y una invitación a resistirse contra la opresión.  La película fue inicialmente un fracaso comercial al considerar, parte de la crítica y el público, irreverente hacer comedia del drama bélico que estaba viviendo el mundo.

     Alguna vez nos hemos podido preguntar el porqué de ese título con una evocación tan obvia a la obra de Sakespeare. Al ver la película queda claro su sentido porque los actores representan Hamlet [iv]en el teatro de Varsovia donde se centra la acción. Pero hay antecedentes que justifican y penetran como subtexto al relato.

      Cuentan N.T. Binh y Christian Viviani, en su biógrafía[v] del director, que “en 1932 viajó Lubitsch por última vez a Berlín y por última vez fue aclamado en su ciudad natal después de llevar unos cuantos años trabajando por voluntad propia en Hollywood. Al año siguiente subiría Hitler al poder y este judío autoexiliado ya no podría volver hasta después de la segunda guerra mundial, lo cual no llegó a hacer antes de su prematura muerte en 1947”. Todo parece indicar que en ese viaje triunfal Lubitsch asistió a la representación de una parodia musical basada en Hamlet. La obra, fue improvisada en su honor. El título de esta película parece saldar cuentas con la “brutalidad política del nazismo que se había adueñado de su país y pretendía adueñarse de gran parte de Europa, representada en la invasión de Polonia en septiembre de 1939”.

 

El teatro como salvación

     Como en el principio de Lo que piensan las mujeres, otra comedia que Lubitsch rodó en Hollywood un año antes, los lavabos de las damas son el espacio acotado y libre para burlar la tiranía. En el final de To be or not to be, los actores se meten en el baño de mujeres para salir poco después  vestidos con uniformes de soldados de las SS. Cuando un falso Hitler vuelve al vestíbulo, de los aseos sale el actor que por fin cumplirá el sueño de interpretar a Sakespeare. El teatro como salvación de la barbarie, la farsa para desenmascarar las mentiras del nazismo.

    Más allá de los hechos que narra, To be or not to be reclama  al actor que represente bien su papel… debe distinguir y saber dónde empieza la vida y dónde termina el espectáculo. El soldado debe hacer bien la guerra, a los polacos, o cualquier pueblo oprimido, debe luchar contra el invasor nazi. Aparece la duda, como en el título de la frase inicial de Hamlet.

    Aunque  To be or not to be fuera rechazada por frívola en el momento de su estreno, lo cierto es que “cuando el mundo vivía sus días más oscuros, Lubitsch entregó una de las mejores comedias que ha dado Hollywood. Y no una comedia escapista, sino Ser o no ser, en la que se atrevió a reírse de Hitler en pleno horror bélico. Si el mayor talento del maestro berlinés era su capacidad de hacer que nos riéramos de los hechos y las ansiedades más graves, de utilizar el humor para ayudarnos a conocernos mejor a nosotros mismos, entonces esta película puede ser considerada su trabajo más consumado”. [vi]

   En To be or not to be Lubitsch ha intentado que la memoria histórica quede impresa en su verdad, evitando las falsas representaciones que incluyen privilegiados fragmentos de los acontecimientos reales del nacimiento del nazismo. Los menores gestos y detalles han sido caricaturizados para mostrar el horror a través del humor, horror que un tiempo más tarde se haría realidad cruel ante los acontecimientos a los que se enfrentaba Europa.

    Albert Einstein en 1933 le pregunta a Sigmund Freud en una carta “¿Por qué la guerra?”[vii]  En ella cuestiona si el ser humano podrá resolver este conflicto en un futuro. Sigmund Freud, abandonaba Austria camino del exilio en 1938.  Fatigado y enfermo, probablemente decepcionado por sus profundas investigaciones basadas en lo más oscuro del alma humana, cruzó una noche el Canal de la Mancha para morir en Londres. Morir en libertad, como él mismo había comentado. “Las guerras, había observado el padre del psicoanálisis, agrupan a militantes de la sumisión, personajes enajenados y subyugados ante el poder. Muchedumbres de corazones huecos y mentes vacías frente al cumplimiento obsesivo de los códigos propuestos por la subjetividad del otro: en algunos casos burócratas de la muerte”.  Los personajes de To be or not to be representan las antípodas de ese pueblo sumiso.

    Lubitsch articula varios tipos de texto, el que tiene carácter de documento histórico y el que recrea a partir del Hamlet de Sakespeare. Ambos intentan dar unidad al film. Que la obra de Sakespeare discurra en paralelo con los otros relatos nos puede ilustrar sobre un deseo del director de analizar la traición humana, la anestesia de Dinamarca para desenmascarar la mentira, como ocurrió en Alemania.  Hamlet sabe de la traición pero no quiere saber, no puede ejecutar el deseo de justicia que clama su padre desde las sombras, después de su asesinato a manos de su hermano. La voz del padre como una agente del Superyo clama venganza. Hamlet debe ser o no ser ese brazo justiciero y fiel. Esta obra de Sakespeare, como la película de Lubitsch, denuncia la ambición de poder como deseo reprimido de todo ser humano, y, como en el drama de Edipo, el empeño en usurpar el lugar del otro. Estos hechos dramáticos se realizarán traicionando el peso de la palabra, el cumplimiento de los juramentos y la muerte de los ideales.  El cine cumple una misión privilegiada para el espectador, en este caso reflexionar e investigar sobre el destino de Eros y de Thanatos, sobre la corrupción mental, la sumisión a los líderes, la complicidad silenciosa,  la ambición y la crueldad humana.

 



[i]              [i] -Ejercicios de la memoria está incluido en La jungla polaca una recopilación de artículos y reportajes, un libro de relatos que reúne algunas de las experiencias en distintas guerras de África del periodista polaco nacido en Bielorrusia en 1932. Ryszard Kapuscinsky (1962) Editorial Anagrama 2008

[ii]

                [ii] -Memorias. Roman Polanski Editorial Malpaso 2017

[iii]

                [iii] Ernst Lubitsch : nacido en Berlín, el 28 de enero de 1892, fallecido el 30 de noviembre de 1947 en Los Ángeles, California. Fue ciudadano estadounidense desde 1933. Su versatilidad como cineasta fue notable; dominando la comedia, el drama, la tragedia, la farsa y el espectáculo. Hombre De puro en boca, acento alemán y risa expansiva… Con la llegada del cine sonoro  se convirtió en pionero y luego en el rey de la “comedia americana”. Se denomina Toque Lubitsch a la habilidad que tenía el cineasta alemán de sugerir más de lo que mostraba. A base de diálogos chispeantes, argumentos interesantes, personajes ingeniosos y sofisticados apela el cineasta a la inteligencia del espectador, quien llega a imaginar a partir de la sugerencia que plantea el cineasta.

[iv]            [iv] Hamlet la obra dramática de “William Sakespeare” transcurre en Dinamarca, y trata de los acontecimientos posteriores al asesinato del rey Hamlet (padre del príncipe Hamlet), a manos de su hermano Claudio. El fantasma del rey pide a su hijo que se vengue de su asesino. Al margen de las múltiples interpretaciones sobre el sentido de la obra, explícitamente Hamlet gira alrededor de la locura (tanto real como fingida), y de la transformación del profundo dolor en desmesurada ira. Además de explorar temas como la traición, la venganza, el incesto y la corrupción moral.(Wikipedia)

[v]                    [v] Lubitsch N.T. Binh &Christian Viviani. (editorial T&B 2005)  

[vi]           [vi] Ernest Lubitsch: el arte de la sugerencia. Juan Tejero PDF

[vii]                 [vii] ¿Porqué la guerra? Freud. Obras completas. Volumen veintidós. Buenos Aires. Amorrortu 1976.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Larrocha y Magdalena Calvo

La importancia del final

17 de septiembre de 2019 09:31:02 CEST

En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, titulado “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Estos seis nuevos finales inesperados que ofrecemos en esta tercera y última entrega de esta serie que tan amablemente ha acogido la edición digital de la revista TURIA, a lo largo de estos meses –anticipo de lo que será, en su día, ya en libro, una suma de cincuenta–, abundan, como lo hacen los seis finales propuestos en las dos anteriores entregas, en una intención muy clara, bucear en esa percepción genial del formalista ruso Iuri Lotman, para el que, en el final de las historias, precisamente, va contenida la visión del mundo que transmiten. Es nuestro deseo que hayan disfrutado del experimento, ideado para lectores como ustedes.

***

7

No haría falta justificar el porqué de la elección, para comenzar esta última entrega de finales inesperados, de dos de las tragedias más famosas de uno de los más grandes dramaturgos de la Grecia clásica y del teatro occidental, Sófocles. Incluso quienes no las han leído o visto representadas sobre un escenario saben de las peripecias de sus héroes, incluidos sus aciagos finales. Yo las he elegido por el impacto que me causaron en mi juventud, al traducir algunas de sus partes más significativas como joven estudiante de letras, y, más tarde, como descifrador maduro de sus fatales destinos.

 

Antígona de Sófocles

(… no volvería a hacerlo…)

 

Y casi sin volverse, como hablando para sí misma, dijo:

− Creonte, créeme, no volvería a hacerlo, si pudiese volver hacia atrás el tiempo, Polinices, mi querido hermano, permanecería a la intemperie, como atractivo señuelo para las fieras y las aves de la carroña; aunque mi corazón se hubiese partido en dos y hubiese caído muerta de dolor... Mi cuerpo exánime hubiese cubierto el suyo, como hacen los hoplitas cuando saben que van a morir en la batalla y sus cuerpos quedarán insepultos… Y qué bella metáfora hubiese sido de la ciudad, ¿no? Muertos que son la sepultura de sus muertos…

Calla y mira a Creonte, por primera vez, ahora sí, de frente, con distanciada objetividad. El cansancio y el dolor extremo han eliminado de su gesto cualquier resto de aquella tozuda pasión que la ha guiado hasta ese preciso instante…

− Después de tanto sufrimiento −dice, por fin−, el mundo, la ciudad, no ha cambiado ni un ápice; nada ha cambiado ni un ápice… Quizás tú, Creonte, con tu inmisericorde rigor y apelación a las leyes, tenías razón; pero yo prefiero la Democracia a la Ciudadanía, la libre determinación al consenso; pero eso no nos ha traído hasta aquí, ¿verdad?

Y, de nuevo, como si hablase para ella, añade: O sí ¿O ha sido eso exactamente lo que nos ha traído hasta aquí…?

 

8

 

Edipo Rey de Sófocles

(… eres mi madre, pero qué importa si somos tan felices…)

 

− Sí, lo sé, eres mi madre, pero qué importa si somos tan felices; no destruyas con ese gesto, con tu suicidio, toda esa felicidad… Por primera vez, querida Yocasta; por primera vez en mi vida, soy completamente feliz y a nadie se le debería arrebatar la felicidad conquistada tan sólo por un fatal encuentro en un cruce de caminos… Somos, esposa mía, piezas sujetas al gran juego de los dioses y a ellos no les importa nuestra felicidad, sólo nuestro sometimiento…

[… pausa dramática y expectante. Yocasta lo mira, unos dicen que con pena, otros que con un gesto de horror, y otros, que con infinito amor; pero permanece en silencio…]

… ¿Qué deberíamos hacer ahora, eso que nos grita la muchedumbre del coro…? Pero tú sabes que ninguno de entre ellos ha conquistado nunca la felicidad, si así fuera, no estarían pidiendo tu muerte ni mi ceguera, tu holocausto y mi propia mutilación…  Tú sabes que quien no conoce ni ha conocido el gozo del auténtico amor en los brazos de la mujer o del hombre soñados tiende a la injusticia y es cruel, pues quien ha conocido la plenitud de ese gozo jamás se atrevería a solicitar la aniquilación de un hombre feliz…  Oh, dioses, hasta Tiresias estaría de acuerdo con ello; ni mi propio sentido del deber, ni todas vuestras leyes, ni tampoco las humanas, pueden obligarme a la renuncia, ni siquiera mi propia conciencia puede hacerlo, ¿por qué deberíamos hacerlo, para satisfacer qué balanza, si no hemos dañado a nadie a sabiendas?

[… duda, titubea…]

 … tampoco mi destino prefijado de héroe, digan lo que digan también Tiresias o el coro… ¡Soy tan feliz!... No, jamás me arrancaré los ojos, jamás lo haré y tú, querida esposa madre, jamás te quitarás la vida; los seres felices no lo hacen y nosotros lo somos, ¿verdad?

 

 

9

Se puede decir que el Libro del Arcipreste ha sido una de las lecturas decisivas de mi vida; desde luego, uno de los textos que más han influido en mi concepto de la literatura, en general, y de la novela, en particular. Desde que mi maestro Julio Rodríguez Puértolas nos lo descubrió en la Universidad y nos enseñó a leerlo como el producto conflictivo, intenso y paradójico que es, fruto de uno de los primeros sujetos en los que se anticipa la modernidad como el tiempo y el espacio de la incertidumbre y de la angustia existencial –no solo en Castilla, sino, quizás, en toda Europa–, su asidua lectura y comentario ha enriquecido y abierto mi mente a la comprensión de la auténtica naturaleza de la novela moderna, en general, y de la novela experimental del siglo XX, en particular.

 

Libro de Buen Amor del Arcipreste de Hita

(… este es el estupor de la decadencia…)

 

[fragmento en prosa encontrado en el códice BNM/30-GRZ-01909; junto a otros escritos, jurídicos y notariales, también en prosa[1]]

 

… en mala hora le di a don Hurón mi carta para las dueñas, en ella iba toda mi sabiduría y mi dolor; cómo pude hacerlo, cómo no preví esta final humillación del deseo… Cómo no preví que acaso sea verdad que el amor solo anida en los corazones gentiles, que el buen amor no admite terceros, ni su público pregón por las plazas y las calles… En qué he pardo, a qué punto he llegado… Con Garoça hubo un momento en que tocamos el cielo de los amantes y pareció que la búsqueda alcanzaba por fin su sentido… Qué mujer, qué plenitud la de sus brazos… Oh, la bella Garoça, cuánta promesa y gozo en su seno… Cómo he podido caer en este estado lamentable… Fue su muerte, la memoria insoportable de su pérdida… Cómo he podido recaer una vez más en el error; tan honda es la merma causada por la soledad… Cómo he podido creer siquiera un instante que don Hurón era la solución, el cordel que me sacaría de este pozo oscuro… Oh, Dios, señor del buen amor, qué humillación y vergüenza ver convertidas en lodo viscoso y nauseabundo las palabras en las que se acrisolaba la suma de mi existencia y de mi búsqueda… Escuchar las risotadas y el escarnio de la turba y la untuosa y lasciva cantinela de don Hurón asesinándolas con su propia risa y caricatura… Cómo no he previsto mi propio ridículo, la decadencia…

… ¡Garoça, exclama el Arcipreste, vuelve de tu fosa de tierra pura en intacta; atraviesa el río del olvido y sálvame de esta confusión bufa y grotesca!… ¿Por qué he tardado tanto en comprender? Son tan pocos los que logran rozar la gloria del amor verdadero… ¡Pero es tanta y tan terrible y dolorosa, luego, la nostalgia de los amantes recompensados con su roce!…

 

 

10

Tratar de justificar la elección del relato por excelencia de la modernidad resultaría inútil y pretencioso; solo cabe decir que ha sido otra de las lecturas esenciales de mi vida, como lector y como escritor.

 

Don Quijote de Miguel de Cervantes

(Dos finales; uno apócrifo, por supuesto)

 

[Final 1] “El auténtico final de Cide Hamete”.

− Psss… psss… ¿se han ido ya todos…?

− Sí, señor; ya están todos durmiendo… y creen que vuesa merced ha muerto; qué lástima me dan…

− Pues espabila, Sancho, y prepara todo el bagaje…

− Ya lo tengo todo listo, señor…

− En Flandes, querido Sancho, me han dicho que se vive bien, que los prados son verdes y el agua abundante, allí podremos vivir libres y a nuestro antojo; y si necesitamos dinero dicen que se puede trabajar y ganarlo honradamente…

− Sí, señor, vámonos como lo hicieron Rincón y Cortado o nuestro amigo el licenciado Vidriera…

… … …

 

[Final 2] “El bachiller Sansón Carrasco toma las armas”.

Sancho llora la muerte de don Quijote; al cabo se levanta y se dirige a por las armas de su señor, las toma con mimo, con lágrimas en los ojos, las envuelve en una vieja manta y las sube a su pollino, y en silencio, cabizbajo, se dirige a la casa de Sansón Carrasco y, cuando este abre, con las armas en la manta, desde el umbral, le dice:

− Se lo debe, señor de la Blanca Luna, se lo debemos los dos…

Y Sansón Carrasco, a partir de ese instante, Caballero de la Blanca Luna, asiente en completo silencio…

 

11

A los lectores que no hayan leído el texto de Defoe y a los que crean que lo han leído o que lo leyesen de jóvenes, les recomendaría que volviesen a leerlo con la madurez que dan las lecturas sucesivas y los años. Se encontrarán con algo completamente diferente a lo que recordaban o a lo que esperan encontrar. Una de las cargas de profundidad más potentes lanzada jamás al océano de nuestra modernidad capitalista.

 

Robinson Crusoe de Daniel Defoe

 

Viernes, decepcionado y confundido por la muy cristiana hipocresía  y corrupción de los hombres civilizados, decidió regresar a su isla, reconciliarse con su anterior estado salvaje y probar, junto con los suyos, de nuevo, la sangre y la carne de sus enemigos; y, al hacerlo, la primera vez, después de tanto tiempo, descubrió en su más profundo interior de ser salvaje que aquel gesto era infinitamente más justo y verdadero, menos cruel y malvado, mucho más humano, en suma, que la mayoría de los que había visto entre los seres civilizados, pues aquella carne y aquella sangre del enemigo se había obtenido mediante una lucha entre iguales, en donde unos y otros gozaron de las mismas oportunidades, tanto que bien podría haber sido él el bocado de los otros… No había habido en ese combate ninguna de las añagazas, de las mentiras y de las trampas que se escondían en las falsas palabras de su antiguo amo y de su gente, sobre las que basaban sus vidas hipócritas y mentirosas. 

 

 

 

12

Finalmente, he seleccionado la extraordinaria obra de Mann, más citada que leída, como ocurre con casi todas las obras clásicas; una experiencia lectora intensa, densa, completa y envolvente, con ánimo e intención totalizadora que exige, por eso, lectores que consideren la novela como algo más que un artefacto de entretenimiento. Un auténtico monumento a la escritura concebida como desentrañamiento de las almas y de los cuerpos de unos sujetos –que nos anuncian a nosotros mismos– atrapados por la Historia, justo al final de un mundo y al comienzo de otro.

 

La montaña mágica de Thomas Mann

 

… hubo momentos, joven Castorp, en los que brotaron en ti sueños de amor llenos de alentadores augurios, sueños que tú creías gobernar; eran sueños de muerte y de lujuria, de cuerpos dañados y libres… Y, ahora, viéndote dirigirte hacia ese crepúsculo rojo sobre el barro y la sangre de tus compañeros, nos preguntamos si de todo este festival mundial de la muerte, si de este espantoso arranque febril que calcina el cielo lluvioso del alba se elevará, algún día, el amor.

–        ¡No! –me gritas, justo antes de perderte en la oscuridad.

–        ¡En la cima te espera el bueno de Joachim! – querríamos gritarte nosotros desde nuestra cómoda sombra, pero ya es tarde.

FINIS OPERIS



[1]
                        [1] [NOTA AL MARGEN] … acaso justo al final el Arcipreste comprendió que debería haber escrito en prosa, como el astuto de don Juan Manuel, y así inaugurar una nueva escritura destinada al futuro…

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Escalera Cordero

Entre la nada y el olvido en la obra de Leopoldo de Luis

5 de septiembre de 2019 13:20:46 CEST

 


  Estamos de celebración porque Sergio Arlandis, mucho más que poeta, también investigador y crítico, profesor en la Universidad de Valencia ha realizado una excelente selección de la obra de Leopoldo de Luis, de la mano también de su hijo Jorge Urrutia, profesor prestigioso y gran poeta de nuestro tiempo.

   He titulado este texto “Entre la nada y el olvido” porque en los poemas seleccionados el gran Lepoldo de Luis contempla la vida como un abismo, donde el espejo nos niega a veces toda apariencia, somos seres en la derrota, que perpetuamente perseguimos la claridad desde la umbría mirada del tiempo.

  En la estupenda selección de los poemas, encuentro tres que me han llegado dentro, de diferentes épocas, Arlandis en el prólogo ve la poesía como la ventana desde la que miramos el mundo y es muy cierto, el poeta que se siente extraño ante la vida, que pasa casi fantasmagórico por las cosas, abre las puertas de su casa al verso que le alumbra y es el fuego donde germina el tiempo. Para de Luis la vida es un refugio donde uno se  esconde y solo en los versos amanece de veras a la verdadera vida. En ese extrañamiento vital crecen sus poemas, como muestra en Los imposibles pájaros (1949), libro en que ya vemos su afán de ver la luz entre las tinieblas del vivir. En el poema “Eterna voz” dice:

“También vendrán otras gentes y otros días / y enterrarán mi voz”-

    La vida sigue y el poeta ha de pasar, al final todo será arena negra que cubrirá el cuerpo, la vida será ya otra, para el que la pierde, en ese infinito abismo que es la muerte.

   Porque la voz del poeta no es la suya en realidad, nace de algún lugar, en ese espacio donde el hombre que no somos vive, donde el hombre no nacido crece, donde el increado se hace luz cenital:

“Ni aún esta voz es mía, es una herencia. / Yo no soy yo- Fui aquel. He sido. Acaso / hay un oculto río y una escondida espina / que eternamente van atravesándonos”.

   La vida es esa espina, esa cruz que nos lleva a otro yo, quizás al que nunca hemos sido. Hay en la poesía de Leopoldo de Luis un desdoblamiento, como si otro ser le inundara, no el que se mira en el espejo, sino un eco de otra voz, de otro tiempo, una herencia de otros seres ya idos.

   En el libro El extraño, escrito en 1955, hay un poema dedicado al hijo, que me ha gustado mucho, en esa declaración hacia un ser que aún es inocencia desde la sombra del hombre ya maduro:

“Mirándote quisiera derretir / este plomo sombrío de mi pecho / y creen en la vida y en las cosas / que nos dicen su claro sortilegio”.

   La vida desde el niño, abriendo a la magia del tacto y del abrazo a ese ser que lleva plomo ya en el pecho, la carga como Sísifo de la vida que siempre empieza de nuevo.

   Sigue Leopoldo de Luis su sendero de abrir un cauce al corazón herido, al que late y pena en la memoria.

   En 1979 llega Igual que guantes grises, libro donde de nuevo, en la senda de ese Aleixandre de Sombra del paraíso, de Luis habla de ese espacio que ya nos ha condenado, vivimos en la ilusión del ayer desde un hoy que es derrota, como nos dice el poema “Paraíso perdido”:

“Perdemos realmente un paraíso. / Porque hay un paraíso en cada uno / de nosotros y un día / nos expulsa súbitamente.”

   El cuerpo que se mira despojado de sí mismo es ya el yo herido, el que ya no existe, envuelto en el olvido de sí mismo, en de Luis vive ese deseo de existir pero que nos niega la propia vida, con su eterna condena del hastío y el dolor.

   Llega en esa senda a un poema que me ha dejado conmocionado, en Cuadernos del verano 2005, Últimas notas, escribe Leopoldo un poema que nos hiere, nos arroja directamente al vacío existencial, se llama “Final”:

“¿Cómo voy a morir si no he nacido? / Nacer es ir sacando el otro a flote, / es conseguir que día a día brote / del fondo en que mantiénese  escondido. / No he llegado a lo plenamente humano /proyecto del que quise ser un día. / Sombra de un sueño que la luz seguía / y se quedó sonámbulo y lejano”.

     Dirá también que somos cautivos en sentinas, lo que nos deja esa sensación de tristeza como si la vida fuese una farsa, una burda broma, ¿será entonces el final o habrá algo más que le de sentido a todo esto?.

    En esta antología editada por Cátedra con el prólogo agudo y extenso de Arlandis hay un eco doloroso, los que leemos sus poemas ya sabemos que todo es derrota, pero quizá queda la ilusión en el hijo, en un paraíso no perdido del todo, gran poesía la de Leopoldo de Luis que cala muy adentro.

Leopoldo de Luis. Libre voz (Antología poética 1941-2005). Ediciones Cátedra, Madrid, 2019,

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Tres nuevos cuentos cortos

8 de agosto de 2019 09:57:20 CEST

 No estoy acostumbrada a la esperanza

Seguramente tú estás hecho de energía oscura, ésa que los astrónomos dicen que mantiene, desafiando todas las leyes de la física, en constante expansión el universo desde la explosión inicial. Probablemente eres así y no puedes evitar la destrucción que produces a tu alrededor. O quizá sólo yo provoco en ti esa fuerza oscura con la que me has lanzado hacia el otro extremo del universo. Has creado entre nosotros,en secreto, una distancia infinita que a mí me ha sumido en la confusión y la tristeza. No soy capaz de sobreponerme a la marea que la violencia de tu engaño ha levantado en mi mente. Yo creí ser más fuerte que tu dolor, me engañé pensando que una voluntad decidida puede enfrentarse al destino y dominarlo, que mi amor permitiría allanar las dificultades, sortear las trampas del camino, incluso conseguir que te sintieras ligado a mí cualquiera que fueran las circunstancias de nuestras vidas, que el paso del tiempo y la entrega de estos años tejerían entre los dos una red de complicidad indestructible. ¡Qué inmenso error! Me convertiste en tu juez, en una pesada carga de la que te despojaste, como de una estrella apagada, con gélido desdén. Y aquí estoy derrotada, escondida, temblando de frío y miedo, esperando que llegue un poco de luz a los escombros de esta galaxia en ruinas en la que me he refugiado, como los soldados de un ejército vencido que no quieren ser capturados, pero que tampoco tienen ya valor o fuerzas para seguir combatiendo.

Tengo por delante años de exilio, de no querer ver ni ser vista, tratando de recobrar el aliento y sobrevivir en lugares donde nadie habla con quien está sentado a su lado. Lugares siempre en penumbra en los que, casi en silencio, viejos piratas, desertores de todas las guerras, que hace siglos vendieron su alma al diablo, apuran el líquido brillante que les llama desde el fondo del vaso.

Ellos son la única compañía que puedo soportar porque sus cicatrices hacen las mías menos visibles, su dolor vuelve el mío menos áspero y no me engañan haciéndome creer que no estoy sola.

 

 

 

Baile de debutantes

Escucho una voz de niña enfadada y luego la veo salir del parque y dirigirse a la calle volviéndose, de vez en cuando, para insultar a unos chicos que se ríen de ella. A los chicos no puedo verlos porque unos arbustos los ocultan, sólo oigo sus risas y sus comentarios burlones.

Ella parece furiosa y sus ojos azules y redondos, como los de una actriz de cine mudo, están velados por lágrimas que, valerosa, logra contener.

En el silencio del domingo por la tarde cualquier pelea, por pequeña que sea, supone un acontecimiento y en algunos balcones comienzan a asomar las cabezas de mis vecinos, tan aburridos como yo, intentando enterarse de qué está pasando.

Debe de tener unos catorce años y seguramente por eso me resulta llamativa la soltura con la que maneja palabras tan soeces. Siento la tentación de preguntarle si le han hecho daño o si necesita ayuda pero me da la impresión de que probablemente lo interpretaría como un entrometimiento de vieja.

Es una chica flaca, de caderas y espalda aún estrechas pero se ha vestido como si fuera a posar para la portada de una revista hortera. Quizá esa sea la razón que explique que las risas de sus amigos le parezcan tan humillantes. Se ha puesto unos vaqueros ceñidos de talle muy bajo sujetos en la cadera por un pañuelo rojo y una camisa anudada justo por debajo del brevísimo pecho. Deja a las vista un cuerpo larguirucho y prometedor pero poco apropiado para una vestimenta tan exuberante. La contradicción le confiere un aspecto extremadamente frágil.

Como si hubiera adivinado lo que yo estaba pensando y quisiera desmentirme escupe al suelo con rabia y levanta airada la cabeza, en la que un turbante rojo, como su camisa, sostiene una altísima coleta.

Va caminando delante de mí, apretando altivamente el paso porque dos de los chicos del parque han salido tras ella. Uno lleva al otro sentado en el manillar de su bicicleta y en ese extraño equilibrio de idas y venidas detrás de la chica, este último trata de excusarse echándole la culpa a un tercero ausente. Las excusas me suenan tan familiares, tan repetidas, tan inútiles y,  al mismo tiempo, tan eficaces.

Ella va cambiando el tono de sus respuestas con tanta facilidad que obliga a pensar que estaba deseando hacerlo desde el principio y el chico se baja de un salto del manillar y continúa caminando junto a ella. La conversación, a partir de ese momento, sigue en un tono mucho más bajo y el ciclista se retira sin decir nada.

Ya no puedo escuchar lo que dicen pero, de repente, siento una enorme fatiga. Al verlos juntos, uno al lado del otro, me parecen aún más jóvenes de lo que había creído; ella le saca un palmo y eso suele ocurrir cuando los chicos no han llegado aún a la edad del estirón. No son más que dos niños ensayando un juego extenuante que los tendrá entretenidos, al menos, los próximos cuarenta años.

 

 

Al caer la tarde

Solo necesito una mecedora para pasar la tarde. ¡Qué espíritu tan pobre el mío!. Como a una niña en su columpio, el movimiento me parece suficiente ocupación, me acuna y me acompaña. Atrás y adelante, subir un poco y luego bajar, uno, dos... Siento pasar el tiempo sin dolor y sin afán en la mecedora blanca de mi abuela. La recuerdo a ella, tan lejana, como me veo a mí ahora: adulta, abstraída, extraviada en un laberinto oculto en la parte de atrás de sus ojos, mirando sin fijar la vista en ningún sitio, dejando pasar la tarde sin hacer nada, sin decir nada, sin esperar nada.

Me arrullan el ruido suave de la madera que se balancea sobre el mármol y el roce de las viejas cuerdas que trenzan el asiento al estirarse. Música de tres notas que se repiten, en orden, una y otra vez mientras me voy quedando a oscuras.

Ensayo para mi vejez, solo probable, muchas tardes así. No quiero ver la tele, tan sórdida como acostumbra, sentada en un sillón inmóvil, ni siquiera oír la radio que chorrea palabras grasientas. Mejor mecerme en el silencio y el olvido.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eve Ferriols

La deconstrucción fue mi Beatriz

8 de agosto de 2019 09:35:11 CEST

 

 

 

 

 

 

Chema López en la biblioteca del IVAM.


 

La visión siempre es un hecho. Es la realidad lo que suele ser un fraude.

G.K. Chesterton

 

 

Chema López, Historia y novela, 2018. Óleo sobre lino, 200x100 cm.

 

 

 

 

  I

 

En las paredes cuadros colgados de diferentes dimensiones, superficies borradas, tachadas, intervenciones, moscas de un considerable tamaño pintadas directamente en la pared, Historia y novela (un óleo a partir del manuscrito de Campos de Almendros de Max Aub), un video de tres minutos de duración que en esta ocasión es un montaje de Chema López a partir de la mítica película de Antonio Maenza Orfeo filmado en el campo de batalla, enfrente, un cuadro de grandes dimensiones -- ¿las dimensiones de una pantalla de cine? -- que representa una escena de la película (Orfeo en el campo de batalla, 2019). En el centro de la sala una vitrina, una mesa  expositora donde se exponen documentos, libros, cartas, carnés, fotografías. Max Aub (1903-1972) y Rafael Chirbes (1949-2015).

 

El pasado = los documentos =la memoria.

El presente = la exposición = la mirada retrospectiva = la interpretación.

El futuro = el archivo.

 

A la izquierda una vitrina más pequeña, junto a otro cuadro que reproduce la contra del único libro publicado por Eduardo Hervás (1950-1972), Intervalo. En la vitrina algunas cartas manuscritas, poemas, traducciones, un cuaderno escolar azul, algunos libros, El Antiedipo de Deleuze y Guattari, Sur le materialisme de Sollers, El Erotismo de Bataille, una edición mexicana del Manifiesto Comunista subrayado, dos panfletos de Mao Tse-Toung en francés contra el culto del libro, dos números de la revista de cine Cinethique. Todo este material sale a la luz por primera vez. Es el contenido de una carpeta de la que no se tenía noticia y que no había sido abierta hasta hoy.

 

Los documentos = el pasado = la memoria = la muerte  = el olvido.

 

Esto es “Materia y memoria en Aub, Hervás y Chirbes: un proyecto de Chema López”. Una intervención en un espacio reducido pero simbólico: la biblioteca del IVAM, que acompañará durante cuatro meses a la exposición Tiempos convulsos (13/02/2019 – 19/04/2020). Una reflexión a través de las imágenes, sobre una época fecunda en contradicciones e intransigencias, una época que dilapidó su herencia,  hipotecó su futuro, y se cobró sus primeras víctimas, vista a través de las colecciones del IVAM.

 

Aub, Hervás y Chirbes. Tres nombres propios. Tres escritores en el museo. Tres obras literarias. Y un encargo a un pintor. ¿Qué tienen en común? En principio estar muertos. El mismo país. La misma historia. Tres muertos. Dos de ellos de sobra conocidos, o desconocidos de sobra. Y el tercero una sombra. La sombra de una sombra. Apenas dejó obra. Apenas tiene biografía. Apenas pisó el mundo. Es el que más nos interesa. Lo cual no quiere decir que sea el más interesante. El que nos interesa hoy es el pintor Chema López. Su lectura. Su exposición. Su pintura.

 

 

II

 

La vida no es una biografía dice Pascal Quignard en su libro La vida no es una biografía.

 

“Vivir no tiene ningún fin;

vivir no tiene ningún telos;

vivir no tiene ningún objetivo;

vivir no tiene ninguna “labor”.

 

Chema López es, a mi juicio, uno de los pintores más originales y comprometidos que tenemos en la actualidad. Su obra, dura, difícil, arriesgada, exigente, comprometida, transciende la mera representación de una realidad concreta para narrarla en imágenes, en metáforas, de cuadro a cuadro y dentro del mismo cuadro, imágenes que se reinterpretan unas a otras, que se aluden unas a otras, que se prolongan, se borran, se difuminan, el mismo cuadro pintado dos veces, negro sobre blanco, blanco sobre negro.

 

Las exposiciones de Chema López narran una historia, cuentan un cuento en el que el protagonista persigue pistas, las pistas le persiguen, pistas en ocasiones falsas, las pistas falsas son las que más nos acercan a la verdad, las pistas verdaderas no son pistas, son pruebas.

 

El acontecimiento acontece.

 

El discurso discurre.

 

Chema López no reconstruye una historia. La historia de un crimen cometido en común. Sino que la deconstruye. Lo contrario de la realidad no es la ficción, es la irrealidad.

 

La literatura.

 

Max Blecher:  Acontecimientos de la irrealidad inmediata: “Cuando miro durante largo rato un punto fijo en la pared, a veces me ocurre que dejo de saber quién soy y dónde me encuentro.” Cuando Chema López pinta un retrato, su modelo es casi   siempre una fotografía impresa o una fotocopia (el impresionante retrato de Hervás incluido en la reproducción pictórica de la contraportada del libro).  Y lo que capta con sus pinceles no lo puede captar la cámara (hay cierta perversión en pintar una cámara, un libro, una caja de cerillas, una partitura, una mosca, cuando  una fotografía aparentemente hubiera hecho mejor el trabajo.) La cámara reproduce lo que ve, lo que tiene delante, lo que se deja ver, lo que no presenta resistencia. El cuadro lo que no se ve, lo que está detrás, lo que se resiste a entregarse, lo que se oculta. No es el parecido, la ressemblance, lo que persigue la pintura de Chema López.

 

La literatura.

 

Max Blecher:  Acontecimientos de la irrealidad inmediata: “A mi alrededor, la realidad exacta tira de mí cada vez más hacia abajo intentando arrastrarme hasta el fondo. ¿Quién me despertará? Siempre ha sido así, siempre, siempre.”

 

Todo encaja.

La materia.

La memoria.

La muerte.

 

Violenta trayectoria:

“Esos ojos no te pertenecen.

 ¿De dónde los has tomado?”

 

y

III

La exposición

 

Cómo la disposición de las obras, su forma, su formato, orienta la mirada del espectador. (La obra siempre es más que la suma de sus partes.) Max Aub, Eduardo Hervás, Rafael Chirbes unidos por lo que los separa. Siempre ha sido así.

Chema López anula la distancia entre la imagen y la palabra pintando palabras que son a la vez imágenes. Pintando la pintura. Algunos cuadros parecen inacabados. Todos los cuadros están inacabados. ¿Cuándo un cuadro está acabado? ¿Lo sabe el pintor? ¿Qué quiere decir acabado? ¿Qué quiere decir inacabado?

El espectador ve lo que cree estar viendo, sin embargo lo que está viendo nunca es lo que él cree estar viendo.

Insistir en la diferencia entre dentro (de la vitrina) / y fuera (en las paredes). Dentro (del museo) y fuera (en la calle)

 

Volvamos al principio. Volvamos a ver la exposición. Volvamos a esa carpeta inédita que contenía los documentos de Eduardo Hervás que se exponen en la vitrina y que tanto ha dado que hablar. Recordémoslos: cartas manuscritas, poemas, traducciones, un cuaderno escolar azul, algunos libros, El Antiedipo de Deleuze y Guattari, Sur le materialisme de Philippe Sollers, El Erotismo de Bataille, una edición mexicana del Manifiesto Comunista subrayado, panfletos en francés, dos números de Cinethique… Escribamos la historia de la carpeta. ¿Hay otras carpetas? ¿Otros documentos? ¿Saldrán a la luz algún día? Antonio Maenza, “el ángel exterminador”, después del suicidio de Hervás estuvo ingresado en un manicomio. Su historia clínica se ha perdido. Sólo Lacan hubiera podido salvarle.  Muere en 1979. Una muerte violenta. “Violenta trayectoria”. El ángel exterminador exterminado. De cuando en cuando alguien escribe un artículo reivindicando a “nuestros malditos”, a nuestra “generación perdida”. De cuando en cuando se publica algún inédito, se pasa una película, aparece una carpeta. De cuando en cuando alguien muere.

 

“Siempre ha sido así, siempre, siempre.”

 

Finalmente me he decidido a escribir la historia de la carpeta. Sería una pena que se perdiera. Sería una pena que se tergiversara. Aquí la tienen.

 

 

Historia de una carpeta

 

--No toquen nada hasta que no lleguemos nosotros, dijo el policía.


 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

Somos naturaleza

8 de agosto de 2019 09:30:42 CEST

    Ariadna G. García (Madrid, 1977), poeta, crítica literaria, novelista, traductora, con una sólida formación humanista, proyecta, con la publicación de Ciudad Sumergida en Hiperión (el cuarto poemario que publica en esta editorial), una voz poética personal y muy hecha, que ha encontrado en la lírica el molde perfecto para transmitir una conciencia cívica y ecológica que conforma su proyecto de vida.  

    El libro se vertebra en dos temas principales, poco transitados en la poesía española y, por tanto, muy novedosos: la conciencia ecológica universal y otros modelos de familia. Comienza haciendo alusión a los ciclos naturales de las estaciones, que nos recuerdan que somos naturaleza, ante todo. A lo largo del poemario, se va desplegando un ideal, una arcadia soñada que dialoga con los clásicos de los siglos de Oro y hace guiños a la tradición pastoril hispánica, a través de versos que irradian optimismo, a la vez que son sumamente críticos con la sociedad consumista y superficial, plagada de “slogans publicitarios.”

   Llama asimismo la atención un imaginario ártico que retoma tópicos que ya aparecían en La guerra de invierno: bayas, bosques de abedules, nieve y tiendas de piel de reno, que sumergen al lector en una atmósfera de calma y placidez, donde el tiempo se dilata y culmina en la felicidad sencilla, en comunión perfecta con la naturaleza y con la persona amada. Paisajes emocionales donde se puede respirar un aire limpio que conduce al yo poético a un canto celebratorio que nos recuerda la poética de la danesa Inger Christensen:

 

                        “Resplandezco

                        soy el verde

                        atolón

                        el albedo

                        que mantiene

                        habitable

                        el planeta”.

 

    El yo se escinde del ego para hacerse naturaleza, empatizar con todos los seres vivos, yendo de lo individual a lo colectivo:

 

                        “soy la primera célula

                        de los osos polares,

                        y de los zorros árticos,

                        no distingo entre especies

                        cuando comparto un bien

                        soy el suelo que viaja de un ser humano a otro”

                       

    El segundo tema principal, conecta con la militancia LGTBI de la autora, muy presente a lo largo de su obra, e indaga en un modelo de maternidad donde el nosotras (las dos madres), representa el amor libre de convenciones y de “cruces”, que va superando todos los obstáculos para llevar a cabo su proyecto de familia. Destacaría los poemas al embarazo, que celebran a los hijos que van creciendo en el vientre de la esposa y esa espera hace que el yo poético se expanda (“y no me canse nunca de nombraros y hablaros”), transmitiendo seguridad, a través de alejandrinos contundentes, combinados con endecasílabos bien cincelados.

 La sección titulada “Memoria”, reflexiona sobre la estirpe y cómo conforma nuestra identidad:

 

            “Voy siguiendo tus huellas

            por el bosque nevado,

            hundo mis botas

            dentro de tus huellas”.

 

Cobran especial altura esos poemas en prosa poética que mezclan lo elegiaco y lo narrativo donde nos encontramos con el abuelo actor de teatro, superviviente de la guerra civil y de la posguerra gris en la que tuvo que reinventarse.

   En el fondo, Ciudad sumergida es un canto optimista al amor, a la superación. Un yo cívico que no deja de movilizarse: “Aún estamos a tiempo de cambiar.” Ariadna G. García cree en la utilidad de la poesía, en que a golpe de verso es posible mover conciencias y transmitir el mensaje de que siendo cuidadosos con la naturaleza, podemos construir un mundo más saludable. El camino, según la autora, es lo colectivo, vivir como antaño, cultivar la tierra y contribuir a que no se agoten los recursos limitados y llegue el caos:

 

            “Recolectemos juntos las moras del pantano.

            compartamos la hogaza frente al fuego de leña”.

 

Un poemario muy necesario en esta era de egoísmo, cambio climático y degradación del medio ambiente.

 

 

Ariadna G. García, Ciudad sumergida, Madrid, Hiperión, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Aranda

Líneas quebradas

2 de julio de 2019 09:38:37 CEST

Pliegues de ánimo oculto fustigados de sal.

 

Grutas y salbandas descubridme

una antigua razón cuya hendedura

ahuyente el pavor de la sangre.

 

Días de tinta errante pavonados

de fraguas colmaron de vid mi instinto.

Alguien ensartó palabras melancólicas,

derrubios de soledad

en un anciano poema cercado de vetas,

 

y un tratado de hojas indescifrables

−repetido acorde endecasílabo−

me fue ofrendado.

La sonatina de un augurio

escrito a golpes en las horas inciertas

de un reloj de flores.

 

La estela indefinida meció orbes

tras la duna del teclado.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rosa María Villaroig

El surrealismo refinado de Manuel de Castro

24 de junio de 2019 08:33:36 CEST

Manuel de Amorim de Castro Cabrita, conocido como Manuel de Castro, nace en Lisboa el 17 de noviembre de 1934 y fallece en la misma ciudad, con apenas 36 años y víctima de un cáncer de páncreas derivado de su alcoholismo, el 12 de septiembre de 1971. De familia pudiente, pasó su infancia en Goa y Mozambique, por entonces colonias portuguesas en las que su padre había sido destinado como diplomático. A los ocho años, y ya de regreso a la metrópoli, Manuel fue enviado al seminario, pero, rebelde y sin vocación, acabó por escaparse varios años después, dando comienzo a una vida autodidacta, errante y volcada en la literatura y en el aprendizaje de idiomas.

Miembro destacado del mítico grupo del café Gelo de Lisboa y asiduo colaborador de algunas de las principales revistas de su tiempo —entre las que cabe destacar ”Coloquio”, “KWY” y, sobre todo, “Pirâmide”—, la obra poética de Manuel de Castro se puede calificar como de un surrealismo culto, nutrido de referencias clásicas pero no exento de cierta vena social. Poeta de culto en Portugal, de escasa y poco difundida obra, forma parte de la Antologia do Surrealismo de Mário de Cesariny, así como de dos recopilaciones de la Novíssima Poesia Portuguesa. Presentamos a continuación, en castellano, una muestra de la indiscutible estatura poética de Manuel de Castro, ocho poemas extraídos de Bonsoir, Madame, obra completa del autor recientemente publicada por las editoriales portuguesas Alexandria y Língua Morta.

 

MANUEL DE CASTRO

 

BALADA PARA LA CIUDAD DE BURDEOS Y UNA NIÑA DIFUNTA

 

Duermes. Y tu corazón de flúor

se alimenta de cuerpos; crece,

vibra, regado por la sangre de los hombres.


Duermes, niña cubierta de arcos,

de puentes sonoros,

pisada por los hombres que alimentan

tu corazón de flúor, de arena,

metal, lágrimas y violencia.


Ciudad, niña difunta, solemne,

tu amor es un implacable abrazo de musgo

revistiendo nuestro sufrimiento,

funeral común, sin pompa,

sin la música de las fiestas militares.


Agitas las manos, tus brazos de agua,

ese continuo llanto interior,

sordo y malévolo.


Tú que devoras el futuro y la fantasía

con una sonrisa pétrea, mineral,

canta tu muerte sucesiva,

la minúscula eternidad del presente,

y el infinito trabajo de vivir.

 

 

LA VOZ CASI SILENCIO

 

se va perdiendo la voz casi silencio

un cuerpo ahora hueco    gastado    frío

la muerte es un color que fue escogido

para encontrar la dirección del viento


el hombre que fue un feto    que fue un pez

que fue el aire    que fue la sangre y el gesto

atraviesa el mar con círculos en los brazos

poseído en su propio destino

en el descubrimiento de los focos submarinos


al mismo nivel de las estrellas más brillantes

y sin embargo extintas hace mucho

puede encontrarse el gran amor final

pesarse en su sonido y calidad


garganta de alquitrán fundente

se va perdiendo la voz, casi silencio

 


POEMA PARA UNA HIEDRA

 

el cansancio es un combate a lo largo del mar

a camino de la destrucción

con el cerebro deshecho en algas

alimento de los peces

la espuma amarillenta se escurre por la punta de los dedos

en un alquímico gesto sabio


mi padre es el pájaro cavernícola

cuya mirada tiene el sentido de las brújulas subterráneas

y mi madre engastada de diamantes

allí yace un candor

tan inútil con un periódico diario

definitivo y absurdo como un crustáceo hueco


el universo recorre el periplo de mi cuerpo decapitado

como un río donde crecen árboles

y el amor puebla de círculos el aire

en homenaje al sacrificio


transporto la sonrisa de los monumentos

que deslizan su soledad

gastando la iluminación de las ciudades

indiferentes y nobles

procreando la nostalgia de los hombres


el culto de tu nombre es la palabra

insustituible instrumento de muerte para el amor

en la proyección incendiaria de la vida sin porqué


me muevo entre el turismo débil de esta gente

en espiral al vuelo libertino de los humos

en la cima de las chimeneas de ladrillo

de los hornos grandes


y porque existo en las aves transeúntes de las plazas públicas

en los animales enjaulados y cadentes

mi gesto es auténtico con piedra

ilusión y hierba

 

 

RENDIJA

 

Así fuimos, rostros, olvidados,

y yo sé que hay un íntimo remordimiento

más allá de la muralla, en el extranjero,

por nuestro olvido


Ya que la causa

de nuestra decisión individual y humana

es el peligro de una mirada más atenta,

henos aquí exiliados.


no seamos hermanos ni recemos

pero la fútil belleza de los gatos

introduzcamos en la ciudad

 

germinará la delicadeza de los aislados

aquella agilidad ponderada

y según se nos revele la luna

será nuestra vida


bajo un traslúcido y anónimo gesto

mágicas mañanas de porcelana

cubrirán de paz y calma el musgo

tenuemente dorado en la muralla


es posible explorar la esperanza

cuando la muerte lleva presente y núbil

el deseo en el cuerpo y en el alma

y la muralla en torno a la ciudad

no limita ni marca el corazón

 

 

ÚLTIMO POEMA POSIBLEMENTE DE AMOR

 

recuerda

como si los días no fluyesen en días

y para ti fuese un nítido juego de músculos

mi brazo en tu cuerpo    anfiteatro

de la más pura derrota rumbo a las constelaciones


heme aquí descubrimiento

de todo lo que se arriesga sin límite

construido por la coloración de globos de cristal

iluminados y sumergidos


para tu nombre

un nuevo mecanismo de lenguaje

para tu cuerpo

memoria    ciclo perfecto

de mis deseos de piedra y de violencia


tu

única para quien fui    adiós    el hombre sin comedia

 

 

NAVÍO

 

De aquí se avista tierra, pero es grande la distancia;

sobrenado, sobrevivo, sin esperanza ni meta.

La muerte es mi guía, mi ansia,

pues la vida fue plena y violenta.

Los árboles crecen en el jardín que se avista

a lo lejos, con flores sin aroma, que apenas se divisan.

No perdí ni gané; qué barco triste

este, perdido en el mar azul, sin iluminación.

No tengo odio, ni amor ni impulso,

soy un viejo piano estropeado;

todo me es inodoro, insípido, insulso.

Aquí no hay banderas ni verdades,

todo está informe, impuro, amalgamado.

Me falta rabia, me falta el impulso

que me transporte al margen de El Dorado.

 

 

ROSAS, TRANQUILAS ROSAS

 

Rosas sobre el lecho, tranquilas rosas,

se van oscureciendo

y hay una expectativa febril en el ambiente.


Mortecinas bombillas eléctricas recrean

la ruta de amargura que intentamos

florecer y asesinar.


El deseo de absorber la vida táctilmente

atraviesa esta música triste

que encandece la sangre

y su rastro.


Imperaba en los países la peste

y las aves caían, putrefactas,

sobre rocas solitarias,

en cráteres de volcanes,

en la llanura.


Aquí el tiempo es largo.

Aislados en una extraña tierra.

Una flecha canta;

una flecha es esta música triste

que encandece la sangre,


una flecha atraviesa simplemente el espacio.

 

 

COMUNICACIÓN

 

(Hipérbole con lugares comunes)

 

La noche cayó sobre la ciudad. Pequeñas astillas luminosas

aquí, más allá, la cubren con un encaje brillante.

Huelga de estrellas. Un cactus negro, azulado, grande,

se posa como una caricia dolorosa sobre nuestra angustia.

Estamos ciegos. La ciudad revela

su corazón perforado de breves incisiones irregulares. A pesar de todo,

una esperanza absurda subsiste; reside en esta música estúpida,

siempre latiendo, sordamente, en los miembros, en las plantas,

en la tierra. Violines.


Aproxímate, muerte, con tu sonrisa pétrea, clara y seductora.


Estamos ciegos, sí, utilizados por el tiempo y por la brevedad

de nuestras reducidas ambiciones. El silencio crece,

se instala en la negrura religiosa de las horas. Violines.

 

Aproxímate, muerte, geométrica, mineral y afable.


Siempre esta fiebre mansa, corrosiva,

vibrando en el interior de las casas. Las casas están ciegas

y nos devoran con simulada afección. Violines.


Aproxímate, muerte, inteligente, delicada y pacífica.


Bonsoir, madame1.

 

1. En francés en el original.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

Rafael Soler: origen, fulgor y trabalenguas

3 de junio de 2019 08:59:44 CEST

 

Y qué salvar entonces

qué origen qué fulgor qué trabalenguas

Rafael Soler

 

 

 

 

 

 

 

 

La obra literaria de Rafael Soler (Valencia, 1947) busca el grado cero de la comunicación, ese momento en que las palabras dejan de ser un discurso convencional para convertirse en acto: instrucciones, un grito en medio de la nada, un silencio que dura veinte años, abrazos, llamadas sin respuesta, el brindis del último gin-tonic. Actitud. Gestos. Disparos. Recetas. La comunicación verbal humana es incapaz de expresar la esencia de la vida, pero es preciso seguir intentándolo. Pese a todo. De eso van los libros de Rafael Soler.

He seguido de cerca su obra, tanto sus poemarios como sus novelas, y siempre he llegado a la misma conclusión: estamos ante un escritor con una voz única y destinada a permanecer. La coherencia entre todos sus libros, a nivel de temas y de aproximación a estos temas, es formidable y sorprendente al cabo de los años, incluso con largos periodos de silencio editorial. Esa coherencia abarca su narrativa y su poesía, pues resulta habitual encontrar pasadizos secretos (o no tan secretos: explícitos muchas veces) entre ambos géneros, pasadizos por los que discurren casi las mismas frases, obsesiones y propósitos. Y es que poesía y narrativa, en Rafael Soler, trabajan en la misma dirección: comunicar verbalmente lo verbalmente incomunicable.

Esa es una de las claves (el gran antagonista, diría yo) de su mundo literario: la incomunicación, engorrosa fatalidad que parece perseguir al ser humano. Es una incomunicación generalizada que abarca distintas modalidades y contextos. Pensemos en el patriarca de El último gin-tonic, don Moisés Casares, que obliga a sus hijos a formular preguntas que él responde en una suerte de monólogo dialogado, de una sola dirección; en el correo que Lucas Casares escribe a Diego Wiekmann y que nunca le envía; en la llamada de Lucas a su hijo Mateo, que acaba provocando un accidente de tráfico; en los monólogos de tantos muertos que hablan de su vida sin parar, solos; en Aniceto Gomín, ese acordeonista que toca demasiado alto para los ancianos sordos de un asilo; o en ese amante falsamente mudo que se dirige a su amada supuestamente sorda en el poema «Indeciso por vocación y por carácter» de Ácido almíbar.

La otra clave (el gran héroe, dispuesto a salvarnos) de su mundo literario es más sutil: la ironía, mirada contrapronóstico de quien dice algo importante y urgente, convencido de que nadie lo escuchará o de que será invariablemente olvidado o malinterpretado, pero no afloja en su empeño. Se trata de una ironía instalada en la pura raíz del planteamiento estético de Rafael Soler, que aparece en todos sus libros y que tiene que ver con ese «sabor vivo y espontáneo en la boca, con un noble final de recuerdo amargo» que deja en nosotros el trago de la vida, según la receta que el derrotado Diego Wiekmann envía al no menos derrotado Lucas Casares en El último gin-tonic, brindis irónico entre perdedores que se buscan sin encontrarse.

 

Origen

Ahora bien, esa incapacidad para entenderse entre humanos no es fruto de la casualidad sino que tiene un origen definido: la figura del padre, centro de un mundo patriarcal heredado que se desmorona entre gritos y carcajadas. El padre representa al mismo tiempo el origen de la vida y el origen de la incomunicación, un papel ambivalente que aparece en su poesía (véanse los poemas «Lávate las manos», «Prohibido correr por el pasillo», «No se detiene la memoria») pero que resalta de manera especial en su obra narrativa, tanto en El grito, su primera novela, como en El último gin-tonic, la última.

En El grito, recordemos, la relación entre el joven Teodoro Lucas y su padre alcohólico se sustenta en el rencor, en la decepción mutua y en el secretismo en torno a su muerte (un suicidio negado por la familia, en realidad). Estos problemas de comunicación entre padre e hijo se proyectan en el resto de relaciones que Teodoro Lucas mantiene con su entorno, en especial con Carmen y con su hijo autista, cuya forma predilecta de comunicación es el grito desesperado en la oscuridad. Algo parecido sucede en El último gin-tonic, donde también el protagonista atiende al nombre de Lucas y también sufre la muerte de un padre autoritario, nada afectuoso y excéntrico, de quien los hijos lo ignoran casi todo (sus negocios ruinosos, su afición al juego) y cuyo fallecimiento es descrito en los siguientes términos:

Sufrió entonces un súbito desplome de todas las vocales, imprescindibles para articular una orden o un deseo, y la lengua asomó entre sus labios, temblorosa, como un apéndice ajeno que abandonase aquel cuerpo derrotado. (pág. 69)

El silencio de la muerte traba las palabras del patriarca, sumiendo a los presentes en un vacío de sentido que ahonda en lo grotesco y absurdo del personaje en cuestión, don Moisés Casares, cabeza de una familia desde ahora descabezada. La última palabra del patriarca resulta ser, significativamente, un trabalenguas en el sentido literal: lengua trabada por la muerte. ¿Existe forma más sublime de incomunicación? Y para terminar la fatídica escena, el narrador alude, no sin ironía, al incomprensible «lenguaje secreto de las lenguas desahuciadas», insinuando que hay un lenguaje secreto propio de los derrotados, de los que lo han perdido todo y, aun así, persisten en su empeño, recordando ese lapidario «No pierdas la costumbre de perder» del poema «El amante secreto de las balas», incluido en Las cartas que debía y que anticipa el mensaje de la derrota victoriosa de No eres nadie hasta que te disparan.

La difícil relación entre Teodoro Lucas y Lucas Casares con sus padres tiene su paralelismo en la relación que hay entre el yo poético de Rafael Soler con ese tal Ausente al que tantas veces se refiere en sus libros (a menudo como el Ausente, sí, pero también como el Tipo, el Todopoderoso, el Insaciable, el Carcelero, el Que Manda). Se trata de un paralelismo que remite, por supuesto, al imaginario colectivo católico, en el que Dios es presentado como Padre de los hombres. Esta presencia de lo bíblico en su obra no es en absoluto anecdótica, como se aprecia en la onomástica judeo-cristiana de los personajes de El último gin-tonic: don Moisés, Lucas, Mateo, Marcos, Juan, Alberto Judas Tadeo y María. El propio Rafael Soler habla así, en una entrevista reciente, de los tres hijos de Lucas Casares y de sus santos tocayos:

San Marcos era un verdadero artista de la narración, y Marcos es un artista de la supervivencia que hace del póker y el alcohol una manera de estar en el mundo; San Mateo fue recaudador de impuestos, y Mateo, con el peso terrible de la pérdida de su mujer y el hijo en un accidente, es recaudador de historias por su condición de guionista; san Juan, tan joven, tan dado a la piedad, hizo del amor el tema central de las tres epístolas que escribió, y Juan vive atrapado entre el amor desquiciado de su novia Paola, y los encantos de la extranjera Paola, que del cuello a los tacones es todo fruta. (Cuarto poder, 4 de enero de 2019)

Vemos cómo la Historia Sagrada, que debería dar respuesta a las grandes preguntas de la Humanidad, deviene sátira ya desde el mismo comienzo de El último gin-tonic, un título que remite a la última cena de Jesucristo con los apóstoles en clave paródica. Y eso por no ahondar en las numerosas citas bíblicas, descontextualizadas adrede, y en otros personajes ambiguos como el de María, nombre de virginal memoria, que escapa del convento para vivir con Diego Wiekmann antes de huir a España con Lucas Casares, a quien acaba abandonando por su hermano, Alberto Judas, que no por casualidad será el más traidor de los Casares.

Como apuntamos al inicio, Rafael Soler recurre a la ironía para contrapesar la seriedad de sus temas, entre los que destaca la decadencia del modelo tradicional de familia, el fin de la vieja sociedad patriarcal, la soledad hiperconectada del ciudadano contemporáneo o la muerte de los seres queridos.

 

El lenguaje secreto de las lenguas desahuciadas

La obra de Rafael Soler indaga en ese lenguaje secreto que no se alcanza a pronunciar con la «lengua» eficiente y bien planchada de todos los días. De la lengua desahuciada, parece decirnos, nacerá un lenguaje más verdadero, capaz de comunicar mejor la experiencia esencial de la vida. Pero no es tarea sencilla. Se trata de elaborar un lenguaje que cuestione la propia lengua que lo emite, un lenguaje puesto al servicio de un acto alternativo de comunicación antes que al servicio de un discurso oficial, dominante, en el que no cree el autor. La poesía de Rafael Soler, emparentada estilísticamente con la del peruano César Vallejo, hace aflorar ese lenguaje secreto nada convencional, un lenguaje que se caracteriza por la ausencia de signos de puntuación, las imágenes visionarias de corte surrealista, la combinación fluida de los niveles culto, coloquial y vulgar de la lengua, las faltas de ortografía intencionadas o la ruptura drástica con la métrica tradicional. Pero no se limita a eso sino que cuestiona la función principal de la poesía, ya que deja a un lado las funciones estética y expresiva para centrarse en la apelación al lector. Porque ese es el objetivo principal de la poesía de Rafael Soler: conectar urgentemente con el Otro, comunicar lo incomunicable sin convenciones ni falsas retóricas. El mensaje es la propia vida.

Se produce entonces la paradoja de que las palabras que representan conceptos deben dejan de hacerlo para convertirse en actos comunicativos inmediatos, a veces irracionales, que conectan al poeta y al lector: órdenes, notas, advertencias, observaciones. Este es uno de los rasgos más personales del estilo de Rafael Soler, que puede apreciarse en títulos de poemas de distintas épocas como «Toma buena nota, y calla», «Dime qué te debo, y por qué tanto», «Las flores dentro por el calor», «Para que nadie olvide el tamaño de su miedo», «No me tires del pelo, por favor», «Para un acto final sin veredicto», «Te doy mi palabra» y muchos otros, textos en los que prevalece la intención exhortativa sobre cualquier otra. La voz del poeta no descansa en las convenciones sino que corre directamente hacia un «Tú» al que apela, al que obliga a responder. Según los casos, ese «Tú» puede ser un personaje ficticio, el lector o el propio poeta, en una suerte de desdoblamiento dialógico del que somos testigos los lectores. Y así hasta su último libro publicado, la antología poética Leer después de quemar, donde vuelve a apelar al lector para pedirle algo que el pobre lector no puede concederle: no leer su libro sino las cenizas de su libro. De nuevo Rafael Soler: comunicar lo incomunicable, leer lo ilegible.

Las palabras, enfrentadas al vacío de la incomunicación, adquieren la dimensión de un acto vital. Las palabras entonces se vuelven actitud. La literatura se pone al nivel de la vida, identificándose la una con la otra. No se trata de capturar la vida ni de imitarla sino, en la medida de lo posible, de trasladarla al papel, por eso la oralidad es un recurso habitual de su poesía. La lengua oral no pone puntos ni comas, no mide bien la distancia entre los interlocutores y posee la respiración rítmica de lo urgente, de lo que ha de ser dicho, aunque nadie lo entienda, con sorprendentes asociaciones de imágenes en un contexto urbano y cotidiano del tipo: «Y qué buscas tú pelma insolente / hablándonos de aquel que conociste / y era alto de nómina», «A buen precio el medio kilo de honesta zanahoria / su huella ignominiosa dejando en los baberos / la renuncia de sabores cumplidos con la edad» o «dijo el cocodrilo perdón un incidente / dije el incidente un accidente / dijo la cuneta bienvenido hermano», por citar solo algunos ejemplos. Sus poemas tienen algo de fragmentos de una conversación interminable y dejan la huella de una emoción nítida, potente, imán de todos los fragmentos. Ese es su mayor logro: ese «lenguaje secreto de las lenguas desahuciadas» que oye Rafael Soler y traslada tal cual, al papel, para nosotros, palabras que no pueden explicarse con palabras. No en vano habla así, en una entrevista del 12 de enero de 2017, de su quehacer poético: «Sé que un poema está bien si siento que me lo dictan», asegura, pues «el poeta es un simple “recogedor” de algunos destellos, de pequeños relámpagos que llegan a veces… y poco más».

 

Fulgor

Sucede a veces que dos personas se encuentran y comparten un momento decisivo de sus vidas. Incapaces de entenderse con palabras, se comunican entre sí de un modo especial y primario, atendiendo a la definición del verbo «comunicar» en su primera acepción del diccionario de la RAE: «Hacer a otro partícipe de lo que uno tiene». Sucede a veces, entonces, que dos desconocidos se hacen partícipes mutuamente de lo que tienen, de lo que son. Se comparten. La obra de Rafael Soler busca ese grado cero de la comunicación que consiste antes en compartir una experiencia vital que en trasmitir un mensaje determinado. De ahí uno de sus lemas: «Una derrota compartida es siempre la mitad de una victoria», incluido en Ácido almíbar, donde podemos sustituir «compartida» por «comunicada» y tenemos ya otra de las claves de su literatura: comunicar la derrota nos hace mejores.

De este planteamiento estético surge la noción de «fulgor» en Rafael Soler, una suerte de acto comunicativo esencial, de acto compartido, entre dos seres. Intenso, efímero, urgente. Un fulgor sin trascendencia del que sabe bien el propio poeta cuando dice: «No dejarás en nada huella / ni quedará tu voz entre las ramas», o cuando asume la fugacidad como única verdad indiscutible: «Sé fugaz / y coge entre tus manos cuanto estalla […] luciendo con orgullo cada herida / pues siempre vivir te costará la vida», ambos textos de Las cartas que debía. Esta búsqueda de fulgor (brillo, resplandor, llama) recorre toda su obra poética, desde aquella «sonata urgente» que acompañaba al título de su primer poemario, Los sitios interiores, hasta el último, Leer después de quemar, del que Xavier Oquendo Troncoso afirma en su contracubierta que «el oficio del poeta es hacer, con las palabras, el fuego y luego volver a las cenizas». Pero el fulgor también aparece en su obra narrativa, caracterizada por relatos cortos y novelas cuya trama se desarrollan en apenas unos días, como en El grito, El corazón del lobo o muy especialmente en El último gin-tonic: cuatro días de diario (lunes, martes, miércoles, jueves) cuyas iniciales (L, M, M, J) coinciden misteriosamente con las de los cuatro personajes de tintes evangelistas (Lucas, Marcos, Mateo, Juan), cuatro días que bastan para acabar con la hegemonía patriarcal de los Casares, cenizas para el Fénix de una nueva vida en llamas.

El compromiso de Rafael Soler con la vida le impide coquetear con la idea de trascendencia: todo es ahora, parece repetir por todas partes, el infinito es un asunto urgente que hay que abordar ahora mismo con las «prisas / para bibir contigo» de Los sitios interiores. De ahí que los protagonistas de sus novelas sientan «el pellizco oscuro de la soledad o del deseo […] y se pierdan en una jungla instantánea y violenta» (El grito) o les toque en suerte «una vejiga inoportuna y díscola, incapaz de contenerse en los momentos clave» (El corazón del lobo), por no entrar en la multiplicidad de deseos sensuales y sexuales que llenan de urgencia las páginas de sus libros. Los impulsos físicos, en este sentido, se revelan como signos que hay que atender en el marco de esa comunicación verdadera, un punto irracional, que propone Rafael Soler. Es aquí donde cobra sentido la presencia de lo animal en su obra, como veremos a continuación. Basta echar un vistazo al conjunto: el joven Teodoro de El grito es un Tarzán sobreviviendo semidesnudo en la jungla de la ciudad, el corazón de Alberto es el de un lobo asustado en El corazón del lobo, Torba es un caballo en busca de libertad en El sueño de Torba, los elefantes patagónicos marinos de El último gin-tonic se matan a dentelladas tras quitarle la hembra al inocente pingüino, las curvas cocodrilo de No eres nadie hasta que te disparan acaban con la vida de Abel, todo registrado en el canto fúnebre de un grillo.

A esta comunicación total, verbal y no verbal, que propone Rafael Soler en busca de ese fulgor efímero que es la vida, hay que añadir otras formas. Empecemos por el lenguaje corporal de los personajes, que en El último gin-tonic cobra mucha importancia en los detalles menores, como la partida de póker de Marcos y Begoña, pero también en elementos centrales de la narración como el nombre que recibe el bar de encuentro familiar, Los Abrazos, símbolo de esa comunicación no verbal. Otras formas de comunicación en Rafael Soler son los artículos de lujo, a menudo ofrecimientos de amor, que aparecen en sus textos: objetos exclusivos de carácter mágico que abren su literatura a un mundo exquisito de olores, sabores y texturas. Recordemos, por citar solo un ejemplo, esos versos ya célebres de No eres nadie hasta que te disparan: «Acéptame cartier niña swaroski te decía / escombro y jaramago salobre silicona / […] pon en mi boca / tu lengua salgari adelantada / […] tengo a los tártaros abajo / y un lírico gourmet aguarda en mi cocina». Este gusto por lo sensorial hay que enmarcarlo en esa necesidad urgente de compartir, de comunicar, que conecta, como hemos estado diciendo, con lo instintivo y animal. Cabe señalar, en este sentido, la original estética que plantea Rafael Soler, combinando elementos del mundo salvaje con elementos propios de un mundo refinado. Se trata de un tratamiento irónico del ser humano, que posee la sofisticación de la cultura pero se ve arrastrado a menudo por sus instintos más primarios. Esta dialéctica entre lo racional y lo irracional, resuelta en ironía, está en la base de su planteamiento estético.

No podemos olvidar, por último, la omnipresencia del alcohol y de su campo semántico (bebidas, licores, copas, brindis, barras de bar) como símbolo de esa búsqueda de comunicación total que es la literatura de Rafael Soler. A lo largo de toda su obra, desde El grito hasta El último gin-tonic, el alcohol va adquiriendo matices positivos, hasta convertirse en un canalizador privilegiado para salvar el escollo de la incomunicación: sangre divina compartida, cáliz de la eterna juventud capaz de redimirnos de los años y de la soledad. La conversión de un simple motivo en símbolo implica su recurrencia. En el caso del alcohol, apreciamos un recorrido que va desde el primer brindis de Teodoro y Carmen en la Nochevieja de El grito, donde asoma la inquietante figura del padre alcohólico de Teodoro, hasta el brindis familiar de El último gin-tonic en el bar Los Abrazos, una vez que el alcohol se ha erigido en poción mágica redentora, pasando por decenas de botellas descorchadas, por la «Cata apresurada de Silvia Eliade» en Maneras de volver y la certeza de que «en vaso ancho y mucho hielo / cualquier licor pierde la vida / por verte aparecer» en Ácido almíbar, por citar solo algunos ejemplos. Comunión, celebración. Compartir una copa es, de algún modo, comunicarle al Otro el fulgor secreto de nuestra vida.

 

Poder

La oposición victoria-derrota es recurrente en la obra de Rafael Soler desde sus primeros textos. Aparece, como hemos visto, en luchas de poder entre distintos tipos de parejas (hombre-mujer, padre-hijo, hermano mayor-hermano menor) que se resuelven, finalmente, apelando al valor positivo que adquiere siempre la derrota compartida, el fracaso comunicado, como fuente de dignidad y de sabiduría: «No pierdas la costumbre / de ser el primero en las derrotas / que aguardan tu paso con un ramo / […] / perder con empeño a pierna suelta / perder cabal seguro amargo / perder hasta la vida con sus moscas», dice en Las cartas que debía. Se trata de perder para ganar, por lo tanto.

La derrota abre toda una red de relaciones humanas verdaderas, más allá del orgullo y de los intereses individuales, que permanece oculta para los vencedores. Y es que la victoria, en la obra de Rafael Soler, implica posesión, egoísmo, falsedad, incomunicación. No es raro, por tanto, que la muerte del padre en El último gin-tonic desencadene una sucesión de derrotas: Lucas pierde a María, Marcos pierde al póker, Mateo pierde un ojo, Juan pierde a Paola. Estas derrotas implican un cambio de perspectiva liberador, simbolizado en la tercera parte de la novela, «Aquí nadie tiene a nadie», y con final redondo en la cuarta, «Póker de ases». El abandono se torna libertad, la seguridad económica se transforma en espíritu aventurero, la incomunicación se salva con abrazos, la mentira deja paso a la verdad. Ejemplo de todo esto es el caso de Lucas Casares, que renuncia a las palabras convencionales de un correo electrónico para tomar un vuelo a puerto Madryn, un vuelo que reúna a Lucas Casares y a Diego Wiekmann, «periféricos e iguales». Este gesto representa muy bien la actitud literaria de Rafael Soler: un gesto vale más que mil correos. Pero el destino le tiene reservada una última trampa a Lucas Casares, que no encontrará a Diego porque, ese mismo día, este ha cogido un avión en dirección contraria. Y algo similar sucede entre Juan y Paola, que no se encuentran en el edificio del que sale Paola porque, recordemos, Juan decide subir por las escaleras mientras ella baja en ascensor. Ignorantes y deseosos, de algún modo y pese a todo, se han comunicado ante nosotros, atentos lectores.

En una obra profundamente vitalista, la idea de la perder la vida acude como un fantasma a desvelarnos. La todopoderosa muerte, en este sentido, aparece como la gran derrota del ser humano, el hachazo homicida que iguala a todos, ricos y pobres, vencedores y vencidos. La gran igualadora, la muerte, representa el poder absoluto. Y la ausencia de Dios, a quien se dirigen monólogos despechados en muchos poemas, supone una variante más de la incomunicación que asedia al hombre. Hemos visto que, como prueba de su poder, la muerte se lleva al padre y a los niños (David en El grito y Bosco en El último gin-tonic) mientras deja vivos y solos a los protagonistas para que así tomen conciencia plena de su condición mortal. Nadie puede vencer a la muerte y esa certeza tiñe la obra de Rafael Soler de un tono existencial que se reviste, a menudo, de magistral ironía. Buen ejemplo de esta ironía es la coincidencia de que el féretro de don Moisés Casares y el de Cara Gato terminen juntos en el mismo tanatorio, el mismo día y a la misma hora, «a la distancia de un suspiro», que dirá el narrador de El último gin-tonic. Azares del destino, desencuentros compartidos, coincidencias inesperadas, estructuras narrativas que dotan de nuevos significados a los hechos narrados y poetizados.

 

Pero es preciso indagar

La comunicación verbal humana es incapaz de expresar la esencia de la vida, decíamos al principio. Pero hay que seguir intentándolo: comunicarse con el Otro, con los otros, aunque no nos respondan o no existan. Comunicar, compartir.

Hemos visto cómo el autor desciende, desde la superficie de las palabras convencionales, llenas de intereses mezquinos y malentendidos y falsedades, al grado cero de la comunicación, al propio cuerpo. En unos versos bellísimos, con los que cierra tanto su libro No eres nadie hasta que te disparan como la antología Leer después de quemar, el poeta repite una consigna: «es preciso indagar / es preciso indagar // solo así da su fruto / el vientre estéril de lo eterno». El acto creador es comparado con el acto reproductor, equiparándose así la actividad intelectual con la actividad física, biológica, en un lugar tan significativo, desde un punto de vista del análisis estructural, como son las últimas líneas de un libro. El mensaje siempre es la vida, a pesar del misterio de su origen, su fulgor y su trabalenguas, o precisamente por ese mismo misterio.

La escritura de Rafael Soler dispara, pide, grita, llama, busca donde otros no se atreven a entrar. Por eso es uno de los grandes de nuestra literatura. La indagación en lo desconocido precisa de esta actitud insobornable.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Raúl Nieto de la Torre

Hermetismo ensimismado

3 de junio de 2019 07:57:54 CEST

De “novela de aprendizaje” ha calificado Santos Sanz Villanueva Escarcha de Ernesto Pérez Zúñiga. Es una apreciación muy acertada, pero quizá sea también algo más que eso. Tras una construcción hermética y simbólica -siete secciones de siete capítulos cada una-, Escarcha es una novela que contiene una carga autobiográfica. Es lo que suelo llamar una novela ensimismada. Ese cruce entre el proceso de educación, el simbolismo hermético y la carga autobiográfica es la fuente del interés que suscita esta novela. Explicaré muy sucintamente cada una de las dimensiones de esta obra.

            Escarcha es una novela de educación (aprendizaje es otra de las denominaciones posibles, junto a la académica Bildungsroman), porque acoge una imagen del personaje –Monte– en formación. Monte es un adolescente. Abre la novela al cumplir 13 años y termina su proceso formativo unos años más tarde, al salir de la adolescencia. El colegio se convierte en el centro de ese proceso evolutivo. Este género de novelas se caracteriza, entre otras cosas, por la sucesión de experiencias, más o menos traumáticas, que obligan al personaje a ir formando una personalidad. Comienzan con un personaje abierto y concluyen con rasgos de personalidad acusados. También son momentos decisivos de estas novelas los diálogos con personas que se sitúan en un plano intelectual de superioridad –en este caso, con el abuelo Ramón, “héroe de una guerra perdida”– y la presencia de mujeres más o menos demoníacas –aquí la prima Sara y Diana, la amante adulta–. El impacto del proceso formativo suele afectar a otros personajes. En Escarcha ocurre sobre todo con Miguel, el hermano de Monte, pero no es el único. 

            Escarcha es una novela simbólico-hermética. Las novelas de educación suelen tener ese perfil estético. En esta ocasión el simbolismo hermético es muy acusado, lo que le da un sesgo diferenciador dentro de la serie de novelas de educación española (que se caracteriza por un perfil más bien bajo en este asunto). Ese simbolismo se aprecia en varios aspectos. En el título, en primer lugar. Escarcha es el nombre simbólico de Granada, ciudad natal del autor, aunque naciera ocasionalmente en Madrid. Está tomado de la obra de Lorca (rocío y escarcha son símbolos opuestos a pesar de su afinidad). Y la novela lo explica por sus connotaciones –la belleza y la fría superficialidad–. El hecho de que el título ponga en primer plano –de forma velada– la ciudad es un elemento simbólico trascendental, pues la ciudad se convierte en la novela contemporánea en una imagen infernal, donde no es posible llevar una vida digna.  Solo la rebeldía juvenil se salva en la imagen apocalíptica de la ciudad. Otros rasgos simbólico-herméticos son la presencia de la poesía y de la música. El discurso de la novela tiene una tendencia permanente a dar paso al discurso poético y la música es un asunto omnipresente en la temática de la novela. El lenguaje del simbolismo hermético es un prosimetrum entendido de una forma muy flexible: la oscilación entre la prosa y la poesía. En este caso hay otra explicación complementaria: el autor es también poeta –como el personaje–.

            Escarcha es una novela ensimismada -esta categoría ya la utilizó Gonzalo Sobejano en los años 80-. Que el personaje sea poeta como el autor ya es una pista digna de tenerse en cuenta. También que el escenario sea Granada, ciudad en la que el autor pasó su infancia y juventud. Que la dedicatoria sea para el hermano del autor también es otra pista. Las declaraciones del autor son a este respecto reveladoras. Entre otras cosas ha dicho que para escribir esta novela necesitaba alcanzar un grado de madurez no como autor sino como persona. Y la novela narra la superación de un trauma personal y es un ajuste de cuentas con la ciudad. Pérez Zúñiga la ha definido, en declaraciones a la agencia EFE, como una fusión de experiencia e imaginación, en esta ocasión más inclinada a la experiencia. Muchas de las experiencias tienen un aire vivencial. Sin embargo, el crítico no puede determinar la diferencia entre lo vivencial y lo fabulado. Solo la información del autor puede acreditar la naturaleza de lo escrito. Pudiera parecer que no es el objeto de la crítica indagar en esta cuestión. Sin embargo, el debate actual sobre la autoficción –debate mal plateado, por cierto– apunta a la importancia de la literatura del yo en la era moderna. La fabulación es muchas veces un ligero velo para disimular la revelación de la experiencia. En Escarcha hay episodios demasiado novelescos -toda la trama sevillana, por ejemplo-, pero también hay muchos otros momentos que suenan a rendición de cuentas. El drama familiar, la situación histórica, el escenario hermético –la lucha entre el bien y el mal– y la presencia de personajes secundarios que apuntan a una existencia real apenas velada –los poetas granadinos, uno joven catedrático, el otro hipócrita mandarín de la poesía– son a la vez clave y atractivo de esta novela, que no carece de verdad

 

Ernesto Pérez Zúñiga. Escarcha. Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2018.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Beltrán Almería

La importancia del final (segunda parte)

20 de mayo de 2019 08:45:37 CEST

 

En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, que hemos iniciado, con el título de “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias –e incluso romances–, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Estos tres nuevos finales inesperados que ofreceremos, en esta segunda entrega, cada uno de historias y de tiempos diversos y diferentes, abundan en esa intención. Es nuestro deseo que disfruten del experimento, ideado para lectores como ustedes.

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Esta segunda entrega la comenzamos con el otro gran relato fundacional de nuestra cultura occidental, la Iliada. Pero, en el final alternativo que hemos ideado para este, no se hará hincapié en el carácter de su héroe, el gran Aquiles, otro de los grandes modelos clásicos de la peripecia humana, el del guerrero orgulloso, inmisericorde e imbatible. No. Haremos hincapié en la inmensa melancolía de la victoria.

 

Ilíada de Homero

(… esta es la profunda melancolía de la victoria…)

 

… y al ver arder los últimos edificios de Troya, y al ver caer sus últimos paños de muralla, un profundo y reverencial silencio se extendió por el campo griego; y una extraña melancolía arrebató a los héroes aqueos. De repente, aunque era previsible −pues esa es la lógica del final de todas las guerras, si han sido limpias−, se amontonaron en sus mentes todos los años pasados juntos; todos y cada uno de los instantes compartidos −ya fuesen oro o polvo− con sus compañeros, y sintieron una insufrible nostalgia de los camaradas −y de los días− que ahora abandonarían y de los que se despedirían para siempre…

Con el resplandor de las últimas llamaradas y con el vuelo de las pavesas humeantes, acudían a ellos los recuerdos de los días de dolor, cansancio y desesperación, pero también las jornadas y los momentos de ilusiones y esperanzas compartidas, de los hogares encendidos en las playas, de las cenas compartidas en las frías noches de invierno y en las tibias noches de los veranos; noches alegradas por el licor, por la hierba o por el amor… Les venía la imponente imagen de Aquiles vengando a Patroclo y la no menos imponente de Héctor; y la dignidad y el ardor de sus combates y de su lucha, una dignidad que jamás volverían a encontrar en ningún otro combate; como no encontrarían tampoco aquella valentía y aquel arrojo del adversario, su cerrada y noble defensa de su patria, y tanto honor derrochado…

Una profunda tristeza y silencio lo inundó todo y una especie como de apática abulia. El que más y el que menos se retiraba a un lugar apartado a rememorar los años pasados, los camaradas y los instantes perdidos ya para siempre, y gruesos torrentes de lágrimas resbalaban por sus rostros tan desconsolados… Ninguno quería partir, deseaban continuar el combate por Troya, se lamentaban de su destrucción, de la aniquilación de sus moradores; sin ellos, si esas murallas imbatibles, sus vidas ya no serían las mismas, ni siquiera podrían llamarse vidas; y fue al tercer día de silencio y de llantos cuando cundió la especie, primero apenas articulada, luego extendida con rabia y rencor: era Ulises el culpable de todo; Ulises les había arrebatado lo único que habían tenido, lo único que había dado sentido a sus vidas, la aventura de la conquista de la ciudad de las ciudades… Ulises era el que les arrebataría ahora también a sus camaradas y con ellos les arrebataría también todos los días felices y los destinos enlazados y compartidos…

Sí, era cierto; Ulises, al permitirles la conquista y la destrucción de Troya, les había arrebatado también, de alguna insidiosa manera, el sentido de sus vidas. Ellos ya no sentían nostalgia alguna, ni añoraban ninguna isla, como él, perdida en regiones ya olvidadas de la memoria.

5

Mucho se ha dicho sobre este auténtico relato fetiche de nuestra tradición, pero seguro que nunca se ha reparado en este posible y muy lógico final.

 

Divina Comedia de Dante

(Sin Paraíso)

 

− Tú me has traído aquí, no fueron mis méritos ni mi voluntad; en realidad tú me exaltaste a la derecha de la corte celestial contra mi voluntad; no me obligarás ahora a franquearte las puertas del Paraíso…

Fueron estas, o acaso otras muy parecidas, las palabras con las que Beatriz se negó a recibir y acompañar a Dante por las dependencias celestiales…

− ¡Prefiero ser condenada al Infierno!... (dicen que exclamó con rabia incontenida)

Y, dirigiéndose a San Pedro, el cachazudo guardián de la Puerta, concluyó con una afirmación que con el tiempo haría fortuna…

− ¡Ese imbécil jamás entendió que un no es un no, joder!…

El divino Dante no salía de su estupor ni de su asombro, no comprendía que en esta nueva floresta sí se había perdido definitivamente… Virgilio, más astuto y más experimentado, se escabulló en cuanto pudo, conocía bien cómo se las gastaban las mujeres airadas, por eso le sorprendió la necia candidez de su pupilo, que como embobado aceptaba con el labio inferior flácido y caído las sevicias de su idolatrada Beatriz…

 

[… y todo esto dicho con el rancio sabor de los tercetos encadenados…]

 


 

6

Y para finalizar esta segunda entrega, un final, muy lógico también, creo, para una de las novelas fundamentales de nuestra posguerra, dura, oscura y melancólica como pocas. Si no la han leído, léanla, y comprenderán.

 

Nada de Carmen Laforet

(Las mujeres, la guerra, la felicidad)

 

… No me podía dormir. Encontraba idiota sentir otra vez aquella ansiosa expectación que un año antes, en el pueblo, me hacía saltar de la cama cada media hora, temiendo perder el tren de las seis, y no podía evitarla. No tenía ahora las mismas ilusiones, pero aquella partida me emocionaba como una liberación. El padre de Ena, que había venido a Barcelona por unos días, a la mañana siguiente me vendría a recoger para que le acompañase en su viaje de vuelta a Madrid. Haríamos el viaje en su automóvil. Estaba ya vestida cuando el chófer llamó discretamente a la puerta. La casa entera parecía silenciosa y dormida bajo la luz grisácea que entraba por los balcones. Me asomé al cuarto de la abuela. Estaba despierta, esperándome; creo que se le había olvidado lo que nos había oído a Gloria y a mí sobre la locura de Juan; y mientras estábamos abrazadas sin decirnos nada, como si se lo estuviera diciendo a sí misma, murmuró apenas: 

 – No sé, hija, qué ha pasado, pero, a pesar de lo del miliciano y del miedo por lo de don Jerónimo, ¿sabes lo que te digo?, que en los años de la guerra, en Barcelona, las mujeres éramos felices, muy felices, hija… que Dios me perdone por decirlo, pero así era… Éramos muy felices en las calles y en esta casa.

Bajé las escaleras, despacio. Sentía una viva emoción. Recordaba la terrible esperanza, el anhelo de vida con que las había subido por primera vez. Me marchaba ahora sin haber conocido nada de lo que confusamente esperaba: la vida en su plenitud, la alegría, el interés profundo, el amor. De la casa de la calle de Aribau no me llevaba nada. Al menos, así creía yo entonces. De pie, al lado del largo automóvil negro, me esperaba el padre de Ena. Me tendió las manos en una bienvenida cordial. Se volvió al chófer para recomendarle no sé qué encargos. Luego me dijo:

– Comeremos en Zaragoza, pero antes tendremos un buen desayuno –se sonrió ampliamente–; le gustará el viaje, Andrea. Ya verá usted... El aire de la mañana estimulaba. El suelo aparecía mojado con el rocío de la noche. Antes de entrar en el auto alcé los ojos hacia la casa donde había vivido un año. Los primeros rayos del sol chocaban contra sus ventanas. Unos momentos después, la calle de Aribau y Barcelona entera quedaban detrás de mí, pero las últimas palabras de la abuela aún resonaban dentro de mí:

– Éramos muy felices, hija; durante la guerra, las mujeres éramos felices, en las calles y en esta casa también…

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Escalera Cordero

La respuesta

20 de mayo de 2019 08:33:03 CEST

Era julio, a mediados de mes, mitad del verano, en medio de ninguna parte. Aquí está ahora mi refugio. Para unos, el sur; el norte para para otros. ¿Dónde quedó el hogar? Este lugar cerrado y minúsculo me sobra y basta. Nadie me conoce, nadie viene a dar la lata. A solas con mi asesina he venido a morir la última muerte.

Tiene nombre, fases definidas, numeradas y etiquetadas. El kit que la acompaña incluye un pastillero semanal de siete colores que chillan con solo mirarlos, más veintitrés prospectos en letra menuda, uno por cada píldora que meto en la boca a diario y que, tan pronto como la curiosidad agarró la lupa y comenzó a leer, recibió en castigo su dosis de espanto. Y no porque aquellas hojitas estuvieran escritas con más ambición que estilo, que también; no porque las cuartillas fuesen en toda regla un pliego de descargos (la responsabilidad es siempre un tema de otro); fue precisamente al caer en el apartado de los posibles efectos secundarios cuando mis temores quedaron fundados y fundidos o todo al mismo tiempo. Poetastros de laboratorio bajo el influjo de alguna droga ilícita, sin duda, en una serie de composiciones perturbadoras, hacían alarde de auténtica crueldad. Y como no quisiera restarles el mérito que merece su lírica y, sobre todo, porque no me gustaría quedar por mentirosa, traigo a colación algunos títulos: Oda al vómito; Soneto a la escara; Décimas al regusto metálico; Réquiem por el caer de uñas y dientes; Canto a la insuficiencia respiratoria; Romance al coma o Epigrama al estreñimiento.

Lo cierto es que los poemas eran buenos. En especial, el último, aunque a la postre, tratando de suavizar lo feo del asunto, a mi modo hice una interpretación baudelariana más o menos de la manera siguiente: Recibe nuestro más cordial saludo a Paraísos artificiales. ¡Hipócrita yonki, mi igual, mi hermana! Ahora que estás podrida, aliviaremos tu sufrimiento. Lenta, gradualmente y, con tu consentimiento, procederemos a suspender las funciones vitales. 

“Esto es lo que hay. Más nada”, decía sin resignación, sin apuro escondido en el timbre, ni lágrimas en el tono que la obligasen a bajar la cabeza, sin la menor sospecha de duda, de ira o de hastío, siquiera los momentos alegres conseguían cambiar el brillo a su voz. Ella deslizaba estas frases cuando creía haber contado lo necesario. “Esto es lo que hay. Más nada”. El carácter de la más joven de mis tías, al igual que su dignidad, se había rebelado contra el vasallaje que imponen los afectos. Si existió un punto frágil en su talón, si fue herida o colmada de ilusiones, ella lo mantuvo en secreto, bajo llave, junto al ajuar guardado en el baúl, el que nunca llegó a estrenar como una novia. Era la Mujer-Montaña contra diez mil enanos, con el aire desenvuelto de quien tiene la mente despejada y solo confía en sí misma. “Esto es lo que hay. Más nada”.

Los sábados eran días de mercado. En los recuerdos que conservo de la primera parte del mundo  hay una cocina ciega de ventanas. La bombilla asmática trabaja a tirones gracias a un motor de gasoil que, a todas horas, se queja desde el cuarto de la azotea. Una luz cirrótica nos convoca a las tres alrededor de una larga mesa rectangular que entonces me parece larguísima. El caldo de pollo está al fuego desde el alba. Veo la escena como ahora la mano va deslizándose sobre el papel y deja una baba de signos.

Así, levantando cejas y hombros, deshacía los nudos de su moquero por donde escapaba el tintín del metal que rodando caía sobre la mesa. Por los huevos, esto. Por las coles y las alcachofas, esto. Desde la otra punta, la abuela y sus ojos de ratón bailaban sobre la superficie en la que mi tía hacía las cuentas del pobre. Envuelta en un silencio que olía  a hierbabuena, en luto severo de cuello para abajo desde… Quién sabe cuándo, mi abuela callaba y miraba con sus dos bolas vivas y brillantes. Del fondo del cesto ya vacío, saltaba al puñado de perras, una por cada dedo de una mano, obligadas a alimentar el hambre de doce, tres veces al día. “Esto es lo que hay. Más nada”.

Mi tía que nunca leyó a Hegel o a Schopenhauer, ni por asomo escuchó hablar de un tal Nietzsche, me enseñaría más sobre el significado de la existencia que todos los libros de quienes consideré maestros durante aquella edad difícil en que trataba de aceptar el cuerpo que me había caído en suerte. Esa imagen casi completa en sus formas, la mujer en la que me había convertido, me acompañaría desde entonces en mis salidas al mundo. No, no fue a esa edad cuando recogí el testigo de su herencia. Antes de que maduraran sus palabras en mí, las que sin saberlo, ella lanzara al espacio con la potencia de una pelota vasca y que, medio siglo después, yo recogería con mi guante trenzado; antes de que eso sucediera, como todos, tuve que aprender a vivir, a tocar fondo y, a la vida verle el culo varias veces. Conocer el revés del derecho. Y renacer muriendo. Como todos. Filósofa pura fue mi tía. “Esto es lo que hay. Más nada.”

Ya sé, ya sé. Me he dejado llevar, y me fui hasta Úbeda. Pero, no lo considero un defecto. Al contrario. Las desviaciones enriquecen el viaje. La verdadera historia está escrita en las cunetas de caminos de barro, en los senderos escarpados que recorren los cerros, los que atraviesan fronteras. Además, dado el poco tiempo que tengo, haré cuanta digresión me dé la gana. Digressio, luego existo, dijo un racionalista en francés y, hasta hoy, no hay quien lo haya puesto en duda.

Y esperando a esa nada, las otras ocupaciones han quedado pendientes, interrumpidas, vacías de significación. El tiempo es indivisible. Día y noche, una sola patria. Lluvias entreveradas de sol, celajes entreverados de luna. Se extraviaron los relojes. Y en el impasse, me siento sobre este banco de pino en forma de herradura, junto a la ventana de mi habitación. No he puesto cortinas y las contraventanas están siempre abiertas. Desde este mirador en el que me imagino viajando en el compartimento de un tren de hace dos siglos, paso las horas contemplando el jardín que crece sin dueño.

Un día de julio, a mediados del verano, tan reciente que incluso pudo ser ayer, el alba me alcanzó antes que a otros. En el despertar de la luz, cuando esta alumbraba el preludio de lo que aún estaba por suceder, el naranja cúrcuma se desparramó sobre los pezones de la higuera, emborrachó el parloteo de los pájaros; el rocío comenzó a entibiarse y en el aire se evaporaba el olor a tierra. Yo me sentía exhausta por culpa de mi compañera de vigilia, esa estúpida cotorra, la conciencia, por lo que abandoné mi puesto y me fui a dormir.

No serían más allá de las ocho. De pronto, unos golpes secos, imperativos, venidos del exterior. Alguien aporreaba la puerta. Fue al abrir los ojos que me topé con la Comedia de Dante. El libro lo tengo sobre la mesita de noche por si me entran ganas de rezar los pecados de mi propio infierno, el que continúa escribiéndose en un solo renglón. Tres nudos gordianos en busca de un desenlace aunque en mi caso, sin Virgilio que me guíe ni Beatrice que me salve. En sí mismo el cuadernillo carece de valor. Trufado de dudas desde el comienzo y, entre palabra y palabra,  abundan las contradicciones. Cuántas veces no habré pensado deshacerme de él. Romperlo en dos mitades, hacer jirones las hojas. Desaparecerlo, vaya. Terminar de una maldita vez con esa maldita línea. Pero no sale de mí. Falta lo que falta. Un final abrupto sonaría artificial, una cerradura fácil, en mi opinión –que yo por boca de otros no hablo–. Más fruto del cansancio y de las prisas, por la urgente necesidad de rematar la trama, visualizar sobre el papel ese grafo radical, sin máscara, concluyente, callado, humilde, apenas visible, liberador; el último punto.

Y es que para quien no ha hecho más que escapar en círculos concéntricos mientras sembraba incendios a su paso, argumentándose en circunloquios, negándose a voltear la cabeza para contemplar cómo se derrumbaba entera la casa al tiempo que mataba el amor y alumbraba la culpa, tal vez, y solo tal vez, después de tanto daño y tanta ruina, lo único que le quede sea tapiarse los labios para no vomitar el grito, aguantar el aliento en los puntos suspensivos, girando a tientas hasta alcanzar el límite de la última vuelta donde el vocablo enmudece porque ya nada vale. Quizás, y solo quizás, el silencio se haga oír hasta que nos estallen los tímpanos. Silencio. Silencio. Silencio. Tiempo de salvación. Porque estoy hablando del oficio de la escritura. ¿De qué si no? ¿Hay algo más, acaso?  Este dolor y yo, antiguos amigos, mirábamos sin ver, fundiéndonos con la noche tuerta, peluda de demonios que poco a poco iba acercándose a su destino. Un gorrión dio el aviso: ¡Es de día! ¡Es de día! Obediente, el pensamiento dejó de darle a la lengua y me llevé los huesos a descansar un rato.

¡Qué mal despertar! El destino llama que te llama y el averno de Dante junto a la cama…Experiencia que le deseo solo a tres personas en este mundo. Los golpes eran graves, en serie de tres, sonaban como el exordio de la Quinta sinfonía. Tan desacostumbrada estaba al ruido que hasta el cráneo empezó a dolerme.

¿Será la Parca o también hoy hará fiesta conmigo?, me pregunté.

Sea quien sea es en extremo pertinazzz. El espíritu de mi padre detuvo la punta de su lengua contra las paletas. Si no llega a ser por esa afición suya a jugar con palabras muertas, no le hubiera reconocido. Me contagió su amor por lo inútil, mi padre.

Qué fortaleza en los nudillos, cuánta rotundidad en el golpe, qué obstinación. ¡Ya voy, ya voy! ¡Un poco de paciencia, por favor…!, dije en voz alta. ¡Con una pobre anciana!, ídem en voz baja. Me di risa. Reí entre dientes. ¡Ay! Pero, ¡qué bueno reír! Si es que la cosa tiene chiste. Ay, ay, ay, carajo. Graciosa que nació una...De quién heredaría el sentido del humor. Palabradas…, qué vergoña… En este mal hábito, no fui tu ejemplo. Calla, calla, padre…Temprano para empezar a pelear.

Me calcé las gafas y las zapatillas. No atinaba con las mangas de la bata. Me la eché a los hombros. Con el equilibrio fuera de su sitio, la cara en desorden, y una sensación de que el día venía de nalgas, me encaminé hacia la puerta. En el último momento se me ocurrió agarrar el paraguas. Tiene una larga punta de metal que incluso a mí me da respeto. Y así, con el arma en ristre, abrí la puerta a traición. Si el llamador pertinaz venía con pretensiones de un Raskólnikov de medio pelo, se le cayeron todas al piso del susto que se llevó.

Era guapo, era joven, le supuse además inofensivo, aunque no se hubiera peinado, llevase la camisa blanca del uniforme sin planchar, por fuera del pantalón, y las zapatillas necesitaran un lavado. Al menos su cuerpo desprendía un perfume reciente a jabón.

Me tranquilicé. Él, no. En gesto de paz, arrié las velas y regresé el paraguas a su sitio. Aún así, inseguro, el chico retrocedió un par de escalones.

—¿Qué maneras son estas de llamar, jovencito? —pregunté mirando a mi interlocutor por encima de la gafas, de la misma manera en la que años ha, despachaba a los lectores detrás del mostrador de la biblioteca.

—Lo siento. Me dijeron que la persona que vivía en este domicilio estaba algo sorda. Y por si todavía me quedaba alguna duda se palpó la oreja con la mano que tenía libre.

—¿Ah, sí? ¿Y quién dijo tal cosa?, ¿se puede saber? Que alguien pudiera conocer mi paradero me molestó, francamente.

—Ni idea, señora. Es lo que pone en el aviso.

—Pues que yo sepa, aquí vivo yo sola y, para mi desgracia, el oído lo tengo bien bueno.

El joven pasó por alto el comentario y fue a lo suyo. Quería hacer la entrega y largarse.

—¿Es usted bla, bla, bla? En voz alta leyó el nombre y apellidos registrados en el sobre.

—Sí, lo juro —dije, llevándome la mano derecha al hueco del pecho contrario. Entré en quirófano al día siguiente de firmar el divorcio. Ambos tumores resultaron malignos.

Me entregó el paquete. Por la caligrafía supe en seguida quién era. Sentí arcadas de agresividad.

—Pero, !¿qué mierda querrá ahora?! —dije.

El repartidor no disimuló su asombro. Y, a este ¿qué le pasa? ¿Es que tengo pinta de ser la bruja de Hansel y Gretel, o qué?  Intenté alejar el mal genio. Siendo justos, el chico no tenía culpa. Él no era el enemigo sino el mensajero. En ese momento, lamenté no haberme tomado antes el café del desayuno, le hubiese ahorrado mi aliento a cloaca. Mucho tendría que aguantar todavía la criatura. Algo infantil merodeaba en él. Podría tener la misma edad. Mi hijo cumple treinta y siete el quince de septiembre. En alguna parte estará, pensé. Que tenía que firmarle, dijo. Tal vez tuviera pareja, un bebé en camino y, a la vista de lo que se le venía encima, trabajara como un esclavo. La vida, ninguna bobada, dijo aquel. Volvió con la firma dichosa. Esta vez, impaciente y a un volumen realmente fuera de lugar. La gente no entiende qué es la vejez.

—Oiga, joven, es usted un impertinente. Me encuentro a medio metro y, vuelvo a repetirle, por si no me entendió, que oigo crecer la hierba. A ver, dónde tengo que firmar.

—Sobre este cacharro—. Señaló la máquina y me ofreció un palillo de plástico.

Es zurdo, pensé, como mi hijo.

 Es zocato el zagal, como el nieto.

Hice un garabato. Con mucho gusto le hubiese dibujado una casita con un sol barbudo, eso le pintaba a mi niño en la pizarra mágica. Reparé en lo delgado que estaba. Mi hijo también era un fideo, y muy alto. La espalda ligeramente en curva, los hombros hacia delante para soportar mejor su complejo delante de sus compañeros.

Arrojé el paquete al suelo, y con la punta del pie lo hice a un lado, hacia la pared. El chico me miró con lástima. Sé muy bien que no era a mí a quien compadecía sino al decrépito rabioso en el que podría llegar a convertirse. Egoístas que son, los jóvenes.

—Son libros —le expliqué para su tranquilidad—. Cuesta romperlos, aunque la mayor parte arden de maravilla.

—¿Vas a quemarlos? Hasta me convenció de que su inquietud era sincera.

—Puede —dije. ¿Por qué iba a mentirle? — Los libros no son ignífugos, Mijaíl.

—Me llamo…

—¡Shhh! — interrumpí. Cerré los ojos y el dedo índice selló mis labios—. Nunca, nunca, nunca —dije, agitando las manos en el aire—. A un desconocido jamás le digas cómo te llamas. ¡Tomaría tu nombre en vano! Estoy segura de que tu madre te lo ha repetido hasta el aburrimiento. Pero tú…, me parece…

—Yo no tengo vieja —contestó—. Soy huérfano, de Santa Ana.

Un breve silencio se interpuso entre los dos. He de admitir que, en ese momento, fui yo la sorprendida. Claro que si buscaba ablandarme, daba en hierro frío.

—Créame —dije—, vale más vieja por conocer que vieja mala conocida.

 Arrugó la frente durante unos segundos. Abrió la boca. Una carcajada estalló en el aire. Me gustó el color de su risa. Azul, límpida, ingenua. Pensó que le hablaba en broma, el muy tonto. Hace mucho me quedó claro. Con mis semejantes me comunico mal.

Ya se disponía a marcharse cuando le dije:

—Espera un momento, Mijaíl o como te llames. 

—Bueno, pero es que voy con el tiempo justo…

Le hubiera invitado a pasar al recibidor, a que esperara cómodamente sentado. Le hubiera acercado la mejor silla de toda la casa. El problema es que el único asiento que tengo está en mi alcoba. Y tal y como están los tiempos, mejor no dar pie a equívocos. Además, a saber en qué lugares se habría sentado el pantalón que llevaba. Resolví el problema dejándolo en el mismo lugar, aparcado en la puerta.

Fui a la cocina, me lavé las manos y me coloqué un par de guantes de cirujano. Cogí el cuchillo largo de sierra. A punto estuve de interpretarle una escena. No seas tonta de capirote, niña. Mi padre tenía razón. En lo que canta un gallo, prepararé un bocadillo de jamón con tomate, al que le añadí apenas un chorrito de aceite, y lo envolví en una servilleta de tela. Después abrí el cajón para coger la bolsa de la merienda que mi hijo se llevaba al colegio. Metí el bocadillo. De haberla lavado tantas veces con lejía, el blanco de la tela se había amarilleado. Le gustaba el jamón serrano y el chocolate. Era un niño precioso, de ojos negros, cabello rizado, negro como la tinta, un angelito. ¡Cómo le gustaba regalarme besos y abrazos! Qué felicidad, el color de la infancia. Mi niño se ponía como loco con el jamón. El amarillento de la tela, como otras tantas cosas, ya no tenía remedio.

Exprimí dos naranjas. No sabía dónde servir el zumo para que se lo llevase puesto. Al final lo vertí en un vaso. Me quité los guantes. Entré en el dormitorio a por el monedero. Cogí el billete y lo guardé en el bolsillo de la bata. Regresé a la cocina y me lavé las manos. De nuevo me puse los guantes, tomé las viandas y reaparecí frente a él. Le ordené que se tomara el zumo en el momento.

—Las vitaminas se evaporan rápido —dije.

Obedeció como un niño. En seis buches bebió el líquido de dos naranjas. Me entregó el vaso con un gracias. Escudriñé el fondo.

—Aquí quedan tres gotitas de sangre —protesté.

Apuró el contenido hasta el final. Quedé conforme. A continuación le tendí el bocadillo.

 —El almuerzo —expliqué. La propina la reservé para el final—. ¿Tendrá suficiente para lo que queda de semana?

Miró el billete. Sus pestañas oscuras pestañearon tres veces. Reaccionó entre sorprendido y escéptico. Esta vez su risa llegó rozándome la mejilla como un beso. Poco me faltó para echarme a llorar.

—Eres muy amable —. Continuaba con el dichoso tuteo.

—No se fíe de las apariencias —dije—. Soy de las peores. Volvió a reír. Volvió a tomarme por chistosa.

Mi pie derecho tropezó con algo y perdí el equilibrio. A punto estuve de caer por culpa del sobre. En la distancia, Pandora y su caja de tormentos consiguieron aguarnos la fiesta. Mi antiguo resentimiento volvió a traicionarme y habló por mi boca:

—Bueno, chico, te he dado de beber, te he regalado un bocadillo y dinero para chucherías. ¿Qué más quieres, lindo cuervo? ¿Mis ojos? ¡Ni que fueras mi hijo! —dije, en un tono cortante.

Fue fácil. Herirlo fue fácil. La sonrisa desapareció, se puso rígido y me dio la espalda. Mejor así, pensé, de nuevo extraños, sin debernos nada.

Comenzaba a descender las escaleras cuando se detuvo en el tercer escalón. Se giró y alzó la vista, buscándome. Le habían salido manchas rojas en la cara.

—Espero se mejore de lo suyo, señora —dijo, palpándose la sien—. Y, por cierto, me llamo Joaquín.

 Reanudó la marcha. Vi cómo desaparecía. Un terrible vacío me atravesó el cuerpo de lado a lado. Se me hizo insoportable. De nuevo la vieja agonía del fracaso, aquel amor que devasté tras mi huida. Como pude salí al rellano. Agarrándome con fuerza al pasamanos, asomé la cabeza por el hueco y grité:

—¡Joaquín, espera! ¡Por favor! ¡Espera, hijo! No sabía cómo retenerlo. ¡Solo quiero saber si...! ¿Volverás? ¿Vendrás a visitarme algún día? ¿Podrás perdonarme? ¿Podrás perdonarme, Joaquín? —Fue lo último que pregunté.

 Sus pies se alejaban a toda prisa, de dos en dos bajaron los cuarenta y nueve escalones.

Escrito en Sólo Digital Turia por Yolanda Delgado Batista

Mister Renton

29 de abril de 2019 08:27:05 CEST

Había un pájaro moribundo en mitad de la rue Gasnier-Guy.

Agonizaba ante la total indiferencia de los transeúntes del distrito 20 de París. Movía su cuello espirando sus últimos suspiros, pero aún se agarraba a la vida. Yo hablaba por teléfono con un amigo cuando lo vi tirado en esa calle cercana al cementerio del Père-Lachaise.

Recogí un panfleto publicitario del suelo para envolverlo y lo transporté hasta un rincón de la calle donde unas plantas pujaban salvajes desafiando al asfalto urbano.

El pájaro dejó de moverse. Tuve la impresión de que amortajado en el panfleto publicitario se sintió preparado para entregarse y morir.

Un hombre de unos cuarenta años se despierta en un barco que está fondeado en mitad de un lago. Su cuerpo está cubierto de heridas y se ha golpeado fuertemente la cabeza. No recuerda quién es ni qué es lo que hace allí en medio de ese lago. Al mirarse en el pequeño espejo del cuarto de baño del barco comprueba que su pelo está encanecido.

El lago está situado dentro de una isla. En su primera incursión en busca de víveres, el hombre encuentra un gato abandonado. El pequeño felino se convierte en su único compañero. Se vale de un flotador para transportar al animal y los víveres hasta el barco.

Esta noche he vuelto a soñar con mi perro. He soñado que lo abrazaba y que él se dejaba acariciar. Luego me he puesto a escribir.

Mañana es lunes y pasaré gran parte del día en el liceo. Este año doy menos horas de clase. Sigo en el mismo prestigioso colegio del distrito 16. Mis alumnos tienen entre catorce y dieciséis años.

Aún estoy adaptándome al ritmo del nuevo horario. No llevo ni una semana de trabajo y ya he pasado dos noches muy malas, con mucha ansiedad.

El hombre del lago se cura sus heridas y da de comer al gato. De vez en cuando, unos terribles aullidos sacuden el silencio del lago. Se trata de los invasores de la isla. Unos terribles seres que tienen un miedo cerval al agua y que, además, no saben nadar.

Se mira en el espejo. No le gusta su rostro. El gato ronronea y le mira fijamente con sus ojos verdes. En el camarote del barco, entre unas cartas de navegación, encuentra una foto. En ella aparecen cuatro personas. Es una foto familiar. El padre es un hombre grande y calvo que sonríe confiado y orgulloso. La mujer es bastante más joven. Es guapa, tiene los ojos azules y el pelo castaño. La hija no es tan guapa como su madre, pero tiene una sonrisa enigmática, inteligente. Por último, el niño pequeño tiene la mirada perdida y el rostro muy pálido.

El hombre del lago ignora cuál es su lengua materna. Entiende las cartas de navegación y los libros que ha encontrado en el barco, pero no está seguro de que sea la única lengua que conoce. Decide buscar papel y lápiz para realizar un experimento. Lo primero que hace es dibujar el rostro de un hombre calvo que tiene la cabeza seccionada del cuerpo. El dibujo es de una crudeza y precisión sorprendentes. El hombre calvo es el mismo que el de la fotografía que encontró entre las cartas de navegación. Este hombre era el dueño de la embarcación. Los seres le decapitaron para luego devorar su cuerpo. Los seres no se comen las cabezas de sus víctimas, son un trofeo para ellos. Las coleccionan y las almacenan después de embalsamarlas. No es el único ritual sangriento que celebran. Organizan bacanales nocturnas para aparearse y al final sacrifican al varón más débil. Las hembras más ancianas son las que dirigen la comunidad y pueden parir hasta edades muy avanzadas. La esperanza de vida de los seres no supera los treinta años. La sacerdotisa suprema se llama Medurta, tiene veintinueve años y ya ha dado a luz a más de cien seres. Tiene una única obsesión: acabar con el último humano superviviente de la isla.

Las voces de los vecinos me molestan. Me acabo de quemar la lengua con el café descafeinado. Es domingo. A veces tengo la sensación de estar viviendo una vida que no es la mía.

Vivo enfrente de una estación y de una residencia de bomberos. Son muy ruidosos. Cuando se entrenan en el gimnasio ponen la música a tope. Organizan barbacoas e interminables partidas de petanca todos los sábados y sus niños son unos gritones.

De pequeño, cuando vivía en Estados Unidos, los bomberos eran mis ídolos. Ahora no puedo decir lo mismo, por lo menos de los que tengo el placer de ver a diario. Son gente con un nefasto gusto musical.

Los pequeños seres se han reunido alrededor de una hoguera. El hombre los observa desde el barco con unos prismáticos. Los ve bailar al son de un tambor. En un determinado momento, el tambor deja de sonar y tras un breve silencio todos los seres se entregan a la copulación. El hombre del lago no pierde detalle, el espectáculo que presencia es indescriptible. Estos seres se aparean con enorme violencia y velocidad. Una vez terminado el ritual de apareamiento, los tambores vuelven a sonar durante unos minutos. Los seres apagan la hoguera y se adentran en el bosque para dormir. Medurta, la sacerdotisa suprema, es la última en retirarse del lugar donde han celebrado el ritual. Los cuerpos inertes de los machos más débiles han quedado calcinados sobre los restos humeantes de la hoguera. El olor a carne quemada llega hasta el barco.

El jueves pasado tenía preparada una apasionante comprensión oral sobre la tauromaquia, pero el ordenador del aula 48 no quiso ponerse en marcha. Varios alumnos llegaron tarde porque habían tenido un control de Física. Era la última hora de clase del día. Había olvidado unos ejercicios de gramática en mi casillero de la sala de profesores.

Ante mí tenía a treinta adolescentes agotados y excitados a partes iguales. No sé de dónde me vino la idea de hablarles de mi colegio y de mi adolescencia. Empecé hablando lentamente, pronunciando cada palabra, pero los alumnos me pidieron que les hablara de manera natural y así lo hice. Comencé describiéndoles el colegio y, desde el primer momento, ellos me escucharon. Por primera vez tenía su más sincera y genuina atención. Les hablé de esa profesora a la que una vez hice llorar y que, pasado el tiempo, comprendí que era la única que se preocupó por mí cuando lo empecé a pasar mal y a meterme en problemas. Les dije que cuando eres un adolescente no siempre aprecias lo que los demás hacen por ti. Cuando eres un adolescente no tienes esa capacidad, yo al menos no la tenía. Algunos de mis alumnos me miraban con la boca abierta, otros sonreían complacidos, otros se mostraban indiferentes, pero todos ellos permanecieron en silencio.

Les hablé también de mi profesor preferido. Yo tenía once años y cursaba el sexto curso de la extinta EGB. En mi colegio, la mayor parte de los profesores de inglés eran británicos o irlandeses. Mister Renton fue uno de los pocos profesores norteamericanos que tuvimos. Mister Renton era diferente. Llevaba el pelo largo, tenía cierto aire hippy. No seguía los manuales ni los preceptos del departamento de inglés. En sus clases jugábamos a «Simon Says» y también cantábamos canciones como Old Blue, una canción folk que comenzaba así: «I had a dog and his name was blue». Trajo a clase una guitarra para cantar esa canción. Dibujaba tan bien que era alucinante verle llenar el encerado de personajes de todo tipo.

Recuerdo vivamente un dibujo suyo sobre el mundo del circo. La pizarra tomó vida ante nuestros maravillados ojos. Con increíble detalle dibujó hombres forzudos, acróbatas, payasos y varios tipos de animales. Yo era muy feliz en sus clases.

Nunca hablé cara a cara con él. Tampoco tuve la sensación de que me diferenciara o de que me tratara de manera distinta que al resto de mis compañeros. Ignoro si mis compañeros le admiraban tanto como yo.

Un día, sin previo aviso, Mister Renton no vino a clase. Otro profesor o profesora le sustituyó y nunca le volvimos a ver.

Unos años después, una profesora irlandesa del colegio murió en un tren de manera súbita y misteriosa. El nombre de Mister Renton volvió a resonar en el comedor del colegio. Alguien nos dijo que esta profesora había tenido un romance con Mister Renton cuando este aún daba clases en el colegio.

Yo no soy como Mister Renton. No sé cantar ni tocar la guitarra y mis dibujos distan mucho de aquellos con los que iluminaba el encerado y la imaginación de todos nosotros. Sin embargo, al igual que él, me he convertido en profesor de una lengua extranjera en un país extranjero.

 

El hombre del lago habla todas las noches con su gato. Es un animal hermoso y tiene una penetrante mirada. Para dormir, el animal se enrosca sobre sí mismo y se pega contra su espalda. Al hombre no le molesta esta proximidad, todo lo contrario. Le hace falta sentir un ser vivo cerca. El silencio dentro del barco es reparador; por momentos, hasta olvida que todos esos seres le acechan en tierra firme.

Se levanta en mitad de la noche y toma una decisión. Intentará escapar al amanecer. No puede quedarse en mitad del lago por más tiempo, apenas le quedan víveres ni agua potable. No sabe qué hacer con el gato. Si lo deja en el barco, morirá de hambre, y si lo lleva consigo, será una presa fácil para los pequeños monstruos.

Considera el riesgo de encender el motor de la embarcación para ganar la orilla con mayor rapidez. Se dice que quizá pueda sorprender a las pequeñas bestias. El gato tendrá su oportunidad para sobrevivir. Sin embargo, una vez en la orilla no podrá ocuparse de él ni protegerlo. Espera con paciencia las horas que le separan del amanecer.

El barco se detiene en la orilla. El hombre gana tierra firme de un salto, el gato le imita y hace lo mismo. No hay rastro de los pequeños seres. Se adentran en el bosque que circunda el lago. Ambos llegan hasta el pueblo abandonado por los humanos. Los seres siguen sin aparecer. Salen del pueblo en dirección de la costa.

A lo lejos, a unos cien metros, se divisa un pequeño puerto. Atracada en el puerto hay una lancha motora que parece estar en buen estado.

Entonces el aterrador rugido sacude el silencio de la isla. Detrás de ellos, a menos de cincuenta metros, los horrorosos seres capitaneados por Medurta, la jefa de la tribu. El gato sale disparado en dirección al puerto. El hombre se queda paralizado. Un escalofrío recorre su cuerpo. Ha recuperado la memoria.

Antes de morir devorado por los seres acierta a decir la siguiente frase en inglés, su lengua materna: “My name is Mister Renton”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Diego Pita

Sobre Cesare Pavese y sus Diálogos con Leucó

29 de abril de 2019 08:23:27 CEST

Sobre Cesare Pavese y sus Diálogos con Leucó[1]

En 2008 habría cumplido sus cien años. Pero su cuenta se quebró a los cuarenta y dos, en 1950, al suicidarse en aquella habitación de un céntrico hotel en Turín. Ahora se le ha recordado —como hacemos en Madrid— en muchos lugares y en variados coloquios y reseñas, a la vez que se reeditan puntualmente muchos de sus libros, en español, francés, italiano, y otras lenguas, aprovechando la ocasión de este centenario. Las frecuentes conmemoraciones de estos aniversarios suelen siempre acarrear rituales elogiosos y nostalgias académicas impostadas, y despiertan discursos y glosas de retóricas más o menos académicas y oportunistas. No obstante, pueden servir de pretexto, o de invitación, para volver a leer y comentar desde nuestra circunstancia presente aquellos textos que nos atrajeron y conmovieron por su singular acento hace ya muchos años, y, de paso, meditar y reflexionar sobre su pervivencia actual, descubriendo matices nuevos en los bien conocidos textos. Algo que sucede habitualmente con los textos clásicos, pero también con otros que, por su propia textura poética, diría uno que conservan sugerencias múltiples. Hay textos que apenas envejecen, o que envejecen bien, como los vinos, y sostienen bien el paso del tiempo, o rejuvenecen a la luz de otra mirada.

En mi caso, y supongo que lo mismo les pasará a otros coetáneos, las lecturas de algunos libros de Pavese me suscitan la memoria de las de los primeros encuentros con sus textos, unos cuarenta años atrás. Prescindiré ahora, sin embargo, de todo intento de evocar con nostalgia aquellos años en que en un Madrid tardofranquista y soñoliento comentaba con compañeros de la Facultad lecturas de Pavese, mientras veíamos alguna película del cine italiano neorrealista, en la atmósfera brumosa de un existencialismo de provincias. ¡Qué atrás se ha quedado esa época que ahora veo alguna vez retratada con poco color, en sepia o en blanco y negro! Tampoco quisiera insistir en la evocación melancólica de la silueta personal de Pavese ni en su conocido contexto biográfico, sino que solo pretendo, al socaire de las fechas, comentar la originalidad y el atractivo de una de sus obras: ese extraño libro titulado Diálogos con Leucó, que fue, según él escribió, su preferido, en contra de la opinión de la mayoría de los críticos contemporáneos. Justamente el libro que, de modo muy significativo, quedó en la mesilla de noche del hotel el día de su suicidio junto a la nota final de despedida: «Perdono a todos y a todos pido perdón. ¿Va bien? No hagáis demasiados chismorreos» [Pavese 1979: 467].

De antemano, debo decir que, de la amplia obra pavesiana, a mí siempre me atrajeron más sus poemas (e incluso los títulos de sus libros de poesía, como Trabajar cansa y Vendrá la muerte y tendrá tus ojos) que sus novelas (cuyos títulos son a veces no menos poéticos). Pero, sobre todo, debo alegar que, como a muchos de sus lectores, me impresionaron —por su sinceridad el uno, por su vigor poético el otro—, en la primera y en otras lecturas, sus diarios de los últimos años: El oficio de vivir, y Diálogos con Leucó. (No sé si es necesario advertir que, como es notorio, no soy un crítico de la literatura italiana reciente, ni siquiera un experto en el conjunto de la obra de Pavese; soy solo un lector fiel y añejo de sus obras. Pero, por otra parte, aprovecharé mi oficio de aficionado a los mitos antiguos y a las recreaciones y reflexiones sobre la mitología, para comentar, desde ese ángulo, sugerencias y rasgos propios de Diálogos con Leucó. De ahí el modesto enfoque y el breve alcance de estas líneas.)

El título de Diálogos con Leucó se le ocurrió a Pavese cuando ya había avanzado en la redacción de esos «diálogos breves» (según una carta del 20 de febrero de 1946). De la breve serie de diálogos mitológicos el más antiguo, titulado «Las magas», lo escribió el 13 de diciembre de 1945, y el más tardío, «Los hombres», el 31 de marzo de 1947. El mismo 20 de febrero redactó el prólogo o «Prefación a los dialoguillos», un texto muy bien meditado, presente también en El oficio de vivir y que conviene leer con detenimiento para entender su empeño;[2] en efecto, esas líneas ilustran muy bien la actitud de Pavese al recurrir a esa mitología. Que en el mito se vea un lenguaje sui generis, un instrumento singular para expresar simbólicamente una realidad, o una percepción colectiva —y a la vez de uso muy personal— de una realidad que no puede presentarse de otro modo, es decir, que está más allá de los moldes expresivos de la lógica, no es una idea original. Ya los pensadores y poetas alemanes del siglo xviii habían abundado en esa autonomía expresiva del mito como un código propio con su propia poética y su trascendencia en el ámbito imaginario, y, desde luego, por sus lecturas Pavese conocía muy bien todas esas teorías simbolistas.

Furio Jesi, temprano y perspicaz comentarista de esos textos, ya lo había detectado, notando cómo la visión pavesiana enlaza con ese idealismo simbolista, y se aparta tanto de la interpretación funcionalista de Malinowski como de la anterior teoría ilustrada, evolucionista, de Sir James Frazer:

Es significativo que Pavese, por lo que respecta al valor simbólico del mito, rechace la teoría de un sentido «empírico», como decía Malinowski, para aceptar más bien, —aunque no de un modo ortodoxo— la de Kerényi, es decir, la que parece derivar no de una indagación puramente etnológica, sino de las especulaciones sobre el símbolo con acentos diversos en el ambiente de la poesía germánica, pero más en conexión con la teoría de Goethe que con la de los románticos [Jesi 1972: 146].[3]

Con su pregnancia imaginativa, el mito servía para calmar mejor esa inquietud inextinguible a la que hace alusión; el mito tiene una contenida riqueza y alude a realidades que no alcanza la lógica habitual. Como Pavese dice en otro lugar: «Un mito es siempre simbólico, por esto no tiene nunca un significado unívoco, alegórico, sino que vive de una vida encapsulada que, según el lugar y el humor que lo rodea, puede estallar en las más diversas y múltiples florescencias».[4]

Pavese conocía varias mitologías, no solo antiguas, sino también de tierras lejanas, como lector y editor de libros de antropología en la editorial Einaudi, y por eso resulta mucho más interesante su declaración y su reflexión de que solo la de los antiguos griegos, la más conocida por los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones. En principio, porque sus mitos estaban ligados a una educación, y también porque la riqueza de esa mitología, transmitida por una larga literatura, recreada poéticamente a lo largo de siglos, resulta incomparable, y revela una curiosa y singular «madurez mítica», ligada a su tradición en un marco histórico y espiritual de extenso horizonte. Insiste en ello:

La fascinación de los mitos griegos nace del hecho de que posiciones inicialmente mágicas, totémicas, matriarcales, fueron —por la elaboración ágil del pensamiento consciente sobrevenida en los siglos x-viii a. C.— objeto de nuevas y profundas interpretaciones, de contaminaciones, de injertos —todo ello presidido por la razón—, y de este modo llegaron a nosotros con la riqueza de toda esa claridad y tensión espiritual, aunque también abigarradas de antiguos sentidos simbólicos ajenos [Pavese 1979: 304].

Los mitos conservan una fuerza poética propia, singular, que puede ser invocada o resucitada por un buen intérprete. De ahí su potencial literario; y también su alcance especulativo.

Debes guardarte —sigue diciendo— de confundir el mito con las redacciones poéticas que de él se han hecho o se están haciendo; precede a la expresión que se le da; no es esa expresión; en su caso se puede hablar perfectamente de un contenido distinto a la forma (aunque de una forma por sumaria que sea no se puede prescindir jamás); y esto lo prueba el hecho de que el verdadero mito no cambia de valor, ya se exprese en palabras, con signos, o con música. El mito es, en suma, una norma de un hecho ocurrido de una vez por todas, y extrae su valor de esa unicidad absoluta que lo alza por encima del tiempo y lo consagra como revelación. Por eso se produce siempre en los orígenes, como en la infancia. Está fuera del tiempo [Pavese 1979: 305].

No vamos a detenernos ahora en comentar el trasfondo de estas ideas. Sería fácil conectarlas con textos de Karl Kerényi, C. G. Jung, Joseph Campbell o Mircea Eliade, por ejemplo. Más interesante ahora es subrayar esa conciencia de que los mitos en toda cultura —y muy claramente en nuestra cultura occidental— circulan a lo largo de la tradición como una herencia colectiva, están arraigados en un imaginario que, aun desligado de su función religiosa, se trasmite en la literatura y en el arte, desde los griegos. La tradición reelabora esos mitos en variados formatos y los usa para reflexiones y recreaciones varias. Es lo que Hans Blumenberg ha denominado «trabajo sobre el mito». En su espléndido libro Arbeit zum Mythos H. Blumenberg insistió en la «significatividad» que, en un principio, los mitos aportan a la interpretación humana del mundo.

Desde luego, Pavese no pudo conocer ese libro [Blumenberg 1979], pero habría estado muy de acuerdo con sus tesis sobre la «constancia icónica» de esos relatos que son una y otra vez recontados y reinterpretados. Y que, de modo ingenuo o irónico, vienen a calmar esa inquietud ante la realidad cósmica inventando un trasfondo de figuras fantasmales. Pavese, no solo poeta y novelista, sino ensayista y editor, un intelectual comprometido, conocía varias mitologías, pero era muy consciente de que solo la de los griegos, al menos para los europeos, ofrecía una respuesta familiar a sus punzantes cuestiones.

Como ya se ha dicho, los mitos pueden presentarse en formas literarias diversas, y eso sucede ya en la antigua literatura helénica. Tanto la épica como la lírica y la tragedia griegas relatan cada una a su manera los mitos del repertorio tradicional. Y el diálogo puede también servir para ese fin, aunque no sea una de las maneras más usuales y espontáneas para contar ingenuamente los mitos. Elegir ese formato de los diálogos breves —que no apuntan a la mera narración, sino que colorean dramática o irónicamente el texto, con un toque de subjetividad al poner la narración en boca de determinados caracteres—, es seguir un cierto modelo literario. En la tradición griega el de los diálogos de Luciano; en la italiana, los de Leopardi.[5] (En contraste con los opúsculos del satírico de Samósata, en los de Pavese, que no pretende caricaturizar a los dioses y héroes, no hay tono burlón ni rasgos cómicos, pero sí una inevitable ironía poética, de tintes melancólicos. En esa línea está, desde luego, próximo a Leopardi. La elección de ese formato, de forma muy consciente, subraya esa intención irónica.)[6]

Como se espera, la forma del diálogo breve tiende a rememorar los mitos desde miradas subjetivas. No se trata de resumir los relatos míticos, sino de aludir a ellos y rastrear en ellos sus rasgos inquietantes o notas enigmáticas. Es muy significativo de su idea el hecho de que Pavese anteponga a cada texto unas líneas que resumen de manera previa la escena y cuentan quiénes son los actores del breve encuentro, para situar al lector, que podría desconocer o no recordar ese contexto, por más que los mitos sean conocidos. Digamos que, aunque los personajes sean conocidos, no suelen ser de los más habituales en los tablados de la mitología. Al sesgo de su evocación de los textos clásicos, los encuentros y diálogos abren una perspectiva propia, insinuando aspectos y cuestiones que nos hacen reflexionar sobre la condición infeliz de hombres y dioses, con un toque existencialista y subversivo, de acentos ácidos e irónicos, ecos de su propia inquietud.

Como señala Lorenzo Mondo, bajo la superficie mitológica se desliza una inagotable inquietud:

El sentido último de estos Diálogos parece resolverse en una contrastada inquietud religiosa, en una anámnesis torturante y recurrente. Conviene de todos modos subrayar su complejidad, su carácter irreductible a una lectura unívoca. Es un libro de fugas y retornos, de ocultamientos y de emergencias. Presenta una arquitectura ambiciosa que a cada paso se desmonta, se abre a representaciones y argumentaciones divergentes, en un continuum que refleja el fluir de una conciencia indecisa [Mondo 2006: 152].

Los Diálogos son un texto de difícil lectura, de un oscuro simbolismo, que puede desconcertar a más de un lector, como de hecho sucedió en su tiempo;[7] un texto que pareció extravagante e inconfortable a los críticos y a los filólogos, con la honrosa excepción del clasicista Mario Untersteiner, uno de los grandes estudiosos del pensamiento griego y un intelectual de singular sensibilidad e inteligencia, que desde muy pronto comprendió todo el alcance poético y la originalidad de la obra. El desconcierto que produjo el libro en la crítica contemporánea lastimó, sin duda, a Pavese, que había puesto en esos Diálogos mucho de su sentir y pensar más íntimo. Pero él quiso asumir esa decepción con un cierto orgullo, y con irónica alegría.[8]

¿Por qué el título de Diálogos con Leucó? En principio, podríamos ver en él una alusión al nombre de su amada de esos años: Bianca Garufi. Pero, además, Leucó es diminutivo de Leucótea, «la Diosa blanca», una figura mítica de discreto relieve en el repertorio antiguo, divinidad menor, pintoresca y marina, muy al margen de los grandes dioses del Olimpo.[9] Ino Leucótea tiene solo una aparición relevante en la literatura griega. Aparece en la Odisea, canto v, versos 333 y siguientes, para auxiliar a Ulises, zarandeado en su balsa por una furiosa tempestad enviada por su enemigo Poseidón. Surge del mar como una gaviota y le habla y le da un velo mágico con el cual el héroe debe arrojarse al borrascoso mar, y sobrevivir hasta llegar náufrago a Feacia. De los veintisiete diálogos del libro de Pavese, solo aparece en dos: el primero, el de «Las magas» (donde charla con Circe y se evoca el episodio del encuentro de Ulises con la maga que transforma a sus huéspedes en cerdos y lobos), y, más adelante, el de «La viña» (donde anuncia a Ariadna, abandonada por Teseo, la pronta llegada de Dioniso). La diosa es una confidente marginal de los amoríos de Circe y Ariadna, amantes de héroes aventureros y seductores. Junto a «Las magas» hay en el libro solo otro encuentro inspirado en la Odisea: «La isla», donde dialogan Calipso y Odiseo. (Nuevo tema del abandono y el amor insatisfecho).

De todos modos, recordemos que, siendo el primero de los diálogos, «Las magas», marcó el camino a seguir; fue algo así como un ejemplo para los demás encuentros. Ya en ese texto está el motivo recurrente en tantos otros: la inmortalidad divina se enfrenta a la existencia mortal, y una y otra condición se revelan como insatisfactorias. Los héroes siguen su camino, mientras que las bellas inmortales, tanto Circe como Calipso, se quedan en sus islas abandonadas. Dejándolas atrás los astutos héroes se apresuran hacia un destino que acaba en muerte. Pero la inmortalidad no es tampoco garantía de felicidad. Los héroes pasan, sin que el amor los retenga, y las diosas se quedan solas con el recuerdo de una relación fugaz. No sé si Pavese pensaría también en el extraño destino de Leucótea: una mortal que, en su desesperación, se suicida arrojándose al mar, pero a la que los dioses le conceden, raro privilegio, la condición de diosa en las profundidades marinas. De allí emerge para auxiliar a Ulises. Pavese sentía pasión por la Odisea homérica, y tuvo un tenaz interés en buscarle una nueva versión italiana. Me parece evidente que en esas imágenes de la parlera Leucótea late el recuerdo del pasaje homérico, aunque la gaviota y el velo ahí no se mencionen.

Pavese recurre a los mitos griegos —o, mejor dicho, a figuras y coloquios fingidos entre los personajes del imaginario mítico— para dar expresión a sus propias inquietudes y desasosiegos, como si en esas imágenes y en sus destinos trágicos hallara un medio para expresar de modo enigmático anhelos sin respuesta. Bajo las máscaras de héroes y dioses nos invita a asistir, a través de ese intercambio de reflexiones y recelos,[10] a unos coloquios en un mundo de sombras. Como un pasaporte para ese fantástico teatro de sombras, como un velo de Leucótea para sobrenadar en la tormenta, extrae del viejo repertorio helénico esas figuras míticas, un tanto desconcertantes. No le interesa referir las hazañas prodigiosas de los dioses y los héroes, no evoca con retórica escolar el fulgor de esas fantasías, sino que comenta, a través de esas charlas, despedidas, fracasos, desilusiones, amores sin rumbo, quiebras de la felicidad. Ni la condición divina ni la arrogancia heroica son satisfactorias, y se anhelan en vano una a otra.[11] El destino resulta absurdo e inevitable, y las preguntas se estrellan contra un muro. La selección de personajes y de episodios con final amargo es muy característica. Podríamos recordar, aplicada al juego con los mitos, la frase de Derek Walcott: «Los clásicos consuelan, pero no bastante». Solo queda un furtivo placer, o un ambiguo consuelo, en las palabras, en los razonamientos sobre el pasado y el destino, en el juego con las imágenes de esas figuras fantasmagóricas, marionetas ilustradas del teatrillo de la memoria, marginales al Olimpo de los Felices.

Leucó —en la Odisea— emerge del fondo marino como parlera y blanca gaviota. (Las diosas antiguas gustan de esas metamorfosis en veloces aves.) Le aconseja a Ulises abandonar su almadía, y, tan solo abrigado con su velo, echarse a nadar en el mar embravecido. Ulises, un tanto desconfiado siempre ante las ayudas divinas, obedece al rato, y así llega dos días después a la isla de los feacios. Apenas arriba a la costa, desnudo y náufrago, arroja el héroe de nuevo el velo al mar, como le dijera la diosa marina, y prosigue su complicado regreso. Resulta un estupendo símbolo ese misterioso y mágico velo: un salvavidas prestado por la furtiva diosa metamorfoseada en parlera gaviota, una diosa que antes había sido una mujer de existencia trágica.

Podría decirse que los mitos pueden usarse, como el velo mágico de Leucó, a modo de salvavidas ocasional para náufragos en apuros. En esos breves coloquios puede darse cabida a las emociones y anhelos de nuestra propia condición humana ­—humanas son las figuras de ese repertorio fabuloso. Pero solo por un tiempo; es inevitable tener que devolver el velo más o menos pronto al mar, y enfrentarse de nuevo a la inquietud cotidiana. Para la mayoría de sus lectores de entonces, como ya hemos subrayado, Diálogos con Leucó resultó una obra muy extraña, una extravagancia difícil de aceptar en la trayectoria del novelista y poeta comprometido con la ética y estética del realismo contemporáneo. Podemos explicarnos el rechazo general de la crítica, desconcertada y escandalizada, un rechazo casi unánime. Ante ella Pavese, como ya hemos dicho, se sintió dolido, sorprendido hasta cierto punto ante su incomprensión; aunque luego se jactara, como hemos notado, de cierta alegría ante ese rechazo. Para él era la obra que mejor lo definía, en su complejidad, su inquietud poética y existencial, y por eso escribió —en carta a una amiga y poco antes de su suicidio— que la consideraba su «carta de presentación ante la posteridad» (biglietto di visita presso i posteri). No fue así para la gran mayoría de su público lector.

Debemos, pues, apreciar ese gesto suyo cuando quiso dejar, no por azar, sino con plena consciencia de su sentido, el libro de los coloquios míticos, como un testimonio de sus inquietudes sin respuesta, como una nostalgia hacia el paisaje antiguo, como un paseo entre sombras y fantasmas de otros tiempos, entremezclados los ecos de la infancia y las siluetas de diosas y héroes, con su extrañeza y su cálida y ambigua familiaridad, voces antiguas resonando para expresar angustias y dudas de siempre.

Releer los Diálogos con Leucó, un texto tan ambicioso y mucho menos leído de lo que merece, y a la vez recordar cuánto significaron estos breves dramas para su autor puede ser, aquí y ahora, un buen esfuerzo intelectual a la vez que un cordial y amistoso homenaje al gran escritor. Considero, por otra parte, que es uno de los textos más interesantes de un humanista del siglo xx, uno de los raros «clásicos» europeos del siglo, un magnífico ejemplo de la inagotable capacidad de sugerencias que —más allá de cualquier retórica y de la acartonada erudición clasicista— guardan todavía los antiguos mitos griegos.

 

BIBLIOGRAFÍA

BLUMENBERG, Hans, Arbeit am Mythos, Suhrkamp, Berlín, 1979. En español, Trabajo sobre el mito, trad. de P. Madrigal, Paidós, Barcelona, 2003.

GARCÍA GUAL, Carlos, Introducción a la mitología griega, Alianza, Madrid, 2007.

JESI, Furio, Literatura y mito, Seix Barral, Barcelona, 1972.


MONDO, Lorenzo, Quell’antico ragazzo. Vita di Cesare Pavese, Rizzoli, Milano, 2006.

MUÑIZ MUÑIZ, María de las Nieves, Introduzione a Pavese, Laterza, Bari, 1992.

PAVESE, Cesare, El oficio de vivir, trad. de L. Justo, Siglo xxi, Buenos Aires, 1965.

PAVESE, Cesare, El oficio de vivir, trad. de E. Benítez, Bruguera, Madrid, 1979.

PAVESE, Cesare, Diálogos con Leucó, trad. de E. Benítez, Bruguera, Madrid, 1980.

PAVESE, Cesare, La literatura norteamericana y otros ensayos, trad. de E. di Fiore, Bruguera, Madrid, 1987.

 

 



[1] Texto publicado en Cuadernos de filología italiana, 2011, Volumen extraordinario, pp. 177-186, y revisado por su autor para esta edición.

[2] La importancia de estas líneas introductorias se ha subrayado muchas veces. Citaré, como ejemplo: «Con el resto, con los dubitativos y con los detractores se ha puesto a salvo: "De haber sido posible, habríamos prescindido bien a gusto de tanta mitología. Pero estamos convencidos de que el mito es un lenguaje, un medio expresivo, es decir, no es algo arbitrario, sino un vivero de símbolos formado —como todos los lenguajes— por una particular sustancia de significados que ningún otro sistema podría expresar". Esto es, insiste en defender el libro contra los silencios incómodos y contra las incomprensiones, y llega a adoptar un punto de altivez y de menosprecio. Parece imposible que Leucó no se entienda, pero me llena de orgullo: quiere decir que es un segundo Faust. Los Diálogos, tan musicales si los comparamos con El camarada, fue la más querida de sus criaturas, como lo demuestran las reflexiones y los bizarros comentarios que le dedica en el diario a lo largo de todo 1947 […] Este sentimiento no está muy alejado del que experimentan, empero, los fascinados lectores», Muñiz [1992: 167]. (Tr. del tr.)

[3] Es curioso que Pavese prefiriera adherirse a esa interpretación simbolista, vinculada a la época del idealismo alemán, y no a las teorías de autores funcionalistas que él había editado en la serie de estudios sobre mitología que dirigía en la editorial Einaudi. Como si su sensibilidad como poeta se impusiera a la del novelista y editor atento a las corrientes más modernas, más pragmáticas.

[4] Cfr. Pavese [1987: 305-64, 308-9]. He citado esa frase en mi libro Introducción a mitología griega, donde resumo diversas interpretaciones modernas de la mitología, desde los simbolistas románticos a Frazer, a Lévi-Strauss.

[5]Lo señala ya Muñiz [1992:111-113]: «Integrándose en esta tradición (iniciada por Platón y por Luciano), Pavese reordena por completo los objetivos de La terra e la morte para mostrar la otra parte de la moneda: ya no (y no solo) el drama humano proyectado en el mito, sino el mito mismo visto en el doble sentido que he mencionado antes, como proyección del drama humano» […] «Acercando a nuestros días la mitología clásica, Pavese intentaba una operación de "extrañamiento" con la intención de impedir que —por razón de la excesiva familiaridad de los lectores con la versión vulgata— se perdiera la fuerza expresiva, pero después utilizaba la familiaridad que los lectores tenían con los mitos gracias a las lecturas escolares como un arma indispensable para dar a su obra la profundidad y la credibilidad de los recuerdos infantiles, el único mito del hombre moderno». Son excelentes también sus observaciones sobre la dificultad y el atractivo, Muñiz [1992: 129]. (Tr. del tr.)

[6] «Para quien sabe escribir, una forma es siempre algo irresistible. Corre el riesgo de decir tonterías y de decirlas mal, pero la forma que lo tienta, pronta a embeberse en sus palabras, es irresistible. (Me refiero, por ejemplo, al género del pequeño diálogo mitológico tuyo» [Pavese 1987: 209]. La originalidad en la preferencia por ese formato, a la vez que la referencia a los diálogos de Leopardi, la señala ya Muñiz [1992: 98].

[7] Cfr. Muñiz [1992: 130]. También Lorenzo Mondo [2006: 149-53] comenta el rechazo casi unánime a la obra de la crítica literaria contemporánea, que no sabía dónde situarla. Con todo, me parece dudosa su observación sobre la influencia de Nietzsche sobre este texto. Pavese había leído El origen de la tragedia en 1940, es decir algunos años antes de pensar en estos «dialoguillos míticos», que distan mucho del fervor dionisíaco, tanto por su estilo como por su contenido.

[8] De nuevo, cfr. Nieves Muñiz [1992: 129]. «Toda una summa de la problemática literaria y de la poética de Pavese. Se comprende así que el autor sostuviera hasta el final la importancia de este libro mal recibido por críticos y lectores y lo definiera como "carta de presentación ante la posteridad" (cfr. la carta a Billi Fantini fechada el 20 de julio de 1950)» […] «El mayor obstáculo con el que se enfrentó la fortuna del libro fue, sin duda, la ambigüedad de su estilo que, situándose a medio camino entre símbolo y alegoría, es a la vez aforístico-oracular (de ahí el uso recurrente de palabras-mito en apariencia sencillas —destino, recuerdo, isla, caminos, rocas, fieras— pero llenas de implicaciones inéditas) y secamente argumentativo (serán los propios interlocutores quienes, en el decurso del diálogo, construyan y aclaren el significado de esos términos). Así, mitos que deben ser desenmarañados, que significa gozar de la dificultad que tienen los lectores para entenderlos ("parece imposible que Leucó no se entienda, pero eso me llena de alegría", (26 de noviembre de 1948), y mitos desenredados». (Tr. del tr.)

[9] Apunto, de pasada, que solo coincide en el nombre con la poderosa Diosa blanca patrocinada por Robert Graves, en un libro que con ese mismo nombre (The White Godess) se publicó algunos años después.

[10] Los mitos se prestan a esas interpretaciones —que unas veces son más irónicas o burlescas, como en los Diálogos de los dioses de Luciano— y otras más melancólicas. Hay en esos relatos un elemento dramático que se presta a ser coloreado con variable tono sentimental, hay en los mitos una cierta ambigüedad o ambivalencia, como señala Muñiz [1992: 98]: «Esta ambivalencia del mito —verdad y mentira, herida y sanación— se proyectaba sobre el concepto pavesiano de catarsis artística, cuya intención de hacer hablar al mito de sí mismo comportaba la imposibilidad de salir de su propio círculo hermenéutico […] De esta maraña y de esta ambigüedad nacerán los Diálogos con Leucó, cierto, la obra más ambiciosa de Pavese, y algo más que una obra aislada». (Tr. del tr.)

[11]Cfr. Mondo [2001: 151-152]: «Los dioses pueden nutrir una soberana indiferencia por la suerte de los hombres (Jacinto muerto a manos del radioso Apolo, —por usar una flor como muestra—), que no excluye una curiosa envidia, como si tuvieran necesidad de ellos. En las criaturas que se enfrentan a un destino mortal, "enriqueciendo la tierra con palabras y hechos", como Odiseo, se consuma paradójicamente una experiencia de libertad negada a los inmortales. Circe llega a afirmar que, para poder salir del tedio de una vida siempre igual, sería necesario morir. Y aquí estaría la novedad, lo que rompería la cadena». (Tr. del tr.)

Escrito en Sólo Digital Turia por Carlos García Gual

No dejar a ningún lector indiferente

15 de abril de 2019 12:14:10 CEST

El escritor y catedrático emérito de la Universidad de Zaragoza, Agustín Sánchez Vidal, y el escritor y estudioso de la cultura aragonesa José Luis Melero, serán los encargados de dar a conocer en Zaragoza el nuevo libro de Raúl Carlos Maícas. Editado por Fórcola bajo el título “La nieve sobre el agua”, se trata de un volumen de diarios que el escritor y periodista turolense fue elaborando durante los años 2002 a 2005, aunque por su contenido los textos podrían ser de ayer mismo. 

 

La presentación en Zaragoza tendrá lugar mañana día 16 de abril, a las 19,30 horas y en el IAACC Pablo Serrano. Está previsto que también participen el autor y el director de Fórcola Ediciones, Javier Jiménez.

 

“La nieve sobre el agua” es la tercera entrega de una serie de diarios que comenzaron a editarse en 1998 y que, fragmentariamente, han venido publicándose en las páginas de la revista cultural TURIA, que el autor fundó y continúa dirigiendo. Para Raúl Carlos Maícas, ambas tareas conforman un proyecto de vida y testimonian “ese compromiso con la creatividad y con la acción cultural que vengo practicando desde hace décadas”.

 

El título del libro rinde homenaje al escritor francés Jules Renard, uno de los más célebres diaristas de todos los tiempos. No por casualidad, en la cita de Renard que abre el volumen se nos dirá: “La nieve sobre el agua, el silencio sobre el silencio”.

 

UNA MIRADA CRÍTICA SOBRE LA REALIDAD

Estos diarios de “La nieve sobre el agua” aportan una mirada crítica sobre la realidad. No en vano, su autor se muestra totalmente de acuerdo con las tesis de Octavio Paz, uno de los protagonistas del libro, que aseguraba: “la salud moral y política de una sociedad se mide, en primer término, por la capacidad crítica de sus escritores y por la posibilidad de hacerla pública”.

 

Por eso, en estas páginas Raúl Carlos Maícas se permite la aventura permanente de la provocación. Y es que escribir un diario, se nos dirá, “es ir contando, negro sobre blanco, las peripecias y los desafíos que nos producen nuestras pesquisas interiores, nuestro inventario de sentimientos, sueños, certezas y desvaríos”.

 

Los  temas  tratados  en  “La  nieve  sobre  el  agua”  son muy diversos, tan eternos como actuales,  aunque  siempre tamizados por el ejercicio de la literatura. Así, por ejemplo, se nos narra algún episodio surrealista como el que cuenta una conversación turolense sobre Borges bajo la nieve.

 

En estos diarios se escribe también sobre “Teruel existe” o sobre el fingimiento. Sobre la melancolía y los eslóganes. Sobre la arquitectura epidérmica y las tertulias radiofónicas. Sobre España y los solitarios. O sobre la pintura de André Derain y Carlos Pazos. El abanico  temático resulta, por tanto, amplísimo y permite acceder al libro por cualquiera de sus páginas y dejarse seducir o contrariar por sus propuestas y análisis, por sus historias y divagaciones. Sin duda, el propósito de estos diarios es no dejar a ningún lector indiferente.

 

Por otra parte, y más allá de unos pocos personajes que aparecen con iniciales o bajo una enigmática X., la lista de nombres propios es muy amplia: desde Roy Lichtenstein a Manuel Pertegaz, de Salvador de Madariaga a Juan Manuel Bonet, de Fernando Savater a Federico Jiménez Losantos, de Audrey Hepburn a José Antonio Labordeta, de Octavio Paz a Salvador Victoria.

 

Aunque todavía minoritarios en el panorama editorial español, los diarios atraen cada vez a más lectores, que encuentran en ellos la experiencia de sus semejantes, es decir un reflejo de la suya propia. En opinión de Raúl Carlos Maícas, “llevar un diario es ideal para esta época de vértigo vital que padecemos a todos los niveles”.

 

Además, para algunos de sus cultivadores constituyen una innovadora y magnífica fórmula narrativa, una suerte de periodismo cultural sin ataduras, una bocanada de aire fresco frente a los síntomas de agotamiento y la reiteración que brindan otros géneros, como la novela.

 

La portada de “La nieve sobre el agua” reproduce una obra del pintor Damián Flores, fechada en 2015 y titulada “El rompeolas”.

 

Raúl Carlos Maícas (Teruel, 1962), es escritor y periodista. Fundó y dirige, desde hace más de tres décadas, la revista cultural Turia, denominada por la crítica como la Revista de Occidente aragonesa. En 2002 fue galardonada con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura, otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España. Cursó estudios de Filología y hasta fechas recientes se ha dedicado a la comunicación institucional. También ha colaborado en la revista Letras Libres o en publicaciones aragonesas como Heraldo de AragónDiario de Teruel, Andalán y El Día. Lleva escritos varios volúmenes de diarios, de los que hasta ahora ha publicado Días sin huella (1998) y La marea del tiempo (2007)

 

Fragmento de La nieve sobre el agua

HORAS FELICES EN ALBARRACÍN. [...].Quizá lo que más continúa hechizándome de Albarracín es cómo ha sabido preservar su autenticidad, su condición de ínsula extraña, atemporal. Cómo ha salvado su rico patrimonio urbano, fiel testigo de su condición medieval y musulmana, de esa tan voraz como brutal rapiña especulativa que ha dinamitado tantos lugares hermosos, amurallados o no, de España. Este victorioso desenlace, que tiene mucho de batalla perpetua contra la intolerancia de lo privado frente a lo público, nos confirma cómo puede aunarse de forma satisfactoria la existencia cotidiana del interés individual con la fuerza carismática de la defensa del bien común.

 

Quizá, como nos recordara ese diplomático maduro de culturas que siempre fue José María de Areilza, toda ciudad amurallada que sobrevive practicando la concordia entre los de dentro y los de fuera bien merece una glosa conmemorativa, un apólogo actualizado que nos hable con admiración de su irrevocable demostración de civismo.

 

Albarracín es una silueta siempre descoyuntada, que participa de la tradición y de la vanguardia. Una abigarrada amalgama de antiguas construcciones populares que, como la célebre casa de la Julianeta, desafían las leyes de la gravedad y parecen querer ser descritas como modernos edificios expresionistas. Malabarismo imposible de volúmenes prodigiosos que, ya en 1933, llevó a aquel raro, ingenioso y estimable escritor que fue nuestro Antonio Cano a proclamar con aliento y tal vez un poco de humor su inequívoca imagen como urbe paradigma de la modernidad: «Albarracín —anotaba en un folleto de la época— valdría para competir con las vertiginosas alturas neoyorkinas, con el mérito de ser mucho más audaces por lo viejas y torpes». Otros viajeros más líricos y contemporáneos, como el conocido andarín televisivo y veterano cantautor José Antonio Labordeta, elogian la infinita capacidad de sorpresa que brinda este peñascal urbanizado como obra de arte: «Cada vez que he ido a visitar esta maravilla, me ha dejado sorprendido. Un cambio de luz, unas nubes blancas o negras, un aire helador de la sierra, o el calor crucificante de los mediodías, me han hecho ver una realidad distinta, sabiendo, de antemano, que esta villa está como está».

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción

Una mirada crítica sobre la realidad

29 de marzo de 2019 12:11:44 CET


Los escritores y críticos literarios Mercedes Monmany y Manuel Rico serán los encargados de dar a conocer en Teruel el nuevo libro de Raúl Carlos Maícas. Editado por Fórcola bajo el título “La nieve sobre el agua”, se trata de un volumen de diarios que el escritor y periodista turolense fue elaborando durante los años 2002 a 2005, aunque por su contenido los textos podrían ser de ayer mismo. 

La presentación en Teruel, que ha contado con el apoyo del Instituto de Estudios Turolenses, tendrá lugar el próximo día 8 de abril, a las 19,30 horas y en el salón de actos de la Cámara de Comercio. Está previsto que también participen el autor y el director de Fórcola Ediciones, Javier Jiménez.

“La nieve sobre el agua” es la tercera entrega de una serie de diarios que comenzaron a editarse en 1998 y que, fragmentariamente, han venido publicándose en las páginas de la revista cultural TURIA, que el autor fundó y continúa dirigiendo.

En “La nieve sobre el agua” el lector encontrará un conjunto de prosas de vocación volteriana, en las que se despliega una mirada terapéutica y crítica, sin puertas falsas, sobre la realidad. Son también un conjunto de pequeñas radiografías sobre la vida cotidiana y sus protagonistas, así como un catálogo de especulaciones inciertas y disidentes sobre la casualidad y el destino. Todo ello sin renunciar a los pequeños gozos de la existencia.

El título del libro rinde homenaje al escritor francés Jules Renard, uno de los más célebres diaristas de todos los tiempos. No por casualidad, en la cita de Renard que abre el volumen se nos dirá: “La nieve sobre el agua, el silencio sobre el silencio”.

La portada de “La nieve sobre el agua” reproduce una obra del pintor Damián Flores, fechada en 2015 y titulada “El rompeolas”.

 

 

NO DEJAR A NINGÚN LECTOR INDIFERENTE

Estos diarios de “La nieve sobre el agua” son, a veces, una suerte de manual de autoayuda y también una exploración de lo que ocurre a nuestro alrededor. No falta el inventario de lecturas, exposiciones, anécdotas y truhanerías, sermones y agravios,  así  como de glosas de personajes célebres o anónimos. Y  así  se  van  desplegando ante  la  curiosidad  del  lector  una  larga  secuencia  de  fragmentos  que  brindan un análisis, subjetivo y cómplice, de cuanto sucede a nuestro alrededor. De ahí que los temas tratados resulten muy diversos, tan eternos como actuales, aunque siempre tamizados por el ejercicio de la literatura. Así, por ejemplo, se nos narra algún episodio surrealista como el que cuenta una conversación turolense sobre Borges bajo la nieve.

Se habla también de la vida cultural y política española, de los lugares donde vivimos la infancia, del desencanto, de las tertulias radiofónicas, del compromiso cívico, de la arquitectura epidérmica, del terrorismo, de las parejas y de un amplio y plural catálogo de asuntos y protagonistas.

Por otra parte, más allá de unos pocos personajes que aparecen con iniciales o bajo una enigmática X., la lista de nombres propios es muy amplia: desde Roy Lichtenstein a Manuel Pertegaz, de Salvador de Madariaga a Juan Manuel Bonet, de Fernando Savater a Federico Jiménez Losantos, de Audrey Hepburn a José Antonio Labordeta.

Se escribe, además, sobre “Teruel existe” o sobre el fingimiento. Sobre la melancolía y los eslóganes. O sobre la pintura de André Derain y Carlos Pazos. El abanico  temático resulta, por tanto, amplísimo y permite acceder al libro por cualquiera de sus páginas y dejarse seducir o contrariar por sus propuestas y análisis, por sus historias y divagaciones. Sin duda, el propósito de estos diarios es no dejar a ningún lector indiferente.

Aunque todavía minoritarios en el panorama editorial español, los diarios atraen cada vez a más lectores, que encuentran en ellos la experiencia de sus semejantes, es decir un reflejo de la suya propia. Además, para algunos de sus cultivadores constituyen una innovadora y magnífica fórmula narrativa, una suerte de periodismo cultural sin ataduras, una bocanada de aire fresco frente a los síntomas de agotamiento y la reiteración que brindan otros géneros, como la novela.

Raúl Carlos Maícas (Teruel, 1962), es escritor y periodista. Fundó y dirige, desde hace más de tres décadas, la revista cultural Turia, denominada por la crítica como la Revista de Occidente aragonesa. En 2002 fue galardonada con el Premio Nacional al Fomento de la Lectura, otorgado por el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte de España. Cursó estudios de Filología y hasta fechas recientes se ha dedicado a la comunicación institucional. También ha colaborado en la revista Letras Libres o en publicaciones aragonesas como Heraldo de AragónDiario de Teruel, Andalán y El Día. Lleva escritos varios volúmenes de diarios, de los que hasta ahora ha publicado Días sin huella (1998) y La marea del tiempo (2007)

Mercedes Monmany es escritora y crítica literaria. Licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, ha sido asesora y editora literaria. Organizadora de numerosos ciclos y encuentros, ha comisariado varias exposiciones antológicas de escritores como Isaac Bashevis Singer, Julio Verne y Giuseppe Tomasi  di  Lampedusa,  y  traducido  a  autores como Leonardo Sciascia, Attilio Bertolucci, Francis Ponge y Philippe Jaccottet. Desde 1999 colabora en la revista TURIA. También desde ese año viene desarrollando su labor crítica en el suplemento cultural del periódico “ABC” y anteriormente lo hizo en “La Vanguardia” y  “El País”. Su obra más aclamada ha sido el ensayo  “Por las fronteras de Europa. Un viaje por la narrativa de los siglos XX y XXI”. Su último libro es “Ya sabes que volveré”, en donde narra el afán por vivir y crear de tres escritoras asesinadas en Auschwitz.

Manuel Rico es escritor y crítico literario. En la actualidad, preside la Asociación Colegial de Escritores. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense, su trayectoria profesional se ha desarrollado en el ámbito de la actividad institucional en la Comunidad de Madrid, en Radio Televisión Española (RTVE) y en el Instituto Cervantes. Autor de una veintena de libros de poesía, novela, ensayo y ediciones críticas, ha colaborado en varios diarios y desde 1997 ejerce la crítica literaria en el suplemento Babelia, de “El País”. Colabora asiduamente en revistas especializadas como TURIA. Ha ganado, entre otros, los Premios Hispanoamericano de Poesía Juan Ramón Jiménez y Andalucía de Novela.

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción

Trotski y Stalin en la pantalla de la historia

11 de marzo de 2019 08:34:16 CET

La conmemoración del centenario de la revolución de octubre nos ha dejado dos monumentos audiovisuales que no deben pasar ignorados: el film británico La muerte de Stalin de Armando Iannucci (The Death of Stalin, 2017) y la serie rusa Trotskide Alexander Kott y Konstantin Statski (2017), producida por Sreda P. C. y distribuida por Netflix. Son obras muy diferentes y, al mismo tiempo, comparten una base común que no se limita a la temática.

 

Comenzaremos por la base común. Se trata de novelizaciones que apuntan a la educación histórica, siguiendo el esquema que creó en el siglo XIX la novela de educación histórica (Historia de dos ciudades de Dickens o los Episodios Nacionales de Galdós, por poner dos ejemplos). En este género de novela subyace siempre el propósito de corregir la versión oficial de la historia, a menudo falsa, y aportar una visión crítica con un acontecimiento trascendente todavía para la actualidad. Y eso es precisamente lo que hacen estas dos obras. No es en ellas lo principal el relato de los acontecimientos históricos, aunque tampoco se pueden distanciar de ellos, sino ofrecer una interpretación que ayude a comprender su génesis y sus lamentables consecuencias. El cine ha retomado este y otros géneros novelísticos y ha explotado sus posibilidades. La revolución rusa es un acontecimiento que ha conocido una mitificación sin parangón en la historia de la Modernidad y esa mitificación proporciona una imagen falsa e injusta de los hechos reales, que, un siglo después, debe ser corregida. No es casual que esa corrección se haya apoyado en el papel desempeñado por los dos protagonistas del acontecimiento. La figura de Lenin, el tercer personaje, tiene mucho menos atractivo desde un punto de vista estético.

 

Pasaremos a la dimensión diferencial de estas obras. La muerte de Stalin ha sido calificada por la crítica de comedia, esperpento, sátira… Es una muestra de humor inglés, esto es, humor cultural en un escenario infernal. Iannucci relata los primeros días de marzo de 1953, en los que la repentina muerte del camarada Stalin desató una lucha a muerte -literalmente- en el Presidium Supremo de la URSS. Stalin es solo un elemento del decorado. Pero la cinta muestra muy bien su legado: 35.000 represaliados por año, una cifra que crece sin parar. El mismo Molotov -ministro de Asuntos Exteriores- tiene a su mujer detenida en la Lubianka (la sede de la temible Cheka, NKVD en tiempos de Stalin, después KGB y ahora FSB). Son dos los personajes de esta película: Beria y Jruchev. Su lucha es el motivo central. Las situaciones desternillantes se suceden. Y tienen el punto de realce de que no se trata de ocurrencias de autor sino de anécdotas reales. Así, por ejemplo, vemos cómo el Presidium ocupa su tiempo en comilonas seguidas de la proyección de películas de John Wayne, robadas de Occidente y sin doblar, a pesar de que ni Stalin ni la mayoría de los miembros de Presidium saben una palabra de inglés. En la víspera del ictus que acabaría con la vida de Stalin no ha asistido a la reunión Molotov, porque no ha sido convocado. Eso suscita las risas de los asistentes porque ven en ello su inmediata caída y ejecución. Iannucci demuestra que la risa no es incompatible con la crueldad. En verdad, ambas tienen una raíz común. Son la doble faz de lo que en teoría estética se llama grotesco. La lucha por el poder es cruel y da risa. Tanto Beria como Jruchev se proponen como los reformadores. En el caso de Beria, el brazo ejecutor de Stalin, ese nuevo papel reformador es puro sarcasmo (entiéndase, la risa de la muerte). Una imagen de la película retrata ese sarcasmo. Una docena de reos van a ser fusilados. Beria ha asumido todo el poder y ha ordenado detener los fusilamientos y liberar a los presos. La orden llega cuando la mitad de los reos han sido ejecutados y a los restantes los mandan a casa. Jruchev consigue ganar la partida a Beria porque todos le temen. Incluso sus colaboradores más próximos piensan que pueden ser los siguientes en ser eliminados. Bulganin, Voroshílov, Malenkov, los hombres de Beria, apoyaron a Jruchev y formaron el triunvirato que dio paso a la hegemonía del gobernador de Moscú (Jruchev), que duraría casi una década. La historia oficial no ha conseguido establecer los términos de la desaparición y muerte de Beria. En la película vemos un desenlace grotesco: sus compañeros del Presidium lo linchan tras una farsa de juicio en la que Beria apela a sus derechos. Resulta imposible no reírse de semejante disparate de crueldad y justicia.

 

La serie Trotski tiene un perfil dramático, muy alejado en apariencia del humor inglés. Digo en apariencia porque hay una conexión entre ese perfil y el de la película de Iannucci. Esa conexión es de carácter shakespeareano. Los ocho episodios que constituyen esta serie se estructuran mediante los diálogos entre Trotski y el falso periodista canadiense Frank Jackson, que resultó ser Ramón Mercader, agente de la NKVD. En efecto, Mercader consiguió acceder al domicilio de Trotski durante una decena de ocasiones, gracias a la relación sentimental que había establecido con la secretaria de Trotski Silvia Ageloff. El objeto de los encuentros es la preparación de un libro sobre la biografía del revolucionario ruso. Trotski se ve en la necesidad de justificar sus actuaciones -muchas de ellas de claro signo criminal- y, a raíz de ello, sufre la aparición de sus fantasmas: su padre, Freud, su guardaespaldas y Lenin, al estilo del Ricardo III de Shakespeare. Esta novelización de educación histórica está organizada según una fusión entre las leyes de la biografía de tipo analítico del carácter y las del tipo energético. Me explicaré. La biografía de tipo analítico reparte el material biográfico sin orden temporal según diversos escenarios: el familiar, la vida social, las intervenciones políticas, el comportamiento bélico, las virtudes y vicios, los hábitos… La biografía energética, en cambio, se fija en la energía desplegada por el personaje. Más allá de esa energía el personaje no es nadie, no existe en su plenitud. Ambas dimensiones biográficas se conjugan en esta serie televisiva. Es preciso tener en cuenta esto para entender la dinámica de la serie. La exposición de los momentos biográficos atiende a la exposición del carácter. El carácter se presenta ya formado desde el principio (el motín en la cárcel de Odessa, provocado por un Trotski casi adolescente). Es una energía que progresa y destruye, al mismo tiempo. Y en el marco de sus conversaciones con Jackson-Mercader Trotski es ya un cadáver andante. Las críticas -necias- a la inexactitud del final (en la serie, Trotski llega a saber que Jackson es un agente estalinista y que lo va a matar, algo incierto porque Mercader sorprendió a Trotski) no comprenden que el personaje está construido sobre la expresión de su energía y que ya no quedan ni la energía -es un derrotado- ni elementos de exposición analítica que resulten significativos para ilustrar. En ese proceso de exposición analítica tienen un papel relevante las alucinaciones con los fantasmas. Es especialmente significativo que la primera alucinación sea con Freud y el episodio de su encuentro en Viena. Se trata de un símbolo que apunta a que el objeto de la serie es comprender el carácter irreductible y dogmático de Trotski. En el encuentro vienés Freud señala que las pupilas de Trotski solo las ha visto en asesinos en serie y fanáticos religiosos. Y Trotski se revelará como un criminal de guerra y un revolucionario fanático. En el encuentro fantasmal Freud diagnostica el final de Trotski. Lo encuentra vacío. Ha perdido su energía. Los otros personajes fantasmas aportan aspectos cruciales del carácter: el desapego de la familia y de los amigos y la convergencia con Lenin -a pesar de la ausencia de amistad y la rivalidad-. La presencia fantasmal y el drama del carácter -su crueldad y fanatismo- son los fundamentos shakespereanos de esta formidable serie. En la obra de Iannucci eso mismo se expresa mediante el binomio crueldad – risa. Recuérdese el Coriolano de Shakespeare.

 

Volvamos ahora a lo que es común a las obras de Iannucci y del dúo Kott-Statski. Se trata de revertir los clichés de la historia oficial. En el caso de Stalin, riéndose de la crueldad extrema y del carácter a la vez títere y genocida del régimen soviético. En el caso de Trotski, restituyéndole sus méritos, que el régimen estalinista negó -el protagonismo en las revoluciones de 1905 y de octubre de 1917, especialmente por la ausencia en ambas de Lenin y de Stalin- pero también dejando bien clara su responsabilidad criminal. Cuando Lenin y Trotski en 1924 intentan frenar la locura del terror que ellos mismos han originado es muy tarde para detenerla y seguirá adelante diezmando al pueblo ruso, a los opositores políticos y a los revolucionarios mismos. Cuando Beria intenta aparecer como el gran reformista y retomar una senda aperturista no puede contener su propio impulso criminal, que lo ejecutará linchado por sus mismos camaradas. Todos son criminales. Lo son porque crearon un régimen genocida -20 millones de víctimas- y lo son porque ellos mismos se mancharon las manos de sangre, sangre de sus propios amigos y familiares.

 

Así es el tiempo de la historia moderna: implacable con los genocidas. Los persigue aun muertos. El mundo soviético se ha venido abajo -aunque los sicarios de la FSB sigan en el poder en Rusia-. Pero sigamos con el cine y la literatura. Son mejores instrumentos que la investigación histórica para desvelar la verdad. Además de esa raíz común interna, estas obras mantienen conexiones externas: la literatura -y el cine- sobre el drama soviético. Esa producción literario-cinematográfica tiene momentos menores -por ejemplo, la novela El profeta mudo de Joseph Roth-. Pero tiene también momentos mayores: Doctor Zhivago de Borís Pasternak. En esta novela Trotski aporta los rasgos esenciales del personaje marido de Lara -la amante de Zhivago- Strélnikov. Strélnikov no es un bolchevique, como Trotski. Será el líder de una milicia revolucionaria y practica una política militar propia de la barbarie. Ha abandonado a su familia, como Trotski abandonó a su primera esposa. Y terminará siendo una víctima más del terror que él mismo ha cultivado. La novela de Pasternak tiene un mérito añadido: fue escrita en la Unión Soviética, en pleno periodo estalinista (la acabó a finales de 1955). Y, al publicarse, mereció la condena del mismísimo Jruchev, entonces en la plenitud de su poder, que la calificó de obra anticomunista sin haberla leído. Años después, ya caído en desgracia, Jruchev la leyó y afirmó todo lo contrario: que no era una obra antisoviética. Y, sin embargo, no es cierto. Claro que Doctor Zhivago es una denuncia del régimen soviético y su dinámica criminal. O bien Jruchev no sabía leer o, más probablemente, decidió reparar el mal que había hecho a Pasternak, proscrito por el régimen a consecuencia de la publicación en Occidente de la novela, a costa de la verdad. Cualquier interpretación es válida.

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Beltrán Almería

Por la senda de Galdós

11 de marzo de 2019 08:30:00 CET

Entre 1872 y 1912, Benito Pérez Galdós emprendió la titánica tarea de novelar los momentos más importantes de la historia de España. Cuarenta y seis novelas históricas fueron el resultado; cuarenta y seis bajorrelieves de aquellos instantes en que España se jugó su futuro a partir del siglo XIX; cuarenta y seis que comenzaban con la Guerra de la Independencia y terminaban con la Restauración de los Borbones. Galdós no disponía de una abundante documentación, sino de la memoria de quienes lo vivieron, los partes de guerra y los contados ensayos que se había publicado; sin embargo, su voluntad le empujó a novelar un siglo entero con sus guerras y batallas, reyes y políticos, ciudades y villorrios, héroes y cobardes.

    Trafalgar, Bailén, Zaragoza, El Empecinado, Los cien mil hijos de San Luis, Los Apostólicos, Zumalacárregui, La Campaña del Maestrazgo, Narváez, O´Donnell, Prim... fueron algunos de sus títulos. Gabriel de Araceli, Salvador Monsalud, Fernando Calpena, José García Fajardo y Tito Liviano, los personajes que hilan las cinco series, a saber, un muchacho, un soldado, un romántico, un señorito y el alter ego del autor, cinco puntos de vista para aunar la lucha con Francia en contra de los ingleses y de España contra la invasión de Napoleón; el Trienio Liberal y el reinado de Fernando VII; las Guerras Carlistas y la regencia de la reina madre María Cristina; el reinado de Isabel II y la Revolución de 1868; Amadeo I de Saboya, la Primera República Española y la Restauración de los Borbones, narrados en primera persona, tercera, clave de epístola o monólogo. El resultado, una serie que equipara a Galdós con Tolstoi y lo sitúa junto a Cervantes, Fernando de Rojas y Leopoldo Alas, en la primera división de la narrativa en lengua española.

   Fernando Martínez Laínez (Barcelona, 1941) es un escritor veterano. Doctor en Ciencias de la Información, corresponsal de la Agencia EFE en Cuba, Argentina y la Unión Soviética, Director de Programas de Radio Nacional, colaborador del diario ABC, puede ser considerado el padre de la novela negra en España con obras como Carne de trueque (1978), Destruyan a Anderson (1983) y Se va el caimán (1988), ha ganado dos veces el premio Rodolfo Walsh de la Semana de Novela negra de Gijón con Candelas. Crónica de un bandido (1991) y Sin piedad (1993). Es, pues, un escritor al que le preocupan los sucesos, los problemas humanos y las enfermedades de la sociedad. También, las ciudades y países en cambio, como lo demuestra en sus ensayos Viena, Praga, Budapest. El imperio enterrado (1999) o Tras los pasos de Drácula (2001), donde estudia el imperio austrohúngaro y la sociedad rumana en unos libros entre la investigación histórica y la reflexión sociológica. Fruto de esa evolución, que acaso sea responsabilidad, comenzó a fijar su atención en la historia. Primero, de forma ensayística; después, novelándola.

     Así dio a la imprenta títulos como Tercios de España (2006), en que estudia aquellos soldados que entre 1534 y finales del XVII conquistaron casi toda Europa y asombraron al mundo; Una pica en Flandes (2007), donde  recrea el camino que atravesaba Europa de sur a norte, en concreto  la Lombardía italiana hasta Namur y Bruselas, atravesando el Milanesado, Saboya, Piamonte, el Franco Condado, Alsacia, Lorena, Luxemburgo y el Principado de Lieja, por el que se abastecían de hombres, armas y provisiones los soldados españoles que combatían en Flandes, el Vietnam español como lo definió él mismo, y Banderas lejanas (2009), donde revisa la exploración y conquista de lo que luego serían los Estados Unidos, por los conquistadores españoles, desde México hasta la frontera canadiense y Alaska, además de El náufrago de la Gran Armada (2015), donde  salta de la investigación a la narración novelada, mediante la gesta de Francisco Cuéllar, un capitán de la Armada Invencible que naufragó en Irlanda y atravesó furtivamente el país, consciente de que si era descubierto pagaría con la vida. Esas son sus principales obras, acaso las más recordadas, pero hay que sumar otras como Los monstruos de la niebla (1994), Recordada sombra (2002), El clan de los reporteros (2002), Crímenes sin castigo (2002), Miguel Servet: Historia de un fugitivo (2003), Embajada a Samarcanda (2003), Escritores espías (2004), El tren más largo: de Moscú a Vladivostok en el Transiberiano (2004), El enigma Gioconda (2005), El rey del Maestrazgo (2005), El tapiz de Bayeux (2005), Como lobos hambrientos (2007), Los espías que estremecieron al siglo (2009), Los libros de plomo (2010), Vientos de gloria (2011), Escritores 007 (2012) o Aceros rotos (2013). Esas son sus obras hasta que en el 2017 comenzó a publicar “La senda de los Tercios”, una trilogía formada por Las Lanzas (2017), La batalla (2018) y un título pendiente de publicar.

   Las lanzas recreaba las primeras décadas del siglo XVII, cuando los tercios parecían invencibles como los retrató genialmente Diego de Velázquez en el cuadro del mismo nombre, formalmente titulado la Rendición de Breda. Dos eran sus protagonistas: Ambrosio de Spinola y Alonso de Montenegro, dos personajes procedentes de ámbitos opuestos, el primero buscando la gloria, mientras que el segundo la supervivencia y acaso fortuna; dos, también las voces narrativas: la omnisciente y la de Alonso que contaba la historia en primera persona. El resultado, una novela coral en la que los tres estamentos, la nobleza, el pueblo y el clero, aparecían retratados con sus miedos, alegrías y ambiciones. La guerra, el dinero que la costea, la frustración, la fama, el heroísmo… eran los paralelos y meridianos que la contornaban, a la par que la incompetencia de los políticos, Inglaterra (pérfida con España), la disciplina, Rubens o Velázquez… hasta construir una novela magnífica.

    La batalla, como Las lanzas, participa de estrategias de escritura parecidas, con planos temporales diferentes, narradores distintos, espacios cambiantes, enfoques  disímiles, que permiten visiones opuestas de los acontecimientos, construyendo un poliedro narrativo completo y heterogéneo; un puzzle argumental que se va encajando en la mente del lector hasta formar un lienzo  minucioso de los acontecimientos y  personajes. Se trata, pues, de una novela coral, como Las lanzas; una novela estructurada como aquellas vidrieras que adornaban y daban luz a las catedrales, con teselas narrativas que se funden según avanza la trama y vamos conociendo los personajes y sus actos, hasta ofrecer una visión deslumbrante de la gesta y la historia.

    La novela recrea la batalla de Nördlingern, cuando los tercios españoles con el infante Fernando de Austria al frente derrotaron al ejército sueco y luterano, hasta entonces invencible, inclinando a nuestro favor la Guerra de los Treinta Años, algo que Francia no podía tolerar, por lo que declaró la guerra a España. El protagonista principal es un personaje que Martínez Láinez retrata de forma soberbia: el cardenal-infante don Fernando de Austria, un hermano del rey Felipe IV, que había sido destinado a la vida religiosa pero que no tenía ninguna vocación; un chaval nombrado arzobispo de Toledo a los diez años de edad, pues era la diócesis más rica de España, y cardenal a los once; un príncipe lleno de contradicciones pero con vocación de servicio a la monarquía y a España; un hombre inteligente y leal que tenía que lidiar con los luteranos pero también con las decisiones del Conde Duque de Olivares, valido del rey, ambicioso y fantasioso, aparte de no siempre sensato ni práctico. Las conspiraciones, el heroísmo, las rivalidades entre los nobles, el declive del gigantesco imperio, el despilfarro, la miserabilidad con los pobres… aparecen magníficamente narrados junto a la campaña militar que adquiere tintes épicos.

    La batalla es una novela donde el afán de verosimilitud lleva al autor a entregarnos una cronología completa de la vida del personaje principal, el cardenal-infante, además de un bien explicado cuadro de personajes al principio del libro, que remata con un mapa de países, estados y ciudades de la época; un glosario de términos y un plano del desarrollo de la contienda. Entre uno y otro, no pocos momentos de brillante narrativa que nos permiten hacernos una idea cabal de cómo fue y sus actores directos o lejanos: el rey Planetario Felipe IV (“tenía como rasgo fundamental de su carácter su sensualidad pasiva e inagotable, manifestada en su falta de voluntad: la abulia que le consumía. Su vida pública era una continua efeméride de devaneos amorosos con mujeres de cualquier categoría social”; el cardenal-infante don Fernando de Austria (“yo deseaba ser como ese gentío, que me vieran como deseaba ser, con el sudor y la fatiga en el rostro, gritando y riendo en las lidias de toros o en los corrales de comedias, con dama y dueñas haciendo de espectadoras. En lo único que mis hermanos y yo nos parecíamos mucho era en perseguir faldas”); el conde duque de Olivares (“gran burócrata, gran papelista, la mayor parte de los años de privanza los consumió en su bufete de Madrid, donde era capaz de velar noches enteras despachando”); la corte intrigante  (“don Gaspar vigilaba a don Fernando, y le puso de espía al marqués de Camarasa. Sabe de sobra que ambos hermanos, los infantes don Fernando y don Carlos, son utilizados como banderín para las intrigas de los nobles descontentos”); los nobles en constante rivalidad como el duque de Lerma, valido del rey Felipe III, padre del cardenal-infante y de Felipe IV (“los festejos públicos por el bautizo están programados para el mes de julio en la villa ducal de Lerma. Corridas de toros y juegos de cañas. Calor, cacerías y rejoneo a la jineta, mientras el duque de Feria, rumboso, corre con el  gasto. Un millón de escudos en quince días, dicen, con caballos andaluces que maravillan en el coso a la plebe. Y la sombra del privado siempre pendiente, vigilando al niño infante como el buitre al cabritillo herido”) y por debajo de todo, pero por encima,  aquellos tercios, duros como piedras pero valientes como tigres de la España antes de España (“En el campamento del tercio de españoles, los soldados se desperezan, escupen, carraspean, tosen o se ajustan la ropa en las tiendas.”) Junto a ellos, una pléyade de personajes bien perfilados y, a menudo, inolvidables como el marqués de Leganés, el conde Oñate, Francisco de Melo, Diego de Aedo, Axel Oxentierna, Gustaf Horn, Francisco de Escobar…

   Eso era España y sus enemigos antes de la decadencia, nos dice el autor, una nación donde la Hacienda Real gastaba cuatro millones y medio de ducados en festejos en una pequeña ciudad, mientras la peste y el hambre se extendían en algunas zonas; una monarquía con un rey que padecía “neurastenia erótica”, que le llevó a dar vida  a más de cuarenta hijos bastardos, cifra que subía año tras año; una nación donde los tercios pasaban meses sin cobrar la soldada y donde el oro de América parecía que podía pagarlo todo mientras Europa, puritana y trabajadora, se escandalizaba con tanto despilfarro; un estado con nostalgias de imperio que había gastado, más por prestigio que por necesidad, ciento ochenta millones de escudos en Flandes desde que se inició la contienda; una tierra resignada y valentísima, capaz de librar la batalla de Nördlingern, palpitante corazón de la novela, que termina con estas emocionantes palabras: “El 4 de noviembre de 1634, el cardenal-infante cumplió el plan estratégico que la corona hispana le había encomendado y entró victorioso en Brusela, capital de Flandes y corte de los estados de Borgoña.  Había tardado unos dos años y quince semanas desde que saliera de Madrid con destino incierto, y el triunfo que se le tributó fue apoteósico. Las calles se abarrotaron con miles de personas y un larguísimo cortejo de nobles, milicias y corporaciones. España, ese viejo león rodeado de hienas, se había sobrepuesto, una vez más, a sus heridas y había asestado con sus temibles tercios un zarpazo que conmovió a Europa.”

    La batalla es una oda al pueblo español más sencillo, que nutrió los tercios que dilataron España por los cuatro puntos cardinales; una novela magnífica y muy recomendable para todo aquel que guste de la lectura, pero también quiera conocer la historia de España novelada de la manera más entretenida; un libro que hace bueno el comienzo del vigésimo canto del Cantar del Cid, que escribió un oscuro juglar entre Medinaceli y Aragón cuatro siglos antes del XVII: “¡Dios que buen vassallo!, ¡si oviesse buen señor”, esto es, qué grandes soldados, qué gran nación, si hubiera tenido buenos gobernantes.

 

 

Fernando Martínez Laínez, La batalla, Barcelona, Ediciones B, 2018

Escrito en Sólo Digital Turia por José Luis Gracia Mosteo

Negarse a ir marcando el paso

27 de febrero de 2019 09:51:16 CET

 

 

 “Escribir –declaró Milan Kundera hace ya más de una década- es el placer de contradecir, la dicha de encontrarse solo frente a todos, la alegría de provocar a los enemigos e incluso de irritar a algunos amigos”. De ahí que la literatura diarística, ese útil marcapasos de voluntades frágiles, amplíe nuestra capacidad de emanciparnos de este mundo enfermo y aburrido, de esta realidad resquebrajada. Nos permite la aventura permanente de desafiar a todos con nuestras provocaciones intelectuales, morales, geográficas y estéticas. Con esta humilde odisea de ir contando, negro sobre blanco, las peripecias y los desafíos que nos producen nuestras pesquisas interiores, nuestro inventario de sentimientos, sueños, certezas y desvaríos.

 

Fragmento del diario La nieve sobre el agua, publicado por Fórcola Ediciones)

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Raúl Carlos Maícas

Los lugares amados de César Antonio Molina

11 de febrero de 2019 08:12:40 CET

 Late el pensamiento, vuela alto sobre un espacio que parece no acabar nunca, el de la memoria, donde César Antonio Molina, con su dilatada trayectoria ha ido gestando una obra cuidadosa, esmerada, atenta al mundo de la cultura. Es un hombre que vive ese universo de la palabra bien dicha, donde las piedras de la Antigüedad hablan, nos susurran o musitan su lamento.

   Poeta gallego, nacido en La Coruña, pero también ensayista, articulista, hombre del periodismo, que busca siempre el afán de saber, de contemplar el mundo con los ojos bien abiertos. Cuando habla de Rilke en su libro Lugares donde se calma el dolor nos dice que el poeta hace posible la comprensión del mundo: “Para Rilke, el mismo hecho de la escritura era una pesada obra manual. Los poetas, entonces, hacen posible la comprensión o entendimiento del mundo. Los poetas crean el mundo para el hombre; pues como mundo se entiende para él lo existente, lo que aparece delimitado del fondo caótico e indeterminado, mediante la configuración del lenguaje, y se hace visible como mundo interpretado”.

    En estas palabras del libro ya entendemos que la poesía es una traducción, al fondo de las cosas verdaderas, como el bagaje del escritor gallego que va mirando todo con atención, porque viaja y en cada encuentro con el pasado se hace presente, la casa de Tolstoi, el lugar donde dejó su vida Stefan Zweig, tantas ciudades amadas, tantos laberintos del ser.

   En Lugares donde se calma el dolor asistimos a una continuidad de libros anteriores de ensayo como Donde la eternidad envejece donde nos habla del camino, porque caminar es volver a ver, es encontrarse  de nuevo, mirarse a uno mismo en cada lugar, recrearse para volver a sentir la verdadera vida: “Caminar por un sentido religioso, pero también por el simple hecho de encontrarse consigo mismo en el camino. El hombre contemporáneo necesita salir, irse del ruido, de lo superfluo, recuperar el silencio”.

    Muy cierto, porque hartos de sonidos que rompen la armonía de las cosas, es en el viaje donde el hombre encuentra su verdad, lejos de turistas que lo estropean todo, en ese silencio de la naturaleza, en los espacios cerrados de las casas donde vivieron los escritores admirados, en los lugares que, recordando el libro antes citado, se calma el dolor.

    Dice el escritor en este libro: “Caminar no es buscar el misterio en lo ajeno sino en lo propio”, una gran verdad porque en el camino uno vuelve a ver la vida, contempla el río que nos lleva, recordando el título de la novela de José Luis Sampedro, somos seres errantes, vidas errantes, título de aquella famosa película norteamericana, seres que se encaminan a la muerte, en el espejo manriqueño, porque “nuestras vidas van a dar a la mar que es el morir”.

    Para no morir del todo, permanecemos, viajamos, caminamos, leemos libros, vemos películas, escuchamos música, en el arte y en la vida late ese encuentro maravilloso con nosotros mismos.

     Por ello, es un goce leer los libros de César Antonio Molina, cuando recuerda la Alejandría de Durrel, tan misteriosa, en un tiempo ido, cuando él leyó en los años setenta el maravilloso cuarteto, que también me enamoró a mí hace ya décadas, como nos dice en “Cuando la eternidad envejece”, ya no queda nada de aquello, pero la lectura ha quedado impresa en la memoria y en el corazón, palpita dentro de uno, como los grandes libros que nos han acompañado ante una vida a veces decepcionante y solitaria.

   “Todos, en este sentido, somos Darley. Buscamos el pasado remoto y contemporáneo sin darnos cuenta que nosotros mismos formamos ya parte de él”.

    Somos, como dice el escritor gallego, “fantasmas evadidos del tiempo”, seres evanescentes, que se deshacen en la bruma, como nuestra propia vida que al final, tras la muerte, será un recuerdo para los que nos amaron, pero que nada será ya en realidad, como una antigua lectura, un paisaje amado, nuestra vida quedará enterrada en unos pocos ecos, unas pocas voces, unos leves latidos.

    También el concepto de escritura palpita en el libro, hay una afirmación contundente sobre ese acto de crear, porque el escritor sabe que las palabras también son espejos de nosotros mismos, nos hacen, nos pulen, nos convierten en seres humanos, creando ese otro yo que es el propio escritor cuando se lee, como el lector que escribe, en silencio, una novela interior, suya sola, completando aquella que lee, como nos ha recordado Francisco Brines sobre ese segundo escritor que es el lector en realidad.

    Dice César Antonio Molina: “Escribir no sólo es un servicio público, sino mucho más. Es una creación del ser humano que muestra sus sentimientos y pasiones”.

     Así, con sentimiento y pasión, ha ido César Antonio Molina creando sus ensayos, como los reflejos que aparecen en Vivir sin ser visto, otro de sus libros de memorias, todo está ahí, el tiempo, la cultura, el amor, la nostalgia, todo un homenaje al ser humano que somos, espejos de la nada, diría yo, pero tan vivos en realidad que a veces, cuando sentimos de verdad, parecemos inmortales. Con estos libros, uno se hace eterno, cuesta volver a la realidad mediocre de cada día, después de su gratificante lectura.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Fantasmas familiares

4 de febrero de 2019 08:23:45 CET

Nuestra memoria como la naturaleza huye de los espacios en blanco. Los muertos regresan, aspiran a contarse en nosotros. La mujer que huye, la novela de Anaïs Barbeau-Lavalette, surge precisamente de la necesidad de rescatar a un fantasma del álbum familiar. Durante años, y con la ayuda de una detective, esta escritora y realizadora de cine montrealesa siguió cualquier pista que le ayudase a reconstruir la biografía de su abuela, la poeta y pintora Suzanne Meloche.

Nacida en Ottawa el 10 de abril de 1926, en el seno de una familia francófona de clase media, Suzanne Meloche demostró desde muy niña un carácter independiente, individualista, persona contestataria y comprometida. Su madre había renunciado al piano, su única pasión, para entregarse en cuerpo y alma a su rol de madre de siete hijos. Su padre, tras el crack de la bolsa neoyorkina, perdió su puesto de profesor y, como tantos hombres sin empleo, sería contratado por el gobierno para realizar tareas de limpieza en la ciudad a cambio de un sueldo miserable. Una época dura de hambre y cartillas de racionamiento, a la que vino a sumarse la contienda mundial.

En 1946, Suzanne se trasladó a Montreal para cursar estudios superiores. La capital de Quebec fue el principio de una nueva vida. Entra en contacto con los automatistas, un grupo de intelectuales y creadores próximos al surrealismo francés. Suzanne Meloche o Suzanne Barbeau (como pasó a llamarse después de casarse con el pintor Marcel Barbeau) se convirtió en la primera mujer poeta del movimiento de los automatistas.

En 1948, publicaron un manifiesto, Rechazo Total, en el que urgían a los hombres y las mujeres del país a asumir “en una anarquía resplandeciente la totalidad de sus talentos individuales”, declarándose además opositores al Gobierno conservador. El primer ministro, Maurice Duplessis, siguiendo las directrices de una Iglesia católica, retrógrada y conservadora, había impuesto la prohibición y la censura a numerosas obras de arte, literatura, música… Sade, Voltaire, Lautréamont, Victor Hugo, Balzac o Rimbaud fueron autores leídos en clandestinidad.

En un principio, Suzanne Meloche firmaría el manifiesto aunque al comprobar que sus poemas no habían sido incluidos junto con el resto de las obras de sus compañeros hombres, exigió que tal documento se volviera a imprimir pero ya sin su rúbrica.

 “Rechazo Total” no pasó desapercibido. Los creadores pusieron en peligro sus carreras e inclusive les afectó negativamente en sus vidas personales. Unos optaron por un exilio interior, otros se marcharon a Estados Unidos pensando que allí sus creaciones recibirían el reconocimiento que merecían.

Suzanne y Marcel Barbeau decidieron trasladarse al campo donde cultivaron remolacha para subsistir. En 1952, Suzanne, madre de dos hijos pequeños, cansada de una vida en soledad mientras Marcel se abre camino como pintor en el extranjero, decide romper sus ataduras familiares y seguir sus propios impulsos. “Tus poemas duermen en el fondo de tus bolsillos. Musgo te babea el cuello. Te tragas  la vida de los demás y no sabes cómo construir la tuya”. El hogar se deshace. Musgo, su primera hija de cinco años, y François con apenas un año y pocos meses son abandonados en una guardería. Meses después, el matrimonio Barbeau renunciará a la guardia y custodia legal de ambos niños. Esta experiencia traumática les marcará para siempre.

A partir de entonces, Suzanne, llena de culpabilidad, en compañía de sus amantes, siempre sola, no cesará de huir. Dará tumbos por diferentes ciudades, primero en Europa, más tarde en Nueva York. En el barrio de Harlem tratará de olvidar tanto daño. Las drogas, el alcohol, la promiscuidad, el rechazo de sus vecinos negros, la destruye y a la vez la alimenta. Escribe y pinta a todas horas, se vomita entera en los lienzos.

 En 1961, monta en uno de los autobuses donde negros y blancos viajarán juntos desde Washington hasta Alabama. El Ku Klux Klan, bajo sus inmaculadas capuchas, quema autobuses, lincha a los activistas. Suzanne es encarcelada en un penal de Misisipi junto a otros 300 manifestantes. El 22 de septiembre, el presidente Kennedy ordenará la puesta en libertad de los detenidos y declarará ilegal los letreros segregacionistas.

La poeta tiene 40 años cuando regresa definitivamente a Canadá. Se sucederán años igualmente duros. Vivirá como una eremita. Su libro de poemas, Les Aurores Fulminantes aparece publicado por vez primera. La poeta no asistirá a la presentación. Morirá sola en 2009.  

Tal y como ocurre con los buenos libros, estamos ante una historia simple y complicada al mismo tiempo. Una perla rara y humana que habla del amor, la sed de libertad y el dilema al que se enfrentan las mujeres que luchan por tener un espacio propio. La mujer que huye es una combinación de realidad histórica, biografía y  ficción construida con imágenes poderosas que sorprenden al lector.  Anaïs Barbeau-Lavalette  es la voz que narra. Es la nieta quien se encarga de contarle a su abuela desconocida quién fue, lo que sintió, lo que vivió, el dolor que infligió a sus hijos. El efecto de sus frases muy breves, junto a su estilo poético muy lejos del sentimentalismo, pero sobre todo, una escritura surgida del desgarro, atraviesa al lector desde la primera página.

Cuando en 2015, Mélanie Vincelette, la editora quebequense, se reunió con Anaïs Barbeau-Lavalette a los pocos días de que esta diera a luz a su primera niña, lo primero que le dijo frente a un café fue: “Es magistral”. La escritora respondió con toda franqueza: “Me temo que solo le interesará a mi familia porque es muy personal”. Se equivocó.  La novela resultó ser un éxito entre los lectores de Quebec. Recibió El Premio de los libreros de su país; el Premio Francia-Quebec, y el Gran Premio del Libro de Montreal. En 2017 el libro llegó a Francia y obtuvo idéntica respuesta: Premio de los Lectores ese año, 80.000 ejemplares vendidos hasta la fecha, cifra relevante tratándose de una autora hasta ese momento. La mujer que huye ha sido publicada al inglés, neerlandés, alemán. Ahora podremos leerla en español gracias a la estupenda traducción de Iballa López Hernández, y al buen oficio de la editorial canaria Baile del Sol.

Suzanne Meloche fue una mujer fuera de lo común. Atravesó su tiempo a grandes zancadas, protagonizó un capítulo de la memoria colectiva totalmente desconocido fuera de Canadá. Su vida gotea violencia, contra sí misma, contra las personas que amó. Huye, huye, exponiéndose hasta el límite. Prefiere morir a ser comprendida y amada. Tensando la cuerda, rompiendo ataduras, huye. ¿Conseguirá perdonarse? ¿Conseguirá ser perdonada?

 

 

Anaïs Barbeau-Lavalette, La mujer que huye. Tenerife, Baile del Sol, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Yolanda Delgado Batista

De lo canario a lo universal

28 de enero de 2019 09:09:59 CET

Acaba de inaugurar Mercurio Editorial su colección Poesía reunida con la de una de las figuras máximas de la literatura canaria contemporánea, Eugenio Padorno (Barcelona, 1942). Son numerosos los aspectos de la obra de Padorno que me interesan mucho, como son el papel del mar en su poesía o su preocupación por entender y definir el lenguaje poético. No obstante, para hablar de ella de acuerdo con el esquema que propone el título de este trabajo me gustará destacar una fértil paradoja que solo se da en los poetas verdaderos: la de que cuanto más locales son, más universales resultan. O, dicho viceversa: cuanto más universales son sus ansias, más y con más autenticidad se aferran a sus raíces. Porque la raíz sin universalidad es localismo; y lo universal, cuando no tiene arraigo en lo propio, no es otra cosa que reluciente oquedad. No hay otro motivo que este cuando Padorno se interesa e indaga en la obra majorera de Miguel de Unamuno, que también ha publicado recientemente en edición crítica que pasa a ser referencia, La realidad transfigurada: probablemente no hay escritor español más preocupado por lo universal que Unamuno y, sin embargo, con qué ardor se abrazó a las esencias más primitivas (o primordiales) de Fuerteventura. Padorno ha señalado que Unamuno es “quien transforma las grandes carencias de aquel espacio en abundancia poética, en visión trascendente”. Las paradojas suelen encerrar las realidades más brillantes.

Esa isla de Unamuno es también la de la infancia del poeta, la del poema “Fuerteventura suya”, que recoge un personaje anónimo cargado de simbolismo y que vuelve a aparecer años más tarde en “Fuerteventura suya (II)”. La búsqueda de lo canario acompaña a Padorno desde siempre; ya hacia finales de los 60 discrepa estéticamente de sus compañeros de la antología Poesía canaria última porque, en palabras de Jorge Rodríguez Padrón, “quiere ir más lejos: subsanando la incoherencia histórica que observa en la percepción de nuestra tradición, quiere establecer el núcleo fundacional de nuestra poesía contemporánea, al margen del mimetismo o la servidumbre a la herencia literaria peninsular”.

En un alarde de sinceridad, Padorno llega a afirmar en un estudio sobre el pintor surrealista majorero Juan Ismael que este es “el ejemplo, o el avance, de lo que significa para cualquier autor canario empeñarse en realizar su creación en las islas; o sea: penalidades e ingratitudes”. O, como afirma en Septenario, “el poeta canario parece haber comprendido, entre la indiferencia de los suyos, el insólito designio de su tarea: la construcción de una obra hermosa, trágica e inútil”. Padorno se ve reflejado en el pintor surrealista, que como él trabajó en la isla, en búsqueda de identidades y trascendencias, en lucha perpetua con los límites del lenguaje y en medio de la indiferencia general.

En ese libro parisino, Septenario, y con la consiguiente distancia impresa en su discurso por el exilio en el espacio y en el tiempo, el poeta se esfuerza por definir qué cosa sea esto de la canariedad y, deteniéndose de nuevo en la infancia majorera, apunta: “Sencillez inevaluada de las cosas de nuestro mundo; el saber preciso que inspira la morada”. Y añade, en cuanto al lenguaje: “Estética que se mueve entre el hallazgo y la adivinación de un lenguaje, y que se cumple casi siempre en el anudamiento de lo artesanal y lo rigurosamente artístico”. En “Imagen poética y despojamiento”, ensayito recogido en Memoria poética, Padorno insiste en identificar lo esencial canario con el minimalismo y la abstracción, en conexión con las obras de Juan Ismael, Martín Chirino, Manuel Padorno o Manuel González Sosa, artistas que “no saben”, sino que “deconstruyen para ver y entender”, en una definición que se ajusta como un guante a la obra del mismo Padorno. Y repara con asombro en los “temperamentos ajenos a nuestro medio” que han acomodado “su interpretación de lo insular a ese proceso reduccionista”, volviendo a Unamuno, quien, “adentrado en la visión de los elementos del paisaje canario, los enumeró como si hubieran sido captados en el grado extremo de lo reconocible, a punto de perder su figuración convencional: la aulaga, la palmera, el gofio, el camello y el mismísimo horizonte marino son “en De Fuerteventura a París los hallazgos […] de un repertorio de esencialidades, de nociones puras, esquemáticas, que la cultura occidental […] hasta entonces había tenido retóricamente recubiertos”.

Porque la palabra insular es “permanente ensayo general de una definición que siempre estará por alcanzar”, como afirma en Septenario. Por pertenecer a una de esas culturas que “en el orden hispánico devinieron marginales respecto a la cultura occidental”, la canaria ha hecho “de la duda su motivo fundamental”. Lo canario no será, por tanto, “anécdota costumbrista de un existir marcado por una incorregible atonía vital”, como sostuvo Alonso Quesada; y “si no es lo prehispánico, sí es el resultado de su añoranza (o de su invención) y de su negación. Lo único que cuenta es que desconocemos parte de nuestro propio rostro”, asegura. Así entendido, el cosmopolitismo de la cultura canaria “no es una añadidura a lo universal; es, desde siempre, una diferencia integrada en la suma total de lo universal”. Insiste en esta idea cuando afirma que “la poesía canaria y la poesía española no son procesos idénticos, sino paralelos”, y que frente a una supuesta voluntad de clausura de la poesía peninsular desde el siglo XVI, “la poesía canaria es, desde su recomienzo, total curiosidad por lo universal”.

El poema “El cántaro con agua”, que con tanta intensidad remite a lo local y a lo cotidiano, expresa esa paradoja y la sorpresa de que el deseo de olvidar lo próximo (la visión crítica con lo propio, el conflicto con el hogar) es el paso necesario para reconocerlo como lo verdaderamente universal. Igualmente, el poema “La criba en la pared” identifica los ritmos de lo cotidiano con los del universo, en el que la eternidad nos cierne, con ecos pitagóricos y modernistas. En “Pese al aliento de estas vigas” de nuevo encontramos la proximidad expresada en términos adversativos, concesivos, paradójicos: “Pese al aliento de estas vigas,/ sobre las brasas del hogar,/ qué frío”.

La inseparabilidad de ambas vertientes de la creación de un verdadero poeta se resume en un párrafo de Paseo antes de la tormenta. Hacia principios de los 80 Padorno ya había afirmado en una entrevista que “toda la cultura es testimonio de su propia concepción de lo universal, único lenguaje que le permite establecer un diálogo con la cultura de los demás pueblos”, y en 1997 sigue defendiendo esta convicción en su “Nuevo balance personal”, apoyándose en los conceptos de regionalismo y universalismo de Pedro García Cabrera. Todo lo cual abunda en la paradoja con que inicié esta nota y que me permite dar paso ahora a un recuento de universalidades; en este ámbito me detendré en dos referencias fundamentales de la poesía de Padorno: la literatura no canaria y los mitos clásicos.

Son varios los poetas que se dejan ver entre líneas (entre versos) en Acaso sólo una frase incompleta. Tanto Padorno como los críticos que se han ocupado de él y de la generación de la antología Poesía canaria última han señalado la influencia de Jorge Guillén en los primeros versos del grupo. Jorge Rodríguez Padrón cuenta cómo fue un poeta leído por Padorno en sus primeros años de carrera y, aún más, reconoce en primera persona del plural que “aquella fue nuestra piedra angular”. El mismo Padorno ha considerado que “la parte más fría de [su] obra responde a la herencia de este poeta”.

Sin haber influido en sus formulaciones poéticas, César Vallejo es otro de los autores reconocidos como una de las influencias de Padorno. Del peruano, según Rodríguez Padrón, toma la “ruptura vallejiana”, “la posibilidad de alterar y personalizar la palabra”. En ese sentido, me parece muy significativo el poema “y VII” de Habitante en luz, de rasgos muy vallejianos: esa abrupta lítote inicial, esa “raíz”, ese cuerpo de límites imprecisos que se asimila a un “hondo hueso de celajes”. Igualmente, en el poema “Hombres sembrados”, de Para decir en abril, la humanidad tomada como semilla, el encabalgamiento final… todo tiene un eco de Santiago de Chuco y de París con aguacero. Vallejo es así mismo búsqueda de la identidad poética canaria lejos de los cánones peninsulares y, en palabras de Rodríguez Padrón en el prólogo de Teoría de una experiencia, un “lenguaje también revelador y balbuceante, radical […], teñido de una sacudida existencial trágica: un ternurismo que inauguraba otro vértigo en la visión poética. No hacia la luz, como Jorge Guillén, sino hacia el más oscuro fondo de la conciencia individual y de la condición perecedera, humillada, del hombre”.

Fray Luis, San Juan o Cavafis, escritores en los que es imposible separar la escritura de la experiencia dramática de vivir, estaban ya en el primer libro de Padorno, Para decir en abril. De Paul Valéry y de Luis Cernuda, como de Alonso Quesada y Domingo Rivero, dice el poeta tomar “el sentido de la construcción del poema”. Conversan sus versos con los de grandes poetas peninsulares como José Ángel Valente o Claudio Rodríguez. De Pavese recoge “la trascendencia de su tratamiento del prosaísmo”. De Lezama Lima, la “fijeza cambiante”, la fértil “semilla de la desconfianza y la inseguridad”, la “rotación necesaria”. En Cavafis y Quasimodo observa que “el sustrato mítico […] guardaba cierto paralelismo con el sustrato de impenetrabilidad de nuestra historia zarandeada por los estímulos de diversas culturas”, así como el compromiso del escritor.

Precisamente unos versos de Salvatore Quasimodo encabezan, junto a otros de Ovidio, el poemario Metamorfosis; unos versos en los que el italiano explica el vínculo de la poesía del canario con la del latino, atribuyendo a los rescoldos de nuestro pasado más íntimo y cotidiano una naturaleza mítica: “sono reliquie/ d’un tempo de saggezza, di sapienza/ dell’uomo che si fa misura d’armi,/ sono i miti, le nostre metamorfosi”. Las palabras de Quasimodo sirven así para certificar el mito como elemento carnoso y fundamental de la poesía de Padorno, que una vez afirmó que “nuestros lenguajes artísticos poseen signos de doble faz, histórica y mítica, y cuando creamos, nos estamos preguntando sobre nuestra propia esencia”.

El mito de la infancia, el mito autobiográfico, pero también, necesariamente, el clásico: ambos acompañan a Padorno desde su infancia. Cuenta en Septenario el momento, hacia 1954, en que los alumnos del viejo Colegio Viera y Clavijo, que aún estaba en un caserón inglés de Las Canteras, escuchan la lectura de la Odisea. En palabras del mismo Padorno, “yo iba superponiendo a la contemplación del patinado arenal las invisibles estratagemas del astuto. De pronto, fragmentados del relato, unos pocos sonidos se trasfunden, antes de disiparse, en sucesivas sugerencias […]; apenas dos palabras: “cóncavas naves”, escuetísima secuencia verbal que, a mi vez, fonéticamente paladeo para dar razón a aquel desasosiego”. Se trata de una experiencia intensamente sensorial (“cóncavas naves”), pero también la marca de que un mundo mediterráneo poblado de personajes míticos iba a tomar cuerpo, con mayor o menor discreción pero siempre presente, en la poesía de Padorno.

Desde ese momento, Padorno es un poeta de resonancias clásicas y helénicas. Su poesía, por muy atlántica que sea, siempre guarda un agradable dejo mediterráneo que está en sus temas y en ciertos acentos. Así, titula “Cariátides” uno de sus primeros poemas. “El Minotauro” le sirve para reflexionar sobre los peajes del paso del tiempo, y lo retoma años después en “Laberinto”, en el libro La echazón. El ambiente recreado en varios poemas de Comedia, como “Última voluntad mediterránea” o “La pausa interminable del cantor”, al igual que el lenguaje helenizante que alienta en el “auriga” que aparece en “Ritmos” o en el “hermetismo dórico de los domingos” de “Palabras para la arqueología”, transmite resonancias mediterráneas e, incluso, a veces, homéricas. El mito de Afrodita aparece reflejado hace solo unos años en el poemario Hocus pocus.

La cita de Ovidio que abre junto a la de Quasimodo Metamorfosis se refiere al mito de Míscelo, un aqueo enviado por Hércules a fundar Crotona so pena de graves castigos y que, para ello, ha de quebrantar la ley de su ciudad natal, Ripes, que le prohíbe expatriarse. Sometido a juicio por sus conciudadanos, llama a Hércules en su ayuda y este cambia in extremis el color de las piedrecitas condenatorias, de negras a blancas, de manera que, en vez de culpable, aparece como inocente, queda libre y puede cumplir su mandato. No parece sino que el poeta sea un mandado de los dioses, que manejan su voluntad a su antojo y contra la ley humana, de manera que la experiencia creadora no puede ser otra cosa que un camino de incomprensión, de exilio e, incluso, de crimen, y, en todo caso, de sometimiento a esa voluntad ajena al poeta, pero implacable. No es casual que en Septenario emplee un nuevo mito unido a la condena y al destino, y que aluda al poeta (y a sí mismo) como un “Prometeo que quiere conocer la largura de la cadena que lo une a su roca; sujeción que es memoria y adivinación. Mi condena consiste en escribir aquello que tengo que escribir, por la osadía de tratar de desvelar qué predetermina mi mismeidad poética futura”. De nuevo la creación como transgresión y como cumplimiento de un destino ineludible que al mismo tiempo es condena, indefinición, y también sujeción, única salvación y única aproximación posible al conocimiento.

Quiero terminar con un breve recorrido por la figura de Palinuro, personaje del mito virgiliano que puede cerrar esta revisión de elementos universalizantes en la obra de Padorno por su condición de potente símbolo literario en todos los tiempos y lugares, nada distante, por cierto, al mencionado mito de Prometeo. Recordemos que Palinuro es el timonel de la nave de Eneas. Según el relato de la Eneida, es visitado una noche por el dios Hipnos, que lo adormece y consigue que se precipite en el mar. Durante tres días con sus tres noches vaga por el Mediterráneo, hasta que alcanza unas rocas en la costa del sur de Italia en las que, en lugar de la salvación, encuentra a unos hombres que acaban con su vida y lo abandonan insepulto. Por ello, hasta que sus asesinos cumplan los designios de la Sibila de Cumas y den tierra a su cuerpo, su alma vagará por el inframundo sin descanso, buscando su destino.

La figura de Palinuro había sido ya reinterpretada por algunos autores medievales como una prefiguración del sacrificio de Cristo: para Guillermo el Bretón en su Filípida (siglo XIII), es el guía que sacrifica su existencia para que los otros puedan continuar su viaje. La petición de Palinuro a Eneas, “líbrame de estos males, jefe invicto”, resuena en la traducción latina del Salmo 59: “líbrame, Señor, de mis enemigos”.

Pero es Dante el que retoma el personaje símbolo y le saca buen partido en el Purgatorio, como corresponde a un alma en pena que busca su destino. Desde el siglo XIX numerosos críticos han reconocido el fatum de Palinuro en el de todos aquellos que son excluidos del Purgatorio, sea por su condición pagana, sea por ausencia de sacramento o privación de sepultura (como sucede con el rey Manfredo de Sicilia). Dante recuerda así la necesidad del sacrificio que estaba tan presente en el poeta protegido de Augusto: de la misma manera en que en la Eneida la vida de Palinuro había sido el precio impuesto por el dios Neptuno para proteger a Eneas en su viaje y en la Filípida es prefiguración de Cristo, en la Divina Comedia sirve de modelo para todos aquellos que han de renunciar, aunque sea temporalmente, a su viaje hacia la salvación, y no pueden descansar, siempre a la espera de su destino.

Padorno reconoció el mismo modelo en un soneto de Las rosas de Hércules, de Tomás Morales, a quien llama “Palinuro atlántico” en un ensayo que le dedica a finales de los 90. Él mismo asume esa identidad en un texto de Entre el lugar y más allá: “Pero también me he visto en el futuro de esas orillas un destemplado Palinuro, una pequeña llama sobre el haz de las aguas que los vientos de allá para acá llevan y traen, aguardando el caer y el germinar seguro en otra mente”. Es el poeta a la orilla del mar como Palinuro en busca de su redención. Y lo es de forma más explícita aún cuando publica Cuaderno de apuntes y esbozos del destemplado Palinuro Atlántico, un libro en el que la figura del timonel virgiliano aparece en el poema “Entre risas de felices amigos”. En este texto luminoso y magnífico retoma los fructíferos términos vallejianos (“su sola arca corporal, con su asido haz de huesos”); retoma los ritmos universales y claudianos de la criba (“la buscada exactitud con que del puño del abuelo en redondo escapaban los granos musicales de millo”); y retoma la figura del timonel que, caído en su tarea (“la caída infinita hacia adentro”), vaga en busca de su destino, en el recuerdo de la luz, de cuando “ardió una vez la mente”, en la nostalgia del roce, en la conciencia de la unión no consumada con el lenguaje.

El símbolo que recorre y permea la literatura occidental desde Virgilio, pasando por Marcial, Guillermo el Bretón, Dante y Tomás Morales y, finalmente, toma carta de naturaleza simbólica canaria en el Palinuro Atlántico de Padorno, reaparece en Donde nada es todo lo asible, en “Apunte del Cuaderno del timonel”, una bellísima composición que reafirma la inextricable unión entre vida y poesía, en la que vuelven el timonel, el adormecimiento y la frustrada promisión, que no es otra que “la tierra/ cambiante del poema”. La ironía, casi el sarcasmo, cierra el poema, cuando recoge la despedida de aquella tarde: “Da recuerdos a Forbas”. Y es que Forbas es el nombre del compañero del Palinuro virgiliano cuya forma había adoptado el Sueño a fin de engañarlo y dejarlo caer al mar. Como vemos, cierta inteligente ironía parece teñir los poemas de madurez de nuestro autor.

De Eugenio Padorno se puede decir que ha logrado construir un cuerpo poético dotado de una extrema coherencia temática y formal, y que pivota entre los ejes de lo canario y de lo universal de forma impecable. Acaso sólo una frase incompleta (1965-2015) es un libro imprescindible que culmina -por el momento- el permanente trabajo de reformulación que caracteriza la obra de Padorno, y que a un estado de la cuestión poética padorniana añade una excelente introducción de Jorge Rodríguez Padrón, la más exhaustiva bibliografía de y sobre su obra publicada hasta la fecha, una completísima cronología y una colección de ilustraciones que aproximan el volumen al concepto de catálogo. El trabajo gráfico de Sergio Hernández Peña es, en ese sentido, encomiable; y la iniciativa del editor, Jorge Liria, muy necesaria.

 

 

Eugenio Padorno, Acaso sólo una frase incompleta (1965-2015), Las Palmas de Gran Canaria,  Mercurio Editorial, 2018.

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Luis Calbarro

La importancia del final

21 de enero de 2019 08:39:04 CET

En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, que ahora comienza, que hemos titulado “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias –e incluso romances–, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Serán tres los finales nuevos e inesperados que ofreceremos en cada entrega, de tres historias, cada una de tiempos diversos y de naturalezas distintas. Es nuestro deseo que disfruten del experimento, ideado, finalmente, para lectores de publicaciones tan sólidas como esta, en tiempos tan líquidos –e incluso gaseosos– como estos.

***

1

¿Por qué comenzar con la Odisea esta serie de finales alternativos de historias y relatos que han constituido una parte del canon occidental o del castellano? Parece obvio, y lo es; la Odisea es, en el imaginario de la inmensa mayoría, el relato fundacional, junto con la Iliada, de nuestra cultura; pero es que, además, en lo que se refiere a mi memoria personal, como lector, la Odisea  me devuelve a mi juventud, a mi etapa de estudiante de Filología en la Universidad Autónoma de Madrid, allá por los finales del franquismo y el inicio de la Transición, cuando nos ejercitábamos en su traducción, y quedó grabada en mi mente su metáfora inicial, la primera de nuestras grandes metáforas, suave y hermosa, con la Aurora acariciando el mundo con sus dedos rosados. Y, luego, con el paso del tiempo, con más años, con más lecturas y experiencia de la vida, espero, el reconocimiento de la peripecia de Ulises, como el primero de los modelos poéticos de peripecia humana, antes de la otra gran peripecia cervantina.

He aquí, pues, el final que ahora, al cabo del tiempo, de la experiencia de las cosas y de la relectura apasionada de su historia, me hubiese gustado leer.

 

Odisea, de Homero

(Ulises añora a Calipso)

… Dio un grito terrible el que paciente había sufrido, el divino Ulises, y dio un salto de águila voladora en las alturas. En ese momento, el Cronida arrojó su rayo ardiente justo delante de la de ojos radiantes, hija de poderoso padre, que sin dilación se dirigió a Ulises: «Hijo de Laertes, de linaje divino, Ulises, rico en artimañas, contente, abandona este combate de iguales, no sea que el Cronida se irrite contigo, el que todo lo ve, Zeus.» Así habló Atenea; y él obedeció y se alegró de ello. Y Palas Atenea, la hija de Zeus, el protector, con la voz y el cuerpo de Mentor, estableció entre ellos un acuerdo de paz eterna…

Y la paz, como el amor y la paciencia de Penélope, eran tan amables y vino tan preñada de ventura y de dones, que a todos satisfacían, pero no al hijo de Laertes, pues en su interior se había instalado una inquietud porfiada y constante; y, cuando se cumplían tres años justos de su regreso, mientras contemplaba, desde la ventana de la cámara real, el mar, una fría madrugada, Ulises sintió como un pinchazo interior, como una intensa comezón del espíritu, que no era fruto del relente matutino.

Hacía tiempo que le sucedía, al amanecer o en los dulces atardeceres de Ítaca, sobre todo, cuando estaba solo y su mirada vagaba sin rumbo, como una imparable corriente, por el paisaje o por el cielo, o por los recuerdos del tiempo transcurrido desde la toma de Troya hasta la llegada a su reino, y por la venganza cumplida, al llegar, y por el reencuentro con Penélope y con Telémaco, el hijo dilecto y devoto como su madre, y con todos los suyos. Era un ansia y un deseo invencible.

Y así fue como en esa fría madrugada se decidió finalmente; volvió su rostro hacia la penumbra del dormitorio real, apenas iluminada por el hacha encendida; en cuyo lecho, cubierta de suaves lienzos y de pieles, dormía su esposa, la mujer que le había sido fiel durante veinte años, que se había guardado a ella misma y a su casa, y que había preservado, con su tenacidad e ingenio, para él el dominio sobre los hombres, las bestias y las tierras de su reino… Y, por primera vez, desde su llegada fue consciente del devastador paso del tiempo por su piel, por sus pechos y por sus caderas. Contempló el cuerpo envejecido, y el desasosiego y la comezón interior fueron ya insoportables, pues veía como los estragos del tiempo también se habían cebado en su piel y en sus músculos.

Durante unos instantes, lucharon dentro de él los deseos enfrentados que batallaban en su alma, era una lucha sin cuartel; ideó mil tretas y mil arbitrios sólo propios de la mente de Ulises, el astuto; pero no encontró ninguna solución que le evitase el dolor y la angustia que sentía, la imagen seductora y atractiva de Calipso se le hacía aún más vívida y material con cada astucia ideada; su poder de atracción se agrandaba, a medida que era más consciente de su propia decadencia, y el deseo de volver a su lado, a sus brazos torneados, a su piel suave, a sus senos tersos y redondos, al olvido, a la paz y al bienestar de Ogigia, la isla de baños y playas apacibles, fue ya irresistible.

Cerró los ojos, aspiró la brisa fresca de ese instante en que el alba se anunciaba ya en la noche; esa hora en la que los sueños y los deseos aún son posibles, se adentró en la penumbra, tomó su espada y su daga, la capa y las sandalias y con el sigilo de un ladrón recorrió los pasillos, las estancias y los pasadizos más apartados y secretos del palacio; solo al doblar la cumbre que le ocultaría, ahora sí, ya para siempre su casa, volvió su vista y a punto estuvo de regresar al dormitorio, junto a Penélope aún dormida, pero Calipso le llamó de nuevo desde su lejano retiro en el mar océano; sacudió su cabeza en un gesto instintivo de reproche, chocó sus puños cerrados y bajó la falda del collado hacia la playa, en donde la embarcación esperaba lista para la partida, como siempre.

Las olas acariciaban la línea elegante de su quilla; despertó a tres de sus hombres más fieles y les dijo:

− Despertad, el deseo y el hastío me reclaman… Seré inmortal…

 

2

La fuerza de la sangre, la enigmática novelita de Cervantes siempre me produjo una desagradable incomodidad, hasta que, con los años también, por una serie de circunstancias, comprendí, por fin, su endiablado doble final[1], que le daba pleno sentido y me reconciliaba con ella y, en parte, con el mismo Cervantes. La he elegido, en segundo lugar, así, pues, no solo por ser de quien es, sino porque el enigmático sentido de esta novelita me persiguió durante años hasta que descubrí, justamente, la importancia de leer con atención el final de las historias.

 

La fuerza de la sangre, de Miguel de Cervantes

(muy breve)

… Llegóse, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre descendencia que en Toledo dejaron, y agora viven, estos dos venturosos desposados, que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos, permitido todo por el cielo y por la fuerza de la sangre, que vio derramada en el suelo el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico. Aunque dicen que, en aquel silencio fúnebre y sepulcral de aquel caserón a oscuras, a veces, se escucha el callado y desesperado sollozo de una mujer que recuerda cada noche, en lo más recóndito, la de su violación…

 

 

3

El tercero de los finales lo he elegido en homenaje a Ana María Navales, amante estudiosa y admiradora de la obra de la gran Virginia Woolf, y vinculada, de un modo indeleble, a la memoria de TURIA; compañera de vida, además, de un buen amigo fiel y entrañable, bueno entre los buenos, en el buen sentido de la palabra, Juan Domínguez Lasierra… Sin contar que Las olas es una de las más conocidas novelas de la Woolf, en donde sigue la estela de Joyce, pero de un modo muy suyo, dentro y fuera, a un tiempo, del cerco impuesto por las visibles e invisibles verjas de Bloomsbury.

 

Las olas, de Virginia Woolf

(al fin Percival)

 

… como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra ti me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!»

Las olas rompían en la playa.

«… Oh, Susan, qué magnífico escudriñamiento es todo del alma de los seres normales», dice, al fin, Percival, desde la muerte, «y de los seres especiales, a pesar del miedo, querida Rhoda. Y qué lejos del alma de los trabajadores y de los tenderos, ¿eh, Jinny? Cuánta energía e intensa belleza gastada en mi inútil invención, amado Neville; y qué derroche imperdonable sería depreciarla, esa facilidad para la invención y para las palabras, ¿no es así, Bernard? Aunque nos dé rabia y nos embargue la desazón, sobre todo por ti, Louis…»

»Al fin, yo no soy más que una invención vuestra, como las olas y como los amaneceres y los atardeceres que se supone que vivimos juntos… En realidad, solo apetito, estupefacción y palabras; y también el vaticinio de la Muerte…

 

 



[1]
                        [1] “La fuerza de la sangre, Beyond a reasonable doubt: la cuestión del doble final”.  Verba Hispanica: anuario del Departamento de la Lengua y Literatura Españolas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Ljubljana, Nº. 2, 1992, págs. 71-78.
 

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Escalera Cordero

El romanticismo de ultratumba de Soares de Passos

14 de enero de 2019 08:18:37 CET

António Augusto Soares de Passos, más conocido como Soares de Passos y principal referencia de la poesía ultrarromántica portuguesa, nace en Oporto el 27 noviembre de 1826 y, enfermo de tuberculosis, fallece en la misma ciudad que le vio nacer, con apenas 33 años de edad, el 8 de febrero de 1860. Nacido en el seno de una familia burguesa, tuvo una infancia cómoda pero marcada por las constantes ausencias de su padre, perseguido durante la Guerra Civil Portuguesa por sus ideas liberales y modernas.

A pesar de su origen portuense, será en Coímbra, ciudad a la que se mudó para iniciar estudios de Derecho, donde comenzará a desarrollar su carrera literaria, espoleado por el ambiente intelectual y la presencia de personalidades afines como Alexandre Braga, con quien fundará la revista Novo Trovador. En 1854, ya establecido de nuevo en Oporto, opta por dedicarse de manera exclusiva a la poesía, una poesía que destaca por su carácter atormentado y doliente, circunstancia que halla justificación en su precario estado de salud y que viene a ratificarse en su prematura muerte.

En la poesía de Soares de Passos, todo matiz de la realidad -religión, Historia, actualidad, amor o muerte- pasa inequívocamente por el filtro del descontento, de un romanticismo exacerbado y de un nihilismo fúnebre que consigue, en mayor o menor medida, alejarse del tópico y adquirir una dimensión universal y creíble. El conjunto de su breve obra, compuesta por apenas cuarenta y cinco poemas, está recogida en el volumen Poesias (1856); sirva esta selección de cinco de sus creaciones más emblemáticas como muestra del considerable y poco ponderado talento de la enigmática figura de Soares de Passos.

 

 

 

SOARES DE PASSOS

 

AMOR Y ETERNIDAD

 

Repara, dulce amiga, en esta losa

y en esa otra que se encuentra unida:

aquí de un tierno amor, aquí reposa

el despojo mortal, sin luz, sin vida.

Agotada la hiel de la gran suerte,

pudieron ambos descansar tranquilos;

se amaron en la vida, y en la muerte

la fría tumba no puede desunirlos.

¡Nostálgica la brisa que murmura

en el ciprés lozano

que protege sus urnas funerarias!

Y ese sol, ya cayendo en el poniente,

¡qué bello hace brillar

sus solitarias lápidas!

Así, ángel adorado, así un día

se secará la flor de nuestras vidas…

¡Pero que así, bajo las frías lápidas,

se reúnan también nuestros amores!

 

¿Qué veo? ¿Te estremeces, y tu rostro,

tu hermoso rostro inclinas en mi seno,

pálido como el lirio que en la tarde

se desmaya en los prados?

Oh, ven, no perturbemos la ventura

del corazón, que jubiloso anhela…

Ven, gocemos la vida mientras dure;

¡desterremos la idea de la muerte!

¡Lejos ese recuerdo de nosotros!

Mas no receles del cortejo fúnebre…

Dulce amiga, descansa:

quien ama así, se ríe de la muerte.

¿Ves estas sepulturas?

Aquí ceniza oscura

sin vida, sin vigor, descansa ahora;

pero ese ardor que ya las animara

voló en las alas de inmortal aurora

a regiones más puras.

No, la llama que el pecho al pecho envía

no muere extinta en el luctuoso hielo.

Inmenso el corazón: la fría lápida

es muy pequeña para contenerlo.

Y no receles, pues: la tumba encierra

un breve espacio y una breve edad:

¡Amor tiene por patria Cielo y Tierra,

por vida Eternidad!

 

 

DESEO

 

Oh, quién en tus brazos pudiera, dichoso,

vivir en el mundo

del mundo olvidado, en lánguido gozo

de eterno placer.

 

Contemplar tus ojos serenos, en calma,

del más allá hablar,

hablar de una vida que sueña mi alma

y falta en la tierra.

 

Daría yo este mundo, todo lo que encierra,

por tal galardón:

los tesoros, glorias, tronos de la tierra,

¿qué valen, qué son?

 

La sed que yo tengo no muere apagada

con tal aridez:

si yo los ganase, entonces su nada

dejaba a tus pies.

 

Y deseando apenas más dulce victoria,

decirte: he aquí

mi cetro y mi ciencia, tesoros y gloria:

los gané por ti.

 

La vida, esa misma, daría yo contento,

sin pena o dolor,

si un día mecieses, apenas un día,

mi sueño de amor.

 

Exenta del lazo que al mundo nos prende,

¿qué vale la vida?

Pues la vida es vida si el amor enciende

su dulce fanal.

 

Si al mundo que sueño pudiera, contigo,

volando, subir,

¿qué importaba luego? En la sepultura

sonreiría al caer.

 

 

 IMITACIÓN DEL ISLANDÉS

 

Un día yo te dije: “si robada

me fueses, búscame”; y no creíste

que pudiera abrazarte inanimada,

besar tus ojos y tus manos frías.

 

Porque no te amaría si, inconstante,

yo te olvidase allí en la sepultura;

se deslustró el frescor de tu semblante,

pero idolatro aún tu imagen pura.

 

Aire de vida se extinguió en tus labios,

pero un soplo inmortal vino a animarte;

todavía eres hermosa, y aún te quiere

el que en la tierra comenzara a amarte.

 

No me dejes en mísero abandono;

escúchame, escucha mi plegaria:

cuando, de noche, brisas otoñales

giman en nuestras rocas, ¡aparece!

 

Y si la luna brilla, si de paso

me extendieses tu mano blanca, etérea,

yo surgiré para mirar tu imagen,

para escuchar tu voz serena y pura.

 

Después, ángel celeste, aquí en mi seno

posa tu frente, apriétame en tus brazos,

deja que te acompañe sin recelo:

de esta existencia, desatar los lazos.

 

En la aurora polar, arrebatada,

vamos, en medio de inmortal ventura,

en nubes de oro y púrpura mecidos,

a cantar y a soñar, en las alturas.

 

 

EN UN ÁLBUM

 

El lastimero arcángel del sufrir

sobre la faz del mundo extiende el brazo:

ofrece una diadema, y, pavoroso,

“¡Para el que más sufrió!”, grita al espacio.

 

Entonces una turba se atropella,

todos quieren ganar la prenda infausta,

pero ninguno de los pretendientes

mostró la copa de amargura exhausta.

 

“¡Alejaos!”, −les clama el genio esquivo−

“Nadie abrazó la meta del sufrir;

sólo tú mereciste el premio altivo:

¡Elévate, corónate, poeta!”

 


EL NOVIAZGO DEL SEPULCRO

 

¡Alta la luna! En la mansión de muerte,

ociosa, medianoche ya sonó;

¡Qué paz! De los vaivenes de la suerte

sólo descansa quien allí bajó.

 

¡Cuánta paz! Pero lejos, a lo lejos,

se escuchó rechinar fúnebre lápida;

blanco fantasma, parecido a un monje,

de los sepulcros la cabeza alzó.

 

¡Se alzó, se alzó! En la amplitud celeste

brilla la luna con siniestra luz;

gime el viento en el lúgubre ciprés

y grazna el búho en la marmórea cruz.

 

¡Se alzó, se alzó! Con muy sombrío espanto

miró a su alrededor... Y no vio a nadie...

Entre las tumbas, arrastrando el manto,

con lentos pasos se dispuso a andar.

 

Y al llegar cerca de una cruz alzada

que se avistaba allá entre los cipreses,

se paró, se sentó y, con voz dolosa

despertó de este modo al eco triste:

 

− “Mujer hermosa que adoré en la vida,

y que en la tumba no dejé de amar,

¿por qué traicionas, desleal, falsaria,

aquel amor que te escuché jurar?

¡Amor! Engaño que en la tumba acaba,

que la muerte desnuda de ilusión:

¿Quién de los vivos aún se acordará

del pobre muerto que en la tierra yace?

 

Abandonado, yazco en esta tierra

hace tres días, pero tú no vienes...

¡Qué pesada que siento yo la losa

sobre este pecho que latió por ti!

 

¡Qué pesada la siento!”, y entretanto,

la frente exhausta recostó en su mano,

y arrancó, entre sollozos, de su seno

hondos suspiros de cruel pasión.

 

− “Quizás, riendo de nuestras protestas,

goces con otro de infernal placer;

¡y así el olvido cubrirá mis huesos

en la fría tierra, sin tener venganza!”

 

− “¡Oh, nunca, nunca!”: con nostalgia eterna,

respondió un eco suspirando, entonces:

“¡Oh, nunca, nunca!”: repitió de nuevo

la hermosa virgen que sostiene en brazos.

 

Formas divinas y airosas le cubren,

largos ropajes de color nevado;

corona simple de virgíneas rosas

ciñe su frente de un mortal palor.

 

− “No, no perdiste mi amor jurado:

¿Ves este pecho? Reina en él la muerte...

Ya no le quedan fuerzas y está helado,

pero late aún de amor por ti.

Feliz de acompañarte hasta este fondo

de la tumba, cayendo ante el dolor:

Dejé la vida... ¿Qué importaba el mundo,

pura tiniebla sin la luz de Amor?

 

¿Ves a la triste luna, allí a lo lejos?”

− “Oh, sí, la veo... ¡Qué recuerdo horrible!”

− “Fui a su luz, que yo supuse tuya,

en la vida, y en la mansión final.

 

 “¡Oh, ven! Si nunca me ceñí a tu pecho,

hoy el sepulcro nos reúne, al fin...

¡Quiero el reposo de tu frío lecho,

te quiero unido para siempre a mí!”

 

Y ante el piar del fúnebre cantor,

y ante una luna de un albor siniestro,

junto al crucero, sepulcral misterio

fue celebrado, de infeliz amor.


Cuando risueño despuntaba el día,

ya de ese drama no quedaba nada,

sólo una tumba funeral vacía,

rota la losa por ignota mano.

Pero más tarde, cuando regresó

el polvo helado de las sepulturas,

dos esqueletos, uno al otro unido,

en un solo sepulcro aparecieron.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

El sencillo misterio de la poesía de Lola Mascarell

10 de diciembre de 2018 09:08:58 CET

 

Rescatar lo banal es la ambición de todo poeta lírico.

Charles Simic.

 

Intento no pensar en lo que pienso.

Lola Mascarell

 

 

Sencillo misterio el de estos 44 poemas que Lola Mascarell nos regala en su último libro: Un vaso de agua, título que es en sí mismo ya una declaración de principios, título transparente (preciosa la viñeta de la cubierta de José Saborit, ese vaso cotidiano, sin pretensiones, sin adornos, vaso escueto y ordinario, vaso sin flor) difícilmente podría encontrarse un título más elemental, más puro, más primordial, Un vaso de agua es a la vez el título del último poema del libro, que un dibujo de Isabel Quintanilla, su contemplación y su recuerdo, provoca en la autora.

 

Una mano dibuja, la otra escribe. Una misma sed. Un mismo vaso de agua que la sacia.

 

De vez en cuando uno se encuentra con algo que no esperaba, con algo inesperado, unas veces por inoportuno y otras porque resulta insólito el lugar donde lo encontramos. Porque insólito es encontrar hoy poesía en un libro de poesía, un género en el que todos somos competentes, “un género que antes era considerado arduo hasta el escepticismo” (Berarnidelli). Hoy la poesía es la gran damnificada de la democratización de la cultura. Desde que todos somos poetas, la poesía se ha convertido en tierra de nadie.

 

A la poesía podemos acercarnos de dos formas. Una es escribiéndola, y la otra leyéndola. Pero la poesía, a diferencia de otros géneros, debemos escribirla como si la estuviéramos leyendo y debemos leerla como si la estuviéramos escribiendo. La poesía, a diferencia de otros géneros, a diferencia incluso de la filosofía, con la que se la suele emparentar, quizá con razón, sin duda con razón, no se hace como se hace por ejemplo una novela, ni se piensa como se piensa un pensamiento. La poesía, dicho heideggerianamente es ser-uno-para-otro, o ser-uno-con-otro. Y el poeta, por su parte, y el lector, por la suya, lo único que puede hacer es descubrirla, sacarla de su madriguera, mostrarla, antes de que vuelva a escapársenos. Quizá se parezca más a la pintura, “arte de la luz”. Porque a la poesía hay que acercarse con humildad, sin exigencias, a la poesía no se la puede obligar, no se la puede forzar, ni tampoco suplicar, la poesía viene cuando quiere y se va cuando quiere. La poesía es como el amor, hay que merecerlo, y como el amor te lo encuentras un día sin saber por qué, y al día siguiente lo pierdes sin saber por qué.

 

Pero siempre hay un por qué. Una pregunta en el aire. Un recuerdo que se olvida.

 

La poesía no es un género literario.

 

No, no me estoy alejando del libro de Lola, me estoy acercando a él, me estoy dejando envolver por él, me estoy bebiendo el vaso de agua que me ofrece.

 

Por lo demás, no trato de convencer a nadie de nada que no esté ya convencido. Sólo quiero exponer una idea acerca de la poesía, una idea sencilla, una idea que no es mía, y que ya Valéry expresó en estos términos: “la poesía no tiene como objetivo comunicar un “pensamiento”, sino provocar en el lector un estado emocional que corresponda a un pensamiento análogo (y Valéry subraya la palabra análogo, es decir, no idéntico).

 

En este mundo, nos dice Lola Mascarell, hay cosas.

 

Una silla, un costurero con dibujos florales, un delantal, una lámpara, una colcha, un armario, unos zapatos, un vaso de agua…

 

Hay una balaustrada junto al mar.

 

Hay deseos. Antes de dormir – el rumor de lo líquido.

 

No alcanzamos la cumbre.

La cordura nos hizo regresar.

Cada renuncia eleva

la cima en la que crece tu deseo.

 

Hay remordimientos.

 

Hay nostalgia. Una nostalgia inmensa, repentina, / de todo lo que nunca sucedió.

 

Hay desesperación, hay euforia, hay confianza, hay sospecha, hay dolor, y hay, ay, a veces gran amor, hay poesía. Mejor dicho hay palabras que destilan la experiencia y llegan a convertirse en poesía.

 

Palabras que celebran también lo cotidiano, el viento entre las ramas, las luces y las sombras, unos cuerpos en la arena, unas pisadas, el sueño que no llega.

 

Y el misterio.

 

De pensar y pensar / en lo absurdo de estar para marcharse.

 

Lola Mascarell sabe que desentrañar el misterio no está en su mano, sabe que no está en manos de nadie, que su misión consiste sólo en constatarlo, en señalarlo:

 

Detente en tu camino / y habita ese misterio.

 

En advertir su presencia.

 

Otras veces es la soledad.

 

Otras el amor.

 

Hay poemas en este libro que te desarman, poemas que te inquietan, poemas que te emocionan, poemas que te calman, poemas que te reconcilian, poemas que te desasosiegan, aunque ya supongo que no serán los mismos para todos. Ese también es su misterio.

 

Sencillez, es para mí uno de esos poemas.

 

Y quiero escribir cosas

como que hoy hizo frío

 y que empieza noviembre.

 

(…)

 

 Escribir por ejemplo

 que el día se termina,

 y que no pasa nada.

 

Y bastará tu nombre.

Unas páginas más adelante nos tropezamos con Y bastará tu nombre, de resonancias místicas, cuyo verso final resuena en nosotros antes de leerlo: para sanarme. Y entonces volvemos a leer el poema y recitamos, como en una letanía, cuántas veces, cuántas veces, mientras se van sucediendo tu nombre y la herida y mis desvelos y el manantial y la sed… La autora ha sabido combinarlo todo con tanta sabiduría y sutileza que vamos leyendo, confiados sin saber adónde, hasta los dos versos rotundos que cierran el poema y nos dejan transidos de emoción: cuántas veces, amor, / para sanarme.

 

Hay poemas que empiezan con un nudo en la garganta, como decía Robert Frost. Y otros que terminan con un nudo en la garganta.

 

Voy de paso por sendas y caminos,

de paso entre las rocas, de prestado

por estos caminales

repletos de memoria y de pisadas.

 

Voy tratando de asir alguna cosa,

una rama de árbol,

una breve emoción, algún recuerdo,

un pájaro, una piedra, una pisada,

una mínima prueba que me deje

saber que estuve aquí, sólo de paso,

y que nada era mío.

 

Una mano que dibuja, otra que escribe. Un vaso de agua. Un libro de poemas en el que hay poesía. Poesía primordial, poesía transparente, poesía clara como el agua clara del vaso que nos ofrece.

 

Y que conste que “yo no creo en la poesía. Yo creo únicamente en la poesía que me hace creer en ella.” (Berarnidelli).

 

 

Lola Mascarell, Un vaso de agua, Valencia, Pre-Textos, 2018.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

Amor al cine

23 de noviembre de 2018 14:06:26 CET

Desde hace más de diez años, la bitácora 39escalones. Reflexiones desde un rollo de celuloide se ha convertido en una referencia para cuantos estamos interesados en el cine y buscamos un lugar en el que las películas de las que se da noticia son analizadas o revisitadas y lo son con un rigor y precisión sobresalientes, amén de estar trufadas con un toque de humor que convierte en una delicia la lectura de cada una de las entradas que se van publicando. Con posterioridad al inicio del blog, allá por 2011 apareció el libro 39 estaciones. De viaje entre el cine y la vida, editado por la zaragozana Eclipsados, en el que se recogían textos de índole cinematográfica, variados y siempre acertados, que suponían la plasmación en papel de lo que aparecía en la pantalla. Detrás del blog y de ese primer acercamiento literario que decíamos está el crítico de cine Alfredo Moreno Agudo, quien acaba de publicar, a finales de 2017, su primera novela, titulada Cartago Cinema, una obra en la que confluyen casi todos los géneros cinematográficos y que es una velada declaración de amor al cine, que no anda a la zaga de otras obras tan recordadas como Cineclub (David Gilmour), El cinéfilo (Walker Percy) o Triste, solitario y final (Oswaldo Soriano), por citar algunos clásicos.

La novela se sitúa en diversos planos temporales y espaciales, juega con la sorpresa, la alusión y los guiños y homenajes cinematográficos (cada lector pondrá rostro a los personajes según lo que estos le sugieran o recuerden o asociará algunos pasajes con secuencias cinematográficas), pero sobre todo es una novela sobre el cine, de un cinéfilo que ha visto, estudiado y conoce con exhaustividad y rigor la historia del cine y sabe narrar con amenidad no exenta de humor (los impagables diálogos telefónicos entre el personaje del guionista Elliott Gray y el productor Bufford Sheldrake dan buena muestra de ello). Cada capítulo tiene el título de una película que trata sobre el propio cine e incluye desde clásicos (Cautivos del mal, El crepúsculo de los dioses…) a producciones más recientes (State and main o Un final made in Hollywood, por ejemplo), además de un fragmento dialogado de otra película. Al final del libro, se añaden unas notas en las que figura una breve sinopsis de cada una de las películas cuyo título ha aparecido al comienzo de cada capítulo.

La trama narrada es compleja y gravita en torno a varios personajes ligados al cine que se encuentran en una situación límite, al margen del sistema y de la forma de hacer cine hodiernos que fueron sustituyendo al Hollywood clásico desde los finales de los sesenta, ese cine que vio la eclosión de una nueva generación, la de los Scorsese, Coppola, Pollack, Bogdanovich, Cimino o Altman, y de la que el protagonista de la novela, John Ferris Ballard, un director de culto con una breve pero exitosa carrera, sería uno de ellos. Curiosamente, algunos de los directores antes citados vuelven a la primera plana en estos últimos tiempos por algún premio (caso de Scorsese con el Princesa de Asturias) o de alguna reedición de algún libro (por ejemplo, el John Ford de Bogdanovich). Estos y otros directores coetáneos tuvieron dificultades para hacer cine en años venideros –algo parecido le sucedió a Hitchcock o a Wilder- y John Ferris Ballard no sería una excepción, pues es un director de escueta obra, convertido en autor enigmático y misterioso, que vive retirado y recluido en Francia, ajeno al mundo del celuloide y sin opciones de volver a rodar de nuevo.

El inicio de la novela, con la noticia de su muerte, nos lleva ya hacia el pasado, pues a partir de ahí se narran sus últimos días y su última aventura, cuando accede a rodar una película para un productor de los viejos tiempos (Bufford Sheldrake, de la Golden Masks) siempre y cuando más adelante se le permita a él retomar un antiguo proyecto que anda varado, en compañía de su fiel guionista y amigo, Monty Grahame, que también vive con él en su retiro francés. Lo que se halla detrás de ese encargo no es sino un intento del productor de volver a conseguir un éxito de taquilla recuperando para ello a Ferris Ballard, aunque este no sabemos si está muy de acuerdo con ese propósito o si tiene otros intereses. Para ello, el guionista Elliott Gray será el mediador y encargado de aliviar tensiones y evitar malentendidos, a cambio, claro está, de una recompensa, que será poder rodar también otro viejo proyecto. Como vemos, todo está entrelazado y todo depende de la voluntad de Ferris Ballard para llegar a buen puerto. Lo que no está tan claro es que este quiera o tenga esa idea en la cabeza, que vea en esta ocasión la última oportunidad para otro proyecto o para ajustar cuentas con el pasado.

Y es aquí, en ese motivo que mueve la novela, en donde irán apareciendo las diversas tramas y los muy variados a la vez que bien definidos personajes que acompañarán al protagonista, convirtiéndose ellos mismos en actores principales, pues la narración está enfocada desde el punto de vista de Gray (que curiosamente sufre acromatopsia, es decir, que ve la vida en blanco y negro) y convierte a Martina Bearn, la enigmática secretaria asignada a Ferris Ballard, en pieza clave de toda la historia, confiriendo así a este personaje un estatus primordial, por encima del misterioso y escurridizo director, presente y ausente a partes iguales, desde el inicio con un flashback. A lo largo de las páginas siguientes iremos viendo cómo se ha ido forjando la personalidad de Ferris Ballard, qué importancia tiene España y más en concreto un pueblecito de Zaragoza (Sabina de San Jorge) o por qué para todos ellos –los guionistas Gray y Grahame, la ínclita Martina Bearn, el mentado Ferris Ballard o el propio Sheldrake- es esta una última aventura, romántica y casi atemporal, en unos tiempos estos que ya no son los de entonces y que no admiten actitudes y personajes como ellos, salvo que se adapten y cambien (que es lo que hace el hábil Bufford Sheldrake, tratando de sacar réditos del aura de director maldito de Ferris Ballard). Son pues, personajes muy en la línea de los de Peckinpah (Grupo salvaje) o John Huston (Vidas rebeldes me viene a la cabeza, pero también y desde luego Cazador blanco, corazón negro, de Eastwood sobre un libro de Peter Viertel a cuenta del rodaje de La reina de África), en las últimas, pero contumaces y decididos en su forma de pensar y actuar.

Cartago cinema es una novela asombrosa, que es en sí un homenaje y una declaración de intenciones sobre qué es el cine, por qué este es tan importante en la vida de tantas personas y, sobre todo, es una obra magníficamente escrita y documentada, que permite al lector ir recordando pasajes, escenas o rostros conforme va avanzando la narración y en la que al final uno termina volviendo a esa vieja idea que dice que el cine es la vida que no hemos podido vivir o la que nos hubiera gustado, al menos, haber intentado.

 

Alfredo Moreno Agudo. Cartago Cinema. Zaragoza, Mira Editores, 2017,

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

Harari y el boom de la gran Historia

5 de noviembre de 2018 08:57:28 CET

Con De animales a dioses y Homo Deus Yuval Noah Harari ha conseguido un doble éxito. En primer lugar, se ha convertido en el ensayista más leído y traducido de esta década (34 traducciones y decenas de ediciones). Líderes mundiales como Obama, Merkel y Macron se han interesado por su obra y entrevistado con él. En segundo lugar -y esto es lo más importante- ha puesto en la agenda de las humanidades una disciplina relativamente nueva: la gran historia.

El éxito de Harari es merecido e indiscutible. Pocos intelectuales -quizá ninguno- han tenido el impacto tan rápido y profundo que ha tenido él en apenas cinco años y siendo todavía joven (42 años). Por supuesto, su propuesta tiene aspectos polémicos y aun criticables. Se le ha criticado su sensacionalismo, sus descuidos o su simplificación del budismo -Harari se declara budista-. Y son críticas justas, aunque deben quedar en un segundo plano respecto a sus méritos. De sus méritos conviene destacar que Harari es un magnífico divulgador. No es un investigador. Es un excelente escritor y sus libros -al menos, el primero- están escritos de manera que su lectura resulta muy agradable sin descuidar su prioridad, que son los contenidos. Su propósito es reflexionar a la vista de los datos que disponemos acerca de la gran evolución de la humanidad sapiens. Y es en esa dimensión reflexiva donde se le puede señalar la tendencia al sensacionalismo. Claro está que sin ese sensacionalismo el grupo editorial Penguin Random House no se hubiera interesado en la aventura de editar y publicitar mundialmente su obra. Pero es justo reconocer que, para lectores cultos, resulta excesiva la atención dedicada a ciertos fenómenos de escaso relieve, como el proyecto de establecer una colonia en Marte en 2025 o ciertas prácticas de ingeniería genética. También es criticable la gestión editorial de sus libros -que Harari atribuye a su marido-. Homo Deus es una repetición del primero, con novedades escasas y poco relevantes. Y algo similar cabe esperar del tercero, del que ya se ha avisado que es una colección de artículos y entrevistas, para que nadie se llame a engaño.

 

Las lagunas de Harari

 Quizá la crítica más relevante que cabe hacer del discurso de Harari sean sus lagunas. Harari ha visto bien que la gran evolución de la humanidad sapiens se ha basado en saltos. Esto es, que ha pasado por etapas cuyos momentos de transición han supuesto revoluciones. Las dos primeras revoluciones están muy bien descritas en De animales a dioses -que, por cierto, era el título que el autor quiso dar al libro y no el de Sapiens con el que han aparecido casi todas las traducciones-. Se trata de la revolución cognitiva -el Paleolítico- y la revolución agraria -el Neolítico-. Sin embargo, apenas ha prestado atención a la revolución ganadera. Esa revolución que llevó las lenguas indoeuropeas desde Irlanda a la India fue posible por la aparición de la ganadería y del carro de cuatro ruedas y su epicentro fueron, al parecer, las estepas entre el mar Negro y el Caspio. Es evidente que la ganadería tuvo que suponer un gran impacto. Por el cambio nutritivo y porque los ganaderos suelen ser violentos y guerreros. Con ellos nace el fenómeno que llamamos guerra y con ella las federaciones de tribus que después hemos llamado naciones. Con esta revolución la desigualdad da un salto cualitativo. Las culturas de agricultores son mucho más igualitarias, como puede comprobarse en las necrópolis de unos y otros. Basta recordar la Iliada con el interés por el botín y por el ganado y el culto a los héroes, que serían enterrados con sus tesoros. La moneda homérica son las cabezas de ganado. En el canto VI de la Iliada Homero se ríe del intercambio de regalos entre el troyano Glaucón y el aqueo Diomedes, porque aquel lleva sus armas de oro y este de bronce, y añade que el intercambio de armas es el cambio “de nueve novillas por toda una hecatombe”.

Falta también en Harari la debida consideración de la revolución de la historia. El paso de las sociedades fundadas en la tradición a las sociedades innovadoras, que se acompañan de la transición del calendario lunar al calendario solar, de la irrupción del monetarismo, del mercado internacional, de las disciplinas académicas, de la escritura y, con ella, del libro, y del pensamiento crítico, entre otras cosas, es una de las grandes revoluciones sapiens. Harari no repara en ella. Y algo similar puede decirse de la revolución moderna. Harari presenta la Modernidad como una revolución científica que empieza en el Humanismo. Parece claro que los avances científicos son elementos relevantes tanto en la revolución humanística como en la revolución moderna. Pero esos avances no serían posibles sin las ciudades, el mercantilismo, la filosofía o los nuevos planteamientos estéticos. Y, por supuesto, Harari no repara en el cambio que supone el tránsito de la sociedad estamental a la sociedad de los individuos.

Quizá la explicación de estos vacíos en la exposición de Harari sea la ausencia de un método eficiente. No basta la erudición -aunque sea necesaria y Harari la maneje con maestría- para dar cuenta del gran proceso evolutivo de la humanidad. Aspectos cruciales también pueden resultar insuficientes. Tal es el caso de la tecnología o de la economía. Las mejores propuestas para esta tarea vienen del materialismo y de la teoría de la imaginación. De hecho, Harari comienza su exposición por la senda de la teoría de la imaginación al llamar al Paleolítico “la revolución cognitiva”, pero abandona pronto esta vía para adentrarse en una selva ecléctica.

 

 La gran historia

Pero el mayor éxito de Harari no son las ventas millonarias de sus libros, su fama mundial o el reconocimiento de líderes políticos y sociales. El mayor éxito de Harari consiste en haber puesto en primera línea de la agenda cultural una nueva disciplina: la gran historia. La historia, lo mismo que otras disciplinas anexas -la historia del arte o la historia literaria- se han ido diluyendo en estudios hiperconcretos -un autor, la historia local, un grupo, en el mejor de los casos, un periodo-. Esos estudios -monografías- pierden necesariamente la visión de conjunto y, con ella, la capacidad de reflexionar sobre el destino de la humanidad. La filosofía de la historia ha sido una disciplina marginal e, incluso, sospechosa, para el siglo XX. Sin embargo, en los últimos años del siglo XX han aparecido obras magníficas, enormes esfuerzos de investigación y de reflexión. Sus autores han tenido impactos apreciables en el dominio puramente académico. Me refiero a los trabajos de W. H. McNeill, pero también a los de Fred Spier. La teoría de este último es la más sorprendente e innovadora. Spier no se limita al estudio de las varias humanidades. Va más lejos, a partir del cálculo del gasto energético explica, en términos de un riguroso materialismo, la evolución de la vida en el universo, y la aparición de la humanidad como un paso más en ese proceso. Esta teoría solo puede compararse a la de Darwin por su trascendencia. Los libros de Spier también han sido traducidos, pero no han llegado al gran público. No son libros de divulgación, aunque los puede leer alguien no iniciado en estas materias que tenga un nivel cultural alto. Desde otras disciplinas, grandes pensadores han venido a converger con los objetivos de la gran historia: Norbert Elias, desde la sociología (la gran evolución); Cornelius Castoriadis, desde la teoría de la imaginación; Mijaíl Bajtín, desde la estética literaria (el gran tiempo)… Se trata de pensar el destino de la humanidad sin misticismo (algo que también le sobra a Harari). Hoy esa tarea no es una especulación sin fundamento sino una necesidad para que la humanidad pueda asumir la responsabilidad que le ha caído encima al arrebatar a los dios caído encima al arrebatar a los dioses el timón del mundo y del universo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Luis Beltrán Almería

Parasomnia

28 de septiembre de 2018 10:05:47 CEST

una a eme

 

con el hechizo del xilófono

ese que aparece en mis sueños

he decidido recrearte una vez más:

definirte trato

 

como al fuego

 

los primeros hombres.

 

dos a eme

 

dándole curso a esta crudísima lectura

he decidido darte forma desde la nada

 

con la galopante intensidad de mis huesos

con la fragilidad rauda de mis párpados

con todo mi arsenal de cebos y maquinaciones líquidas

con todo mi cuerpo de estrella cazadora

te encierro entre mis flechas

y te me escapas como siempre.

 

tres a eme

 

enmarcarte es como mirarse en un espejo

un proceso meramente letal

 

enmarcarte es como forzarme

con mordazas diferentes

a mirarme en un espejo

y ver ese cadáver descampado

en toda su extensa lejanía.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Etiel Taupier

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