La princesa Sofonisba duerme inquieta. Del vacío emergen tres ojos que la vigilan y una mano que parece agarrarle las entrañas o el alma, que quiere arrebatarle su espíritu. No puede descansar porque le atacan viejos fantasmas. El dios Moloch se le aparece en sueños reprochándole que hubiese escondido en su casa como esclava a la niña Cabiria, salvada milagrosamente del sacrificio ritual en sus entrañas ardientes por el espía romano Fulvio Axilla y el esclavo Maciste. Ruge iracundo en los sueños de Sofonisba por haberle privado de semejante manjar. Al despertar de su pesadilla las imágenes amenazadoras se esfuman, pero en la princesa permanece una profunda inquietud, presagiando que algo terrible va a suceder.
Esta es una de las secuencias más bellas de la película Cabiria (1914) dirigida por Giovanni Pastrone y en cuya construcción visual participó directamente Segundo de Chomón, ejerciendo como director de fotografía, una profesión recién nacida. Se trataba de reproducir visualmente la zozobra y el remordimiento, emociones muy complejas, que Chomón tradujo en dos sobreimpresiones extraordinariamente ejecutadas, a las que añadió el uso de maquetas dotadas de movimiento propio que representaban el acceso al templo de Moloch y en realidad al dios mismo en toda su ferocidad. Estos efectos especiales resultaron imprescindibles a la hora de dotar de sustancia narrativa y emocional a la escena, consiguiendo que los trucajes fuesen mucho más que un mero golpe de efecto. Solo un año antes Georges Méliès había rodado para la Pathé A la conquista del Polo (À la conquête du Pôle, 1912) desplegando todos sus saberes y habilidades con los trucos que le habían dado la fama y con los que era un verdadero maestro. Méliès seguía trabajando dentro del denominado “cine de atracciones” con un sinfín de efectos especiales cuyo principal (y muy legítimo) objetivo era resultar atractivos en sí mismos y provocar la sorpresa y admiración del espectador, aunque por aquellas fechas el público prefierese historias más complejas y puestas en escena menos retóricas. Tal y como señala en su artículo Agustín Sánchez Vidal, mientras la actitud de Méliès con la utilización de sus trucos era netamente teatral, la de Chomón resultaba mucho más cinematográfica y moderna.
En Cabiria, como operador de cámara y director de efectos especiales de la película, empleó algunos de los efectos especiales ideados por Méliès, pero con una finalidad diferente. Los convirtió en parte imprescindible del relato integrándolos como elementos visuales inherentes al desarrollo de la trama. En la secuencia del sueño de Sofonisba le sirvieron para enriquecer psicológicamente a los personajes y para reproducir el universo de los sueños, que tan estrechamente está unido al cine. Aunque el director de la película era Giovanni Pastrone (que operaba frecuentemente bajo el seudónimo de Piero Fosco), en la campaña de promoción de Cabiria y en los carteles (de los que tan sabiamente nos habla en este monográfico Roberto Sánchez López) se concedió todo el mérito al poeta Gabriele D’Annunzio, escritor, militar y político vinculado al decadentismo y responsable de la construcción del imaginario de la Italia de la Antigüedad que se popularizó a comienzos del siglo XX. A estas alturas de la historia, cuando el cine estaba abandonando poco a poco el anonimato, utilizar el nombre de D’Annunzio era una estrategia comercial perfectamente calculada, que habían establecido años antes los hermanos Laffité en su productora Film d’art promocionando sus películas al abrigo del prestigio de Erik Satie, Sarah Bernhardt o Edmond Rostand.
Cuando se rodó Cabiria, el cine italiano llevaba varios años usando esta misma fórmula, pero a lo grande, en escenarios naturales o históricos, con infinidad de extras, decorados tridimensionales de cartón piedra y relatos elaborados y complejos, con giros sorprendentes en la trama y personajes que comenzaban a tener encarnadura humana, como Sofonisba. Gracias a los trucos de Segundo de Chomón podemos ver sus pensamientos y entender sus creencias y sus miedos. Por eso conviene ir más allá del manido tópico que se refiere a Chomón como el Méliès español y reconocerlo como uno de los grandes creadores de los orígenes de la Historia del Cine, que contribuyó a dotar de herramientas técnicas y visuales propias a un arte que estaba construyendo su lenguaje con los recursos aportados por él mismo y otros como Georges Méliès, Ferdinand Zecca, Mack Sennett, Charles Chaplin, David W. Griffith, Billy Bitzer, Segei M. Eisenstein o Abel Gance.
Refiriéndose al arte cinematográfico Kristin Thomson y David Bordwell nos recuerdan que las películas son como edificios, libros o sinfonías: objetos creados, no preexistentes. Pero resultan tan cautivadoras que tendemos a olvidar que las películas se hacen gracias al trabajo del ser humano y de las máquinas.[1] Por eso conviene hablar de Chomón no en términos de comparación, sino reconociéndolo como un autor con entidad propia, que, con otros muchos, contribuyó a comienzos del siglo XX a la construcción de un ofició hasta entonces inexistente, el cinematográfico. Y también a la creación de un nuevo arte, el Cine.
Constructor de un oficio
Porque el cine como oficio (u oficios) fue definiéndose sobre la marcha. En los primeros rodajes de los Lumière, no había directores de fotografía, ni truquistas, eléctricos, decoradores, sastres o guionistas y en casi todos los casos ni siquiera actores. Solamente un operador y una cámara. Méliès fue uno de los primeros en descubrir el sinfín de actividades que implicaba hacer una película cuando se trataba de ir más allá de la toma de vistas del natural, aunque terminase dedicándose él mismo, como un hombre orquesta, a realizar todas las tareas. Paradójicamente esta falta de visión a la hora de organizar y dividir el trabajo sería uno de los motivos de la ruina de su empresa, la Star Film. Quienes se dieron cuenta de la necesidad de organizar el trabajo en términos industriales, repartiendo las tareas y propiciando la especialización, fueron los hermanos Pathé. En este momento de reorganización empresarial y profesional, Segundo de Chomón decidió iniciarse en el oficio cinematográfico. Al principio con una tarea modesta, la de colorear películas. De ahí pasó a la filmación (sus dos primeros títulos documentados fueron Ascension du Mont Serrat en Espagne y Descente du Mont Serrat, de 1901) y a la creación en 1902 de una empresa familiar en la que colaboró también su mujer, Julienne. Chomón entendió muy pronto el cine como “industria” en la que trabajar en equipo y con equipos a los que asignar tareas específicas. Fue de hecho uno de los primeros en crear una infraestructura industrial en España dedicada a la producción de películas, tal y como desarrolla ampliamente en su artículo Fernando Sanz Ferreruela.
Y casi de inmediato, al calor del éxito del Viaje a la luna de Georges Méliès, comenzó a ensayar los primeros trucajes, utilizando maquetas para su Choque de trenes (1902) y haciendo uso de la doble exposición de la película y de las sobreimpresiones en títulos como Las aventuras de Gullivert en el país de los gigantes y pigmeos (1903). Llegó a construir su propia cámara para asegurarse de que las sobreimpresiones se hacían con la máxima precisión. Así fue como Chomón se convirtió en un maestro en materia de efectos especiales. Tal y como explican Mariona Bruzzo y Rosa Cardona llegó a ser un técnico excepcional y un investigador infatigable. Su formación y vocación técnica no eran las de alguien únicamente interesado en hacer películas (y en hacer caja) o en alardear de lo fascinante de determinados trucos cinematográficos. Le preocupó intensamente el trabajo del rodaje, la edición y el montaje de las imágenes. Aportó soluciones, creando recursos que enriquecieron no solo la sintaxis sino también la morfología del cine. Y esto incluye su preocupación por el color, que fue el elemento a partir del que Chomón se hizo cineasta y con el que seguiría experimentando a lo largo de toda su vida. Precisamente el coloreado de sus películas es uno de los factores que hace más complicada la recuperación y restauración de su obra, tal y como señalan en sus artículos Marián del Egido, Josetxo Cerdán y Ana Marquesán.
La Pathé lo contrató como operador de cámara y director de trucajes en 1906. Esta firma estaba muy interesada en formar equipos con técnicos especialmente habilidosos para reforzar su producción de cine fantástico y ganar posiciones con respecto a Georges Méliès y la Star Film. En París, Chomón perfeccionó su trabajo con el paso de manivela y su habilidad para animar objetos inertes, tal y como se aprecia en L’Antre de la sorcière y La maison hantée. Por estas mismas fechas la industria cinematográfica iba a experimentar una transformación decisiva, especialmente a partir de 1907, cuando las productoras pasaron de vender las películas a los exhibidores a alquilarlas. Este cambio en los usos mercantiles generó un nuevo oficio, la distribución; permitió a los exhibidores renovar más frecuentemente su programación; hizo que las salas de cine dejasen de establecerse en barracones itinerantes o en locales sencillamente habilitados y pasasen a convertirse en cómodos salones y cada vez más lujosamente acondicionados; además de multiplicar la producción cuantitativa de títulos que cada firma debía poner en el mercado para estar en posición de competir. Y allí estaba Chomón, trabajando en una treintena de películas al año para la productora más grande del mundo y contribuyendo con su tarea a la construcción de un nuevo oficio.
Creador de un arte
Al trabajar con trucajes exigentes que debían estar perfectamente integrados en el conjunto del relato y demandaban prever las diferentes tareas cuidadosamente, Chomón comenzó a escribir guiones técnicos muy detallados en los que se contemplaban todo tipo de pormenores, especialmente a partir de 1910. Y mientras los redactaba, tuvo ocasión de reflexionar más intensamente sobre las posibilidades narrativas del cine.
Sus primeros tanteos en este sentido pueden localizarse en torno a 1903 y 1905, cuando decidió llevar a la pantalla algunos cuentos populares publicados por la editorial Calleja, entre ellos Pulgarcito, Aventuras de Gullivert en el país de los gigantes y pigmeos (1903) o La gallina de los huevos de oro (1905). Con la adaptación de estos títulos rescataba relatos tradicionales, reformulándolos visualmente e iniciando una labor de puesta en imágenes de las viejas historias, que Agustín Sanchez Vidal e Irene Vallejo han identificado como el inicio de una tendencia que se prolongaría en el quehacer de Walt Disney, Ray Harryhausen o Jim Henson.
Cuando retornó a Barcelona en 1910, Chomón volvió a recuperar las historias propias del folclore local hispano y los relatos más populares para dotar de personalidad propia y de un catálogo de películas que diferenciasen a la productora que acababa de fundar junto a Joan Fuster Garí. Contribuyó desde su nueva empresa a la configuración de algunos géneros como el burlesco, el cine de trucos, el denominado cine incoherente o irracional, el histórico, e incluso el musical, aun cuando no había sonido, llevando a la pantalla el argumento de algunas zarzuelas muy populares. Para buena parte de estas obras escribió guiones en los que, además de prever el desglose de planos de la película y el montaje que debía hacerse de la misma, tuvo ocasión de plantear novedades narrativas tan audaces como el flash back de La tempranica (1910) o el flash forward de Las píldoras maravillosas (1910).[2] Chomón estaba explorando las distintas posibilidades de articulación del relato cinematográfico al mismo tiempo que Edwin S. Porter y fundamentalmente David W. Griffith ensayaban el uso del montaje en paralelo y del flash back.
Todas estas narraciones estaban marcadas por lo que Bernardo Sánchez Salas reivindica en este monográfico como la pasión por lo extraordinario de Chomón y su especial habilidad para educar la mirada del espectador, acostumbrándola a la naturaleza mágica del cine. A pesar del anonimato de estos primeros años, su virtuosismo ha hecho que muchos autores se planteen la existencia de un “estilo Chomón”, caracterizado por la brillantez en la construcción de las imágenes y la destreza en la resolución de los efectos especiales. Junto con Georges Méliès, Georges Albert Smith, James Williamson, Émile Cohl, Winsor McCay y otros muchos, Chomón contribuyó a la construcción de un régimen visual, que tal y como apunta Joan Minguet Batllori en su artículo, se mantuvo vigente hasta la aparición de los trucajes digitales.
En cualquier caso, estamos ante un cineasta capaz de construir imágenes memorables, con fuerza suficiente como para integrarse de manera irreversible en la memoria colectiva y adquirir la categoría de icono: las maletas que se deshacen solas o el peine que compone el cabello de la huésped de El Hotel Eléctrico (1908); los sueños inquietantes de Sofonisba, Momi o Emma, que traducen en imágenes el subconsciente (que por aquellas mismas fechas estaba explorando Freud); o el miedo a la alienación y a todos los sinsentidos que de ella se deriva y al que supo dar forma en la efigie del dios Moloch y sus fauces aniquiladoras. De esto último tomaría buena nota Fritz Lang al componer una de las secuencias cruciales de Metrópolis (1927).
En 1911 el poeta italiano Ricciotto Canudo escribió su Manifiesto de las siete artes, en el que reivindicaba la condición del Cine como un arte nuevo que había conseguido la síntesis total de las preexistentes. La idea de que el cine era algo más que un entretenimiento de barraca de feria comenzaba a abrirse paso. Fueron los años de los grandes palacios cinematográficos, en los que las nuevas salas de proyección imitaban el lujo y las dimensiones de los teatros decimonónicos, para de este modo estar en condiciones de competir. Una nueva posición que se materializó en edificios como el Artistic-Pathé de París (1911), el Electric Palace de Harwich (Inglaterra, 1912) o el Regents Theatre de Nueva York (1913).
Solo un año después, en 1912, Chomón comenzó a trabajar para Itala Films con un contrato muy ventajoso, que evidenciaba el reconocimiento profesional del que era objeto por entonces. Cuando en 1913 se hizo cargo de la dirección de fotografía y los trucajes de Cabiria, era ya un profesional plenamente maduro. En el sueño de Sofonisba superó con creces las representaciones primigenias de los estados oníricos, yendo mucho más allá que Porter en la primera secuencia de Vida de un bombero americano (Life of an American Fireman, 1903). Aunque el estallido de la Gran Guerra privó a Cabiria del éxito en taquilla para el que había sido diseñada, fue una película muy conocida y valorada entre los profesionales del cine. Uno de ellos fue Griffith, que pocas semanas después del estreno de esta película comenzó a idear un filme épico de larga duración, imitando a los italianos, para exponer uno de sus temas favoritos: la guerra civil norteamericana y la reconstrucción del sur en el que había nacido. Era el origen de El nacimiento de una nación (1915).
Chomón volvió a trabajar al final de su vida en otra obra colosal por su ambición narrativa y por la complejidad de su producción: Napoleón de Abel Gance (1927). En esta ocasión, su labor quedó diluida entre el quehacer de un equipo técnico de más de doscientos profesionales y un director con ideas visuales muy personales e innovadores. Una vez más Chomón puso su talento al servicio de un proyecto colosal que influyó en los cineastas dispuestos a transitar del mudo al sonoro y que fascinó a realizadores de la talla de Francis Ford Coppola. Manuel Hidalgo nos cuenta en su artículo los avatares de la recuperación de esta película y la decisiva participación de Carmine Coppola, padre de Francis, en la composición de la banda sonora para la versión restaurada.
Aunque entre los primeros trabajos de Edison, los Lumière o Méliès y títulos como Cabiria o El nacimiento de una nación, apenas medien veinte años, en este lapso de tiempo se codificaron, ordenaron y sistematizaron el lenguaje y los recursos narrativos de un nuevo arte. La invención del Cine, como casi todas las cosas importantes, fue una empresa colectiva. Luis Buñuel sostenía que la realización de una película era una tarea muy semejante a la construcción de una catedral, una obra ingente, a veces anónima, que era posible gracias a la intervención de muchas personas. Es la misma idea que podemos trasladar a la creación de arte cinematográfico, al que contribuyeron además de Edison, Lumière, Méliès, Williamson, Smith, Zecca, Porter, Pastrone, Griffith, Sennett o Chaplin, directores de fotografía como Billy Bitzer y, por supuesto, Segundo de Chomón. A todos ellos, y a otros muchos conocidos o anónimos, les debemos no solo la construcción de un oficio, también la creación de un nuevo arte, el Séptimo.
El cine es sueño
La discreción personal de Segundo de Chomón y el anonimato general bajo el que desarrollaron su actividad los profesionales de los oficios técnicos en los orígenes del cine nos han privado de muchas huellas a la hora de reconstruir su trayectoria. Uno de los primeros en recoger pruebas directas del quehacer de Chomón fue Carlos Fernández Cuenca (del que nos habla Luis Alberto de Cuenca), que elaboró su libro Segundo de Chomón, maestro de la fantasía y de la técnica (1972) a partir de los testimonios del hijo del cineasta, Robert, y de algunas de las personas que le conocieron como Henri Langlois o el mismísimo Abel Gance. Daniel Sánchez Salas se ha encargado de trazar el recorrido por la fortuna histórica e historiográfica de la figura de Chomón (en la que ha sido fundamentales las obras de Tharrats, Sánchez Vidal y Minguet Batllori[3]), evidenciando la dificultad de reconstruir algunos aspectos de su andadura profesional. Afortunadamente, trabajos recientes como los realizados por Réjane Hamus-Vallée, Jacques Malthête, Stéphanie Salmon[4] o Iván Núñez, aportan nueva información para componer su perfil profesional y personal. Además, merece la pena señalar que, en los últimos años, desde que Fernández Cuenca o Rotellar rescataran la figura de Chomón, en torno al centenario de su nacimiento se ha hecho un especial esfuerzo por divulgar y dar a conocer su vida y obra, más allá del ámbito académico o cinematográfico, tal y como recoge en su artículo Gonzalo Montón.
No obstante, su premeditada discreción y las numerosas incógnitas acerca de su vida y de su obra han dado pie a todo tipo de especulaciones. En su artículo, Antón Castro reivindica el misterio de Segundo de Chomón. Y con esta inmejorable coartada juegan hábilmente en este monográfico Ana Alcolea, Antonio Castellote y José María Conget, que han decidido ficcionar a Chomón y su entorno como el mejor de los homenajes posibles, una hermosa forma de preservar su memoria, utilizando la fantasía. Las incógnitas personales en torno a Chomón han sido exploradas en forma de película en El hombre que quiso ser Segundo por Ramón Alós Sánchez (2014). Y también ha inspirado proyectos de aire sainetesco, como la sinopsis para un falso documental escrita por Basilio Martín Patino y conservada en Filmoteca Española, en la que, con abundantes dosis de ironía, se cuenta la historia de un sobrino de Chomón llamado Tercero, que dedica buena parte de su vida a emular la trayectoria profesional de su tío, de lo que dan cumplida cuenta Marián del Egido y Josetxo Cerdán en su artículo. Lo cierto es que el juego con la categoría ordinal de los nombres ha dado mucho de sí a lo largo de las especulaciones ficticias acerca de Segundo de Chomón. Incluso a la hora de valorar su obra, siempre supeditada a los logros de autores famosos, en segundo término o al servicio de otros.
Una de las pocas certezas que tenemos sobre Chomón es la pasión que sentía por el color, que utilizó con una vocación mágica y a veces surreal, tal y como señala Vicente Molina Foix en su texto. Su trayectoria termina y acaba experimentando con el tintado de las películas y el interés por reproducir la realidad coloreada. Una perseverancia que lo define, personal y profesionalmente, y que ratifica su vocación por las investigaciones de índole técnica en las que siempre estuvo implicado. Dedicó prácticamente toda la década de los veinte a ensayar distintos sistemas, aunque sin tener en cuenta los avances que se habían hecho en Estados Unidos, por lo que quedó fuera de las soluciones que finalmente terminaron adoptándose. Murió antes de poder presentar en la Gran Exposición Internacional de Barcelona un procedimiento de color que consistía en aplicar rayos ultravioletas tanto la fotografía como al cine.[5]
En los últimos años de su vida alternó estas investigaciones para la casa Keller-Dorian con el trabajo como director y, sobre todo, como experto en fotografía y trucajes, participando en títulos muy destacados y diferentes entre sí: Napoleón (1927) de Abel Gance o El negro que tenía el alma blanca (1927) de Benito Perojo, dos películas sobre las que reflexiona hondamente Manuel Gutiérrez Aragón, en este monográfico.
Dentro de los juegos con la leyenda y el misterio en torno a Chomón se nos ocurre plantear en este punto una apasionante ucronía: si Luis Buñuel hubiese aceptado el trabajo como ayudante de Abel Gance que le propuso su maestro Jean Epstein ¿Chomón y él se habrían conocido e identificado como paisanos? ¿De qué hubieran hablado? ¿Les preocupaban los mismos problemas en relación con el cine?
Lo que sí sabemos es que Buñuel y Chomón estaban especulando en términos cinematográficos y por las mismas fechas y acerca de la naturaleza de los sueños, aunque los de Buñuel resultasen más desasosegantes. Chomón lo había hecho brillantemente construyendo para Benito Perojo, en El negro que tenía el alma blanca (1927), la secuencia del sueño de Emma, una joven actriz interpretada por Conchita Piquer que sueña con uno de sus compañeros de reparto, el bailarín negro Peter Wald (Raymond Sarka), por el que experimenta sentimientos encontrados, una mezcla entre rechazo y deseo. Para componer estas imágenes, Chomón utilizó sobreimpresiones, maquetas y empleó muy inteligentemente la cámara lenta. Los mismos trucajes que dos años más tarde aplicó Buñuel a la producción de Un perro andaluz (1929), planteada toda ella como el fluir de un sueño en el que también se entretejen el deseo, el rechazo y los juegos de aproximación más o menos erótica. Todo ello combinado con la mediación de la publicidad como otra forma distinta de provocación del deseo que en la siguiente película de Buñuel, La Edad de oro (1930) se materializa en el anuncio de medias Anitta y En el negro que tenía el alma blanca, en el póster de papel de fumar Bambú,
Resulta curioso que estos dos turolenses llegasen a similares soluciones visuales para evocar el mundo onírico y la pulsión del deseo. Pero, pese a la diferencia generacional, esta coincidencia puede explicarse en el contexto del París de los años veinte, en dos profesionales del cine impregnados hasta la médula de la cultura francesa e influidos, en mayor o menor medida, por las búsquedas y reflexiones de las vanguardias y por los hallazgos de Hollywood, el Expresionismo alemán y autores como Jean Epstein o Abel Gance. Tal vez esto explique que Chomón y Buñuel desde distintos ámbitos, llegasen a la misma conclusión: que el cine, en esencia, es sueño y deseo.
[1] BORDWELL, David y THOMPSON, Kristin, El arte cinematográfico. Una introducción. Barcelona, Paidós, 1995, p. 3.
[2] SÁNCHEZ VIDAL, Agustín, El cine de Chomón, Zaragoza, Caja de Horros de la Inmaculada, 1992, pp. 124-131.
[3] MINGUET BATLLORI, Joan, Segundo de Chomón. El cine de la fascinación, Barcelona, Institut Català de les Indústries Culturals, 2010.
[4] Hamus-Vallée, Réjane; Malthête, Jacques; Salmon, Stéphanie, Les mille et un visages de Segundo de Chomón: Truqueur, coloriste, cinématographiste… et pionnier du cinématographe, Paris, Fondation Jérôme Seydoux- Pathé y Presses universitaires du Septentrion, 2019.
[5] SÁNCHEZ VIDAL, Agustín, op. cit., 228.