La cabeza de Gamoneda camina sola, separada del cuerpo. Este ha fichado por la vida, por la corrupción de la materia; la cabeza prosigue su marcha, ajena al desgaste que impone el curso del tiempo. A sus casi 92 años, el poeta trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda.

De su cuerpo dio cuenta en La pobreza (2020), el segundo volumen de sus memorias. De su cabeza es expresión la entrevista siguiente, después de la cual a uno se le aparece más todavía como un ser decapitado, y recuerda su busto, labrado por Amancio González; un bronce como de emperador romano, si no fuera por el escepticismo de su cabeza gacha. En realidad, habría que especificar: él es su cerebro, en la cabeza están los dientes -o su ausencia-, el oído -o su ausencia-, la vista -o su ausencia-... una retahíla de penalidades que le impone un catálogo de “bisuterías”. Camino de una comida Real, olvidó la dentadura superior -la inferior la tiene implantada- y hubo de darse la vuelta, llegando tarde al almuerzo, con admonición gestual de la reina Sofía. “Las gafas las pierdo cuatro o cinco veces cada día. Tengo tres pares para escribir a mano y leer. Las compro en farmacias a doce euros. Las caras son las del ordenador”. Lo cuenta en La pobreza -página 93-. “Audífonos tengo dos, y hay un tercero que guarda Angelines en algún cajón desconocido” -94-. Una vez se duchó con ellos y oyó, mientras se jabonaba, el canto del mirlo y el reloj de la catedral. Del cuello para abajo le salen a veces costras. Son el resultado de un prurito que se le manifestaba ya de pequeño; aparecen “nuevas y tiernas cada mañana”. Se salvan los pies, la cabeza y las manos. Debajo de las cortezas, “las llagas hormiguean todo el día y a la noche hierven (...) Acabo de describir una fantasía y una experiencia relativamente sucias, pero no encuentro motivos para borrarlas (...) Mi neurosiquiatra me ha dicho que son muchos los esquizofrénicos que afirman tener insectos bajo la piel. Me enseñó fotografías de un paciente que se la arranca buscándolos” (p. 47). Le comento la virtud ineludible de mirar a la vida a la cara, o sea, de mirar a la muerte. De cogerla por la solapa. Su expresión es dubitativa, pero entiendo que comparte esta visión. Al fin y al cabo, es dueño de lo que ha escrito. Lo que ignoro es si todo el mundo ha recibido bien ciertas informaciones. Él se relee y confirma que es escritura “morbosa”. Yo no creo tanto eso. “Pero no es, no me parece, literatura frívola”, se defiende en las memorias. Por supuesto. Tales confesiones, que podríamos llamar matéricas, representan uno de los puntales del libro, y conviven naturalmente con teorías acerca de la objetivación de la palabra y del pensamiento poético: “La realidad poética ha de estar en las palabras y manifestarse en el temblor de sus límites” – p. 37-, tal vez cercanos a los temblores, en sus versos, del sílice y del azufre. Enuncia que la poesía es antes sensible que inteligible y que es “un arte de la memoria” – p. 380-. Que no es casual “el vaciamiento poético que se advierte en España, en los siglos XVIII y XIX. Hay una causa: la intempestiva vocación realista que sucede al barroco” -390-, y que, añade ahora, pone “límites convencionales al lenguaje poético”. ¿Más problemas?: la pobreza misma, los suicidios, las muertes de los amigos, en fila india.

La vejez, la decrepitud física, la depresión… se convierten en un testimonio de la vida. Apelan directamente a la verdad de ésta. Kafka reivindicaba los libros que pican y muerden. “No se debería leer otra cosa”, advertía. Hablar a las claras es una prueba, otra, de rebeldía. Un puñetazo de desesperación en la mesa, pero un puñetazo. Para darlo hay que tener energía. Y hay que estar contra la muerte en todas sus manifestaciones. Cuando Gamoneda habla de aspectos incómodos de la vida, no se lamenta, la canta. A las visitas que recibe en la vigilia se refiere nada menos que en catorce páginas dispersas a lo largo de las cerca de cuatrocientas. Volveremos a ellas. Gamoneda ha apartado cualquier aspecto lírico, en este segundo volumen de memorias. Ha hecho épica. Una épica civil, tranquila, testimonial. Forjada en el recuerdo y en el deseo de olvido, igual que su poesía última; ¿Es un Gamoneda más duro? Quizá. ¿Más crudo? Quién sabe. El libro resultante es de una modernidad abrumadora. No es realismo sucio. Es realidad a secas. En papel de estraza. Tenemos que agradecerle informaciones que podría haber omitido. En ellas existe un valor que no está al alcance de los puritanos que cultivan el arte púdico. O de los lectores conservadores que desean la Tierra quieta bajo sus pies. O sea, que no gustan de literatura.

 

Sobre la desmitificación de la vejez como lugar de sabiduría

Gamoneda sale de casa a cuentagotas y recibe lo menos posible. Desde la pandemia, se cuida; o igual le obligan a hacerlo. En todo caso, escucha los consejos del marido de su hija mayor Amelia, médico. Podría decirse que vive enclaustrado en su casa céntrica de León, pero sería exagerado. En verano, se escapó a un recital y pescó el covid. Se recuperó deprisa, como sin tiempo que perder. Está fuerte. Se entrevistó hace no mucho, en su hogar, con el ganador del premio Monteleón, de cuyo jurado formaban parte, además de él, sus queridos Juan Carlos Mestre y Tomás Sánchez Santiago; en la recta final de 2022, acudió a las Jornadas Claudio Rodríguez, en Zamora, en las que Carlos Piñel presentaba unas pinturas inspiradas en su poesía. Del cruce salió Imaginario del vértigo. Quiere esto decir que está enclaustrado ma non troppo. Contesta al teléfono, se mueve cuando es necesario y no cesa de leer y de escribir. Corrige y corrige, los viejos poemas y los nuevos, que no publica. Y eso que tiene lesionada la mácula y hay glaucoma. Le pregunto por la vista. Ha tenido problemas recientes. “No va a mejorar -dice-, pero no hago drama de ello. Pantalla grande, lupa con bombilla y a trabajar cuanto pueda”. Su memoria mira al horizonte. “El ojo, los oídos, todo comienza a darme problemas”, decía Sándor Márai, en sus diarios postreros. “Al final los viejos no son ni oídos ni ojos”. Tenía 84 años, Gamoneda va a por los 92, lo hemos dicho, y anda mucho mejor de ánimo. Gracias a él crece la esperanza de vida mejor que con una alimentación rigurosa y ejercicio. La poesía tira mucho de él. No sabemos si le ha salvado la vida, pero se la alarga.

- Encuentro en el segundo volumen de memorias una desmitificación de la vejez como lugar de sabiduría. Es un libro muy físico. Habla de cuestiones aparentemente desagradables, pero que tienen que ver con la vida: el decaimiento, las prótesis, las afecciones de la piel. No ha querido ser complaciente.

- El libro es tanto un reconocimiento y una narración de mi vida pasada -entendida como una vida solidaria y complementaria de la de todos- cuanto una observación crítica del pasado, del presente y de una especie de perspectiva imaginaria, pero lo más sensata posible, relacionada con el porvenir. Esto se lo digo como rasgo general. En respuesta exclusiva a sus impresiones, bien formuladas, la siguiente aclaración: una carga tan sucesivamente apretada de contenidos existenciales, civiles y sociales me ha llevado a un libro que no aspira a convertirse en una pieza estética narrativa. Un armario lleno de sombra yo creo que sí dejaba espacio -y sentimentalidad y sensibilidad- a la palabra configurada dentro de un orden más elevado. Pero precisamente lo que usted ha dicho, esa carreta prieta de contenidos, que no llevan consigo necesariamente índices estéticos, ha sido causa de que el libro La pobreza sea, sobre todo, testimonial y crítico. Claro, en perjuicio de la dimensión estética.

- En La pobreza hay también una parte conjetural. ¿Qué característica puede unir las artes? Usted trata la poesía como una más.

- Con independencia de que, como acabo de decirle, el libro prescinda casi siempre de la voluntad estética -y, por tanto, artística-, en mi experiencia, en mi conocimiento, en mis reflexiones… puedo decirle que todas las formas de arte tienen unos componentes comunes; yo apenas veo diferencias básicas entre la composición de un cuadro y la de un poema. Pero es que tampoco la veo si hablamos de danza, por ejemplo. Siempre hay que cumplir unas leyes no escritas -pero que existen-: armonía, paralelismos, rítmica, composición… Las palabras están dirigidas -en el caso de la poesía- al sistema auditivo: la poesía es fundamentalmente oral. La poesía escrita no es más que un accidente útil para la difusión que han traído los siglos. ¿Qué ocurre? Que cada composición estar orientada a un sentido físico humano. Si pertenece a la esencialidad del hecho poético, hablaremos del oído. ¿Y qué ocurre con un cuadro? Que prácticamente las mismas leyes del espacio y del tiempo se trasladan a la quietud y al plano. Están orientadas a la sensibilidad visual, pero con unas bases análogas a las que rigen en la poesía.

- ¿Y en el caso de la danza?

- Pues se apela simultáneamente a los sentidos de la vista y el oído.

- Y de esa premisa -leyes no escritas relativas a la armonía, al paralelismo, etcétera, ¿nacen la imagen y el símbolo?

- Imagen y símbolo son consecuencia de la estructura léxica del poema. En realidad, en poesía todo es símbolo. Todas las formas de lenguaje artístico tienen un grado de naturaleza simbólica.

 

“El poema con potencia simbólica es algo que va más allá de la percepción intelectual. Se puede casi tocar”

- Dice en La pobreza que no advierte problema en que el símbolo no signifique nada.

- Claro. De ahí, el placer estético puro. Pero que no signifique nada… en apariencia. Porque todo es símbolo, ya lo he dicho. El poema con potencia simbólica es algo que va más allá de la percepción intelectual. Se puede casi tocar.

- Usted bautizó un libro de reflexiones precisamente El cuerpo de los símbolos (1997). En él dice que la poesía existe porque sabemos que vamos a morir. ¿Podríamos pensar o decir lo mismo de la pintura?

- Este es otro asunto. No sé si ese conocimiento -que no es una ley, es un conocimiento- afecta a la pintura [aquí se detiene cinco segundos]. Estoy contestándole con dudas. No sé…

Al oír ese no sé, es imposible no pensar en La prisión transparente (2016). Su tono espontáneo se asemeja al no /sé que uno le ha escuchado en más de una lectura del poema que abre el libro. “Estoy cansado. / Cansado de mí mismo; de mi enemistad conmigo mismo. / O de vivir, o de no / vivir, no / sé / (…) / ¿Qué es de mí? ¿Soy yo monosílabo, únicamente negación? /No / sé. / Me pregunto si en este instante (…) es posible fingir / hasta creer. / No / sé. / Apenas / es posible olvidar (…) ¿quién soy yo, estoy / ciertamente / en mí? / No / sé / (…)”. El entrecomillado responde a la versión de 2016. En 2019 -según la versión que consta en el segundo volumen de su poesía reunida-, han desaparecido los no sé y la versificación ha mutado a la prosa. El poema se parece al original. No es el mismo. Gamoneda no cesa de escribir, tampoco de reescribirse. El caso es que el no saber, junto a la apetencia de olvido, parece uno de los centros sobre los que se apoyan sus últimos años de escritura, de sensibilidad, de pensamiento. Tan es así que la segunda parte de La prisión transparente, titulada justamente ‘No sé’, ha llegado a transformarse en una pieza autónoma, en la edición de Esta luz. Volumen 2 (2019). Cada capítulo de La prisión transparente se ha convertido en un libro: La prisión, No sé y Mudanzas, todos atravesados por Las venas comunales, que escribió en diálogo con los dibujos de Mestre. “Un diálogo en el que nos manifestamos simultáneamente acordes y discordes, y lo decimos en idiomas distintos”, aquí Gamoneda sonríe como quien no dice todo.

 

“En el acto de crear, hay una forma de vocación de la muerte”

Pero no sé no es un latiguillo. Realmente no sabe. Se fuerza a saber. Cuando Antonio Gamoneda piensa, apaga los ojos. Entonces habla alguien que, debemos suponer, sigue siendo él. “Es posible que sea más correcto decir que la estética, en general, es tanto una noción como una experiencia que no existirían en caso de que no nos supiésemos mortales. Se dará cuenta de que aquí, al decir estética, me estoy refiriendo a todas las artes, no sólo a la poesía. Pero no lo tengo muy claro, las cosas hay que decirlas como son. Es un ángulo de comprensión al que no me había asomado. Quiero decir que no me había planteado nunca la relación que pueda existir entre una obra de arte y la muerte. Pero yo creo que, en el acto de crear, hay algo que es agresión a sí mismo -a uno mismo-. Lo cual es tanto como decir que, en el acto de crear, hay una forma de vocación de la muerte. Agredirse uno a sí mismo, agredir a otro. Tanto da. Hay mutilación en función de un tránsito existencial. Sí, ese tránsito podría estar implicado en la pintura.

- ¿Es posible que desde Canción errónea (2012) su poesía se haya hecho más espiritual?

- Es posible. No solamente puede calificarla de más espiritual, sino que quizá sea más exacto decir que se ha hecho un tanto metafísica. Lo cual no anda muy lejos de lo que usted apunta. Las nociones espirituales y metafísicas pertenecen a una misma raza, a una misma hendidura en la realidad.

 

“El requerimiento del olvido es una forma de exteriorizar un desfallecimiento”

- ¿Podríamos incluir ahí las apelaciones a la aceptación o a la necesidad de olvido, después de haber trabajado tanto con la memoria?

- El requerimiento del olvido -la manifestación de necesitar un olvido- es una forma de exteriorizar un desfallecimiento. El hombre-poeta llega a un estado en el cual la vivencia se convierte en un sufrimiento. Hay una carga de vida acumulada que, si provoca desfallecimiento -lo cual es normal en un ser humano-, puede manifestarse como deseante de olvido.

- Y en este sentido -de espiritualidad y metafísica-, ¿podríamos incluso hablar de los entresueños de La pobreza? Allí se rozan el ser y el no ser, el estar y el no estar…

- Ya… [alarga la vocal, dando tiempo a la respuesta]

- ¿O es arriesgado decir algo así?

- Es arriesgado, pero también algo de cercanía hay, ¿eh? Un ser humano puede preguntarse por su inexistencia, que es lo que va a suceder a partir de su muerte. O sea, lo que no va a suceder, porque la inexistencia y la muerte misma no son nada. En ese ser y no ser, en el tópico maravilloso de Shakespeare, hay una afirmación de la vida, pero no sólo. También hay una afirmación de la muerte como un hecho exterior de la vida. Es un error de Shakespeare, un error muy bello: “Que tengas felices sueños, amado príncipe”, le dice finalmente a Hamlet.

- Es un momento de indefinición.

- Son formas de existencia que pudieron estar flotando hace doscientos años en usted y en mí. No habíamos vivido ni muerto, pero ¿estábamos? Todo eso es un interrogante. Pero… sobre los sueños o los mediosueños o los entresueños… algo de luz podemos poner: en ellos, hay una percepción simultánea de la realidad visual -tal como la vemos despiertos- y del imaginario soñado -que permanece aún en la mente-. Esto sucede; está en mi experiencia. No me parece un hecho excesivamente extraordinario.

- Una experiencia en el filo que, en La pobreza, es recurrente. Le sigue pasando, supongo.

- Menos. Pero todavía. Yo creo que me he despertado y… es verdad que me he despertado en la medida en que estoy viendo realmente -en su realidad física- mi entorno: una ventana, los pies de mi cama, los muebles que hay en la habitación.

- Pero simultáneamente…

- … simultáneamente tengo una visión que pertenece al sueño. A un sueño todavía funcionante, ojo. Es decir, he despertado… parcialmente. Estoy en dos mundos. Y ahí es cuando tengo lo que yo llamo visitas: hombres y mujeres, agradables, desagradables, casi siempre indiferentes. Me producen un pequeño susto al principio [lo dice con templanza, como si nada] y desaparecen en seguida. Pero es verdad, en relación a su pregunta, que esas visitas son una presencia extraña. Es un poco difícil decidir si pertenecen al ser o al no ser, si están más acá o más allá. Quizá los psiquiatras y los sicólogos, la neurociencia, sepan decir algo de las causas y fundamentos de esto. Yo no puedo decirle nada más que lo que me sucede.

 

“La vejez ha sido una sorpresa”

La pobreza es un libro lleno de juventud o moderno. Incómodo, que va a la carrera, en su búsqueda de la verdad. Trata de alcanzar una escritura real. Se agradece, en mitad de tantas literaturas mansas, convertidas en paño caliente… que más que literaturas son composturas. El lector recibe con gusto las invectivas contra el realismo o la figuración literaria, las apelaciones a la realidad -sin embargo, sensible-, las alusiones a la memoria, a la causa musical. Se reciben con deleite las poéticas o los apuntes metaliterarios… pero también las alusiones a estas anomalías apuntadas: los entresueños. En Mansa chatarra, Ferrer Lerín fórmula: “Cada vez más, a medida que voy envejeciendo, considero los sueños como informantes de una eternidad; el segundo mundo que vamos habitando”. Clara Janés, que sabe de esferas, establece en Kamasutra para dormir un espectro: “Si uno vive, como apuntaba Quevedo, ‘en conversación con los difuntos’, puede darse el caso de que comparta horas con un espectro, y más, que viva con él”. En Recuerdos, sueños, pensamientos, Jung consignaba un episodio de inconsciencia que tuvo tras un infarto, con delirios y visiones. En un momento, le pareció divisar, desde el espacio, la esfera de la Tierra sumergida en una luz azul intensa. Bajo sus pies, Ceilán, y ante él, el subcontinente indio. Ignora si fue un sueño o un éxtasis, pero no duda de que aquella contemplación fue “lo más grandioso y más fascinante” que experimentó en vida. Los entresueños gamonedianos forman parte de ese mundo que está dentro y fuera de nosotros, como una circunferencia que se interseca con otra, formando un espacio nuevo, el de la propia intersección. También son fundamentales las confesiones -Sarita; Angelines-, las alusiones a monstruosidades -el uréter de Angelito; el niño que bramaba y aullaba; la paralítica...-, las aberraciones de la vida -el que cojeaba por un balazo, el que se lo gastaba todo en un prostíbulo, el que tenía sucio el obrador…-, las menciones ya referidas a las costras, a la dentadura postiza, a las gafas, a los antidepresivos… el sacro desviado, la ciática. en fin, el libro como una impugnación de la materia -cosa que, después de haber hablado de entresueños, no viene nada mal-. Piensa uno también en algún apunte sobre la degradación del cuerpo de Cernuda, no sé si en Las nubes o en Ocnos. Esta obra llena de achaques es la mayor impugnación a la vejez que cabe. “La vejez. Ha sido una sorpresa. Estaba entretenido pasando los días con algún malestar y algún vaso de vino, hablando largo con Ildefonso, enfadándome con Angelines, recobrándola en una caricia” -77-. Y por debajo, siempre, la noción de la pobreza, como un líquido, recorriendo el conjunto.

 

“Hace dos mil años era mucho más frecuente estar -y participar- en una poesía colectiva”

En El cuerpo de los símbolos, Gamoneda comenta que toda su actividad poética se deduce de la contemplación de sus actos en el espejo de la muerte. Es verdad que la muerte está en toda su obra. En Sublevación inmóvil (1959) igual es más intuida; en Descripción de la mentira (1977) y en Blues castellano (1982), más política; en Lápidas (1987), más invisible; en el Libro del frío (1992), más ebria; en Arden las pérdidas (2003), más química; en Cecilia (2004), más conjurada… y a partir de Canción errónea, más… metafísica. Ya en sus primeros poemas, 1953, portaba las sombras en el hueco de sus manos; “acaso entre tu mirada / y mi voz los muertos vibran”. El curso evolutivo hace que en unos libros sea más preminente; y, en otros, más sensible. Mutaciones. Que no mudanzas. Éstas son una comunicación con otros poetas a través de ¿traducciones? “La cultura y la historia nos han llevado a una situación escritural que he dado en llamar mudanzas, siguiendo la terminología encontrada en Herberto Hélder. Hay veces en que yo, ante un poema ajeno, leído en otra lengua -hasta donde he sabido-, me siento tocado de una manera que, en cierto modo, me hace tener la sensación de que el poema ¡es mío! [termina la frase con entonación de extrañeza]. Esta sensación es difícil no sólo de aceptar, sino de darse”.

- Pero sucede.

- Y no es un disparate. Hace dos mil años era mucho más frecuente estar -y participar- en una poesía colectiva. Vea las grandes obras épicas de la cultura grecolatina.

 

“En nuestros tiempos tecnificados y politizados, la poesía se hace más difícil”

- ¿Y antes de la escritura? Usted suele apelar al origen verbal de la poesía.

- Antes, no digamos. La comunicación oral, la transmisión, producía que uno recibiese unos contenidos poéticos del vecino y después, a propósito o por error, los cambiase, o añadiese o quitase algo. Y eso ya es una mudanza en toda regla. Aunque se hable poco de ello, esto es tan importante que, sin esa mudanza, nuestro gran romancero -la obra capital de la historia de la poesía española, que sobrepasa a cualquier autor individual-, no existiría. En nuestros tiempos tecnificados y politizados, la poesía se hace más difícil. No es casualidad que ahora mismo no podamos encontrar poetas a la altura de hace cien años. En las últimas décadas, Claudio Rodríguez y alguno más. Dificilísimo, encontrar grandes poetas.

-¿Ve razón para ello?

-Hombre, es muy difícil de encontrar. Pero sí está ocurriendo algo muy serio. No se abandona la poesía así porque sí. Tiendo a pensar que el mundo tecnificado la expulsa. Cuando yo era un chico de quince años, las mujeres y los obreros, todos, absolutamente todos, cantaban.

- Mi abuela cantaba al cocinar.

- ¿Ve lo que le digo? Ahí tiene la prueba. Las mujeres, en sus labores caseras; los labradores, los albañiles, los herreros, mientras trabajaban. Yo los oí durante décadas. Esto se acabó. Es como el canto de un pájaro que desaparece o como si el pájaro mismo desapareciera. ¿Por qué se acabó? Por la técnica mal concebida y mal utilizada. Ahora cantan los aparatos de radio portátiles, los televisores, no digamos los teléfonos móviles… Cantar ya no es una creación directamente humana. La gente vive atropellada y luego da una tecla. Es un empobrecimiento feroz. Una anulación semejante se ha producido con la poesía. No sólo es un bache cultural; es un despojamiento de la creatividad humana. Y no bastan los muchachos que hacen rap y otros movimientos semejantes. Es necesaria una poesía que vaya de boca en boca, una especie de un poema incesante que van cediéndose los unos a los otros, y que se recrea sucesivamente. Eso también es creación. Y es un valor para la felicidad de los seres humanos.

 

“No soy papa de ninguna religión poética”

- Y ¿cuándo se dio cuenta, Antonio, de que estaba metido en la mudanza?: ¿cuando escribió o reescribió las Herodías (2006) de Mallarmé, con su hija Amelia?

- Puede que me diera cuenta antes, pero fue importante la escritura de Herodías, así como de otras traducciones que también hice con Amelia. Pero, sobre todo, diría, el conocimiento prolongado de ese gran poeta portugués, fallecido hace cinco o seis años, que le he citado antes: Herberto Hélder. Él dejó de hablar de traducción; hablaba de mudanza. Y, claro, me pareció una forma muy inteligente y muy honrada de entender la poesía como un patrimonio común. Él se encontraba con un poema y llegaba a un punto en el que no necesitaba traducirlo. El autor podía haber muerto hace cien años o ser contemporáneo pero estar a quince mil kilómetros. Lo que Hélder precisaba era ¡hacer suyo aquel poema y continuarlo! A esto lo llamó mudanza. Y esa actuación prendió en mí, ya que fui, en no sé qué medida, cediendo a esa actitud que incluye pluralidad en el agente poético -en el poeta-, y que, por tanto, también tiene que ver con esa otra pluralidad continua del poema que no cesa y que se modifica, pasando de mano en mano… no soy papa de ninguna religión poética. Son opiniones, firmes.

 

“En los últimos diez o veinte años, tengo más reservas ante mí mismo a la hora de escribir”

- Usted es muy autoconsciente del lugar al que ha llegado y muy cauteloso a la hora de publicar obra nueva-. ¿Le cuesta hoy día escribir? ¿Tiene miedo?

- Pues sí. El estar dotado de un mayor conocimiento equivale a tener más dudas. Esto es inevitable. Yo, antes de que se me ocurriera pensar en esa pluralidad del autor… le voy a confesar que estaba un poco angustiado. Pero ahí aparece un campo nuevo para mí. No debe extrañarle que, con el tiempo, tenga más dudas que nunca. En los últimos diez o veinte años, he escrito bastante. Pero, ¿es válido todo? Tengo más reservas ante mí mismo a la hora de escribir, sí.

Publicó su primer libro Sublevación inmóvil “a una edad razonable”, 29 años. Tenía antes un pequeño libro que después publicó en parte. Tres años después de Sublevación terminó Blues castellano, pero la censura franquista lo destazó. Tenía que suprimir demasiado. Se enfadó hasta tal punto que lo metió en un cajón. “Dije que no publicaría hasta que la realidad del país cambiase”. Y así fue. Con la llegada de la Transición dio a imprenta Descripción de la mentira y luego, sí, el prohibido Blues. Necesitó de cuarenta y cinco años para publicar tres libros. La misma reflexividad para consigo que gasta en la actualidad. Han pasado veintiuno de Arden las pérdidas; veinte desde Cecilia. En dos décadas, Cervantes mediante, sólo se ha permitido dos libros canónicos. El mundo no necesita poemas nuevos, sino poemas necesarios. Aparte de mudanzas, escribe poemas cuyo nacimiento no frena, pero que después observa con lente de aumento. Es como si el viento a favor le pareciera sospechoso. Desconfía del sencillismo tanto como de las oportunidades regaladas. Antonio Gamoneda continúa ensayando poemas que añadan capas de luz a tantas páginas que lo demás juzgamos cegadoras. De momento, los aparta. Busca poemas que sean coherentes con la obra anterior, siendo hijos del siglo XXI. Poner el pie en terrenos no pisados. El mejor escribano echa un borrón; el mejor poeta, no.