Lara Almarcegui

SI algo ha caracterizado a Lara Almarcegui (Zaragoza, 1972), es el haber sido una persona muy discreta. No tanto una artista discreta, aunque su trabajo se suele desarrollar en entornos apartados y en silencio. Porque cuantificar los materiales con los que está construida una ciudad como Sao Paulo o crear una guía con toda la vida que se desarrolla bajo el subsuelo de Madrid no son tareas que pasen especialmente desapercibidas. Más bien, son actividades titánicas, en muchos casos llamadas al fracaso (como restaurar el Mercado de Gros en San Sebastián poco antes de ser demolido), o de gran envergadura. Hace unos meses, a finales de 2012, nuestra protagonista era seleccionada por el comisario Octavio Zaya para representar a España en la Bienal de Venecia que tendrá lugar este año, una de las citas artísticas internacionales más antiguas y señaladas en el calendario. Interrogada ahora por el proyecto que prepara para el pabellón, prefiere dar la callada por respuesta y derivar la conversación por otros derroteros («Es curioso que un formato tan arcaico como el suyo funcione», apunta).

Ahora bien, si seguimos su trayectoria, que es lo que perseguimos con esta entrevista, podemos encontrar algunas pistas de lo que podría dar de sí esa intervención en Venecia. Almarcegui trabaja siempre desde el espacio y para el espacio, sobre todo si estos entornos tienen una personalidad muy marcada, como el arcaico pabellón español en la Ciudad de los Canales. Pero, sobre todo, a nuestra artista le interesa «lo que sucede en la calle», cómo esta se construye, de forma dirigida o espontánea, y por eso deposita su mirada en aquellos ámbitos que suelen pasar desapercibidos o a los que se considera un fracaso del avance del progreso: descampados, huertos, ruinas, edificios abandonados… En estos territorios se encontrará cómoda una de las creadoras españolas con mayor proyección internacional en la actualidad, que nos ha enseñado a mirar la ciudad con otros ojos, sin despreciar, ni desperdiciar, absolutamente nada.

«Es curioso que un formato tan arcaico como el de la Bienal de Venecia funcione»

— ¿Qué opinión tienes de una cita como Venecia, una bienal que aún divide el arte en pabellones nacionales, pese a la globalización? De hecho, tú eres una artista que trabaja fundamentalmente en Holanda.

— Es curioso que un formato tan arcaico como el de la Bienal de Venecia funcione. La prueba es que cada vez hay más bienales e incluso países como Palestina o Kurdistán que presentan pabellones nacionales a esta cita. Así que es obvio que aunque no queramos, el formato funciona. Por otra parte, para la Bienal de Taipei de 2010 participé en un grupo de trabajo en el que algunos artistas propusimos el concepto de bienal que, en nuestra opinión, reuniría las condiciones de trabajo ideales. Los curators aceptaron llevar a cabo nuestra propuesta: una cita artística que, en lugar de «suceder» el día de la inauguración, se haría a lo largo de los dos años siguientes, los proyectos se extenderían en el espacio y en el tiempo, mezclándose con la realidad de la ciudad. Renunciábamos al «glamour» o «moméntum» mediático de la inauguración y, a cambio, nos involucrábamos con Taipei y ganábamos en realidad. Lo curioso y contradictorio es que no estoy segura de que este modelo esté funcionando tan bien como la Bienal de Taipei tradicional.

— ¿Qué te llevó a ti a Holanda y por qué sigues desarrollando tu labor artística allí?

— Llegué a Ámsterdam para estudiar en el posgrado de De Ateliers, una escuela muy pequeña en la que además de tener profesores que eran artistas de gran calidad me ofrecían un buen espacio para trabajar, una beca y un apartamento para que durante dos años mi única preocupación fuera hacer mis proyectos de arte. Una oportunidad única. Cuando terminé Bellas Artes, era muy difícil empezar a trabajar de forma profesional. Ámsterdam me ofreció además un buen contexto de trabajo, con muchos otros artistas cerca, algo que no tenía en España. Rótterdam me atrajo por su enorme puerto, por su industria, por ser una ciudad de arquitectura, con creadores muy buenos y espacios para vivir y trabajar
regalados. Por otra parte, Holanda es muy pequeña, por lo que no trabajo solo ahí, sino en muchos otros países cercanos, a los que me desplazo casi cada semana.

— La Bienal aún queda lejos. De hecho, antes de esa cita has vuelto a España para exponer en el MUSAC. ¿Qué has preparado para León?

— En León he trabajado en una gran instalación sobre el espacio del museo y su construcción. También hago un proyecto sobre un descampado a las afueras de la ciudad, un terreno maravilloso en la confluencia de los ríos donde se planeó construir un parque público, parte de la zona verde de un barrio nuevo. Pero el proyecto no se realizó y el terreno quedó salvaje, desarrollándose a su aire; mi propuesta es un recorrido por todo lo que le ha sucedido al terreno.

— No es este el primer museo en el que se presenta tu obra en nuestro país. Recientemente te hemos visto en el CA2M (Móstoles) y en el CAAC (Sevilla). ¿Cómo se enfrenta a una exposición entre cuatro paredes una artista que trabaja fundamentalmente en el entorno urbano desde el entorno urbano?

— Lo primero que hago cuando me invitan a exponer en una ciudad es conseguir citas con urbanistas o arquitectos para que me cuenten qué está pasando allí: qué se va a demoler, dónde quieren construir, dónde hay descampados y si estos están amenazados. Luego voy a visitar todos estos lugares y, a partir de esas visitas, voy pensando un proyecto. También reviso el espacio expositivo por si fuera interesante para un proyecto sobre el mismo espacio construido. Factores como que la sala de exposiciones esté en una planta baja o que sea un gran espacio diáfano pueden determinar que haga un trabajo sobre su construcción o no, y que entonces complete la exposición con documentación de otros trabajos. En Madrid siempre había querido saber más sobre sus construcciones subterráneas, así que la propuesta de realizar un libro sobre el subsuelo de la ciudad resultaba una reacción necesaria a la carencia de publicaciones sobre este tema.

«Me llaman la atención los lugares sin diseñar, es decir, los descampados»

— Dices no estar interesada tanto en el paisaje como en los «espacios vacíos». ¿A qué responde este concepto?

— Intento evitar la palabra «paisaje». Intento evitarla por lo que tiene de representación de un espacio. A mí me interesan los lugares, los lugares con la mínima mediación posible. Y entre estos, sobre todo me llaman la atención los lugares sin diseñar, es decir, los descampados. Por supuesto podrías decirme que esto también es un paisaje.

— Apuntabas además en una entrevista anterior que lo que persigues es más aprender de los lugares, que trasformarlos. ¿Qué podemos aprender de estos espacios urbanos, en principio, disfuncionales?

— El discurso de los descampados, al contrario del del resto de espacios urbanos, no corresponde con una  representación determinada, por eso es un discurso libre: «corrupción», «dejadez», «entropía», «conflictos inmobiliarios y sociales», «fauna y vegetación salvaje» forman parte de su vocabulario. Los descampados no son solo lo contrario de lo construido, no se presentan como su negativo, sino que además de ofrecer una crítica a la ciudad que los alberga,
construyen otra realidad. A mí desde luego me interesan más que esa imagen que los políticos me dan de lo urbano. Ejemplos de esas imágenes de ciudad ideales que combato serían la ciudad creativa, la ciudad parque temático de sí misma, la ciudad de turismo…

«Hay trabajos que no llevo nunca a la sala de exposiciones»

— Podemos entender que tu labor se desarrolla en dos momentos: el primero, resultado de la intervención directa en el entorno y su análisis. El segundo, consecuencia de la documentación gráfica de dicha acción. Eso es casi actuar como un científico o un analista. ¿Dónde tiene cabida el «elemento artístico»?

— Para mí el proyecto de arte está siempre en el lugar donde  lo estoy realizando. Los proyectos los propongo para ese entorno determinado y, a menudo, ni siquiera sé si los expondré luego en una sala. Hay trabajos que no llevo nunca a la sala de exposiciones y los produje porque tenían sentido en el lugar. Si luego mantienen contenido, los llevo al museo. Así, hay proyectos como los que desarrollé en Gante o Benlloc este año que aún no sé si tendrán cabida en un espacio artístico.

— Los trabajos de campo pueden alargarse en el tiempo de manera considerable. ¿Cómo se pone el punto y final?

— Los tiempos de cada proyecto los pone el trabajo. Por ejemplo: a veces he de adaptarme a los tiempos de las empresas constructoras, que son las que deciden cuándo derriban un edificio, cuándo construyen sobre un solar. Yo, por mi parte, tendería a continuar trabajando indefinidamente, pero suele haber un motivo para parar. Por suerte, los descampados protegidos durante años o para siempre sí que quedan indefinidamente y tienen su propia evolución independiente de mí.

«Estamos entrando en un periodo donde las ciudades se configurarán de otra forma»

— Para una artista que ha trabajado tanto con el «desarrollo» urbanístico, aunque sea a la contra, ¿qué opinión te merece el final de la burbuja inmobiliaria en España?

— Estamos entrando en un periodo diferente, donde las ciudades se configurarán de otra forma. Va a haber cambios, y los útiles para interpretar la realidad que teníamos se quedarán obsoletos. Y cuando digo «útiles», me refiero desde un sistema de pensamiento teórico a formas más propias de cuestionar e incluso contestar a la realidad que hemos desarrollado. Va a haber que replantearse muchos conceptos.

— Prestas atención a elementos no idealizados de esos procesos urbanísticos. ¿Eso es hacer «urbanismo a la contra», «contraurbanismo»?

— Pues no había pensado en lo de «contraurbanismo». Resulta un concepto muy atractivo. Sí que de forma consciente y sistemática me he dedicado a desmontar construcciones y representaciones. Eso es similar a ir contra ellas.

— ¿Qué aporta el formato guía que te es tan propio? Consideras que guía y archivo no son lo mismo. Que tu labor no es puramente documental.

— Las guías tienen la ventaja de que invitan al lector a ir al lugar que le propongo para que tenga su propia experiencia del
mismo. Si critico visiones controladas de la ciudad, es importante no hacer lo mismo, e intentar con mi trabajo que el  público pueda tener su propia visión. De ahí la importancia capital de que el público vaya a los descampados. Siempre me han molestado las guías que hacen itinerarios como «camine a la derecha para llegar a A; luego siga recto y mire a B»… En mis guías nombro los lugares interesantes, pero es importante que el público vaya a ellos cuando quiera y como quiera. La idea de los «puntos de mira» u «observatorios» siempre me ha provocado también resquemor porque se supone que son elementos para invitar a la contemplación de un lugar. Yo no aguanto que me digan cómo mirar y desde qué punto de vista. Los observatorios me resultan demasiado imperativos. Tengo con ellos el mismo problema que con la arquitectura en general: dirigen demasiado mi mirada.

— Es obvio que el concepto de espacio es fundamental en tu trabajo. Manuel Segade, el comisario del exposición en el CA2M, sin embargo, hacía hincapié recientemente en el de tiempo y acuñaba el término de trabajos «time-especific». ¿En qué sentido el tiempo juega un papel fundamental en tu labor?

— Los descampados siempre se están transformando, aunque dé la sensación de que en ellos nunca pasa nada. Pero además, busco en concreto trabajar con descampados que vayan a desaparecer en breve, amenazados por grandes eventos arquitectónicos. También hago proyectos en los que invito a recorrer un descampado semanas antes de que se construya sobre él. O ver una excavación el día antes de que retiren más tierra. Con acciones como estas acentúo el momento puntual justo antes de la desaparición de un lugar.

— ¿Prefieres hablar de «transitoriedad y carácter efímero» o de «fracaso»? Me refiero a que muchos proyectos, como los que has comentado o el que te dio a conocer en el Mercado de San Sebastián, que luego fue demolido, se ponen en marcha a sabiendas de que desaparecerán en poco tiempo.

— La restauración del Mercado de Gros en Donosti, justo antes de su demolición, conllevaba la idea de fracaso, pues la demolición no se podía parar. Mi intervención subrayaba la no funcionalidad de la acción. Pero, y por lo mismo a la vez, era una acción muy eficaz para hablar de la especulación, del pasado y el futuro del barrio. También era útil para posicionarme y establecer hasta qué punto quería involucrarme con los lugares.

«Imagino que la conciencia ecológica será mayor dentro de cincuenta años»

— Algunos pueden considerar que tu trabajo está emparentado con el land-art. ¿En qué se aproxima a sus postulados y en qué se separa totalmente de ellos?

— Hay una parte del land-art que me resulta un juego de poder, por la enorme escala, algo que no me interesa. También me resulta a menudo muy formal. En mi trabajo a veces parto de una escala grande porque hablo de un edificio, y,  entonces, he de utilizar la escala del edificio. Pero tampoco es que me enorgullezca de haber contratado cincuenta camiones enormes; más bien, me da algo de vergüenza. Imagino que la conciencia ecológica será mayor dentro de cincuenta años. Por otra parte, mi trabajo parte de una reflexión urbana. Me identifico mucho más con Gordon Matta-Clark o el Robert Smithson de los Monumentos de Passaic, que es un texto, que con Walter de Maria o el Smithson de la Spiral Jetty.

— Si tuviéramos que hablar de verdaderas influencias o sensibilidades, ¿esos serían los nombres elegidos?

— Robert Smithson, en los textos de recorridos por ruinas, como Passaic u Hotel Palenque, ha sido una gran influencia para los proyectos de guías de descampados; los cortes de Matta-Clark, para mostrar los materiales de construcción. Pero, a veces, me han influido proyectos menores que alguien me contó y ni siquiera vi. Por ejemplo, una vez me contaron que tras un pequeñísimo movimiento sísmico en Suiza, un artista se apropió del terremoto. Me quedé alucinada: si uno se podía hacer con un terremoto, las posibilidades son inmensas. Así que no es raro que luego hiciera invitaciones a ver esas demoliciones. De otro artista aprendí que se puede pensar a lo grande, y si la escala es enorme, se puede conseguir patrocinadores y tener todo gratis, siempre que pidas a cada empresa su producto...

— Has explicado alguna vez que esos proyectos en los que reduces edificaciones y ciudades a sus materiales es una manera de evitar su idealización. Es justo lo contrario de lo que persigues cuando invitas a la gente a evocar el pasado o el futuro de un descampado. ¿Hay ahí una línea divisoria de intereses?

— Unos proyectos, los primeros, hablan de un edificio determinado, y otros, los segundos, se centran en la ciudad. Los  proyectos de descampados son ambiciosos a nivel conceptual porque hablan de los cambios en toda la urbe. Ambas apuestas o líneas de acción son trabajos y registros diferentes, que no me gusta comparar. Aunque no se me escapan las contradicciones, y a veces juego con ellas. Por ejemplo, en el MUSAC ahora realizo una instalación muy bruta de materiales de construcción, casi demasiado específica de tan evidente. Por eso necesito mostrar también un proyecto  sobre un descampado, mucho más abierto en cuanto a discurso.

— Hablábamos antes de los espacios del arte. Muchos de tus proyectos serían secretos si no se presentaran en museos o galerías. ¿Cómo se «activa» el proyecto artístico cuando se huye del objeto?

— Los proyectos en la ciudad tienen su propio público, desde vecinos a gente que pasa por ahí sin darse cuenta. Que no me comunique con este público no quiere decir que no sea válido. Alguna vez me he encontrado con recintos cerrados a donde el espectador de la calle no puede acceder. Situación dura entonces: ni público casual, ni público de arte, como en un trabajo que llevé a cabo en unos terrenos propiedad de una fábrica de papel. Pero los trabajadores de la fábrica también son un buen público. Me refiero a que no me preocupa tener pocos receptores si es necesario. Al principio, mis acciones eran secretas y aunque el público me preguntara, no comunicaba que era una acción de arte lo que estaba
haciendo. A la pregunta de por qué cavaba, respondía que para saber qué había debajo, lo que no dejaba de ser cierto. Pero he cambiado este hábito, que en su momento me parecía que daba más realidad a la acción. Ahora me resulta demasiado injusto para el público de la calle. Es injusto que en un catálogo, sala de exposiciones o conferencia entre los entendidos y amigos, narre abiertamente que cavé porque era un proyecto de arte, y precisamente en la calle, donde el público está menos preparado, ande escondiéndome. Ahora diría que abro un descampado porque es un terreno estupendo que merece la pena visitarse y porque lo que desarrollo allí es un proyecto de arte.

«Me gusta mucho hablar de por qué hago lo que hago»

— En buena parte, el humor que mencionas, la contradicción y la paradoja, son buenos contrapuntos al trabajo analítico, exhaustivo, contemplativo, también en ocasiones físicamente duro, de muchos proyectos. ¿Cómo se conjuga lo uno con lo otro, lo que se puede controlar y lo que escapa al azar?

— Tener el sentido del humor de no tomarse completamente en serio a uno mismo me resulta imprescindible. Pero respondiéndote a cómo controlar las contradicciones, lo cierto es que no las controlo. Me gusta mucho hablar de por qué hago lo que hago. Esta parte del proceso la tengo muy clara, porque es el motivo que me pone a trabajar cada día. Pero no tengo tan claro lo que sucede con mis proyectos una vez hechos: si la promesa que me hace el alcalde de Genk es creíble o no; si una casa en ruinas se va a caer, aunque intente informarme y rodearme de expertos… Y lo que aún sé
menos es cómo esa acción que he lanzado va a ser entendida por el público, suponiéndose que acabe bien.

— ¿Cómo entiendes el concepto de esfuerzo?

— Cuando empecé a trabajar, realizaba acciones en las que realizaba un gran esfuerzo físico: restaurar, cavar, mover… Estas respondían a la necesidad de posicionarme, involucrándome al máximo con el lugar. También respondían a la pregunta de cómo conocer bien un entorno. Eso ya lo hice mucho y ahora mismo ya no necesito demostrarme nada. Pero sí que me sigue interesando desplegar un gran esfuerzo para lleva a cabo algo aparentemente inútil. Es esa «no funcionalidad tan útil» de la que te hablaba: levanto un suelo para volverlo a poner y dejarlo todo igual. El motivo era solo saber qué hay debajo. O paso meses haciendo un cálculo complejo para dar unos números del peso de la ciudad de Sao Paolo, que se podría creer que me he inventado, pues no hay forma de comprobarlos.

— «Necesito trabajar con lugares que admiro mucho». ¿Cómo nace esa empatía?

— Al igual que muchas personas de mi generación, crecí a las afueras de una ciudad, donde había descampados en los que jugábamos y que luego se fueron edificando. En concreto, me vuelve a la cabeza una imagen en la que saltábamos de un árbol a un sofá mugriento. Ahí podías hacer lo que quisieras, porque el resto del día –y de los lugares– estaba perfectamente organizado, sin fisuras. Esa empatía tomó forma sobre todo cuando viví en Ámsterdam, una ciudad organizadísima, donde, aunque se permitían actividades prohibidas en el resto del mundo, el espacio estaba  exageradamente organizado hasta hacerse claustrofóbico. En Ámsterdam empecé a ir mucho a los descampados, a leer sobre ellos y realizar proyectos.

— Cabe preguntarse si con tus análisis sobre el entorno urbano, tu mirada a esos espacios olvidados, no generas «anti-monumentos».

— Sí, en el sentido de Robert Smithson. Pero hay más: los descampados con los que trabajo son tan ricos en contenido, naturaleza y localización, historia y el plan de futuro que los amenaza, que configuran un lugar en sí mismos, no son solo el negativo de un monumento.

— El ser humano ha tendido a relacionarse con el territorio en términos de sometimiento o explotación, esto es, los lugares vírgenes debían ser conquistados; los baldíos, sometidos a la regeneración. ¿Demuestra tu trabajo que otra vía es posible?

— Evito proponer modelos, pero sí que tienes razón en que busco trabajar una dinámica diferente a la lógica de «problema-solución», la lógica de «a solar vacío-algo con lo que rellenarlo», la de «no diseño-habrá que diseñar algo».

— ¿Se puede decir que tu trabajo, de alguna forma, tiene contenido político?

— La defensa de los descampados ante la construcción urbanística tiene su parte política, y aún más si esos  descampados están amenazados por proyectos tan mediáticos como exposiciones universales o juegos olímpicos. Pero gran parte de los trabajos que van contra las imágenes dadas tienen su contenido político.

— ¿Se quedan proyectos en el tintero? ¿Qué causas son las que impiden su realización?

— Hay proyectos que no consigo hacer porque hay que convencer al propietario de un descampado para que lo abra, para que retire la valla, o, lo más importante, para que lo proteja. Es habitual fracasar. Hay proyectos que solo he conseguido realizar tras fracasar muchísimo. Ahora hay un trabajo que llevo dos años intentando realizar y aún no lo he conseguido. No basta con que le interese al curator que me invita. Como anécdota, te contaré que estoy intentando sacar adelante un proyecto que he intentado realizar sin éxito en cinco ciudades diferentes. Sabemos bien que es difícil, pero hay que probar.

— Si echamos la vista atrás, ¿qué tres proyectos destacarías de todos los realizados?

— Me gustan mucho las guías de descampados porque están desapareciendo y hay que documentarlos. Me gustan los proyectos de preservar descampados por lo mismo. También los trabajos de escombros y materiales de construcción, que se han expuesto o se han presentado como listados, porque son una forma de desmontar un edificio y todo un puñetazo a la arquitectura, facilitando ver cómo está hecha. Pero también me interesan los proyectos de cavar o subterráneos. Te he nombrado más de tres proyectos; más bien, tres temas: descampados, subterráneos y escombros.

— ¿Por qué crees que el arte es un proceso que no se acaba nunca? ¿Eso lo convierte en una forma de vida, en una actitud?

— Nunca he ido detrás de la obra perfecta, y si alguna vez he visto una solución que parecía dar respuesta a todos los planteamientos, he desconfiado de ella. Al final los proyectos que me gustan más no son en absoluto redondos. Son proyectos y no son un objeto. Son como una parodia: no se trata de producir un objeto que juegue un papel estratégico en el arte y encaje bien en su universo. Los planteamientos son otros: cómo preguntas acerca de la problemática de un lugar. Pero esa afirmación que nombrabas es de cuando trabajé en un proyecto en el que me convertía en una hortelana. Los jardines no se acaban nunca: no se trata de tener el rosal perfecto; es como la autoconstrucción, una especie de  patología. Los autoconstructores no paran nunca de construir porqueno se trata de tener la cabaña ideal.