a Víctor Navarro Brotons
Un día 6 de noviembre (el de 1500),
Copérnico observó un eclipse de luna.
Vio cómo primero ésta enrojecía
hasta ser velada por la sombra
y reaparecer de nuevo.
Un año después estudiaba medicina en Padua.
Aún no existía el Anfiteatro Anatómico,
es decir, no pudo ver,
apoyado en las barandas de madera,
las disecciones que cerca de la primera grada
realizaba el maestro, y más abajo,
cómo una barca se llevaba luego
los despojos hacia el río...
De todos modos, su pasión eran los cielos.
No había cuerpos ligeros allí,
no existía un círculo de fuego
que separara las estrellas de la tierra
quieta y plana en lo hondo.
La tierra giraba alrededor del sol
y de su propio eje. Ni sus movimientos,
ni los de ningún cuerpo celeste,
eran rectilíneos.
Su plasmación matemática
no coincidía con lo que se había dicho.
Si los de los planetas se referían
a la circunvalación de la tierra,
el cielo quedaría encajado
y no se podría cambiar nada
sin que se produjera una enorme confusión.
Además, el aire y el agua
eran elementos de la tierra. Y la caída por el peso
y el elevarse del fuego no eran simples,
se debían siempre
a una perturbación de la naturaleza.
Y la gravedad...
Era necesario, sí, escribiría un nuevo Almagesto.
Pero no había prisa.
Horacio tenía razón:
“Si escribes algo no debes publicarlo al punto,
tienes que esperar que pase un año.”