La noche del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de las Escuela Normal Rural de Ayotzinapa salieron en dos autobuses del municipio de Iguala de la Independencia, ubicado en el estado de Guerrero, hacia Ciudad de México, para participar en la manifestación anual que conmemoraba la Masacre de Tlatelolco (1968). Pasadas las nueve y media fueron interceptados por un grupo de hombres con armas formado por miembros de la policía y sicarios de la banda criminal Guerreros Unidos. Durante el enfrentamiento que duró hasta la madrugada participaron agentes de otros cuerpos policiales y hasta soldados del ejército mexicano. A la mañana siguiente, el saldo era devastador: seis personas asesinadas —tres de ellos, estudiantes—, cuarenta heridos y cuarentaitrés normalistas desaparecidos. La cruel espectacularidad del caso, la falta de voluntad política del gobierno de Enrique Peña Nieto para resolverlo y la acumulación de evidencias de que las más altas jerarquías del poder actuaban en colusión con el crimen organizado indignaron a la sociedad mexicana al demostrar el alcance tremendo de la violencia de Estado.

Desde que el antecesor a Peña Nieto, Felipe Calderón, declaró en diciembre de 2006 la “guerra contra el narcotráfico”, con el objeto de ubicar y desmantelar los puntos de tráfico de droga, los mexicanos sobreviven al enfrentamiento entre las fuerzas policiales y los grupos criminales; se trata de una guerra civil no declarada, en la cual la división entre los bandos con frecuencia se difumina. Porque la “guerra” de Calderón —y después de Peña Nieto— sirvió de excusa para la militarización del país. Pronto, a las denuncias sobre la crueldad de las bandas delictivas se sumaron las denuncias contra militares y policías por secuestros, torturas y ejecuciones extrajudiciales, las cuales debido a su frecuencia no daban cuenta de atentados puntuales a los derechos humanos sino de un patrón de agresión y hostilidad generalizado. Los estudiantes que habían estado formándose para ejercer en el futuro como profesores —a eso alude la palabra “normalista” en México— fueron víctimas de la violencia sistémica en un estado de excepción que para septiembre de 2014 llevaba más de una década instalado. Las amargas protestas se multiplicaron en cada rincón del país, conforme las investigaciones ofrecían explicaciones la mayoría de las veces vagas e inexactas sobre qué había pasado. Los mexicanos no olvidaban a sus desaparecidos.

 

“Un desaparecido es un fantasma que te persigue como si fuera parte de una esquizofrenia”

Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982) veía los acontecimientos atónita, como el resto de sus compatriotas. A ella, la situación le afectaba de una manera particular porque durante una época de su vida había vivido con su familia muy cerca de Guerrero. “En aquella época la violencia ya era tanta que teníamos que meternos debajo de las camas cuando tiraban granadas afuera de la casa”, recuerda. Tanto le inquietó aquello que cuando salió en estado —por segunda vez— decidió emigrar con su pareja a España. Para el momento de su llegada a Barcelona, en 2016, en la maleta traía el borrador de lo que habría de convertirse en su primer libro, Casas vacías (2018). “Lo que más me preocupaba era qué estaba pasando en las casas de estas personas que estaban desapareciendo”, explica la autora. “Te imaginas todo menos que un día vas a despertar con la pesadez de un desaparecido”, escribe en la novela: “¿Qué es un desaparecido? Es un fantasma que te persigue como si fuera parte de una esquizofrenia”.

Sin embargo, Casas vacías no va de nominalistas ni de narcotraficantes. Narra la historia de dos mujeres atravesadas por el mito de la maternidad. Una pierde un hijo, la otra, lo roba; una es de clase media, la otra, pobre; una se regodea en la melancolía de la ausencia, la otra, se activa con la presencia del niño (robado). Navarro escribió la novela sin expectativas, convencida de que solo la leerían su papá y un amigo escritor, Yuri Herrera. Cuando la terminó, Herrera le insistió en que la enviara a las editoriales. Ella no estaba convencida: nunca había pensado en sí misma como en una escritora. Al final, decidió hacerle caso y, por no dejar, la envió a tres editoriales en España. Aunque de dos nunca supo nada, las palabras de Alejandro Dardik, director de Club Editor, le dieron esperanzas. Vía correo electrónico le contestó que como su sello estaba dedicado en exclusiva a la literatura en catalán no se la podía editar, pero que la felicitaba por la novela y la invitaba a seguir intentando publicarla. 

Navarro comprendió que, después de todo, sí tenía madera para la literatura. Se avocó entonces al segundo borrador. En 2018 publicó Casas vacías por .pdf en la web Kaja Negra, una revista fundada por estudiantes de periodismo con el objeto de ejercer su profesión de manera independiente y autogestionada, alejándose de los mecanismos convencionales. “Kaja Negra Libros: Imaginar lo que seremos” es el nombre de la plataforma a través de la cual la novela se puso a la venta. Lo que vino después ni la misma Navarro se habría atrevido a soñarlo: el boca a boca hizo que cada vez más personas se interesaran en la novela de quien hasta entonces era una completa desconocida en las letras mexicanas. “Todavía estábamos discutiendo cuántos libros íbamos a imprimir, cuando las lectoras comenzaron a buscarnos para que se los hiciéramos llegar”, recuerda Navarro. Luego, Fernanda Melchor escribió una recomendación elogiosa en su columna del diario El País y la popularidad de su novela se disparó aún más. Al año siguiente ya había firmado con Sexto Piso, una editorial mexicana con sede en Madrid para publicarla en físico. En febrero de 2020, semanas antes de que España decretara el confinamiento como medida para frenar la pandemia de la enfermedad por coronavirus, Navarro había presentado su novela en esa ciudad, lugar a donde se había mudado con su familia dos años antes.

 

“La pregunta que me guía siempre es la de comprender qué significa ser humana”

Pocas veces una escritora tiene un debut con tanta aceptación entre el público y la crítica, porque a las elogiosas reseñas que acumulaba en los periódicos pronto se sumó el anuncio de que ese año Casas vacías se alzaba ese mismo año 2020 con el prestigioso Premio Tigre Juan. A Navarro, sin embargo su éxito no la convence. Comienza esta conversación diciendo que todavía no está segura de que se quiera “dedicar a escribir”. La declaración no debe tomarse como un desprecio a la literatura, mucho menos como un chiste. Si algo la distingue a ella es la seriedad de sus comparecencias públicas, acordes con los planteamientos de sus obras. En realidad tiene una relación tirante con su figura pública como autora. Evita identificarse como escritora porque su literatura soslaya el planteamiento estético en favor del contenido. “La pregunta que me guía siempre es la de comprender qué significa ser humana”, apunta. Su segunda y más reciente novela, Ceniza en la boca (2022), continua la senda abierta por la primera, la de indagar en la rara condición de esta especie, teóricamente guiada por el raciocinio.

 

“La maternidad se está volviendo un mecanismo de mercadotecnia”

— ¿De qué manera se teje la violencia de los desaparecidos en México, que es el punto de partida para que escribas Casas vacías, con el asunto de la maternidad?

— Nunca problematicé la maternidad hasta los diecinueve años. Nunca jugué a la mamá con las muñecas. Nunca se me inculcó que tenía que ser madre. De hecho, mi madre siempre nos habló de lo difícil que era tener y criar hijos a mi hermana y a mí. Mi padre nos decía: “su mamá no las ha educado para ser mamás”. Eso que era un reclamo, a mí hoy me parece el regalo más grande que ella nos dio. A los diecinueve años, de pronto, no sé qué me pasó, pero dije “quiero ser madre”. Por eso tuve joven a mi primera hija. No entendía lo que eso significaba. A partir de ese momento, mi vida cambió de una manera brutal. La maternidad fue una de las experiencias que me hicieron ser la persona que soy ahora. Porque estaba en México fue fácil, porque fue una maternidad colectiva, a la latinoamericana. Mi madre se hacía cargo de mi hija porque fui madre soltera y siempre contaba con ella, con mi hermana, con mis tías y con mis abuelas. Nunca sentí la carga física; había otras cosas, porque esa situación en Latinoamérica tiene estigmas, pero no lo viví con dolor. Cuando decidí tener a mi segunda hija —que también fue una decisión pensada—, la tuve en Barcelona, con mi pareja. Allí sí que entendí qué significa ser madre a tiempo completo. De hecho, esa experiencia cambió la segunda parte de Casas vacías. En el primer borrador, la primera voz [la de la mujer de clase media] tenía un conflicto mucho más romántico y heteronormativo; por eso tenía más peso la relación con [su “amante esquivo” llamado] Vladimir a la hora de buscar al niño desaparecido. Después, cuando volví a ser madre y me tocó amamantar (porque con la primera no lo hice), me dije: “¿Qué es esta mierda de poner el cuerpo al servicio de las demandas sociales?”. Porque es muy bonito y está el afecto y el apego que sentimos con las hijas, y crecen maravillosas con la leche materna, pero la imposición social que noté para obligarme a amamantar me parece una mierda. Yo la sorteé más o menos bien porque mi pareja se ha involucrado mucho en los cuidados de nuestra hija, pero cuando vi a mi alrededor cómo la maternidad hace que las mujeres dejen de ser mujeres para convertirse solamente en madres, cambié de opinión. Esa fue mi experiencia en España. La maternidad se está volviendo un mecanismo de mercadotecnia. Es horrible lo que hacen con las mamás: que si la lactancia, que si la depresión posparto, que si el trabajo del suelo pélvico; todo se vuelve una enfermedad y tú te conviertes un mero recipiente para tus hijos. Yo, en cuanto pude dejar la lactancia, lo hice.

 

“En América Latina y los demás lugares del mundo en donde estamos acostumbrados a la precariedad hemos aprendido a que existimos gracias a las redes de apoyo”

— La diferencia entre tu experiencia de la maternidad en México y en España tiene que ver con las redes de apoyo, a esto te has referido antes, en conferencias y entrevistas. La red de apoyo que formaron tu mamá y tus tías para cuidar contigo a tu primera hija es un ejemplo de cómo esta estructura puede servir de alternativa al discurso que victimiza a la madre soltera, pero también como alternativa a la violencia estructural de la sociedad porque los hijos se sienten acompañados en todo momento.

— Recuerdo un club de lectura que tuve en Argentina a propósito de Casas vacías. Eran como quince mujeres y todas estaban enamoradas de la segunda voz de la novela. Decían que aunque cometió un crimen es una mujer que ha tomado decisiones en el ámbito profesional tanto como en el personal. Me quedé sorprendida, porque no había visto al personaje desde esa perspectiva. Pero me gustó esa lectura porque es verdad. Aquí tenemos una chica que sale del círculo de violencia de su familia, en donde no tiene ningún tipo de apoyo y empieza a generarse su propia red, o al menos eso trata de hacer. Que le sale mal, sí; pero lo intenta, al menos. Esto es lo contrario a lo que hace la primera voz; ella se va quedando sola. En Casas vacías hay dos mujeres solas que no tienen redes de apoyo: no tienen amigas, mamás ni tías. Pero la que pertenece a la clase media se puede quedar retozando en el concepto de víctima, porque siente que el mundo le debe algo. Mientras tanto, la segunda voz sabe que el mundo se lo debe todo, pero se dice: “¿Qué le voy a hacer? ¿Me voy a quedar llorando o voy a hacer cosas?”. Esa es la diferencia entre los lugares donde los Estados llevan a cabo acciones para conseguir una mayor redistribución de los recursos y mejorar el bienestar de la población y aquellos donde no. En los primeros, cuando empiezan a ver que se desmantela el Estado del bienestar, lloran; en América Latina y los demás lugares del mundo en donde estamos acostumbrados a la precariedad hemos aprendido a que existimos gracias a las redes de apoyo. La imaginación permite que el mundo siga existiendo, a pesar de los problemas.

 

“Lo que me interesa del mundo es la condición humana”

— Es admirable la empatía que generan tus personajes, incluso aquellos que son moralmente reprobables. Creo que eso viene de tu formación universitaria en Sociología y Economía Feminista. ¿Qué hay de la socióloga en la escritora y de la escritora en la socióloga?

— Lo que me interesa del mundo es la condición humana. Me di cuenta de eso con los años: no quiero vivir la teoría, quiero ver qué han hecho las personas. La única forma de hacerlo es entender a la humanidad —o, al menos, tratar de entenderla— y por eso estudié Sociología. Nadie comprende bien de qué va esa disciplina. Para mí, con el perdón de los sociólogos que ejercen, la sociología es saber observar el mundo y estudiar las características de las sociedades o de ciertos movimientos sociales sin emitir juicios de valor. Esto he tratado de reflejarlo en mi literatura; siento que escribo sobre los grandes dolores que atraviesan circunstancias estructurales de las sociedades. Las personas no son ni buenas ni malas, sino que actúan según sus circunstancias. Milán Kundera en un cuento de El libro de los amores ridículos narra la conversación entre el personaje de un médico y un colega. El primero dice al segundo que ambos son buenas personas porque tienen las condiciones físicas y políticas para actuar de esa manera, pero que si estuvieran en una guerra no serían éticos ni buenas personas, harían lo necesario para sobrevivir. Esas palabras se me quedaron grabadas en la cabeza. La literatura trata de mostrar la condición humana sin ningún tipo de filtro moral. Me gusta lo que dices de la empatía, pero cuando leo me interesa saber si el escritor o la escritora tiene ética o no, eso va más allá de la moral. Me parece bien si quiere poner miles de muertos o descabezados, si quiere hablar de los pétalos de rosas con olor a algodón: lo que me interesa es qué postura ética tiene frente a esas historias. Huyo de decirles a los lectores algo como: “Ay, miren a estas mujeres qué pobrecitas son y les pasaron estas cosas espantosas y además han hecho cosas espantosas, pero aun así sienten y quieren y aman”. Esta postura la aprendí de la sociología.

— Ese es el discurso victimista, que además es una herramienta del poder.

— Porque es muy cómodo decir que todos somos víctimas. El punto es que cuando todos somos víctimas entonces nadie lo es.

 

“Tenemos que dinamitar a la familia: dejar de creer que nuestro objetivo es crear familias fundamentadas en parejas normadas y monógamas”

— En tus novelas y en los foros públicos a los cuales te invitan propones una visión de la maternidad como una creación del Estado moderno. ¿Cómo rompemos el mito de la maternidad feliz?

— Con el paso del tiempo he venido a convencerme de que la maternidad se ha convertido en una reivindicación de mujeres de la clase media que quieren tenerlo todo. A estas alturas de la vida, yo he entendido que nunca lo vamos a tener todo, por lo cual debemos escoger las batallas que queremos librar. Porque ese “tenerlo todo” va de acuerdo con las exigencias del mercado. A mí me da mucha flojera querer lo que me ofrece el mercado: nunca voy a tener una casa, nunca voy a tener un auto, nunca voy a ser gerente de ninguna cosa y, si las mujeres quieren tener esa vida que está cortada para los hombres y además ser madres, me parece la reivindicación más absurda del mundo. Tenemos que dinamitar a la familia: dejar de creer que nuestro objetivo es crear familias fundamentadas en parejas normadas y monógamas. Es hora de pensar un poco en el tipo de familia como esas que hemos visto tradicionalmente en América Latina. Allí las familias son fragmentadas y grandísimas porque están conformadas también por tías y tíos de sangre y de amistad. Debemos pensar que no tenemos que ser una familia, sino que aquellas personas que tengan el deseo de tener un hijo puedan contar con el Estado y con sus empleadores, así como también con el resto de las personas que tienen alrededor. Con frecuencia, las madres son relegadas a un espacio en el cual únicamente pueden hablar de los temas relacionados con los hijos. Al resto de las mujeres estos asuntos les importan muy poco, así que van alejándose. Entonces, las madres solo se relacionan con otras madres. Así se quedan sin redes y terminan neurotizándose. Ellas terminan asumiendo solas el peso de la maternidad, a menos que pertenezcan al sector que le puede pagar a otra mujer para que cuiden a sus hijos, esclavizándolas. Esto lo planteo en Ceniza en la boca. El objetivo debería ser dinamitar a la familia, porque eso sería dinamitar al Estado mismo. El modelo de familia no puede ser lo que vemos acá, en los barrios Chamartín o Salamanca de Madrid: a las mujeres vestidas con uniforme cuidando a tres niños preciosos, donde no hay padres ni madres. Eso no puede ser un modelo de familia. Si ese es el modelo de familia que quiere España, yo estoy en contra.

 

“El feminismo puede ocuparse de todas las discusiones públicas que quiera, pero si no defiende estos derechos humanos básicos a la vivienda y al acceso a la sanidad pública condena al género a la pobreza”

— Además de desmontar el mito de la maternidad, ¿a qué temas deberíamos ponerle atención desde el feminismo?

— Como mujer y como feminista, lo importante para mí es hablar de temas como la renta básica universal, del derecho a la vivienda y del derecho universal a la salud. Me interesa hablar de por qué una mujer no puede ser autónoma ni tiene dónde vivir porque carece de un oficio digno o de condiciones para trabajar. Esta situación se extiende hasta la ancianidad: esa mujer tampoco tendrá una vejez digna, porque no hay una sanidad que nos asegure que vayamos a vivir bien al final de la vida. Ya vimos lo que pasó con las personas mayores durante la pandemia: las dejaron morir. Hay mujeres con pensiones de apenas cuatrocientos euros, ¿quién vive con esa suma, por favor? Las estadísticas nos dicen que las mujeres son las que tienen menos cuentas bancarias o propiedades a su nombre, tienen menos trabajos dignos o con prestaciones sociales decentes. El feminismo puede ocuparse de todas las discusiones públicas que quiera, pero si no defiende estos derechos humanos básicos a la vivienda y al acceso a la sanidad pública condena al género a la pobreza. El modelo patriarcal se fundamenta en la falta de autonomía de las mujeres, para que nunca podamos tomar decisiones por falta de dinero. El tema real del feminismo es quién posee la riqueza. Tenemos que empezar a hablar de dinero, de cómo está distribuido y de quiénes hacen el trabajo de los cuidados, así como también de cuánto vale ese trabajo en nuestra sociedad. Hace poco le planteé a un periodista un caso hipotético. Le dije que alguien estaba dispuesto a pagarle 2500 euros al mes, más prestaciones sociales y otros beneficios, y le pregunté si él tomaría un trabajo aunque fuera cuidando a otra persona. Su respuesta fue que sí. El tema no es si los hombres quieren hacer el trabajo doméstico o no, sino las condiciones que damos en la sociedad al trabajo doméstico y el de los cuidados. El feminismo debe hablar de salud, de dinero y de autonomía.

Naturaleza humana y condición humana no deben confundirse; en las novelas de Navarro ambas categorías son indispensables. Son, en ese sentido, piezas filosóficas. El pensamiento de Jean-Paul Sartre prescinde de la primera definición en favor de la segunda, a la cual considera el conjunto de límites que bosquejan la situación de los seres humanos en el universo; Hannah Arendt propone a la labor, el trabajo y la acción como las tres actividades condicionantes del existir de las personas y Eric Fromm reconocía tres factores que servían para determinar el carácter de su ser contemporáneo: el mercado que las colocaba en un ciclo de funciones mercantiles entre consumidores y productores; el modo de producción industrial que privilegiaba sujetos que entraran sin roces en la maquinaria social —seres enajenados de su existir en el mundo, autómatas— y, como están separados de sus sentimientos por la fusión mercantil y la industrialización, los seres humanos proyectan esos sentimientos sobre el Estado —así dotan a los líderes políticos de toda clase de pasiones relacionadas con el poder, la sabiduría o el coraje. Si en el pasado el peligro era que los seres humanos se convirtieran en esclavos, escribe Fromm en La condición humana actual (1964), en el futuro el peligro es que se conviertan en robots. Ahora que las aplicaciones descargadas en móviles manejan la vida de las personas y que un urbanita conversa más con los asistentes de voz de los servicios computarizados que con miembros de su familia, ese futuro temido por Fromm ha llegado —mientras continúa el tráfico de personas—. Por eso hay que estar alerta de las dinámicas sociales que des-humanizan a las personas.

Es desde ese lugar donde las obras de Navarro interpelan al público, mientras sus personajes encarnan las dinámicas que convierten a los humanos en seres alienados. En donde es más patente su interés en analizar las condiciones bajo las cuales transcurren las vidas humanas es en Ceniza en la boca, la cual ya desde el comienzo plantea un drama social: el suicidio de un adolescente llamado Diego. La narradora de la novela es su hermana, cuya voz da cuenta de cómo su madre los dejó en México para trabajar en España, de lo extraña que les pareció cuando volvieron reunirse con ella, de los trabajos en condiciones indignas que ella y la madre debieron hacer para que Diego pudiera estudiar en la escuela secundaria, y sobre la vuelta a México con las cenizas de su hermano en una caja. Todo mientras se pregunta por las razones que pudieron llevarlo a quitarse la vida y se describe la salida de México como una huida de la violencia que se resuelve solo a medias con la llegada a España, país en cuya maquinaria ambos intentan entrar pero fracasan. “Quien sabe qué éramos para los vecinos, si panchitas, si latinas, si un estorbo, si una mancha en su barrio que no podían limpiar, pero nunca nos dijeron nada, ni para bien ni para mal, hasta que vino Diego a verme”, escribe Navarro: «Esto no es un piso turístico, me dijo un señor, calvo, panzón, olor a tabaco. Lo ignoré y agarré a Diego del brazo y salimos a la calle”.

 

“Lo que yo quería era contar historias”

Como en Casas vacías, la familia es en esta novela el crisol a partir del cual se profundiza en temas sociales más amplios; en el caso de Ceniza en la boca, se tratan, entre otros, el tema del desarraigo, el drama de las trabajadoras domésticas y de cuidados, y la violencia —a veces soterrada— de los Estados modernos. La lectura sobre el suicidio de Diego adquiere, en el marco de estos asuntos, una perspectiva sociológica, acorde con la formación de Navarro, quien acarició una vez la ambición de estudiar en la Escuela de Cine de la Universidad Nacional Autónoma de México, pero al final se decantó por los estudios sociales. “Siempre tuve la idea de hacer algo en el área de Comunicación; en realidad, quería ser guionista, pero no me planteé nunca la carrera de Letras Hispánicas porque no estaba interesada en la academia, lo que yo quería era contar historias”, recuerda la autora. Con apenas dos obras publicadas hasta la fecha, Navarro parece estar bien encaminada.

 

“La burocracia migratoria es complicada incluso para quien —como es mi caso— debería ser fácil”

— En Ceniza en la boca tocas el tema de la migración desde una perspectiva distinta a la tuya. ¿Cuál fue la mayor dificultad para ti como inmigrante mexicana al abordar este asunto?

— Lo más difícil fue tratar de no hablar de mi experiencia personal, porque he sido privilegiada en todos los sentidos. La burocracia migratoria es complicada incluso para quien —como es mi caso— debería ser fácil. Sin embargo, yo no enfrenté la brutalidad que toca a las personas que necesitan tener sus papeles regulares acá para hacer trabajos de limpieza y cuidado. Ceniza en la boca nació cuando vine a vivir a Barcelona y dejé a mi hija mayor en México para que terminara la educación primaria; mientras, yo me ocupaba del procedimiento para traerla. Con toda la inocencia del mundo fui a uno de los centros donde te asesoran para los trámites y lo mío no tuvo problema. Literalmente fue “Paso A, B y C”, y se acabó, porque como español mi pareja tiene derecho a traer a mi hija. Pero me quedé un rato para escuchar qué pasaba con las personas que vivían en situación irregular y necesitaban reagrupar a sus familias. Me quedé muy sorprendida: para mí, como mexicana, los problemas migratorios solo ocurrían en la frontera de mi país con Estados Unidos. En aquella época, no entendía el mecanismo de la migración a España. En ese lugar escuché a madres que eran trabajadoras domésticas hablando de cómo sus familias estaban fragmentadas y cómo esos niños que venían a este país eran unos completos desconocidos, igual que ellas eran unas desconocidas para sus hijos. Me pareció lo más doloroso del mundo. Cuando me mudé a Madrid, en donde la migración es distinta a la de Barcelona, no podía dejar de pensar en el sufrimiento de un adolescente a quien le dicen que debe reencontrarse con alguien a quien no conoce en absoluto y pero la obligan a quererla por ser su madre biológica. Luego leí en el periódico la noticia del suicidio de un chico, y ese fue el acontecimiento que desencadenó la ficción propiamente dicha. Durante la escritura de la novela me planteé dos cosas: la primera, que no pareciera que quería dar voz a nadie y, la segunda, que mi experiencia personal y mis frustraciones no atravesaran las frustraciones de los personajes. Todavía me pregunto si lo logré; espero que sí.

 

“Mis novelas tratan de las violencias estructurales que hacen que las mujeres desaparezcan conforme se van volviendo adultas”

— La narradora de esa novela cuando está en España quiere estar en México y cuando está en México quiere estar en España; está desarraigada, no se encuentra allá ni acá, por esa razón se cuestiona sus roles de hermana, de hija y de nieta. ¿De qué manera ese desarraigo y ese sentimiento de culpa es también una forma de violencia que ella ejerce contra sí misma?

— Mis novelas tratan de las violencias estructurales que hacen que las mujeres desaparezcan conforme se van volviendo adultas. En Casas vacías, la primera voz dice en un momento: “soy una mujer a punto de suceder”. Ella nunca sucede como tal porque cuando le toca ser ella misma, la sociedad le impone tantas reglas que la coloca en una posición en la cual ella solo se limita a tomar decisiones. En Ceniza en la boca me refiero a esto de una forma más clara: la narradora es una chiquilla que por sus circunstancias ha tenido que ser madre [de su hermano], ha tenido que buscar cómo sobrevivir en este mundo, sin saber muy bien qué quiere. A las mujeres, en realidad, nos educan para no saber qué queremos, y lo descubrimos cuando tenemos treinta años, más o menos. Allí perdimos una década que los hombres nos llevan de ventaja. En Ceniza en la boca me refiero al desarraigo porque creo que la humanidad ahora mismo se siente desarraigada. Sin embargo, a quienes afecta esta situación más es a los adolescentes. El desarraigo de un chico como Diego está construido. La violencia de esa construcción atraviesa a la protagonista. Es una violencia contra los inmigrantes pensada desde el Estado: cuando los invisibilizan, cuando no les dan derechos políticos y civiles, cuando ni siquiera pueden tener un trabajo digno. El objetivo de estas carencias es, literalmente, desaparecerlos; hacer como que no existen, como que no son personas.

— En una entrevista con Almudena Barragán para el diario El País dijiste que en España las inmigrantes latinoamericanas dedicadas a las labores del hogar y el cuidado deben “performar”, entiendo que esto quiere decir: actuar a partir de eso que se espera de uno. ¿Esta adopción de un rol social según un estereotipo es lo que te parece más grave de la inmigración?

— Sí, la palabra “performar” viene del verbo en inglés para “actuar”. Cuando entras en un trabajo, te dicen lo que debes hacer y que al cliente siempre debes hacerlo feliz; entonces, aunque tú estés atravesando una situación espantosa, sonríes. Esta manera de actuar está influenciada por el pensamiento estadounidense, el cual nos obliga a estar alegres y siempre a performar nuestros sentimientos. Es espantoso porque invita a la no-acción. Los migrantes tienen un conocimiento situado, entienden cuál es su situación aquí y que vienen de un contexto diferente al español. Esto significa que pueden performar para burlar las estructuras y etiquetas que les están imponiendo en donde llegan a vivir o a trabajar, a sabiendas de que solo se trata de una actuación. Es similar al comportamiento del personaje del pícaro en literatura clásica: entienden que deben ser buenos, simpáticos y amables para obtener lo que necesitan. Este comportamiento es peligroso porque paraliza, pero a la vez es una herramienta para evadir el contexto y preservar la identidad.

— La mayoría de las inmigrantes latinoamericanas dedicadas al cuidado de niños y ancianos que describes en tu novela aparecen agrupadas en una estructura similar a la del coro en las tragedias griegas. Este recurso del estilo literario puede leerse como una imagen de red de cuidados a la cual alude el contenido de tus dos libros. ¿Lo pensaste desde el principio así, como un coro de mujeres?

 

“Aspiramos a ser de la clase media estadounidense; pero la enorme mayoría de los mexicanos nunca vivirán el American dream; ni siquiera los estadounidenses lo viven”

— Cuando viví en Barcelona me tocó ver la efervescencia del movimiento de Las Kellys. En su mayoría, ellas eran camareras de piso y trabajadoras del hogar a las que luego se sumaron las universitarias, como se lee en Ceniza en la boca. No sé cómo terminó aquello, porque lo que escribí fue totalmente ficción Me imagino que terminó fatal, porque cuando veo a Las Kellys, las veo solas. Además, quienes representan al movimiento ante la Unión Europea son españolas; es decir: todavía las mujeres latinoamericanas no pueden hablar de sus problemas ante las instancias gubernamentales. En la novela las llamo “primas” por dos razones. A la primera se refiere la protagonista cuando pregunta por qué a la fuerza quieren que todas las mujeres nos digamos “hermanas” entre nosotras. Eso me pone los nervios de punta. Porque es como si nos obligaran a decir que somos una gran familia. El Estado nos ha ganado cuando la única estructura válida para agruparnos y sobrevivir es la familia biológica. La raza está muy presente en esa concepción y eso me molesta mucho. La otra razón por la cual llamo las “primas” a ese grupo de trabajadoras tiene que ver con la estructura a la que haces referencia. En realidad, la novela está estructurada por los álbumes de Vampire Weekend. Cuando escribí el pedacito sobre Las Kellys escuchaba el segundo álbum del grupo, Contra. Mi proceso comenzaba por poner un disco de Vampire Weekend y escucharlo mientras escribía. Quizá las canciones me influían. Creo que las llamé «las primas» porque estaba escuchando la canción “Cousins”. Hasta ahora no se ha entendido el peso que ese grupo de música tiene en el libro. Vampire Weekend es la reivindicación del American dream. En la novela refleja la aspiración de los mexicanos de cumplir el sueño americano: vivir en Nueva York y ser como las protagonistas de las series de televisión Sex and The City o Girls. Aspiramos a ser de la clase media estadounidense; pero la enorme mayoría de los mexicanos nunca vivirán el American dream; ni siquiera los estadounidenses lo viven.

 

“Estamos educando a los niños y a las niñas para que no tengan imaginación”

— Un tema que tratas en Ceniza en la boca es el del suicidio. Después del confinamiento por la pandemia, en España interesa mucho el asunto de la salud mental y las altas estadísticas de suicidio en este país y el mundo. Puede leerse el suicidio de Diego a partir de la soledad del personaje: cuando no hay tejido social al cual acudir la única alternativa que te deja es morir. ¿Crees que la soledad de las urbes erosiona nuestra salud mental?

— Esa es mi gran pregunta, además no la respondo jamás. Cuando comencé a escribir Ceniza en la boca era un poco eso, preguntarme qué hace que un adolescente piense que la única solución es quitarse la vida. Luego me preguntaba: ¿son solo los adolescentes los que pensamos que no hay solución? ¿qué hace que todas las discusiones públicas hagan que parezca que no hay futuro? Allí otra vez vuelvo al tema de la imaginación: estamos educando a los niños y a las niñas para que no tengan imaginación, los educamos para lo inmediato, a que ni siquiera sepan desarrollar sus frustraciones o aprendan a reconocer los procesos cognitivos de la humanidad, todo se lo estamos dando de forma inmediata para que nos permitan vivir. Nunca había visto a una adolescencia tan poco politizada; la gente que ahora tiene dieciocho años más o menos, les importa un carajo lo que suceda porque ellos ya saben que no tienen un futuro y no pueden contar con la clase política, lo dan por hecho. Si a esa edad de total rebeldía no estás en contra de tus padres, de la escuela, de la sociedad, de los políticos, entonces ya no vas a estar en contra nunca de nada. Eso me parece un suicidio social de una generación que va a llegar a los treinta años sin imaginación ni capacidad para repensar el mundo porque los discursos oficiales son contradictorios. Desde todas partes les están llegando a los adolescentes mensajes sobre el final del mundo (por el calentamiento global, por la guerra, por lo que sea) y es como si les dijeran que no tiene sentido hacer nada para remediar la situación del mundo. La única expectativa planteada aquí es ver cómo se acaba el mundo. Eso me parece un error, porque justo les estamos diciendo: vamos a suicidarnos en colectivo. Por el otro lado, ahora mismo hay pocos lugares en el mundo en los cuales cuando una persona dice que no quiere vivir se le permite morir. Esto es una contradicción, porque decimos: “nos estamos matando, somos los peores seres del mundo, estamos llevando todo al carajo, somos unos suicidas colectivos”, y cuando alguien quiere acabar con su vida porque ya su cuerpo no le responde se le impide y se le tacha de “enfermo mental”. A esto me refiero con el personaje de Laura, una señora mayor con una enfermedad que no le permite tener un cuerpo en el que se pueda habitar. Adolescentes y vejez parece como que dejan de ser humanos que puedan tomar decisiones y tener autonomía de sus vidas. La rebeldía más grande de Diego es decir: “No voy a pertenecer a este mundo que está del carajo, en el que por acá me llaman ‘Pancho’ y donde no voy a tener ningún futuro, y si vuelvo a México, me van a hacer soldado”. La narradora está justo en ese momento de preguntarse si se decantará por lo que ha hecho su hermano o se dará la oportunidad de imaginar una realidad distinta. Siento y quiero creer que ese personaje se va a decantar por la imaginación. Pero tampoco lo sé porque no he encontrado esa respuesta. Lo que sí sé es que un suicida no es necesariamente una persona con problemas de salud mental. No es así: es un inconveniente que ha tenido la humanidad desde el momento en que nos llamamos humanidad y que —volviendo a eso que hablábamos antes sobre las maternidades y el sostenimiento del Estado— tiene que ver con que no nos permiten tener la autonomía de decidir qué vida queremos vivir y hasta cuándo. Deberíamos tener ese derecho.