ALBERTO MANGUEL: “MI RELACIÓN CON LOS LIBROS EMPEZÓ ANTES QUE MI RELACIÓN CON EL MUNDO”

El lugar en que nos cita Alberto Manguel para hablar de su trayectoria como intelectual, de su visión de la lectura hoy y de su estancia en Lisboa, uno de los depósitos de la Biblioteca Municipal, tiene algo de vientre de la ballena, muy a propósito para quien, sin buscarla, ha alcanzado la condición de personaje casi mitológico por su obra y biblioteca. Un edificio inmenso en uno de esos arrabales centrales de la ciudad, una estancia en la que esperan centenares de cajas con sus libros -nos anuncia que en los sótanos se guardan muchos más a la espera de ser catalogados-, un equipo que trabaja sin descanso mientras conversamos, en una mesa junto a un anaquel en que comparten balda la colección de revistas FMR y varios números de Turia. Hay algo que, afortunadamente, contradice la facilidad con que determinados espacios se definen con ligereza como no lugares.

 

La voz de Alberto Manguel, la serenidad que transmite, es una combinación de sus novelas y relatos, intensos y tan estimulantes, y de la reflexión de las obras que abordan el universo de la lectura. Antes de sentarnos le entrego un ejemplar de la revista en lenguas ibéricas Suroeste, y al instante aparece la voracidad del bibliófilo y la curiosidad del lector:¿Y nosotros vamos a recibir esto regularmente? Pero qué bien, qué bien esa intención de reconstruir el Siglo de Oro. En la escuela secundaria, si bien estudiamos literatura española, nos enseñaron a decir que la lengua que hablábamos era el castellano, no el español.

 

-Recordamos en este momento uno de esos libros que dejan un recuerdo permanente, aquel texto de Amado Alonso que se tituló Castellano, español, idioma nacional: Historia espiritual de tres nombres.

-Las lenguas de América Latina, sobre todo en Argentina, interesaron mucho a los filólogos españoles. ¿Recuerda aquel ensayo tan cáustico de Borges? “Las alarmas del doctor Américo Castro” sobre la crítica que hacía de las lenguas del Río de la Plata. Sin embargo, al citar a Amado Alonso, recuerdo también que tengo una relación muy personal con él, porque mi madre fue su secretaria, en la biblioteca en la que él estableció su gabinete en la Biblioteca del Maestro, en Buenos Aires, siendo ella muy joven.

 

“Tuve una infancia un poco extraña: me crió una nodriza checa que me enseñó alemán e inglés, esas fueron mis primeras lenguas”

-Rodeado de tantos volúmenes, parece difícil imaginar a nuestro autor sin un libro entre las manos o despidiéndose de sus libros, como anticipó en Mientras embalo mi biblioteca.

-Mi relación con los libros empezó antes que mi relación con el mundo. Yo tuve una infancia un poco extraña. Me crió una nodriza checa de lengua alemana que me enseñó alemán e inglés: esas fueron mis primeras lenguas. Mi padre fue nombrado embajador en Israel y nos trasladamos allá al mes de fundarse el país, pero yo tenía unos pocos meses y mis padres decidieron tomar una nodriza que me cuidase. Viví con esta nodriza los primeros siete u ocho años de mi vida. Después volvimos a Argentina en 1955 y allí empezó a ocuparse de mi hermana… pero esos primeros ocho años fueron tan especiales… Ella, que era una mujer que había huído con la familia de los nazis, creía profundamente en lo que llamamos la deutsche Kultur. Por si fuese poco, no tenía mucha idea de lo que era un niño y me trataba como a un pequeño adulto, de modo que aprendí a leer muy temprano, yo tenía tres años, quizás, y me leía cuentos y más tarde empecé a leer en inglés y alemán. Mi primer conocimiento del mundo fue ese. Cuando me encontré por primera vez con la amistad, la muerte, el amor, los viajes, las cosas que nos ocurren a todos en la vida, ya tenía las palabras para nombrar esas experiencias porque las había leído. Por eso digo que para mí los libros fueron anteriores al mundo. No tenía conciencia de ser lector, ni de la lectura ni de la literatura, ni de la traducción, ni de ninguna de estas facetas de la vida intelectual, porque para mí esa vida de libros y lecturas era tan común como respirar. Nosotros no pensamos, bueno, lleno de aire mis pulmones, y después lo expulso, camino poniendo la pierna izquierda y después la derecha. No pensamos, sino que resulta natural; para mí la relación con los libros tenía esa calidad, de cosa completamente automática, natural. Tiempo después descubrí otros aspectos: por ejemplo, que había lenguas distintas. Durante mi primera infancia yo sabía que -y sostiene un vaso en la mano- esto era un objeto que tenía varios nombres, se llamaba glass, se llamaba sklenka, se llamaba… Y dependía de con quién estuviese hablando para darle otro nombre. Así aprendí la diversidad del mundo, más allá de los rótulos que damos a las distintas actividades intelectuales, como lectura, o escritura o traducción. Pero para volver a la pregunta, a mi relación con la lectura, debo decir que mi relación era automática y casi inconsciente.

 

Una historia de la lectura fue un aprendizaje de las distintas formas de relacionarnos con la palabra escrita”

-Autor de una extensa obra literaria (donde podríamos citar, entre otros textos, Noticias del extranjero, El amante extremadamente puntilloso o el muy recientemente traducido al portugués Todos los hombres son mentirosos), de abundantes ponencias, ensayos (¿quién no recuerda su Guía de lugares imaginarios?), y artículos de muy variados temas. Alberto Manguel es un referente universal a la hora de abordar el acto de leer desde todos sus ángulos a partir de Una historia de la lectura, publicado en 1996. En perspectiva, ¿cómo ha evolucionado su idea de la lectura en este tiempo?

 

-A la edad de cuarenta años, más o menos, más tal vez, tuve que escribir un artículo para el New York Times después de haber preparado un ensayo sobre las antologías. Me dije: bueno, voy a escribir sobre esta cosa que hago, que es leer, y fue allí donde empecé a reflexionar sobre la lectura. Hasta ese momento no había pensado en qué consistía la lectura, de modo que el libro que escribí, Una historia de la lectura, fue un aprendizaje de estas distintas formas de relacionarnos con la palabra escrita.

 

Y sí, mi idea de la lectura ha evolucionado. Cuando publiqué Una historia de la lectura, en realidad no había historias de la lectura. Ese mismo año en que se publicó, Roger Chartier había reunido varios ensayos sobre la historia de la lectura, firmados por distintos especialistas, una cosa mucho más académica, más seria. Recuerdo que cito a Robert Darnton, cuando en uno de sus libros dice que quizás tendría que haber una historia de la lectura, porque no existía. Hoy en día, sin embargo, es casi un género literario, y todos han escrito su historia de la lectura: Mi año con Proust, Mi año con Montaigne, qué libros leía de niño… incluso la editorial Ampersand tiene una colección donde diferentes escritores cuentan su historia de la lectura.

 

-¿No hay nada nuevo, nada que resulte ahora diferente a nuestra relación anterior con la lectura, previa al universo digital?

Aún así hay cosas nuevas que comentar: cuando escribí el libro, la electrónica estaba en sus inicios, al menos para mí como lector, ya que evidentemente había comenzado a principios del siglo XX, pero yo no tuve mi primera computadora hasta mediados de los años 80, una de esas viejas máquinas, y siempre me he sentido incómodo con la tecnología electrónica. Ahora que mis nietas manejan todas esas máquinas como nosotros manejábamos un lápiz, todavía me siento muy extranjero en esa tecnología, y sin culpabilidad. Mi hijo me dice que soy un torpe porque no sé cómo manejar esta tecnología de forma completa, para mí la computadora sigue siendo una máquina de escribir más práctica, porque no necesito hacer lo que hacía cuando tenía máquina de escribir, aquello de cortar y pegar fuera de la máquina, ya que ahora lo hace automáticamente… Pero todos estos pequeños dibujitos que aparecen debajo de mi pantalla y que no uso ninguno, ni sé lo que quieren decir… Aprendí a usar Skype y Zoom durante el COVID porque tenía que comunicarme con gente, pero por el momento no tengo más que el correo electrónico y no dispongo de teléfono móvil, no tengo ninguna de esas otras cosas como TikTok o WhatsApp.

Cuando escribí Una historia de la lectura, lectura significaba lectura de textos, manuscritos o impresos. Después extendí la idea de lectura: lectura del mundo, lectura de imágenes, lectura de la naturaleza, lectura de la expresión del rostro de los otros. Y por eso escribí un segundo libro que se llama Leer imágenes, para extender esa noción. Pero aún no me había puesto a reflexionar sobre la lectura digital. Poco tiempo después de acabar el primer libro me di cuenta de que eso estaba allí y de que quizás tendría que escribir sobre mi relación con ese universo, y publiqué un ensayo allá por principios de los años noventa, que se llama “De San Agustín a la computadora”, donde comparo el sistema de lectura que hubiese tenido San Agustín con el sistema de lectura de una computadora. Afortunadamente no lo publiqué como un capítulo de Una historia de lectura, porque lo que ocurre con esta tecnología digital es que avanza tan rápido que lo que nosotros podemos saber por la mañana ya ha cambiado por la tarde, y publicar sobre eso es escribir un texto que queda obsoleto de inmediato.

 

Lectura digital y consumo

Nunca hasta finales de siglo XX y principios del siglo XXI, la tecnología que sirve de soporte al texto había tenido una extensión en el mundo económico tan potente como las tiene ahora. Naturalmente, después de Gutenberg, la imprenta creó una industria del libro que creció, pero no es nada comparada con la industria electrónica, la industria electrónica nos ha convencido de la necesidad de tener aparatos electrónicos para cada una de las actividades de nuestra vida. Está comprobada, en el mundo capitalista del consumidor, la idea de que el deseo es algo que creamos para desear. El mundo capitalista tiene que crear el deseo en el consumidor para que el consumidor desee consumir. Y es un deseo que nunca debe satisfacerse por completo, porque si no la industria se acabaría. Entonces, se trata de la creación de un deseo frustrado. Deseo frustrado de conocimiento de relaciones humanas, sexuales, intelectuales, de satisfacer los sentidos, nunca satisfechos del todo. La industria electrónica ofrece ciertos instrumentos para que intentemos satisfacer ese deseo que nunca puede ser satisfecho; como toda tecnología, el peligro no está en la tecnología misma, sino en el uso que hacemos de la misma. El cuchillo es un instrumento espléndido si lo empleamos para cortar el pan, pero podemos usarlo para asesinar a alguien, y en ese caso no es culpa del cuchillo ese crimen. Creo que no tenemos que limitar el poder del instrumento, de la tecnología, para evitar que la empleemos mal; es decir, no tenemos que producir cuchillos sin filo. Tenemos que educarnos mejor. Este es el mismo problema que ahora ocurre con lo que llamamos inteligencia artificial.

 

-Sin embargo, hay un debate encendido sobre la diferencia cognitiva entre leer textos en papel y en pantalla, que además se complica cuando se trata de la lectura que realizamos como parte del estudio.

Creo que la característica más extraordinaria de la lectura electrónica es el distanciamiento que se produce entre el texto y su lector. Frente a un manuscrito, el lector estaba confrontado a una personalidad única, por más que el copista fuese un técnico extraordinario y no podamos reconocer fácilmente el trazo de su mano, pero siempre va a haber una identidad en esa escritura, sea de un codex medieval o de una carta, como las que escribíamos hasta mediados del siglo XX. Con la imprenta ocurre un distanciamiento. Ya no reconocemos en el texto impreso una personalidad del autor del texto, sin embargo, porque la imprenta no es idéntica en cada caso, hay una relación de valor, de jerarquía, de intimidad que se produce cuando leemos un texto en papel biblia de la colección Aguilar o un texto en ese papel rudo de la colección Austral. Esta correlación existe, y hay notas en los márgenes, por lo que continúa esa relación personal del texto con el lector, aunque no sea tan íntima como la del manuscrito. Con la tecnología electrónica ocurre de forma inmediata la demolición de las jerarquías: un texto en pantalla no tiene atributos jerárquicos, no podemos saber si está editado por Oxford University Press o por mi sobrina, que estaba jugando con la computadora, porque aparece exactamente igual. Y no solo esto, que en verdad ofrece al lector la ilusión de tener una relación íntima con ese texto con el que no tiene ninguna intimidad, ya que el lector tiene que crear la página, como en la época de los rollos de papiro, tiene que crear la página y buscar y proporcionar un contexto a ese texto. Pero la distancia que produce la ausencia de jerarquía hace que el texto se preste a una interpretación cualquiera. Ya no hay límites.

 

Posmodernidad y lectura

-Si ya no hay límites a la interpretación, frente a la que había sido relación tradicional con los textos, ¿cuándo ha comenzado esta especie de hermenéutica sin fronteras?

Umberto Eco decía que los límites de la interpretación coinciden con los límites del sentido común. Lamentablemente en nuestra época el sentido común ha desaparecido. No hay límites y cualquier texto que aparece en la pantalla puede ser recibido como verdad, aunque sea ficticio. De ahí las fake news y sus consecuencias nefastas. No encuentro culpa en la tecnología, querría matizar, somos nosotros quienes hemos permitido esta lectura sin límites. Es un gesto que, si buscamos sus raíces, nace de la posmodernidad, nace de los gestos de Joseph Beuys o de de Andy Warhol diciendo que todos, todos, somos creadores, todos somos artistas, todos somos genios… que no es cierto, pero bueno, nos gusta creerlo. Todos somos hermosos, todos somos atractivos, todos somos inteligentes. No es cierto. Cada uno tiene su inteligencia particular, pero algunas inteligencias no sirven para una lectura honesta. Diría que el cambio fundamental que ocurrió en la segunda mitad del siglo XX en la lectura es el distanciamiento del lector con el texto, la falta de jerarquía de los textos y la posibilidad de distorsionar la lectura no de forma positiva, creativa, sino de formas mucho más nefastas de las que ocurrían antes. Siempre hubo algo de esto; hace unos días leía sobre una estela de piedra babilónica donde se talló un texto falso, modificando una fecha para que los sacerdotes de un templo no tuviesen que pagar impuestos. Este fenómeno de las fake news ha sucedido desde siempre, pero no es lo mismo modificar una estela de piedra que tomar cualquiera de los cientos de miles de textos que aparecen y leerlo a nuestra manera para satisfacer nuestros prejuicios y nuestra ignorancia.

 

Inteligencia artificial

-Al preparar esta entrevista, una vez listas las preguntas que me gustaría hacerle, pedí a Chat GPT que propusiera una entrevista a Alberto Manguel. Como era de esperar, coincidimos en muchas aunque me parecían, y esto lo digo sin vanidad, un poco menos perspicaces que las mías, pero en general muy cercanas.

Claro, porque lo que ocurre con nosotros es que de nuevo olvidamos que etiquetar algo no es solo etiquetarlo, sino censurarlo, definirlo y constreñirlo. Ponemos en un libro Historia de España y ya no es ficción. Cuando llamamos a eso inteligencia artificial, estamos diciendo, por un lado, que es inteligencia, que no lo es, y que es artificial, que tampoco lo es. Se trata, en verdad, de una mecánica estadística que resulta similar, hasta un cierto punto, a nuestro sistema de pensamiento, en el sentido de que si yo tengo que contestar a su pregunta sobre qué pienso de la historia de la lectura hoy, reviso en mi mente las estadísticas que conservo, quiero decir estadística, no cifras sino la información que conservo en mi mente de mi experiencia de la lectura, a partir de un cierto momento, la reviso y saco una conclusión. La máquina hace eso de una manera mucho más eficaz, ya que tiene mucho más información, pero no posee ese elemento de intuición, de emoción, de asociación.

Nosotros hemos creado, con ese instrumento que llamamos inteligencia artificial, una imitación de nuestro sistema de pensamiento. El problema, como en las célebre Imitación de Cristo, De imitatione Christi, es que no sabemos qué estamos imitando. Tomás de Kempis lo explica: una imitación de Cristo, pero imitación en la medida en que mi pobre mente humana puede leer las enseñanzas de Cristo y entender a Cristo, que no lo podemos entender. Los filósofos árabes medievales decían que Dios no se puede definir, porque si yo defino a Dios, yo soy Dios, y esa es una capacidad de entendimiento que no tengo. No sabemos cómo razonamos, no sabemos qué ocurre en nuestro cerebro cuando pensamos; sí podemos ver qué zonas neurológicas se encienden con ciertos pensamientos, con ciertas lecturas, con ciertas actitudes, pero eso no significa que sepamos cómo funcionan. Yo uso mi computadora y no tengo la menor idea de lo que está sucediendo dentro. Cuando usted le pregunta a la inteligencia artificial qué preguntas le puede hacer a Alberto Manguel, la inteligencia artificial recurre a todas las estadísticas que almacena y saca una conclusión. Pero yo no sé, yo no lo he probado; por fortuna o desgracia, hay muchas cosas escritas sobre Alberto Manguel. Y si le pregunto a la inteligencia artificial por un nombre inventado… Alejandro Shoppenticken… y qué preguntas le haría… No sé si la máquina sabría qué preguntar, tal vez invente alguna cosa como inventamos a partir de cierto conocimiento de una persona, del tipo ¿está casado? Debemos esperar y ver…

 

Corrección política y literatura

-Durante los días previos a esta conversación las páginas de cultura han convocado a todo tipo de público a un debate que tiene consecuencias más allá de los libros, como es el caso de las ediciones modificadas de textos clásicos de Roald Dahl o Agatha Christie, o de la literatura comercial de Ian Fleming, ¿debemos esperar una corriente de alteraciones que conforme casi una biblioteca paralela de libros “correctos”?

Pero es una técnica muy, muy, muy antigua. Cuándo varios de los textos de la Antigüedad clásica fueron traducidos o copiados durante la Edad Media, los copistas también alteraban ciertas cosas. Por ejemplo, lo vemos en los poemas de Catulo, el sexo de la persona a la que Catulo se dirigía, para convencer a los lectores de que Catulo no era homosexual. Ocurre también en las reformas que encontramos en los traductores de Las mil y una noches: Mardrus evita aquello que puede herir la sensibilidad de sus lectores; la traducción es un campo fértil para la censura. También está presente en la edición. Por ejemplo, en la Inglaterra del siglo XIX, el señor Thomas Bowdler dio origen a un verbo, to bowdlerize, expurgar, porque publicaba las obras de Shakespeare eliminando los elementos sexuales, o transformando los finales de las obras en finales felices: este es un sistema muy antiguo de censura.

Nosotros tenemos la ilusión de progreso intelectual, pensamos que en el siglo XXI ya no sufrimos los prejuicios, los errores políticos y morales que teníamos en el pasado. Obviamente no es así. Volvemos al fascismo, volvemos a la censura, volvemos a la teocracia. Es casi inevitable. Por supuesto, como lectores, deseamos resistirnos a estos actos de brutalidad, auténticas violencias contra el texto que no podemos permitir. Y lo que es más importante, ponemos en evidencia la presunción de estos editores, los que piensan que el público no es lo suficientemente inteligente como para leer textos con perspectiva histórica, los que suponen que el lector se va a ofender con un comentario antisemita en una novela de Agatha Christie, o con un comentario racista, y que no será capaz de decir, “bueno, esa era la forma de pensar común en los años 30”.

Esto se asocia a otro sistema de defensa que no le pedimos a nadie: en las universidades americanas hay un sistema de prevención de ciertas escenas que pueden resultar chocantes para el lector en determinados textos. Cuando yo enseñaba en la Universidad de Columbia recibí un memorandum diciendo que cuando hubiera una escena que pudiese chocar al lector, debía prevenir a mis estudiantes, por si no querían leerla en esas circunstancias. Imagine, escenas de violaciones en Ovidio, escenas de incesto en Edipo, escenas racistas en Huckleberry Finn, escenas antisemitas en Shakespeare... Dije que renunciaba completamente a hacer aquello, porque si no podía mostrar textos que chocaran a los jóvenes, no quería enseñar. Enseñar textos anodinos, textos que ni fu ni fa, es una actividad inútil y, lo que es peor, convence a los jóvenes de que esa literatura es insulsa, que no les va a dar nada. Solo cuando estamos confrontados a la brutalidad, a la violencia, a la pasión, al prejuicio literariamente expresado, es cuando podemos actuar como seres inteligentes.

Tengo una convicción profunda, que no puedo demostrar, y es que la literatura, la buena literatura, es una literatura moral. No conozco un texto literario que yo llamase verdaderamente bueno -vamos a usar esa definición que es tan difícil de precisar. “este es un texto que yo llamaría bueno”- que sea puramente racista, antisemita, misógino, cualquier prejuicio que quiera. ¿Por qué digo esto? Porque la literatura que a mí me parece importante, la que perdura, la que nos llega profundamente, es necesariamente ambigua. El Mercader de Venecia, que tiene un elemento antisemita en los personajes, sin embargo no permite una lectura conclusivamente antisemita. Lo mismo ocurre con la misoginia en, por ejemplo, La Fierecilla Domada. Las compañías de teatro rehúsan montar La Fierecilla Domada sobre todo por la última escena donde Catalina, la fierecilla, que es una mujer independiente, que no quiere depender de los hombres, acepta la tiranía del marido, y no solamente la acepta, sino que además enseña a las otras mujeres a obedecer a sus maridos. Por supuesto, es un horror en la época del #MeToo y el feminismo. Pero aquí está la magia de Shakespeare. he visto una puesta en escena de la obra que en esa última escena, sin cambiar una palabra, presentaba a la actriz recitando las instrucciones para obedecer al marido con lágrimas en los ojos, con un dolor evidente, como si la estuviesen torturando. Es imposible escuchar y ver esa escena pensando que ella está convencida, es como un prisionero que está siendo torturado y que confiesa, y sabemos que no confiesa la verdad. Esto está en Shakespeare, y por eso es gran literatura. Pienso en Borges, que en su vida personal tenía declaraciones racistas espantosas, como reproduce el diario de Bioy Casares: no hay nada en su obra que sea así, porque la literatura no se lo permite; aunque él quisiera, la literatura no se lo permitiría; era un gran escritor y se trata de las estrategias de la gran literatura. Lo mismo ocurre con Louis-Ferdinand Céline, para mí uno de los más o el más grande novelista del siglo XX. ¿Dónde está su antisemitismo? se encuentra en esos panfletos que no valen nada, lo mismo pasa con Pablo Neruda. Un gran poeta. Pero cuando escribe Incitación al nixonicidio sabía que eso no era poesía, no era nada, era una declaración como el berrinche de un niño malcriado. Los escritores lo saben, pero los lectores tendrían que saberlo también.

 

Del libro a la creación audiovisual

-Hablamos de literatura rodeados de libros. Sin embargo, si en vez de estos libros maravillosos estuviésemos hojeando ahora mismo los documentos oficiales de la Unión Europea sobre cultura, apenas encontraríamos referencias a la edición y la cultura escrita, y sí muchas más a la audiovisual. ¿Ha perdido presencia la lectura y la literatura en el horizonte cultural?

Déjeme decir dos cosas. Ayer o anteayer leí que 2022 fue el año en que, en el Reino Unido, se publicaron más libros que nunca y fueron comprados más libros que nunca. Segunda parte de la respuesta: cada vez que aparece una nueva tecnología, y el videojuego es una nueva tecnología, esa nueva forma de arte declara que la tecnología anterior ha muerto y toma de la antigua su vocabulario y lo transforma. Lo mismo ocurrió con la fotografía y la pintura. Nace la fotografía bajo el lema “la pintura ha muerto”. ¿Qué hace la fotografía? Retratos, naturalezas muertas, paisajes. Conceptos que vienen de la pintura. Y, claro, la pintura no muere, pero toma de la fotografía elementos de hiperrealismo y demás; lo mismo sucede con el cine y el teatro, lo mismo con el los vídeo y el cine, lo mismo con los videojuegos y la novela, porque finalmente son otras formas narrativas. Es un proceso fructífero y que, como siempre, depende del resultado; hay videojuegos que son extraordinarios, hay novelas gráficas que son extraordinarias y hay otras que son muy malas, como hay novelas muy malas y poemas muy malos. Una tecnología no garantiza la calidad de sus productos, es simplemente una tecnología.

 

-Entonces podemos estar tranquilos, seguros de esa permanencia de la sabiduría de lo escrito…

Bueno, nunca podemos estar tranquilos porque siempre está el grito fascista de “Viva la muerte” qué estamos sintiendo ahora en todo el mundo, sea en Ucrania, sea en Estados Unidos También aquello que está ocurriendo en la guerra por las armas en Estados Unidos, que también tiene como grito de batalla “Viva la muerte”. Durante la toma del Capitolio, en una de las banderas aparecían las palabras del general espartano Leónidas: μολών λαβέ. “¿Me estás atacando? Ven a buscar mis armas, ven a tomar mis armas”. Volvemos a esa idea: las armas nos van a defender.

Esto resulta inconcebible, pero es la realidad, los Estados Unidos se han convertido en una sociedad que prefiere la respuesta de las armas a la respuesta de la palabra. Esta mañana leí que un muchacho negro de 16 años había llamado a una puerta equivocada, iba a buscar a su hermano en otra casa y cuando llamó a la puerta por error el propietario sacó una pistola y le disparó, sin hacer ninguna pregunta: shoot first and ask questions afterwards. En ese contexto, la palabra tiene que reafirmar su importancia. Somos, o decimos que somos, seres racionales porque tenemos la palabra. Pero estamos enfrentados siempre por esta pasión suicida que alberga nuestra especie.

 

Dante

-Esta visión de una naturaleza humana presa de las pasiones nos lleva a preguntar por Dante, una de sus debilidades…

Aún seguimos en el Infierno y jugando los juegos del Infierno y demás, cuando la revelación final se hace en los últimos versos del Paraíso, el Infierno es un prólogo. El error está en nuestra fascinación con la violencia. Stevenson decía que cuando se paseaba por Edimburgo, veía los rótulos en que los arquitectos presbiterianos habían escrito algunos de los Diez Mandamientos sobre las fachadas de las casas grises. Y él, como hombre joven, llamaba a aquello Tentación invertida, es decir, veía “no desearás a la mujer de tu prójimo” y él, a quien no se le había ocurrido nunca, decía “Ah, pero la mujer de mi prójimo es tan guapa…”.

Leemos determinadas cosas, como el Infierno, como si fuesen tentaciones invertidas, como fascinaciones invertidas, y esos castigos los entendemos como vemos películas violentas, y no pensamos que esos castigos están allí, ante todos, construidos por los mismos pecadores. Dios no construye los castigos, construyó el lugar del infierno. Pero lo que ocurre en el infierno es consecuencia de nuestros actos y debemos entender, como Dante, que se trata de la demostración de lo contagioso del pecado: cuando Dante está en el infierno, en el círculo de los traidores se contagia de traición. Y se convierte en traidor de su propia palabra. No lo vemos porque somos lectores superficiales. Siempre fuimos superficiales y siempre el porcentaje de buenos lectores, por llamarlos así, o lectores más o menos buenos, fue mínimo. Pero todavía la lectura de la literatura es siempre generosa y paciente y nos espera.

 

Experiencia portuguesa: Espaço Atlântida

-Si la entrevista se realiza en Lisboa es porque Alberto Manguel es, desde hace unos años, vecino de la ciudad, a la que llegó junto con su mítica biblioteca y donde ultima la apertura del Espacio Atlántida, un centro cultural y de estudios centrado en esos fondos, que ha donado a Portugal y que estarán a disposición de lectoras y lectores a partir del 25 de abril de 2024. Lisboa y Portugal se suman a un Atlas que hasta el momento estaba presidido por los mapas de América -de Argentina a Canadá-, España o Francia.

Todos llevamos una suerte de geografía imaginaria en nuestra cabeza, no necesariamente compuesta de espacios reales, sino de espacios experimentados emocionalmente, intelectualmente. Mi geografía imaginaria se conforma también de espacios geográficos, tiene ciudades como Venecia, Buenos Aires, París, Madrid. Pero nunca había estado en Portugal, no aparecía en ese espacio.Había leído algunos autores portugueses, pero sin pensar en la literatura portuguesa. Lo más cerca que estuve de la literatura portuguesa fue cuando estudié en el colegio secundario a Rosalía de Castro, y se trata de una autora gallega, que escribe en ese gallego tan cercano al portugués, pero nunca me acerqué ni a esa lengua ni a esa literatura. Ah, pero la vida escribe novelas con capítulos sorpresa. Nunca hubiese esperado que a esta altura de mi vida -cumplí 75 años ahora- otro espacio geográfico se integrase de tal manera en mi imaginación. Cuando me fue ofrecida la posibilidad de donar mi biblioteca a la ciudad de Lisboa, con la posibilidad de montar alrededor de esa biblioteca un Centro Cultural, en un Palacio que pertenece a la ciudad de Lisboa y con un equipo de bibliotecarios, pensé: esto es un milagro. Nunca hubiese imaginado que sucedería esto. En diferentes momentos traté de instalar mi biblioteca, de donar mi biblioteca -naturalmente, de modo completamente gratuito. Se ofreció a la ciudad de Nueva York, a la Ciudad de México, a Estambul, a la ciudad de Quebec…y, bueno, llegaba hasta un cierto punto y no se realizaba, porque no solo consiste en donar la biblioteca, alguien tiene que gestionarla tras ese momento y debe haber un presupuesto para su funcionamiento, de modo que cuando llegó la oferta de Lisboa, fue muy especial.

En realidad no conocía Lisboa, había venido a Lisboa varias veces invitado por la Fundación Gulbenkian para dar conferencias, llegaba una noche y me iba. Había estado en Coimbra, una vez a Porto, nada más. Y, de pronto, ya que mi biblioteca venía aquí, decidí instalarme en Lisboa y acercarme a una identidad nueva. He tenido que aprender una lengua que no conocía, porque siempre he pensado que si uno vive en un país debe hablar la lengua de ese país, no tiene derecho a permanecer extranjero en su lengua. Borges, cuando tuvo la posibilidad de ir, ya muy enfermo, a Japón, dijo: no quiero morir en una lengua que no conozco. Yo tampoco, no quiero morir en una lengua que no conozco, por eso estoy estudiando portugués, hablando portugués, y descubro una literatura extraordinaria. Mi paisaje imaginario se ha ampliado.

 

-Algunos nombres de la literatura portuguesa contemporánea, sin duda, resultan muy cercanos a la sensibilidad de Alberto Manguel, incluso a su propia literatura, desde Gonzalo M. Tavares a Eduardo Lourenço o, incluso, Maria Gabriela Llansol.

Claro, sí, Gonçalo M. Tavares, un autor al que había leído desde sus primeros libros y para el que he escrito prólogos en ediciones francesas y españolas. Y como a Tavares, yo había leído a Saramago, había leído a Pessoa, y sobre todo a Lobo Antunes, que para mí es uno de los grandes escritores de nuestro tiempo. Pero a los otros los descubrí aquí.

A Eduardo Lourenço lo conocí a través de uno de mis editores franceses, cuando vivía en Francia, y simpatizamos, yo lo quería mucho, tenía una gran inteligencia… es un fenómeno curioso, porque si Eduardo Lourenço hubiese sido francés o italiano o americano, el mundo lo hubiese conocido. Como portugués, con esa modestia portuguesa, este gran filósofo apenas traducido en inglés en francés un poco más, pero bueno, merece ser más conocido.

 

 

 

Un paseo con Alberto Manguel por la lectura, la inteligencia artificial y la corrección política, hasta Dante, la literatura portuguesa y su nueva Atlántida