¿De qué servirían los charcos si nadie los pisara? En la acera, su grisura recuerda la oscuridad de un bosque. Todo puede presagiar algo, todo es normal; sobre todo, lo raro. “Sus padres se comportaban con normalidad, ella se comportaba con normalidad, la vida seguía con normalidad” -Cara de pan (2018)-. Bajo esa normalidad se esconden túneles por los que una realidad alternativa discurre. La normalidad tiende a idílica y se representa, en nuestra imaginación, a cámara lenta. La normalidad es una piel de césped bajo la que lóbregos animales trabajan, como en Terciopelo azul, de Lynch, cual sobreexcitados adolescentes. “Algunas cosas miradas tan de cerca resultan espantosas. Cuando ella ha puesto bajo la lente de un microscopio algún insecto, o incluso su propia piel, lo que veía era monstruoso, como sacado de una pesadilla”. La lupa deforma, no se coge, se empuña igual que un arma; y los escenarios dependen de quien los mira, de un personaje que los interprete… o de una figura narradora: “Una sombra ha caído sobre ellos, viciando el aire (…) Cuando toma el camino, las siluetas de las chumberas en la oscuridad -formas siniestras, amenazantes- le hacen dar la vuelta, como un aviso” -Un amor (2020)-. A uno se le vienen pasajes de Eugenides a la cabeza -en Las vírgenes suicidas ellos definen, elocuentes, el clima moral: un caso, sobre el tejado de los Lisbon siempre hay una nube-. Las advertencias en la naturaleza no son un hecho aislado: en Cuatro por cuatro (2012) un cárabo “marca su territorio con su canto. Es un aviso que me da: lárgate de aquí, el bosque es mío”; y el chillido de una urraca cruza el cielo. Otro cárabo sale en Mala letra (2016): “Lejos sonó el aullido largo, aflautado y tembloroso de un cárabo, acercándose con un aleteo breve y desordenado. ‘Quiere que nos vayamos’, susurró el niño”. Signos, premoniciones a veces desatendidas: “Hay señales que me empeño en no ver” -Agatha (2017)-. Grietas por las que el mundo desconocido penetra. “El sol estaba cayendo y la luz se retiraba de los pinos revelando verdes oscuros y cavidades que habían permanecido ocultas todo el día”. Es el mundo opaco, subterráneo, aunque todo puede cambiar sin noticia previa: “Nada anunciaba que ese día iba a ser diferente a los demás” -Cara de pan-, muchas veces los peligros caen del cielo o los representa algún tipo de espesura frondosa: “Alguien se acercó por su espalda y la tomó del brazo con rudeza. “A quién se le ocurre meterse en el bosque a estas horas con un niño” -Mala letra-; “El bosque está prohibido. Dicen que no es un lugar seguro. No se refieren a los animales ni al terreno salvaje, sino a la posible existencia de vagabundos, ladrones, terroristas” -Cuatro por cuatro-. La noche habla, sólo hay que aguzar el oído. Las personas llevamos una sombra a los pies igual que los bosques, o incluso dentro. Y de sombras y desconciertos está hecha la prosa de Sara Mesa.

 

“No creo en esa especie de capacidad inventiva romantizada a la espera de que las musas la espoleen”

 

- En el prólogo a La palabra del mundo, sostiene que los cuentos de Ribeyro están poblados de “personajes desorientados, aprisionados por la rueda de un destino azaroso o escrito de antemano en su contra”. También habla del fatum y de la jerarquía social. Me pregunto si tales observaciones las habría hecho, de esa manera, otra persona. Además de ver lo que hay enfrente, ¿vemos lo que llevamos dentro?

- Si entiendo bien la pregunta, lo que está en cuestión es si todos leemos de la misma manera, o si en realidad leemos -interpretamos- desde nuestros propios presupuestos estéticos y esquemas mentales. Lógicamente pienso lo segundo, aunque eso no significa que los textos puedan deformarse a nuestro antojo, como a veces sucede en las lecturas tramposas o manipuladoras, que las hay. Por otro lado, tengo que matizar que este prólogo al libro de Ribeyro fue un encargo que amablemente me hizo la editorial Seix Barral y que acepté, a pesar de que no es uno de mis escritores de referencia, precisamente porque creo que de las lecturas de quienes no son nuestros maestros se entresacan matices que en una lectura de fan incondicional pasarían desapercibidos.

- ¿Me podría citar solamente tres autores suyos de referencia?

- Es difícil señalar sólo tres, pero le diría que Franz Kafka, Fleur Jaeggy y J. M. Coetzee.

- Escribiendo, un autor se expone. ¿Leyendo?

- No lo creo. A menos que lo que leamos se trasvase a nuestra propia escritura. En cualquier caso, bendita exposición.

 

“Observo alrededor, ficcionalizo y escribo”

 

- Usted, en un artículo a partir de El nervio óptico, de María Gainza, relacionó la mirada con el cerebro. A qué afecta más la mirada: ¿a la memoria o a la imaginación? ¿Cómo trabaja usted cada una?

-Yo no sé distinguir estos aspectos. Memoria e imaginación no pueden confrontarse sin más como materia prima de la escritura: ¿escribimos a partir de nuestros recuerdos y experiencia o a partir de un mundo imaginativo y ficcional? Lógicamente depende de cada escritora o de cada escritor, entiendo que son dos líneas de fuerza y las dos cuentan. Lo que no creo es en la imaginación sin asidero, esa especie de capacidad inventiva romantizada a la espera de que las musas la espoleen. La realidad es nuestro campo de minas, de ahí extraemos todo, pero transformándolo, pasándolo por el filtro de las personas que somos. Por eso, un libro de tono aparentemente fantástico como La señora Potter no es exactamente Santa Claus, de Laura Fernández, es un libro que no solo se sostiene en la capacidad imaginativa de la autora, sino también en su memoria y en el análisis de la realidad. En mi caso concreto, yo no creo que invente nada. Observo alrededor, ficcionalizo y escribo.

Podríamos decir que de ese todo formado por imaginación y memoria participan los personajes de sus libros. Así, uno de Cicatriz (2015) se excita ante otro, imaginando su pelo suelo, envuelto en determinadas prendas. La realidad es un campo de minas y un manantial, pero “dejar constancia de la vida (…) sería muy aburrido” -Cara de pan-. En Cicatriz se reivindica a Proust: “El verdadero viaje parte de la memoria”, que no es fértil sin invitación a un punto de vista.

 

“La mejor manera de ser autocrítico es leyendo mucho a los grandes autores”

 

- Dentro de la literatura, ¿la autocrítica es también una cuestión de mirada? ¿Tal vez de perspectiva -mirarse desde fuera o leerse con ojos ajenos-?

- La autocrítica es absolutamente necesaria, siempre, en todos los ámbitos. Pero hay que esforzarse para alcanzar ese estado. A veces creemos que estamos siendo autocríticos, pero no lo estamos siendo verdaderamente, hay una resistencia interna invisible que nos impide llegar al cuestionamiento radical de lo que somos y hacemos. Personalmente tengo bastantes dudas en algunos aspectos de mi escritura, pero sobre otros, paradójicamente, estoy muy segura. Quizá debería darle la vuelta a esto, no sé. Trato de tomar distancia, de contar con la opinión de los demás; trato de no repetirme, de ni automatizar mis recursos. De todas formas, siempre digo que la mejor manera de ser autocrítico es leyendo mucho, pero leyendo a los buenos, a los grandes.

- El punto de vista afecta a la figura narradora. Si bien debemos entender que juega un papel relativamente similar en todas sus novelas, completando la acción o explicándola, en Un amor el registro parece más amplio. "Es lo único que lo mueve hasta allí, piensa Nat. ¿No cree que le debe una disculpa?". No dice: ‘No cree que me debe una disculpa’. Una es Nat, otra es la voz narradora. ¿Es, pues, otro espectador de la acción? Parece que ignora todos los extremos de cuanto comenta: “Nat recuerda que justo esas palabras aparecieron en un documental (…) que debió de llamar la atención de la anciana, descolocándola, porque en su manera de hablar hay un desesperado tono de pregunta: qué significa todo esto, parece decir (…)”. Por lo menos, hay ambigüedad. Podemos pensar que las dudas son las que la anciana crea en Nat, pero también que las posee el narrador. Dieciocho páginas antes: “Píter suelta una carcajada (…) Suena ‘My funny Valentine’, quizá en la versión de Chet Baker”. Hay cosas que desconoce, sobre las que especula. ¿Qué aporta un narrador no omnisciente? En otras ocasiones es indubitable que el narrador reproduce las preguntas que Nat se hace. Y en otras, emite juicios: “Es evidente que el vecino la desea”.

- Tengo que decir que no parto de supuestos teóricos ni analizo pormenorizadamente su uso y efectos. Aquí soy más bien intuitiva, sin que esto signifique que no le dé importancia, más bien al revés, porque considero que es un aspecto fundamental, define el sentido de gran parte de la acción. En el caso de Un amor, se trata de una tercera persona, sí, pero todo el tiempo metida en la cabeza, en el punto de vista, de la protagonista. Así, asistimos a los acontecimientos al mismo tiempo que ella, conocemos al resto de los personajes con ella, los vemos a través de sus ojos, conocemos también sus pensamientos, sus dudas; y, lo más importante, no vemos nada que no vea ella. Esta voz es en este sentido mucho más parecida a una primera persona que a una tercera omnisciente, con la diferencia de que permite una mayor distancia, incluso frialdad, en la narración. Es el lector quien debe decidir si esta voz es fiable o no; el texto gana así en ambigüedad. El mismo recurso lo usé con Casi, en Cara de pan. Así que, a sus preguntas concretas, diré: no, no es un espectador más; no, no es un narrador omnisciente; sí, coincide con el punto de vista de la protagonista -no de la autora-. Además, es constante. Los cambios que señala -me/le debe una disculpa- no son más que cambios formales asimilables al uso del diálogo directo o indirecto, es decir, sirven para dar ritmo a la prosa, no son cambios de perspectiva.

 

“Hay quienes leen como si se comieran una naranja, tratando de exprimir el jugo y dejando fuera todo lo demás”

 

- Si como Gainza dice, “uno escribe para contar otra cosa”, ¿qué debemos pensar de las tramas de los libros?

- Las tramas de los libros son artefactos, engaños, de los que a veces ni quienes escribimos somos conscientes. Escribes una historia y sólo años después te das cuenta de lo que había detrás de esa historia, esto a mí me ha pasado. Por eso estoy completamente de acuerdo con Gainza en que los libros no pueden resumirse, pero ni en el nivel de trama -esa pregunta odiosa: ¿de qué va?- como en el nivel del sentido -¿qué has querido decir con esta historia?-. Hay quienes leen como si se comieran una naranja, tratando de exprimir el jugo y dejando fuera todo lo demás, como si ese todo lo demás indescriptible no fuese precisamente lo más interesante.

 

“Hay una pauta común en la construcción de mis espacios, algo que tiene que ver con la idea de comunidad artificial”

 

- Hay una parte vistosa de sus narraciones -entornos opresivos, personajes que huyen…- que, más que relacionada con la trama, parece significar en sí misma. Son lugares a los que regresa y no parecen un adorno ni parte del ‘argumento’.

- No sé muy bien qué responder a esto. A veces creo que en mis libros los espacios no son tan importantes -y por eso tiendo a deslocalizar-, es decir, que lo verdaderamente significante es la arquitectura emocional de los personajes, que actuarían como lo hacen en cualquier otra parte -por eso me niego a considerar Un amor una novela sobre ‘lo rural’-. Pero otras veces me doy cuenta de que sí son importantes, que hay una pauta común en la construcción de mis espacios, algo que tiene que ver con la idea de comunidad artificial: la residencia de ancianos, el internado, la escuela, etcétera.

Esta “comunidad artificial” en ocasiones se emparenta con la comunidad natural: en Cicatriz la institución familiar sale convertida en “un lastre, un escollo, un freno”, ante el que se impone “escapar de la jaula”. En Cara de pan se refiere la desesperación de los pájaros: “Algunos se dan golpetazos contra los barrotes, se destrozan el pico tratando de escapar. Aunque estos son los menos: la mayoría termina asumiendo el encierro y cae en una especie de languidez perpetua”. En realidad, se habla de un manicomio en el que, como el pájaro en la jaula, los pacientes se inclinan por obedecer y jugar al parchís o a las cartas. “Comprendió que estos, los policías de la mente, sólo lo dejarían en paz cuando él acatase una a una todas las imposiciones: horarios, dosis, turnos, actividades en grupo, colaborativas, etcétera. Cambió su táctica y consiguió salir de ahí al cabo de un año”. Camuflaje, quizá como el de La espiral del silencio, de Noelle-Neumann. La procesión va por dentro. Camuflaje como el de la Culo, en Cuatro por cuatro: “Después de vestirse, se sienta frente al Director y charlan de asuntos académicos (…) Cambia el tono con naturalidad como la serpiente muda de piel sin ser consciente”. O como el de esa niña camaleónica, en Un amor, que prefiere pasar desapercibida, “no verse en la obligación de presentarse ni de charlar, aunque para ello deba fingir que hace deporte”. O como aquella otra que se siente “feliz en el modo ordinario y elemental en el que son felices los animales encerrados” -Cuatro por cuatro-. Adaptarse o morir. Abundan los seres solitarios, casi asociales. Ignoras si son víctimas o si están encantados de conocerse. Es difícil determinar su lugar en el mundo. “Las personas como ellas deberían estar más controladas. Son víctimas, pero también pueden llegar a ser culpables”; “Él ostenta el poder de la víctima y quizá gracias a ese privilegio es el único capaz de interceder por ella” -Cara de pan y Un amor-. La literatura lo galvaniza todo y en un diario se pueden volcar “páginas, párrafos y párrafos enteros” acerca de una vida inventada. Una víctima puede sentirse culpable y privilegiada al tiempo, salvo en la no-ficción de Silencio administrativo (2019) tal vez, donde otras dos mujeres, una del todo desprotegida, se baten el cobre contra el laberinto de la burocracia.

 

“El sentido de pertenencia a un grupo siempre genera violencia”

 

Cara de pan no es una historia perversa, sino el acercamiento a un mundo perverso: la sosería de la chica salva, con habilidad, el abismo sobre el que cae el decorado. Cicatriz, una relación extraña basada en la admiración, puede recordar a El gran Meaulnes, de Alain Fournier, que aparece citada, y nuevamente, la pericia hace que el personaje masculino se autodesdibuje, facilitando el final. Son personajes alejados del centro. Hablar de ellos es hacerlo del agobio social que sienten, de su tendencia a la soledad y de su capacidad para el disimulo. No obstante, en ocasiones, el disfraz no ayuda a la adaptación: en el cuento que abre No es fácil ser verde (2008), una joven se siente aislada en su propio entorno. “La idea de huir sola y lejos después de ser abandonada me había parecido apetecible, moderna y casi literaria”. Se va medio a la aventura a Holanda sin saber una palabra de alemán, inglés ni neerlandés. En Un incendio invisible (2011), asistimos a un paralizador quiero y no puedo: “No puedo huir de aquí. Tampoco puedo cerrar los oídos (…) Él trataba de huir, pero sus músculos no le respondían”. La mujer que vive en La Escapa, Sonia, Un amor, desde niña “sólo está pensando en huir”. Por eso, establece Knut, ha elegido a Verdú como pareja: para escapar de casa; para huir como hace el perro Sieso en sus sueños; para salir pitando como de un colegio, en el arranque de Cuatro por cuatro, otra “comunidad artificial”. Desertar, aunque luego te pillen. Los centros educativos parecen sacados de Bernhard. “La escuela, dice [Knut], es el campo más peligroso de socialización. La enseñanza en grupo aniquila por completo al individuo” -Cicatriz-. En Cara de pan, los profesores organizan con desatino grupos para promover la igualdad y un personaje describe el experimento de unos científicos que camuflaron a los pájaros más débiles, intentando hacerlos pasar por dominantes. “¡Les tiñeron el plumaje para enmascararlos! Pero no valió de nada. Cuando los teñían se morían de pena, se negaban a comer y volar, ¡ni siquiera se esforzaban en fingir! No querían entrar en ningún grupo, y si se veían forzados a ello, se mantenían aparte, aunque les costase el repudio”. De nuevo la supervivencia. El disfraz, para aquellas aves, era una muerte lenta; por eso elegían acelerarla, sin engaños. Los buenos acostumbran a pensar por los demás. El compromiso de la autora nos aventuramos a decir que se desprende de ciertas ideas diseminadas, sutiles, aquí y allá, pero sus libros tienen que poco que ver con la corrección política. Pájaros teñidos, socialización forzosa. No hay lecturas buenistas de la intervención. El hiperproteccionismo llevó, en Estados Unidos, a prohibir el cacahuete en los colegios para salvar a los niños de las alergias. Aumentaron, se puede leer en La transformación de la mente moderna, de Jonathan Haidt y Greg Lukianoff. La respuesta creció al retirar el contacto con el alimento. La ingesta regular de productos con él provocaba una respuesta inmune de la que, de repente, se les privó, con la consiguiente reacción alérgica más fuerte. Los mecanismos de control suelen ser contraproducentes. “No podemos pensar de ninguna de las maneras que los niños pertenecen a los padres”, se le escapó a una ministra de Cultura no hace mucho, en nuestro país. Y la literatura de Mesa, opuesta a los carriles centrales, descree, también, de las moralejas. A Casi, la niña de Cara de pan, nunca le ha gustado ir al colegio, donde “siempre le han enseñado a interpretar historias para buscar la moraleja que contienen”. Ahí es donde salen los “policías de la mente” y los “vigilantes de la moral”; en Cicatriz se expresa que el mal “es el grupo en sí. El sentido de pertenencia a un grupo siempre genera violencia”. Al contrario de las moralejas, las historias buenas pueden salir “de una historia simple”, precisamente porque es la expresión, y no en el mensajito, donde descansa el poder del arte literario.

 

“El valor de un texto literario está en el lenguaje”

 

Los libros de Mesa giran en torno a unas preocupaciones envueltas, a veces, en lenguaje cinematográfico: escena a escena, elipsis mediante, el conjunto gana ritmo. Los animales están casi siempre presentes y no faltan actitudes de relativa sumisión que acentúan cierta desigualdad natural entre los ¿semejantes? Los personajes sienten los embates de la culpa y están expuestos a uniones -amistosas y sentimentales- difíciles. En ocasiones, evidentemente diversas: la niña Casi y el Viejo, en Cara de pan; la chica de ‘Rhinozeros’ y el viejo Pierre; el Viejo enfrentado al hijo en Un incendio… Las personalidades resultan contradictorias y los hechos también. Los barrotes que aíslan, antes aludidos, son los mismos que, en otras circunstancias, brindan la libertad: “Únicamente quiero un hueco donde estar tranquilo, alguna celda, una habitación de hospital, lo que sea; un lugar donde apoyar la cabeza y donde nadie me moleste”, segundo relato de No es fácil ser verde. En general, no faltan en torno a los personajes hechos desagradables, y existe la sensación de que nunca se encaja del todo en ningún sitio, tal vez ni dentro de uno. Algunos de sus títulos, más que novelas, son cuentos largos. El humor, casi siempre indirecto. Veamos un par de problemas matemáticos, quizá reflejo de otros existenciales, pero desdramatizados: “Una mujer va a la carnicería a comprar un pollo de dos kilos. Después de deshuesarlo y de quitarle las vísceras, el pollo pesa 1.400 gramos. Si los huesos suponen las tres cuartas partes del peso de las vísceras, cuánto pesan las vísceras. Y cuanto a los huesos. Aquellos problemas nos daban mucha risa”, Mala letra. En Agatha: “Copiad, niños, copiad el siguiente problema: un hombre se ha casado tres veces, sólo ha enviudado una, ¿cómo puede ser esto? Tiene además una hija propia y dos hijastros. El hombre (…) debe repartir el beneficio de manera proporcional entre sus familias según el número de miembros que la componen, dejando una parte para reinvertir en el propio negocio”. Motivos, preocupaciones, que aparecen y reaparecen: la necesidad de ahogar en un barreño a unas crías de gata, en Un amor; lo mismo, en el mismo barreño, con unas de zorra, en Agatha. El internado de Cuatro por cuatro es al que va Rebecca, en Agatha. Un pensamiento recurrente es una obsesión. De ellas se nutre el arte creativo.

- En literatura qué engancha: ¿las tramas o los temas?

- No sé qué engancha ni me interesa especialmente enganchar. Para mí el valor de un texto literario no está en la trama ni en el tema. Está en el lenguaje, y esto no debe ser entendido como un aspecto formal, sino desde la consideración del lenguaje como una herramienta de una riqueza humana incalculable. Es gracias al lenguaje como creamos emoción, humor, miedo, curiosidad…, no a partir de las tramas ni de los temas.

 

“Si no hay implicación personal, el texto puede ser perfecto pero carece de fuerza”

 

El lenguaje cubre, al final, de luz las tramas y los temas porque el lenguaje inevitablemente significa, pero la literatura de Mesa es literaria. Su prioridad está lejos de cualquier facilismo. Las obras comerciales y las de autor difieren, señalemos un caso, en la importancia que se otorga al destello artificial del argumento. En el caso de Mesa sus personajes leen, escriben. Mucho. Incluso se cuestionan acerca del lenguaje: “Le imponen las palabras”, “Las palabras resuenan en su cabeza (…) ¿Tocar la cintura o acariciar la cintura?” -Un amor-; “El lenguaje no es útil, las palabras están adulteradas” -Cuatro por cuatro-. Su último libro, Silencio administrativo, reproduce, para combatirlo, el lenguaje del poder público.

- Supongo que hay varios tipos de no-ficción. ¿Es posible desarrollar este género sin implicarse en lo que se cuenta?

- En mi opinión, si no hay implicación personal -es decir, un auténtico interés en aquello sobre lo que se escribe- el texto puede ser perfecto desde el punto de vista técnico, pero carece de fuerza.

 

“A nadie le interesa nuestra vida: primera lección básica para un escritor”

 

- ¿Qué distancia Silencio administrativo –o la no-ficción- del periodismo?

- En el caso de mi libro, nada. Lo entiendo como periodismo, sin matices. Es, de hecho, una crónica con algunos elementos del ensayo, pero fundamentalmente una crónica: se cuenta una parte de la realidad de la que se ha sido testigo. Pero por supuesto hay muchos otros tipos de no ficción, algunos de ellos muy alejados del periodismo.

- ¿En una reconstrucción caben licencias o, como dice Cercas, en cuanto el uno por ciento es ficción la obra se convierte en ficción?

- Caben licencias que mejoren la eficacia del libro sin alterar su veracidad. Yo cambié el nombre de la protagonista, por ejemplo, para proteger su privacidad, y agrupé algunas personas y hechos para simplificar el complejo retrato que hago de la burocracia. Pero esto no convierte el libro en ficción ni mucho menos.

- Silencio administrativo no parece un libro de literatura del yo.

- No lo es.

- ¿Un libro de ficción puede ser egográfico?

- ¿Centrado en el yo? Sánchez Dragó asimila lo egográfico a lo autobiográfico y reconoce que esto ocurre en todos sus libros, incluidos los ensayos. En este sentido estaría de acuerdo, también lo dice Alice Munro: toda literatura es autobiográfica, pero no en los hechos narrados, sino en lo subyacente a esos hechos, en cierta atmósfera, digamos, emocional. El prefijo ego-, eso sí, suena mal. Una cosa son los libros autobiográficos y otra los egocéntricos, los lectores perciben esta diferencia al instante. En mi opinión, lo ideal es partir del yo para trascenderlo, no para quedarse ahí. A nadie le interesa nuestra vida: primera lección básica para un escritor.