Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 1 a 100 de 1238 en total

|

por página
  1. 1
  2. 2
  3. 3
  4. 4
  5. 5
Configurar sentido descendente

Leer más
Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL RETROVISOR

A pesar de su tamaño, es el más cruel de los espejos. O el más sincero, según se mire. Su principal utilidad no es reflejar el rostro de quien lo contempla, sino mostrarle insistentemente, al tiempo que cree que avanza, lo que ha dejado atrás.

 

EL COLADOR

La mujer del pescador cuela el agua antes de beberla para no soñar por la noche con tempestades y naufragios.

 

LLAVE

Instrumento que abre o cierra una puerta.

En plural (las llaves) hace referencia a las de casa.

Dos juegos.

Quedamos en que te pasarías a recoger tus cosas cuando yo no estuviese.

Avísame antes.

Y que luego me las dejarías encima de la mesa.

 

LA COMETA

Un antiguo emblema oriental sentencia que quien consigue hacerla volar se conoce mejor a sí mismo, pues la cometa ni se entrega por completo al viento ni abandona del todo el suelo.

 

MENSAJES EN EL CONTESTADOR

Vivo solo.

Aunque a veces, en el trabajo, marco el número de teléfono de mi casa.

Y pregunto por mí.

 

EL HILO DE ARIADNA

Una vez que dio muerte a la bestia, Teseo decidió cortar aquel hilo.

Y no regresar.

 

LO QUE TÚ MIRAS

Me gusta mirarte cuando no sabes que te estoy mirando.

Entonces, para verte, miro lo que tú miras.

 

COMPRENDER

Para comprender a alguien es preciso cultivar con detenimiento todos sus defectos.

 

INERCIA

En el río, el agua es agua en movimiento.

La sed es una excusa.

Se bebe para ver el mar.

 

ILESO

Aunque acordarse de algo ya no duela, del pasado nadie regresa ileso.

 

PIZARRA

Ninguna palabra o fórmula que se copia en ella sobrevive a la clase siguiente.

Se borran por igual el problema y la solución del problema.

Escribir todos los días en una pizarra es el mejor antídoto contra la vanidad.

 

AFILAR

Conseguir que una palabra haga sangrar los ojos de quien la lea.

 

MAESTRO

El maestro debe tener menos certezas que sus alumnos.

 

FÓRMULAS

El espacio que una persona deja al irse es igual a la velocidad con la que se marcha multiplicado por el tiempo que estuvo a nuestro lado.

 

ESCALERAS

Subía los peldaños de dos en dos. Es decir, llegaría arriba habiendo conocido sólo la mitad de la escalera.

 

ESCRIBIR

Enhebrar una aguja con los ojos cerrados.

 

LAS SÁBANAS Y LOS SUEÑOS

Planchaba las sábanas porque quería quemar los sueños que habían quedado enredados en ellas.

 

LA PARTE POR EL TODO

Todas las casas se construyen con presencias y ausencias.

El ladrillo que se pone será un muro.

El ladrillo que no se pone será una puerta.

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

5 de abril de 2024

Queridos niños, de David Trueba, podría leerse como la exégesis de lo que nunca debiera ser la política. Podría ser perfectamente una comedia amarga de las de Billy Wilder, tan querido por su autor, (estoy pensando, por ejemplo, en El apartamento), en la que bajo un tono amable, incluso decididamente humorístico en ocasiones, se esconde el desconsuelo o la pesadumbre por una vida triste y fracasada. En la novela de Trueba, ocultas tras un manto de aparente ligereza o frivolidad, las vidas de todos los protagonistas son profundamente grises y desgraciadas, aunque parezca que el mundo de los poderosos en el que se mueven pudiera un día hacer el milagro de redimirlas y convertirlas en algo mejor, en algo que tal vez las alejara de la villanía y miseria moral en que están instaladas y las acercara a posturas nobles o, al menos, simplemente decorosas.

Queridos niños (que es como el protagonista llama a los electores) trata sobre la campaña electoral en la que participa Amelia, una catedrática de universidad candidata a la presidencia del gobierno por un partido conservador (al que el narrador llama Los Cuervos y al que no es difícil imaginar como el Partido Popular), en la que recorre toda España pidiendo el voto junto con un pequeño equipo de personas que trabaja para ella: su mano derecha, Carlota, una antigua alumna suya muy ambiciosa; la venezolana Tania, que bajo una apariencia de mujer dulce encubre una personalidad falaz;  Albert,  conocido como “Arroba”, que se encarga de las redes sociales; y, sobre todo, Basilio, el gran personaje de la novela junto con Amelia, a quien el partido ha contratado para que le escriba los discursos y que hace en el libro las veces de narrador. Basilio es un cínico y un amoral, al que sólo al final de la novela podremos tratar (sin demasiado éxito) de comprender y perdonar. Basilio representa lo peor de la política y sus frases son, una página sí y otra también, abyectas y demoledoras: “ese empeño de construir las campañas con gente de fuera de la casa se debe a que no se fían ni ellos de su cuadrilla propia, porque sólo saben relacionarse a cuchilladas”; y añade, para que no haya dudas: “Todos dentro de los partidos quieren escalar, es un microclima criminal”. Conoce muy bien la política: “en política quien te protege te domina”; “te nombran, lo aceptas y cuando llegas a saber lo que necesitas saber, ya no estás en el cargo”; o “sin poder un partido se vacía de fondos y por tanto de motivo”, ya que “esa máquina de crear empleos para los cercanos si no funciona a pleno gas machaca al líder, por culpable y responsable máximo del lucro cesante”. Basilio no cree que la política corrompa a la gente, sino que sucede al revés: “es la gente corrupta la que encuentra en la política un campo por explotar y les atrae ese sector para progresar en su maldad”. Su cinismo sobrecoge y encoleriza: “Los fieles a las esencias de los partidos son sus votantes, no sus integrantes”, pues una cosa es “pedir el voto por unos motivos y otra muy distinta convertir esos motivos en tu pensamiento íntimo”; y cuando van a visitar en Alicante unas casas afectadas por aluminosis, tras decir Amelia unas “frases hechas y topicazos sobre la solidaridad”, afirma que “nuestro plan de gobierno más bien consistía en dejar tirada a esa gente, en apostar por algo más fotogénico”. Es un cínico de manual cuando ironiza sobre los discursos que le escribe a la candidata (“mierdas que enlacé con anécdotas inventadas y fraseología de graderío”), cuando finge preocupación por el futuro de su hijo, cuando escribe en el colmo de la deslealtad una reseña, que firma otro en su lugar, contra la autobiografía que acaba de publicar la propia Amelia, o cuando pone en labios de uno de los líderes de Los Cuervos estas tristísimas palabras: “la izquierda es necesaria en el poder en momentos puntuales. La reconversión, la crisis, la protesta necesitan de su gobierno para ser aplacadas. El resto del tiempo, España es un país conservador y de orden, orgulloso de su hogareña paz callada. Si perdemos las elecciones es por culpa nuestra o porque alguien en la izquierda es tan inteligente que se convierte en una derecha más pragmática. Hay que ser burros para no aprovechar la ventaja que nos concede este país”. Y es desolador cuando afirma que “todas las personas que se dedican a la política lo hacen porque hay un vacío en su vida”; que no se elige a los inteligentes, sino que “para ganar las elecciones tienes que parecer un poco tonto”; o que los mayores de su partido habían robado tanto que “no les dejaban un frente por corromper a las juventudes que llegaban sedientas de su propia oportunidad”. Todo muy triste.

Tan triste como las opiniones de Basilio sobre la vida: “considero la bondad un signo de cobardía, como la buena educación, la gente es así para que no le partan la cara”; “los buenos sentimientos son una impostura”; o cuando, al recordar a sus padres, dice que aprendió de ellos que “para ser una buena pareja es necesario ser algo necio y primario”. La norma de su vida es ésta: “Nada es sagrado, tienes que amenazar para que no te amedrenten y hay que humillar para que te dejen avanzar”. Pero el personaje de Basilio está tan extraordinariamente bien construido que consigue que el lector se sienta atraído por él, por canalla y amoral, y que a la vez le odie por las mismas razones.

Amelia, la candidata (turolense por más señas, de un pueblo entre Lechago y Navarrete del Río), tiene un corazón más limpio, pero sabe muy bien en qué lodazal se mete y qué barrizales pisa. Tampoco es inocente, y acepta muchas de las marrullerías que le proponen para tratar de desacreditar o apartar del camino a sus rivales. Como dice Basilio, la campaña consiste en hacerse malos: “entra una doncella y sale una bruja”. Y es que, en realidad, en la novela no hay ningún sentimiento noble ni un solo personaje que pudiéramos salvar de la quema: policías que redactan informes falsos, políticos que inventan historias sólo para conmover al electorado, asesores que crean cuentas falsas en las redes para lanzar encuestas manipuladas, especialistas en desactivar escándalos a través de negocios de “defensa reputacional y lavado de imagen”… Lo que ocurre es que la trama está tan bien urdida, los personajes son tan fieramente humanos, que al final, como se dice en el libro, todos los políticos acaban siendo como un edificio feo al que cuando pasan los años le tomas cariño. Uno sólo desea que la política de verdad no llegue a ser nunca como la que refleja esta gran novela de David Trueba, que te atrapa y te engulle desde la primera página, esa en que la precampaña arranca en el Gran Hotel de Zaragoza.

 

David Trueba, Queridos niños, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Luis Melero

Prohibido aprender es un libro tan real que parece de ficción. Traza un recorrido desolador por las ocho leyes generales de Educación que ha sufrido (sí, este es el verbo adecuado) este país, pero no se trata de un ensayo aburrido ni de una enumeración de despropósitos, sino de la narración irónica y muy bien documentada del desmantelamiento del sistema educativo en aras de una modernidad que ya era antigua mucho antes de convertirse en ley.

Desde la LOGSE, nos explica Andreu Navarra se han ido sucediendo leyes educativas cada vez más alejadas de las aulas, y además dictadas desde despachos en los que ha primado, frente a la pedagogía, un utilitarismo mercantil que ha tergiversado el verdadero significado de la palabra competencia (pericia, nos recuerda el autor) hasta convertirla en la palabra clave de una jerga religiosa que pertenece al campo semántico de los buhoneros neoeducativos y sus moralinas sensoafectivas.

Prohibido aprender es también la crónica del escepticismo de los profesores y de los alumnos,  y una novela del desencanto,  y la descripción de una distopía tan tangible y tan cercana que asusta. Podría leerse como la precuela, esa palabra tan de moda, de un mundo similar al descrito en Farenheit 451, 1984,  o en El cuento de la criada, un mundo sin pensamiento crítico, sin capacidad de análisis, sin posibilidad de salvación ante el tsunami de datos con que el Gran Hermano nos bombardea a diario.

Pensar se convertirá en un acto revolucionario, el único posible. Como nos explica el autor, hemos dejado que la cultura se asocie al elitismo, que se nos convenza de que escribir bien no es democrático, pero al mismo tiempo,  quien quiera formarse deberá pagarse su formación al margen de la escuela pública, cerrando así un círculo vicioso: nos han convencido de que el conocimiento es solo un adorno de las clases altas para llegar a la realidad de que así lo sea. Solo quien pueda pagar el conocimiento podrá acceder a él. 

Se llega a la paradoja de que en un mundo sobrecargado de información hasta convertirse en un vertedero digital, no dotaremos a nuestros alumnos de la herramienta indispensable para abrirse paso entre la inmundicia: el pensamiento crítico. A cambio, podrán jugar con la basura, controlar sus emociones ante su aparición, pero no discernirán qué pueden aprovechar de todo lo que les llega a través de mil canales distintos. Tendrán barcos, pero no sabrán navegar. Ante la ola de la desinformación, boquearán ahogados por material que ni saben comprender ni podrán asimilar.

Sin saber comprender un texto, es imposible que luego puedan aprender a esquivar los anzuelos que se les tienden no solo en las redes sociales (el mundo es más que esto), sino también en la publicidad, en los contratos de trabajo, en la retórica que ya no sabrán qué es, en la propaganda pura y dura.  Y no sabrán qué son los daños colaterales de una guerra o una crisis, los reajustes de personal, el oxímoron de las guerras humanitarias… los eufemismos que nos rodean como una red de la que no sabremos salir. Por seguir con las metáforas marítimas, nuestros alumnos no sabrán dudar, creerán que la vida es un mar de certezas.

El problema es que habrá otros que no solo sabrán tender trampas sino que se han adueñado de un saber que era común y además, gratuito. Hemos dejado que otros nos digan que aprender menos es saber más. Y les hemos dado el poder de hablar bien, de escribir bien, de convencer, o sea, de manipular.

Como nos dice el autor, el verdadero problema es que no se está dando clase. Mientras la burocracia no deja de crecer y en las aulas prima la gamificación como si fuera la única opción posible, los profesores han dejado de creer en que las leyes traerán una solución, más bien al contrario. Con su retórica hueca y su léxico entusiasta, cada ley que abogaba por la inclusión y la atención a la diversidad ha ocultado que sin financiación, sin bajar el número de alumnos por profesor y sin formación, nada es posible. Sin fondos y sin interés por crear material pedagógico que se ajuste a la realidad, las leyes fracasan.

Apunta también el autor a los posibles intereses privados que acechan a la escuela pública, y a la falta de confianza en el profesorado como si ya solo fuera necesaria una pantalla para conseguir lo que un docente apenas puede conseguir. La desprofesorización a cambio de las supuestas ventajas de lo digital. Ya en el año 2000 Álvaro Marchesi alertaba contra la introducción de juegos de marcianos en el sistema educativo. De un modo parecido escribía que la inmersión digital no podía consistir en el mismo libro de texto pero en CD-ROM. Esto es exactamente lo que está pasando pero con herramientas mucho más sofisticadas.

No hay que discutir si se pone en el centro al alumno o al profesor, sino a la educación, que debería estar por encima de cualquier disensión política. Pero no es así, como nos recuerda a lo largo de todo el ensayo Andreu Navarra: la cultura se asocia al elitismo, la ignorancia se fabrica, y la oposición o el sentido común se consideran propios de reaccionarios.  Así, todo el que se oponía a Marchesi era tachado de conservador.

Adónde vamos, se pregunta el autor al final, al mismo tiempo que se espanta de que las familias no reaccionen ante la falta de pensamiento crítico de los alumnos.

El aprendizaje será algo clandestino. Volveremos a aprendernos los libros de memoria para que no se pierdan, crearemos sociedades secretas, trataremos de luchar contra un sistema que fomenta centros de día para los jóvenes, con tal de que no estén sin trabajo y en la calle…o quizá dejaremos de hablar de distopías y utopías, y trabajaremos para revertir la frase final del ensayo: “hemos prohibido enseñar y aprender para poner en venta el futuro de nuestra juventud”.

Hasta ese momento, conviene leer este libro que muestra una realidad que parece ficción, esta crónica del desencanto escrita por un profesor que sabe de lo que habla, una cualidad cada vez menos común en estos tiempos extraños.-

 

Andreu Navarra, Prohibido aprender. Un recorrido por las leyes de educación de la democracia, Barcelona, Anagrama, 2021.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pilar Galán

21 de marzo de 2024

Francisco José Martínez Morán (1981) pertenece a esa serie de poetas discretos que van generando un curriculum lírico lleno de calidad e interés fuera del aparato mediático. Conocí pronto su poesía gracias al permio Félix Grande por “Variadas posiciones del amante” (2006) y por otro libro apetecible, “Tras la puerta tapiada” (2009), premio Hiperión. Le siguieron una serie de entregas de entre las que destacaría “No” (2021) premio igualmente Francisco Brines y reseñé, como “Obligación” (2011). Lo cierto es que lleva una trayectoria ya de casi veinte años y buen hacer, ya digo, discreto. Las virtudes de su poesía clara, aunque yo sea acérrimo de Wallace Stevens, me hicieron seguir una obra que ahora parece girar hacia otros territorios pensativos o de la llamada “poesía de la edad”, incluso desde el significativo título y la ruptura del mundo unánime, la certeza. También desde la fórmula con que nos entrega el libro, el fragmento que se hila con similar sentido a otro en su ansia de recomponer lo perdido. Alguna vez he comentado que nada es tan inocente tras esa marca del título en su relevancia fundamental cuando abraza el asunto y no lo enmascara, como estudió, entre tantos, Gerard Genette en “Umbrales”. El título como concentración semásica e indicación de cuanto se formó en libertad y luego se reconoce y se le adjudica al libro, escribió Joan Maragall en el Diario de Barcelona por el allá de 1905, y por eso, con esa honradez, adquiere ese título ajustado esta “Fábula del fragmento”. En efecto, es cuanto ocurre ahora con esta mirada con poco que ver con las poéticas del fragmento que estudié en el prólogo de una antología, “Poéticas del malestar: antología de poetas contemporáneos” (2017) y en un artículo «Las poéticas del fragmento y el malestar» en el número 469 de la Revista de Occidente del 2020. Allí estaban poetas nacidos por el 80 y que Juan Carlos Abril había reunido en una operación de lanzamiento bajo el marbete de Deshabitados. Una promoción colindante, con la que poco tiene que ver, pues aquella se parecía en la común ruptura del realismo. Ha pasado el tiempo y esta trayectoria de Martínez Morán, en medio del camino de la vida, va por otros derroteros, fuera de cualquier ruptura desde la ansiedad de las influencias con la citada poesía realista de los 90, o con cierta manera de entender el versículo, de cuantos allí se reunían.

“Fábula del fragmento” es un poema lo suficientemente largo como para participar de lo fragmentario y, sin paradoja, de una intencionalidad explícita como tal poema extenso, aunque lo es. El libro está cohesionado, fragmento a fragmento hasta constituir una fábula decantada del yo en el desfiladero de las emociones y la vida, pues asistimos a un proceso de decantación reflexiva. La fábula espiritual es la de un protagonista que encarna esta dramatización en forma de “proema” o poema en prosa, tal y como es habitual hoy, donde el poeta genera un espacio teatral, un pasillo con puertas que se van superando (atención a la mística y a Santa Teresa en lo fundamental), en búsqueda de una luz pura, sin mácula. El protagonista en esa indagación «tiene sed, pero es la sed, precisamente lo que le mantiene vivo» (2024: 45), en un camino penoso de pasillos o desiertos. Y mientras lo escribo y percibo esa desnudez esencial de Martínez Morán tan atractiva, tan diferenciada, nada agria, pero con un punto amargo como la misma vida, y en cómo esa desnudez le hermana en una espiritualidad similar a la de Edmond Jabès. Y es que el tráfago del siglo produce poetas como el madrileño, donde la poesía excede al verso, según mantuvo uno de los primeros modernos teóricos literarios, Philip Sídney o los románticos, y donde una espiritualidad subyacente pugna por decirse para reencontrar al yo. En ese camino doloroso y también de autognosis, donde la insatisfacción y el pasillo conllevan la espera, la paciencia infinita en esa búsqueda de la luz, entendemos esta centralidad de la madurez y comprender a José Francisco Martínez Morán en este libro; o si prefieren entender su análisis con un bisturí simbólico, un estado suyo y de tantos, cuando la memoria se va borrando lo pasado y el autorreconocimiento, casi fantasmal, incluso los del oikos. Y es que en cierta manera se encuentra nuevamente solo y en la incertidumbre en búsqueda de esa luz final.

La soledad reflexiva, nunca paralizante, a la que dedicó Karl Vossler un estudio de referencia, se le impone, junto a la desconfianza de cuanto de cuanto creyó ser, y donde cabe «quizás una oración, una plegaria» (2024: 71), pero solo “quizás”. Ese alegórico itinerario del “pasillo”, lleno de puertas que el paseante no se atreve a abrir o duda sobre la elección, mientras avanza por un espacio un tanto claustrofóbico, provoca la doble sensación de “hogar” y “extrañeza”, mientras abandona lecturas y los razonamientos de un oculto interlocutor, un tal “P”, que propone una “felicidad impostada” [2024: 33].  Prefiere el personaje el dolor de la realidad, la sangre del espino con que se hiere en este corredor (no es un laberinto borgiano), ya sin ensoñaciones de “caballos blancos”, léase magias, sino una triste caída hacia lo pragmático en el camino, si no de perfección, sí de renovación o restructuración. Una desnudez lo plasma, una desnudez que elimina lo superfluo, aunque duela el desencanto de fondo, tan axial como la búsqueda y la metamorfosis del personaje, hacia esa citada luz. Un peregrinaje ávido, en efecto, donde todo lo pasado se ha incendiado mientras el futuro se muestra tan cerrado como los ojos de una niña muerta en la cuneta, que toma como ejemplo. En el fondo, pese a esos estados de estar en el “alambre” late una pulsión catabática, serena y dolida, en pugna con un horizonte que no alumbra, salvo al final, en esa pugna por entenderse y avanzar, desembarazarse de lastres, renovarse o recuperarse.

La extrañeza del personaje con que se ha querido distanciar el yo, muestra un de esta manera un estado en tránsito, palabra que define este libro tan diferente, tan para leer sin prisas. O, si prefieren, para reconocerse en él quienes están atravesando cambios, y reflexionan sobre lo fugaz, los espejismos, y la incertidumbre. La irrealidad ante lo nuevo pugna con la tentación abisal, sin asideros ni pasados míticos, y que Francisco José Martínez Morán ha sabido contar, quiero decir, poetizar con pulcritud y talento. Y sin atenerse a modas o momentos, pues ya decía al comienzo algo sobre su naturaleza de poeta discreto, un buen poeta discreto, que sabe contar con distancia, talento y limpieza un momento cualquiera de la vida de un hombre.

           

Francisco José Martínez Morán, “Fábula del fragmento”, Murcia, Editorial Balduque, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Julio Llamazares: “Vivimos en un mundo que trivializa la pasión creadora”

Desde que en 1985 publicara su primera novela, Luna de lobos, y más a partir del éxito de la segunda, La lluvia amarilla, Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955) no ha dejado de escribir ni de publicar periódicamente novelas, libros de viajes, guiones cinematográficos... Fue la buena recepción de esas dos novelas primerizas lo que le permitió dedicarse a tiempo completo a la escritura.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Angélica Tanarro

Clara Obligado: “La literatura es la búsqueda de un lenguaje”

Clara Obligado llegó a Madrid el cinco de diciembre de 1976 en un avión de Iberia que tomó en Montevideo. Tres días antes había dejado su Buenos Aires natal vestida con ropa de verano y un bolso con lo esencial para una tarde de playa, como si fuera una turista que cruzaba la frontera entre Argentina y Uruguay. Ocho meses antes, el 24 de marzo, un golpe de Estado había terminado con el gobierno de Isabel Perón, quien asumió la presidencia en julio de 1974, después de la muerte de su esposo, Juan Domingo Perón, electo por votación popular para un tercer período ocho meses antes.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Michelle Roche Rodríguez

18 de marzo de 2024

Referida a uno de los escasos escritores cuyo nombre se ha convertido hace ya tiempo en un símbolo, esta pregunta le parecerá a cualquier lector ingenuamente absurda. Y ello seguramente porque el mundo literario de Franz Kafka ha adquirido a día de hoy tal magnitud que el nombre de su autor se ha desligado de la persona y se ha independizado de los escritos hasta el punto de conseguir preformar nuestras interpretaciones de la realidad y nuestros modelos de percepción abusando de él hasta convertirlo en un adjetivo, «kafkiano», que el diccionario de la Real Academia define como calificador de una situación absurda o angustiosa.

Leer más
Escrito en Artículos Revista Turia por Isabel Hernández

Siguiendo los pasos de Le Clezio y Modiano, la escritora Annie Ernaux recibió el año pasado el premio de Literatura más prestigioso del mundo porque, según el comité del Nobel, “su obra que examina constantemente, desde distintos ángulos, unas vidas marcadas por las disparidades, a saber, de género, de lengua y de clase social”.

Leer más
Escrito en Artículos Revista Turia por Lydia Vázquez

SE CUMPLEN 100 AÑOS DE LA MUERTE DE UNO DE LOS GRANDES ESCRITORES UNIVERSALES 

LA REVISTA DEDICA A KAFKA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO, CON 150 PÁGINAS DE TEXTOS INÉDITOS DE AUTORES ESPAÑOLES, AUSTRÍACOS, ALEMANES Y CHECOS 

MARTA SANZ PRESENTARÁ TURIA EN LA BIBLIOTECA NACIONAL DE ESPAÑA EL 16 DE ABRIL

La escritora Marta Sanz será la encargada de presentar el número especial que la revista cultural TURIA ha elaborado en homenaje a Franz Kafka. El acto público tendrá lugar en Madrid, en la sede de la Biblioteca Nacional de España, el próximo 16 de abril, a las 18:30 horas.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Ha sido un acierto de Juan Carlos Abril (1974) y de la editorial Pre-Textos, la publicación de esta Poesía reunida (1997-2023), pues algunos libros del jienense eran inencontrables en la práctica. Una cuestión que limitaba mucho el acercamiento al poeta y crítico, profesor e investigador en la última poesía española contemporánea en sentido estricto. En efecto, su presencia constante desde esa faceta de estudioso de la poesía hacía olvidar las suyas, reflexivas o pensativas, atadas a un discurso obsesivo, concéntrico aún en sus giros y evolución, cambios de registro, y donde rememoración, autognosis atormentada y soledad son elementos recurrentes, aunque no solo, ni mucho menos. Juan Carlos Abril, poeta reconocido, con mucha presencia en referencias, antologías y encuentros en España e Hispanoamérica, tenía una presencia desigual, que se difuminaba en el sentido de que el estudioso vencía al poeta por la ausencia física de sus libros de poemas y que, en definitiva, nos hacía llegar descompensada su aventura intelectual y artística. Para confirmar cuanto digo, y mientras escribo estas líneas y leo sus versos, acaba de salir otro apetecible ensayo La tercera vía. La poesía española entre la tradición y la vanguardia (2024), donde replantea las miradas de enfoque sobre la poesía actual española.

Son casi treinta años de poesía publicada los que hallamos aquí reunida y, tal vez, revisada. No lo sé. Solo cuatro libros se proponen y se visten de largo, lo cual nos da idea de la rigurosidad a la que somete sus versos y al alejamiento de estar por estar en el mercado. Los dos primeros, ya digo, inencontrables, Un intruso nos somete (1997) y El laberinto azul (2001), sirven de preámbulo a otros más (re)conocidos y también en mi predilección, Crisis (2007) y En busca de una pausa (2018), aunque la relación con el mundo rural del primero y su agonismo fuera de tópicos e idealizaciones me seduce en muchas ocasiones en su autenticidad y saber decir(se). Esta confluencia de todos ellos en un libro ayuda a comprender la coherencia del discurso de Abril y a entender, ahora mucho mejor desde el panorama de las obras reunidas, su evolución desde el poema discursivo y reflexivo hacia formas más breves (me refiero a los poemas de Crisis), al hilo de esta tendencia hoy muy presente del aforema, del poema aforismo, que en Juan Carlos Abril es, con todo, diferente, más amplia. 

Hablar de su poética en verso libre es hacerlo de soledad, reconvención, junto a la memoria o el amor conformadoras de una «escritura autobiográfica» (2024: 229) en forma de diario lírico, autorremitente. Como tal no es un diario en sentido estricto, sino una manera de entender el yo en sus circunstancias a lo largo del tiempo, y en otra tradición del pionero diario en verso, Iter Brundisinum de Horacio, con permiso de Lucilio.  Un intruso nos somete (1997) ya mostró ese camino discursivo, todavía no plenamente asentado en las analogías y tropos que luego adquirieron honda sugerencia, para enseñar su relación con el mundo rural de origen, desde una mirada ajena a la ecopoesía, si es que existe. Las disquisiciones e inquisiciones, reflexiones, el gozo dialogan con un pasado de infancia y fábula, de progreso difícil pues «tu conquista es dolor y bien lo sabes» (2024: 32), pero donde va dejando aparecer una confesión constante «También yo estoy solo y sin nadie» (2024: 30). Su poesía llena de recovecos pensativos, desembocó en El laberinto azul (2001) donde con planteamientos formales parecidos dio paso al «universo carnal» (2024: 68), mientras ratificó esa soledad «ciega y salvaje» (2024: 73) que veremos constante en libros posteriores, y en algunos de sus poemas más atractivos, siempre con la luna al fondo, como Felipe Benítez Reyes, pero sin esteticismo. La memoria, la nostalgia de la vida adolescente, el imán de «otro vacío» (2024: 80) o «los clavos del pasado» (2024: 97), mostraron su equilibrio prendido a la autognosis pensativa de su pugna en la «oscuridad, camino, oscuridad» (2024: 101).

«Crisis» (2007) mostraba ya una capacidad de condensación y reflexión, capacidad para breves y fugaces notas más o menos explícitas y plásticas simultáneamente, veladas y sugerentes, en un libro de referencia de su saber hacer. Y siempre con ese «rumor de sombras» (2024: 139), entre «harapos débiles de luz» (2024: 144), sobre el otro fantasma de fondo de su poética, «la melancolía» (2024: 155) mientras «envejeces deprisa» (2024: 139).  Una herida que En busca de una pausa (2018) anhelaba «recuperar los sueños» (2024: 169), mientras en su verso atormentado «el pasado te persigue» (2024: 185). Y es que en esa ecuación autorremitente de la autognosis se sabe o se acusa en «la incapacidad de desprendernos/ del pasado, romper con nada» (2024: 177). Su «conversación /inacabada» (2024: 183), sus agónicos «tiempos deshabitados» (2024:187), y esa emocionada reflexión, que esconde más que dice al hilo de Rimbaud parafraseado, como a veces hace con versos de otros poetas, hablan de que él también «por delicadeza/ he perdido mi vida» (2024: 199). O así lo siente, aunque no, auguro, para sus muchos lectores de entonces y de ahora, tras esta reunión de su obra. Con esa verosimilitud, si me permiten sinceridad, llegan un libro que se hacía esperar pues no siempre en la poesía española, a veces tan hermética, a veces tan mediática, prima esa edad de merecer, por decirlo con una poeta de la que se espera ratifique alternativa, Berta García Faet. Si lo hace desde la edad de repensarse, y con madurez cumplida, esta entrega que finalmente nos ha regalado Juan Carlos Abril para compensar esa carencia echada en falta.

 

Juan Carlos Abril, Poesía reunida (1997-2023), Valencia, Pre-Textos, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

6 de marzo de 2024

Como cuando empieza una película y miramos a través de un hueco muy pequeño. Vemos dentro círculos en movimiento. De pronto uno de estos se hace más grande. Hay un texto. Un poema. Las palabras se ordenan caprichosamente. Con gracia. Para dar sentido a algo.

Voz en off: “El origen es el fin./ El viaje que comienzo. Una espiral no suicida el aliento/ si se va abriendo como un sueño/ y se abre y se abre/ a un cuerpo mayor/ a otro cosmos/ y la imagen/ se va haciendo cósmica/ como un hombre/ una mujer/ maximxs/ Leonardo, Swedenborg y Schneider/ Un sonido se expande/ y libera/ una energía/ Rotkho, Skriabin/ la música del universo/ esferificándose/ No se suicida el aliento/ respiramos desde dentro/ La espiral que se abre./ Desde su génesis hacia fuera. El viaje que hacemos./ Del punto a la Galaxia, al Universo./ El origen es un film.”

Afuera está el poeta. Cuántos sueños. Cuánto camino recorrido para volver al principio. El texto es ese objeto estético que nos hace ver el pasado que somos. Ese tiempo que hemos escrito y descrito en metáforas latinas y rimas de autores favoritos. Nuestro inicio es lo que le da sentido a lo que ahora escribimos.

Jaime D. Parra ha recorrido el camino del conocimiento a la inversa. Primero intuitivamente. Escribiendo textos llenos de símbolos y signos para estudiarlos luego.  Contrición bajo los signos es su primera obra poética. Reeditado ahora, más de cuarenta años después. Resurge con un diseño especial. En su portada aparece un poema visual espiral, de azul eléctrico. Que nos transporta por su viaje a través de contenidos y formas simbólicas, que recurren tanto al discurso narrativo, a la imagen sugerente, al verbo alucinado, como al objeto sígnico o irónico, así como a la recreación de ciertos modos aplicados para una poética desde las ciencias, la filosofía y el arte, hasta la poesía; sin dejar fuera varias de las aportaciones de la moderna informática.  

Poesía experimental, sí. Pero también poesía discursiva, o ambas cosas a la vez, pues toda poesía, como recordaba Joan Brossa, experimenta siempre.

En el poema “Genética y dramatismo de los números” Jaime D. Parra escribe: “Yo el 5: nada de hoz, nada de cruz. Soy un cinco. Semiciclo. Me declaro amigo absoluto de las abejas -esas risas voladoras- y fabrico con oro dulce un poco de inteligencia. No hago la violencia.”

En el “Yo el 7” dice “soy como un pétalo. Florezco sobre toda calavera...” Lo encuento cautivador.

Son poemas dominados por sueños, ilusiones y decepciones. Y recurre a las matemáticas, los juegos y las artes con una intuición existencial y cósmica, que solo desde la poesía puede disfrutarse y entenderse.

Larga vida al espacio circular interior.


Contrición bajo los signos. Jaime D. Parra. Zaragoza, Libros del innombrable, 2022.

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Blanca Estela Domínguez

El escritor chileno-neerlandés Benjamín Labatut (Róterdam, 1980) publicaba a finales del pasado año su última novela “Maniac” (Anagrama, 2023), sin duda la obra más interesante y con la que más he disfrutado (y cavilado) de entre lo leído en los últimos meses.

Labatut parece aplicarse a sí mismo el lema vital que, según nos narra, guio la obra personal del físico austríaco Ludwig Eduard Boltzman: “Expón la verdad, escríbela con claridad y defiéndela hasta la muerte”.

Así, acorde con el propósito, nos regala una prosa ágil, nítida y, además, contundente y amplia en su capacidad de acercar sentido al lector; componiendo un volumen que, a mi parecer, funciona tanto como relato de una época de transición científica y tecnológica —en la que nos acerca y nos propone una imagen de los principales protagonistas en la transformación del mundo que se desencadenó la pasada década de los cuarenta—, pero que también funciona como gran relato de una parte significativo de la historia del pensamiento científico de mediados del siglo XX, en un tiempo en el que “la invención más creativa de la humanidad surgió exactamente al mismo tiempo que la más destructiva”, pues tan hijos suyos son los teléfonos móviles como las cohetes balísticos y sus ojivas atómicas. 

Es éste, sin duda, un libro fuera del “sentido común” —entendiéndolo como el corazón del discurso lógico de un cierto statu quo—, pues busca generar significado fuera de él y no sólo nos adentra en el núcleo filosófico de la física y la matemática moderna, sino que nos abre una ventana a esas mentes prodigiosas que contribuyeron al fin de la Segunda Guerra Mundial, lo que trajo el alumbramiento de la Guerra Fría, con todas sus tensiones y sus escaladas armamentísticas.

La novela, lejos de querer enunciar un relato mítico de aquellos seres extraordinarios, nos expone abiertamente sus debilidades, sus deseos, sus motivaciones, sus proyectos visionarios o sus crisis más profundas. Así, más cerca de su humanidad, también quedamos al alcance de un cierto entendimiento mejor, con lo que nos arrastra y consigue contagiarnos de un saber al que sólo con mucho esfuerzo y dedicación habríamos podido acceder y que encontramos aquí recopilado, resumido, perfectamente relacionado. Benjamín Labatut, además, lo hace de una forma elegante y hermosa, pues nos propone un relato compuesto por una sucesión de monólogos, con lo que acierta a llevar la modernidad de la Inteligencia Artificial al plano de la tradición oral, reuniéndonos a escuchar su relato alrededor de un fuego prometeico. 

Esta novela es, de algún modo, también un libro de aventuras, pues muestra el apasionante mundo de lo nuevo, de su ideación, de su planificación de su implementación, de cómo se juega la gran partida geoestratégica amenazando al adversario con nuevas piezas, mayores, más poderosas…, avanzando en el tablero abierto del go.

Pero es también un libro de pensamiento, pues en él se replican ideas que fueron disruptivas y abrieron nuevos caminos de exploración para una realidad que se conformaba de forma diferente al amparo de una concepción revolucionaria de los fenómenos físicos y matemáticos; cambios tan drásticos como para hacer tambalearse a una generación de académicos incapaces de seguir el paso vertiginoso de tales avances. Sin duda, también lo es por que invita a pensar, porque genera multiplicidad de cuestiones, de ideas, durante su lectura, mientras nos recuerda que “las preguntas son la verdadera medida de un hombre”.

Sin embargo, no todas las propuestas de reflexión giran alrededor de la ciencia, muy al contrario, tal vez lo más significativo sea el cuestionamiento de la moralidad y de los principios, del concepto de sociedad o de pareja, como también se tambalean los de cordura o de genialidad, de juego —sobre todo del juego y de sus dinámicas—, de aprendizaje, de creación, de genialidad; mientras nos deja asomarnos para ver los demonios que se desatan con la obsesión, por la soberbia o desde la necedad del academicismo que trata de conservar el saber como un mosquito dentro de una perla de ámbar y en el que se demuestra científicamente que el foco del presente, normalmente, ilumina sobre todo a la mediocridad y señala a los que hablan con ese sentido común y esos arbitrios sociales a los que siempre hay que superar con nuevos conocimientos. 

Para la historia quedan libros como éste, obras en las que podemos dialogar con tantas voces y caminar por tantas fracturas del saber establecido, ideas todas que nos alientan a pensar y a conocer más allá del plano cotidiano, de adentrarnos en un pensamiento más profundo a través de esas hendijas.

Pero Labatut no se conforma con escribir un resumen, tan enciclopédico como literario, de las ideas que han propiciado el presente en el que vivimos, sino que añade un plano de interpretación del momento actual, al prolongar aquellos hallazgos y avances tecnológicos —y sus consecuencias— hasta el vertiginoso desarrollo de la Inteligencia Artificial. Así el título de su novela hace referencia al proyecto M.A.N.I.A.C. I (Mathematical Analyzer, Numerical Integrator, and Computer), una de las primeras computadoras construidas secretamente en el Laboratorio Nacional de los Álamos; una herramienta de computación sin la que no podríamos concebir los modernos ordenadores ni el mundo tecnológico que nos va absorbiendo y del que somos ya, casi, meros dispositivos periféricos. No se conforma, digo, porque su apuesta es una apuesta intelectual, sabiendo que en esta raíz de sentido se halla tanto el cultivo de las ciencias y el hecho de entender, como la referencia la parte espiritual e incorpórea. Por eso su apuesta, a mi juicio, busca provocar la liberación del pensamiento del lector y de forma totalmente revolucionaria, nos afirma: “Los hombres de las cavernas inventaron a los dioses […]. No veo nada que nos impida hacer lo mismo”. Así pues, Maniac, una novela que nos ofrece una lectura deliciosa, puede verse como un manual revolucionario para liberar el pensamiento hacia nuevos mitos, hacia nuevas metas, hacia nuevos tiempos.                 

 

 

Benjamín Labatut. Maniac. Anagrama, Narrativas hispánicas, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

En 1976 Vicente Verdú entrevistaba a Sender en Cuadernos para el Diálogo e inquiría al escritor acerca de la satisfacción que debía suponerle saber que tenía asegurada la “supervivencia”, es decir, la fama póstuma como autor de obras memorables. El novelista, sin embargo, respondía: “Mi supervivencia me importa un comino”. Y, con toda probabilidad, no se trataba de ningún alarde de altivez. Sender trató de salvarse a través de la escritura, pero era el proceso de creación y no el resultado lo que le insuflaba una cierta sensación de trascendencia. Escribía, según le confesaba a Marcelino Peñuelas, impelido por “una obsesión de la que hay que librarse”, mientras que ante la obra ya impresa se sentía “más bien culpable”. Y pensaba: “Debería haberlo hecho mejor o no debería haberlo escrito de ningún modo”.

Por lo mismo, el novelista se mostraba generalmente más complacido con el trabajo en curso o con el recién concluido que con los anteriores. Al poco de finalizar un texto perduraba en el autor la tensión creativa. Después, lo asaltaban la desconfianza y la incertidumbre. Sus libros eran fruto, según afirmaba, “de una necesidad biológica de expresarse más que del deseo de hacer efecto o de levantar artificiosamente un cuadro de valores con vistas al éxito”. Ello explica que ninguno de los intrincados episodios que le asaltaron lograra acallarlo. Si el exilio conllevó el silencio o la repetición fastidiosa para otros autores, Sender encontró en el Nuevo Mundo motivos inéditos para sus libros, ya fuese la exultante naturaleza americana (Mexicayotl, 1940; Epitalamio del prieto Trinidad, 1942), la evocación de la guerra civil (El rey y la reina, 1948; El vado, 1948; Mosén Millán, 1953) o la indagación catártica en la propia vida (Crónica del alba, 1942).

Al conmemorar el centenario del nacimiento del autor, alguien que conocía bien los resortes del éxito editorial, como era Rafael Conte, expresaba en las páginas de esta misma revista un justificado escepticismo sobre la posibilidad de que la celebración lograra modificar “el lugar que ocupa Ramón J. Sender en la historia de España y de su literatura”. A su juicio, las pompas conmemorativas no alterarían el silencio que las modas comerciales infligían al escritor, pero tampoco esta postergación lograría deslucir un ápice los méritos de una producción tan extensa y variada como la suya, susceptible de numerosas lecturas e interpretaciones. En suma, Conte contemplaba una obra literaria de incuestionable valía, pero de escaso acceso al gran público. Veinte años después de aquel vaticinio, habría que concluir que no se equivocaba, aunque tampoco acertaba del todo. La percepción de Sender se ha modificado en aspectos relevantes en los últimos lustros. En este tiempo, la literatura del aragonés ha gozado de un interés constante por parte de no pocos estudiosos, nuevas promociones de analistas han accedido a sus textos y la resonancia de su obra se expande por distintas partes del mundo.

 

Los nuevos territorios de Ramón J. Sender

Ya en 2003, Jean Pierre Ressot suministraba un penetrante análisis de la creación del autor desde la sugerente óptica de su proclividad hacia lo grotesco, Apología de lo monstruoso. Una lectura de la obra de Ramón J. Sender. En este mismo año, Israel Rolón publicaba Carmen Laforet, Ramón J. Sender: puedo contar contigo, correspondencia, donde afloraban deliciosos entresijos de una amistad sostenida en la admiración mutua. El volumen ha sido reeditado por Destino en 2019. En 2004 aparecían dos nuevos tratados de enjundia sobre el escritor: El soldado occidental. Ramón J. Sender en África (1923-1924), de Vicente Moga, minuciosa exploración de la estancia militar del futuro autor en África, que tan hondas consecuencias acarrearía para su obra, y Testigo, víctima, profeta: los trasmundos literarios de Ramón J. Sender, del profesor Ángel Alcalá, ambiciosa y bien fundada vista panorámica de la obra del aragonés. Ana Longás publicaba en 2005 Un paseo por el Tauste novelado de Ramón J. Sender, breve pero muy documentada incursión de lo que significó en el futuro escritor su breve estancia (1911-1913) en esta población de las Cinco Villas. De 2006 es la detallada revisión de la obra del escritor firmada por José Luis Negre Carasol, Aproximación a la narrativa de Sender. En 2007, Francisco Carrasquer entregaba una suerte de testamento de su larga y provechosa dedicación reflexiva a la creación de su coterráneo: Servet, Spinoza y Sender. Miradas de eternidad. José Luis Cano, en 2008, le dedicaba un número de la colección ilustrada Xordiqueta, en torno a personajes ilustres aragoneses, con el título de Sender y sus criaturas, una percepción desenfada y sagaz del autor. De 2009 es el ensayo de otro antiguo estudioso de nuestro autor, el profesor chileno Eduardo Godoy Gallardo, Novela española de postguerra: Ramón J. Sender, Camilo J. Cela, exilio republicano. Al año siguiente, la historiadora Elvira García Arnal trataba de discernir en su Guía de lectura: Crónica del alba de Ramón J. Sender entre lo que esta serie narrativa contiene de referencias históricas y lo que encierra de pura imaginación literaria. También en 2010 María Ángeles Naval publicaba Cuestión de memoria: estudios sobre Ramón J. Sender, Luis Cernuda y Francisco Ayala. Del mismo año es el Diccionario de autores aragoneses contemporáneos de Javier Barreiro, donde la entrada más extensa y detallada corresponde a nuestro escritor. En 2011, Marta Fuembuena, en Turrones para Sender, recogía la correspondencia entre el fundador y propietario de Aragón/Exprés y el escritor. El libro se completa con un ensayo nuestro titulado “Una maleta llena de historias. El regreso literario de Ramón J. Sender’. En 2012, Isabel Carabantes de las Heras y Ernesto Viamonte Lucientes dedicaban al autor una parte sustancial de su libro La novela aragonesa (1973-1982). En 2019, el profesor Antonio Valmario Costa Junior publicaba en Río de Janeiro el estudio Entre a ausência e a presença: vestígios da essencialidade em duas arquitecturas narrativas de Ramón J. Sender, acerca de Imán y Réquiem por un campesino español.

En un entorno intelectual afín, recientemente se reimprimía el estremecedor reportaje Muerte en Zamora (1990), de Ramón Sender Barayón, hijo del novelista y de Amparo Barayón. Como bien se sabe, Sender Barayón reconstruía en estas páginas, veteadas de sufrimiento, la figura de su madre, fusilada en Zamora el 11 de octubre de 1936, cuando él apenas contaba dos años. El libro, recuperado por Postmetropolis en 2017, incluye ahora estudios de Paul Preston y Helen Graham, además de nuevos testimonios de elevado interés acerca del desdichado final de Amparo. También Manuel Sender, el hermano del novelista fusilado en Huesca en agosto de 1936, ha merecido un estudio biográfico, Manuel Sender y el republicanismo oscense (2015), a cargo del historiador Enrique Sarasa Bara.

A propósito de las ediciones críticas de las obras del autor, hay que detenerse necesariamente en la colección ‘Larumbe. Textos Aragoneses’, que edita Prensas de la Universidad de Zaragoza junto con el Instituto de Estudios Altoaragoneses, el Instituto de Estudios Turolenses y el Gobierno de Aragón. Aquí se publicó ya en 2004 Casas Viejas, con prólogo de Ignacio Martínez de Pisón, edición de José Domingo Dueñas y Antonio Pérez Lasheras y notas de Julita Cifuentes. El mismo año se imprimía Siete domingos rojos, de acuerdo con la versión original de 1932, al cuidado de José Miguel Oltra, Francis Lough y José Domingo Dueñas. En 2005, Larumbe insertaba en su catálogo Los cinco libros de Ariadna, la polémica novela de 1957 donde el autor arremete contra el estalinismo, en edición de Patricia McDermott, máxima especialista en los entresijos y avatares de esta serie narrativa. En 2008, se publicaba Proclamación de la sonrisa, con edición de José D. Dueñas, recopilación muy sugerente de breves ensayos que no se había vuelto a imprimir desde 1934. Francis Lough, profesor británico que ha dedicado abundantes y sustanciosas páginas a nuestro novelista, preparaba en 2010 la edición de La Esfera, narración de particular complejidad filosófica publicada en 1947 como reelaboración de Proverbio de la muerte (1939). Por último, y hasta la fecha, en 2015 aparecía el Teatro completo de Sender, en edición de Manuel Aznar Soler, donde se compilan nada menos que trece piezas dramáticas del escritor de Chalamera. En la vertiente juvenil de la misma colección, ‘Larumbe chicos’, había aparecido poco antes la recopilación Cuentos y leyendas (2011), narraciones escasamente conocidas de la primera etapa del escritor, con ilustraciones de Fernando Alvira e introducción, edición y glosario de José Domingo Dueñas. También con aparato crítico, Stockcero publicaba Imán (2006 y 20014), con prólogo de Borja Rodríguez Gutiérrez y notas de Aldolfo Campoy-Cubillo.

Por otra parte, como bien se sabe, el grueso de los libros del autor se ha publicado tradicionalmente en Destino, en virtud del manifiesto interés por la obra de Ramón J. Sender de quien fuera su fundador y director hasta 1989, José Vergés. También es conocido que Destino pertenece desde hace tiempo al Grupo Planeta y que los títulos senderianos no son periódicamente reeditados en sus colecciones. Aun así, en Destino se han publicado tras el aniversario de 2001 Réquiem por un campesino español (2003), Imán (2003 y 2008), Carolus Rex (2004) y El rey y la reina (2004). Sin embargo, otros sellos se interesan periódicamente por las obras del autor.

Ya en 2003 Zanzíbar Editorial publicaba Epitalamio del prieto Trinidad, novela de 1942, que ya hemos mencionado. Este mismo año Ediciones Irreverentes lanzaba Donde crece la marihuana. En 2005, el diario El país editaba y distribuía La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Por entonces, Virus Editorial recuperaba dos títulos de la etapa más puramente anarcosindicalista del narrador, ambos presentados por José María Salguero: en 2005, Siete domingos rojos, que había aparecido a finales de 1932, cuando el joven escritor se alejaba ya de la militancia libertaria, y en 2007, O. P. Orden público, narración original de 1931, donde el novelista refiere su breve experiencia carcelaria de 1926. Réquiem por un campesino español, sin duda su título más universal, ha sido difundido por Espasa-Calpe (2006), con edición y guía de lectura de Enrique Turpin, Heraldo de Aragón (2010), el diario Público (2010) o RBA (2012), donde forma parte de un volumen, Las novelas de los perdedores, prologado por Domingo Ródenas, junto con Míster Witt en el Cantón e Imán. La última obra citada había sido incluida unos años antes en las colecciones de Crítica (2006).

De 2007 es la reedición de Las criaturas saturnianas publicada por Visor, con prólogo de la escritora y antigua estudiosa de la literatura senderiana Julia Uceda. En 2008, Tropo Ediciones incluía en su catálogo Álbum de radiografías secretas, que no se había publicado desde 1982, y, en 2010, Solanar y lucernario aragonés, introducido por Antón Castro, recopilación de las colaboraciones del autor maduro en Heraldo de Aragón, que había editado el propio periódico en 1978. Los dos títulos son muestras notables de la escritura híbrida del Sender de los últimos años, cuando declinaba su capacidad fabuladora, pero lograba insuflar nueva gracia a su prosa mediante una combinación muy característica de evocación personal, comentario periodístico, secuencias narrativas y ciertas dosis de ensayismo. La misma receta aplicaba, también con indudable acierto, en Monte Odina, volumen de difícil catalogación aparecido en 1980 en la Nueva Biblioteca de Autores Aragoneses que dirigía José-Carlos Mainer para Editorial Guara, y que fue incluido en 2003 en la Biblioteca del Exilio, al cuidado de Jean-Pierre Ressot. En 2010, Montesinos reimprimía Bizancio, una de las grandes novelas históricas del autor. Al año siguiente, la Asociación de Libreros de Lance de Madrid tiraba de nuevo Siete domingos rojos, con prólogo de Carlos García Alix. En 2012 aparecía una versión en cómic de El fugitivo, con  guion de Hans Leuenberger y dibujo de Jaime Asensi.  De 2014 es la reedición de Túpac Amaru de Navona, con introducción de Lorenzo Silva.

La editorial aragonesa Contraseña, caracterizada por el esmero en la selección y preparación de sus títulos, ha lanzado ya tres obras de Sender: en 2014, El bandido adolescente, con prólogo de Fernando Savater, la novela con la que el escritor regresaba editorialmente a España en 1965; en 2016, Contraataque, que había aparecido originalmente en 1937, ahora con estudio de Alberto Sabio; y en 2020, Míster Witt en el Cantón, con introducción de José D. Dueñas, la novela que le había procurado al escritor el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de narrativa ya en 1935. Una nueva edición de Viaje a la aldea del crimen, el gran reportaje de 1934 sobre la matanza de Casas Viejas, salía en 2016 en las colecciones de Libros del Asteroide, con prólogo de Antonio G. Maldonado. En 2017, Fórcola entregaba en cuidado volumen la crónica de la visita de Sender a la URSS, Madrid-Moscú. Notas de viaje, 1933-1934, con estudio de José-Carlos Mainer; la obra no se reeditaba desde que la Imprenta de Juan Pueyo le diera forma en 1934. Rasmia Editorial publicaba en 2018 La noche de las cien cabezas, con prólogo de José Luis Calvo Carilla; una narración entre social y expresionista que no había sido publicada desde que apareciera en 1934.

 

La esforzada difusión de una obra ingente

Con lo ya expuesto cabe pensar que las meritorias conmemoraciones de hace veinte años lograron, pues, sus propósitos: alertar de la importancia de una obra no demasiado atendida, atraer las miradas de nuevos lectores hacia un autor de desigual fama póstuma. Por otra parte, si la conmemoración del centenario mostró un explicable talante local -la mayor parte de las iniciativas surgieron en el marco territorial de Aragón-, con el tiempo la obra senderiana propaga su brillo en lugares muy dispares. En este cometido se identifican hoy dos focos de particular pujanza: el Instituto de Estudios Altoaragoneses (Diputación de Huesca), que da cobijo desde hace veinte años al Centro de Estudios Senderianos, y el hispanismo italiano, donde ha ejercido su vida académica la profesora Donatella Pini y ha sembrado con singular provecho su querencia por la obra del escritor.

Con el fin de dar continuidad al grandioso esfuerzo del Instituto de Estudios Altoaragoneses en la conmemoración de 2001, el Centro de Estudios Senderianos, dirigido en un principio por quien firma este artículo y desde 2016 por Luis Gómez Caldú, acordó convocar anualmente una conferencia sobre Sender, su obra o su tiempo. Se pensó entonces que la disertación debería correr a cargo preferentemente de escritores. De esta manera se pretendía propiciar un diálogo entre creadores, se procuraba que autores en activo escrutaran lo que la producción de Sender pudiera significar para la suya. Así, desde 2002 han concurrido en este empeño Eduardo Haro Tecglen, Andrés Trapiello, Lorenzo Silva, Ian Gibson, Félix Romeo, Carlos Fonseca, Benjamín Prado, Antón Castro, Santos Juliá, Agustín Sánchez Vidal, Daniel Gascón, Ignacio Martínez de Pisón, Sergio del Molino, Eloy Fernández Clemente, Luis García Montero, Irene Vallejo, etc. En no pocos casos, las intervenciones han quedado recogidas en las páginas del Boletín senderiano, que se edita como encarte de la revista Alazet. De esta forma, han sido objeto de análisis la faceta periodística del autor, el exilio, las incursiones africanas de sus novelas, su posicionamiento como intelectual en los años treinta, una cierta proclividad hacia el judaísmo en algunos relatos, la relación de su obra con el cine, los pormenores de su regreso a España en 1974, el singular acierto de varios títulos (Álbum de radiografías secretas, El bandido adolescente,), etc.

Si revisamos la sucesión de tesis doctorales sobre el autor en estos años, así como las traducciones de sus libros constatamos la mencionada preeminencia de las universidades italianas, aunque también la condición universal que va conquistando el escritor altoaragonés. Ya en 2003 Elisa de Bortol defendía su trabajo Un juego de espejos: El rey y la reina, de Ramón J. Sender en la Universidad de Venecia. En 2005, en la Universidad de Giorgia, Dorothy Kelly Wheatley ofrecía su estudio Contraataque and Réquiem por un campesino español: two Spanish Civil War novels by Ramón J. Sender. Giorgio Bolleta se doctoraba en la Universidad de Perugia en 2007 con la tesis La a-topia en la obra de Sender: El lugar de un hombre trasladada al italiano. En el mismo año, Michele Fonseca concluía su estudio Dois textos, um conflito, um héroi: leittura de Réquiem por un campesino español de Ramón J. Sender en la Universidad Federal Fluminense de Brasil. De 1980 data la aportación de Jess M. Boersma titulada Combating the modern state: war and literatura as weak dialectic in Galdós, Sender, Semprún and Goytisolo, aunque no fue publicada hasta 2008 por la Universidad de Michigan. Bajo la dirección de Francisco Caudet, María Lourdes Núñez defendía también en 2008, en la Universidad Autónoma de Madrid, su investigación La concepción antropológica-social en la obra narrativa de Ramón J. Sender (1939-1953). El mismo año, Ignacio Vázquez Moliní presentaba en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) La memoria del desastre (1921): las principales narraciones de África como fuente histórica, donde se ocupaba por extenso de Imán. De nuevo una universidad italiana, ahora la de Milán, era el marco donde Mauro Fradegalli ultimaba su investigación, La narrativa western dall´America all´Europa: L´esperienza spagnola (2011), donde analiza, entre otras novelas, El bandido adolescente. Dos indagaciones recientes se han ocupado de La tesis de Nancy: en la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, en 2013, Mona Helmchen concluía Procesos de autorreflexión sobre la traducción de La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender al alemán: un comentario crítico (…). Poco después, en 2016 y en la UNED, Francisco A. Folgueiras, con Interlenguaje y extranjerismos en el marco de la traducción fabulada en La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, se centraba también en los problemas de traducción que se desprenden de esta narración. Asimismo, en 2016, el ya citado profesor Antonio Valmario Costa Junior defendía en la Universidad Federal Fluminense la tesis Soy una rutina: matrizes da guerra civil española nos cotidianos ficcionais de Imán, de Ramón J. Sender.

Tampoco han escaseado las traducciones de los títulos del autor en este tiempo. Así, la novela Réquiem por un campesino español ha sido trasladada al inglés (2007) por Graham Whittaker, para la colección Clásicos Hispánicos de Oxford; al portugués (2007), a cargo de José Viale Moutinho, para la editorial Campo das Letras de Lisboa; al francés (2010), junto con El vado, a cuenta de J. P. Cortada y J. P. Ressot, para la editorial Attila de París; un sello que ha propiciado además las traducciones de El rey y la reina (2009), a cargo de Emmanuel Robles; El lugar de un hombre (2011), El fugitivo (2011), con estudio de Donatella Pini, y O. P. (Ordre Public) (2016), con epílogo de Elsa Pierrot, traducidas todas ellas por Claude Bleton. Mención especial requiere la primera traslación de Réquiem por un campesino español al árabe (2014), a cargo de la profesora tunecina Meimouna Haches Khabou. Anthony Trippet, antiguo conocido en el terreno de los estudios senderianos, traducía al inglés el primer tomo de Crónica del alba (2013), en edición anotada para la Manchester University Press. Al italiano se han volcado El rey y la reina (2011), con estudio de Donatella Pini y traducción de Graziella Fantini; El lugar de un hombre (2014), con prefacio de Rita Imperatori y traducida por Giorgio Bolleta; Las gallinas de Cervantes (2016), en traducción de Donatella Pini; El fugitivo (2018), con estudio y traducción de Federica Capelli; quien ya había trasladado al italiano cuentos de Sender (2008) así como la colección Relatos fronterizos (2014), para Edizioni ETS, de Pisa.

No cabe en estas páginas una relación detallada de las indagaciones recientes que ha merecido el autor en revistas y libros colectivos. Baste señalar que en los últimos años se ha ampliado su obra conocida mediante la recuperación de cartas o de contribuciones de juventud. Así, Javier Barreiro difundía en las páginas de esta misma revista (2016) un relato de diciembre de 1916, cuando Sender tenía solo quince años, titulado “Eco montañés” e insertado en el diario madrileño Los comentarios, “el primer texto -en palabras de Barreiro- de Sender publicado en Madrid”. El mismo estudioso localizaba (2014, 2016) varias aportaciones del joven escritor como guionista de la serie “Infancia y juventud de Cocoliche y Tragavientos”, publicada en la revista barcelonesa Charlot. Semanario festivo, entre 1917 y 1918. Poco después, Pedro Miana completaba las referencias de la contribución del jovencísimo escritor a esta misma revista. También recientemente José Luis Melero (2018) daba noticias de una novela desconocida del autor, Napolitana (1916, 1917), a la vez que animaba a emprender las indagaciones necesarias para su recuperación.

El Boletín senderiano, del Instituto de Estudios Altoaragoneses, y Orillas. Rivista d´ispanistica, de la Universidad de Padua, son desde hace tiempo los principales epicentros de difusión de las investigaciones sobre el autor. Del Boletín senderiano hay que mencionar aportaciones recientes de interés a cargo de Juan Domínguez Lasierra, Ana Martínez García, Mauro Fradegadi, Aurora Smerghetto, Gabriele Bizzarri, Luis A. Esteve, Pol Madí Besalú, etc., sin que falten contribuciones provenientes de lugares bien distantes, así las de Abdelaal Saleh (Universidad de Minaya, Egipto) o las de Jinmei Chen (Beijing Language and Culture University). En Orillas se han ocupado de Sender en los últimos años Ilaria Loro, Maura Rossi, Federica Capelli, Donatella Pini o Angela Moro.

En suma, de este cúmulo de referencias parece inferirse que la producción senderiana ha accedido finalmente a una nueva etapa de sereno conocimiento y de profusa divulgación; un periodo que presagia una consideración consolidada y firme que hasta hace poco se le negaba al autor. Claro que la solidez y la capacidad de sugerencia de su obra dejan escaso margen para la duda.

 

Escrito en Lecturas Turia por José Domingo Dueñas Lorente

De la moral terrestre entre las nubes” es el título de una pieza que Santiago Alba Rico (Madrid, 1960) publicó en “CTXT” en marzo de 2021. En ella se concita buena parte del universo temático del filósofo: cine, literatura, marxismo, conflicto de identidades, moral, corporeidad, conciencia, la justicia de los vencedores… ahora, con ese mismo epígrafe, la editorial Pepitas de calabaza acaba de publicar una antología de ensayos breves del madrileño, con el que conversamos a propósito de algunos asuntos que analiza en esas páginas.

En la década de 1980 fue guionista del mítico programa de televisión “La bola de cristal” y ha publicado varias decenas de ensayos sobre política, filosofía y literatura, así como tres cuentos para niños y una obra de teatro.

 

- En algunas de las cuestiones en las que usted repara en sus artículos (pienso ahora en la belleza de lo grande y lo pequeño) no toma partido. ¿Cómo saber cuándo uno ha de significarse, ante qué cuestiones ha de hacerlo?

- Respecto de lo grande y lo pequeño no cabe tomar partido, salvo para que las cosas grandes sigan siendo grandes y las pequeñas, pequeñas. Queremos montañas grandes y alfileres pequeños: una montaña pequeña es una arruga; un alfiler gigante es una espada. Respetar las escalas forma parte de la ecología del mundo. En cuanto a otras cuestiones, es inevitable acabar teniendo una postura. Pero aquí incidiría en este “acabar teniendo”. Probablemente todos tenemos una tomada de antemano y cedemos sin darnos cuenta a los sesgos de confirmación, pero hay objetos teóricos cuya complejidad es tan grande (pienso, por ejemplo, en la tecnología, muy tratada en mi libro) que exigen un trabajo previo de argumentación y pensamiento elaborados. Se debe empezar por el conocimiento y acabar por la postura o la toma de partido; en nuestra sociedad polarizada y tecnologizada ocurre cada vez más lo contrario: nos sentimos obligados a tener una postura antes siquiera de tener una opinión o incluso información. Hay que empezar por el conocimiento, digo, y acabar por la postura, salvo en un caso, los derechos humanos, donde la toma de partido es imperativa y previa a cualquier argumento; de hecho, cuando alguien argumenta en este terreno suele hacerlo siempre contra ellos.

 

“La fantasía es aérea y jerárquica; la imaginación terrestre e igualitaria”

 

- Si “la imaginación mide y la fantasía calcula”, ¿podría decirse que la fantasía es alienante?

- Es engañosa y potencialmente peligrosa. Si no tiene poder, se vuelve insolidaria; si lo tiene, destructiva. Le pondré un ejemplo de fantasía sin poder y otro de fantasía con poder. El primero: frente a un anciano vencido por la edad, encorvado, tembloroso, aquejado de Alzheimer, podemos escoger uno de estos dos caminos: dejarnos llevar por la fantasía de creer que eso no nos pasará nunca a nosotros o activar la imaginación y ponernos en ese lugar que tarde o temprano será el nuestro también. El que fantasea, al contrario que el que imagina, es poco proclive a la empatía y los cuidados. El segundo ejemplo: un hombre ve a un judío y fantasea con la idea de su superioridad racial o ve una montaña y fantasea con la idea de vaciar el petróleo que lleva en sus entrañas. Si además de fantasía tiene poder se convertirá en Hitler y cometerá un genocidio, o se convertirá en el director de la ExonMobil y cometerá un ecocidio. Hay que ser muy fantasioso para creer en la jerarquía racial o en el carácter ilimitado de los recursos del planeta. A la primera fantasía la llamamos nazismo; a la segunda, capitalismo. En ese mismo caso, la imaginación opera al revés: en el judío ve un sufrimiento hermano, en la montaña, un pequeño dios en sí mismo respetable (por evocar el título del gran último libro de Eduardo Romero). La fantasía es aérea y jerárquica; la imaginación terrestre e igualitaria. Un ejemplo trágico y actual de fantasía es el Estado de Israel, que considera los cuerpos de los palestinos obstáculos para su proyecto de pureza supremacista y los destruye desde el aire, sin tocarlos. La fantasía deberíamos reservarla para la vida sexual. Hoy, por desgracia, está volviendo con mucha fuerza a nuestra vida política y hasta gobierna países enteros.

 

- Esas construcciones fantasmas, esas urbanizaciones que nunca llegaron a estar habitadas, de esos escombros (que no ruinas), ¿podemos resignificarlas, reapropiárnoslas?, ¿conviene, en el caso de que fuera posible, hacerlo?

- No tengo una respuesta clara. En mi libro hablo de esas obras arquitectónicas “incompletas” que se convierten en ruinas antes de haber sido habitadas y que pueblan fantasmalmente nuestros paisajes: miles de casas, sí, pero también edificios públicos en los que se han gastado millones de euros. Las ruinas sabemos cómo tratarlas. Con independencia de su origen (pensemos en las pirámides, construidas con mano de obra esclava o, según otras hipótesis, con mucho sufrimiento asalariado), su existencia misma es un imperativo de conservación, porque han adquirido belleza en el tiempo y porque nos ponen en relación con el tiempo mismo. ¿Y con esas urbanizaciones fantasma? ¿O con el hotel El Algarrobico, en el Cabo de Gata, quince años pendiente de demolición? Creo que habrá que juzgar caso por caso; hay lugares resignificables y otros que deben desaparecer sin dejar huella: este es el caso, a mi juicio, de El Algarrobico. Digamos que la especulación capitalista tiene dos caras contradictorias. Por un lado, se apoya en la mansedumbre antropológica con la que los humanos aceptamos y nos acostumbramos a todo lo que existe, ya sea un bosque o la urbanización que lo destruye y sustituye: con tal de que haya algo en lugar de nada. Por otro, trata a los edificios y las casas como a mercancías, de tal manera que está constantemente destruyendo y reconstruyendo las ciudades y por eso, como decía Richard Sennet, “del New York de acero y fibra óptica quedarán muchos menos vestigios que de la Roma imperial”. Cambiamos de ciudad cada treinta años como cambiamos de móvil o de coche cada dos. Hace poco, Antonio Giraldo nos recordaba que la edad media de la España edificada es de 37 años. España, esa nación al parecer milenaria, nació, ¡en 1987! De todas las provincias la más nueva sería Toledo, que en términos urbanísticos se remonta al año 2003; la más vieja Barcelona, de 1964. Así que más que de resignificar se trataría de conservar y de durar. China ha derribado casi la mitad de sus edificios en los últimos quince años. Tenemos el problema de las casas vacías o sin terminar y el problema de las casas demolidas sin agotar su ciclo vital.

 

“La espera y la atención son incompatibles con el universo de las mercancías”

 

- Recala con frecuencia en el concepto y la necesidad de la “atención”. ¿Cuánto de incapacidad para ella tenemos los humanos y de qué manera nos la amputa un sistema que dispara continuamente estímulos y ruidos y que fosfatina los cuerpos después de largas jornadas de trabajo?

- Leí hace no mucho el estimulante e inquietante libro de Johann Hari, “El valor de la atención”, donde se da, entre otros datos, el siguiente: un niño de ocho años estadounidense no es capaz de mantener la atención en un mismo objeto o en una misma tarea más de sesenta y cinco segundos; un adulto, de media, apenas llega a los tres minutos. Llevo años ocupándome de esta cuestión, que me parece crucial para la supervivencia de la civilización, porque de la atención depende el valor mismo de los objetos y los cuerpos: solo podemos querer lo que hemos mirado largamente y por eso —sea dicho de paso— son las madres, y no los padres, los que tradicionalmente han valorizado la vida humana; y por eso se puede querer lo mismo a un hijo biológico que a uno adoptado, con tal de que se le hayan cambiado los pañales. Decía la filósofa, mística y activista francesa Simone Weil que la salvación de los humanos no depende de la voluntad sino de la atención, y tenía razón. Es la atención, asociada al concepto de espera, la que mantiene los objetos y los cuerpos erguidos en el mundo: la que construye y sostiene el mundo. La espera y la atención son incompatibles con el universo de las mercancías y sobre todo con el de esas mercancías volátiles y celerísimas que llamamos “imágenes”; son incompatibles con el dominio antropológico de las nuevas tecnologías. No es que nos distraigamos fácilmente o que tengamos patologías de hiperactividad; no es culpa nuestra. Las nuevas tecnologías no nos dejan esperar y hay cosas —la mayor parte de las que valen la pena— que deben ser esperadas: no sé, el amor, la puesta de sol, el climaterio de una cereza, el florecimiento de las jacarandas, el domingo. Porque el problema es que los cuerpos no son imágenes que uno pueda pasar con el dedo, como en una pantalla táctil: son exigentes, vinculantes, duraderos, frágiles. Convertir los cuerpos en imágenes tiene un coste ético muy grande: acabamos por no distinguir un niño muerto de un meme, una guerra de un anuncio publicitario de coches. Mientras el neoliberalismo predica voluntad y nos hace culpables de nuestra pobreza, nosotros debemos reivindicar y practicar la atención: el valor del mundo procede en realidad de la duración de una mirada.

 

- Ser niño en tanto que tomarse en serio una tarea que sabe imposible. ¿Cómo distinguir este hermoso ejemplo que usted rescata de la infantilización a la que somete el capitalismo inoculándonos esa otra tarea imposible de llenar un hueco (llámese falta) a base de consumir?

- Creo que es interesante observar la relación que establecen las distintas culturas entre la repetición y la novedad. Las sociedades “antiguas”, digamos, apostaban por la repetición, intentaban repetirse a sí mismas, y la novedad era algo que ocurría casi contra su voluntad: nuevo era precisamente aquello, bueno o malo, que los humanos no podían impedir que ocurriera. En nuestras sociedades de consumo, la paradoja es que la novedad se ha impuesto como principio rector del tiempo (todo es todo el rato “histórico”, “revolucionario”, “sin precedentes”) pero debe repetirse precisamente como novedad, cada vez más deprisa y sin interrupción. Ahora bien, nada es finalmente histórico si todo es lo; y nada es nuevo si todo es nuevo. Por eso, como he dicho otras veces, el capitalismo no solo ha producido una antropología sin cosas (pues las mercancías no lo son) sino también una sociedad sin acontecimientos (pues hasta las noticias son mercancías de obsolescencia programada). Todo es, si se quiere, comestible. De ahí la “infantilización” de la que hablas: un mundo de puro presente digestivo sin memoria es lo que llamamos lactancia.

 

“El neoliberalismo es una gran neurosis universal”

 

- Vincula, en uno de sus textos, la ingenuidad con la repetición de un gesto. ¿Qué importancia tienen los rituales en la creación de comunidad?

- Lo contrario de un rito o una ceremonia es una pulsión neurótica: el que todas las noches se asegura tres veces de que ha cerrado el gas está privatizando la idea de rito. Neurosis, hábito y ceremonia son formas de repetición diferentes, porque los dos primeros se ciñen al ámbito privado y la ceremonia compromete siempre a un colectivo. Tradición es repetición; pero la repetición se produce en el tiempo como transmisión y como anticipo. Un rito es un rito porque se ha repetido en el pasado, pero asimismo, porque va a repetirse en el futuro: porque en su propia ejecución está implícita la voluntad de repetir el gesto el año que viene. La humanidad es sociable y ritual y el esquema ceremonial puede llenarse de cualquier cosa. Ceremonia es el desfile de las fuerzas armadas, pero también el del Orgullo Gay. Las ceremonias tienen, pues, dos ejes decisivos: son lentas y son colectivas. Como dice Byung Chul-Han, las ceremonias no se pueden acelerar sin destruirlas: no podemos celebrar una cena de Navidad exprés (ni tampoco un juicio exprés, pues sería un juicio sumarísimo contrario al Derecho). Del mismo modo, solo puede hablarse de rito o ceremonia cuando hay más de una persona implicada en la acción: es lo que los antiguos cristianos llamaban “eklesia” o asamblea, para lo que se necesitan al menos dos personas. Pues bien, el neoliberalismo es claramente anticeremonial: lo acelera todo al tiempo que lo mide todo en términos individuales: imprime velocidad a las acciones y disuelve todas las asambleas. Es, si se quiere, una gran neurosis universal.

 

“Si no tenemos un ejemplo moral para las clases medias y populares, se impondrá sin duda de nuevo el populismo hitleriano”

 

- Si con “obedecer” se trata de “escuchar”, es decir, de emitir un juicio crítico, de “tomar partido” (volviendo al inicio de la conversación), por tanto, de ejercer la libertad, ¿por qué sucumbimos con tanto placer —o lo que es peor, con tanta inercia— a la obediencia ciega?

- Sí, en uno de los textos del libro cito esta etimología del verbo “obedecer”, que podría traducirse como “escuchar con atención”; es decir, que tiene que ver con escuchar y no solo con oír. Un sordo, que no puede oír, puede escuchar; y una persona dotada de “oído absoluto” puede permanecer sorda a la voz que le pide ayuda o a un poema de Rilke. Pero es verdad lo que usted dice: sentimos placer en la obediencia ciega. O sorda. Como usted recordará, Eichmann, responsable nazi del traslado de miles de judíos a los “lager”, trató de justificarse ante el tribunal que lo juzgó invocando la “obediencia”: se había limitado, dijo, a cumplir órdenes. Hannah Arendt, que recogió ese proceso en un famosísimo libro, relacionaba ese tipo de obediencia con la ausencia de pensamiento. Si el verdadero obedecer es un “escuchar con atención”, solo la falta de pensamiento, es decir, de escucha interior profunda, puede aceptar las órdenes de un sistema criminal. Lo inquietante, en todo caso, no es Eichmann, un dirigente que tomaba decisiones y que era responsable, por tanto, de sus actos. Lo inquietante son los millones de personas buenas, normales, decentes, solidarias con sus vecinos, buenas madres, amigables compañeros, que creyeron posible mantener una vida normal en medio de la debacle. No nos hagamos ilusiones y menos en un momento en que los riesgos vuelven a ser grandes: todos podemos ser así. Eichmann es una excepción; también, en el otro lado, el rebelde Bonhoeffer, ejecutado por Hitler. Entre los dos, estamos la mayor parte de los humanos, de los que en una situación semejante se puede esperar igualmente la obediencia ciega que la desobediencia ciega y quizás por el mismo motivo: porque solo vemos lo que tenemos delante de los ojos. Por eso siempre me gustó la propuesta de Mumford en su “Historia de la Utopía. Hay pocos Hitler, aunque pueden hacer un daño incalculable, y hay pocos Cristos, cuyo bien no se puede medir. Entre unos y otros está Robin Hood, cuyo sentido de la justicia, terrestre y juguetón, sí podemos imitar todos. En tiempos de crisis en los que hay que movilizar mayorías sociales en favor de la democracia, conviene que interpelemos al Robin Hood que todos llevamos dentro; y no al Che Guevara idealizado a cuya altura muy pocos pueden estar. Porque si no tenemos un ejemplo moral para las clases medias y populares, se impondrá sin duda de nuevo el populismo hitleriano, con otro nombre y otra doctrina.

 

“Hay que pensar un mundo de reglas democráticas que reprima las infancias infelices”

 

- ¿El adulto es un niño arruinado?

- No sé. Por un lado, tendemos a idealizar a los niños, que juegan sin parar pero no son felices; juegan sin parar porque no son felices y juegan tanto, y encuentran tanta felicidad en el juego, que al final se olvidan la mayor tiempo de la infelicidad que los espera cuando, por ejemplo, se meten en la cama o se pierden en algún bosque (digamos el colegio). Lo terrible, a mi juicio, es que cuando nos hacemos mayores conservamos la infelicidad, y no la felicidad, de la infancia. Nos olvidamos de las reglas del juego (que es lo atractivo de los juegos), hacemos trampas, prolongamos o vengamos los abusos recibidos; seguimos, en definitiva, en el colegio, pero ahora lo llamamos empresa, parlamento, familia, gobierno. Los humanos tenemos infancias tan largas que nos morimos sin alcanzar la mayoría de edad. No nos da tiempo a madurar. Por eso también hay que pensar un orden político para niños eternos, para humanos inmaduros: un mundo de reglas democráticas que reprima las infancias infelices.

 

“No hay que confundir el olvido con el perdón”

 

- Otro de los asuntos en los que recala es el perdón. Rescata una idea hermosa de “Los hermanos Karamazov”: “no es posible castigar lo que no se puede perdonar”. ¿Se puede perdonar a quien no solicita o implora o pide nuestro perdón?

- No hay que confundir el olvido con el perdón. El rencoroso no lo es porque recuerde el agravio sino porque no lo perdona. Creo que, en los conflictos cotidianos entre amigos o amantes, lo que predomina es el olvido: decidimos olvidar para seguir la vida en común; y hasta tal punto se trata de olvido y no de perdón que basta que se reproduzca una nueva situación de conflicto, la más banal, para que salgan a la luz todos los agravios del pasado. El perdón, como indica el propio término, es donación y no depende, por tanto, de una petición o reclamación del otro. Es gratuito y, aún más, gratis y solo por eso puede producir, del otro lado, gratitud, sentimiento siempre curativo. Pero el perdón es una cosa muy rara y no deberíamos contar con él para construir o reparar nuestras relaciones sociales. Es heroico, moral, maravilloso, religioso, y hay que celebrarlo y predicarlo, pero ni los jueces ni los gobiernos perdonan. Pueden conceder beneficios penitenciarios a presos no arrepentidos o indultos y amnistías a condenados dispuestos a repetir lo que hicieron. En todo caso, el problema no es el perdón sino el castigo. ¿Existe el mal? Sí. ¿Se puede castigar? No. Por eso el Derecho tiene que pensar castigos a la medida de los humanos falibles y corregibles, que somos la mayoría, y no con el propósito de evitar el Mal. Cuando se construye una ley para castigar a los monstruos, confiando en poder de esa manera reprimir el Mal, es la ley la que se acaba convirtiéndose en el Mal. El derecho tiene que legislar a partir del presupuesto de que no existen los monstruos, pues de ese modo evita que un poder arbitrario pueda tratarnos a todos como si lo fuéramos. A Hitler no se le puede castigar. Cuando aún vivía y gobernaba Alemania, en el año 1942, Simone Weil ya insistía en esta idea: a Hitler, decía, nunca se le podrá castigar. ¿Por qué? Porque, incluso torturado, encarcelado, ejecutado, Hitler ya había alcanzado su objetivo: el de ser una criatura grandiosa, el de tener un destino grandioso, el de estar en la Historia y no en su cuerpo. El único castigo que se le puede infligir a Hitler, añadía Weil, es el de transformar de tal manera el concepto de lo grandioso que a ningún joven futuro, con sed de grandiosidad, se le ocurra pensar en él y mucho menos imitarlo.

 

“El único que ha conseguido la construcción de un ‘hombre nuevo’ es el capitalismo neoliberal”

 

- “El mundo son los árboles. La realidad es internet”. El hecho de que cada vez destinemos más tiempo de nuestras vidas a internet, en detrimento del mundo, ¿se explica por una enfermedad del alma, del cuerpo, por una decepción y devastación de ambos…?

- Es el fruto de una revolución material que incluye el fin del neolítico y la proletarización del ocio. El socialismo y el cristianismo siempre soñaron con la construcción de un “hombre nuevo”, pero el único que lo ha conseguido es el capitalismo neoliberal. “Un estado del mundo y un estado del alma”, decía Kafka. Pero ha hecho falta infligir mucha violencia económica y mucho placer industrial al ser humano para separarlo de su propio cuerpo y de los vínculos que generaba a su alrededor. El espacio, los árboles, el propio cuerpo son solo los residuos de un mundo que tampoco era una maravilla pero que tenía arreglo; son, aún más, los obstáculos interpuestos en el camino de esa fantasía poderosísima que nos arrebata la atención y rentabiliza nuestro tiempo libre. Ese “hombre nuevo”, al que aún resiste (porque se muere) el cuerpo viejo, considera una “pérdida de tiempo” todo el tiempo lento pasado entre cuerpos y entre árboles; todo el tiempo que pasamos alejados de internet. Volver al espacio es la consigna más radical que se me ocurre proponer en estos momentos.

 

“Es llamativo que la época que más ha cuestionado las grandes ‘autenticidades’ haya acabado produciendo una polvareda identitaria”

 

- Hay una crisis de identidad a la que el sistema prescribe con otra identidad sucedánea, la que deviene de ciertos diagnósticos que asumimos como erróneamente identitarios (“soy” celíaco, bipolar, vegano, de género fluido…) convirtiendo la propia identidad en otro vehículo para a mercancía. A esto se une la crisis de identidad última (si cabe esta categoría), la de «ser humano». ¿Podremos llamar a sí a quienes tengan —ya se está experimentado— chips en su cerebro conectados a internet o cuerpos biónicos?

- El latín distinguía entre “lo mismo” (idem) y lo propio (ipse). Idem define la identidad lógica (A es igual a A), que en el caso de los cuerpos individuales solo puede aplicarse al nombre, y no siempre: yo me sigo llamando Santiago como cuando nací, a pesar de los muchos cambios experimentados. En cuanto a lo propio, no sabemos lo que es; nos pasamos toda la vida buscándolo, en los mapas, en las ideas, en la sexualidad, y creemos siempre (y este espejismo es lo que llamamos identidad) que el otro, al contrario que nosotros, sí lo ha encontrado. Por eso es llamativo que la época que más ha cuestionado las grandes «autenticidades» haya acabado produciendo una polvareda identitaria muy funcional a menudo, como usted dice, al mercado neoliberal. Tenemos que nombrarlo todo con el verbo “ser”; es una maldición, un descanso y un negocio. En cuanto a la humanidad, el único idem que conoce es el cuerpo humano, que no ha cambiado en 300.000 años. Su ipse, en cambio, tenemos que decidirlo nosotros. Es una decisión política y moral, una apuesta, una —aquí sí— toma de partido. ¿Queremos una humanidad sin “instanciación biológica”, como la imagina Nick Land? ¿Una humanidad trasladada a o consumada en la IA? ¿Una humanidad completamente informatizada? ¿Una humanidad inmortal? ¿O apostamos por una humanidad en la que el idem, el cuerpo, siga generando vínculos, que reconozca por tanto su condición natural y que, a partir de ella, busque un orden político reglado en el que sea posible, sin aspirar a derrocar el Mal, establecer una relativa igualdad, una relativa justicia social y una relativa democracia?

 

- ¿El mito que mejor nos representa hoy en día es Narciso —cerca de trescientas muertes por “selfies” no sé si es hilarante o terrorífico—, Salomé (por querer constantemente cosas sin desearlas, como ella la cabeza de Juan), Prometeo…?

 

- El de Narciso, que se murió por no salir de sí mismo; el de Acteón, que murió por mirar lo que no debía; el de Eresicton, castigado a devorar todas las criaturas, árboles, piedras, casas, incluyendo a su propia hija; y el de Prometeo, al que los dioses castigaron por hacer demasiado fácil la vida a los humanos. Hacer fácil la vida a los humanos es una buena obra; hacérsela “demasiado” fácil, ya lo hemos visto, solo es posible introduciendo niveles de desigualdad y destrucción incompatibles, al final, con la humanidad misma. Pero para no acabar en este tono apocalíptico, citaré otro mito: el de Penélope, que supo, desplegando mayor astucia que la de Ulises, mantener a raya a 108 hombres y convertir la espera y la atención en la condición misma de todas las aventuras.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

15 de febrero de 2024

A finales de junio del año pasado saltó la noticia de que el poemario que se alzó con el I Premio Internacional de Poesía Joven Ángel Guinda fue “Deshabitar el cuerpo”, de María Martín Hernández (Zaragoza, 1996). Si bien es verdad que es el primer libro publicado de la autora, lo que el lector se encuentra a la hora de adentrarse en él es una obra tallada con la paciencia, el esfuerzo y el cariño de quien sabe que la palabra es lo que nos salva y une con nuestras raíces para poder llegar a ser, para poder borrar la niebla y adentrarnos en la claridad de los bosques. 

Dividido en cuatro partes Martín Hernández, vestida para la ocasión con la túnica de Virgilio, nos muestra y nos guía por un camino de vida, su vida, marcado por un dolor interior y un desarraigo al que las circunstancias le han llevado y del que solo a través de la palabra poética podrá salir, esa palabra donde el vacío se hace carne para nombrar lo que no se puede decir, para describir lo difuso. 

La senda que recorremos junto a ella se inicia en la gestación del ser, en el vientre materno, por ello no es extraño que este comienzo reciba el nombre de “Ovum”, concepto que nos retrotrae ya no solo al origen de la vida, pues con este latinismo Martín Hernández también nos declara de manera metafórica sus intenciones de volver a los orígenes y profundidades del lenguaje, el poético en concreto, concebido como un pulso que permite a la poeta profundizar en la sombra que le cerca. Un asunto que podemos encontrar en esta primera parte es el amor a su madre, una persona que para la poeta es un “cobijo”, una “isla” que le guarda y protege; un amor que se hace patente en la dedicatoria a esta sección y, sobre todo, en el poema «Ecosistema». Sin embargo, las piezas poéticas recogidas en “Ovum” están marcado por la sombra, por esa “patria oscura de lo invisible”; una oscuridad concebida como un dominio donde ni la palabra ni la vida ha surgido aún. Sin embargo, ha de dejar este lugar para acudir a la vida ante “la llamada del desierto la nombra” y comenzar a trazar sus pasos en la arena estéril del mundo. 

En la segunda parte, «Trazos en la tierra», reverberan las palabras de Rilke que rezan que la patria de todo hombre es la infancia, pues los recuerdos, el pasado, las instantáneas que crujen levemente en sus ojos – “restos de un claro en su memoria” – , son una constante en los poemas de esta segunda sección. No obstante, en este tramo del camino aparece el desarraigo de la poeta y el dolor que supone el divorcio entre el cuerpo y la mirada. El sujeto poético pierde así cuanto desea: el amor, el arte, los libros, la identidad… El choque entre la realidad y el deseo, entre el cuerpo y su idealismo le lleva a que no se reconozca y a que todo atisbo de felicidad vuele “hacia una tierra más seca, donde las larvas se mueren de sed y escupen sangre sobre el pupitre de un aula vacía”. Así pues María deja el camino iluminado para adentrarse en la noche del mundo: comienza el camino en el páramo. 

La tercera parte, “Devorar el cuerpo”, puede considerase como un tratado sobre el desierto. El dolor que siente el sujeto lírico, al igual que en Machado, empapa todo el paisaje donde el “aire teje una hemorragia” y “las raíces del roble se ahogan con el viento”. El yo poético se encuentra en medio de un erial donde el silencio y la herida es lo único que respira. Pero contra todo pronóstico, es en esta misma tierra baldía donde toma conciencia de que la única manera de diluir la tierra yerma en la que se encuentra es la palabra poética, la única vía para “llegar a la raíz de la sombra” que le domina y así, poder zafarse de la maraña de seda en la que se encuentra y abrirse a la vida, filosofía que se refleja en la última parte del poemario, “Sostener el vuelo”, que se configura como un homenaje precioso a la poesía y al verbo poético. Aquí, el yo lírico se adentra en la materia prima de las palabras para poder encontrase a sí misma en el fondo de ellas y arropar sus raíces. El silencio, que durante todo el poemario había sido la señal de la mudez de la vida, aquí se alza como mudez del mundo, es decir, como una puerta abierta a lo sensible. El silencio así se conforma como el elemento previo y necesario al poema. La poeta, a través de su dialecto, camina por el desierto comprendiendo que “escribir es fracturar las sombras”, adentrarse en la oscuridad para poder destruirla y resucitar las raíces. 

Finalmente, todo esfuerzo tiene su recompensa y el sujeto poético llega al claro de un bosque donde la influencia de María Zambrano es patente y que hace que dicho lugar se erija como un símbolo de esperanza, claridad y revelación. Después de tanto dolor, María llega la ataraxia a través de un argot que le ha enseñado que restañar la herida no es sumirla en el olvido, sino aceptarla porque, como sabiamente sentencia, “el único arraigo es andar bajo el pozo que nos abriga”. 

Como se puede observar, esta primera muestra de Martín Hernández presenta a su autora como una escritora madura que ha alcanzado una voz propia alejada de las tendencias imperantes de la poesía contemporánea pues, como todo poeta consecuente, Martín Hernández tiene claro que el único compromiso que tiene es consigo misma y con la palabra. 

 

María Martín Hernández,  Deshabitar el cuerpo, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alejandro Bona Ester

Quienes hayan visto El pequeño salvaje, de François Truffaut, quizá recuerden la escena en que el doctor Pinel le dice al doctor Itard el extraordinario momento que supondrá para todos que Víctor de L’Aveyron se admire por primera vez ante las maravillas y las bellezas de París, ignoradas por esa criatura desamparada que ha vivido prácticamente desde que nació como un rudo animal, solitario y sin las más básicas nociones de educación y moral. Pinel está convencido de que el niño sabrá reconocer y disfrutar de la objetiva belleza de los monumentos y de las obras de arte en cuanto los tenga delante de sí. Sin duda, se trata de una escena (recreación, por cierto, de los apuntes recogidos por el médico y pedagogo Jean Itard, que nos legó un fabuloso conjunto de apuntes y reflexiones sobre el proceso educativo al que sometió a Víctor para que dejara de ser un salvaje y se convirtiera en una persona civilizada) en la que se da por hecho que la idea de belleza no es un constructo cultural ni una noción cargada de historicidad, variable, elástica, incierta, sino más bien un concepto invariable, universal y por ello mismo connatural a todos los seres humanos, independientemente de las circunstancias y del tiempo que les haya tocado vivir. Pinel parte del axioma de que la belleza, en cualquiera de sus manifestaciones, naturales o artísticas, tiene que provocar el mismo efecto de conformidad y de refrendo en todos los sujetos que la contemplen. Se diría que tal planteamiento bebe en gran medida de la filosofía platónica, que concibe la idea de belleza (y, por extensión, cualquier idea) como un ente inmutable, cuya naturaleza definitoria no depende de ninguna opinión subjetiva, personal o colectiva, pues está al margen de los vaivenes e inconstancias de lo temporal, como un Absoluto intempestivo.

En su muy entretenido e instructivo Diccionario de las Artes, Félix de Azúa refiere que la idea de belleza, según los antiguos era cosa del espíritu, del intelecto, no de las obras de arte ni de la naturaleza, cosas estas groseras y más o menos prácticas. Según él, lo bello concebido como una necesidad siempre presente en las obras de arte o en la naturaleza es algo relativamente tardío, ya que si exceptuamos a los herederos renacentistas y a los neoplatónicos platonianos, la primera teoría consciente que pone en relación de necesidad lo bello y el arte es la estética de Kant en su tercera Crítica o Crítica del Juicio. Bello es lo que produce un placer «desinteresado», agradable y sereno. Lo contrario, por ejemplo, un trozo de mierda enlatada, algo repugnante y nada agradable, no sería, desde la óptica kantiana, digno de llamarse bello, y mucho menos obra de arte. Y lo mismo podría decirse de la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos, que, en principio, lejos de provocarnos una sensación de serenidad, nos causaría una honda conmoción y, por supuesto, tristeza, pánico y espanto.

Pero, con Hegel, lo bello deja definitivamente de formar parte necesaria de los productos de las artes y pasa a tener sólo una presencia histórica. Porque lo que la racionalización de la estética hegeliana consigue es que las bellas artes se dejen ver por primera vez como una sola unidad a lo largo de toda la historia, haciendo así que todos los pueblos de la tierra aparezcan unidos en una tarea gigantesca: el arte, o sea, el Arte. El Arte, la Belleza, como algo universal, que se ha ido desarrollando o desplegando en sucesivos pero diferentes momentos históricos, pues lo propio del Arte o de la Belleza no es su inherente necesidad inmutable a las obras artísticas o a la Naturaleza (como pensaba Kant), sino su historicidad y, sobre todo, la conciencia de esa historicidad, ausente en los egipcios, los griegos, los chinos o los cristianos. Ahora bien, desde el momento crucial en que el artista (pero también el crítico, el espectador, el Estado) toma conciencia histórica de lo que sea el Arte o la Belleza o la obra de arte bella, es decir, desde el momento en que las artes se universalizan con el desarrollo de las democracias occidentales tecnologizadas, la idea de Belleza se destruye o, peor aún, se diluye en un maremágnum confuso de propuestas y ejecutorias en las que todo puede acabar entendiéndose como obra de arte bella, desde  un trozo de mierda enlatada hasta la imagen fotográfica de la explosión producida por el impacto mortífero de un avión contra un rascacielos. De manera que hoy en día ya no existen unas coordenadas precisas bajo las cuales amparar el concepto de belleza, pues todo puede ser Bello y todo puede ser Arte.

¿La Belleza ha muerto? ¿Dónde está la Belleza? ¿Qué es la Belleza? En Un instante en el paraíso, 50 aforistas españoles ejemplifican a través de sus aforismos que actualmente la Belleza se puede decir de muchas maneras, y cabe tanto verla en lo sencillo como en lo recargado y barroco, en lo que atrae a unos como en lo que repele a otros, en lo preciso como en lo impreciso, o, en fin, en cualquier cosa que sea susceptible de llamarse bello por el hecho mismo de que se le quiera llamar así. Precisamente, en el prólogo que firma José Luis Trullo, se hace hincapié en la urgente necesidad de recuperar el auténtico sentido de la palabra Belleza, tan poco escrupulosamente manejado en nuestra sociedad, que ve sin inmutarse cómo ese venerable vocablo u otros como Verdad o Dios «que siempre se pronunciaron con recato y moderación, ahora corren de boca en boca (y de tuit en tuit) de un modo desconsiderado». Cree Trullo que esa misión de rescate del sentido verdadero de la Belleza corresponde fundamentalmente a los poetas (y quizá por ello no sea casualidad que haya tantos poetas entre esos 50 aforistas), «quienes, según Heidegger, fundan lo que dura, ante todo, preservando las palabras del mal uso al que se ven sometidas». Pero leyendo a estos poetas que escriben aforismos, mi impresión es que, como dice uno de ellos, la posibilidad de acertar mucho respecto a que sea la belleza es tanta como la posibilidad de errar mucho. Y es que la Belleza, el inodoro de Marcel Duchamp mediante, ya no podrá ser nunca más entendida como lo que fue.

Tal vez, o sin el tal vez, porque Hegel tenía razón.


Un instante en el paraíso, Ricardo Virtanen (ed.), Apeadero de aforistas, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Hay libros no buscados que cambian el rumbo de un escritor. A veces se imponen por capricho; la creación literaria tiene su cuota de azar. Pero otros los dictan las circunstancias y el autor, por mucho que se resista, ya no vuelve a ser el mismo.

A Sergio del Molino le sucedió con La hora violeta (Mondadori, 2013), en el que describe la enfermedad y muerte de su hijo Pablo. Ese relato testimonial torció sus coqueteos con el realismo sucio y la pretensión de escribir humor al más puro estilo inglés. Del mismo modo, La España vacía (Turner, 2016) revalidó su labor como ensayista al tiempo que desbrozaba el camino a otros autores en la denuncia de la desestructuración económica y poblacional de nuestro país.

Ya cumplidos los cuarenta, este madrileño trasplantado a Zaragoza ha publicado una docena de libros, a ritmo de uno por año, y es voz conocida en las columnas de prensa y  tertulias radiofónicas. Hay que cazarlo al vuelo, aprovechando su viaje de los viernes a Madrid, por lo que quedamos en un restaurante cercano a la emisora desde la que aconseja libros y películas; incluso resuelve a los oyentes pequeñas dudas morales. Disponemos de una hora para comer y hacer la entrevista. El AVE no espera.

 El restaurante tiene nombre de copla. A Estrellita Castro le temblaba el caracolillo cuando cantaba que la gitana protagonista fue desgraciada porque antepuso el dinero al amor. En las paredes, fotos taurinas en blanco y negro de Anya Bartels-Suermondt; punto andaluz que, sin rayar en lo cañí, se extiende a la carta. Sergio del Molino la conoce bien y me dejo llevar.

 

“Me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor”

Mientras aguardamos la esperanza rusa (no deja de ser una ensaladilla, pero de textura más suave. Casi hummus. Parece un guiño a Sevilla. La forma de contentar a los devotos de las dos Esperanzas: la Macarena y la de Triana), hablamos de su libro más reciente, Calomarde. El hijo bastardo de las luces (Libros del K.O), donde profundiza en la biografía del turolense que fue ministro de Gracia y Justicia con Fernando VII, al que presenta como iniciador de las “cloacas del Estado” en España. “No he pretendido hacer un ensayo académico, sino un retrato literario y periodístico, porque me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor. Para desmitificar ya están los historiadores. Y Calomarde es un ministro muy importante en el momento en el que se está fundando el Estado Español, con la estructura que hoy conocemos. Una de mis querencias por él es porque representa muy bien la figura del arribista. En el fondo es un intruso, que no debía estar ahí, y eso explica todos sus movimientos. Fernando VII es un tirano muy extraño, porque ejerce la tiranía de forma un tanto pasiva. Calomarde le es muy afín y aguanta casi diez años como valido suyo, como su mano derecha, porque los dos están un poco a verlas venir. No se creen su papel. A mí me parece que Fernando VII se sorprende de aguantar tanto en el trono sin merecerlo. Ya que, en contra de lo que se cree, no es un gran conspirador. De la misma forma que Calomarde tampoco lo es. Pero saben mantenerse teniendo un perfil muy discreto y dejando que sus enemigos se maten entre ellos. Se compara a Calomarde, y yo también lo hago, con Fouché. Sin embargo, en ese sentido, se parece más a un Rajoy; una persona por la que nadie apuesta, siempre en segundo plano, que no es percibida como amenaza, porque a Calomarde lo veían como un labriego sin méritos, y acabó matando a todos sus enemigos por la vía lenta.

- La respuesta al soplamocos que le dio la Infanta Carlota por reinstaurar la Ley Sálica: “Manos blancas no ofenden. Señora”, sería apócrifa, según usted.

- Así lo creo, porque le presupondría mayor intelecto del que tuvo. Calomarde supo manejar los resortes del poder pero no era, ni mucho menos, un hombre cultivado.

- Al leer el libro queda claro que Galdós, con toda su perspicacia, no habría calado al personaje.

-Galdós hace una caricatura de forma intencionada. Javier Cercas, recordemos la polémica que ha mantenido con Muñoz Molina a cuenta de don Benito, tiene razón en que es un escritor muy parcial. Su versión de la Historia de España está completamente sesgada hacia el Liberalismo, y pinta a todos los personajes que tienen relación con el Absolutismo con rasgos muy esperpénticos. A Calomarde lo retrata como un monstruo, como un bufón, de la misma forma que trata mal a Floridablanca o a Fernando VII y a todos sus ministros. Pero Calomarde, a pesar de lo abyecto que resulta, no era ese comparsa que describe Galdós. Resultaba más interesante y complejo, tenía muchos pliegues.

 

“Creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando”

El primer libro de Sergio del Molino, cuando se ganaba la vida como periodista, fue un volumen de relatos: Malas influencias (Tropo Editores, 2009). Heredero del realismo sucio, sus protagonistas, alguno de carne y hueso como la escritora Sylvia Plath, son seres inadaptados y víctimas de la frustración. Un rasgo que se repetirá en obras posteriores, cuando ya frecuente la ficción autobiográfica. “Yo borraría mis primeros libros. No tienen ningún interés para el lector, si acaso para algún estudioso. Cuando escribes uno que destaca, repescan los anteriores, pero casi con intención arqueológica. Es verdad que las obsesiones de un escritor vienen de lejos. Algunas entroncan ya en la infancia y las vas desplegando poco a poco. Yo creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando. Hay escritores que no se lanzan a la piscina hasta que no lo tienen absolutamente claro. En ese sentido, yo soy muy imprudente y pienso que todos mis libros se encuentran ya insinuados en los anteriores. Por ejemplo, La España vacía estaba esbozándose ya en mi novela anterior, Lo que a nadie le importa. Y así, unos libros llevan a otros”.

- Soldados en el jardín de la paz (Prames, 2009) fue su primera incursión en el ensayo narrativo. La historia de esos alemanes, procedentes de Camerún, que llegaron a Zaragoza durante la Gran Guerra y se establecieron entre las élites de la ciudad, podría haber dado también para una novela.

- Probablemente. De la misma forma que no me reconozco en Malas influencias, éste es para mí un libro muy importante y quisiera rescatarlo en algún momento. Pero necesita una reescritura absoluta para sacarlo del localismo; porque, aunque es una historia de Zaragoza, resulta muy española. Bastante de lo que luego cuento en La España vacía ya está ahí. Y el tema central, el de los extraños desubicados, después ha sido una constante en mi obra. Es una idea que me fascina.

- Con No habrá más enemigo (Tropo Editores, 2012) dio el salto a la novela. Es una historia de suspense, protagonizada por personajes atrapados en la gran ciudad, donde, por no faltar, no falta ni el sexo duro. A pesar de ese ritmo de thriller, José Luis Muñoz escribía en Calibre 38: “Abundan destellos de literatura reflexiva que brillan con luz propia” Literatura reflexiva…O sea que el Sergio del Molino que hemos conocido después asomaba la patita.

- La verdad es que tampoco me reconozco ya en esa novela. Está escrita por alguien que murió, con una noción de la literatura y de la narración que ahora no comparto. La escribí antes de la enfermedad y muerte de Pablo, aunque se publicó después. La rehice en un estado que yo calificaría de trastorno mental grave y no he vuelto sobre ella. Temo que está escrita por alguien que no soy yo.

- Cuando se abre la puerta a una literatura reflexiva, pasa como con el sueño de la razón: aparecen monstruos. Y lo vemos en esas supuestas memorias familiares de Lo que a nadie le importa (Random House, 2014). La sentencia que dirige el abuelo a su esposa en el lecho de muerte: “Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos”, como dicen los italianos: “Se non è vero, é ben trovato”.

- È vero, è vero…

- La pronuncia su abuelo materno. Perteneció al bando de los que ganaron la guerra y, sin embargo, también arrastró miedos y silencios. Al leer la historia, da la sensación de que los que nacieron inmediatamente después de la muerte de Franco, usted es de 1979, heredaron esas lacras. Obviamente transformadas.      

- En el caso de mi generación, ya más que miedos y silencios, serían tics culturales. La sombra del franquismo ha sido larguísima. Acabamos de desenterrarlo y volverlo a enterrar.  A la hora de revisar nuestra historia, la gente de mi edad se encuentra con unos padres que vivieron la Transición y dieron por finiquitado aquel trauma, hicieron borrón y cuenta.  Por eso nos fijamos en los abuelos, que no lo llegaron a superar. Desde una perspectiva benjaminiana, me interesaba más ese diálogo intergeneracional en el que la historia va condicionando el presente. Por eso me fijé en mi abuelo. Buscaba el legado que pudiera quedar de sus silencios. No estoy seguro de que los traumas se hereden, pero una sombra y una cierta forma de mirar y de enfrentarte a las cosas creo que sí quedan. Y eso se manifiesta a través de la cultura política, pero sobre todo de la familia en la que has crecido.

 

“La literatura es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos”

El camarero acaba de servirnos las croquetas de pringá. Píldoras de puchero andaluz en cucurucho de papel. Como castañas asadas. Hay que cocer a fuego lento magro, pollo, morcilla, chorizo y tocino, desmenuzarlos y fundirlos con la bechamel que lleva caldo del propio cocido. De Despeñaperros para abajo nunca probé bocado tan sabroso.

En Lo que a nadie le importa aparece otro de los elementos que luego se repetirán en la obra de Sergio del Molino: el sentimiento de culpa. “La literatura autobiográfica es una forma de confesión. Te ayuda a expiar las culpas. Y sólo desde la perspectiva de la culpa tiene sentido el indulto que obtenemos al escribir. No hablo de culpa tal como la concibe la cultura judeocristiana, porque he sido criado en un ambiente ajeno a la religión y a la Iglesia, sino mucho más intimista y vinculada, por ejemplo, a la filosofía de Hannah  Arendt. Para mí es una guía ética muy clara. No está vinculada a los remordimientos ni la necesidad de purgar tus pecados, sino con la suciedad que vas dejando al vivir. Y te obliga constantemente a enfrentarte a ti mismo. Para mí la literatura va de eso: es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos y que escapa por completo de la geografía y de la celebración de uno mismo. Por eso veo la culpa como un requerimiento ético, muy vinculado a la vida en sociedad y a la autocrítica constante de cómo nos enfrentamos los unos a los otros. 

 

La hora violeta probablemente sea el más literario de todos mis libros”

- Lo que a nadie le importa lo escribió después de La hora violeta, que marcó un antes y un después en su obra. Cuando planeaba otras historias, la leucemia que acabó con la vida de su hijo Pablo, poco antes de cumplir los dos años, le condujo a ese libro. Y dice que todavía no sabe por qué encuentra lectores.

- Para mí es un misterio, porque lo escribí en condiciones muy desesperadas. En trance y casi, casi, sin ninguna pretensión literaria. O sí. O con todas las pretensiones literarias del mundo. Ahí desarrollo una idea para mí elemental: que la literatura es una misma cosa con la vida. Y la literatura es significativa en la medida en que exprese bien todas las rarezas y las asperezas de vivir. En ese sentido, una obra escrita de forma demasiado autoconsciente, demasiado pretenciosa, me parece antiliteraria y la veo condenada al fracaso. Si La hora violeta llegó a ser significativa es porque se escribió desde la inconsciencia. Yo creo. Y, por eso mismo, probablemente sea el más literario de todos mis libros. Aunque algunos críticos digan lo contrario. Es una obra rara, lo reconozco, pero perfectamente coherente con esa idea de la literatura como reacción a la vida. Una reacción que intenta ordenar y situarte en el mundo. Por eso hay gente que se identifica, aunque no haya pasado por nada parecido, con lo que cuenta el libro. 

Nos retiran los platos. En el cucurucho queda la croqueta de la vergüenza. ¡No, hay dos! Estamos de suerte. Así evitamos el espectáculo hipócrita de cedérsela al otro, cuando a los dos nos apetece. La pringá, en el nombre lo lleva, no es tan popular como otros cocidos españoles, pero puede medirse con cualquiera de ellos. 

- Como parte de ese discurso, usted reivindica también el valor de los sentimientos en la obra literaria. Jamás del sentimentalismo. Eso hubiera hecho naufragar a La hora violeta. ¿Lo escribió más con la cabeza que con el corazón?

- Con mucha cabeza, con mucha consciencia. Porque es un esfuerzo por mantenerme en el mundo e indagar en ese dolor. Es un libro muy cerebral que intenta ser fiel al dolor que está expresando. Y, en ese sentido, tenía que ser necesariamente contenido y austero. No podía desbordarse por el melodrama, porque entonces fracasaría por completo. Esa es la paradoja del libro: que fue escrito en trance pero con una autoconsciencia muy, pero que muy, exacerbada.

Sergio del Molino ha explicado muchas veces que La hora violeta no fue una terapia, sino una necesidad. La necesidad -como escribe en el libro- de dar nombre. Pero hay silencios, elipsis, en los que cuenta más que con muchas palabras. “Sin duda, la literatura calla. Está mucho más en los silencios y en las sugerencias que en la expresión. En el fondo, es una especie de elegancia. Me parece muy burdo contarlo todo. Vila-Matas, en un artículo sobre Bolaño que he leído hace poco, dice que la literatura fracasa cuando hace eso. Y tiene razón. Yo creo que lo más difícil de conseguir es una elipsis. Me sorprendieron algunas críticas, que eran muy elogiosas con el libro pero decían que lo contaba todo pormenorizadamente, que era muy detallista. No estoy de acuerdo: soy tremendamente elusivo. Es como si te asomaras por una mirilla a ese mundo hospitalario. Observas, pero apenas ves nada. Es evidente para cualquier lector que oculto muchísimo. Por eso me sorprende también que, en algunas universidades de Latinoamérica, se da en clases de periodismo como ejemplo de crónica. De crónica intimista, pero crónica. Cuando la crónica cuenta cosas y este libro intenta contar las menos posibles”. 

- En él explica, también, cómo fue su relectura de Mortal y rosa, de Francisco Umbral.

- Decepcionante. Bastante, además. Porque me encuentro una obra elusiva hasta el punto que me incomoda. Pero no hablo de elusión literaria, con la que estaría de acuerdo, sino  elusión cobarde. Umbral, en vez de indagar en su dolor, creo que está intentando huir de él. Y hace terapia cuando usa la literatura como tapadera en lugar de como penetración. La convierte en un trampantojo constante: el hecho de que no llame al hijo por su nombre, que apenas se perciba el momento en que muere Pincho, o que sea a veces casi una trama secundaria dentro del libro. Percibí que utilizaba la escritura como escapismo, justo lo contrario de lo que yo concebía que debe ser la literatura y lo que había entendido en un primer momento de Mortal y Rosa. Esa relectura a mí me deja devastado y me hace pensar mucho en lo que quiero hacer y cómo lo quiero contar. Por eso lo incluí en La hora violeta.

La mirada de los peces (Random House, 20017) parte de otra pérdida, aunque muy diferente, para Sergio del Molino. Su profesor Antonio Aramayona, coherente con la Ética y Filosofía que impartió en las aulas, optó por quitarse la vida. En este libro, que no es propiamente una reflexión sobre el suicidio, último tabú de nuestra sociedad, el autor parece acentuar ese sentimiento de culpa que rige gran parte de su obra.  “Puede ser. La verdad es que no lo he pensado. Pero uno de los hilos es el arrepentimiento que siento porque creo que no he estado a la altura del personaje de Antonio. Realmente no lo he entendido en algunos momentos de la vida y no he sabido estar donde debía. Es posible que haya una reflexión sobre la culpa entendida como crecimiento de la vida. Porque es algo consustancial a crecer y desmontar los mitos de nuestra adolescencia. A gente que creíamos que eran santos y puros, pero luego descubrimos que no lo son. Y no sabemos estar a la altura de su humanidad. Una cosa que me gusta mucho de la literatura de Cercas, y esto lo he hablado mucho con él, es que sus libros persiguen la construcción de un héroe pero se acaban encontrando al ser humano. Se ve en Soldados de Salamina pero, sobre todo, en El monarca de las sombras. Cercas intenta estar a la altura del hombre y en La mirada de los peces yo sigo un proceso inverso: tenía un héroe, casi un santo, que era mi profesor Antonio Aramayona, y, conforme voy creciendo, me voy encontrando a una persona. Una persona con sus contradicciones, debilidades, miserias y pequeñeces. A mí me va decepcionando y no estoy a la altura de esa decepción. Porque en lugar de ver al ser humano, que es mucho más interesante y grande, me refugio en el mito. Y ése es un poco el juego que hila toda la relación entre los dos personajes”.

 

“La sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar”

Cuando empezó a escribir, Sergio del Molino quería ser un autor humorístico, de los que cuentan historias con sarcasmo e ironía. Tipo inglés. Pero la muerte de Pablo dio un giro de 180 grados a ese propósito inicial. Sin embargo, hay críticos que ven destellos de humor en obras posteriores a La hora violeta y, por extraño que parezca, también en ese libro. Manuel Hidalgo habla de “humor torcido” a propósito de En el País del Bidasoa (IPSO Ediciones, 2018), donde Sergio del Molino recuerda cómo marcaron su juventud las novelas de Baroja. “En mis comienzos quería hacer parodia de todo y no tomarme nada en serio. La verdad es que, a día de hoy, la sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar y, especialmente, de hacer crónica política. Pero, claro, me siento incapaz porque me he vuelto solemne. Aunque la solemnidad no tiene por qué estar reñida con la ironía. La ironía es necesaria y basal para la literatura y para la vida. Permea y ayuda a evacuar.”

El camarero ha escuchado las últimas palabras. Sí, fuera de contexto, se explica su mueca. Pero sirve campechano el bacalao en tempura. En rigor, es rebozado. Un bienmesabe sin vinagre, crujiente y dorado al punto. Nada que objetar, salvo el nombre. La tempura es otra cosa. Sergio del Molino retoma el hilo de la ironía: “En mis libros está muy presente. Incluso en La hora violeta hay momentos con trasfondo irónico, donde dejo de tomarme en serio ciertas cosas. Si es una herramienta esencial para cualquier escritor, en el caso de los autobiográficos con mayor motivo. Porque, si no, caes en el autobombo, en la autocomplacencia, y acabas haciendo una cosa absolutamente hueca. La ironía es el arma que nos permite ser complejos y ser conscientes de que en las cosas nada, absolutamente nada, tiene importancia. Y luego, en mi vida diaria, yo no sabría convivir con alguien sin sentido del humor”.

 

“Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea”

- Su literatura no es estrictamente autobiográfica, porque deja espacio para la invención, pero el sustrato básico son experiencias vividas por el autor y sus familiares. ¿El uso de la primera persona, predominante en sus libros, le ha obligado a vencer el pudor?

- Lo vencí en La hora violeta, de forma inconsciente, y no es un debate que me haga. Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea. Y tengo la suerte, además, de que esa impudicia la comparte mi entorno, mi familia, a la que tengo de cómplice. El uso de la primera persona para mí es algo muy natural. Y, además, instrumental porque la uso para ocultarme. Una de las maneras más útiles de esconderse es hacer creer al lector que estás hablando de ti mismo cuando en realidad no lo haces. Estoy fijando la atención, pero mis libros son muy poco intimistas. Hay intimidades, hay confesiones, aunque, en el fondo, uso el personaje que me construyo sobre mí mismo para llevar la narración a ramas y a cerros de Úbeda que son los que a mí me interesan. No deja de ser una estrategia narrativa.

-¿Y descarta volver algún día a la ficción pura y dura?

-En buena medida ya lo hago en mi próximo libro, que se titula La piel. Tiene parte de narración autobiográfica, parte de ensayo y otra de ficción. En él incluyo una serie de relatos canónicamente ficticios, basados en personajes históricos, y en los que no aparezco yo. Aquí, el narrador me pedía aparecer en tercera persona. O sea que no descarto en absoluto volver a la ficción total.

 

“Me preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España”

La España vacía (Turner, 2016) inauguró una serie de libros y reportajes sobre el éxodo rural en nuestro país y el desequilibrio de la balanza demográfica. Sergio del Molino, que dio el pistoletazo de salida a otros autores, considera espantosa e innecesaria la corrección vaciada que han impuesto, después de publicado su libro, los movimientos sociales y medios de comunicación. Antonio Muñoz Molina, en una entusiasta crítica, escribe que la mirada del narrador está más próxima a la de Machado que a la de un Azorín o un Unamuno. “Estoy de acuerdo y, además, lo digo en el libro. Machado es mucho más nuestro contemporáneo. A Azorín hoy no lo lee nadie. Es ilegible para la sensibilidad del lector actual, porque tiene un sentido de la poesía en el paisaje que nos es completamente ajeno. Cuesta entrar en sus obras. Hay una barrera estética. Y Unamuno parece excesivamente contemporáneo. Interpela constantemente a su tiempo y muchos de los presupuestos desde los que escribe, no todos, resultan extraños o antiguos en este momento. Su nacionalismo cae antipático. Cuando habla de la raza, las esencias y cierto ecumenismo hispánico, nos suena a chirigota. Luego hay otras cosas, mucho más intimistas, que sí que nos llegan. Sin embargo, Machado es un paseante que está plenamente inserto dentro la sensibilidad de hoy. Y no me pasa solo a mí. De los tres, es el único que sobrevive y podemos leer su obra como si estuviera recién escrita.”

En el fondo, todos los libros de Sergio del Molino, ya sea a través de pueblos abandonados, islas dentro de un continente o la literaturización de su propia familia, acaban hablando de España. “Creo que hay dos perfiles que están contaminados dentro de mí como ensayista. Pero a la vez se diferencian mucho. Hay uno más intelectual, del escritor que interviene públicamente en su tiempo, a través de ensayos, artículos, tertulias o conferencias. Y a ése le preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España. Pero como escritor más solipsista, que quiere crear una obra literaria al margen de la utilidad que pueda tener en el momento y de cómo interpele a sus contemporáneos, me intereso por lo invisible, lo oculto, los espacios innominados y los yermos. Algo que tiene que ver también con los silencios de las familias. Por lo tanto, en ensayos como La España vacía y Lugares fuera de sitio intento llamar la atención sobre realidades que son banales y que no se perciben como conflictivas, pero que para mí lo son mucho en lo que afecta a la articulación de la convivencia y la cultura de un país. Y en la obra más estrictamente narrativa, aquí está la contaminación de los dos perfiles, hago lo mismo: fijarme en lo banal, en lo que a nadie le importa, de ahí el título de mi novela, para desentrañar las historias que guardan”.

 

“Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas” 

José Tomás y Juan José Padilla, retratados por Anya Bartels-Suermondt, observan, desde el muro de ladrillo visto, el paseíllo de los Huevos camperos con jamón de bellota 5J desde cocinas a nuestra mesa. Romper bien la yema, para que impregne más las patatas que el pernil, también es un lance. Le reservo ese quiebro a Sergio del Molino.  

Lugares fuera de sitio fue galardonado con el premio Espasa de ensayo en 2018 y se leyó como la secuela de La España vacía. Porque enclaves como el Condado de Treviño, el Rincón de Ademuz, Llívia o Gibraltar no dejan de ser pequeños laboratorios donde se ensaya la convivencia. En La España vacía, mientras tanto, hay una pasión por la estela que dejan las cosas al marcharse. Me recuerda a los cuadros de Amalia Avia, a esos comercios cerrados o puertas desvencijadas de lugares por los que -como escribió sobre ellos Cela- “alguna vez pasó la vida.”  “Me gusta la comparación. Sí, busco ese eco, la fantasmagoría. Yo vengo de una familia muy esotérica. Mi madre no creía en Dios, pero sí en los fantasmas. Y en las brujas. Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas. Esa reverberación de los espacios siempre me ha sugerido mucho, porque hay ecos del pasado que se pueden trastear. Es una obsesión estética que luego he convertido en un discurso ético”.

 

“Ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España”

- Usted se curtió en el mundo de las letras como periodista de Heraldo de Aragón y, entre la docena de libros publicados, tiene uno, El restaurante favorito de Nina Hagen (Anorak Ediciones, 2011), que recopila, aunque me consta que hay mucha reescritura, artículos y entradas de su página personal. En el prólogo dice que el periodismo ha renunciado a su sustancia narrativa.  ¿Necesitamos en España un periodismo más entroncado con la literatura como el que practica la Nueva Crónica Latinoamericana?

- Está dándose. Por pura necesidad. El periodismo, al entrar en esa hecatombe que fue la crisis, tuvo que buscar nuevos espacios y formas. Así ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España. Está Chaves Nogales, pero tenemos ejemplos más próximos en el tiempo  como Manu Leguineche y los grandes cronistas de la Transición, que están muy olvidados. Aquí el gran escaparate periodístico estuvo dominado casi siempre por la opinión. Por una opinión, además, banal, efectista y centrada en el estilo. Muy umbraliana, para entendernos. Y la crónica, que conlleva ir, ver y contar cosas desde una particular mirada, siempre ha ocupado un segundo plano. Sigue ocupándolo. Lo que sí es verdad es que, a consecuencia de la crisis, han ido apareciendo buenos documentalistas. Ahora hay cierto auge de libros de periodistas y de periodismo que durante tiempo estuvieron opacados en muchos sentidos. Las editoriales tenían colecciones de crónica, pero se vendían en el fondo de la librería. Y ahora, por poner dos ejemplos, Anagrama publica, como libros narrativos, los de Leila Guerriero o El colgajo, donde Philippe Lançon cuenta cómo renació tras el atentado a la revista satírica Charlie Hebdo. O sea, que tienen un prestigio en la industria editorial que todavía no les concede la periodística. Ahí, en su propia casa, se sigue considerando un género segundón.

- Existió una escuela de El Norte de Castilla, a través de la cual algunos periodistas derivaron en grandes escritores. Si miramos a Heraldo de Aragón, encontramos nombres como el suyo, Manuel Vilas, Antón Castro, Irene Vallejo... Algunos ya llegaron siendo escritores y otros no han ejercido propiamente el periodismo, pero ¿se podría hablar de una escuela del Heraldo?

- No sabría responder. Heraldo de Aragón, a pesar de que le faltaba el estilismo de El Norte de Castilla, porque no tenía a Delibes como director, ha sido un periódico que tradicionalmente, ya no, tenía unas páginas culturales muy bien cuidadas. Y ha sido refugio de buenas plumas. Eso es verdad. Pero no sé si ha sido tanto escuela como vehículo de expresión. Hubiera hecho falta alguien que orientara, como Delibes, ya digo. Por tanto, creo que los que salimos fue de forma espontánea. Más que enseñarnos, nos dejaron hacer.

 

“En este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión”

Sergio del Molino ejerce también como divulgador cultural a través de la radio, donde lo mismo comenta un libro o una película como interviene en ese género tan denostado que es el de la tertulia. “No quiero hacer tertulia política, sino la relacionada con temas culturales, o sociales, porque en este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión. Se hace una opinión de trinchera. Sin embargo, reconozco que en el columnismo sí me decanto mucho más. Tengo una posición muy escéptica con el poder en general y con el discurso de los poderosos. Creo que tanto el escritor público, el que se expresa en los periódicos, como el periodista deben delatar las imposturas de ese discurso, encontrarle las fallas para reírse de él, y ser un poco bufones. En ese sentido, los partidos, cuanto más ideologizados están, más motivos dan para la risa. Son carne de parodia. Sin embargo, los de perfil más tecnocrático provocan menos chanzas”.

 

“Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía”

A Sergio del Molino le gusta decir que a los veinte era un anciano descreído y que, con los años, se ha vuelto más joven e ingenuo. Le pregunto, para acabar la entrevista, cómo ve desde esa ingenuidad y su escepticismo político, la llegada de Teruel Existe al parlamento nacional. ¿Cree que habrá una segunda, y más legislaturas? “Para mí, el peor escenario es que tuviera éxito. Uno de los movimientos políticos que con más entusiasmo han celebrado esa llegada al Congreso y el Senado ha sido el independentismo catalán. Porque ha visto refrendados en el discurso de Teruel Existe su idea victimista del Estado. Entonces, si lo parasitan, será el germen de algo nefasto para las reivindicaciones de la España vacía. Si terminaran expresándose de forma nacionalista y esencialista, con el reproche por arma, sería terrible. Creo que está muy lejos de suceder porque Teruel Existe es una plataforma ciudadana donde, evidentemente, cabe de todo. Lo único que les une es la indignación por el abandono de la provincia. Nada más. Es muy difícil que ese discurso cale hasta transformarla en fuerza política. Imagino que se irá desinflando, pero, curiosamente, creo que el salto a la política de Teruel Existe ha hecho daño a un movimiento que estaba en un momento muy dulce. Porque había conseguido copar todos los espacios públicos con su discurso transversal de oposición al poder y de demanda ciudadana. Creo que han jodido…”

-… ¿Pongo esa palabra en la transcripción?

- Por supuesto. Creo que han jodido parte de lo que les hacía fuertes e indispensables. Además, se perpetúa una forma de hacer política vinculada al caciquismo y el conseguidismo. Algo a lo que nos tenían acostumbrados el PNV y los nacionalistas catalanes. El movimiento de la España vacía pierde una oportunidad muy buena de intentar vertebrar el Estado de otra forma para que haya más igualdad y prevalezca la solidaridad. Si en las próximas elecciones Cuenca obtiene un diputado por esa vía y sale otro de Soria, cuando cada uno reclame en el Parlamento qué hay de lo suyo, estaremos perdidos. Esto sería un neocarlismo. Creo que Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía. Sé que mi opinión es dura, y que la comparte muy poca gente, pero me parece que han tomado la peor de las decisiones.

 

El entrevistado consulta el reloj. Los viernes por la tarde, Madrid se convierte en un infierno para el tráfico y tiene que coger el taxi ahora mismo si quiere llegar con tiempo a la estación de Atocha. Regresa a Zaragoza, como hace todas las semanas, tras su colaboración en la radio. “Dejamos la torrija de brioche con helado para la siguiente comida”.      

Me habían dicho que con ese pan dulce y de corteza dorada las torrijas quedan acorchadas en su punto. Ni duras ni hechas un suflé. Toda una tentación para el laminero que reprimo desde hace tiempo. Queda pendiente, por tanto. Nada hace barruntar que, días después, el Gobierno decretará el estado de alarma y Madrid se va a quedar tan vacía como esa España moribunda a la que tomó el pulso Sergio del Molino.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

En un país como España, donde los poetas proliferan como las setas en primavera y donde hay casi tantos premios como bardos (con la consiguiente pérdida de valor), es grato encontrar antologías rigurosas y claras que ayudan a situar al lector ante el mapa abrumador de nombres. Son antologías académicas, pero vividas y escritas desde dentro de la cuestión, conocimiento de causa.  José Antonio Llera nos ha regalado una de ellas. Y además bien empaquetada en el cuidado papel de regalo de la editorial Libros del Aire, que dirige el poeta cántabro Carlos Alcorta, una de las voces de referencia de la crítica en prensa. Nos situamos pues ante una extensa antología realizada con oficio y criterio, donde algunos de los elegidos, veintitrés, son bien conocidos, pero otros no tanto. Así hay poetas casi desconocidos junto a los nombres de algún peso, como David Leo García, Ben Clark, Martha Asunción Alonso, Ángela Segovia, Carlos Catena, Ángelo Néstore, Pablo Fidalgo, Elena Medel, Berta García Faet (de lo mejorcito en “Los salmos fosforitos”), o la inexcusable voz de María Salgado, poeta visual y uno de los nombres de referencia en la investigación de la mirada analírica.  En cualquier caso, hay una apuesta rigurosa y muy personal e innovadora sobre nombres “in mente” del lector avezado o para los especialistas, pero poco habituales en este tipo de trabajos. Me refiero a Carlos Bueno Vera, Lucía Boscá, Juan Bello, Gonzalo Hermo, Xu Xiaoxiao, Ruth Llana, Enrique Morales, Xaime Martínez, Ismael Ramos, Juan Ángel Asensio, Rodrigo García Marina, Javier Fajarnés, Laura Rodríguez Díaz. Cada uno de ellos con la consiguiente poética y nota biobibliográfica, a lo que debemos añadir un breve análisis, pero suficiente, de cada uno de ellos en el estudio introductorio, y que a veces sobrepasa la página dedicada. Esta presentación de voces menos mediáticas, su incorporación y análisis, los poemas seleccionados, es otro de los méritos de la antología.

Apela José Antonio Llera a un texto del “Viaje al Parnaso” sobre el “temblor” ante “los puestos” y los “no puestos” en las antologías. No debería preocuparse, porque de los “puestos” habla bien, dando opinión y valorando con cautela sus libros. Además de que alguno de ellos no suele ser incorporado a otras recopilaciones.  Y los “no puestos”, no deben dolerse, pues sobran antologías a las que incorporarse, aunque pocas lleven un estudio inicial de ocho páginas reflexionando sobre la tarea del antólogo o la poesía actual; además de sobre las corrientes que se imponen o más en boga (me hubiera ahí gustado que no sea tan prudente y, a veces, político. No se tome como defecto, sino como actitud cauta). Y eso antes de zambullirse con tino en los estudios individuales, que suman cuarenta páginas más. En cualquier caso, el antólogo parece querer distanciarse de poéticas distintas a los monocultivos de la poesía de la experiencia de Luis Antonio de Villena o José Luis García Martín. Ciertamente una antología mía que no cita, “Las poéticas del fragmento y el malestar” (2020), con prólogo de Antonio Gamoneda y donde va antologado el mismo José Antonio Llera, avanzó en ese sentido en su extensa recopilación y prólogo. Hay un mundo diferente al de finales del siglo XX, que en un libro de 2021, “Visiones y revisiones”, y en otros artículos terminé de intentar aclarar, junto a los trabajos de Juan Carlos Abril y del recientemente fallecido José Andújar. Llera traza sobre esa cartografía la suya propia, otro de los valores del libro, tanto como la cuidada bibliografía, en la que le faltan pocos trabajos relevantes. Estamos pues, y, en definitiva, ante un libro sólido y valiente, altamente recomendable para saber qué se está cociendo, y donde incorpora nuevos poetas (y poemas) con criterio, aunque se eche en falta, en ocasiones la presencia de algún libro. Pienso en Elena Medel, cuyo estupendo y adolescente “Mi primer bikini” (2002), fue su cima antes de caer en la temida amplificación hueca o en la ironía realista (que tiene un pase, sin más), pero desprovista del inicial talento. Y es que la solidaridad con la pobreza y ser mujer no son suficientes, ni ser mediático, para ser poeta de algún interés. Que se lo cuenten al genio oscuro del aparte Fernando Pessoa. En ese sentido es muy de agradecer que no haya caído en la tentación el antólogo de caer en esa llamada de lo mediático, para apostar por su propio criterio y acercar al lector a un libro al que deseo larga vida, pues tiene todos los mimbres para que así ocurra y además lo merece.

 

“La noche es un pájaro azul. Antología de la última poesía española”. Varios autores. Edición de José Antonio Llera, Cantabria, Libros del Aire, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ha tardado el lector español en poder acceder a la poesía pensativa de Osvaldo Picardo (Mar del Plata, 1955), a su sentido del humor y melancolía. Una obra difícil de encontrar en España, pues buena parte de ella está publicada en Argentina, y cuya ausencia queda resuelta, al menos en parte, con esta breve antología y no “antojolía”. El lector podrá establecer las correspondencias entre el realismo reflexivo español y el argentino en la voz de un poeta que, además, es un estupendo autor de reflexiones sobre su arte. Sin duda muy en consonancia con una época en que, como nunca, las autopoéticas están recibiendo gran atención, después de un pequeño paréntesis. Lo demuestra el estupendo libro de José Ángel Baños Saldaña “Más perenne que el bronce. El discurso autopoético en la lírica española contemporánea” (2023) que reactualiza el viejo y pionero estudio de Leopoldo Sánchez Torre “La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX” (1993). Estamos pues ante un escritor que no sortea los desafíos hermenéuticos que la poesía propone en el periodo entre siglos, el suyo, el nuestro, en ese ámbito común del realismo de ambos márgenes, entre otras propuestas. La suya parte de un «escribir a conciencia» y de cuanto podríamos llamar con Cesare Pavese, el oficio del poeta: atención, tiempo, talento y dedicación plena y lejana al escribir pensando en el mercado. Su poesía se inscribe desde ahí y en cuanto en Argentina se denomina «poesía de pensamiento» y que, como esos pescadores de sus poemas, reflexiona y busca iluminar zonas cubiertas de agua para descubrir una nueva realidad, mostrárnosla o hacernos cómplice de ella. Lo cuentan sus versos, pero también en la poética que cierra el libro y publicó la revista “Tropelías” de la Universidad de Zaragoza, desde ese silabeo en voz baja pensativo, de dicción clara, que se va empapando de la “poesía de la edad”, aunque sepa también reír e ironizar cuando la ocasión lo requiere.

La antología recoge poemas desde los primeros libros “Quis Quid Ubi. Poemas de Quintiliano” (1996) hasta “Nadar en el tiempo” (2023), y entre ellos unos cuantos más, pero no muchos, pues no se prodiga este poeta tardío. Destacaría de todos ellos “Mar del Plata. Seguido de otros lugares y viajes” (2005), Pasiones de la línea (poemas de Nicolás de Cusa) (2008) o 21 gramos (2014). Y así van surgiendo poemas en los que la circunstancia, el amor, se relata desde la confesión del saberse cómplice del otro en ese esfuerzo que “sobrevive” al egotismo o el derrotismo, sin caer en sensiblerías o en enervamientos. Un amor hecho vida, pero donde «tropiezan la culpa y el amor». Picardo sabe contar lo íntimo desde ahí, tanto como simbolizar la existencia en sus trabajos y sus días, matices, compromisos, orfandades. Y así lo hace desde la anécdota de un “Día de pesca con mi padre”, para extraer confesiones y reflexiones, mostrar amor, ironizar y denunciar al “yo”, o fijarse en unos obreros despedidos en otros momentos. Y, junto a ellos, los poemas en que una sensación se convierte en reflexión, en «un imprevisto hueco/en el increíble bolsillo del mundo». Esa extrañeza, que a veces le asalta, honda, ese «silencio de buzo» y de costas imposibles para el superficial, donde el turista «nunca ha llegado a estas playas», pues solo el «inmigrante y el desterrado /me entienden». Y mucha ternura sobre la vida, sobre el origen y la resistencia de «El albañil y el socialista/ (…) y barrio pobre». Y entre tantas circunstancias humanas, orígenes, amores, soledades y compromisos, cabe la denuncia del horror sobre los desaparecidos del estupendo poema VIII. Los desaparecidos en Argentina no es cualquier asunto, sino un hondo desgarro en la sociedad que Osvaldo Picardo refleja con firmeza, aunque esa poesía de la edad o de senectute, habite a partes iguales «la nieve que dentro ha caído», y sufre en su hiperestesia por un mar que dejará de mirar. Picardo mira hacia dentro y hacia los lados, lo hemos dicho, desde la cortesía de la claridad y desde el compromiso reflexivo, pero sobre todo emocional, con los anónimos marineros de un barco pesquero con la palabra amor.

 

“Y miramos cómo oscurece. Antología (1996-2023)”. Osvaldo Picardo, Madrid, Ediciones Endymion, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Esteban Martínez Serra (Figueres, 1962) es profesor de Lengua y Literatura españolas, editor y poeta; siendo autor de los libros Palabras indefensas (1999), Las voces de la sobra (1999), A los frutos tardíos (2001), Penúltimos poemas últimos (2004), Paisajes de la voz (2005), Amarres (2009), Las luces nómadas (2010), Carencias (2015), El lento aprendizaje de la paciencia (2019) y El temblor (2022) y que recientemente nos ha entregado su último poemario Cuaderno Japonés y otros poemas (La Garúa, 2023). 

Las coordenadas de navegación de estos poemas dibujan una ruta de escritura esencial, mínima, marcando un trazo de avance lento, cuyos puntos componen una ruta hacia una suerte de poesía con reminiscencias orientales. Esteban Martínez Serra, en su Cuaderno Japonés, expone una caligrafía hermosa, de puño clásico —justificándose este epíteto que le otorga “tradición” en lo evidente: no nos encontramos ante una escritura disruptiva, que pretenda cartografiar una literatura inexplorada y, por tanto, por negación de la negación, la taxonomía de sus versos, nos inducen a clasificarla como perteneciente a un cierto canon—. También salta a la vista que tanto la letra como el trazo son firmes y dan muestra de destreza. Así sus versos exponen reflexión y experiencia, al tiempo que acercan al lector las vivencias que en ellos quiere transmitir y que pretende que éste alcance siguiendo la carta de navegación que aquí les deja. Es también ésta una escritura sin excesos ni estridencias, una escritura que respeta la pauta musical y el ritmo de una forma natural y amable. 

El volumen está compuesto por las secciones "Cuaderno japonés", "Cinco poemas de amor", "Dime qué es", "Manual de árboles" y "Cierres", capítulos en los que se ofrece una variedad de estilos y una intensidad desigual —única pena que nos deja el poso de su lectura, pues tal vez menos hubiera sido más—. Si me lo permiten, podríamos distinguir con la vitola de “más relevantes” al apartado que encabeza la obra y le da título además de por esta razón, porque su extensión es la más significativa y por la coherencia al aportar un aire oriental en sus composiciones, y en la que el poeta se dirige a una figura femenina, Sonome, lo que añade una pátina romántica al texto. Para ejemplificar su brisa oriental, dejo el poema XXXIV como botón de muestra: “He abierto la puerta al jilguero. / Lo he visto volar hasta la higuera / y, luego, hilvanar una nube con otra./ Al final de la tarde / dos verderones han entrado en su jaula. / ¿Qué debo hacer ahora?”. 

Entre esos capítulos destacados, además del inaugural, también incluiría los cuadernos breves "Dime qué es" y "Manual de árboles", en los que se recogen poemas valiosos, que son vehículos para la presentación y el desarrollo de ideas y cuestiones que el poeta de Figueres —con trazo limpio y natural— compone ante el lector, facilitando una lectura productiva y estimulante. Y, si por una parte, en la primera sección solicita definir un monstruo, un adiós o un poema —“un poema no es una barca / porque no se acomodan bien hombres y peces. / Tampoco es una quilla que rompa nada. / En el mejor de los casos es ese surco ilusorio / que deja en el agua, / pues el agua misma vuelve rápidamente a ocuparlo. / Un poema es la frágil memoria de ese surco / y es por eso que tienes que volver la cabeza para verlo / antes de que concluya del todo su cicatrización”—; en aquella otra (que se compone como manual botánico, más que alternativo, complementario al del ilerdense Pío Font Quer) realiza una taxonomía arbórea del silencio, del odio o de la paciencia, por ponerles un ejemplo: “Debes apoyar la espalda en él / y esperar. ¡Sólo la espera da algún fruto! / Entonces la savia remontará. / Ascenderá por tu espalda el fluido de la vida: / esa agua nutricia en la que -durante siglos- / se maceraron otros antes que tú. Contigo.” 

Tampoco conviene perder de vista una sección muy lucrosa, sus "Cierres", donde leemos: “así como no existe el crimen perfecto / no existe la idea perfecta”. Entiendo que tampoco hay lectura ni ideal ni perfecta, pero aquí les ofrezco estas razones, que espero hagan más provechosa la que, tras esta lectura, ustedes puedan emprender.                 

 

Cuaderno Japonés y otros poemas. Esteban Martínez Serra. La Garúa, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

26 de enero de 2024

Pocas obras dentro de la literatura española contemporánea poseen la singularidad de Nada de Carmen Laforet (1921-2004), ya sea por el aura de misterio que rodea a la autora o por  la excepcionalidad de una novela fulgurante, única, que descuella dentro del panorama narrativo tras la guerra civil. Desde su publicación en 1945 y con el espaldarazo que supuso el Premio Nadal, no ha dejado de publicarse (se explica convenientemente en la “Introducción”, que descarga así al texto de muchas notas a pie de página y agiliza la lectura), a la vez que ha ido aumentado la admiración hacia una novela que forma parte del canon literario moderno. Nada se convirtió muy pronto en un “fenómeno socioliterario”, que arrumbó al resto de la producción novelística de Laforet y que pareció convertir a su autora en la escritora de una sola obra, algo que, como bien se explica en la mencionada “Introducción”, no es tal. Sin embargo, para buena parte de la crítica y numerosos estudiantes de bachillerato, esta novela no es sino un epígrafe más dentro de la narrativa española de posguerra, aunque antes, cuando se leía bastante más que ahora en los cursos preuniversitarios, era una de las lecturas obligatorias, de esas que, como El árbol de la ciencia de Baroja, Las ratas de Delibes o Tiempo de silencio de Martín Santos, había que leer (y sobre todo descubrir y disfrutar). El recuerdo de las ediciones de Cátedra –colección “Letras Hispánicas”, color negro (y tipografía no muy grande)- está también asociado a parte de esas lecturas, a introducciones amplias, documentadas y rigurosas que debían acompañar al texto, convenientemente editado. Esa labor ecdótica, profunda y detallada, es la que vemos en esta nueva edición de Nada, a cargo de José Teruel, quien también ha editado con primor las obras completas de Carmen Martín Gaite en Círculo de Lectores (por cierto, en el número 124 de Turia aparece un extenso estudio en torno a la investigación que la autora de Usos amorosos de la posguerra llevó a cabo sobre los Torán) y a quien se deben unos cuantos estudios esenciales de la literatura española del siglo XX (como los de Luis Cernuda). Su “Introducción” resulta clara y amena, y sitúa a los lectores en el contexto de creación y recepción de la obra, tan importante para entender el porqué de su trascendencia.

Lo que tal vez más pueda sorprender a los lectores que se enfrentan por primera a la novela es el hecho de que la novela en sí posee una estructura lineal sencilla –un curso académico, con tres partes-, de pocas regresiones temporales, y en la que aparentemente a la protagonista no le suceden muchas cosas, sino que es más bien testigo de diversos acontecimientos relacionados con su familia y amistades. Es, por otro lado, y así se ha venido diciendo desde hace tiempo, una novela de aprendizaje, en la que a través de la voz de la narradora-protagonista, Andrea, vamos conociendo a su familia, el piso de la calle Aribau, la universidad y la ciudad de Barcelona en  ese curso de 1939-1940. También es una novela que muestra el “mito de la conciencia desorientada”, las cicatrices de la guerra y se convierte en la obra que representa a una generación, la de esos jóvenes de comienzos de los cuarenta que, en muchos casos, vivieron la guerra sin participación directa, pues eran apenas unos adolescentes. Quizás sea este último aspecto sobre el que más se incide cuando se analiza la novela, ya que se considera fundacional de un tipo de narrativa y representativa de un tiempo y una nueva forma de narrar, que tendrá su continuación en la novelística posterior.

Pero no solo hay que prestar atención al contexto histórico y social en el que transcurre la narración, que es la inmediata posguerra, con todas sus secuelas y heridas abiertas, sino a lo que se cuenta y cómo se hace. La familia de Andrea y el piso de la calle Aribau son sin duda dos de los principales elementos que van jalonando los diversos cuadros e impresiones –muchas de ellas negativas- con los que la protagonista intercala su narración, a modo de retratos que de algún modo anticipan procedimientos narrativos posteriores. Sus dos tíos, Juan y Román, su tutora Angustias, la misteriosa figura de Gloria, la presencia de la abuela y ese niño por el que sufrimos cada vez que aparece o se le menciona, son la familia de Andrea, y de ellos se ofrecen retazos de vida, secretos y miedos. De ellos, posiblemente sea la figura del tío Román la más enigmática y compleja, con muchas sombras e historias detrás de las que vamos obteniendo detalles. Su comportamiento y su aire mujeriego, algo canalla, lo convierten en heredero de la estirpe de personajes masculinos que aparecían en numerosas novelas del XIX. Y por la parte no familiar, la de las amistades y la universidad, sin duda será Ena, la amiga de Andrea, el personaje más importante, aquel que con sus idas y venidas, esté presente en la vida de nuestra protagonista durante ese curso escolar. Los amigos de la universidad, el pelma de Gerardo, el amigo Pons o el ambiente de la Barcelona de 1940 son otros de los elementos narrativos que son presentados a los lectores de un modo a veces fragmentario, con recuerdos e impresiones de ellos a través de sucesivos episodios.

Nada es la novela que, en un estilo nuevo y diferente, muestra de manera clara la deriva y el “desarraigo existencial” de una generación y de una joven que nace a la vida tras la guerra civil. Su familia, venida a menos, rota y desquiciada por momentos, será, junto a la opresiva y oscura casa familiar, una fuerza opresiva sobre Andrea. Tampoco las amistades y el mundo universitario ofrecerán, salvo algunos destellos, claridad y tranquilidad a la protagonista, que deberá ir adaptándose a las circunstancias de la mejor manera posible, aprendiendo a base de decepciones y pequeños fracasos (tal vez el episodio de la fiesta de Pons sea un ejemplo de ello). Esta novela es esencial dentro de la historia de la literatura española contemporánea, no solo por su singularidad y especiales circunstancias (¿qué jóvenes autores son capaces de escribir una obra como esta con poco más de 23 años?) o por todo lo que la ha rodeado y que todavía hoy nos seguimos preguntando. Las historias que se intuyen detrás de lo que se cuenta tienen también su influjo sobre los lectores, pues no menos importante es aquello que se omite y calla en la narración. Quizás en tiempos de zozobra como los que vivimos ahora deberíamos volver a las obras que sustentan nuestra formación literaria y personal, aunque sea para sentir la desazón y angustia de Andrea, esa “chica rara” que protagoniza Nada.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

Carmen Laforet, Nada, edición de José Teruel, Madrid, Cátedra, 2020.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro Moreno Pérez

Entre la metaliteratura, el alcázar de la lingüística embarazada de dones y una teatralidad que discurre por los meandros de la ironía como de la gravedad incorporada de los asuntos que nos traspasan en lo común, Ángel Cerviño (Lezoce, Sarria, Lugo, 1956) construye un poemario, “Poco Lázaro”, cercano a la melancolía de El Escorial, con esas mismas piedras hechas prosa de porosidad lírica, en el que eje de la muerte está al servicio de todo un despliegue de pases pernocta. 

 

- Además de todos los “ensayos” descritos en el prólogo de la propia muerte (Lorca, Gómez de la Serna, los suyos propios), también Carlos V ensayó su sepelio. ¿Qué prende esta morbosidad mortuoria?

- El “asunto” de la muerte resulta inevitable. Nombrarla, convertirla en algo externo, y recluirla en un escenario para poder contemplarla desde fuera, debe de ser una de las maneras de hacerla más digerible. Un truco para ser capaces de asumirla: convertirla en representación.

 

- Que “en la morgue no haya lectores de poesía moderna”, ¿es una decepción, una ironía, una justicia poética?

- La frase es una cita de Saul Bellow que me enamoró desde el momento en que me tropecé con ella, hace ya varios años. Llega a este libro desde una de las secciones de mi anterior publicación, “La explotación industrial del gusano de la seda”, allí en una sección titulada ‘Recuerdos de mi autopsia’, se establecía la morgue como escenario teatral y lugar de encuentro. Muchos ecos de aquellos textos resuenan en este Lázaro, y la cita encontró de forma natural su acomodo.

En este contexto mortuorio, la frase tiene algo de recapitulación final, y supongo que sigue recalcando cierto desasosiego, ¿realmente a quién le importan todos estos largos discursos?, ¿a quién le importa el resultado de esta actividad absurda a la que hemos dedicado media vida?

En la medida en que Lázaro es también el yo lírico que produce el libro, esa constatación confirma la soledad del escritor.

 

- ¿Por qué “los falsos dioses son los más crueles”?

- Porque su crueldad no es sino una proyección de la nuestra (somos sus inventores), un reflejo de nuestros peores impulsos.

 

“La muerte ha sufrido un proceso de ocultación” 

- La muerte postmoderna ¿es más aséptica, menos muerte, menos trascendente?

- La muerte ha sufrido un proceso de ocultación, ha desaparecido de todo nuestro ámbito vital. La idea es vivir como si no existiera, hacer como que no va con nosotros.

Todos los procesos simbólicos y rituales relacionados con la muerte se han traspasado a un entramado de empresas cuyo primer cometido, ciertamente urgente, es sacarnos al muerto de delante, bien sea de la casa, o de la habitación del hospital… Y devolvérnoslo en una coqueta urna, que no desentonará con la decoración del salón.

 

“Vindico la meditación” 

- “¿Es tiempo dilapidado todo aquel que no empleamos en contemplar las sonrosadas nubes que pasan”?

- Supongo que lo que aquí se plantea es una vindicación de la meditación, de la atención extrema, y de algo así como la vida contemplativa. Y, claro, la frase es también un eco de las conocidas palabras de Baudelaire: “-¿Pues qué es lo que amas, extraordinario extranjero? -¡Amo las nubes..., las nubes que pasan... allá lejos... las maravillosas nubes!”


“El espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad”

 

- ¿Con qué fantasmas convive Ángel Cerviño? ¿Y la poesía, en general?

- Ángel Cerviño convive con el fantasma de sí mismo, pero como muy bien apuntaba el demonio bíblico que se negaba a ser expulsado del endemoniado de Gerasa, “mi nombre es Legión, porque somos muchos”.

Eso explicaría la multiplicación de voces dentro del libro, y dentro de cada poema. Así, cada una de las voces convocadas al texto deberá exorcizar al fantasma que le haya sido asignado.

En cuanto a los fantasmas de la poesía, creo es un tema demasiado amplio y demasiado complejo para abordarlo en este formato de entrevista, sólo podría decir que el espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad: saber que es esencial y que no sirve para nada. Esa paradoja irresoluble es su mayor tormento.

 

- ¿Conviene que los apetitos carezcan de utilidad?

- Un deseo sin finalidad y sin objeto sería el deseo supremo: el deseo de desear.

 

“Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño” 

- ¿Qué sucede, qué transcurre entre el sueño y la vigilia?

- La duermevela. Y ese es también el espacio intermedio en que se mueve Lázaro, a tientas entre la vida y la muerte.

Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño. La duermevela es el estado vital de Lázaro.

 

- ¿Qué se requiere para que un instante “sea pleno de gracia”?

- Deberían serlo todos y cada uno. Pero nuestra capacidad de atención es limitada y nadie podría soportarlo; a lo sumo podemos permitirnos pequeños destellos de iluminación.

En una primera versión de ese texto aparecía una referencia a una canción de Bob Dylan, de la época cristiana, “Every grain of sand” (cada grano de arena cuenta en el plan del Señor), donde se hablaba de «la furia del momento». En posteriores versiones esa referencia desapareció.

 

- “El hombre que fingía vivir no ha venido”. Para que la vida sea digna de tal nombre, ¿cómo ha de ser vivida?

- El hombre que fingía vivir es uno de los personajes ausentes de la maravillosa novela (¿anti-novela?) de Macedonio Fernández, “Museo de la novela de la Eterna”. Aparece en mi texto quizá para resaltar lo incompleto de Lázaro, ese «poco» que lo acompaña desde el título. Si Lázaro estaba poco vivo, tampoco necesitará resucitar tanto.

La vida ha de ser vivida con júbilo y resignación, y es tarea de cada uno de nosotros ajustar las proporciones de esos dos elementos a cada momento de vida.

 

“Todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo” 

- ¿Cuándo se necesita «de veras» abrir un paréntesis?

- Esa afirmación viene de una idea fijada en un libro anterior (“Exogamia”), de la que me siento muy satisfecho: todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo.

Creo que todo poema abre un espacio diferente de vida y lenguaje, un cambio de código que nos empuja a dejar atrás muchas convenciones, y abrirnos (entregarnos) a una jungla de posibilidades.

Así un poema sería una cápsula fuera del tiempo, un universo de pura verbalidad, abierto a todas las posibilidades de significación, opciones inagotables de lectura y relectura.

 

- ¿Cuánto tiene de oración el poema?

- Aquí se juega con el doble sentido de “oración”, como rezo y como concepto sintáctico. Evidentemente cada oración (rezo) es también una oración (sintáctica).

El poema, en tanto que oración laica (la atención, esa “oración natural del alma” que refería Walter Benjamin, citando al teólogo cartesiano Malebranche), es también una oración gramatical, una cláusula que el lenguaje consiente.

Supongo que eso es lo que se quiere destacar en ese texto: que pese a todas sus intensidades, y su inclinación a lo sublime, poemas y oraciones no son más que constructos lingüísticos que ya dormían, como posibilidad, en el lenguaje.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

22 de enero de 2024

Dos mil cuatrocientas sesenta y cuatro páginas ocupa la obra completa de Georges Perec en sus dos volúmenes de la Biblioteca de La Pléiade, la colección de la editorial francesa Gallimard que se ocupa de establecer el canon de las letras francófonas y, en menor medida, internacionales, pues en su colección figuran también escritores como Edgar Allan Poe y Mario Vargas Llosa.

Esta "panteonización de papel", como definió la periodista Claire Conruyt de Le Figaro a la consagración del escritor por la vía de publicación en La Pléiade, llega a los 35 años de su prematura muerte en 1982, poco antes de que Perec celebrase su 46 cumpleaños. Los dos volúmenes de color habano –este es el tono asignado a los autores del siglo XX en la colección– contienen obras de índole tan diversa que los lectores podrían llegar a pensar que se encuentran ante una recopilación de obras de diversos escritores. "¿A qué Perec me acerco?", podría ser la pregunta que funcionase como punto de partida para abordar estos dos tomos; por suerte, el propio escritor, tan aficionado a hacer de exégeta de sí mismo, especificó en sus Notas sobre lo que busco que su obra consta de cuatro vertientes: la sociológica, la autobiográfica, la lúdica –que remite a su interés por las constricciones literarias, desarrolladas junto a otros escritores y matemáticos del colectivo Oulipo– y, por último y en su propias palabras, la que concierne "a lo novelesco, al gusto por las historias y las peripecias, al deseo de escribir libros que se devoren de bruces en la cama; La vida instrucciones de uso es el ejemplo típico de ello".

Gran parte de esta cartografía de sí mismo que Perec fue elaborando en paralelo a su obra se encuentra en sus cahiers des charges, los minuciosos cuadernos de preparación para la novela La vida instrucciones de uso. Todo este material nos permite conocer al escritor como si tuviéramos una llave que nos diese acceso directo a su cerebro.

 

Perec como navaja suiza

El escritor francés Ivan Jablonka, recientemente traducido al castellano, apuntó con acierto al considerar a Perec más que como escritor, como un investigador en ciencias humanas. Esto no desmerecería en nada su labor, pues es cierto que Perec, al igualque muchos investigadores, nos ha ayudado a comprender nuestra sociedad gracias a sus intuiciones. Tomemos como ejemplo su novela Las cosas, galardonada con el Premio Renaudot en 1965. Su subtítulo la describe como "una novela de los años sesenta", pero al leerla hoy resulta escalofriantemente contemporánea, pues retrata también los valores que imperan actualmente. En Las cosas, la pareja de protagonistas formada por Jerome y Sylvie quieren, ante todo, obtener placer inmediato a través de una vida fácil, confortable y en la que se rodeen de objetos bellos y bien diseñados. Estamos en plena época del desarrollo de la publicidad y de los estudios de mercado, y ellos pertenecen de lleno a ella, pues trabajan realizando encuestas sobre hábitos de consumo ¿Nos suena muy distinto a lo que vivimos a principios del siglo XXI? Mi impresión es que no.

También los trabajos de campo experimentales de Perec, desarrollados principalmente en obras como Tentativa de agotamiento de un lugar parisino y Especies de espacios, han hecho mella en diversas corrientes de investigación, tal como ha sabido ver el académico Richard Phillips, quien destaca que los métodos y prácticas propuestos por Perec han calado en trabajos sobre paisajismo, vida cotidiana, espacio y teoría social urbana. Destaca también el espíritu lúdico del escritor, su atención a lo corriente y cotidiano y su peculiar práctica de escritura sobre el terreno, que tiene su exponente más notable en la Tentativa de agotamiento: Perec se instala en diversos lugares de la Place Saint-Sulpice a mirar pasar la vida cotidiana, a dar fe, como un notario de lo urbano, de lo que ocurre en esa plaza durante tres días de octubre de 1974.

Por todo esto, nos queda ya claro que leer a Perec es una experiencia estimulante que nos pone en contacto con la literatura tal como se nos inculcó en la infancia para animarnos a leer y de la que nos enamoramos los que hoy somos adictos a la lectura. La literatura de Perec nos anima a emplear las infinitas posibilidades de nuestra imaginación y nos da vía libre para un uso lúdico del lenguaje, en las antípodas de los escritos plagados de lugares comunes o de esos odiosos textos burocráticos propios únicamente de la vida adulta.

 

El lector arquéologo

La obra de Perec posee diversos estratos o capas de lectura que conectan con diversos tipos de lector. Tan apasionante es leer a Perec como estudiarlo, ya que él mismo permite a sus lectores convertirse en convertirse en arqueólogos de sus textos. Como ya mencioné más arriba, el mejor ejemplo de esta posibilidad lo encontramos en la novela La vida instrucciones de uso, Premio Medicis en 1978. Su estructura imita la de una casa de muñecas a la que se le hubiera retirado la fachada para que quien juegue con ella pueda decorarla y transformarla a su capricho. Tal vez nos sorprenda descubrir que la organización de este "plano-damero", como Perec lo consideró para trabajar sobre él, reposa sobre tres procesos formales complejos. O quizá nos resulte tan natural como nos resulta el virtuosismo de un violinista que parece mover los dedos sin esfuerzo, cuando en realidad lleva a sus espaldas semanas de ensayos y repeticiones.

Uno de estos procesos formales es la poligrafía del caballo, un enigma matemático de los que hacían las delicias del Oulipo. En él se parte de un tablero de ajedrez con un caballo situado en una casilla determinada. La regla es que caballo ha de posarse en todas las casillas sin repetir ni omitir ninguna, siguiendo su manera de moverse en L. Este deseo de organizar la novela partiendo de un modelo formal, alejado de opciones realistas o basadas en el azar, está mucho más emparentado con lo medible y calculable, ámbitos en los que los miembros del Oulipo se sentían muy cómodos. Y para dar respuesta a cómo ir llenando de elementos esas habitaciones y cómo organizarlos después, Perec también empleará procedimientos matemáticos como el bicuadrado ortogonal de orden 10. Las permutaciones de los distintos elementos las realizará basándose en la regla de la quenina, una estrofa que procede de la sextina y que fue modificada por el también escritor Raymond Queneau, de ahí su nombre. Este carácter artesanal recorre toda la novela, que no está exenta de otro de los ingredientes característicos de la escritura oulipiana: la intertextualidad. Es probable, por tanto, que muchos lectores finos detecten que la historia del acróbata que figura en el capítulo trece de La vida instrucciones de uso es una reescritura del cuento de Kafka Un artista del trapecio.

Tampoco olvidemos que Georges Perec se apellidaba en realidad Peretz y era descendiente de judíos polacos que emigraron a París en torno a 1920. Su apellido paterno fue mal transcrito por un funcionario de aduanas y este pequeño error le otorgó su nueva identidad. Por eso, quizá no sea casual su afición por los crucigramas, ya que es en estos pasatiempos donde se hace más evidente que la palabra no es sino una agrupación de letras. En esa rejilla lúdica, la palabra deja de ser unidad semántica para convertirse en un conjunto de unidades gráficas. En definitiva, el crucigrama nos hace ver que las palabras que son un conjunto efímero de letras que se pueden rearticular para formar otro concepto distinto, que son tan provisionales como la identidad polaca del matrimonio Peretz, cuyo hijo Georges era francés y se apellidaba Perec.


Recetas contra el vacío

La dimensión juguetona de la obra de Perec es uno de sus aspectos más significativos. De hecho, la primera vez que leí sus Doscientas cuarenta y tres postales de colores auténticos, incluidas en el volumen Lo infraordinario, quedé impresionada por lo lúdico de la propuesta. Yo tenía veinte años y ya escribía ficciones breves, pero me parecía que entre la literatura "oficial" y mi escritura había un abismo. Las reglas formales de lo literario habían sido establecidas de antemano y yo debía seguirlas: no me quedaba otra. Sin embargo, al leer aquella pequeña colección de parodias de los textos típicos que figuran en las postales, tan repetitivos y acartonadamente optimistas, se abrió para mí un ventanal intangible que hizo correr una brisa liberadora: aquello que otros con desprecio llamarían "inventiva", era también literatura, pues Perec era un escritor. Sólo con el tiempo aprendí a descubrir los guiños contenidos en aquellas postales en las que sus narradores dicen estar tostándose al sol constantemente ("Estamos cruzando Cerdeña. Nos da el sol por todas partes. ¡Quemaduras! ¡Pasta prima! Pensamos volver el próximo miércoles."), a pesar de encontrarse a menudo en la Bretaña francesa, donde sus rayos no son apenas visibles durante el verano ("Un gran saludo desde Trouville. Largas sesiones de bronceado. Estoy colorada como dos bogavantes. Mil recuerdos."). Este gusto por el engaño y el juego de espejos ya no nos sorprende, pero su descubrimiento hace dos décadas fue para mí como un salvavidas de colores brillantes.

El único peligro de este aspecto lúdico de Perec es que puede haber opacado otra dimensión no menos importante de su escritura: su trabajo en torno al vacío y a la pérdida. Este aspecto de su obra se encarna con claridad en uno de los ciento diecisiete personajes de La vida instrucciones de uso: Bartlebooth. El nombre del personaje procede de dos creaciones de otros escritores: el célebre Bartleby de Melville y el Barnabooth de Valery Larbaud, menos familiar para los lectores en castellano. El personaje y la misión vital de Bartlebooth son el eje de la novela, puesa través de ellos se desarrolla una metáfora de la escritura como proyecto de absoluta gratuidad cuyo resultado puede llegar a ser simplemente una hoja de papel en blanco y que, además, resulta una complicación añadida a la de vivir. Bartlebooth es el recurso que emplea Perec para hablarnos de la tarea del escritor. Sus decisiones las describe así: "Bartlebooth, en otros términos, decidió́ un día que su vida entera estaría organizada en torno a un proyecto único cuya necesidad arbitraria no tendría otro fin que ella misma. Esta idea le vino cuando tenía veinte años. Fue, al principio, una idea vaga, una pregunta que se hacía — ¿qué hacer?—, una respuesta que se esbozaba: nada". Finalmente,  el narrador nos hace ver que el único interés de Bartlebooth es "una cierta idea de la perfección", tan emparentada con lo que se persigue al emprender cualquier disciplina artística, en concreto la escritura.

El proyecto de Bartlebooth, aparentemente alocado e inútil, destila una gran melancolía y se resume así: durante diez años se dedicaría a aprender la técnica de la acuarela. Después recorrería el mundo pintando marinas, siempre del mismo formato. Cada una de ellas se le enviaría a un artesano especializado que la pegaría en una placa de madera para construir con ella un rompecabezas de 750 piezas que Bartlebooth reconstruiría más adelante. Por último, las marinas se trasladarían al lugar donde fueron pintadas para ser sumergidas en una solución química que las convertiría de nuevo en una hoja de papel inmaculada: no quedaría ni rastro de esta operación que se había convertido en el único sentido de la vida de Bartlebooth.

Este personaje cuya relación con la memoria es compleja, nos lleva directamente a la vertiente autobiográfica de Perec, a su deseo por recuperar los recuerdos borrados de su niñez. En W el recuerdo de infancia, el dolor por la pérdida nos convoca, pues Perec afirma no tener recuerdos de infancia: "Hasta los doce años, más o menos, mi historia no ocupa más que unas pocas líneas: perdí a mi padre a los cuatro años y a mi madre a los seis; pasé la guerra en distintas pensiones de Villard-de-Lans. En 1945 me adoptaron la hermana de mi padre y su marido". La madre y el padre de Perec desaparecieron en el Holocausto, por eso comprendemos su pasión por lo infraordinario, por la historia con minúsculas, cuando afirma que: "otra historia, la Grande, la Historia con su gran hache, ya había respondido por mí: la guerra, los campos". Al respecto, Claude Burgelin, amigo del escritor y parte del equipo editorial de los dos volúmenes dedicados a Perec en La Pléiade, declara que su novela lipogramática La disparition no se limita a ser un ejercicio acrobático que nos hace reparar en las limitaciones del lenguaje (pues la novela en el original francés no emplea en ningún momento la letra "e", mientras que su versión en castellano, titulada El secuestro, carece de letra "a"): es también una fábula sobre la desaparición de los judíos, una vía para metaforizar su exterminio durante la Segunda Guerra Mundial.

 

Tras las huellas de Perec

Es tentador justificar la seriedad del proyecto perecquiano aludiendo a esta trágica dimensión autobiográfica recién citada, pero en mi opinión, la prueba más evidente de lo sólido e imperecedero de su trabajo (máxime para alguien que buscaba "lo eterno y lo efímero", como él mismo sostiene en el epígrafe del último capítulo de La vida instrucciones de uso), es la cantidad de homenajes que ha recibido a través de la obra de otros artistas. Perec tiene la virtud de generar el gusanillo de la creación en quienes lo leen o, mejor dicho, en quienes lo experimentan, de ahí la cantidad de artistas que lo consideran un faro que ilumina su proceso de creación. Como ejemplo, mencionaré al artista visual barcelonés Ignasi Aballí, que dialoga con Perec a través de su serie Desapariciones, así como en otras muchas obras. Aballí abandonó la pintura en los años noventa y se centró en la reflexión conceptual, interesándose en los planteamientos de Foucault y Derrida acerca del archivo. Desapariciones consta de veintitrés carteles publicitarios de películas cuyos guiones fueron escritos por Perec, si bien casi ninguno de ellos se llevó a la pantalla en su momento. Con el diseño y producción de estos carteles, Aballí invoca una ausencia, instalando al espectador la nostalgia por lo que nunca existió.

Mientras tanto, el Oulipo está lejos de haberse disuelto tras el fallecimiento –o mejor, la desaparición– de Perec y de varios de sus fundadores. Siguen en activo tanto la sección literaria del colectivo como otros grupos de artistas potenciales de otras disciplinas: el colectivo de pintores OuPeinPo, el de músicos –llamado OuMuPo– o el de literatura policiaca, el OuLiPoPo. Todos ellos siguen con alborozo la estética en la que los artistas, al imponerse ciertas constricciones, emplean sus herramientas de trabajo de un modo distinto que les abre nuevas vías de exploración.

Por último, y en el campo de lo especulativo, surge la pregunta de cómo habría abrazado Perec las redes sociales y el gusto contemporáneo –rayano en la adicción– por lo nimio, por el comentario banal acerca de nuestra cotidianidad, esos miles de "Estoy en pijama comiendo muesli" o "Por fin saqué del armario la ropa de invierno" a los que nos exponemos diariamente. Mi impresión es que les habría sacado un partido creativo que no estamos preparados para comprender. En su deseo de apertura de nuevas sendas literarias por las que adentrarse, él se situó sin pretenderlo como uno de los precursores de lo que hoy es trending topic. Por eso, sus dos volúmenes en La Pléiade hablan de nuestro tiempo y seguirán hablando de los tiempos por venir. Pero, sobre todo, generan ese placer tan característico que solo los frutos de la inteligencia logran proporcionarnos.

 

Notas:

La traducción de los fragmentos de W o el recuerdo de la infancia es de Alberto Clavería, (Barcelona, Península, 1987).

La de "doscientas postales", incluída en Lo infraordinario es mía (Lo infraordinario, Impedimenta, 2008).

La versión castellana de La vida instrucciones de uso es de Josep Escué (Anagrama, 2004).

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Mercedes Cebrián

18 de enero de 2024

A la hora de contemplar la evolución del decir en esta voz poética, podemos observar en la lectura cuidadosa de la obra última de José Antonio Conde (Sierra de Luna, 1961), un cierto giró que comenzara ya hace cinco años, cuando su poesía esencial, estricta y evocadora dio un giro hacia una cierta forma de poesía social o, como mínimo, hacia una escritura con conciencia social. El momento inaugural, como les propongo, se dio con la publicación de Palabras rotas, un poemario en el que el estilo tradicional de Conde se pone al servicio del testimonio y de la denuncia de un tiempo en el que la injusticia y la vileza se enseñorearon por doquier y cuyo eje de giro, alrededor del que se componen los versos breves y bien hilados, se centra en la memoria familiar de la guerra y la posguerra en las Cinco Villas. En un ejercicio identitario, de puro poeta, recogió al final de aquel volumen un pequeño glosario de términos propios del tiempo y de las tierras que sus versos invocaran. El segundo paso en este andar decidido a elevar la voz de esa clase menos favorecida, tuvo lugar hace tres años —a mi parecer y siendo consciente de que se trata de una afirmación discutible— cuando continuó camino con la publicación de Cuenta atrás, una obra heterodoxa en la que la factura poética de Conde empezó a evolucionar hacia una forma más directa, más narrativa; de hecho en este trabajo se suceden poemas y prosas poéticas (una escritura en la que Conde siempre ha destacado) en las que, junto al relato del auge y caída del boxeador Sony Liston, se denuncia la hipocresía de una sociedad que niega toda oportunidad a los más infortunados, que se recrea en la denigración del bruto analfabeto, al tiempo que relata la obsolescencia del juguete roto, del producto que deja de servir al espectáculo porque no es capaz de amoldarse y atenta contra las reglas morales del sistema. 

Con estas obras precedentes en la memoria, y continuando con lo que podría calificarse como un ajuste de cuentas con nuestro tiempo, Conde firma su nuevo poemario, Clase baja, que constituye el tercer libro consecutivo con Los libros del gato negro y que — de momento—, completa lo que sería una trilogía de poesía de transcendencia social. 

A la hora de definir la escritura poética de Conde de una forma clara y sintética, lo más prudente me parece atender a las acertadísimas palabras de Antonio Pérez Lasheras, quien señalara tres de sus cualidades más características: “su sincretismo, su concentración conceptual y su destilación de las palabras hasta acrisolarlas y hacer que digan lo que hasta ese momento no habían dicho nunca”. En este último proyecto, y sin distanciarse claramente de facturas anteriores, sí podemos encontrar una cierta renuncia al continuo cincelado, a la esmerada pulimentación que, con la extenuación, dejara bruñido el verso de obras anteriores, en las que cada línea conformaba una cuenta esférica, brillante, y el poema, por tanto, lucía como un fino collar en el que se engarzaban esos corales trabajadísimo. En la evolución durante esta epopeya social, parece que Conde se hubiera lanzado a explorar un camino que se abre paso usando un estilo más directo, tal vez por ofrecer un registro acorde con esa poesía de barrio obrero con la que desnuda las vergüenzas de un capitalismo injusto y que es una maldición con la que se eleva la denuncia de la relegación de las clases trabajadoras a la vida más anodina y desesperanzadora. Esa voz es más fresca, más desdeñosa, menos aterciopelada, sin temblarle el pulso al esbozar con trazo grueso. 

Dada la conocida faceta pictórica de Conde —arte en la que también se aplica con excelencia—, se me antoja que estos son una suerte de retratos de época que, de alguna manera, se emparentan con aquellos catorce óleos al secco que ocuparan las paredes de la Quinta del Sordo, esas Pinturas negras, íntimas, que representan y sintetizan una visión personal —que el artista quiere guardar y tener cerca porque le son propias— de unas vivencias, de un momento histórico; obras que en ningún caso están exentas de la crueldad del golpe del garrote o del desamparo de esa ancianidad a la que sólo le resta comer sopas y en las que Goya se aplicó haciendo uso de un trazo menos definido y, a la vez, enormemente expresivo. 

En los versos que componen esta Clase baja se muestra un hondo reconocimiento a la familia, puesto “que enciende la luz como refugio/ que sabe estirar el jornal y la parva” y al empeño de esa unidad de esfuerzo y sacrificio que ésta constituye, muy especialmente para los desfavorecidos: “este es el testimonio de una deriva,/ el naufragio de un linaje,/ un linaje común/ que se pronuncia en el desaliento”; así como manifiesta un desaire insurrecto que eleva el rostro, que muestra su desplante hacia “el amo”, hacia la sociedad que lo encumbra, y que en su mirada altiva mantiene su perseverancia en la belleza despreciada: “al pie de los quebrantos,/ a nadie el importa/ el soliloquio de la rosa”. 

El poso de su lectura deja un testimonio personal con —insistimos—, retrogusto a poesía social, y deja en los labios que reciten tanto su conciencia de clase como el color tinto de los latidos pasados. Sin embargo, esta obra tiene una enorme vigencia, puesto que para muchos ese “antaño” es aún su día a día, es vivencia actual para quienes el regateo aún es herramienta de trabajo y donde es preciso descender otra vez al fondo, por si aún quedara algo que rebañar... “Los míos —dice Conde— son de fiar,/ son buena gente,/ pero cuidado con ellos,/ son los parientes más cercanos/ de la ira”. Conde cava rectas las regueras de sus versos y, mientras, ve en su memoria al padre de su padre todavía en el surco. Con estos versos también se pretende sacar a los suyos, por fin, del barro, del frío y de toda penuria. 

 

Clase baja, José Antonio Conde, Zaragoza, Los libros del gato negro, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Sabido es que a Azorín le gustaba mucho salpicar sus textos con palabras antiguas, pasadas de moda, cuyos significados sólo estaban al alcance de quienes, como él, eran muy dados a fatigar constantemente los diccionarios o de quienes —sobre todo en los pueblos, desempeñando oficios ancestrales— las usaban como moneda corriente en sus parloteos. Palabras como alcaller, adunca, aljezares, antuvión, barbiponiente, baladres, bodigo, cojijo, copela, companages, flámulas del cañar, granzones, profincuo, recazo, taravilla, zalagardas…, que en un tiempo no tan remoto corrían de boca en boca en gentes que no eran bachilleres pero sí rudamente cultas (valga el oxímoron), en el sentido de que eran capaces de machihembrar cada término lingüístico con su propia cosa, cualidad o ambiente, haciendo más próximo y más sustantivo el trozo de realidad referido por ellas. Ha bastado, sin embargo, un breve transcurso de tiempo y la creencia de que cualquier campo de la realidad se ha ido transformando poco a poco hasta el punto de que parezca no ser ya la misma realidad de antes, para que se piense que esos vocablos precisos y limpios no sirven ya hoy, y han acabado arrumbados en el repositorio del olvido por anticuados. Azorín, sin embargo, se servía habitualmente de tales palabras, pues natural era para él que quien las encontrara en sus libros hace sesenta o setenta años no se extrañara de verlas, conociendo al momento su exacto significado. A esto Azorín lo llamaba pobreza de léxico, que es la que debiera de practicar el poeta, el orador o el escritor que quisiera hablarnos con propiedad de las cosas del mundo. Pero, ¡ay!, de nosotros y de los bachilleres (y también de los universitarios) de ahora, que no es sólo que no sepan qué significan términos tan poco usuales como alcaller, adunca o antuvión, sino que posible y hasta probablemente ni se les pase por la cabeza buscar su significado en un diccionario, tal y como hacía el mismo Azorín.

«Acerico» bien podría ser una de esas palabras antiguas que ya hoy casi nadie maneja pero que Florencio Luque (Marchena, 1955) ha querido rescatar de ese fabuloso y rico repositorio plagado de palabras que un día estuvieron llenas de vida, espolvoreando con su sal y su pimienta toda clase de conversaciones, pero que ahora, por desgracia, están a punto de expeler su último aliento si no es que han pasado ya definitivamente a mejor vida. Para quien no lo sepa un «acerico» es una especie de pequeño cojín en el que nuestras madres y abuelas clavaban los alfileres o las agujas que usaban para sus costuras. Pero, claro, ¿quién es el guapo o la guapa que en la actualidad tiene un set de costura con todos sus útiles y cuando, pongamos por caso, se le descosa la cremallera de un pantalón busque hilo, dedal y por supuesto la correspondiente aguja que debiera de estar en su acerico y se ponga pacientemente a coserla? Lo normal es que la mayoría de la gente deje esa laboriosa tarea para otro día... exactamente para el día en que le lleve el pantalón a una costurera más o menos profesional que lo arreglará en un santiamén sin que esa mayoría sepa nada de hilos,  dedales, agujas y acericos.

A tenor de lo punzantes y agudos que son los aforismos de Florencio Luque, se diría que el título que le ha puesto a su libro (Premio Internacional Artemisa de Aforismos) le sirve de metáfora para hacerle ver al lector lo que de acerico tiene la realidad, que, mutatis mutandis, vendría a ser el aparentemente blando y confortable cojín al que agujerea con sutileza e inteligencia para descubrir lo que de verdad esconde. Y desde esa perspectiva metafórica, no son pocos los aforismos que en el libro de Luque no actúen como una aguja o como un alfiler cuyos pinchazos penetran en lo más hondo de la realidad para hacer que esta supure por su herida no tanto una corriente espesa de sangre como un río manso de esperanza en creer que puede ser mucho mejor de lo que piensan los pesimistas y los apocalípticos. Por eso se atreve a decir con inocultable seguridad que «Siembra agujas quien cosecha esperanzas» o «Quien se da, renace» o, más aún, «Quien salva a otro salva al mundo».

Y como además de aforista, Florencio Luque es poeta, son muchos los momentos en que sus frases podrían pasar por versos sueltos, en los que no es infrecuente que aparezcan envueltos en una elipsis verbal, recurso literario morfosintáctico muy común en la poesía y que tan bien se adapta al género del aforismo, puesto que minimiza aún más el ya de por sí mínimo número de palabras que se suele emplear en la construcción de cualquier aforismo (que, por cierto, en el caso de los que componen Acerico no sobrepasan en general las cuatro, cinco o seis palabras). Esas frases, esos versos sueltos, esas elipsis, que insinúan, sugieren o evocan algo que solamente la sensibilidad de un poeta puede percibir más allá de lo que el común de la gente ve («Corazón de guijarro, eco de agua», «Árbol de sueños, frutos de humo», «Reloj, nido de cenizas» o «Umbral de vida, puerta de laberinto») y que normalmente, en el caso de los poetas, viene acentuada por su prodigiosa capacidad de imaginación para establecer correspondencias, símiles o relaciones entre un sinfín de cosas precisamente disímiles. Quizá por eso, por tirar de imaginación, el libro está dividido en cinco apartados cuyos epígrafes remiten a algunas de las formas más etéreas de la realidad: Visiones, Sueños, Tiempo, Laberinto y Lienzos. Y es que, como dijo Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría, vivimos vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Tan imaginarios, en fin, que no es de extrañar que el propio Luque llegue a afirmar en un momento dado que «Todos nos parecemos a un desconocido», idea en cierta medida afín, por su falta de engreimiento, con esa otra frase tan célebre que dice: «Me llamo Eric Satie, como todo el mundo». Porque tal vez Florencio Luque intuya, en último término, que el desconocido al que se parece también lleva su mismo nombre.

 

Florencio Luque Alfonso, Acerico, Córdoba, Detorres editores, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Hace unos meses se cumplieron los primeros cuarenta años de ininterrumpida, emocionante e intensa vida editorial de Olifante. Si embarcarse en un proyecto de este calibre fue algo ya en sí mismo extraordinario, mantenerlo activo durante todo este tiempo resulta, sin ningún género de duda, un hecho asombroso y legendario. Más todavía si tenemos en cuenta que la poesía es, en gran medida, el género en el que esta editorial se ha volcado desde el principio, una actuación que ha llevado a cabo con un rigor y un compromiso indestructibles.

En España, un país en el que se edita mucha poesía pero, en comparación con otros lugares, me temo que no se lee tanta, hablar hoy de editoriales de poesía es hacerlo, inevitablemente, de Olifante, es decir, de Trinidad Ruiz Marcellán, corazón y cerebro de un sello editor que se ha ganado a pulso —sin reblar, con una enorme tenacidad— un puesto de primerísimo nivel en el panorama de las editoriales independientes de este país, primero desde Zaragoza, y luego y todavía hoy desde Litago, en las faldas del Moncayo, donde, junto a Marcelo Reyes (1962-2015) y sus hijos (Manisha, Kike y Snehal), han desarrollado una encomiable actividad vinculada a la poesía. Ahí están la Casa del Poeta en Trasmoz, un pajar en ruinas que rehabilitaron y transformaron en un acogedor refugio que mantuvieron abierto durante años como residencia para escribir, traducir o analizar obras poéticas, la promoción de la Ruta Bécquer como homenaje a la presencia de los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano en tierras moncaínas entre 1863 y 1864, el Premio Poesía de Miedo o el Festival Internacional de Poesía Moncayo, que impulsaron desde 2002 y durante quince programaciones, un acontecimiento que —además de teatro, música, danza, escultura y pintura— aglutinó a un buen número de poetas de muy diferentes lenguas, culturas y procedencias geográficas.

Trinidad, según ha contado ella misma, descubrió la poesía con quince años en la Biblioteca pública de la calle Santa Teresa de Zaragoza, a través de unos versos de La voz a ti debida de Pedro Salinas. Aquella experiencia fue para ella un acontecimiento que jamás olvidaría. Desde entonces, leyéndola, escribiéndola y rompiéndola —ese gesto tan necesario y tan poco frecuente—, la poesía ha sido una inseparable presencia en su vida. Muchos años después, Trinidad —cuya editorial ha dado casa y aliento a tantas y tantas voces— rompería su particular y prolongado silencio y, tras aparecer en algún volumen colectivo, se revelaría como una singular poeta, primero con Traducción del silencio (2017), una emotiva y contenida elegía a quien fuera su compañero de vida, Marcelo, y después con Una carta de amor como un disparo. Moncayo Moncayo (2019), un libro tocado por un cierto vaho crepuscular en el que las emociones y los elementos naturales se entrelazan como raíces de un mismo árbol. En paralelo, como un tributo a su memoria, se publicó Marcelo anda por ahí (Homenaje a Marcelo Reyes) (2016). Y desde ahí precisamente, desde las laderas de esa mítica montaña, tan cerca de la machadiana Soria y del becqueriano Veruela, con Mario Muchnik como un referente imprescindible en el trabajo editorial, Trinidad continúa dirigiendo con perseverancia y discreción las riendas de esta casa. E la nave va.

 

II

 

Como es sabido, en la segunda mitad del siglo pasado, Aragón fue un lugar propicio para el desarrollo de proyectos editoriales centrados en la poesía. Recordaré aquí únicamente tres de esas aventuras que, por diversas circunstancias —proximidad temporal, afinidades estéticas o ideológicas, amistad, etc.—, pudieron dejar alguna huella en la posterior actividad editorial de Olifante.

Luciano Gracia (1917-1986) fundó y dirigió Poemas, una colección que se mantuvo viva desde 1963, cuando ve la luz Nada es del todo, de Manuel Pinillos, hasta 1986, año en el que se publica el n.º 56 y último de la colección, Los ojos verdes del búho, de José Luis Rodríguez García. Aquí, y en 1967, apareció y desapareció una leyenda de la bibliografía poética aragonesa contemporánea, Generación del 65. Antología de poetas hallados en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, al cuidado de Juan Marín y Fernando Villacampa y con prólogo de Miguel Labordeta.

Julio Antonio Gómez (1933-1988), al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos planes literarios: una revista de resonancias mozartianas, Papageno, y, sobre todo, una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos, un afán en el que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse. La serie encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y, en el lapso de cinco años, publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quieren valorar los logros técnicos de un repertorio único en el conjunto de la edición poética española de esos años). La primera entrega, Los soliloquios, de Miguel Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos, otros de Vicente Aleixandre, Leopoldo de Luis, Blas de Otero, Ildefonso M. Gil, Luis Rosales, Gloria Fuertes, y proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de Carlos Edmundo de Ory o Salvador Espriu.

En 1975, Ángel Guinda funda Puyal, colección que ve la luz al abrigo de Publicaciones Porvivir Independiente. Se mantuvo activa hasta 1982 (gracias al empeño de su impulsor y, también, al considerable número de suscriptores que la apoyaron), y publicó un total de veintidós títulos de, entre otros, José Luis Alegre Cudós, Manuel Pinillos, Ana María Navales, Francho Nagore, José A. Rey del Corral, Ángel Crespo, Joaquín Sánchez Vallés, Manuel Estevan y Manuel M. Forega.

He citado estas tres colecciones —Poemas, Fuendetodos y Puyal—, ya lo he señalado, por razones de peso, argumentos en los que encuentro una línea de continuidad entre estos proyectos y Olifante. De hecho, la propia Trinidad ha señalado en más de una ocasión su filiación y su deuda con respecto a esos catálogos, sostenidos, con todas sus diferencias, sobre unos principios éticos y estéticos insoslayables. Hubo y hay, claro, otras colecciones que han prestado y continúan prestando atención a la poesía en y desde Aragón: Orejudín, vinculada a la revista homónima que fundara J. A. Labordeta; Alcorce, promovida por la editorial Coso Aragonés del Ingenio (E. Alfaro, J. A. Anguiano, E. Gastón y J. Mateo Blanco); San Jorge de la Institución Fernando el Católico, que inicia su trayectoria en 1969 con Fábula del tiempo, de R. Tello; Horizontes (1974-1976) de la editorial Litho Arte; las «Galeradas» de Andalán, separatas poéticas quincenales que se publicaron entre 1982 y 1987. Y, más próximas en el tiempo, La gruta de las palabras, de Prensas Universitarias de Zaragoza, Cancana, de Lola Editorial, Cave Canem, las editoriales Libros del Innombrable y Eclipsados, con nutridos y potentes catálogos poéticos en sus sellos, etc.

 

III

 

Fue en 1979 cuando vio la luz el primer título de Olifante, Cartas a Eugénio de Andrade, de Luis Cernuda, en edición de Á. Crespo y con un retrato hasta ese momento inédito del autor de La realidad y el deseo (Trinidad ha recordado en más de una oportunidad aquel conmovedor viaje a Oporto para conocer al poeta portugués, en compañía de Á. Guinda, Á. Crespo y Pilar Gómez Bedate). Sin duda, la editorial iniciaba su trayectoria con un libro singular —se trataba de un epistolario y no de un poemario— que, sin embargo, daba ya alguna pista sobre el interés que el sello habría de mostrar por la poesía portuguesa y en portugués, y escribo «en portugués» porque, con el tiempo, la editorial publicaría otros muchos títulos de poetas del país vecino, brasileños, mozambiqueños, etc. (José Agostinho Baptista, José Manuel Capêlo, Casimiro de Brito, Alberto de Lacerda, Teixeira de Pascoaes, Jorge de Sena, Augusto dos Anjos, Lêdo Ivo, António Osório, António Ramos Rosa, José Viale Moutinho, Vergilio Alberto Vieira, etc.), un hecho que demuestra esa ibericidad declarada por la editorial desde el primer momento. En 1989, vería la luz otro epistolario, El corazón desbordado (ed. de A. Castro), esta vez de Julio Antonio Gómez, un volumen que ha de leerse, también, como un homenaje a quien fuera uno de los referentes de Trinidad en el ámbito de la edición; y años después, en 2013, publicaría de nuevo otro del mismo Cernuda, las Cartas a Bernabé Fernández-Canivell, al cuidado de Á. Guinda, quien años antes, en 1980, había editado estas cuatro cartas en Puyal. Desde entonces, y hasta la fecha, han sido más de seiscientos (se escribe pronto) los títulos que esta editorial ha acogido en sus diferentes colecciones —Olifante, Papeles de Trasmoz, Veruela, Antonio Machado, Audiovisual, Voces, Maior, Prosa, Haya, Olifante ibérico—, escritos en diversas lenguas (albanés, alemán, árabe, aragonés, bengalí, búlgaro, catalán, escocés, eslovaco, español, estonio, flamenco, francés, gallego, hindi, húngaro, inglés, irlandés, italiano, persa, polaco, portugués, etc.).

En el panorama editorial español contemporáneo —«precario, castigado, resistente», según la responsable de Olifante— abundan las antologías de poesía, textos que con frecuencia se han utilizado para librar batallas cainitas y comerciales o para explotar, sancionar y consolidar corrientes de escritura, volúmenes que a menudo se han interpretado como síntomas con los que calibrar una determinada temperatura lírica y no como propuestas de exploración de escenarios inéditos, (con)fundiendo los valores de la estética con las plusvalías del mercado. Así, en dicho horizonte encontramos un exceso de bibliografía que ha anulado tantos y tantos intentos de análisis y ha convertido en costumbre y canon unos cuantos tópicos y lugares comunes. Y, como digo, en ese superávit bibliográfico no escasean precisamente unas antologías de poesía que responden a factores e intereses muy precisos que pocas veces tienen que ver con la compleja y heterogénea realidad literaria: la proximidad o lejanía de editores y antólogos con respecto a unas determinadas concepciones artísticas y, por lo tanto, la elección de unos u otros poetas, la amistad o animadversión que los unan o separen de esos mismos poetas, el mayor o menor conocimiento que sean capaces de mostrar del propio tejido poético, los deseos de airear la vitalidad de una tradición poética particular en detrimento de otras, agentes, en fin, muchos de ellos extraliterarios condicionados por objetivos muy diversos.

Olifante, en este sentido, no es una excepción. A lo largo de su dilatada trayectoria, ha entregado unas cuantas muestras de poesía colectiva, de muy diversa condición y proyección. En 1987, Á. Guinda, autor y colaborador habitual de la editorial, preparó la edición de Los placeres permitidos. Joven poesía aragonesa, que reunía textos de Javier Carbó, José Carlos de la Fuente, Carlos Esteban, Javier Sanz y Alfredo Saldaña; en 2007, vio la luz 20 poetas aragoneses expuestos (ed. de Félix Esteban y pról. de Pilar Manrique); en 2009, Avanti. Poetas españoles de entresiglos XX-XXI (ed. de Pablo Luque); recientemente, en 2017, se ha publicado, al cuidado de M. M. Forega, Amantes. 88 poetas aragoneses.

Para el caso de la poesía aragonesa, es conocido que en estos últimos años hay dos repertorios relevantes, el preparado por A. M.ª Navales (Antología de la poesía aragonesa contemporánea, Zaragoza, Librería General, 1978) y el posterior, más amplio y documentado, de Antonio Pérez Lasheras (Poesía aragonesa contemporánea. Antología consultada, Zaragoza, Mira Editores, 1996). En ambos casos, la presencia de voces femeninas, con la excepción de la propia Navales, que aparece representada en los dos volúmenes, brilla por su ausencia.

Por esa razón, quiero dedicar unas líneas a un libro que forma parte del catálogo de la editorial, Yin. Poetas aragonesas 1960-2010 (2010), un volumen con el que Olifante trató de reparar esa injusticia histórica y que cumple con creces el objetivo principal que sus responsables se marcaron, que no era otro que el de mostrar la riqueza y diversidad de la poesía aragonesa contemporánea escrita por mujeres (había algunos precedentes en el Estado español: Las diosas blancas. Antología de la joven poesía española escrita por mujeres, ed. de R. Buenaventura, Madrid, Hiperión, 1985; Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española, ed. de N. Benegas y J. Munárriz, Madrid, Hiperión, 1997; Poetisas españolas, ed. de L. Jiménez Faro, Madrid, Torremozas, 2003).

Por lo que respecta a Yin. Poetas aragonesas 1960-2010, nos encontramos con un volumen en el que pueden leerse propuestas para todos los gustos, escritas en los más diferentes registros: vitalismo más o menos depurado (Pilar Rubio, T. Ruiz Marcellán, Luisa Miñana), culturalismo tocado por contenidos en ocasiones clasicistas, realismo (más o menos limpio o sucio), neorromanticismo un tanto culto e intelectual (Olga Bernad, Almudena Vidorreta), hiperrealismo, neosurrealismo, poesía de la experiencia, de la diferencia, de la conciencia, poesía sensista adornada de un erotismo más o menos leve o acusado (Loli Bernal, Marta Fuembuena, Clara Santafé), metapoesía (Elena Pallarés, Carmen Aliaga, Vida Armada), poesía neosocial, comprometida con una transformación más o menos radical de la realidad (Sofía Díaz Gotor, Elvira Lozano), figurativa, elaborada al calor de elementos telúricos (Sonia Llera), visionaria, iluminada por un cierto y heterodoxo misticismo, etc., y algunas de estas propuestas muestran un gran compromiso con la denuncia de la realidad más destructiva de su tiempo y dan testimonio de la situación en que se encuentran aquellos que viven «sur le dos tourmenté de la terre», como escribiera René Char.

Estas poetas llevan a cabo estos aportes de muy diferentes maneras porque saben que la realidad puede disfrazarse con distintos ropajes y, por lo tanto, representarse de diversas formas. Algunos textos suponen una apuesta permanente por el riesgo (incluso por aquel que acarrea la posibilidad de la pérdida de sentido), no aceptan la idea de la poesía como ficción, apariencia o simulacro y responden a una deliberada voluntad de ruptura y transgresión (Miriam Reyes). La poesía se presenta así como una extraordinaria oportunidad para la insumisión y la subversión permanentes (Cristina Járboles) y, también, como discurso social, podría decirse que supone en algunas de estas voces un viaje de regreso hacia la soledad y el silencio (Teresa Agustín), sus auténticos lugares de origen, hacia la pérdida —cuando no la negación— de su propio registro y su particular rostro dado el escenario radicalmente marginal y periférico que ocupa en nuestra escala de valores.

Dicho esto, es evidente que resulta extraordinaria, por insuficiente, la presencia de voces femeninas en la bibliografía poética aragonesa a lo largo de su historia. Este volumen supuso un primer abono en el pago de esa deuda e implica un merecido reconocimiento hacia quienes —en contra de sus propios deseos y sus legítimas aspiraciones— hicieron del silencio su casa. En general, la poesía que aquí puede leerse nada o muy poco tiene que ver con la que escribieron aragonesas de otros tiempos —Ana Abarca de Bolea, Luisa Herrero de Tejada, etc.—, que convirtieron el género en una herramienta al servicio de la fe religiosa. Esta poesía —seleccionada por Á. Guinda, que optó desde por la inclusión y un abanico amplio de presencias, y acompañada por un texto introductorio inteligente y clarificador de Ignacio Escuín— es ahora fuente de posibilidades diversas, oportunidad para la exposición de conflictos de todo tipo, venero de ideas y emociones sin domar, escenario para la representación de tensiones y alternativas a los discursos más gastados, y todo ello desde la más veterana de las poetas reunidas, Lola Mejías (1912-1999), hasta las más jóvenes, Ana Muñoz y Clara Dávila, nacidas en 1987, cuando la editorial que acogió esta publicación contaba ya con ocho años de andadura. Son sesenta y cuatro voces llamadas a desempolvar nuestras conciencias adormecidas por el letargo crítico, ateridas por el frío, vapuleadas por el miedo. Recientemente, al cuidado de Óscar Latas y Ángeles Ciprés Palacín, ha visto la luz en la misma editorial Arquimesa. Poesía en aragonés escrita por mujeres  1650-2019 (2019), un volumen configurado desde una doble perspectiva diacrónica y tópica que recoge poemas de catorce escritoras, entre las que pueden leerse textos de Rosario Ustáriz Borra, Nieus Luzia Dueso Lascorz, Carmina Paraíso, Elena Chazal y María Pilar Benítez.

Y, al margen de estos libros colectivos, Olifante ha publicado a lo largo de todos estos años un buen puñado de títulos que nos han demostrado con soberana naturalidad que la poesía es también cosa de mujeres, de mujeres de hoy y de ayer, de aquí y de más allá, de esta y de otras lenguas: C. Aliaga, Begoña Abad, Rosana Acquaroni, T. Agustín, Ana Luísa Amaral, Elisa Berna, Ana Cristina Cesar, Moya Cannon, Marga Clark, Anabel Corcín, Florbela Espanca, Concepción Estevarena, Pilar Gómez Bedate, Cristina Grande, Cristina Grisolía, Clara Janés, Katarína Kucbelová, Magdalena Lasala, Luljeta Lleshanaku, L. Miñana, Nancy Morejón, A. Muñoz, Mary O´Malley, Carolina Otero, E. Pallarés, Lilián Pallarés, Julia Piera, Marina Pino —autora de Dejemos que Venecia se hunda, primer libro de una mujer en la editorial, diez años después de su fundación—, Estela Puyuelo, Inés Ramón, Elena Román, Carlota Urgel, Nuria Ruiz de Viñaspre, Krisztina Tóth, Irene Vallejo, Concha Vicente y Sholeh Wolpé son algunas poetas que podemos encontrar en el catálogo de la editorial.

Olifante, además de los ya citados, ha publicado otros volúmenes colectivos que dan muestra de ese interés que ha mantenido siempre este sello por la poesía como un fenómeno de alcance y proyección mundiales. Entre ellos: Poesía italiana de hoy (1974-1984). La narración del desengaño (1984, ed. de Pietro Civitareale), Poesía mozambicana del siglo XX. Poesía en acción (1987, ed. de Xosé Lois García), La pared de agua. Antología de poesía bengalí contemporánea (2011, ed. y trad. de Subhro Brandopadhyay y con adaptación de Violeta Medina), Poetas de Otros Mundos. Resistencia y verdad (2018, ed. de Á. Guinda), con veinticuatro poetas  procedentes de los cinco continentes.

Y, en paralelo a esta ininterrumpida labor de edición poética, habría que señalar que Olifante también ha acogido en su catálogo algunos otros textos y ensayos que revelan un interés por la propia poesía, desde otras perspectivas: Abisal cáncer, un singular «diario poético» de Miguel Labordeta editado por Clemente Alonso Crespo; Hundiendo en las palabras las huellas de los labios. Poesía y Canción, de J. A. Labordeta; Memoria y recuerdo en el poema «Espacio» de Juan Ramón Jiménez y León Felipe: de la soledad española al definitivo exilio mejicano, ambos de Manuel M. Forega; Poetas suicidas: sensibilidad o supervivencia, de Ricardo Fernández Moyano; Hay alguien ahí, de Alfredo Saldaña; La Mística, volumen colectivo coordinado por M. M. Forega.

En un inventario tan amplio como el que tiene ya esta editorial, son muchos, sin duda, los libros que, por diversas razones, podríamos destacar. Entre ellos, algunos títulos de los que la propia editora se siente especialmente orgullosa son estos: Cancionero, de Cecco Angiolieri, Cantos órficos, de Dino Campana, La Partenza, de Francis Vielé-Griffin, Poemas, de Jacobo Fijman, y Las leyes de la gravedad, de Mohsen Emadi. Y si hay un escritor vinculado a la trayectoria de esta casa, ese, sin duda, es Ángel Guinda, autor, entre otros libros publicados en distintas editoriales, de Vida ávida (1980), Claustro (1991), Conocimiento del medio (1996), Toda la luz del mundo (2002), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), todos ellos en Olifante, donde también ha publicado Poesía violenta. Manifiesto (2012), el ensayo El Mundo del Poeta. El Poeta en el Mundo (2007), además de coordinar varias antologías y ejercer como editor literario en algunos volúmenes.

Y, desde luego, hay otras personas estrechamente ligadas a la editorial a lo largo de todos estos años: Columna Villarroya, que ha llevado a cabo el trabajo de laboratorio fotográfico con una inteligencia y una sensibilidad extraordinarias; Alberto Lisbona en el proceso técnico; Julio Álvarez, Vicente Pascual y Ricardo Calero en el diseño gráfico; Luis Felipe Alegre, que ha puesto nervio y voz a la poesía en tantas y tantas ocasiones vinculadas a la editorial; Manuel M. Forega, A. Castro e Inmaculada Muro en diferentes labores puntuales de coordinación editorial; todas ellas, junto a un sinfín de traductores, editores literarios, coordinadores de obras colectivas, maquetadores, procesadores de textos, impresores, encuadernadores, etc., han contribuido de manera fundamental a que el resultado final fuese en cada ocasión el mejor posible.

Que el cierzo sea propicio para que el olifante nos siga trayendo durante mucho tiempo la buena nueva de la poesía, que la cumbre de la montaña siga protegiendo a quienes viven y descansan en sus laderas, que la pasión de editar no se apague, que el frío, el silencio y la soledad de las noches invernales continúen cuidando de las palabras y de quien, junto a la encina, es «Reluciente amanecer. / Llama en pie».

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

21 de diciembre de 2023

 

I

 

Parece difícil de explicar el hecho de que la poesía del poeta portugués Ruy Belo (1933-1978) no cuente aún con una presencia editorial bien visible en España. Con una obra publicada entre los años sesenta y setenta, Ruy Belo es, sin duda, una de las voces más personales y singulares de la lírica lusa del siglo XX, y su nombre ocupa un lugar destacado y merecido en el canon poético portugués de la modernidad. Eduardo Lourenço lo afirmó vinculando la existencia de Belo a la del mismísimo Fernando Pessoa: “si hay una posteridad digna de Pessoa (…) es la de la poética omnicomprensiva de Ruy Belo”, y lo escribió en un lugar significativo, el volumen Século de Oiro. Antologia crítica da poesia portuguesa do século XX (p. 215), organizada en 2002 por Osvaldo Manuel Silvestre y Pedro Serra. En ese título, 73 críticos literarios elegían un poema destacado del siglo de oro de la lírica vecina, y Ruy Belo aparecía en cuatro ocasiones, escogido por Luís Mourão (“VIII. A mão no arado”), Eduardo Lourenço (“Em louvor do vento”), Vítor Manuel de Aguiar e Silva (“Morte ao meio-dia”) y Manuel António Pina (Ácidos e óxidos”). 

El medio editorial español, sin embargo, aunque relativamente atento a los nombres fundamentales de la literatura portuguesa del siglo XX, no ha sabido encontrar aún el espacio que en rigor merece la poesía desasosegante de Belo. Es verdad que existen dos títulos de nuestro autor en español, el primero de los cuales ya descatalogado: País posible, editado en 1991 por Adolfo A. Montejo Navas, con traducción de Ángel Campos Pámpano, y El problema de la habitación: algunos aspectos, 2009, ediciones Sequitur, con introducción de Pedro Serra y traducción de Luis Julio González Platón (que se deja llevar por el falso amigo del término “habitação” del título, cuya mejor versión habría sido “vivienda”). Es cierto también que su obra está presente en dos de las tres antologías más importantes de poesía lusa del siglo XX editadas en España, la Antología de la poesía portuguesa contemporánea de Ángel Crespo (Júcar, 1982, con los poemas “Figura yacente”, “Algunas proposiciones con pájaros y árboles que el poeta remata con una referencia al corazón”, “La imagen de la alegría”, “[Otro fragmento]”, y “Tres o cuatro niños”) y Los nombres del mar, de Ángel Campos Pámpano (Editora Regional de Extremadura, 1985, con los poemas “Encuentro de garcilaso de la vega con doña isabel freire, en granada, en el año de 1526”, “El tiempo sí el tiempo casualmente” y “Adiós a la tierra de la alegría”), mientras que no aparece en Poesía portuguesa actual, de Pilar Vázquez Cuesta, publicada por la Editora Nacional en 1976, aún en vida del poeta. Y es verdad, por último, que en España la academia universitaria no ha sido ajena a su poesía, incluso se ha realizado una tesis doctoral dedicada a su obra (de la autoría de Hugo Manuel Milhanas, en la Universidad de Salamanca, 2015), al tiempo que la Revista de Filología Románica de la Universidad Complutense dedicó buena parte de su volumen 25, en2008, a su memoria (había sido Lector de Portugués en esa institución entre 1971 y 1978), con motivo del trigésimo aniversario de su muerte. 

Todo ello, sin embargo, y otras presencias que no mencionamos por no disponer de espacio, siendo elementos notables para la recepción de un poeta portugués en España, no parece saldar la deuda con Ruy Belo, un autor fuertemente vinculado al país de Garcilaso y Lorca, y que todavía espera ansiosamente la aparición de una amplia colectánea de su obra poética.

 

II

 

Ruy Belo, en efecto, vivió en Madrid entre 1971 y 1977, periodo durante el cual publicó en Portugal traducciones de Jorge Luis Borges (Poemas escolhidos, 1971) y Federico García Lorca (Dona Rosinha a Solteira ou a Linguagem das Flores, 1973). En la capital española experimentó con una profundidad irresistible la percepción de una cierta pérdida o vacío existencial que es marca constante en su poesía, atravesada en este caso por la conciencia del extrañamiento de un sujeto que con frecuencia se siente extranjero o exiliado (“Madrid, uma das cidades do mundo mais distantes de Lisboa”, escribe en la “Explicación que el autor ha tenido por indispensable anteponer a esta segunda edición” de Aquele grande rio Eufrates, de 1972). Ese vacío al que conduce el abismo de una utopía inalcanzable se plasma en su obra, de profundo aliento metafísico, a través del recurso al tema de la muerte como una melancolía propia y visible en cuanto fundamento estético, hasta el punto de convertir el texto poético, como afirma Pedro Serra en Um nome para isto, en el “lugar en que se literaliza una muerte como Realidad absoluta” (p. 13). El lenguaje revela en su poesía una pérdida constante, enmascarada a veces tras la sobriedad de un registro profundamente discursivo. La muerte, así, la propia invención de la finitud, se convierte en el modo mediante el cual el poeta “se ficciona a sí mismo, inmune y protegido”, siguiendo la línea de pensamiento de Cristina Firmino, en la introducción e O problema da habitação (ed. Presença, 1997, p. 16).

 

III

 

Ruy Belo escribió poemas en los que Madrid cobra protagonismo, y son esos los que hemos elegido fundamentalmente para esta muestra. Con el pórtico de “La medida de españa” (perteneciente a Homem de palavra(s), de 1970) hasta “En la noche de madrid” (aparecido en 1978 en la revista Raiz e utopia), pasando por poemas como “Primer poema de madrid”, “Solo en la ciudad”, “Madrid revisited” o “En el aeropuerto de barajas”, el país vecino fue para Belo parte inseparable de su “problema de la vivienda”, si entendemos este título como una auténtica y vertebradora alegoría de su propia escritura. Son numerosos los poemas del autor fechados en la capital, del mismo modo que son fundamentales en su producción los poemas que toman como motivo a Garcilaso de la Vega y a Isabel Freire. Esos textos, sin embargo, más disponibles para los lectores atentos del poeta en España, ceden ahora espacio a una visión en la que España, con Madrid en primer plano, se convierte en algo así como el adverbio de lugar en el que se representa el drama elegante, profundamente posmoderno, de la poesía de Ruy Belo.

 

Ruy Belo

 

La medida de España

 

He cambiado algunas veces de ciudades

y mi pasado es todo olvido

La noche llega precedida por la sombra

y siempre en vano repudio la noche

Cualquier día me muero y sé poco de la vida

es peligrosa la vida la simple vida

la vida la simple vida es violenta

Pero cuando llega la primavera XXX

me siento invulnerable y empiezo

Es formidable marzo cuando se acerca

prometiendo a su paso un verano integral

Soy todo de este tiempo y son míos estos días

Yo no soy nada pero el verano existe

Canta mi corazón

Esta es la medida de españa

oh vida mía vida extraña. 

 

Primer poema de Madrid

 

Que por todos se haga la poesía

que rompa la soledad nítido nulo

la soledad de las armas aves manzanas

la soledad del cuarto la soledad de Kafka

Que a todos se destine la poesía

que no más en duino encierre el grito

la escogida palabra restaurada

Que la voz del hombre de la sierra de mésio

llegue a miranda talón del mundo

no vaya la izquierda a ser de los coches de carreras

No crezca más el niño quédese quieto

inmóvil más real que en las fotografías

Estaba soñando de viejos más estúpidos

que tus oh diego conejitos

Hay tantas estrellas parecen bailar

en la noche rasa desagües de castilla

et mourir à madrid le coeur brisé

salamanca unamuno bação Alentejo

Cada día se hace más difícil ser dios

y yo solo aquí en la noche me suicido de sueño

llegado del viento vasto del invierno

el suicidio sí el único problema

para el hombre que por haber nacido

heredó la maldición que no quería

Bailemos nosotros malditos marginales

de todas las ciudades sociedades

que no tenemos doctrina que nos salve

Sepa siempre el cinatti timorense

el nómada de lo dicho por no dicho

que si más cercanos cuanto más distantes

soy siempre su lector atento y dedicado

Además no hay ni tú ni yo falso problema

están los sin pan y los sin postre

y hasta sin Portugal cuestión antigua

Así si nos vendieron los países

peregrinos y huéspedes en otras tierras

allí lanzamos nuestras viscerales raíces

Pero el país está dentro de nosotros

el país somos nosotros sí pasa por aquí

pasa por nosotros los de explorar palabras

esa guerra civil inevitable

(No oigáis lo que digo en este código

sino lo que el corazón contento al rojo vivo

contiene porque el otro del alma lo desplacé)

Qué fácil le resultaba al cuerpo la sepultura

pero nosotros los que somos de los peces

los que con la tormenta al final todos nos perdemos

tenemos por patria sencilla la lengua portuguesa

y por eso como arma tenemos estar de pie

oponer al sol la cara incorregible

y dar la palabra a los que no tienen voz

pues al silencio los tienen sometidos

Poema de palabras no de paz sino de pavor

construcción lingüística difícil aparentemente

yo que a cambio de la vida y el triunfo me volví tu ínfimo cultor

bajo esa superficie de impasible frialdad

sé que se oculta la voz no de la humanidad

palabra con el más dudoso de los significados

sino de los hombres que Dostoievski vio ofendidos y humillados

Cálida y humana aunque en apariencia fría

que a todos se destine la poesía 

 

Solo en la ciudad

 

Tras una estancia en las alturas

a expensas del más puro pensamiento

que ha detenido el día la hora y el momento

en una fuga de la vida y los ruidos y los coches

los cuales que yo sepa solo Venecia repudia

sin dolores ni cuidados horas seguras

sin asuntos urgentes porque todo se ha vuelto olvido

¿cómo renunciar ahora a tanta luz

y cómo pactar con tan antiquísimo poder

como aquel que a las cosas les consiente suceder?

Los plátanos disputan las últimas hojas

a los vientos y a las lluvias de diciembre

y como que se quejan del invierno

Ya se pudre el corazón de los árboles

y esa raza ciega pero sagaz de los sencillos

de los seres condenados a la mentira

se socorren con la oscuridad de las aguas

para pensar la parte a sus siervos debida

como si un ser cediese a razonamientos

cuando está en causan la propia vida

No dejamos en el suelo el menor rastro

las cosas que pensamos no dan resto

y la destrucción de nuestro rostro

es ahora mayor que en el delirio del verano

Ya no nos sorprende el mediodía

el mar si lo fue ha dejado de ser inofensivo

un destino de hierro nos detiene

y son largos los días lejos de nosotros mismos

Ni siquiera ya se pierde la infancia imperiosa

en la fuerte frecuencia de las preguntas sin respuesta

Hasta la luna ese incendio de plata

que antes era como astro fe

ahora es una auténtica catástrofe

En ningún muro blanco alguna sombra es

representación probile para el hombre

En los propios corazones la tempestad

se sirve de la complicidad de la edad

de los restos impalpables de un destino

que no nos mata menos que a los peces

despreocupados en el estanque el agua de las habas

(había llovido me acuerdo y así llueve ahora

cuando le pido a la infancia una metáfora

y la lluvia es más real que si lloviese)

Todo trabaja pero ocultamente

y todo es parecido al sobresalto

Terrible tempestad de alegría

¿qué parcela del día hoy día nos permite?

La vida es una república odiosa

y hasta es monstruosa esa punta del pensamiento

que me deja en los dedos solo palabras y no días

Oculta crece la hierba del profundo sentimiento

E incluso cuando fuera es domingo

en nuestro interior es día de diario

¿Qué mundo es este mundo de estos días

que nos mata más de lo que Atenas nos mató?

El corte inglés en plena primavera

según dicen todos los anuncios

que veo en las paredes hoy día dos de marzo

Voy a entrar para ver puede que esté ahí

el término de este invierno que me invade

Talvez recupere lo que perdí

y me vea de nuevo envuelto en hojas

como cualquier árbol anónimo que vi 

 

Madrid revisited

 

No sé tal vez en estos cincuenta versos consiga mi propósito

ofrecer en esa forma objetiva y hasta incluso impersonal en mí habitual

la ordenación externa de esta ciudad a la que regreso

llueve sobre estas calles desolada y espesa como lluvia desmenuzada

tu ausencia líquida mojada y por gotículas multiplicada

El cielo entristecido hay una soledad y un color grises

en esta ciudad hace meses capital del sol núcleo de la claridad

Es otra esta ciudad esta ciudad es hoy tu ausencia

una enorme ausencia donde las casas se han separado en varias calles

ahora tan diferentes que una diversidad así hace

de mi ciudad otra ciudad.

Tu ausencia son preferentemente algunos lugares determinados

como correos o el café gijón ciertos domingos como este

para los demás normales solo para nosotros secretamente rituales

si neutros para los otros neutros hasta para mí

antes de heredar en ti particular significado

Tu ausencia pesa en estos loca sacra uno por uno

los cuales más importantes que lugares en sí

son simples sitios que solo he conocido en función de ti

y ahora se alzan piedra a piedra como monumento de la ausencia

No veo aquí el núcleo geográfico administrativo de un país

capital de edificios centro de donde emanan decisiones

complejo de museos bancos parques vida profesional turismo

que conocí un día y ya no conozco

Aquí solo está el hecho de saber que fui feliz

y hoy tanto lo sé que sé que serlo no lo seré jamás

Esta es la capital pero capital no de un cierto país

capital de tu rostro y de tus ojos a ningunos otros iguales

o de un país profundo y propio como tú

Madrid es saber piedra por piedra y paso a paso cómo te perdí

es una ciudad ajena siendo mía

es algo extraño y conocido

Abro la ventana sobre la plaza y el teatro donde estuvimos

y donde en la Desdémona que vi te vi a ti

No es lluvia al final lo que cae solo cae tu ausencia

lluvia más y pluvial que si lloviese

Más que esta ciudad es solo cierta ciudad que jamás hubiese

en una medida tal que solo allí profundamente yo estuviese

y en ella solo mi dolor como una piedra condensada

de pie tumbada o de cualquier forma cupiese

Es una ciudad alta como las cosas que perdí

y enseguida la perdí casi no la conocí

pues más que a ella te conocí a ti

Fue de una altura así desde donde caí

superior a la propia torre de este hotel

escogida por muchos suicidas para poner fin a su vida

No es esta ciudad esa ciudad donde viví

donde fui al cine y trabajé y paseé

y en la llama del propio cuerpo a mí sin compasión me consumí

Aquí fue la ciudad donde te conocí

y enseguida al conocerte más que nunca te perdí

Debe hacer casi un año más que al verte vi

que al verte no te vi y te perdí al tenerte

Pero a esta ciudad muchos le dan el nombre de Madrid 

 

En el Aeropuerto de Barajas

 

No son los aviones los que aquí levantan vuelo

aquí no es metálica la imaginación

Desde aquí levantan vuelo estos americanos

que cerca matan lejos al heroico pueblo vietnamita

que aquí pagan en dólares el dolor de los suramericanos

que fingen vida aquí la muerte del noroeste brasileño

Las barrigas aquí señaladas al menos por medio centenar de estrellas

ocultan a esos indios a esos negros a esa gente subamericana

que asegura la barriga de estos sobreamericanos

Aquí refulge la floja casa blanca

perforada por la más nariguda de las narices

que surge en todas partes donde no ha sido llamada

Aquí se representa la primera de las damas de este mundo

esa madre virtuosa y responsable

que limita su natalidad sin dejar

de controlar también la de las mujeres de todo el mundo

Pat además acaba de ganar la elección anual de las

mujeres que según la revista good housekeeping

merecen nuestra mayor admiración

por la valentía y el deseo

de ayudar a otros seres humanos y

si no ayuda a los negros ni a los indios ni a aquellos

que en este mundo en esta vasta américa del norte

que es la mayor parte de este mundo

es porque hay dudas serias de que sean seres humanos

Aquí se desarrolla el mal gusto aquí la gente

que se queda por aquí en todos cuantos se marchan

aquí la gente disfruta viendo a estos bufos

que pasan con la montera en la cabeza

aquí la gente vive la muerte que anda por ahí aquí

viven en estas barrigas quienes no viven

Aquí los siervos nosotros ellos señores

aquí nos quedamos aquí levantan el vuelo no

los aviones sino ciertas aves migratorias 


En la noche de Madrid 

para João Miguel Fernandes Jorge

 

En la noche de Madrid vi a un hombre muerto

Yacía como una afrenta para los vivos

que volvían de los bares con música en los ojos

con estrellas en la frente y fiesta en los oídos

y pasaban en taxi a buena velocidad

¿Cuánto tiempo llevaría el hombre allí

en la superficie oscura del asfalto

ya medio devuelto a la tierra nuestra madre?

No lo cubría el manto de los héroes

ningún clarín había tocado en su honor

¿Cómo lo reconfortaría la santa madre iglesia?

Solo había caído inmolado al día a día

Había pagado con su vida la paz de la conciencia

de toda una ciudad que dormía

Y él crecía tendido en la calle

y asumía proporciones inesperadas

cuando hace bien poco aún se reducía al día

¿Quién sería? ¿Quién había sido?

¿Qué periódico contendría la inmensidad del nombre

de quien como un insulto allí yacía?

¿Qué pensamientos cercanos habría tenido?

¿Qué llevaría en los bolsillos?

¿De dónde vendría? ¿Sonreiría? ¿Dónde iba?

¿Habría sido niño? ¿Soñaría ser feliz?

¿Cambiaría de vida a la mañana siguiente?

¿Habría jugado alguna vez en aquella misma calle?

¿Habría sido niño allí donde profundamente lo vi?

¿Tendría soluciones para sus propios problemas?

¿Sería a lo mejor un buen padre de familia?

¿Tendría la consideración de sus vecinos?

¿Sería un buen trabajador? ¿Un hombre con futuro?

Pero ya en aquel momento le cubrían el rostro

pues no podría ver ni las estrellas

ni siquiera la luz de las farolas de la ciudad

Había curiosos y policía había una ambulancia inútil

para quien como cama solo tendría la piedra fría

“¿A dónde va?” –me preguntó el taxista–

“Yo tengo cinco mil pesetas –le respondí–

Lléveme por las calles de la ciudad hasta que salga el sol

tal vez él pueda decirme algo

sobre las muchas cosas que me gustaría saber

(el sol es hoy una de mis pocas soluciones)

Pase lejos del cuerpo por favor”

recordé lecturas soterradas

de repente me vinieron a la memoria escenas olvidadas

¿Samaritano yo? Un levita más

que buscaba tranquilo la promesa del día

¿Inquietud o pena? ¿Sombra de metafísica?

¿Política? ¿Moral? ¿Lección? ¿Comportamiento?

¿Querría algo? No lo sabía

Puedo aseguraros que no lo sabía

Solo sabía que miraba y ningún mar había

 

Póvoa de Varzim, viendo el mar, a las 10 de la mañana del 29 de diciembre de 1971

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Sáez Delgado

Hay novelas que no son lo que parecen, y en el caso de la obra narrativa de Carlos Suárez (León, 1961), esa excepción ha acabado por convertirse en regla. La muerte zurda (Atodaplana, Madrid, 2004) y Una mujer en Pigalle (Roja & Negra, Penguin Random House, Barcelona, 2016), ambas con un cadáver en la primera página, podrían parecer llamadas a repetir los trillados caminos por los que suele transitar la novela negra. Su lectura, sin embargo, deja claro que los exquisitos cadáveres de Leonor Cienfuegos y Rachel Rôhm son solamente dos bellas excusas para reflexionar sobre la identidad, el deseo, la culpa o el olvido. Lo mismo sucede con Vermeil (Eolas Ediciones, León, 2022), una historia de espías ambientada en París en 1944, que es en realidad un juego y una celebración dionisíaca de la literatura, la ficción y el lenguaje.

Viático (Mira Editores, Zaragoza, 2023) sigue en esa línea. Es en apariencia una novela negra, una trama de asesinatos en serie en la que Carlos Suárez —como el propio autor ha confesado— utiliza los elementos y códigos de la novela negra para envolver el auténtico tema de la novela: el azar, la enfermedad, la muerte.

No deberíamos hacer spoiler, ese término de origen latino (spoliare = despellejar) que vuelve al castellano revestido del falso exotismo con el que lo adorna su paso por el inglés para tratar de destronar al igual o aún más gráfico «destripar». Basta, sin embargo, ojear la contracubierta de Viático. El autor, la editorial o ambos decidieron dar alguna pista en lo que hoy en día es el auténtico principio de las novelas, el lugar por el que el lector empieza a leer. Hablo —lo habrán adivinado— de la contraportada, ese escaparate que la necesidad de vender libros inventó ¿en los años setenta? y en el que suele practicarse un arriesgado ejercicio de funambulismo: contar un argumento sin contarlo; tratar de captar la atención del lector sin desvelar la intriga.

Ahí, en la contraportada de Viático, se incluye una frase —puesta en boca de la protagonista— que delata la intención del libro: «Eso es lo que quiero… lo que necesito escribir. Dios como un asesino en serie, un criminal que elige a sus víctimas aleatoriamente, las mata con una crueldad inhumana […], un personaje que en su perversidad forzara esa similitud, ese parecido».

El asesino o asesina (ese desdoblamiento de género imprescindible aquí para no desvelar la identidad del criminal o criminala) no va a ser otro que el azar, la genética, el Dios cristiano o la deidad que a cada uno le haya tocado por cultura, en definitiva, la causa a la que señalemos como culpable de enfermar y morir, disfrazada en este caso de un/a irrelevante émulo/a de Jack el Destripador.

Nada de eso se anticipa, sin embargo, en las primeras páginas (a las que el lector llega muy probablemente tras haber ojeado la contraportada), porque de nuevo nada es lo que parece. Viático comienza cuando el protagonista —Héctor Brey― cree reconocer en la calle a una mujer que ha muerto treinta años atrás y narra en principio la enfermiza pasión de una adolescente por el amante de su madre. Son pues dos historias (amor y muerte) que acaban entremezclándose en una trama que alterna presente y pasado.

Los saltos en el tiempo son «marca de la casa» para el autor. Los vemos en La muerte zurda y en Una mujer en Pigalle, pero en Viático cobran una nueva dimensión. No solo contribuyen a administrar los tiempos y mantener el interés del lector. Son parte fundamental de la trama, el elemento con el que se crea la intriga. Alérgico al narrador omnisciente, Carlos Suárez pone el peso del relato en la voz de tres personajes que hablan desde su propio punto de vista, obligando al lector a montar el puzle final de los hechos.

Viático es de nuevo una historia cargada de erotismo (un rasgo habitual en toda la obra del autor), pero es, sobre todo, una novela con una clara ambición literaria, con un lenguaje trabajado, cuidado —como en una guerra de trincheras—, palabra a palabra y frase a frase.

Es preciso hacer algunas advertencias. Viático no es una novela fácil. Los juegos continuos con el tiempo, o la ya citada narración en boca de tres personajes —que el autor no identifica en ningún momento—, obligan al lector a cierto esfuerzo suplementario. Tampoco es una novela dulce. Las descripciones de los asesinatos reflejan con crudeza lo que se quiere transmitir: la brutalidad de la enfermedad y la muerte.

He discutido durante horas con el autor lo que considero «defectos» o «faltas veniales» de Viático. He objetado cierta despreocupación por los personajes, el recurso a casualidades demasiado improbables que hieren la verosimilitud del relato, la excesiva concisión del texto o la desbordante acumulación de trama en cada centímetro o párrafo de novela… Carlos Suárez jura que Viatico es así. (Habla como si la novela le hubiera obligado a escribirla, y no al revés). Arguye que los personajes tienen zonas de sombra para que lo que se relata evidencie la ausencia de lo que se oculta, que lo inverosímil da la medida exacta del azar, que Viático es trama pura: músculo y fibra, sin un gramo de grasa. Echo de menos los guisos lentos en cazuela de barro con unto o manteca de Clarín o Stendhal. Él también, pero en estos tiempos no está bien visto el colesterol.

Acabo ya. En definitiva, y a modo de resumen, creo que Viático trata de conciliar lo mejor de dos mundos, aúna la ambición literaria, el cuidado y la preocupación por el lenguaje, por un lado, y la estrategia narrativa —artimañas, trucos, ardides― de la novela comercial, por el otro. Carlos Suárez ensaya una tercera vía. Pretende demostrar que la buena literatura no ha de ser necesariamente aburrida, porque siempre puede encontrarse una manera de contar que enganche al lector, y reniega a la vez de la banalización de la muerte a la que nos tiene acostumbrados la novela negra, las tramas que utilizan el crimen como puro instrumento para atraer al lector y malbaratan la oportunidad de ir más allá, hablarnos de la muerte, la maldad, la soledad, la culpa.

No voy a aventurar la reacción de los posibles lectores. No sé si sumará seguidores esa tercera vía o —al contrario— defraudará, y por igual, a quienes busquen buena literatura y a quienes esperen sangre, vísceras e intriga a cualquier precio.

Conozco a Carlos Suárez desde hace más de cuarenta años. Entonces, recién llegado a Madrid de provincias, cultivaba cierto aura de escritor incomprendido y fracasado. Viático y sus tres novelas anteriores no dejan dudas. A veces la vida nos defrauda.

 

Carlos Suárez, Viático, Zaragoza, Mira Editores, col. Sueños de tinta, 2023, 212 págs.

Escrito en Sólo Digital Turia por Víctor Llano

18 de diciembre de 2023

Empiezo este texto desde Turín, donde casualmente he comprado, porque lo he visto en un escaparate, el “lavorare stanca” de Pavese. Es una señal. Este cielo es el de las fábricas y el del frío, es el de la ciudad que trabaja. Es un buen escenario, sin duda, para empezar.

Lírica industrial, de Rubén Matín Díaz (Albacete, 1980), se me ha presentado de múltiples maneras, con diferentes atuendos, pero con una desnudez que es capaz de coser el traje de costuras caravista de tanta poesía que viene ya disfrazada desde su nacimiento.

Este libro de me vino vestido de Stalker, ya saben, ese personaje que guía, en la película de Tarkowsky, a un par de turistas a través de una zona reservada. Esa película en la que los fisgones empiezan hablando con un discurso muy locuaz, sesudo, programado, y acaban sin apenas palabras. Rubén, lejos de ser ese tipo marginal que se gana la vida acompañando, es, sin embargo, un excelente y pulcro guía, y nos va dejando, una vez que entramos en el libro, un discurso cada vez más despojado y lírico, para una temática que podría parecer alejada de lo poético. Vamos a este Open day magnífico de manos de nuestro Stalker.

¡Y qué hermosa cita de San Juan la que abre este espacio! ¡Qué precioso tatuaje sería en el brazo motor de cualquier currela!: “Mi alma se ha empleado/ y todo mi caudal, en su servicio; / ya no guardo ganado / ni ya tengo otro oficio, / que ya solo en amar es mi ejercicio”. Ese ejercicio, ex-arcere, en su étimo, sacar a alguien de su estado de contención o encierro. Qué bien puesta esta palabra, para el trabajador que desea que llegue su tiempo y para el bueno de San Juan, en su condena.

Entro y aquí hay de todo, se oyen músicas, ruidos; algunos lejanos y continuos, otros cercanos y más caprichosos, como pasa en la misma consciencia, en la que siempre hay un ruido de fondo que nos dice que algo está trabajando en la sombra, y otros son parte de la realidad que tenemos de frente, golpeadora y pajaretera. Aquí hay de todo, se oyen ruidos, se oyen músicas, lentas melodías que podrían ser perfectamente de Martynov,  Ludovico Einaudi, que acompañan a tantas aves que levantan vuelo, pero en ocasiones son las bases del último Portishead las que suenan, que vendrían a engrasar los rodamientos de una enorme máquina que devora.

Y vemos desde la entrada a esos artilugios que al poeta le encantaría humanizar, buscarles un corazón, una arteria, un órgano vital por el que puedan sufrir como sufre un humano, y, además, lo encuentra. “Cuándo hablaré de ti sin voz de hombre/ para no acabar nunca” que dice Claudio Rodríguez, así descubrimos una máquina que juega a ser Pigmalión y desea tacto humano casi lascivo de su cuidador, desea hablar sin voz de hombre y que el poeta hable la lengua del metal y los circuitos.

¿Pero es este el lugar de un poeta? Se pregunta Rubén, pues allí también se tiembla, en todo se tiembla cuando el alma está deseante, en todo participas querido poeta, y allí donde crees que tu mirada es escrutadora, allí donde sientes que tu retina absorbe, allí, estás proyectando, estás siendo parte de lo observado, tu esencia es la esencia de las cosas e igual que te trascienden, tú las trasciendes, se trate de una perfumada rosa como del efecto letal del bisfenol. Por tanto, no hay más locus amoenus que tu propia anima, así, locus animae.

Y es ahí, en el alma desde donde se puede escribir y decir callado, secretamente, como el rabino que en plena ceremonia se esconde para decir en secreto el nombre de su dios. “Nunca el silencio / dijo una verdad tan honda en mi palabra. Nunca el verbo cantó / con idéntica fiebre”, dice, seguramente escondido entre una sala de máquinas y un pasillo atronador, el silencio sonoro de su verbo, la palabra creadora de luz.

Hay mucha luz, como en toda su poesía. Pero en esta ocasión la luz no viene de arriba, no es la luz que todo lo envuelve y que hace de lo que no florece, al menos, algo que destella. La luz en este libro va apareciendo, como tremendos haces, cuando destapas algo, cuando tropiezas y se abre una vía de escape, cuando estás descansando en la hora del almuerzo, en la fábrica, cuando miras por la ventana porque de allí entra fulgurante, aparece entonces así, como una columna de luz brutal, como un hilo que sorprende en un pasillo. Una luz que guarda en ocasiones un pajarillo, pero que es la luz de la palabra. Qué gran contenedor ese gorrión humilde. Qué transformadora la luz que hasta a los peces los convierte en pájaros.

Y el amor, un amor épico, porque el libro, en el fondo, también lo es. Entonces, Rubén se convierte en ocasiones en un Cid campeador, que se despide de su familia como Don Rodrigo en el Monasterio de Cardeña, y los besa y se va apelando a la suerte con una moneda, y dibujando un ave con el dedo, símbolo de buena suerte; Cid lo haría mirando a la corneja a la salida de Vivar, y en ese amor épico me inmiscuyo para ver que hay una hermosa idea que siempre vuelve recurrente a su poesía, el cuenco, que como unas manos que tuvieran que recoger agua, está por ser llenado de la esencia de la amada. Dice Anne Carson que los amantes son tres, el amante, la amada y el hueco del amante cuando sabe que no puede vivir sin la amada, qué preciosas conexiones.

En este viaje no hay moralinas, no hay panfletos, hay una verdad que ha transcendido a nuestro poeta que vive en un mundo en el que las columnas que lo sostienen están bien fijadas a la Tierra, hay un perfecto equilibrio en la disposición de las cosas, dice. Será este, seguramente para Rubén, como para Leibniz, el mejor de los mundos posibles, y de este modo gira el mondo gira en manos de un niño que hace rodar una canica, o gracias a la inercia que provoca un acelerador pisado a fondo en una carretera desierta. Un mundo construido con espacio entre las cosas, un espacio que alberga arcos para que amanezca como en una pintura de Piero della Francesca, o pozos solo para que aparezcan sombras milagrosas. En la poesía de Rubén las cosas, los elementos, los actantes de este mundo, están todos para que nos hagan crear, para que la mirada del poeta los detecte y los atrape. Y ese es un trabajo que no puede hacer la máquina.

Y llega también el descanso, el momento para uno mismo, para la desalienación, el momento para mirar el móvil y repasar unos poemas, leer unos versos de otro, encontrarse de nuevo, pero esta vez con alevosía, con la palabra, la sonrisa ancha, la lluvia en el pelo…

Llegados a este momento, a este descanso que es solo temático, nos hundimos en una poesía que se acaricia con la poesía oriental, que se introduce en paisajes que son estados de ánimo, lugares que son momentos y escenas que, como en una canción callada, suenan a escondite deseado y deseante. 

 

Rubén Martín Díaz, Lírica industrial, Madrid, Rialp, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Miguel Clemente

7 de diciembre de 2023

Ricardo Díez Pellejero (Bilbao, 1971) cuenta con una amplia y contrastada trayectoria literaria en su haber; con anterioridad, entre otros, ha publicado los libros de poesía Stromboli (Editorial Braulio Casares, 1999), El viajero en la tormenta (Lola Editorial, 2001), El cielo del sol mecido (Olifante, 2007), Pornai en el Hostal Roma (Los libros del Gato Negro, 2019) y MICTlÁN, Odas a la muerte (Olifante, 2020); ha formado parte de las antologías Archipiélago de voces (Universidad de Zaragoza, 1991), Los Borbones en pelota (Olifante, 2014), Parnaso 2.0: Un mar de labrantíos / Antología de poesía aragonesa del siglo XXI (Gobierno de Aragón, 2016), Amantes (Olifante, 2017) y Poemas a Miguel, a Miguel Labordeta, claro (Libros del frío, 2021). Columnista y articulista habitual como reseñista literario en Heraldo de Aragón, Turia y otras publicaciones, fue director de la revista literaria Imán, editada por la Asociación Aragonesa de Escritores, en la que se dejó la piel y en la que llevó a cabo una interesantísima y muy meritoria labor de difusión de escritores de diferentes lenguas y países. Ha sido publicado parcialmente en China, Macao y Bulgaria y traducido al inglés, al serbio, al búlgaro y al portugués. Visitante y residente asiduo de la Casa del Traductor en Tarazona, colaboró con la poeta y traductora Rada Panchovska adaptando al español su Poesía búlgara contemporánea, una obra que mereció el VI premio Marcelo Reyes a la Traducción (Olifante, 2021). Ha sido invitado por el Instituto Cervantes a presentar su obra en Sofía y ha participado en actos del XXVIII Festival Internacional de poesía de Bogotá y en los Conversatorios del Instituto Confucio de Costa Rica en 2021. 

Y ahora, en Olifante —una de las más grandes y longevas editoriales de poesía con que cuenta este país—, publica Ricardo Díez El silencio del colibrí, su tercer título en esta casa, un libro estructurado en cuatro partes —«Taxonomía», «Etología», «De su ecología» y «De su biología evolutiva»— con el que consolida avances y logros anteriores y en el que continúa dando forma a su singular y personal proyecto poético, una propuesta que pasa por el deambular de un sujeto que camina —ya desde el primer poema, titulado «Sandalias»— a la intemperie. 

En las citas iniciales que abren el libro (incluida la dedicatoria a sus hijos, Cloe y Alex), aparece la palabra «silencio» mencionada hasta en tres ocasiones (un término que encontramos de nuevo entre las palabras de Alejandra Pizarnik que anteceden al poema que abre el libro). En «Humildad», una de las composiciones de este libro, leemos: la literatura «es un viaje / a través del silencio de un pueblo» (p. 25), en «Ayer un limonero»: «Quien en silencio obra / labra silencios» (p. 38) y en «Lindes» se habla de «Escribir un silencio» (p. 57). Son solo unos pocos ejemplos. Sin duda, el silencio funciona como un motivo vertebrador a lo largo de todo el conjunto, un elemento que respira y que deja su huella entre las palabras, más aún en un mundo como el nuestro, arrasado y cegado por tanto ruido fútil. El objetivo no es baladí, se trataría de llenar —como leemos en «Antiexistencia», otro de los poemas de este libro— «ese hueco en el ser […] / un lugar en apariencia vacío, / pero que muda y avanza / para ser evidencia de luz» (p. 36). Pero, ¿cómo llenar ese hueco?,  ¿cómo conseguir que el silencio respire entre las palabras?, más aún en un mundo, repito, en el que el ruido, la impostura y el espectáculo ciegan a menudo lo más interesante y conmovedor de la existencia. 

Frente a las tendencias más planas y sensibleras que pululan en el panorama poético actual, la propuesta de Ricardo Díez ofrece signos de resistencia y renovación, índices reveladores de una escritura, a la vez, más libre y comprometida con el ser humano, el lenguaje y los paisajes de este tiempo. A la luz de poetas como la ya citada Pizarnik, Rosalía de Castro, Yordanka Beleva, Andrea Cote, Dulce María Loynaz, Alfonsina Storni o Celia Carrasco Gil, entre otras, la voz poética de Ricardo Díez logra encontrar un registro auténtico y personal al margen de los senderos más trillados y aplaudidos. Se trata de una escritura aparentemente sencilla pero cargada de matices sorprendentes, una propuesta que no deja de interpelar al lector, de quien exige una atención —que no una entrega— incondicional, una poesía repleta de diferentes registros y formas, volúmenes presentes y espacios sugeridos, una escritura conmovedora que nos reconcilia con lo más ancestral de nuestra existencia, como sucede, por ejemplo, en ese sugerente e inquietante poema titulado «Altamira». 

Conocido como chuparrosa, tucusito, ermitaño, picaflor, huitzil (‘espina preciosa’, en náhuatl), el colibrí —que es un ser muy inteligente (tiene el cerebro más grande en el mundo de las aves en proporción a su tamaño corporal)— no puede emitir vocalizaciones pero sí chirridos para comunicarse, construye su nido con el lengüeteo y con su lengua tubular, que es más larga que el pico, chupa la savia de los árboles y el néctar y el polen de las flores con los que se alimenta. A partir de ahí, ¿cómo es ese silencio del colibrí al que se alude en el título de un poema que a su vez da título a este libro? A mi parecer, se trata de un silencio que guarda el secreto al que accede, como leemos en ese poema, «quien se adentra en la mayor espesura», un silencio que custodia un saber crepuscular y postrero: «Pronto sentirás, con mi último aliento, / el silencio del colibrí» (p. 40). El colibrí, por otra parte, simboliza la verdad y el misterio de lo pequeño, de lo que pasa desapercibido, de lo que avanza sin hacer ruido, de lo que nos acompaña en la soledad y el silencio (Tomás Sánchez Santiago escribió acerca de estos motivos un libro muy evocador y recomendable, La belleza de lo pequeño). 

Lo he expresado en otras ocasiones. Si queremos describir la relación que Ricardo Díez mantiene con la poesía, no cabe hablar de un capricho o una moda pasajera sino, más bien, de una práctica constante, meditada y prolongada en el tiempo, un trato asumido con rigor y seriedad dado que él sabe lo mucho que se juega en cada palabra. Y así ha sucedido desde el inicio de una trayectoria que he tenido la fortuna de seguir de cerca y que se ha caracterizado, insisto, por el deseo constante de interpelar al lector, al que se ha dirigido como un compañero de viaje en la travesía escabrosa de la vida y a quien no deja de plantear cuestiones que apelan a los motivos esenciales de la vida, preguntas que demandan respuestas necesarias. Se trata de ejercer la opción del movimiento continuo que supone la celebración de la vida como viaje, a sabiendas de que el saber más certero es siempre un saber incierto, un proceso en construcción, un deambular, un caminar sin una ruta previamente trazada, y esto, como digo, es un motivo recurrente a lo largo de todos sus libros. 

En este sentido, y porque he sido testigo muy próximo de cómo ha ido desarrollándose su trabajo con las palabras a lo largo de todos estos años, me gustaría dar prueba del compromiso con el que Ricardo Díez ha encarado su labor escritural, del trabajo de construcción arquitectónica con el que ha afrontado este libro, un volumen que contiene algunos poemas memorables —«Ayer un limonero», «Lindes», «Silbares», «No cazarás vampiros»— en el que nada ha quedado al azar y todo es resultado de una elección deliberada, del respeto y la consideración —en fin— que este hombre siente por la escritura poética.

Escrito en Sólo Digital Turia por Alfredo Saldaña

7 de diciembre de 2023

“Que le den a Piaget”. Esta frase, que pronuncia un personaje de esta originalísima obra, la doctora Steimmel, expresa muy bien el impulso que subyace en todas sus páginas y encarna su protagonista  y narrador, Ralph, un bebé inteligentísimo que lee libros de filosofía y matemáticas, conoce a los autores clásicos y a los pensadores posmodernos, y sabe de teoría literaria, lingüística, y disciplinas próximas, en fin, que se ha saltado todas las fases de desarrollo y supera al más sagaz de los adultos. Además se niega a hablar, a hacer los movimientos bucales que dan lugar a la oralidad, no se trata de un rechazo ideológico al lenguaje, que utiliza en breves notas cuando lo necesita, sino a la comunicación,  al contacto, una forma de rebeldía. Por lo demás, posee todas las limitaciones de un niño pequeño.

Esta personalidad improbable, para utilizar el mismo término con que Ralph descalifica las acciones de un cuento que le leen, nos introduce, una vez aceptada, en varias líneas o dominios de desarrollo, más o menos interconectados. 1. Ralph y sus padres, cómo los ve (“Mi padre era postestructuralista y a mi madre”, a quien prefiere y considera más inteligente, “le parecía un ser vomitivo” ), cómo reconocen y viven su condición, y su vida posterior; 2. las peripecias que surgen una vez que lo llevan a la psicóloga (secuestrado, primero por esta y una especialista en monos, luego por una agente gubernamental que lo conduce a instalaciones militares donde pretenden hacer de él un espía, pero de donde sale esta vez en manos de una pareja de hispanos que lo quieren como hijo,…) y 3. Finalmente, pero no menos extensas, las creaciones y/o evocaciones de Ralph (poemas, listas de palabras, citas, recreaciones y reflexiones personales). Cada capítulo, por otra parte, va encabezado de esquemas y estructuras, preferentemente de relaciones semióticas más o menos fieles (el cuadrado semiótico de Greimas, la semiótica connotativa de Hjelmslev, etc.). Aunque la historia de los padres y los secuestros sigue un orden más o menos natural y configura una trama perfectamente reconocible, no se presenta de manera continua, sino entremezclada con documentos variopintos: poemas y listas de palabras elaborados por Ralph, conversaciones entre reconocidos filósofos y académicos (Nietzsche y Wittgenstein, Sócrates y James Baldwin, Barthes y Hurston,…), reflexiones y evocaciones de textos, predominantemente de estética, psicología, semiótica, teología y teoría de la ficción:

Mi escritura no era una amenaza para mi pensamiento, ni era una amenaza para mi significación ni de manera alguna se oponía a mi significación  (porque era mi significación) y no era de ninguna manera opuesta al pensamiento o lenguaje interno o a cualquier fijación de significado. Era lo que era y eso era todo lo que era porque ¿Cómo podía, como cualquier otra cosa, finalmente, haber sido cualquier cosa?

Aunque la conexión entre los epígrafes no responde a la causalidad narrativa más que en lo que se refiere al avance de la trama, los contenidos más reflexivos y eruditos, muy numerosos, tienen doble coartada: por un lado se relacionan con las profesiones de los personajes: la madre (pintora), el padre (“profesor universitario”), la psicóloga (“iba a revelar los secretos de la adquisición del lenguaje diseccionando mi cerebro), la primatóloga (“iba a mostrar que los monos eran también personas”), etc.; por otro, la propia actividad discursiva del narrador y sus preocupaciones con el lenguaje y la ficción, con frecuencia, tautológicas, contradictorias o simplemente absurdas.

El resultado, en mi opinión es sorprendente, múltiple y paradójico; sorprendente, porque a pesar del revoltijo de microtextos y lo abigarrado de su estructura, el libro no pierde unidad y puede leerse de corrido. Es posible que no entendamos algunas reflexiones, pero pueden disfrutarse con independencia de lo que quieran decir, gracias a su formulación, recursiva, paradójica y metafórica, poética en fin, pues atraen la atención por sí mismas: “el aburrimiento es una colina elevada, un nido de cuervo, un puesto ciego en una batida”. Múltiple, porque el componente más “filosófico” puede proyectarse, de manera literal o irónica, sobre los personajes y la trama, sobre el lenguaje, sobre la actividad narrativa de Ralph, sobre el mundillo académico, etc. Y paradójico, porque la obra no deja de ser densa y simple a un tiempo, al menos si no se pretende entender seriamente y en toda su aparente complejidad las parrafadas frecuentemente superabstractas. La trama no presenta dificultades y los contenidos no narrativos pueden asimilarse simplemente como un paisaje conceptual, un tono o colorido que brilla con diversos matices, a veces contradictorios: rigor y palabrería, ironía y seriedad, trivialidad y trascendencia, expresión y diversión. Como en el siguiente diálogo entre Sócrates y James Baldwin:

sema

SÓCRATES: Ya sabes que envidio tu arte. Ser capaz de crear un mundo, construir gente, mentir de la manera en que lo haces tan convincentemente. BALDWIN: Yo no lo llamaría mentir. SÓCRATES: Muy bien. Pero tengo una pregunta para ti. Creas un mundo y para hacer eso tienes que recurrir al mundo que conocemos y luego recrearlo. ¿Es así más o menos? BALDWIN: Más o menos. SÓCRATES: Así que, para presentar un mundo como lo haces tú, tienes que comprender plenamente el mundo del que has tomado tu material y tu sustancia. BALDWIN: En realidad, es el hecho de crear el mundo de mi ficción lo que me permite comprender el llamado mundo real. SÓCRATES: Pero ¿cómo puede ser eso cuando el mundo real es el que necesitas antes de poder comenzar tu arte?

Una figura especialmente relevante es Roland Barthes. No aparece solo como nombre de reconocido prestigio académico, sometido a la visión irónica y hasta satírica que este mundo recibe de continuo, sino que se hace presente como personaje (admirado por el padre de Ralph), sirve de conexión con la trama, y aporta un toque irónico suplementario al contraponer el ambiente norteamericano a la France que él representa (“Nosotros los franceses tenemos un dicho. C’est plus qu’un crime, c,est une faute”, le dice a la madre de Ralph a propósito de la infidelidad de su marido. “Soy francés, ya sabes”).

A pesar de la mala imagen personal que el texto da de Roland Barthes y la reducción al ridículo de algunos de sus pensamientos, dos observaciones suyas sobre el lector, nos parecen aplicables a Fligo. “En el texto solo habla el lector”, dice en S/Z; el lector no inventa las palabras, pero las hace suyas, las dice al leerlas y hace con ellas lo que quiera o buenamente pueda y, en definitiva, dicen lo que el lector les permite decir. En este caso, tiene muchas opciones: puede abandonarlas si la trama le resulta insulsa y los discursos pedantes, puede saborear estos por su belleza formal (espléndida la traducción de Cristina Gutiérrez Valencia y Javier García Rodríguez), por los pensamientos que le suscitan, por la visión irónica que desarrollan, por los contrastes y confluencias con los avatares de la trama, puede seguir la trama porque le suscita expectativas y saltarse consciente o inconsciente los otros párrafos, o puede dejar en segundo plano la trama y recorrer los epígrafes discursivos, buscando relaciones y significados entre ellos o deleitándose con cada uno por separado, etc. La segunda observación de Barthes, conectada con la anterior, se refiere a  À la recherche du temps perdu, pero puede aplicarse a Glifo: “uno no se salta nunca los mismos pasajes, de ahí que pueda releerlo con gran frecuencia porque no es nunca el mismo libro”. Y eso es lo que le ocurre a Glifo, un libro singular y, al mismo tiempo, muchos libros en relación con los conocimientos de los lectores, sus gustos, su sentido del humor, su espíritu crítico, sus momentos de atención y desconexión.

Ralph apenas escribe breves notas en momentos críticos y nunca habla, pero el lenguaje, la semántica, el significante y el significado, están presentes obsesivamente en sus reflexiones y citas, en su lenguaje de narrador que no sabemos si es una transcripción de un pensamiento no verbal a palabras o la reproducción de un discurso interior. Es particularmente significativa, además, la presencia de la semántica greimasiana, cuando ya había perdido actualidad. Sin duda conceptos como el de isotopía, de raíces más científicas que filológicas, están en la base de las jergas postestructuralistas de las que el texto se hace eco, falta solo la fuerza literal de la definición de Greimas: “la permanencia de una base clasemática jerarquizada que permite, gracias a la apertura de los paradigmas, la variación de las unidades de manifestación”. Iguálalo, Ralph.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Núñez Ramos

Entre la rabia y la resignación, entre la ambición y el disgusto deambula Magda Pórtelky, la protagonista de Colores y años, una novela de una frondosidad de estilo (estructura y disposición) y una intensidad narrativa exacta, de bello vuelo lírico. Publicada por Greylock y traducida por José Miguel González Trevejo y Eszter Orbán, con quien hablamos de esta historia escrita por Margit Kaffka, una autora no muy conocida en nuestro país que sorprende por la belleza de su estilo y la claridad de su mirada. 

 

- ¿Por qué habría que leer a Kaffka?

- A mí, personalmente, me gusta leer a Kaffka porque sus narraciones dan testimonio, por lado, de una lucidez y una sensibilidad sin par en cuestiones sociales; por otro, de una pasión narradora que le lleva a crear un lenguaje y un estilo inconfundibles.

 

Clarividencia social y pasión narradora

 

- ¿Qué hace de su estilo el de «una grandísima escritora» como calificase Kafka?

- En las narraciones de Kaffka, la mayoría de corte realista, muy centrada en problemas de la época, hay mucho lirismo, mucha música. Algunos críticos califican su escritura de impresionista, y de hecho, como podemos ver también en Colores y años, Kaffka está muy preocupada por transmitir sensaciones -olores, aromas, sonidos-, por describir estados de ánimo, procesos psicológicos, ambientes. Para lograrlo emplea los más variados recursos poéticos, desde la hipérbole hasta las onomatopeyas. Creo que no es el estilo en sí lo que hace de Kaffka una gran escritora, sino esa curiosa mezcla de realismo y modernismo, de clarividencia social y pasión narradora, de precisión y lirismo.

 

“Margit Kaffka representa la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente”

 

- ¿Cuánto de la protagonista, Magda Pórtelky, hay en la propia Margit?

- Aunque estemos convencidos de la «muerte del autor», a lo Roland Barthes, hemos de reconocer que las personas que rodean a un autor en la vida real y su propio yo siempre han constituido fuentes de inspiración para los personajes de ficción. «Madame Bovary, cest moi». En el caso de Magda Pórtelky, la autora se inspiró más bien en la figura de su madre. Margit Kaffka pertenecía a otra generación, era representante de la mujer moderna, muy valiente y con un criterio independiente. Gozaba de una sensibilidad social única, era progresista, adelantando muchas veces a su entorno. Era más clarividente en un sinnúmero de cuestiones sociales que sus celebrados coetáneos masculinos. Fue pacifista desde el primer momento en la I Guerra Mundial, cuando los demás intelectuales aún celebraban la guerra; condenaba la explotación de las clases cuando las criadas aún constituían uno de los fundamentos de la vida burguesa; arremetía contra la desigualdad entre hombres y mujeres y consiguió hacerse un hueco entre los mejores escritores del círculo de la revista Nyugat, todos varones. Poco que ver, pues, con la pobre Magda Pórtelky, tan débil y pasiva. No obstante, cabe recordar que son dos generaciones distintas, tiempos diferentes.

 

“Una novela sobre la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad”

 

- Colores y años nos habla de una mujer que trata de rebelarse contra el orden establecido, contra el lugar que se le asigna a la mujer, pero que no es capaz de terminar de hacerlo. ¿Por cobardía o por imposibilidad?

- No veo en Magda tanto deseo de rebelarse. Es una mujer incómoda con su situación, eso sí, pero no se rebela. Es muy ambiciosa, pero ambiciona ante todo lo que se puede conseguir a través de un marido: el bienestar y un estatus social alto. Mientras parezca contar con todo esto, lo demás importa poco. Pero no quiero culparla, así era la época. La mujer no existía como persona autónoma, con decisiones propias acerca de su vida, en todo dependía de su familia y de los hombres. Eran otros los que decidían sobre su futuro. Hay que recordar que el matrimonio era una institución económica, de él dependía la supervivencia de una mujer, y muchas veces también la de su familia. Me parece que al principio de la narración Kaffka describe magistralmente la presión a la que estaban sometidas las muchachas jóvenes al entrar en edad casadera. Encontrar un marido era cuestión de vida o muerte, de éxito o fracaso social. En fin, para mí, la historia de Magda Pórtelky refleja la tragedia de muchas mujeres condenadas a la pasividad por las absurdas reglas de la moral y las exigencias injustas de la sociedad.

 

“Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora”

 

- ¿De qué modo entiende Margit Kaffka el amor?, porque Magda cree que no puede ser ella sin un marido pero, al tiempo, el matrimonio la constriñe, le depara una vida miserable, pero después vive de su pensión… parece una mujer romántica, pero solo en el recuerdo…

- Como lo mencioné anteriormente, Kaffka era una mujer muy diferente de su protagonista. Al final del libro, la narradora habla de sus hijas, que estudian y trabajan, ellas sí que pertenecen a la generación de la autora y guardan más parecido con ella. Con todo, Kaffka era una mujer excepcional incluso para su época. Según sus cartas y sus notas de diario, no se conformaba con la vida que le ofrecía a una mujer su clase y su época y anhelaba la independencia intelectual y económica en un entorno más bien hostil ante semejantes pretensiones. Al divorciarse de su marido renunció a una vida burguesa segura y predecible, y junto con su hijo se fue a vivir por su cuenta a un apartamento de Buda. Kaffka experimentó en carne propia lo difícil que era ser madre, mantener a su hijo trabajando, realizar las labores de la casa y ejercer de escritora.

 

“El inmovilismo social a finales del siglo XIX es absoluto”

 

- ¿Hasta qué punto la condiciona el paisaje, ese inmovilismo social que la rodea?

- El inmovilismo social es absoluto y la provincia húngara de finales del siglo XIX en la que está ambientada la novela lo refleja a la perfección. Se respira el mismo aire que en los dramas de Chéjov, en los que los protagonistas anhelan huir de aquel mundo rural restringido, sin posibilidades ni sorpresas, donde su destino está ya escrito. Para ellos, Moscú permanece eternamente en un sueño; Magda, sin embargo, logra salir de la provincia y llega a Budapest. No obstante, las posibilidades de las que goza una mujer en la gran ciudad para salir adelante no resultan ser en absoluto mejores o más dignas que las que tiene una mujer en la provincia.

 

-¿De qué es víctima Magda?

- Es víctima de las normas sociales, desde luego, y también de su propia ambición, bastante materialista, de su debilidad y falta de valentía.

 

- Pienso en el personaje de Telekdy, ambivalente, por un lado reivindica unas condiciones dignas para los campesinos, al tiempo que su gran preocupación es la orientación de las ventanas de los graneros.

- Telekdy es una figura interesante. Al contrario de la protagonista, él sí que se atreve a enfrentarse a las normas vigentes, a pregonar sus ideas progresistas traídas del extranjero y leídas en unos libros, a implementar cambios sociales. Sin embargo, sus ideas son confusas y contradictorias, sus convicciones, incoherentes e inestables. Es un personaje excéntrico, ridiculizado por su entorno e incluso por la propia autora. Me recuerda un poco a Bouvard y a Pécuchet, esos personajes de Flaubert.

 

Colores y años no es un simple alegato feminista

 

- ¿Cuánto de crítica política podemos encontrar en Colores y años?

- Mucha. Por todo lo que acabo de decir. Recuerde, «the personal is political», en el caso de Magda Pórtelky también. Sin embargo, el libro no es un simple alegato feminista o un escrito contra la retrógrada sociedad húngara de la época, la sociedad es solo el marco de la vida de la protagonista.

 

- ¿Qué le impide a la protagonista sistemáticamente evitar tomar decisiones, actuar?

- Yo aprecio especialmente Colores y años porque -eso me parece a mí- muestra con gran maestría cómo las decisiones personales y la realidad social están interrelacionadas. Magda Pórtelky es una mujer débil en una sociedad injusta y llena de restricciones para las mujeres, como para muchos otros sectores de la sociedad.

 

- ¿Qué ha sido lo más gratificante y lo más complejo de traducir esta obra?

- En esta traducción, como en muchas otras, he trabajado en tándem con José Miguel González Trevejo. Traducir este libro ha sido un gran reto y a la vez un enorme placer para los dos. Recuerdo que al escribir la última frase en español me emocioné. En cuanto a las dificultades, una de ellas fue comprender el original, incluso para mí, que soy húngara. El texto está lleno de expresiones que han caído en desuso, de palabras raras. Tuve que consultar a varios especialistas, desde historiadores de la moda hasta expertos en gastronomía. Leer a Dezső Kosztolányi, por ejemplo, que era coetáneo de Kaffka, resulta mucho más fácil, su lenguaje parece más moderno, más ligero. Lo que más quebraderos de cabeza nos dio fueron las complejísimas, muchas veces interminables frases de Kaffka, con su acumulación de adjetivos, sus intercalaciones, etc. El gran reto ha sido conservar en la traducción las particularidades del estilo de la autora, sin violar la lengua española y creando un texto legible del que pueda disfrutar el lector español. Espero que lo hayamos conseguido.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Javier García Rodríguez (1965) lleva publicados los suficientes libros de poesía con personalidad diferenciada e inusual, tierna y ácida, mordaz y reflexiva, burlona a veces, como para empezar a considerarlo seriamente. La cuarta pared (2023), libro de poemas que ahora nos ocupa, completa un legado amplio, versátil y diverso, formado por Los mapas falsos (1996), Estaciones (2007) y Que ves en la noche (2010). No solo, pero sí el que afecta a la poesía no dedicada a un público juvenil, para la que escribió los estupendos Mi vida es un poema y Miedo a los perros que me han dicho que no muerden (2020). Casi treinta años de escribir poesía de corte claro y donde “no es fácil distinguir/actor y personaje” (2023: 85). El título de este último libro surge de esa confesionalidad que habla de un pacto de verosimilitud. Un mundo donde las circunstancias íntimas, rememoraciones, el padre, “levantar una casa” u hogar, la memoria personal reencontrada, se combinan con la mordacidad de quien se aparta de la “normalidad” del mundo moderno e ironiza. Sí. La cuarta pared tiene la virtud de que habla al público sentado en la butaca, al espectador o lector, desde lugares donde se reconoce. Verso libre, pautado y estrófico en alguna ocasión, al servicio de un tono ligero contra “la gravedad y sus secuaces” (2023: 29). Sí. Estamos ante una poesía muy personal y muy apetecible, legible, atractiva en sus aciertos, que son muchos, y fuera, sobre todo fuera “de lugares comunes, /de panfletos, de fórmulas vacías” (2023: 80). 

Unas breves líneas para consignar algunas filiaciones parecen necesarias, o lugar en la historiografía lírica de la que forma parte Javier García Rodríguez. Sin duda uno de los rasgos de época de una gran parte de la lírica de los 80/90 tuvo la cortesía de la claridad. La suya trae esos genes de la claridad realista (y crítica) con poco que ver con la fragmentación posterior, mucho menos con las poéticas del silencio y las vinculaciones con el versículo que los ecos del asociativismo han vuelto a replantear con diferentes miradas. El realismo español, ajeno a la Nueva/Otra Sentimentalidad (aunque es poeta que sabe narrar líricamente), tuvo en poetas como Jorge Riechmann o Ángel Guinda, una mirada crítica (pienso también en Alicia Bajo Cero), que, en el caso de Ernesto Pérez Zúñiga, se combinaba también con un simbolismo y un mundo de analogías, aquí también presentes, partiendo de las plantas. Una mirada personal, reflexiva, donde las vicisitudes de la vida nos emplazan en la misma aventura de intentarla y en las que Javier García indaga desde el mundo de las plantas…y los cactus. Lo hace con un tono más serio que en el poema inicial, donde rememora su vida “y la famélica legión que yo era entonces” (2023: 8), entre la ternura y el humor, novias piadosas en aquel mundo del extrarradio, donde el amor daba “la dosis exacta de temor y compasión, catarsis y suburbio, fábula y periferia” (2023: 8). Ahí hay también un mundo de partida…y de insurgencia. La rememoración, los amores, la reflexión que sabe escoger héroes clásicos y de los medios de comunicación de masas, el cine, para decir algo nuevo e inesperado, la distancia con la sociedad de consumo llena de humor e ironía sutil y otras más “bertsolari” (a lo Jon Juaristi), alcanza a la propia obra y el lograr un “poema sublime” (2023: 31). Y, sin embargo, esta poesía íntima muchas veces y tierna otras, tras/pese al/el encofrado del análisis y la mordacidad inteligente, denuncia el fin de las ideologías en manos de las marcas comerciales, mientras apela al hombre en su fragilidad, en ese espacio donde tiene que vivir, en esta sociedad del anonimato donde “Todos somos nosotros:/nadie en suma” (2023: 59). 

Y en todo este tráfago un poema espléndido “Supermercado” (2023: 71-74), no sólo, pero este casi dando broche al libro, llega para resumir gran parte de su poética. La mirada ácida y tierna sobre ese “Metrópolis” donde todo se basa y hace primar el poder del dinero pues solo hay “intercambio de papeles/ usados por mil manos” (2023: 73). Un mundo  de urgencias donde “nadie seduce con la mirada tierna a un desconocido” (2023: 73) en el anonimato más cruel, y donde por supuesto nadie sabe que ha muerto Leonard Cohen. Ni le importa. Una delicia de libro diferente, para un lector diferente, en suma, alejado de tanta pedantería o tanto borbolleo de palabrería o de géneros híbridos, de “proemas” o poemas ininteligibles, o de haikus manidos.

                       

Javier García Rodríguez, La cuarta pared, León, Eolas Ediciones, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

El momento analírico. Una historia expandida de la poesía en España de 1964 a 1983 (Akal) es un artefacto fascinante para (re)pensar el hecho poético enmarcado en un transcurso de tiempo convulso, aún inocente en muchos aspectos, hambriento de nuevas formas expresivas conjugadas con el deseo de hacer comunidad, de habitar el espacio público, de zarandear la mirada del espectador para que forme parte de lo contemplado. Su autora, la poeta e investigadora María Salgado (Madrid, 1984) lo explica con detalle.

 

- Tendemos a pensar que la poesía es exclusividad del poema. ¿Cómo reconocer lo poético, allí donde se manifieste?

- Eso cada quien sabe, no hace falta que nadie te diga o te preescriba, sino solo tal vez desaturdir los sentidos, porque la cosa es bien del orden sensorial. Una alteración en la percepción, una descarga, un desvío o corte o apertura del significado más conveniente y esperable, una tensión que no se resuelve y que te causa extrañamiento y/o una sensación placentera: todo eso son señales.

 

- ¿Cuál es el vínculo, de haberlo, entre poesía y política?

- No se me ocurre un no vínculo, en la medida en que los poemas son leídos y escritos por personas que comparten con otras personas el espacio social, y están hechos en una lengua que es producida por el trabajo de todas ellas, y que, como el resto del trabajo, también se ve sometido a procesos de explotación, alienación y “malreparto”.

 

“Cada vez son más difíciles de generar espacios críticos en las condiciones materiales precarias en que también se produce el trabajo cultural”

 

-¿Cuáles son las principales “grietas en el degradado casco de la institucionalidad cultural”?

- Esa frase del libro refiere la investigación y acción de personas nacidas después de los años de la Transición, interesadas en poner en cuestión algunas de sus herencias; la principal, yo diría, el consenso como forma cultural connivente con un sistema económico cada vez más desigual, y la despolitización de la conversación pública antes de la crisis de 2008 y las revueltas de 2011... Pero también con una falta de imaginación, riesgo y viveza, que se refleja en todo tipo de grietas, desde los temas de los que se hacían las películas y poemas, hasta la falta de pluralidad de estilos o de espacios críticos, que, por otro lado, cada vez son más difíciles de generar en las condiciones materiales precarias en que también se produce el trabajo cultural.

 

- ¿Que la poesía visual no sea visual la deslegitima?

- No, para nada. Decir, como digo en el libro, que “la poesía visual no es visual” no implica negar la utilidad de ese sintagma para referirse a fenómenos de intensidad gráfica particulares, sino más bien devolver nuestra atención a la materialidad lingüística de la poesía que las metáforas de la visualidad a menudo ocultan, y enfocar las complejas relaciones entre grafía, sonido y performance, y entre escritura y oralidad, que toda pieza poética, y no solo las llamadas “visuales”, pone a funcionar.

 

“Hay poemas visuales cuyo destello dura lo que un parpadeo”

 

- El poema visual, ¿está más cerca del chiste, del ingenio, del destello..?

- Depende del poema visual del que estemos hablando, y si queremos hablar en esos términos, también depende de su momento histórico de producción, etc. Los hay tremendamente planos, cuyo destello dura lo que un parpadeo, y los hay mucho más afilados en su condensación, pero ya digo que a mí no me interesa mucho pensar estos poemas desde un posible género separado, sino precisamente en diálogo con otros tipos de poema. 

 

- ¿Qué diferencia la práctica anartística de la analírica?

- En verdad, nada. Analírica es una palabra que de hecho en parte creé como calco de anartística y anartista, y en otra parte, quizá más importante, como portadora del prefijo an- en vez del prefijo anti-, para darle nombre a una serie de prácticas verbales al envés de la melodía y armonía del régimen lírico que entra en mutación a finales del siglo XIX y al cambio general del sonido del siglo XX, que no solo tiene lugar en la poesía sino también en la música o las artes vivas, y por eso puede contener a la vez los escritos de Gertrude Stein, una partitura de performance de Esther Ferrer, un dibujo de Robert Smithson, un libro mojado por la lluvia de Brossa, y un poema de José Miguel Ullán. Se trata de un cambio de hecho producido por el conjunto de las artes en varios momentos de mezcla, hibridación y transdisciplinariedad, pero es evidente que el campo literario es un medio menos rápido que el de las artes visuales a la hora de integrar las mutaciones, por lo que la práctica analírica puede quizá sonar más extraña.

 

“La matriz poética hegemónica desde los años 80 es la poesía de la nueva sentimentalidad”

 

- ¿Qué explicaría que la poesía canónica de las últimas décadas se haya reducido a los novísimos?

- No sé si los novísimos son el canon de las últimas décadas, me parece que la matriz poética hegemónica desde los años 80 es la poesía de la nueva sentimentalidad y su devenir en lo que quiera que sea la poesía de la experiencia. Lo que los novísimos han absorbido y, a mi modo de ver, reducido con su preeminencia en el relato histórico de los años 60 y 70 es lo que podemos entender por prácticas de neovanguardia, o mejor aún, prácticas radicalmente orientadas al lenguaje que están teniendo lugar en los mismos años no solo dentro del campo de la poesía experimental y las artes visuales, sino en el propio campo literario del que los autores de la famosa antología de Castellet ocuparon por un tiempo el foco. Algunas de aquellas poéticas novísimas tienen mucho más que ver con una serie de léxicos y temas en ese momento novedosos y atractivos, que con una radicalidad estética que sí estaban probando y practicando otras partes de la generación; lo cual creo que reduce nuestra posibilidad de comprensión del periodo y, en consecuencia, de invención en el presente.

 

“El aislamiento no solo de las obras sino sobre todo de las personas me parece un hecho cultural dramático”

 

-¿Cómo afecta la desaparición de la crítica a la poesía en particular y a la literatura en general?

- De muchas maneras. Como poeta y artista diré que la falta de crítica nos deja muy desprovistas de un contraste y tensión con los que pensar, hacer y crecer la propia práctica, que de por sí no puede conocerse a sí misma del todo, además de abandonar las escenas artísticas a una suerte de corrientes de opinión demasiado influidas por amistades, enemistades, redes y posiciones de poder. Y más allá de la creación que no se ve avivada, está el dramático problema de una recepción efímera y superficial, y al fin y al cabo despolitizada, dependiente del reparto de atención de los medios de comunicación y sus programas estéticos. Y con esto que digo no estoy echando en falta unos dispositivos críticos centralizados, altoculturales, jerárquicos y en papel, y que ya no creo que puedan volver desde el siglo XX al XXI, sino más bien me refiero a una conversación intensa, vibrante y significativa entre las personas que participan del hecho artístico, creándolo o recibiéndolo, y de todas ellas con el espacio social, por las vías actuales, que, pese a todas sus carencias, son mucho más horizontales. Lo que echo de menos es un tiempo y un espacio, físicos y editoriales, para una conversación continua en que nos demos unas preguntas que nos importan y a partir de ellas preguntemos a las obras que vemos, oímos o atendemos, como para poner en movimiento un pensamiento común más conectado al mundo y a los demás. El aislamiento no solo de las obras sino sobre todo de las personas me parece un hecho cultural dramático.

 

- ¿Es la poesía vanguardista, más susceptible de acoger sucedáneos, como sostiene la creencia popular?

- Entiendo por qué se podría sospechar de ciertos usos y texturas mal llamados vanguardistas, por la misma falsedad que de hecho deberían ellos mismos poner en cuestión, pero hay un montón de poemas de la poesía hegemónica que se vienen sucediendo en serie desde hace décadas sin ninguna revisión ni tensión crítica o vital, y que no entiendo por qué no podrían también ser llamados sucedáneos con la misma sospecha. Pero lo que me parece más importante, en todo caso, es afirmar que lo que suele considerarse vanguardista en poesía suele tener que ver con formas y texturas de un estilo histórico, es decir, del pasado, y que si atendemos a la dinámica de cambio que ellas mismas abrieron, como mínimo deberíamos esperar ser sorprendidas o desafiadas por las formas de poesía que estén cambiando la poesía aquí y ahora, y que es muy posible que no estén pasando en el medio poético ni literario sino en artes y vidas con mucha más viveza verbal. 

 

- ¿El espectador de hoy es más indolente frente a provocaciones como la de ZAJ en el teatro Garraye, en 1972?

- No sé, me es difícil valorar esto, no creo que se trate de un problema de indolencia exactamente. Creo que sí me es posible decir que las lectoras de los años 60 y 70 estaban envueltas por una época de mayor compromiso crítico y político, y cuando entran en el Gayarre están además agitadas por una acción de ETA en la ciudad. Pero también podría verlas mucho más ingenuas que nosotras, en lo que el término tiene de potencia e impotencia, porque aún están asistiendo a los inicios de la performance. Creo que es difícil que una performance como tal –por ser una performance, quiero decir– hoy nos pueda alterar del mismo modo, como tampoco el LSD, por poner otro ejemplo de altercado sensorial de aquel momento, porque ambas formas y experiencias ya han sido algo más integradas e interiorizadas en nuestro imaginario. Después está el hecho de que justo a mitad de los 70 arranca la expansión de la economía e ideología neoliberales que conforma nuestros modos de percibir y recibir hoy, y que creo que hace nuestro momento uno muy diferente de aquel.

 

“Hay hoy poca tolerancia al extrañamiento”

 

- En muchos artistas que usted recoge y analiza, el espacio público es uno de los elementos centrales. ¿Qué papel ocupa hoy en día? 

- Pues un papel de nuevo muy diferente por el curso de las políticas y economías neoliberales, que han individualizado mucho la sociedad, por no hablar de fenómenos como la turistificación o la gentrificación, que hacen de la calle un sitio menos vivido, más comercializado y, por lo tanto, menos público. Pero es que, además, en España en los años en que afloran estas prácticas que de pronto sienten un deseo de suceder en el espacio público, hay una dictadura que prohíbe el derecho de reunión y la libre expresión de las opiniones, volviendo este deseo en sí mismo un pequeño altercado, tome la forma que tome. La diferencia es bastante grande, pues, y compleja de diferente modo, pero se me escapa su alcance hoy... También siento que se trataba de artefactos, por un lado, muy extrañados, y hay hoy poca tolerancia al extrañamiento, pero, por otro lado, muy artificiosos, y no sé si es eso lo que hoy necesitaríamos. Este momento nuestro, creo que pide algo más vital, y que quizá no pase tanto por objetos desafiantes sino quizá tan solo por sencillamente estar.

 

- ¿De qué cura, de qué sirve la poesía?

- De la lengua muerta, la prosa estándar, la llanura, el muesli y el algoritmo, del lenguaje motivacional y terapeútico con que aplacar la neura de entenderlo todo y sobre todo al otro para que el mundo y el otro en verdad desaparezcan pulverizados por nuestra comprensión que no es sino identificación, de la frustración, de la soledad en la angustia, de la muerte del secreto y el misterio, de la falta de riesgo y de deseo.

Para no servir aparentemente de nada, sale muy a cuenta la poesía, la verdad.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA REVISTA CELEBRA SUS 40 AÑOS REIVINDICANDO LA IMPORTANCIA DE LA POESÍA DE GUINDA EN LAS LETRAS ESPAÑOLAS 

UN CONVERSATORIO ENTRE LUIS LANDERO Y FERNANDO DEL VAL SERVIRÁ PARA PRESENTAR TURIA EL JUEVES 23 DE NOVIEMBRE EN TERUEL 

EN MADRID, SOLEDAD PUÉRTOLAS PRESENTARÁ LA REVISTA EN EL INSTITUTO CERVANTES EL LUNES 27 DE NOVIEMBRE 

Un interesante conversatorio entre el escritor Luis Landero y el periodista cultural Fernando del Val es el formato escogido por la revista TURIA para celebrar su 40 aniversario. El acto tendrá lugar en la Delegación Territorial del Gobierno de Aragón en Teruel, a las 19,30 horas y el acceso es libre hasta completar el aforo.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

 

 

 

 

 

Este autor vietnamita, nacido el 20 de agosto de 1944 en Hải Dương, vive y escribe en Quang Nin desde 1962. Ha publicado 32 colecciones de poemas que se concentran en un tema único: los desafortunados destinos que sufren las personas a causa de los despiadados enfrentamientos de las sociedades. Las obras de este poeta han sido reeditadas varias veces, traducidas a 14 idiomas y publicadas en 18 naciones del mundo. Los poemas que traduce John Liddy pertenecen al libro “En la tierra de Goethe”.

 






Dentro del jardín Yesenin 

 

Parece que todos los vientos de toda Rusia

Se pegan y se aferran a este lugar

Arrebatando y rasgando a través del cielo azul

El eucalipto da vueltas salvajemente casi en pedazos

¡Ay viento! ¡Ay viento! Yesenin ha muerto

Dentro de la casa de madera solo se escucha el graznido de los cuervos… 

Parece que todos los cuervos de toda Rusia

se están reuniendo en este mismo lugar

Y vuelan, vuelan, vuelan…

Corriendo aquí y allá, como si fueran sacados de sus colmenas

¡Ay cuervos! ¡Ay cuervos! Rusia está muerta

Dentro de la casa de madera, solo se escucha el sonido de los vientos...

                                                                                           

Riadán, 1990 

 

Noche blanca

 

Las hileras de árboles de ensueño estaban tan medio dormidas, medio despiertas

En el vestido de la novia

A tal punto que las casas antiguas

Estaban cada noche enamorados el uno del otro...

                                                                                           

Leningrado, 1990 

 

Observado en Vancouver 

                              

Al poeta Vân Hai

 

El bosque de arces es rojo hasta el aire

Tan rojo que uno no puede retener los sentimientos

Oh, la hoja de arce roja

Que tiene su imagen impresa en la bandera Nacional 

La Patria y la Nación no tienen héroes

La paz reina en todas las mentes y colores de piel 

Garabatos de focas en el puerto

Las palomas se posan en los hombros de las personas

En los parques las flores compiten por florecer

El Gobernador pasea con su perro… 

La Patria y la Nación no tienen héroes

La paz reina en todas las mentes y colores de piel 

La ciudad bajo el rocío ilusorio

Las hileras de casas brillan con diamantes

Osos del bosque pidiendo comida en la puerta de uno

Dormir por la noche, uno puede dejar el vehículo en la carretera… 

La Patria y la Nación no tienen héroes

La paz reina en todas las mentes y colores de piel

                                                                           

Columbia Británica, 2010

 

Extraña historia en un hotel en Tai Bey 

 

Necesito una taza de agua para usar el medicamento

Me lo trajo y en silencio espera

Quería preguntarle

¿Se ha hervido la taza de agua? 

Lo miré

Un hombre de unos 45 años

Su estatura parece bastante versada

- ¿Estás trabajando en el hotel?

- ¡No, soy un funcionario gubernamental!

- ¿Por qué estás aquí?

- Hoy es mi día libre

Quiero hacer algo útil para otras personas

Como para ti por ejemplo...

¿Estás complacido con mi taza de agua?

-Gracias, estoy muy contento…

Hizo una reverencia y saludó y felizmente se fue…                                                                          

 

 

Jidong (Carretera Jinan), 2018

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Trần Nhuận Minh

EL PRESTIGIOSO ESCRITOR Y EDITOR ARGENTINO-CANADIENSE ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU OBRA: “MI RELACIÓN CON LOS LIBROS EMPEZÓ ANTES QUE MI RELACIÓN CON EL MUNDO”. 

UNA DE LAS MEJORES ENSAYISTAS Y CRÍTICAS LITERARIAS ESPAÑOLAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “LA CORRUPCIÓN MENTAL SE INSTALA, DEFORMA LOS VALORES Y CUESTA DESPRENDERSE DE ELLA”. 

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA UN OPORTUNO ENSAYO INÉDITO DE JAVIER GOMÁ SOBRE EL PAPEL DE LA EDUCACIÓN. 

Los lectores del número especial conmemorativo de los 40 años de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de indiscutible interés: Alberto Manguel y Mercedes Monmany. Dos autores que representan muy bien la filosofía de la revista: universalidad, pluralidad y un cosmopolitismo ejerciente. Así, en la conversación exclusiva que se publica con el escritor y editor argentino-canadiense se habla de su trayectoria como intelectual, de su visión de la lectura hoy y de su actual estancia y proyectos en Lisboa. Una ciudad a la que ha donado su biblioteca, compuesta por 40.000 volúmenes, y cuyo Ayuntamiento está preparando el edificio que la albergará y en el que Manguel dirigirá el Centro de Estudios de Historia de la Lectura. En la conversación exclusiva que publica TURIA, Manguel reconoce, entre otras afirmaciones llenas de sabiduría y autenticidad, que “tuve una infancia un poco extraña: me crió una nodriza checa que me enseñó alemán e inglés, esas fueron mis primeras lenguas”. Como muy bien señala Luis Sáez Delgado, autor de una entrevista que seducirá por lo que se dice y por cómo se dice, Manguel posee la voracidad del bibliófilo y la curiosidad del lector.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

6 de noviembre de 2023

Desde que en 2022 se cumplieron cien años de la publicación de Ulises de James Joyce por parte de Sylvia Beach en París, los estudios y análisis de toda la obra del escritor irlandés han proliferado por libros, revistas, cursos universitarios o podcasts. Aunque mayoritariamente centrados en su obra mayor, resulta difícil obviar, al estudiar un escritor apegado tanto a la experiencia como al símbolo, sus otros libros principales: Dublineses, Retrato del artista adolescente, (ambos previos al Ulises) y Finnegans Wake (posterior). En cierto modo, por eje angular y obra maestra que sea Ulises del conjunto de la obra joyceana, el “Retrato” es probablemente el texto en que mejor podemos leer personalidad, intereses, formación y decisión del autor del Odiseo moderno.

El “Retrato” (mal dicho así, porque el título original es "A" Portrait of the Artist as a Young Man, es decir, "Un" retrato del artista adolescente) es tradicionalmente saludado como un libro puente entre el naturalismo costumbrista y realista de Dublineses y el simbolismo complejo de Ulises, entre un estilo narrativo acorde con el clasicismo y la irrupción del flujo de conciencia y los formatos narrativos alejados de la literatura clásica (diario de prensa, un diálogo teatral, preguntas y respuestas como en un catecismo). Y esto no es falso, se tiene esa sensación, pues el libro atesora momentos estéticos reconocibles de sus dos libros vecinos: el viaje a Cork con su padre que hace Stephen Dedalus o la cena familiar arruinada por una discusión política con una mujer políticamente activista, frente a las constantes revelaciones de religiosidad y vida procaz enfrentadas en el cuerpo físico y la mente filosófica del protagonista.

Dedalus. En efecto, el símbolo empieza desde el mismo nombre de un protagonista que tiene en su identidad el germen del vuelo poético. Retrato del artista adolescente cuenta la adolescencia de Stephen Dedalus, desde su entrada en el internado jesuita siendo prácticamente un niño a su salida del país una vez terminados sus estudios superiores. En ese período en que pasa de niño a adulto joven, Dedalus crea su conciencia artística, encuentra su propia voz y la capacidad de decidir su propia vida, peca gravemente, pero se arrepiente casi de manera mística, y crece construyendo un pensamiento afectado por los omnipresentes catolicismo y nacionalismo irlandés, de los que acaba abjurando.

Estos cuatro libros de Joyce mencionados forman un conjunto que, en su total, presentan una progresión que curiosamente encuentra también un reflejo en el arco temporal y sentido simbólico de lo vital de cada libro. Dublineses es un libro de cuentos autónomos sobre habitantes varios de la ciudad, que empieza con relatos protagonizados por niños, pasa después a jóvenes, sigue con personajes maduros, y termina con Los muertos, cuyo título avanza un tema que oscila entre los personajes a los que no les queda mucho tiempo y el peso que los que ya murieron ejercen sobre los vivos. El estilo es realista, el formato es el relato breve, al que injustamente no se suele considerar el formato mayor de la ficción sino su prólogo, su infancia. El “Retrato” abandona el relato y es ya una novela corta, con un estilo mixto que por probablemente sorprendería en su época pues como Bildungsroman en la práctica desprecia aventura, acción y amor romántico, y se centra en la adolescencia y primera juventud. Llegamos a Ulises: novelón largo y simbolista, de lectura compleja en todos los sentidos, que sucede en un único día en el que Leopold Bloom vaga por la ciudad mientras en elipsis sucede un adulterio de la edad madura consumado por su mujer, para acabar en Finnegans Wake, novela inasible, relato casi para la lectura única posible del propio autor, al que acechan la ceguera y la muerte, probablemente la senilidad.

La decisión, definición, y necesidades de lo que Joyce considera que es un artista se proyectan en las decisiones epifánicas de Stephen Dedalus en Retrato del artista adolescente. La principal es liberarse de las diferentes cadenas que le impedirían tener una carrera o vida de artista. Esas cadenas son varias y todas arraigan en la tradición: la familia, la nación irlandesa (aún no formada, pero a punto del alzamiento de Semana Santa), y la religión. Las tres están profundamente imbricadas, y en ellas Dedalus responde con la soledad y el exilio, en las que Joyce vivirá en efecto gran parte de su vida (no así Dedalus, que volverá a Dublín tras fracasar en París, y poder ser así el Telémaco de Leopold Bloom en Ulises). No obstante, este ensimismamiento autoral es también en sí mismo una condena, pues esas tres obsesiones llenarán su obra, de modo que no existe probablemente escritor más asociado al reflejo de Irlanda, su vida y sus valores que precisamente Joyce. Ese reflejo es indesligable del catolicismo y la vida familiar.

Retrato de un artista adolescente va progresando lentamente en la construcción de un protagonista y su voz. Es muy conocido que el final de la novela (cuando Stephen se ha despedido de sus amigos, que le reclaman para una vida intensa de lucha nacional) olvida la narración y la tercera persona, y pasa al diario; en unas breves páginas, Joyce usa su asombrosa precisión descriptiva, desprovista de la ternura emotiva que abundaba más en Dublineses, para reescribir los últimos episodios de la "ficción" previa, y acaba invocando al mito que da apellido al personaje para permanecer siempre en un estado creativo y solitario. Había empezado como un niño apocado y temeroso, había sido un esclavo del deseo sexual y una arrepentido del mismo mediante un impulso místico, había rechazado ser sacerdote jesuita (a pesar de la fascinación confesa que el autor permite tener al protagonista por las figuras señeras de la Compañía de Jesús), y había discutido con sus amigos sobre el futuro de cada uno y el sentido de la estética y el arte. La progresión presenta varias tomas de conciencia, y un poder cada vez mayor de decidir como individuo, además de la creación paulatina de un carácter arisco. La ruptura de la voz narradora y la disrupción de un diario avanzan el modernismo estilístico de Ulises. La novela de introspección juvenil preludia el angst existencialista adolescente. La infinita cantidad de referencias tanto culturales como populares (canciones, poemas, latiguillos) y su reflejo habitual desde el pensamiento y devenir del protagonista se añaden de forma muy natural, pero con la obviedad de que el conjunto de todos ellos apela a la personalidad única y unívoca y solipsista del personaje y probablemente del autor.

Como reflejo de adolescencia, Retrato del artista adolescente se sitúa en la obra de Joyce entre dos períodos mayores. Dublineses, libro de elegancia, observación y comprensión del mundo enormes, está escrito por un hombre joven capaz de transmitir el desamparo y la decadencia de personajes décadas mayores que él con una precisión esclarecedora y ajustadísima, y anuncia ciertamente el genio que encerraba James Joyce. En cuanto a Ulises, es innegable su influencia en toda la literatura posterior, a la que parece prologar con toda su innovación literaria; una influencia sólo comparable en su tiempo a la de Marcel Proust. El “Retrato” se sitúa en medio de esos soles con dignidad, pero tal vez resultados menores. Atesora no obstante una serie de momentos memorables en su escritura. Dos de ellos son parte ineludible del desarrollo filosófico del protagonista: la escena en que ofrecen a Stephen entrar en la Orden (que tiene un ineludible tono fáustico mediante una oferta de ventajas o poderes, y que parece inspiración directa de la escena en que Mefistófeles consigue el alma de Alexander Leverkuhn en el Doktor Faustus de Thomas Mann: la escena se inicia con una frase que atesora aliteraciones sinuosas: “he had heard the handle of the door turning and the swish of a soutaine” (“había oído girar el picaporte de la puerta y el ruido de una sotana”), y la conocida reflexión estética basada en los principios de Tomás de Aquino sobre el sentido del arte y la estética, con su arte ‘impropio por dinámico’ producido por asco o por deseo versus el arte estático (de stasis) producido por el arte verdadero y elevado -no estamos lejos de las categorías semiaristocráticas que defiende Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, aunque obvia con indiferencia estos elitismos. Probablemente este interés se deba a que en estos capítulos se está empezando a entender Ulises. Sin embargo, el costumbrismo más usual (siempre dotado de una exactitud asombrosa y nada de complacencia literaria) que proporcionan la cena familiar o el viaje a Cork, o incluso los castigos corporales de los jesuitas, remiten mucho al mundo ya visto en el libro de relatos.

Marcel… En su cómic Dublinés, Alfonso Zapico dibuja una secuencia sobre una visita de Joyce a París en que Proust y él coinciden en una fiesta en honor de Stravinsky y Diághilev en 1922, seis meses antes de la muerte de Marcel y cuando probablemente era difícil que Proust abandonara su cama, mucho menos para socializar. Zapico dibuja un Joyce bromista, travieso, borracho y arruinado, atormentado por continuas enfermedades oculares, que intenta irse de juerga con Proust, quien lo rechaza. Ninguno de los dos ha leído la obra del otro, o eso dicen. Y sin embargo y a pesar de las diferencias, los paralelismos son variados. Son muy interesantes las comparaciones que Ernesto Castro les dedica en su curso Yo es Joyce (colgado en YouTube) sobre el carácter antagónico del uso por parte de ambos de dos mecanismos de sus literaturas, como el flujo de conciencia y su traslación tan diferente a la sintaxis (corta y afilada en el Ulises de Joyce, como luces de pensamiento que a modo de ocurrencia mental del personaje plasman en el texto su devenir; larga en el desarrollo, con frases encadenadas e interminables en Proust, como si el pensamiento fuera una madeja que se va desenrollando), o el sentido de las epifanías (constructivas y positivas en Proust, negativas o dolorosas en Joyce). Pero es inevitable pensar en cómo la obra de ambos es reflejo directísimo de su vida, como ambos escriben desde cierto exilio interior -inducido por la enfermedad y soledad en Proust, y por el alcohol y la ceguera en progresión en Joyce-, y cómo potencian mediante el gusto artístico la experiencia estética convirtiéndola en motivo de construcción personal de vida y pensamiento. Además, no se trata de un ensalzamiento de los antiguos sino de un reconocimiento de la influencia del arte y lo cultural en la cotidianidad de la vida intelectual; tiene que ver con las epifanías, por supuesto: son también fogonazos de recuerdo que inevitablemente llevan al pasado a una existencia con frecuencia solo mental. Ambos son especialmente hábiles en el retrato social local como reflejo de lo universal. Mucho de todo ello procede del contexto modernista, por otro lado.

Y, finalmente, frente al conjunto de estudios de Ulises que han recogido valores literarios y polémicas editoriales, es de destacar una lectura peculiarísima: la de Joyce como influenciado directa y decisivamente por la obra y sentido del arte de Richard Wagner. Para Alex Ross, la influencia de Wagner en la cultura de su tiempo y posterior, hoy día incluso, es insoslayable, y a eso dedicó las casi ochocientas páginas de Wagnerismo, en las que Joyce disfruta de un buen espacio. Ross da crédito a un autor anterior, Timothy Martin, autor de Joyce and Wagner: A study of influence, quien ya recoge que el periplo dublinés de Leopold Bloom aúna dos analogías del holandés errante que Wagner había dejado por escrito al afrontar su ópera: el viaje de Odiseo en busca de su casa y su mujer, y el judío errante condenado a una vida agotada hace tiempo. Bloom, recordemos era de ascendencia judía. Joyce había leído y subrayado ese texto de Wagner. Parece no obstante que a Joyce no le gustaba admitir que admiraba a Wagner, o que al menos su obra le atraía. Tal vez por placer culpable, pues no hay duda de que el romanticismo nacionalista no era del gusto de Joyce, si bien le resultaba relevante como contexto dramático. Pero Joyce tenía dotes y talentos musicales, y con frecuencia estudia en sus ensayos universitarios las obras de Wagner que llegaban a Dublín. Entre algunos de los elementos que emparentan a ambos autores, o que muestran al menos el peso de Wagner en Joyce, están la conexión entre las epifanías joyceanas y los leitmotiv musicales de Wagner, utilizados con recurrencia en su obra para no ya subrayar la presencia de un personaje definido anteriormente con su música en un pasaje anterior, sino para representar un recuerdo o emoción repentinos. Al Dedalus del “Retrato”, Ross le reconoce la actitud heroica de Siegfried al decidir salir de su país y vida para alcanzar el arte puro. Unas páginas antes de ese final, Stephen ha mencionado la ópera del anillo wagneriano. Pero el juicio de más interés literario que hace Ross sobre ambos autores es entender la inversión que Joyce realiza en Ulises sobre el diseño de su historia: utilizar una arquitectura mítica e introducir sus correspondencias en medio del realismo de un día concreto de la vida de un hombre en Dublín en 1904. Wagner, dice Ross, hizo de alguna manera lo contrario en el anillo: insertar las cuestiones sociales modernas en los héroes míticos usados como personajes. No es Joyce el único que hace esto, pero la maduración enormemente larga de un texto como Ulises no parece ajena, dado su carácter, a esta posibilidad de enmendar la propuesta wagneriana. No significa que Joyce rinda pleitesía a Wagner, dado el trato que da a Dedalus en Ulises como personaje frustrado y héroe caído y necesitado. Para muchos autores y críticos (de T. S. Eliott a Harold Bloom), Joyce destruye el arte del siglo XIX y desde luego a Wagner con él.

En fin, basta. Pues es hora de salir, de beber unas cervezas: este texto se escribe el día después de San Patricio.

Finalmente, un apunte personal: es difícil atraer atención sobre el “Retrato”. Leí Dublineses en 1992 (traducido por Cabrera Infante en la edición de Alianza) y en 2003 (en inglés). Al Ulises traducido por Salas Subirats le dediqué cuatro meses en 1999. Veinte años he tardado en interesarme de una vez por el “Retrato”, y ha sido empujado por el centenario de Ulises. Por significativo que sea esto, mi impresión es que el propio Joyce no gusta de su sinceramiento en el “Retrato”, que prefiere en realidad mostrarse bajo las diferentes "formas de creación" (de personajes, de estilo, de símbolos), que desarrolla en Dublineses y Ulises. Tal vez por ello sea su libro más descompensado, como creado por yuxtaposiciones que revelan su conexión y egolatría artística, pero a la par permite esta madeja de interpretaciones literarias y vitales que dan luz a la obra del genio.

Escrito en Sólo Digital Turia por Goio Borge

Cuando la tierra del exilio son las palabras, cuando el amor surge, ingrávido, sin pisar firme porque brota en el aire, en ese pasillo un tanto opresivo que conforman los aviones. Allí la lengua, la que besa, que la lame, la que apura, y la otra, la que construye, la que nomina el mundo. Álex y Sara transitan por esta otredad, física, lingüística, cultural, conociendo en el entretanto la enfermedad, la pasión, la voluntad de construir un territorio común. El resultado, “Geografía de la lengua” (Comba), de la escritora Andrea Jeftanovic (Santiago de Chile, 1970).

 

- ¿De qué modo las diferencias culturales operan a favor del amor y cuándo comienzan a convertirse en un obstáculo? 

- Frente a esta pregunta resuena en mí esta frase que está en alguna parte de la novela: “Si no nos vemos más comenzaremos a inventar emociones sintéticas”, porque de algún modo quise explorar la idea del «extranjero», pero de un modo más simbólico en tanto el otro siempre es un extraño, es un punto ciego. Acá se juega con la idea de no compartir lengua y territorio, pero, como digo, está la idea de que en toda relación hay palabras no traducibles, la omisión, la incomprensión. Y también pensar quién es el extraño, el extranjero, la condición de extranjería en un mundo abierto y en permanente conflicto. Y, claro, siempre una historia íntima, se busca su expresión y también apunta al sentido de la traducción, de generar un lenguaje común. Toda relación cercana es el recorrido de una negociación con el otro, con lo diferente, el camino en la creación de un terreno común, capaz de reconciliar dos universos distintos.

Además, quise explorar la «mediación» que puede existir en la pareja, quizás en toda relación íntima, porque desde la carta, la relación entre dos personas está mediada, distanciada, idealizada y confrontada a través de una serie de ideas, orígenes, expectativas. Ahora, con otros medios y tecnologías, se impone otro ritmo, otra velocidad, un espacio intangible, una permanente creación de archivos inmediatos (frases, imágenes, etc.,) que reemplazan la ausencia del otro que siempre está en fuga. Entonces, por qué no pensar eso con un ritmo narrativo acelerado y en la reiteración, de estructuras sintácticas que subrayan la obsesión por el paso del tiempo y la pérdida y la distancia con otro.

La alucinación por el decir, por la pérdida de la palabra, del lenguaje y la sustitución del encuentro por el texto en la pantalla. Pienso en frases como ésta: “Besos que ni siquiera eran besos de tan nerviosos, de tan rápido. Su historia en ciudades extranjeras. Travesías incomprensibles en una mañana de esquinas. Cómo desandar la propia historia. El derecho a la fatiga. Lo que se dice, lo que no se dice. Lo que se hace, lo que no se hace. Lo que se deja de hacer, lo que se reconoce que no se está haciendo”.

 

- ¿Hasta qué punto, como sucede en la novela, el contexto sociopolítico puede influir en los avatares de una historia de amor?

- En esta historia imaginé el cuerpo de una pareja como un campo de batalla en el que se cruzaban las tensiones geopolíticas y quería imaginar cómo eso repercutía en sus emociones, en su lenguaje corporal y emocional. Cómo se manejan los miedos en la atracción. Establecer ese itinerario del viaje norte a sur, de oriente a occidente, el viaje a través de las culturas, el viaje a través del de los atentados a civiles castigando a los viajeros comunes impulsados, en esta historia, por la energía de la pasión y cruzados por tánatos. Porque también hay una segunda parte de la novela que problematiza el lenguaje médico, el lenguaje económico. Y al mismo tiempo, cómo imaginar un romance sin gramática ni familias ni amigos en común.  ¿Es posible existir sin tal contexto?

 

“Los celos, el amor, el deseo, son verdaderas puestas en escena en nuestra mente” 

- Da la sensación de que la historia de amor, en realidad, es una especie de MacGuffin para hablar sobre ciertas cuestiones políticas…

- Diría que es algo más polisémico, porque sí tenía la intención de reflexionar sobre las relaciones de pareja, de la imaginación de otro, de la máquina ficcional que despliega cuando estamos enamorándonos de otro, de otra. Los celos, el amor, el deseo, son verdaderas puestas en escena en nuestra mente. También es ingenuo pensar que, en nuestra dimensión amorosa, no somos cruzados por los conflictos exteriores que nos circundan, nos cruzan sin darnos cuenta, tomando forma de miedo, prejuicios. Parafraseando la película de Sofía Coppola, siempre estamos perdidos en la traducción, como está en la escena: dos desconocidos se encuentran en un aeropuerto y se dan un beso. “No un beso cualquiera. Un beso en la sala de espera. Un segundo beso en la puerta de embarque de un vuelo de conexión. Me besó sin entender bien lo que decía ni las preguntas que intentaba hilar en su idioma”.

Es el cuerpo de los viajeros que se desplaza, el cuerpo enfermo que se deteriora. También quise trabajar la relación de pareja, dos personas que se encuentran y se dedican a satisfacer lo que ese otro provoca, que es deseo, claro, pero también miedo, sospecha, jerarquía, dominación, intimidad, complicidad.  Por eso me resultaba apropiada la polisemia del término «lengua» como campo lingüístico y cultural (el idioma), y como un órgano físico que sirve para la comunicación verbal y erótica.

Y, por supuesto, un libro siempre tiene algo de homenaje tímido y tartamudo, el mío es hacia el guion-libro-película Hiroshima Mon Amour, de Margarite Duras/Alain Renais, hacia Marcas de nacimiento, de Nancy Huston, al decálogo cinematográfico de Kristof Kieslowski, en especial, la que se titula Amarás a Dios sobre todas las cosas, que expone dos racionalidades en torno al resquebrajamiento del hielo del lago de la ciudad.

 

“Somos efímeros, el atentado al clic de la tecla del celular o la guerra puede arrasar con todo a su paso” 

- A la obsesión por el tiempo se añadiría, por tanto, la cuestión que se relaciona directamente con el siguiente punto de nuestro análisis: Álex y Sara se conocen en un avión, es decir (o podríamos decirlo), un no lugar, según la denominación de Marc Augé. ¿Cómo reapropiarnos de esos espacios en los que no se espera que nada importante suceda? Para que un libro no se convierta en un no-lugar, ¿qué se requiere? “No hay silencio en los hospitales”. ¿Sí en la escritura?

- Escuchar el silencio en la escritura es algo absolutamente necesario; el silencio no está sólo en los puntos suspensivos (…), está en cada frase de un modo signado, en la elipsis que son saltos de tiempo o trama, pero también en eso no dicho, lo que está al otro lado del espejo. Del cuerpo, la lengua-molusco, anatómica y visceral, del cuerpo también la lengua, conceptual y sonora.  Las lenguas, la doble lengua del beso, la doble lengua del habla que se anuda en espiral. La revisión de lo amoroso se transforma en un pretexto para hacer confluir discursos lingüísticos, emocionales, históricos, geopolíticos y biológicos, creando un palimpsesto de sentidos.

Las dos historias tramadas dentro del texto no corren paralelas, sino que se superponen, una contiene a la otra, una es una metáfora de la otra. Somos fronteras, efímeros, el serpenteo del petróleo, el atentado al clic de la tecla del celular o la guerra puede arrasar con todo a su paso.

 

“Los recuerdos heredados son algo como un sistema eléctrico que enciende y apaga tu cerebro de modos misteriosos” 

- ¿Cómo nos condicionan los recuerdos heredados? La infancia ¿domina siempre la adultez, como un niño vengativo? ¿Por qué decidió que los protagonistas narraran la historia pasando de una voz a otra sin aviso previo para el lector?

- Diría que los recuerdos heredados son algo como un sistema eléctrico que enciende y apaga tu cerebro de modos misteriosos. Me ha interesado especialmente los recursos posnémicos, esos que uno no podría recordar porque no los vivió, pero de una forma y otra nos afectan, se hilan inclusos y arbitrarios de generación en generación. Son un prisma interno que nos condiciona a mirar de una forma particular, adquieren formas que se contaminan de otras sensibilidades y momentos de la historia. Son verdaderos agujeros negros en nuestras biografías que se asoman entre la incertidumbre y un aparente vacío y la oscuridad. Nos llevan a intentar descifrar ese pasado difuso, del cual solo quedan algunas certezas que persiguen como rastros que permitan crear memoria por medio del ensamblaje de diversos eventos y hallazgos. En ambos casos se hace imposible acceder al momento de los hechos históricos y familiares y comprobar de manera tangible su existencia; solo queda intentar predecir, teorizar y crear imaginarios para definir una memoria o bien evaluar los efectos que esas omisiones o traumas dejan en la subjetividad de los personajes.

 

*Fotografía de Julia Toro.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

Otra (Tránsito) es un aullido de quien no se sostiene pero juega a intentarlo, sorteando los convencionalismo de una sociedad que condena a las mujeres descarriadas que, como Mónica, la protagonista, emplea los tragos de alcohol como cayado anímico. Su autora, Natalia Carrero (Barcelona, 1970) se adentra de nuevo en la inagotable naturaleza de los personajes rotos, orillados, los que quedan de puntillas en los arrabales del sistema.

 

“La enfermedad incurable es la propia vida”

 - ¿El mundo es una enfermedad incurable?

- El mundo es una enfermedad peor que incurable, pero es el mundo que tenemos y, por otra parte, el mundo también es capaz de denostar la enfermedad cuando la enfermedad es intrínseca a la vida misma. La enfermedad incurable es la propia vida. 

- ¿Cuánto de una misma y cuánto de otra u otras hay cuando se escribe?

- Tanto como la distancia que se decida adoptar, o que a veces ni se decide. En mi caso, me dejo llevar mucho por las demandas de la propia escritura. Son las demandas de mis inquietudes vitales y como escritora las que lo deciden. En este caso, hay mucho. Pero no importa tanto la cantidad sino que haya, en cualquier caso, un componente de verdad.

 

“Me doy licencia para jugar, para jugar a lo literario, para jugar bien” 

- Destaca de tu escritura lo libérrimo de la misma, y el punto lúdico que no rebaja, en ningún caso, la intensidad y crítica. ¿Debe de haber límites a la hora de escribir?

- Me gusta que digas que lo lúdico no va en detrimento de lo serio; lo libérrimo es un hallazgo y una necesidad para escribir y articular este tipo de ideas sobre abismos que me propongo representar, porque tengo que tirar por sitios, por lugares no comunes, me voy mucho a la rareza y lo extraño para mí misma, y en esa extrañeza hay una libertad que es la que quiero, la que necesito, la que me permite navegar en las palabras. De ahí me sale el juego y me doy licencia para jugar, para jugar a lo literario, para jugar bien. 

- Hay ciertas constantes en tu escritura: la insubordinación a la narrativa clásica, cierta tendencia al caos, un determinado fluir de conciencia, rasgos temáticos que terminan por brotar (como la incomunicación o el aplastamiento del sistema). Un escritor, ¿escribe siempre desde sus obsesiones?

- Me gustaría responderte que no, que un buen escritor no debe hablar de sus obsesiones, sino tener los pies en la realidad con toda su complejidad y moralidad, darse cuenta del cuadro completo; por eso no me considero una buena escritora, porque estoy atravesada por mis obsesiones, pero las condiciones de cada escritor son diferentes y las mías, por las prisas del tiempo, son las que son. Me moriré antes de hacer una novela que no hable de ellas, aunque si escribiera una novela dickensiana también recogería mis obsesiones, pero no sólo. 

- En qué casos, de haberlos, conviene ocultar parte de nosotros incluso a nuestra pareja, como hace Mónica con su secreto.

- No lo tengo claro… En teoría convendría no ocultar ningún secreto, pero en la narrativa me funcionaba lo contrario. Es mucho más dura la realidad, claro, en la vida habría que afrontar que quedara al descubierto todo, lo bueno y malo, lo bicolor y lo tricolor, el abismo y sus entrañas.

 

“Me gusta creer que la literatura ayuda a la vida, que es esa tabla de salvación” 

- Durante la pandemia, el entonces ministro de Cultura  José Manuel Rodríguez Uribes afirmó que “primero la vida y luego, el cine”. La literatura ¿es vida, supone vivir menos, como dicen algunos, la prolonga, se puede vivir sin arte?

- En Soy una caja, una de mis anteriores novelas, hablo de eso. Trata de una joven que no puede soportar la vida y se aferra a la escritura como tabla de salvación; ese debate vida/literatura es interesante. Desde luego, a nivel experiencia primero es la vida, salvar vidas, hacer algo útil de verdad, hacer trabajos de verdad. Luego, la literatura, y vamos a quitar de en medio la cultura de la banalidad. Me gusta creer, aunque me equivocase, que la literatura ayuda a la vida, que es esa tabla de salvación. Algo que se dice mucho entre los escritores es que lo que sirve para escribir sirve para vivir; además, en los peores momentos, existe el consuelo de la literatura. Son dos cosas que se complementan, sin perder de vista que la literatura no es una entidad viviente que nos ayude a hacer algo concreto, no fabrica pan. 

- Carmen Martín Gaite decía que no se trata de “vivir para contarlo” sino de “vivir, y después contarlo”…

- Exacto, nombrar la experiencia, como decía Simone Weil es poner palabras a lo vivido. Cuando se hacen demasiados artificios literariamente falta vida, observación y atención; no se trata de vivir cosas intensas o dolorosas pero sí de vivir con atención y contemplación. 

- ¿En qué momento la línea limítrofe que separa el consumo saludable del alcohol del abuso comienza a desdibujarse?

- Diría que es muy fácil pasar al otro lado y cuando se pasa ya todo es lo mismo, es una zona como la intersección entre la consciencia y la inconsciencia, y explorar esa zona resulta apasionante, es una zona intermedia donde no hay distinción entre lo vivo y lo muerto, entre el día y la noche, lo sano y lo enfermo, donde se junta la pasión máxima. 

- ¿Es más fácil distinguir esa zona en la literatura que en la vida? ¿Cuándo uno se pasa de listo escribiendo?

- Para escribir bien tienes que haberlo observado y atendido bien, puedes haber habitado esa zona de la que hablamos y haberle prestado atención, pero puedes no ser capaz de escribirlo.

 

“Todo merece ser contado, hasta cómo una tortuga cruza la carretera” 

- ¿Cómo se sabe qué cosas de la vida se pueden convertir en materia literaria?

- Todo merece ser contado, hasta cómo una tortuga cruza la carretera, como hace Steinbeck en Las uvas de la vida, una novela de humanidad atroz, sociológica, de género, en donde cuenta eso mismo porque también es vida, todo es material para la artesanía literaria si está bien hecha y hecha desde una observación para conocer qué es eso y tratar de comprenderlo, o al menos respetarlo. 

- ¿Cuánto de ebriedad tiene la escritura?

- Mucho, pero también de sobriedad, y me interesa esa escritura que mezcla, que juega a la alquimia, a lo mutable, donde se producen procesos, vertiendo sobriedades y ebriedades, moviendo lo lúdico, haciendo armonías y desarmonías. 

- Esa transmutación no sucede en el ochenta por ciento de los libros que se publican, la mayoría complacientes y cómodos… ¿Por qué la buena literatura no llega al público de masas?

- Quien escribe hoy tomándose en serio la escritura no está queriendo apartarse y formar minoría, al contrario, trata de acercarse; pero se publica tanto producto de mercado, escrito por y para el mercado, sin intención literaria, que produce un serio problema de acceso. Lo minoritario no vende y se genera esta falla en la interlocución, aunque por suerte siempre habrá quien nos lea. Pero no, la literatura no llega a todas partes. 

- ¿Tiene que ver el hecho de que la propia obra ha sido desplazada en importancia por la figura del autor, que se ha convertido en una especie de marca o franquicia?

- Hay unas egolatrías muy desproporcionadas, la cuestión es si quieres ser escritor porque te gusta escribir o por el postureo, porque quieres una imagen de lo que crees que es un escritor; esa gente ha hecho personaje de sí mismos, se preocupan de sus propias promociones y son ellos materia de escritura, tienden a autofagocitarse, sin recordar que somos materiales fungibles. Si tus materiales de escritura comienzan y terminan en tu selfie, ¿cuál es el recorrido de lo que me vas a narras? No hay narración posible. 

- Donde sí que hay mucha narración y mucho relato en el ámbito de la política, porque ambas palabras aparecen en los discursos cada vez con más asiduidad…

- Es inquietante, y al mismo tiempo se mezcla todo, lugares comunes para el discurso hegemónico, que da consignas fáciles para que todos nos entendamos y estemos de acuerdo; olvidan que no todos queremos una misma narrativa, que queremos discusión, y matices, y conversaciones más interesantes y complejas. 

- En sus libros, ¿cuánto de Diarios de una borracha, el diario de la protagonista, hay, es decir cuánta puesta en abismo?

- Es muy vivencial, se puede decir, mucho, y por eso no puedo negar que, al publicarse, sintiese un poco de pudor. 

- Pudor que se vence…

- Afrontándolo, que tampoco es para tanto. Y que hay cosas peores; al fin y al cabo, somos una clase media que hacemos lo que nos da la gana, con cierto compromiso de hacerlo bien.

 

Me detengo en esa temática que siempre aparece en sus historias, ese sutil aplastamiento al individuo por parte del sistema. Apenas hay reflejo en la literatura de hoy de la lucha de clases, cuando sigue siendo la enjundia del problema, el binomio fracasados y poderosos, y quién sostiene la cuerda a cada lado…

- Empleamos este lenguaje porque el nudo gordiano es el conflicto comunicativo, a un lado están los poderosos y al otro, otros poderosos, pero hay quien queda fuera. Utilizo esos términos simplistas en mis novelas, así que el único triunfo sería el triunfo del discurso narrativo imprevisible, romper la sintaxis de la propia novela.

 

En esa angostura que provoca el sistema, ¿qué margen de libertad tenemos?

- Hay muy poco margen. A lo que llamamos libertad no lo es, ese discurso buenista de «te lo mereces», «puedes hacerlo si realmente lo deseas», etc. nos atrapa, como estamos atrapados por los datos y el algoritmo. Las instancias libres están en los hackers y en las sombras del sistema, en los que no entran en esta interlocución.

 

¿Ha afectado la corrección política a la escritura?

- Puedo decirte que yo me he recortado mucho, quería ser incómoda pero no por mucho rato; de alguna manera sigo teniendo autocensura o autocancelación, la época me pesa al escribir, me gustaría tener más fuerza y ser más bestia.

 

¿Qué te lo impide?

- Yo misma, mis tensiones a la hora de escribir. Termino y siempre pienso: «Qué poco he hecho». La literatura debe de ser algo que incomode a la gente, porque está hecha con fisuras y restos del naufragio.

 

¿De veras no hay nada peor que una mujer alcohólica, como se afirma en la novela?

- Esto es lo que diría la sociedad ahora mismo, esta sociedad patriarcal, con su discurso misógino. Las mujeres, en general, han sido las perdedoras y las intoxicadas y drogadictas son las perdidas, por eso las defiendo.

 

Si Mónica hubiera tenido un interlocutor, alguien que la escuchara y al que fuera capaz de contarse, ¿hubiera cambiado su historia?

- Sí, Mónica es producto de una época dominada por el discurso hetero-cis-normativo, todo lo que se saliese de esa norma es censurado. Si trajésemos a día de hoy a Mónica hubiera encontrado otras interlocutoras, no hubiese tenido tanta zona de silencio consigo misma.

 

El Chat GPT ¿pone en entredicho la creación?

- Prefiero las novelas hechas por una inteligencia donde todo sea natural y nada artificial; no lo veo como una amenaza, nos lo podemos tomar, incluso, como un aliciente para escribir mejor. La inteligencia artificial nunca hará las cosas que un escritor puede hacer con el lenguaje.

 

Asimov confesaba tener demasiada fe en la estupidez humana como para amedrentarse por la inteligencia artificial…

- Exacto. Por ejemplo, el idiotismo, el lenguaje disfuncional, terminan siendo inatrapables, mientras que las frases bonitas y peripuestas, planas, vacías, están atrapadas en sí mismas. Se llama límite.

 

¿Quiénes forman la estirpe de escritores de los que te consideras parte?

- Nombro a Virginia Woolf, a Martín Gaite, a Belén Gopegui, te nombro a ti… por supuesto a Simone Weil, Hebe Uhart…

 

¿Un libro que te haya conmovido últimamente?

- Todos deberíamos romper, de Marta Gordo; habla de un extrañamiento, de una situación personal que resulta, en su conjunto, sociológica.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

6 de noviembre de 2023

Como el Malraux de las Antimémoires o el Pavese de Il mestiere di vivere, también el Rafael Chirbes de los Diarios  hace gravitar sus reflexiones sobre el doble plano de perplejidades e incitaciones que la vida le ha venido  deparando: el biográfico, como escritor, y el de sujeto histórico implicado en la historia colectiva. Con todo, esta última dimensión queda reducida a contadas alusiones a su pasada militancia comunista y a la política del presente.

Leer más
Escrito en Artículos Revista Turia por José Luis Calvo Carilla

6 de noviembre de 2023

En 2010, en el n.º 96 de Turia, tuve la oportunidad de coordinar con A. Pérez Lasheras un cartapacio dedicado a Miguel Labordeta (1921-1969), el poeta nacido en Aragón probablemente más relevante del siglo XX, un vate que, siendo muy bien valorado por un grupo más o menos reducido de lectores que encuentra en él una acusada coherencia expresiva y un compromiso intenso con la palabra, sigue todavía hoy sin ocupar el lugar de referencia que, a nuestro juicio, merecería, y ello debido a la actitud insobornable que mantuvo siempre con respecto a la poesía, entendiéndola al margen de subvencionados cenáculos literarios, modas más o menos efímeras, anodinas e insustanciales y consignas establecidas en torno al prietas las filas,

Leer más
Escrito en Artículos Revista Turia por Alfredo Saldaña

Alberto Manguel: “Mi relación con los libros empezó antes que mi relación con el mundo”

 El lugar en que nos cita Alberto Manguel para hablar de su trayectoria como intelectual, de su visión de la lectura hoy y de su estancia en Lisboa, uno de los depósitos de la Biblioteca Municipal, tiene algo de vientre de la ballena, muy a propósito para quien, sin buscarla, ha alcanzado la condición de personaje casi mitológico por su obra y biblioteca.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Luis Sáez Delgado

Mercedes Monmany: “La corrupción mental se instala, deprime los valores y cuesta desprenderse de ella”.

 La historia desagua en la enciclopedia y la crítica, en el ensayo. Estos son los centros que dominan la actividad literaria de Mercedes Monmany. Si Gombrowicz logró un Curso de filosofía en seis horas y cuarto en ciento cincuenta páginas, lo que sigue bien podría considerarse un seminario de literatura contemporánea. Milan Kundera, fallecido hace unas jornadas, será la guía de esta conversación. Él ha sido un pilar en las lecturas de nuestra entrevistada, junto a los exyugoslavos Danilo Kiš e Ivo Andrić y a los checos Bohumil Hrabal y Václav Havel, menos conocido como dramaturgo que en su faceta política

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

LA REVISTA ANALIZA LOS DIARIOS DE RAFAEL CHIRBES Y PUBLICA, CON MOTIVO DE SU 40 ANIVERSARIO, NARRACIONES INÉDITAS DE LUIS LANDERO, SOLEDAD PUÉRTOLAS, ENRIQUE VILA-MATAS, LUIS MATEO DÍEZ, SARA MESA, PILAR ADÓN, SERGIO DEL MOLINO Y MANUEL VILAS. 

TAMBIÉN DA A CONOCER POEMAS INÉDITOS DE ANTONIO GAMONEDA, LUIS ALBERTO DE CUENCA, CHANTAL MAILLARD, ANTONIO COLINAS, LUIS ANTONIO DE VILLENA, CLARA JANÉS, PIEDAD BONNETT, JORDI DOCE O YOLANDA CASTAÑO, ENTRE OTROS.

La revista cultural TURIA celebra este mes de noviembre su 40 aniversario y lo hace con un espectacular sumario repleto de textos inéditos de algunos de los grandes autores que han participado activamente en su trayectoria. Con su aportación a este sumario especial, los más destacados escritores actuales quieren contribuir al homenaje y reivindicación de una labor continuada de fomento de la creatividad y de la lectura en español.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

27 de octubre de 2023

Tomarse el trabajo de responder una pregunta es más significativo que el de la formulación de la propia pregunta. Ciertamente, la pregunta manifiesta por sí misma una solicitud. Solicita un esfuerzo por ser respondida. Una pregunta no consiste en preguntar y quedarse simplemente sin respuesta o dejar la pregunta abierta. Es mucho más absorbente responder una pregunta que estar siendo preguntado continuadamente de un modo reiterativo, sin ningún respiro, para una posible y remota respuesta a alguna o ninguna de ellas. Ser preguntón tampoco es una actitud acertada. El diálogo o comercio entre pregunta y respuesta se ha de dar en el caso de la una para la otra— secuencialmente— hasta invertir los polos de ambas. De manera que la importancia de la pregunta y la respuesta vaya alternando en uno y otro polo a modo de comercio entre las partes interesadas en una transacción, desnudándose la una para la otra, cual juego entre amantes, en el que todo acaba por responderse por sí mismo, ajustado todo ello por el resultado al que, en primera y última instancia, toda la pregunta en su totalidad remitiría (y presumiblemente no se dará el diálogo entre pregunta y respuesta cuando dejemos de preguntar. Sin embargo, las preguntas también pueden ser infinitas o ser sucedidas una tras otra de un modo indefinido).

Por lo tanto, el acto de responder una pregunta es más significativo que el de la mera interrogación.

En primer lugar, uno no pregunta y ya, y se queda como estaba. En toda pregunta hay una respuesta implícita que requiere ser manifestada, y puede incluso que el que la formula no sepa que hay un indicio de por dónde comenzar a elaborar la respuesta desde su preguntar.

Preguntar supone ante todo el final de un recorrido, un alto en el camino, desde el que se vislumbra una posible continuación del mismo pero que no puede continuarse a menos que respondamos a la pregunta traída a colación y continuemos así con la natural marcha del discurso.

La inversión entre pregunta y respuesta es la siguiente: la pregunta atrae a cualquier posible respuesta y que trate de compensarla, y da una muestra parcial de su pasado discursivo hasta ese preciso instante interrogativo. La respuesta, por su parte (en caso de darse), promete un futuro y natural desenvolvimiento de la pregunta ávida de respuesta y que, por consiguiente, desencadena más discurso. Sin esa respuesta válida a ese discurso que continúa –y que por el momento no ha encontrado otro modo de discurrir que no sea a través de la neutralización sistemática de la pregunta formulada— no habrá más juego discursivo con el que tratar de responder la impertérrita y petrificada pregunta. Todo ello ocasionado por no encontrarse con los precisos y apropiados recursos lingüísticos con los que auspiciar, acoger y, sobre todo, articular con justicia por qué incurrir en ese preguntar y por qué hacer esa pregunta en concreto y no otra cualquiera que bien podría no haber anulado, hasta ahora, todo lo discurrido hasta ese preciso momento interrogativo. 

Ahora bien, a la hora de formular una pregunta, ha de desarrollarse una posible respuesta que venga de la propia pregunta dada. Toda pregunta contiene o implica una respuesta aún por formular; aún por darse desde su preguntar. Conscientes de tal posibilidad, una pregunta ya hecha y pertinentemente elaborada manifiesta de un modo tácito una respuesta. Toda respuesta arrastra consigo misma, por consiguiente, una pregunta que está siendo respondida. Si la pregunta se puede hacer, entonces la respuesta es también posible de ofrecer. Toda pregunta bien hecha y coherente con el sentido proposicional del discurso que la engendra —el cual es acorde con el sentido congruente e histórico de la realidad— puede ser respondida en un ulterior discurso, con las palabras precisas para la pregunta en cuestión.

Toda pregunta incuba, por lo pronto, su propia respuesta. Y toda respuesta proyecta en el futuro discursivo del hablante más preguntas que, poco a poco, habrán de ir siendo respondidas o, por el contrario, ser rotuladas como indecidibles, y sortearlas mediante un rodeo que las evite, y mostrar otras vías discursivas para continuar con la exposición del restante discurso aún por acontecer. Esas vías (tanto para responder a la pregunta como para sortearla) suelen ser la respuesta fáctica de la historia acontecida y epistémica de lo Real.

Querer mostrar un discurso es propio de los que necesitan medios específicos de expresión de sus ideas. Estas expresiones encuentran habitualmente una canalización a través de la problematización de lo Real por medio de preguntas, y un modo de expresar una interioridad individual hacia un común conjunto de cosas que se manifiestan a modo de preguntas todavía sin respuesta.

Sin embargo, no es necesario hacer una pregunta tras otra con tal de desentrañar lo Real en un sondeo historiográfico hasta el origen de la causa que suscita ése preguntar. Es preciso, por el contrario, preguntar por lo fundamental, lo cual se convierte en la pregunta definitiva. La pregunta digna de hacerse. La primera y última labor por la que vale la pena preguntar.

La pregunta que importa y que eventualmente es pensada y meditada por algunos es la pregunta digna. La pregunta verdadera, y cuya respuesta desvelaría el carácter verdadero del asunto abordado, sondeando hasta su origen no únicamente el motivo de por qué la hacemos, sino por qué preguntamos con la naturalidad que caracteriza al ser humano (y también por qué proyectamos preguntas entre nosotros mismos).

Ciertamente, el ser humano es el único lugar histórico del acontecer del Ser que puede albergar preguntas. Aquellas preguntas que se hace son categóricamente para él y no de dominio de ninguna otra especie. La especie que pregunta y que responde es la del ser humano. El ser humano, por lo tanto, es el único que puede formular y responder sus propias preguntas. Las preguntas son exclusivamente de dominio humano y de nada más. No hay un quién fuera de la especie humana que pueda responder sus interrogantes.

Luego, lo interrogativo es el común elemento del ser humano. Un lugar donde proyectarse a sí mismo dentro de una esfera de habitabilidad. Una habitabilidad sustentada por preguntas e interrogantes que someten su raciocinio al dominio del ser humano sobre sí mismo. Posteriormente puede ocurrir que las preguntas le lleven de un lugar a otro, pero en primer lugar son para dominarse psicofísicamente dentro de las esferas de supervivencia y de habitabilidad. O de dominar a especies que ladran, relinchan, balan, maúllan, mugen, barritan, trinan, ululan, croan, rebuznan o cacarean… pero que no preguntan. Tan incapacitante es el silencio de tales especies que no les queda otra que sustituir su mutismo inquiridor por otros sonidos que poco les valen ante el apabullante arrumbamiento de sí mismas por parte de la excepción humana sin que ningún Dios lo impida. Únicamente lo político puede hacer virar las direcciones e intentonas humanas (por parte de lo humano y su mundo administrado) y retroceder mínimamente hacia un origen que, de hecho, no ha hecho más que comenzar a modo de pregunta aún por ser respondida.

Si una pregunta es imposible de alcanzar no es porque no se haya dado como incontestable por el asunto abordado, sino porque no se ha dado con la formulación inquiridora apropiada como para desnudar y articular el lenguaje con la pertinente pregunta. El desnudo diálogo entre pregunta y respuesta solamente puede darse como forma ulterior de entendimiento, pero lo importante y lo que permanecerá lo fundan las preguntas que se desnudan ante una posible respuesta.

Cierto es que hay una gran variedad de preguntas aún por responder. Sin embargo, todas quedan incardinadas por un mismo sentido anímico que, confesadamente, habla del motivo de nuestra existencia. Esa pregunta es la explícita interrogación en torno al sentido del Ser. Su primacía destaca por encima del resto de preguntas. Una primacía que desbanca y desbarata cualquier otra pregunta que no sea esa o que remita a ella. Bien puede ser formulada de otro modo a cómo se ha estado haciendo hasta ahora, pero siempre tendrá como horizonte ontológico el desvelamiento del sentido del Ser y esa es la urgentísima labor que se propone la actitud inquiridora en estos momentos. Los múltiples modos de ser la pregunta por el sentido del Ser siempre tienen como lugar común un horizonte ontológico. Un común modo de ser más allá de la mera interrogación. Un común modo que una y otra vez remite a la dignidad filosófica y su modo de ser inquiridor.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre toca a su hijo como si fuese un instrumento.

La culpa se ha vuelto una monedita pintada.

Algo en ella:

clausurado. 

Si tuviera ocho patas

ofrecería a las crías también yo

de mi carne. 

Fíjate en la de las criaturas, que está toda hecha de espejo.

Un brazo vicario y menudo en un

pulso contigo misma.

La ciega, la animal, la jíbara. 

La madre y el hijo negocian su poder con moneditas de plástico.

Comen y defecan ese mismo lenguaje.

Miedo, berrinche, elogio, confianza. 

Por el envés del día va gruñendo la madre su ternura.

Lleva como conchitas colgadas de un collar.

Culpa deber atención pertenencia. 

Se abrazan fuerte para que la dicha no llegue a derramarse.

Frotan de los paños lo que no desearon nunca.

Atándose al mástil de un amor tan fiero

algo en la araña quedó clausurado. 

El hijo y la madre comercian con su placer y su castigo.

Algunas manchas no salen jamás.

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

SE EDITA UN NÚMERO ESPECIAL CON TEXTOS INÉDITOS DE GRANDES AUTORES 

TURIA SE DARÁ A CONOCER LOS DÍAS 23 Y 27 DE NOVIEMBRE EN TERUEL Y EN LA SEDE DEL INSTITUTO CERVANTES EN MADRID 

PHILIPPE LANÇON ESCRIBE SOBRE LA OBRA POÉTICA DE LUIS BUÑUEL EN TURIA Y ÁNGEL GUINDA PROTAGONIZA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO QUE REIVINDICA SU TRABAJO CREATIVO

Los escritores Luis Landero y Soledad Puértolas serán los encargados de presentar el número conmemorativo del 40 aniversario de la revista cultural TURIA. Será un sumario especial, con textos inéditos de algunos de los grandes autores que han colaborado con esta publicación, tanto en su edición en papel como en su versión digital. No en vano, la revista siempre se ha caracterizado por su capacidad integradora de la rica y diversa creatividad literaria contemporánea.

 

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

20 de octubre de 2023

No son pocos los escritores que además de poesía escriben prosa, pero quizá sí son menos los que en la prosa no se dejan llevar por sus efluvios poéticos y renuncian a alambicar sus frases con retorcidas metáforas. Por todo lo que he leído de la obra de Javier Salvago, tanto en verso como en prosa, me atrevería a decir que ninguno de sus textos llevan la mácula del esteticismo vacuo ni están  imbuidos de profusas ornamentaciones verbales cercanas al barroquismo o a expresiones abigarradas. Se diría, más bien, que en uno y otro caso, en verso y prosa, Salvago no ha abandonado nunca las dos principales señas de identidad que han caracterizado desde su primer libro toda su restante escritura, y que no son otras que la sobriedad discursiva y la sencillez en el decir. Él mismo ha escrito alguna vez, de manera lacónica y contundente, que a la hora de darle forma a las ideas de lo que se trata es de "hacer sencillo y fácil lo complejo, claro lo oscuro", cosa, todo hay que decirlo, que ya en su día Juan Ramón Jiménez juzgó como lo más conveniente para cualquier escritor que quisiera ser comprendido, pues "No se trata de decir cosas chocantes, sino de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más duradero", algo no tan difícil de ejecutar si uno no quiere caer en lo conceptuoso o en la oscura palabrería.

Nada como la nada es un libro de aforismos —el segundo en la producción textual del escritor sevillano, después de que en 2016 publicara Hablando solo por la calle— en el que sus máximas, mínimas, fragmentos y frases sueltas no pretenden complacer al lector ni tampoco darle una visión amable de la compleja realidad en la que estamos inmersos. Su título, además, remite claramente al poemario Nada importa nada (2011), donde, en uno de sus poemas, ya avisaba de la poca importancia que tiene todo. De ahí que Salvago tampoco en este libro condescienda con el buenismo o con los postulados falsamente esperanzadores que le hagan creer al lector que el mundo lo tiene todo para ser un paraíso. Lo sería, tal vez, si sobráramos nosotros, los seres humanos, que, según él, somos quienes hemos convertido un paraíso a nuestra medida en un infierno a la medida de todos. Traspasados de desilusión, pesimismo y decepción, los aforismos reunidos en este libro muestran un perfil del autor y su mundo que dejan poco lugar a las dudas o a la confusión, pues una y otra vez, página tras página, expresan una visión descarnada de la existencia, a la que prácticamente no se le concede casi ningún resquicio de exultación y de la que pareciera que no hay mejor salida para escapar de su sinsentido que desaparecer, ya que "El mundo es una manzana podrida y los gusanos somos nosotros". Resulta cuando menos curioso que este descarnamiento con que Salvago contempla actualmente la vida ya lo mostraba en su primer libro de poemas, La destrucción o el humor (1980), donde en una de sus Soledades advertía que "por esta senda, / que llaman vida, todos / vamos a tientas, / igual que un ciego. / En ceniza terminan / todos los fuegos". Pero esos fuegos en los que termina cualquier vida no son únicamente aquellos a los que nos veremos abocados todos al final de nuestra existencia, sino también esos otros (más indignos o más ruines) producidos por quienes, en lugar de hacernos la vida más placentera, menos problemática y sobre todo más verdadera, se dedican a enturbiárnosla y a falsearla con vanas promesas de felicidad: "Miente, político, los tuyos y los bobos te creerán". Lo que Salvago nos reclama es que no creamos a ningún embaucador o farsante disfrazado de bienhechor. De ahí que su mayor crítica vaya dirigida a los políticos y a quienes detentan el poder, sea este económico, religioso o incluso cultural, pues "con tanto político cínico, vamos a tener que exigir que se introduzca en el código penal el delito de insulto a la inteligencia y a la sensibilidad".

Las redes sociales, Dios, el dinero, la historia de la humanidad, también buena parte de la poesía y la cantidad de crímenes que se han cometido en el mundo en nombre de la verdad, la moral y el saber de cada época, son algunos de los temas sobre los que reiteradamente se ceba el autor de Nada como la nada, título con que ha bautizado su libro no por afán de producir una bonita eufonía, sino porque, fiel a su desencantamiento de la existencia, cree que es el locus amoenus donde mejor se puede estar: "La muerte es lo mejor que nos puede pasar. Pero eso solo lo descubrimos cuando nos morimos y ya no podemos contarlo". No sé si Salvago habrá leído a Schopenhauer, pero a tenor de su aquiescencia por el desengaño y su concepción de la vida como fuente de dolor, parece que no anda muy lejos de las tesis filosóficas del pensador alemán, quien en algún lugar de su obra manifestó que si bien en un principio todo es un frenesí de deseos y un éxtasis de placer sensual, poco después, sin embargo, llega el turno de la frustración y de la paulatina destrucción y el marchitamiento de las ilusiones. Schopenhauriano o no, el caso es que también los aforismos de Javier Salvago se prestan a una lectura anatematizadora de la vida, sin concesiones a ninguna promesa de felicidad duradera, esa "pelotita de los trileros" o esa "zanahoria con que nos engatusa la vida cuando se cansa de darnos palos". A las toneladas de ilusos o ingenuos que salen cada mañana a comerse el mundo, Salvago los manda directamente a comerse una mierda, esos "tipos con trajes caros que se levantan cada mañana muy temprano con el único afán de ganar dinero, caiga quien caiga, muera quien muera". La vida debería de ser otro afán, otra cosa. Pero ¿qué cosa, qué afán? Pudieran ser el amor o el humor o el talento o la inteligencia, pero no. Porque nada puede ya contra su desencanto. Nada, excepto la nada, que todo lo borrará como si nunca hubiera sucedido.

 

Javier Salvago, Nada como la nada, Apeadero de Aforistas, 2023.        

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

20 de octubre de 2023

Isaac Bashevis Singer solía decir que el novelista sólo necesitaba tres cosas para escribir un libro. Un buen tema o asunto real, el deseo irrefrenable de querer escribirlo y la convicción de que sólo él podía hacerlo con todas sus consecuencias. Al novelista no le bastaba con encontrar una buena historia, sino que debía ser “su historia”, y expresar su individualidad, su carácter, su manera de ver el mundo.

No creo que el lector de Estuario, la última novela de Lidia Jorge pueda albergar alguna duda acerca de que se cumplen en ella las tres condiciones. Posee un argumento misterioso y conmovedor, está escrita con dolorosa pasión, y su autora es, más que nunca, fiel a su propia manera de escribir y contar. No es extraño que sea así, pues Lidia Jorge, desde su primera novela, no ha hecho otra cosa que ser fiel a esa manera y concentrarse, como pedía W. Faulkner, en la verdad y en el corazón humano. Ella siempre ha buscado un lector cómplice, capaz no tanto de leer sus libros como de vivirlos él también. Un lector que se entregue al libro hasta el punto de llegar a pensar que le pertenece, que sólo ha sido escrito para que él lo pueda leer. Que llegue incluso a sentir celos de que otros puedan tenerlo entre sus manos.

"Todo libro debe estar escrito con urgencia, como si uno no pudiera vivir sin  él, porque aquellas historias que no se pueden dejar de lado son las únicas  que un escritor debe perseguir y ofrecer a sus lectores", dice la autora en una entrevista reciente. El tipo de compromiso que Lidia Jorge le pide a su lector es semejante al que el poeta pide a los suyos. Y Estuario no es sino un largo poema escrito contra la muerte. Un libro que habla de la escritura como visión, como la voz de lo que está en otro lugar. Todos los grandes libros, guardan la memoria de esa voz, la voz que no ha dejado de hablarse nunca, ni puede dejar de hacerse, pues su persistencia constituye nuestra humanidad. Se escucha en los momentos más inesperados, y entonces el mundo se transforma en una biblioteca y los hombres son libros vivientes. Y eso será Edmundo Galeano desde el comienzo de Estuario, un libro viviente. El libro como símbolo del corazón humano.

Una de las constantes de la obra de Lidia Jorge es África, y más en concreto el África colonial portuguesa. La autora pasó buena parte de su juventud en Angola y Mozambique, donde trabajó como profesora y fue testigo de las guerras por la independencia de esos países. Allí se enfrentó por primera vez al horror de la guerra y a los abusos del colonialismo. Esa experiencia ha nutrido una parte de su obra, en la que ha vuelto una y otra vez a ese mundo y a esos horrores, tratando de iluminarlos con el poder de la ficción. Pues como ella misma ha dicho es la ficción la que completa el relato de la historia, ya que aporta el mundo interior, el corazón profundo de los hombres. "La literatura lava con lágrimas ardientes los fríos ojos de la historia". Estuario es una novela que partiendo de episodios históricos mezcla lo real con lo mítico, dando lugar  a una suerte de realismo mágico a la portuguesa.

Su protagonista es un hombre joven, Edmundo Galeano, que regresa a Lisboa tras una experiencia traumática vivida en los campos de refugiados de Dadab, surgidos para dar una cobertura humanitaria a los refugiados somalíes huidos de la guerra civil. Edmundo es un cooperante que sufrirá un accidente que prácticamente inutilizará su mano derecha. Edmundo había estado en África, la terrible África de las grandes polvaredas, de las grandes batallas sin imagen ni noticia, de las terribles religiones primitivas, sanguinarias, con dioses hechos del cruce del caimán y del buitre, y había sido una víctima, había regresado de una misión de paz con una mano mutilada como si hubiese participado en una guerra.

Regresa a Portugal pero el horror de lo vivido, su  misma mano muerta, le hace preguntarse por el sentido de su aventura humana y de ese regreso a la casa familiar. Y decide escribir un libro donde deben estar las catástrofes y los horrores, pero también la belleza  de la vida y del mundo. Sin embargo, al mal no se le oponía el bien, sino la belleza y era esa porción de sí mismo la que debería dar al mundo, después de la vida en Dadaab. Las belleza. Sabía que tendría que conquistar la belleza para que su libro funciona como lección. 

Un libro destinado a evitar el fin del mundo, un libro que tuviera el poder de salvar a quien lo leyera. Obsesionado con este proyecto Edmundo Galeano debe enfrentarse al primero de sus problemas: aprender a  escribir con su mano enferma. Decide copiar otros libros para recuperar esa función de su mano, y elige para sus ejercicios dos libros: Oda marítima de Pessoa y La IIíadaOda marítima de Álvaro de Campos, heterónimo de Pessoa, es un canto entusiasta y radiante al ingenio humano, que a través de la ciencia y la técnica ha permitido al llamado mundo civilizado enriquecerse y dominar el mundo natural. Un canto que reivindica con entusiasmo la fuerza y la energía, por encima de la belleza. Mas ese ímpetu que ha permitido al ser humano alcanzar grados de desarrollo inimaginables ha sido también la causa de la destrucción de una parte del mundo y del dominio que los pueblos desarrollados han ejercido sobre los pueblos del llamado Tercer Mundo. El canto a la energía y al ingenio humano se transforma en un canto de destrucción y pillaje como tal vez nunca ha tenido lugar en la historia de la humanidad. El segundo de los libros, La Ilíada, apenas se aparta de este guión idea, pues es el canto de cómo un pueblo lleva a otro la destrucción y la muerte a través de su búsqueda de un ideal heroico. La elección de estos libros para sus ejercicios de escritura, lejos de ser arbitraria, forma parte del corazón mismo de su proyecto.

La mano herida de Edmundo es la mano del escritor. Para eso escribe para poder completarse. Adorno dijo que la verdadera pregunta, la que funda la filosofía, no es la pregunta por lo que tenemos sino por lo que nos falta. Y el lugar de la falta es donde se plantea la pregunta sobre si podríamos ser de otra manera. Perder algo, puede leerse en el libro de Lidia Jorge, es estar preparado para perder más si fuera necesario. La mano muerta de Edmundo Galeano es su vínculo con todos los humillados de la tierra. Un vínculo con su verdad. La escritura como una forma de recuperar la decencia y el honor. Rafael Sánchez Ferlosio al explicar el conflicto de Lord Jim dice esto del honor. “El sentimiento de honor perdido no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás”. De forma que el deshonor no es tanto “haberse fallado a uno mismo” sino “haberles fallado a los otros”.

Para que esto no suceda hay otra pregunta que el escritor no puede dejar de hacerse: ¿qué debe aparecer en ese libro? ¿Si ninguna de esas personas ha visto matar ni ha visto morir de privación, solo de enfermedad natural, como fue el caso de nuestra madre, Maria Balbina, que falleció de neumonía? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado hambre o sed? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado una noche al relente, jamás una noche sin luz, nunca un día sin cuarto de baño, nunca un día sin ropa, sin comida, sin medicamentos como les ocurre diariamente a aquellos que yo vi en los campos donde permanecí a lo largo de tres años, sobre todo los dos en Dadaab? ¿Cómo pueden estas personas entrar en el libro 2030?

Aún más, si todo ya está escrito ¿por qué le parece que hace falta un libro más y que debe escribirlo él? Y ¿cómo lo hará?, ¿con qué palabras? Hay un momento en que Charlote, uno de los personajes clave del libro, reflexiona sobre el amor. Lo define como un relámpago que une a dos personas, pero siente a la vez que no hay palabras suficientes para expresar las realidades humanas, y las que tantas veces se utilizan están desgastadas y no serven de nada. El amor de Tristán e Isolda ya no existía más en la faz de la tierra, o mejor, se sabía ahora que, al final, siempre había sido aquello que era, un mito construido con imaginación y palabras. Lo que había quedado, eso sí, era un relámpago que unía a dos personas. Entre ellos tenía lugar ese relámpago. Sin embargo, ambos buscaban en el amplio aparato verbal de su lengua la palabra que correspondía a ese sentimiento y no la encontraban. Como no la encontraban, usaban la palabra desgastada, la única que conocían que se le pareciese, y era de nuevo la palabra amor.

Tal es el descubrimiento doloroso que hace Edmundo a través de las dificultades que encuentra para llevar adelante su proyecto: que las palabras de su lenguaje no coinciden con los límites del mundo que tiene ante él. Había que buscar esas palabras que no existen en los diccionarios comunes y que solo se encuentran en los limites del lenguaje. No hablar con palabras prestadas sino con otras que persigan no tanto desvelar el misterio como protegerlo. Estamos hecho para alimentarnos de lo inexpresable, pensó Charlote, por eso nos encanta el misterio. Esa es la dificultad a la que se deberá enfrentar Edmundo en la escritura de su libro: Encontrar las palabras que necesita para dar cuenta de eso inexpresable que eran. Dijo que Edmundo hacía bien en escribir lo que deseaba escribir- Un libro para salvar a los hombres de la Tierra. Acabará siendo un libro en alabanza de todo lo que nace, independientemente de la muerte que vaya a tener, dijo ella y de todo lo que muere algo nace. De tu mano muerta nacerá un libro.

La novela de Lidia Jorge es un desafío permanente para sus lectores, pues nada en ella es lo que parece. Se trata de un libro sobre la escritura de un libro, donde sus personajes, se van construyendo y deconstruyendo ante nuestros ojos como pasa con los personajes que pueblan los sueños. Un libro sobre una de esas casas llenas de secretos que aparecen en tantas novelas. Vemos empañarse los espejos, hablan los retratos, los pasillos se llenan de ruidos, hasta que nos damos cuenta de que toda esa actividad no encubre sino el esfuerzo de la autora por dar cuenta de la vida con todas sus contradicciones. No solo de la vida de nuestra razón, sino también de la que tiene que ver con nuestros deseos. Es de esa vida de la que, en un intenso y doloroso párrafo, habla Amadeu lima, el amante de Charlote: Y de repente sentí que la perfección que yo vivía al lado de una mujer bella y completa, que la vida me había puesto a ala orilla de las olas un mes de septiembre, llenaba mi vida domesticada, civilizada, pero no mi vida salvaje. Imposible explicarlo con palabras. Para que lo comprendas, mi vida necesitaba fidelidad e infidelidad, La fidelidad era vivida con ella, tu hermana Charlote, la infidelidad, que yo también necesitaba, no tenía cara, era vivida con varias caras superpuestas, y yo quería las dos, la fidelidad y la infidelidad. Sentía placer en ese riesgo, en vivir una asimetría incómoda, entre la vida fiel a Charlote y la vida disoluta con cualquiera. Sentía placer en intentar equilibrar con dificultad la vida salvaje y la vida pura, sabiendo peligrosamente que las dos residían en el mismo pecho.

Puede que Charlote sea el personaje más cautivador, delicado y profundo, de todos cuantos ha concebido Lidia Jorge a lo largo de su ya larga obra. Es como un esponja que va absorbiendo todo cuanto sucede a su alrededor, pero que no puede protagonizar su propia vida. Alguien dueño de esa rara aptitud para vincular “lo que cura con lo que hiere”, que para Henry James era la razón última de la verdadera literatura. El libro trata, en suma, de cómo poner en el mundo un poco de cordura y amor. Ella creía que el hombre y la mujer eran seres luminosos con puntos de oscuridad y no al contrario, se lee en una de las páginas de Estuario. Sus personajes padecen lo que Chesterton llamó bellamente “las agonías del anhelo".

La obra de Lidia Jorge nos habla de las fuerzas terribles o benéficas de la naturaleza, del placer y de la muerte, de las servidumbres del amor y del sufrimiento debido a la pérdida. Mas ella sabe que el verdadero narrador nunca cuenta una historia, por muy terrible que sea, para sumir en la desolación a los que le escuchan. Es un mediador. Se ofrece a su comunidad no para aumentar su inquietud, sino para ayudarla a sobreponerse a las amenazas que la apremian o inquietan. Sus relatos son fórmulas de cohesión que le permiten conjurar el efecto desintegrador de esas amenazas, y nos permiten entrar en regiones de la realidad que de otra forma nos resultarían inaccesibles. Esta novela, toda la obra de Lidia Jorge, nos enseña a aprehender el mundo como pregunta, por lo que supone un alegato contra el totalitarismo en todas sus formas. Todos los totalitarismos  son mundos de respuestas, no de preguntas. Frente a los que prefieren juzgar a comprender, contestar a preguntar, Lidia Jorge defiende el poder sanador de la novela como pregunta, que su voz se oiga en el estrépito necio de las certezas humanas.

La obra de Lidia Jorge es comparable a la de todos los grandes moralistas, en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano. La autora portuguesa forma parte de esa larga tradición de grandes moralistas, que desde Cervantes o Stendhal, se dan en el mundo de la novela. Se confunde con ellos porque busca al hombre en el entorno y la comunidad en que vive; y la verdad en donde se oculta, en sus rasgos particulares. Lidia Jorge suscribiría sin dudarlo las palabras de Camus acerca de que el desprecio por los hombres constituye con frecuencia el estigma de un corazón vulgar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

Poco se sabe del autor turolense Isidoro Villarroya y Crespo, escritor de la primera mitad del siglo XIX, pero hemos podido acceder a su expediente administrativo, su “Hoja de servicios” —que se encuentra en el Archivo del Instituto “Vega del Turia” de Teruel—, y de ella podemos extraer los datos biográficos y bibliográficos básicos que exponemos a continuación.

 

Biografía de Isidoro Villarroya y Crespo

Nace el 3 de abril de 1800 en el pueblo turolense de Corbalán y a los13 años comienza sus estudios de Gramática latina en las aulas públicas de la ciudad de Teruel. Un año después, en 1814, obtiene una beca de número en el Real y Conciliar Seminario de Teruel y cursa como seminarista interno Filosofía, y dos años de Teología escolástico-dogmática y Sagradas Escrituras. En 1824 obtiene por oposición el Magisterio de latinidad en la villa de Mora de Rubielos, y en 1827 el título de Preceptor de latinidad. Ese mismo año, es invitado por el Obispo de Teruel a desempeñar la Cátedra de Retórica y mayores del Seminario Conciliar, cargo que ejercerá durante 18 años.

En 1834 es nombrado vocal de la Junta de Instrucción primaria de la provincia de Teruel y en 1845 será comisionado por el Excelentísimo Ayuntamiento para redactar la contestación que se debía remitir a la Comisión provincial de Monumentos históricos y artísticos de dicha ciudad. También el año 1845 fue invitado, con motivo de la creación del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, a ocupar la misma Cátedra que desempeñaba en el Seminario Conciliar. En marzo de 1847 recibió el nombramiento de Catedrático de Latín y Castellano de ese mismo Instituto. En 1853 fue invitado por el Obispo de Teruel a impartir clases de griego en el Seminario, lo que hará hasta su muerte el 19 de mayo de 1855.

La práctica totalidad de sus libros los edita en Teruel, en tres Imprentas (Gimeno, García y Zarzoso), pero editará un libro, por el que es más conocido, en Valencia, en la colección del librero, editor e impresor, Mariano de Cabrerizo.

El primer texto que publica es un folleto en 16º, El Santo Via-Crucis y Dolores de María, en cuartetas y décimas (Gimeno, Teruel), en 1834. Tres años después,  en  1837, unas Lecciones de geografía (Gimeno, Teruel), en un tomo en 8º. Al año siguiente la novela histórica, Marcilla y Segura o los amantes de Teruel. Historia del siglo XIII, en dos tomos en 16º, editados por Cabrerizo en Valencia. En 1840 edita en un folleto en 16º, unas cuartetas con el título, Inventiva contra la blasfemia (Zarzoso, Teruel). Cinco años después, en 1845, publica tres libros: Baturrillo o una caravana estudiantina (Zarzoso, Teruel), en dos tomos en 16º papel marquilla, una obra satírica; y los dos libritos que a nosotros nos interesan, Las ruinas de Sagunto. Poema histórico perteneciente a la época de la dominación cartaginesa de la España Antigua (García, Teruel) y El hombre de la cueva negra o las ruinas y restauración de Sagunto, hoy Murviedro, los dos libros editados en Teruel, por la imprenta García, en dos tomos en 8º.

 

Isidoro Villarroya y el “Mito de Sagunto”

Estos dos últimos libros pueden considerarse como formando una unidad, tanto desde un punto de vista temático como de cronología referencial: los avatares de Sagunto desde su asedio y destrucción en el año 218 a. de C,  hasta su reconquista por los hermanos Escipión, Publio y Cneo Cornelio, cinco años después, en el 212 a. de C. Si bien,  ambos difieren en su género textual. Por una parte, Las ruinas…, es un largo poema épico, escrito en versos endecasílabos, con rima asonante en los versos pares (manteniendo la siguiente regularidad: los cantos I y II la rima es é o; el III y IV,  í o; el V y VI,  á o; y el VII y VIII,  é a) y en él se refieren los hechos constitutivos del “mito de Sagunto”, siguiendo las fuentes clásicas y los estudios historiográficos contemporáneos a su autor, como él mismo refiere en el prólogo y en la multitud de notas que acompañan a su texto.

Por otra parte, El hombre de la cueva negra…, es una novela en prosa, en la que el autor narra unos amores y unas peripecias ficticias, enmarcadas en el periodo siguiente a la destrucción de Sagunto hasta desembocar en la restitución de la ciudad tras su conquista por el ejército romano, si bien todo el primer capítulo, así como la totalidad el tercero, y parte del segundo y cuarto, refieren acontecimientos históricos anteriores que lo ligan con el poema épico.

Las ruinas…, es un poema de factura clásica, que sigue estrictamente el canon épico y se atiene al paradigma de la narración del mito saguntino, extrayendo su información de las fuentes clásicas (Polibio y los excerpta de Fabio Píctor, Tito Livio y Apiano), así como lo referido por otros autores, posteriores, o contemporáneos a Villarroya, y que él alude, extrayendo en sus notas citas de estos: Mariana, Isla, Masdeu, Romey o Miguel Cortés. Este último y su obra Diccionario geográfico-histórico de la España Antigua, será muy citado por Villarroya, con continuos elogios. Posiblemente, Villarroya fuese alumno del sacerdote Miguel Cortés y López, nacido en Camarena en 1776, que fue durante un tiempo Catedrático en los Seminarios de Teruel y Segorbe. Quizá, también, fuese a través de él como Villarroya publicó en la colección de Cabrerizo en Valencia, ya que por esa época estaba Cortés residiendo allí, como Chantre de su Catedral,  y debemos recordar sus ideas liberales (fue diputado en las Cortes de Cádiz y sufrió exilio político, además de un proceso inquisitorial), que lo situaban en la órbita de Cabrerizo.

El hombre de la cueva negra…, como hemos dicho más arriba, es una novela histórica, que cabría incluir, siguiendo la clasificación que propone José Ignacio Ferreras, dentro de la denominada “novela arqueológica”. Responde al modelo romántico de Victor Hugo y Walter Scott, y en ella se nos relatan los infortunios de una pareja amorosa: Lidoro y Aminta, víctimas de la violencia y el despotismo cartaginés. La obra presenta situaciones siniestras, giros inesperados y aventuras y peripecias propias de la novela romántica y sentimental.

La trama novelesca comienza con el personaje Laufitel, ciudadano de Emporion, quien  se encuentra en las cercanías de Sagunto, en el rio Idubeda,  huyendo de unos cartagineses que lo buscan temiendo que sea un espía. Efectivamente lo es, de Escipión, quien le ha enviado a que le informe de los cartagineses y de Sagunto. Una tormenta virulenta le lleva a una masía en la que se niegan a darle cobijo porque la mujer del campesino y su hijo cree que es el gigante de la cueva negra. Laufitel les muestra que no es así, pero se entera por una conversación que tienen unos hombres en la masía junto al fuego, que cerca de allí hay una cueva habitada por un mágico o nigromante que arroja fuegos.

Laufitel movido por la curiosidad se acerca a la cueva y descubre allí a su habitante, a quien le dice que no le hará nada y le descubre quién es. Al enterarse que se encuentran los romanos en Hispania y de quién es, el gigante le dice que él es un jefe saguntino y le cuenta su historia: el asedio y destrucción de Sagunto, la muerte de sus padres, la muerte de su amada, Aminta y cómo llegó hasta allí gracias a los colonos de una casa de campo suya y a la de una aldeana que le suministra cada cierto tiempo víveres.

Miestras resuelven cómo llegar a los romanos e informarles, sabemos que no todos los saguntinos han perecido, que Aminta está viva, es una de los rehenes que fue salvada por un capitán cartaginés hispano (su madre, amiga de Himilce, la esposa hispana de Aníbal, consigue saldar sus deudas y enrolar a su hijo). Este la requiere, pero Aminta lo evita. Se la somete a Aminta a un juicio y el Comandante Indúbal cree que quien mató a Felicio y a otros soldados cartagineses fue Lidoro, que aún sigue vivo. Y acusa a Aminta de ocultarlo.

Como se ve, se trata de una obra repleta de amores, intrigas, cambios súbitos, revelaciones insospechadas…. Tan solo aludiré al fin de los amantes porque enlaza esta obra con otra suya —mucho más famosa en su época y por la que es recordado—, Marcilla y Segura o Los amantes de Teruel, ya que los amigos de Lidoro, Laufitel y Roseel naturales de Emporion, cuando se dirigen hacia Sagunto, cerca ya de la batalla final que acabará con el poder cartaginés, encuentran a su amigo en un sótano, muerto junto a un arca, besándola, donde se haya sepultada Aminta.

Permítanme, para finalizar, que les exponga unas palabras del prólogo de El hombre de la cueva negra…, que les dará el tono que atraviesa a estas dos obras de Isidoro Villarroya: “Mas no forma la celebridad de Sagunto la antigüedad de su fundacion y prosápia de sus fundadores , ni la fortaleza de sus murallas y alcazar, ni su benigno clima y fértil suelo, ni el cúmulo de riquezas que la prodigára su decantado comercio, ni la dignidad y excelencia de su gobierno; fórmala el inimitable heroísmo de sus habitantes. Los Saguntinos lanzaron los primeros el májico grito de independencia: los Saguntinos dieron el mas relevante ejemplo de amor patrio, oponiéndose con entusiasmo y heróico denuedo al ominoso yugo de la dominación estrangera, y sellándolo con su misma sangre el sacrosanto juramento de fidelidad bien merecidos son los repetidos encomios, que les han prodigado los antiguos poetas e historiadores”.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Antonio Millón

9 de octubre de 2023















Me gusta la poesía que se entiende.

La que habla de la vida.

Dijo el tonto encumbrado.

Y se calló la tórtola,

se secaron los pozos en los que nadie sabe

por qué ni para quién su agua aflora.

Dejaron de vibrar las mistéricas cuerdas,

le abatieron el vuelo al canto de la nada

y en la noche al amor se transformó

en una triste mueca de evidencia.

Se pusieron muy tristes Juan de Yepes,

Valente y Jackson Pollock.

Se deshizo el hechizo de los salmos,

se le agotó la voz al mundo,

y el tonto fue feliz

mientras su triste vida nos contaba.

 

Escrito en Lecturas Turia por Constantino Molina

6 de octubre de 2023

Día tras día. Quizá noche tras noche, durante tres meses seguidos, una mujer sola se sienta a escribir en su habitación alquilada, junto a la ventana, antes de acostarse. Ya ha estado en Italia anteriormente. Este viaje, sin embargo, proyectado minuciosamente en todos sus detalles, iba a hacerlo con M., el hombre que compartía sus sueños y sus esperanzas. Ahora él está muerto, piensa mientras escribe. Piensa en él a todas horas. También hoy ha puesto el Winterreise de Schubert a un volumen inadmisible para la hora. Al volumen que a él le gustaba escucharlo. Su lieder preferido. La mujer baja el volumen. Pronto se irá a la cama.

Arboleda es uno de esos libros, aparentemente sencillos, pero que basta con leer unas pocas páginas para darse cuenta de que no lo es, de que la sencillez casi siempre tiene un elevado precio, y no está al alcance de cualquiera. Uno de esos libros sobre los que la crítica enmudece y para los que el lector no es más que un accidente, una contingencia, un pretexto. Libros, generalmente, que su autor escribe para superar algún golpe inesperado de la vida, para poder seguir viviendo, sobreviviendo. Porque el mundo ya no es el mismo para quien ha perdido a un ser querido. El mundo ya no es el mismo para quien ha perdido “al testigo de su vida, y teme que en adelante su vida va a transcurrir en el mayor abandono, en la mayor soledad”, como dejó escrito insuperablemente en una de sus epístolas Plinio el Joven.

“Acostada y despierta, medité sobre las posibilidades que tenía en aquel lugar para ajustar mi vida durante tres meses a un orden que me permitiera sobrevivir a la inesperada extrañeza”.

No es un viaje literario, aunque visite más adelante la tumba de Keats, aunque la primera etapa del viaje sea Ferrara y pregunte por la tumba de Bassani. Es un viaje en el que algunos muertos siguen vivos. Un viaje a Italia. Un viaje a la memoria. Pero un viaje a Italia sin poner los pies en ningún museo. Ni olvidar un cementerio (hay personas, confieso que soy una de ellas, que sienten una atracción especial por los cementerios).

Una mañana, mientras se hace el café, la narradora se asoma al balcón y ve cómo el pueblo se va despertando poco a poco. Un día y otro día y otro día. Ve cómo se van abriendo las ventanas. Cómo un camión de la basura recula por las callejas, y pequeñas figuras con chalecos reflectantes acercan los contenedores y los vacían en el colector. El ruido de la cafetera la reclama y mientras desayuna escribe, no quiere que se le olvide: Desde el balcón, veía cómo despertaba transformándose en un mundo de juguete: movidas por dedos invisibles, se abrían las ventanas; un camión de la basura reculaba por las callejas, y pequeñas figuras con chalecos reflectantes acercaban los contenedores y los vaciaban en el colector. Anota lo que hace cada día nada más hacerlo. Anota lo que ve, anota lo que oye, lo que piensa, lo que recuerda, anota incluso las cosas que no ve y cuya existencia sospecha. El paisaje, el pueblo, la casa de la colina, el cementerio, depende desde dónde se los mire, componen un cuadro diferente. El mismo cuadro, pero diferente. Describe los gestos de la vida, los gritos, las conversaciones, los silencios, las miradas. Describe los paisajes, cambiantes según las estaciones. Y los sueños. Los recuerdos y los sueños, que tantos hombres y mujeres desdeñan. Los sueños que tantas cosas dicen a quien sabe escuchar, a quien sabe escucharse.

La narradora observa, nombra, describe lo que ve, pero muchas veces ignora qué significa lo que ve. Entonces recurre a la duda, a la sospecha, al lenguaje en el que se expresa lo inexpresable, lo inefable, y escribe quizá, la palabra quizá. Quizá se tratara de un rito…, quizá la foto se tomó en Olevano…, quizá le gustaba apoyarse en el marco de la puerta…, quizá la escena se repetía…, quizá subía por el sendero…, quizá le faltaba valor. O tal vez. O al parecer. O posiblemente.

Y nos preguntamos una vez más: ¿qué es lo que hace que estas páginas, escritas por una mujer que viaja sola, nos emocionen tanto? ¿Quién es Esther Kinsky? ¿Quién es la autora de este emocionante y poético libro? Nacida en 1956, en Renania, poeta y traductora del polaco, el inglés y el ruso, le han bastado dos novelas, tan premiadas como traducidas a otras lenguas, para ocupar un lugar de excepción en la literatura alemana. 

Arboleda es quizá una novela. O tal vez. O al parecer. Poco importa. Una novela del territorio reza enigmático el subtítulo. Pero una novela que no se atiene a las características (servidumbres) tradicionales del género (¿y por qué habría de hacerlo?). Una novela sin personajes estrictamente hablando, pero con personas, personas anónimas,  algunas están muertas (morti) y otras vivas (vii). Y entre las muertas, algunas siguen vivas en nuestra memoria. Mientras alguien te recuerde, no estás muerto, reza un lugar común poco consolador. Pero los recuerdos no se fijan para siempre, ni se fijan de una vez. Cada vez que acuden a la memoria (¿por qué esos y no otros?) son recuerdos distintos. Los mismos pero distintos. De manera que Arboleda es y no es una novela, una novela sin argumento, sin trama, sin desenlace. En pocas palabras: un libro bellísimo que no se parece a ningún otro.

Declinaba el sol, el cielo se enarcaba en capas de naranja, rojo, púrpura y lila sobre aquel paisaje cuyas superficies de agua reflejaban los colores perfilados por unas líneas terrestres cada vez más negras […] Oí unas cercetas comunes al otro lado del estanque, unas avefrías a lo lejos y, después, unos martinetes.

Me dispuse a partir. En los últimos paseos traté de grabarme lo que había visto a diario en aquel lugar: las aguas con las estrechas franjas de tierra en medio; las líneas que los pájaros trazaban en el cielo sobre el paisaje; los colores de las ruinosas construcciones de ladrillo a la luz cambiante; las pálidas cañas del carrizo; las garzas serenas, la inercia invernal de los flamencos y el quieto cortejo de los camiones.  Se acerca el final. Hay que volver. Hay que volver aunque nadie nos esté esperando. Todo vuelve. Todo acaba por volver. Todo menos nosotros.

 

Esther Kinsky, Arboleda. Una novela del territorio, trad. de Richard Gross, Cáceres, Periférica, 2021.

           

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

29 de septiembre de 2023

La ciencia ficción es la proyección verosímil del presente, lo demás es fantasía. Es la diferencia que existe, por ejemplo, entre las sagas galácticas de Lucas y la de Star Trek, porque este género no abandona la especulación científica. Un sollozo del fin del mundo es ciencia ficción, incluso podríamos afirmar que es una crónica del más que inquietante presente bajo la apariencia de ese género futurible. Jameson, en un libro que ahora citaremos, va incluso más allá: “El presente no deja, de hecho, de ser un pasado, aunque su destino demuestre ser las maravillas tecnológicas de Verne o, por el contrario, los autómatas destartalos y tullidos del futuro próximo de P.K. Dick” (2009: 343).

Para hacer verosímil narrativamente este reto Matías Escalera, consagrado poeta y avezado contador, ha orquestado un collage de múltiples voces narrativas conformado por diálogos contados por personajes, documentos leídos, excursos reflexivos, etc. Todo ello amasado en una “focalización 0”, eso que antes de la narratología contemporánea se llamaba con un ese oxímoron denominado “narración objetiva”. Escalera abanica, embraga y desembraga con singular maestría ese abanico de voces narrativas -con algunas “focalizaciones internas homodiegéticas,” es decir, puntos de vista subjetivos- y documentos que resultan estimulantes para un lector con vocación de recreador, especie en peligro de extinción desde que los técnicos de la mercadotecnia tomaron al asalto las editoriales.

En su novela precedente, Un mar invisible (Isla Varia, 2009) el autor madrileño había desplegado una maquinaria narrativa de gran complejidad, nada complaciente, hermética y alineada con una vanguardia sin complejos que entroncaba con los experimentos (¿olvidados, denostados, varados?) de la década prodigiosa. Escalera escribe con precisión, con una pertinencia muy cervantina -algo se pega viviendo en Alcalá-, quizá con un abuso de los puntos suspensivos que ya se atisbaba en su anterior novela. Escritor y poeta, domina el lenguaje y su ritmo, por lo que la lectura de Un sollozo es experiencia tan gozosa en lo literario como inquietante en lo temático. Estamos ante una apuesta valiente, temeraria incluso, en estos tiempos de involución sociopolítica y también, y no es menos grave, estética. Este aullido del fin del mundo, que lo es literal y figuradamente, está orquestado con vocación más posibilista en su escritura, menos hermética y menos aparentemente caótica, si bien sigue siendo una necesaria rara avis en un panorama de “ficción especulativa” -ahí la encuadra el prologuista Alberto García Teresa- profuso en producción, pero más bien convencional en la novelística hoy publicada con bulimia incontrolada. De nuevo aquí este enfant terrible sesentero/sesentón ensaya una escritura del caos posmoderno, una alegoría del naufragio de ideologías y grandes relatos que anunciaran -quedándose cortos tras el advenimiento de la cultura digital participativa- Vattimo, Lyotard o Jameson.

Precisamente el libro del último pensador citado, Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones a la ciencia ficción (Akal, 2009), hace una lúcida introspección en este género contemporáneo que no puede ser nunca neutral: “nuestras imágenes de la utopía, todas las posibles imágenes de la utopía, siempre serán ideológicas y estarán distorsionadas por un punto de vista que no puede corregirse o ni siquiera explicarse, como cuando observamos que éste o aquél utópico tal vez no se diese cuenta de las evoluciones sociales más recientes” (pag. 210). Escalera es muy consciente de esa imposible equidistancia, por eso asume el punto de vista ideológico que le caracteriza, en sintonía con Jameson, de un posmodernismo crítico, alineado con el pensamiento de la izquierda altersistémica. Muchos de los acuciantes problemas que observamos desde esta óptica hoy día aparecen contados en proyección futurística: el desmontaje del Welfare State, el abismo creciente de la desigualdad a favor de una oligarquía financiera, el acorralamiento, cuando no derrota, de la cultura del común y, sobre todo y ante todo, el desastre ecológico que comenzó con el calentamiento, continuó con la crisis climática y camina hacia un Armagedón imprevisible e imparable. Ese desastre solo puede ser conjurado por una fuga mundi, por una respuesta espiritual como la de los monjes que la emprendieron durante el Bajo Imperio romano, justo en otra antesala del Apocalipsis. En esta novela lucen los resistentes conectados en redes blockchain (como los del enclave alpino autogestionado Rojaba-Detroit), convertidos en verdaderos protagonistas. Klein, Saúl, Gersak y sus abuelos, que le enseñaron el camino de esa rebeldía, parecen ser el único rayo de esperanza ante la gran catástrofe que avanza inexorable. No falta el humor en medio de la amenaza -hay hasta una cardenal llamada Marie Claire-. Y es que el mundo actual, el del 2023, se percibe ya como un gran sinsentido que en el 2053, el año en que el autor sería centenario, llegaría a un punto de no retorno. Es el momento vórtice: o rebelión o desaparición. De aquellos polvos...

 

Matías Escalera. Un sollozo del fin del mundo. Madrid, 2023, Kaótica Libros.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Hernández Ruiz

29 de septiembre de 2023

Acaba de publicarse en castellano esta recopilación de ensayos que Zadie Smith, londinense del 75, escribió entre 2008 y 2016, durante los dos mandatos del presidente estadounidense Barack Obama.  La autora de Dientes Blancos nos lo recuerda en el prólogo con el fin de que los leamos con esa perspectiva en mente, pertenecen al pasado, si bien no se trata de un pasado lejano, pero pasado al fin y al cabo. Durante esos años vivió a caballo entre el Reino Unido y Estados Unidos, donde se instaló en Nueva York por motivos laborales para no desaprovechar la ocasión de compaginar su labor como profesora de escritura creativa en la New York University  con la de activista comprometida en pro de los derechos de las mujeres, por un lado, y sobre todo con la de defensora del multiculturalismo como motor social de las comunidades en las que más profundamente asentado está, digamos Londres y Nueva York.

Estos ensayos se escribieron, por lo tanto, a ambos lados del Atlántico y algunos de ellos vieron la luz en prestigiosos medios como Harper’s, The New Yorker  o The New York Review of Books.  Pero aun perteneciendo a la década pasada no podemos decir que hayan perdido su frescura, ni mucho menos, toda vez que los temas de los que la mayoría de ellos tratan son atemporales, como el arte, la literatura, los sentimientos o las relaciones personales.  La obra está dividida en cinco secciones cuyos títulos revelan el contenido de los ensayos de cada una. Así, “En la galería” recoge críticas, concienzudas y puntillosas, de diferentes obras de arte, esculturas y pinturas.  Por su parte “En la estantería” nos ofrece reseñas literarias, y “Entre el público” nos permite conocer la agudeza con la que Zadie Smith visiona distintas películas. Los ensayos de la primera sección, “En el mundo”, abordan temas universales como el cambio climático o el multiculturalismo junto con otros más locales, como el Brexit, e incluso una reflexión desde la distancia sobre su novela NW London publicada en 2012.  En la última sección, quizá la más intimista y cuyo título es el mismo que el de la obra que hoy nos ocupa, se mezclan consideraciones de la autora sobre experiencias propias o familiares.

Zadie Smith habla mucho sobre sí misma, sobre su familia y sobre Willesden, el barrio del noroeste de Londres en el que se crió y del que le cuesta horrores despegarse. El vecindario donde todavía reside su madre y al que vuelve no solo de visita.  Comprometida con la defensa de uno de los iconos culturales del mismo, su biblioteca pública, no duda en ponerse prácticamente al frente del colectivo que pelea para que no sucumba a la piqueta de la brutal especulación inmobiliaria que regía, y rige, en la capital del Reino Unido.  Como tampoco duda en postularse como activa defensora del medio ambiente, preguntándose varias veces en sus textos “¿qué hemos hecho?” “¿qué podemos hacer?”  Dos preguntas que tienen la misma validez intelectual cuando aborda el tema del multiculturalismo y que son claro reflejo de desesperación incrédula cuando las utiliza para hablar del abismo que se abre a sus pies ante la terrible perspectiva de un Reino Unido post  Brexit.

Y de nuevo Willesden para reivindicar su barrio como el ambiente ideal para criar a sus hijos. De hecho tiene casa alquilada allí, y para predicar con el ejemplo es en Willesden donde vive cuando periódicamente regresa a Londres. Zadie Smith, defensora de la tolerancia y de la permeabilidad, critica abiertamente el paternalismo fariseo de los blancos y propugna la militancia activa para conseguir la igualdad real. Si bien en su etapa universitaria luchó desde una perspectiva casi exclusivamente feminista, después de casi treinta años amplía su compromiso y lo dirige hacia la negritud, así en general, porque está convencida de que la hipocresía ciega cada vez a más personas. En varios ensayos se cuestiona incluso el concepto mismo de negritud. Preguntas y más preguntas. ¿Y los birraciales como ella misma, hija de jamaicana negra descendiente de esclavos y británico blanco? ¿Y los cuarterones como sus propios hijos, fruto de su matrimonio con un blanco norirlandés?  La raza es “la lente a través de la que todo se ve”, dice en voz alta Zadie Smith, que lo sabe bien porque lleva casi tres décadas dando explicaciones. Demasiado tiempo para conseguir que se le considere una intelectual británica, no una intelectual británica de color.

En definitiva, Con total libertad pone al descubierto un perfil desconocido de esta grande de la literatura inglesa contemporánea, el de ensayista. Sin embargo, ya en 2011 se tradujo al español otra colección titulada Cambiar de idea, y durante los primeros meses de la pandemia escribió seis ensayos que acaban de ver la luz  bajo el título de Contemplaciones. Si se trata de una nueva dirección en su profusa producción escrita o no, ya lo veremos. Pero de algo estamos seguros, su compromiso con las causas en las que cree va a seguir impregnando su obra futura, sea de ficción o no.

 

Zadie Smith, Con total libertad, Barcelona, Salamandra, 2021.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Villel

22 de septiembre de 2023

No nos sorprende el excepcional enfoque social y literario que Abdul Hadi Sadoun (Bagdad, Irak, 1968) nos ofrece en este libro, Escribir con eñe. Otros poetas en español (Olifante, 2023). Este escritor iraquí, afincado en España desde hace más de dos décadas, se ha ganado a pulso su condición de hispanista. No todos los escritores nacidos en España cuentan en su haber con la admirable trayectoria de Abdul Hadi Sadoun ni han escudriñado tanto en los diferentes latidos que la literatura española ha dejado a lo largo de su historia.

Lejos de centrarse exclusivamente en la proyección de su propia obra, que es intensa y extensa, y en la que ha ido confluyendo la poesía, la narrativa y el ensayo, Abdul Hadi Sadoun ha ido dejando tras de sí un campo sembrado de investigación rigurosa y de estudios centrados en escritores concretos (en el ámbito de la narrativa o la poesía) o movimientos literarios cuya trascendencia ha traspasado fronteras hasta la cultura árabe, a cuya lengua ha dado a conocer innumerables autores españoles. Y a la inversa, este incansable estudioso de la literatura ha traído hasta nuestra cultura y en nuestra lengua a numerosos poetas de origen árabe que hemos agradecido conocer por medio de las traducciones que este escritor iraquí ha ido desarrollando y por las cuales nos permite conocer voces que merecen ser atendidas y conocidas en el contexto de la poesía actual, sin tener en cuenta las fronteras.

En esta ocasión, Abdul Hadi Sadoun se ha propuesto, con éxito, acercarnos a los poetas que, sin haber nacido en España, han elegido nuestro idioma como alternativa de expresión para sus creaciones poéticas. Escribir con eñe. Otros poetas en español, supone un interesante y revelador trabajo sobre las múltiples razones que han propiciado que escritores nacidos fuera de España hayan optado por expresarse literariamente en español. Para ello, ha seleccionado a 18 poetas que, según apunta el autor en su prólogo, “destacan, no sólo las voces magrebíes, sino otras voces de diferentes culturas y generaciones, un grupo de poetas del Oriente árabe, África y países de Europa que se han convertido en un signo distintivo de la nueva escritura en lengua española”. Son, sigue apuntando el autor del libro, “18 poetas de diferentes países que han elegido el español como idioma común o compartido con su lengua materna para escribir y manifestarse poéticamente”.

Todos los poetas seleccionados en este libro debían cumplir tres requisitos: que incluyeran poemas escritos directamente en castellano, que hayan sido publicados en un libro, antología o inéditos y una última condición, la más significativa para contextualizar el libro. Debían responder todos a la pregunta: ¿Por qué escribo en otra lengua (el español) que no es mi lengua materna?

Uno tras otro, los 18 poetas, originarios de Bulgaria, Escocia, India, Italia, Irak, Irán, Nueva Zelanda, Malí, Marruecos, Polonia, Portugal, Serbia, Rumanía, Túnez y USA,  fueron respondiendo a los tres apartados y ante la pregunta requerida por el autor del libro surgen múltiples razones para justificar el uso del español como lengua adoptiva para crear. Resulta sumamente interesante adentrarse en las 18 razones de estos poetas. Lo más  que llama la atención en la mayoría de ellos es su inclinación por llegar a ser capaces de “pensar en español”. ¿Cómo se consigue, realmente, pensar en un idioma que no es el nuestro originariamente? ¿Qué significa pensar desde un idioma? ¿Hay una forma de pensar en inglés, árabe, italiano o español? ¿Hay algún rasgo distintivo que tengamos que tener en cuenta para pensar desde un idioma determinado? ¿Cuáles son esos rasgos?

Entre los poetas seleccionados en este libro, Lawrence Schimel (USA, 1971), nos revela que un poema (“Sida y vuelta”) que ha compuesto en español lo considera intraducible al inglés. La razón que expone es que pensaba en castellano. Tal vez ayude a entender esta afirmación si partimos de que este autor vive en España, pero cabría preguntarse si sería diferente si viviera fuera de nuestro país. Y en medio de esta perspectiva, otros poetas del libro que nos ocupa coinciden en que escriben en el idioma en el que piensan. La poeta serbia Nikodim- Divna Nikolic lo confirma al decir: “Normalmente pienso en castellano”.

En algunas ocasiones, siguiendo con los poetas incluidos en este libro, optar por expresarse poéticamente en castellano responde a una razón humana o social, incluso de tintes históricos. La poeta italiana Stefania Di Leo (1976), recurre a una respuesta personal, unida a sus sentimientos de añoranza por el idioma español que para ella es “memoria de mi historia, es recuerdo vivo de España”. Esta poeta, personalmente vinculada a su estancia en nuestro país, guarda un sentimiento de simbiosis entre su idioma y el español. De ahí que diga que “el castellano es un idioma con el que sueño todavía, del que oigo el ritmo, parecido al ruido de mis pasos mientras alcanzo la universidad Complutense o mientras ando por las calles vallisoletanas”.

Por su parte, la poeta iraquí Bahira Abdulatif Yasin (1957) ve en el uso del español un  instrumento de expresión, una razón social, a la vez que humana y personal, que hace que su respuesta sea reveladora y sumamente interesante. Esta poeta ve en la lengua “una seña de identidad esencial, especial para una persona exiliada”. En este caso la posibilidad de poder expresarse en otro idioma (el español), supone una tabla de salvación para enfrentarse a la opresión y el idioma adoptivo (en este caso el español), se convierte en fuente de libertad o liberación de los sentimientos. De ahí que esta poeta iraquí afirme: “Escribir en español empezó, en mi caso, como necesidad urgente para poder tender puentes con la sociedad española y su cultura, para defender mi estatus como mujer iraquí, cuya memoria continúa habitada por el dolor, la muerte y también por las ganas de vivir y crear”. Creemos que nada se puede añadir  a estas sentidas palabras.

Todos los poetas seleccionados en el libro guardan una razón de peso para justificar el uso del español en sus creaciones, como segundo idioma o idioma entrecruzado con el materno por lazos inquebrantables. Incluso algún poeta, como es el caso de Ismaël Diadié Haïdara (Malí, 1957), va más allá de su vinculación estética o sentimental con el español, es algo más que adoptar nuestro idioma como instrumento poético. Para él, concretamente, supone un vínculo que le hace recuperar su pasado y el español se convierte, entonces, en un soporte de carácter histórico. Llegó al castellano como fuente de sus antepasados, junto al árabe. Resulta conmovedor su afirmación: “Volver al castellano es en cierta manera reconquistar lo que mis antepasados perdieron, reencontrarme con mis raíces”.

No falta la opinión de otros poetas que han visto en el castellano la forma de acercarse a los grandes autores de nuestra literatura, conocerles en su lengua y pensar desde el español, sin intermediarios lingüísticos. Es ésta una razón que se repite y desarrolla en los últimos tiempos, porque no hay mejor forma de conocer y adentrarse en la obra de un autor que hacerlo en su mismo idioma. Para la poeta marroquí Lamiae El Amrani (1980), crear en otro idioma (el español) va más allá de un interés literario. Para ella, escribir en español “ha ampliado los horizontes de mi lenguaje y la capacidad de trazar y construir nuevos caminos para reconocernos en el otro, para crear lazos y acercarnos a esos sentimientos universales que sólo se consiguen cuando creamos espacios comunes, donde nos podemos mirar con tolerancia y podemos coexistir en libertad”.

Creemos que no podríamos contar con mejor colofón para terminar estas palabras que sumarnos a esta cita de Lamie El Amrani. Y tras una síntesis de las observaciones de algunos poetas de Escribir con eñe. Otros poetas en español, resulta necesario felicitar a Abdul Hadi Sadoun por ayudarnos a acercarnos, una vez más, a Letras y palabras de otras culturas y un mismo sentir.


Escribir con eñe (Otros poetas en español), ed. Abdul Hadi Sadoun, Zaragoza, Olifante, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Cecilia Álvarez

18 de septiembre de 2023

Pese a las apariencias, Marwan Landulsi (Ezzahara, Túnez, 1430 de la hégira) no es un heterónimo, ni siquiera un pseudónimo de Fernando Andú (Zaragoza, barrio del Arrabal, 1965, año cristiano o globalizador...). Son la misma persona, aunque sin la complejidad trinitaria. Marwan, si acaso, resulta un producto de su amor (en todas las variantes) por la cultura musulmana (quizá mejor oriental) y, en su mayor parte, de sus aspectos más heterodoxos. Eso sí, con feliz sincretismo o imbricación con el mundo occidental del que procede el saraqustí, tanto en sus elementos clásicos como en los vanguardistas. Cómo, si no, mostrar los antecedentes del autor del poemario reseñado. Aunque siempre se podría inventar una historia romántica y sugerente...

Después de varias incursiones líricas en pequeños libros (La sangre y los alerces, 1989; En otros términos, 1992; Invenciones de las cárceles, 2002 y Diferencias, 2013), Andú/Landulsi –y tras su acostumbrada gestación decenal– nos regala Noticia de Abu-l-Alá, que sigue la estética de su anterior volumen, pero con diferencias notables. Exquisita autoedición realizada mediante micromecenazgo, donde se demuestra que la calidad literaria no está reñida con lo no comercial, tristes voces aparte. Qué mejor cosa que convocar (o invocar) Marwan/Fernando a un grupo de amigos y familiares para pasar unos buenos momentos. A eso lo denominaría vitalidad.

Simple, pero de una estética ejemplar, la portada y la tipografía del volumen, atractivo a primera vista. El autor, así como Álvaro Santamaría en lo artístico y Bárbara Solans en lo técnico, nos ofrecen un libro ya agradable en su presentación física. La ilustración de portada, que puede representar tanto unas ventanas o puertas árabes desde las que se mira (o accede) al mundo como lápidas verticales de una maqbara musulmana, nos marca el tono contradictorio del mensaje poético con el que nos vamos a encontrar.

Mas también es sorprendente su interior. Escoltando la parte propiamente lírica de Landulsi/Andú (nótese cómo en el apellido del primero está incluido el del segundo, casualidad o no), hay como delantal una biografía ejemplar de Abu-l-Alá y, en la coda, unas «Correspondencias». La primera nos noticia (en su acepción de «conocimiento») sobre la vida del sabio y poeta sirio Abu-l-Alá. Nótese cómo su cronología hace referencia al calendario musulmán y no al cristiano. Dicha biografía debe mucho a las clásicas grecolatinas (Plutarco, Diógenes Laercio...), pero más a las escritas, en el ámbito oriental, acerca de eruditos, cadíes o alfaquíes, verdaderos eslabones de la cadena cultural islámica del saber. De lo que no cabe duda es de la pericia con la prosa –y no sólo con la poesía– de Andú/Landulsi (tanto monta...), conjunción de utilidad y deleite y con la cual algún día seguramente nos sorprenderá. En cuanto a las «Correspondencias», escritas en pleno proceso de edición de la obra, ya el título es ambiguo y se refiere tanto al intercambio epistolar, casi lúdico, entre José Ignacio de Diego, Marwan Landulsi y Fernando Andú como a una auténtica poética sobre el texto, en la que se nos dan pistas sobre el cuerpo central del poemario. Interesantes sus disquisiciones sobre influencias, pero ejemplares las que versan sobre la traducción de obras literarias a otros idiomas, si conviene realizarlas sobre la letra o el espíritu. Correspondencias estas que añaden cierta viveza al acto literario. Otra literatura es posible, no sólo la de los «valores seguros» de las grandes editoriales. Y de nuevo una excelente prosa entre los corresponsales, que deviene buen texto creativo.

Penetremos en el poemario propiamente dicho, centro (o laberinto) del volumen. Si en Diferencias  el poeta Andú nos ofrecía 24 composiciones englobadas en cuatro grupos de seis poemas, en la Noticia... de Landulsi hay una complicación estructural algo mayor escalonada en ascenso (aunque tampoco hay que descartar el descenso, ambos iluminadores). A una «Invocación» inicial le suceden 36 poemas divididos en seis partes («Gentes», «Trabajos días», «Razón», «Imperativas», «Las visiones» y «Lo indecible»), con seis poesías cada una de ellas. Epígrafes los enumerados rotulados en rojo, lo cual no es casualidad si leemos la inicial noticia biográfica de Abu-l-Ala. Los dos primeros y los dos últimos concluyen con frases exentas, genuinos objets trouvés añadidos por el poeta, tres de ellos con sabor arcaico: vanguardia y tradición aunadas. Las dos partes centrales semejan la bisagra de la obra: ninguna de sus composiciones lleva título –como sí sucede en los cuatro grupos mencionados– y para colmo conllevan una problemática especular. En «Razón» habla el autor, mientras «Imperativas» es una traducción de pensamientos poéticos de Abu-l-Alá. ¿Apropiacionismo? Léanse para el tema las amenas «Correspondencias» acerca del volcar un lenguaje en otro.

Andulsi/Andú prosigue (en singular) con muchas de sus temáticas presentes en anteriores obras. La progresión de lo críptico a lo evocativo es patente, ganando en clásica claridad, casi horaciana o virgiliana. Algunas de las poesías de Diferencias están conectadas con las de Noticia… Verbigracia, el mundo de las cárceles (sean interiores o exteriores), ya presentes en el piranesiano grabado en la contraportada del temprano La sangre y los alerces, incluso autoimpuestas, como la del propio Abu-l-Ala, verdadera metáfora universal. La desolación de los paisajes (tanto externos como personales), existenciales y esencialistas a la vez: mares, desiertos, cielos que no amparan, tierra difícil agotada y de cultivo agotador, la flora silvestre dominando a la cultivada. Pasados arcaicos en ruina, pero también descomposición presente. Nomadeos y errancias, pero también difíciles y problemáticos arraigos infructuosos. Una claridad léxica la del poeta que intenta organizar el caos primigenio producido por «la tenebrosa / chispa del eslabón» evocada por el sabio sirio, genuino big bang de todo. Aunque la ruina es casi poetizada por Marwan/Fernando con cierta delectación, que recuerda a la descripción de nuestros noventayochistas —o, con más propiedad, a la romántica con regusto ruskiniano— apreciando una belleza casi majestuosa en la decadencia. Como demuestra su último poema, «Plenitud», «avenirse / a lo que hay» (pág. 43). A paisajes desolados, versos bellos, que pueden ser recitados de manera diferente, pero siempre satisfactoria, por cada lector, que es soberano auténtico creador de los valores artísticos. El crítico «habla / por boca de ganso» (parafraseando los versos finales del poema «Tierra», pág. 18), y ésta no es excepción, como inseguro guía stalker hacia la habitación de Abu-l-Ala. O hacia la poesía de Andú/Landulsi.

Interesantes ciertos versos de nuestro libro «¿te dibujan/ un centro? / propón tú / el laberinto» (pág. 42). Aunque ya se sabe, hay centros dibujados que devienen auténticos y enmarañados laberintos. Libros sagrados (de los cuales encontramos numerosas referencias esparcidas por la obra) y farragosos códigos legislativos (cuyos conceptos proceden muchas veces de escritos religiosos) lo demuestran. Contradicciones vitales. O «en esta tierra / donde se halla la razón / no encontraréis la fe» (pág. 52). Enigmáticos versos del nacido en Ma´arrat que propone lo imposible. Ya no hay Romas a las que Persiles y Sigismunda se dirijan en su nomadeo. Es lo que hay. Visto lo cual, el crítico no impondrá centro alguno en la reseña...

El léxico de Landulsi/Andú registra palabras arcaicas casi olvidadas (aunque no hace demasiado tiempo usadas) de antiguos mundos agrícolas, así como estratos arqueológicos fragmentados («la mansión / derruida por el río // lascas / huesos / esquirlas / en torno a ella»), en «Plenitud», pág. 74. Ocurre lo mismo con la cerámica y alfarería. Auténtica Historia Antigua de anteayer. Espiritualidad y mística aproximada, pero a ras de tierra, donde los muertos. También hay ecos sociales, casi evocando al gran César Vallejo, en los poemas de «Gentes», y una gran presencia del agua, necesaria y destructora, pero también elemento de toda lírica amorosa que se precie. Planto fúnebre por el hombre («el golpe / en la sien / al que aguardo // el recuerdo / de quien seré», pág. 64). La temática es inagotable. Y la experiencia lectora, motivadora. A la poesía de Andú/Landulsi no le sobra ni falta punto ni coma. Ni falta que hacen. Poesía redonda, vitalista y sobrecogedora. Ejemplo de ello, los versos de «Faena»: «a golpe de azada // pozos sin fondo / cavo // como adobe / surjo / del fango // levanto / muros de cal / viva // me tumbo / y muero» (pág. 30). O el genial e irrepetible «Broza», casi apocalíptico en los campos del Señor: «arranco / de cuajo / la maleza) // en este cardizal // no hay hoz mejor / que este brazo / para trabajar la muerte» (pág. 32). Si así seguimos, reproducimos todo el libro...

Paseos los de Andú/Landulsi con regusto rousseauniano, pero con las iluminaciones (¿serán chispas del tenebroso eslabón?) de Benjamin. O flaneurismo de caminante o peregrino ante las epigrafías mortuorias clásicas. Hacia una renovada ilustración-romántica: lector, atrévete a leer este completito mundo.

Y esperaremos nuevas creaciones de Andú/Landulsi, así pasen diez años más. Su calidad lo hacen merecedor del amán...

 

Marwan Landulsi, Noticia de Abu-l-Alá, 2023, 111 páginas, edición del autor. ISBN 978-84-09-50798-6.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús-Sebastián Carrera Lacleta

8 de septiembre de 2023

Nueve son los pájaros, según el ritual del curandero de Goizueta, necesarios para la sanación: “Los pájaros son nueve, nueve son ocho, ocho son siete, siete son seis... dos son uno, los pájaros son uno, los pájaros no son uno, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo curen a este uno”. Los pájaros nunca han gobernado el mundo, sino los seres humanos, pero su presencia, haciendo piruetas en el aire o dando pequeños saltos en la tierra, ha llamado la atención, y concitado un sinfín de interrogantes. Preguntar es dar asiento a la duda. Responder no es, que yo sepa, labor de la poesía. El pájaro, símbolo de la ligereza y levedad, dejó de ser símbolo poético. Recordad a Gamoneda y su “Paisaje con pájaros amarillos”. Que Tere Irastortza recupere una tradición en declive, como casi todo lo que se enfrenta a la naturaleza humana, es motivo de gozo.

Tere Irastortza publicó su primer libro de poemas en 1980, Gabeziak/ Carencias. Han pasado, pues, más de cuarenta años desde entonces. La privación era uno de sus motivos, uno de sus referentes, uno de sus asideros poéticos. Se puede comprender, o podemos comprender, siguiendo nuestro instinto, que el concepto de privación nos remita al del tiempo. La carencia es un vacío en el presente, un hueco en el devenir, un puño cerrado en la memoria. Cabe preguntarse asimismo si alguna vez tendrá fin, o si es la continuación de un vacío existencial, algo que tampoco tuvo inicio. La carencia se acompaña de otros conceptos interrelacionados: silencio, desnudez, oscuridad, ceguera, tristeza.

La realidad de un pájaro, sin embargo, es física. Los sentidos son conscientes: la vista que identifica al ave; el oído que escucha el canto; el tacto, cuando se deja atrapar, y se siente la blandura de un cuerpo pequeño, caliente, tenso y agitado. He aquí una muestra de la autora: “Aunque haya visto las ramas desnudas en el otoño más veces que a los petirrojos posados en ellas, puedo describir con mayor soltura al pájaro: cuello rojo, ojo redondo, pico muy abierto... Pero no encuentro la palabra adecuada para ese liquen de la rama que oscila entre el verde y el amarillo: Lo que indica mi falta de intención, al observar la naturaleza”.

Creo que escribir es abrir las puertas y los candados que impiden de forma natural acceder a nuestro interior y dejar salir a lo que se ha guardado o, simplemente, se ha escondido y ha permanecido allí, al abrigo de lo ajeno. La poesía, en efecto, es fluidez: las palabras que van y vienen, el silencio que desaparece, pájaros asustados que alzan el vuelo, cuando atisban un espacio de donde huir y transformarse. La dimensión de este último libro de Tere Irastortza es espacial. Busca fundar y refundar el mundo, construirlo desde las cenizas, desde las ruinas de algo que fue memorable. No trata de suplir ausencias, de llenar vacíos, sino de extenderse por los lugares que aún sobreviven, no en el apartamento de la memoria, sino en el refugio endeble y delicado del lenguaje. De ahí la obsesión por las palabras, sobre su significado, sobre su origen, previendo quizás que, igual que lo que nos rodea, tengan su fecha de caducidad. Hay en Tere Irastortza un intento de redención de la lengua y, también, de asumir su propia existencia. Cuando muere un ave, se produce tal conmoción en el cielo, que el aire se calma y el viento enmudece. Cuando muere un animal, la tierra se contrae y la inquietud se extiende, como un temblor que agita las ramas de los árboles, y palidecen las rosas y los claveles lloran lágrimas perfumadas de aroma de estrellas. Cuando muere un ser humano, el mundo se agrieta y se rompe en algún lugar, las olas se repliegan y el mar se rebela, lanzando espuma por su boca. Cuando muere una palabra, las montañas se envuelven en niebla, la arena se lamenta y la tierra ennegrece.

Es poeta de su tiempo: quiero decir que es poeta del aquí y del ahora. El ser humano tiende al tiempo, o al no-tiempo, al tiempo sin tiempo, porque no es consciente de sus límites. Pero la poeta que observa a los pájaros siempre va en dirección contraria, siguiendo las huellas que las aves van dejando en el cielo, siguiendo el curso de las palabras en el texto amplio de la escritura –que no es otro que el de la vida–, siguiendo al tiempo hasta su extenuación.

Volar ya no es atributo de aves y pájaros. Vuelan las nubes: aparecen y, en un instante, ya no están. Vuelan los sueños. Si no se repiten es buena señal, si lo hacen se convierten en pesadilla. Vuelan las palabras en este retrato de la fugacidad y de la alegría.

 

Tere Irastortza Garmendia, Son nueve, los pájaros, Zaragoza, Olifante, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Felipe Juaristi

8 de septiembre de 2023

La acción es el frío es —tras Humus (Eclipsados, 2008) y Malpaís (La Isla de Siltolá, 2015)— un paso más en la obra poética de Alfredo Saldaña en la búsqueda de un yo que camina en la dirección hacia una mirada que requiere una contraescritura de otras lecturas más libres de la realidad. Se viaja a través del desierto de la verdad, siguiendo una contra-dirección. En este poemario hay además un sentido existencial, ya que se vislumbra lo vital como un camino hacia esa otredad en la que dejamos de ser, porque cada paso en el tiempo implica el alejamiento de nuestro yo, de su identidad del ayer, porque esta es un paso sobre el dejar lo que somos para marchar hacia quienes seremos, y así finalmente llegar al no ser. Somos caminantes y también camino, nos reconocemos en ese viaje por la identidad, siempre en construcción o en deconstrucción, en transformación hacia nuestra mejor otredad: “Vivir es abandonarse, / […] / liberarse / de la biografía al desertar / de ese país imaginario / que es el pasado, soltar lastre, / vencer la gravedad al tocar la luz” (p. 19).

“Invierno” propone diluir la identidad en la corriente, dejar de ser en la nada para ser una brizna de aire, un rayo de sol sobre una hoja, un haz de luz sobre la hierba, la gota del río que va a evaporarse. Es el viaje al centro de la nada, a un origen que sostiene el todo. El fin es el trayecto hacia el origen, el lugar de la muerte, del no ser, el lugar anterior del que provenimos antes de nacer: “Encaramarse a lo alto / de una rama escrita sobre el agua / y dejarse arrastrar con ella / por la corriente / […] / seguir el curso del manantial / hacia la desembocadura / para encontrar el lugar / en donde sea posible / que hasta el centro / se sostenga en un vacío” (p. 29).

“Contradicción” nos recuerda que al mirarse en el espejo de la alteridad podemos ver cómo en el cuerpo de lo visible late el corazón de lo invisible, imagen que conecta con la idea de lo oculto a la percepción, esa realidad invisible, imperceptible al ojo de la razón. Esta, como afirmaban Coleridge y Wordsworth, es vista con el ojo interior, con el de la imaginación:

 

Salir de uno como si se entrara

en el interior de un recinto

amurallado por la luz,

percibir que lo visible

es una carencia

o una tara de lo invisible,

la metáfora imperfecta que oculta

el corazón de otra aseidad.

Ser la señal que no es.

[…]

Si todo fuese afuera,

¿habría ahí lugar para el adentro? (pp. 35-36)

 

¿Quién es el yo? ¿Cuál es piel interna de su otredad? ¿Dónde es posible desnudar su piel de subjetividad aprisionada en la ilusión de la identidad para que quede así el otro que sin ser somos? ¿Ha sido nuestra verdad borrada? Todo el poemario es metaliteratura del existir, o “metaexistencia” del lenguaje, ya que se nombra desde los límites del lenguaje los del existir. El silencio es la epidermis de la idea, de allí surge la verdad otra, de esos sustratos que “sudoran” su vacío, que respiran la ausencia de lo indecible. El sentido es la piel externa, pero se ansía alcanzar aquello que queda más allá del lenguaje, que subyace en sus profundidades, en el interior del cuerpo del lenguaje, en lo más abisal de su organismo, con el objetivo de explorar “las ideas que están ahí, / ahí mismo, ahí detrás, / sin dejarse ver, desplazadas / hacia los arrabales de la historia, […] / las ideas que están ahí, / a la vuelta de la esquina, / enterradas bajo el lodo del tiempo» (p. 43).

Desnudarse de la piel del lenguaje del yo, acceder al vacío del ego, a su voz otra, al centro de la nada que habita en esa “pre-forma”. Es un viaje de retorno al final que es nuestro origen. Todo esto se alcanza con una expresión de alta potencia filosófica con reminiscencias platónicas al mito caverna. “Salvar la nada” habla de reb(v)elarse en (contra) todo. Ambas ideas, el todo y la nada están juntas, la una como antagónica de la otra. Son las dos caras del mismo vacío. La nada es el silencio anterior al ser, el todo el destino inmaterial del no ser. Este poema abraza ambos conceptos antagónicos. Nos lanza hacia una sugerente aporía, un mar de cosmogonía en el que navegar su universo de misterio:

 

Una palabra que sirva

para desordenar la realidad

o rozar la contingencia

de lo imposible,

para amparar

la lucidez devastadora

de la soledad,

para romper el todo

y así también

salvar la nada. (p. 54)

 

“Una ramita”», hermoso poema simbólico de estética japonesa, haiku, presenta simbólicamente el silencio como un pájaro refugiado del frío, siendo esta sensación térmica, que forma parte del título del poemario, una metáfora recurrente que representa la muerte del ego, su ausencia absoluta y su libertad alcanzada donde el silencio es la nada, la necesidad de acceder a ese vacío trascendental: “Ahí, / en el yermo / ilimitado y blanco / del vacío, / sobre una ramita / a punto de quebrarse / por el peso de la nieve, / donde no hay nada / y es posible / hallarlo todo…” (p. 59).

En esa renuncia de las verdades definitivas, de las máscaras de la identidad que reflejan quienes no somos, podemos ser una otredad más libre, pero se debe auscultar el silencio, la palabra que desde la ausencia diga lo indecible, cuestionar los límites de lo pensable: “Arder en el desaliento de la elipsis, / sofocar su violenta ausencia / y su insoportable temperatura, / […] / Habrá que seguir abismándose / […] / hasta dar con la palabra sin palabra / que franquee la última puerta (p. 61).

La acción es el frío, cuyo título podría entenderse como un oxímoron poético, habla del frío en el que arde el desierto de la otredad. Es la búsqueda mística de un no-lugar, una itinerancia por aquellos caminos libres de lo impuesto, de la construcción fijada con la que hemos creado nuestro relato de la realidad. Falta, como Prometeo, robar a los dioses de la verdad el fuego de la libertad. La piel del incendio que habita en el interior del frío que es también la de la palabra, donde late otra identidad, el corazón de los otros significados que llevan a otros caminos más libres de nuestra alteridad. El yo es el otro, somos todo aquello que podríamos ser. Se debe transitar ese desierto, enfrentarnos a nuestro vacío, caminar por ese interior en el que no hay nada, alcanzar así la iluminación del desierto, su fuego de la verdad, el hielo del silencio, la cálida respuesta del frío del viaje a la alteridad.

 

Jesús Soria Caro

Alfredo Saldaña, La acción es el frío, Zaragoza, Olifante, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Soria Caro

4 de septiembre de 2023

Celia Carrasco Gil despuntó ya con Entre temporal y frente (Olifante, 2020) y, desde entonces, ha continuado publicando un libro por año —Selvación (Torremozas, 2021; Limos del cielo (Ediciones del 4 de agosto, 2022)— y ha participado en distintas antologías y proyectos artísticos. En 2023 acaba de publicar con Olifante un libro singular, que la distingue: Rupestre. Rugosa portada de color rojo arcilla. Blancas letras de luz. El título Rupestre parece como agarrado a una roca; el blanco rupestre parece lucir lo granado del ocre.

Que, aun así, nadie busque huellas del arte rupestre, figuras esquemáticas adaptadas a los vientres de las grutas, ni descripciones de cavernas. Que nadie busque huellas de dragones ni osos cavernarios, ni  interprete lo rupestre como el lugar donde hibernan humanos de otras eras con rituales mágicos de caza…, aunque el libro esté repleto de maravillosas y deslumbrantes imágenes que una blanca liturgia hace avanzar. Ahora bien, sí se topará con tallos rastreros con voluntad colonizadora, como de fresas o fragarias; sí con raíces, rizomas, sí con fósiles (vasos, vasijas, botellas, cuencos, odres) y destellos vidriosos que aportan el vigor de las pequeñas flores perennes.

Y es que en el interior del libro, como en el de las grutas, oímos nuestros cuerpos, pues los sentidos, todos, parecen explosionar y nuestras emociones pugnan por buscar las palabras, la oralidad  de un balbuceo, de un gemido, de un suspiro que aflora del silencio; tal vez, porque esa oralidad que ocupa nuestros instintos enmudecidos, solo puede ser vertida como poesía, que impulsa el aliento y sopla para que el susurro atraviese sigilosamente la lógica de lo habitual, aceptado como certero. 

Solo ahondando en las imágenes del libro puede hablarse de la forma, del sentido —que no significado— del libro de Celia Carrasco Gil. Así se han escrito el prólogo y la solapa de Rupestre. El poeta y profesor Alfredo Saldaña en su prólogo presentando racimos de imágenes; y la poeta María Ángeles Pérez López en su atinada solapa acercándose al sentir del adentro y del afuera, según nos guíe la luz, el sonido, el aire, el olfato, ligando lo que se presiente con Rupestre que puede ser considerado un diario de creación.

Podría definirse el estilo como la forma en la que los sonidos, las palabras, la sintaxis y el ritmo pueden ser contenidos en un cuenco (vasija, odre, búcaro…). No es de extrañar que la tensión de un estilo propio requiera de tantas metáforas sobre los útiles que contienen lo líquido, lo gaseoso, lo crudo y lo cocido, el aliento o la sangre, los espacios de secano, los silos o la podre, la boñiga: lo vivo, a veces aparentemente inerte o muerto.

Pero, en cierta manera, el pensamiento de lo moviente sobre el que reflexionara Bergson nos descubre un movimiento imperceptible casi, que es una duración por transformación o vida incombustible. Además la noción del continente es solidaria a la de contenido. Y la autora persigue desde el primer poema los rastros de la vida en espacios ya inhabitados como cavernas, en plantas rastreras que se multiplican por rizomas y estolones, en espacios al aire como secanos y humedales de vida: vida que emerge tanto en grietas, fisuras y bocas como en la tierra negra, el humus, donde concluye el libro y se atisba el verbo, la obra de la lectura y la vida.

El estilo de Rupestre requiere contenidos que surgen de palabras, hiatos, asociaciones de imágenes y brillos. Y en Rupestre las palabras brotan ya desde el primer poema y van expandiéndose, literalmente, poema tras poema, van posicionándose en los poemas consecutivos y en el libro y van estructurando primero cada poema y posteriormente el libro que vierte en el último poema. La primera vez que en Rupestre la voz asoma al texto, la palabra y el lenguaje asoman y balbucean y juegan con lo que se dice y se presiente (nombre/hombre), la palabra anonada o que “a/no/nada” hasta que te detienes o “Te/de/tienes” y el sabor se sabe como “el aire sabe a loriga-gorila-girola-gloria”, así la voz cecea o coquea, se inventa incluso toqueando o troqueando.

En Rupestre la gramática nutre la retórica, pues los nombrados como nombre y verbo no son sino lo aparente de la sustancia, no son sino los núcleos de los sintagmas a las que las imágenes de Celia Carrasco Gil se adhieren. De modo que los verbos no necesitan a menudo de sujetos que actúen y en la primera parte del libro se formulan como infinitivos o con formas personales casi exclusivamente singulares y auto-reflexivos; y mientras los sustantivos o nombres son las apoyaturas de la imagen, lo adjetivo se encarga de amplificar o concretar, adhiriéndose a adjetivos y a otros sustantivos mediante la comparación, la complementación, la derivación, la fusión o la propia vampirización. Eso sí, listos siempre para colonizar cualquier limo, grieta o fisura que atienda a la vida en su momento de creación. Por algo en Rupestre, son las palabras —frente a la voz— a la vez flor, fruto y fragancia, como las fresas.

Y es que el título mismo del libro no es sino un adjetivo, describe una adherencia desde la que la vida busca luz, superando a veces virulentamente lo doliente o nocens del propio nacimiento, adhiriéndose a los sustantivos y verbos, algunas veces brotes, otras simplemente muñones que sostienen el devenir. De modo que no hay un poema que no brille en su página, en su posición en el libro. Fundamentalmente por su factura, por las potentísimas imágenes que vuelven más tarde en otro poema a manifestarse y extender su sentido. Las imágenes surgen de asociaciones de palabras, en sinestésicas percepciones; en las deslumbrantes comparaciones y las metonimias, las palabras, incluso con sentidos fosilizados, ocupan el espacio de la vida, bien con su presencia o bien vampirizando los matices de una antigua.

Diríase que el poema inaugural trata de la tarde de un nacimiento, que hace estallar cristales, que asoma de las aguas primigenias a una luz que deslumbra como un faro, que cuartea la oscuridad como un rayo, que para respirar ha de gritar un verbo que se hace presente, para luego mostrar y marcar con el dedo de un dios-infante lo que todavía es la nada, previa a la propia oralidad, a la voz y a la palabra.

El libro de Celia Carrasco, que en este primer poema empuja a la voz “como a una espina de Verbo en la garganta […] y nada/ en el vacío/ originario”, concluye con el poema “Humus”, en el que “el son, ya armonía es el Nombre, qué opérculo del mundo”.

En el centro se despliega una hermosa pieza titulada “Cántico Es(pi)ritual”, en homenaje a San Juan de la Cruz. Este hermoso poema subtitulado “Canciones entre el Alma y el cuerpo” eclosiona en un libro de poemas en racimo, aparentemente invertebrado donde la autora celebra la vida como movimiento que piensa; celebra no ya lo concedido hasta este momento en el poema, sino lo concebible, lo concebido; celebra el encuentro que atendía a lo común, al futuro, al deseo, al imperativo de lo es(pi)ritual que es ritual amoroso de dos, del esposo y la esposa, del verbo y el alma, de la acción  y lo perenne. Se trata de un poema-ritual alrededor del cual gravita todo el poemario, convirtiéndolo en liturgia compartida. Ya en estos cantares la primera y segunda persona del verbo dialogan, y no son personas auto-reflejas, sino que han urdido el  vals común donde cobran fuerza la primera y segunda persona y el plural, los dos, superando el trauma del nacimiento, de la separación. A partir de estos cantares el verbo-verso se derrama como la vida y “Los sones me embriagan […] / y si acaso se apagan / algo queda vertiendo / un verbo que verbera verdad viendo”. En torno a estos cantares se abren todas las vasijas, vasos, cuellos de botella, odres, ánforas, aljibes: incluso los sepulcros se derraman. Los continentes descubren ya los contenidos perennes, son úteros ya vaciados dispuestos a volver a concebir. En torno a estos cantares bailan los sones, las voces, las palabras. Y el lenguaje se oye, las palabras chocan contra la piedra para trashumar eco y fluyen. A partir de estos cantares se erige la liturgia de la vida, permutando las palabras básicas del poemario.

En cierta manera, el libro en su totalidad, tanto en el nivel fonético, sintáctico como semántico, se desarrolla como una liturgia que busca ramificarse y extenderse, bebiendo de los distintos sentidos de las palabras e imágenes rastreadas en la vida, en una vida a ras de tierra y con sed de luz. En Rupestre, cada poema, además, se ha hecho eco de palabras e imágenes utilizadas previamente. Cada poema ha religado. Tal vez la mística no ha podido nunca trascender con mayor fuerza que con el verso, lo que se vierte, lo que se invierte. “Humus” cierra el libro de Celia con el recurso a la fértil tierra negra, al humus, puro nutriente que retiene el agua del origen, del nacimiento del que surge el humano innombrado en el libro, Adán, el hombre no creado de mujer, el hombre de barro y aliento o lo humano —hominus— que deriva del humus.

Tal vez, Celia Carrasco concibe un poemario rupestre, en una sociedad en la que, relegada la religión, la vida misma no se considera ya perenne. En la contraportada lo granulado es ya humus y luz: “Naciste para costra”. Detente en la grieta, lectora; escucha tu voz, lector.

 

Celia Carrasco Gil, Rupestre, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Tere Irastortza Garmendia

Breton aseguró que en su poesía «vuelve a oírse la voz de Lautréamont, pura, joven, que alimenta el fuego que ha empezado a surgir de mis profundidades»; Ferlinghetti lo calificó de «visionario» y ese himno letárgico de Ginsberg titulado Aullido es deudor de su manera de entender la poesía. Hablamos de Philip Lamantia (1927-2005), puntal beat, gema surrealista, llama mística. Sus versos, proféticos, alucinados, telúricos, apenas han sido traducidos al castellano. Ahora, la editorial Varasek publica en dos tomos una Selección de poemas, con un formidable estudio introductorio a cargo de Vicenç Quera. La poeta y conocedora de la poesía beat Mónica Caldeiro ahonda en la proyección, importancia y eco de este colosal poeta.

 

- Philip Lamantia, ¿se encuadra mejor en el misticismo, el surrealismo o la poesía beat?

- Lamantia es una intersección entre esos tres ejes, aunque me inclinaría por afirmar que, sobre todo, se sitúa entre los dos primeros. No se puede entender a Lamantia sin su influencia surrealista y tampoco sin su misticismo extático. Aun así, me aventuraría a asegurar que en su obra general existe cierta independencia de lo beat, aunque ciertamente viviera esa etapa.

 

“Lo beat es la antítesis de un modo de vida dictado por la sociedad”

- Y en cuanto a modo de vida, ¿encajó el planteamiento beat de ejercitar una constante rebeldía?

- Lo beat es una clara rebelión contra todo lo que significaba la cultura norteamericana en los años cincuenta y el modelo ideal de vida estable, vivienda en las afueras y familia nuclear. Lo beat es la antítesis de un modo de vida dictado por la sociedad, pero que también responde al concepto de «beatitud», en el sentido de la búsqueda de lo trascendental no solo en lo cotidiano, sino también en lo marginal. La representación de ese ethos tomó diversas formas en los escritores beat, y Lamantia desarrolló su propia forma de «desencajar» y de habitar la marginalidad.

 

- La rebeldía de Philip Lamantia y otros poetas beat, ¿es una condición, una impostura, una necesidad? ¿Llegaron a domesticarse?

- La rebeldía beat es una necesidad que nació de un grupo de artistas que expresó el malestar de toda una generación. Es fundamental comprender que no se trata de una pataleta temporal ni de rebeldía adolescente, sino de la búsqueda de otras formas de vivir fuera de un sistema opresivo para la vida y el arte.

No creo que los beat llegaran a domesticarse, sino que cada uno de ellos encontró diferentes formas de encarnar esa marginalidad. Algunos lo hicieron poniendo en riesgo su propia vida, otros perecieron por el camino, y los que siguieron, encontraron maneras de seguir escribiendo desde su propio lugar. Si se hubieran doblegado de algún modo, dudo que siguieran suscitando el interés que aún hallamos en sus obras.

 

- Esa visión tan de Blake, visionaria, la contundencia de sus versos, el aroma de espiritualidad que los sacude… ¿Qué destacaría de su poesía?

- Para mí, Lamantia es un torrente inagotable de imágenes con luces estroboscópicas, es como si su poesía te obligara a ver algo parpadeante, luminoso y único. Es una poesía exigente que requiere que el lector se sumerja en la explosión de cada una de sus evocaciones. No da tregua: obliga a mirar de cerca en las palabras la representación de lo trascendente.

 

“Todo acto poético es político”

- El registro político en la poesía de Lamantia no está tan presente como en otros autores beat, salvo la causa del pacifismo, acaso, ¿a qué se debe?

- Ninguna escritura es inocente y todo acto poético es político. No creo que se deba infravalorar a Lamantia en ese aspecto. Dedicarse plenamente al misticismo y la trascendencia es una posición política que huye de la producción del capitalismo. Para poder dedicarse a la visión es necesario detenerse, y para detenerse es necesario dejar de producir.

Por otro lado, tampoco hay que olvidar su participación en el Libertarian Circle de San Francisco. Por lo general, la literatura de Lamantia no es abiertamente panfletaria ni necesita serlo, pero su anarquismo pacifista quedó patente en su modo de vida y en su forma de vivir la poesía. Cuando hablamos de poesía y política, es necesario separar la poesía del panfleto. Lamantia no necesitaba expresar con palabras sus ideas políticas para ser anarquista y ecologista, aunque sus libros Narcotica y Meadowlark West sean profundamente políticos.

 

- ¿Qué explicaría que siendo él en un primer momento, el poeta beat —o en su órbita— más conocido pasase a un eterno segundo plano?

- Lamantia estuvo más interesado en escribir, aprender y vivir que en darse autobombo. Hay otros ejemplos de autoras beat a las que les sucedió algo parecido, como a Joanne Kyger. Kerouac y Ginsberg fueron muy mediáticos y eso propulsó su fama (para bien o para mal), pero no todos los escritores beat escogieron el mismo camino. ¿Afecta eso al acercamiento al público lector? Por supuesto. Pero, por otro lado, la exposición también influye en la mirada de quien lee e incluso a la recepción de la obra, por lo que creo que Lamantia pudo tener menos lectores, pero más auténticos.

 

“La poesía de Lamantia se basa en la búsqueda de lo visionario y lo trascendente”

- ¿De qué modo el abuso de sustancias psicotrópicas afectó a su poesía? ¿Y su enfermedad, su trastorno bipolar?

- La poesía de Lamantia se basa en la búsqueda de lo visionario y lo trascendente por diferentes vías, y una de ellas fue la experiencia extática mediante el uso de sustancias. No obstante, Lamantia era muy consciente de que su abuso no era algo que necesariamente beneficiara a su poesía. Concretamente, su adicción a la heroína hizo mella en él, pero consiguió curarse gracias a una terapia de LSD con Timothy Leary. Supongo que las sustancias eran un doble filo dada su enfermedad maníaco-depresiva: con algunas buscaba salir de sus fases depresivas, pero otras podían exacerbar el problema.

 

- El concepto de lo sublime, de lo maravilloso surrealista está muy presente en la vida y obra del poeta. ¿Qué disposición de ánimo se requiere para encontrarlo?

- Creo que esta es una pregunta para Philip Lamantia.

 

- ¿Qué supuso el descubrimiento del «método paranoico-crítico» para el joven Lamantia?

- Debió de ser lo suficientemente impactante como para que experimentase con él y aplicase ya la superposición de imágenes en sus primeros poemas, de los cuales podemos encontrar «The Touch of the Marvelous» [El toque de lo maravilloso] en la antología ahora publicada por Varasek. Como ejemplo, me remito a los versos que abren el poema: «Las sirenas han venido al desierto / están levantando un tocador junto al camello / que yace a sus pies de rosas». En estos versos, Lamantia crea una imagen aparentemente antitética en la que se superponen planos de al menos dos imágenes distintas.

 

- El que, en un determinado momento, quemase parte de su obra pasada, ¿fue un acto de contrición, de psicomagia?

- Lo que me parece un acto de psicomagia (y también, en cierto modo, un exorcismo) fue que destruyera parte de su obra y después escribiera otro libro titulado Destroyed Works. Quizá había alguna faceta que quería dejar atrás, quizá estuvo motivado a hacerlo por alguna de sus fases depresivas o tal vez fue un acto de llevar al extremo lo que ya había hecho en la lectura de la Six Gallery: quitarse a sí mismo de en medio.

 

- De entre los muchos y buenos amigos de Lamantia (Paul Bowles, Breton, Leonora Carrington, John Hoffman, Ernesto Cardenal, Kerouac, Allen…), ¿Quién resultó el más decisivo?

- Diría que Kenneth Rexroth y John Hoffman, sobre todo en sus primeros años como poeta. Rexroth fue una figura decisiva tanto en los círculos del San Francisco de la época como lo fue para el joven Lamantia. Con Hoffman desarrolló una amistad que le dejó una profunda huella; de hecho, en el mítico recital de la Six Gallery que antes mencionaba, leyó los poemas de su amigo fallecido en vez de los suyos. A pesar de los años, siempre le tuvo presente.

 

“Lamantia fue un lorquiano a la americana”

- Con la cantidad de datos que tenemos sobre el poeta, ¿cómo es que apenas si sabemos de su primer matrimonio, con Lucile Dejardin?

- Tal vez se deba al hecho de que fue un matrimonio relativamente breve (apenas duró cuatro años) y se desconoce si Dejardin tuvo alguna filiación literaria concreta. Si no es el caso, no creo que saber más sobre su matrimonio pueda contribuir a arrojar más luz sobre la obra de Lamantia.

 

- A su juicio, ¿cuál es el gran poemario de Lamantia?

No sé si «gran poemario» es el término adecuado, pero reconozco que me parece muy bella la edición de City Lights en la que aparecen Tau de Lamantia y Journey to the End de John Hoffman, donde se publican los poemas que Lamantia leyó la noche de la Six Gallery. Quizá, si tuviera que quedarme con un libro de Lamantia, me quedaría con Tau: no solo es representativo de su etapa beat, sino que fue de los pocos manuscritos que él mismo salvó de la destrucción de su obra.

 

- Vivió durante varios periodos en distintos puntos de España. ¿De qué poeta español podríamos encontrar ecos en Lamantia, de haberlo?

- No puedo afirmarlo con plena seguridad, pero me apostaría un brazo a que Lamantia fue un lorquiano a la americana llevado a lo más extremo de la experiencia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

13 de junio de 2023

Ahora que tanto se habla de la España vacía (o vaciada), vale la pena señalar que, como todo el mundo en realidad sabe, ese vacío es mentira. La idea, brillantemente gráfica, ha servido para explicar cuánto se han alejado los españoles de los entornos más rurales y salvajes, pero su propia formulación da la pista para entender por qué tanta gente ha dejado de vivir en el campo, la dehesa o la montaña: la perspectiva ultrahumana. La misma perspectiva que proclama a la ciudad como ideal mientras sentencia que donde no hay humanos no hay nada. Pero si por un instante decidimos ser objetivos, además de realistas, será sencillo preguntarse: ¿Vacía? ¿Vacía de qué?

Leer más
Escrito en Artículos Revista Turia por Gabi Martínez

Pocas veces la obra de un autor ha aportado tantos cauces de comprensión de la historia de un país y de su pueblo. La forja de un rebelde es probablemente la mejor narración que se haya escrito sobre las primeras décadas del siglo XX español, el más preciso y enérgico esfuerzo literario por entender, desde su óptica particular, la causas que explican la guerra civil y las experiencias colectivas de un pueblo que convive secularmente con la derrota.

Leer más
Escrito en Artículos Revista Turia por César Rina Simón

Eduardo Mendoza, el escritor de los prodigios

 A Eduardo Mendoza Garriga (Barcelona, 1943) no le vamos a pillar nunca en chándal o pijama: luce camisa y corbata, aunque ese día no tenga previsto pisar la calle. Un burgués aliño indumentario para encubrir a los personajes de su otra vida (la literaria): “Todo lo que digo y cuento soy yo. Todo es fondo de armario”, subraya.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Sergi Doria

Pureza Canelo: “Me siento poema”

De Traslación (2022) es un libro en el que la escritura se confunde con el cosmos. Contiene el infinito sin achatar del universo y el bulto redondo finito de la palabra. Según Jordi Doce, es un texto admirable, lacónico y sintético. La voluntad de resta en él tiene que ver con lo sustancial, como si la autora “quisiera adelantarse a la erosión del tiempo”. Para Jaime Siles, su “lirismo de investigación” da lugar a una idea nueva de poema. En realidad, esa idea responde a una voluntad fraguada hace muchos años, de manera muy evidente en Oeste (2013), pero sus orígenes se remontan, como poco, a 1979, cuando publicó Habitable.

 

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

8 de junio de 2023

Son muchas las películas en las que se destapan los entresijos del mundo del teatro, como si vivir entre bambalinas encerrara un atractivo especial para la construcción de tramas en las que caben la rivalidad y la ambición. También la búsqueda de sí mismos. También las expectativas y la frustración. De repente, se escucha el eco en el patio de butacas y los focos dirigen el haz de luz al centro, señalando el mejor escenario posible para que la palabra muestre su potencial y demuestre que no se detiene ante nada ni ante nadie. Cisne de papel es una novela en la que se reconocen estos elementos que nada tienen de metáfora y que ha sido publicada, en la colección Sueños de Tinta, por Mira Editores.

Es un texto en el que priman los diálogos, perfectamente construidos, determinantes y poderosos, trabajados al milímetro, sugerentes, definitivos y definitorios de las personalidades de los lectores que se asomen con curiosidad a estas páginas, aun cuando se mantengan en un segundo plano que en absoluto les reste fuerza. Hombres y mujeres se definen por lo que dicen y por cómo lo dicen. Hay quienes se muestran cálidos y quienes solo aparentan frialdad, quienes caminan en zigzag y quienes optan por la línea recta, quienes están empezando su trayectoria y quienes ya están de vuelta. Sin duda alguna, esta es una novela de personajes.

Considero que la premisa inequívoca que supone el sueño de cualquier individuo que busque la realización personal y la estabilidad es aquella que reza así: ganarse la vida en un trabajo que encierre admiración y pasión. Intuyo que las vísceras lo agradecen. De modo que el temor a equivocarse se convierte en una afilada espada de Damocles que nunca deja de estar ahí, apuntando al corazón. Decidir cuál es el camino correcto, desafiar normas y convenciones, especialmente a una edad precoz, pone en jaque a cualquier expectativa. Cuando se asoma la seguridad de un empleo que no resulta seductor, y como oponente se encuentra el riesgo de entregarse a lo que siempre ha generado mariposas en el estómago, el dilema da para mucho. Es lo que le ocurre a Pilar, la protagonista de esta aventura creada por Alfredo Andreu, autor que sabe combinar a la perfección literatura e imágenes dada su formación como guionista y como director, que de momento se ha traducido en una serie de cortometrajes.

Alfredo Andreu dota a las palabras de múltiples significados y de otros tantos significantes. Vuelan en el aire, como si imitaran a la etérea Audrey Hepburn, la admirada actriz clásica ante cuyos encantos solo cabe rendirse y que supone una poderosa presencia en estas páginas. El mundo de la interpretación es un mundo repleto de dificultades que se encargan de hacer dudar incluso a las mentes más preclaras. Consiste en vivir en una exposición permanente, en asumir que los éxitos y los fracasos tienen sabor a aprendizaje.

Pilar vive el arte de la interpretación con una intensidad especial, cualquiera se lo podría detectar en la mirada. Su padre no está, pero su recuerdo es uno de sus mayores referentes. Se escucha su voz, su comprensión y su alianza. Es la figura que la refuerza por dentro. La madre, que sí está presente y exige comprensión, se comporta con más escepticismo porque, en efecto, busca certezas y estabilidad, dadas las veleidades que guarda el universo de la farándula, y rechaza de lleno lo que no encaja en su encuadre mental. Es otra batalla que a priori parece perdida, al igual que la que mantiene con su dislexia, una circunstancia más que juega a frenar sus ilusiones. Pero no por ello este personaje estrella muestra intención de rendirse. El tesón se reconoce en el retrato que la humaniza, pues no resulta extraño pensar que está inspirado en alguien de carne y hueso al que le brillan los ojos cada vez que se siente, y se sienta, en un patio de butacas. Bien arropada por sus incondicionales amigas, se aferra a sus sensaciones, a la grácil belleza de su icónica actriz y a la sencilla figura de origami que la acompaña allá donde va, tan valiosa por lo que significa. Un cisne hecho de papel que, quizás, representa la búsqueda de un papel que la convierta en cisne.

Alfredo Andreu sabe de cine, de dirección de actores y del imprescindible cometido del contador de historias. En definitiva, sabe dotar de vida a sus criaturas. Su formación es rica en el medio audiovisual y se nota a la legua. Hay nuevos proyectos que suenan con fuerza, que llevan su sello, y que no tardarán en convertirse en realidad. De ahí la fuerza que desprende esta historia, inicialmente un guion que pedía a gritos su conversión en narrativa con otro lenguaje, con otra forma de expresión y con otra creatividad, pero que no pierde frescura ni mensaje en dicho tránsito.

Pilar ha de enfrentarse a distintas personas que la ayudarán a crecer, a pesar de que a veces la cuestionan y no se lo ponen fácil, como ocurre con aquellos profesores que insisten en exigir resultados con crudeza y dureza hasta que el talento del alumno quede exprimido al máximo. Y el mejor ejemplo en estas lides aparece antes de que los lectores nos demos cuenta, porque entra en escena Bosco Pigmán, un hombre misterioso que ejerce de profesor y de celoso enfermizo, que no sabe muy bien ubicarse tras una vida repleta de episodios maltrechos. No falta un hermoso brindis a George Bernard Shaw, porque este tipo presume de ser un Pigmalión hecho a sí mismo, aquel que se enamoró de Galatea, valiéndose de técnicas y de procedimientos que alimentan su oscuridad. Es un tipo que acecha desde las sombras, que emerge de la negrura sin ocultar su rencor. Tantos matices lo definen a la perfección. Nadie sabe por dónde va a salir ni de qué manera va a condicionar el desenlace. De nuevo un retrato sólido, alrededor del que giran algunos de los pasajes más emocionantes de esta obra que no deja de abrir caminos y posibilidades.

Leer a Alfredo Andreu va más allá de lo que significa entrar en una novela y aguardar a que sucedan cosas. Es aprender a escuchar a personajes que se dejan la piel en busca de sí mismos. Ningún lugar mejor para encontrarse que en sus líneas, que delatan su pasión por lo que hace.

 

Alfredo Andreu, Cisne de papel, Zaragoza, Mira Editores, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Lahoz

8 de junio de 2023

Decía Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, «hombre soy y nada de lo humano me es ajeno». Y es que, si hay una cuestión esencialmente humana, quizá sea la capacidad y la necesidad de la pregunta por la vida. El regreso a los otros de David Porcel (Zaragoza: Mira Editores, 2022) es una profunda reflexión sobre lo que constituye al ser humano como tal, un análisis del presente a través de la historia y una llamada a la acción.

A través de sus páginas, el autor nos propone un recorrido al centro de la comprensión de lo que él denomina «indigencia» humana. Un término que alude a la situación ontológicamente fundamental del ser humano. Como heredero de la tradición fenomenológica más pura de Heidegger y  Husserl, acudirá a la cuestión en epoché, atendiendo a lo que se manifiesta. Porcel parte de la pregunta por el ser, pregunta que solo el ser humano es capaz de formularse. Esto será síntoma de su indigencia y, por tanto, motor de la acción, puesto que está obligado a «darse ser». Esta es su carencia fundamental.

El autor se propone estudiar lo humano desde categorías no cientifistas, ni técnicas ni esencialistas. En ello radica precisamente uno de los puntos fuertes de la obra: en la honestidad intelectual con la que deja claro su punto de partida y en el hecho de que su investigación se desarrolla en un marco epistemológico que podríamos llamar holístico. Porcel regresa a la noción de verdad como desvelamiento (aletheia) y considera que la naturaleza caleidoscópica de la realidad humana no se deja atrapar en esquemas reduccionistas. Por este motivo, teje una red interdisciplinar de conocimientos que pasan por la literatura, el arte, el cine y un sinnúmero de disciplinas, que nos van clarificando esa pregunta inicial de la que partíamos.

La obra se cimienta sobre un eje central que trata de sondear lo que él llama «movimientos tectónicos de la historia», para asentar posteriormente una agudísima reflexión de nuestra sociedad actual y trazar un boceto que acaba siendo una llamada a la acción. Ese eje central es un recorrido «metahistórico» a la búsqueda de los movimientos que nos han traído hasta el momento presente.

Es precisamente en este recorrido histórico donde radica el segundo punto fuerte del ensayo. Estamos acostumbrados a estudiar la historia de la filosofía a veces como un diálogo poco intuitivo entre autores inconexos. Porcel nos propone entenderla desde las tres categorías en las que se ha manifestado la situación de indigencia ontológica humana: el exilio, el naufragio y el desamparo. Una forma novedosa de entender la historia de la filosofía, que encierra conexiones entre la mitología, los sucesos históricos, la filosofía y la ciencia, cristalizando en una suerte de red que nos sitúa en una perspectiva aérea. En cada una de las categorías situacionales humanas es sencillo comprender esos cambios tectónicos de los que nos habla el autor.

Y, sin embargo, pese a que este recorrido histórico es de por sí suficiente para trazar un mapa humano, en la tercera parte, Porcel hace un análisis certero de cuestiones que suponen nuestro día a día. Analiza nuestra propia situación de desamparo y de paulatina deshumanización. En las sociedades auspiciadas por el imperativo tecnocrático hay una tendencia hacia lo que él llama «formas de existencia desarraigadas». Recorre las formas en que la deshumanización se nos hace patente: el hiperrendimiento, las formas de arquitectura hostil, la evasión de las emociones humanizadoras o la transformación de toda realidad en mercancía. Y en su forma negativa, se expresa en la pérdida de los ritos, en las relaciones puramente funcionales, en la pérdida de espacios de reunión o en la sustitución de la inteligencia humana por formas de inteligencia artificial y su comprensión desde lo algorítmico. Lanza una llamada a la reflexión sobre si este panorama hace posible una ética, ya que el aislamiento y la atomización social van disolviendo poco a poco aquello que nos hace humanos.

Hay una fisura por la que se cuela la esperanza en este trabajo del profesor Porcel: la situación de indigencia es connatural al ser humano, pero las formas que adopta son cambiantes, lo que supone cierto margen de libertad para modificar el curso de las cosas. De ahí que El regreso a los otros sea el cuidado, la hospitalidad, la atención, el tacto. Una invitación al diálogo y a la reflexión para un mundo más humanizado.

 

David Porcel Dieste, El regreso a los otros. Un ensayo sobre la indigencia humana, prólogo Josep María Esquirol, Zaragoza, Mira Editores, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Rodríguez Alba

EL POPULAR ESCRITOR Y PREMIO CERVANTES ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU OBRA: “HE VIVIDO MÁS EN LA VIDA FALSA QUE EN LA VERDADERA”

UNA DE LAS MEJORES POETAS ESPAÑOLAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “ME SIENTO POEMA”

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA UN ENSAYO SOBRE CÓMO GOBERNAR LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Eduardo Mendoza y Pureza Canelo. Sin duda, Mendoza es uno de nuestros escritores más apreciados por sucesivas generaciones de lectores, habiéndose convertido en un referente de las letras españolas contemporáneas y en un autor de enorme popularidad  desde que en 1975 su primera novela, “La verdad sobre el caso Savolta”, le lanzara de inmediato a la fama y al reconocimiento de la crítica. En la conversación exclusiva que publica TURIA reconoce, entre otras afirmaciones llenas de sabiduría y autenticidad, que “todo lo que digo y cuento soy yo, todo es fondo de armario”. Como muy bien señala Sergi Doria, autor de una entrevista que seducirá a los lectores y en la que se hace inventario y se opina sobre su vida y obra, “antes de escritor, Mendoza fue abogado e intérprete en las Naciones Unidas; también estuvo presente en el primer encuentro entre Felipe González y Ronald Reagan. Un políglota cuya primera lengua es el humor y la segunda la Historia como eterno retorno de la idiocia”.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

5 de junio de 2023

El Booker Internacional, galardón que destaca la obra más significativa de cuantas novelas se tradujeron y publicaron en lengua inglesa, ha reconocido en su última edición al búlgaro Gueorgui Gospodínov con su último trabajo Las tempestálidas, obra que fue traducida al inglés por Angela Rodel. Su versión en español también vio la luz el pasado 2022 publicada por la editorial Fulgencio Pimentel y cuya traducción corrió a cargo de María Vútova y César Sánchez.

Trufada de homenajes a Thomas Mann o a Borges —entre muchos otros referentes literarios—, el búlgaro Gueorgui Gospodínov nos ofrece una novela en la que se revela un fenómeno que podríamos designar como singularidad espaciotemporal; siendo una obra clasificable bajo el epígrafe de historia contemporánea o el de autoficción y en la que el autor y un extraño personaje —su desdoble literario, una suerte de alter ego hecho epítome de su pensamiento utópico— recorren el recuerdo y el tiempo que ayudó a construir la memoria personal del individuo y colectiva del pueblo, de la sociedad en la que éste se enmarca. A lo largo del texto se cuestionan remembranza e identidad, tiempo vivido y tiempo mitificado; ideas sugerentes en las que podemos encontrar elementos de reflexión y no pocos paralelismos entre aquel pasado identitario del este de Europa y el que etiquetaríamos como “nacional”. En sus páginas el autor imagina la construcción de “cronorrefugios” en los que reencontrarse con la felicidad idealizada de alguna década memorable o, al menos con cierto amparo y seguridad en un pasado que crece incesantemente alimentado por todos, por el tiempo colectivo de cada sociedad, y que amenaza con invadir y suplantar al presente.

Gospodínov también nos expone las cuitas de envejecer, de caer en la senil demencia, de ofrecer un cuidado alternativo que revierta la desmemoria, o incluso de considerar la eutanasia cuando el mundo y cualquier esperanza se desvanecen, pues “de hecho, lo primero que desaparece con la pérdida de memoria es la propia idea de futuro”. Su sugerente narrativa nos conduce y nos coloca frente al drama del desvanecimiento del yo, llegando a conmovernos con pasajes como aquel del agente delator, que por conocer el pasado del abuelo al que espiara muchos años atrás, se verá convertido en única memoria para el otrora acechado. Pero también despliega un importante carga de ironía en la forma de aproximarse a estos asuntos, siendo un gesto “marca de la casa” —tal y como pudimos intuir al leer poemas como “El conejo amoroso”, recogido en la antología Poesía búlgara contemporánea (Olifante, 2021)—, demostrando un don para generar ideas e imágenes con las que conectar con el lector.

La utópica opción de volver a vivir otro tiempo a nuestra elección, como individuos o de forma colectiva, es explorada con distancia y pesimismo, con un sarcástico descreimiento en las posibilidades del hombre en hacer las cosas mejor, incluso al repetir eventos y consecuencias bien conocidos (incluso las terribles), apostando a que declararíamos la guerra para que la guerra no se repitiera pues, como el búlgaro nos ilustra, cualquier día es el 28 de julio de 1914 o el 1 de septiembre de 1939. Críticamente nos plantea qué pasado sería el predilecto en cada lugar de la Europa, en un ejercicio da como resultante un análisis emocional del carácter de los pueblos que la componen y a través de un breve recorrido por su historia, sus ideales y sus fantasmas.

Al fin, la literatura es el cronorrefugio más asequible. Allí se contienen otros tiempos y otras vidas a las que podemos volver a nuestro antojo. En ella podemos refugiarnos, soñar otro futuro, pero recordando que en la vida, a diferencia de la novela, no existe argumento y que “tarde o temprano, toda utopía se convierte en novela histórica”.

 

Gueorgui Gospodínov. Las tempestálidas, Logroño, Fulgencio Pimentel, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

“Apocalipsis o Libro de la revelación”[1] es una edición bilingüe griego/castellano del último libro de la Biblia, adornado con los grabados que el taller de Lucas Cranach el Viejo realizó para la primera Biblia de Martín Lutero, y prorrogado por un estudio de la influencia del Apocalipsis en la filosofía, la historia, la política, y el arte, en este caso ilustrado con otras imágenes artísticas relacionadas. El estudio está firmado por Patxi Lanceros.

Pareciera que el Apocalipsis debería estar culturalmente superado, pero es obvio que no es así: su visión de fin traumático de la Historia tiene un fundamento determinado en el contexto en que se escribió (las revueltas judías contra Roma a finales del siglo I), pero el alcance de la visión de Juan de Patmos trascendió decisivamente ese momento concreto, y se extiende con éxito a la idea cultural occidental del final de la historia, de un final además siempre inminente, que atraviesa el pensamiento occidental una vez que el provindencialismo judeo-cristiano rompió la quietud del cosmos griego y ya se instaló en todas las filosofías, incluido el marxismo y la postmodernidad distópica actual.

En ese alcance se encuentra la principal relectura artística que destaca Lanceros, relacionada con el momento histórico más apocalíptico de nuestro imaginario, y probablemente también de la Historia: la II Guerra Mundial y sus alrededores, periodo del que la extracción de obras que apelen a un juicio final reencarnado en los horrores del conflicto incluye entre otros a Olivier Messiaen (“Quatour pour la fin du temps”), Thomas Mann (“Doktor Faustus”), y el esperable pero no fuera de lugar “Guernica” de Picasso. Las que hoy llamamos obras de arte han sido una forma tradicional en que la religión o el poder se han dirigido a un pueblo mayormente analfabeto, y en la II Guerra Mundial el fin definitivo de la Historia se colige a partir de la proliferación de miserias y abismos que se hacían reales y el arte también muestra. Si no existe futuro y la angustia existencial lo domina todo, ¿no está terminando el tiempo y comenzando el esperado final? El terror al fin inmediato y la angustia por la espera del juicio final se encontraron en un momento de convergencia del relato que el cristianismo ha necesitado construir en los 2.000 años en que Jesucristo no ha vuelto para juzgar a los hombres.

Los grabados de Cranach, con su representación imaginativa y desbordante y sus colores vivos, completan una experiencia estética de primera magnitud. Por ellos empieza esta reflexión sobre la noble y exigente forma del arte que es la pintura, sobre el espectador de la misma y el sentido de su mirada.

Cranach el Viejo vivió entre los siglos XV y XVI y no es por tanto un pintor medieval. Pero sus ilustraciones de la Biblia de Lutero aún arrastran cierto estilo medieval, con su idealización de personajes y un colorido irreal, sin una fuente de luz natural o realista. Conocido es, casi tópico por inversión, que la Edad Media no es esa época gris[2], en blanco y negro[3], tallada en severa piedra oscura, de imágenes insulsas, grandes plagas y taimado y exclusivo teocentrismo que la educación nos ha inoculado durante décadas, pero aún parece inevitable tener ese sentimiento al enfrentarse al arte medieval. La imprimación cultural de esa idea en el imaginario occidental es demasiado potente, y tal vez el estigma es casi una categoría más psicológica que histórica, de la que resulta complicado zafarse. Además, el contraste con la explosión sensual del Renacimiento, que trae consigo coyunturas sociales, políticas y científicas que ya conectan incluso con nuestra época, permite dejar con más facilidad a los complejos mil años anteriores en el olvido también educativo.

Los historiadores del arte medieval sostienen, en efecto, que los artistas medievales no estaban menos dotados ni tenían una visión infantil de la representación figurativa en el arte, sino que su estilo respondía a un determinado canon desarrollado durante siglos, con su evolución y sus diferentes fases, y una serie de rasgos comunes distinguibles[4]: la ausencia de perspectiva y las imágenes planas, las aureolas de los santos y los personajes sagrados, los personajes de mirada frontal. Esta sospecha de menor capacidad técnica asociada a una cultura determinada no pasa por primera vez en la historia del arte: piénsese por ejemplo en la representación realista del natural que buscaba el arte griego frente al interés conceptual de la representación del que fuera su contemporáneo durante siglos: el arte egipcio.

La pregunta que subyace es si existe realmente una cesura lamentable en la historia del arte entre la caída de Roma -el Imperio de Occidente- y el Quattrocento italiano que empezó a recuperar las formas del arte clásico. No es así, porque un imperio también romano, el de Oriente, con Bizancio como capital, permaneció y duró mil años más, y resulta lógico que en él se encuentren claves sociales y artísticas de la época, dado su poder. Así, la estética medieval occidental bebe de la evolución del arte bizantino, especialmente tras el final de la época iconoclasta, imprimiendo rasgos estéticos en los que la realidad observada por los sentidos era despreciada frente al inmanente carácter divino, espiritual y conceptual de toda representación, especialmente la figurativa, incluso cuando es aparentemente lúdica o representación del mal.

Pero, ¿y la explosión de color? ¿Esa luminosidad intensa? Tampoco es natural, no surge de fuentes esperables, sino de los mismos objetos representados. Es Plotino, filósofo neoplatónico del Bajo Imperio, en cuya doctrina el “Uno” -asimilable a Dios- impregna la realidad de todos los hombres y toda la naturaleza -de modo que no puede representarse la misma sin sentir el influjo de estar representando a Dios-, el que crea la base teórica que explica mil años de arte mediante esta concepción decisiva. En ella, si la materia es un estado degradado de un descenso del Uno inalcanzable, la luz que resplandece en ella se atribuye al reflejo del Uno. Dios viene a ser una corriente de luz que recorre el Universo.[5]

Sin embargo, en el siglo XV llega un momento en que la pintura del Renacimiento se hizo consciente del lenguaje del acto individual de pintar, y, liberándose del yugo de la representación religiosa, se implicó en el arte, sus significados propios, y la capacidad del mismo para desarrollar discurso y lenguaje también propios[6]. Se evolucionó también del fresco, del mosaico y de la tabla, en muchas ocasiones sin límites claros, al cuadro: es el marco en sí el que permite focalizar la mirada de modo que se sugiera un significado debido precisamente a su presencia delimitadora. Un marco que es un objeto real, y que también encierra intencionalmente una imagen, a la que además convierte en portátil, transportable y acumulable.

La transición es larga y tiene fases intermedias. El gótico presenta una pintura más naturalista y una escultura menos rígida y más sinuosa. Dado que la pintura estaba pensada para exhibirse en el templo -con una función pública educativa en ocasiones amedrentadora-, el paso del románico al gótico representó una primera disminución del espacio disponible para pintar al reducirse el muro de las paredes de las catedrales, donde además las vidrieras empiezan a ser cuadros primigenios. Giotto, a caballo entre los siglos XIII y XIV, y Van Eyck -siglos XIV y XV- ya anticipan la perspectiva, una iluminación más natural, e incluso temas no religiosos.[7]

De hecho, es a partir del siglo XVI que la pintura flamenca fundamentalmente comienza a trabajar temas que reflexionan sobre el arte, la representación, la mirada, y la autoría. Los nuevos géneros que aparecen, el paisaje, el bodegón, y el retrato -personal y familiar-, implican al autor de los mismos en la concreción de los objetos, y en su aparición en un contexto. La mirada se centra en lugares que aparecen acotados: ventanas, puertas, cortinas –que abren nuevos espacios en la estancia cerrada del lienzo- y, más adelante, espejos, mapas y reversos de cuadros, como ejemplos directos de devolución de esa mirada, de aparición en el cuadro de lo que hasta entonces había quedado fuera del mismo -el propio pintor en muchas ocasiones, o los lugares lejanos o cercanos a que remita el mapa como representación en sí-, o de negación incluso de la posibilidad de mirar. No debe olvidarse el paso fundamental añadido de convertirse la pintura de un arte de ánimo y sentido público a un proceder privado.

Aunque parezca tópico es inevitable poner por ejemplo Las meninas, que es un modelo de complejísima elaboración que ya se completa en el siglo XVII. En Las meninas hay autorretrato, una escena familiar cotidiana, espejo, puerta, dos grandes cuadros en la pared, y el reverso del cuadro que está pintando el pintor, es decir, al menos hasta cinco marcos además del propio cuadro que aíslan imágenes propias de alto valor simbólico y con lecturas metaartísticas muy sorprendentes e innovadoras. Las meninas es un cuadro real donde los reyes aparecen, pero no están; donde el pintor -que ha usado un espejo para pintarse como autorretrato- es personaje, donde lo cotidiano y los personajes populares conviven con el hieratismo monárquico de la realeza, y donde el pintor mira a los ojos al espectador como mira a los de los reyes a los que está pintando. El espectador, en cierto modo, queda así proclamado rey por el artista, y será quien le juzgue. El empoderamiento que Velázquez otorga al espectador anticipa de manera absoluta la libertad crítica incluso antes de que el carácter del genio artístico esté definido por la modernidad. Puede argumentarse que la obra está pensada para nunca escapar a los salones reales y para ser vista por los ojos elegidos de los reyes y su familia. Pero Velázquez había visto suficiente mundo y muchos cuadros de otros mecenas habían estado a su vista en Italia y España sin problemas. Por otro lado, aunque cuatrocientos cincuenta años más tarde todavía parezcan novedad algunas estrategias autorales similares del cine o literatura contemporáneas, en el artista individual anida hace tiempo la pulsión de narrar -o encontrar como objeto- el propio arte dentro de la obra[8].

Stoichita destaca cómo Descartes publicó su “Discurso del Método” junto a un estudio de óptica[9], donde decía que “sabemos cómo utilizar la intuición intelectual al compararla con la visión ocular. En efecto, quien quiera mirar de una sola ojeada varios objetos al mismo tiempo no conseguirá ver ninguno diferenciadamente; y de la misma forma, quien tiene el hábito de prestar atención a muchas cosas a la vez, en un solo acto de pensamiento, no es sino un espíritu confuso. En cambio, los artesanos que trabajan en obras de precisión, y que tienen el hábito de dirigir atentamente su mirada sobre cada punto, adquieren con el uso el poder de distinguir a la perfección las cosas más pequeñas y más sencillas, de igual forma que aquellos que no dispersan jamás su pensamiento sobre diversos objetos al mismo tiempo, y lo centran siempre enteramente en analizar las cosas más pequeñas y las más sencillas, adquieren perspicacia”. El ojo definible como metódico de Descartes quiere ir al detalle y ser tremendamente preciso en él. Llegó a describir el globo ocular a la par que Kepler, y entendió gracias a sus experimentos que la retina funcionaba en realidad como un cuadro, y tituló precisamente así uno de sus tratados: “Acerca de las imágenes que se forman en el fondo del ojo”.

Este gusto por el detalle vino en esa época de la mano del desarrollo de la cámara oscura, invención que introduce una de las historias más fascinantes de la historia del arte pictórico, que apela directamente a la pintura como oficio gremial. David Hockney dedicó gran parte de los años noventa a la investigación de las pinturas de los grandes maestros, después de hacerse durante un tiempo una reflexión a partir de la pregunta ¿qué estamos viendo?, que, así formulada, parece remitir a las preguntas clásicas kantianas. Su obsesión se inició al observar la extrema precisión de determinados elementos de difícil representación, y su tesis es que a partir del siglo XV y hasta la imposición de la fotografía, muchos pintores usaron la óptica -lentes y espejos en primitivas pero válidas cámaras claras o negras- como base de sus cuadros. Todo este estudio lo recogió en el libro “El conocimiento secreto”[10], en el que los testimonios visuales son múltiples: comparaciones de grandes obras, de la obra de pintores cuando usan la óptica y cuando no lo hacen, descripción de técnicas y puntos de vista, el viaje de dichas técnicas a través del continente europeo, y los problemas asociados a la óptica que acaban revelando su uso. Un uso que hoy en día parece haberse olvidado, pero que confirman los documentos históricos escritos por hombres de ciencia y pintores, algunos grabados de la época, y las cartas que Hockney intercambió con sus colaboradores durante la realización del estudio, completando así una mirada más incisiva a la pintura clásica. Este trabajo muestra el puente obvio entre el arte y las tecnologías que ayudan a construirlo. Los pintores guardaban sus secretos de manera corporativista y no los revelaban sino a sus aprendices con órdenes estrictas de no permitir que una técnica que sería tildada de engaño fuera conocida por mecenas y público, que, además, como profanos, no podían acceder a esta luz de conocimiento gremial. Hockney comenta de continuo que la lente no dibuja ni pinta, que sólo lo hace la mano, y que son Caravaggio o Durero o Velázquez los genios, no los fabricantes de artilugios varios. Aun así, es difícil no sentir el escalofrío de una pequeña decepción, dado que pensábamos que, frente a los denostados artistas medievales, en el Renacimiento sí se domina el arte de la representación y la imitación del natural, tal y como, de nuevo, nos educaron.

El siglo XIX rompe varios cánones aquí encerrados. Deja de haber aprendices de un gremio como se conocían anteriormente y empieza a haber trabajadores de fábricas para la producción de utensilios en serie. A la par que el gremio deja por ello de hacer arte, la afirmación de la personalidad del artista genial y único se asienta, idealizado gracias a la emancipación del individuo romántico tras la caída del Antiguo Régimen y sus viejas obligaciones[11]. El espíritu que en un principio encarnaron Leonardo, Miguel Ángel o Velázquez habita ahora no ya en cada pintor, sino en cada individuo. Y, finalmente, llega la tecnología rupturista más avanzada: la fotografía, el shock que hizo inútil el carácter retratista o realista y naturalista de la pintura. ¿Cómo superarlo? Con grandísimos formatos, con escenas históricas o mitológicas imposibles de fotografiar, o dejando atrás estos formatos aún tradicionales y caminando hacia estilos liberados de la necesidad de imitar la naturaleza, lo que comienza en el siglo XIX con el impresionismo y sigue en el XX con las vanguardias.

Pero antes de todo eso, es Goya quien entra en el siglo XIX modificando el canon construido desde el Renacimiento. Goya pinta las obras cumbre de su último periodo en la Quinta del Sordo, donde vive de 1819 a 1824, sobre sus paredes, sin marco y usando la técnica del fresco. Las llamadas Pinturas Negras son parte de sus obras más reconocidas y significadas[12]: Perro semihundido, Saturno devorando a sus hijos, Duelo a garrotazos. Pero, no obstante, estos títulos tan populares no son los de mayor interés para este trabajo, donde resultan más significativas obras como Las parcas o Átropos, o Al aquelarre o Asmodeo, Dos viejos comiendo, o, sobre todo, la impresionante La romería de San Isidro, con su procesión de rostros deformes fundidos en una masa alucinada y escalofriante.

En las Pinturas Negras (también en otras obras de Goya), desaparecen los marcos, porque Goya pinta frescos que se extienden por las paredes extensas de los dos pisos de la casa -frescos sin límite que incluso fueron cortados para su traslado al Prado- violentando la dinámica moderna a la que pertenece Goya, que como tal se inserta en la tradición que abre el Renacimiento, con el uso del marco, la perspectiva, el naturalismo, la mirada autoral y los temas no religiosos. Pero, en la Quinta del Sordo, avanza la contemporaneidad asociada al genio de nuestros días y preludia el expresionismo, que en su caso nace de su carácter de testigo de los desastres de la guerra que alimentaron también sus grabados, y no del existencialismo del cambio de siglo o como respuesta al impresionismo. Goya ofrece un camino a las vanguardias décadas antes de su aparición. No es de extrañar que este Goya último -no lógicamente el pintor de la Corte que fue anteriormente- fuera literalmente incomprendido: se encontraba totalmente fuera del mundo esperado. El espectador no podía reconocer ni interpretar esta nueva visión, faltaban aún décadas para ello.

Una representación contemporánea de estos conceptos que además reúne artes en diferentes épocas[13], se da en Goya. Saturnalia, cómic de 2022 que revisita esta contemporaneidad de Goya violentando el lenguaje tradicional del cómic e investigando en cierto modo a la manera del propio Goya.

Así, el equivalente al marco de la pintura en el cómic -la viñeta, a fin de cuentas- sufre otro tipo de ruptura, con su expansión desatada a otras viñetas en composiciones generales, con la coherencia del propio carácter furioso y desatado de Goya. El cómic también desdibuja la expresión natural del rostro humano, pero además lo convierte en varios personajes a partir de la misma expresión simplemente con el uso del contexto y el bocadillo. Los personajes de las Pinturas Negras se convierten en protagonistas del cómic, en montajes paralelos de secuencias, o bien sustituyendo la cara de una pintura por la del familiar de Goya correspondiente o por el pueblo acusador, con un protagonismo relevante para su hija pequeña, cuya mirada de inocencia es el único contraste que sirve de anclaje a la cordura de Goya. Los protagonistas anónimos se convierten a la vez en sus seres queridos y en el populacho que quiere linchar al autor, y por ello, de nuevo, son el esperable y debido espectador futuro de la obra. Para Goya, devenido en genio romántico individualista e independiente, la creación es la vida, y hay que seguir pintando para seguir vivo.

La Quinta del Sordo y las obras de arte que contuvo son también no ya un ejemplo ideal sino un preludio interesante para la idea propuesta más de un siglo después por Martin Heidegger sobre el arte como instalación que surge de la tierra, que crea un mundo que supone una verdad extraída de la misma, y que además es acogido por un pueblo para su devenir histórico[14]. Las salas que las contienen ahora mismo en el Museo del Prado tras haberlas desgajado de las paredes de la Quinta en 1875 son de iluminación tenue para protegerlas, dada su fragilidad, pero su aire recogido parece querer replicar una estancia de la propia Quinta. Pero Heidegger ya subraya que toda obra de arte está retirada, en derrumbamiento, o desplazada, en el espacio o incluso en el tiempo, ya que nunca estamos en el momento en que se produjeron.

Heidegger tiene un concepto místico de la verdad, un elemento encerrado en una tierra indómita, dionisíaca, que debe ser extraído por una creación novedosa, apolínea, buscadora de esencia y belleza, y usando un lenguaje. Esa verdad, en realidad una esencia, resulta así tan absoluta, tan definitoria, que su elevación a los altares no permite contestación ni relativización. Así, es difícil no ver la huella de un pensamiento de pueblo elegido tras varias de estas disquisiciones. No se trata de ser injusto con Heidegger y dejarse influir fácilmente por la fama que le precede cuando hay intérpretes de su obra -Peter Trawny, Donatella di Cesare, Nicolás González Varela-[15] que no ven manera de evitar entenderla como un criptonazismo continuado, pero “la verdad revelada en la obra que es recogida para iniciar la historia de un pueblo es un concepto del que puede surgir un ultranacionalismo evidente. Como buen alemán del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, el reconocimiento de una tradición lineal desde la Grecia filosófica a la Alemania unificada por Bismarck como única vía filosófica ineludible está presente en él. Pero como filósofo del siglo XX, a Heidegger le atraviesa la discusión sobre la definición del lenguaje, que en su caso resulta primordial dado que el lenguaje crea una verdad esencial artística primero e histórica después. El lenguaje por tanto determina(rá) la historia.

Para saber cuál es “la verdad que opera en el arte”, Heidegger reflexiona sobre la creación de la obra por el artista, y cómo éste la realiza manualmente, al igual que se fabrican los utensilios. Un trabajo además cuyos aspectos técnicos o artesanales los artistas siempre aprecian mucho y se cuidan de dominar. Pero el quehacer del artista no se entiende sólo a partir del trabajo manual, es un quehacer de otra naturaleza: dejar que la verdad emerja, traerla adelante, desocultar la verdad. La obra de arte además no se agota en ser creada, también ha de ser contemplada y cuidada. La obra, por así decir, espera a sus cuidadores para que entren en su verdad. El cuidado implica persistencia, no es un conocimiento formal o un gusto estético, se trata de mantener la obra en la lucha y aprender la verdad que emerge en la obra. Una obra que se ofrece a un mero deleite artístico no es una obra necesariamente cuidada como tal… Este deleite en realidad es consecuencia de preguntarse por la obra desde nosotros mismos y no desde la obra en sí. Porque si nos preguntamos por la obra en sí veremos que el arte es en su esencia un lenguaje, anterior a la lógica y al pensamiento, que tiene que ver con la fundación de la verdad. Todas las artes por ello deben atribuirse al lenguaje, y la esencia de este lenguaje es la fundación de la verdad que la obra arroja a la humanidad. Esa fundación de la verdad significa que la obra de arte tiene un inicio, un salto, una liberación fuera de sí. Para Heidegger, este inicio del arte es un impacto que genera una Historia, y esa Historia es recogida por un pueblo, al que llama pueblo histórico, que se confunde con la tierra, y que gracias al arte emerge. Y así ha sucedido desde Grecia a la Edad Moderna, con diferentes fases según se desocultaban las diferentes verdades del ente. Heidegger no cree realmente en el creador moderno, el genial sujeto soberano del subjetivismo moderno, porque la verdad que opera en el arte y que es extraída de la tierra, el qué, es superior al quién. La historia de la que habla, la generada por la verdad en el arte, no es una sucesión de acontecimientos, sino el arrobamiento de un pueblo cuando se adentra en aquello que le ha sido dado en herencia.

Que el espectador de la obra no deba hacerlo por deleite artístico, sino para construir una Historia a través de la verdad es un concepto que encaja con la caída en el Apocalipsis moderno sucedido de 1914 a 1945. ¿Qué estamos viendo al mirar el Guernica, pintado de manera veloz para llegar a la Exposición Internacional de París de 1937? En una frase mítica atribuida a Picasso, cuando un oficial alemán le preguntó en 1940, en París y ante una foto de una reproducción del Guernica, si era él el que había hecho eso, el pintor contestó: “No, han sido ustedes”. Picasso invierte el sentido de la inspiración intelectual y en cierto modo se reconoce intermediario, tal vez un artesano de un objeto de utilidad más que un artista genial capaz de extraer la verdad de la tierra con su obra. Picasso por supuesto no creía en la literalidad de su sentencia, pero por otro lado dejó la propiedad del cuadro en manos del gobierno legítimo español para que en efecto construyera la Historia, conectando con la teoría que más tarde desarrolla Heidegger, que al escribir su opúsculo sobre el arte (¡en 1950!) conocía de sobra el Guernica y su impacto, pero es improbable que pensara en él.

Porque Heidegger probablemente no quería referirse al arte moderno. Para sus ejemplos escoge el Van Gogh más austero, los templos de Sicilia, o los poemas directos de C. F. Meyer, y no las emociones obvias de los personajes del Guernica. No digamos ya las veleidades de las vanguardias, e incluso todo el arte abstracto y el inicio del pop art. Probablemente Heidegger prefiere la conmoción del espectador medieval, transido ante Dios y el torrente de espiritualidad de la pintura de su tiempo, que descubre la verdad por revelación más que por raciocinio.

En Guernica miramos el caos que supone una guerra, el horror de las sombras en ausencia de luz -lo que constituye una renovada conexión con lo medieval ahora que la pintura no está obligada al naturalismo-, la asfixia de un hogar en un bombardeo, los cuerpos desmembrados bajo el expresionismo cubista picassiano. Al representar al pueblo y donarle el cuadro para su disfrute, Picasso completa un viaje al espectador, que ya lo copa casi todo en el arte: representación, audiencia, propiedad. ¿Será que es el espectador la esencia real? Cranach el Viejo proponía su propio Apocalipsis colorido, abrumador e infinito en un cosmos inabarcable, que pinta un horror metafórico sin dolor personal: el hombre común como individuo daba igual. Hubo que primero ponerle un marco, dejar de pintar sólo ideales prebostes o santos, permitir que el siglo XIX y sus revoluciones le dieran independencia personal, y que, finalmente, el siglo XX le educara, le convirtiera en protagonista del arte y la narración, y, de paso, casi le destruyera. Descartes tal vez diría aquí videmus, ergo sumus, o incluso picti sumus, ergo sumus. Es decir: nos han pintado, luego existimos…

 

Bilbao, abril de 2023.

 

[1] P. Lanceros. “La revelación del fin y la imagen del día”, en Apocalipsis o Libro de la revelación (Ed. P. Lanceros), Abada Editores, Madrid, 2018, pp. 13-90.

[2] R. Fossier, Gente de la Edad Media, Santillana Ediciones Generales, Madrid, 2008.

[3] U. Eco, Historia de la belleza, Editorial Lumen, Barcelona, 2004, p. 99.

[4] André Grabar, Los orígenes de la estética medieval, Ediciones Siruela, Madrid, 2007, pp. 22-29.

[5] Umberto Eco, Op. Cit., p. 102.

[6] V. I. Stoichita, La invención del cuadro, Ediciones Cátedra, Madrid, 2011, pp. 14-15.

[7] J. M. de Azcárate Ristori, A. E. Pérez Sánchez y J. A. Ramírez Domínguez, Historia del arte, Ediciones Anaya, Madrid, 1980, pp. 310, 324.

[8] S. García y J. Olivares, Las meninas, Astiberri Ediciones, Bilbao, 2015.

[9] V. I. Stoichita, Op. Cit., pp. 259-269.

[10] D. Hockney, El conocimiento secreto, Ediciones Destino, Barcelona, 2001.

[11] J. Gomá Lanzón, “Imitación y experiencia”, Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2014, pp. 265-280.

[12] F. Calvo Serraller, Goya. Obra pictórica, Random House Mondadori, Barcelona, 2009, pp. 274-292.

[13] M. Gutiérrez y M. Romero, Goya. Saturnalia, Cascaborra Ediciones, Barcelona, 2022, pp. 28-89.

[14] M. Heidegger, El origen de la obra de arte, La Oficina Ediciones, Madrid, 2016, pp. 107-135.

[15] L. F. Moreno Claros, “Heidegger era nazi. ¿Lo es su filosofía?” Babelia – El País, 11 de marzo de 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Goio Borge

Hace ya unos meses se publicó la novela El copista de Carthago del zaragozano Miguel Ángel Nievas, quien se estrena como escritor. Pertenece la obra al género histórico y, a veces, aparecen dudas acerca del valor literario de muchas de estas novelas, ya que una gran mayoría es de fácil consumo y casi todas olvidables. No es el caso de esta novela porque queda en el recuerdo con afecto y cariño. 

Por un lado, hay libros de Historia que se leen con pasión casi narrativa, puesto que los autores imprimen en ellos datos expuestos con dinamismo y hasta emoción. Es el caso de los muy conocidos Canfora, Beevor, Goldsworthy o Irene Vallejo entre muchos. Por otro lado, hay novelas que contienen espesor histórico, datos fidedignos y un extremo cuidado en el dibujo de los personajes y de la época. Así dos recientes novelas, El derecho de los lobos y El último asesino, se adentran con inteligencia en complejas tramas de época romana, como la de Nievas. Con extrema delicadeza, Ursula K. Le Guin en Lavinia dejó el listón muy alto al tratar nada menos que a Virgilio, Eneas y una Roma aún no nacida. Por este motivo, es de sentido común, no es el tema o el género los que determinan la categoría de una novela, sino su forma, estructura y estilo. 

En esta novela reseñada aquí, el autor se adentra con arrojo en una época compleja y casi nunca tratada: el paso del siglo III dC al IV, y dirige su mirada a los cambios políticos y religiosos en el Mediterráneo. Narrada en primera persona, su protagonista, Craso, cuenta sus azares, aprendizajes, renuncias y aventuras tanto externas como internas Leemos de este modo un mundo antiguo muy bien descrito junto a una vida única que crece en cada página. 

El copista de Carthago tiene una estructura externa tripartita que se condice muy bien con el sentido y los temas de lo narrado. La primera parte, “La palabra escrita”, contiene la infancia y juventud de Craso, sobre todo en lo concerniente a su aproximación a los humildes materiales del soporte de la escritura, el papiro y el pergamino, y su tímida pero firme voluntad de aprender a leer y escribir. El autor muestra aquí una gran labor de documentación, que se imbrica perfectamente en los hilos narrativos y en los cambios del protagonista. Llaneza y profundidad son elementos clave de esta novela, de principio a fin. Uno desea pasar las páginas para deleite y provecho, ese placer que tanto reconforta a los lectores. 

Craso, en sus lecturas y pensamientos, se desliza entre el estoicismo de Séneca y Epicteto y las primeras noticias que le llegan de esos extraños cristianos. Queda este asunto filosófico y religioso como constante temática tanto en la novela como en su evolución cultural y sentimental. Esta iniciación está relatada con delicadeza y cariño. A Craso le acompañan personajes secundarios que no lo parecen porque están, aun con pocas páginas, muy bien dibujados. Destaca por su prestancia y sabiduría su maestro, amo y casi padre, Anás.

Es una novela de viajes y Craso, homo viator como tantos, conoce la amistad, el dolor, la soledad, el amor, la desgracia y lo que destaca es su reacción noble ante estos avatares tan humanos. Al acabar la primera parte, tenemos a Craso convertido más que en un gran personaje, en una persona. Está sorprendido de las enseñanzas cristianas, del dios de los judíos tan distinto a ese Jesús reciente, conoce los misterios de Mitra y, lleno de dudas y de preguntas, interpela también al curioso lector. Lejos de ser una novela de tesis, el autor proporciona conocimiento y sabiduría para que sean los lectores quienes interpreten muchas de las acciones de los personajes y de Craso en particular. 

La segunda parte, “La palabra hablada”, aporta gran cantidad de datos sobre las luchas intestinas de las distintas corrientes del cristianismo, junto a la intromisión siempre interesada del poder político de los emperadores. Es ese momento de la cultura escrita en que “un punto o una coma cambian el sentido” (pág. 202) y todo podría haber cambiado, Historia ficción, en el ámbito mental y religioso del Mediterráneo antiguo hasta nuestro presente. Las disputas teológicas sobre gnosticismo, arrianismo o maniqueísmo, no se hacen pesadas por estar muy bien dosificadas y entreverarse con otros nudos narrativos como los viajes, el garum, la descripción de ciudades y una carrera de cuadrigas espléndidamente descrita. Craso entiende, en esta parte de su vida, que tantas palabras y discusiones son estériles y que “casi nunca nos acercan a Dios” (pág.363). Conoce la tristeza en grado sumo y se refugia en la soledad y el silencio, anunciando quizás lo que realmente está buscando. 

La tercera y última parte, “El silencio”, es la más breve y también intensa y emocionante en muchos sentidos, la que más le ha debido costar al autor pergeñar y escribir. Craso, tras el concilio de Nicea a comienzos del siglo IV, ve cómo poder imperial y religión cristiana se unen. Inicia un viaje introspectivo muy complejo y denso. Se inclina hacia la apatheia o ausencia de pasiones, vuelve a escribir pero ahora una sencilla lista de normas de una comunidad apartada. Todo confluye en estas últimas páginas: las ideas aprendidas y discutidas, los materiales de la escritura, su oficio de copista, las palabras habladas, la meditación y su corolario el conocimiento del cuerpo, la experiencia inefable del tiempo y del estado alterado de la conciencia. Hay un maestro ahora muy distinto al de su infancia, correlato de los cambios tan profundos sufridos en el protagonista desde el inicio de su vida y de la novela. 

Creo que se trata de un texto que tiene algo bastante difícil de explicar, que va más allá del estoicismo y de las creencias religiosas. Me permito citar aquí como elemento de comparación la obra de Carrère, El reino, cuya lectura me ha ayudado a entender la profundidad de esta novela de Nievas. Una obra muy bien escrita y desarrollada, que encierra entre la palabra hablada o escrita y el silencio una hermosa metáfora de la escritura y la vida. Léanla, háganse ese favor.

 

Miguel Ángel Nievas, El copista de Carthago, Madrid, Ediciones Rialp, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Ezpeleta

- “Escribir es curar”, ¿para qué dolor o enfermedad?

- A menudo pienso en lo que dijo una vez la poeta estadounidense Adrienne Rich: “La poesía no es una loción curativa, un masaje emocional ni una especie de aromaterapia lingüística”. Según ella, la poesía “tiene la capacidad de recordarnos algo que tenemos prohibido ver”. La poesía puede sacudirnos para despertarnos y pedirnos que escuchemos y hablemos de manera diferente, que estemos alerta y abiertos al dolor de manera diferente. Para algunos, ver el dolor de nuevo y permitir que esta visión renovada informe cómo nos comportamos en el mundo es fortalecedor.

 

- ¿La poesía recuerda, inventa, sueña, conjura?

- La poesía hacia la que me inclino hace todo esto, pero de manera diferente a otros modos de escritura y arte. Y lo hace de maneras misteriosas.

 

- ¿La poesía nos habla o nos escucha?

- El placer de la poesía es dejarse guiar por el lenguaje y confiar en que tiene más conocimiento que nosotros. Al mismo tiempo, el lenguaje que empleamos y desplegamos surge de una mayor escucha de las texturas del habla y de los sonidos y patrones rítmicos que metabolizamos.

 

- Además de Machado, que aparece como epígrafe en A nivel del ojo, ¿ha leído a algún otro poeta español?

- Sí, algunos de mis poetas favoritos, cuando empecé a tener ambiciones de escribir versos, eran poetas que escribían en español: Lorca, Neruda, Vallejo. No en vano, como dices, seleccioné un fragmento de un poema de Antonio Machado como epígrafe inicial de este libro. He seguido a poetas traducidos del español por Forrest Gander y CD Wright, y estoy completamente hechizado por la colección recién traducida de la poeta mexicana Coral Bracho, Debe ser un malentendido. También he leído a poetas españolas contemporáneas como Ana Gorria, Juana Castro y Luz Pichel.

 

- ¿Qué le dicen los números primos a Jenny Xie?

- ¡Ja, ja, ja! Que soy mucho mejor formando y cediendo al lenguaje que formando números.

 

- ¿Cuándo conviene escribir desde el dolor y cuándo desde la placidez?

- No siento que la poesía surja de la conveniencia, y no sé si tenemos la opción de esciger entre uno y otro a la hora de escribir. Uno espera escribir en el estado que le permita hacer las excavaciones más profundas y desconocidas.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA REVISTA ANALIZA LA OBRA DE ENRIQUE VILA-MATAS Y ANTONIO PEREIRA

TAMBIÉN PUBLICA POEMAS INÉDITOS DE MARIEKE LUCAS RIJNEVELD, EL AUTOR MÁS JOVEN EN GANAR EL PRESTIGIOSO PREMIO BOOKER INTERNACIONAL

EL RENACER DE LA LITERATURA VINCULADA A LA NATURALEZA, OTRO DE LOS CONTENIDOS MÁS RELEVANTES DE TURIA

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de junio en España y otros países, un sumario con interesantes artículos inéditos protagonizados por dos grandes autores de nuestra literatura contemporánea: Enrique Vila-Matas y Antonio Pereira. También ofrece, en primicia en español, una breve antología poética del escritor neerlandés Marieke Lucas Rijneveled, el autor más joven en ganar el prestigioso Premio Booker Internacional. Otro de los contenidos más relevantes de esta entrega es el oportuno artículo de Gabi Martínez sobre la literatura vinculada a la naturaleza y a la llamada España Vaciada, de indiscutible actualidad.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

25 de mayo de 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La fiesta terminó

y la casa ya no era nuestra casa.

 

Todos los invitados se llevaron consigo

un trozo de la fiesta, como el que arranca

piedras de un bello templo griego.

Los veíamos marcharse con las primeras luces.

Tocándose la cara, acelerando el paso.

Un árbol cae en el bosque sin hacer ningún ruido.

Nadie lo escucha. Nunca ha existido el árbol.

¿Dónde caemos nosotros?

 

Nos han dejado aquí a la intemperie:

no hay paredes, ni casa, ni amor para las cosas

que ya no poseemos.

Tendemos en el suelo el mantel sucio

y admiramos con qué silencio pueden

desvanecerse los lugares sagrados.

Nadie en el bosque, nadie en la ciudad.

 

Deberíamos buscar una palabra para nombrar

el gesto de quien queda en la casa

cuando todos se han ido.

Esto es lo que somos.

 

Se llama devoción.

 

*Fotografía de Fátima Rueda.

Escrito en Lecturas Turia por Rosa Berbel

EL HISTORIADOR CÉSAR RINA SIMÓN PRESENTARÁ LA REVISTA EL 21 DE JUNIO EN BADAJOZ, CIUDAD NATAL DE BAREA

TURIA PUBLICA, POR PRIMERA VEZ, LAS CHARLAS QUE EL AUTOR EXILIADO EN INGLATERRA DIO EN LA BBC

PARTICIPAN EN EL HOMENAJE A BAREA LOS MÁS DESTACADOS ESPECIALISTAS EN SU OBRA: PAUL PRESTON, ANTONIO MUÑOZ MOLINA, WILLIAM CHISLETT, NIGEL TOWNSON O MICHAEL EAUDE, ENTRE OTROS

El nuevo número de TURIA, que cumple este 2023 su 40 aniversario, tiene un protagonista muy especial: Arturo Barea. Se cumple así una de las líneas de trabajo que la revista cultural ha mantenido a lo largo de sus cuatro décadas de trayectoria: el redescubrimiento de autores que, injustamente y por diversos motivos, no han sido objeto de la atención y el fomento de la lectura que su obra merece. Porque TURIA considera que Barea debería ser valorado como uno de los escritores de referencia de las letras españolas del siglo XX. Un autor tan canónico e imprescindible como lo puedan ser otros tan reconocidos de su generación como Max Aub, Mercé Rodoreda, Rosa Chacel o Ramón J. Sender.

 

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

la boca suave y mordida del tiempo

busca mis horas

se introduce en mi garganta,

alborota la serenidad de mis máscaras

la boca suave

del tiempo que va y no regresa

que hace nido en un poste telegráfico

me busca

se tiende a mis pies de estatua

escupe sopa de sobre

y niños que en otro continente muerden el hambre de un árbol

la boca pálida

sin dientes

esa madrugada que huye del brillo

que se emborracha de golpes

y mujeres que no saben subir las escaleras de una idea

me busca

esa boca

suave

del tiempo enterrado

de la memoria que lima sus uñas frente al mar

suave

la espuma del hombre

el semen que me busca

en esta cama

de hojas sin ordenar

de enanos calientes que masturban su soledad en una botella

el tiempo

el caballero que trepa por la porcelana y se hace pis

sobre las monedas

ese

busca mi piel ulcerada

intenta atrapar las serpientes que roen mis huesos

tarde

pero me busca

la boca

que cae

al suelo

que se hiere de luz

que se cansa

que se encorva

ahora

en los verbos que han de venir

sobre las bragas de un reloj

de tiernas palomas en suspenso

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

Rafael Ángel Jorge Julián Barret y Álvarez de Toledo ―conocido como Rafael Barret― nació en Torrelavega el 7 de enero de 1876. Su padre, George Barret era natural de Coventry, condado de Warwickshire, Inglaterra. Su madre, María del Carmen Álvarez de Toledo y Toraño, era oriunda de Villafranca del Bierzo, en León. Como queda de manifiesto en su partida de nacimiento, «eran residentes accidentalmente en esta villa [se refiere a Torrelavega]». Después de su breve estancia en la ciudad y, tras residir en Vizcaya y en Guipúzcoa, la familia se muda definitivamente a Madrid, ciudad en la que fallece su padre en 1896 (su madre, sin embargo, muere en Bilbao, en 1901). En 1902, ya en la capital, Barret estudia ingeniería en la Escuela de Caminos ―de esta etapa provienen sus vastos conocimientos de matemáticas― y lleva una vida disipada, de dandy gracias a las rentas, no muy copiosas, sin embargo, de su herencia.  Se relaciona con los círculos culturales más avanzados, participa en tertulias literarias y políticas donde conoce a Valle-Inclán, a Manuel Bueno y a Ramiro de Maeztu, entre otros escritores de la época. Un desgraciado incidente cambiaría el curso de su vida. El abogado José María Azopardo tildó a Barret de homosexual, un delito en aquella época. Barret exigió que se repara su honor y, a tal efecto, se celebró un Tribunal de Honor presidido por el duque de Arión, que desairó al injuriado privándole de batirse en duelo, negándole, por tanto, la posibilidad de resarcir su honor. Barret acudió entonces a un doctor para que certificara su virginidad anal. «El jueves veinticuatro de abril de 1902, mientras se celebraba una función teatral en el Circo Parish, situado en la madrileña Plaza del Rey, irrumpió Barret en un palco con un certificado médico que probaba su inocencia y agredió al duque con una fusta, causándole heridas». Después de este lamentable incidente se traslada a Francia. Vive en París y se gana la vida ―precariamente―escribiendo artículos para varios periódicos. Unos años después, ya sin restos del patrimonio económico heredado y considerado socialmente como un paria, se embarca en Cherburgo rumbo a América del Sur, haciendo escala en Vigo, Lisboa, Santa Cruz de Tenerife, Praia, Recife, Bahía, Río de Janeiro, Santos y Montevideo, a donde llegó el 2 de noviembre de 1903, antes de desembarcar en Buenos Aires. No tardará mucho en reiniciar su labor como periodista. Empieza a colaborar en el diario El Correo Español ese mismo año y en el diario El Tiempo en abril de 1904. Compagina esta actividad con la divulgación matemática. En octubre se traslada a Villeta (Paraguay) ―«el único país mío donde me volví bueno», escribe en una carta a su mujer en 1908― y asiste como corresponsal al levantamiento revolucionario contra el gobierno del general Benigno Ferreira. Barret no se conforma con ser un mero espectador, se implica hasta el punto de participar en la contienda armada: «Tomé un fusil; estábamos en guerra, esperando el ataque de un instante a otro. No me arrepiento ciertamente de haber simpatizado con la causa liberal, pero me felicito aún más de no haberme visto obligado a disparar un tiro», confiesa en una carta. Cuando la revolución triunfó, su implicación le fue recompensada con unos cargos menores: auxiliar en la Oficina General de Estadística primero y jefe de Sección después, sin embargo, estos nombramientos no tardarían mucho en ser revocados. Mientras, compagina su trabajo como funcionario con la escritura de artículos y, además, consume su tiempo cortejando a algunas muchachas de la ciudad, a las que escribía apasionadas cartas y poemas de corte romántico. Su noviazgo con Francisca Solana López Maíz, trece años menor que él, hija del abogado español Eugenio López y Cativiela y de la paraguaya Celedonia Maíz, acabó en boda en abril de 1906, de resultas de la cual nació Alejandro Rafael Barret López, el veinticuatro de febrero de 1907. Su vida entra entonces en un periodo de calma y de prodigalidad literaria que, desgraciadamente, no duraría mucho. La grave situación social que atravesaba el país y las violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo por el ejército con la connivencia del gobierno, reclutando a la fuerza, por ejemplo, a ciudadanos indigentes, le obligan a denunciar esas tropelías en sus artículos y a acercarse ideológicamente al anarquismo: «el anarquismo, tal como yo lo entiendo, se reduce al libre examen político», escribe. Comienza así a tomar conciencia de la marginación que sufrían los indios y las clases más desfavorecidas y no duda en ponerse de su parte: «Es un pueblo de resignados y dóciles, sumido en la tristeza y el silencio. Bajo ese silencio no hay odio, maldad ni traición […] El pueblo merece nuestra piedad y nuestros mejores sacrificios porque sus dolores son muy grandes, y no se deben a lo inclemente de la naturaleza, sino a la maldad de los hombres», escribió. Las cosas no cambiaron mucho con un nuevo y violento pronunciamiento militar que comanda coronel Albino Jara. Por esa época, Barret, en concreto el dos de agosto de 1908, funda el semanario Germinal, un inequívoco homenaje a Zola que solo alcanzaría once números, clausurado por el gobierno en octubre por la publicación del artículo «Bajo el terror», artículo que supuso también su deportación a Brasil. Su estancia aquí es fugaz. A los pocos días se traslada a Montevideo, la capital de Uruguay. Será en esta ciudad donde los primeros síntomas de tuberculosis se hacen evidentes. Aunque recurre a todas sus amistades, no encuentra trabajo en periódico alguno. Publica esporádicamente algún artículo hasta que, finalmente, gracias a la intervención de su amigo Milchelson, encuentra acomodo en el diario La Razón. Sus artículos le proporcionan pronto una fama inusitada, lo que le garantiza una remuneración fija. Establece entonces una profunda amistad con el teósofo José Eulogio Peyrot, de carácter y espíritu muy similares a los suyos. El éxito, sin embargo, no aplaca el creciente desarrollo de su enfermedad. A finales de diciembre sufrió una crisis con vómitos de sangre. El 3 de enero de 1909 fue internado en un hospital y, pocos días después, en la Casa de Aislamiento, donde le diagnosticaron tuberculosis pulmonar. Pese a todo, no faltaba a la cita con sus lectores, que devoraban sus artículos. La enfermedad parecía remitir y después de cuarenta y nueve días internado, fue dado de alta y se le recomendó que fuera al sur de Paraguay, con un clima más favorable para su dolencia incurable. La familia se une de nuevo en ese lugar apartado. Él continúa enviando artículos para La Razón. Muchos de ellos, junto con otros procedentes de otros rotativos, fueron recopilados en el libro Moralidades actuales (1907-1909), que obtuvo críticas muy favorables y una buena acogida por parte de los lectores. Tiempo después, regresa con su mujer y con su hijo a Asunción y se reencuentra con lo que él llama la «civilización»: «Voy a vivir en San Bernardino, precioso balneario próximo a la capital, con todos los recursos de una civilización que me ha faltado por completo desde hace cerca de un año, en aquel imposible desierto del Paraná. Mi salud sigue muy delicada», escribe en carta a su amigo Peyrot. En la capital comienza a colaborar en el diario El Nacional. En esta cabecera publica una serie de artículos bajo el título común de «Marginalia». Los nuevos descubrimientos en Francia sobre la curación de la enfermedad le hicieron concebir esperanzas. Un grupo de amigos consiguió financiar su viaje a Europa: «Gracias a La Razón de Montevideo, que me nombra corresponsal en Europa, puedo irme a París, lo que pienso hacer a primeros de septiembre, para intentar un tratamiento contra mi enfermedad». El día dieciséis de septiembre desembarcó en Barcelona y el 24 de dicho mes llegó por tren a París. Allí fue a visitar al especialista Dr. René Quintón, quien le aconsejó trasladarse al suroeste del país, a Arcachón concretamente, a donde llegó el doce de octubre. No cesa de escribir artículos para La Razón y El Diario, pero la enfermedad sigue su camino y le lleva a la tumba el día diecisiete de diciembre de 1910. Contaba tan solo con treinta y cuatro años.

Este es un resumen, muy sucinto, de su corta vida, pero apenas hemos rozado siquiera su pensamiento, sus profundas convicciones solidarias, humanas, en la senda de Cristo, Tolstoi, Gandhi y otros personajes de similar envergadura moral. Eso es lo que intentaremos desglosar ahora. Lo primero que nos llama la atención es el profundo desconocimiento que hay sobre su obra, a pesar de que autores de la talla de Borges lo citen como un gran escritor de «espíritu libre y audaz» o Augusto Roa Bastos confiese su influencia: «Barret nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy». Es muy probable que su accidentada salida de España y el escaso vínculo que mantuvo desde entonces con las élites literarias de nuestro país tengan parte de responsabilidad en tal silencio. En las memorias de Pío Baroja, por ejemplo, no sale bien parado: «Barret fue para mí como una sombra que pasa. Barret debía ser un hombre desequilibrado, con anhelos de claridad y de justicia. Tipos así dejan por donde pasan un rastro de enemistad y de cólera». Para ser pragmáticos, podemos dividir su corta vida en dos etapas, la primera se dilatará durante veintisiete años, desde su nacimiento hasta que se embarca rumbo a Sudamérica, en 1903. Durante esta época sus intereses intelectuales se centran en aspectos literarios y mundanos. Su limitada economía le permite, sin embargo, representar un papel de hombre cosmopolita y culto ―lo que sin duda era. Hablaba cuatro idiomas, tocaba el piano y sus conocimientos científicos eran sólidos―, pero no obtuvo, como hemos visto, el reconocimiento que, sin duda, merecía. En Paraguay su vida da un giro de ciento ochenta grados. Se desprende de su imagen bohemia y se implica directamente en los problemas sociales de los más desfavorecidos. «Este hombre ―escribe Santiago Alba Rico― que con tanto ardor había defendido en Madrid su honor agraviado, deja de ocuparse de sí mismo apenas pone el pie en las vastas y apacibles (y terribles) tierras del país americano». Es entonces cuando toma conciencia de la precaria situación de las gentes del pueblo llano y se involucra en la revolución de 1904. A partir de ese momento, sus artículos se convierten en proclamas que arrastran a las masas en pro de justicia y solidaridad. Denuncia la miseria y las pésimas condiciones de vida que sufren los campesinos y los obreros con encendida pasión. Ideológicamente se decanta cada día más por un anarquismo en el que no exista el dinero, se suprima el ejército y la propiedad privada y se renuncie a toda exigencia de ley y autoridad. Todo esto podríamos considerarlo como un ejercicio extremo de veleidad utópica si no fuera porque él trato personalmente de llevarlo a la práctica, lo que le ocasionó la ruina económica y acrecentó su delicado estado de salud. No es, por tanto, un mero predicador de los que tanto han abundado a lo largo de los siglos, porque, como un Jesucristo contemporáneo, su conducta se mantuvo fiel a sus ideas. Lo que escribió sobre Tolstoi, otro de sus referentes más directos, con motivo de su fallecimiento, unos meses antes de que el propio Barret dejara este mundo, puede servirnos para definirle a él: «En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí un sistema contrario a toda sociedad».

Debo un primer acercamiento a la figura y la obra de Stephen Crane al libro de Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, publicado en español en 2021, en traducción a cargo de Benito Gómez Ibáñez. Hasta ese momento, el único Crane que yo conocía era Hart, poeta estadounidense fallecido en extrañas circunstancias ―según todos los indicios, se trató de un suicidio― en el golfo de México el 27 de abril de 1923 después de caer por la borda desde la cubierta del barco en el que viajaba. Auster, en casi mil páginas, recorre minuciosamente la corta vida de Stephen, al parecer, uno de los autores más influyentes de la literatura estadounidense. Nació el 1 de noviembre de 1871 en New Jersey y falleció en Alemania el 5 de junio de 1900 víctima de la tuberculosis. Es, por tanto, un estricto contemporáneo de Barret. En el exhaustivo análisis que lleva a cabo Auster, además, no es difícil encontrar similitudes entre dos vidas, la de Barret y la Crane, que contravinieron las normas más tradicionales y conservadoras tanto en sus obras como en su propia existencia. Fue, escribe Auster, «el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita», a pesar de que escribió su obra ―una novela, La roja insignia del valor, dos novelas cortas, Maggie: una chica de la calle y El monstruo, varias colecciones de relatos, dos libros de poemas, Los jinetes negros y La guerra es buena y más de doscientos artículos― en tan solo ocho años y medio. ¿Cómo era la sociedad norteamericana de la época? Al parecer, no muy diferente en la jerarquía social de la que Barret observó en el Cono Sur americano. Gozaban, sí, de un mayor desarrollo económico, tecnológico y cultural ―los Estados Unidos, según Auster, vivieron «un largo periodo de crecimiento, turbulencias y fracaso moral en el que, de país atrasado y aislado se transformó en potencia mundial, pero sus dirigentes eran en general ineptos, corruptos o ambas cosas»―, pero en lo referente a las condiciones laborales, por ejemplo, no se diferencian mucho de la que denunció con tanta virulencia el escritor español. Los ricos acumulaban grandes riquezas sin escrúpulo alguno y los pobres, la escala más baja de la sociedad compuesta por inmigrantes europeos, asiáticos, negros y nativos, sufrían jornadas laborales extenuantes gratificadas con unos pocos centavos. Carecían de derechos laborales y de agrupaciones o sindicatos que velaran por sus intereses, de tal forma que, «los exterminaba un sistema concebido para que el dueño del negocio extrajera el máximo beneficio a expensas de la salud de sus empleados con objeto de adquirir poder y seguridad», por lo que no resulta extraño que surgieran corrientes como el marxismo o el anarquismo como forma de lucha contra tales injusticias.

Gracias a que su hermano poseía una agencia de noticias Crane comenzó pronto a hacer sus primeros pinitos literarios. Escribía con fruición, y ya sabemos que el ejercicio de la propia escritura es la mejor escuela para un aprendiz. Apenas cursó estudios universitarios, sin embargo, pese al poco tiempo que pasó en la universidad, en este periodo consiguió dar el paso crucial de la adolescencia a la madurez. En lugar de asistir a clase, frecuenta los barrios bajos de la ciudad, Syracuse, palpa la sordidez del ambiente y comienza a escribir sobre sus nuevas experiencias, ya no en forma de artículo, sino como ficción. Resulta del todo probable que lo que vivió en aquella época le sirviera para concebir el argumento de su primera novela, Maggie: una chica de la calle, completado con lo experimentado en Nueva York, aunque debemos evitar la tentación de leer esta novela desde una perspectiva meramente autobiográfica. Por supuesto, la vida del autor le ha proporcionado un valioso material, pero este queda ficcionalizado en la narración, una narración que encontró serias dificultades para ser publicada. Tras el rechazo editorial, Crane se vio obligado a publicarla por su cuenta. Recurrimos de nuevo a la minuciosa biografía escrita por Auster: «Unos dos tercios de las mejores obras de Crane se escribieron en aquellos cinco años y medio (de mediados de 1891 a finales de 1896). Tenía numerosos amigos y conocidos, se enamoró al menos tres veces, iba a restaurantes y al teatro siempre que se lo podía permitir, viajó hasta Hartwood e hizo muchas otras cosas aparte de escribir». En este aspecto, sin embargo, son notorias las diferencias con Barret. Crane a los 25 años era todo un personaje, como Barret, pero gozaba ya de una fama literaria que le había hecho ser popular en todo el país, algo impensable en el Barret de la misma edad, solo un diletante por entonces.

Su siguiente obra, La roja insinia del valor, nació, según Auster, «de la desesperación. Crane estaba en la ruina, y las perspectivas de dejar de estarlo parecían ir disminuyendo. Escribía continuamente, pero hasta el momento poco fruto de su esfuerzo podía mostrar… Aparte de Maggie, que había agotado todos sus recursos económicos, solo lograr colocar tres breves esbozos en la revista humorística Truth a todo lo largo de los doce meses de 1893». La novela está ambientada en la guerra civil norteamericana y fue considerada desde el principio como una obra magistral. Crane, a pesar de no haber combatido nunca, consigue, gracias a sus dotes literarias e imaginativas, realizar una magnífica penetración psicológica en la mente de su protagonista, un joven soldado.  Si pensamos en Barret, comprobamos que este, al principio, sufre una situación similar con respecto a la publicación de sus libros, no así de sus artículos, que publicó en las mejores cabeceras de Argentina, Paraguay y Uruguay y que le granjearon fama literaria entre sus contemporáneos y aprecio entre quienes defendía en sus textos. Las duras condiciones vitales a las que la pobreza sometió a Crane, junto con su dependencia del alcohol y el tabaco, comenzaron a pasarle factura. Contrajo una neumonía que le tuvo en cama durante más de una semana y su salud se resquebrajó de forma inevitable. No concebía escribir sobre algo que no hubiera experimentado de forma directa y eso le condujo a exponerse a las pésimas condiciones que sufrían los más desheredados. «¿Cómo iba a sentir lo que sufren los pobres diablos si yo iba bien abrigado?», escribe a un amigo que le recrimina por lo inapropiado de su vestimenta. Otro tanto ocurre cuando le encargan realizar unos reportajes sobre las condiciones de trabajo en las minas de carbón: «Uno no puede bajar a la mina sin preguntarse por qué los barones del carbón ganan tanto y estos mineros, devorados día tras día por las lúgubres fauces negras de la tierra, reciben, en proporción, tan poco». Pese a su identificación con los oprimidos, en sus escritos ―sobre todo en los más juveniles― a veces aparecen tensiones entre sus ideas y los prejuicios adquiridos por su educación, prejuicios que irán desapareciendo con el paso del tiempo. Según Auster, «a pesar de todos sus impulsos democráticos y de su buena voluntad, los negros seguían siendo el Otro para él, y nunca se liberaría enteramente de los estereotipos raciales que por entonces proliferaban en la cultura norteamericana y que aún continúan entre nosotros hoy en día». La fama que le granjeó La roja insignia del valor hizo que le contrataran para cubrir la llamada Guerra de los Treinta días, entre Grecia y Turquía, en 1897.

«Lo que más intriga de Crane es su sobreabundancia. No solo las diversas personalidades que alberga su menudo cuerpo, sino su don para pensar en una cosa al mismo tiempo que en otra, y quizá en una tercera o incluso en una cuarta, sin perder el rastro de la primera», escribe Auster, y es que compagina la escritura de una novela con la redacción de decenas de artículos, con la escritura de poemas ―al menos dos títulos, con influencia de Emily Dickinson, Los jinetes negros (1895) y La guerra es amable y otros poemas (1899)― y relatos. La publicación de La roja insignia del valor en 1895 fue todo un éxito. Se la calificó de obra maestra por la crítica, casi unánime a la hora de resaltar sus virtudes. La fama que derivó de la publicación resultó ser un arma de doble filo, por una parte, le llovieron los encargos literarios, pero, por otro, los continuos compromisos sociales alteraron su ritmo de trabajo. Además, un extraño suceso ―otro punto en común con Barret― dio al traste con su reciente buena posición. La defensa que hizo de una prostituta detenida injustamente, y el juicio posterior, minaron su reputación. La prensa se posicionó en su contra y a favor de la actuación policial. A las 2 de la madrugada del 16 de septiembre de 1896, acompañó a dos coristas y a Dora Clark desde el Broadway Garden de la ciudad de Nueva York, en el cual había entrevistado a mujeres para una serie que estaba escribiendo. Cuando Crane dejó a una de ellas a salvo a un tranvía, un policía vestido de civil llamado Charles Becker arrestó a las otras dos por prostitución; Crane fue amenazado con ser arrestado cuando trató de intervenir defendiéndolas. Una de las mujeres fue liberada después de que Crane confirmara su afirmación errónea de que era su esposa, pero Clark fue acusada y llevada a la comisaría. En contra del consejo del sargento que lo arrestó, Crane hizo una declaración confirmando la inocencia de Dora Clark, afirmando que «solo sé que mientras estuvo conmigo actuó de manera respetable y que la acusación del policía era falsa». Sobre la base del testimonio de Crane, Clark fue dado de alta. Los medios aprovecharon la historia; las noticias se extendieron a Filadelfia, Boston y más allá, y los periódicos se centraron en el coraje de Crane. La historia de Stephen Crane, como pronto se difundió, no tardó en convertirse en una fuente de burlas:  el Chicago Dispatch bromeó diciendo que «se informa respetuosamente a Stephen Crane que la asociación con mujeres vestidas de escarlata no es necesariamente una “insignia roja de valor”» y así describe el Boston Traveler su testimonio: «Stevie Crane parece encontrarse en una situación difícil a raíz de su valerosa defensa de una joven en un juzgado de guardia de Nueva York. Lo más probable es que el joven prodigio literario estuviera de “parranda” y, cuando detuvieron a su acompañante, se inventara la historia de que se estaba documentando para un libro». Después de esa campaña en su contra, Crane se despidió de la ciudad. Regresó para testificar en el juicio, pero tras el ominoso veredicto se mudó a Florida, lugar que le serviría de puerto de embarque hacia Cuba, isla a la que arribó tras una agitada travesía con naufragio incluido ―esta dura experiencia la narró en El bote abierto y otros cuentos (1898)― a resultas del cual contrajo la tuberculosis que le condujo finalmente a la muerte. Allí cubrirá como corresponsal la sublevación armada del pueblo cubano contra la colonización española. Volvería a Norteamérica solo de manera eventual, pero la nostalgia de su país quedó relejada en Historias de Whilomville (1900). Su relación íntima con una mujer casada, cuyo marido le negaba el divorcio, lo hacía casi imposible. Se estableció con ella en Inglaterra, donde viviría con todo lujo mientras dispuso de dinero, dinero que no tardó en escasear. Al final, se mudaron a un antiguo caserón medio en ruinas que no disponía de las mínimas condiciones de habitabilidad, menos aún para alguien como él, aquejado desde joven de dolencias respiratorias: «Un organismo debilitado y febril no recuperará las fuerzas viviendo en habitaciones heladoras y rezumantes de humedad, y dos largos inviernos en Brede pasaron a Crane una elevada factura. La casa en sí no fue directamente responsable de su muerte, pero no hay duda de que desempeñó un papel importante en su fallecimiento», escribe Auster. Sin embargo, consciente de su cercano final, Crane multiplicó su actividad. Las deudas lo asfixiaban. Aceleró el ritmo de sus publicaciones, viajó a Irlanda, a París, a Lausana. Ya muy deteriorado los médicos le aconsejan viajar a la Selva Negra y se instalaron en una villa donde atendía a sus pacientes el doctor Albert Fraenkel. No transcurrieron muchos días cuando le sobrevino la muerte. Fue embalsamado en Friburgo y trasportado a Londres. Allí, durante varios días sus amigos pudieron despedirse de él. El cadáver fue, posteriormente, trasladado a Nueva Jersey para ser enterrado junto a sus familiares. En tan corta vida, Crane había publicado con regularidad novelas, colecciones de relatos (además de los títulos ya mencionados, podemos citar, por ejemplo, La madre de George (1896), El monstruo y otros cuentos (1899), Servicio activo (1899) y Heridas en la lluvia (1900)―, poesía y, por supuesto, multitud de artículos periodísticos, todo lo contrario que Barret, cuya obra, asistemática, desordenada, se publicó fundamentalmente en periódicos―en vida solo publicó, después de muchas vicisitudes, Moralidades actuales, en 1909, con moderado éxito, reeditado en España en 2010― y solo después de su muerte se ha recogido parte de ella en antologías hasta que, por fin, su Obra completa se editó en 1943 en Buenos Aires. «La obra de Rafael Barrett ―escribe Corral Sánchez-Cabezudo―cosechó una general falta de aceptación en el Paraguay de su tiempo. Y no solamente en el ámbito de los poderes establecidos (fue apresado y desterrado en 1908 tras el golpe del coronel Albino Jara), sino también desde los principales ambientes intelectuales del país. Por el contrario, la obra de Barrett obtuvo un rápido éxito y una gran repercusión en Montevideo, donde apenas residió tres meses y medio. Fue en Montevideo donde posteriormente se publicarían la mayoría de sus escritos».


Rafael Barret. A partir de ahora el combate será libre. Prólogo de Santiago Alba Rico. Ladinamo Libros, Madrid, 2003.

Rafael Barret. Sembrando ideas. Prólogo de Roberto Lavín. Vida a cargo de Vladimiro Muñoz. Editorial Rodu, Santander, 1992.

Francisco Corral Sánchez-Cabezudo. Instituto Cervantes. «Rafael Barret. El hombre y su obra»

Paul Auster. La llama inmortal de Stephen Crane. Seix Barral, Barcelona, 2021

https://en.wikipedia.org/wiki/Stephen_Crane

https://www.buscabiografias.com/biografia/verDetalle/3215/Stephen%20Crane

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/crane_stephen.htm

Escrito en Sólo Digital Turia por Carlos Alcorta

Nueva York Poetry Press aglutina en una antología que condensa cuarenta años la labor poética de Rafael Soler, desde 1980 hasta 2020.Se trata de la cuarta selección de su obra poética, tras La vida en un puño (Antología). 2012. Editorial Servilibro y la Asociación Pistilli Miranda (Asunción, Paraguay), Pie de página (Antología). 2012, n.º 150 de ElsPlecs del Magnânim y Leer después de quemar. Olé Libros 2019. Colección Vuelta de Tuerca. N.º 3. Desde el primer poema hasta el último verso que compone la antología poética Demasiado cristal para esta piedra (Nueva York Poetry Press, 2022) que corre a cargo de Lucía Comba (compiladora) y se publica en Nueva York dentro de la colección Piedra de la Locura volumen 16 – Antologías personales (Homenaje a Alejandra Pizarnik), encontramos el sello personal del autor. No es casual que sea Lucía Comba la compiladora de esta interesante antología que atraviesa los ejes y las temáticas principales de su poética. Compilar una obra poética significa admirar al autor desde el punto de vista humano y literario y, en este caso, el hecho de ser su compañera de vida confirma este hecho. Escoger los poemas que componen este libro no es una tarea fácil ya que su trayectoria literaria es tan amplia y variada que requiere una precisa selección de los que modelan su perfil literario y más concretamente, el poético.

Recordemos que Rafael Soler es un reconocido poeta valenciano, narrador, ingeniero y profesor universitario y, el vicepresidente de la Asociación Colegial de Escritores. Dentro de su producción novelística podemos destacar seis novelas (El grito (1979), El corazón del lobo (1981), El sueño de Torba (1983), Barranco (1985), El último gin-tonic (2018) y Necesito una isla grande (2019) y varios libros de poesía (Los sitios interiores (sonata urgente), 1980. Colección Adonais. Ed. Rialp, Maneras de volver, 2009. Octava edición 2018, Ediciones Vitruvio, Las cartas que debía. 2020 El Ángel Editor, Colección Pluma Quito, Ecuador.  Ediciones Vitruvio, tercera edición 2014, Ácido almíbar 2014 Ediciones Vitruvio. Segunda edición 2014, No eres nadie hasta que te disparan. 2016. Ediciones Vitruvio. Tercera edición 2018, Las razones del hombre delgado. 2021. Colección Pared Contigua volumen 4. Nueva York Poetry Press y Vivir es un asunto personal, publicada en 2021 y recoge su obra completa. 2021

Dentro de esta antología encontramos una selección de poemas de todos sus libros de poesía en la que todos los poemas versan sobre los grandes temas del ser humano como el amor, la existencia, el tiempo, la soledad, la muerte, el elogio a lo mundano, la armonía y la felicidad compartidas, los pequeños detalles. Una abundante exposición de versos que nos acercan a un creador de la palabra y un seductor del lenguaje. Esta edición nos muestra una pintura como portada de Osvaldo Sequeira en la que refleja la mirada del poeta en tonos ocre, se reproducen fotografías del autor en blanco y negro vinculadas a su vida personal y antecede la misma pintura en grises perla antes de los poemas dedicados como siempre a su mujer Lucía. Los poemas aparecen en orden cronológico en una recopilación de la poesía que se considera más esencial y que había escrito entre 1980 y 2020, destacando en primer término el título del libro de poemas al que pertenecen e introducidos todos ellos, por su título en mayúsculas y en negrita. Se diría que la estructura del libro sigue una exhaustiva línea de publicación en el mercado editorial con el fin de expresar los rasgos reconocibles por cualquier lector característicos de la trayectoria literaria de Rafael Soler.

La contraportada llamará la atención al lector que, sin duda, se detendrá en las hermosas palabras escritas en blanco sobre fondo negro sobre el autor por parte de Manuel Turégano, editor de Contrabando y Javier Lostalé, excelente poeta español. Ambos destacan y subrayan las características esenciales de su poética. No hay que olvidar que muchos de los libros de Rafael Soler han sido traducidos y publicados en francés, inglés, italiano, japonés, húngaro y rumano. Ha sido invitado también a leer su obra en más de quince países y la ha publicado en Bolivia, Ecuador, Honduras, Paraguay, Perú, Japón, Hungría, Francia, Italia y Rumanía. Sin embargo, todos los poemas seleccionados que el lector encontrará en la antología están en español. En un apartado final del libro denominado Abrazos podemos encontrar una mirada caleidoscópica de diferentes escritores sobre la escritura de Rafael Soler, un abanico de colores y matices de todas las partes del planeta que abarca desde Antonio Gamoneda, Dante Mafia, Daría Rolland, Gabriel Chávez, Iván Oñate, Jaime Siles, Javier Lostalé, Manuel Turégano, Raúl Zurita, Remedios Sánchez, Rolando Kattan hasta Teuco Castilla. La ciudad de Nueva York en blanco sobre negro nos despide antes de cerrar el libro de poemas que tenemos los lectores entre las manos y nos deja un sabor posmoderno de la ciudad de las luces y las estrellas del XXI, el mismo en tonos crema de la editorial que lo publica y aparece en la contraportada y representa la colección Piedra de la Locura.

El espíritu que unifica y da sentido a esta selección de poemas gira en torno a un criterio definido por parte de Lucía Comba, compiladora y, en este caso, es de suponer que su planteamiento de elección se debe a la vida compartida con el autor, en el que el ser vital se unifica en dos seres independientes que caminan a la vez, simultáneamente y, en paralelo, como seres que recorren una trayectoria vital, humana y literaria en común.

Rafael Soler siempre ha sostenido que es fundamental el acercamiento al Otro para escribir e incorporar su mirada a su propio universo poético transitado por el sentimiento y la razón. No obstante, él es consciente que en muchas ocasiones ha perdido la cabeza y ha perdido el control, quizás por amor y como forma de enfrentarse y afrontar la vida o tal vez, para evadir el desamparo de la vejez. Como viajero incansable, Rafael Soler ama “las fronteras en la medida que pueden ser contenedores que recogen mundo y miradas distintas, paisajes… no hay nada más bonito que cruzar la frontera”.[1]

Entre las reseñas que suscita el primer libro de poemas, Los sitios interiores (1980) conviene fijarse en la que Aníbal Fernando Bonilla hace desde El Mercurio[2] donde expone que Soler fue finalista del Premio Adonais y nos invita a visualizar el amor en toda su amplitud así como los temas de la ruptura, el abandono y el olvido como eje vertebrador. No olvidemos el carácter lúdico de los poemas, la habilidad e innovación lingüística que le acompañan en su viaje poético con ese matiz existencialista que le caracteriza a Rafa Soler. El papel de la ciudad y el paisaje le permiten al poeta anclarse en el tiempo, la memoria y la naturaleza que envuelve sus percepciones. Sin reglas ortográficas, sin puntuación ninguna la voz poética se ajusta a una forma de vivir y de afrontar la existencia.

Sin signos de puntuación veintinueve años más tarde vuelve a abordar un cruce de caminos entretejido en la vida del hombre en su libro Maneras de volver (2009) donde cada paso que damos implica y conlleva la duda y la incertidumbre y es fácil entrar en un conflicto de elecciones en nuestro un espacio y el tiempo. “La poesía como documento, como fe de vida. Como presentación ante lo que pueda llegar, no como despedida. No es poco, es lo justo y además bastante necesario”[3] nos dice Francisco Caro. “En sus páginas nuevamente -y tal vez con más ímpetu- el amor aflora y se perpetúa sin reservas. Los textos de este poemario otean en la humedad del beso, en el escote carmín y en la despedida de dos desconocidos tras la cena servida. La musicalidad se asume en el deleite lector. El sujeto lírico, “curtido el corazón en la intemperie”, va a la caza en conquista de aquellos ojos femeninos que rediman la bienaventuranza de la perfumada carne” – un comentario hermoso y certero sobre la poesía de Rafael Soler que hace Aníbal Fernández Bonilla desde El Mercurio[4]. La memoria late dentro de esta temática amorosa tres décadas después del primer libro que se plasma en la antología. Un conjunto de citas y referencias literarias y cinematográficas ofrecen una mirada al Otro, un legado, un testimonio, una herencia en la escritura de Soler.

Dos años más, Soler publica Las cartas que debía (2011) y Jorge de Arco muestra en una reseña interesante cómo en “catorce apartados, Rafael Soler se enfrenta sin contemplaciones y con desnudada voz a la sombra de un cielo silencioso, al vacío de la desesperanza, al temblor de los espacios comunes, a los misterios del amor y el abandono”[5]. De Arco acentúa la liquidación de deudas y exorcismos presentes donde indaga su yo poético.  Por supuesto que Soler penetra a través del verso en “lo absoluto, lo inmaterial y lo tangible desde un territorio privilegiado: el de la trascendencia” como expresa Jorge de Arco por medio de la búsqueda del amor y el perdón.

«Perder es la manera de adquirir en soledad una certeza» - expresa Soler en un poema de su libro Ácido almíbar (2014), Premio de la Crítica Valenciana. Entre las reseñas que suscita Ácido almíbar y aparece en una selección de poemas en esta antología, conviene fijarse en la que hace Túa Blesa  nos adelanta el tono autobiográfico de su libro de poemas rememorando las figuras familiares y  una búsqueda del “desdoblamiento del yo, y supone la presentación del personaje desde el mismo nacimiento, si bien se le advierte que el verdadero nacimiento tiene lugar con la llegada del amor, además de que se le alerta sobre el aprendizaje de la vida y la sabiduría que otorga el reconocerse tan sólo como "una costura/ en la arpillera universal del frío". La parte final gira en torno a lo efímero de la vida, la muerte, con lo que se cierra el ciclo, la narración del yo. Moralidades”[6].

En su obra No eres nadie hasta que disparan (2016), Soler “con este turbador título, que apela directamente al lector antes de entrar a faenar con los versos que lo componen, Rafael Soler (Valencia, 1947) propone un poemario intenso, con tintes de suspense. Suspense, sí, porque tiene trama. Y argumento. Escenas, diálogos soterrados. Silencios. Fundido en negro. Digamos que es una historia hecha poema. O un poema con cuerpo cinematográfico”[7]. invoca, increpa, solicita, el viaje, el amor, el verdugo, lo eterno, la expresión.

Antes de terminar la antología, el lector encontrará una selección de poemas de su libro Las razones del hombre delgado (2020) donde la melancolía, el desaliento, la soledad, la extrañeza de la pérdida, y a la vez la aceptación de la misma, el malestar de vivir, se perfilan como temas esenciales. Con motivo de la publicación de sus poemas en este último libro que integra la antología, dice en una entrevista[8] que le realizó la escritora y crítica literaria Juana Vázquez, “En el libro se cruzan y conversan tres voces: el hombre delgado que ya cruzó la raya, su esposa, que cuida su recuerdo mientras envejece, y la Parca, que cuida sus harapos, atareada anfitriona empeñada en hacer liviano el desagradable trance de hacerte afecto a las tinieblas, y además adelgazando sin pausa”. Vivir es un asunto personal nos recuerda siempre Soler e incluso está grabado en las paredes del Café Comercial, “la Casa de Todos” donde comparte mesa y conversación con todos los escritores del mundo. Estamos de paso – nos recuerda Soler en este viaje existencial. “Los poemas de este libro están escritos al dictado de otro, y recogidos también con asombro y con mucho respeto. Cuando los leo ahora me reconozco en ellos, faltaría más, pero siempre con una sensación de privilegiado intruso. Y la metafísica, aunque no lo parezca, es una intrusa, nada de metaliteratura. Yo estoy metido en la vida hasta el último pelo” manifiesta en la entrevista. Un libro espiritual de lo cotidiano atravesado por el silencio del Otro.

 

Rafael Soler, Demasiado cristal para esta piedra, Nueva York, Nueva York Poetry Press, 2022.



[1]Peñas, Esther. Todo poeta, sin excepción, tiene su espacio y su momento. Entrevista. Turia Digital (mayo 2022). Disponible en: https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/rafael-soler-todo-poeta-sin-excepcion-tiene-su-espacio-y-su-momento (Consultado el 19 de febrero 2023)

[2] “Interioridades de un corazón curtido”. El Mercurio. Ecuador. (25 de julio de 2022) Interioridades de un corazón curtido - Diario El Mercurio. Disponible en: https://elmercurio.com.ec/2022/07/25/interioridades-de-un-corazon-curtido/ (consultado el 4 de abril 2023)

[3] Caro, Francisco. Las maneras de volver de Rafael Soler. Mientras la luz (17 de enero de 2010). Disponible en: http://mientraslaluz.blogspot.com/2010/01/las-maneras-de-volver-de-rafael-soler.html (consultado el 22 de abril 2023)

[4] Bonilla, Aníbal Fernando. Interioridades de un corazón curtido. El Mercurio.  Ecuador. (25 de julio de 2022) Interioridades de un corazón curtido. Disponible en: https://elmercurio.com.ec/2022/07/25/interioridades-de-un-corazon-curtido/

 (consultado el 22 de abril 2023)

[5] De Arco, Jorge. Alumbrar en soledad una certeza. Andalucía Información. Disponible en: https://andaluciainformacion.es/arcos/1060257/alumbrar-en-soledad/ (consultado el 22 de abril 2023)

[6] Blesa, Túa. Ácido almíbar El Cultural, El Mundo, 21 de febrero de 2014). Disponible en: https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/poesia/20140221/acido-almibar/18498538_0.html (consultado el 3 de mayo 2023)

[7] Peñas, Esther. Cuando la poesía se vuelve película. Solidaridad Digital (6 de octubre de 2016) Cuando la poesía se vuelve película. Disponible en: https://www.solidaridaddigital.es/noticias/cultura/cuando-la-poesia-se-vuelve-pelicula (consultado el 3 de mayo 2023) 

[8] Vázquez, Juana. Rafael Soler, Cuadernos del Sur, Entrevista, 14/05/2022. Disponible en: https://www.diariocordoba.com/cuadernos-del-sur/2022/05/14/olvidamos-peligrosa-frecuencia-paso-66025482.html (consultado el 3 de mayo 2023)

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Almudena Mestre

19 de mayo de 2023

Hay etapas en la vida surcadas por la incertidumbre y el contratiempo. Eso es lo que se refleja en Enajenación transitoria, el último poemario de María Coduras, editado por Olifante. Esta Doctora en Filología Española y profesora de Secundaria de Lengua castellana y Literatura da un giro de calidad a su creación poética y expresa sus sentimientos y vivencias, a raíz de una pandemia que supuso un paréntesis obligado, una acotación inoportuna, un vuelco casi repentino a la cotidianeidad de los días sosegados. Tal como dice Almudena Vidorreta en la solapa: “Estos poemas se escriben en un tiempo nuevo, posterior a la pandemia, en torno a un ahora reiterado que nos invita a pensar, desde la palabra y el oficio de las aulas, en la esencia del ser y del estar, en todas las preguntas que habíamos dejado en el tintero”.

El transcurso del tiempo enmarca la estructura de los poemas, que van desde Los comienzos hasta El después. Unos comienzos de encierro, de enclaustramiento, de aplausos, de inquietudes y de contemplación de la lluvia desde las ventanas. Los versos “Soy más de anáforas / que de catáforas” anticipan en el poema Hoy el clima que se respira en cada uno de los hogares, en esas casas personificadas en el barrio zaragozano del Actur: “Hoy he visto ventanas / convertirse en sonrisas, / estores y persianas / guiñarme al unísono sus ojos, / linternas de móviles / formar inéditas constelaciones…” Es el inicio de unas jornadas vividas y silenciadas entre cuatro paredes. Es el anticipo de un Durante en el que se agudizan los sentidos para percibir el sonido de los pasos, la sinfonía de aplausos y la cadencia de una lluvia casi machadiana desde detrás de los cristales: “Me alegro, / porque ahora todas las lluvias y tormentas / se precipitan e inundan / el interior de nuestras (casas) almas”.

En la mente de una amante de la buena Literatura como María no podía faltar la alusión a los libros como paraguas de salvación, como bosques fecundos en medio del páramo. Así lo manifiesta en el poema Ahora: “…los libros son bosques / en los que respirar aire puro, / y las copas de los árboles / el mejor paraguas / para resguardarse de esta tormenta”. Una tormenta que convierte los charcos en espejos y que obliga a la autora a evadirse en el mundo de Alicia para huir de la claustrofobia: “Encajonada de pies y manos / pensé en cómo hacerme más pequeña / o al menos / minimizar mis problemas”. Evasión, ensoñación, afantasía,…Todo plasmado en algunos poemas breves y profundos como aforismos que, a veces con un trasfondo de ironía, invitan a la reflexión: “Ahora entendemos la importancia / de la libertad condicional”. “Cada día se van más vivos / y vuelven más amigos imaginarios”. “Los soles de mis lámparas / no suministran vitamina D”.

Una asociación sorprendente de adverbios temporales –El durante del después– anticipa la parte más densa y lograda del poemario. Esa parte que culmina con Emoji, un poema breve pero inolvidable: “Vivimos entre paréntesis / y dibujaremos una sonrisa / al llegar a su cierre”. Estos poemas dibujan una imagen casi distorsionada –“sobre fondos / borrosos”– y manifiestan con contundencia casi sentenciosa esa realidad cotidiana de la ciudad vacía –“Demasiados locales / con los ojos cerrados”– y esa prolongación de los efectos de un virus que, con el engorroso uso de la mascarilla, ha convertido la realidad  en un macabro baile carnavalesco: “Este baile de máscaras ha durado demasiado, / y este virus / disfrazado de millones de cuerpos / se ha convertido en un verdadero asesino en serie”. Por eso, la poeta vuelve a la metáfora de los “árboles letrados” y alude al milagro de la intertextualidad para transformar el presente anodino en un bosque de hoja perenne. Un bosque que nos invita a volver al mundo rural, esa Dieta rural con “curvas saludables” y guiños a las vivencias de la infancia.

El durante y después, con el paso lento e implacable de los días de enclaustramiento, abren la puerta a unas Semipresencialidades –“Ahora estamos / pero no estamos”– que nos llevan de la mano al mundo apasionante de las aulas. Porque María Coduras es una profesora cien por cien vocacional, que vive con pasión cada minuto de docencia con sus alumnos de Secundaria. Por eso, lamenta los efectos secundarios de la pandemia, pero se alegra de volver a compartir en el aula las inquietudes de estos adolescentes: “Contemplar los rostros de los estudiantes, / seguir con Juan Ramón y sus versos…/ Seguir con Machado / y sentir caer la lluvia / pero en otros cristales”. Unos cristales que no atenúan el frío de las aulas y que convierten al docente vocacional en un médico que empatiza y remedia los altibajos anímicos de los alumnos: “El mejor examen posible / es aquel al que te permiten llegar / los ojos del alumno”.

Como colofón de este excelente poemario, la parte Un después condensa en un poema que deja abierta la tarea del poeta como aquello que se plasma en una página en blanco, difícil de descifrar en un futuro: “Las penas de la mayoría / se escriben con tinta invisible. / Por eso viviremos y olvidaremos / pero nunca conoceremos / lo escrito en estas páginas en blanco”. Unas páginas que dejan al lector amante de la buena poesía con la miel en los labios y con el deseo de releer y saborear cada uno de los versos que nos regala la poeta zaragozana. De lo cotidiano, de las vivencias durante días de confinamiento, del regreso progresivo a la llamada normalidad, ha construido un edificio poético denso, profundo y reflexivo. Todo ello con el aderezo de metáforas, juegos de palabras y la exquisitez de las figuras retóricas. De esos días acotados han brotado bosques de palabras que nos resguardan de la lluvia inesperada y se abren como abanicos literarios al mundo apasionante de las aulas, de las calles, del regreso al pasado y de la nostalgia del mundo rural.

 

María Coduras Bruna, Enajenación transitoria, Zaragoza, Olifante, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por José María Ariño

Existencias al límite de lo soportable por un hastío homicida no siempre consciente; tramas sorprendentes, descritas con cierta alergia a la alharaca que deja rastro sutil de humor encapotado; personajes que reaparecen páginas después para contarse de otro modo. La elocuencia del francotirador, reeditado por Firmamento, un ramillete de relatos escritos con exacta pericia y belleza por Eduard Márquez (Barcelona, 1960), un autor de culto entusiasta.

 

- Que un francotirador sea elocuente, ¿juega a favor de su cometido o lo entorpece?

- Juega a su favor, porque, aunque no actúe, su labor tiene sentido si se sabe que está ahí, agazapado y esperando el momento oportuno.

 

- Cuando la vida de uno se parece a «sentirse atrapado dentro de una esclusa abandonada», ¿qué conviene hacer? ¿Hay enmienda posible?

- Si se tiene clara la alternativa y se tiene suficiente valor para hacerlo, solo hay una solución: romper amarras y vivir de acuerdo con lo que uno siente. En caso contrario, solo queda conformarse e intentar que el agua de la esclusa no se llene de mucha porquería.

 

- «Ha dejado caer el dedo sobre una guía abierta al azar», termina uno de los relatos. ¿Cuánto de azar hay en la escritura?

- En los puntos de partida, en lo que Patricia Highsmith llama «el germen de una idea», todo es azar. Una conversación, una noticia en el periódico, un recuerdo, una imagen, una situación, un estado de ánimo, un color… Solo hay que estar atento a tu alrededor y dejarte sorprender. En la escritura (es decir, en la construcción narrativa, estilística y lingüística del texto), el azar juega un papel menos determinante. Al menos para mí. Necesito tenerlo todo más o menos controlado antes de ponerme a escribir. Saber adónde voy y por dónde pasaré. Lo cual no quiere decir que no aproveche las posibles sorpresas que pueda aportarme el proceso.


“La literatura surge de la vida”


- «Vinculada a menudo a la estética de los hallazgos en los contenedores». La materia de la literatura, ¿surge de los deshechos, de los descartes?

- La literatura surge de la vida. Por lo tanto, surge de cualquier cosa. De la ilusión o de la frustración, de la felicidad o de la tristeza, de la calma o de la rabia, del placer o del dolor, de la complicidad o del odio… Sea lo que sea, solo hay que estar dispuesto a vivirlo a fondo para sacarle el máximo rendimiento y poder escribir algo que valga la pena y que compense lo que se haya tenido que encajar para llegar a ello.

 

- Lo que mueve a la mayoría de los personajes es, no el amor, sino un enemigo, un otro sombrío que termina, desde lo trágico, o lo perverso, o lo inquietante en cualquier caso, por darles sentido. La intensidad narrativa, ¿es inversamente proporcional a lo siniestro y complejo (la sombra, que diría Jung) de los personajes?

- Lo que mueve a la mayoría de personajes es la voluntad de superar los límites impuestos por uno mismo o por los demás. De hecho, los límites de la identidad es una de mis obsesiones. Creo que se explica muy bien en uno de los cuentos: «De siempre, Julien Claes se había sentido recluido dentro de los límites de una identidad única. La primera angustia de la que guardaba memoria, más allá de la oscuridad o de la añoranza, estaba vinculada al reparto de los personajes de los juegos infantiles. A la hora de escoger, lo difícil no era tanto hacerse a la idea de las consecuencias de la elección, de acuerdo con la personalidad de cada cual (mandar o someterse, vestirse de una manera o de otra, ser protagonista o secundario), como asumir que cada papel comportaba la negación de todos los demás. Si hubiera podido elegir los efectos de una pócima mágica, Julien Claes habría pedido representarlos todos al mismo tiempo. Ser pirata y héroe, príncipe y bruja, duende y dragón. Con el paso de los años, a medida que se le exigía una dosis creciente de decisiones unívocas, Julien Claes se sentía cada vez más atrapado. Ser lo que se esperaba de él, sobre todo a costa de demasiadas posibilidades perdidas, suponía un sacrificio excesivo. Casi sin querer, la opción de multiplicarse, de llevar el máximo número de vidas paralelas, lo cautivó como una quimera redentora». La sensación de que «cada papel comporta la negación de todos los demás» me ha perseguido desde niño. Recuerdo perfectamente el dolor y la rabia de tener que escoger y, consecuentemente, de autolimitarse. Porque excluir limita. Y, en cierta manera, aún me ocurre. Si fuera posible, me gustaría vivir muchas vidas al mismo tiempo. No sucesivamente, ¿eh?, que, si se tiene el valor suficiente, puede ser más fácil, sino al mismo tiempo.

 

“La literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad”

 

- Otro de los motores de la narración es el hastío vital (pienso, por ejemplo, en la mujer que contrata un detective para seguirse a sí). ¿De qué cura la literatura?

- Creo que la literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad. La literatura sirve para redondear la vida en los buenos momentos y para hacerla más llevadera en los malos. Como un paisaje, como una melodía, como un cuadro, como una escultura…

 

“No merece la pena morir por nada”

 

- A propósito de «Atasco». ¿Merece la pena morir por amor?

- No merece la pena morir por nada. Pero, llegados a un extremo en que sea imposible evitarlo, más vale morir por amor (a una persona, a una idea, a un lugar…) que por odio, o por los delirios de alguien, o por ambiciones espúreas, o por servilismo…

 

- ¿Es posible huir de uno mismo, como hace alguno de estos personajes? Cuando uno escribe, ¿huye o sale al encuentro de sí?

- Nunca he escrito para huir. En todo caso, en algunas ocasiones, he escrito para aclararme, para entender algo que se me escapaba, para rendir cuentas con mi pasado, con mis dudas y con mis incertidumbres. Y no siempre lo he conseguido. Pero algo ayuda. Y, en otros momentos, he escrito por el simple placer de fabular y de jugar con el lenguaje. Solo para divertirme. De una u otra manera, sí tengo claro que, cuando invento vidas, soy una persona más feliz y soportable.

 

- Quizás a la mayoría de los lectores les sorprenda lo anodino y rutinario de los protagonistas de estas historias pero, mirados de cerca, ¿no nos parecemos demasiado a ellos, acaso no somos ese «hombre estándar que camina por la calle»?

- Siempre que se habla de personas estándares, o anodinas, o normales…, me viene a la cabeza la respuesta del poeta Philip Larkin a quienes consideraban que su mundo era limitado, tópico o vulgar: «Me gustaría saber en qué mundo infestado de dragones viven esos tipos que les permite utilizar con tanta libertad la palabra “tópico”». Me parece una respuesta genial.

- Hay una corriente de humor (sutil, socarrón) que atraviesa los relatos. En el desasosiego, ¿el humor lo intensifica o abre una grieta por la que entre el aire?


“A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno”

 

- Las dos cosas. A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Ahí están los casos de Kafka o de Bernhard, por ejemplo, que en algunos momentos son hilarantemente dolorosos. O dolorosamente hilarantes. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno. Es el caso de Wodehouse o de Sharpe. O de algunas narraciones de Waugh, de Saki, de Fante, de Sedaris… Con lo cual no quiero decir que se trate de autores frívolos, ni mucho menos, sino que su mirada es un poco más clemente para con sus lectores.


“La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes”

 

- Pienso en el hombre al que todos confunden con otro alguien. ¿Hasta qué punto la literatura es un palimpsesto?

- La literatura no funciona por superposición. Porque la superposición esconde lo que está debajo. Y esto no sirve de nada. La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes, cuando cuestiona, cuando reta, cuando provoca, cuando altera, cuando remueve… Y todo ello para bien o para mal.

 

- ¿Cuál sería la evidencia de que una vida ha quedado reducida «a un flujo mecánico sin ningún interés»?

- La frustración, la rabia, el insomnio, el aburrimiento, el miedo, la desesperanza, el resentimiento…

 

“Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo”

 

- La experiencia de revisitar estos relatos, más de veinte años después de haber sido publicados por vez primera, ¿produce extrañeza, regocijo, estupor…?

- De todo un poco. En el año 2014, volví a estos cuentos, publicados en 1995 y en 1998, para una reedición en catalán. Entonces aproveché la ocasión para eliminar 29 narraciones y para repasar el resto. Alteré el orden, cambié títulos y personajes, eliminé y añadí fragmentos, reescribí frases enteras… Y ahora, nueve años más tarde, he vuelto a hacer lo mismo. Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo.

 

*Fotografía de Jordi Márquez.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

15 de mayo de 2023

Por fin las dos hermanas se han reencontrado después de tantos años. Las dos novelas de la Transición de Rafael Soler vieron la luz con una diferencia de pocos años, en 1979, y en 1982, respectivamente. A raíz de su reedición posterior sus destinos se separaron. A un lado del Atlántico, en Paraguay, se publicó “El grito”, y en España, reapareció “El corazón del lobo”. La editorial valenciana de Manuel Turégano, Contrabando, ha hecho posible la feliz reunión.

Enfrentar las dos novelas es un estímulo añadido al valor que atesora cada una por separado. El exhaustivo y lúcido prólogo de la profesora Elvire Gómez-Vidal Bernard las mantiene unidas mediante sólidos argumentos a la espera que el lector encuentre nuevos e inusitados vínculos y desacuerdos entre ellas.

La Transición (democrática) española, que se dio por concluida con la aplastante victoria del Partido Socialista, liderado por Felipe González, fue la época durante la cual el escritor levantino escribió estas dos novelas, y también es el período en el que, mientras la sociedad española hacía planes con la recién adquirida libertad política, los personajes creados por Soler, a saber, Teo/Carmen, y Alberto/Ana, sufrían la desilusión suprema e inapelable del desencuentro amoroso, poco después de que se aprobara la ley del divorcio (1978) que dio cobertura a la disolución civil del matrimonio en España.

La fe ciega que profesa Rafael Soler en la capacidad de su escritura es inversamente proporcional a la decepción que los respectivos cónyuges sienten ante el estado ruinoso de su matrimonio. Al parecer el escritor y poeta se moría por saber qué ocurriría cuando a estas novelas, tan bien recibidas entonces, se les quitara el precinto con el que, vete a saber quién, las había clausurado y preservado. El resultado es que, al abrir el precinto de sus páginas, y entrar en contacto con la atmósfera presente, con la actualidad literaria, saltan chispas. Se enciende el aire. El que esto escribe puede servir de testigo de esta experiencia, pues nací al mismo tiempo que el dictador agonizaba de muerte, aprendí a hablar y a leer, por lo tanto, cuando Rafael Soler escribía estas dos novelas. Para los hijos de la transición estas dos propuestas son una prueba tan exigente como excitante. “El grito” y “El corazón del lobo” suponen una vuelta de tuerca al género novelesco. El escritor del diecinueve y el primer tercio del siglo veinte nos servía en bandeja unas ficciones ordenadas biográficamente y organizadas por su pluma omnisciente. Rafael Soler, por el contrario, nos tiende la mano y el hilo con el fin de que terminemos la tarea de unir todas las cuentas y las perspectivas. Hay que remangarse para deducir quién habla a partir del nombre del personaje a quien aquel se dirige. Soler no es un escritor, es un diablo que llega a un pacto fáustico con el lector, del que este último nunca va a arrepentirse.

Aunque hay un riesgo que los que pacten con el diablo deberían eludir: que el estilo les hipnotice hasta el punto de que su conciencia no se sienta aludida por los intensos conflictos que hacen naufragar a los personajes. Hay una coherencia entre el estilo y la crónica del desencanto que aborda cada uno de los libros. El desconcierto del estilo se infiltra en el paraíso arruinado en el que habitaban Adán y Eva, aunque se llamen “Teo” y “Carmen”, o “Alberto” y “Ana”. El estilo se decanta en forma de concentrada desesperación. Si en lugar de una novela, Rafael Soler hubiera escrito un ensayo orteguiano, lo habría titulado “La libertad como problema”. Ahora bien, el tono es existencialista. Con una o dos décadas de adelanto, Sartre había caído en la cuenta de que la libertad es una condena, y de por vida.

Las dos novelas de Rafael Soler nos hacen preguntarnos, si, además de estar condenados a ser libres, estamos condenados a estar solos. A “Teo de la selva o de los monos” se le presenta la última oportunidad de rescatar a “Jane” (“Carmen”) en la última noche del año. Y “Alberto”, el lobo solitario, dispone de una semana santa, y apuesta lo que le queda a Menorca, con el fin de salvar su matrimonio con “Ana”. Se conceden un último baile. O tal vez no sea el último.

“Teo” llega a la selva de asfalto de la capital a la que se accede por la Estación de Atocha, lleva una existencia noctámbula, gris, después de la separación. La luz de la ciudad, del hotel en el que se da cita con “Carmen” es artificial. El drama se desarrolla de noche. El desamor que separa a “Alberto”, el protagonista de “El corazón del lobo”, de “Ana” acontece a plena luz. No es una luz cualquiera, es el sol del Levante, que se refleja en el mar que vio nacer a Rafael Soler, y es el mismo que Paco Brines adivinaba desde su santuario de Elca. Esta luz revela que el barco del “capi”, así es como le llama “Fanny”, la novia de ocasión que se ha echado, va a la deriva, pero también ilumina su intento postrero de enderezar su rumbo y su matrimonio.

La partida de sus matrimonios estaba perdida al poco de comenzar el juego. Todos los personajes han sufrido un exilio precipitado de la infancia y la adolescencia temprana, el tiempo y territorio en el que todavía tienes esperanza de encontrar el tesoro, como dicen los libros gracias a los cuales nos iniciamos en la vida. Este país imposible fue el que el propio Soler evocó gracias el poemario “Los sitios interiores”, publicado en el intervalo que hubo entre la publicación de los dos libros. Sin embargo, “Teo” no llegó a ser escritor (a no ser que se decida a escribir “El grito”, como insinúa Soler), como entonces esperaba, tuvo que conformarse con ser periodista, ni “Alberto” se convirtió en pintor, como mucho arquitecto para alicatar los proyectos horteras de los que han medrado en el río revuelto de la Transición. Las dos parejas protagonistas de sendos libros habían proyectado amarse, y no tanto casarse, que es lo que les corresponde en suerte. Les gustaría quererse, pero no saben cómo hacerlo. Ambos soportan su condena, la vida “se los comió” a los dos. Si bien es Adán quien ha echado arena y ha apagado el fuego sagrado que honra a los lares domésticos. Ahora se mueren de frío. Porque, tal y como Oscar Wilde repite en varias de las baladas que compuso en el penal de Reading, “todo hombre mata lo que ama” (“Each man kills the thing he loves”). “He, not she”. Hay en ambos libros pruebas a favor de la existencia de una maldición masculina, la que determina el destino fatal del lobo. El grito o el aullido, en cualquiera de los dos casos, es la interjección impotente del padre fallido, y del hijo aterrorizado, y aquejado de autismo, y del marido adúltero.

Los hijos y nietos de la transición que se acerquen a estas novelas hermanas, que no gemelas, están de enhorabuena, ya que después les quedará todavía por leer “El sueño de Torba”, o “Necesito una isla grande”, o podrán leer, a buen seguro de que lo harán, la imponente obra poética de Rafael Soler, publicada en las últimas dos décadas. En cuanto a los que quieran escribir, después de leer estas novelas, habrán aprendido que cuando uno es joven y se siente apremiado a escribir hay que salir siempre a ganar, nunca a empatar, y todavía menos a epatar.

 

Rafael Soler. Dos novelas de la Transición. El grito y El corazón del lobo. Valencia, Contrabando, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Guillermo García Domingo

La historia comienza con la sangre que corre por mis venas, y continúa hasta dar con la nutrida flor de mi cerebro. Sin embargo, esta historia no es a expensas de mi cerebro, o de un órgano aislado del conjunto de mi cuerpo. Todo órgano vivo y sano cuenta para esta historia, porque es la historia de mi sangre, y también de la sangre que corre por mis venas.

Pero no es la historia de alguien en concreto, o de mi mismo, es más bien la historia de los que no tienen rostro. Es la historia de aquellos olvidados en el camino. Es la historia de los que recorren la tierra, de los migrantes sin rostro ni tierra. Un desarraigo que comienza allí donde no puede haber más que sangre y tierra, corriendo ambas en paralelo en una huida hacia adelante mediada por la fuerza muscular de cada cuerpo. Es la historia de aquellos que viajan, y que recorren la distancia hasta terminar con su vida e identidad, su tránsito finito de promesas aún por cumplir.

Sin embargo, para personalizar un cuerpo o varios a la vez bajo un mismo discurso, es preciso que hable una voz, que será la mía. Pero no se tratará de una autoridad sobre el resto de identidades a las que yo inmiscuyo en mi historia. Se tratará más bien de una voz narrativa que esclarezca el por qué de este recorrido. Por eso hablaré de mi camino en común con otros desde mi mismo, desde mi autoridad sobre el cuerpo que ostento y que, por su parte, nada dejará atrás en el olvido durante mi recorrido caminante y hablante. A partir de ahora, hablaré de mi mismo y de mi destino caminante.

Continúo a partir de un comienzo, de un flujo en incesante cambio hacia una meta cada vez más lejana. Una meta siempre distante con cada paso dado. Sin embargo, mis pasos son decididos y dirigidos a un destino inevitable. Un destino no necesariamente geográfico, sino un destino de apropiación, un destino hacia el origen de mi identidad.

Un viaje que termina en mi identidad. Y en toda la propiedad que poseo bajo mis pies andantes –una tierra de accidentes y de caminos aún por abrir. Sobre mis pies se erige una fuerza que no cede, y una musculatura que me impulsa a gobernar –con los suficientes alimentos ingeridos— una voluntad por continuar mi camino de promesas, y que no terminaré de cumplir hasta que llegue a lo prometido.

Un migrante, un desarraigado y un errante con un destino prometedor, pero no localizable en un destino geográfico. No soy más que la mancha o la gota sobre un lienzo que, sin su lugar intencional, corre de aquí para allá haciendo de si misma un recorrido que mancha y que deja huella. Sin un lugar en el que quedarme, un lugar que no está en los mapas, puedo hacer de ese lienzo mi tierra. Un lienzo móvil que rota sobre un eje y al que he entregado todo poder de decisión porque no me resolverá destino alguno si me propongo asentarme en alguno de sus territorios.

Es un lienzo o una tierra, un camino que rota sobre un eje y que queda siempre expuesto a los elementos del clima y de la consabida presión atmosférica, los cuales me permiten un entorno o, más bien, un espacio de tránsito de temperaturas templadas y evita que yo muera de frío o sofocado, expuesto como siempre lo estoy a la intemperie. Un lienzo que no hace más que ser por sí mismo, que se reduce a la fundamental fuerza de la gravedad y de cuyos pasos da momentáneamente cuenta aquel trazado que yo mismo marco. Una identidad migrante y sin hogar fijo, con menos proyección en el lenguaje que el que me permite el diálogo con entidades, humanas y no humanas. Y yo, como pintura sobre el lienzo, me muevo manchándolo: porque no hago otra cosa que manchar. Y el resultado no puede ser otro que una pintura en camino, una pintura de caminos, una pintura caminante. Y yo no hago más que manchar con mis pies aquello sobre lo que me deslizo: la identidad del migrante sin más tierra que su propio lienzo móvil de apariencias y de reverberaciones.

Un lienzo con mejor destino siempre que el asfalto no intervenga y ennegrezca con su densa arena bituminosa la tierra sobre la que me sustento. Una tierra a punto de ser caminada, enroscada en sí misma sin más fundamento que la apariencia territorial a la que se sustrae.

La continuidad de la historia que ya ha comenzado y a la cual ya hemos llegado tarde para verla nacer: esa es la historia que corre por mis venas. Es la historia de todo lo habido y por haber. De lo vivido y lo hecho, pero también de lo prometido y lo enviado. La historia que corre por mis venas es la sangre de mi organismo en tránsito hacia la meta de mi identidad.

Soy una mancha porque el paso que ejerzo sobre la tierra es un paso intencionadamente sin lugar ni peso en la existencia. En una sociedad sedentaria, mi paso no puede prolongarse mucho, por eso he de marchar y rotar sobre mí mismo como un eje sobre su centro porque la sociedad no es nómada. Los nómadas recorremos la tierra manchando, pero sin quemar, por eso considero que yo soy alguien que mancho, pero no necesariamente quemo allí por donde pase, aunque se me acuse algunas veces de lo contrario. Soy una mancha que mancha en su recorrido, porque no siempre sobre un lienzo virgen hay una coincidencia entre el color a aplicar y el color aplicado. A eso se le llama mancha, por lo tanto, yo soy alguien que no coincide en ningún lugar. Estoy solo sobre mis propios pies marchantes y manchantes de un arte efímero y perecedero sobre la tierra estoica, pero de todos nosotros.

Mis pasos sobre la tierra son certeros. La dirección tomada podría ser la equivocada, pero para saber eso tengo todo el camino del mundo por delante. Porque no se trata de un camino particular o concreto, sino de uno singular y absoluto. Y puede ser, ciertamente, que lo absoluto sea un camino erróneo. Pero no por ello dejaré de comer y de alimentarme sobre mis pies marchantes, y prohibirme el paso sobre este camino incierto. Se trata de un camino que no puede ser recorrido por sí mismo, ya que su comienzo y su final se conocen de antemano de principio a fin. Pero eso no es lo que me interesa. A mi lo que más me importa, y creo que a todos también, es el tránsito del caminante. Pues no es una marcha forzada, ni obligatoria. Es el camino del mundo que puede hacerse de múltiples maneras y ritmos. Puede incluso que el camino no termine nunca, o que la vida del caminante termine antes de ver su destino. Sin embargo, los que nos quedamos continuamos caminando.

Es el método de lo transitorio ahí donde se nos permite la más rigurosa de las improntas para nuestra preparación antes de llegar a nuestro destino.

Ahí donde comience el camino del mundo es ahí donde nacemos. No nacemos en un lugar intencional, o ahí donde elegimos. Nacemos donde encontramos el camino a la vida: un no lugar en el mundo a punto de ser abandonado. Por ese motivo nadie deja de ser migrante; porque desde que nacemos ya iniciamos la apertura a un horizonte de posibilidad y de caminos. Pues no se trata tanto de dónde nacer, dónde originarse, sino de hacia dónde ir una vez ya estamos ahí, en el punto de no retorno. No es de otro modo que nacer y perecer comparten el mismo punto de identidad terminal: el origen del nacimiento y el destino de la muerte. Sin embargo, esta historia no es para recordar a los vivos o para mantener una tasa concreta de nacimientos por cada generación. Esta historia es para los que se quedan, para los que caminan. Lo prometido es un destino de acercamiento a la más certera de las posibilidades: la muerte. Y, por lo tanto, de alejamiento del más alejado de los orígenes: el nacimiento. Es por ello que la condición del no nato, del no nacido, es la imposibilidad de no ser originado, de no ser caminante de un camino propio. Negado a ser arrojado.

Pero quizá sea ése mismo punto de partida el error de todo comienzo. De todo recorrido posible y posibilitador. Porque el no nacido es alguien imposible y contingente, sin necesidad de darse su cuerpo o su voz. Ese no nacido es todo el abandono posible que dejamos atrás y que olvidamos una vez nos embarcamos en la vida. El olvido de la contingencia de no haber nacido o de no haber sido originados. El nacimiento originador –ese fundamental primer paso de camino a la muerte— es el envío a partir del cual abrirse camino en el mundo. Un mundo de posibilidades allende el lugar de nacimiento. A través del cual somos depositados, iniciados en el recorrido único y de un solo sentido. Exteriorizado por un cuerpo, un rostro y una voz que dominan su volición por terminarlo con la dignidad propia de quien comienza algo; por terminarlo por el solo hecho de haberlo comenzado.

Sin saber a dónde dirigirse continuamos el camino de aperturas y de contingencias. No necesariamente es un camino decidido al milímetro dentro de un conocido abanico de posibilidades, pero sí es un camino ocasionado por la fuerza del nacimiento. Un nacimiento de vida y de camino, y de rotulación de la vida por el camino elegido, pero en ningún caso es un camino único y certero. Es todo lo que puedo decir por el momento: estar forzados a caminar una vez encontramos el mundo bajo nuestros pies.

No todo momento es oportuno para escribir. No puedo escribir mientras camino y mancho. Ahora que estoy sentado, medito y escribo quieto en un banco de la esquina evaluando cuál es el presente mundial. Un mundo que medito yo, en mi haber, únicamente los domingos, cuando acaba el ánimo festivo. Junto a mi texto siempre es domingo. Mi carga expositiva es dominical. El resto de la semana la camino. Mi objetivo último es decir lo que veo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) y Los planetas fantasmas (2022) de la sevillana Rosa Berbel (1997), ha tenido una buena recepción por lectores y críticos próximos al realismo, a pesar de ser el segundo más complejo respecto a la mímesis de ese corte, realista. La poeta sevillana se presentó con la perspectiva de la edad, funambulismos y circunstancias, reivindicación o denuncia, con dos libros unitarios y colindantes en algunos aspectos. Me refiero asuntos como el desasosiego e incertidumbre ante el futuro, el fin de la infancia, denuncias de género, la relevancia de eros o el deseo, el amor/desamor, a veces envueltos en el sarcasmo, y otros atados a la reflexión con que emprende el camino de la madurez, en su evolución en algunos registros hacia un simbolismo bien trabado en el 2022. Un libro en el que también restaba protagonismo a los asuntos más escabrosos y de género, con que se presentó del 2018, y donde mostró capacidad para sostener un poema largo narrativo con talento en verso libre. La inicial propuesta se ha ido mostrando en su evolución más simbólica, incluidos los guiños a la pérdida de los referentes miméticos en Los planetas fantasmas. Además de poseer mayor originalidad en la perspectiva y envoltorio del imaginario entre el fin de la fiesta y los “cosmológicos”, mayor simbolismo y complejidad, maneras de decir menos directas o declarativas. En cualquier caso, en la poesía de Berbel priman el deseo y el amor/desamor, el sentimiento de pérdida, la incertidumbre ante el futuro de «una generación desalentada» (2018: 719), el sarcasmo, el desasosiego de una edad, entre otros ocasionales como la denuncia de abusos sufridos en redes o por el hecho de nacer mujer (2018). Ciertamente estos ocuparon lugar solo en 2018, muy en consonancia con el momento en que vivimos. Su palabra clara (independientemente de algunos simbolismos y pequeños hermetismos en su evolución) sin ampulosidades, ni logolalias (todo lo contrario), narrativa (cada vez menos, pero presente), sin excesivos riesgos en cuanto a los tropos, poco abundantes, pero propios y originales, supieron hablar de la capacidad para contar un mundo singular en sus desasosiegos, aunque a veces cayera en declarativismos secos. Eran libros subscritos a un querer decirse sin sucumbir a la narratividad huera, sin caer en amplificaciones, y puestos al servicio de contar un haz de conmociones y cuestionamientos, escondidas interrogaciones y emociones de toda índole. En fin, cuanto se ha venido en llamar “Poesía de la edad” desde la perspectiva de una joven (que recuerda haber dejado de ser niños “antes de ayer”) en un momento de tránsito.

La poesía de Rosa Berbel, obviamente, no ha surgido de la nada. Sus anclajes en el realismo de los 80/90, y en las propuestas poéticas del fragmento y malestar del 2000 de esa tendencia, parecen insorteables. También las deudas con la evolución del realismo desde el particular silabeo, procedimientos retóricos y fórmulas me sugieren aplicadas lecturas de Carlos Pardo (también diferenciadas), en lo fundamental. Evidentemente solo son eso, ecos y rastros de aprendizajes, diferentes en algunas cuestiones, en otras no tanto, como las que adopta ante la incertidumbre (algún eco de Gil de Biedma, igualmente, en «Sisterhood»). En cualquier caso, y fuera ya de ese ámbito del origen, su propuesta alterna poemas relativamente largos y breves que se combinan y alternan entre pespuntes simbólicos, analogías y los símbolos del tiempo o del paisaje, por ejemplo, entre otros domésticos, que intentan ejemplificar el momento emocional del yo y su circunstancia, junto a otros más declarativos o preocupaciones intelectuales (la belleza). Si en algo destaca Rosa Berbel es en el saber contar perplejidades y situaciones emotivas, con una sobresaliente capacidad de análisis de las sensaciones del tránsito desde la adolescencia a la madurez. O, si se prefiere, ese estar en el alambre y en las inseguridades del amor/desamor, las perspectivas inestables o inescrutables, la reivindicación del deseo desde el ser mujer. También su problemática, a veces no muy deseable, como el ser víctima de la violencia de género, frente a la pureza del amor y el deseo. Sin duda la escritora sevillana sabe construir libros unitarios, narrar con acierto, zambullirse en el análisis de todas esas emociones, transmitirlas con crudeza y profundidad (pienso en «El final de los ritos» (2022: 53), estupendo), aunque haya lugares vacíos, pretenciosos o intrascendentes poéticamente y vacuos. También parece bastante exagerado escribir cosas del tipo, la “calidad excepcional de sus poemas”, como hace Fernando Aramburu, el buen novelista de Patria y formidable escritor de crónicas de fútbol. No me lo parece. No le hace ningún bien además al estupendo y apetecible decir (de una sola manera, el verso libre, y con registros tonales próximos), de la poeta sevillana. Excepcionales son César Vallejo, Federico García Lorca o Pablo Neruda, por ejemplificar por lo breve. Por eso cuando Luis Bagué, habla de la irrupción de un Big Bang lírico, me parece igualmente muy desproporcionado con la realidad de sus poemas, aunque sean libros inteligentes y de poesía que así puede llamarse, en sus diferentes calidades, donde también hay sobrantes. Mucho más ajustada (y cauta) me parece la opinión de Luis García Montero en Infolibre, al hablar de honradez saber mostrar el sentimiento, de no temer hacerlo, y abordar una interrogación sobre la propia identidad desde un presente que reflexiona sobre los avatares del futuro y el pasado (oscureciéndose).

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) plantea desde el poema prólogo y su relevancia en indicar un sentido, una nueva situación personal y emocional frente a «(…) aquel tiempo extraño, /los amigos se habían mudado lejos/los lugares antiguos de la infancia/ se habían transformado para siempre/ con la prisa salvaje de los años perdidos» (2018: 9). Y añade «Aunque quizá todo esto/ahora no nos baste» (2018: 9). La cursiva del ahora marca esos dos tiempos a los que va a recurrir a lo largo de todo el libro, aunque no solamente, pero a los que confiere relevancia clave, ratificada con la cita de Rosana Acquaroni: “Y que no recordabas/que la infancia termina/cuando se incendia el bosque de los niños” (2018: 13). Con ese prolegómeno se da comienzo a las cavilaciones: «¿No era esto madurar: elegir cosas/y esconder la elección a los demás?» (2018: 15) …o, tras un juego infantil rememorado, el de girar hasta marearse, la capacidad enigmática, misteriosa, hermética y sugerente de los trazos en el aire que se abandonan, en ese mundo de analogías ajustadas con el vértigo: «Pero el hallazgo era nuestra suerte:/descubrir que los trazos del cuerpo y sus excusas/ condicionan el resto del paisaje» (2018:16). Trazos que se dejan y vértigo en el presente…

En la primera sección del libro y la “extrañeza” de la «Niña que no reconoce su cuerpo» (2018: 17), cuenta en «Deseo» (2018: 17), el despertar de una pulsión de la que se puede ser víctima. Y así ocurre, con explícita referencia a en el título a la película Sisterhood, donde el acoso en redes es protagonista: «No sé si es suficiente con la rabia, / las múltiples aristas del carácter, / no sé si protegernos suficiente/ la piel o la memoria de los abusadores» (2018: 21). Un asunto sobre el que vuelve en el poema que da título al libro, Las niñas siempre dicen la verdad. Los hombres, frente a las mujeres víctimas de ellos, son vistos como mentirosos, matan a sus esposas y abusan de niñas. Otro estupendo poema reportaje, por decirlo a la manera de José Hierro, donde se recorre no solo el abuso, sino las consecuencias del mismo en la víctima y lógicos sentimientos de odio. Poemas con sus correspondencias en «Retrato de familia» (2018: 23) donde el amargo sarcasmo, muy presente en su poesía se aplica al concepto de “familia” irónicamente, pues marca lo contrario, el desamor, y más visto desde los ojos de la niña en medio del conflicto y voz del mismo. Todo concluye, como no podría ser menos, en la desazón, y en el deseo de que la mujer león del poema «Frente a Dythrambe de Leonor Fini» (2018: 33), saltara del cuadro y agrediera a los hombres, aunque sea un imposible y reconozca: «la anécdota es/ solo una anécdota, / una mota de polvo/ sobre el gusto impecable de la historia (2018:34). En cualquier caso, y pensando en la Poética de Aristóteles (1.448ª), los pinta como Dionisio, tal como son, y denuncia.

Planes de futuro (2018: 37), título de la segunda parte y del poema que le da nombre, retorna a esa mirada ácida y sarcástica, proyectada en esta ocasión sobre un cuestionamiento de la realidad (desde sus amargos augurios en los que, seguramente, no querría verse), de una familia media en mitad del camino de su vida, y sus «miedos felices» (2018: 43). Ironías que llegan a «Femme fatal con prisa» (2018: 58) y que se agrían en «Sala de espera para madres impacientes» (2018: 67), donde continúa el desasosiego y la reflexión, agria y sarcástica, sobre la circunstancia de la mujer que «no debe cambiar nunca sus horarios/ por asuntos exactamente propios» (2018: 68) entre otros asuntos próximos y tratados con ironía amarga. En cualquier caso, además de esa incertidumbre ante el futuro o «el peso de la vida con sus dudas» (2018: 48), late en el libro un tono agrio y de denuncia, que ha gustado por ello y por la indudable unidad de mirada, amén de por su accesibilidad. Y no les falta razón desde esa perspectiva, próxima a los reportajes de José Hierro, salvadas las distancias, pero donde me parece que aún falta un poco de magia en el saber decir en conjunto, aunque haya excepciones. En cualquier caso, Rosa Berbel mostró talento y capacidad para sostener el poema largo narrativo espléndidamente.

El libro de referencia, Los planetas fantasmas (2022), arranca con una cita de Juan Luis Guerra: «Es un amor que contamina» (2022:13), para hablar de amor y deseo, inseguridades ante el futuro, de inestabilidad económica, precariedad, en un libro de referencia del contarse desde lo joven. La primera parte viene trufada de todo ello, poemas de deseo y amor/desamor, soledades, con un tinte hermético en ocasiones y un querer decir más de lo que en realidad dicen como en «Gota fría» (2018: 25). Otros estupendos, caso de «El final de los ritos» (2022:53) donde los cambios hacia la madurez le llevan a comparar etapas o «aquel tiempo en que mudar/era solo mudarse (2022: 31). Se trata del momento en que se ha perdido el miedo a los enigmas, también la acritud de algunos momentos primer libro, y donde priman los interrogantes e inseguridades, el desasosiego a pertenecer en el futuro a la insuficiencia material de cierta clase media (vista con sorna agria) y el «no logramos llegar a fin de mes» (2022: 39), junto a las miradas sobre “la fiesta” y el “final de la fiesta” de la inocencia (quizá con un guiño a Carlos Marzal, pero con un tono y sentido diferente).

La sección segunda y con el poema que le proporciona título «La conquista del paisaje» (2022: 57), vuelve sobre el modo de hacer narrativo y simbólico de una situación emocional y sus incertidumbres. Y así la «ficción del oasis pareció sostenernos/por un tiempo. Nos protegía la idea del refugio, /el recuerdo del agua nos saciaba/. Suceden tantas cosas mientras nos falta el agua…/ Sin embargo, el deseo/ es una lengua única.» (2022:58). Sin olvidar la reflexión posterior: «El ojo del futuro se abría a nuestros pies/y dentro de él veíamos a Dios. /O a un enigma de Dios. /Tan real en su textura/como una alfombra mágica» (2022: 59). «El ojo del futuro» se abría ante sus pies como un precipicio, parece decir contextualmente, y donde irrumpe ese breve irracionalismo del «enigma», más o menos identificado con la idea del enigma de la divinidad, al que había renunciado explícitamente en el libro anterior, o donde confirmaba el sentido, simbólico en este libro, mucho más que en el previo, sobre el amor o la vida: «Una existencia breve, dispuesta a la esperanza» (2022: 21), o ese «Velar por el futuro» (2022:69) o  «proteger el futuro/de las desolaciones del lenguaje»(2022: 73). O, si prefieren, «Ignoramos aún lo que seremos» (2022: 53), el «futuro impermeable (2018: 10) o «inescrutable» (2022: 49), a la par de los deseos de olvidar la familia y «librarnos de su historia» (2018: 33). Ese pasado pesa y lo deseable está por llegar: «Cuando digo mañana nos convoco» (2018: 41). «Cuando acabó la fiesta», tercera de las secciones, aborda el sentido de la magia, el deseo y la celebración del deseo. O  la insoportabilidad de la belleza desde los lenguajes “impuros” que apelan en este caso a un simbólico espacio doméstico con el explícito título: «Limpieza general» (2022: 67) y la hermosa mancha de la belleza, la belleza que ensucia y atrapa, entre sensaciones de extrañeza «una virtud alegre/un esplendor que bulle/que explota y nos alcanza» (2022:73).

Así, bajo ese «paisaje extraterrestre» (2022: 79) donde ha situado su extrañeza y estado emocional, preocupaciones y pulsiones, en esos «planetas fantasmas» y en su travesía por el «paisaje obligatorio» (202: 81), ha esquivado el realismo del libro anterior «traicionando del todo/ el referente» (2022: 83), pues la poeta desea escapar del paisaje real, cambiarlo, pues «Ni los mundos posibles/ni los mundos reales/ existirán jamás para nosotros» (2022: 83). El libro ha trasladado el discurso a un plano simbólico, que desea explicar bajo la palabra «devoción» (2022:86), en el poema de cierre del libro y el ciclo mágico de la simbólica irrealidad, de manera explícita. Siempre dentro de esa arquitectura de la “fiesta” que se acaba, y esa imaginería plena de imágenes amorosas en un libro que empezaba con «Nuevos propósitos» (2022: 15) y donde «La fiesta había acabado para siempre» (2022: 15) o «La fiesta terminó/ y la casa ya no es nuestra casa» (2022: 85). 

Canción de juventud, y sus satélites, esta de Rosa Berbel, vividas desde una mirada que mantiene que «El poema se construye en la verdad» (2018: 44), aquí y ahora, añade, como poética, junto a la belleza impura. Verdad que sitúa a la autora en un camino que va desde cuanto M.L. Roshenthal llamó poesía confesional en un célebre artículo, «Poetry as confession» escrito para The Nation en 1959, a la denuncia de género y su puesta en escena pues «lo personal sigue siendo político» con Kate Miller. El término confesión no implica un realismo mimético al ciento por ciento, obviamente, sino también la traslación de problemáticas y cuestionamientos, afianciamientos: «Hemos perdido el miedo a los enigmas» (2022: 35), por citar alguno de los muchos posibles. En el caso de Berbel priman los del amor y la incertidumbre, entre otros ya señalados, y que imantan Los planetas fantasmas. Un libro bastante distinto al inicial, Las niñas siempre dicen la verdad, pese a ciertas contigüidades de asunto, pero donde el tono y la fórmula giran hacia un imaginario más complejo, simbólico, ambiguo y fantasmal. «Las emociones crean realidades» (2022: 19) y también fantasmas atados a analogías con el paisaje y el tiempo de los que, con originalidad, se ha servido también para asumir contar el presente, la des/esperanza y el deseo. Y lo ha hecho de manera muy convincente, compleja y apetecible, para convertir estos dos libros en poesía, que así puede llamarse, desde la exclusividad del verso libre como única propuesta en ese sentido. Sin duda algunos críticos han exagerado sobre su alcance, o eso me parece, pero lo cierto es que la poesía de Rosa Berbel, sobre todo este último libro, está entre los mejores que he leído de poesía joven española, junto a los iniciales de Julieta Valero, o Ana Gorría de Clepsidra (2004) y Araña (2005) o Los salmos fosforitos (2017) de Berta García Faet, entre otros. El volver a cantar desde el yo, con claridad y oficio, verosimilitud y mundo personal, nos ha traído la grata sorpresa de la poesía de la joven poeta sevillana Rosa Berbel desde el realismo (cada vez más simbólico), para completar un panorama donde el irracionalismo parecía tener en los últimos años más presencia.

 

Rosa Berbel. Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018) y Los planetas fantasmas (Tusquets, 2022)

*Fotografía de Fátima Rueda.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

2 de mayo de 2023

Elenco es lo más sorprendente que he leído en mucho tiempo. Un aparentemente anodino narrador, que me ha podido resultar tan antipático como a veces yo a mí misma, me ha enseñado que nuestro tiempo y nuestro espacio no son los que nos cuentan.

En el acuerdo de inventar días perfectos hay una esperanza, aunque la biología trame lo suyo. El entusiasmo está en quien lo ha perdido todo y le queda hacer su propia coreografía con el elenco de sus seres queridos en el espacio que anula el tiempo. Todo, escondido bajo una fina ironía utilizada como trampantojo. A veces me he topado con frases imposibles, pero supongo que serán parte de la novedosa técnica narrativa. Me ha gustado mucho.

Pese a su brevedad, su trama aparentemente anodina y sus frases a veces imposibles, en una novela donde en un principio parece que no se cuenta nada, al final he terminado pensando que se cuenta todo. El narrador acaba siendo un alter ego del lector. Para las expectativas del mundo puede estar acabado, pero está extraordinariamente vivo.

Elenco nos lleva por ciudades míticas que son como una contraseña para acabar llevándonos a ciudades sin nombre, escenario de una vida inventada. Pero antes nos pasea por todos los temas "existenciales" desde otro sitio: la paternidad será tener dos madres y no ser padre, el amor será los amores, el sexo no será el procreativo ni el pornográfico, sino algo muy distinto. La muerte es otra muerte. La escritura será el medio por el que no se cuenta la historia oficial y registrará el acuerdo de inventar un verano, escritura delegada si hace falta. Un animal será el depositario de la memoria.

En esta novela, la filosofía deja de ser ideas prestadas para convertirse en la sabiduría. La amistad será otra, otros el arte, el vecindario, el mar. Todos los temas y ninguno, narrados en primera persona, dan una narración amable de la que surgen los diálogos, van y vienen los personajes, las situaciones y la atención del lector cautivado por una prosa artesana donde cada frase y cada palabra están engastadas en un trabajo fino de connotaciones y resonancias cercanas al poema. Elenco no es poesía novelada; es novela a la que puedes volver. No se acaba en una sola lectura.

Un placer y un privilegio la lectura de esta novela que no puedo dejar de recomendar. No hay otro espacio ni otro tiempo que el del "baile". No hay más verdad que la coreografía con el elenco de los seres queridos. No hay nada más esperanzador y optimista que "el entusiasmo fruto de haber naufragado ya del todo". Sólo desde ahí se accede a una vida total.

 

Álvaro García, Elenco, Lleida, Milenio, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jana Calvo

Una figura fundamental de la lírica española en los últimos años es, sin duda, Francisco Ferrer Lerín. Su extrañeza radica en la utilización de material exolírico y su inclusión, sin complejos, en sus libros considerados líricos, de elementos y géneros no poéticos, y tratarlos además con una naturalidad agenérica heredada de la vanguardia, en donde se trataba al género como un marco conceptual difuso. He ahí la diferencia primordial de este autor.

Actitud antirromántica, vanguardista prenovísimo, oniromancia textual, ciencia aplicada a la poesía, poema narrativo, poesía despojada de toda la carga simbólica que se le supone desde el punto de vista de la Poética tradicional. Condición epatante. Sus matrices teóricas no rastrean las de la poesía española. Influencia francesa y anglosajona, así como la del maestro Borges, que inicia, para toda la literatura moderna, un nuevo método de escribir.

En La condición radical se explican todos los procesos líricos, así como la temática recogida en sus ocho libros de poesía. Se deja aparte en este volumen la escurridiza narrativa leriniana, merecedora por sí misma de otro volumen. Es este además el primer trabajo íntegro sobre su obra, a pesar de la enorme cantidad de literatura crítica a que han dado lugar su vida y sus libros. (Esta fortuna crítica también se recoge aquí).

Se divide este estudio en dos partes bien diferenciadas, la primera, explica cada uno de los libros de poesía publicados, con un análisis pormenorizado, y una amplia ejemplificación de los versos que los componen, para dar paso, en la segunda parte, a los Mecanismos internos del poeta. También se ofrecen dos entrevistas con el autor, una breve antología, o su azarosa biografía. Se recogen también dos poemas inéditos de su primera etapa, cuando contaba apenas con diecisiete años, escritos a vuelapluma en hojas de publicidad arrancadas en un momento de inspiración.

La condición radical trata de extirpar ciertos conceptos muy asentados en la crítica nacional, conceptos que no se corresponden con la realidad, o que fueron ciertos durante un breve espacio de tiempo y que, ahora, precisan una revisión total para entender un trabajo cuya extrañeza ha servido para explicar toda su obra. Sin embargo, la capacidad compositiva de los textos lerinianos es amplia y variada.

También se habla de su agrafía o de su silencio durante más de tres décadas, tratando de explicar esta actitud en la obra. Un aspecto que separa en dos su obra total, la de juventud, fruto de una inusitada inspiración creativa, recogida en una serie de cuadernos y carpetas numerados y de donde se fueron nutriendo sus tres primeros libros. La segunda etapa fue fruto de una mayor reflexión compositiva y de una acertada madurez personal de artista.

Aunque ambas partes en su obra comparten rasgos estilísticos: el apoyo en una sintaxis única, la poesía sintagmática, la semántica, el idiolecto leriniano; también se da paso, en la segunda etapa, a una serie de rasgos y de temas asociados a la senectud y a la preocupación por la muerte o el acabamiento, para seguir nutriéndose de material muy ajeno a la poesía, como es la teoría matemática de grafos, que da nombre a su trabajo más reciente, Grafo pez.

La importancia de su obra se demuestra en la reciente aparición de Poesía Reunida en Tusquets.

Obra rebelde, atemporal, su obra es una muestra continua de originalidad que hace cuestionarnos a los lectores por la raíz misma de la poesía actual, que se debate entre la permanencia en las listas de ventas, o por la calidad estética que busca, como diría Hölderlin, esa eternidad permanente fundada por los poetas, que hace de Ferrer Lerín un clásico.

Joaquín Fabrellas, La condición radical, Zaragoza, Libros del Innombrable, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción Turia

17 de abril de 2023

Escribía Carlos Castán (La Expedición, 9, dossier sobre El autor y su primera obra) que el primer libro suele ser el de más larga gestación, está todo ahí, los fantasmas de la niñez y los tragos últimos de la noche pasada: "a medida que va transcurriendo algo de tiempo comprendemos que en ese libro no había apenas nada, y en la mente se nos empiezan a organizar de nuevo los mismos fantasmas con distintas cadenas, amarguras y sueños”.

Días sin día (Xordica, 2004), el primer libro de Ordovás, era un galimatías que radiografiaba crudamente el volcán que llevaba en su cabeza. En el magma de aquella erupción se mezclaban enojos de adolescente, pesadillas, modestias, soberbias y una larga ristra de frases que lo ennoblecían: "Si no dejas parte de ti en la página esa página es papel mojado. Lo malo es que llegará un día en que no tendrás fuerzas ni valor para seguir escribiendo".

Por entonces Ordovás ya publicaba en la revista Clarín, bajo la cirugía de José Luis García Martín, reseñas de los muchos libros que leía y cosas sueltas suyas. Un escritor no se cultiva en la estrecha imaginación que le conduce a novelas negras o rosas o legendarias, salpimentadas de estúpidas dosis de besos y otros argumentos de cartón piedra. Un escritor se hace en la crónica, en la crítica, en las lecturas y en la observación. Lo hará luego en El País, en La Vanguardia, en ABC, en la misma Turia. Contará viajes a mansiones y museos de Europa, sobre pueblos aragoneses que quieren ser ciudades, sobre pintores que además del color y la forma pretenden dilucidar la ironía de la vida. Ordovás deja sobre el papel el rastro de un caracol que persigue ser una liebre. Trabaja con denuedo en dos novelas que verán la luz en Anagrama.

El Anticuerpo (2014) y Paraíso Alto (2017) son las dos novelas con las que Ordovás se presentó a la sociedad literaria, en la editorial que le apetecía: donde había leído a Carver, a Bernhard, a Modiano o a Martínez de Pisón. El Anticuerpo, que recibió una buena crítica tanto en España como en Francia, formaba ya parte del universo que vamos a ver en su última obra, Castigado sin dibujos. Algo menos, pero también, la segunda. No obstante, Ordovás se encontró con dos cordilleras que le cerraron el paso. Una, fabricada por él mismo al hacer demasiado caso al polaco Gombrowicz, o quizá no lo entendió bien: "el arte consiste en escribir algo totalmente imprevisto". Y escribió en Anticuerpo sobre un yonqui que acampaba en los tejados de su pueblo y en Paraíso Alto sobre un ángel que recogía suicidas en un pueblo abandonado, que podía ser Almonacid de la Cuba, con alguna pincelada del Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda . Estas cosas espantan a muchos que no supieron ver lo que había debajo de lo anecdótico. Porque debajo estaba el escritor hablando con madurez literaria de sí mismo y del mundo que nos rodeaba. De la otra cordillera tuvo menos culpa Ordovás. Anagrama, que ya estaba con Herralde de retirada y en manos de la italiana Feltrinelli, se había convertido en una fábrica que soltaba muchos productos sin demasiado cariño, por ver cómo funcionaban. Y sin amor, el futuro no prospera.

Ha habido que esperar unos años hasta que Chusé Raúl Usón ha prestado el calor imprescindible que da la editorial Xordica. El editor acompaña al escritor, lo defiende, busca portadas atractivas, las pesa, las sugiere. El peatón sentimental (2022) se desprendía de decorados extraños y se sumergía en lo imprevisto: alguien que camina en lo que otros llamamos madrugada y nos descubría la belleza, la soledad y la locura de Zaragoza. Ordovás no cae en la trampa, como caen muchos escritores actuales, de describir la vida corriente en un plano corriente e insípido, sino la vida profunda. La del que camina y la del recorrido caminado: "Plazas que se abren en todas las direcciones. Plazas cerradas sobre sí mismas. Plazas en que los muertos se mezclan con los vivos. Plazas que te trasladan a otras plazas de otras ciudades. Las plazas son también espejos en los que la ciudad se mira y en los que nos miramos nosotros al pasar por ellas". Enumeraciones y repeticiones que pueden venir de Perec, de Vila-Matas, de Bernhard, pero que ya son de Ordovás.

El escritor no debe desnudarse, debe enriquecer su paleta de palabras, de sentimientos, de pausas y, en el caso de Ordovás, de saber situar los fragmentos del espejo roto, de tal forma que aún fragmentado en el suelo te devuelva una imagen. Eso es lo imprevisto.

En Castigado sin dibujos, vuelve a su pueblo, a su ansia de investigar con la lupa de la emoción los secretos que guardan en las casas sus habitantes. Las zonas oscuras que guarda su familia y que él ni siquiera sospecha. Se pregunta por qué las corridas de toros duraban en la televisión tanto tiempo y los dibujos animados tan poco. Pero no solo habitan los recuerdos, los recuerdos son traicioneros, los compara con el presente y muestra el precipicio por el que no debe caer: "Convertida en un bien de consumo, la basura nostálgica se vende cada día mejor. También en el mercado literario".

Un escritor es un perro que olfatea, un detective que mira y ve. Sin ambas premisas se podrá publicar un libro que sea un magnetofón abierto pero no una caja de pinturas donde resaltan los azules del cielo, los amarillos del secano, la estela blanca de un F-16, el sudor frío de su piloto. Julio José Ordovás despega con estos dos últimos libros hacia Dios sabe dónde o hacia la literatura más imprevisible y más deseada, porque "los padres, los niños, los televisores, los sofás y los dibujos animados han cambiado".

 

Julio José Ordovás, Castigado sin dibujos, Zaragoza, Xordica, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Adolfo Ayuso

17 de abril de 2023

Olifante Ediciones de Poesía, en su colección ‘Papeles de Trasmoz’, presenta este mes dos novedades que comparten carta de navegación pues, desde el golfo de Bizkaia, ambas orientan su astrolabio hacia el alto brillo de la poesía tradicional nipona. Para quien pueda no estar familiarizado con ella, las modalidades más extendidas a occidente desde aquel lejano archipiélago son tres: el haiku, el senryu y la tanka. El haiku y el senryu son tercetos de arte menor en los que se muestra una emoción o se demuestra asombro utilizando un patrón silábico que, en su ortodoxia, queda fijado por un ritmo 5-7-5. Pese a su sencillez engañosa, atienden a una complejidad que reside en las constricciones articuladas por los temas canónicos que les son definitorios y por ciertos hitos por los que transitar, como el cuidado y sostenimiento de los ritmos y acentos internos de sus moras o la consignación del kigo, entre otras cosas. La diferencia básica entre ambos reside en que si el primero tiene a la naturaleza como inspiración o referente, el segundo es más libre en cuanto a tema y restricciones, eliminándose el kigo, referencia temporal o estacionaria que marca el momento en el que el deslumbramiento evocado por la naturaleza provoca la escritura del haiku y en el que se enmarca. Por su parte, la tanka la conforman cinco versos, por lo general, siguiendo el patrón 5-7-5-7-7 que se dividen en dos unidades rítmicas, asimilables a un senryu al que completaran dos versos como colofón. El tema más habitual de la tanka tradicional es el amor carnal y se cree que, en su origen, constituía un mensaje que cifraba la pasión de los amantes entre las metáforas de sus versos.

En estos dos últimos volúmenes de la serie ‘Papeles de Trasmoz’ lo que vamos a hallar únicamente son poemas encuadrables dentro de las dos primeras categorías: haikus y senryus, composiciones que, por su brevedad, retan las capacidades de expresión del poeta, al constreñirse su creatividad dentro de una extensión de tan solo 17 sílabas. El volumen 110 de la colección lleva por título Migas de Sombra y lo firma Aitor Francos (Bilbao, 1986), autor que en los últimos 12 años ha publicado 10 poemarios y 5 libros de aforismos, entre otras cosas. El estilo de los haikus de Francos es limpio y correcto —sin mutilaciones ni estrangulamiento de la palabra— y en ellos se despliega una voz atenta a los aromas y sucesos del mundo circundante. En el se aprecia un posicionamiento del yo que tiene presente al niño que fuera y donde ya enraizara la soledad primera, esa desde la que se abrieron por primera vez sus ojos, de par en par, a la contemplación: “Ante la luna/cómo no ser un niño/ abandonado”. También destaca el animismo con el que tiñe la intención de la naturaleza o de cualquier objeto, mientras que la sensibilidad del poeta esboza el instante unas veces describiendo los visible “El girasol, / en posición de rezo. / Anochecer” y en otras a lo invisible “Prendas de jóvenes. / La dueña del vestido / es la cascada”.

Por su parte Carlos D’Ors (San Sebastián, 1951) —con una dilatada carrera como poeta, narrador, ensayista pintor, crítico de poesía y de arte—, firma el volumen 111, Querida Naturaleza, en el que despliega su hilo de voz a lo largo de cuarenta y siete cadenas de diecisiete sílabas, todas nombrando elementos de esa Naturaleza a la que se dirige, y en los que se evidencia su contemplación del mundo animal y vegetal, de los astros que pautan sus ciclos y de los instantes irrepetibles que la vida nos depara: “Una mariposa:/ brisa de primavera/ su parpadear”. Para el poeta la Naturaleza es un ente independiente, sin necesidad de la presencia humana, humanidad que se beneficia de los dones de aquella, de su belleza, y del éxtasis naciente de su admiración: “Cada pájaro/ en sus ojos refleja/ todo el cielo”, observación que —con la erupción reciente en el Parque Natural de Cumbre Vieja— permite asistir a acontecimientos asombros, como el nacimiento de la nueva geografía: “Vomitas, volcán, / asistimos al parto / de la montaña”.

Sorprendidos doblemente por la irrupción del haiku vasco en el catálogo de Olifante, tras estas lecturas, podemos entender y vislumbrar el engarce de estas pequeñas cuentas sobre el blanco horizonte del papel impreso, pues se tratan de perlas mínimas crecidas a partir de la recepción una mota de polvo del hoy sobre la que el tiempo y la reescritura construye tres capas nacaradas (5-7-5), redondeando ese momento y presentando al lector el brillo esférico de sus poemas.

 

Aitor Francos, Migas de sombra, Zaragoza, Olifante, 2023.

Carlos D’Ors, Querida Naturaleza, Carlos D’Ors, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Manca terra es un libro original y necesario: critica la poesía muerta y propone otra que nazca del contacto con la tierra, con la vida. Tiene carácter político porque ansía cambiar la realidad.

Consta de cuatro partes perfectamente vertebradas. La primera es una invocación y una poética, en cuanto que reclama “lo intacto, / el barro primero / habla de un lenguaje que no sea adquisición” (p. 26). La segunda es un retablo de desposesión y de muerte: campos de concentración, vidas truncadas. La tercera, que da nombre al libro, trata de la naturaleza y de los seres humanos en extinción. La cuarta y última parte aporta una posible solución, que pasa por la rebeldía y por aproximarnos, aprojimarnos, a todos los seres humanos, a la tierra, al árbol. Vuelve a la poesía para afirmar que ha de ser un canto de derrumbe, puesto que “La demolición requiere su música y sus poetas” (p. 50).

Manca terra es un libro incómodo, políticamente incorrecto, que reniega del lenguaje “poético” para hallar otro nuevo que sea “una súbita floración en la rama calcinada” (p. 18). Para ello hay que “fracturar la senda de las palabras, extremar sus límites y resistencias”. También han de nacer las palabras como frutos, como cantos: “una columna vencida / retornando a su patria” (p. 18). En Manca terra respira el exilio, se construyen casas de la infancia, “camino hasta la puerta de la casa: sus cimientos en el aire (…) Giro la llave: todas las pérdidas se agolpan en el costado izquierdo como refugiados en una única frontera” (22).

Al final del libro reivindica el poema-canto. Es importante hablar desde un no-lugar, de exilio, desde el que poder conectar con todos los seres humanos y con la tierra: “La tierra que no está en ninguna parte / esa es la verdadera patria” (87). Porque la salvación viene de la desposesión, de volver a lo esencial. El canto que nos salve ha de ser “canto del derrumbe, la exaltación de lo roto, pura ley del caos. Que hablen los elementos, madre saqueada, expoliada, un canto salvífico, un himno, canto de lo que cae, de lo que espera no caer del todo” (101). Hasta que volvamos a la infancia, “hasta que vuelva a latir el árbol de la infancia” (105). Porque la infancia “es el árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía” (42). Ese canto ha de ser testimonio y rebeldía. Ha de ser para la vida, no para la Literatura. Ha de contar el ecocidio en que nos ha tocado vivir, la agonía de aquella vida que conocimos en la infancia. Para ello “Lo poético (debe estar) a salvo de los poetas”. Porque lo poético respira en otro lugar “tan frágil / como un parpadeo entre dos mundos o las lilas de Celan. A veces, por un instante, nos toca con su gracia” (91). Canto del derrumbe, rebelión y vuelta al latido del árbol de la infancia, no para refugiarnos en él, sino para empezar de nuevo. “Escribir es una forma de viajar a aquella niña / de ocho años y decirle: no me acostumbré. / Su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó” (p. 27). De ahí, de esa constatación y de la rebeldía, de nombrar las cosas y la vida con una lengua verdadera, hecha de semillas y de tierra, vendrá la esperanza.

Manca terra muestra un mundo apocalíptico, sin vida, hecho de i-phones fabricados por manos esclavas “navegando lustrales aguas de banda ancha” (p. 54) y en soledad total, porque se ha abandonado “la matriz telúrica del árbol” (p. 54).

Frente al desastre, está la resistencia, “el amor que no sabe que sabe”; “amor en el pino negro / que dobla su espalda / bajo el peso de la piedra / que arrastró el último alud” (p. 78).

Ha llegado el tiempo de la lucha, de encielarse, de hundirse en la tierra o en el cielo. Hay que devolver el latido a las palabras. La poesía no puede ser un “parque protegido /, un gesto exquisito y vacuo en medio de la matanza” (p. 84).

La compasión, que etimológicamente procede de πάθος, nos puede salvar porque “nos hace ingresar en la trama de lo vivo, en el dolor de los otros” (p. 89).

El mundo es uno. El poema debe nacer como la flor, las palabras nacen como frutos, como cantos. Todo debe regresar: “el polvo al polvo” (p. 20). Porque existe “una sustancia que no se pierde (…) / una especie de amor que nos enhebra” (p. 52). Todo es “comunidad, tejido viviente” (p. 92) Porque nunca escribimos solos: nos acompañan “nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro” (p. 100).

Un enorme esfuerzo el de Laura Giordani para reparar el mundo, la tierra de la infancia; para buscar “el barro primero”, para inclinarse hacia la infancia (p. 26).

El dolor y la tortura conducen al ser humano hasta el límite. Pero puede sustraerse a él. La escritura “como último gesto humano” (p. 39). Porque hay que “tender andamios transparentes en el aire”” (p. 33).

Con mirada lúcida expone los errores pasados y presentes. Terrible ha sido el dolor y el mundo apocalíptico y alienado en el que vivimos “en el que la luz del móvil eclipsa el presente, colapsa el tiempo” (p. 46).

Manca terra en los árboles de “raíces peligrosamente expuestas” (p. 52). Como el árbol de Yggdrasil, el fresno sagrado, que une el cielo con la tierra, así debemos volver al círculo, a la matriz telúrica del árbol” (p. 55). El poema, “región intermedia entre el cielo nocturno y el suelo (p. 99), al igual que los seres humanos crecen como un árbol que une, ya lo hemos dicho, cielo y tierra.

Falta el sustrato, la vida natural y Laura Giordani denuncia esa carencia biológica. Asimismo, denuncia la explotación de los seres humanos y de la tierra. Apodícticos son los siguientes versos: “Mírate bien en los escaparates / hasta no tener ninguna duda: / tu vestido sangra” (p. 58). “Tan seco tu pan / tan seca tu simiente / están creando una patente / para el árbol de tu infancia” (p. 67).

Ante esta destrucción de la vida en el sentido más amplio, no podemos permanecer impasibles: “Haber visto / y seguir como si no pasara nada” (p. 71). La escritura abre un camino “al que le creció la hierba” (76); facilita el regreso al monte para trazar “conexiones / entre las luminarias heladas y las vísceras” (p. 77).

Juan Gil-Albert dijo en su Breviarium vitae: “La verdad no convence a nadie. La verdad existe”. Manca terra sigue esa línea: denuncia la poesía-reserva, al igual que los bosques-reserva. Las flores, “un balbuceo del oscuro alfabeto de la tierra” (p. 93), saben lo que es la vida, quizá también sin saber.

La vida se mantiene gracias a los ancestros, a su simiente que aún nos sostiene (p. 60). En “Hijo de la luz y de la sombra”, dice Miguel Hernández  que nuestros muertos se besan en nosotros.

Manca terra es implacable porque nuestra vida es implacable: lo abandonamos todo: nuestro pasado; hipotecamos la naturaleza, convertida en estos momentos en suelo industrial, sin valor su vida, sus nutrientes muertos. Hechizados por la tecnología y el dinero vamos hacia la sexta extinción: “Harán las guerras suficientemente lejos / lejos las manos que cosen tu vestido /, segarán la espiga por ti / cerrarán los ojos a tus muertos” (p. 92).

Un mundo aséptico que envuelve su podredumbre en inmortalidad. De esa sociedad aséptica nace una poesía que es “un trozo de muerte / sobre una salsa de palabras que apenas llega a camuflar la podredumbre del lenguaje” (…) “Si con tus pensamientos creas el mundo / párate a contemplar / -si puedes-/ lo que has creado” (p. 73). Una acusación que no deja lugar a componendas. Una acusación urgente como algunos poemas de Miguel Labordeta: “Severa conminación de un ciudadano del mundo” o “Un hombre de treinta años pide la palabra”. Poemas que muerden como los de Otero o Celaya, que sentencian a su tiempo. Pero no se trata de rebelarse ante un momento histórico, cercado por la guerra. Se trata de mostrar algo peor: la extinción.

A pesar de todo L. Giordani aún cree en la utopía: con el canto que nace del derrumbe hay esperanza. Hay que “encontrar las hebras de resistencia en el lenguaje / los últimos árboles de pie”, “en algún lugar donde las flores no perezcan / tan rápido” (p. 74). Por eso ofrece un plan para salir adelante: hay que nombrar las plantas, olvidando los herbarios, hay que escribir pisando la tierra o hundiéndose en el cielo.

Se trata de lograr una poesía viva, que deje atrás el antiguo debate entre poesía minoritaria o mayoritaria, de esencia o de existencia. La poesía que reclama Laura Giordani ahonda en la tierra para que podamos hablar con palabras que sean árboles, piedras, personas. Lo poético “cerca de lo que nos deslumbra y luego se desvanece sin reclamar posteridad alguna” (p. 91). Ese mundo de reparación tiene su anclaje en otras poetas como Alejandra Pizarnik, a quien dedica el último poema; Emily Dickinson, que tanto amó la tierra; Blanca Varela. Todas ellas barro que repara las heridas desde el derrumbe. No olvidaremos esta Manca terra constelada de futuro.

 

Laura Giordani, Manca terra, La Garúa, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

«Llegó con tres heridas…», Ángel Guinda llegó a la poesía y a la vida ‒que para él eran lo mismo‒ con esos tres cortes profundos que tan hermosamente cita en su particular seguidilla Miguel Hernández. Ángel Guinda fundó para la poesía de su tiempo el antitópico. El amor, la muerte y la vida, conceptos más tópicos todavía, lugares comunes en la literatura desde sus primitivas manifestaciones escritas y no escritas, reciben un tratamiento asimismo antitópico cuando quien los poetiza es el Ángel (fieramente humano) Guinda. Si el antitópico formal, basado en el uso morfosemántico de la oposición significadora (‘juventud, humano tesoro’; ‘cántico corporal’, etc.) es hábito guindiano, el abordaje de los topós literarios constituye del mismo modo una novedosa característica de su poesía. No encontraremos en la obra de Ángel Guinda ni un solo título ‒ni uno sólo‒ en el que no aparezca esa trilogía. Sus páginas poéticas, aforemáticas, críticas… las inunda la presencia constante de la vida, de la muerte, del amor. ¿Cómo iban a ser diferentes o estar ausentes en Aparición y otras desapariciones?

Sin embargo, destaca en este hermoso y naturalista póstumo un rasgo que ya hizo acusado acto de presencia en Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones: el estoicismo. No a la manera dócil de Séneca, sino un estoicismo activo entroncado con ese parabién clásico que orna a nuestro Ángel vivísimo y que en Los deslumbramientos… aparecía mezclado con un ascetismo recobrado del sintagma titular dictado en 2001 para su Biografía de la muerte. Allí, «Una vida tranquila» recuperaba a Fray Luis, el asceta que propagó por Europa un beatus ille hortelano, es decir, activo. Dichoso él, dichoso también el Ángel que regresaba a su madurez imbuido de un precoz cansancio de la vida, del amor y de la muerte. En esa década, entre 1994 y 2001, Ángel Guinda se sentía fatigado; los títulos de esa etapa constituían el tránsito precedente al descenso tras la esforzada subida a la cima de la ‘existencia’. Después de todo, Conocimiento del medio, La llegada del mal tiempo y Biografía de la muerte son sus títulos-descansillo. Ángel había llegado al altiplano reflexivo; a partir de entonces comenzaría el descenso. El peso con el que cargará es de nuevo un topós literario, aunque no deja de ser una realidad conviviente, común a la general angustia existencial del ser humano: la edad, el paso del tiempo, la extendida cronopatología. Resulta llamativo a este respecto que siga el asunto presente en Aparición; lo prueba la cita de Séneca que acota el poema «El convaleciente»: No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. Digamos que esta cita senequista apunta al centro mismo de su rotunda negación, pues el texto del poema deja bien a las claras la necesidad de perder ese tiempo en determinadas circunstancias: por ejemplo, cuando la materialidad de las cosas y su orden rutinario crean el perfecto marco de un espacio propicio a la abstracción reparadora: «El espacio seguía en calma; /  y yo, ausente, volaba.», dicen los dos últimos versos de este poema sensual en el que los sentidos cobran valor trascendental en la ocupación del tiempo en el espacio.

Ángel Guinda repite cita, ahora objetiva y descriptiva, en el poema «El tiempo», sustantivado, concreto, unívoco: «Todo es tiempo» ‒dice‒ y termina: «Más allá del tiempo sigue el tiempo». Esta visión, tan einsteniana, que prescribe al tiempo como una dimensión dada, proyectada ad infinitum, la misma que le hace decir (más o menos) a Octavio Paz que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos por él, no la tengo recogida en mi inmediata memoria lectora de Guinda. Es nueva para mí, como una aparición más de las que nos tiene acostumbrados su obra, pero que, como muchas veces ocurre con sus ‘iluminaciones’, nos remite a un hecho a mi juicio irrefutable respecto a la consideración del tiempo. Es bien sabido, por ejemplo, que la historia ha dispuesto un nuevo marco referencial en el que ya no basta el paso del tiempo exterior al hombre como ser individual y colectivo, sino que la propia evolución de las sociedades ha ido estableciendo jalones sustentados en acontecimientos que la razón ha ido ordenando y por medio de los cuales nos planteamos también un tiempo histórico, un tiempo psíquico y un tiempo sensitivo. Pues bien, los nueve versos del poema nos muestran cómo la disgregación de este tiempo en nuevas perspectivas y valores, otorga a aquella dimensión naturalmente cósmica ‒einsteniana, repito‒ una percepción más ensayística, filosófica y, desde luego, ayuntada a la experiencia individual, como no puede ser de otro modo en Ángel Guinda: sensitiva, psíquica.

Diría más: ese poema, en su compleja sencillez (dictaría Borges), pone en entredicho aquella pulsión del ser humano que ha estado siempre ligada a la transición de una vida mensurable en el tiempo convencional, pero, sobre todo, al rito mágico por medio del cual era posible traspasar esa frontera y seguir «viviendo» más allá de la contingencia azarosa de la vida puramente material o física. El poema de Guinda, al reducir el tiempo a un fenómeno casi material, refuta esa posibilidad que suelda buena parte de las preocupaciones del hombre como ser en el tiempo y sus preguntas sobre su papel en un contexto dado y sobre su destino, sobre su finalidad (el tópico ubi sunt), difícilmente aceptable más acá de su crisis vital en cuanto toma conciencia de ser un «ser para la muerte», particularidad sobre la que tanto debatirían Heidegger y Sartre.

Ese ser para la muerte está aquí en su plena aceptación; está en Aparición y otras desapariciones con la rotundidad, sinceridad y firmeza del Pouvoir poétique de un poeta cuyo ser humano interior sabe que existe y saldrá de él (lo dijo diáfanamente en Los deslumbramientos…); pero es que es precisamente esto lo que significa ‘existir’ (= ex‒ister): salir, ‘aparecer’ a la realidad para, finalmente, en este caso, soldar el plasma del mundo, la materia y el fluido, lo que parece escapar a las venas que recorren cielo y tierra, aire, agua… Lo inaprehensible es así atrapado por la palabra en una suerte de hábil y exclusiva maestría para apresarlo en el signo que significa o en el signo que invita a otra semántica apenas atisbada o definitivamente secreta.

En «Anemia II» es ese plasma del mundo («todas las sangres que me transfundieron») el que ha escrito sus poemas. Ángel Guinda se abre aquí las venas para entregarnos esos poemas y vivir más, para que nosotros vivamos más. Séneca se las abrió para morir por decreto imperial.

 

Ángel Guinda, Aparición y otras desapariciones, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Martínez-Forega

Antonio Gamoneda: “En poesía todo es símbolo”

La cabeza de Gamoneda camina sola, separada del cuerpo. Este ha fichado por la vida, por la corrupción de la materia; la cabeza prosigue su marcha, ajena al desgaste que impone el curso del tiempo. A sus casi 92 años, el poeta trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda.

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Brenda Navarro: “La imaginación permite que el mundo siga existiendo”

La noche del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa salieron en dos autobuses del municipio de Iguala de la Independencia, ubicado en el estado de Guerrero, hacia Ciudad de México, para participar en la manifestación anual que conmemoraba la Masacre de Tlatelolco (1968). Pasadas las nueve y media fueron interceptados por un grupo de hombres con armas formado por miembros de la policía y sicarios de la banda criminal Guerreros Unidos.


 

Leer más
Escrito en Conversaciones Revista Turia por Michelle Roche Rodríguez

17 de marzo de 2023

ANTOLOGÍAS: Monterroso figura en muchas y, además, confeccionó con Bárbara Jacobs la Antología del cuento triste (1992). Allí anotaron, con precisión muchas veces citada: “La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste”. En “Prólogo a mi Antología personal” (Fondo de Cultura Económica), escribe ya él solo: “Como mis libros son ya antologías de cuanto he escrito, reducirlos a ésta me fue fácil; y si de ésta se hace inteligentemente otra; y de esta otra, otra más, hasta convertir aquéllos en dos líneas o en ninguna, será siempre por dicha en beneficio de la literatura y del lector”.

 

Leer más
Escrito en Artículos Revista Turia por Antonio Rivero Taravillo

“Que Robert Walser no pertenezca hoy a los escritores olvidados se lo debemos, en primer lugar, al hecho de que Carl Seelig, lo acogiera en su casa. Sin los relatos de Seelig sobre los paseos de Walser, sin sus preparativos biográficos, sin las antologías por él publicadas y la seguridad, gracias a sus esfuerzos, de un legado compuesto de millones de letras ilegibles, la rehabilitación de Walser no se habría producido y probablemente su recuerdo habría desaparecido”, diría el escritor W.G. Sebald en la bella monografía El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser, que le dedicara “a una figura y no explicada”, como él mantenía, que era Robert Walser. Por su parte, el inclasificable y admirable libro que Carl Seelig le dedicaría a su amigo y protegido llevaría el título de Paseos con Robert Walser. Un libro que bien podría haber llevado el subtítulo de “biografía de una amistad”.

Martin Walser lo definió como “el más solitario de los escritores solitarios”. El que más ferozmente, desde su humildad y atracción por lo ínfimo, rehuyó “la asfixia del poder”, como recordaría Elias Canetti: “Su obra literaria es un intento incansable por silenciar el miedo. Se escapa de todas partes antes de que haya en él demasiado miedo –su vida errante- y, para salvarse, se transforma a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a los demás. Su profunda, instintiva, aversión ante todo lo “grande”, ante todo lo que tiene rango y pretensiones, hace de él un escritor esencial de nuestro tiempo, que se asfixia en el poder”.

Fue admirado, casi sin excepción, por todos los grandes escritores de su época: por Thomas Mann, Hesse, Canetti, Benjamin, Zweig, Kafka o Musil que, como joven crítico, saludó calurosamente el primer libro de relatos de Walser. Acerca de la rareza del cosmos humano del que podían provenir algunos de sus alucinados y recurrentes personajes, fuera de toda norma salvo la de unas estrictas obligaciones que se imponían, Walter Benjamin le dedicaría un bello comentario: “Sus personajes vienen de la noche, de allá donde es más negra, de una noche veneciana, iluminada por míseras candelas de esperanza, con algún que otro esplendor festivo en el ojo pero turbados y tristes por estar llorando. Lo que lloran es prosa”.

“Escritor de escritores”, como no pocas veces ha sido definido, W. G. Sebald, ya en nuestro tiempo y en muchos aspectos, podría ser calificado de hijo suyo natural y posterior. Un hijo que absorbería algunas de las más reconocibles características tanto vitales como literarias de aquel enigmático paseante solitario que fue Walser y que fueron tantos y tantos de sus personajes. ¿Quién no recuerda el arranque de Los anillos de Saturno de Sebald que sólo podría haber firmado un fiel seguidor del “espíritu” vagabundo walseriano?: “En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí […] Raras veces me he sentido tan independiente como entonces, caminando horas y días enteros por las comarcas, escasamente pobladas […] Ahora me parece que tiene razón la antigua creencia de que determinadas enfermedades del espíritu y del cuerpo arraigan en nosotros bajo el signo de Sirio preferentemente”.

La figura del vagabundo y la vida errante, en el siglo XX, también había tenido un famoso y genial “cantor”: el Premio Nobel de Literatura de 1920, el noruego Knut Hamsun (1859-1952), autor del brutal e indómito relato autobiográfico Hambre. Posteriormente, una serie de “héroes bajo las estrellas” serían retratados en su Trilogía del vagabundo (1927). Melancólicos, solitarios, escapando continuamente al amor en cuanto se insinúa, fanáticamente individualistas y neurasténicos, asqueados por la vida materialista y burguesa que han dejado atrás, despojados ascéticamente de todo, inasibles, conformaron un autóctono planeta nihilista, asocial, violentamente renegado y rebelde, que luego sería la perdición moral y política de su autor. Sus vagabundos metafísicos reclamaban, como lo hizo en vida su autor, Hamsun, la unión con un estado pretérito, original, perdido, que el hombre actual tendría que abrazar y reencontrar panteísticamente. Un paraíso perdido, de gran belleza, oscurecido por las ideas de ambición y de progreso social y material en las que habrían sucumbido fatalmente casi todos sus conciudadanos, y que coincidía en su caso exactamente con el paraíso de su infancia transcurrida en aquel Gran Norte de bosques y cielos infinitos.

Y un paseante, Robert Walser, en otro paraíso de parecida belleza hipnotizante, que igualmente no se cansaba nunca de recorrer, que contemplaba de repente, en estado casi de éxtasis, cualquier pequeño rincón o panorama que se cruzaba en su camino: “¡Qué hermoso… Qué encanto!”, dirá “como embriagado por la accidentada comarca, por el solemne silencio dominical”. Así lo reseñaría Carl Seelig en su insólito y emocionante libro. Y seguía diciendo Walser: “¡Cuán benéfico es que la gente repose en su regazo para dormir las manos torpes y pesadas y deje todo en manos de la naturaleza!”. En esas expediciones, a veces de más de diez y doce kilómetros que Walser emprendía a pie, como sucede también en muchos de sus relatos con muchos de sus personajes, el protagonista tenía que defenderse de algún gendarme que patrullaba aburrido por los límites de cualquier pequeña aldea, como si tuviera que demostrar que no era un vulgar vagabundo o delincuente. Así se narra en su relato Pequeña aventura en un camino comarcal, incluido en Vida de poeta: “En otra época y circunstancia me dirigí una vez en invierno –a pie, se entiende– a visitar a mi hermano que por aquel entonces vivía en una pequeña ciudad de provincia […] El viandante, vale decir yo mismo, avanzaba de excelente humor por el camino comarcal, sin cesar de elogiarlo. Lamentablemente le caí menos bien a un cauto y perspicaz gendarme con quien me topé […] Es muy probable que esté usted en un error si cree tener que vérselas con un vagabundo común y corriente, le dije […] Hubiera podido viajar en tren exactamente como cualquier otro. Pero como soy amigo declarado de vagabundear y recorrer leguas y leguas durante días enteros, he preferido ir andando, lo cual no tiene por qué ser ningún pecado ni, por consiguiente resultar nada sospechoso. ¿O acaso le parece sospechoso el placer de viajar a pie, algo tan bellamente unido al amor a la naturaleza?”.

Un caminante, un enamorado ferviente de la naturaleza, que ha escogido borrarse voluntariamente del mundo exterior y “visible”. Si Hölderlin pasó otros casi 30 años apartado de todo con su locura, “soñando en el último rincón” (”estoy convencido de que en los últimos treinta años de su vida Hölderlin –dirá Walser– no fue tan desdichado como lo pintan los profesores de literatura; poder soñar en un modesto rincón sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”), él mismo también, con su destino “de magnífico cero a la izquierda, redondo como una pelota”, como se decía en Jakob von Gunten, se verá acorde, y satisfecho en cierto modo, en el sanatorio de Herisau. Eso sí, con leves momentos de melancolía, que su extrema lucidez, siempre alerta, siempre en carne viva, no le ahorraba. Cuando en un momento determinado de sus paseos Seelig le diga “cuánta razón ha tenido en vivir, como Simon, en la pobreza, la sencillez y la libertad, y cuánto yerran los creadores cuando aceptan compromisos en favor de la existencia material”, Walser al principio, asiente “vivamente”. Pero, “tras un largo silencio” (esos silencios que se repiten en muchos de sus encuentros, antes de “arrancarse” a hablar con cualquier excusa y comentario) le contestará lacónicamente a Seelig: “Sí, pero la mayoría de las veces se trata de un viaje de derrota en derrota”.

Un genio de la literatura sin parangón, al nivel de Kafka y los más grandes de su siglo. Y como el mismo Kafka, Bruno Schulz, Joyce, Svevo, Pessoa y otros grandísimos escritores de ese mismo siglo, se mantuvo permanentemente en estado de exilio: “Una suerte benévola –en palabras de Claudio Magris– que los preservó de la posibilidad de convertirse en figuras oficiales de la sociedad literaria”. Esa sería la suerte no por momentos desgarradora, enloquecedora en su absoluta soledad, de alguien como Walser y tantos y tantos de sus personajes o desdoblamientos narrativos: “Había algo en su interior que le impulsaba al vagabundeo, despreocupándose por completo de la opinión pública […]. Era oficinista y menestral ambulante, poeta y mendigo, una persona sumamente formal y respetable y al mismo tiempo un trotamundos”, escribirá en el relato de 1918 Dos hombres. Escondido con tenacidad tras empleos ínfimos y modestos, finalmente llegaría al último de sus refugios: cerca de treinta años recluido en un sanatorio, a salvo de todo y de todos. Menos de su fiel amigo y visitante asiduo Carl Seelig.

Rico mecenas, admirador devoto de Walser, autor de numerosas antologías literarias y de los folklores alemán, ruso y eslavo, así como primer biógrafo de Albert Einstein, Carl Seelig (Zúrich, 1894–1962), ayudó no solo a Walser sino que fue el benefactor de otros muchos artistas, científicos y escritores, o simplemente “seres anónimos que necesitaban de su ayuda”, como dirá su amigo y albacea testamentario Elio Frölich, en un epílogo que escribiría para el libro de Carl Seelig, hoy considerado como mítico, y ejemplar en su género sobre sus paseos con Robert Walser. A Seelig –diría Frölich– sobre todo le importaba una causa: “La causa del otro”. Algo que, en cualquier época, nos tendría que hacer reflexionar a muchos.

Un protector que jugaría el papel de Max Brod en la vida de Kafka. Otro de los buenos conocedores de este singular benefactor, el biógrafo y amigo de Thomas Mann Ferdinand Lion, condensaría perfectamente la importancia trascendental de la ayuda de Seelig en concreto hacia una figura altamente frágil y desprotegida como Walser: “El destino ha querido que entre los muchos que consciente o inconscientemente apelaron a ese genio de la disponibilidad que era Seelig se encontrara aquel que más llamado estaba a aceptar esa ayuda. Era Robert Walser, que con su delicadeza y finura, unidas a su profundidad, tenía una obra entera a sus espaldas y ya era famoso para un gremio de iniciados, pero que precisamente debido a su delicadeza estaba al borde del derrumbamiento”. Por su parte, otro gran autor de aquellos días, el escritor judío Arnold Zweig, autor de una de las mejores obras literarias de la literatura alemana escritas sobre la Primera Guerra Mundial, El caso del sargento Grischa, y que a la subida de Hitler al poder, en 1933, emigraría a Palestina, dijo de Seelig que era “un caso único de filántropo que pone sus capacidades y su patrimonio de forma altruista al servicio de la creación literaria”.

Gracias a Seelig se constituyó un rico fondo de archivos de Walser depositado en Zurich, del que importantes y posteriores investigadores de su obra extrajeron la parte inédita y póstuma de los escritos de Walser. Entre ellos los famosos microgramas, escritos entre 1924 y 1932, justo antes de ingresar en el que fue su domicilio último y permanente, el sanatorio de Herisau. Microgramas que el propio Seelig calificaba, antes de ser descodificados y transcritos, de “escritura secreta e indescifrable”.

Pero el libro de Seelig no sería uno más. Su obra emocionante y sin género pasaría a la historia como uno de los más bellos homenajes a una amistad sincera, generosa y protectora, mantenida en el tiempo. Desde el 26 de julio de 1936 hasta la Navidad de 1955, reseñando minuciosamente algunos días escogidos y paseos llevados a cabo año tras año, las anotaciones de Carl Seelig darían cuenta de una gran compenetración y complicidad mutua. Una relajada complicidad entre dos amigos que caminaban y dialogaban comentando el “mundo exterior” del que Carl Seelig era el emisario, pero también un gran número de cuestiones éticas, familiares, editoriales, periodísticas, de crítica literaria y cultural acerca de otros escritores suizos o bien de lengua alemana en general, mientras de paso reseñaban algunos aspectos, monumentos y figuras del pasado histórico, con el trasfondo inquietante de una Europa muy pronto en guerra.

Un apoyo indesmayable, proporcionado por la fiel y devota amistad demostrada por Seelig, que muy probablemente tuvo que ver en que la vida de un Walser ya totalmente apartado del mundo y de la sociedad de su tiempo fuera más placentera y llevadera en su reclusión en aquellas bellas montañas. Las mismas montañas que un día de Navidad, el 25 de diciembre de 1956, en un último paseo solitario de despedida, le servirían de sudario inesperado. También sirvió para que Walser, para muchos tan solo un “niño”, alguien infantilizado, sin responsabilidades, que había cortado los lazos con la realidad (“la gente importante me tilda de niño, y sería descortés si por mi parte no creyera yo lo mismo; sin embargo, ésta es una creencia que a ratos me cansa”, dirá en uno de sus microgramas o pequeñas prosas póstumas) mantuviera, además, entusiásticamente intacta una de sus mayores pasiones, aparte de la literatura, sin la que no podía vivir: los paseos y caminatas. En este caso paseos acompañados. Pero sobre todo paseos nutridos estimulante e inteligentemente por un precioso intercambio de pareceres de dos amigos sobre lo más variado de la vida: desde libros y autores comentados a hechos cotidianos y anécdotas que iban surgiendo por el camino, aparentemente fútiles y sin gran trascendencia, pero observados siempre con gran sentido del humor y sutileza por parte de ambos excursionistas.

Ambos, tanto Walser a través de toda su obra, como Seelig con su libro, que se convertía sin proponérselo en una especie de exaltación del paseo como género literario, continuarían construyendo la celebración del flâneur a lo Baudelaire y Walter Benjamin. Pero en este caso sería en los medios rurales, ya fueran bosques, caminos comarcales, montañas o en los alrededores de pequeños pueblos y ciudades. Así lo definiría el americano Phillip Lopate, en el número extraordinario de The Review of Contemporary Fiction dedicado a Robert Walser en la primavera de 1992: “Un curioso fenómeno literario estaba en marcha: la narración del paseo. En más o menos la misma época, los surrealistas Louis Aragon, Philippe Soupault y André Breton con Nadja, así como el irlandés Joyce, el americano Henry Miller y el suizo Robert Walser, estaban todos ellos componiendo una épica del paseo”.

“Nuestras relaciones –comenzaba diciendo Carl Seelig en su libro Paseos con Robert Walser– las iniciaron unas pocas y sobrias cartas: preguntas y respuestas breves y concisas. Yo sabía que Robert Walser había ingresado en 1929, en calidad de enfermo mental, en el sanatorio y hogar cantonal de Appenzell-Ausserhoden, en Herisau. Sentía la necesidad de hacer algo por la publicación de sus obras y por él mismo. Entre todos los escritores contemporáneos de Suiza, me parecía el personaje más peculiar. Se mostró de acuerdo en que le visitara, así que ese domingo viajé, temprano, de Zurich a St. Gallen y callejeé por la ciudad […]. En Herisau me hice anunciar al médico jefe del sanatorio, quien me dio permiso para ir a pasear con Robert”.

La curiosa e inusual mezcla de biografía de un personaje y a la vez retrato de una amistad, ese híbrido de diario con anotaciones de pequeños viajes circulares adentrándose por el bello cantón de Appenzell y alrededores, pasaría a la historia junto a algunos de los más geniales homenajes literarios dedicados al hecho de la amistad. Ahí estaría el libro que Gershom Scholem escribió sobre su insustituible confidente y gran interlocutor intelectual, trágicamente desaparecido (Walter Benjamin. Historia de una amistad), o esa biografía “en movimiento”, como era también el caso de la de Seelig, tras los pasos de un personaje admirado y observado como sería la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, igualmente única en su género y en su época, el siglo XVIII. O bien las muy célebres conversaciones de los últimos años de un genio que escribiría J. P. Eckermann (Conversaciones con Goethe).

El libro de Seelig se convertiría en un inapreciable documento, narrado con pasión, detalle y con un exquisito tacto y respeto. También con un decidido y discreto deseo de “anonimato”: desdibujándose sin cesar como autor de aquellas notas y dejando “hablar” y provocando a su amigo para que se explayara y opinara sobre los más variados temas. Astuto e intuitivo, conocedor en profundidad de la psicología terca y especial del escritor, Seelig sabía perfectamente del temperamento huidizo de Walser, de su humor cambiante, de sus repentinos antojos o rabietas por cualquier nadería que no había que contrariar o por cualquier recuerdo que no había que insistir en rememorar. Pero ahí estarán, en pequeños fragmentos deliciosos y en ocasiones deslumbrantes, en la forma de diálogos o pequeños debates, con una gran espontaneidad y naturalidad, fantásticamente sintetizado, muchas veces a través de fulminantes aforismos y sentencias contundentes, lo más revelador del pensamiento walseriano. Como en sus novelas y pequeñas prosas, todo, incluso las cosas más sencillas y cotidianas, adquiría en presencia de Walser un halo mágico, súbitamente iluminador, portador de cualidades enigmáticas, ocultas, y Seelig lo supo reflejar en todo momento con una enorme sensibilidad y sabiduría.

Observaciones sobre la naturaleza y su negativa a moverse (“No quiero ir a ninguna parte ¿Para qué viajan los escritores, mientras tengan imaginación? […] ¿Acaso la naturaleza viaja al extranjero? Miro los árboles y me digo que si ellos no se van ¿por qué no iba yo a poder quedarme?”); sobre la función de un escritor (“Ningún escritor está obligado a la perfección. ¡Se le quiere con todos sus humanos defectos y locuras!”; “los escritores sin ética merecerían ser apaleados, han pecado contra su profesión, su castigo ha sido que les soltaran a Hitler”, dirá en 1943); el análisis de algunos poetas, novelistas y dramaturgos contemporáneos (“¿Los habitantes de Zúrich? No llegaron a conocer mis poemas; por aquel entonces, todos estaban entusiasmados con Hesse, me dejaron resbalar sin ruido por su joroba”); la firme voluntad de permanecer al margen al que ha sido arrojado (“En mi entorno siempre ha habido complots para rechazar a bicharracos como yo. Siempre se rechazaba, con arrogancia y distinción, todo lo que no tenía cabida en el propio mundo. Jamás me atrevía a abrirme paso. Ni siquiera tuve el coraje de echar un vistazo. Así que viví mi propia vida, en la periferia […] ¿No tiene mi mundo derecho a existir, aunque en apariencia sea un mundo más pobre e impotente?”); detalles sobre la redacción de algunos de sus novelas (“la editorial Scherl me invitó a tomar parte en un concurso de novela; así que escribí y seguidamente pasé a limpio El ayudante, en seis semanas la tenía lista”); el éxito o la falta de éxito (“la falta de éxito era una peligrosa y encarnizada serpiente, que intentaba implacable asfixiar lo auténtico y lo original en el artista”) así como un buen número de lecturas y autores repasados, citados brevemente o con mayor extensión y detenimientos. La lista de autores mencionados por ambos a lo largo de sus caminatas, en los momentos de reposo en merenderos y cervecerías, o recalando en cafés y confiterías, es enorme: Goncharov, Dostoievski, Thoreau, Goethe, Hölderlin, Kleist, Kafka, Broch, Thomas Mann, Heinrich Mann, Gerhart Hauptmann, Büchner, Gottfried Keller, Hesse, Balzac, Flaubert, Max Brod, Jean Paul, Ramuz, Wedekind, Alfred Polgar… Muchos de ellos plasmados con agudos y pérfidos comentarios. Según Walser, Rilke tendría “su lugar en la mesilla de noche de las jovencitas”; Altenberg “es una amable salchicha vienesa pero no lo puedo calificar de poeta” y Mann “es el gerente de un negocio, parapeteado en sus dominios”. Él mismo no dejaría de hacerse duras críticas frente a Seelig en aquellos encuentros: “Si pudiera rebobinar el hilo del tiempo y volver a comenzar no me permitiría escribir como hice en la vaguedad absoluta, sacrificándolo todo a la rareza, a la despreocupación. Uno no puede negar la sociedad. Hay que vivir dentro o bien luchar por o contra ella. He aquí el defecto de mis novelas. Son demasiado fantasiosas e introspectivas, a menudo descuidadas desde el punto de vista de la composición”.

Convivir con la locura ocupó gran parte de su existencia. También fue la causa muchas veces de un sentimiento de desgracia y desolación, de soledad y aislamiento extremos, hasta llegar a la “calma” y las rutinas mecánicas y vigiladas, de los sanatorios de Waldau, brevemente, y luego, en el de Herisau. Así se lo contará el mismo Walser a Carl Seelig en uno de sus paseos: “En aquella época tuve algunos intentos fallidos de suicidio. Ni siquiera era capaz de hacer un nudo corredizo digno de su nombre. Al final, mi hermana Lisa me llevó al sanatorio de Waldau. Frente a la puerta del sanatorio le volví a preguntar: ¿Crees que es la solución? A modo de repuesta, ella permaneció en silencio. ¿Qué podía hacer yo sino entrar?”.

El 13 de junio de 1933, Walser sería trasladado, a su pesar, al sanatorio de Herisau donde se quedó hasta su muerte y donde recibiría las periódicas visitas de Carl Seelig. En 1940 le diría a su amigo y confidente: “Es absurdo y grosero, sabiéndome en un sanatorio, decirme que siga escribiendo libros”. Y en 1944 volverá a decir: “En Herisau no he escrito nada más. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis. Los periódicos para los que escribía han desaparecido; sus redactores fueron perseguidos o han muerto. Me he convertido casi en una estatua”. Como escribiría Peter Utz posteriormente en el prólogo de sus relatos: “La locura real del Tercer Reich es tan responsable del silencio literario de Walser como la pretendida locura, a menudo puesta en discusión, del mismo Robert Walser”.

Los últimos retratos de Walser realizados por Carl Seelig, en lo que fueron los últimos años de su vida, encogen el corazón de cualquier lector y tienen el sabor continuado de una triste y abatida despedida. El anuncio de un enorme vacío. Las palabras de Seelig recuerdan en cierto modo la carta inconsolable que escribe Montaigne a la muerte de su querido amigo La Boétie. Así lo escribirá Seelig el 30 de agosto de 1953: “Por primera vez, Robert me da la impresión de un hombre que envejece y lucha contra la desaparición de sus energías […]. A menudo, Robert se detiene al borde de los bosques, con la mano izquierda ahuecada sobre el oído y olfateando con la cabeza inclinada. Se alzan ante mí lejanos tiempos infantiles en los que jugábamos a los “indios”. A veces Robert habla consigo mismo, increpa a los desconsiderados automovilistas, de los que huye espantado cuando cruzamos una carretera […] Con la colilla de su cigarrillo apagada entre los labios y los ‘pantalones pesqueros’, parece un gastado campesino”.

Una triste despedida amortiguada eso sí, por un leve, mínimo consuelo. Un consuelo que pone el broche a una amistad de muchos años, de muchas felices caminatas y conversaciones, como dirá Seelig al final de sus anotaciones: “Es para mí un silencioso consuelo que nuestros paseos llevaran algo de variedad a la monotonía de sus décadas de vida en el sanatorio; no encontraré jamás un compañero de trayecto más apasionado que él”.  

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Monmany

16 de marzo de 2023

Un fantasma recorre el mundo. Es el fantasma de la mediocracia. Este concepto es una de las ideas centrales de Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder[1], un ensayo del filósofo canadiense Alain Deneault (Quebec, 1970), que anteriormente había publicado en castellano Paraísos fiscales. Una estafa legalizada. Deneault, profesor de sociología en la Universidad de Quebec y director del programa Collège International de Philosophie de París, ha escrito sobre las actividades de compañías mineras en África, América Latina y Europa del Este, y en Canadá, donde la legislación facilita sus operaciones económicas. Uno de sus libros, Canadá Noir, que incluía información de numerosas fuentes sobre actividades de empresas canadienses en el extranjero, ocasionó una demanda de la compañía minera Barrick Gold (el libro fue retirado de la circulación en un acuerdo extrajudicial; el caso inspiró una modificación legislativa para proteger la libertad de expresión y de información).

“La mediocracia establece un orden en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos permite entender el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos obligados a acatar”, explica Deneault. En una entrevista con Andrés Seoane en El Cultural señalaba que “ser mediocre es encarnar el promedio, querer ajustarse a un estándar social, en resumen, es conformidad. Pero esto no es en principio peyorativo, pues todos somos mediocres en algo. El problema de la mediocridad viene cuando pasa a convertirse, como en la actualidad, en el rasgo distintivo de un sistema social. Hoy en día nos encontramos en un sistema que nos obliga a ser un ciudadano resueltamente promedio, ni totalmente incompetente hasta el punto de no poder funcionar, ni competente hasta el punto de tener una fuerte conciencia crítica. Aquellos que se distinguen por una cierta visión de altura, una cultura sólida o la capacidad de cambiar las cosas quedan al margen. Para tener éxito hoy, es importante no romper el rango, sino ajustarse a un orden establecido, someterse a formatos e ideologías que deberían cuestionarse. La mediocracia alienta a vivir y trabajar como sonámbulos, y a considerar como inevitables las especificaciones, incluso absurdas, a las que uno se ve obligado”.

Escapar no es fácil: “Si reivindicamos nuestra libertad no servirá más que para demostrar lo eficiente que es el sistema”, escribe Deneault. En este sistema, toda labor es un trabajo; todo trabajo es solo un medio. Y, un poco a la manera de los enanos que según Augusto Monterroso se reconocen gracias a un sexto sentido, los mediocres se reconocen entre sí, en un clima de impostores que oscilan entre la complicidad y el miedo.

En buena parte es un libro contra las estructuras. Este “orden mediocre que se establece como modelo” florece en todos los engranajes de la sociedad (neoliberal occidental). El sistema genera lo que Enzensberger llama “analfabetos secundarios”. Recompensa a personas capaces de realizar sus tareas, cumplir objetivos de productividad, ser útiles; saben sobrevivir, empleando una autocensura obligatoria que “se presenta como una demostración de astucia”. Pero su característica principal es que no son capaces de cuestionar lo que piensan, de examinar los fundamentos intelectuales de las acciones o las estructuras en las que participan. Practican una ética y estética de la acomodación; contribuyen a crear un gigantesco trampantojo que encubre la opresión y la rapacidad.

“La norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un valor en sí mismo. La mediocracia lleva a todo el mundo a subordinar cualquier tipo de deliberación a modelos arbitrarios promovidos por instancias de autoridad”, explica Deneault. El mediocre es un elemento de la cadena de opresión, el instrumento que emplean los poderosos para ejecutar sin mancharse una “violencia simbólica”, en un sistema de naturaleza “mortífera” que oculta tras una apariencia de “moderación”, una tonalidad o temperamento siempre sospechoso para Deneault.

Como señaló el sovietólogo Robert Conquest, la forma más sencilla de entender una organización burocrática es asumir que la dirige una camarilla compuesta por sus enemigos. Esta idea, aunque sin la ironía del historiador británico, no está lejos de la visión de Alain Deneault, que aplica el concepto de la mediocracia a distintos ámbitos: la educación, el comercio y las finanzas, la cultura y la civilización. La tesis no siempre es clara, ni el motivo que permite unir los temas o los registros de escritura (a veces más ensayístico, a veces más periodístico). El ensayo une dos libros, La médiocratie y Politiques de l’extrême centre.

A juicio del autor, uno de los lugares donde prolifera la mediocracia es la universidad. Los académicos no solo deben saber más sobre cada vez menos, sino que están metidos en una especie de rueda de hámster de publicaciones tan necesarias para su carrera como irrelevantes para el progreso del conocimiento. Las servidumbres académicas aplastan el pensamiento propio, los cauces del sistema constriñen la libertad intelectual y todo el diseño conspira para evitar la originalidad. Es como si el objetivo fuera impedir que alguien levantase la cabeza y viese el mecanismo. Una configuración casi feudal propicia la supervivencia de esa estructura.

Algunas de las observaciones de Deneault son perspicaces y valiosas. Una gran cantidad de energía se destina a cargas absurdas. Muchas veces quienes provocan avances decisivos en una disciplina no son los grandes especialistas: a menudo, es interesante la perspectiva de alguien que es experto en otro campo, o la combinación de dos campos de conocimiento posibilita un cambio en la forma en que vemos una disciplina. Los sistemas pueden generar grasa superflua, pérdidas de tiempo, abusos de poder; pero los protocolos también tienen aspectos que ayudan a corregir errores.

Una de las obsesiones de Deneault, que revela cierta impronta orwelliana en un autor influido sobre todo por escritores continentales, es la desactivación de eufemismos y palabras de camuflaje. De los académicos critica una tendencia hacia la opacidad léxica que se ha convertido en una especie de shibboleth, y lamenta el triunfo de palabras como gobernanza o plurales sanitarios como opresividades. A veces es ingenioso: por ejemplo, cuando cita estudios que comparan el mundo universitario y su estructura desigual con el narcotráfico. Otras veces resulta banal o hiperbólico. Así, dice que el PowerPoint “erradica la autonomía de la mente”. Mucha autonomía no debías tener si te la erradica un PowerPoint. Citando a McLuhan, señala que Superman indica “la pérdida absoluta de la relación de este pueblo con el pensamiento estructurado”. El dibujante de cómics Art Spiegelman exponía hace unos meses una visión interesante de los cómics de superhéroes y sus condiciones de producción: en vez de la proyección de la impotencia del hombre tecnológico, él destacaba el origen inmigrante, a menudo judío, de creadores de superhéroes que, a finales de los años treinta, derrotaban a villanos poderosos.

Otras veces, simplemente, no parece saber de lo que habla. Critica, con una mezcla de desdén profesoral y virguería hermenéutica, el énfasis en las tecnologías de la serie de Superman. Podemos darle un tono casi metafísico a esa relación, como si solo fuera semiótica, pero la historia del cine (como la de la música, la de la literatura, la de la cultura) tiene que ver con el desarrollo de la tecnología, que no es solo un símbolo.

En otras partes del libro uno no acaba de entender el nexo con la mediocridad, aunque sí parecen formar parte de la visión general del autor. Deneault escribe de la financiarización de la economía, del valor del dinero por encima de todas las cosas y las tipologías psicológicas que genera. Si en la cultura se guiaba por Rancière y autores vinculados al posestructuralismo y la teoría francesa, o por la escuela de Frankfurt en otros momentos, cuando habla de dinero parece que el sociólogo y filósofo alemán Georg Simmel es su influencia principal. En algunas de las páginas más interesantes y desasosegantes del libro habla de las relaciones de las empresas y la naturaleza, de los trapicheos de grandes compañías, del papel de las ONG. La globalización, señala, habría tenido un efecto inesperado: aliar a obreros y empresas frente a las clases de otros países. (Aunque esto, que presenta como una novedad, quizá no lo sea tanto.) Algunas cosas parecen un tanto envejecidas. Ya no estamos en la fase expansiva de la globalización: el alineamiento de intereses corporativos entre empresas norteamericanas y chinas contra los trabajadores occidentales es una idea menos presente ahora que hace un tiempo.

El espíritu de carrerismo o profesionalismo -uno de cuyos ejemplos y transmisores máximos es, dice Derneault, el experto, el intelectual que se pone al servicio del poder- permea nuestro comportamiento social (“estamos dispuestos a hacer grandes esfuerzos para medrar socialmente hasta alcanzar el nivel en que nos podremos ahorrar todos estos esfuerzos psicológicos”). El llamado arte subversivo (donde las grandes fortunas fuerzan el sometimiento de los artistas) es otro ejemplo; también los economistas “oficiales”, que, dice, son “banqueros del significado”. No parece tomar la economía muy en serio como ciencia y escribe varias veces de forma despectiva sobre ella: la motivación es, ante todo, ideológica. “A los artistas se les conmina a trabajar con arreglo a los dictámenes del mercado en vez de los de su propio proceso creativo”, escribe. En la parte final ataca a los defensores de lo que llama “extremo centro”, un concepto de Pierre Serna, que resumió la trayectoria los líderes que practicaban estas políticas (“sensatas”, tecnocráticas, animadas por el propósito declarado de alejarse del extremismo) como “una historia de las retractaciones”. Es un sistema que ha fracasado, sostiene Deneault, y se basaba en la idea del crecimiento, fundado en indicadores falaces y fetiches. Los intelectuales del extremo centro, sostiene, dan legitimidad a casi todo lo que no puede gustar a una persona de bien: de la brutalidad policial a la evasión fiscal. La crítica, dice el autor, ya no es nueva: “¿Cómo podemos explicar que estamos en una posición tan estática como para que las catástrofes más terribles hayan sido presagiadas hace décadas?”. La solución tampoco: “¡Sé radical!”.

Mediocracia funciona como catálogo de referencias: puede llevar a algunos libros o estudios estimulantes. Con todo, a veces es deslavazado y arbitrario en sus recomendaciones; se guía más por la antipatía que por el rigor. Como explica el autor en el fragmento que acabo de citar, en buena medida las críticas que hace fueron formuladas hace décadas. El sistema no solo las recibió: supo incorporarlas. Mientras tanto, desde que se produjeron las críticas que Deneault reitera como si fueran más o menos nuevas (la generación de necesidades del consumismo, la estupidización de la televisión, la falta de escrúpulos de las corporaciones), gracias al capitalismo, con todos sus defectos, millones de personas han salido de la pobreza. Deneault utiliza los datos cuando le convienen y otras veces los descalifica como ejemplos de la manipulación maligna del sistema. Que la mortalidad infantil (es decir, niños fallecidos el primer año de vida) pasara de 8,8 millones de muertes en1990 a 4,1 millones en 2017 puede suceder mientras el sistema fracasa de manera formidable, como dice él. Pero sigue siendo un logro.

Si hubiera que colocar el libro en una categoría, más que como ensayo o reportaje encajaría como novela policiaca. El cadáver quizá se conozca a los postres, pero el asesino es tan amorfo como inequívoco. Es el orden económico capitalista occidental, que se puede entender con el extremo centro (donde tiene cabida, como ejemplo más desarrollado, el presidente socialista de Francia Hollande, predecesor de Macron, a quien Deneault ha acusado de forma un poco rocambolesca de dar un golpe de Estado, metafórico naturalmente): algo fácil de identificar está detrás de cada ejemplo. El autor no se toma la molestia de dar un argumento contra su propio interés, aunque fuera por coquetería, y si bien parece conocer los chanchullos de los negocios occidentales en una suerte de provincianismo intelectual no critica ningún otro sistema. Los problemas en África o en América Latina son problemas generados por Occidente, que corrompe e impulsa estructuras de opresión. Pero no hace falta ser un defensor del colonialismo militar o económico para reconocer que la opresión y la corrupción se producen también cuando no hay interferencia de Europa y América del Norte: Occidente no siempre tiene la culpa. Como escriben Ian Buruma y Avishai Margalit en Occidentalismo (Debate): “Las historias de Europa y Estados Unidos están manchadas de sangre, y el imperialismo occidental causó muchos daños. Pero ser consciente de eso no significa que deberíamos ser complacientes con respecto a la brutalidad actual de las antiguas colonias. Al contrario. Culpar del barbarismo de los dictadores no occidentales al imperialismo estadounidense, el capitalismo global o el expansionismo israelí no es solo equivocarse; es precisamente una forma orientalista de condescendencia, como si solo los occidentales fueran lo bastante adultos como para ser moralmente responsables de lo que hagan”.

Uno puede leer Una cama para una noche (Debate), el admirable y devastador estudio de David Rieff sobre el auge y el fracaso de la acción humanitaria. O puede leer a Deneault, que dice que en Haití “las organizaciones gubernamentales tienen el aspecto siniestro de una fuerza política de ocupación” y se queda tan ancho. Para él, cuando Stiglitz critica los excesos de la globalización, el fundamentalismo de mercado, del neoliberalismo, es un tipo de derechas que se hace pasar por alguien de izquierdas. Aquí estamos, entretenidos, en “una muy lucrativa lucha contra el cáncer, en lugar de los sencillos cambios alimentarios que podrían prevenirlo”. ¿Cómo no habíamos caído en que el cáncer se arreglaba con yogures y brócoli?

Si es interesante la cuestión de los impuestos y las críticas a las finanzas, no hay una visión más constructiva o la elaboración de una alternativa. En los últimos años han aparecido muchas críticas al funcionamiento del capitalismo, inspiradas por la crisis de 2007 y 2008, los descontentos con la globalización, el crecimiento de la desigualdad, el abuso de los recursos naturales. Políticos mainstream y medios liberales como el Financial Times y The Economist debaten formas de salvar el capitalismo de sí mismo, prestan atención a propuestas como la renta básica, alertan de los riesgos del capitalismo rentista, de los peligros que una desigualdad excesiva supone para la democracia liberal. Esos ajustes, sometidos a la experimentación empírica y a la deliberación democrática, parecen más útiles que una impugnación a la totalidad que no termina de concretarse.

Lo más irritante del libro no es que sea estructuralmente frágil, argumentativamente tramposo o factualmente discutible (aunque en ocasiones lo es). Lo más cargante es la sensación de que el autor piensa que está revelando algo novedoso, cuando ofrece una mezcla inconsistente de observaciones valiosas, obviedades, tópicos y teorías de la conspiración. A veces da la sensación de ser una versión tan posmoderna como inconsciente del mito de la caverna, o ese tipo un poco cargante que te toca al lado en una cena y te cuenta que el problema no es por lo que dicen todos, sino por ese otro chisme que él sabe. Es una de esas mentes sutiles, que saben un poco más: con algo de suerte, podrás acceder a su estadio de conocimiento; lograrás estar en el secreto. Al leer el ensayo incomoda la asunción de que el autor y el lector son resistentes frente a ese mundo mediocre. Un resumen del libro es la estadística que dice que el 80% de los conductores creen que conducen mejor que la media.



[1] Alain Deneault. Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder. Traducción de Julio Fajardo Herrero. Madrid, Turner, 2019.

 

Escrito en Lecturas Turia por Daniel Gascón

Si con Descendimiento la poeta Ada Salas (Cáceres, 1965) compartía su particular oratorio ante el cuadro del mismo nombre de Van der Weyden, recogiendo el dolor y la belleza para sostener la mirada del poeta, con Arqueologías (Pre-Textos) realiza un ejercicio de memoria en el que los mitos y los pasajes bíblicos se enraízan con la figura del padre y —acaso en inconsciente desplazamiento—maestros de distintos ámbitos artísticos. No es casual que el yo poético discurra entre higueras y tacimientos. Ambos nos acercan al origen.


“El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina”

- ¿Sobre qué asuntos conviene hacer una labor arqueológica?

- No sabría decirte si «conviene» hacer esa labor en ningún caso, salvo que se sea arqueólogo stricto sensu. Supongo que no diría lo mismo si fuera psicoanalista o si hubiera pasado por una experiencia psicoanalítica. El verbo «convenir» implica un sentido de obligación matizada junto al de necesidad. En el terreno personal, como me ha ocurrido durante la escritura de este libro, ha habido muy poco de voluntad, y desde luego nada de obligación. Si ha habido necesidad, no ha sido consciente. A posteriori, puedo decir que el «trabajo arqueológico», si no ha sido necesario, sí ha sido útil: he visto cosas que no podría haber visto más que a través del poema. El poema ha sido como un candil en el túnel de una mina.

 

- Hay un regreso hacia lo mítico y lo histórico. ¿Qué nos enseña cualquier tiempo pasado?

- Desviándome de la pregunta, me permito, Esther, contestar con una cita del maestro Phillipe Jaccottet, del libro, titulado, precisamente, Paisajes con figuras ausentes. Creo que sus palabras, que traduzco sobre la marcha, tienen mucho que ver con Arqueologías: “Así, sin que yo lo hubiera querido ni buscado, era una patria lo que reencontraba por momentos, y quizá la más legítima: un lugar que me abría la mágica profundidad del tiempo. […] Esas “aberturas” propuestas a la mirada interior […] señalaban por intermitencias, pero con obstinación, un nudo como inmóvil. Volverse hacia eso debía de ser aprehender el inmemorial aliento divino (fuera de toda referencia a una moral o a una religión); y, a la vez, permanecer fiel a la poesía, que parece ser una de sus emanaciones.”


“El regreso del pasado puede ser luminoso”

- Que se «enreden» varios tiempos, como anuncia el frontispicio de Zambrano, ¿es recomendable, necesario, un azar, algo funesto?

- Diría que es inevitable. Inevitablemente, el presente está enredado en la red de los sucesivos pasados. Son previos, claro, han dejado, por tanto, rastros, huellas. Poder vivir en plenitud el carpe diem entendido como vivir solo en el instante presente (en este caso disfrutándolo), es un desiderátum pero, en lo que mí respecta, un imposible. De ahí, quizá, cierta imposibilidad para la (absoluta) felicidad. El pasado acecha. Está ahí. A veces duele mirarlo; a veces, muchas, vuelve, como algo hermoso. Si conseguimos que esa convivencia (inevitable) con el pasado no sea, al menos exclusivamente, elegíaca, el regreso del pasado puede ser luminoso.

 

- ¿Qué importancia tiene el paisaje en nosotros?

- ¿En nosotros? ¿Los paisajes que vemos en cualquier situación? ¿Entendemos por paisaje solo lo que es naturaleza no intervenida? Creo que esta última es la idea más general y compartida de qué es un paisaje. Es la mía también. No una «vista», por ejemplo, urbana, sino una contemplación de lo natural en toda la extensión que puede abarcar la mirada. En ese caso, contemplar un paisaje es una liberación del propio peso. Es dejar de ser una misma.

Hay un paisaje especialmente resonante, creo: el que nos rodeó en la infancia. El paisaje reconocido y que nos reconoce. Ese paisaje es como un hermano. Es familia.

 

- Le devuelvo en forma de pregunta unos versos de su poemario: ¿”Es posible empezar como si todo/ —nada—/ hubiera sucedido”?

- Es posible. Cuesta ponerlo en práctica, pero es posible. Es, también, la única esperanza.

 

- "Es preciso cantar/ como si el mundo/ comenzara de nuevo". ¿Así con la escritura?

- El azar es increíble. Ayer mismo escribí un poema muy torpe. Quizá lo escribí para poder responder hoy a tu pregunta:

Olvida que has escrito.

Olvida que has vivido.

Olvida que viviste. Para empezar.

De nuevo.

 

- Preside el tono elegiaco en estos poemas, ¿es más fructífera, para la poesía, la melancolía que el deseo?

- ¿Elegía implica melancolía? Me hago esa pregunta. Creo que sí. Pero paradójicamente la melancolía nace de un deseo: el deseo de volver al pasado. ¿Es posible ser melancólico sin ser deseante? Creo, según lo pienso, que no. La melancolía y el deseo, entonces, necesitan un ingrediente común: la pasión. Un ingrediente común también, e imprescindible, de la escritura.

 

- Para «masticarse en el otro», ¿qué disposición de ánimo se requiere?

- No sabría contestar a esa pregunta. No sé qué quiere decir ese verso; al menos, no exactamente. Algo chungo, desde luego –permítaseme esta palabra–. Supongo que me refería a un amor destructivo, que es siempre autodestructivo. Así que se me ocurre que la disposición del ánimo es la ceguera.

 

- El poeta ¿escribe en el espacio que queda entre "la tumba más profunda" que resulta ser el corazón y "las heridas que conforman un humilde mapa"?

- Sí. Aunque no sé si hay distancia. El corazón contiene mapas de heridas. El poeta se enfrenta a ellas con humildad.

 

“El amor es una cuestión transitiva”

- ¿Es inútil "el amor/ que nadie quiere"?

- ¿Inútil? Pues sí. ¿Para qué sirve el amor si nadie lo recibe? El amor es una cuestión transitiva.

 

- Frente a la "claridad, que siempre viene del cielo", como escribió Claudio Rodríguez, usted propone otra claridad "que viene desde dentro". ¿Iluminan cuestiones diferentes ambas?

- Posiblemente iluminan las mismas cuestiones. Pero la diferencia estriba en la perspectiva, en el recorrido espacial. Lo que viene desde abajo trae más acarreo, es menos transparente. Lo que viene desde el cielo (la lluvia, por ejemplo), es más limpio. Los dos diferentes modos, condicionan desde dónde se escribe el poema y, por lo tanto, su resultado.

 

- ¿Por qué la palabra debe ser un instrumento cortante, incisivo?

- Bueno, si no se trata de hablar, sino de decir, la palabra es y debe ser incisiva. No es una cuestión de elección. Nombrar, no merodear, es algo incisivo. Las flechas son incisivas. Si llegan al corazón, matan.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

EL PRESTIGIOSO ESCRITOR Y PREMIO CERVANTES ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU OBRA: “EN POESÍA TODO ES SÍMBOLO”

UNA DE LAS MEJORES ESCRITORAS MEXICANAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “LA IMAGINACIÓN PERMITE QUE EL MUNDO SIGA EXISTIENDO”

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de noviembre, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Antonio Gamoneda y Brenda Navarro. Sin duda, Gamoneda es uno de nuestros escritores más carismáticos, habiéndose convertido en guía y modelo de muchos poetas más jóvenes. En él se valoran su sabiduría lingüística y su conciencia crítica, su apertura hacia las tradiciones de la modernidad y su clarividencia a la hora de enjuiciar el tiempo que vivimos. Puede decirse que, a sus 92 años y a pesar del inevitable desgaste físico, Gamoneda trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda y convertido en un referente de la autenticidad y el compromiso de la mejor poesía.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

El primer tercio del siglo XX constituye, como es sabido, un periodo esencial en la historia de la cultura española. Durante ese espacio de tiempo tuvo lugar, aunque en menor medida que en el resto de Europa, la crisis cualitativa de la mentalidad burguesa y, al mismo tiempo, el aumento cuantitativo de la misma debido al ascenso de las masas, que se incorporan a la nueva sociedad de consumo. Esa coyuntura histórica, cuyos cambios distan mucho de haber concluido, supuso el cuestionamiento de las estructuras sociales vigentes y de las formas de mentalidad inscritas en ellas. Los hombres y las mujeres de profesiones intelectuales cumplieron una función social relevante, incrementada de manera progresiva desde las postrimerías del siglo XIX, obligados a afrontar las antinomias que definen la época; vale decir, la crisis de la burguesía frente a la emergencia del proletariado, el proceso de secularización frente a la sacralización del mundo, el retroceso de la cultura letrada frente a la civilización científico-técnica. No obstante lo cual, esa irrenunciable actividad social adquiere manifestaciones divergentes (conformistas o disconformes) y, por ende, suscita actitudes bien distintas (reaccionarias o progresistas) y hasta diametralmente opuestas (comunistas o fascistas).

Escritor y periodista postergado hasta hace poco tiempo, Manuel Chaves Nogales supo afrontar la encrucijada de entreguerras con una actitud, una lucidez y una coherencia dignas del mayor elogio, que muy pocos de sus coetáneos, los escritores de la llamada Edad de Plata de la cultura española, consiguieron superar. En el prólogo al libro de relatos sobre la guerra civil A sangre y fuego, escribe: “Yo era eso que los sociólogos llaman un “pequeñoburgués liberal”, ciudadano de una república democrática y parlamentaria”[1]. Y su actitud no deja lugar a dudas: “Trabajador intelectual al servicio de la industria regida por una burguesía capitalista heredera de la aristocracia terrateniente, que en mi país había monopolizado tradicionalmente los medios de producción y de cambio —como dicen los marxistas— ganaba mi pan y mi libertad con una relativa holgura confeccionando periódicos y escribiendo artículos, reportajes, biografías, cuentos y novelas, con los que me hacía la ilusión de avivar el espíritu de mis compatriotas y suscitar en ellos el interés por los grandes temas de nuestro tiempo”[2]. De ahí que la originalidad vital y literaria del escritor sevillano pueda definirse, en primer lugar, por su destacada contribución al desarrollo del periodismo de masas y, finalmente, por su posición ante la rebeldía vanguardista, frente a la revolución comunista y contra la reacción fascista subsecuente, como intento señalar en esta breve semblanza.

 

Años de formación: de Sevilla a Madrid

Manuel Chaves Nogales nació en Sevilla el 7 de agosto de 1897, en el seno de una familia hispalense de clase media acomodada. Siguiendo la tradición familiar, se decantó desde muy joven por el periodismo. Su abuelo paterno, José María Chaves Ortiz, fue un conocido pintor de temas taurinos, al que se debe el primer cartel ilustrado de la Feria de Sevilla. Su padre, Manuel Chaves Rey, fue colaborador de diferentes periódicos sevillanos, miembro de la Real Academia de Buenas Letras de Sevilla, además de cronista oficial de la ciudad. Su madre, Pilar Nogales, realizó estudios de música y fue concertista de piano; y su tío, José Nogales, fue director de El Liberal, uno de los principales diarios sevillanos del primer tercio del siglo XX. A los catorce años, el joven Manuel comenzó a colaborar en El Liberal, donde su padre ejercía por entonces de redactor jefe. Tras el fallecimiento del padre en 1914, simultaneó los estudios de Filosofía y Letras con escarceos juveniles en el periodismo. Desde 1918 hasta 1921, trabajó como redactor y colaborador en El Noticiero Sevillano, diario independiente de tendencia monárquica, y La Noche. Y en 1920 publicó el artículo narrativo “La Ciudad”, dentro del libro colectivo Quien no vió a Sevilla[3], en un momento en que la ciudad hispalense experimenta un desarrollo urbanístico e intelectual de repercusión nacional.

El joven Chaves Nogales nació al periodismo por las mismas fechas que a la literatura; sus colaboraciones con El Liberal de Sevilla, El Noticiero Sevillano y La Noche coincidieron con la composición de sus primeros libros, La ciudad (Sevilla, Talleres de La Voz, 1921) y Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos (Madrid, Caro Raggio, 1924). Conviene recordar que, durante las primeras décadas del siglo, el viejo periodismo personalista e ideológico del ochocientos da lugar al nuevo periodismo de masas, de modo y manera que las relaciones entre el escritor y el periodismo se estrechan; mientras que el periódico ofrece al escritor un medio de comunicación más fluido que el libro y un modo de ganarse el sustento, el escritor contribuye a la empresa con su ingenio creador y su sagacidad crítica. Tanto es así que algunos escritores de entreguerras, entre los que cabe destacar a Rafael Cansinos Assens, Corpus Barga, César González-Ruano o el mismo Manuel Chaves Nogales, contribuyeron a renovar el género de la “no ficción” en un sentido doble: por una parte, flexibilizando los límites entre la literatura ficticia (poesía, narrativa, teatro) y la literatura facticia (testimonial y documental); y por otra, transgrediendo los límites entre la escritura testimonial o literaria (memorias, diarios, epístolas) y la escritura documental o periodística (noticias, crónicas, reportajes).

La década de 1920 fue un periodo crucial en la historia de Occidente: una verdadera encrucijada de transformaciones sociales, ideológicas y culturales. La propagación de la técnica en la vida cotidiana supuso, al fin, un cambio profundo en las mentalidades. A principios de 1920, Chaves Nogales contrajo matrimonio con Ana Pérez y se trasladó a Córdoba, donde presenció la aparición del periódico La Voz, dirigido por Ramiro Rosés, en el que llega a oficiar de redactor jefe. Su estadía en la capital andaluza coincidió con frecuentes viajes a Madrid, donde empezó a publicar en el diario El Sol. En julio de ese año, su citado libro La ciudad consiguió una subvención del Ayuntamiento de Sevilla, y un año más tarde aparece bajo el sello de los Talleres de La Voz. El libro fue reseñado en varios medios provinciales (La Voz, El Noticiero Sevillano) y en las páginas de la revista España, una de las publicaciones periódicas más acreditada de la época. La recensión de la obra, firmada por A(ntonio) E(spina), comienza en estos términos: “Un panorama complejo de episodios y reflexiones desarrollado a manera de crónica, en que se estudia una vieja ciudad española: Sevilla”[4]. Y el verano de 1923 aparecieron dos de sus cuentos, “Los caminos del mundo” y “La gran burla”, que luego pasaría a llamarse “El bromazo”, en la sección “El cuento de hoy” de La Voz, cuyo marbete volvería a aparecer más adelante en el Heraldo de Madrid.

Entre tanto, se traslada con su esposa Ana Pérez a Madrid, donde nació su primera hija y comenzó a introducirse en los círculos periodísticos y literarios de la capital. Aquí le sorprendió la Dictadura de Primo de Rivera, proclamada el 23 de septiembre de 1923, y en este segundo momento biográfico y laboral, en esta nueva “etapa madrileña”, desarrolló una intensa y fructífera labor profesional hasta que los avatares de la guerra civil le obligaran a autoexiliarse. Poco después, en 1924, arribó a la redacción del Heraldo de Madrid, en cuyas páginas aparecería buena parte de su producción periodística. Los primeros artículos, lastrados por los rigores de la censura, mostraban ya un sello personal, caracterizado por la diversidad temática, el respeto a la información, la amenidad expositiva y la visión crítica. Entre los temas abordados se cuentan: la confección de diccionarios, los fraudes editoriales, el viejo cementerio de Madrid, la creación del Colegio Mayor Hispanoamericano de Sevilla, la precariedad de las clases humildes, los modos de hacer novelas, etc. Al tiempo que se afianzaba como periodista, publica una novela corta titulada La Órbita (Sevilla, Casa Velázquez, colección “La novela del día”, mayo de 1924) y concluye el libro de relatos en que venía laborando desde su etapa sevillana: Narraciones maravillosas y biografías ejemplares de algunos grandes hombres humildes y desconocidos (Madrid, Caro Raggio, diciembre de 1924).

Los primeros años de estancia de Chaves Nogales en Madrid coincidieron con la irrupción de las vanguardias artísticas y literarias en España. Bien es cierto que, desde 1908 hasta 1918, se habían producido las primeras manifestaciones vanguardistas, protagonizadas principalmente por Ramón Gómez de la Serna, quien publicó su ensayo-manifiesto El concepto de la nueva literatura en la temprana fecha de 1909. Pero hubo que esperar hasta la llegada de Vicente Huidobro, portavoz de las vanguardias parisienses y adalid del creacionismo para que, en los ambientes literarios de España, se encendiese el fuego de las vanguardias, alimentado por un grupo de jóvenes creadores en el que se contaban, entre otros, Rafael Cansinos Assens, Guillermo de Torre, Adriano del Valle, Xavier Bóveda y el joven argentino Jorge Luis Borges. Desde la llegada de Huidobro a Madrid, hasta los primeros ecos del surrealismo, se proclamaron y desarrollaron numerosos movimientos literarios, entre los que cabe destacar el creacionismo, el ultraísmo, el purismo, la deshumanización del arte, et tutti quanti. Hasta que, en 1925, tras la aparición del Primer manifiesto del surrealismo en la Revista de Occidente, la “Exposición de artistas ibéricos” en Madrid, con su importante manifiesto vanguardista, la publicación de Literaturas europeas de vanguardia de Guillermo de Torre, y La deshumanización del arte de Ortega y Gasset, comenzó a cundir la necesidad de un regreso al orden y, consecuentemente, un abandono de la literatura ensimismada.

Ahora bien, el hecho de ser un periodista doblado de escritor, con una declarada fidelidad al periodismo informativo, pudo evitar que Chaves Nogales acabara seducido por los cantos de sirena vanguardistas, como les sucedió a muchos de sus coetáneos. Aunque coincidió con algunos de los poetas, narradores y artistas de vanguardia que pululaban por las principales tertulias y publicaciones de la época, no renunció en ningún momento a la función social del arte, que supo encauzar en los medios de comunicación de masas bajo la forma de artículos, crónicas, reportajes y entrevistas. Fue capaz de calificar a Ramón Gómez de la Serna de “perseverante tallista de la emoción” o de contradecir abiertamente las ideas sobre la novela de Ortega y Gasset. En el artículo “Cómo se hacen las novelas”, uno de los primeros que publicó en el Heraldo de Madrid, se pronuncia abiertamente contra Ortega y sus acólitos, los futuros narradores de la colección Nova novorum, que aparecería poco después bajo el sello de la señera Revista de Occidente, al tiempo que se decanta por Pío Baroja, cuyo trato prolongaría durante años, y su técnica novelística. Su visión crítica de la realidad y su concepción social del arte le abocaban a tomar una postura clara ante los hechos, pues la actitud complaciente o evasiva es “demostración terminante de inmoralidad y perversión”.

 

La consolidación del periodista y del escritor

A comienzos de 1926, un suceso extraordinario acaparó las portadas de los principales periódicos nacionales: regresa a Huelva el hidroavión de la Aeronáutica Militar española Plus Ultra, tras realizar por primera vez un vuelo entre Europa y América. Chaves Nogales se encargó de cubrir la noticia para el Heraldo de Madrid, en un periplo informativo que le llevó por tierras de Huelva y Sevilla. Este trabajo produjo un cambio determinante en la actuación profesional del periodista, en opinión de María Isabel Cintas: “Por una parte, se inició su interés por el avión como medio de desplazamiento en los tiempos modernos, que tanta importancia para su actividad tendría en el futuro. Por otro lado, abandonó la redacción y fue tras la noticia”[5]. Meses más tarde tiene lugar otro hecho importante en su vida. En julio de 1927, siguiendo la tradición paterna, Chaves Nogales ingresó en la masonería, con Vicente Sánchez Ocaña, compañero en las tareas periodísticas, en la logia Dantón de Madrid, con el seudónimo de Larra. Como tantos otros artistas, intelectuales y trabajadores de la época, vio en la forma de entender la vida que la masonería representaba, basada en los principios ilustrados de libertad, igualdad y fraternidad, una respuesta a la crisis de la conciencia burguesa, una salida a la estructura social vigente y las formas de mentalidad que genera.

El interés de Chaves Nogales por las travesías aeronáuticas, epifenómeno del fuerte impacto que conoció el desarrollo tecnológico durante los felices años veinte, pronto se vio recompensado de nuevo. El 25 de octubre de 1927 llegaba Ruth Elder a Lisboa, célebre aviadora norteamericana que estuvo a punto de perecer en la travesía del océano Atlántico. El periodista sevillano alquiló un avión para desplazarse a la capital portuguesa y, durante varias jornadas, informó del nuevo suceso aeronáutico a través de crónicas trasmitidas desde el avión: “La emocionante partida de un hidroavión que va a cruzar el Atlántico”, “Cómo es Ruth Elder”, “El paso de Ruth Elder por Portugal y España”, “Cómo se inventa un gran suceso. Ruth Elder, creación de un periodista”. Esa serie de crónicas viajeras, en las que el autor consolida sus dotes de reportero au plein air, le reportaron una enorme popularidad, reconocida finalmente con el premio Mariano de Cavia, que los directores de cuatro periódicos, El Liberal, Heraldo de Madrid, El Sol e Informaciones, acordaron concederle el 10 de mayo de 1928. La popularidad, el reconocimiento y los homenajes no se hicieron esperar. Como era previsible, tampoco faltaron voces discrepantes que, con razón o sin ella, relacionaron la concesión del importante premio con la pertenencia del galardonado a la Francmasonería.

Al tiempo que declinaban los movimientos artísticos y literarios de vanguardia, de lo que queda constancia en las dos revistas principales de la época, Revista de Occidente y La Gaceta Literaria, daba sus primeros pasos la literatura social de avanzada, liderada por los nuevos narradores de la “otra generación del 27” (la expresión es de Víctor Fuentes), unidos en torno a las revistas Post-Guerra y Nueva España; ambas publicaciones contaban con una línea editorial de izquierdas y defendían ideas socialistas y republicanas. En el año 1926, la Revista de Occidente echaba a andar su colección Nova novorum, en la que vieron la luz novelas lírico-intelectuales de Pedro Salinas, Benjamín Jarnés, Antonio Espina y Valentín Andrés Álvarez. Ese mismo año se publica la primera novela social, La duquesa de Nit, de Joaquín Ardedríus, a la que seguirían el resto de “libros de avanzada” (el rubro es de José Díaz Fernández): La espuela (1927) del mismo Joaquín Arderíus, España 1930 (1927) de Gabriel García Maroto, El Blocao (1928) de José Díaz Fernández, Los príncipes iguales (1928) de Joaquín Arderíus, La venus mecánica (1929) de José Díaz Fernández, El comedor de la pensión Venecia (1930) de Joaquín Arderíus, Imán (1930) de Ramón J. Sender, etc. A diferencia de los narradores de orientación vanguardista, estos narradores se reclaman partidarios de la narrativa antibelicista europea y de la novela revolucionaria rusa.

Durante estos cinco años, Chaves Nogales coincidió con buena parte de ellos, compañeros de letras y de generación sojuzgados por la censura previa de la dictadura de Primo de Rivera, en tertulias, periódicos y revista de la época, particularmente en el afamado café de Fornos, en el diario Heraldo de Madrid y en La Gaceta Literaria. El 15 de marzo de 1928, esta última revista publicó una interesante interviú, a la que respondieron escritores de ideologías diferentes e incluso contrapuestas, a propósito de las relaciones promiscuas entre política y literatura, y en la que Chaves Nogales dejó clara su postura al respecto: “Así como no profeso ninguna religión positiva, no pertenezco a ningún partido político. Si tuviese un temperamento heroico, creo que sería comunista; no lo soy porque me falta ese ímpetu nazarenoide que hoy se necesita para ser comunista militante. Cumplo, sin embargo, con mi débito esparciendo en cuanto escribo ese difuso sentimiento comunista que me anima”[6]. Y a raíz de obtener el afamado premio Mariano de Cavia en 1928, publicó en la verista gráfica Estampa un artículo acerca de las relaciones entre el periodismo y la literatura, reivindicando el trabajo eminentemente objetivo del periodista frente a la labor imaginativa de la literatura de ficción. “He hecho una obra de periodista —constata—. Los literatos a la novela o al teatro. Cada uno en su ámbito. El periodista ha de trabajar en la redacción y en la calle”[7].

El año 1930 fue una fecha clave en la encrucijada histórica de entreguerras y, consecuentemente, en la trayectoria personal y literaria de Manuel Chaves Nogales. El 28 de enero cayó la dictadura del general Primo de Rivera. A aquellas alturas del siglo, las vanguardias artísticas y literarias habían experimentado un regreso al orden, cuando no un avance hacia el compromiso político y social. Los intelectuales  reaccionaron contra el menosprecio de que eran objeto por parte de las clases dominantes, conjurando el miedo a la nueva clase emergente, el proletariado revolucionario, y, en el caso de los escritores de avanzada, se ponen de su lado. Desde el cargo de director de Heraldo de Madrid, el periodista sevillano saludó la caída de la Dictadura, vale decir,  “seis años, cuatro meses y trece días sin garantías constitucionales”. Vuelve a recorrer Europa y pasa el verano en París como corresponsal del Heraldo, recopilando materiales sobre la revolución soviética. A comienzos del segundo semestre fue requerido por Luis Montiel para  preparar la salida de un nuevo periódico: un diario moderno, veraz e imparcial, dotado ahora con los mejores adelantos técnicos. Y el 16 de diciembre de 1930, vio la luz pública el diario Ahora, al que nuestro periodista dedicaría, como subdirector, todas sus capacidades desde ese momento y durante el sexenio siguiente.

Durante los primeros años treinta, Chaves Nogales desarrolló una intensa y fructífera labor periodista. Pilotó el semanario gráfico Estampa y, desde diciembre de 1930, desempeñó el cargo de subdirector del diario Ahora, modernizando las publicaciones y enriqueciendo sus contenidos, conforme al mejor periodismo que se hacía fuera de España. Aprovechando las experiencias de su estancia en París, publicó por entregas en el primero sus crónicas del viaje en avión por Europa, que aparecería posteriormente bajo el título La vuelta a Europa en avión  (Madrid, Mundo Latino C.I.A.P., 1929) y la historia del maestro de flamenco Juan Martínez y su mujer Sole, que correría la misma suerte bajo el título El maestro Juan Martínez, que estaba allí (Madrid, Estampa, 1934). Y, ya entre el 29 de junio y el 14 de diciembre de 1934, sus crónicas sobre el torero Juan Belmonte que, agrupadas en libro, dieron lugar a su celebrada biografía Juan Belmonte, matador de toros (Madrid, Estampa, 1935). Al mismo tiempo, y como alma mater del diario Ahora, dejó en este periódico lo mejor de su producción: entrevistas con los principales políticos españoles, reportajes sobre la Alemania nazi, artículos sobre la intervención de España en Ifni o reportajes sobre la revolución de octubre en Asturias. Una labor que quedaría truncada el 17 de julio de1936, a raíz del estallido de la guerra.

Con el ruido y la furia de las armas, las facultades humanas invierten su orden, y la acción ocupa el lugar preferente, por encima de los sentimientos y los pensamientos, que acaban por oxidarse: inter arma silent musae. El exilio continuado y finalmente masivo de masones, judíos y comunistas iba a dejar el campo periodístico y literario expedito para el medro de los escritores falangistas: Rafael Sánchez-Mazas, Víctor de la Serna, César González-Ruano, Eugenio Montes, Ernesto Giménez Caballero y Agustín de Foxá, entre otros. Esta generación de escritores, a la que Francisco Umbral llamó “los prosistas de la Falange” y relató con su estilo pop y su cinismo posmoderno en La leyenda del César Visionario, no es otra que la generación del 27 puesta en prosa, a la que pronto se sumarían los escritores de la generación del 36: Rafael García Serrano, Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro, y Pedro de Lorenzo, principalmente. Quien más, quien menos, todos reconocían el magisterio de Ortega y Gasset, de Eugenio d’Ors y, en menor medida, de Ramiro de Maeztu; así mismo, unos se reclamaban seguidores de José Antonio Primo de Rivera, mientras que otros seguían con devoción a Ramiro Ledesma Ramos. Aunque, por lo general, comenzaron sus respectivas carreras literarias en los movimientos de vanguardia, impulsados por la rebeldía característica de la juventud frente a las estructuras arcaicas del “orden establecido”, representaron la vuelta al orden, cuando no el retorno a los preceptos arcaizantes de las sociedades rurales.

César González-Ruano, coetáneo y colega de Chaves Nogales desde los primeros años veinte, llegó a decir que el artículo y la crónica fueron “el auténtico género literario propicio y característico de nuestra generación”[8]. Si estaba en lo cierto, y eso parece, él mismo fue el primer articulista de su promoción, al tiempo que Chaves Nogales llegó a ser el reportero más representativo de la misma. Coincidiendo con la irrupción de los prosistas de la Falange en los medios, el sevillano escribió y publicó los grandes reportajes a los que hemos hecho referencia más arriba. Ahora bien, la fidelidad de Chaves Nogales a su ideario liberal, un liberalismo eminentemente humanístico, de ascendencia ilustrada, y su defensa de un periodismo objetivo, le salvaron de caer en la deriva fascista, como antes le habían preservado de la deriva comunista, proclives al totalitarismo, a las cuales se opuso con similar empeño. En el prólogo a los espeluznantes relatos de A sangre y fuego, esa declaración de principios inolvidable, escribe: “Antifascista y antirrevolucionario por temperamento, me negaba sistemáticamente a creer en la virtud salutífera de las grandes conmociones y aguardaba trabajando, confiado en el curso fatal de las leyes de la evolución. Todo revolucionario, con el debido respeto, me ha parecido siempre algo tan pernicioso como cualquier reaccionario”[9].

 

Y al fin: la errancia sin sosiego

El levantamiento militar del 18 de julio sorprendió a Chaves Nogales en Londres, donde se hallaba en misión periodística, de modo que hubo de regresar a Madrid precipitadamente. A la semana de su vuelta, un Consejo Obrero, formado por delegados de los talleres, se incautó del diario Ahora, y el sevillano ocupó la dirección del mismo. “Me convertí en el camarada director —escribe en el prólogo de A sangre y fuego—y puedo decir que durante los meses de guerra que estuve en Madrid, al frente de un periódico gubernamental que llegó a alcanzar la máxima tirada de la Prensa republicana, nadie me molestó por mi falta de espíritu, ni por mi condición de pequeño burgués liberal de la que no renegué jamás”[10]. Comoquiera que sea, las presiones de los bandos en liza le resultaban insoportables; de modo y manera que, el 13 de noviembre, renunció a la dirección del periódico. “Me consta por confidencias fidedignas que, aún antes de que comenzase la guerra civil, un grupo fascista de Madrid había tomado el acuerdo, perfectamente reglamentario, de proceder a mi asesinato como una de las medidas preventivas que había que adoptar contra el posible triunfo de la revolución social, sin perjuicio de que los revolucionarios, anarquistas y comunistas, considerasen por su parte que yo era perfectamente fusilable”[11], relata en el prólogo mencionado.

Cuando tuvo la certeza de que nada podía hacerse ya, salvo contribuir al desarrollo de la guerra, abandonó su puesto en la lucha y optó por la expatriación. Tras pasar por Barcelona, en compañía de una masa informe de pobres gentes, arrastrada por el ventarrón de la guerra, se instaló con su mujer y sus hijos en el barrio parisino de Montrouge. Allí compartió su desventura con una legión de desarraigados, entre popes rusos, judíos alemanes, revolucionarios italianos y españoles, esforzándose en mantener contra viento y marea una ciudadanía española meramente espiritual. Y allí continuó trabajando como periodista, colaborando con la agencia Cooperation Press Service, a través de la cual pudo mandar artículos a numerosos periódicos hispanoamericanos y europeos: El Tiempo (Bogotá), El Nacional (México), La Nación (Buenos Aires), Le Soir (París), Le Soir (Bruselas), La Dépechê (Toulouse) y New York Herald Tribune. Con la ayuda de su familia y sus amigos más cercanos, organizó una publicación artesanal, Sprint, dirigida fundamentalmente a los exiliados españoles que llegaban a Francia. Una vez asumida y normalizada su situación de expatriado, colaboró en L’Europe Nouvelle y, bajo seudónimo, en la revista Candide; también fue corresponsal de la agencia Havas, con cuyo director Emery Reeves había entablado una estrecha amistad, que distribuía materiales a los periódicos más representativos de América Latina.

Durante el tiempo que le dejaba libre su labor periodística, fue recuperando el gusto por su viejo oficio de narrador. Recogió sus relatos de la guerra en el volumen titulado A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España  (Santiago de Chile: Ercilla, 1937); el libro, traducido al inglés por Luis de Baeza, fue publicado en New York bajo el título Heroes and Beasts of Spain ese mismo año y reeditado en Londres el  año siguiente como And in the Distance a Light…? En su citado prólogo, constata: “España y la guerra, tan próximas, tan actuales, tan en carne viva, tienen para mí desde este rincón de París el sentido de una pura evocación. Cuento lo que he visto y lo que he vivido más fielmente de lo que yo quisiera”. Y concluye: “A veces los personajes que intento manejar a mi albedrío, a fuerza de estar vivos, se alzan contra mí y, arrojando la máscara literaria que yo intento colocarles, se me van de entre las manos, diciendo y haciendo lo que yo, por pudor, no quería que hiciesen ni dijesen”[12]. Su célebre biografía Juan Belmonte, matador de toros, editado por Leslie Charteris, apareció simultáneamente en Londres (Heinemann) y New York (Book Leage of America) en 1937, lo que contribuiría a hacerle más llevadera la vida familiar en Francia. Pero corrían tiempos convulsos, y su estancia en la capital francesa tenía los días contados.

Era la segunda patria que Chaves Nogales estaba a punto de perder, al igual que los miles y miles de hombres de toda Europa que habían acudido a Francia en los últimos tiempos arrastrados por el mito de la libertad, que buscaban en ella amparo contra la nueva barbarie que se adueñaba de Europa. En el prólogo a La agonía de Francia, otro de los escritos esenciales del autor, precisa: “Yo he visto y he sentido hondamente la amarga decepción de esos cientos de miles de hombres que, perdida su patria por la expansión triunfante de la barbarie totalitaria, llegaban a Francia creyendo encontrar en ella el baluarte de la democracia y de la civilización y se encontraban con un nazismo vergonzante, larvado, con el cadáver maquillado de una República Democrática en cuyas entrañas podridas germinaba la gusanera del totalitarismo”[13]. El mito de París, del liberalismo democrático y de los Derechos del Hombre, estaba a punto de perecer, como ya lo había hecho el mito de Moscú, de la revolución bolchevique y del comunismo igualitario. Pero Chaves Nogales no se resigna: “Era sólo una nueva etapa dolorosa de una lucha que no tiene patrias ni fronteras porque no es sino la lucha de la barbarie contra la civilización, de las fuerzas de destrucción contra el espíritu constructivo y el instinto de conservación de la humanidad, de la mentira contra la verdad…”[14]

La lealtad a su verdad íntima, vale decir, el rechazo de la estupidez y la crueldad que de ella se deriva, le abocó a una errancia sin sosiego. En 1940, las tropas alemanas penetraron en Francia e invadieron París. La esposa y los tres hijos de Chaves Nogales se vieron obligados a abandonar la capital francesa, para dar con sus vidas  en un campo de refugiados cercano a Irún, donde nació la cuarta hija del matrimonio; desde allí volvieron a Sevilla, bajo la custodia de José Chaves, hermano de Manuel, al tiempo que éste se traslada a Londres, merced a la ayuda de Emery Revesz, el director de la agencia Havas (France-Presse). Al llegar a Londres, Chaves Nogales se instala en un pequeño apartamento de Russel Court, desde donde prosiguió su incesante actividad periodística con el tesón y el celo de costumbre. Se empleó como redactor en la plantilla del Evening News y llegó a colaborar con una columna propia en el Evening Standard, a la vez que mantenía sus compromisos con los medios franceses e hispanoamericanos. En 1941, dio a las prensas La agonía de Francia (Montevideo, Claudio García & Cia editores), cuyo subtítulo proclamaba: versión original española de The Fall of France, un ensayo certero acerca de la defección del país galo durante la Segunda Guerra Mundial.

Una vez que se hubo aclimatado a la vida londinense, Chaves Nogales convirtió su despacho en un lugar de encuentro para políticos, diplomáticos y personajes públicos, donde hallaron cobijo y, en ocasiones, trabajo remunerado numerosos exiliados españoles. Entre octubre de 1941 y 1942 dirigió la agencia de noticias Atlantic-Pacific Press, propiedad de Deric E. W. Pearson y, tras desavenencias profesionales con el mismo, abrió su propia agencia. Leal a su independencia ideológica, implacable con los extremismos, proyecta una revista titulada Atlanta. Entre 1942 y 1944, colaboró con la BBC en el programa Foreign Language Talks Spanish. Como no podía ser de otra manera, no tardó en entablar relaciones con el pequeño colectivo de Acción Republicana Española (ARE) y, dentro del ciclo de conferencias organizado por el grupo, pronunció una celebrada conferencia: “La función de la prensa en las democracias”. También colaboró como orador en el homenaje a México celebrado el 19 de diciembre de 1943 en el Bonington Hotel de Londres. Y proyectó una novela basada en la vida de los exiliados españoles en Gran Bretaña. La errancia sin fin de Manuel Chaves Nogales concluyó en mayo de 1944, como consecuencia de un cáncer de estómago, a los cuarenta y seis años de edad. Sus restos descansan en el North Sheen Cemetery de Richmond (Londres), en una humilde tumba abandonada, cubierta por el polvo del olvido.

Tras varias décadas de desmemoria, injustificada pero comprensible, la figura y la obra de Manuel Chaves Nogales es ya una referencia periodística y literaria incuestionable. Desmemoria injustificada, pues se trata de uno de los periodistas más destacados de la conocida como Edad de Plata de la cultura española; pero comprensible, pues su búsqueda de la verdad por encima de cualquier ideología hizo de él una voz incómoda en una España escindida y en una Europa sojuzgada por los totalitarismos. La recuperación de su legado durante las últimas décadas ha pasado por distintos momentos y diferentes artífices. En primer lugar, el celo bibliográfico del editor Abelardo Linares y su admiración por el autor sevillano le indujeron a publicar la mayor parte de sus obras, además de recuperar numerosos textos inéditos en periódicos y revistas de la época. A la profesora María Isabel Cintas Guillén se debe la recuperación de la figura de Chaves, merced a la publicación de la Obra Narrativa (1993) y la Obra Periodística (2001) del autor sevillano, además de su biografía Chaves Nogales. El oficio de contar (2001) o la edición e introducción de otros libros del mismo. Recientemente ha tenido lugar la publicación de su Obra completa (2020), en edición de Ignacio F. Garmendia y con prólogos de Antonio Muñoz Molina y Andrés Trapiello, coeditada por Libros del Asteroide y la Diputación de Sevilla. Con ella se culmina el proceso de recuperación de uno de los mejores reporteros españoles, cuya obra narrativa y periodística contribuyó a integrar el periodismo, el género documental y testimonial, en el canon literario.



[1] Manuel Chaves Nogales, A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España. Nueve novelas cortas de la guerra civil y la revolución, Santiago de Chile, Ercilla (Contemporáneos), 1937, p. 11.

[2] Ibidem., p. 11.

[3] Manuel Chaves Nogales, “La ciudad”, dentro de Quien no vió a Sevilla…, Sevilla, Gironés, MCMXX.

[4] España, año VIII, nº 314  (1º de abril de 1922), p. 17.

[5] María Isabel Cintas Guillén, “Introducción a Manuel Chaves Nogales, Obra periodística, Tomo I,  Diputación de Sevilla, Biblioteca de Autores Sevillanos, 2001, p. LI.

[6] La Gaceta Literaria, nº 30 (15 de marzo 1928), p. 2.

[7] Citado por María Isabel Cintas Guillén, Chaves nogales. El oficio de contar, Sevilla, Fundación José Manuel Lara, 2011, p. 103.

[8] César González-Ruano,  “El artículo periodístico”, en Nicolás González Ruiz, Enciclopedia del periodismo, Barcelona-Madrid, Editorial Noguer, 1966, p. 402.

[9] Op. cit., p. 12.

[10] Ibidem, p. 18.

[11] Ibidem, p. 18.

[12] Ibidem, p. 17.

[13] Manuel Chaves Nogales, La agonía de Francia, Sevilla, Diputación de Sevilla, 2001, p. 18.

[14] Ibidem, p. 24.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

6 de marzo de 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La semilla de agua del rocío

se acumula en silencio

sobre las flores negras de la tierra.

 

En la luz de la luna está el comienzo del mundo,

de todo lo que somos.

 

Para que no haya nadie

con los ojos cerrados,

para que abandonemos nuestras casas

y podamos reunirnos en las calles,

la sustancia visible de los días se derrama en la noche,

extiende sus hogueras

sobre las largas playas del solsticio,

sobre los ríos inmensos de la vida

que se llenan pronto de alabanzas

y de celebraciones,

de pensamientos nuevos.

 

Por encima de mí, sólo los pájaros

perciben con sus ojos la claridad del aire.

 

Todo lo que sucede en esta noche desconoce la muerte.

Aunque nos venza el rojo de la sangre

de los gallos del alba.

Escrito en Lecturas Turia por Basilio Sánchez

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A MARCEL PROUST, AUGUSTO MONTERROSO,  ANNE SEXTON Y AL CRÍTICO LITERARIO JAVIER GOÑI

TAMBIÉN PUBLICA UN AVANCE DEL NUEVO LIBRO DE EMMANUEL CARRÈRE SOBRE LOS ATENTADOS DE 2015 EN PARÍS

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de marzo en España y otros países, un sumario con interesantes artículos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea: Marcel Proust, Augusto Monterroso y Anne Sexton. También ofrece, en primicia en español, un avance del último libro del escritor francés Emmanuel Carrère, Premio Princesa de Asturias de las Letras en 2021 y autor de indiscutible prestigio internacional.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Artículos 1 a 100 de 1238 en total

|

por página
  1. 1
  2. 2
  3. 3
  4. 4
  5. 5
Configurar sentido descendente