Hay libros no buscados que cambian el rumbo de un escritor. A veces se imponen por capricho; la creación literaria tiene su cuota de azar. Pero otros los dictan las circunstancias y el autor, por mucho que se resista, ya no vuelve a ser el mismo.

A Sergio del Molino le sucedió con La hora violeta (Mondadori, 2013), en el que describe la enfermedad y muerte de su hijo Pablo. Ese relato testimonial torció sus coqueteos con el realismo sucio y la pretensión de escribir humor al más puro estilo inglés. Del mismo modo, La España vacía (Turner, 2016) revalidó su labor como ensayista al tiempo que desbrozaba el camino a otros autores en la denuncia de la desestructuración económica y poblacional de nuestro país.

Ya cumplidos los cuarenta, este madrileño trasplantado a Zaragoza ha publicado una docena de libros, a ritmo de uno por año, y es voz conocida en las columnas de prensa y  tertulias radiofónicas. Hay que cazarlo al vuelo, aprovechando su viaje de los viernes a Madrid, por lo que quedamos en un restaurante cercano a la emisora desde la que aconseja libros y películas; incluso resuelve a los oyentes pequeñas dudas morales. Disponemos de una hora para comer y hacer la entrevista. El AVE no espera.

 El restaurante tiene nombre de copla. A Estrellita Castro le temblaba el caracolillo cuando cantaba que la gitana protagonista fue desgraciada porque antepuso el dinero al amor. En las paredes, fotos taurinas en blanco y negro de Anya Bartels-Suermondt; punto andaluz que, sin rayar en lo cañí, se extiende a la carta. Sergio del Molino la conoce bien y me dejo llevar.

 

“Me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor”

Mientras aguardamos la esperanza rusa (no deja de ser una ensaladilla, pero de textura más suave. Casi hummus. Parece un guiño a Sevilla. La forma de contentar a los devotos de las dos Esperanzas: la Macarena y la de Triana), hablamos de su libro más reciente, Calomarde. El hijo bastardo de las luces (Libros del K.O), donde profundiza en la biografía del turolense que fue ministro de Gracia y Justicia con Fernando VII, al que presenta como iniciador de las “cloacas del Estado” en España. “No he pretendido hacer un ensayo académico, sino un retrato literario y periodístico, porque me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor. Para desmitificar ya están los historiadores. Y Calomarde es un ministro muy importante en el momento en el que se está fundando el Estado Español, con la estructura que hoy conocemos. Una de mis querencias por él es porque representa muy bien la figura del arribista. En el fondo es un intruso, que no debía estar ahí, y eso explica todos sus movimientos. Fernando VII es un tirano muy extraño, porque ejerce la tiranía de forma un tanto pasiva. Calomarde le es muy afín y aguanta casi diez años como valido suyo, como su mano derecha, porque los dos están un poco a verlas venir. No se creen su papel. A mí me parece que Fernando VII se sorprende de aguantar tanto en el trono sin merecerlo. Ya que, en contra de lo que se cree, no es un gran conspirador. De la misma forma que Calomarde tampoco lo es. Pero saben mantenerse teniendo un perfil muy discreto y dejando que sus enemigos se maten entre ellos. Se compara a Calomarde, y yo también lo hago, con Fouché. Sin embargo, en ese sentido, se parece más a un Rajoy; una persona por la que nadie apuesta, siempre en segundo plano, que no es percibida como amenaza, porque a Calomarde lo veían como un labriego sin méritos, y acabó matando a todos sus enemigos por la vía lenta.

- La respuesta al soplamocos que le dio la Infanta Carlota por reinstaurar la Ley Sálica: “Manos blancas no ofenden. Señora”, sería apócrifa, según usted.

- Así lo creo, porque le presupondría mayor intelecto del que tuvo. Calomarde supo manejar los resortes del poder pero no era, ni mucho menos, un hombre cultivado.

- Al leer el libro queda claro que Galdós, con toda su perspicacia, no habría calado al personaje.

-Galdós hace una caricatura de forma intencionada. Javier Cercas, recordemos la polémica que ha mantenido con Muñoz Molina a cuenta de don Benito, tiene razón en que es un escritor muy parcial. Su versión de la Historia de España está completamente sesgada hacia el Liberalismo, y pinta a todos los personajes que tienen relación con el Absolutismo con rasgos muy esperpénticos. A Calomarde lo retrata como un monstruo, como un bufón, de la misma forma que trata mal a Floridablanca o a Fernando VII y a todos sus ministros. Pero Calomarde, a pesar de lo abyecto que resulta, no era ese comparsa que describe Galdós. Resultaba más interesante y complejo, tenía muchos pliegues.

 

“Creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando”

El primer libro de Sergio del Molino, cuando se ganaba la vida como periodista, fue un volumen de relatos: Malas influencias (Tropo Editores, 2009). Heredero del realismo sucio, sus protagonistas, alguno de carne y hueso como la escritora Sylvia Plath, son seres inadaptados y víctimas de la frustración. Un rasgo que se repetirá en obras posteriores, cuando ya frecuente la ficción autobiográfica. “Yo borraría mis primeros libros. No tienen ningún interés para el lector, si acaso para algún estudioso. Cuando escribes uno que destaca, repescan los anteriores, pero casi con intención arqueológica. Es verdad que las obsesiones de un escritor vienen de lejos. Algunas entroncan ya en la infancia y las vas desplegando poco a poco. Yo creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando. Hay escritores que no se lanzan a la piscina hasta que no lo tienen absolutamente claro. En ese sentido, yo soy muy imprudente y pienso que todos mis libros se encuentran ya insinuados en los anteriores. Por ejemplo, La España vacía estaba esbozándose ya en mi novela anterior, Lo que a nadie le importa. Y así, unos libros llevan a otros”.

- Soldados en el jardín de la paz (Prames, 2009) fue su primera incursión en el ensayo narrativo. La historia de esos alemanes, procedentes de Camerún, que llegaron a Zaragoza durante la Gran Guerra y se establecieron entre las élites de la ciudad, podría haber dado también para una novela.

- Probablemente. De la misma forma que no me reconozco en Malas influencias, éste es para mí un libro muy importante y quisiera rescatarlo en algún momento. Pero necesita una reescritura absoluta para sacarlo del localismo; porque, aunque es una historia de Zaragoza, resulta muy española. Bastante de lo que luego cuento en La España vacía ya está ahí. Y el tema central, el de los extraños desubicados, después ha sido una constante en mi obra. Es una idea que me fascina.

- Con No habrá más enemigo (Tropo Editores, 2012) dio el salto a la novela. Es una historia de suspense, protagonizada por personajes atrapados en la gran ciudad, donde, por no faltar, no falta ni el sexo duro. A pesar de ese ritmo de thriller, José Luis Muñoz escribía en Calibre 38: “Abundan destellos de literatura reflexiva que brillan con luz propia” Literatura reflexiva…O sea que el Sergio del Molino que hemos conocido después asomaba la patita.

- La verdad es que tampoco me reconozco ya en esa novela. Está escrita por alguien que murió, con una noción de la literatura y de la narración que ahora no comparto. La escribí antes de la enfermedad y muerte de Pablo, aunque se publicó después. La rehice en un estado que yo calificaría de trastorno mental grave y no he vuelto sobre ella. Temo que está escrita por alguien que no soy yo.

- Cuando se abre la puerta a una literatura reflexiva, pasa como con el sueño de la razón: aparecen monstruos. Y lo vemos en esas supuestas memorias familiares de Lo que a nadie le importa (Random House, 2014). La sentencia que dirige el abuelo a su esposa en el lecho de muerte: “Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos”, como dicen los italianos: “Se non è vero, é ben trovato”.

- È vero, è vero…

- La pronuncia su abuelo materno. Perteneció al bando de los que ganaron la guerra y, sin embargo, también arrastró miedos y silencios. Al leer la historia, da la sensación de que los que nacieron inmediatamente después de la muerte de Franco, usted es de 1979, heredaron esas lacras. Obviamente transformadas.      

- En el caso de mi generación, ya más que miedos y silencios, serían tics culturales. La sombra del franquismo ha sido larguísima. Acabamos de desenterrarlo y volverlo a enterrar.  A la hora de revisar nuestra historia, la gente de mi edad se encuentra con unos padres que vivieron la Transición y dieron por finiquitado aquel trauma, hicieron borrón y cuenta.  Por eso nos fijamos en los abuelos, que no lo llegaron a superar. Desde una perspectiva benjaminiana, me interesaba más ese diálogo intergeneracional en el que la historia va condicionando el presente. Por eso me fijé en mi abuelo. Buscaba el legado que pudiera quedar de sus silencios. No estoy seguro de que los traumas se hereden, pero una sombra y una cierta forma de mirar y de enfrentarte a las cosas creo que sí quedan. Y eso se manifiesta a través de la cultura política, pero sobre todo de la familia en la que has crecido.

 

“La literatura es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos”

       El camarero acaba de servirnos las croquetas de pringá. Píldoras de puchero andaluz en cucurucho de papel. Como castañas asadas. Hay que cocer a fuego lento magro, pollo, morcilla, chorizo y tocino, desmenuzarlos y fundirlos con la bechamel que lleva caldo del propio cocido. De Despeñaperros para abajo nunca probé bocado tan sabroso.

            En Lo que a nadie le importa aparece otro de los elementos que luego se repetirán en la obra de Sergio del Molino: el sentimiento de culpa. “La literatura autobiográfica es una forma de confesión. Te ayuda a expiar las culpas. Y sólo desde la perspectiva de la culpa tiene sentido el indulto que obtenemos al escribir. No hablo de culpa tal como la concibe la cultura judeocristiana, porque he sido criado en un ambiente ajeno a la religión y a la Iglesia, sino mucho más intimista y vinculada, por ejemplo, a la filosofía de Hannah  Arendt. Para mí es una guía ética muy clara. No está vinculada a los remordimientos ni la necesidad de purgar tus pecados, sino con la suciedad que vas dejando al vivir. Y te obliga constantemente a enfrentarte a ti mismo. Para mí la literatura va de eso: es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos y que escapa por completo de la geografía y de la celebración de uno mismo. Por eso veo la culpa como un requerimiento ético, muy vinculado a la vida en sociedad y a la autocrítica constante de cómo nos enfrentamos los unos a los otros. 

 

La hora violeta probablemente sea el más literario de todos mis libros”

- Lo que a nadie le importa lo escribió después de La hora violeta, que marcó un antes y un después en su obra. Cuando planeaba otras historias, la leucemia que acabó con la vida de su hijo Pablo, poco antes de cumplir los dos años, le condujo a ese libro. Y dice que todavía no sabe por qué encuentra lectores.

- Para mí es un misterio, porque lo escribí en condiciones muy desesperadas. En trance y casi, casi, sin ninguna pretensión literaria. O sí. O con todas las pretensiones literarias del mundo. Ahí desarrollo una idea para mí elemental: que la literatura es una misma cosa con la vida. Y la literatura es significativa en la medida en que exprese bien todas las rarezas y las asperezas de vivir. En ese sentido, una obra escrita de forma demasiado autoconsciente, demasiado pretenciosa, me parece antiliteraria y la veo condenada al fracaso. Si La hora violeta llegó a ser significativa es porque se escribió desde la inconsciencia. Yo creo. Y, por eso mismo, probablemente sea el más literario de todos mis libros. Aunque algunos críticos digan lo contrario. Es una obra rara, lo reconozco, pero perfectamente coherente con esa idea de la literatura como reacción a la vida. Una reacción que intenta ordenar y situarte en el mundo. Por eso hay gente que se identifica, aunque no haya pasado por nada parecido, con lo que cuenta el libro. 

Nos retiran los platos. En el cucurucho queda la croqueta de la vergüenza. ¡No, hay dos! Estamos de suerte. Así evitamos el espectáculo hipócrita de cedérsela al otro, cuando a los dos nos apetece. La pringá, en el nombre lo lleva, no es tan popular como otros cocidos españoles, pero puede medirse con cualquiera de ellos. 

- Como parte de ese discurso, usted reivindica también el valor de los sentimientos en la obra literaria. Jamás del sentimentalismo. Eso hubiera hecho naufragar a La hora violeta. ¿Lo escribió más con la cabeza que con el corazón?

- Con mucha cabeza, con mucha consciencia. Porque es un esfuerzo por mantenerme en el mundo e indagar en ese dolor. Es un libro muy cerebral que intenta ser fiel al dolor que está expresando. Y, en ese sentido, tenía que ser necesariamente contenido y austero. No podía desbordarse por el melodrama, porque entonces fracasaría por completo. Esa es la paradoja del libro: que fue escrito en trance pero con una autoconsciencia muy, pero que muy, exacerbada.

Sergio del Molino ha explicado muchas veces que La hora violeta no fue una terapia, sino una necesidad. La necesidad -como escribe en el libro- de dar nombre. Pero hay silencios, elipsis, en los que cuenta más que con muchas palabras. “Sin duda, la literatura calla. Está mucho más en los silencios y en las sugerencias que en la expresión. En el fondo, es una especie de elegancia. Me parece muy burdo contarlo todo. Vila-Matas, en un artículo sobre Bolaño que he leído hace poco, dice que la literatura fracasa cuando hace eso. Y tiene razón. Yo creo que lo más difícil de conseguir es una elipsis. Me sorprendieron algunas críticas, que eran muy elogiosas con el libro pero decían que lo contaba todo pormenorizadamente, que era muy detallista. No estoy de acuerdo: soy tremendamente elusivo. Es como si te asomaras por una mirilla a ese mundo hospitalario. Observas, pero apenas ves nada. Es evidente para cualquier lector que oculto muchísimo. Por eso me sorprende también que, en algunas universidades de Latinoamérica, se da en clases de periodismo como ejemplo de crónica. De crónica intimista, pero crónica. Cuando la crónica cuenta cosas y este libro intenta contar las menos posibles”. 

- En él explica, también, cómo fue su relectura de Mortal y rosa, de Francisco Umbral.

- Decepcionante. Bastante, además. Porque me encuentro una obra elusiva hasta el punto que me incomoda. Pero no hablo de elusión literaria, con la que estaría de acuerdo, sino  elusión cobarde. Umbral, en vez de indagar en su dolor, creo que está intentando huir de él. Y hace terapia cuando usa la literatura como tapadera en lugar de como penetración. La convierte en un trampantojo constante: el hecho de que no llame al hijo por su nombre, que apenas se perciba el momento en que muere Pincho, o que sea a veces casi una trama secundaria dentro del libro. Percibí que utilizaba la escritura como escapismo, justo lo contrario de lo que yo concebía que debe ser la literatura y lo que había entendido en un primer momento de Mortal y Rosa. Esa relectura a mí me deja devastado y me hace pensar mucho en lo que quiero hacer y cómo lo quiero contar. Por eso lo incluí en La hora violeta.

La mirada de los peces (Random House, 20017) parte de otra pérdida, aunque muy diferente, para Sergio del Molino. Su profesor Antonio Aramayona, coherente con la Ética y Filosofía que impartió en las aulas, optó por quitarse la vida. En este libro, que no es propiamente una reflexión sobre el suicidio, último tabú de nuestra sociedad, el autor parece acentuar ese sentimiento de culpa que rige gran parte de su obra.  “Puede ser. La verdad es que no lo he pensado. Pero uno de los hilos es el arrepentimiento que siento porque creo que no he estado a la altura del personaje de Antonio. Realmente no lo he entendido en algunos momentos de la vida y no he sabido estar donde debía. Es posible que haya una reflexión sobre la culpa entendida como crecimiento de la vida. Porque es algo consustancial a crecer y desmontar los mitos de nuestra adolescencia. A gente que creíamos que eran santos y puros, pero luego descubrimos que no lo son. Y no sabemos estar a la altura de su humanidad. Una cosa que me gusta mucho de la literatura de Cercas, y esto lo he hablado mucho con él, es que sus libros persiguen la construcción de un héroe pero se acaban encontrando al ser humano. Se ve en Soldados de Salamina pero, sobre todo, en El monarca de las sombras. Cercas intenta estar a la altura del hombre y en La mirada de los peces yo sigo un proceso inverso: tenía un héroe, casi un santo, que era mi profesor Antonio Aramayona, y, conforme voy creciendo, me voy encontrando a una persona. Una persona con sus contradicciones, debilidades, miserias y pequeñeces. A mí me va decepcionando y no estoy a la altura de esa decepción. Porque en lugar de ver al ser humano, que es mucho más interesante y grande, me refugio en el mito. Y ése es un poco el juego que hila toda la relación entre los dos personajes”.

 

“La sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar”

Cuando empezó a escribir, Sergio del Molino quería ser un autor humorístico, de los que cuentan historias con sarcasmo e ironía. Tipo inglés. Pero la muerte de Pablo dio un giro de 180 grados a ese propósito inicial. Sin embargo, hay críticos que ven destellos de humor en obras posteriores a La hora violeta y, por extraño que parezca, también en ese libro. Manuel Hidalgo habla de “humor torcido” a propósito de En el País del Bidasoa (IPSO Ediciones, 2018), donde Sergio del Molino recuerda cómo marcaron su juventud las novelas de Baroja. “En mis comienzos quería hacer parodia de todo y no tomarme nada en serio. La verdad es que, a día de hoy, la sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar y, especialmente, de hacer crónica política. Pero, claro, me siento incapaz porque me he vuelto solemne. Aunque la solemnidad no tiene por qué estar reñida con la ironía. La ironía es necesaria y basal para la literatura y para la vida. Permea y ayuda a evacuar.”

El camarero ha escuchado las últimas palabras. Sí, fuera de contexto, se explica su mueca. Pero sirve campechano el bacalao en tempura. En rigor, es rebozado. Un bienmesabe sin vinagre, crujiente y dorado al punto. Nada que objetar, salvo el nombre. La tempura es otra cosa. Sergio del Molino retoma el hilo de la ironía: “En mis libros está muy presente. Incluso en La hora violeta hay momentos con trasfondo irónico, donde dejo de tomarme en serio ciertas cosas. Si es una herramienta esencial para cualquier escritor, en el caso de los autobiográficos con mayor motivo. Porque, si no, caes en el autobombo, en la autocomplacencia, y acabas haciendo una cosa absolutamente hueca. La ironía es el arma que nos permite ser complejos y ser conscientes de que en las cosas nada, absolutamente nada, tiene importancia. Y luego, en mi vida diaria, yo no sabría convivir con alguien sin sentido del humor”.

 

“Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea”

- Su literatura no es estrictamente autobiográfica, porque deja espacio para la invención, pero el sustrato básico son experiencias vividas por el autor y sus familiares. ¿El uso de la primera persona, predominante en sus libros, le ha obligado a vencer el pudor?

- Lo vencí en La hora violeta, de forma inconsciente, y no es un debate que me haga. Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea. Y tengo la suerte, además, de que esa impudicia la comparte mi entorno, mi familia, a la que tengo de cómplice. El uso de la primera persona para mí es algo muy natural. Y, además, instrumental porque la uso para ocultarme. Una de las maneras más útiles de esconderse es hacer creer al lector que estás hablando de ti mismo cuando en realidad no lo haces. Estoy fijando la atención, pero mis libros son muy poco intimistas. Hay intimidades, hay confesiones, aunque, en el fondo, uso el personaje que me construyo sobre mí mismo para llevar la narración a ramas y a cerros de Úbeda que son los que a mí me interesan. No deja de ser una estrategia narrativa.

-¿Y descarta volver algún día a la ficción pura y dura?

-En buena medida ya lo hago en mi próximo libro, que se titula La piel. Tiene parte de narración autobiográfica, parte de ensayo y otra de ficción. En él incluyo una serie de relatos canónicamente ficticios, basados en personajes históricos, y en los que no aparezco yo. Aquí, el narrador me pedía aparecer en tercera persona. O sea que no descarto en absoluto volver a la ficción total.

 

“Me preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España”

La España vacía (Turner, 2016) inauguró una serie de libros y reportajes sobre el éxodo rural en nuestro país y el desequilibrio de la balanza demográfica. Sergio del Molino, que dio el pistoletazo de salida a otros autores, considera espantosa e innecesaria la corrección vaciada que han impuesto, después de publicado su libro, los movimientos sociales y medios de comunicación. Antonio Muñoz Molina, en una entusiasta crítica, escribe que la mirada del narrador está más próxima a la de Machado que a la de un Azorín o un Unamuno. “Estoy de acuerdo y, además, lo digo en el libro. Machado es mucho más nuestro contemporáneo. A Azorín hoy no lo lee nadie. Es ilegible para la sensibilidad del lector actual, porque tiene un sentido de la poesía en el paisaje que nos es completamente ajeno. Cuesta entrar en sus obras. Hay una barrera estética. Y Unamuno parece excesivamente contemporáneo. Interpela constantemente a su tiempo y muchos de los presupuestos desde los que escribe, no todos, resultan extraños o antiguos en este momento. Su nacionalismo cae antipático. Cuando habla de la raza, las esencias y cierto ecumenismo hispánico, nos suena a chirigota. Luego hay otras cosas, mucho más intimistas, que sí que nos llegan. Sin embargo, Machado es un paseante que está plenamente inserto dentro la sensibilidad de hoy. Y no me pasa solo a mí. De los tres, es el único que sobrevive y podemos leer su obra como si estuviera recién escrita.”

En el fondo, todos los libros de Sergio del Molino, ya sea a través de pueblos abandonados, islas dentro de un continente o la literaturización de su propia familia, acaban hablando de España. “Creo que hay dos perfiles que están contaminados dentro de mí como ensayista. Pero a la vez se diferencian mucho. Hay uno más intelectual, del escritor que interviene públicamente en su tiempo, a través de ensayos, artículos, tertulias o conferencias. Y a ése le preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España. Pero como escritor más solipsista, que quiere crear una obra literaria al margen de la utilidad que pueda tener en el momento y de cómo interpele a sus contemporáneos, me intereso por lo invisible, lo oculto, los espacios innominados y los yermos. Algo que tiene que ver también con los silencios de las familias. Por lo tanto, en ensayos como La España vacía y Lugares fuera de sitio intento llamar la atención sobre realidades que son banales y que no se perciben como conflictivas, pero que para mí lo son mucho en lo que afecta a la articulación de la convivencia y la cultura de un país. Y en la obra más estrictamente narrativa, aquí está la contaminación de los dos perfiles, hago lo mismo: fijarme en lo banal, en lo que a nadie le importa, de ahí el título de mi novela, para desentrañar las historias que guardan”.

 

“Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas”

José Tomás y Juan José Padilla, retratados por Anya Bartels-Suermondt, observan, desde el muro de ladrillo visto, el paseíllo de los Huevos camperos con jamón de bellota 5J desde cocinas a nuestra mesa. Romper bien la yema, para que impregne más las patatas que el pernil, también es un lance. Le reservo ese quiebro a Sergio del Molino.  

Lugares fuera de sitio fue galardonado con el premio Espasa de ensayo en 2018 y se leyó como la secuela de La España vacía. Porque enclaves como el Condado de Treviño, el Rincón de Ademuz, Llívia o Gibraltar no dejan de ser pequeños laboratorios donde se ensaya la convivencia. En La España vacía, mientras tanto, hay una pasión por la estela que dejan las cosas al marcharse. Me recuerda a los cuadros de Amalia Avia, a esos comercios cerrados o puertas desvencijadas de lugares por los que -como escribió sobre ellos Cela- “alguna vez pasó la vida.”  “Me gusta la comparación. Sí, busco ese eco, la fantasmagoría. Yo vengo de una familia muy esotérica. Mi madre no creía en Dios, pero sí en los fantasmas. Y en las brujas. Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas. Esa reverberación de los espacios siempre me ha sugerido mucho, porque hay ecos del pasado que se pueden trastear. Es una obsesión estética que luego he convertido en un discurso ético”.

 

“Ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España”

- Usted se curtió en el mundo de las letras como periodista de Heraldo de Aragón y, entre la docena de libros publicados, tiene uno, El restaurante favorito de Nina Hagen (Anorak Ediciones, 2011), que recopila, aunque me consta que hay mucha reescritura, artículos y entradas de su página personal. En el prólogo dice que el periodismo ha renunciado a su sustancia narrativa.  ¿Necesitamos en España un periodismo más entroncado con la literatura como el que practica la Nueva Crónica Latinoamericana?

- Está dándose. Por pura necesidad. El periodismo, al entrar en esa hecatombe que fue la crisis, tuvo que buscar nuevos espacios y formas. Así ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España. Está Chaves Nogales, pero tenemos ejemplos más próximos en el tiempo  como Manu Leguineche y los grandes cronistas de la Transición, que están muy olvidados. Aquí el gran escaparate periodístico estuvo dominado casi siempre por la opinión. Por una opinión, además, banal, efectista y centrada en el estilo. Muy umbraliana, para entendernos. Y la crónica, que conlleva ir, ver y contar cosas desde una particular mirada, siempre ha ocupado un segundo plano. Sigue ocupándolo. Lo que sí es verdad es que, a consecuencia de la crisis, han ido apareciendo buenos documentalistas. Ahora hay cierto auge de libros de periodistas y de periodismo que durante tiempo estuvieron opacados en muchos sentidos. Las editoriales tenían colecciones de crónica, pero se vendían en el fondo de la librería. Y ahora, por poner dos ejemplos, Anagrama publica, como libros narrativos, los de Leila Guerriero o El colgajo, donde Philippe Lançon cuenta cómo renació tras el atentado a la revista satírica Charlie Hebdo. O sea, que tienen un prestigio en la industria editorial que todavía no les concede la periodística. Ahí, en su propia casa, se sigue considerando un género segundón.

- Existió una escuela de El Norte de Castilla, a través de la cual algunos periodistas derivaron en grandes escritores. Si miramos a Heraldo de Aragón, encontramos nombres como el suyo, Manuel Vilas, Antón Castro, Irene Vallejo... Algunos ya llegaron siendo escritores y otros no han ejercido propiamente el periodismo, pero ¿se podría hablar de una escuela del Heraldo?

- No sabría responder. Heraldo de Aragón, a pesar de que le faltaba el estilismo de El Norte de Castilla, porque no tenía a Delibes como director, ha sido un periódico que tradicionalmente, ya no, tenía unas páginas culturales muy bien cuidadas. Y ha sido refugio de buenas plumas. Eso es verdad. Pero no sé si ha sido tanto escuela como vehículo de expresión. Hubiera hecho falta alguien que orientara, como Delibes, ya digo. Por tanto, creo que los que salimos fue de forma espontánea. Más que enseñarnos, nos dejaron hacer.

 

“En este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión”

            Sergio del Molino ejerce también como divulgador cultural a través de la radio, donde lo mismo comenta un libro o una película como interviene en ese género tan denostado que es el de la tertulia. “No quiero hacer tertulia política, sino la relacionada con temas culturales, o sociales, porque en este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión. Se hace una opinión de trinchera. Sin embargo, reconozco que en el columnismo sí me decanto mucho más. Tengo una posición muy escéptica con el poder en general y con el discurso de los poderosos. Creo que tanto el escritor público, el que se expresa en los periódicos, como el periodista deben delatar las imposturas de ese discurso, encontrarle las fallas para reírse de él, y ser un poco bufones. En ese sentido, los partidos, cuanto más ideologizados están, más motivos dan para la risa. Son carne de parodia. Sin embargo, los de perfil más tecnocrático provocan menos chanzas”.

 

“Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía”

A Sergio del Molino le gusta decir que a los veinte era un anciano descreído y que, con los años, se ha vuelto más joven e ingenuo. Le pregunto, para acabar la entrevista, cómo ve desde esa ingenuidad y su escepticismo político, la llegada de Teruel Existe al parlamento nacional. ¿Cree que habrá una segunda, y más legislaturas? “Para mí, el peor escenario es que tuviera éxito. Uno de los movimientos políticos que con más entusiasmo han celebrado esa llegada al Congreso y el Senado ha sido el independentismo catalán. Porque ha visto refrendados en el discurso de Teruel Existe su idea victimista del Estado. Entonces, si lo parasitan, será el germen de algo nefasto para las reivindicaciones de la España vacía. Si terminaran expresándose de forma nacionalista y esencialista, con el reproche por arma, sería terrible. Creo que está muy lejos de suceder porque Teruel Existe es una plataforma ciudadana donde, evidentemente, cabe de todo. Lo único que les une es la indignación por el abandono de la provincia. Nada más. Es muy difícil que ese discurso cale hasta transformarla en fuerza política. Imagino que se irá desinflando, pero, curiosamente, creo que el salto a la política de Teruel Existe ha hecho daño a un movimiento que estaba en un momento muy dulce. Porque había conseguido copar todos los espacios públicos con su discurso transversal de oposición al poder y de demanda ciudadana. Creo que han jodido…”

-… ¿Pongo esa palabra en la transcripción?

- Por supuesto. Creo que han jodido parte de lo que les hacía fuertes e indispensables. Además, se perpetúa una forma de hacer política vinculada al caciquismo y el conseguidismo. Algo a lo que nos tenían acostumbrados el PNV y los nacionalistas catalanes. El movimiento de la España vacía pierde una oportunidad muy buena de intentar vertebrar el Estado de otra forma para que haya más igualdad y prevalezca la solidaridad. Si en las próximas elecciones Cuenca obtiene un diputado por esa vía y sale otro de Soria, cuando cada uno reclame en el Parlamento qué hay de lo suyo, estaremos perdidos. Esto sería un neocarlismo. Creo que Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía. Sé que mi opinión es dura, y que la comparte muy poca gente, pero me parece que han tomado la peor de las decisiones.     

 

            El entrevistado consulta el reloj. Los viernes por la tarde, Madrid se convierte en un infierno para el tráfico y tiene que coger el taxi ahora mismo si quiere llegar con tiempo a la estación de Atocha. Regresa a Zaragoza, como hace todas las semanas, tras su colaboración en la radio. “Dejamos la torrija de brioche con helado para la siguiente comida”.      

Me habían dicho que con ese pan dulce y de corteza dorada las torrijas quedan acorchadas en su punto. Ni duras ni hechas un suflé. Toda una tentación para el laminero que reprimo desde hace tiempo. Queda pendiente, por tanto. Nada hace barruntar que, días después, el Gobierno decretará el estado de alarma y Madrid se va a quedar tan vacía como esa España moribunda a la que tomó el pulso Sergio del Molino.