Santiago Auserón

En lo que me concierne, no creo poder librarme de la necesidad de hacer canciones, tratando de vislumbrar a través de ellas lo que todavía no entiendo de la existencia y de la vida en común, que es prácticamente todo». Lo confiesa Santiago Auserón en su recién publicado ensayo El ritmo perdido (Península), un libro en el que desarrolla todos sus descubrimientos sobre los orígenes africanos que atraviesan el corazón de la música hispana, pero que también es una suerte de biografía con sabor a verdad a través de las referencias sonoras de toda una vida. No podía ser de otro modo tratándose de un compositor, de un fabricante de canciones, de un mito en la trayectoria del pop de este país a través de formaciones como Radio Futura y Juan Perro. El niño al que su abuela colaba en las últimas filas del Cine Dorado de Zaragoza, donde trabajaba, haciéndole percibir «el sonido amplificado en la oscuridad»; el que aprendía el repertorio de la zarzuela de manos de su madre, sigue manteniendo los ademanes del chaval curioso, atento a las voces y ruidos del barrio, pero también a los susurros surgidos del interior, esos que alientan la reflexión y el carácter introspectivo. Esos dos territorios, el de afuera y el de adentro, definen a este hombre desdoblado en músico y filósofo, viajero y pensador, que bien puede disfrutar encima de un escenario como encerrado en casa leyendo a Platón o añadiendo palabras, contenidos, nuevas ideas a una tesis doctoral en la que lleva tiempo trabajando sin prisas aparentes. «El secreto de mi oscilación entre la música y los libros consiste en el gusto por el exceso, sin más, en la tentación de rebasar los límites. Después de los días de agitación en carretera necesito estar a solas con los papeles, igual que necesito luego, según avanza el ciclo lunar, salir a la calle y correr el riesgo de olvidar lo poco que llevo aprendido», asegura en El ritmo perdido, donde no sólo se retrata a sí mismo sino a toda una generación que en la adolescencia empezó a vivir la música «de forma intensa y colectiva». A este encuentro, que tuvo lugar un día lluvioso en la cafetería de un céntrico hotel madrileño, Auserón acude totalmente vestido de negro. De fondo suena música de jazz y en el momento de la transcripción la inconfundible voz de Ella Fitzgerald no deja de escucharse, solapada bajo el tono contundente con el que el entrevistado responde, un tono que se eleva y se suaviza a ráfagas, al tiempo que se va trazando el retrato de un inconformista, un rebelde nato, un ser crítico, profundo y a la vez dispuesto a la jocosidad, siempre acostumbrado a cuestionarse el mundo, a hacerse preguntas en voz baja.

El ritmo perdido es una especie de mapa de tu vida, magnífico para guiar la corriente de esta conversación. Hay dos partes bien diferenciadas: una primera de carácter puramente biográfico, que sorprende por la sencillez y autenticidad a la hora de contar la propia vida, y una segunda, donde se concentra toda la investigación sobre un tema, las huellas de la negritud, el mestizaje, que siempre te ha interesado.

— Sí. Lo que he hecho es utilizar la autobiografía, partir de la experiencia personal para pasar a averiguar cosas que ni la musicología ni la filología española habían acabado de aclarar, sobre todo en lo que respecta a las relaciones interétnicas en el terreno de la canción popular y en particular de los ritmos. Mi propósito es abrir un camino de estudios interdisciplinares que no suelen llevarse a cabo en España y es evidente que detrás de esta investigación se encuentran las lecturas y escuchas de toda una vida, registros, experiencias y conocimientos que en este momento me he decidido a poner por escrito, a ordenar.

— ¿Por qué precisamente ahora?

— Entre otras cosas porque estoy intentando acabar una tesis de filosofía –yo sigo siendo estudiante de filosofía– en la que llevo trabajando más de 20 años. Una tesis sobre el papel del sonido en el pensamiento, tanto en el lenguaje como en relación con los sonidos musicales. ¿Qué sucede? Pues que el estudio se detiene de vez en cuando porque no sé cómo avanzar o porque necesito leer más y no tengo tiempo para hacerlo. Es ahí, en ese contexto, en el que me han ido surgiendo interrogantes con respecto a mi propia cultura y a mi experiencia infantil y adolescente en relación con la música que vino de otro continente, a través de otra lengua; en particular la música de los negros americanos y sus derivas intercontinentales, las de los grupos blancos que la reprodujeron después. Se trata de un estadio, de un momento muy determinado de la cultura de masas que tiene antecedentes y también consecuencias, algunas de las cuales estamos viviendo ahora. Todo esto se ha ido convirtiendo para mí en un tema cada vez más apasionante. Al escarbar un poco en la tradición lírica española, en lo que teníamos antes de que viviéramos ese fenómeno de modernización de la escucha, me he dado cuenta de que en la España del Siglo de Oro sucedieron cosas que guardan evidentes paralelismos con lo que ha pasado en la cultura de masas.

«Yo viví la infancia siendo ya viejo»

— El ensayo arranca en la infancia. ¿Cómo contemplas esa etapa de la vida, como un paraíso perdido o como un período mitificado?

— En mi caso, ni una cosa ni otra. Yo viví la infancia siendo ya viejo (risas). Puede que fuese porque me educaron siendo el mayor en una familia numerosa, porque me prepararon para ser excesivamente consciente de las cosas desde muy pronto y así poder intervenir un poco como mediador entre el mundo de los adultos y el mundo de la infancia. Lo mío fue ser precoz en medio de una pequeña tribu de niños... No sé, pero lo cierto es que enseguida adopté una actitud consciente y reflexiva, tal vez antes de tiempo. A partir de esa constatación, puedo decir que poco a poco asisto al desmoronamiento de mi consciencia y a lo mejor me voy transformando en un infante senil, día a día más caprichoso (carcajadas). En cierto modo intento compensar esa actitud de haber sido un niño viejo, entre comillas, con una especie de prolongación de la adolescencia y de la niñez en la edad madura. Y lo que es evidente es que entonces yo ya tenía inquietudes que sigo manteniendo. Hay un aspecto de la pesquisa en la vida, que corresponde a la actitud del niño frente al mundo, que creo que de una manera u otra todos mantenemos y que es interesante hacer constar. Tenemos que ayudar al niño que llevamos dentro, al igual que tenemos que asimilar que cargamos con un anciano.

— En la infancia que se dibuja en el libro da la sensación de que se atrapan momentos de felicidad, momentos que han quedado detenidos en la memoria, en la retina, a la manera de instantáneas fotográficas. ¿Instantáneas tal vez idealizadas con el paso del tiempo?

— Puede ser, pero yo creo que no se trata tanto de felicidad. Recuerdo fases de mi infancia emocionantes, de descubrimiento. Yo tuve una niñez movida, por el oficio de mi padre, que era topógrafo, lo cual nos obligaba a desplazarnos mucho. Así, la primera etapa en Zaragoza, mi ciudad natal, donde él trabajaba para los americanos de la base militar, fue una fuente muy fértil de información musical que luego pude contrastar en diversas regiones porque cada dos o tres años cambiábamos de domicilio. Y eso lo recuerdo con una mezcla de sensaciones, algunas de ellas emocionantes, de descubrimiento, y otras con un poco de tristeza porque suponía dejar colegios a los que ya estaba acostumbrado, círculos de amigos... Siempre me resistía a empezar de nuevo en otro sitio, pero luego era muy estimulante descubrir las posibilidades que se abrían en una ciudad diferente, en un medio ajeno que te conducía a vencer las resistencias. Esa ha sido una experiencia a la que me he tenido que enfrentar muchas veces, que luego se ha convertido en un modo de vida y que me ha dotado de un carácter nómada que no creo que me vaya a abandonar nunca.

— Evidentemente vivencias así permiten percibir desde muy pronto la mezcla de culturas, de paisajes, de caracteres, algo que marca a Santiago Auserón en su trayectoria vital y creativa.

— Sin lugar a dudas. Todo eso ha inclinado mi sensibilidad a apreciar particularmente las zonas de contacto, fronterizas, y a disfrutar de las diferencias en lugar de sentirme amenazado por ellas. Yo creo que las diferencias no son lugares en los que se establece un abismo entre las cosas o entre las personas, sino que son los espacios donde se establecen los lazos imperceptibles. Esa es precisamente la zona que más me interesa. Y no me refiero a las diferencias aparentes que dan lugar a las oposiciones y a los grandes contrastes. Hablo de esas otras menores, tan difíciles de captar, donde también se establecen lazos sutilísimos. Es en el contacto donde se gestan las diferencias.

— La música está siempre presente en esas ráfagas de felicidad de las que hablábamos: está el cine, la música que ya le comunica tantas cosas en la sala oscura; está la escena de sus padres bailando; las zarzuelas que escuchaba toda la familia...

— Repito que no sé si la palabra perfecta para describir todo eso sea felicidad. No era una sensación de plenitud con la que yo me regocijase, pero sí es cierto que todos mis sentidos estaban completamente despiertos, que percibía una corriente de intensidad que me abría los oídos y los ojos, todos los poros de la piel. Tal vez eran situaciones más de exaltación visionaria que de serena alegría; situaciones de descubrimiento expectante: asistir a los sonidos que, por ejemplo, se producían en casa cuando yo era un niño con los discos que traían los americanos, o ver en la oscuridad del cine esas primeras películas, que no entendía nada y a las que podía acceder porque mi abuela, que trabajaba en el cine Dorado, en Zaragoza, me colaba por la parte de atrás, por donde entraban los acomodadores. Me ocultaba en un patio de plantas que había en el local y después me sentaba en la última fila. Ahí estaba yo, con cuatro o cinco años, viendo películas para mayores. Y ahí estoy, en casa, escuchando las zarzuelas en la radio... Lo cierto es que la electricidad,
los medios electrónicos, las imágenes, las palabras y los sonidos grabados, reproducidos, han forjado la formación de mi sensibilidad, de mi conciencia.

Zaragoza, ciudad de contrastes

— Hay una geografía concreta donde empieza todo, la ciudad de Zaragoza. Recuerdas la luz excesiva y el tono alto con el que se expresan tus paisanos. ¿De qué manera ha influido Zaragoza en tus inclinaciones, qué te ha aportado?

— Esa luz está ahí, me reencuentro con ella siempre que voy. Y también sigo percibiendo el tono alto, la voz fuerte, la frase jotera, poniendo pulmón y diafragma en el decir. He vivido Zaragoza como un abrazo muy interesante entre tradiciones rurales, tradiciones que venían del campo, como si las trajera el río Ebro, y el cosmopolitismo de una ciudad despierta a las tendencias internacionales. Y, además de eso, al mismo tiempo, había una tercera ciudad, la ciudad institucional del franquismo, la de la Academia militar y la de la Basílica del Pilar. Pero es curioso que en torno a esas circunstancias de cierto peso, la vida urbana se las arreglaba para tejer un ambiente muy abierto, bien informado de lo que pasaba en el mundo; alimentado de las sustancias del campo: buenos alimentos, buenos vinos, buenos aperitivos, y a la vez con esa especie de franqueza rústica combinada con cierto humor socarrón, cierta inteligencia mundana. Todas esas  características, esos dones, tal como yo los recibí de mis paisanos eran incluso más intensos que ese poderío institucional del nacionalcatolicismo, que también experimenté en mi infancia de una manera muy potente. He vivido
parte de sus terrores y parte de sus exaltaciones y he hecho con todo ello lo mejor que he podido.

— ¿En la actualidad cuál es tu contacto con esa ciudad de mezclas, de contrastes?

— Sin duda es una ciudad de contrastes, contrastes que tal vez favorezcan la constitución de una mente un tanto esquizoide (risas de nuevo). Sigue siendo una urbe muy culta, sigue habiendo tertulias, círculos literarios... Yo hoy no participo de esa vida, pero me alegra que sea así. Me alegra que siga habiendo muy buenos poetas en Zaragoza, que siga habiendo una actividad literaria de nivel y que sea un lugar donde interesa la Historia, algo que a mí me parece
muy importante.

— La música está muy presente en el ambiente familiar, por decirlo de algún modo, fuiste un niño programado para la música, con un oído muy desarrollado.

— Sí. Mis padres se conocieron haciendo zarzuelas y mi madre nos ponía a los críos a escucharlas por la radio en un repertorio que ella se sabía de memoria, a la perfección, en su totalidad. Lo había hecho como aficionada y nos ponía a aprendernos las distintas piezas, a practicar los papeles de galán o de cómico, mientras que mi padre era un difusor activo de la música y del baile. Admiraba a sus amigos, soldados americanos negros, que se movían de una manera que a él le hacía estallar en carcajadas, y trataba de reproducir sus gestos, lo cual le resultaba sencillo porque bailaba muy
bien, así como su manera de cantar. Durante esa etapa pasó de topógrafo a ser algo así como gerente «entertainment» del club de soldados de la Base Americana de Zaragoza. Allí se ofreció a algunos españoles que quisieran aprender inglés la posibilidad de quedarse con puestos de trabajo bien retribuidos y mi padre aprovechó la oportunidad y se dedicó a dirigir el bingo, a contratar a las orquestas, a organizar las fiestas del club de soldados... Eso nos mantuvo en un ambiente muy musical. Los discos llegaban a casa porque conforme salían los soldados recibían por avión las últimas novedades de Duke Ellington, Ella Fitzgerald, Nat King Cole, Louis Armstrong... Son los que recuerdo, aunque entonces yo no les prestaba demasiada atención porque me interesaba más el rock and roll, que era lo que yo veía que también atraía a los otros niños de la calle. Los chavales atendíamos a esa música más primitiva, más de baile, más sencilla, mientras en casa sonaba el buen jazz. Haberlo oído desde niño me ha servido luego, al poderlo recuperar ya consciente y de forma deliberada; al empezar a aprenderlo desde el oficio, cuando me dije: «bueno, no me voy a conformar con los cuatro acordes del rock. Yo soy rockero por naturaleza, pero ahora voy a averiguar cómo están construidas esas maravillosas
canciones de Ellington o de Louis Armstrong.

Canciones que son células de civilización

— En este momento de la conversación suena Ella Fitzgerald y Auserón se detiene, aguza el oído, se explica:

— Son canciones que son células de civilización, porque dentro de un formato minimalista encajan la sabiduría sobre armonía y las formas melódicas más refinadas, heredada de los clásicos de Europa que los negros han sabido, con esa virtud particular que tienen para el sonido, integrar en un formato popular. En los standards afroamericanos hay condensada una sabiduría desmesurada, son células de civilización grandiosas, interraciales, porque hay elementos
blancos y negros en ellas. Esa conjunción de África y Europa es un modo de conocimiento que se reproduce después en
Brasil, en todo el universo de la samba y de la bossa nova. Son modos de encuentro entre lo negro y lo blanco, potenciados por el Nuevo Mundo, por América, y devueltos al resto del planeta a través de los medios de difusión. Son fenómenos tremendamente complejos, hechos a los que tenemos que seguir atendiendo, que todavía tienen muchas cosas que decir.

— Hemos rastreado muy claramente las influencias, las inclinaciones musicales en este repaso, pero, ¿dónde, en qué momento concreto, aparece la pasión por la filosofía?

— Pues de una manera muy curiosa y anecdótica, pero no exenta de sentido. Yo empecé a trabajar como delineante a los 15 años porque veía las dificultades que atravesaba mi familia, una familia de siete hermanos, pero no dejé de estudiar. Entré como aprendiz de delineante en la misma empresa en la que entonces trabajaba mi padre, y allí estuve durante 10 años. En los ratos en los que había poco trabajo tanto mi padre como el ingeniero jefe me animaban a estudiar. Allí me leí por primera vez, en mi tablero de delineante, las obras completas de García Lorca y abrí el libro de filosofía de sexto de bachillerato. Mi padre y sus compañeros querían que me convirtiese en ingeniero de caminos, pero a mí aquello me daba terror. Sabía que aquel universo no era el mío y, sin embargo, el libro de filosofía me abría una ventana inusitada por la que entraba la libertad del pensamiento. Aquello era una nube distinta que me interesaba, que me permitía ir por caminos
que no estaban condicionados. Me acuerdo de tratar de entender las teorías sobre la materia y la forma en Aristóteles o la explicación de Kant sobre el espacio y el tiempo como formas a priori de la sensibilidad, y, claro, ante tales enigmas convertirme en ingeniero de caminos no tenía ninguna relevancia. Esas nuevas ideas se fueron convirtiendo para mí en algo palpitante, apasionante, que luego fue estimulado por algunas amistades que me empezaron a prestar libros ya un poco más comprometidos con la realidad cercana: la historia del movimiento obrero o la historia de la negritud, la poe -
sía de los negros... La gente mayor que yo, en aquellos pueblos de Huelva donde vivíamos en aquellos últimos años del franquismo, se pasaba información de una manera muy urgente y yo asistía a esos intercambios con mucha curiosidad. Ahí el encuentro con la filosofía en el libro de sexto de bachillerato se prolongó en la intriga de los jóvenes que estaban inquietos en aquella etapa final de la dictadura. Fue todo eso lo que acabó forjando una vocación por la filosofía, por el pensamiento crítico.

Madrid, música y filosofía

— Madrid ya era un horizonte próximo, ¿no?

— Sí. En aquellos momentos el ir a Madrid se convirtió para mí en un objetivo. Y tuve la enorme suerte de que poco después destinaron a mi padre a la capital. Estudié filosofía en la Complutense y más tarde, una vez acabada la carrera, pude irme a París a conocer y escuchar de viva voz a los maestros que entonces me empezaban a interesar más. Permanecí allí un año y comencé mi tesis, que dejé interrumpida para entrar en el local de Radio Futura (risas). La filosofía y el rock and roll alternaban de una manera un poco extraña, durante un periodo predominaba una y viceversa.

— Pero, ¿composición y filosofía no son de algún modo disciplinas afines, ventanas a través de las cuales contemplar el mundo y acceder al interior de uno mismo?

— Sin duda alguna. Son modos de conocimiento de la realidad que se establecen en diversas plataformas o grados, puertas o ventanas distintas que te proporcionan accesos próximos, interrelacionados, y que mantienen sus diferencias para adentrarte en el mundo, en la realidad, para permitir que te muevas entre las formas y los seres que te salen al paso en la vida. Y al mismo tiempo, sí, la introspección, que para mí es tan importante como la consideración de la experiencia exterior. Yo no hago una diferencia tan notoria como hacen algunos pensadores que favorecen la experiencia objetiva frente a la introspección o el subjetivismo. Creo que en el fondo se trata de lo mismo, dentro de un entorno más reducido o en espacios cada vez más amplios. Se trata de lo mismo, sí, en el sentido de que en todas partes hay diferencias que multiplican y hay que atender a esa multiplicidad de diferencias. Para mí es verdad que mi trabajo se ha transformado en una especie de taller triangular muy difícil de sostener entre la letra, la música y la reflexión, composición, sonido musical, lenguaje... pero en el fondo son fenómenos que están muy ligados. Y la canción simboliza el encuentro de los tres porque es una unión de letra y música y a la vez una célula cultural que lleva a la reflexión, que tiene una movilidad que incita al pensamiento.

— Incluso en tu faceta reflexiva la música está muy presente, digamos que el Auserón filósofo bebe de sus experiencias sonoras. Has investigado a fondo sobre la función musical de la métrica en la poesía tradicional castellana; siempre te ha interesado todo lo relacionado con el lenguaje...

— En efecto. El lenguaje antes que nada es sonido y aunque esté tan condicionado por el hecho del registro de la escritura, por su fijación, la escritura sin el habla no es nada. Hace falta que el habla viva en relación con la escritura para que ésta tenga poder. La escritura necesita ser reavivada por el sonido, por el habla, aunque sea un habla interiorizada, no dialogante, una experiencia interior, solitaria. Pero en realidad nos hablamos a nosotros mismos cuando leemos; más bien otro nos habla a nosotros mismos, un otro que en parte también somos nosotros. A mí siempre me ha interesado
mucho el fenómeno del lenguaje y cuando era estudiante esos temas realmente me fascinaban, pero en relación con la lingüística estructural siempre he desconfiado de esa separación tan drástica que quieren hacer entre lo que es pertinente y lo que no, por ejemplo la distinción entre los fonemas. El hecho fónico es la materia bruta del lenguaje, pero en la lengua lo que interviene es la oposición significante entre los signos. Esto es esto y no lo otro, un solo fonema cambia el significado, el sentido, de una palabra, pero yo creo que además de esa operación lógica el cerebro integra otras cosas, integra la materialidad de los significantes, por decirlo así. Quiero decir que el lenguaje es un hecho que incluye también fenómenos sonoros y probablemente la música. Las músicas más primitivas han influido a través de la voz humana en la manera de configurar los signos lingüísticos. Esta es una teoría muy arriesgada pero que me atrevo a defender últimamente. Y, por otro lado, los sonidos musicales forman una trama muy misteriosa. Hay sonidos que por naturaleza nos suenan agradables y quienes estudian los fenómenos acústicos saben que, a partir de un sonido determinado, se producen ciertas frecuencias regulares con las que sucede justo lo contrario, que ya no resultan tan armónicas. ¿Hasta qué punto interviene en todo esto el modo en el que el oído humano percibe el choque, el roce, entre las cosas, que algunas veces es armonioso y otras no? En fin, son asuntos que me resultan muy enigmáticos, muy intrigantes y muy difíciles de resolver de una manera simplista. Hay que mantener el oído muy abierto y dedicar tiempo a seguir escuchando para ir accediendo al fondo. Ahí, la simple práctica del verso escrito para ser cantado, o de la guitarrita o el instrumento que sea para acompañar el canto, pone en juego misterios tan alucinantes que te incitan de forma irremediable a la reflexión.

— ¿Qué frontera separa al compositor del poeta? Aunque hay muchas reticencias a considerar, por ejemplo, a Bob Dylan
como hombre de letras en el sentido más elevado, otros lo ven digno merecedor del Premio Nobel.

— Yo quiero ser prudente con ese tema. Para mí no es relevante que Dylan se acabe convirtiendo en Nobel. Pero sí lo fue el efecto Dylan, sobre todo en sus primeros discos, cuando realmente introdujo el lenguaje derivado del surrealismo y del simbolismo francés en la canción americana y, en consonancia con algunos otros poetas de su generación y de la generación inferior, electrificó esas inquietudes partiendo del folk como primer paso. Eso sí tiene resonancia; que le den la Legión de Honor, el Nobel o que lo reciba el Papa no es nada en comparación...

«Hay que aspirar a los goces y las visiones de lo que, en otras épocas, sólo disfrutaban las élites»

— Pero, en cualquier caso, esa designación sí puede considerarse un símbolo de la ruptura de las fronteras entre las dos formas de creación.

— Ya, pero yo ya parto de eso, de que la cultura popular es tan interesante, puede o debería llegar a ser tan interesante como la cultura de élite. En realidad lo que estamos haciendo gente como yo es tratar de robar a las élites clásicas, a las vanguardias clásicas, salidas de las mejores familias, por decirlo así, sus pertenencias y difundirlas entre los hijos del proletariado. Yo me siento un poco así, me siento difusor, pero difusor sin degradar. No hay que difundir para vulgarizar, sino desde el pupitre de la clase obrera o desde el taller poético de la clase trabajadora, hay que aspirar a los goces y las visiones de lo que en otras épocas sólo disfrutaban las élites. En cuanto a mi implicación con la poesía en particular, me gusta establecer algunas diferencias, porque es cierto que en el origen de nuestra civilización, en tiempos de la tradición oral, toda la poesía era cantada, la lírica, la épica, incluso el drama. La música era el vehículo que tenían entonces, el vehículo nemotécnico, expresivo; lo mismo que hoy es el disco duro. Era el soporte para que las palabras de la tribu perdurasen, fueran transmitidas, hacia todo el grupo y de generación en generación. Pero a partir de la primera mitad del siglo XX entramos en una fase casi impuesta en la que la escritura individual y solitaria se independizó ya del fenómeno sonoro, colectivo, comunitario, y ha ido corriendo hacia un destino bien distinto, un lenguaje liberado de la métrica del verso, de las obligaciones de la rima y de las formas estructurales de la estrofa. La tarea de los poetas ha adquirido una especie de especificidad que se distancia de su origen compartido con la música. Yo asisto a la aventura de los poetas con mucho interés, porque es otra aventura que sólo ellos pueden llevar a cabo. Un poeta es alguien que dice cosas que es necesario decir de la única manera posible de decirlo o de averiguarlo. El poeta es alguien que acomete un trabajo solitario y no me parece bien confundir esa tarea a la ligera con la tarea del que hace canciones conectándose a un amplificador, a la red eléctrica, vacilando con amigos y viajando con una furgoneta por los pueblos. No quiero decir que la tarea del cantor sea frívola, pero...

«Estamos acercándonos a un periodo de dificultades extremas para poder seguir haciendo canciones interesantes»

— Pero previamente, en el trabajo de composición, existe esa misma soledad, esa búsqueda de sentidos, de respuestas.

— Sí, pero el compositor de canciones enseguida que puede se conecta, se enchufa, se vincula. Y la canción popular es acabada en colectivo, siempre. Mientras que el poema contemporáneo es producto de un ahondamiento en la soledad, la canción popular contemporánea es el resultado de un intercambio eléctrico de emociones. Esa especificidad hay que preservarla sin que eso pretenda establecer jerarquías culturales, porque la poesía no sólo está en los versos, en el oficio de poeta. La poesía como hecho de conocimiento del mundo, como emoción, no está solo en los versos escritos. Todas
las artes aspiran a su modo a alcanzar un grado de creación, en el sentido original de la palabra poética, un grado en el que asisten y contribuyen a la génesis de las cosas. En ese sentido yo reivindico que la canción popular contemporánea también debe tener acceso a la poética, pero nunca confundiéndola con la labor de sus artífices. Hoy hay que proteger la tarea de los poetas, como hay que proteger también a la canción contemporánea, porque hubo un tiempo en el que se sirvió de todas las facilidades sociales y se vio protegida por la fortuna, pero ahora ya no estamos en esos tiempos, ahora estamos acercándonos a un periodo de dificultades extremas para poder seguir haciendo canciones interesantes. En eso, sí, ya nos parecemos cada vez más a los poetas.

La Transición y los 80, la vitalidad y el descaro

— En contraste con esta época que vivimos están los 80. En perspectiva, a distancia, ¿cómo valoras aquella etapa, qué condiciones se dieron para que se produjera esa efervescencia, ese florecimiento del pop español, esa especie de edad de oro, con tantos grupos haciendo cosas interesantes, de calidad, sin que eso estuviese reñido con la comercialidad?

— Lo más importante para mí es que se dio una coyuntura social, un estado de la atención pública. Yo creo que toda la sociedad española compartía, desde los chiquillos a las abuelas, una capacidad para ver y escuchar cosas nuevas. Eso pasó durante unos años y ese estado de receptividad de una sociedad, esa disponibilidad del imaginario colectivo para inventarse un poco el país o lo que habría de venir, ese estado que fue la Transición, tenía que ver con la necesidad de desligarse de los aspectos sombríos de la dictadura y de abrirse a unos horizontes más luminosos, una motivación
compartida con los círculos internacionales. La Transición, sobre todo para mí, fue ese estado de apertura de las conciencias y de la imaginación de las personas, que se atrevían a imaginar una parte de la vida que les tocaba vivir y que podría venir en el futuro. Eso fue para mí lo esencial de esa época y las manifestaciones artísticas, en particular la música, muchas de las canciones que se hicieron, respondían a ese estado. Pero si ahora cogemos un programa de
televisión de entonces, hacemos un repaso del repertorio, de las personas que pululábamos por allí, y lo planteamos como una edad de oro de la canción española no se sostiene, porque no teníamos background, no teníamos formación, no teníamos experiencia. Visto como una foto fija o como un audiovisual en el que se puedan ver las calidades, tampoco había tantas calidades, lo que había era un descaro bastante notorio. Lo que había era vitalidad, deseo puesto en juego por primera vez, incluso sin información y sin tradición de cultura, porque nos habían mantenido en la incultura deliberada. Fuimos capaces de atrevernos y de cumplir el destino de España reclamando nuestra parte de participación, pero entonces hubiéramos tenido que reclamar también la consolidación de esas expectativas a lo largo del tiempo, haber sido capaces de durar, de hacer durar nuestro deseo de corazón, en lugar de morirnos de estrellato en la barra de los bares.

— Eso es un poco duro. ¿Realmente fue lo que pasó?

— Claro que pasó. Algunos murieron de estrellato en la barra de los bares y otros se aferraron a una forma de estrellato mediático estéril. Y ahí murió la movida, cuando podríamos estar en una movida permanente, pero con aspiraciones artísticas cada vez de más enjundia.

— ¿Radio Futura era una isla o había afinidades profundas con otros grupos?

— Radio Futura era un poco como una isleta. No teníamos familia. Mientras que otros grupos se movían como en clubs –unos se consideraban más afines a los melódicos que iban por la Escuela de Caminos; otros al gamberrismo de bareto; otros a los niños bien que interpretaban una especie de esteticismo kitsch...– nosotros estábamos fuera de todo esto. Proveníamos de la clase trabajadora y habíamos tenido acceso a la universidad, nos movíamos entre los barrios de la periferia y el centro de Madrid, íbamos, veníamos y tratábamos de viajar en busca de información de afuera. Queríamos sonar como los grupos extranjeros, eso lo teníamos claro. Veíamos venir a los grupos al Rockola o a las fiestas de San
Isidro y, como ya teníamos acceso al backstage, nos fijábamos en cómo trabajaban los técnicos; en cómo se preparaban los músicos. Apreciábamos la calidad de los equipos; percibíamos cómo sonaban dentro del escenario y fuera; empezábamos a tomar nota de un nivel de profesionalidad que respondía a una tradición, a un circuito formado por décadas de experiencia.

— ¿Cuáles eran vuestras fuentes de inspiración más directas?

— En el período más unido del grupo éramos un cuarteto que quería parecerse a los cuartetos internacionales que tenían poder de sonido y que eran rebeldes en su actitud, buscadores y con la capacidad de construir sonido con muy pocos  medios e incluso partiendo de conocimientos musicales muy limitados. Entonces nos dejábamos guiar por la actitud y por la sonoridad de los Clash o de los Cure; de los Talking Heads o de los Ramones. Era un tipo de bandas a las que nos interesaba parecernos.

«Atravesamos un erial cultural a todos los niveles»

— ¿Cómo se explica que hayamos pasado de esa efervescencia de los 80 a esta especie de erial musical, donde prácticamente no crece nada más allá de lo puramente comercial?

— Así es, simplemente es eso lo que pasa. Bueno, yo diría que estamos atravesando un erial cultural a todos los niveles. Toda la sociedad española se ha visto inserta en el circuito económico europeo, ha situado su prioridad en el esfuerzo por integrarse en la UE, y eso ha desencadenado un afán especulador que empezó con la conversión de la peseta al euro. Ahí se empezaron a perder céntimos por todas partes. Y eso es un símbolo de lo que pasó luego en el sistema productivo. La cultura del pelotazo se transformó ya en norma y se pasó a estimular el gasto a base de créditos y todo lo demás. Para equipararnos con Europa nos metimos en una economía endeudada y asumimos una manera de ser afanosa por la fortuna rápida y fácil. Y la cultura sometida a esas leyes de mercado ha acabado siendo una caricatura, ha acabado en un empobrecimiento muy peligroso. La cultura se ha sometido ya desde el principio de los 90 a las leyes de mercado, no sólo la canción popular, sino todo, también el cine, la literatura... Atravesamos una etapa en la que el alud de información ni selecciona ni nos permite seleccionar la información. No hay criterio, se sigue el sendero de la rentabilidad inmediata. La masificación de las noticias es el único criterio y somos víctimas de la inercia. Así es muy difícil hacer
perseverar las tendencias culturales a través de los medios. El resultado es que estamos metidos en un callejón sin salida; ahora ya no da más de sí todo esto. Ya no se pueden producir canciones más tontas y cuanto más tontas más venden. Ahí hay un contrasentido que seguramente se autorregulará en un tiempo.

— Detecto un cierto optimismo.

— No necesariamente, no en exceso. Tengo mis ataques de optimismo, pero practico un cierto pesimismo deliberado. Quiero verle las orejas al lobo todo el rato porque no deseo dejarme llevar por el entusiasmo lírico de que acabaremos construyendo un mañana mejor. No sé si llegaremos a construirlo. Todo indica que no, pero, sin embargo, me siento llamado a insistir en esa posibilidad.

— ¿No crees que estamos en un momento bisagra en el se acabará produciendo una vuelta de tuerca que dará lugar a un nuevo tipo de sociedad, pese a las resistencias, a los frenos del poder político y financiero, tan reacio a que ese  cambio se produzca?

— Yo lo veo así: después de la fase a la que llamamos cultura de masas, desde que las clases trabajadoras han incidido en el mercado de la cultura, hace ya más de un siglo, y desde la difusión de la prensa escrita hasta nuestros días, se está gestando un nuevo estado de conciencia. Y ahora es cuando deberíamos superarnos, ir más allá del concepto de  sociedad del bienestar, una palabra, por otra parte, que a mí me confunde un poco porque me suena a sesteo,
a atontamiento y a facilidades del consumo que no despiertan el interés por lo que ha de venir. El acceso a un bienestar material mínimo: a una vivienda digna; a una sanidad protectora, suficiente, sobre todo en los periodos de la vida en los que se requiere más, y a una educación abierta que permita el desarrollo experimental, espiritual, sin estar condicionado por una ideología que quiera capitalizar esa formación, no deberían ponerse en entredicho ni verse amenazados. Creo que en paralelo con este estado del bienestar un poco sospechoso deberíamos estar avanzando en la dirección de la
libertad espiritual y del conocimiento, por no idealizar demasiado.

«Cada vez que escucho decir lo de la marca España o marca Cataluña se me erizan los pelos»

— Pero está sucediendo todo lo contrario, al menos en las capas más visibles de la sociedad, en la primera línea de combate, por decirlo de algún modo.

— Cierto. El periodo de la Transición en España significó una apertura en esa dirección de la que hablo en la que pudimos ser optimistas. Parecía que ya habíamos ganado un terreno que no se iba a perder y ahora lo estamos perdiendo muy rápido, y no sólo con este último Gobierno del PP, que lo está llevando todo al extremo, sino desde antes, cuando tanto los socialistas como la derecha se han aplicado a hablar de nuestra sociedad como si fuera una marca comercial y a decidir que el deporte es casi la única manera de hacer funcionar esa marca. Ahí hay un reduccionismo, un
reduccionismo cultural y de estilo mercantil enormemente peligroso. Y lo peligrosísimo ya es que sea compartido por las dos alternativas de gobierno. Yo cada vez que escucho decir lo de marca España o marca Cataluña se me erizan los pelos. No deberíamos consentir que a nuestros países, que a nuestras culturas o a nuestra trama de países o de culturas, se les aplique ese calificativo utilitario. Deberíamos preservar nuestros dones y compartirlos con más soltura y con menos preocupación identitaria.

«Las preocupaciones identitarias me parecen una pérdida de tiempo»

— Preocupación identitaria. ¿Te parece un asunto prioritario ahora, ocupa un espacio entre tus reflexiones?

— A mí las preocupaciones identitarias me parecen una pérdida de tiempo. Entiendo que una parte de la sociedad catalana, vasca o gallega, esté todavía preocupada porque no se siente reconocida, por una serie de cuestiones pendientes a lo largo de la Historia. Reconozco ese hecho y creo que hay que atenderlo y en su momento tal vez haya que reclamar que a esas comunidades se les deje expresar libremente lo que quieren hacer. Pero, desde mi punto de vista, empeñarse en la construcción de naciones a estas alturas sería una pérdida de tiempo. Los pueblos de España, algunos de ellos, son naciones históricas y lingüísticas sin que nadie tenga que calificarlo ni ratificarlo. Son hechos, pero también son hechos que participamos en una trama milenaria y que siendo así, lo que tenemos que ver es qué es lo que nos interesa compartir y qué es lo que no. Yo prefiero verlo de este modo en lugar de darme de cabezazos contra temas
identitarios, sean españolistas, catalanistas o vascos.

— ¿Defenderías una realidad federal?

— Es que tampoco creo que sea eso. Cualquier fórmula ahora mismo para resolver estas cuestiones es reduccionista. Lo que hay que hacer es atender con mimo, con afecto, con amor, si se me permite decirlo, a todas esas realidades. Para mí, como español, Cataluña y el País Vasco han sido los lugares donde mi espíritu se ha liberado en ocasiones. En Cataluña por su cosmopolitismo y por ser puerta a Europa o puerta al Mediterráneo, y en el País Vasco por la nobleza de las sensaciones que se preservan en sus bosques o en sus playas y por el misterio, por el enigma casi de duende de su lengua, tan difícil para mí de conocer y de practicar, pero hacia la que me siento inclinado y que considero en parte como un bien propio. Para mí los lugares del Estado español, las comunidades que quieren independizarse, han sido justamente partes de mi cultura que me han parecido siempre particularmente interesantes. A partir de ahí, la situación actual me apena, me confunde un poco, pero sé que hay que asumirla y reconozco que tanto vascos como catalanes tienen cuestiones pendientes que no se han aclarado aún. El estado de la homogeneidad impuesta, el imperio de una lengua sobre otra... No ha habido todavía la inteligencia suficiente como para proponer un horizonte compartido, interesante, amado y deseado por unos y otros y a ese horizonte nos tenemos que elevar tarde o temprano, porque incluso aunque pasáramos por situaciones de separación, las relaciones de trama y de participación conjunta a través
de miles de años de historia no van a desaparecer de un plumazo y las realidades que nos unen tampoco. De un modo u otro vamos a desembocar, bajo el nombre que le pongamos, en una situación compleja y doble entre distinción y valoración de las diferencias y reelaboración de las formas de cooperación. Eso son los hechos y hay que dejar que funcionen y que hablen de verdad. Fuera de ahí, para mí, y espero que no llame a escándalo a nadie, las etiquetas, los  símbolos, los colores e incluso las formas de estado o de administración son asuntos secundarios. Lo importante son
los contenidos vitales que afectan a las personas, a las comunidades, y que se pueden hacer durar a lo largo del tiempo. Y ahí, en el contexto de los pueblos peninsulares, hay que reconocer que tanto la diferencia como la unidad son igual de sustanciosas.

Regenerar la cultura española

— Vivimos en una realidad compleja, cargada de incertidumbres. Cada día nos levantamos con más datos sobre la crisis económica, sobre la pérdida de derechos, sobre el aumento de las desigualdades. Y luego está el gran problema del calentamiento global que pone en riesgo el futuro del planeta...

— Sí. Dejando de lado el hecho de que nos estamos preocupando de la crisis económica mientras las empresas multinacionales están comprando las tierras de África donde hay agua, la preocupación diaria por la prima de riesgo y por el déficit, es un punto inducido y sostenido deliberadamente a través de los telediarios. En este momento nos quieren mantener en un puño para poder operar con nuestras energías, tanto físicas como mentales. Así de claro. Hay un retroceso en las libertades públicas y también una reactivación del nacionalcatolicismo y aquí hago un inciso: yo al  sentimiento católico español, tan rico y tan antiguo, le puedo tener respeto y hasta cariño sin ser creyente, pero dentro de un ambiente de tolerancia y cooperación, siempre que no sea una imposición y siempre que se estimule el diálogo entre creencias diferentes. En cuanto a lo social, concretamente con el gobierno actual, estamos llegando a un punto muy peligroso. La reforma laboral no va a resolver el paro, ni siquiera en el futuro, como nos están tratando de vender. El empleo que se pierde ahora, no se recupera, y lo que se va a recuperar es la posibilidad de contratos eventuales, siempre
amenazados por la voluntad e incluso el capricho del empresario. Miremos como está Alemania en realidad; pese a la imagen que vende, el empleo precario es el único que hay para muchos jóvenes, para un número creciente de ellos. Ese es el horizonte en el que nos están situando en el terreno laboral, y ya en el de la cultura se nos dice que hay mucho gasto superfluo. Bueno, puede que lo haya, pero yo digo: no aprovechen ustedes para meter a la cultura en un puño, en el cual con la excusa de que todos tenemos que aportar lo que están haciendo es estrangular la producción cultural que no dependa del control estatal. Y en educación, lo mismo, y en sanidad, lo mismo. Si ahora se privatiza y se concentra el poder de decisión en todos esos terrenos, la pregunta que podemos lanzar, desde donde podamos lanzarla, es: oiga, y cuando los mismos poderes que nos han llevado a esto a través de la burbuja inmobiliaria, de la sangría de dineros públicos que ha habido en todas las comunidades de España, cuando eso esté actuando en la sanidad y en la escuela, ¿qué nos garantiza que no será la misma merienda de negros, que no seremos objeto –nuestros cuerpos, nuestra salud, la educación de nuestros hijos–, de la misma especulación salvaje que nos ha llevado a esta crisis? ¿Qué nos garantiza que no va a ir todo en esa dirección? Todo indica que la política actual conduce hacia ahí, hacia el favorecimiento de ciertas élites y la exclusión de una gran mayoría a los límites de la pobreza. Vale, y si llegamos ahí, desde los límites de la pobreza lo que tendremos que hacer es regenerar la cultura española, española o ibérica, como la queramos llamar. Y tal vez tengamos que inventar empresas, puestos de trabajo, formas de instrucción pública, fuera del sistema, inventar un  mercado incluso fuera del sistema. Es muy complejo, pero tenemos que ir pensando en ello, porque es probable que nos dejen atrás.

Otro mundo es posible

— Bueno, volviendo al optimismo, también hay cosas positivas: la mayor transparencia, por ejemplo. Las mentiras, los juegos de intereses, de poder, cada vez salen más a la luz, están al alcance del conocimiento de los ciudadanos. Y ese fenómeno parece irreversible.

— En efecto. Es imposible parar una convocatoria por Internet. Lo estamos viendo. Yo creo que no hay que abandonar la movilización en la calle, que hay que llenar la ciudad de gente cabreada porque eso es una realidad que tiene que  mostrarse, pero convertirlo en una rutina ineficiente nos quita armas. Más bien hay que trabajar en los estados de  conciencia, atender a las asociaciones ciudadanas que se están planteando cosas para realmente atreverse a imaginar un porvenir para nuestras comunidades, para las relaciones entre ellas, para los mercados. La gente que está pensando
en volver a hacer el campo productivo, por ejemplo, lejos de la especulación; la gente que está creando sistemas de mercado, de producción y de intercambio respetuosos con el medio, bienes consumibles que no pasen por el mercado canalizado y condicionado por empresas que se dedican a degradar los productos para extraer más beneficio. Me refiero a eso. Es muy posible que tengamos que regenerar nuestras sociedades desde fuera del sistema y para ello lo que habría que hacer es aspirar a ese momento en el que a base de asociaciones ciudadanas podamos construir movimientos mayoritarios, movimientos que exijan una nueva ley electoral; que diseñen una democracia de verdad; que pongan en práctica la inteligencia en la relación entre nuestros pueblos, en lugar de la obcecación, de la agitación de símbolos.

— El ritmo perdido está lleno de referencias musicales, literarias, filosóficas, ¿qué es lo que ha pervivido con el paso del tiempo?

— Pues sigo manteniendo la lectura de Deleuze, de Foucault,  de todos esos pensadores que en los años 70 me abrieron las puertas de la historia de la filosofía, los uso como guías para seguir explicándome a los filósofos clásicos. Continúo profundizando en los griegos, llevo muy lentamente una lectura sistemática y cronológica de todo Platón, algo que me propuse hace años. Aún voy por la mitad y probablemente necesitaré otros 20 años para acabar (risas). Acudo a los presocráticos con cierta frecuencia y me obligo a leer a otros autores que me ha costado más terminar, pero puedo abrir un libro un año y dejarlo así hasta el siguiente, voy despacito, avanzando poco a poco. En música, escucho mucho rhythm and blues, el estadio anterior al nacimiento del rock and roll, y siempre están ahí Duke Ellington, Armstrong, todos los grandes del jazz, a la vez que aumenta mi pasión por la música clásica, a la que me voy acercando cada vez más, tratando de aprender en los terrenos en los que no he sido formado. Ahí funciono en plan autodidacta o con la ayuda de algunos amigos que voy encontrando.

— ¿Cómo enfocas actualmente el trayecto profesional, en qué momento de la travesía te encuentras?

— Entre el penúltimo disco de Juan Perro, Cantares de vela, de 2002 y el quinto, Río negro, de 2011, pasaron nueve años. Durante todo ese tiempo estuve haciendo otros proyectos, colaborando con un grupo de jazz; versionando con mi hermano temas de soul y de rock; trabajando en el taller de música de Barcelona, con la big band de allí; haciendo una revisión de canciones de Juan Perro y Radio Futura. En fin, actividades un poco dispersas que fui combinando con la preparación o la traducción de algunos libros. Fueron aventuras que me permitieron dejar a Juan Perro reflexionar para posteriormente expresar un poco mejor su sentido, su significación. Y cuando vi que debía volver a poner en claro una manera de unir las tradiciones afroamericanas o afrolatinas con la tradición de la música popular y la lírica española, volví a planear un nuevo disco de Juan Perro que fue Río negro. Ahora llevo ya un año y medio sin grabar y la verdad es que no tengo ninguna prisa en acometer material nuevo. No lo haré hasta que me surja la necesidad. Mientras, estoy embarcado en dos proyectos que van en paralelo: un dúo acústico con el guitarrista Joan Vinyals que se llama Casa en el Aire, y en el cual antologamos a Juan Perro y empezamos a introducir nuevos temas para ir rodándolos, y, por otro lado, este último verano he formado una banda que se llama Juan Perro y la Zarabanda haciendo alusión a los bailes de negros del Siglo de Oro, poniendo sobre el tapete esas sonoridades afroíberas, afrohispanas de las que hablo en El ritmo perdido. Son dos desarrollos que están en curso. Pese a ser consciente de que actualmente la contratación está congelada, en pleno derrumbamiento, quiero mantener esas dos líneas de actuación para ir haciendo lo que vaya requiriendo el mercado sin ponerme nervioso, al tiempo que aprovecho los huecos de la crisis para acabar mi tesis de filosofía.

— Hablas de proyectos de algún modo alternativos, que no están en primera línea. En aventuras así están embarcados muchos músicos y creadores de talento en estos momentos y en este país.

— En efecto. Son proyectos para ir navegando en medio del temporal. Es mi situación y la de muchos otros. Y confío en que en un momento dado, todos esos trayectos que se están desarrollando fuera de los marcos convencionales, acaben confluyendo.