Me dijeron que la habían plantado. Que volvería a nacer, igual que una semilla arrojada a aquel pedazo de tierra tan a resguardo. La muerte de los niños es así, dijo mi madre. Mi padre, sublevado, pensaba que hubiera sido mejor haberla echado a la boca de dios. Cuando comenzó a llover, nuestra gente se apartó a los lados, y vi cómo él se quedaba aún allí solo. Pensé que iba a excavarlo todo de nuevo con sus propias manos y que iría montaña arriba hasta la fosa aciaga, cargando con el cuerpo apagado de mi hermana.

Éramos gemelas. Niñas espejo. Todo a mi alrededor quedó partido por la mitad con su muerte.

Aquella noche al acostarme sentí el lento hormigueo de la tierra en la piel y la humedad inundándolo todo. Comencé a oír el ruido en sordina de los pasos de las ovejas. Así fue como lo expliqué, asustada. Me dijeron que tal vez la niña muerta había continuado en mi cuerpo. Seguía viva, de alguna forma. Y yo creí de forma cándida que era verdad que la habían plantado para que germinase de nuevo. Podía ser que brotase de allí un árbol raro para nuestro rincón abandonado en los fiordos. Podía ser que diese flor. Que diese fruto. Mi madre, debilitada y siempre enferma, me tomó de la mano y me dijo: tienes dos almas que salvar. Me asusté tanto como ternura sentí por ella. Mi madre no iba a perdonarme ningún fallo.

 Pensé que mi hermana podría brotar en forma de árbol de músculos, con ramas de huesos de las que florecerían flores de uñas. Miles de uñas creciendo, quizás, en dirección al sol escaso. Quizás crecerían como garras afiladas. Pensé que la muerte sería igual que la imaginación, entre lo encantado y lo terrible, llena de brillos y de susto, hecha de ser al azar. Pensé que la muerte estaba hecha al tuntún.

Me acostaba en la cama, imaginaba la tierra en el cuerpo, el agua, los pasos de las ovejas, ninguna luz. Mucho frío. Hacía mucho frío. No me podía ni mover. Los muertos no se encogían, no se arropaban mejor, se quedaban tal cual los hubieran dejado. Y yo sabía que debería haber previsto eso. Debería haber comprobado que llevase un jersey, que tuviese el cuello resguardado, que le hubieran puesto almohadas o si tenía apenas un tejido en las tablas duras. Después iba asumiendo la certidumbre de que mi hermana había sido acostada en la tierra como otro resto cualquiera.

La gente ya llamaba a aquel pedazo de tierra la niña plantada. Así decían. La niña plantada. También parecía una chanza, porque el tiempo pasaba y nada germinaba, no germinaba nadie. Era un plantío ridículo. Algo para consolar la cabeza afligida de la familia. Pero no servía para ningún trabajo. Y me preguntaban: es verdad que los gemelos se quedan con dos almas. Como si yo me tuviera que sentir gorda o pesada, como si algún cambio en el cuerpo o en la luz de mis ojos evidenciase la obligación de hacer que mi hermana viviese. Tienes un fantasma dentro, afirmaba Einar.

Yo seguía siendo delgada. Tan sólo un esbozo de persona. Casi no existía. No me parecía que hubiera adquirido nueva gordura y a duras penas encontraba sitio para el alma que hasta entonces me había correspondido.

A mi hermana le gustaban los dulces y yo los odiaba. Quizás la gente se esforzase en convencerme de que comiera dulces para consolar su alma. Quizás pudieran comenzar a gustarme los snudurs, si es que Sigridur estaba de veras metida dentro de mí. Cuando los probé los odié igual que hacía antes, y la ausencia de mi hermana no hacía más que aumentar. Yo decía que el azúcar me venía a la lengua como sangre.

Sólo por anticipación podría yo sentir la tierra y el agua. Durante un tiempo, entendí, la caja en la que la habían guardado la protegería, limpia, antes de que se mezclase todo, podrido, hasta desaparecer. Aún así, me acostaba con la muerte. Me ponía las manos en el pecho como habían hecho con Sigridur, inmóvil, e imaginaba cosas en lugar de dormirme. Imaginar era como morir.

Al cabo de unas noches sentí que un bicho me picaba. Un bicho dentado que claramente devoraba una parte de mi cuerpo. Aterrorizada, me levanté. La lumbre estaba ya floja, la casa se enfriaba. No la toqué. Tan sólo miré como quien espera que nazca el sol de una llama cualquiera. Podía ser que se hiciera el día a partir de una hoguera pequeña que fuese más amiga del sol o supiese, súbitamente, volar.

Pensé que quería ver una pequeña hoguera volando.

Cuando mi padre se levantó, fue eso lo que le confesé. Yo sabía que los bichos devorarían el cuerpo de Sigrid. Si su destino fuera ser una semilla, si confiaba en germinar, no lo conseguiría si las bichos devoraban sus brotes. O podría ocurrirle igual que a esos árboles pequeños de Japón. Árboles que querían crecer más pero a los que alguien mutilaba para que se quedasen raquíticos, tan sólo graciosos, humillados en su grandeza perdida. Mi padre, que era un soñador nervioso, me abrazó brevemente y sonrió. Una sonrisa silenciosa, un modo de revelar ser tan inservible como yo para la exageración de la muerte. Comencé a sentirme violentamente sola.

Los bichos, apresurados y repletos de estrategias, masticaban a Sigridur para que siguiera siendo una semilla cerrada, impidiendo que creciera hasta verse por encima de la tierra, hasta llegar a la altura de nuestros ojos, haciendo algún ruido a medias con el viento, espiando por sí misma el mar. La devoraban para que la piel se mantuviese infértil, apenas secándose de podredumbre como el tiburón en el almacén grande.

La niña plantada no podía regresar, pensaba yo con terror. La tierra estaba infestada de seres asesinos, envidiosos, golosos de la felicidad de los otros. Que le comen la felicidad.

Pensé que mi hermana tan sólo se iba muriendo más y más a cada instante. Era una niña bonsai. Me lo explicó mi padre. Esos árboles, dije yo. Bonsais, respondió él. Con ellos se hacen jardines raquíticos. Como si los japoneses prefirieran que las cosas del mundo fueran diminutas. Cosas enanas. O, si no, para que los hombres adquirieran las propiedades de los pájaros. Estuve de acuerdo. Circularían entre los árboles pequeños con la impresión de ser pájaros en pleno vuelo.

Me gustaría que mi cuerpo pudiera frenarse del mismo modo. Ser niña eternamente por voluntad propia, sin que diera mucho trabajo. Ser siempre así, igual a como había sido mi hermana. El único modo de continuar siendo gemelas. Sabes, padre, si yo crezco y Sigrid no crece al mismo tiempo va a ser difícil reconocernos. Haz de mí un bonsai. Te lo ruego. Corta mi cuerpo, impide que cambie. Golpéalo, asústalo, oblígalo a no ser otra cosa que una imagen cristalizada de mi hermana. Voy a empezar a caminar encogida, a dormir apretada, a comer menos. Voy a soñar siempre lo mismo o a soñar menos. A querer lo mismo durante toda la vida o querer menos. A querer lo que ella quería. Si los bichos de la tierra no permiten que se haga mayor, si es verdad que se la llevarán por entero, que por lo menos quede yo, por las dos, siendo igual, para que no muramos. Por lo menos deberíamos haber enterrado unas flores junto a ella. Para que florecieran. Porque no puede ver más que bichos y tierra sucia. No cogimos flores, fuimos muy egoístas. Había tantas en el matorral. Olían bien, algunas.

En mis sueños imaginaba jardines de niños. Los árboles bajos de los cuerpos, hablando, jugando con los brazos y los pájaros posándose entre sus hojas. De los brazos colgaban hojas y sostenían nidos en las manos y los niños eran siempre pequeños, animados por la ingenuidad, agradecidos por la vida sin saber de otra cosa que no fuera la vida. Y soñaba que las personas japonesas venían a contemplar el jardín, y arrojaban agua de regaderas coloridas que lavaban los pies-raíces de los niños bonsáis. Y sólo por la noche, cuando estaba bien oscuro, alguien venía con un cuchillo a cortar las partes de los cuerpos que se estaban alargando. Cortaban con cuidado, cada noche, para que los niños no se deformasen, para que envejecieran sin que se notase. Incapaces de mostrar su edad. Libres tan sólo de usar su edad para la manutención eufórica de la infancia. Sufrían los cortes en silencio. Conscientes de la maravilla que obtenían a cambio de aquel dolor.

Al ver la inmensidad de los fiordos, las montañas de piedra cortadas con rigor, la ausencia de movimiento, pensé que el mundo mostraba la belleza pero lo único que era capaz de producir era horror. De nuestra gente quedaban allí dos decenas de casas habitadas, contando la iglesia y el minúsculo cuarto donde dormía el insoportable Einar. No había más niños. Era todo viejo. La gente, los sueños, los miedos y las montañas.

Puede ser que yo estuviera más delgada aún por haberme librado de los pocos gramos que pesaba el alma. Mi madre me llamaba estúpida. Le pregunté qué sentido tenía la vida para ella. Qué intentábamos descubrir en ella. Pero ella nunca lo sabría. Se sorprendió con la profundidad de la pregunta. Fue un modo instintivo que tuve de hacerle daño, para que dejara de ofenderme con su continuo e impensado rechazo. Nos hacíamos daño, pensaba yo, siempre por culpa de la ternura. Como si la reclamásemos al mismo tiempo que la perdíamos, cada vez.

Más tarde escuchaba cómo avisaba a mi padre. En algunos casos de muerte entre gemelos quien sobrevive va muriendo de un cierto suicidio. Desiste de cada gesto. Quiere morirse. Eso decía ella.

Cuando me di cuenta de que estábamos solos, tranquilicé a mi padre. No quería morir. Estaba entre matar y morir, pero no quería ni lo uno ni lo otro. Quería quedarme quieta.

Lo repetí: la muerte es una exageración. Se lleva demasiado. Deja muy poco.

Comenzaron a hablar de las hermanas muertas. La más muerta y la menos muerta. Obligada a andar llena de almas, yo era como un fantasma. Einar tenía razón. Nuestra gente me miraba sin saber si yo me convertiría en santa o en demonio. Los santos se aparecen, los demonios espantan.

 

***

Mi madre se pasó una lámina por el pecho. Dibujó un círculo torcido con el pezón en el centro, como si quisiera retirar un huevo de la piel. Parecía una runa haciendo de corazón. Se leía tan sólo una tristeza desesperada y presagiaba cosas malas. Mi padre enseñaba que ya no adorábamos a los dioses antiguos porque ignorábamos lo que nos habían ofrecido y cerrábamos los ojos a las pruebas de su existencia. Decía que mi madre era una ignorante y que su ritual no tenía sentido. La desesperación era lo contrario de cuanto debíamos saber. Al día siguiente estaba esparcido por todo el páramo el cuerpo de una oveja.

Por causa de la furia, mi madre despedazaba animales en una loca expiación de su dolor. De poco le servía. Confundida por los modos cristianos, cantaba el himno fúnebre de Hallgrímur Pétursson y lo ensangrentaba todo. Bebía. Se quedaba tonta barajando versos y recados. Me llamaba, ya tumbada en la cama, incapaz de levantarse para cuidar de las ideas que tenía.

La oveja esparcida se quedó allí como si hubiera caído como lluvia del cielo. En el infierno llovían cuerpos despedazados y las nubes eran pozos de sangre vagabundos, como sartenes hirviendo de donde los muertos se caían. Mi madre decía que era necesario pedir perdón. Yo escapaba de ella. Hacía cualquier cosa con tal de estar lejos de ella.

Ahuyenté a los carneros, a las ovejas hacia arriba, para dentro del corral. Fui haciendo rodar la carne a patadas páramo abajo, hasta el agua. El agua limpiaba los menudos, deshacía la sangre. El mar arrastaría lo demás lejos, hasta la boca de las ballenas. Miré la piel. Tiré la cabeza del animal a una fosa lejana. Limpié el plumaje que había recogido. Pensando en el invierno.

Mi madre me preguntó por el plumaje. Lo había recogido de los nidos abandonados por los patos. Serviría para la ropa de cama. Estaba cansada. Estoy cansada, madre. Mientras el luto era intenso la compasión no se sentía. Me obligaba a una resignación callada. Me levantaba la mano.

Aquella noche, mi padre salió con el barco. Fuimos a decirle adiós. Nunca lo hacíamos. Estábamos ridículas. Él no marchaba, tan sólo trabajaba. Después, ella me sentó en un banco pequeño. Sostenía el cuchillo en su mano. Pensé que me mataría y me esparciría como a una oveja. Juzgué que mi sueño de esculpir a los niños como semillas era muy cierto. Quería retirar un huevo de mi piel, también. Quería que, como en su pecho, se viese mi corazón. No hizo nada más. Me dejó dormir con mi susto. Aplastada por tanta tristeza y tanto miedo.

El infierno no son los otros, pequeña Halla. Ellos son el paraíso, porque un hombre solo no es más que un animal. La humanidad comienza en quienes te rodean, y no exactamente en ti. Ser persona implica a tu madre, a nuestra gente, a un desconocido, o a su expectativa. Sin nadie en el presente ni en el futuro, el individuo piensa tan sin razón como los peces. Dura por su ingenio y perece como un atributo indistinto de otro planeta. Perece como una cosa cualquiera.

Pintábamos los muebles con flores oscuras. Tardábamos mucho y la casa olía a pintura mala, barata, que tardaba en secarse. Mi padre me impedía llorar mediante el oficio de la racionalidad.

Aprender la soledad no es más que darnos cuenta de lo que representamos entre todos. Tal vez no representemos nada, lo que me parece imposible. Cualquier rastro que dejemos en la ermita es una conversación con los hombres que, cinco minutos o cinco mil años después, descubran nuestra presencia. Difícilmente se puede concebir un hombre no motivado por dejar un rastro y, de ese modo, conversar. Y si existiera un ermitaño así, empecinado, seguro que tendrá en el cielo y en la tierra una idea de compañía, espiritualizando cada elemento como quien busca puertas para llegar a conversar con dios. Siempre estamos conversando con dios. La soledad no existe. Es una ficción de nuestras cabezas.

Los hombres solos entienden que hay alguien en el agua, en la piedra, en el viento en el fuego. Hay alguien en la tierra.

De cualquier modo, le expliqué a mi padre, mi madre me odia. Y eso hace que llore, me deja triste, y me ofende.

Él insistía en explicarme que los niños eran modos de espera. Quería decir que los niños no tenían verdades, sino tan sólo pistas. Su mundo se hacía de apariencias y tendencias. Nada estaba definido. Ser niño era esperar. También significaba que esperaba de mí una fuerza admirable apoyada tan sólo en mi edad y no en ninguna otra cosa. Me abandonaba a mi suerte, llena de palabras extrañas cuyo significado me costaba encontrar.

Miré los muebles viejos y me parecó que ya eran tristes antes de que los oscureciéramos. Eran los muebles de nuestra ermita.

Qué maravilla, la hondura de los volcanes que respiran y aguardan. Qué maravilla, la espesura de las montañas que se esconden bajo las aguas y aguardan. Decían los viejos cargados de ideas inútiles. Los profundos viejos. Gastados por el coraje, crecidos por la desconfianza. Yo pasaba y ellos siempre con exclamaciones. Palabras acerca de cómo debía ser cada gesto, cada sentimiento, cada sueño de futuro. Como si el futuro estuviera preparado para ser igual que el pasado, a los días ya gastados por ellos. Como si yo aún estuviera a tiempo de ser igual que ellos. Una vieja metida para dentro conspirando inconfesablemente contra todo y contra todos.

Quien tiene hijos necesita futuro. Así les oí hablar.

Espiaban el agua para descubrir si había movimientos sospechosos. Casi todos querían ver montruos. Nadie se convencía de que los mares sólo existían para los animales de clara ciencia. Algunos juraban haber visto cabezas levantadas, hechas de diez ojos y bocas de mil dientes. Monstruos oceánicos. Veían el océano como sangre de cristal. Se balanceaba sinuoso ante nosotros, hermosísimo, pero se cargaba de peligros y amenazaba con ahogarnos a todos. El oceáno descendió de las venas puras de dios. Decía un viejo. En las venas puras de dios viven parásitos monstruosos.

 

Capítulos 1 y 2 de la novela A desumanização (2013).

Traducción de Martín López-Vega