Al explorar yo mi pasado, […] tuve la esperanza de exponer a la vista algunas de las raíces de la guerra. Quise describir los golpes que había dejado en mí, porque yo estoy convencido de que esos golpes, bajo formas individuales distintas, pero siempre proviniendo de las mismas causas colectivas, marcaron y modelaron también las almas de otros españoles. Quise exhibir mis propias reacciones por creer que las reacciones de los demás estaban determinadas por fuerzas parejas y que el mundo que ellos veían era idéntico al mío, aunque lo vieran con distintas lentes.

“Novela y autobiografía”, prefacio de The Track, en Palabras recobradas

 

 







Vivir y contarlo

Pocas veces la obra de un autor ha aportado tantos cauces de comprensión de la historia de un país y de su pueblo. La forja de un rebelde es probablemente la mejor narración que se haya escrito sobre las primeras décadas del siglo XX español, el más preciso y enérgico esfuerzo literario por entender, desde su óptica particular, la causas que explican la guerra civil y las experiencias colectivas de un pueblo que convive secularmente con la derrota. Corren días en los que la omnipresencia de las narrativas del yo en el campo literario se limitan a circunvalar ombligos y casuísticas personales sin trascender la epidermis de los procesos, como si la experiencia histórica se limitara a las condiciones de los individuos que las escriben. En cambio, la escritura autobiográfica que emprende Barea, significativamente la que produce desde su exilio en febrero de 1938, trata en todo momento de abarcar el conjunto de experiencias las clases populares y revelar las tensiones de largo recorrido temporal entre el poder y la miseria, deteniéndose a explicar las fuerzas “ocultas” que habían provocado la guerra de España en relación con sus propias vivencias.

El método parece simple. “Lo que he registrado en este libro […] es de estricta verdad histórica dentro de los límites de una experiencia puramente personal. […] he hecho lo mejor para verificar los datos, intentando comprobar lo que mi memoria me decía”, afirma en el prólogo de la edición inglesa de La ruta. “Me he sometido a un esfuerzo constante para evitar que mi interpretación y convicción actuales deformen la visión que entonces tenía, ya que solo esa visión inmediata tiene interés histórico.” Es decir, recurre a la memoria para colectivizarla en un análisis sociológico que parte de su identificación con las clases populares. Pero Barea es consciente que la memoria juega malas pasadas, que recordar es un acto siempre tamizado por las expectativas del presente, por el anacronismo de analizar los procesos conociendo de antemano su resultado final. En La forja, reconoce los límites de su recuerdo, “sincero en mi sinceridad de los hechos, aun cuando tal vez no sea sincero en la realidad en sí de los hechos.”

La obra de Barea transita territorios fronterizos de inclasificable delimitación: novela histórica, ficción autobiográfica, ensayo histórico-político. Si tuviéramos que señalar una, destacaríamos la impronta que dejan sus experiencias en la forma de narrar, tachada no pocas veces de fría, seca o dura. Su falta de interés por aderezos estilísticos neobarrocos es algo que, en cambio, ha sabido destacar la literatura y la historiografía de tradición británica. Su estilo no resta tensión a la obra, al contrario, la hace más vibrante y verídico, más certero. El desnudo de la forma otorga a su testimonio un halo de fidelidad.

El recurso a la autobiografía no es algo propio de Barea, sino que caracteriza la literatura del exilio, marcada por la búsqueda introspectiva de las causas de la derrota y por la nostalgia de una España que fue, pero que ya no es, que ha cortado el cordón umbilical y ha roto unas raíces que ya no podrán trasplantarse en otro lugar. Sin embargo, el elemento distintivo de Barea es su enfoque “desde abajo”, la dilatación de su experiencia a la del resto de los españoles a partir del sufrimiento, el miedo, el frío o el hambre. Se erige como voz de una generación que no es literaria sino demográfica. “Yo he escrito una trilogía en la que he presentado lo que yo entendí que era la raíz del desastre español de mi generación, tal y como generación lo había visto […].”

Cuando hablamos de clases populares o de pueblo, aludimos a su propia terminología, pero no hay en ellas atisbos de tecnicismos ni de materialismo científico. Al contrario, se trata de una clasificación intuitiva e identitaria, resultado de haber experimentado las profundas desigualdades estructurales y culturales de la sociedad española.  Toda su obra es un alegato de dignificación de las clases populares y una crítica despiadada a las clases dominantes: caciques, generales, terratenientes y religiosos que sustentaban su poder en un sistema radicalmente injusto que protegía y sancionaba su avaricia. En abril de 1937, Barea escribió al escritor ruso David Vigodsky que “en España lo mejor es el pueblo. Por eso la heroica y abnegada defensa de Madrid, que ha asombrado al mundo, a mí me conmueve, pero no me sorprende. Siempre ha sido lo mismo.” Son palabras similares a las que escribió Richard Ford casi un siglo antes, en 1845, en Handbook for Travellers in Spain and Readers at home, en alusión a la resistencia popular a la invasión francesa: “[…] noble pueblo de España, merecedor de mejores gobernantes y de mejor fortuna! […] Tal resistencia fue realmente salvaje, desorganizada, indisciplinada y argelina, pero mostró a Europa un ejemplo que no fue dado por los civilizados italianos o por los intelectuales alemanes.” Palabras que sirvieron para la apertura de La Llama y que también compartía Antonio Machado en su Juan de Mairena, al concebir la patria como “un sentimiento […] del cual suelen jactarse los señoritos. En los trances más duros, los señoritos la invocan y la venden, el pueblo la compra con su sangre no la mienta siquiera.” María Zambrano, otra republicana exiliado, en Hora de España definió al pueblo como “el máximo sujeto de la historia”, porque “es a quien pasa todo lo profundo y esencial que pasa […] y porque es quien realiza todo lo que pasa y nada puede pasar sin él.” Esta noción estaba plenamente extendida entre la intelectualidad de los años treinta que se movilizó en defensa de la legalidad republicana.

Barea no es historiador, ni lo pretende. Su historia no es para los gabinetes ministeriales ni para las crónicas periodísticas. Tampoco para uso de ciclos conmemorativos ni rastreadores de biografías épicas. “Los libros de historia lo llaman el Desastre de Melilla o la Derrota Española […]; dan lo que llaman los hechos históricos. No sé nada de ellos, con excepción de lo que leí después de estos libros. Lo que yo conozco es parte de la historia nunca escrita, que creó una tradición en las masas del pueblo, infinitamente más poderosa que la tradición oficial”, apuntó en La ruta. La crítica valoró este empeño de historizar a los personajes sin historia. Hugh Thomas afirmó en The Nation, el 3 de mayo de 1975, que las doscientas primeras páginas de La forja “están entre las dos o tres mejores obras inspiradas en la vida obrera que nunca se han escrito.”

En La ruta cuenta su movilización para socorrer Melilla tras el desastre del verano de 1921. Tras una jornada maratoniana a pie hasta Ceuta, tomaron un barco para auxiliar la ciudad y recoger los millares de cadáveres. “Los periódicos que yo leí mucho más tarde describían una columna de socorro que había embarcado en el puerto de Ceuta, llena de fervor patriótico, para liberar Melilla.” Sin embargo, “todo lo que yo conozco es que unos pocos miles de hombres exhaustos embarcaron en Ceuta con destino desconocido, agotados hasta el límite de su resistencia después de cien kilómetros de marcha a través de Marruecos, bajo un sol asfixiante, mal vestidos, mal equipados y peor comidos. Tan pronto como el barco dejó el puerto, comenzaron a marearse y a ensuciar la cubierta del buque. Comenzaron a blasfemar […], jugar o emborracharse […], el barco era un infierno.” No hay en sus palabras ápices de épica, ni voluntad patriótica, ni ideales de progreso y civilización. “La guerra –mi guerra y el Desastre de Melilla –mi desastre- no tenía semejanza alguna con la guerra y con el desastre que estos periódicos españoles desarrollaban ante los ojos del lector.” Los hijos más pobres de la España profunda –“la gente más miserable e inculta […], tan incivilizados como los moros”- pasaron días recogiendo cadáveres con un olor a podredumbre humana que calaba hasta los pulmones. Tras el horror, Barea pasó años sin probar la carne.

La obra menos autobiográfica del escritor fue su última novela, La raíz rota, publicada en Inglaterra en 1951. A diferencia de la trilogía y de buena parte de sus relatos, ésta no se sustenta en sus experiencias personales. En sus páginas se imagina cómo hubiera sido un hipotético regreso a España para convencerse y convencer a los demás de la imposibilidad de volver a un lugar que ya no existe. El personaje, Antolín Moreno, es un alter ego de Barea. Al llegar a Madrid, descubre un país gris, marcado por el hambre y el estraperlo, sometido a un miedo omnipresente, un país sin esperanza. En términos cronológicos, supone la continuación de La llama, pero difiere tanto en estilo como en técnica y agilidad narrativa. Barea es un escritor que moldea su narrativa con la masa de sus experiencias. Cuando la escribe, ya dispone de pasaporte británico y podría regresar al país con ciertas garantías jurídicas –hay que recordar que siguen en España sus cuatro hijos y su exmujer-. Pero siente que la raíz se ha roto. En un primer momento su trilogía iba a denominarse La raíz, en su acepción de origen. En cambio, la raíz del exilio es una metáfora botánica. Barea no ha visitado personalmente el país que describe, aunque sí se ha esforzado en hablar con exiliados que sí lo han hecho. Este viaje ficticio anticipa otros que sí se materializaron, como el que describe Max Aub en La gallina ciega sobre su experiencia en la España de Franco en 1969, que comparte con La raíz rota la sensación de desarraigo. Barea se muestra muy crítico con la situación del país y se convence de que ya no es posible el regreso. Como en la ciudad invisible de Zirma, descrita por Italo Calvino, los lugares existen en la memoria de los que los habitan. Si esa memoria cambia, la ciudad, tal cual es, se desvanece.

 

Las causas de un rebelde

La ruta no es sólo el relato de las peripecias de su autor en Marruecos, sino que es un original análisis de la construcción de una cultura de guerra que llevaría al generalato, una década después, a extender sobre su propio país estrategias de dominación y represión aprendidas en el Protectorado. La guerra colonial fue también el trampolín de Franco y la semilla del fascismo español, tal y como señaló junto a su mujer, Ilsa Barea, en los ensayos Struggle for the Spanish Soul y Spain in the Post-War World. Las páginas de La ruta documentan el alto grado de ideologización del ejército español, significativamente de sus oficiales y del generalato. Cuenta el autor que un día el comandante mayor le encontró leyendo Abajo las armas de Bertha Von Suttner. Descubrió que también tenía libros de Blasco Ibáñez, Anatole France o de Víctor Hugo. Le recomendó que los quemara: “Muchacho, voy a hablar como si fuera tu padre. Esto es un cuartel […]. Yo sé cómo pasan las cosas […]. Los compañeros te pedirán prestados los libros y tú no puedes decir que no. Bien, en el momento que estos libros caen en las manos de estos pobres diablos que apenas si saben leer o escribir, es lo mismo que si les pusieras dinamita en las manos.” Sin embargo, había total tolerancia con libros y revistas pornográficas: “mejor es que lean eso que no que lean El Socialista.” Lo mismo ocurría con la permisividad hacia la figura de la querida y hacia los prostíbulos. La moral asfixiaba sólo a las mujeres. En Ceuta, por ejemplo, era imposible comprar periódicos liberales o de izquierda que cuestionaran la guerra o solicitaran la retirada de las tropas. De este boicot participaban los quioscos, que solo vendían ABC, El debate o El Defensor de Ceuta. La “corrupta” y “patriótica” guerra de Marruecos contentaba a muchos sectores de la población ceutí, pues estaba generando mucho movimiento económico. También era muy beneficiosa para el mando militar, ya que le permitía meteóricos ascensos, como el de Franco, “el general más joven de Europa”, y una oportunidad de enriquecimiento ilícito inimaginable en contextos de paz. Por eso mismo presionaron a todos los gobiernos y al propio dictador Primo de Rivera para que no retiraran las tropas de África, fuente inagotable de su prestigio y riqueza. Los perdedores, los de siempre, la soldadesca que entregaba su sangre en grandilocuentes discursos patrióticos, no tenían voz en los cuarteles ni periódicos que protegieran sus intereses.  Nada más llegar Barea al Protectorado, en junio de 1920, le ponen al día del sistema de corrupción de su unidad. Su primera misión fue la de construir una carretera hacia una kabila que ya no existía, es decir, un camino hacia ninguna parte, metáfora de una guerra sinsentido que sí reportaba suculentos beneficios. Robar, le dicen, “es quitar el dinero a alguien. […] Si robamos a alguien, es al estado, y bastante nos roba él a nosotros.” Había corrupción incluso en la alimentación que recibían los soldados, en muchos casos insalubre y podrida, que les provocaba enfermedades y hasta la muerte: “a unos les da disentería y a otros el tifus. Pero los soldados cuestan baratos.” Había ciertas enfermedades que no llegaban a los oficiales.

Una amplia generación de españoles venía asimilando y relacionándose de forma natural con la barbarie en un conflicto que se prolongó entre 1909 y 1927. Barea supo ver que todo este aprendizaje se desplegó una década después en la guerra civil. Si se había estado entregando la sangre de las clases humildes en la lucha patriótica contra un enemigo deshumanizado, “el moro”, no sería difícil que continuara el sacrificio con otros enemigos de la nación como el “rojo”, el “masón” o el “judío”.

Barea comienza a escribir –exceptuando algunos relatos y poemas de su infancia y juventud- para entenderse y entender lo que ha ocurrido en su país en las últimas décadas y contarlo a los demás. Lo que comenzó como una terapia para superar las crisis nerviosas provocadas por el bombardeo constante del Madrid sitiado, desembocó en un oficio que pudo desarrollar durante todo su exilio. Como explica en el prefacio de la edición inglesa de La ruta, “quería descubrir cómo y por qué he llegado a ser el que soy; quería comprender las fuerzas y las emociones que están detrás de mis sentimientos y acciones actuales. Traté de encontrarlas, no por medio del análisis psicológico, sino evocando las imágenes y las sensaciones que alguna vez vi y sentí […].” No hay, por tanto, apelaciones a genios, musas o idílicos paseos inspiradores. Empezó a escribir su vida, reconoce en la primera edición en castellano de La Forja de un rebelde para Losada, “porque pensaba que aprendería a entender a los demás si me investigaba a mí mismo sin piedad. Además, me parecía la ruta más directa para penetrar debajo de la superficie de las impresiones.” En una carta remitida a Ramón J. Sender, con quien compartió una nutrida correspondencia recogida parcialmente en Palabras recobradas por Nigel Townson, reconoció que “sin la Guerra Civil yo no hubiera sido escritor; tampoco hubiera al fin conocido a Ilsa y sin ella, tampoco hubiera sido escritor […]”.

Su trabajo colaborativo con Ilsa, traductora al inglés de buena parte de su obra, en cuya lengua fueron publicadas primero -a excepción de Valor y miedo-, ha generado ciertas suspicacias en torno a la autoría íntegra de los textos. Estas dudas se sustentan en que cuando la editorial bonaerense Losada pidió el manuscrito original de La forja de un rebelde para publicarlo en castellano, Barea alegó haberlo perdido, teniendo que traducirse con ciertas fallas de la traducción inglesa realizada por Ilsa. Desconocemos si se perdió o, si como apunta a modo de hipótesis Francisco Caudet, no existía ese original porque él dictaba en castellano al mismo tiempo que Ilsa lo iba traduciendo. Sin embargo, contamos con testimonios recogidos por Michael Euade que vendrían a desvanecer cualquier atisbo de dudas sobre la autoría de Barea. Sabemos que en su exilio parisino se turnaban la máquina de escribir, Barea estaba con el primer borrador de La forja e Ilsa con Telefónica. También sabemos que Chalmers-Mitchell tradujo al inglés los dos primeros tomos de la trilogía, por lo tanto esos originales existían. Además, Margaret Weeden, que vivió un tiempo con los Barea en su exilio inglés, señaló que él escribía sus textos en castellano a máquina y que luego los pasaba a Ilsa para que los tradujera al inglés. Ella sí firmó alguno de los ensayos, corrigió manuscritos, le animó a escribir y publicar sus obras, le consiguió trabajo en la sección latinoamericana de la BBC y le introdujo en los círculos intelectuales de los exiliados centroeuropeos en Inglaterra.

Cuando comenzó a escribir, Barea no frecuentaba círculos literarios ni formaba parte de las redes intelectuales españolas. No tiene padrinos ni aduladores, más allá de la sensibilidad que manifestó Ilsa por sus escritos y que le animaron a seguir. En cierto momento de su juventud, cuenta en La ruta que se acercó a algunas tertulias literarias de Jacinto Benavente en el Café de Castilla o de Valle-Inclán en el Café La Granja. Con éste último tuvo un roce ejemplarizante y que puede explicar su desinterés por los circuitos intelectuales de la capital. Valle-Inclán preguntó Barea si éste creía que se había equivocado, a lo que el joven respondió “yo no creo que se haya equivocado, lo que creo es que lo hace usted a sabiendas y que todos estos señores lo saben también.” Valle-Inclán empatizó con la valiente respuesta y le recomendó marcharse a su casa si quería ser un buen escritor. “Usted viene a tomar café, mejor si otro lo paga, a hablar mal de todos los demás y a mendigar un día una presentación. Pero si lo que usted quiere es aprender a escribir, quédese en su casa y estudie. […] usted se imagina que lo estoy insultando, pero se equivoca. No le conozco, pero me merece una opinión mejor que la mayoría de los que están aquí mirándonos como bobos. Y por eso le digo, no venga a estas tertulias […], de aquí no va a usted a sacar más provecho que, si acaso, un puesto de chupatintas en un periódico y la costumbre de tragarse todos los insultos.” Era lo mismo que le había advertido Emirlio Carrère cuando le dijo que “en España, ser escritor es hacer oposiciones a muerto de hambre”, ya que cuando, tras años adulando y pagando el café a algún escritor consagrado, tuviera la oportunidad de publicar en algún periódico, lo haría sin cobrar.

Barea escribe desde fuera del sistema literario, sin atender a gustos o afinidades temáticas y formales. Éste es otro de los hechos diferenciales de su obra y que marca indeleblemente su estilo y sus pretensiones literarias. Se reconoce como “el primer escritor español proveniente de las clases bajas de una gran ciudad.” Cuando escribe, lo hace con esta noción de pertenencia, empatizando con el hambre, la miseria y la lucha no pocas veces picaresca y despiadada por la supervivencia. Barea cuenta una forma de estar en el mundo compartida por una mayoría de españoles que no había ocupado hasta entonces con espacios de identificación en la literatura española. Ésta, incluso cuando hablaba de las clases populares, lo hacía desde posicionamientos verticales: el escritor, capitalino o capitalizado, que idealiza lo popular con cierto paternalismo. Su noción de pueblo no se ha forjado en un café literario ni en círculo de eruditos etnográficos. No hay en sus páginas idealización ni herencias caracterológicas del romanticismo. La picardía supera a la épica, salvo cuando el autor se refiere a “los suyos”, donde adopta un tono más trascendente. Rasgos de este enfoque se pueden encontrar en la literatura en formato popular que leía en su infancia desaviniendo las indicaciones de su colegio religioso: Blasco Ibáñez, Zola, Víctor Hugo o Tolstói. Su sensibilidad hacia lo popular parte del influjo de su propia trayectoria vital, que si bien transita dos horizontes bien diferenciados –el de su humilde madre y su acomodado tío o el del casino obrero y el de los propietarios-, no duda en ningún momento de cuál es su lugar y a quiénes entregar sus esfuerzos. Tampoco cuando conoce el sistema de corruptelas del ejército en el Protectorado que le invita a participar del festín. Barea no tolera la desigualdad social que se extiende en todos los sectores, inundando  las formas de socialización hasta dividir los bares, los prostíbulos, incluso las aceras de paseo, en clases.

Se ha insistido en que Barea se mueve en ambos territorios, pero lo cierto es que cuando se ve obligado a elegir se decanta por la fría buhardilla de su madre antes que por la pudiente casa de sus tíos. Prefiere buscarse la vida antes que seguir en la red caritativa de la Iglesia, donde experimenta a diario el rechazo clasista. Se afilió a  la UGT a principios de la década de los años diez, frecuentó la Casa del Pueblo y colaboró activamente con la movilización del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936 en el pueblo toledano al que había trasladado a su familia: Novés. Tras la sublevación militar de julio, participó activamente en la defensa de la República, instruyó a milicias y dirigió la Oficina de censura de la prensa extranjera del Ministerio de Estado. Trabajó con la Junta de Defensa y en labores propagandísticas y movilizadoras con el general Miaja. Tras la retirada del gobierno a Valencia, en noviembre de 1936, decidió quedarse en Madrid para combatir con sus medios el avance de las tropas franquistas. Cuando abandonó España junto a Ilsa por el paso de La Junquera, el 17 de febrero de 1938, se declaró ante el guardia francés de aduanas como “un socialista.” En 1951, en sus apuntes sobre “Literatura española contemporánea” recogidos en Palabras recobradas, volvió a definirse como obrero: “En la vida diaria como en mis escritos, mi lenguaje es el de la clase obrera madrileña de la que vengo […] Según las reglas literarias, es un lenguaje bruto, y sin embargo, el idioma del pueblo español, de la gente baja, posee fuerza y un gran caudal de destellos poéticos.” Su escritura intentó “expresar las penas y esperanzas de mi gente […]. Esta es la única manera en que puedo ayudar en la lucha contra la injusticia, violencia y falta de honradez que están arruinando a mi país y envenenando nuestra civilización.” Y ahí él mismo reconoció su originalidad: “Quizá esto sea algo nuevo en la literatura española, que carece de tradición autobiográfica de este tipo, a pesar de tener una antigua tradición de brutal realismo popular.”

Barea pretende narrar la historia de España, al modo de los episodios nacionales de Galdós o Baroja, vista desde las clases populares y empleando el género de la autoficción. No importa si hay más o menos ingredientes novelísticos ni el espacio que deja el autor a la ficción. Escribe para contar su verdad, que considera común para buena parte de los españoles de su generación. Para ello recurre a la observación meticulosa y aguda de sus recuerdos, novelados, empleando técnicas del diario y del ensayo histórico. Pretendía hacer de su experiencia una obra literaria.

Por esto mismo, las guerras que cuenta Barea no tienen nada de heroico: soldados “vomitando sin cesar”, “oliendo a cadáver”, enfermedad y muerte, patrocinadas por la negligencia y corruptelas del generalato y un rey que cifraba su prestigio y patriotismo en el sacrificio sangriento de los sectores más humildes de la sociedad española que no podían pagar para librarse del servicio militar y, por tanto, de ser carne de cañón para las veleidades expansionistas del nacionalismo español. La guerra civil que relata su trilogía, en sus cuentos y en sus ensayos es un proceso cargado de humanidad. No se reconoce como un teórico. Como le escribe a Roberto F. Giuisti el 18 de febrero de 1956: “me interesan los seres vivos mucho más que las teorías y los análisis.” Buen ejemplo es el libro de relatos Valor y miedo –de título sustancial-, elaborado a partir de sus charlas radiofónicas como “La voz incógnita de Madrid” y editado en Barcelona en 1938 –la que sería según el autor la última publicación en la ciudad antes de su caída-. En él no da cuenta de estrategias militares, discursos ideológicos, héroes ni líderes populares. Al contrario, narra la cotidianeidad del conflicto personificada en personajes anónimos, donde las balas y cañonazos comparten espacio con el frío, el miedo, el hambre, el amor y la muerte. No hay abstracción ni una clara definición ideológica, pese a que tuvieran en su origen unos fines movilizadores. Su propaganda emplea recursos reconocibles por la población, poco maniqueos -¡la experiencia nunca lo es!-, lo que le granjeó aún más problemas con los partidos que rapiñaban los restos de un Estado a las puertas de la debacle. La normalidad de esos protagonistas es la anormalidad de Barea, tanto en su relación con la propaganda de guerra como con la literatura del exilio. Sin florituras ni perfiles dicotómicos, pero con un ritmo narrativo directo y ágil reconocible e identificable fácilmente por los miles de combatientes que habían aprendido a la vez a leer y a empuñar las armas.

Cada uno de los tomos de La forja de un rebelde aporta una comprensión profunda de los condicionantes que provocaron la guerra y civil y la victoria del fascismo, y lo hace abriendo enfoques interpretativos aún hoy vigentes. En este sentido, Barea fue pionero en relacionar el conflicto con la guerra colonial de Marruecos, donde se formaron los generales rebeldes. En La ruta dedica el capítulo V de la segunda parte, “El embrión del dictador”, a la casuística de Franco. También en Struggle for the Spanish Soul: “Durante muchos años de su juventud y de su edad adulta Franco vivió y creció en medio de este ejército salvaje, formándolo y formándose en él. Se acostumbró […] a ver la destrucción […].” Convertido ya en joven general, volvió de Marruecos “implacable”, “egocéntrico” y “sumamente seguro de sí mismo”. Pero para continuar su escalada de ascensos necesitaba más sangre, que encontraría primero en la represión de la revolución de Asturias y después en la guerra civil: “a la cabeza del país gracias a la oportuna intervención de la muerte y a su magistral organización de la matanza de un millón de españoles.” Esto mismo señala en las páginas introductorias de The Track: “me doy cuenta de que lo que había visto era la etapa embrionaria en el desarrollo del autoritarismo castrense, y en particular los comienzos de la carrera política del general Franco.” La vida en el tercio era “algo así como estar en un presidio. Los más chulos son los amos de la cárcel. Y algo de esto le ha pasado a este hombre. Todo el mundo le odia, igual que todos los penados odian al jefe más criminal del presidido, y todos le obedecen y le respetan […]”. La actitud de Franco en África era la de un auténtico kamikaze. Fue entonces cuando comenzó a construirse el mito de la baraka. Pero su figura no puede explicarse de forma aislada, sino dentro de una contraofensiva de las clases privilegiadas de España.

El leitmotiv de su producción narrativa es la “rebeldía”, que no surge por capricho o motivación individual sino que es una respuesta a un sistema caracterizado por la desigualdad social y económica que él siente y padece desde sus primeros recuerdos de la infancia. Sus días pasan a medio camino entre la casa de su madre, lavandera en el río Manzaneres, y la pudiente posición de su tío José y su beata esposa. Rápidamente percibe la alteridad, el clasismo y la imposibilidad de ascenso social. Siendo un niño le mandan a vivir a casa de sus tíos, que le matriculan en un colegio religioso. El padre de Barea fue un militar republicano que participó en el levantamiento republicano de Badajoz de 1883, salvándose azarosamente de ser ajusticiado tras su fracaso. Su abuela paterna, que residía en Navalcarnero, era anticlerical y antimonárquica. En numerosas ocasiones su abuela y su tía discuten por la educación de Arturo: “Buena falta le hace al chico tomar un poco de aire y salir de tus faldas. Con tanto cura y tanto rezo, le estáis atontando. Ni la cara de gilí que tiene […] lo que no soy ni quiero que sea el chico es un espiritado como tú, que no sale de las faldas de curas y sacristanes.” Entre dos ambientes irreconciliables Barea va construyendo su personalidad y sus principios políticos. En las páginas de La forja va surcando las contradicciones sin atisbos de nostalgia. El dramatismo se diluye en la propia rebeldía –que bien pudiéramos llamar supervivencia-. Barea, a modo de lazarillo, hace un retrato de las desigualdades de la época. Habla de él mismo como excusa para explicar las raíces esenciales y seculares del problema español: la avaricia de la riqueza apoyada por la sanción moral de la iglesia y el miedo provocado por el ejército y la Guardia Civil.

La frontera entre estos dos mundos pronto se convierte en muro infranqueable. Es consciente que nunca pertenecerá a la élite pese a las becas que va obteniendo por sus buenas calificaciones. La discriminación clasista es estructural y se reproduce en la escuela, en la iglesia y en cualquier ámbito del espacio público. En Navalcarnero observa cómo los “ricos” pujan importantes cantidades de dinero por llevar a la Virgen, no por piedad, sino para ostentar su riqueza.  En la iglesia del pueblo “en los bancos se sitúan los señoritos y en las sillas las señoras. En el resto de la iglesia se colocan los demás, los labradores y los pobres […] se arrodillan sobre las piedras.” Lavapiés también se presenta como un espacio de escenificación de la desigualdad y donde persistían unas expectativas nunca satisfechas de mejora que fueron canalizadas a partir del 18 de julio de 1936 en la quema y destrucción de los edificios que simbolizaban lo infranqueable de las fronteras de clase. Barea juega en el colegio con los otros dos niños becados: “como solo hay clases de bachillerato para los niños ricos, estamos en las mismas clases que ellos, pero como los niños pobres no se pueden mezclar con los ricos porque sería un mal ejemplo y como tampoco podemos mezclarnos con los pobres porque no pertenecemos a sus clases […], no tenemos fila. […] los ricos me han llamado el hijo de la lavandera y los pobres me han llamado el señorito.” La misma segregación clasista encuentra Barea en las calles de Ceuta, donde había aceras de las calles para los soldados y las criadas y otras para los oficiales y las señoritas. Lo mismo ocurría en los cafés, los casinos y los prostíbulos.

Barea encuentra esta segregación clasista incluso en la Institución Libre de Enseñanza y en la Residencia de Estudiantes. Para su disgusto, descubre “una nueva aristocracia, que nunca había pensado que pudiera existir. Una especie de aristocracia de la izquierda.” Era tan caro estudiar en la Residencia como en los mejores colegios jesuitas. “Me convencí que la obra magnífica de Giner de los Ríos adolecía de los mismos defectos de toda la educación española: que sus puertas estaban cerradas para las clases trabajadoras”, escribe en La ruta. Tras la muerte de su tío, abandona su sueño de ser ingeniero pese a los intentos del colegio para que continúe estudiando becado. Barea lo rechaza con una declaración de principios: “ya sé lo que es ser hijo de la lavandera; sé lo que es que le recuerden a uno la caridad; […] sé lo que es fregar mi madre el suelo en casa de mi tía, sin cobrar sueldo. Sé lo que son los ricos y los pobres. Sé que soy pobre y no quiero nada de los ricos.”

En realidad, este navegar entre dos aguas tiene mucho de habitar una única orilla con distinto traje. En La Forja se llega a preguntar si él podría ser un buen socialista, ya que no tenía claro si era un obrero o no. El crecimiento del sector servicios en Madrid, al calor de la capitalidad, fue generando una nueva clase social pobre y no movilizada políticamente, con unas condiciones laborales competitivas propias del capitalismo más salvaje, pero que no encajaba en la tipología del mundo obrero. En primer lugar, por algo tan simbólico como el atuendo. Esta clase vestía con traje y corbata, pero sus condiciones laborales eran en no pocas ocasiones inferiores a la de los obreros. Por eso Barea desde la UGT intentó movilizar sindicalmente a los empleados de oficina. El escritor desentraña las claves del capitalismo que funciona acosta de las expectativas nunca cumplidas de una clase obrera de empleados con corbata. En agosto de 1911 entra como meritorio en el banco Credit  Étranger y experimenta en sí mismo el sistema de explotación del sistema. Cada año entran como becarios decenas de jóvenes sin sueldo o bien recibiendo cantidades míseras. Trabajan durante un año a modo de prueba, bajo la promesa de que los mejores recibirán en el futuro un contrato de trabajo y podrán prosperar en el banco. Esto hace que los becarios acepten unas condiciones laborales de semiesclavitud para mantener vivas sus expectativas de ascenso social. Sin embargo, Barea pronto comprende que “la mayoría de los que tienen sueldos mejores son precisamente los que no han sido meritorios.” Se trata de un capitalismo de explotación de las expectativas. “En el banco no puede esperarse nada hasta pasados muchos años, cuando ya se han convencido no de que uno sabe trabajar, sino de que está sometido totalmente.” Así proliferan en la capital negocios a costa del trabajo de meritorios, como el Continental Express, en la calle Alcalá, dedicado al envío de cartas y recados urgentes. Los repartidores son niños sin salario que se conforman con las propinas que reciben de los clientes. El negocio era redondo. Barea entra en la UGT porque comprueba que la lucha sindical mejora las condiciones laborales: “los socialistas hacen huelgas todos los días. […] Los meten en la cárcel, les dan palos, pero luego al final se salen con la suya. Son los únicos que trabajan ocho horas al día y los únicos que cobran el jornal que piden.”

En esta lógica de confrontación de clases, Barea emplea con frecuencia en sus novelas y cuentos la figura estereotipada del cacique y del terrateniente, a los que responsabiliza de la guerra, la miseria y la destrucción de España. La conciencia de clase le hace entender desde bien joven que el sistema premiaba y protegía con leyes, con la Guardia Civil y con la sanción religiosa a los que más tenían: “Dios premia a los buenos.” Se refiere en La forja a Luis Bahía, propietario de medio Brunete: “no sólo no le castiga Dios sino que, cuando va a San Martín, todos los curas le quieren mucho y le consideran como una buenísima persona porque encarga misas y novenas. […] los únicos buenos son los que tienen dinero y todos los demás son malos. Cuando protestan les dicen que ganarán el cielo y que no importa nada lo malo que se pasa en esta vida. Al contrario, que es un mérito […], pero yo no veo que, para ganar el cielo, los ricos se metan a pobres […].” Este discurso arremete contra el sistema de recaudación de la Iglesia y con la bendición del poder económico a través de bulas de cruzada, indulgencias y encargo de misas para liberar a las almas del purgatorio. “El que tiene miles de pesetas para ir a Lourdes, puede ser que esté cojo y vuelva andando. Pero si no puede ir a Lourdes, entonces se queda cojo toda la vida, porque la Virgen no hace milagros más que con los que van allí.” Su tía acomodada participa de esta opinión. Un día, saliendo de la novena, encuentra una mujer mendigando con su bebé a la que la madre de Barea siempre le da limosna para leche. Su tía, con otra noción de solidaridad, le explica que “hay muchos desgraciados. Pero Dios sabe por qué lo hace. A lo mejor era una mala mujer.” El historiador Alfonso Botti ha explicado magistralmente en Cielo y dinero cómo la Iglesia española rechazó hasta mediados del siglo XX el liberalismo político pero asumió con vehemencia los valores del liberalismo económico y justificó moralmente la desigualdad.

También revisten interés las críticas literarias de Barea publicadas en el exilio, en las que el autor tiene un papel de autoridad intelectual sobre las “cosas de España.” En 1941 publicó en la revista Horizon una sonada reseña de Por quién doblan las campanas de Hemingway. Ambos autores se conocieron en la oficina de censura durante la guerra y Barea no guardaba buen recuerdo del estadounidense. Sostiene que Hemingway demuestra poco conocimiento del pueblo “real”, que su mirada está permeada de estereotipos. “Siempre fue un espectador que quiso ser actor y que quiso escribir como si hubiera sido actor. Y sin embargo, no basta con mirar: para escribir con verdad hay que vivir y hay que sentir lo que se vive.” En el polo opuesto estaba The Spanish Labyrinth de Gerald Brenan, que, salvo ciertas generalizaciones esencialistas y perennes de los rasgos españoles “como si fueran inmutables, esencialmente raciales y no condicionados por factores sociales o históricos”, celebró en las páginas de Horizon en 1943 que se trataba de una acertada explicación histórica de las hondas raíces de la guerra de España. También elogió la obra de Unamuno, Lorca, Gómez de la Serna y Alberti, no así las de Ortega o Madariaga por considerarlos autores de “salón” y de “alta sociedad”, alejados del sentimiento del pueblo. Lorca representaría lo contrario, la fusión de lo culto y lo popular. El granadino era “el poeta del pueblo español” porque “gran parte de su trabajo es popular en el sentido de que toca a su pueblo.” También escribió los prólogos de las ediciones inglesas de La Colmena de Cela, Nada de Carmen Laforet y de Epitalamio del prieto Trinidad de Ramón J. Sender.

 

El discreto olvido de Barea 

Quizá se ha exagerado el “olvido” de la obra de Barea en España. Esta afirmación tenía cierto sentido hasta hace un par de décadas pero, en el nuevo siglo, gracias al  trabajo de recopilación y de investigación llevado a cabo por Nigel Townson, Michael Euade, Eva Nieto McAvoy, Francisco Caudet, Gregorio Torres Nebrera, Luis Monferrer, Paul Preston, Juan Marqués y otros participantes en este número monográfico de la revista Turia –el listado es largo y siempre dejaría en el tintero investigaciones relevantes-; así como por el incansable esfuerzo memorialístico de William Chislett –promotor de la colocación de una lápida conmemorativa en el cementerio donde se encuentran las cenizas de Barea con el apoyo de escritores como Antonio Muñoz Molina, Elvira Lindo o Javier Marías y de la concesión del nombre de Arturo Barea para una plaza en Lavapiés, entre otras iniciativas-, no puede sostenerse. Leyendo la nómina de investigadores salta a la vista la amplia presencia de hispanistas, que se sumarían a los elogios vertidos sobre la obra de Barea por Gerald Brenan, Hugh Thomas, Raymond Carr o Gabriel Jackson. Y es que la primera repercusión y los principales logros en vida del autor fueron en Inglaterra –donde vendió miles de ejemplares y actuó en las redes intelectuales como intérprete privilegiado de la guerra civil-. Su obra está pensada para explicar la historia de España en el ámbito anglosajón. Como ha señalado Michael Euade, entre 1948 y 1952 fue el quinto escritor español más traducido, sólo por detrás de Cervantes, Ortega y Gasset, Lorca y Blasco Ibáñez. En vida, Barea contó con el reconocimiento de intelectuales internacionales como Orwell, Benedetti, Dos Passos, Roland Grant o Garrett Mattingly, que elogiaron su obra. También exiliados como Ramón J. Sender o Guillermo de Torre, como se desprende de la correspondencia que mantuvieron con él.

Sí se puede señalar una recepción tardía de su obra si la comparamos con la de otros exiliados consagrados como Max Aub, Ramón J. Sender o Francisco Ayala, pero este atraso tiene que ver con posicionamientos políticos de los círculos de exiliados y por la cerrazón de  la  España  franquista, no tanto con el prestigio internacional de Barea, que era incuestionable. Su obra se tradujo a una decena de idiomas. En 1948 el sello Gallimard publicó la edición francesa de La forja de un rebelde. También se tradujo al danés, donde un grupo de intelectuales llegó a proyectar proponerle para el Premio Nobel de Literatura. Fue invitado a universidades norteamericanas y, gracias a su prestigio radiofónico en América Latina por sus charlas para la BBC, fue agasajado en 1956 en Argentina, Chile y Uruguay. Han sido numerosas las reediciones de sus obras, especialmente de su trilogía. También han contribuido a su popularidad las tiradas en ediciones económicas de bolsillo de algunos periódicos de ámbito  nacional: El Mundo incluyó La Forja de un rebelde en su biblioteca de “Cien mejores novelas en castellano del siglo XX” en 2001–ocupando cada tomo un número de la colección-, con prólogo de Luis Antonio de Villena, y Público editó La raíz rota, en 2010, en su “Biblioteca de la República”. Debate publicó, en los años 2000 y 2001, con edición de Nigel Townson, el mayor corpus publicado hasta la fecha de Barea y Cátedra incluyó en 2019 en su colección de Letras Hispánicas La forja de un rebelde con edición crítica de Francisco Caudet. A finales de 2017 el Instituto Cervantes organizó la exposición “La ventana inglesa” comisariada por William Chislett y con abundante material biográfico y bibliográfico novedoso. En el año 2023 la editorial Renacimiento en su colección “Biblioteca de la memoria” publicará más reediciones y textos inéditos.

 Estas copiosas reediciones lo han convertido en un autor referencial para el canon literario español del siglo XX y en un autor extensamente leído, divulgado y citado. Manuel Pecellín Lancharro ya firmó una temprana biografía de Barea, en 1981, en el segundo tomo de Literatura en Extremadura que manifiesta su pronta inclusión en el canon literario, en este caso el extremeño. Fue el primer acercamiento sistemático a la vida y obra del autor publicado en España. Si bien Barea centró su obra en sus experiencias en Madrid, ciudad a la que se trasladó al poco de nacer, su ciudad natal es Badajoz, donde guarda algunos marcadores de memoria: da nombre a una calle y a un premio de investigación cultural de la Diputación de Badajoz. Pecellín, además, publicó la partida de nacimiento de Barea, pues hasta entonces algunos, erróneamente, la situaban en Madrid tomando sólo como fuente histórica la novela La forja.

La insistencia en el presente del desconocimiento de Barea responde a lógicas publicitarias del mercado editorial y a la tendencia ya tradicional de las reediciones literarias de justificarse a partir de una supuesta pérdida. Desde la muerte del dictador, cada contexto ha traído nuevas oleadas de interés por la obra de Barea. Es totalmente comprensible que La forja de un rebelde no se publicara en España hasta 1978, bien muerto el dictador, como ocurrió con El laberinto español de Brenan, ya que el libro cuenta de forma descarnada las desigualdades de un país que sumía a la mayoría en la pobreza a través de una entente del ejército, la Iglesia y las élites económicas. La guerra civil “había sido provocada por un grupo de generales que, a su vez, estaban manejados por los sectores de las derechas españolas más fanáticamente determinadas a luchar contra cualquier desarrollo del país que fuera una amenaza para su casta.” Estas reflexiones no eran publicables en la dictadura, como tampoco lo era la asimilación del franquismo con el nazismo y el fascismo que formaba parte de la interpretación medular del conflicto para Barea y sus coetáneos en el exilio. En Lorca, el poeta y su pueblo, justifica el advenimiento de la República contra una “monarquía mantenida por generales vocingleros, nuncios papales y flojos políticos liberales, tenía hedor de depósitos de cadáveres infectado por todos los gérmenes imaginables. […] olía a muerto.” No era sencillo publicar estos escritos en España, y más viniendo de un autor comprometido con la República, afiliado a la UGT y que durante la guerra mundial utilizó su máquina de escribir y los micrófonos de la BBC para pedir la intervención de los aliados contra el reducto fascista que quedaba en Europa: la España de Franco. La historiografía literaria dentro del país fue muy crítica con Barea, tildado de “autor inglés” y de antipatriota. El catedrático de la Universidad de Zaragoza, Francisco Yundurain, publicó en Arbor, la revista del CSIC, en 1953, el artículo “Resentimiento español: Arturo Barea.” El él criticaba La raíz rota por “descaradamente sectaria”. En la novela “se busca una y otra vez el contraste desfavorable con todo lo español […], se enjuician nuestras costumbres, nuestros sentimientos, nuestros paisajes, cosas todas que están fuera de la lucha política […] y necesita encontrar razones para despreciarlas a cuenta de una imaginada superioridad del país en que habita […].” Concluía afirmando que “nunca había encontrado en ninguno de los autores revisionistas la falta de amor patrio” de Barea. Línea argumental que compartía Juan Luis Alborg en el capítulo que dedicó al escritor en Hora actual de la novela española en 1968, donde apuntó la “seriedad del inquisidor” y la “soberbia altanera” de Barea. El diario falangista Arriba publicó una necrológica el 21 de enero de 1958 firmada por Ángel Ruiz donde se hacía referencia al autor como “escritor inglés.” En 1948 Barea había conseguido el pasaporte británico y en varias alocuciones de la BBC no ocultó su satisfacción por encontrarse en Inglaterra y el agradecimiento por la acogida recibida, “porque era un desgraciado sin patria por defender ideales de humanidad y fraternidad dentro de una comunidad libre que había perdido su libertad por la violencia.” 

Sin embargo, estas opiniones y las precauciones del régimen no impidieron que se publicara en 1960 en el sello Cid, sorprendentemente sin intervención de la censura, una colección de cuentos seleccionados por Ilsa que llevó por título el nombre del último relato: El centro de la pista. Decimos sorprendente porque algunos tienen un mensaje político y un análisis de los problemas sociales de España inequívocos, como la crítica a la avaricia de los terratenientes en “Agua bajo el puente.” En cualquier caso, la publicación tardía de las principales obras narrativas de Barea no supone ninguna anomalía en relación al autor, sino que más bien nos hablan de la anomalía política del régimen de Franco y el rastro que dejó en la interpretación de la historia de España del siglo XX.

La oleada más intensa de reediciones y recuperación de material inédito se ha producido con el cambio de siglo, coincidiendo con un recobrado interés histórico –también institucional y político- por la guerra civil y su memoria. Este contexto favorable ha contribuido sobremanera a su divulgación. Del mismo modo, recientemente se ha insertado la obra y biografía de Barea en el constructo historiográfico -bastante politizado- denominado “tercera España”. En La llama, el autor no escatima páginas para describir el horror que sentía ante la represión descontrolada en Madrid contra personas inocentes cuyo único delito era no simpatizar con alguna de las formaciones de izquierda, ser católico o llevar una vida acomodada. También denuncia en sucesivas ocasiones la falta de unidad de las fuerzas republicanas, que miran por su interés partidista más que por hacer frente desde un Estado famélico a la fuerza incontestable de un ejército sublevado, apoyado militar, técnica, económica y diplomáticamente por la Alemania nazi y la Italia fascista. Describe igualmente la caza de brujas provocada cuando se producen cambios de ministerios entre diferentes partidos o sindicatos, la paranoica persecución contra el POUM y el trotskismo, la intromisión  e influencia creciente de la URSS en el gobierno de la República, la represión llevada a cabo por los agentes soviéticos y la generalización de la brutalidad y el terror. Ilsa ahondó más si cabe en estas cuestiones –porque las sufrió más- en su novela Telefónica, editada por primera vez en castellano en 2019, donde narra su experiencia en la oficina de censura y la persecución a la que fue sometida. Sin embargo, la categorización como “tercera España” ha consistido en no pocas ocasiones en viajar al pasado para buscar referentes de “centro” o “moderación” y llevarlos al presente para reforzar posiciones políticas, utilizando el prestigio de autores como Chaves Nogales para refrendar posiciones sin, por supuesto, consultarles. Barea fue un entusiasta defensor de la República, se movilizó el 18 de julio de 1936 contra lo que consideraba un ataque fascista a la soberanía popular: “fui testigo de uno de los sucesos más conmovedores que he presenciado jamás: vi y sentí la fuerza de la solidaridad espontánea de las masas. Decenas de miles de españoles –obreros- abandonaron aquella noche sus hogares impulsados por la sola y única idea de ayudar a detener a los fascistas. […] lo grande de aquella movilización […] radicaba en que era una fe común la que impulsaba, la que nos impulsaba.” Barea no manchó sus manos de sangre ni avivó el terror miliciano. No era hombre de disciplina de partido. “Yo carecía de la flexibilidad que es necesaria para someterse a un partido y hacer carrera política”, reconoce en La llama.  Sin embargo, una vez iniciada la guerra, era partidario de culminar el proceso en una revolución que librara al país de “las manos de unos pocos privilegiados; una revolución que daría lugar a una España del pueblo y para el pueblo en la que los seres humanos podrían convivir unidos […]”. Quizá idealista, humanista, pero no equidistante. Cuando conoce a Poldi, el marido de Ilsa, y a otros estalinistas, se ve así mismo como un revolucionario humanista o “sentimental”, como le define el dirigente ruso del Estado Mayor, el general Goliev. Pero este juego cromático de matices no le confunde de bando. En las páginas de La llama reconoce que “la elección estaba hecha durante toda mi vida. O vencía una revolución o yo estaría entre los vencidos.” No se le puede negar claridad expositiva.

De su narración y de sus actos no se desprenden equilibrios entre los dos bandos. Si la “tercera España” significa denunciar las atrocidades de los milicianos y los errores de la República, entonces Barea pertenece a ella, como también pueden pertenecer Azaña o Chaves Nogales. Pero si la “tercera España” supone poner en una misma balanza la República, la UGT, el socialismo o la revolución obrera con las fuerzas sublevadas y sus aliados seculares: Iglesia, alta burguesía y caciques rurales, Barea no entraría en esta clasificación. Al contrario, se decanta por los primeros cada vez que tiene ocasión y trabaja por su victoria de una forma sobrehumana desde el edificio de la Telefónica, poniendo su vida en peligro, día sí y día también, en defensa de unos ideales que no abandonará nunca y que no son circunstanciales, sino que le llevan acompañando, como recoge en La forja, desde su infancia. Andrés Trapiello, en su categorización de los intelectuales españoles al inicio de la guerra, sitúa a Barea en el grupo de fieles a la República y significado con la UGT. Antes de la guerra, aconsejaba al cura de Novés que utilizara “el púlpito para enseñar la palabra de Cristo y no para propaganda política, y trataría de convencer a unos y a otros para que vivieran en paz, para que los pobres no se murieran en la pared de la carretera esperando el milagro de un mendrugo de pan, mientras que los ricos dejan la tierra yerma y se juegan cada noche en el casino lo suficiente para que no haya hambrientos […].” El cura aceptó mal el consejo y se encomendó a Calvo Sotelo: “quieran ustedes o no quieren, ustedes los revolucionaros que quieren hundir a España en la miseria, ese hombre hará una España grande. […] Usted ha venido a turbar la tranquilidad de este pueblo. Lucharemos cada uno por nuestro lado y Dios dará la razón al que la merezca.” Cuando estalló el conflicto, cuenta en La llama, “no podía continuar al margen de los acontecimientos”, “sentía el deber y tenía la necesidad de hacer algo.” Quizá la confusión radica en asemejar equidistancia con liberad de criterio, o que algunas de las memorias maniqueas grabadas sobre bronce y piedra durante la dictadura continúan explicando el conflicto como una lucha contra una revolución “antinacional” y comunista y, por lo tanto, en legítima defensa. Barea trabajó denodadamente en defensa de la República hasta que comprendió, en la segunda mitad de 1937, que la guerra estaba perdida.

Sí podemos estar de acuerdo con la necesidad de continuar investigando la figura de Barea con herramientas historiográficas que permitan ahondar con mayor profundidad en una biografía que sigue construyéndose tomando como eje central La forja de un rebelde, algunos relatos autobiográficos y unas páginas de su archivo personal, depositado en Londres, denominadas “Biographical Notes”, con información complementaria sobre su trayectoria vital –han sido publicadas parcialmente en Palabras recobradas-. Poner en cuarentena el testimonio autobiográfico de Barea no significa dudar de sus afirmaciones, sino de la capacidad de la memoria para traer el pasado al presente. Hay por ejemplo imprecisiones geográficas y cronológicas –Gerald Brenan en el texto “An honest man”, publicado en New York Review of Books en marzo de 1975, señaló errores de localización en La ruta[1]- y ciertas contradicciones en datos relevantes, como en la fecha de la muerte de su madre Leonor. Esto no desmerece la obra de Barea, sólo viene a certificar la fragilidad de la memoria. Si bien su relato autoficcional nos puede ayudar a entender su proceso, no podemos tomarlo como fuente histórica. Cuando escribe la primera versión de La forja desde París, entre 1938 y comienzos de 1939, lo hace acuciado por el hambre, la incertidumbre del exilio, la falta de expectativas, la derrota personal y política y las crisis nerviosas. En ese duro contexto, escribe un relato de hechos acaecidos tres décadas antes. Por buena memoria que tuviera, ni Funes el memorioso podría poner en pie los acontecimientos “tal y como sucedieron”. Por esto mismo, es iluso dar rango de dato histórico a narraciones que no escatiman en todo lujo de detalles y que el propio autor reconoce que se han construido con la fragilidad de sus recuerdos y con recursos ficcionales. La memoria se construye rellenando los espacios vacíos para dar un sentido diacrónico al relato. Sustenta los imaginarios personales y su identidad y adopta una gran flexibilidad para hacer frente a las incertidumbres. El escritor puede ser fiel a su memoria, pero no puede hacer de su memoria algo infalible. Sin una documentación específica que no provenga de su propia pluma, nos faltarán muchos elementos de análisis para conocer sus acciones, motivaciones y el grado de veracidad de su ficción. Los excelentes trabajos biográficos publicados hasta la fecha son, sin lugar a duda, buen punto de partida para continuar rastreando las huellas dejadas por los Barea en el tiempo.

Los autores que participan en este monográfico no hemos pretendido realizar una biografía exhaustiva de Arturo Barea ni describir de una forma monolítica los perfiles generales de su obra. Hay suficiente bibliografía que lo viene haciendo con excelentes resultados en las últimas décadas. Nuestro objetivo ha sido el de señalar los principales vectores de debate que continúa provocando la lectura de la obra de Barea y que la sitúan en un lugar privilegiado al que acercarse a la historia de España de la primera mitad del siglo XX. También es un lugar de encuentro con la buena literatura, tan excepcional como los tiempos que la motivaron y la nutrieron. En este número de la revista Turia por primera vez se han reunido ensayos originales de los principales especialistas –vivos- en el autor, formando una polifonía cuyo interés radica en la capacidad que mantiene Barea para generar infinitas aristas interpretativas. La perduración de las obras a la muerte de sus autores sólo es posible cuando continúan propiciando espacios de incertidumbre, interrogantes y contradicciones en horizontes culturales cada vez más satisfechos y maniatados por la homogeneización y la reducción de la realidad a bloques previsibles.

 



[1] Para la realización de este ensayo y cotejar lo narrado en la guerra de Marruecos con documentos históricos que certifiquen o no su testimonio, hemos buscado sin éxito su hoja de servicios del ejército en los archivos generales militares de Ceuta, Melilla, Guadalajara –donde se conservan todos los Expedientes de tropa desde 1900-, Ávila, Madrid y Segovia. Desconocemos el motivo de esta ausencia documental.