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La gloria es la imagen de una vida sublime.
Esta definición de la gloria se compone de dos elementos que conviene analizar por separado: “lo sublime” y la “imagen de una vida”.
La gloria escapa a una conceptualización rigurosa, pero, aun sin saber definirla con exactitud, todo el mundo la reconoce cuando se la encuentra delante. El pueblo aclama a caudillos, héroes o artistas y les tributa público homenaje. Y para hacerlo no necesita de una prueba oficial que acredite los méritos de estas personas. Porque la hazaña que dichas personas han protagonizado exhibe una grandeza tan indiscutible que se impone por sí misma sin mayor demostración. Ante tal evidencia de lo grandioso de nada sirven las reservas de un espíritu escrupuloso: sólo es posible el reconocimiento hacia esa superioridad arrolladora.
La gloria se manifiesta como un esplendor que irradia quien ha realizado la gran gesta. En general, la idea de la gloria se asocia a la luminosidad. En pintura, por ejemplo, “rompimiento de gloria” designa esa apertura de los cielos que permite la visión de las divinas personas y que suele ir acompañada de un gran aparato lumínico.
Como es sabido, la “luz” es una de las dos definiciones de la belleza. Al principio, la belleza fue entendida sobre todo como “forma”, aquella symmetria que pone en consonancia las diversas partes que constituyen una cosa compuesta y la hacen placentera a la vista. Pero cuando Plotino quiso describir la belleza del Uno –es decir, de lo simple y sin partes situado más allá de las formas- hubo de recurrir a una belleza distinta de la que es peculiar a las cosas compuestas y dijo entonces que la belleza es “luz” incorpórea. Un tiempo después Pseudo-Dionisio dio la fórmula definitiva para toda la Edad Media: la belleza es forma y luz, consonantia y claritas.
Hay una belleza del límite y de la armonía que se asocia al ideal clásico de la forma. En cambio, las metáforas de la luz describen mejor ese resplandor que emana lo grandioso, esa belleza excesiva que rebasa las proporciones naturales y las somete a tensión. Esta segunda belleza suele calificarse de “sublime”.
Desde Burke y Kant, lo sublime se contrapone a lo bello y esta contraposición ha tenido nefastas consecuencias para las dos categorías porque la modernidad ha pensado cada una con propiedades antagónicas. La belleza, opuesta a lo sublime, es para Burke una sensación sociable, de placer o amor, que suscita la visión de determinados cuerpos pequeños, graciosos y delicados. Belleza natural, seca, simétrica y ornamental, muy al gusto rococó de la época. En contraste, lo sublime conecta con la fuerza estética de las cosas salvajes, indómitas, de proporciones infinitas y de extrema intensidad que, aunque feas o incluso monstruosas, producen un horror delicioso (pleasing horror). Como dice Remo Bodei, “el redescubrimiento de lo sublime en la Edad Moderna marca el comienzo del esfuerzo por recuperar aquella «fealdad» que lo bello oficial –al convertirse en gracioso y ya no turbador- ha terminado por eliminar de sí. Mediante ello, obtienen pleno derecho de ciudadanía lo amorfo, lo disarmónico, lo asimétrico y lo indefinido”.
Lo sublime, durante la modernidad, pierde el resplandor luminoso de cierta belleza y se adentra en una oscuridad muchas veces siniestra.
En la Antigüedad no ocurría eso. Lo bello y lo sublime conviven en una tensión mutuamente fecunda. Por decirlo con mayor propiedad, lo sublime es una variedad de la belleza porque ésta se entiende en un sentido amplio que comprende el éxtasis, el hechizo y el entusiasmo que suscita lo sublime. “En el mundo antiguo –continúa Remo Bodei-, el elemento de respetuoso y religioso temor, lo numinosum, atribuido a lo sublime, había sido prerrogativa de lo bello”. Tanto el Ión de Platón como Sobre lo sublime de Longino corroboran esta visión griega de una “belleza sublime”. Sublime es aquella belleza que destaca por una elevación tan extraordinaria que se ofrece como paradigma digno de imitación y de perduración en la posteridad. Y como tal belleza sublime, participa tanto de la consonantia de la forma como sobre todo de la claritas de la luz.
De las consideraciones anteriores se deduce una primera aproximación a la idea de la gloria. La gloria es la luz que proyecta lo sublime.
Sucede que la categoría de lo sublime se ha aplicado mayoritariamente a los hechos de la naturaleza o al arte pero muy rara vez a la acción humana. Se dice, por ejemplo, que una noche estrellada, una tempestad desatada en el océano o un volcán en erupción conforman un espectáculo sublime de la naturaleza. También que las pirámides del antiguo Egipto, las Odas de Píndaro, la Capilla Sixtina, la novena sinfonía de Beethoven o una elegía de Rilke son obras artísticas sublimes.
Una manera de dotar de alguna mayor precisión técnica al concepto de gloria, por lo general muy evasivo, sería extender la categoría originalmente estética de lo sublime al ámbito de la praxis moral. Tenemos noticia de gestas, incluso de vidas enteras, que destacan sobre las demás por una superioridad tan notoria que, aun sin proponérselo, sirven de guía a su generación como expresión ejemplar de lo humano y andando el tiempo imprimen su sello original (proto-typos) en las generaciones siguientes. Al calificar dichas gestas humanas de “sublimes”, justificamos ese particular resplandor que desprenden.
Teniendo en cuenta estas reflexiones, se puede avanzar un paso más en la determinación del concepto y añadir: gloria es el resplandor que emana específicamente la acción humana sublime.
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La gloria se transmite a través de “aladas palabras” (en expresión de Homero) y así en la iconografía con frecuencia se representa a la Fama como una mujer que pregona las vidas ajenas sirviéndose de una trompa. Con todo, nada más efectivo para la transmisión de la gloria que la elevación de un monumento en su honor.
Un monumento es una obra pública y patente levantada en memoria de una acción sumamente ejemplar. Puede asumir la forma arquitectónica o artística de una columna que (como la de Trajano) narra las victorias militares del emperador que ordena alzarla, la de un sepulcro de colosales dimensiones que testimonia la grandeza del cadáver que ahora alberga, o la de un retrato “de aparato” en el que el ilustre modelo posa ante el pintor investido de los símbolos impresionantes de la maiestas. También puede adoptar la forma de un monumento literario, como esas epopeyas narradas por cronistas y celebradas por poetas que perpetúan por los siglos el excelso nombre de su héroe.
Acaso en el punto más alto se encuentra el monumento musical, como el que Verdi compuso a la memoria del ilustre Manzoni, gloria de las letras italianas. A los pocos días de morir éste, Verdi escribió a su amiga, la condesa Maffei, estas palabras: “Con él se va la más pura, la más sagrada, la mayor de las nuestras glorias”. Y para conmemorarla creó ese hermosísimo Réquiem, estrenado en 1874, primer aniversario del fallecimiento de su amigo. “Fue un impulso –escribirá Verdi en otra carta- o, para expresarlo mejor, una necesidad de mi corazón el honrar lo mejor que sé a este gran hombre al cual tengo en tan alta estima como escritor, al que tanto venero como hombre y como modelo de virtud y de patriotismo”.
Gracias a su maestría artística, el Réquiem consigue mantener vivo el recuerdo luminoso de Manzoni y proyecta hasta nuestros días el resplandor de la imagen de su vida.
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La definición inicial decía: “La gloria es la imagen de una vida sublime”. La gloria aureola una vida humana cuya grandeza es tan fehaciente que no puede ser negada por nadie. Por eso la gloria remite a la plasticidad de la imagen, poseedora de una verdad autoevidente no mediada por el signo lingüístico, que es siempre de naturaleza arbitraria y abstracta. Así lo debió de pensar Séneca cuando, en la última hora antes de quitarse la vida, quiso dejar a la posteridad un testimonio de su vida ejemplar.
Cuenta Tácito en los Anales que en el año 65 de nuestra era Cayo Pisón conspiró contra Nerón y tramó una conjura para asesinarlo. Descubierto el plan, el emperador, además de ejecutar al cabecilla, ordenó represalias indiscriminadas destinadas a provocar pánico en el pueblo y mediante el terror disuadirlo de futuras acciones contra él. Su cruel venganza alcanzó a quien había sido su maestro y educador, Séneca, aunque no había sido demostrada su participación en la intriga.
Llega un centurión a la casa del campo del filósofo, a cuatro millas de Roma, cuando éste se halla sentado a la mesa con su esposa y dos amigos. Le transmite la decisión del emperador, que exige su muerte inmediata, aunque le permite elegir el modo de llevarla a cabo. Sin inmutarse, escribe Tácito, pide las tablillas de su testamento. Como consumado retórico, la primera reacción de Séneca es producir un discurso escrito que compendiase con breves y hermosas palabras lo esencial de su paso por el mundo. Pero el centurión no le deja hacerlo. Entonces Séneca, añade el historiador romano, “se vuelve a sus amigos y les declara que, dado que se le prohíbe agradecerles su afecto, les lega lo único, pero más hermoso, que posee: la imagen de su vida (imaginem vitae suae)”.
¿Qué es la imagen de una vida?
La modernidad, por influencia del romanticismo, nos ha acostumbrado a pensar en la vida como una fuente incesante y casi infinita de posibilidades. La realidad es, en cambio, que el mundo nos ofrece a cada uno un surtido escaso y previsible de opciones vitales. En el camino de la vida atravesamos cuatro etapas bien definidas: infancia, adolescencia, madurez y ancianidad. Cada una de estas etapas enmarca un número tipificado de las experiencias humanas posibles en ella. Y, por otro lado, las situaciones existenciales que conoce una persona en el curso de la vida están predeterminadas y son las mismas para todos: amor, miedo, esperanza, frustración, dicha, dolor.
La imagen de nuestra vida resulta de una combinación de estos elementos pautados y tasados bajo una forma individual. Así como averiguar el número secreto de una caja fuerte permite abrir la puerta acorazada y descubrir el secreto que custodia, de igual manera conocer esa combinación de elementos existenciales nos desvela los contornos esenciales de la imagen de la vida de una persona.
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Ahora bien, esa imagen no se completa hasta la muerte de dicha persona. Un viejo adagio de la sabiduría griega dice que no puede formularse un juicio sobre la vida de un hombre hasta que éste haya muerto. En Ética a Nicómaco Aristóteles cita en dos ocasiones la sentencia de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, según la cual no debemos llamar feliz a un hombre en tanto que vive, lo cual no quiere decir que sólo alcance la felicidad una vez muerto, sino que la proposición que atribuye a un hombre el predicado de feliz puede ser formulada únicamente en el momento de su muerte, es decir, en imperfecto.
Pierre Aubenque, en El problema del ser en Aristóteles, establece una conexión muy clarividente entre este adagio de la sabiduría antigua y el concepto aristotélico de esencia. Aristóteles se sirve de dos expresiones para designar la esencia de una cosa: “to ti esti” y “to ti en einai”. La primera, más general, se refiere a la esencia como género abstracto, mientras que la segunda, que usa la forma imperfecta del verbo “ser”, la prefiere cuando la esencia contiene atributos materiales-concretos y encierra accidentes individuales, lo cual conviene en particular a la esencia de las personas.
La esencia de una mesa puede residir en su género (la idea de mesa), pero la esencia de una persona no se agota en participar de la genérica y abstracta humanidad sino que se extiende a los rasgos idiosincrásicos unidos a su corporalidad material. Sócrates ‒con sus peculiaridades físicas y psicológicas-no es sólo un caso del género “hombre”, un ejemplo de humanidad, sino una entidad individual en formación mientras vive. Por eso la esencia de una mesa responde a la pregunta de qué es el ser, mientras que la esencia de Sócrates responde a la pregunta de qué era el ser. Aristóteles no pregunta qué es Sócrates sino qué era para Sócrates ser hombre, quién fue Sócrates. La muerte de Sócrates da forma a la esencia de Sócrates y la completa. Para los griegos sólo había atribución esencial en imperfecto, sobre el pasado concluido, una vez que la muerte ha detenido el curso imprevisible de la vida y transmutado su contingencia en necesidad retrospectiva.
Mientras vivimos, la imagen de nuestra vida es todavía incompleta y en ella lo esencial se mezcla con lo accidental. Siempre es inseguro el conocimiento que tenemos de una persona, pues su imagen, mezclada con el ritmo del diario devenir, es percibida sólo confusamente. Entonces esa persona muere. Y al morir, entrega su esencia, despojada de los elementos azarosos que antes estorbaban la comprensión. Cesa la elaboración de su ejemplo y contemplamos por primera vez la imagen de su vida, íntegra pero también detenida en el tiempo para siempre. El conocimiento de esta clase de esencia es póstumo. El propio término de “meta-física” sugiere que el objeto de esta ciencia sobre el ser se sitúa en un más allá (meta) de la experiencia del mundo (física).
Se dice de quien abandona este mundo: “Ha muerto pero nos queda su ejemplo”. ¿Qué es, pues, la vida del hombre? Esto: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Así la vida de Séneca fue una demorada preparación del ejemplo que entregó a quienes le sobrevivieron y que la posteridad aún recuerda.
Con frecuencia se ha notado que la voz griega para “verdad” (aletheia) significa no-olvido (a-lethos), esto es, recuerdo. El precio de la verdad es la muerte, que desvela la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen. Al rememorar el ejemplo de alguien que ha salido de este mundo, se le concede realidad, se le confiere ser. Olvidarlo, por el contrario, equivale a negarle sustancia y permitir que sea devorado por la nada.
Estas reflexiones ofrecen un nuevo ángulo de aproximación al concepto estudiado. La gloria, conforme a lo expuesto, sería el recuerdo de un ejemplo difunto y memorable.
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Se trata ahora de encontrar un ejemplo difunto y memorable que, a causa de su ejemplaridad extraordinaria, se haya hecho acreedor de una imagen de vida gloriosa.
Para Homero el “mejor de los aqueos” ‒lo que equivale al “mejor de los griegos” y, por extensión, al “mejor de los hombres”‒ es Aquiles, hijo de la diosa Tetis, protagonista de la Ilíada. Personifica la ejemplaridad perfecta, el prototipo excelente por antonomasia. La excelencia de Aquiles consiste en reunir en su persona todas las virtudes –virtudes en sentido griego: capacidades, posesiones, fortuna- que en los demás héroes se hallan dispersas. La epopeya le atribuye en grado eminente valentía, belleza, rapidez, fuerza, juventud. Destaca en las dos esferas públicas del hombre antiguo: la batalla y la asamblea, esto es, con las armas y con la palabra.
Como hijo de diosa, Aquiles es inmortal por nacimiento, pero el hado ha establecido que sólo alcanzará la gloria si participa en la guerra de Troya; ahora bien, si participa, los griegos ganarán la guerra a los troyanos pero Aquiles perderá su condición divina, se convertirá en mortal y además morirá todavía joven en el mismo campo de batalla. Se enfrenta, pues, a un dilema trágico: vida larga pero destinada al olvido, o bien breve pero con gran gloria, dilema a cuyo estudio he dedicado el libro titulado Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal (2007).
La pregunta que el libro formula es la siguiente: ¿Por qué Aquiles decidió participar en la guerra de Troya si eso implicaba rebajar su rango, asumir una condición mortal y morir joven?
El tema de la Ilíada es la cólera de Aquiles, no el dilema. Homero no ignora pero suprime todo vestigio de esa otra más antigua tradición mitológica que presenta a Aquiles inmortal como un dios, invulnerable salvo en el talón. En la epopeya, aunque no narra la muerte que le está destinada, Aquiles no sólo comparte la misma condición mortal que el resto de los héroes sino que es llamado reiteradamente “el de más temprano hado” o el “de vida corta o efímera” (minunthadios). El dilema planea por toda la obra, pero cuando se inicia la narración de los hechos la decisión ya está tomada.
A veces Aquiles amaga con volver a su patria y despierta en su pecho una duda entre regreso o gloria (nostos ó kleos). Pero estas vacilaciones interiores del héroe, a impulsos de la cólera hacia Agamenón, no deben confundirse con las alternativas del auténtico dilema, el cual es de naturaleza no psicológica sino ontológica porque se refiere al tipo de ser –ser divino o ser mortal- que Aquiles tiene la posibilidad de elegir. Si elige ser eterno como un dios, llevará una existencia oscura, indefinida como una sombra, encerrada en sí misma, sin ejemplaridad ni individualidad. Si en cambio elige ser hombre, sacrificará su vida pero lo hará en un acto de máxima virtud al servicio de los intereses superiores de los griegos y, a consecuencia de ello, será reconocido por todos como el mejor de los hombres. Otros héroes arriesgan su vida en beneficio de los demás hombres, Aquiles la entrega con plena consciencia.
Al optar por la común mortalidad en una decisión de insuperable grandeza, otorga a su vida una significatividad que de otra manera no tendría y consigue a cambio tener un destino ejemplar. Se diría que Aquiles se dijo a sí mismo los versos que Juvenal escribió en sus Sátiras: que “es suma injusticia preferir la vida al honor/ y por amor a la vida perder lo que la hace digna de ser vivida”.
Para conocer la genealogía del dilema hay, pues, que acudir a una tradición paralela a la troyana y tan antigua como ella, de gran belleza y fuerza simbólica, que cuenta su adolescencia. Es la tradición de Esciros, que no ha tenido un aedo como Homero y que nos ha llegado dispersa en testimonios indirectos y parciales.
De niño Aquiles fue educado por el centauro Quirón, que lo instruyó en las virtudes heroicas, pero llegada cierta edad su madre, Tetis, para burlar el hado, escondió a su hijo donde pensó que nadie iría a buscarlo: el gineceo de Licomedes, rey de Esciros, donde Aquiles, vestido de mujer, convivió con las hijas del monarca y otras doncellas de la corte. Pasó los años adolescentes entre delicadas muchachas dedicado a sus juegos femeninos y a pasatiempos como trabajar la lana o recoger flores. Para su madre, lo primero es que su hijo viva para siempre, inmortal como un dios, aunque sea convertido en un travestido andrógino, y prefiero eso a verlo morir en la flor de la edad, por mucho que así gane gloria eterna.
La estancia de Aquiles en el gineceo simboliza la adolescencia humana, caracterizada por la ambigüedad y la indeterminación, una estancia que, cuando se prolonga más allá de los límites naturales, supone una alteración anómala en el desarrollo del héroe, una detención en la formación de su personalidad. Inmortal sí, pero privado de nombre y de identidad propia, semejante a la sombra de un sueño.
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El gineceo contenía la semilla de su propia superación. En esa situación de inacción ociosa va madurando en el joven Aquiles su decisión heroica. Por una doble vía: el amor a una mujer y la llamada de la comunidad que lo necesita para la victoria.
Por un lado, la inicial ambigüedad sexual del Aquiles adolescente entre las muchachas del gineceo evoluciona en una pasión violenta hacia una de ellas, Deidamía, hija del rey y madre de su único hijo, Neoptólemo, de quien se acordaría con ternura después en Troya en los momentos previos a la pelea definitiva contra Héctor. Si Aquiles, en lugar de entretenerse con todas las mujeres de la corte, es capaz de amar a una única mujer, vulnerable y mortal, destinada a morir algún día, está más cerca de elegir morir él mismo. Al enamorarse de Deidamía se decidió por una sola de las mujeres del gineceo y renunció a las demás. El amor es también un entrenamiento que le sirve al joven para ejercitarse gozosamente en la decisión y la renuncia. De modo que cuando llega la armada griega a las riberas de Esciros para recordarle sus deberes públicos, Aquiles ya se ha iniciado a través del amor en el aprendizaje de la decisión heroica.
Porque, por otro lado, los griegos necesitan a Aquiles para tomar Troya, según el segundo de los oráculos. Seguir en el gineceo no sólo le condena a una vida sin publicidad y sin virtud, a una existencia anónima, estéril y alejada de la experiencia humana fundamental al amparo de una madre que lo protege tanto como lo castra. Seguir en el gineceo también condena a los suyos, los griegos, a un total fracaso político-militar. Por eso éstos mandan a Esciros al astuto Odiseo para tratar de persuadirlo.
Cuenta el mito que Odiseo, siempre fértil en recursos, logró que se le autorizara el paso al gineceo disfrazado de comerciante y que, una vez dentro, extendió sobre una manta sus relucientes mercancías delante de las muchachas, y confundido entre ellas acudió también Aquiles. Aprovechando su presencia, Odiseo sopló la flauta guerrera y el hijo de Tetis sintió cómo en su pecho renacía el ardor guerrero. En ese instante, quitándose sus ropas femeninas, en un gesto sublime pidió la espada.
La decisión está tomada: participaría en la guerra de Troya para asegurar la victoria griega. Mejor vida corta pero con gloria. Emprenderá un viaje sin regreso y dejará atrás su patria, su casa, su madre, su infancia, su ambigüedad, su inmortalidad.
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Ahora es el momento de recuperar la pregunta esencial antes mencionada: ¿Por qué Aquiles fue a Troya si sabía que iba a morir y prefirió la vida breve antes que permanecer divinamente ocioso en el gineceo disfrutando de sus placeres? ¿En qué consiste esa gloria que Aquiles antepuso a la inmortalidad?
El mito conmueve por su capacidad de presentar de forma narrativa, como una parábola, el camino de la vida del hombre. Este camino comprende dos estadios: el estético y el ético. El gineceo de Esciros representa el estadio estético de la vida, que se corresponde con la infancia y la adolescencia, cuando el menor de edad se beneficia de una ociosidad subvencionada -por la familia o la sociedad- y se siente inmortal como un dios. A cambio, sin responsabilidad, sin hazañas, sin destino, sin experiencia de la vida, está privado de una historia digna de ser cantada. El yo se recrea en la contemplación de la pluralidad de sus posibilidades humanas sin definirse por ninguna y se posee a sí mismo sin darse.
El paso del estadio estético al ético en el camino de la vida se produce a través de la doble especialización: la especialización del oficio y la especialización del corazón, producción (mercancías) y reproducción (hijos). En el caso de Aquiles, ya se ha visto, la unión con Deidamía y el nacimiento de Neoptólemo, por un lado, y la participación en la expedición contra Troya, por otro. Llega una hora en que ese yo adolescente, ensimismado y narcisista, se enamora de otra persona y desea fundar una casa con ella. Y para el sostenimiento de la casa necesita escoger una profesión con la que ser productivo y ganarse la vida. Por medio de esta doble elección el yo se socializa y asume una posición en el mundo. Al socializarse, experimenta una suerte de nuevo nacimiento: nace a la individualidad.
En efecto, sólo cuando abandona el gineceo y se integra en la polis, el yo adquiere un nombre, una identidad reconocible por los demás y una individualidad propia. Paradójicamente, uno encuentra la forma de su individualidad precisamente en el proceso de socializarse y abrirse a la generalidad de una polis. Contra lo que pensó la misantropía del romanticismo moderno, toda auténtica individualidad es política.
Pero es que, además, al socializarse el yo entra por primera vez en el tiempo y experimenta con toda intensidad, dramatismo y fuerza su condición mortal. Progresar del estadio estético al ético conlleva el descentramiento de un yo que antes se autopertenecía y que ahora ha de generalizarse y poner su particularidad al servicio de un interés trascendente. Quien se sentía único en el estadio estético se experimenta ahora como esencialmente sustituible, semejante a todas las otras mercancías intercambiables, finitas y reemplazables de este mundo. Pero esta condición mortal no la vive como una pérdida sino al contrario como una ganancia. Género y especie son eternos, como le ocurre a una idea abstracta; sólo lo individual es mortal. De manera que la mortalidad constituye el privilegio de las entidades verdaderamente individuales.
Dignidad y precio a la vez: he aquí el enigma del hombre. En el estadio estético el yo descubre su dignidad infinita, como aquellas entidades que son fin en sí mismas y nunca medio de otras. Al entrar en el estadio ético la experiencia de la vida enseña al hombre que, pese a toda su dignidad, puede ser y de hecho es siempre sustituido en la polis en condiciones semejantes a que aquellas otras cosas que sólo tienen precio y son medio de un fin superior. La experiencia de la vida, en efecto, proporciona a quien la posee un saber sobre el propio dilema existencial de tener al mismo tiempo dignidad y precio; de ser, en consecuencia, y con igual legitimidad, único y sustituible, único como individuo estéticamente absoluto y pleno, y sustituible como miembro prescindible y relativo de una comunidad. La tensión entre el momento estético y ético del dilema, sin resolverse nunca en una síntesis o una imposible concordantia oppositorum, pertenece a la forma de la vida humana y persigue a donde vaya a toda figura humana viviente.
Estudiando el mito con cuidado se observa que ir a Troya significó para Aquiles muchas cosas al mismo tiempo: salir de la oscuridad del anonimato entrando en la esfera pública, ganarse la vida con su esfuerzo, prestar un servicio a los intereses de los griegos (a los que, con su participación, garantizaba la victoria militar), hacerse acreedor al título de “el mejor de los aqueos”, que le proporcionaba una identidad social, y así ser simplemente Aquiles, un hombre, un ejemplo sublime de lo humano. Muestra el mito que Aquiles –él, el descendiente de Zeus, hijo de la diosa Tetis- debió renunciar a su condición divina, rebajar su rango y aprender a ser mortal, no desear morir pero sí nacer a la mortalidad social como requisito previo imprescindible para llegar a ser el héroe que es.
Porque, aunque suene extraño, la mortalidad debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que esté dado o puede uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse. Nuestra vida es una novela de educación o Bildungsroman sobre ese viaje interminable desde el gineceo al campo de batalla troyano.
La respuesta a la pregunta de por qué Aquiles decidió salir del gineceo rumbo a Troya es, al final, la siguiente: esa decisión significaba aceptar su mortalidad y esta aceptación era la única manera posible de ser individual y, como tal, tener experiencia, tener historia y un destino propio entre los hombres. Ser individual es superior a ser eterno como una divinidad griega, superior incluso a ser feliz como un adolescente en un gineceo.
En Aquiles se confirma esa ecuación anteriormente establecida entre ejemplaridad memorable, muerte, imagen de la vida sublime, verdad póstuma, recuerdo y gloria. La gloria es el recuerdo del ejemplo virtuoso. Como Aquiles había de ser el mejor de los hombres, debía consumar una acción máximamente ejemplar: ninguna hazaña más grandiosa que la de renunciar a su condición divina y aprender a ser mortal. Poco después de su gran gesta el héroe muere y entrega la imagen de su vida a los supervivientes que recuerdan la verdad de su “ser” ahora revelada y la conmemoran.
La polis, además de teatro de la finitud, es también el lugar de la celebración edificante. El héroe perece y nunca regresa a la inmortalidad ni a la vida mortal, pero la polis, consciente de la inmensa fuerza integradora del ejemplo, organiza póstumamente su recuerdo glorioso y levanta un monumento conmemorativo destinado a animar a los ciudadanos a imitarlo: a dejar el gineceo como él lo hizo y a encontrar su peculiar camino hacia Troya.
El monumento, en el caso de Aquiles, fue la Ilíada, poema fundador de la literatura occidental.
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Como se dijo antes, la Antigüedad vio en lo sublime una modalidad de lo bello y entonces pudo hablarse con propiedad de una “belleza sublime”. Fue más tarde, durante la Ilustración (Burke y Kant), cuando se estableció un antagonismo radical entre lo bello y lo sublime. Este antagonismo dio lugar a una noción antisublime de la belleza y a una paralela noción antibella de lo sublime resultando de ello una sublimidad no sólo sin forma (informe, deforme, fea) sino también sin luz, esto es, privada de claritas y, en consecuencia, tendente a lo oscuro, lo siniestro, lo mórbido y aun lo demoníaco.
La etimología latina de “sublime” (sublimis) señala lo muy alto y “sublimar” significó al principio levantar o elevar: sublime, en definitiva, remite a lo grande por su altura moral y estética. La modernidad se desentendió del concepto originario de la grandeza como altura y lo sustituyó por otro que lo asimila a la intensidad del sentimiento o al gigantismo de los grandes números (espectaculares obras de la arquitectura, número impensable de estrellas y galaxias en el universo). Ese cambio de una grandiosidad cualitativa por otra meramente cuantitativa dejó a un lado aquella ejemplaridad que, por su carácter extraordinario, se hace especialmente digna de generalización social por imitación y de perduración en el tiempo.
Ahora bien, una modernidad sin grandeza ejemplar es una modernidad sin gloria.
¿Podemos sentir, pensar y representar lo sublime en la actual época de la cultura? Muchos responderían que no. La simple mención de lo sublime suscita un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo dominante habría desterrado del mundo contemporáneo la mera hipótesis de lo grandioso. El igualitarismo democrático habría impuesto una nivelación general que lo excluye. Al homo democraticus le sería dado disfrutar de las cosas sublimes producidas por los clásicos de nuestra tradición cultural –en una relación arqueológica o anticuaria con ellas- pero ya no crearlas. ¿Es esto cierto?
Longino ya se preguntaba por qué en su época escaseaban los poetas sublimes. Se daba dos razones. La primera, la ausencia durante el imperio romano de libertades democráticas: “La democracia es una excelente nodriza de genios y sólo con ella florecen los grandes hombres de letras”. La segunda, el desmedido afán de riquezas y de placeres de sus coetáneos, quienes, dominados por la indiferencia, ya no miraban hacia arriba ni emprendían jamás nada digno de emulación y honor.
¿Qué diríamos de nuestra época? En este comenzado siglo XXI la democracia se halla sólidamente asentada en Occidente, pero reina por todas partes la indiferencia ante lo sublime. ¿Por qué? ¿Sólo por el afán de riqueza y placeres?
Sin un anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio. Cada época propone un ideal –griego, romano, medieval, renacentista, ilustrado, romántico– que, como expresión suprema de lo humano, seduce por su perfección, ilumina la experiencia individual y moviliza el entusiasmo latente haciendo avanzar al grupo en una dirección. Una sociedad sin ideal –y lo sublime es una forma de ideal- está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse y a la postre a retroceder.
Nada prueba la incompatibilidad esencial entre la democracia y un ideal sublime. Sólo existe dicha incompatibilidad con la visión distorsionada que de ese ideal nos ha legado la modernidad. Se hallaría pendiente ahora la tarea de restauración del concepto, que empezaría por recuperar la noción de una “belleza sublime”, de esa luminosa belleza que es propia de lo grande y lo ejemplar, si bien se trataría de una grandeza y una ejemplaridad apropiadas para nuestra época democrática de la cultura.
Mi libro Ejemplaridad pública (2009; en trad. italiana 2011) propone una teoría de la ejemplaridad igualitaria, alternativa a la ejemplaridad aristocrática que, de forma implícita, ha sido hegemónica durante milenios en la cultura. De este libro interesa ahora destacar sólo uno de sus corolarios antropológicos. El ideal de la ejemplaridad se halla desterrado en la concepción moderna de la individualidad, porque la modernidad se imagina al yo autónomo, libre de la imitación y de la guía de otros. Por otro lado, en esta concepción moderna cada yo tiene conciencia de su unicidad irrepetible y en consecuencia falta absolutamente ese elemento común entre las personas que fundamenta la imitación del modelo ejemplar.
En efecto, desde Herder nos hemos acostumbrado a hallar lo individual de la individualidad humana sólo en lo diferente, lo especial, lo peculiar de cada uno de nosotros: ser individual es ser distinto, único; tener experiencia es experimentar la propia singularidad irrepetible. La representación moderna de la subjetividad toma prestadas las propiedades que Kant atribuye en exclusiva al genio artístico: situarse por encima de las reglas comunes, ser creador y autolegislador. Esta misma repugnancia hacia lo común se observa también en Sobre la libertad de Stuart Mill, quien cree que la originalidad del individuo es “la sal de la tierra”. Enaltece la riqueza, variedad y pluralidad de formas de ser del yo y menosprecia a quienes obran conforme a las costumbres colectivas, para lo cual sólo se requiere “la facultad de imitación de los simios”. Para él las costumbres –ese imprescindible elemento socializador y civilizador- son patrimonio de la masa, esa “esa mediocridad colectiva”. Frente a ella, recomienda al individuo que practique la “excentricidad”.
El ideal de la ejemplaridad exige buscar una representación de la subjetividad que, en lugar de poner el acento en la excentricidad que nos separa, tenga en cuenta positivamente, por el contrario, aquello que es común y todos compartimos en cuanto hombres.
En realidad, nada nos obliga a fijarnos en los aspectos excéntricos de nuestra biografía, que no son generalizables porque sólo nos conciernen a nosotros y nos separan de los demás. Porque, bien mirado, hay algo que, siendo radicalmente individual, es al mismo tiempo universal y nos iguala a todos los hombres frente a todas las aparentes diferencias. Algo íntimamente subjetivo que, sin embargo, se relaciona con lo típico-paradigmático de la condición humana. Algo que, siendo irrenunciablemente mío, comparto con todos los hombres.
Y ese algo es que todos participamos de una experiencia humana común, general, objetiva, que se resume en el universal “vivir y envejecer” de los hombres; una experiencia fundamental que, siendo mi experiencia, es también una experiencia general. Todos somos igualmente mortales y ese ser mortal nos es esencial. Todos los que, sobre la tierra, vivimos y envejecemos, formamos parte por igual del “común de los mortales”, y frente a esta experiencia decisiva cualquier diferencia se nos antoja irrelevante o secundaria.
La condición igualitaria y universalista del “común de los mortales” crea los presupuestos antropológicos de la ejemplaridad. Sólo si existe un substrato común que une a los hombres asemejándolos entre sí, la imitación de un modelo vuelve a ser posible, y esto es así porque lo ejemplar contiene por su propia naturaleza una llamada a la repetición y sólo repite el ejemplo de otro quien tiene o puede llegar a tener algo en común con él.
Y esto acontece también con Aquiles, el héroe del mito anteriormente analizado. Su experiencia fundamental -la de aprender a ser mortal- es también la nuestra. Aquiles no sólo protagoniza un bello mito antiguo, una amena fábula de entretenimiento literario. Aquiles encierra el paradigma permanente de lo humano. Su gloria es también la nuestra.
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Cada uno de nosotros, los hombres y mujeres de aquí y ahora, los reunidos en esta Piazza Grande, abandonamos como Aquiles el gineceo de nuestra adolescencia y nos embarcamos en las naves griegas con los demás héroes en dirección hacia Troya, donde moriremos en la pelea a la vez que ganaremos un nombre, el de nuestra individualidad personal formada en el elemento de la mortalidad compartida. Esa travesía marítima simboliza la empresa, común a todos los hombres en todos los tiempos y lugares del mundo, empresa permanente y nunca totalmente acabada, del aprendizaje de la condición mortal del ser humano.
La sublime grandeza de Aquiles se repite, pues, en tonos más cotidianos pero igualmente heroicos, en la vida de cada uno de nosotros. Ese yo que progresa en el camino y pasa del gineceo a Troya, es el nuevo Aquiles, la actualización contemporánea del héroe ejemplar, la reiteración del mejor de los hombres.
El estadio ético deja atrás el universo del estadio anterior pero retiene de éste un momento estético que, al conjugarse con la eticidad, alumbra la individualidad humana. Ésta, la individualidad, obra maestra del estadio ético, conforma la experiencia común, general y normal del hombre en cuanto hombre. Montaigne replica anticipadamente a Mill y a su doctrina de un yo excéntrico cuando, en la última página de sus extensos Ensayos, registra una de sus convicciones más profundas: “Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan al modelo común y humano, con orden pero sin milagro, sin extravagancia”.
En efecto, cada hombre que nace, trabaja, funda una casa y muere, participa de la intensidad y el dramatismo del dilema aquileo. Contemplamos a ese yo cotidiano -cabeza de familia responsable y profesional competente- que envejece cumpliendo con su deber sin extravagancias y retorna cada día a su casa al final de una jornada monótona y previsible, sí, pero útil para la comunidad, y en ese yo del montón, de una ejemplaridad sin relieve, resplandece la gloria del antiguo héroe.
Porque en ese yo se ha de admirar, en justicia, el acto heroico de asumir la propia mortalidad, aunque esa heroicidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de manierismo propios del estadio ético. Y aunque el romanticismo, que hizo del genio artístico el patrón de la individualidad moderna, nos ha dejado ciegos para percibir la noble sencillez y la serena grandeza de la normalidad ética, la más alta misión del hombre consiste en merecer dicha normalidad. Lejos de no estar a la altura del hombre, no existe en el mundo otra mayor y más digna de él, y constituye una tarea tan vasta que requiere todo una vida.
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¿Qué es la gloria? El final confirma lo afirmado al principio: la gloria es la imagen de una vida sublime. Pero ahora, tras el rodeo de esta conferencia, podemos añadir: vida sublime es también la nuestra, la de nuestra medianía sin relieve, que discurre discretamente en las masificadas sociedades democráticas.
Las necrológicas que hoy leemos en los periódicos –un género literario de primerísimo orden, quizá la única auténtica ontología posible- encuentra su antecedente en las laudationes funebres que los romanos pronunciaban en los funerales solemnes ensalzando el ejemplo que había dejado el difunto en su paso por la tierra. Ahora, mientras vivimos, permanece abierto el contenido de nuestra futura laudatio.
Y pregunto a los reunidos aquí, en esta hermosa Piazza Grande: Tú que me estás escuchando, ¿qué renglones escribirías en tu elogio póstumo si estuviera en tu mano hacerlo? ¿Qué querrías que dijeran de ti? ¿Cómo te gustaría ser recordado? No se trata de narcisismo. No. Es la pregunta griega por la esencia: ¿qué clase de hombre fuiste tú? ¿Cómo se combinaron al final en ti los elementos pautados y qué tipo de destino fue el tuyo?
La muerte es el momento de la verdad, en el que ésta queda fijada para siempre. Mientras llega, oh gentes de Módena, cuidad de vuestra imagen.