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LA REVISTA TAMBIÉN DESCUBRE LA FÉRTIL Y PRECOZ CREATIVIDAD COMO ESCRITOR DE ANTONIO SAURA, UNO DE LOS GRANDES ARTISTAS ESPAÑOLES DEL SIGLO XX 

33 AUTORES ARAGONESES PARTICIPAN EN EL NUEVO NÚMERO DE TURIA 

IMÁGENES ORIGINALES DE LA VIOLINISTA E ILUSTRADORA TUROLENSE ANA SIMÓN HINOJO,  ENRIQUECEN GRÁFICAMENTE LA REVISTA

El nuevo número de TURIA ofrece a los lectores, entre sus principales contenidos con protagonistas aragoneses, un interesante artículo inédito en el que se analiza y pone en valor la relación del famoso y original escritor norteamericano Henry Miller con nuestro célebre cineasta Luis Buñuel. Se trata de un atractivo estudio divulgativo que ha realizado Javier Herrera, reconocido investigador buñueliano, y en que se brinda un anticipo de un futuro libro que reconstruirá los vínculos de Miller con el calandino universal, así como los diversos textos que dedicó a su obra fílmica y que acreditan el gran impacto que le produjo su cine. 

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Pocas obras dentro de la literatura española contemporánea poseen la singularidad de Nada de Carmen Laforet (1921-2004), ya sea por el aura de misterio que rodea a la autora o por  la excepcionalidad de una novela fulgurante, única, que descuella dentro del panorama narrativo tras la guerra civil. Desde su publicación en 1945 y con el espaldarazo que supuso el Premio Nadal, no ha dejado de publicarse (se explica convenientemente en la “Introducción”, que descarga así al texto de muchas notas a pie de página y agiliza la lectura), a la vez que ha ido aumentado la admiración hacia una novela que forma parte del canon literario moderno. Nada se convirtió muy pronto en un “fenómeno socioliterario”, que arrumbó al resto de la producción novelística de Laforet y que pareció convertir a su autora en la escritora de una sola obra, algo que, como bien se explica en la mencionada “Introducción”, no es tal. Sin embargo, para buena parte de la crítica y numerosos estudiantes de bachillerato, esta novela no es sino un epígrafe más dentro de la narrativa española de posguerra, aunque antes, cuando se leía bastante más que ahora en los cursos preuniversitarios, era una de las lecturas obligatorias, de esas que, como El árbol de la ciencia de Baroja, Las ratas de Delibes o Tiempo de silencio de Martín Santos, había que leer (y sobre todo descubrir y disfrutar). El recuerdo de las ediciones de Cátedra –colección “Letras Hispánicas”, color negro (y tipografía no muy grande)- está también asociado a parte de esas lecturas, a introducciones amplias, documentadas y rigurosas que debían acompañar al texto, convenientemente editado. Esa labor ecdótica, profunda y detallada, es la que vemos en esta nueva edición de Nada, a cargo de José Teruel, quien también ha editado con primor las obras completas de Carmen Martín Gaite en Círculo de Lectores (por cierto, en el número 124 de Turia aparece un extenso estudio en torno a la investigación que la autora de Usos amorosos de la posguerra llevó a cabo sobre los Torán) y a quien se deben unos cuantos estudios esenciales de la literatura española del siglo XX (como los de Luis Cernuda). Su “Introducción” resulta clara y amena, y sitúa a los lectores en el contexto de creación y recepción de la obra, tan importante para entender el porqué de su trascendencia.

Lo que tal vez más pueda sorprender a los lectores que se enfrentan por primera a la novela es el hecho de que la novela en sí posee una estructura lineal sencilla –un curso académico, con tres partes-, de pocas regresiones temporales, y en la que aparentemente a la protagonista no le suceden muchas cosas, sino que es más bien testigo de diversos acontecimientos relacionados con su familia y amistades. Es, por otro lado, y así se ha venido diciendo desde hace tiempo, una novela de aprendizaje, en la que a través de la voz de la narradora-protagonista, Andrea, vamos conociendo a su familia, el piso de la calle Aribau, la universidad y la ciudad de Barcelona en  ese curso de 1939-1940. También es una novela que muestra el “mito de la conciencia desorientada”, las cicatrices de la guerra y se convierte en la obra que representa a una generación, la de esos jóvenes de comienzos de los cuarenta que, en muchos casos, vivieron la guerra sin participación directa, pues eran apenas unos adolescentes. Quizás sea este último aspecto sobre el que más se incide cuando se analiza la novela, ya que se considera fundacional de un tipo de narrativa y representativa de un tiempo y una nueva forma de narrar, que tendrá su continuación en la novelística posterior.

Pero no solo hay que prestar atención al contexto histórico y social en el que transcurre la narración, que es la inmediata posguerra, con todas sus secuelas y heridas abiertas, sino a lo que se cuenta y cómo se hace. La familia de Andrea y el piso de la calle Aribau son sin duda dos de los principales elementos que van jalonando los diversos cuadros e impresiones –muchas de ellas negativas- con los que la protagonista intercala su narración, a modo de retratos que de algún modo anticipan procedimientos narrativos posteriores. Sus dos tíos, Juan y Román, su tutora Angustias, la misteriosa figura de Gloria, la presencia de la abuela y ese niño por el que sufrimos cada vez que aparece o se le menciona, son la familia de Andrea, y de ellos se ofrecen retazos de vida, secretos y miedos. De ellos, posiblemente sea la figura del tío Román la más enigmática y compleja, con muchas sombras e historias detrás de las que vamos obteniendo detalles. Su comportamiento y su aire mujeriego, algo canalla, lo convierten en heredero de la estirpe de personajes masculinos que aparecían en numerosas novelas del XIX. Y por la parte no familiar, la de las amistades y la universidad, sin duda será Ena, la amiga de Andrea, el personaje más importante, aquel que con sus idas y venidas, esté presente en la vida de nuestra protagonista durante ese curso escolar. Los amigos de la universidad, el pelma de Gerardo, el amigo Pons o el ambiente de la Barcelona de 1940 son otros de los elementos narrativos que son presentados a los lectores de un modo a veces fragmentario, con recuerdos e impresiones de ellos a través de sucesivos episodios.

Nada es la novela que, en un estilo nuevo y diferente, muestra de manera clara la deriva y el “desarraigo existencial” de una generación y de una joven que nace a la vida tras la guerra civil. Su familia, venida a menos, rota y desquiciada por momentos, será, junto a la opresiva y oscura casa familiar, una fuerza opresiva sobre Andrea. Tampoco las amistades y el mundo universitario ofrecerán, salvo algunos destellos, claridad y tranquilidad a la protagonista, que deberá ir adaptándose a las circunstancias de la mejor manera posible, aprendiendo a base de decepciones y pequeños fracasos (tal vez el episodio de la fiesta de Pons sea un ejemplo de ello). Esta novela es esencial dentro de la historia de la literatura española contemporánea, no solo por su singularidad y especiales circunstancias (¿qué jóvenes autores son capaces de escribir una obra como esta con poco más de 23 años?) o por todo lo que la ha rodeado y que todavía hoy nos seguimos preguntando. Las historias que se intuyen detrás de lo que se cuenta tienen también su influjo sobre los lectores, pues no menos importante es aquello que se omite y calla en la narración. Quizás en tiempos de zozobra como los que vivimos ahora deberíamos volver a las obras que sustentan nuestra formación literaria y personal, aunque sea para sentir la desazón y angustia de Andrea, esa “chica rara” que protagoniza Nada.

 

Carmen Laforet, Nada, edición de José Teruel, Madrid, Cátedra, 2020.

Los lectores de Aloma Rodríguez están acostumbrados a los géneros híbridos en su obra, Puro glamour (La Navaja Suiza, 2023) era una miscelánea de relatos con brotes de autoficción, continuista con Siempre quiero ser lo que no soy (Milenio, 2021) donde se ensayaba la madurez, la maternidad y el oficio de escribir. Por el medio, en una primera edición de 2016 en Xordica y la reedición del pasado año en La Navaja Suiza, Los idiotas prefieren la montaña, un relato sobre su relación con el poeta y compositor Sergio Algora, un arrebato de juventud que suponía un punto y aparte en su propuesta narrativa. De esa propuesta y de las distintas presentaciones del libro, convertido en una especie de proyecto multidisciplinar que incluía spoken word, música en directo y un work in progress donde se amalgamaban sus textos y los de Algora, surgieron algunos de los fragmentos que dieron lugar a Una inesperada ilusión, editado por Prensas Universitarias de Zaragoza dentro de su colección de poesía, “La Gruta de las palabras”. Y es que este libro en vez de huir de las etiquetas las contiene todas: listados, comienzos y finales, prosas y miscelánea lírica, amagos de guion, dietario y un fuerte efecto Georges Perec adoptado a los distintos universos literarios cuánticos de la autora. 

Existe un cierto placer extra, un disfrute cualitativo en la lectura si uno conoce los códigos de la obra de Aloma Rodríguez: desde su dedicación a la prensa cultural, su manera de tratar el modelo disfuncional del escritor español medio y su pasión por el mundo audiovisual e, incluso, el gusto por la canción ligera. Aloma Rodríguez te lleva siempre a Aloma, sus cuentos, novelas, reseñas. Es pura, salvaje y corrosiva. El libro tiene fragmentos de potasa, de sulfúrico, pero esa mezcla, ácido más base, te devuelve sal y agua, es cálida, cercana, usa el humor para acercarse, en su ritmo, a la manera somarda de la literatura fragmentaria de sello aragonés, la de Mariano Gistaín y el reivindicado Félix Romeo. 

Quizá al estar encuadrado en una colección de poesía, la lírica que destila recuerda a los poemas en prosa de Pablo García Casado o la lúcida construcción multivariable de Sara Herrera, pero lo que queda, lo permanente, es Aloma Rodríguez, en el eco francés, el más habitual, sensual e independiente de Annie Ernaux, pero que, en la manera de apuntalar los adjetivos de manera breve y ser poética en lo sensible, nos lleva hacia Hiroshima, mon amour con su calor y su sudor, con su piel de Indochina, en las palabras de Marguerite Duras, provocando con sus miniaturas, comienzos que aparentemente no llevan a ningún lugar, ligeramente hinchada por la especial testosterona umbralina y trubaniense (de Jonás, evidentemente) pasando por las frías playas de Daniel Veronese. 

Un libro parcialmente escrito para ser recitado, haciendo que Lydia Lunch y Luis Felipe Alegre se sientan orgullosos mientras crujen guitarras como las de Javier Aquilué o Lorién Vicente. Un libro que no existe, una destrucción programada, con preaviso, un libro que deja en cada cuento un sabor metálico y abisal en la boca. Una madre, una hija, dueto que se repite, como el terror, en una metaliteratura de ajenos. El escritor de la capital como arquetipo de la superficialidad y la miseria. Un poco de izquierda oficialista adicta al postureo y la ayuda a la edición y creación: Aloma, superviviente, no utiliza las palmaditas en la espalda ni los euros deslizados en el bolsillo por el papá estado (o comunidad o diputación). 

Aloma evita el funcionariado ruinoso de otros colegas de generación, sobrevive, pura, en prensa y presa, madre, esposa, cantante y escritora. Propone una serie, dos series, tres series, como aquella cinta de Moebius que era Seinfield (el programa de televisión) en los noventa, una comedia sobre unos personajes a los que no les sucedía nada, un lugar en el que no importaba lo que pasaba porque no pasaba nada. 

En esa especie de blues de Joe Costanza, lo que importa en el libro son los personajes y los que los miramos/leemos. Propone y dispone: secretos de familia, muertos, Mafalda, antologías, escritores músicos, escritores dibujantes, escritores periodistas. Cualquiera escribe, sobre todo el que tiene más “Me gusta”. Un día ordinario, oxímoron en realidad, una desaparición, muerte, un día que se salva del aburrimiento por una tragedia. 

Apuesta fuerte Aloma Rodríguez, sin etiquetas o con todas las etiquetas, ya lo he escrito. Siempre construyendo una caja regalo para el lector. El día y la sorpresa, la oralidad, el libro de cuentos, los cuentos con su principio y sin final, en eso está el verso, en la Aloma juglar, con sus cajones y discos duros llenos de ideas, como en un viejo diskette de 5 y ¼, que no se puede leer en ningún dispositivo, solo la memoria.

Hoteles, un libro como un continente, una península más bien. Algo físico. Coincide con alguno de los últimos poemas de Fernando Sanmartín, citando a Jorge Luis Borges, ¿qué haría Borges con ello? Y a Louise Gluck que completa la mano francesa con Albert Camus en una mezcla de sexo, familia y método. 

Poco apasionado. Los libros, las novelas, jugando al escondite por la casa, en cajones u ordenadores, hasta que se les olvidan y se convierten en fantasmas, en apariciones por los castillos o la Cuesta de Moyano. De la ciudad grande a la pequeña hasta la playa minúscula. Los párrafos, los textos, los poemas, son geografía literaria, la más real de todos.  Emparentada, también, con la última entrega de Julio José Ordovás, más por lo reflexivo que lo situacional. Una mujer y un hijo muerto, ahí vamos otra vez. Las amistades maduran, los hijos, los de los ojos grandes, enormes, de madre a hija. La fotografía, la interpretación, la autoedición es la palabra que termina el crucigrama. Un catálogo de hilos, de seda y lana, para enhebrar, coser, realizar a medida tus propias historias. 

Un libro en 3D sobre Jane Birkin. La playa y la piscina. Sentencias rotundas sobre el aburrimiento y sobre la lectura, sobre la obra, la propia y la de los demás. Hay un momento en el que hay que elegir: “Centrarse en la obra propia o estar atento a la de los otros. Cuando más lees menos escribes”. Ser Woody Allen o un personaje de su obra. Más listados: chicos, cineastas, películas, carreras, olvidos, hijos, pareja, mujer, separación, crisis, otros hombres, otros hijos, tus propios hijos, amantes literarios, baños limpios, madre española, con el botellín de agua y la manta, la maternidad abrazada con el mismo entusiasmo que el rock amateur o las drogas de diseño. Primero Félix Romeo, después Sergio Algora. El consomé, el pescado fresco, las hortalizas y los champiñones. Discos de bandas poco conocidas de la invasión británica, la vida como contemplación, la estación que nos alcanza y deja atrás, hasta convertirnos en personas perdidas, amigos, atriles, veinte minutos para que todo cambie, tres minutos, la vida en una canción de Vainica Doble, en otra de Kiev Cuando Nieva, Franco Battiato. 

El color emancipado. La sensación de siempre. El ridículo, propio y ajeno. Las piscinas y la playa, también lo he escrito un poco antes: La piscina, una novia con piscina, una novela con piscina, las diferentes familias que las han usado, el tipo que recorría las mansiones, de piscina en piscina, el agua clorada, la sirena en una quinta donde vivir para siempre, como en estos textos, cada punto y aparte es un universo paralelo distinto, como si un dios jugara con sus dados cuánticos y literarios. Ya lo explica Aloma Rodríguez, dejando el camino despejado para los críticos literarios: es un libro que va contra la muerte. Por lógica, en el axioma, un libro para la vida. 

 

Aloma Rodríguez, Una inesperada ilusión, Zaragoza,  Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2025. 

 

El libro He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes de Basilio Sánchez se alzó el pasado noviembre con el premio de la Fundación Loewe, sin duda uno de los más prestigiosos del actual abanico de concursos de poesía. Que un poeta tan discreto, tan poco dado a las alharacas y la exhibición como Basilio Sánchez se haya hecho con el codiciado galardón no deja de ser una buena noticia, al mismo tiempo que una saludable anomalía en tiempos mediáticos y revueltos como los nuestros. Que un libro tan sereno y plácido como el suyo haya llamado la atención del jurado habla también, en mi opinión, de la necesidad o el deseo de remansar las agitadas aguas de nuestro panorama poético: uno tiene la impresión de que optar por una apuesta tan clásica, comedida y equilibrada como esta es casi una declaración de intenciones.

La poesía de Basilio Sánchez ha ido decantándose con parsimonia y regularidad a lo largo de las tres últimas décadas. Autor de más de una decena de libros de poemas, Sánchez ha escrito sus versos con un espíritu totalmente ajeno a modas y camarillas, fiel a una austeridad verbal y unos presupuestos estéticos que le han venido acompañando sin desmayo hasta sus libros más recientes: el también espléndido Esperando las noticias del agua (Pre-Textos, 2018) y este que venimos a comentar. Es la suya una poesía tersa, pulida, hondamente arraigada en una tradición que Sánchez ha ido haciendo propia con los años y la experiencia, y que abarca desde el Antiguo Testamento (varios de sus modos de escritura arrancan de la poética hebrea, tan laboriosamente estudiada y documentada entre nosotros por Luis Alonso Schökel), pasando por nuestra Edad Media y nuestros Siglos de Oro, hasta llegar al simbolismo francés y el surrealismo, su heredero. Que tras ese extenso periplo de lecturas (a las que habría que sumar probablemente otras pertenecientes a la espiritualidad oriental) sigamos escuchando, nítida y sin impostar, la voz propia del poeta no es uno de los méritos menores de la obra de Sánchez.

He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes es un libro orgánico, distribuido en forma de tríptico y coda, cuyos poemas sin título (solo las tres partes lo tienen) parecen con frecuencia fragmentos, piezas de una unidad mayor: como teselas de un mosaico. Algo parecido sucede a menudo con las estrofas de los poemas: tomadas de una en una, aisladas del resto, muestran una cohesión que las hace brillar como aforismos o metáforas aisladas. Por contraste, la inserción de cada estrofa en el poema, como la de cada poema en la parte a la que pertenece, es frecuentemente problemática, misteriosa. Sánchez opera a menudo mediante la suma (la colección) de afirmaciones vibrantes con valor de máxima y deja al lector la libertad de elegir cuáles son las conexiones que se dan entre sus aserciones. Por ello abundan la impersonalidad y el presente gnómico, tan evidentemente encarnados en la abundancia de la forma Hay; por ello, también, el libro contiene varios poemas que adquieren el ritmo y el tono de la salmodia o que se acercan, tal vez de un modo no totalmente consciente, a la enumeración caótica y a la definición. Comentaré algunos ejemplos.

Son declaraciones con valor categórico que inciden en uno de los temas principales del libro: la naturaleza de la propia escritura poética: “Escribir un poema es andar sobre las aguas, / confiarnos a lo bueno del mundo”. (pg. 57). “Escribir un poema / supone, de algún modo, regresar / otra vez al principio, / al hervor silencioso de la nada, / al caldo primigenio / y a los cielos sin luna, a la inminencia / de las casualidades y los astros”. (pg. 63). “Uno escribe un poema para sentirse vivo. / Uno escribe un poema / para que otro descubra que estás vivo”. (pg. 62). Estas afirmaciones, a menudo vinculadas con un espacio de intimidad someramente descrito (una lámpara de cobre, una mesa de madera, una ventana), tienen el valor de un programa vital: la primera asocia la escritura poética al ámbito de la espiritualidad de raíz cristiana; la segunda, a la fuerza adánica de lo todavía nunca dicho, lo aún inexistente (con Huidobro, probablemente, guiñando un ojo al lector desde una esquina de la página) y, por ende, con la oscura voluntad de fundar un mundo verbal; la tercera, en fin, se lanza a la búsqueda de un interlocutor capaz de acoger estos versos como quien acepta a un huésped en su casa.

En cualquier caso, las tres desvelan también que más que el mundo natural, la inmediatez de lo vivo, el paisaje natural constantemente evocado en el libro es de naturaleza eminentemente verbal, mental, simbólica e icónica. No es que lo sensorial esté totalmente excluido, como tampoco lo está lo anecdótico. Es más bien que los sentidos se difuminan y aminoran tras una gruesa capa de reflexión estética y moral; y que la escasa anécdota, reducida a la mínima expresión, se ve sometida al quietismo que palpita en todas las definiciones, las afirmaciones en presente, los pensamientos que parecen tallados en la piedra: “La realidad es un relámpago que persiste”. (pg. 13); “Somos hijos de un árbol / Al que le falta sólo una manzana”. (pg. 16); “El que entiende de pájaros entiende de narcisos”. (pg.17); “No hay ningún escritor / que no se sienta abandonado por las estrellas”. (pg. 18); “El poeta no ha elegido el futuro. / El poeta ha elegido descalzarse en el umbral del desierto”. (pg.22). Son todos ejemplos de la primera parte del libro.

En su conjunto, la música de los versos (a menudo versículos) de Sánchez se fía principalmente al significado y el poder evocador de las palabras, prescindiendo con frecuencia tanto de la prosodia clásica como de la medida silábica. Es la suya una opción deliberadamente austera que a menudo aproxima el ritmo del texto a la prosa de ideas, y que va calando poco a poco en el lector. Y hay en ello una más que probable elección moral: en vez de deslumbrar, el poeta pretende sugerir; en vez de epatar, empapa. Él mismo afirma “que no nombra las cosas con grandeza, / sino con gratitud”. (pg.79), y un poco antes: “Yo creo en el poema / que es capaz de sumir al que lo lee / en el mismo silencio / que el ejercicio a solas de la propia escritura / consigue suscitar en torno a sí.” (pg. 74). Ese deseo de comunicación sincera, esencial, tan alejada de la frivolidad y el lugar común como de la grandilocuencia vacía, es uno de los rasgos más valiosos del libro: “La poesía es el oficio del espíritu”, llega a decir en la página 44, en uno de los más logrados momentos de la obra.

Y de ahí, de ese constante deseo de trascendencia, de ese valor adánico, convocatorio, que Sánchez otorga a la palabra poética, extraigo yo la afirmación con que abría esta reseña. Dice el poeta en la página 22: “Amo lo que se hace lentamente, / lo que exige atención, / lo que demanda esfuerzo.” ¿Acaso no es esta toda una declaración de intenciones, una aguja de marear en los actuales mares revueltos de la poesía nuestra de hoy? Basilio Sánchez ha escrito un libro deliberadamente austero, demorado y reflexivo que pretende regresar a la raíz, al fondo de lo poético, y al fondo de lo humano. Ya solo el esfuerzo, la atención puesta en ello, merecen la lectura. –AGUSTÍN PÉREZ LEAL

 

Basilio Sánchez, He heredado un nogal sobre la tumba de los reyes, Madrid, Visor, 2019

Último número

  • Revista Cultural TURIA Número 155

    Revista Cultural TURIA Número 155

    La brillante literatura rumana actual protagoniza el nuevo número de TURIA. No sólo analizamos y entrevistamos a sus grandes autores contemporáneos, sino que publicamos por primera vez en español a 21 nuevos e interesantes escritores rumanos. Mercedes Monmany estudia las claves de lo que denomina la Edad de Plata de las letras rumanas. Completan su análisis, Jordi Doce, Manuel Rico y Maria Pop. También conversamos en exclusiva con Gabriela Adamesteanu y Tatiana Tîbuleac. Por su parte, la escritora y traductora Corina Oproae ofrece una antología de poetas inéditos en España.  Pero hay mucho más: Ana María Matute y Cristina Fernández Cubas son objeto de artículos originales que invitan a leer su obra. Jorge Freire nos habla con solvencia del controvertido Arthur Koestler. Publicamos textos inéditos de la escritora norteamericana Lionel Shriver, así como de Sara Barquinero, Daniel Gascón, Miguel Serrano Larraz, Ednodio Quintero y Antonio Castellote. . Y, como es habitual, ofrecemos una selección de la mejor poesía española actual, con autores ya acreditados como Gioconda Belli, Ángeles Mora, Manuel Vilas y Luis Antonio de Villena, junto a nuevas y valiosas voces emergentes. 

Artículos

por Marisa Sotelo Vázquez

El ensayo de Benet «La deuda de la novela con el poema religioso de la Antigüedad» lleva solo una nota que reza así: «Alguna vez esas voces que tanto suspiran por la revelación pública del escritor sobre los secretos de su arte y su vida, comprenderán que obra y confesión son incompatibles, que una considerable fuerza de toda novela procede de la ocultación». Al denegar la compatibilidad entre literatura y confesión Benet, paradójica y sutilmente, contrariaba su propio aserto al desvelar uno de los motores de sentido de su obra: la elusión. Esa nota al pie se proyecta, hacia atrás y hacia adelante, sobre una década de laborioso empeño literario basado en buena medida en el ejercicio de variados métodos de ocultación.

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por Mercedes Monmany

No es ningún secreto, para cualquier persona atenta a la literatura europea de los últimos años, que se repite una presencia espléndida, continuada, en ocasiones realmente espectacular, a través de varias generaciones de escritores rumanos que van cosechando los mejores premios europeos e internacionales de nuestros días. Traducidos muchas veces a una notable cantidad de lenguas, algunos de estos grandes autores contemporáneos (como es el caso de Norman Manea, Ana Blandiana o Mircea Cartarescu) figuran de forma invariable, año tras año, en las listas de un posible Premio Nobel de Literatura

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