El ensayo de Benet «La deuda de la novela con el poema religioso de la Antigüedad» lleva solo una nota que reza así: «Alguna vez esas voces que tanto suspiran por la revelación pública del escritor sobre los secretos de su arte y su vida, comprenderán que obra y confesión son incompatibles, que una considerable fuerza de toda novela procede de la ocultación». Al denegar la compatibilidad entre literatura y confesión Benet, paradójica y sutilmente, contrariaba su propio aserto al desvelar uno de los motores de sentido de su obra: la elusión. Esa nota al pie se proyecta, hacia atrás y hacia adelante, sobre una década de laborioso empeño literario basado en buena medida en el ejercicio de variados métodos de ocultación. El libro singular al que pertenece el ensayo citado, Del pozo y del Numa, se publicó en La Gaya Ciencia en 1978 y encierra no pocas claves de lo que para entonces constituía un proyecto literario de extraordinaria exigencia y amplísimo influjo (por la vía imitativa y por la polémica) en las letras españolas.
Diez años antes Benet había dado un cerrojazo incontestable a la novela de posguerra con Volverás a Región, si bien los mimbres teóricos en los que se sustentaba ya habían sido expuestos en el ensayo La inspiración y el estilo en 1966. En ese decenio Benet se había erigido en una figura fundamental en el campo literario del tardofranquismo, no solo por su radical apuesta por una narrativa indócil a las demandas del mercado o de la utilidad social y política sino también por convertirse en referente literario e intelectual de un grupo de jóvenes escritores como Javier Marías, Vicente Molina Foix, Félix de Azúa, Antonio Martínez Sarrión o Javier Fernández de Castro.
Benet supo extraer ventajas de las dificultades que encontró para llegar a ese lugar simbólico. Cuando publicó Volverás a Región tras varios rechazos y gracias a mediaciones como la de Dionisio Ridruejo, Benet tenía cuarenta y dos años, pero llevaba veinte años escribiendo. De sus primeras tentativas solo recientemente hemos podido leer algunas muestras, como los microrrelatos fechables entre 1948 y 1950 que forman parte del proyecto de libro conjunto con Luis Martín-Santos El amanecer podrido (2020), editado por Mauricio Jalón. Las novelas de lo que el propio Benet llamó en una entrevista «cronología periférica de la iniciación» han permanecido inaccesibles hasta fechas recientes en que han sido depositadas en la Biblioteca Nacional. Es el caso de Paisaje perpetuo, La libertad y el papel, ambas escritas alrededor de 1950. O de El guarda, escrita en 1951 bajo la impresión que le causó la lectura de La rama dorada de James G. Frazer, y que habría de ser el embrión de Volverás a Región. El guarda se reescribió hacia 1963 como Preste Juan y enseguida Preste Juan fue reescrito para convertirse en una primera versión de Volverás a Región sobre la que Benet, instalado en las inmediaciones del río Porma como ingeniero responsable de la presa, trabajaría para darle a la novela su forma definitiva.
En 1961 apareció en la editorial Tebas Nunca llegarás a nada, una recopilación de los cuentos que Benet había escrito en la segunda mitad de los cincuenta, donde quedaban por tanto descartados los relatos y apólogos compuestos bajo la idea del «bajorrealismo» que había ideado con Martín-Santos hacia 1950 como propuesta joco-seria. En esa década tentativa quedaban también un par de obras teatrales, Max (publicado en Revista Española en 1953) y Anastas o el origen de la Constitución (1958), presentado al premio Valle-Inclán sin suerte, más las piezas menores o divertimentos que compuso para las reuniones o francachelas de la Orden de Caballeros de don Juan Tenorio, fundada por Alfonso Buñuel en 1949, como fue el caso de El burlador de Calanda (1952) o El salario de noviembre (1954). Pero la principal cosecha de aquellos años fue la lenta forja de una concepción de la novela (quizá sería mejor hablar de ‘escritura literaria’) que se alejaba violentamente de los realismos beligerantes en España, del utilitarismo ingenuo de ciertos escritores antifranquistas, de la prosa descorazonadora que era común, retórica y casticista en unos casos, descalandrajada por otros a base de desgarrones y coloquialismo. Benet fue definiendo lo que no quería hacer —lo que ya no se podía hacer— al mismo tiempo que resolvía cuál era la literatura que le complacía hacer —lo que había que hacer— y que entroncaba directamente con la modernidad de raíz simbolista, la de Conrad, Proust y Faulkner, la de la exploración en los fondos abisales de la conciencia y la experimentación audaz con los recursos del lenguaje y de la narración.
No era nada fácil, a comienzos de los años sesenta, saltar a la palestra literaria con semejantes pertrechos. Aquella década fue la de la pugna por construirse y ser admitido como escritor. En el mecanuscrito final de Volverás a Región consta que la novela se acabó de redactar en septiembre de 1964. Su amigo Luis Martín-Santos había muerto en enero como autor de una novela de extraordinario éxito, Tiempo de silencio (1962), que a él no le había gustado por lo que tenía de aggiornamento del costumbrismo que detestaba. De ese éxito, y de lo que cree que es su incapacidad para alcanzarlo, habla en una carta del 31 de mayo al hermano del escritor, Leandro Martín-Santos:
Por el contrario yo que cuento con mucho tiempo no soy, hoy por hoy, capaz de provocar más que indiferencia allá donde él sabía despertar interés. En mi fuero interno se ha producido cierta cerrazón y un encastillamiento, no logro reconocer el valor de ciertas monedas que hoy son de curso legal y común y me emperro en coleccionar otras que no conocen el menor aprecio. En esta situación, la confianza y el interés de Luis (y estoy seguro de que no se trataba de piedad) no solo me suponían un estímulo considerable sino que, a través del reconocimiento por parte de sus figuras más solventes, me deparaba una pequeña venganza sobre un club en el que no soy capaz de entrar y en el que –con toda probabilidad– no entraré nunca (1964 [2020: 319-320]).
En pocos años también Benet ingresaría en ese exclusivo club, el de los autores afortunados y consagrados por el reconocimiento de la crítica, el de los autores prestigiados por la originalidad y la altura estética de su obra, pero cuando eso sucedió ya no podía hacerlo como joven escritor. Bien sabía que el primer libro publicado determinaba en gran medida la imagen del escritor y eso le alentó a reescribir varias veces Volverás a Región. Tan claro lo tenía que lo dejó dicho en 1966 en una página de La inspiración y el estilo: de todos los libros que han de jalonar la carrera del hombre de letras ninguno va a tener una significación tan especial como ese primero que debe llevar su nombre al público. Es un segundo nacimiento más que una profesión de votos. Solo a partir del momento en que su nombre es en cierto modo público puede el escritor dedicarse al perfeccionamiento de su arte y a la forja de una carrera literaria condenada al crecimiento fetal si no ve la luz de la calle ni goza del consenso de la opinión (1966 [2023: 28-29]).
Así pues, Benet –y dejemos de lado las contingencias– publicó su primera novela habiendo dilatado el periodo formativo de su vocación, y ello explica que, a partir de 1968, fuera capaz no solo de publicar un libro nuevo prácticamente cada año durante la década de los setenta, sino de levantar una obra de extraordinaria coherencia, complejidad y rigor. Si la publicación de la primera novela era para Benet equiparable a un segundo nacimiento, el premio Biblioteca Breve que ganó en 1969 con Una meditación podría decirse que constituyó su tercer y definitivo nacimiento. Consolidó el prestigio que había logrado con Volverás a Región y se erigió en referente de autoridad de una literatura que, recusando el testimonialismo realista, avanzaba en la experimentación formal mirando por el retrovisor hacia una modernidad que lindaba por un lado con el simbolismo y por otro con las subversiones vanguardistas. Su célebre polémica en 1970 con Isaac Montero en Cuadernos para el Diálogo fue tan solo una escenificación de esa condición de referente simbólico, pero no suponía novedad alguna para quienes hubieran leído no ya Volverás a Región y La inspiración y el estilo, sino también para los lectores de Revista de Occidente, donde Benet había publicado textos tan elocuentes como «Ilusitania» (1967), «De Canudos a Macondo» o la nota sobre el premio Nobel del 69 a Samuel Beckett, o de Cuadernos Hispanoamericanos, donde habían aparecido «Cordelia Khan» (1968) o la pieza teatral Agonia confutans (1969). Siendo la de Benet una voz insólita desde, por lo menos, 1966, nada debía extrañar la eclosión de su talento en el bienio 1969-70, de igual modo que solo los ignorantes o doctrinarios podían escandalizarse ante gestos públicos suyos como la célebre renuncia a participar en el homenaje a Benito Pérez Galdós en 1970 arguyendo su total falta de interés por el novelista y añadiendo que, en su opinión, el culto a su obra era una «desgracia nacional».
En 1968, cuando Volverás a Región empezó a circular, Benet ya trabajaba en Una meditación, que suponía una aventura radical de escritura desceñida y exenta de cualquier otra regulación que no fuera la de su avance ininterrumpido. Para ello ideó e hizo construir un original soporte: el célebre «andarivel portarrollos», nombre que recibe en el diseño impreso en la guarda de Del pozo y del Numa. Este andarivel sostenía, en efecto, «un rollo de papel continuo de unos 80 metros de longitud», y su virtud literaria, del todo experimental, surgía del impedimento que imponía al escritor: el avance en el proceso de redacción debía llevarse a cabo sin posibilidad de volver sobre lo ya escrito, procedimiento este mediante el cual Benet lograba imprimir en el monólogo reminiscente de su narrador las fallas y las fluctuaciones propias del flujo mental y, por tanto, del discurrir de la memoria. Fue Félix de Azúa quien, tras visitar a Benet en su casa de la calle Pisuerga de Madrid y lograr que le mostrara la «pieza inacabada», informó a Carlos Barral de su existencia, y quien le comunicó, en una segunda visita, que el editor lo invitaba a presentar la novela al premio. La tarea de recoger el rollo de papel en la calle Pisuerga y trasladarlo a Barcelona le correspondió a Juan García Hortelano. Barral, que desde Seix-Barral había impulsado los éxitos editoriales del realismo social, de su amigo Luis Martín-Santos y del boom latinoamericano, iba a ser un actor fundamental en el lanzamiento de Benet. También lo sería el ambiente en el que lo introdujo. En 1990, tras la muerte del editor, Benet escribiría, recordando el día en que entró por primera vez en la editorial: «tuve la sensación de que aquella tarde, para mí en particular, había concluido la posguerra» (2007: 154). En esa especie de oasis de la modernidad literaria, Benet conoció asimismo a quien sería su editora y compañera durante aquella década intensa en muchos sentidos: Rosa Regàs, que al año siguiente, tras su salida de la editorial, fundó La Gaya Ciencia. En esa editorial publicaría Benet el grueso de su obra durante los setenta: las novelas Un viaje de invierno (1972) y Saúl ante Samuel (1980); los ensayos El ángel del señor abandona a Tobías (1976), Qué fue la guerra civil (1976); el singular e híbrido Del pozo y del Numa (1978) y los libros de relatos 5 narraciones y 2 fábulas (1972) y Sub rosa (1973).
Dentro de la trayectoria de Benet aquella década fue la de la reafirmación insobornable de sus principios y sus métodos artísticos, de los que es paradigma y cima Saúl ante Samuel, en cuya composición estuvo enfrascado siete años. Durante ese tiempo, el aumento de la atención por parte de la crítica (nacional y extranjera) se incrementó en paralelo a la dificultad de las novelas, piedra angular de su obra. Si bien las ideas y las posiciones que en ellas cobran entidad literaria son constantes y perfectamente coherentes, así como lo es su estilo, cada novela prueba de un modo distinto la originalidad de Benet. Tras la descripción orográfica y los diálogos monológicos del Doctor Sebastián y Marré Gamallo en Volverás a Región; tras el larguísimo y sinuoso bloque textual de trescientas páginas que constituye Una meditación, Benet escribió en Un viaje de invierno una novela hermética en la que la estrecha caja del texto convive con los ladillos reflexivos y abstractos dispuestos en los márgenes que, aparentemente, no guardan ninguna relación con la trama; una trama que, por otra parte, trata sobre una fiesta de incierta existencia y sobre la iniciación (¿frustrada?) a una ciencia que se opone al saber racional. La compleja interrelación entre la narración y los ladillos y el carácter simbólico de la novela se pone de manifiesto en las reflexiones que Benet anotó en 1970 en dos documentos inéditos que ofrecemos aquí.
Desde entonces y hasta 1980, Benet escribió dos novelas breves –no por ello más accesibles ni más simples–: La otra casa de Mazón (1973) y En el Estado (1977), última novela en Seix-Barral y primera en Alfaguara, respectivamente. La composición de la segunda, que fue paralela al largo y arduo proceso de redacción de Saúl ante Samuel, era para el escritor un receso o distracción de aquel empeño absorbente. Él mismo dejó constancia de ello en El pozo (es decir en el ensayo citado «La deuda de la novela…»), donde reflexionaba, por experiencia propia, sobre la dificultad de llevar adelante a la vez dos proyectos de la magnitud de Saúl ante Samuel:
Por experiencia propia puedo afirmar hasta qué punto resulta difícil, si no imposible, intercalar la creación de dos obras mayores y absorbentes; una novela no es solo el resultado de una larga experiencia anterior; existen sin duda novelas de aluvión en las que una vicisitud un tanto singular y desusada se vierte, por lo general en poco tiempo y no numerosas páginas, en ese libro que suele gozar de la frescura y la veracidad de todo lo intensa, rápida y sorprendentemente vivido; pero cuando se trata de una novela extensa, polinómica, que recoge gran parte de la experiencia global de su autor, de sus conocimientos y tal vez opiniones, que requiere años de trabajo y numerosas lecturas, no se puede olvidar que tanto o más que el acopio de ideas del que se parte para escribir la primera página y que funciona, por así decirlo, como par de arranque del largo movimiento que con ella se inicia, influirán en ella las nuevas ocurrencias que se sucederán durante el período de gestación. Cabe decir que durante la escritura se abre un período primaveral y fértil de la creatividad que de tal manera se siente fecundable que asimilará cuantas sugerencias le aporte la experiencia, cultivándolas de forma que se acomoden a su proyecto con tal aprovechamiento que resulta difícil pensar que puedan servir para dos obras diferentes —si se trata en verdad de obras diferentes— o que se puedan distribuir, como una herencia entre varios hijos, con equidad y adecuación (40-41).
Con la novela «polinómica» Saúl ante Samuel culminaba la primera etapa de Benet como escritor y, en cierto modo, con ella expiraba la confianza en la viabilidad de una empresa literaria de altísima complejidad, laberíntica cuando no impenetrable para muchos lectores y que, sin embargo o quizá precisamente por eso, había suscitado ya la fascinación de muchos críticos y estudiosos de las letras españolas. Pero si puede afirmarse que fue un escritor minoritario, no puede decirse lo mismo de su presencia como figura pública y muy determinante no solo en el campo literario de los setenta y ochenta sino en el debate social y político de la Transición. Su presencia en el diario El País desde enero de 1977 (el periódico había nacido meses antes) se hizo habitual durante años, con opiniones a menudo a contrapelo de la doxa pero siempre esclarecedoras. Su incorporación al nuevo periódico de Ortega Spottorno era inevitable por muchas razones: porque venía colaborando en Revista de Occidente desde que en 1963 el hijo de Ortega la había resucitado y el espíritu liberal y democrático de la revista se había trasvasado al diario; porque su primo Fernando Chueca Goitia, tan decisivo en su vida y formación, era uno de los accionistas iniciales; y porque, en fin, las convicciones socialdemócratas de Benet, que hasta entonces y desde mediados de los sesenta se habían alimentado de las reuniones semisecretas del Partido Social de Acción Democrática de Dionisio Ridruejo (conviene leer su contribución al homenaje Dionisio Ridruejo. De la Falange a la oposición, Taurus, 1976), encontraron en la línea editorial un alojamiento adecuado.
En el articulista se afilaron algunos perfiles de la personalidad del escritor, como su libertad de juicio, su desprecio al pensamiento gregario o el gusto por la provocación, ahora dirigida a centros candentes del debate público. En 1983 reuniría algunos de aquellos textos en Artículos I (1962-1977), con la obvia intención de compilar los artículos de 1978 en adelante en otro volumen que no llegó a publicar, si bien en 1982 sí dio una selección en el volumen Sobre la incertidumbre. Y mientras surtía de tribunas El País —y también Diario 16, fundado en octubre de 1976—, Benet reservó su especulación ensayística para la escritura más pausada que daría en revistas o ya en libro, como hizo en El ángel del Señor abandona a Tobías (1976) con sus cavilaciones sobre el misterio inexpugnable del lenguaje, capaz de resistir a los embates de la racionalidad científica (esto es, la lingüística y derivados). Al mismo tiempo, Benet fue convirtiéndose en un conferencista brillante que aprovechaba las diversas invitaciones como oportunidades de reflexión de las que surgían ensayos memorables. También estas conferencias o ensayos para ser dichos serían reunidas en volúmenes como En ciernes (1976), donde «Una época troyana» describe bien el horizonte literario del que surgió, o La moviola de Eurípides (1981), un volumen misceláneo donde conviven una aguda consideración sobre el hipérbaton como recurso (antes en Revista de Occidente) con el atestado «La historia editorial y judicial de Volverás a Región», imprescindible para conocer su litigio con la editorial Destino y, más allá del caso, su relación con los editores.
Pero aquel mismo año, convertido ya Benet en un referente intelectual y literario, el intento de golpe de Estado del 23 de febrero estuvo a punto de mandar a la trastienda de la irrelevancia el hipérbaton y las querellas editoriales. Ante la amenaza de una interrupción del proceso democrático español, Benet intervino el día 27 con un artículo tajante, «Sentimientos imperecederos», en el que tras sopesar la noción de patriotismo y la aberrante acuñación franquista de «anti-España», exigió que no hubiera indulgencia con los golpistas, incluidos «todos los guardias civiles —todos, absolutamente todos—», que se «tuvieron que dar cuenta que estaban acatando las órdenes de un desobediente, de un sedicioso». Aquel Benet, con un fuerte componente ético en su acción pública, ya no podía sustentar con la misma firmeza que antaño una poética de la ocultación y la dificultad, por mucho que siguiera considerando que aquella era, o más bien había sido, su más perdurable contribución a la literatura en España. Ni siquiera Thomas Bernhard, al que venía leyendo desde 1978, oponía a sus lectores la muralla de obstáculos que él había levantado. Por otro lado, algunos de los jóvenes escritores que pululaban a su alrededor y sobre los que él ejercía una especie de tutelaje, estaban orientando su obra hacia horizontes literarios más abiertos, relacionados con géneros populares, como había sucedido con el jovencísimo Javier Marías de Los dominios del lobo (1971) y Travesía del horizonte (1973), y con Vicente Molina Foix y Félix de Azúa, coautores con Marías de Tres cuentos didácticos (1975), título tan flaubertiano como irónico, habida cuenta de que el didactismo literario era una de las bestias negras de Benet.
El origen del proyecto épico de Herrumbrosas lanzas se encuentra en esta encrucijada, en la que convergen tantas cosas, desde el ensayo Qué fue la guerra civil (1976) que le había encargado Rosa Regàs, y el interés de Benet por la estrategia militar hasta la aterradora manifestación de las dos Españas y el cainismo patrio irrumpiendo en el Parlamento 23 de febrero e incluso sus viajes académicos a Estados Unidos, donde pudo conocer una sociedad escindida en la que las huellas de los bandos enfrentados en la guerra de Secesión no habían desaparecido. Al tiempo que desplegaba el ciclo de Herrumbrosas lanzas, Benet tuvo nuevas pruebas de su consagración como escritor canónico. Y decimos nuevas porque ya en 1976 había aparecido en Estados Unidos la monografía de David H. Herzberger The Novelistic World of Juan Benet y aun antes Darío Villanueva (en Camp de l’Arpa, 1973) o José Ortega (en Cuadernos Hispanoamericanos, 1974) le habían dedicado una seria atención crítica. Así, en 1981 Ricardo Gullón editó Una tumba y otros relatos en Taurus y enseguida vendrían compilaciones críticas como la del citado Herzberger, Roberto C. Manteigna y Malcolm A. Compitello en 1984: Critical Approaches to the Wrintings of Juan Benet o, en 1986, la de Kathleen M. Vernon en la serie «El escritor y la crítica» de Taurus. Juan Benet devenía clásico y, como tal, objeto de escrutinio crítico, fenómeno que no dejó de hacerle gracia dado el escepticismo —doblado en algún momento en chacota— hacia los críticos como especie.
Esa desconfianza, reflejada en muchos de sus escritos y en no pocas entrevistas, tuvo una expresión singular en el prefacio que escribió ex profeso para el volumen citado de Herzberger, Manteigna y Compitello. Eran dos páginas ácidas y clarísimas, fechadas en «New York City, march 1982», donde ponía en berlina la tarea de quienes se acercan a una obra literaria con el propósito de elucidarla. Para empezar, negaba que lo que pudieran decir los críticos tuviera ningún interés para el autor, puesto que «who better than he knows its intention and meaning —be it explicit or implicit, its style, its narrative technique, its relation to his own experiences, the cultural environment in which it was engendered, the influences that decisively molded its coming into being?». Y ello equivalía no solo a reconocerse como autor plenamente consciente de sus intenciones —dando por descontado que las hay y son determinables— y sus procedimientos sino a afirmar que cualquier empeño crítico es únicamente «a disciplinary approximation to a reality that only the autor knows fully». Entender así la tarea crítica es avecindarla al diagnóstico clínico (la deducción de un sentido —patológico— a través de la suma de los síntomas) o al proceso judicial —la analogía es suya—, en la medida en que la sociedad confía al crítico la investigación de las causas y la naturaleza del acto perpetrado por el escritor, que él, como el reo confeso, rehúsa discutir. Y por eso él no va a discutir sobre la dificultad de su obra, aludida en el prólogo a esa colectánea destinada —se dice— «to help the reader penetrate Benet’s fiction and theory well beyond page fifteen».
Pero Benet no deja pasar la oportunidad de ironizar sobre tan humanitario propósito y, más acerado, de preguntarse por el enigmático valor de una obra que disuade a los lectores de seguir más allá de la página quince y que, sin embargo, da ocupación a los críticos, puesto que de no existir ese valor estos no perderían su tiempo. Siendo así, se trataría de un valor escondido en su enmarañada (entangled) obra que solo con la ayuda de los críticos podría conocer el lector común, lo que plantea una cuestión simple: «why didn’t I embark on the path of clarifying it and making accessible to the average reader and, at the same time, try to preserve its value as much as possible?». A esa pregunta añade otras dos: ¿no sería un esfuerzo vano y contraproducente resolver el enigma (o el sentido) si con ello se arruina el supuesto valor?, y ¿no podría ser que el valor, el enigma y la dificultad estuvieran indisolublemente unidas en la obra? Como es obvio, las preguntas enmascaran aserciones sobre las que Benet apoyó su respuesta. Él no podía haber escrito más claro porque no podía hacerlo: «What I have said, even of an obscure nature, I have said in the clearest possible way that was in my power». En ningún caso se propuso oscurecer gratuitamente el texto («simply to mortify the reader, or to hide a scarcely relevant text in chiaroscuro») porque eso hubiera socavado sus principios y hubiera incurrido en uno de los vicios literarios que detesta. Y, para terminar, asegura que, como escritor, teniendo algunas ideas claras y desconociendo cómo esclarecer los enigmas, no se le ocurre peor empresa que nublar lo que ya es oscuro. La lección de este valioso Foreword es inequívoca: el discurso tupido que encuentra el lector es la más clara expresión que Benet ha encontrado para alcanzar su intención estética y semántica, es decir el efecto sobre el lector y el sentido de su lectura. La oscuridad de su obra es la forma que adquiere la luz en su escritura.
Con todo, hay un elemento que queda fuera de esta ecuación explicitada por parte del propio escritor —aunque en cierto modo sobrevuela el Foreword—, un elemento técnico o metodológico cuya inclusión es asimismo crucial dentro de la creación literaria de Benet, y que resulta indisociable de la sincera y a la vez de la confesa —retóricamente— imposibilidad de ser más claro. Pues son muchas las formas de representar literariamente la claridad con que se concibe y experimenta el oscuro enigma de la existencia y el mundo, y son muchas las maneras, por ende, de parecerse a él. Debía ocultar este elemento porque, en efecto, es indisociable de la obra, de sus novelas, y porque… una considerable fuerza de toda novela procede de la ocultación. La dificultad de la obra benetiana está doblemente destinada; tiene, por así decir, dos públicos: el que estará dispuesto a perderse en ella (gozosamente dispuesto a corroborar cuán impotente es el pensamiento a la hora de desentrañar la enigmática composición de la realidad, que incluye la ficción) y el que se resistirá a hacerlo. En este segundo público, que encarna las pulsiones de la razón y el pensamiento, Benet pensó tanto como en el primero. Los lectores de este cartapacio encontrarán una prueba de ello en el párrafo final del inédito sobre Un viaje de invierno, donde Benet se impone las condiciones y el propósito al que debe obedecer la escritura de la novela.
Todo, en la obra de Benet, orbita alrededor de una sólida idea de individualidad. Desde sus inicios, en el seno de una dictadura en la que el peso del Estado era asfixiante, hasta su final en la década de los noventa. En La construcción de la torre de Babel (Siruela, 1990), el ensayo que da título al libro desemboca en una apología de la conciencia individual y de las pequeñas comunidades capaces de prescindir de las regulaciones comunitarias determinadas por el Estado. Y retomando la figura de Lutero, muy importante en el desarrollo del ensayo, Benet escribió por encargo de Rafael Borràs El caballero de Sajonia (Planeta, 1991), su última novela. Allí, en conversación con Carlos V, el teólogo cismático cita a su anterior interlocutor, Satán, con quien comparte una misma aversión hacia el «cuento de la dominación universal por un nuevo César». Para Benet, la literatura configura una espacio de individuación reflexiva instalado entre el silencio de la soledad y la vida comunicativa de la sociedad, a la que pertenecen las palabras, a la vez, por supuesto, que una extraordinaria y vertiginosa distracción. Como dijo en una conferencia de 1978, para él la literatura era «un divertimento y una forma de ser esencial». En la primera versión de En la penumbra (1982), que siete años más tarde ampliaría y publicaría en Alfaguara acompañada por una notable promoción comercial, Benet ponía en boca del personaje de la tía estas palabras: «Así es mi momento, todo mi momento: en un instante todo lo que he estado observando a distancia puede con un guiño desaparecer de mi campo ¿y quién me asegura a mi que ha de reaparecer?». Son palabras en las que Benet cifró su inquietud literaria. Cerca del centenario de su nacimiento, que se celebrará en 2027, la dimensión compartida de ese momento sigue sin desaparecer. Su momento está en sus libros, a los que el presente cartapacio pretende invitar a volver la mirada.