Clara Obligado llegó a Madrid el cinco de diciembre de 1976 en un avión de Iberia que tomó en Montevideo. Tres días antes había dejado su Buenos Aires natal vestida con ropa de verano y un bolso con lo esencial para una tarde de playa, como si fuera una turista que cruzaba la frontera entre Argentina y Uruguay. Ocho meses antes, el 24 de marzo, un golpe de Estado había terminado con el gobierno de Isabel Perón, quien asumió la presidencia en julio de 1974, después de la muerte de su esposo, Juan Domingo Perón, electo por votación popular para un tercer período ocho meses antes. Los líderes de facto impusieron un plan sistemático de terrorismo de Estado que incluyó el secuestro, la desaparición forzada, la tortura, la violación y el robo de bebés para someter a los opositores. Según cálculos hechos por organismos para la protección de los Derechos Humanos, unas treinta mil personas fueron detenidas y desaparecidas hasta 1983, cuando se disolvió la Junta Militar, como resultado del impacto político de la derrota en la Guerra de las Malvinas contra Reino Unido, año y medio antes.

Obligado llegó a una España que se preparaba para celebrar las primeras elecciones generales después de la muerte de Francisco Franco. Era la época de la movida y del destape.

Tenía veintiséis años.

Tardó tres décadas en poder narrar el exilio. Y, sin embargo, en ninguna de sus obras publicadas se refiere a las actividades que la pusieron en peligro ni revela el momento exacto cuando sintió la necesidad de abandonar su país, como tampoco el nombre del desaparecido que determinó esta decisión. «El lamento personal se mezcla con la exhibición de las heridas ajenas, es difícil demarcar un territorio propio», explica en el ensayo Una casa lejos de casa: La escritura extranjera (2020): «Si bien la reflexión sobre la violencia es indispensable, quizá es más fácil o más legítimo abordar el tema desde el espacio de un reportaje, un documental, historias de vida, el ensayo, la propia lucha por la justicia y la memoria».

Puede que allí esté el origen del quiebre en la continuidad narrativa tan característico en las obras de Obligado, hechas siempre de pedazos, como textos híbridos que la mayoría de las veces se encuentran entre el relato y la novela. Los bruscos cambios en las dimensiones del espacio o del tiempo que resultan de este estilo, aunados a una rigurosa economía de palabras, permiten a la autora proponer a los lectores itinerarios en donde las faltas cuentan más que las palabras. Alguien cuya identidad has sido construida a partir de ausencias conoce el valor literario del silencio. En el vacío, las estructuras fragmentadas proyectan el sentido profundo de sus textos, como fractales que repiten formas geométricas ad infinitum.

La proyección de fractales se hace epifanía en algunos de sus mejores cuentos, como el titulado «El efecto coliflor». Allí, un detective obsesionado con encontrar al culpable de un crimen acaecido varias décadas antes lo comprende todo —«la estructura del universo, el tejido del cerebro, el camino de los nervios, las venas, el crimen»— mientras observa a su esposa trajinar en la cocina. «Sí, se dijo, en un ataque de exaltación casi mística, tiene que haber sido así, todo se repite a diferente escala, había atisbado el ojo del universo en una hortaliza, el tallo grueso que se separaba en conglomerados idénticos hasta formar una cabezota semejante a una nube», se lee en el relato contenido en La muerte juega a los dados (2015). El mensaje del relato expresado por la esposa sorprende más que el hallazgo de la solución a un asesinato en la coliflor, pues deja sin efecto la epifanía: «Lo fundamental no es la solución de los grandes enigmas, sino la vida de todos los días». En esa reflexión aparece cifrado el pensamiento político de Obligado, para quien las grandes utopías del siglo pasado fracasaron y acaso el único movimiento social que ha conquistado algunas victorias sea el feminismo.

 

“Escribía porque necesitaba recuperar de alguna manera el país que había dejado, necesitaba encontrar un uso del idioma y unas sensaciones que ya no estaban”

 

El otro rasgo de la experiencia como transterrada presente en las obras de Obligado es la tensión entre el castellano hablado en Madrid, la ciudad donde vive, al confrontarlo con el habla que se trajo de Buenos Aires. El resultado es lo que llama su «lengua mestiza». En el cuento «Lenguas vivas» publicado en Las otras vidas (2006), se refiere a esto con humor: «Tuvo que aprender que aparcar era estacionar, prolijo quería decir detallado, un grifo no era un monstruo mitológico sino una canilla, pararse no era ponerse de pie sino detenerse, estar constipado no tenía nada que ver con los intestinos sino más bien con los pulmones y que la amiga Conchita Boluda se llamaba así, de verdad, de verdad». Esa lengua mestiza es algo más que un uso del idioma consciente de las diferencias entre la península y las antiguas colonias de ultramar. La autora fundamenta allí su poética de la excentricidad.

Durante la segunda edición de las Jornadas de la Red Internacional de Universidades Lectoras celebradas el ocho de mayo de 2015 en la Universidad de León, Obligado impartió una conferencia en donde se refirió a su noción de literatura «excéntrica» y ubicó allí su propio trabajo. No se trata de un tipo de escritura rara o extravagante, sino de una alejada de los centros de poder, en las antípodas de los nacionalismos. A las obras de este tipo las signa la vocación exploratoria, en situación de continuo desplazamiento. La noción va más allá de la «desterritorialización» planteada por Homi Bhabha en El lugar de la cultura (1994) y no alude al espacio intermedio —ni de aquí ni de allá—, que sugiere su idea del «tercer espacio». Se refiere a una manera híbrida de escribir que incorpora ideas y estilos de aquí y de allá para plantear algo por completo nuevo. «Desde el punto de vista del lector, es evidente también que tales procedimientos generan una cierta desorientación y exigen la participación activa de quien lee para llenar los vacíos y encontrar nexos entre los fragmentos», explicó la autora durante la charla, antes de referirse a cómo había llegado a estas conclusiones a partir del trabajo en las tres colecciones de cuentos sucesivas en las cuales se había propuesto referir la historia de su desarraigo desde técnicas narrativas que la colocan en los márgenes. Dos de estas colecciones se han citado aquí, la tercera es El libro de los viajes equivocados, con el que ganó el Premio Setenil al mejor libro de cuentos publicado en España el año 2012.

A estos experimentos narrativos de escritura híbrida —así los llama la autora—se le sumó en 2019 La biblioteca de agua, el cuarto libro que publica con Páginas de Espuma, la editorial madrileña especializada narrativa breve. En esta colección de relatos propone la exploración lúdica de Madrid a lo largo del tiempo tanto como a través de la geografía del Barrio de Las Letras. Allí se mudó Obligado recién llegada a la ciudad, más precisamente a la calle Lope de Vega 2, donde vivió dieciséis años. Allí nacieron sus dos hijas, allí aceptó su vocación de escritora. Ya se mudó de calle, pero todavía vive en el centro. Quizá lo único constante para ella sea esta ciudad; la variopinta, híbrida y mutable Madrid.

El desarrollo de una poética excéntrica también se relaciona con su llegada a esta ciudad en el pleno auge del boom latinoamericano. En Una casa lejos de casa se queja de que este movimiento tan comercial como literario convino a quienes querían mantener la literatura peninsular libre de influencias foráneas, pues en lugar de plantear un mestizaje de lenguas, temas o tendencias, encapsulaba al otro lado del Océano Atlántico, sin el mayor debate, el supuesto exotismo de autores —la mayoría hombres— y confundía acentos, nacionalidades e influencias; por eso, aquellos asociados a esa tendencia no impactaron en la cultura española, a pesar de que la mayoría vivió muchos años en España, incluido Mario Vargas Llosa que todavía reside en Madrid. «El verdadero conflicto brota con la nueva generación de inmigrantes que, de manera un tanto díscola, está destinada a generar, tanto en la vida cotidiana como en la cultura, malentendidos, problemas, roces cuestionamientos de difícil articulación», escribe: «En realidad de lo que se trata es de pensar los límites entre las culturas y situarlos en el vórtice del conflicto».

 

“La forma del texto no puede ser cualquier cosa, es inherente a su cualidad literaria”

 

La otredad latinoamericana en el espacio central de la cultura española es el tema de Salsa (2002), a la cual Obligado define como una novela trasatlántica, pues allí se entrecruzan varias historias de mujeres inmigrantes en Madrid, a partir del enigma de la paternidad que plantea el nacimiento de un niño. Entre ellas hay personajes entrañables como una argentina que se siente extranjera en todas partes, una cubana negra y vieja llamada Omara, que hace y dice lo que quiere; Jamaica Bronx en perpetua discusión con su hija, Thaïs, así como Gloria, la madre reciente traspasada por el deseo y la culpa. Ninguna es lo que parece, y se relacionan con hombres tan artificiales como ellas. Un símbolo de tanta impostura es Los bongoseros de Bratislava, el exótico club en donde el baile y el alcohol borran los orígenes culturales—como pasa con el salsero Ulises, oriundo de África, no del Caribe—. Ni siquiera el ritmo que bailan tiene una identidad fija como el son, la guaracha o el mambo, que tienen raíces en la música tradicional caribeña. «La salsa es una palabra inventada por los que venden música», explica alguien indeterminado en la novela: «La salsa no se canta, se come». Así como hace dos generaciones la salsa ocultaba una amalgama de ritmos caribeños convirtiéndolos en un bonito paquete para vender los discos que producían músicos latinoamericanos en la ciudad de Nueva York, los personajes multiculturales de Salsa [la novela] se someten al travestismo para encajar en el lugar reservado para ellos por la sociedad castellana.

 

—En la conferencia de León clasificaste tus obras como «excéntricas» debido a su cualidad alejada del centro, un desplazamiento que te marca en lo personal igual que en lo literario. ¿Comenzaste a trabajar conscientemente en lo excéntrico o te diste cuenta de esta condición tuya después de varios libros?

—Nada de lo que hago parte de una idea fija. De manera intuitiva me voy acercando a los temas. Lo hago a través de la lectura. Leo muchísimo, y voy afinando las ideas y ese proceso a veces termina en un libro donde cierro el pensamiento inicial. Lo que llamo literatura excéntrica surgió de una incomodidad. Escribía porque necesitaba recuperar de alguna manera el país que había dejado, necesitaba encontrar un uso del idioma y unas sensaciones que ya no estaban. Luego, poco a poco, me fui planteando la pregunta de quién era yo en la escritura. Entonces me di cuenta de que soy naturalmente excéntrica. Y a partir de allí planteé una estructura para mis textos removida del centro. Esa forma de mi obra también es mi manera de ser: porque soy excéntrica socialmente, lo soy personalmente, con mi familia en Argentina y aquí, lo he sido siempre. Siempre he estado así, movida, lejos del centro. Siempre he sido leal, porque lo contrario no es mi carácter, pero siempre estoy contestando a lo que está en el centro. En cuanto comprendí esta realidad personal y de mi trabajo, comencé a preguntarme cómo contestan formalmente mis obras a la literatura central. Da igual si me refiero al centro de la literatura argentina o al centro de la literatura española. Lo que me interesa es la forma de los textos.

 —El desafío entonces es integrar esa perspectiva removida del centro al contenido de la forma narrativa, ¿qué problema te ocupa primero cuando trabajas así, la anécdota o la estructura?

—Las anécdotas no me interesan, son intercambiables, y los temas me dan igual, ni si quiera me importan cuando leo: nunca un libro me conmueve por su temática. La temática de un texto podría tomar la forma de cualquier cosa, podría ser un ensayo o una conferencia, incluso una pintura; podría ser cualquier manifestación artística o intelectual. Pero la forma del texto no puede ser cualquier cosa, es inherente a su cualidad literaria. La temática en literatura solo tiene sentido cuando cambia la manera de narrar. Por ejemplo, un tema novedoso con el estilo narrativo del siglo XIX no me interesa, para eso prefiero leer una novela decimonónica. La temática y la anécdota pueden enriquecerme, pero no me dicen mucho sobre lo literario. La literatura es expresar algo de una manera distinta, es la búsqueda de un lenguaje. Pero no se trata de la búsqueda de unas palabras, sino de un conjunto de estas; es decir: de una estructura con determinadas palabras donde la historia surge de cierta manera de subordinar las oraciones, por ejemplo. Lo importante para mí es descubrir qué relación hay entre el pensamiento y ciertas formas retóricas. Esto está en Jorge Luis Borges.

 

“Al caminar por los terrenos más abstractos de la literatura, como son la forma o la sintaxis, te encuentras con el pensamiento globalizador del lenguaje”

 

—La preeminencia de las figuras retóricas sobre la anécdota puede provenir de la literatura de Borges, pero él está en el centro de la tradición literaria, ¿cómo explicas su influencia en tu obra, a la cual has caracterizado como «excéntrica»?

—Es un error esa lectura que coloca a Borges en el centro de la literatura argentina. Es parte de la tradición, pero desde el margen. Él comienza a escribir fuera de Argentina y vuelve para voluntariosamente situarse en el margen. Por eso hay que leerlo como alguien del extrarradio. Su literatura se vincula siempre con las zonas marginales, como el sur. Heredé de Borges más de lo que me gusta reconocer. En sus obras, lo importante no está en el relato ni en el discurso escrito, lo importante sucede en otro lado, un lado que es casi metafísico. Porque él hace algo más que situarse en un costado, desde ese lugar modifica todo el plano. En mi escritura eso es el eje. No escribo cuentos ni novelas, escribo en el medio de ambos géneros.

 —En Una casa lejos de casa te muestras crítica con el boom latinoamericano, al cual si bien le reconoces «valores y grandísimos aciertos», lo describes como problemático porque en España «no planteaba mestizaje alguno», más bien mantenía encapsuladas a las culturas latinoamericanas en un todo mítico y exótico el cual no alteraba nada en la península. ¿Crees que algo similar pasa ahora con la generación que en la prensa española llamar el (supuesto) boom de las escritoras latinoamericanas?

—No reconocer la fuerza de las autoras latinoamericanas actuales es estar ciego. Y en este sentido hablo en femenino. Son escritoras impresionantes y dudo que sean una generación. En algunas es evidente que hay familiaridad, pues se encuentran en los congresos y hay diálogo entre ellas o sus obras. En realidad, las estéticas son diferentes, pero al mercado le conviene tratar de venderlas juntas. Esto es perverso. No estamos hablando del mercado de los tiempos del boom en que te ponían un piso o te pagaban una millonada como a Gabriel García Márquez o a Mario Vargas Llosa por una novela. Y hay otra cosa peor: a las mujeres en cuanto cumplen cincuenta o sesenta años las desaparecen. Debemos estar conscientes de que esto es una estrategia masculina para manipular la potencia de las escritoras: las cortan por un lado y por el otro, sin integrarlas horizontalmente al resto de los escritores de su época.

 

“Los cuentos son más difíciles que las novelas, por eso me gustan más”

 

—¿Qué género de la narrativa disfrutas más trabajar?

—Los cuentos son más difíciles que las novelas, por eso me gustan más. Acabo de terminar un libro compuesto por tres cuentos largos, de más o menos cincuenta páginas cada uno. Los relatos están relacionados entre sí y además se conectan con otras de mis obras. Allí intento borrar los ejes del tiempo y del espacio. ¡Eso es casi teoría cuántica! Aunque no tengo una mente científica reconozco que al caminar por los terrenos más abstractos de la literatura, como son la forma o la sintaxis, te encuentras con el pensamiento globalizador del lenguaje. Últimamente, cuando empiezo a pensar en un texto me encuentro en el camino de la ciencia, porque todo está conectado, como en el cuento «Teddy» de J.D. Salinger, en el cual un niño se da cuenta de pronto que Dios está en todo: en la leche que está tomando su hermana, en el vaso que contiene la leche, en su hermana misma. Todo está en todo, por eso mismo mis obras también están conectadas.

 Para llegar a considerarse autora de hecho y derecho, Obligado no mató al «ángel del hogar», como aconsejaba Virginia Woolf en su célebre conferencia «Profesiones para las mujeres» dictada en 1931 ante la Liga de Servicio Femenil del Reino Unido. A ella le tocó algo más doloroso: distanciarse del legado familiar. Quizá, si se hubiera quedado en Argentina, esta nieta y bisnieta de hombres en el centro de la tradición literaria de ese país jamás se habría atrevido a reclamar su herencia intelectual, aunque escribía desde niña y estudió la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Católica Argentina. Porque ella pensaba que la «Literatura» —así, con mayúscula— era lo que hacían otros —atención aquí al masculino plural—. Por ejemplo, su bisabuelo Rafael Obligado, exponente fundamental de la lírica gauchesca. O su abuelo, Carlos Obligado, uno de los fundadores de la Academia Argentina de las Letras, el mismo que en 1940 escribió la canción oficial donde se reivindica la potestad del país sobre las Islas Malvinas, titulada la «Marcha de las Malvinas», de la cual José Tieri compuso la música. Entre los Obligado, ni siquiera Borges se consideraba a la altura. Cuando ella paseaba con su padre a caballo, este solía disminuir la trascendencia del autor de Ficciones (1944) porque no sabía sobre el campo. «Todas sus historias suceden en verano, un turista», decía. Ella era todavía muy joven e intentaba explicarle porqué Borges le parecía un portento. Pero su padre no la escuchaba: «Ni le interesa ni le importa mi respuesta, tiene algo que encontraré en tantos hombres: solo se escucha a sí mismo».

            La anécdota está en Todo lo que crece: Naturaleza y escritura (2021), el ensayo literario a mitad de camino entre memorias y ars poética, en donde relaciona el oficio de la escritura con la faena del campo. «No soy yo la que escribe, es alguien que me habita», explica en ese libro: «Yo soy la que baña a mis hijas, prepara garbanzos, inventa mermeladas». Y así continúa en el más puro estilo borgiano:

            «Dentro de mí hay otra que no quiere dormir y escribe hasta la aurora y espera a que píe el primer pájaro para cerrar el cuaderno y descansar. Esa que no soy yo imagina y poda los textos hasta dejarlos en nada, viaja a la semilla, se sorprende con sus propias ideas, baila con el ritmo de las palabras».

            Tardaría décadas en comprender que esa es la rutina de una escritora. Y todavía dice no sentirse como tal. Ni siquiera después de los galardones literarios. A los veinte años de llegar a Madrid ganó el Premio Femenino de Lumen por su novela erótica La hija de Marx (1996). Si bien antes de ese libro había publicado La mujer en la cama y otros relatos (1990) y las obras Cartas eróticas (1990) y Manjares económicos (1995) —la primera en coautoría con Ángel Zapata y la segunda, con Mariángeles Fernández y Marcos del Pont—, La hija de Marx la puso en el panorama literario hispanohablante, aunque tuviera menos trascendencia en ventas y peor recepción crítica de la que hubiera querido su autora.

En esta novela que Lumen reeditó en 2023, Obligado imagina que en lugar de un hijo bastardo con una criada, el padre del materialismo histórico engendró una hija con una noble rusa llamada Natalia Petrovna, cuyo tutor y amante es otro noble ruso de inclinaciones socialistas exiliado en Europa. La obra tiene tres partes. La primera es el diario de esa hija, Annushka Ivanovna Dolgorukov; una novela de formación narrada como memorias eróticas ambientadas en el Londres de finales del siglo XIX. En la segunda, su tutor, Iván Dolgorukov, cuenta la historia de Petrovna apelando al estilo de la narrativa victoriana. En la tercera y última parte se conoce la historia de la Annushka madura y el trágico destino de su hija desde una narración realista, acorde con el espíritu de los «locos años veinte» del siglo pasado. Similares metáforas de viajes y exilios resuenan también en su nouvelle más reciente, Petrarca para viajeros (2015), con la cual ganó el Premio Juan March Cencillo. También hay aquí tres historias llenas de elipsis y giros dramáticos que se tejen desde detalles: una es la de un chico que conoce en un tren a un viajero argentino —«por casualidad», aclara este pues es el vástago de una asturiana y de un descendiente de polacos—; otra es la de una mujer que huye del esposo con quien se ha casado por equivocación —«ya no le hace gracia que su marido sea tan rico, tan elegante, tan aburrido», piensa—; la tercera es la historia del viejo guardagujas viudo que maneja los cambios de los trenes.

 

“Los talleres son un punto intermedio entre lo popular y lo culto, democratizan la cultura”

 

            Una escritora excéntrica rodeada de personajes en tránsito necesita un puerto seguro: eso han sido los talleres literarios para Obligado, el oficio a través del cual ella se ha centrado en la escritura. Recién llegada a España firmaba artículos en varias revistas y dividía sus días entre la escritura de guiones para un teléfono porno y otros guiones para un proyecto audiovisual católico. Sin embargo, estos eran trabajos intrascendentes, destinados al pago de cuentas. Encontró su vocación cuando empezó a impartir talleres literarios casi por casualidad, en reuniones con amigos para escribir y hablar de libros. Después recibió una propuesta para un taller, luego otra. Más tarde, otra. Y todos iban bien, así que reconoció una oportunidad. Así nació en 1980 el Taller de Escritura Creativa Clara Obligado. Hasta ahora ha dictado talleres en prestigiosas instituciones como el Círculo de Bellas Artes y la Universidad Autónoma de Madrid, así como en la cárcel. Y durante diez años los dio también en la Librería de Mujeres. Esta época la recuerda como especialmente formativa debido a la mesa de novedades que tuvo a su disposición. Allí descubrió a las argelinas Malika Mokkeddem y Assia Djebar, entre otras autoras árabes francófonas que problematizan la extranjería, la lengua y el cuerpo femenino.

 —En Una casa lejos de casa escribes que aquellos llegados en los años setenta a España se planteaban la posibilidad de un diálogo de sordos o la de crear un lector para entenderlos, lo cual tenía la virtud de fortalecer el debate cultural. En la obra usas este planteamiento para volver sobre la pregunta retórica de para quién se escribe. ¿Los talleres fueron una manera de crear a tus lectores?

—En cierta manera, y no como estrategia pensada, sí. Durante los primeros años, cuando firmaba en la Feria del Libro, me llamaba muchísimo la atención que me pidiera una firma gente que no me conocía personalmente. Era como si sólo pudiera leerme alguien con quien hubiera compartido un encuentro en la realidad. Creo que el cuento, en España (y también en parte en los Estados Unidos, con Raymond Carver y el realismo sucio), es hijo de los talleres y, en mi caso, del encuentro posterior con una editorial como Páginas de Espuma, con la cual desde el inicio he mantenido un diálogo constante. Pensándolo desde hoy creo que es bastante evidente que el cuento ha encontrado soporte de lectores en los talleres, y no solamente en el mío. Enseñamos a leer algo que no tenía demasiada tradición en España y sí en América Latina o en Estados Unidos. En los talleres que impartí con Mario Merlino en el Círculo de Bellas Artes, allá por mediados los ochenta se habló por primera vez de cuento fantástico, por ejemplo. Sin saberlo, estábamos abriendo nuevos caminos de lectura.

 

“Cuesta más formar una identidad individual cuando tu apellido forma parte de la identidad nacional”

 

—Vienes de una familia de «hombres de letras», ¿qué dificultades supuso esto para tu vocación literaria?

—Mi bisabuelo es casi un poeta patrio en Argentina; incluso escribía gauchesca, que está al centro del ser nacional. Siempre he fluctuado entre dos posturas: la admiración, por un lado y, por el otro, la vergüenza que me daban sus poemas decimonónicos, horrorosos y cursis porque eran propios de esa época. Al principio, no pensaba que yo podía acceder al parnaso masculino. Me encantaban los libros, era lectora, pero de ninguna manera quería ocupar aquel lugar, así que no tenía ninguna competencia con ellos. Cuesta más formar una identidad individual cuando tu apellido forma parte de la identidad nacional.

 —¿Por eso no publicaste hasta que te mudaste a España?

—Yo no quería ser escritora. Primero, me parecía que era un oficio masculino; segundo, me parecía de derechas y, además, me parecía solemne. Tres cosas que no soy. Todo esto es consecuencia del peso que el apellido «Obligado» tiene en Argentina. El día de la batalla de la Vuelta de Obligado [el 20 de noviembre de 1845] es una fecha patria. Allá siempre me estoy defendiendo de un estereotipo que no me corresponde, mientras que aquí en España soy inmigrante, y mi apellido suena portugués. En este país vivo en la indiferencia total. A mí, esa indiferencia de los españoles me hizo bien porque me permitió desarrollarme.

 —Cuarenta años después de emigrar, en 2016, te referiste a los escritores argentinos en el exilio como la «generación transparente» y dijiste que te sentías acompañada por pocos autores de tu edad. Estas declaraciones corresponden a una entrevista que te hizo Adrián Ferrero para Confluencia: Revista hispánica de cultura y literatura.

—No me acordaba de ese término, pero estoy de acuerdo: somos transparentes. Marcelo Cohen vivó en Barcelona veintiún años, hasta su retorno a Argentina en 1996, sin dejar rastro. Me parece alucinante. Otro caso es el de Susana Constante que vivió en Aragón hasta los noventa y volvió a Argentina, donde murió. Allá sí la reconocieron, pero aquí en España, no. De la generación del exilio no hay ni un escritor reconocido en este país.

 —Si bien comenzaste a publicar libros cuando vivías en España veinte años pasaron entre que te exiliaste y apareció tu primera novela, La hija de Marx. En esos años te dedicaste a dar talleres literarios ¿Cómo comenzaste ese camino?

—Los talleres comenzaron de forma natural, cuando me juntaba con amigos. Tenía cualidades básicas para desarrollar estas actividades: sabía más de literatura porque había terminado la carrera, me gustaba escribir y me gustaba mandar. Además, me gustaba enseñar, lo hacía desde que tenía diecisiete años, a grupos de todos los estratos sociales. Me gusta enseñar porque es una forma de hablar sobre la literatura. La primera vez que preparé un taller aquí fue porque me lo pidió un amigo para un grupo de scouts católicos. Y fue muy bien. Era un buen momento para comenzar a dar talleres por la reforma de las escuelas que se emprendió durante el postfranquismo; en aquella época Daniel Moyano daba talleres en Oviedo y José Donoso en Barcelona. Silvia Adela Kohan había llevado a esa misma ciudad el grupo Grafein, nacido en la Universidad de Buenos Aires.

 —Nombras a escritores de Chile y Argentina como facilitadores de los primeros talleres literarios en España. ¿Por qué crees que todos provenían de América Latina?

—Porque teníamos otra ideología y una idea diferente de qué significaba enseñar. Los talleres llegaron con la democracia. Mi generación de inmigrantes se planteaba la vida a nivel grupal más que a nivel individual y el franquismo había dificultado la ideología del grupo en España. Los talleres fueron importantes porque significaron un cambio en la manera de pensar la enseñanza de la literatura, aunque encontraron la resistencia de los escritores españoles de aquella época que decían que no se puede enseñar a escribir. Todavía sigue ese debate. Los talleres son un punto intermedio entre lo popular y lo culto, democratizan la cultura.

 —¿Cómo te ayudaron los talleres a tomarte en serio como escritora?

—Nunca me he tomado en serio como escritora.

 

“Nunca me sentí escritora porque lo identificaba con la impronta masculina en la literatura”

 

—Una vez que presentas una obra para un concurso es porque te consideras escritora.

—Entonces me dije: «No voy a escribir más, esto es muy cansado». Pero seguía escribiendo. Luego presenté otro libro. Y lo mismo: «no quiero escribir más». Pero sigo escribiendo. Esa ha sido mi vida. Jamás me había sentido escritora. Sin embargo, ahora tengo veinte libros publicados y es hora de que asuma lo que hago. Nunca me sentí escritora porque lo identificaba con la impronta masculina en la literatura.

 —Llama la atención que tu primera novela sea de género erótico, aunque La hija de Marx no se queda solo allí: integra la novela de formación, la histórica, la epistolar y la realista, entre otras.

—Sí, allí hay un patchwork. La primera parte es una novela victoriana; la segunda, una novela romántica. Escribí la novela como un homenaje a quienes cultivaron esos géneros antes que yo. Por eso encuentras allí la narrativa realista, que me fascina; la novela de entreguerras, que también me fascina, y la novelita porno victoriana, que me hace muchísima gracia.

 —Lo importante es que son homenajes hechos desde lo erótico, que era un género menor hasta los noventa.

La hija de Marx es una novela de mi generación. Mientras los hombres hablan de política a nivel abstracto, las mujeres hablamos de la política al nivel del cuerpo. Somos nosotras las que cambiamos las reglas. Nuestra revolución fracasó. Fracasó, pero sí ganamos en el terreno de las costumbres, que es el terreno donde jugamos las mujeres. Nosotras salimos de aquellos años siendo mujeres diferentes, aunque los hombres no cambiaron. Ese es el fondo que me propuse mostrar en la novela. Aunque esté ambientada en otro momento histórico, La hija de Marx es una novela del exilio argentino. Allí me pregunto qué pasó con las mujeres de mi generación. Por eso no es casual que haya varias mujeres de la militancia argentina que en la década de los años noventa escribieron novelas eróticas. Una fue Susana Constante, con La educación sentimental de la señorita Sonia, que es el primer Premio de la Sonrisa Vertical, en 1978. El problema es que Susana se murió muy pronto, en 1993. La otra autora es Griselda Gambaro. Ella escribió una novela buenísima titulada Lo impenetrable [de 1984] sobre una mujer a la que no la penetran nunca.

 

“La literatura tiene algo profético: llegas a ciertas ideas antes, no porque seas un genio sino porque tu objeto de trabajo es el lenguaje”

 

—¿Fue en la presentación de la reedición de La hija de Marx cuando dijiste que no hay nada más difícil de escribir que una escena de sexo, porque está en la frontera con la risa?

—Puede ser. Es ridículo escribir del sexo en serio hoy en día; no hay manera de hablar del tema si no es riéndote un poco. No digo que no sea un tema importante, pero aunque sea importante, algo que nos concierne muchísimo, también la risa es importante.

 —El gran tema del feminismo es el cuerpo y, más precisamente, el cuerpo de las mujeres. ¿Cuál crees que ha sido el gran cambio que ha permitido en la literatura el feminismo?

—La entrada de lo trans es muy importante. Mi búsqueda formal en la literatura engancha con lo que está pasando hoy en la revolución del cuerpo, en la necesidad contemporánea de no definirte. Me interesa esa indefinición en lo nacional, porque cuando digo que soy extranjera eso es una indefinición, y me interesa también en lo formal, en la manera como escribo. Se trata de nunca terminar siendo una cosa ni la otra. Pienso en este asunto de la indeterminación a partir de las obras de Paul B. Preciado, porque encajan con mi idea de la literatura como un punto intermedio. «Esto sobre lo que quiero trabajar», me dije cuando leí Yo soy el monstruo que os habla. El problema es que cuando uno piensa desde el margen siempre se adelanta un poco. Ese es mi sino y mi desgracia, porque si te adelantas al grupo que hace ruido, nunca te ven. La literatura tiene algo profético: llegas a ciertas ideas antes, no poque seas un genio sino porque tu objeto de trabajo es el lenguaje y la literatura.

 

“Vivimos en crisis. No sabemos lo que hay delante, yo lo llamaría «esperanza», mis ensayos insisten mucho en esa idea”

 

—En ese libro, Preciado plantea a los psicoanalistas la disyuntiva entre continuar usando las categorías de conocimiento de la diferencia sexual y promover así la perspectiva patriarcal sobre la cultura o abrirse al cuestionamiento constante de los lenguajes y las prácticas sociales. Se trata de una postura filosófica, tú lo haces desde la narrativa. ¿Cuál es la dificultad de trabajar con una herramienta literaria como esa?

—Que tienes que pensar en varios caminos distintos al mismo tiempo. Sin embargo, ese es el destino del mundo moderno. Las categorías cerradas quedaron para los movimientos de derecha y los milenaristas. En el resto del mundo se está craquelando esa visión. La manera trans de ver la realidad quizá nos dé una estructura para acercarnos a una manera de ver el mundo que empezó con la Ilustración. En estos momentos estamos rompiendo con eso. Con el movimiento de la Ilustración empezaron tendencias como el Enciclopedismo, que clasificaba todas las cosas de la realidad y ponía a cada cual en un lugar. Ahora hemos empezado a desmontar esa manera de concebir el mundo inaugurada con los enciclopedistas, porque no nos sirve. No podemos pensar la complejidad de la realidad desde las estructuras. Estamos ante el fin de los grandes relatos, por eso la pregunta ahora es cómo pensar cuando estamos en proceso de romper las estructuras. La literatura ofrece un buen camino. Todavía no sé enunciar muy bien esto que te digo, apenas es un pensamiento en estado larvario, pero trabajo a partir de esas ideas. Vivimos en crisis. No sabemos lo que hay delante, yo lo llamaría «esperanza», mis ensayos insisten mucho en esa idea.

 —La esperanza vista a través de metáforas vegetales está presente en tu ensayo Todo lo que crece: Naturaleza y escritura.

—La naturaleza aparece en todas mis obras. Ahora estoy trabajado en un libro sobre árboles. Aunque suene infantil dicho sin elaborar, tenemos que pensarnos desde los árboles porque vencen el tiempo. Hace poco encontraron en la Patagonia uno que estaba vivo en los en tiempos de la guerra de Troya. ¡Imagínate! Cuando pienso en esas cosas, entro en vértigo. Con su lentitud, los árboles han hecho lo que el ser humano no ha podido: vencer al tiempo. Tienen un tipo de consciencia distinta a nuestra consciencia de seres de la Ilustración. Como todavía necesito mucha información sobre el tema, pronto comenzaré a trabajar con el biólogo naturalista Raúl Alcanduerca. Cada vez que hablo con él, aprendo mucho.

 —Aquello de pensar en varios caminos distintos al mismo tiempo es muy borgiano.

—Sí, yo vuelvo a Borges una y otra vez, siempre ando por su jardín de senderos que se bifurcan.