Cuando las páginas de esta novela son abiertas por primera vez, se puede vislumbrar que las palabras de Giulia Conte descubren, detrás de su velo, el rostro de una nueva gran dama de la literatura íntima en noir, asomándose muy despacio a su lector. Al comienzo, sus palabras hablan disfrazadas de récit, invocando una situación durasiana, envuelta en su visión del despertar de la conciencia de infancia en el personaje de Nathalie, afirmando que “la infancia tiene cosas terribles de las que nadie sabe. Y ya, desde pequeños, nos crecen por dentro caracteres monstruosos que, luego, con los años, se convierten en rocas que nos varan” (p. 31).

Desde este despertar, tenemos el inmenso placer de presentar a Giulia Conte. Nació en la Murcia de principios de los años sesenta, desde donde inició un eterno periplo inagotable por los paisajes y las almas de la mujer y su universo. Giulia Conte desembarcó en la literatura a través de la unión de las sensibilidades, de las almas y, por supuesto, de los cuerpos de Zaida Sánchez Terrer y de Ana Verdú Conesa. Zaida Sánchez cursó estudios de Filología, y Ana Verdú, de Veterinaria, en su Universidad local. No sería justo decir que Giulia Conte es su solo su heterónimo. Giulia Conte es la unión de ambas, de la mujer universal y del lector invitado, en forma de inspector Lecteur, como será presentado en estas páginas.

Esta novela reúne las variables de la novela negra romántica, que ahora se nutre también del aroma estético del roman à clef mediante la duda, la deuda, el pasado, el dolor, con el fin de favorecer su tratamiento literario siempre ligado al desgarro, a la violencia del amor o al hecho de morir para seguir viviendo. En Las voces del Monasterio, Giulia Conte tiene el instinto creativo de Marguerite Duras y la sagacidad deductiva de Djuna Barnes. Son los universos existenciales de las principales protagonistas, Nathalie y Julia, los que llevan de la mano al lector hasta deslizarse por los recovecos más sórdidos y condolidos de la naturaleza humana, desde el triunfo de sus propias ruinas, como le ocurre al monasterio, verdadero protagonista de esta historia. Mientras tanto, para el inspector Lecteur, que investiga en París la extraña muerte de Nathalie,  su devenir cotidiano es un encuentro consigo mismo, desde la Place des Vosges, paseando por los empedrados más sonoros del Marais, hasta poder respirar el aire fresco de San Ginés de la Jara y el Monte Miral en Cartagena.

Desde el punto de vista poético narrativo, como una auténtica pieza de metaliteratura, la novela Las voces del monasterio está estructurada en diez capítulos titulados y once invocaciones, articuladas en nombres propios franceses, susurros de la mujer universal que habita en las paredes de este tríptico conformado por los paisajes de París, Cabo de Palos, y San Ginés de la Jara, a través de sutiles reminiscencias de Colette, Stendhal y André Gide.

Asimismo, Giulia Conte nos invita a recordar su compromiso poético con la tierra y el patrimonio murciano. Es cierto que el carácter lírico de su prosa ha nacido de la esencia poética del pueblo, desde su propia tierra como raíz, encarnada en las manos de cada lector. Así lo describe Miguel Hernández en su obra “Viento del pueblo”, escrita en 1937, mediante la dedicatoria dedicada a Vicente Aleixandre, donde nos habla de la tierra como cimiento del poeta. María Herrera, en su prólogo, da fe de este destino cuando afirma que:

“Con esta obra, la autora contribuye al rescate del patrimonio murciano, pues su lectura favorece y provoca el interés y deseo en el lector de conocer el citado monasterio, así como los demás lugares que lo rodean y donde trascurre la novela.

La lectura plantea al lector el concepto de multiverso, los universos paralelos, así como las causalidades y revelaciones. De esta forma el lector cae en la cuenta de que nuestro universo podría ser uno en un número infinito de universos paralelos, pudiendo existir conexiones entre estos” (p. 14).

Momentos antes, María Herrera nos introduce a este paisaje comentando que “la novela se encuentra ubicada en dos escenarios muy distintos: Cabo de Palos y París, manteniendo como telón de fondo el monte Miral y el derruido Monasterio de San Ginés de la Jara, declarado BIC con categoría de sitio histórico en 1992, donde se hallan bienes paleontológicos, arqueológicos, y testigos de historia medieval, moderna y contemporánea de la Región de Murcia” (p. 13).

Concluye su prólogo diciendo que “se trata pues de un multiverso, con el monasterio como telón de fondo, donde las “voces del monasterio” llaman a los diversos personajes ubicados en diferentes puntos geográficos conectando de esta manera los distintos espacios” (p. 14).

Nuestra autora inicia la novela con la muerte Nathalie, casi como decisión vital pura y consecuente con la desolación de su propio impulso:

“Algunos suicidas son personas que no lo han pensado dos veces. Son gente impulsiva, valiente, consecuente con su malestar, no como la mayoría, que nos acostumbramos a la vida, aunque nos pese.” (p. 25), porque “la muerte es lo de menos, es la vida la gran protagonista, la que se lleva todo” (p. 55).

Pero en realidad no sabemos cómo ha muerto Nathalie. Esa muerte parece más un recorrido de pérdidas. Ya en su infancia, el patio de juegos era el preludio de esa geografía silenciosa llena de dudas que va convirtiéndose en carencia, en ese silencio que  “se instala en la forma de jugar, de mirar a las amigas, de responder en el colegio” (p. 31).

Para sobrevivir, dentro de aquel caos organizado, Nathalie aprendió a distanciarse de su madre “para no ser golpeada por su desdén. Y eso me salvó, pero arruinó mi infancia. La inocencia se pobló de prejuicios, de calculada prevención, de sutiles cautelas”. Llega a constatar que se convirtió “en una niña introvertida para no ser descubierta y empezó a escribir” (p. 107)

Esta conversión se transforma en elemento clave de metaliteratura como doble ejercicio de maternidad en el texto de nuestra autora. Se trata del binomio Julia/Nathalie, las dos protagonistas, de su doble gestación poética y maternal. “Ahora vivo en la textualidad”, afirma Nathalie. Como tal, este binomio siembra la entraña creativa de Ana/Zaida, a su vez, para gestar a Giulia Conte desde la complicidad más pura.

En este proceso de metaliteratura, la creación literaria de Giulia Conte mediante Julia/Nathalie y desde Ana/Zaida es mucho más grata. No hay tanta responsabilidad o está diluida entre emisores y receptores, autores y personajes, suspiros y paisajes, contenidos y continentes.

Otro aspecto que merece atención en esta obra son los ecos de surrealismo poético, heredados de las obras de Gabriel Miró, Azorín, Juan Gil Albert y Fernández Flórez. Desde esta situación, también podemos disfrutar de ecos naturalistas apreciados en momentos basados en la descripción cálido-cromática de la paisajística de estos enclaves, donde el color del alma de San Ginés y el Monte Miral susurran una sensualidad serena, que recuerda a ese cielo protector que ya evoca Paul Bowles en la obra del mismo nombre.

Esta tradición surrealista cobra un toque blixeniano cuando describe que “la atracción que sin ton ni son siento por el monte Miral me fascina. Y no pienso resistirme. Es la tercera salida sola y en coche lejos de cabo de Palos, y de nuevo me dirijo allí” (p 139). Momentos más tarde, la pasión blixeriana recobra su serenidad yourcernariana al afirmar que “sigo contemplando el Monasterio de San Ginés, allá abajo, el campo y el mar al fondo. Marrón y verde en sus palmeras, naranjas de dátiles en lo alto. Qué bonito es. Me imagino sus huertos cuidados, sus muros completos y recios, sus tejados intactos, su torre orgullosa. Un monasterio, varias ermitas … “ (p. 142).

Dentro de estos paralelismos, merece ser destacado este fragmento donde nuestra autora nos evoca a las palabras del Conde de Volney desde la Palmira de su imaginación cuando se afirma:  “salgo de las ruinas y bordeo ahora la ermita por la derecha para regresar al punto de partida, la fachada principal. Quiero disfrutar de la magnífica panorámica una vez más antes de alejarme del monasterio entre palmeras y el mar de fondo, pero no llegó a completar el rodeo” (p. 144).

La novela Las Voces del Monasterio despliega multitud de alas, como los ángeles que, según la leyenda, ayudaron a San Gines a construir una de las ermitas del Monte Miral. Este es tan sólo uno de los escenarios de los muchos mundos posibles en los que la obra nos sumerge, mostrando un alma que diverge en varias esencias. Los personajes que aparecen en la novela no hacen más que buscar una identidad a través de la acción literaria, de las formas reflejadas en su espejo, del silencioso banquete explosivo que resulta de sus múltiples interrelaciones.

Para terminar se hace necesario elegir un último memento que complete esta invitación a su lectura. Nos estamos refiriendo a la calidad rítmica, al valor sonoro y musical del texto. La afinada sensualidad contiana, conducida de un modo literario desde un contexto postmodernista, puede ser distinguida entre miles de envolturas. Por ejemplo, en la eufonía de los nombres, donde nuestra autora se deja llevar por la epidermis tan atractiva de sus términos y nos descubre denominaciones de personas, lugares y cosas, cuyo simple enunciado produce en el lector ese inmenso placer voluptuoso que nos provocan las palabras cuando están habitando el preciso lugar que les pertenece. 

 

Giulia Conte, Las voces del monasterio. Murcia, Raspabook, 2023.