A Eduardo Mendoza Garriga (Barcelona, 1943) no le vamos a pillar nunca en chándal o pijama: luce camisa y corbata, aunque ese día no tenga previsto pisar la calle. Un burgués aliño indumentario para encubrir a los personajes de su otra vida (la literaria): “Todo lo que digo y cuento soy yo. Todo es fondo de armario”, subraya. Pupitre adosado a la pared, escribe las novelas de pie y trabaja el párrafo. La aparente facilidad y felicidad de su prosa se cuece a fuego lento.  A veces dedica dos días a una sola frase y una página le puede ocupar una semana.

Al cursar el bachillerato “antiguo” este cronista no tuvo la fortuna de tener como lectura escolar La verdad sobre el caso Savolta. Buscaba la novela en una librería de viejo y dio con El misterio de la cripta embrujada: primera edición de 1979. En la contraportada, cuerpo de letra-hormiga, una reseña: el autor que “reside actualmente en Nueva York” con solo una novela publicada hasta la fecha, La verdad sobre el caso Savolta por la que obtuvo el premio de la Crítica, urde de nuevo una trama policial, pero esta vez con un detective “improvisado y delirante” que vive “inesperados acontecimientos, tan pronto cercanos al esperpento como a la novela gótica o a la más desaforada parodia de la serie negra”.

La farsa burlesca y la sátira moral hunde sus raíces en la picaresca y el modelo cervantino: “Aparentemente nivelada y lisa, la escritura de Mendoza constituye un espléndido ejemplo de investigación literaria personal, ajena a todo mimetismo, que ahonda en las posibilidades de volver del revés, sin infringirlas a primera vista, las posibilidades del relato tradicional…” ¡Esto es un texto de contraportada comme il faut y no lo de ahora con afirmaciones de Perogrullo y tópicos del marketing! Desvelamos la identidad del reseñista: Pere Gimferrer, lector a la sazón en Seix Barral y primer valedor del actual premio Cervantes.

Antes de escritor Mendoza fue abogado e intérprete en las Naciones Unidas; también estuvo presente en el primer encuentro entre Felipe González y Ronald Reagan. Un políglota cuya primera lengua es el humor y la segunda la Historia como eterno retorno de la idiocia. El humor: “Una  novela totalmente en serio no te la tomas en serio”. Si la Historia acontece primero como tragedia y luego como farsa, Mendoza prefiere los encuentros en la segunda fase.

Después de la gozada de la Cripta Embrujada, y ya con síntomas de abstinencia mendocina, nos adentramos en El laberinto de las aceitunas. Corría 1982 y ya pudimos comprar el libro nuevo. La prosa admonitoria de Gimferrer volvía a dar en el clavo. El mani-cómico detective “en triple salto mortal de funámbulo sonámbulo” no solo accedía con todos los honores “al reino del humor y el absurdo, sino  al de la libérrima fabulación que roza, tras los esperpéntico, el área del prodigio surreal”.

Con sus criaturas del fondo de armario, en modo Jekyll & Hyde, Mendoza es, además del detective de las pepsicolas que cambia de nombre según le conviene, el trepa Onofre Bouvila de La ciudad de los prodigios, o el marciano en busca de Gurb por la Barcelona olímpica metido en el cuerpo serrano de Marta Sánchez. Entre la cripta embrujada y la modelo extraviada, pasando por el laberinto de las aceitunas, el tocador de señoras y los enredos chinos, su retórico detective salva el pellejo con lo que pilla: “Recurrir a mi ingenio y a métodos poco convencionales y pedir la ayuda a personas de mi círculo, no siempre recomendables”. Picaresca de la buena.

Mendoza suelta verdades como puños sin perder esa cálida sonrisa que le achina los ojos. Si topa con un imbécil, no le contradice (ya lo meterá en alguna novela). Su radio de acción es, casi siempre, su ciudad natal. En la Barcelona posolímpica de La aventura del tocador de señoras un alcalde que aspira a la reelección parlotea sin percatarse de que las cámaras le están grabando: “Soy el alcalde de Barcelona y estoy haciendo campaña electoral. Ya saben: reírme como un cretino con las verduleras, inaugurar un derribo y hacer ver que me como una paella asquerosa. Hoy me toca esta mierda de barrio. ¿Estamos en directo? Ah, vaya. Habérmelo dicho”

 

“La burguesía catalana es la que pone el disco que hemos de escuchar en cada época”

Nuestro escritor aplica el bisturí de la parodia a una Barcelona que ya no reconoce y a la Cataluña del desvarío independentista. En El secreto de la modelo extraviada unos burgueses montan un tinglado para evadir capital a Suiza: “La burguesía catalana es la que pone el disco que hemos de escuchar en cada época”, advierte Mendoza. El actual desapego hacia España revela una peligrosa contradicción: “Que la burguesía se alíe con sectores revolucionarios cuyo programa incluye el exterminio de la propia burguesía no se entiende si no se toma en consideración el factor del resentimiento”. Conclusión de su ensayo Que está pasando en Cataluña: “En lugar de reírnos de nosotros mismos, los catalanes nos estamos tomando demasiado en serio”.

En los últimos años Mendoza alternó su vida barcelonesa con una segunda residencia en Londres. Atrincherado en el anonimato observaba el Reino Desunido que trocó la prestigiosa flema por la excitada vulgaridad ‘brexiter’. En las calles de la City le sorprendió la noticia de que había ganado el premio Cervantes 2016. Nos dijo que no se esperaba. La razón: el Cervantes está dirigido a un tipo de literatura, llamémosle, trascendental… “Y por esto mismo me lo han dado: esa idea de que no me correspondía ha hecho que el jurado cambie de registro y reconozca la literatura de humor. Jardiel Poncela y Miguel Mihura merecían un Cervantes, pero la herencia literaria del siglo XIX siempre ha pesado mucho”.

Mendoza quiere recuperar instantes decisivos de su vida, pero no escribe memorias con nombre propio: ya las noveló, enmascarado en Rufo Batalla, en la trilogía El rey recibe, El negociado del yin y el yang y Transbordo en Moscú.

Al rememorar el pasado vio un gilipollas: universitario del FELIPE y el PSUC, nunca fue un comunista fetén. El marxismo y la novela social le aburrían tanto que se ganó fama de ácrata y locatis. La fantasía soviética se cuarteó cuando visitó la Praga del 68: los checos envidiaban la España de Franco.

El 11 de enero de este 2023 nuestro travieso -o avieso- escritor entró en la categoría del octogenario. No sacraliza la vejez como feudo de la sabiduría: a su parecer, en las edades provectas se evacúan muchas tonterías y personas aparentemente sensatas se radicalizan (véase la Cataluña secesionista del lazo amarillo).

En los últimos tiempos -esto es, en el último sexenio- Mendoza amagaba con retirarse… Pero no lo hizo y, por el momento, se ha reencarnado en Rufo Batalla. Su estado de ánimo, aquel verso de Machado: “Esta segunda inocencia que da el no creer en nada…” Esa segunda inocencia revela la verdad sobre el caso Mendoza. Por sus obras le conoceremos.

 

“En cada época de la vida uno lee lo que quiere leer”

- En su ensayo biográfico Mundo Mendoza, Llàtzer Moix afirma  que su obra bebe de Cervantes, Shakespeare, el Siglo de Oro, Dickens, Beckett, la novela francesa y rusa del XIX y de la generación del 98 (Baroja y Valle Inclán). ¿Se reconoce en esas referencias?

- Me reconozco en lo que dice Llàtzer Moix porque así se lo dije yo. Provengo de una educación eclesiástica, de colegio de curas. Como no sabían nada de Ciencia se dedicaban al Humanismo, o lo que ellos entendían por Humanismo: aprenderse de memoria el soneto a Jesús Crucificado y trozos de La vida es sueño de Calderón. Por otra parte, en mi casa se palpaba una tradición cultural. Mi padre era muy aficionado al teatro y nos recitaba fragmentos de El alcalde de Zalamea… Todos salíamos corriendo, pero, bueno, algo de eso queda. Po suerte tengo esta base no buscada que me ha servido de mucho para que años después haya podido cultivar la parodia. En cambio, no entré en la literatura contemporánea hasta más tarde con la novela negra al estilo de Dashiell Hammet. Inicié mi andadura literaria con una novela que podía considerarse del género policiaco. Con Juan Marsé y Manolo Vázquez Montalbán valorábamos la novela negra porque veíamos en ella una forma de hacer crítica social, lo cual era mentira. He descubierto con el tiempo que algunas de aquellas cosas no eran más que bobadas: en cada época de la vida uno lee lo que quiere leer.

 

“Uno de mis ídolos era Tarzán”

- Entre las dos etapas tenemos las lecturas juveniles…

- ¡Ah! Esas sí que fueron muy importantes para mí. Sobre todo, porque las estoy recuperando últimamente y me llevo unos disgustos de muerte. Uno de mis ídolos era Tarzán del que leí no sé cuántas novelas. Hace poco Javier Cercas me comentó que había una novela de Tarzán en la que Tarzán deja a los monos y va al centro de la tierra en un globo que entra por el Polo Norte…

- ¿Eso remite más bien a Jules Verne, no?

- ¡Sí, sí! pero supongo que el pobre autor ya no sabía que hacer con Tarzán y lo mandaba por ahí… Un hombre que solo tiene relación con los monos no da para mucho… Había que contar lo que fuera porque eran escritores que producían masivamente para publicar una novela cada dos meses. Yo me alimenté de estos héroes populares que publicaba editorial Seix -antes de que llegara Carlos Barral- en unas ediciones muy bonitas. Civilizaciones perdidas en el Himalaya… Todo eso contribuyó a que viviera una infancia feliz.

 

“Siempre he escrito a mano y sigo escribiendo con pluma, esto es sagrado. Pero utilizo mucho el ordenador”

- Y sus primeros escritos antes de Savolta, ¿hubo alguna tentativa de comenzar a publicar?

- Hubo muchas. Siempre iba escribiendo, aunque nunca conseguía terminar. Tenía muy buenas ideas que se acababan en la página veinte. Ahora sigue pasando lo mismo, pero ya he aprendido que hay que tener paciencia. Lo dejaba y me ponía con otra historia con la creencia de que iba a ser la buena. Conseguí terminar una novela de humor más del tipo de lo que sería la cripta embrujada. La estuve llevando por algunas editoriales, pero me la rechazaron, afortunadamente, porque debía ser muy torpe. Y después ya me metí con el caso Savolta. La empecé más o menos aquí con la documentación de la Barcelona Traction y la escribí, ya en serio en La Haya, donde estaba trabajando en la Corte Internacional de Justicia, durante los meses que se celebró la vista: tenía mucho tiempo libre y nada que hacer en La Haya. Luego la continúe en Barcelona en 1973. A la escritura siguió el peregrinaje por las editoriales y los expedientes de la censura. Lo de las editoriales era tremendo. Tenía dos copias en papel carbón: llevaba una, me esperaba unos meses, la devolvían, la llevaba a otra editorial... Mi historia literaria es interesante desde el punto de vista tecnológico: empecé con una máquina manual y papel carbón, máquina eléctrica, luego la correctora, la fotocopiadora que te permitía hacer varias copias del manuscrito, los primeros ordenadores como el Amstrad, impresora, fax… Siempre he escrito a mano y sigo escribiendo con pluma, esto es sagrado. Pero utilizo mucho el ordenador. El ordenador es peligroso porque yo he perdido algún capítulo y lo he tenido que reconstruir. Con el cortar y pegar cuando tienes cinco versiones del mismo texto ya no sabes cuál es el bueno. Al final hay que imprimir y leer despacio: en la pantalla se me escapan las erratas, cuando el texto está impreso, negro sobre blanco, no.

 

“El humor forma parte de mi manera de ser”

- Siempre ha situado su obra en la tradición humorística. ¿El humorismo ha sido una actitud defensiva o una manera de atacar a la sociedad con el suave guante de una aparente comicidad?

- Yo creo que ni una cosa ni la otra. El humor forma parte de mi manera de ser. Aparte de la tradición literaria, me eduqué en una familia con gran sentido del humor que disfrutaba contando chistes, haciendo juegos de palabras… En paralelo crecí  en la cultura de los tebeos que es otra influencia muy grande. Fui un adicto al Pulgarcito: Don Pío, las hermanas Gilda o el abuelo Cebolleta integraban un universo paralelo en el que estaba sumergido. Además, como mi padre me llevaba mucho al teatro podía ver todo el teatro de humor de la posguerra: Mihura, Tono, Llopis. El humor siempre me pareció normal. La Codorniz era para nosotros la hoja dominical.

 

“Recomiendo siempre a quienes empiezan a escribir que traduzcan”

- Estudió para abogado, pero se dedicó a la traducción. Esa faceta, a la que se refiere en la trilogía de Rufo Batalla, ¿qué aportó a su escritura?

- Desde el punto de vista de la técnica pura y dura es impresionante la formación que aporta. Yo recomiendo siempre a quienes empiezan a escribir que traduzcan porque ese proceso supone desmontar y volver a montar para de esta manera ver cómo funciona la frase. Antes de ser intérprete en organismos internacionales había hecho traducciones literarias y algunas técnicas para ganar un poco de dinero. Todo eso ayuda y luego, claro, cuando trabajé unos cuantos años en la ONU pude darme cuenta de la riqueza del lenguaje y de las diversidades lingüísticas. Una anécdota: creo que yo realice la única traducción que se ha hecho en la ONU del catalán al español, a raíz del ingreso de Andorra.

 

“Ronald Reagan era un gran comunicador”

- ¿Y cómo recuerda aquella entrevista entre Ronald Reagan y Felipe González en la que intervino como intérprete?

- Recuerdo que estaba pasándolo mal porque no quería hacer el ridículo, a ver si se te caen los pantalones o se te queda la mente en blanco, pensaba; pero al  mismo tiempo me estaba divirtiendo mucho al ver a estos dos personajes en privado. Reagan era un hombre muy simpático, muy agradable, muy educado. Siempre que se dirigía a Felipe González me miraba a mí todo el rato. Era un gran comunicador. Sus ideas podían ser simples, pero las expresaba con mucha gracia. Nada que ver con Bush que era entonces su vicepresidente: un hombre distante y poco simpático.

 

“Nunca trazo un plan antes de empezar una novela”

- Vamos con La verdad sobre el caso Savolta que usted había titulado en la primera versión Los soldados de Cataluña. El 14 de septiembre de 1973 un censor ordena el cambio de título de lo que califica de “novelón estúpido y confuso, escrito sin pies ni cabeza…” con “casamientos, cuernos, asesinatos y todo lo típico de las novelas pésimas escritas por escritores que no saben escribir”. Todavía habrá de superar un segundo informe censor, esta vez menos acerbo. El 23 de abril de 1975, por la fiesta de Sant Jordi, su primera novela ve la luz y deslumbra a lectores y crítica.

- Vaya por delante que los títulos no han sido nunca mi especialidad y generalmente me los ha puesto, o los hemos puesto a medias, con Pere Gimferrer. No sé cómo salió la idea, desde luego salió todo de la Barcelona Traction. Recuerdo que en el edificio de FECSA, que fue antes Barcelona Traction, los archivos estaban llenos de gatos para que las ratas no devoraran los documentos. En aquella correspondencia comercial entre Londres, Nueva York, Barcelona descubrí muchos detalles de la electrificación, las huelgas… Allí encontrabas una cantidad de historias tremendas para contar: asesinatos, espionaje, episodios curiosos, de todo… La trama policiaca no sé de dónde salió, pero poco a poco la fui cosiendo hasta que fue apoderándose del relato. Nunca trazo un plan antes de empezar una novela.

 

El misterio de la cripta embrujada la escribí en unas semanas”

- Y en 1979 apareció el detective de las pepsicolas con El misterio de la cripta embrujada.

- De hecho, ya había aparecido en La verdad sobre el caso Savolta, un personaje que es real y que descubrí en la hemeroteca de la Casa de l’Ardiaca, sede del archivo municipal donde he pasado muchas horas felices y frías. Nunca he pasado tanto frío, pillaba unos resfriados horrorosos: la directora era una señora encantadora que me traía una estufita de butano. El personaje en cuestión estaba loco y la policía lo sacaba del manicomio y lo utilizaba como confidente en los bajos fondos. Como nadie le hacía caso, él escuchaba y luego lo contaba a la policía. Pensé que lo podría aprovechar en una crisis tremenda después del éxito inesperado del caso Savolta, la primera novela de la Transición, aunque entonces yo no sabía que era la Transición, me dejó paralizado: ¿Y ahora qué hago? Cómo no conseguía continuar el hilo de Savolta salí del apuro escribiendo una chorrada rápida con este personaje en El misterio de la cripta embrujada. La escribí en unas semanas, se la mandé a Gimferrer y le dije “mira he escrito esto, tú verás lo que haces porque no sé qué es”. Obtuvo un éxito tremendo y todavía sigue leyéndose. Me aficioné al detective y seguía con El laberinto de las aceitunas. No era mi intención porque yo aspiraba a ser un escritor serio.

- Releamos el inicio de El misterio de la cripta embrujada en el patio del frenopático: “Habíamos salido a ganar; podíamos hacerlo. La, valga la inmodestia, táctica por mi concebida, el duro entrenamiento a que había sometido a los muchachos, la ilusión que con amenazas les había inculcado eran otros tantos elementos a mi favor. Todo iba bien; estábamos a punto de marcar; el enemigo se derrumbaba…”

- El manicomio estaba inspirado en Sant Boi. De ese comienzo un crítico alemán dijo que era una metáfora de la historia de la Transición resumida en una página. Parece que vamos a ganar, pero luego resulta que todo el mundo está loco.

 

“Con los Juegos del 92, Barcelona se convierte en una ciudad californiana”

- Lo de los prodigios es irónico, aunque mucha gente se lo toma en serio como aquella famosa afirmación de Francesc Pujols según la cual llegará un día que los catalanes, por el hecho de serlo, lo tendrán todo pagado… Vamos a La ciudad de los prodigios.

- Desde que la empecé hasta que la publique transcurrieron siete años. La recta final duró cuatro años: dos de trabajo editorial y otros dos desde la compra por Seix Barral hasta la publicación. Después de la cripta embrujada y El laberinto de las aceitunas volví a retomar el hilo para la nueva novela. Fue mi segundo golpe de suerte. Si el caso Savolta coincidió con el arranque de la Transición, La ciudad de los prodigios vió la luz en 1986 con la victoria de la candidatura olímpica cuando Samaranch otorgó los Juegos de 1992 “a la ville de Barcelona”. Son dos golpes de suerte que no ha tenido nadie. Barcelona pasa de ser una ciudad prácticamente anónima a convertirse en un referente. Si la historia de La verdad sobre el caso Savolta tenía que ver con las grandes familias barcelonesas y la industrialización, La ciudad de los prodigios, en principio, debía abarcar desde la revolución industrial hasta la guerra civil. Era mi época de la gran novela y estaba metido con Guerra y paz de Tolstoi y La comedia humana de Balzac pero cuando me adentré en mi novela vi que me iría mucho mejor concentrarme en las dos exposiciones de 1888 y 1929. Descubrí cómo Barcelona se había reinventado, un caso verdaderamente sorprendente. La peripecia de Onofre Bouvila refleja las sucesivas reinvenciones de Barcelona, que es lo que volvió a suceder con los Juegos del 92 cuando se convierte en una ciudad californiana. La que fue portuaria ciudad canalla se transformó en la ciudad de los yates.

Sin noticias de Gurb y un libro infame titulado Donde el corazón te lleve, de Susanna Tamaro, salvaron Seix Barral”

- Una ciudad que visita un extraterrestre en Sin noticias de Gurb, otro éxito inesperado que nació medio en broma y acabó en lectura de los institutos.  Lo escribió con un Amstrad. Le cito: “Tardaba tanto en ponerse en marcha que entretanto desayunaba. Tenía tan poca fe en aquello... y ahora se sigue vendiendo”.

- Era un encargo para las páginas de agosto de El País. Acepté porque yo no sé decir que no. Aunque me aterrorizan los plazos de entrega que conlleva el periodismo pensé que sería capaz. Como soy muy ingenuo se me ocurrió que si tenía que salir en agosto lo empezaría a escribir un mes antes. Lo tenía bastante avanzado, pero vi que había calculado mal, me había descontado: en vez de tener los primeros quince días cubiertos solo eran seis porque había contado mal los espacios. Era cuando tenía el Amstrad. Escribía la novela sobre la marcha. Venía un motorista de la redacción del diario en la Zona Franca y se llevaba los folios para que Perico Pastor ilustrara cada página. Iba muy apurado, pero me consolaba pensar que nadie leería aquello: como en agosto todo el mundo está en la playa, al acabar la novela yo seguiría con mis cosas y la novela se olvidaría. Como El País quería iniciar una colección de libros me propuso la publicación. A mí me parecía bien pero tenía la obligación, el compromiso moral, de ofrecerlo a Seix Barral: ni siquiera cobré un anticipo (ni yo lo pedí) y no se incluyeron los dibujos de Perico Pastor para no haber de pagar derechos. Hay que recordar que en aquel momento la editorial pasaba muchos apuros económicos. Se aguantó gracias a Sin noticias de Gurb y a un libro infame titulado Donde el corazón te lleve, de Susanna Tamaro. Esos dos libros salvaron Seix Barral.

 

Una comedia ligera es mi novela favorita”

- Entre medio, tres novelas menos conocidas: La isla inaudita, El año del diluvio y Una comedia ligera.

- Una comedia ligera es mi novela favorita. Cuando Cátedra planteó hacer una edición crítica a cargo de Javier Aparicio les comenté que Seix Barral no tendría inconveniente en cederla porque es una novela que no se vende, a diferencia de otros títulos que no cede para ediciones críticas porque todavía se venden. Mi intención era completar la trilogía de La verdad sobre el caso Savolta y La ciudad de los prodigios. Una comedia ligera era la Barcelona de los años cuarenta con mis recuerdos, o más bien impresiones, de infancia: por ejemplo, la verbena de Santa Rosa en Masnou con mis padres cuando yo tenía pocos años. Mi padre, vestido con una americana blanca. Es el mundo de los veraneos de finales de los cuarenta. Una Barcelona muy peculiar con muchas ruinas de la guerra civil: edificios enteros cortados al bies. El año del diluvio estaba pensada en principio como una obra de teatro escrita en catalán en una época en que quise escribir para los escenarios hasta que me cansé; la traduje al castellano y la convertí en novela. Dos personajes que se encuentran en la vejez y rememoran sus vidas: la novela pasó aquí sin pena ni gloria, pero gustó mucho en Francia. Gérard Dépardieu compró los derechos para la película y fue un desastre. La isla inaudita es la más rara de todas mis novelas: surgió en un momento en que no sabía que hacer y me había embarcado en una colección de cuentos que debían transcurrir en ciudades que conozco como Venecia, Phoenix (Arizona) y Hong Kong. Tres lugares completamente distintos. El proyecto se quedó en el tintero, pero la historia de Venecia acabó en esta novela que se ha quedado en un título marginal.

 

“En Mauricio o las elecciones primarias asoma el final de aquella ilusión de que los políticos eran héroes y honestos”

- Mauricio o las elecciones primarias es otra de sus novelas que no tuvo la recepción merecida.

- Sí, otra novela que está en la cuenta de números rojos. La empecé a escribir con mucha ilusión. Quería componer con ella otra trilogía junto a otra novela ambientada en los Juegos Olímpicos de Barcelona. La idea no cuajó: en Seix Barral me dijeron que prohibían las trilogías porque las trilogías no se venden. Ahora la cosa es muy distinta. Debes hacer una trilogía. Yo quería seguir el modelo del Baroja de “La lucha por la vida” o “Las ciudades”. Me decían que no: si la gente sabe que es una trilogía se esperarán a que salgan las tres novelas para no tener que esperar y cuando llega el tercer título ya se han olvidado. A raíz del éxito de las novelas de Elena Ferrante se recuperó la fórmula de la trilogía. En Mauricio o las elecciones primarias asoma la podredumbre de la Transición, el final de aquella ilusión de que los políticos eran héroes y honestos. Aquella época en la que Fraga y Carrillo se unieron para sacar adelante la democracia nos hizo creer que vivíamos en un país estupendo. Que la democracia sería una panacea que curaría todo. Sucedió también, años después, con el proceso independentista en Cataluña y el Brexit británico: la gente estaba convencida de que a partir de entonces la seguridad social sería fantástica y todo funcionaría a la perfección.

 

“Para hacer crónica social hay que dejar pasar un tiempo de, por lo menos, veinticinco años”

- Y volvió a convocar al detective en La aventura del tocador de señoras, El enredo de la bolsa y la vida y El secreto de la modelo extraviada. ¿Qué misión le encargó en esta nueva etapa?

- Con Mauricio o las elecciones primarias me di cuenta de que para hacer crónica social hay que dejar pasar un tiempo de, por lo menos, veinticinco años. Si no es así, no puedes escribir sobre una época histórica porque ni es memoria colectiva ni es nada. Por ejemplo, cuando iba a la hemeroteca y leía periódicos para Mauricio o las elecciones primarias de menos de una década me aburría mucho: eran noticias que ya no tenían ningún interés ni aportaban nada más allá de los anuncios, los precios... Al recuperar el detective de las pepsicolas volví al modelo narrativo que me permitía hacer novela de calle. En El enredo de la bolsa y la vida quise recrear la época de la crisis económica cuando los comercios están cerrando y vas por el barrio con carteles de “se vende”.

- En El secreto de la modelo extraviada aparece una asociación de empresarios catalanes, que es un homenaje a Jordi Pujol un año después de que confesara aquel capital evadido y no declarado. Leamos: “Los miembros de la APALF, cuidadosamente seleccionados, juraban, en un sencillo pero muy emotivo rito iniciático, mantener el secreto incluso bajo amenaza de caución, ayudarse mutuamente si las circunstancias lo exigían, y no dejar una pela en las arcas. Unos héroes”.

- La novela nación en un momento en que no estaba seguro de qué hacer. Sí, ahí está el pujolismo.

 

“He vivido más en la vida falsa que en la verdadera”

- La trilogía de Rufo Batalla compone unas memorias recubiertas por una aparente trama novelesca. Hablemos de El rey recibe, El negociado del ying y del yang y Transbordo en Moscú. Mendoza tiene como trasunto literario a un plumilla enviado a Mallorca por un periódico de pocos lectores para cubrir la boda del príncipe Tukuulo, pretendiente al trono de Livonia… A la sombra de tan estrambótico personaje, Batalla atravesará los agitados años sesenta, la transición española y conocerá el funeral del comunismo, ya en el umbral del cambio de siglo.

- Quería escribir memorias, pero me aburre mucho hablar de mí. Pero pensaba que debía dejar constancia de las cosas que había visto. Como me estaba costando mucho ponerme delante del papel opté por una novela con la subtrama de un rey exiliado. A partir de ahí contaría mis experiencias en el Nueva York de los años setenta, la Barcelona de los noventa, Tokio, la Europa del Telón de Acero de la que, dicho sea de paso, con el recuerdo ha ido mejorando mucho. Lo primero que visité fue la Alemania Oriental y Checoslovaquia. Praga es una ciudad muy potente y nunca ha sido una ciudad pobre. En cambio, cuando estuve en Polonia con motivo de una conferencia de Naciones Unidas y como la conferencia fue bastante larga me quedé un tiempo y tuve ocasión de conocer de cerca un país pobrísimo, que había sido sufrido más que ningún otro y  literalmente lo habían arrasado en la Segunda Guerra Mundial, que se había reconstruido de una manera bastante mejor y más digna que la Barcelona de donde yo venía. Unos barrios bien pensados con edificios modestos, pero con su hospital, su escuela y la Casa del Pueblo. Otra cosa era el sistema político. La Polonia comunista era grotesca: te vendían antigüedades y el mismo vendedor te denunciaba en el aeropuerto. Cobré unos derechos de La verdad sobre el caso Savolta en eslotis, la moneda del país; miles de eslotis que no sirvieron de nada porque allí solo querían cobrar en dólares. Al final le di todos los eslotis al taxista que contraté para que me sirviera de guía: para él, mucho dinero; al cambio, quinientas pesetas. Eso sí: no había gente durmiendo en la calle y los poetas gozaban de la consideración de héroes nacionales. Rufo Batalla, el protagonista, soy yo metido en un mundo maravilloso de espías que sirve de homenaje a la doble vida del escritor, siempre entre la realidad y la ficción. He vivido más en la vida falsa que en la verdadera.

 

“Dejé el teatro por la dificultad que entraña el estreno de una obra”

- Hemos mencionado al Mendoza autor de teatro que estrenó una obra: Restauración. ¿Por qué no ha seguido cultivando las artes de Talía?

- Como ya he dicho, yo iba mucho al teatro ya desde los años de adolescencia cuando montamos un grupo de aficionados. Representábamos cosas muy tontas, pero, allá por los años cincuenta, a alguien se le ocurrió montar Esperando a Godot, pero solo pudimos conseguir un ejemplar para los cuatro actores y el director. Como yo sabía escribir a máquina porque había aprendido para poder ser escritor con un método que te permitía teclear con todos los dedos, me encargué de copiar la obra. Mientras la copiaba, que no es lo mismo que limitarte a leerla, me di cuenta de que aquello era una maravilla. Otra cosa es que consiguiera escribir como Béckett  y lo dejé enseguida, aunque siempre conservé esa idea de escribir teatro. Muchos años más tarde, Rosa Novell me pidió una obra que escribí en catalán, Restauració, con la que recuperé la afición. Dejé el teatro por la dificultad que entraña el estreno de una obra. Era como empezar una segunda carrera y, para ser sincero, te reciben mal y no quería que vieran en mí un intruso: el novelista conocido que ahora decide ser dramaturgo. El único caso es Valle Inclán, que combinó novela y teatro, pero no hay muchos más.

- Retomemos otra novela atípica de Mendoza: Riña de gatos. Madrid 1936 con la que ganó el premio Planeta. Dice Pere Gimferrer que es tu mejor novela…

- Se me ocurrió hacer protagonista de la historia a José Antonio Primo de Rivera, un personaje que nadie ha metido en una novela. Para documentarme recurrí a la biblioteca Figueras que se había depositado en el Pabellón del la República y pedí a la bibliotecaria todo lo que había sobre el fundador de Falange. Como murió a los treinta y tres años por salvar a su pueblo la metáfora está servida. Era muy guapo, era muy buen orador en contra de lo que dicen algunos que decían que era tartamudo (que no es verdad) y lo quería todo el mundo: Indalecio Prieto le tenía mucho cariño en un momento en que todos lo consideraban un irresponsable con el que había que tener cuidado.

 

“La literatura catalana no debe tener complejos y puede ser tan interesante y activa como la danesa o cualquier otra” 

- Usted es un autor catalán que escribe en castellano. En 2017, el año del golpe independentista publica el opúsculo Qué está pasando en Cataluña. Leamos. “No hay razón práctica que justifique el deseo de independizarse de España”, escribe. A su juicio, el desapego actual de la burguesía hacia España revela una peligrosa contradicción: “Que la burguesía se alíe con sectores revolucionarios en cuyo programa está incluido el exterminio de la propia burguesía no se entiende si no se toma en consideración el factor del resentimiento”. España, concluye, no es un mal país: “Podría ser mejor, pero dudo de que Cataluña, librada a sus fuerzas, se convirtiera en el paraíso que anuncian los partidarios de la nueva república”.

- No he tenido problemas con el nacionalismo catalán. Me han premiado con el Ciudad de Barcelona, honrado con la Creu de Sant Jordi y el premio Nacional de Literatura que otorga la Generalitat. Mantengo relaciones de amistad con muchos escritores catalanes. Lo malo fue cuando Cataluña fue invitada a la Feria de Fráncfort en 2008 y la cosa se empezó a torcer: los autores en catalán pensaron que la presencia de autores catalanes en castellano les iba a opacar: “Si veníais vosotros no nos harán caso”, se quejaba un escritor amigo.  Ahí empezó la pelea. La literatura catalana no debe tener complejos y puede ser tan interesante y activa como la danesa o cualquier otra. Albert Sánchez Piñol empezó a protestar: “Si vienen los españoles nosotros no vendremos”. En una ocasión me organizaron un debate con Ferran Torrent, un escritor que valoro mucho, que tenía como único objetivo que nos peleáramos como si fuéramos gladiadores en lugar de escritores. Al final acabamos hablando de literatura y de fútbol.

 

 

“Siempre he creído que la narración breve es un territorio más accesible a las mujeres”

- El relato corto no parece ser un género bien avenido con Mendoza. Tenemos los divertimentos de El último trayecto de Horacio Dos y El asombroso viaje de Pomponio Flato que son más bien novelas cortas y, ya en el género del cuento, Tres vidas de santos.

- Escribir un buen cuento cuesta mucho. Siempre he creído que la narración breve es un territorio más accesible a las mujeres, que escriben relatos fantásticos con un sentido claro de la estructura y el tiempo. Los hombres, por el contrario, no dominamos el cuento, tenemos una cabeza que tiende a una cronología prolongada, al periodo largo. He intentado escribir cuentos, ya por pura cabezonería, pero nunca me ha salido bien. De las Tres vidas de santos, que se vendió muy poco, estoy contento de la primera de estas vidas, aunque es más bien una novelita corta. En definitiva, el cuento nunca me ha salido bien. Además, los editores no quieren cuentos porque la gente no compra libros de cuentos. Hemingway es un caso excepcional: sus cuentos son estupendos y las novelas largas, menos. Hace poco he releído Adiós a las armas y se me cayó de las manos, pero en cambio tiene cuentos muy buenos como Las nieves del Kilimanjaro. El viejo y el mar no se puede aguantar. Hemingway es como un Baroja anglosajón porque barre toda la densidad de Galdós. Releído ahora, no es tan bueno: La busca y Aurora roja están bien pero tiene novelas larguísimas con demasiadas reflexiones filosóficas sobre el progreso de la sociedad.

 

“El cine me ha tratado muy mal”

- ¿El cine tampoco ha tratado muy bien a sus novelas como le sucedió a Juan Marsé?

- Me ha tratado muy mal. No he tenido suerte y creo que no ha sido culpa de nadie quizá porque, a diferencia de la novela con la que viví una época dorada, las versiones cinematográficas no se hicieron en el mejor momento. Yo viví un tiempo en la que brillaba un tipo de literatura no muy comercial pero tampoco muy minoritaria que podía llegar a ser un bestseller de calidad. Eso me permitió vivir de la escritura sin agobios económicos a partir de los cuarenta y pico años haciendo lo que me gusta. La primera adaptación de mis novelas fue La verdad sobre el caso Savolta que coincidió con la época del cine “S” y unas películas muy politizadas. Siguió La ciudad de los prodigios que requería una producción muy ambiciosa porque había que reconstruir Barcelona. Savolta y La ciudad de los prodigios fueron películas bastante tristes. La cripta, que dirigió Antonio del Real con José Sacristán como el detective de las pepsicolas, está bien.

 

- “Supongo que tengo seguidores, pero lo de formar escuela es otra cosa”, declaró en una ocasión. ¿Reconoce su influjo en autores de generaciones posteriores a la suya? Podríamos poner un ejemplo, Carlos Ruiz Zafón, y su Fermín Romero de Torres, que juzgamos muy cercano al paródico detective de Mendoza.

- Creo que ha habido algunos, porque me lo han dicho, que empezaron a  escribir siguiendo mi modelo. Admito lo de Ruiz Zafón y yo añadiría a Arturo Pérez Reverte que se confiesa devoto de La verdad sobre el caso Savolta desde que leyó la novela en el colegio y se dijo que así era como quería escribir. Algo parecido a lo que me pasó a mí con Baroja. No necesariamente ha de ser un seguidor, pero sí alguien que te considera y se reengancha a tu obra.  

 

“Voy a seguir escribiendo”

- ¿Le queda algo por contar o considera cerrada su etapa como escritor tal como insinuó en alguna comparecencia?

- Sí que voy a seguir escribiendo. Cuando hice aquella afirmación fui mal interpretado. Una de las cosas del trabajo de intérprete es que alguien decía casi siempre que la culpa la tiene el intérprete y el intérprete debe admitirlo y disculparse porque forma parte de su sueldo. Yo dije que creía que no debía escribir nada más y que llega un momento en que uno debe retirarse cuando empieza a chochear… Pero a renglón seguido me pregunté: ¿Y ahora que voy a hacer yo? Sigo escribiendo, pero a ratos sueltos sin un proyecto concreto.