Ana Blandiana (Timișoara, 1942) es una figura legendaria de la literatura rumana[†]. Destacada opositora del régimen de Ceaușescu, forma parte del grupo de escritores que concibieron su vocación literaria como una forma de resistencia moral. Autora de libros de poesía, narrativa y ensayo, es actualmente la poeta rumana más internacional –sus libros han sido traducidos a veinticinco idiomas–, además de candidata al Premio Nobel.

Blandiana pertenece al neomodernismo, grupo de poetas que debuta a mitad de la década de 1960. Sus poemarios –La primera persona del plural (1964), El talón de Aquiles (1966), El tercer sacramento (1969), Octubre, noviembre, diciembre (1972), El sueño dentro del sueño (1977), El ojo del grillo (1981) y Estrella predadora (1985)– la consagran como la figura más destacada de su generación. Sus textos se copian a mano y circulan por miles de manera clandestina: son los primeros poemas en samizdat de la literatura rumana.

En 1982 es la escritora más joven galardonada con el Premio Gottfried Herder de la Universidad de Viena. Por esos mismos años escribe también dos libros de narrativa fantástica, Las cuatro estaciones (1977) y Proyectos de pasado (1982). Este último, el más traducido de los suyos, es una crónica de la historia de Rumanía en la segunda mitad del siglo XX y una reflexión sobre el totalitarismo.

Gran parte de las obras que escribió en la década de los ochenta vio la luz tras la revolución de 1989, como el poemario La arquitectura de las olas (1990). A él le han seguido El sol del más allá (2000), El reflujo de los sentidos (2004) o Variaciones sobre un tema dado (2018), así como la novela El cajón de los aplausos (1992) y los ensayos Miedo a la literatura (2006) y Falso tratado de manipulación (2013).

Tras la caída del régimen comunista, Blandiana fundó y presidió la Alianza Cívica (1991-2001), organización independiente que luchó por la democracia e hizo posible la entrada de Rumanía en la Unión Europea. Al amparo del Consejo de Europa, Blandiana ha creado en la ciudad de Sighet el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia (1993), museo, centro de investigación y escuela de verano que lleva por lema una frase suya: «Mientras la justicia no logre ser una forma de memoria, la memoria en sí misma puede ser una forma de justicia». Por su contribución a la cultura europea y su lucha en pro de los derechos humanos, Blandiana fue nombrada Chévalier de la Légion d’Honneur (2009), la más alta distinción de la República Francesa. Recientemente ha recibido el Premio «Poeta Europeo de la Libertad» (Gdansk, 2016) y el Griffin Excellence in Poetry Award (Toronto, 2017) como reconocimiento a toda su obra.

En español han visto la luz Mi patria A4 (2014), El sol del más allá & El reflujo de los sentidos (2016) y Octubre, noviembre, diciembre (2017), todos en la editorial Pre-Textos, así como los libros en prosa Proyectos de pasado (2008) y Las cuatro estaciones (2011), ambos en Periférica. Galaxia Gutenberg tiene previsto publicar en 2020 el volumen Un arcángel manchado de hollín, en el que se reúnen –en traducción de Viorica Patea y Natalia Carbajosa– tres libros centrales de su trayectoria: Estrella predadora (1985), escrito durante los intervalos en que su obra no fue prohibida por la dictadura de Ceaușescu; La arquitectura de las olas (1990), el primero publicado en libertad; y El reloj sin horas (2016), que expresa su respuesta al viejo sufrimiento desde un aquí y ahora tocado por la alienación y la extrañeza.

 

Un nombre prohibido

En los poemas de Ana Blandiana, por lo común breves, suceden muchas cosas y se imaginan otras tantas. O, mejor dicho, cada elemento baila con los demás en una coreografía incesante de causas y consecuencias, de mutaciones vertiginosas que señalan el camino de la extrañeza y el asombro: los párpados caen «como la cuchilla de una guillotina / sobre el cuello del mundo exterior»; «las iglesias / se deslizan sobre el asfalto / como navíos / cargados de terror»; o, en fin, «el horizonte se parece a / una bola de ámbar / en la que / fosilizados dioses / y proyectos inconclusos de ángeles / se transparentan / con asombrosa exactitud / y casi se mueven». Si, como quería Elias Canetti, el poema «es el custodio o garante de la metamorfosis», esto es, el modo en que el mundo se reinventa y se recrea sin cesar para eludir la cárcel de nuestras definiciones conceptuales, de nuestros dogmas, la escritura de Blandiana es un ejemplo supremo de esta energía transformadora, de esta fuerza de la imaginación que establece relaciones y analogías y revela el modo en que las cosas, para persistir en su ser, se convierten en otras y aceptan –sin reproches, con una paciencia que ha sido puesta a prueba cientos de veces– lo que les toca en suerte.

Lo dice su traductora Viorica Patea en un texto reciente: «Antes de ser un nombre conocido, Ana Blandiana fue un nombre prohibido». Hija de un sacerdote ortodoxo que había sido preso político –y «enemigo del pueblo», nada menos–, la poeta fue castigada a los diecisiete años por publicar su primer poema en una revista. Esta primera prohibición fue quizá la más dura, la más determinante de las que tres que fueron impuestas por el régimen: no solo duró cuatro años, sino que supuso «la privación del derecho de cursar estudios universitarios» y la obligó a trabajar por un tiempo como peón de la construcción.

Su regreso como poeta en 1964, con la publicación de La primera persona del plural, supuso su confirmación como parte del grupo de jóvenes poetas que traían la renovación estética a la poesía rumana: una poesía que oscilaba entre un tono intimista y el vuelo imaginativo, el impulso subjetivo y la tensión órfica, y que conectaba con la escritura vanguardista de entreguerras. De estos años data Octubre, noviembre, diciembre, en el que el sentimiento amoroso –teñido de panteísmo y hasta de misticismo– encarna en una escritura llena de plasticidad, de imágenes sugerentes y oblicuas, de viveza.

Con los años, y conforme el régimen de Ceacescu fue estrechando su cerco represor, la poesía de Blandiana fue haciéndose más limpia y reflexiva, también más irónica. Lo resume muy bien Viorica Patea: «Sus temas recurrentes son el compromiso ético, el sentido de culpa y la confrontación de la pureza con los registros simbólicos de la degradación». Sus libros de la década de 1980 dan cuenta de ese esfuerzo ingente del individuo por mantener su dignidad y una imagen ecuánime de sí mismo en la atmósfera sofocante de una sociedad manchada por la mentira, la sospecha y la vergüenza. Más recientemente, sus libros testimonian el viaje de su autora hacia una mayor sencillez o depuración verbal. El resultado es una escritura sabia y crepuscular, llena de preguntas sin respuesta y de respuestas provisionales. Una escritura perpleja, obsesionada por el estatuto de la verdad en un tiempo de imposturas y sucedáneos, de reclamos mendaces.

 

“La poesía la poesía es como una aureola que, para ser entendida y aceptada, intenta tomar la forma de un sombrero»

Se podría hacer un pequeño compendio con las reflexiones, llenas de lucidez, que Blandiana ha hecho sobre su arte. Quizá la más importante sea su defensa de la inspiración y su retrato del poeta como un servidor atento: «La poesía –dice– no se puede inventar, hay que descubrirla. La poesía depende solo en cierta medida del que la compone. […] Esta dependencia de una voz que a veces puede permanecer callada mucho tiempo […], me hace sentir feliz como ante un milagro que me sucede, a la vez que humillada por esta dependencia de la que no puedo librarme».

Claro que estamos ante una poeta que descree de las definiciones y las cajitas conceptuales, menos aún cuando se habla de algo tan misterioso como la poesía: «Decía Lao-Tse, refiriéndose a la realidad suprema, que quien no la ha conocido no habla de ella, y que quien lo hace es porque no la ha conocido. Así es. Una vez di una definición algo cómica, pero veraz: dije que la poesía es como un halo, una aureola que, para ser entendida y aceptada, intenta tomar la forma de un sombrero».

Y, por último: «Siempre he soñado con un texto que tiene varios planos, perfectamente inteligibles, cada uno autónomo y distinto, parecido a los murales de los monasterios medievales en cuyos paisajes se vislumbran, desde ciertos ángulos, las figuras de los santos». Así, como los frescos de las iglesias bizantinas de su país, esta poesía: un crisol de imágenes y formas, de ideas pintadas y metáforas que piensan, de extrañezas que acompañan y compañías que no dejamos de extrañar.

 

“Siempre he pensado que el deber de un escritor es el de expresarse a sí mismo”

– Me pregunto si no está cansada de que las preguntas de los entrevistadores giren casi siempre en torno a la dimensión política o ética de su poesía. Lo digo porque esa insistencia nuestra en definirla o encasillarla como una figura ejemplar de la literatura rumana reciente puede parecer un reduccionismo, una forma de menospreciar la fuerza estética de su poesía en beneficio de sus aspectos, digamos, testimoniales o históricos.

– La verdad es que hasta 1989 mi intención fue siempre la de mirar las cosas desde una perspectiva política; en otras palabras, no podía pasar por alto la oscuridad y la represión que padecíamos. Pero he tenido la gran suerte de que mi poesía ha sabido defenderse de mí misma. Con la excepción de La arquitectura de las olas, que es un cuerpo extraño dentro de mi obra, porque es la ilustración de ese periodo atroz de nuestra historia reciente que fueron los años 1988-1989, lo cierto es que la dimensión política no llega a penetrar en mi poesía. Otra cosa es la visión que otros han tenido sobre mi vida, del porqué de mi protesta, y es posible que este punto de vista se haya trasladado de manera abusiva a la poesía.

Lo que siempre me ha disgustado, y hasta ofendido, es que la gente dijera que era muy valiente, porque yo no era valiente, solo hacía lo que pensaba que era normal hacer. Me habría sido mucho más difícil escribir odas a Ceaușescu. Yo solo cumplía con mi deber. Y siempre he pensado que el deber de un escritor es el de expresarse a sí mismo.

En realidad, el problema tenía más que ver con el tiempo que nos tocó vivir. Era un problema de la época misma. Porque la vida era tan falsa que todo lo que fuera auténtico, todo lo genuino, sobresalía.

Daré un ejemplo: uno de nuestros grandes poetas de entreguerras fue George Bacovia, que empezó como un poeta simbolista y luego evolucionó hacia posiciones de izquierdas. Ya antes incluso de la llegada de los comunistas, había escrito versos incendiarios. Pero cuando los soviéticos tomaron el poder, lo prohibieron. Y durante veinte años fue un poeta prohibido. En cambio, durante este mismo periodo, el poeta por antonomasia, el poeta que dominaba los foros literarios, era un versificador de última fila, un poeta sin ningún talento llamado Alexandru Toma. Toma se había hecho conocido antes de la guerra por traducir y escribir panegíricos de las obras de la reina. Pero los comunistas se fijaron en él porque lo podían manipular. Eso no pasaba con George Bacovia, que era un gran poeta y además de izquierdas, pero que era un hombre auténtico.

– Bueno, el oportunismo y el servilismo no saben de ideologías.

– La autenticidad estorbaba mucho. Dicho de otra manera, cualquier verdad de cualquier naturaleza era subversiva per se, no era una cuestión política. Hablamos de una época en la que realmente la única materia prima que existía en abundancia era la mentira. Hay que decir también que cuando las tropas soviéticas entraron en Rumanía, no había comunistas: el Partido tenía menos de cien afiliados. Esto explica también por qué más tarde no hubo disidentes, porque los disidentes eran los antiguos comunistas ya arrepentidos.

 

“Lo más grave y terrible que está sucediendo hoy en día en el mundo es la corrección política”

– Me resulta impactante la idea de la prohibición total… Esa noción de que un autor no pueda publicar durante años, de borrarlo como figura pública. En España, durante la dictadura, existió una censura enérgica, pero en general se centraba en los libros y no en sus autores. Con la ventaja, es un decir, de que, si te censuraban un libro, podías optar por publicarlo en México o en Argentina. Pero la idea de que un escritor desaparezca públicamente implica una violencia feroz, casi un ensañamiento. Me pregunto en qué medida esa vigilancia, esa censura totalitaria tuvo consecuencias en la escritura y en su propia autoestima como poeta. Durante esas tres décadas de censura totalitaria, ¿cómo sustraerse a esa presencia opresiva? ¿Qué estrategias se pueden desarrollar para sortear la vigilancia asfixiante del poder y no caer en la desesperación?

– La primera medida de autodefensa es no admitir ninguna forma de censura interior. La censura interior es lo que más me asustaba. Es algo que no acepté jamás. Precisamente porque he vivido esa experiencia, me parece que lo más grave y lo más terrible que está sucediendo hoy en día en el mundo es la corrección política, porque la corrección política es la máxima forma de censura interior y de lavado de cerebro.

Yo nunca me he censurado a mí misma. Nunca me he dicho: «esto no lo puedo escribir porque no se puede publicar, porque no se acepta». Yo siempre he escrito lo que he querido. Desde el punto de vista psicológico, esto es muy importante.

Por otra parte, y esto puede sonar extraño, la censura nos obligaba a escribir de una manera que estaba en sintonía con la definición que damos a la poesía. Es decir, teníamos que amplificar los recursos de la imagen y la metáfora, adoptar un lenguaje más cifrado, y justamente por esto la poesía salía adelante.

Yo no viví los años más duros del estalinismo. No tuve que escribir durante la época del proletkult, ese empeño soviético en crear un arte nuevo, una estética de la clase obrera revolucionaria… No era tanto que los poetas tuvieran que manejar un bagaje ideológico determinado, sino que estaban obligados a escribir para los analfabetos, tenían que escribir estupideces para que las entendiera todo el mundo. El resultado fue una literatura vacía por completo de arte.

 

Hoy sigue siendo imperativo luchar por la verdadera cultura”

– Está el caso de Anna Ajmátova, por ejemplo, que hacia 1949-50 se vio forzada a escribir poemas celebrando la construcción de carreteras, la construcción de embalses, los logros tecnológicos del régimen de Stalin… Lo hizo para liberar a su hijo Lev del campo de concentración, y yo diría incluso que para blindarse contra posibles represalias.

– El problema no es que Ajmátova escribiera poemas semejantes para liberar a su hijo de la cárcel, el problema es que Mihai Beniuc, Dan Deşliu y tantos otros, sin tener esa obligación, escribieron odas a Stalin.

Voy a hacer un paréntesis. El fin de semana pasado tuvimos un debate en el Memorial de las Víctimas del Comunismo y de la Resistencia de Sighet, en el norte del país, con distintos hombres de letras de los países del Este, y el tema del coloquio fue la resistencia a través de la cultura. Y llegamos a la conclusión de que, así como el proletkultismo, mediante la represión, aniquilaba la cultura porque obligaba a los escritores a escribir para todos, apelando al grado más bajo de comprensión de los lectores, el arte y la literatura de consumo de nuestro tiempo han creado una forma de subcultura que sale en todos los medios, la televisión, las redes sociales, y que aniquila la cultura de una forma semejante. Hoy sigue siendo imperativo luchar por la verdadera cultura.

Quiero añadir otra cosa. Y es que una característica de nuestra evolución como creadores es una cierta decepción, un sentimiento de desengaño. Porque los lectores recibían los poemas de una manera que ahora no se da y que hasta parece inconcebible. Que no se puede imaginar si no se ha vivido, porque el público leía con tanta atención y escudriñaba el texto de tal manera que terminaba encontrando muchos más sentidos de los que el artista había ideado inicialmente. Y esto es así porque el arte se encuentra a medio camino entre la creación y la recepción.

 – Esto también ha ocurrido en España con algunos poetas y escritores prohibidos por el franquismo. Se les leía con una atención y un interés que ahora resultan sorprendentes.

– No sé si recuerda mi poema «Todo», que es una enumeración bastante libre de realidades banales, las realidades inmediatas de la vida cotidiana bajo el régimen. El poema lo publicó en la revista Amfiteatru Alexandru Paleologu, que fue escritor, filólogo, académico e incluso diplomático. Lo nombraron embajador al poco de caer el régimen comunista, pero enseguida lo defenestraron. Pasó mucho tiempo en la cárcel con Nicolae Steinhardt, y después de la revolución lo hicieron embajador, pero duró poco. En fin, fue él quien recibió el poema «Todo», y sucedió que después de publicarlo el poema empezó a crecer. Llegó a hacerse el doble o el triple de largo, porque los lectores se lo iban pasando unos a otros y le añadían su propia lista de cosas. El poema era una enumeración e invitaba a la gente a que pusiera de su parte.

– Es una anécdota preciosa, desde luego.

– Me gustaría hacer un inciso: antes habló de las diferencias entre la censura que hubo en España y la que sufrimos en Rumanía. No sé si puedo añadir algo en esa comparación entre las dos dictaduras, una de derechas y la otra de izquierdas.

Hace diez años organizamos un congreso en el Memorial titulado «Entre la libertad de dentro y la libertad de afuera», y cursamos algunas invitaciones a poetas. La mayoría de los poetas provenían de los países del Este. Pero dio la casualidad de que el Embajador de Portugal en aquel entonces era también poeta y había sido encarcelado durante la época de Salazar. No recuerdo su nombre. Creo que también fue Ministro de Cultura. Así que decidimos invitarlo.

De modo que por un lado teníamos a un poeta que había sido detenido en su país por una dictadura de derechas, y por el otro a poetas que habían estado presos en los países del antiguo bloque comunista. Y cuando él empezó a contar sus vivencias, que ciertamente habían sido dramáticas, la conversación llegó a ser cómica, porque había una diferencia tan espectacular entre su experiencia y la de los demás que hasta él se dio cuenta del contraste y se sintió incómodo. A partir de ahí todo fluyó con normalidad y todos empezamos a hablar libremente, sin reservas.

Para empezar, está el dato demoledor de que los detenidos en las cárceles de Rumanía, por ejemplo, no tenían derecho siquiera a un trozo de lápiz ni de papel. Sin embargo, en las cárceles se escribía masivamente. Para que un poema existiera se necesitaban tres personas. A veces esas tres personas eran una sola, pero en todo caso hacían falta tres autores: uno que componía, otro que memorizaba el poema y un tercero que lo trasmitía en morse.

En 1965, con la muerte de Gheorghe Gheorghiu-Dej y la apertura –temporal– de las cárceles, todos los que volvieron a casa empezaron a escribir lo que tenían en la cabeza, lo que habían memorizado. Ahora que empezaba una nueva vida, era importante no olvidar. Y en 1989, cuando el régimen comunista cayó, hubo una avalancha de publicaciones de poemas escritos en la cárcel durante aquellos años.

Me gustaría aclarar que esos poemas no los escribían solo poetas, sino hombres de cultura, personas letradas, con una educación clásica. Y lo hacían en metros tradicionales, como un ejercicio para no enloquecer. En el Memorial de Sighet hay una sala dedicada a la poesía de las cárceles, y lo que decidimos es que esos poemas tapizaran las paredes de la sala.

 

“En mi generación éramos incapaces de imaginar que el comunismo se acabaría alguna vez”

– Desde luego, dentro del llamado bloque comunista, parece que el régimen de Rumanía fue el más duro y represivo, o al menos el que tuvo un control más férreo de la población. Quizá también, económicamente, uno de los más precarios. El nombre de Ceaușescu ha quedado asociado para siempre a la historia de la infamia.

– Peor que Ceaușescu fue el régimen de Gheorghiu-Dej, del 45 al 65. Y esa primera oleada de poetas que surgieron en la cárcel pertenece a la generación de mi padre. Las cárceles se abrieron en 1965 con la llegada de Ceaușescu.

En realidad, el periodo de Ceaușescu se percibe como más difícil de soportar que el anterior, pero no había represión física. Con una diferencia. La generación de mis padres eran personas que habían nacido en un régimen de libertad y pensaban que el comunismo se acabaría; tenían la esperanza de vencerlo. Mientras que mi generación éramos todos individuos que habíamos nacido durante la represión; éramos incapaces de imaginar que el comunismo se acabaría alguna vez.

 

“En Rumanía nos hemos visto forzados a reinventarnos y continuar la tradición poética por nuestra cuenta”

– ¿Qué comunicación tenían con el exterior? ¿Qué literatura de fuera podían leer, qué clase de poesía llegaba?

– En Rumanía hubo una revista llamada Siglo XX que publicaba traducciones de literatura extranjera. Y esa revista daba a conocer o al menos introducía la poesía de otros países. Pero creo que no ha habido una continuación… No hemos sido influenciados por la poesía que se traducía y la poesía que se escribía en Occidente, sino que hemos tenido que reinventarnos a nosotros mismos. En otras palabras: nosotros conocíamos la literatura moderna del periodo de entreguerras y la poesía que siguió a la eclosión del surrealismo; y la tradición a la que recurríamos era la poesía de entreguerras, lo que conocíamos de ella, tanto la europea como la rumana de entreguerras. Al principio, con la llegada de Ceaușescu al poder, hubo una tímida apertura y el régimen invitó a algunas personalidades de la izquierda europea como Umberto Eco o Rafael Alberti, pero esto también se acabó. Así que no tenemos la impresión de haber crecido o de habernos formado con la poesía contemporánea. Lo más que conocemos es la poesía de entreguerras. Y creo que por eso la lírica rumana tiene otros acentos y otras formas expresivas. Nos hemos visto forzados a reinventarnos y continuar la tradición poética por nuestra cuenta.

– Sin ser un experto en la literatura de su país, sí parece que hay en su obra un diálogo muy intenso con figuras y modelos de la poesía popular rumana, empezando por la elección de su pseudónimo…

– Bueno, la literatura rumana nace en el siglo XIX o finales del XVIII. Es verdad que antes hubo una tradición oral extraordinariamente rica. La gran obra popular de nuestra literatura, la que cifra nuestra identidad, es el Mesterul Manole. Hay otros… A pesar de ser poemas populares, tienen una gran carga filosófica. Tengo una gran conexión con esos poemas, pero no, como es obvio, con su forma, su estilo. Mis maestros inmediatos son poetas modernos como Mihai Eminescu y Lucian Blaga.

 

“Ceaușescu podía aterrorizar a mis compatriotas, pero no tenía derecho a representarlos”

– ¿Nunca sintió la tentación de irse, de marchar al exilio? Entiendo que la idea de quedarse en Rumanía era importante. ¿Fue por miedo al desarraigo vital, a perder el contacto con la lengua?

– En primer lugar, el problema no era que no pudieras irte; el problema era que no podías regresar jamás, y esto me horrorizaba.

Por otra parte, estaba también mi madre, a la que no quería abandonar, como es lógico. Y tenía miedo de romper con todo, en especial por algo que no entendía… No estaba segura de si rompiendo esos lazos con Rumanía y con la cultura rumana iba a poder seguir escribiendo.

También había otro motivo. Un motivo oculto que era mi secreto personal. Me parecía ridículo confesarlo porque pensaba que todo el mundo se iba a reír de mí. Pero la idea de irme y de que Ceaușescu se quedara me parecía inaceptable, porque de ahí se deduciría que él representaba más a los rumanos que yo. El podía aterrorizar a mis compatriotas, pero no tenía derecho a representarlos.

 

“Todos hemos tenido que inventarnos nuestra propia modernidad”

– Por lo que he podido leer en español y en inglés, podría decirse que su escritura ha hecho un viaje desde los juegos de la imaginación de su escritura inicial, los libros de los años sesenta y setenta, a una escritura más sencilla, más pegada a tierra, en los recientes. La imaginación sigue estando muy presente, sí, pero han cobrado fuerza el prosaísmo, el impulso reflexivo, las atmósferas urbanas… No sé hasta qué punto es consciente usted de ese cambio, o si es un viaje planeado o programado con deliberación…

– Me parece una buena pregunta, porque es algo que no había pensado y siempre es interesante ver la opinión que otra persona tiene de mi obra. Es posible que la influencia posmoderna haya propiciado una mayor presencia de lo cotidiano en mi poesía. Lo que decía antes es que la generación de los sesenta, que es mi generación, de la que formo parte, está representada por poetas muy importantes, pero ningún poeta se parece a otro. Por eso digo que todos, cada uno por su lado, hemos tenido que inventarnos nuestra propia modernidad. Mientras que las generaciones posteriores han tenido más contacto con el exterior y han sentido de manera íntima, digamos, la influencia de otros movimientos literarios, europeos, americanos, como el posmodernismo… Y quizá, con el tiempo, esos movimientos también hayan influido en mí. Así que estoy de acuerdo, es posible que mi poesía tienda ahora hacia formas más depuradas, más esenciales… Y que el resultado sea más sencillo. Pero también es una poesía más pesimista que la de hace años, porque entonces el mal parecía estar encajado o delimitado por un contexto histórico, por un contexto político muy concreto, mientras que ahora el mal parece la semilla del universo.

Me acuerdo mucho de algo que dijo una vez Lech Wałęsa y que me impresionó mucho, y es que después de 1989 se dio cuenta de que en condiciones de libertad el mal saca más provecho que el bien de la libertad. El mal es más ventajista, y esto es algo muy deprimente, porque si te pasas la vida esperando conseguir la libertad y descubres que el mal se aprovecha de ella…

– Diría que antes tenían ustedes una noción política o ideológica del mal, mientras que ahora es una noción metafísica, como parte del tejido mismo del universo.

– Exactamente.

– Recuerdo que hace años Adam Zagajewski se lamentaba con cierta ironía de que los jóvenes poetas polacos se pasaban el día imitando a John Ashbery; los veía sumidos en un papanatismo cultural y un entreguismo a la cultura pop estadounidense que suponía, en última instancia, un desprecio de su propia tradición europea.

Pasando a su propia obra, es interesante ver que sus poemas tienden a ser breves, pero de una brevedad vertiginosa, en la que suceden muchas cosas. Son textos que suelen arrancar de un elemento concreto, pero ese elemento empieza de inmediato a transformarse, a sufrir una metamorfosis muy peculiar: una iglesia se convierte en barco, pongamos, y pronto esa metáfora genera nuevas imágenes y ocurrencias. El resultado tiene algo de montaña rusa que somete al yo lírico a todo tipo de mutaciones en el espacio de unos pocos versos. ¿Hasta qué punto controla usted ese proceso?

– No lo había pensado, pero eso que dice resulta interesante… Yo creo que soy una persona bastante racional, y prueba de ello es que escribo muchos ensayos y prosa analítica. Pero tengo un sentimiento muy fuerte de que la poesía no es mía, de que se me trasmite de alguna forma para que yo canalice y aproveche esa trasmisión. En realidad, creo que es algo que todos los poetas han sentido. Y eso te vuelve humilde.

Lo que sucede es que te vienen a la mente unos versos que no tienen relación alguna con lo que haces, y no sabes –no entiendes– por qué vienen; parece algo sobrenatural, casi. Y entonces uno toma esos versos y les da continuación, escribe el poema, pero a lo mejor al escribirlo desciendes a otro plano más a ras de tierra. Quizá lo que sucede es eso, pero no soy capaz de explicarlo.

 

“La prosa me he convertido en una escritora profesional”

– ¿Por qué se pasó a finales de los años setenta y en los ochenta a la prosa, tanto la de ficción como la memorialística? ¿Qué le aportaron esos libros que no hallaba un cauce de expresión en la poesía? ¿Cómo lleva esa convivencia entre géneros?

– La prosa me ha dado mucho. En primer lugar, me ha dado la certeza de que escribir está en mi mano, que depende de mí, porque cuando escribo poesía siempre tengo la sensación de que el impulso viene de fuera y de que nunca volveré a escribir. La prosa me he convertido en una escritora profesional y me ha dado mucha certitud, mucha seguridad. No conozco un sentimiento más placentero y al mismo tiempo más capaz de infundirme ánimos: saber que paras de escribir porque te duele la mano, te duele la espalda, te vas a dormir, pero que al día siguiente verás la última frase y retomarás la escritura.

Esto lo he descubierto a posteriori, pero no fue el motivo por el que empecé a escribir prosa. Tenía la sensación de que no podía llegar a la realidad mediante la poesía; o, mejor dicho, de que, si reflejaba toda la realidad, la realidad en toda su densidad y su peso material, destruiría la poesía. Era como poner trozos de mineral o de hierro en un barco de papel. Me hacían falta otros medios para reflejar o abarcar toda la realidad que me interesaba.

– Me pregunto si esa mayor presencia de lo cotidiano, ese prosaísmo –en el mejor sentido de la palabra– que señalaba antes en su poesía reciente, no viene quizá de que la prosa ha ido contaminando o condicionando un poco, para bien, sus poemas.

– Yo diría más bien que ocurrió lo contrario. Es la poesía la que ha pasado a la prosa, porque yo me propuse escribir sobre la realidad, pero acabé escribiendo narrativa fantástica.

 

“Vivimos en un mundo en el que ya no hay criterios”

– La imagen del «reloj sin horas» de su último libro me hace pensar en los cambios que ha experimentado nuestra relación con el tiempo: parece como si viviéramos tan velozmente que el tiempo ha perdido peso. Estamos lanzados en una carrera frenética a ningún sito y no hay manera de bajarnos del tren en marcha. Y a fuerza de ir tan rápido el tiempo se ha desvanecido. ¿Qué papel pueden seguir jugando la poesía, la literatura imaginativa, la literatura de creación en esta sociedad de mercado ultra-capitalista? Lo digo porque usted ha vivido la mayor parte del tiempo en un sistema diametralmente opuesto, y tengo curiosidad por conocer su opinión.

– No sé si puedo contestar a su pregunta, pero sí querría decir algo sobre esa imagen del «reloj sin horas». Es una imagen que aparece de manera recurrente en mi prosa; en Falso tratado de manipulación, por ejemplo. Y recuerdo aquella vieja película de Ingmar Bergman, Fresas salvajes, en la que los relojes habían perdido las manecillas, y uno tenía la sensación de que eran los personajes los que estaban fuera del tiempo, los que se habían salido de él. Aunque para mí lo terrible era que esas manecillas inexistentes ya no tenían ningún sitio al que apuntar.

Respondiendo más en concreto a su pregunta, creo que la manipulación es muy importante en esta sociedad globalizada en la que vivimos. Lo que interesa es crear una población cada vez más controlable, más manipulable, que no sea capaz de descubrir ni desarrollar sus propios puntos de vista. Esto hace que el arte o la literatura de calidad tengan un marco de acción cada vez más reducido, apenas una franja estrecha por donde transita con dificultades. Por otro lado, el eco de la gran literatura se oye y se reproduce en un número creciente de festivales literarios que antes no existían; no, al menos, cuando yo vivía en una dictadura. Pero creo también que, en esta nueva sociedad, en la sociedad en la que vivimos, el escritor se siente cada vez más solo y aislado, más carente de significado. De ahí que todo lo que hace le proporcione un sentimiento de futilidad.

Vivimos en un mundo en el que ya no hay criterios. En este sentido, creo que en ningún momento de la historia había sido tan difícil decidir qué está bien y qué está mal. Antes teníamos a las religiones, que distinguían con firmeza el bien del mal (las dictaduras, por cierto, hacían lo mismo), con el resultado de que el ser humano no se veía en el trance de decidir por sí mismo. Mientras que ahora, con esta confusión enorme que hay en las noticias, las llamadas fake news, se hace muy difícil elegir, discriminar. En estas circunstancias, el papel del escritor sería meditar sobre el mundo y sugerir conclusiones, pero esto tampoco parece muy posible. Lo vemos incluso en el caso de los premios Nobel: antes, hace años, el premio Nobel significaba algo. Pero son tantos los escritores mediocres que han sido galardonados, tantos los escritores que han demostrado a la larga su poca valía, que el Nobel ha dejado de ser un valor absoluto. En realidad, ya no hay valores absolutos. Es cierto que la técnica, la ciencia, siempre van a más y no dejan de progresar, pero en los asuntos del alma las cosas son distintas. Ese equilibrio en los asuntos del alma se ha perdido, y a lo peor los escritores, que deberían hacer de contrapeso, no cumplen con su deber.

            Hay una razón muy concreta, una cuestión de orden objetivo, por la cual el humanismo pierde terreno ante los intereses del gran mercado y su necesidad de crear poblaciones manipulables y que no piensen, y esa razón es la falta de tiempo. ¿Quién tiene tiempo para leer? Y encima cuando la educación clásica ha dejado de existir. Antes se estudiaba latín y griego y la educación humanística tenía un peso. Pero en la actualidad no hay más que ordenadores, matemáticas, técnica, que lo ocupan y lo monopolizan todo, hasta el tiempo. En esas condiciones, ¿quién va a hacer tiempo para leer Guerra y Paz? Lo mismo ha ocurrido en el campo del arte cinematográfico, convertido ya definitivamente en una gran industria. En los años sesenta el arte de la imagen era más sintético y se acercaba a la filosofía y la poesía. Pensamos en las películas de Antonioni, de Bergman…

– Quizá, como hizo usted al principio de esta entrevista, cabría definir la poesía como el lugar donde es imposible mentir. Como el lugar por excelencia de la autenticidad.

– Es una observación excelente. Además, la poesía es el arte verbal más sintético, en mucho mayor grado que la novela, y esto permite que en los buenos festivales, que existen, uno pueda charlar y entablar contacto con gente interesante.

 

“En la Antigüedad la poesía estaba en el centro del mundo. No podemos olvidarlo”

– Es también un arte muy humilde. La poesía es muy poca cosa, en realidad: se hace con una mano, con la mente, con la voz… Y se produce ese contacto humano en mucha mayor medida que en otras artes: una necesidad atávica del cuerpo, de la voz. Muchos de los que van a sus recitales, por ejemplo, quieren oírla leer en rumano, un idioma que no conocen.

– Ese es el camino, sí. Recuerdo que en la década del 2000 se fundó la Academia Mundial de Poesía en Verona. Fue una iniciativa de la alcaldesa de Verona, que tenía una gran personalidad. A la UNESCO le gustó el proyecto, pero luego no fue posible sacarlo adelante. Eso sí, se hizo una proclamación oficial, y en ella se decía que la finalidad de la Academia era la de recolocar la poesía en el centro del mundo. Lo que a mí me pareció muy interesante fue la utilización de esa palabra, recolocar. Porque así era: en la Antigüedad lejana la poesía estaba en el centro del mundo. De hecho, la poesía y la religión se confundían. No podemos olvidarlo.



[†] Doy las gracias a Viorica Patea por su trabajo como intérprete y mediadora, y a Paula Doce por su labor de transcripción de las grabaciones originales.