En el panorama de la literatura rumana contemporánea, destaca sin lugar a dudas la novelista, cuentista y traductora Gabriela Adameşteanu (Târgu Ocna, 1982), cuya obra está muy bien representada en español. Pocos autores han sido capaces de combinar con tanta maestría la fuerza del latido histórico, los avatares del pueblo rumano a lo largo del siglo XX, el sufrimiento vivido bajo las dos Guerras Mundiales y las sucesivas dictaduras de distinto signo por una parte, con el plano de la historia individual, de la intrahistoria unamuniana tomada en su sentido más amplio, por otra. Dotada de un oído excepcional para captar los ecos más sutiles de las voces de sus personajes, resulta imposible no dejarse llevar por su brío narrativo a través del laberinto histórico reciente de Rumanía. Las novelas de Gabriela Adameşteanu son el más acabado ejemplo de que la Historia por sí sola no alcanza a descubrir ni revelar las vivencias más profundas del individuo.
“Huyendo del oficio de escritora”
- Su carrera literaria comenzó tarde, tras un periodo como redactora en la Editura Politic. Allí su labor consistía en elaborar material puramente informativo, fichas sobre autores... ¿Cómo se produjo ese paso a escribir ficción? En sus novelas se confirman, además, las palabras de H. Broch: el “papel de una novela es descubrir lo que solo una novela puede descubrir”? ¿Existe una preocupación cívica en su obra?
- Mi carrera literaria empezó tarde porque no era algo que yo buscara. Estoy trabajando ahora en un libro de memorias, Oficios poco recomendables para una mujer, en el que planteo cómo, a lo largo de mi vida, he evitado muchas veces ser escritora. Las causas son múltiples y nacen de la educación recibida en casa para la “señorita” de la familia: mi madre, al ver que me “devoraba” la pasión por la lectura, se temía que yo no fuera normal. Nunca he tenido tiempo suficiente para leer todo lo que habría querido, he leído en aulas, en anfiteatros, en el tren, en autobuses abarrotados, mientras hacía cola, en reuniones, mientras daba de mamar, mientras comía, mientras llevaba a cabo labores rutinarias, leí Doctor Fausto de Thomas Mann cuando estaba a punto de dar a luz y A sangre fría de Truman Capote unos pocos meses después del parto. Siempre llevaba una novela encima. Durante las primeras vacaciones con mi marido, en la montaña, en tienda de campaña, no pudimos llevar libros debido al peso de los bultos que acarreábamos, y yo me sentía como si tuviera síndrome de abstinencia, aguardaba las hojas de periódico en las que habíamos empaquetado las conservas para leer siquiera la prensa desprestigiada de la época. Pero el rechazo al oficio de escritora se debía también a la literatura propagandística de los manuales escolares (odas a Stalin, al Partido Comunista, el único y todopoderoso, etc.) y al realismo socialista, el método literario obligatorio, importado de la Unión Soviética, que se me impuso por la fuerza. Me costó librarme de la forma como había aprendido a hacer análisis literarios distorsionando el sentido. Sabía manipular los textos para enfatizar la lucha de clases, confeccionar caracterizaciones elogiosas de los personajes positivos (el activista, los trabajadores con elevada conciencia de clase, etc.…) y destructivas de los personajes negativos (el terrateniente, el tránsfuga, el latifundista), destacar los finales felices, bien politizados. Mi crítica desmedida (cultura de la cancelación avant la lettre) se aplicaba también a los autores fallecidos porque no se ajustaban a la corrección política de nuestra época. Al principio, el realismo socialista fue impuesto abiertamente a través de artículos publicados en Scânteia y los escritores oficiales lo adoptaron enseguida por motivos económicos y pensando en su carrera (los derechos de autor, los premios importantes, la inclusión inmediata en los libros escolares, etc.). Los inadaptados vivían en la miseria o estaban en la cárcel, gran parte de la literatura rumana y extranjera estaba prohibida y yo estaba convencida de que no se podía hacer literatura verdadera en el país donde vivía. Siguió, mientras estaba en la facultad, un periodo de apertura política y cultural, la historia y la teoría literaria cambiaban de un día para otro. Lo viví con alegría, luchando con toda mi alma por borrar los automatismos del realismo socialista y el viejo vocabulario crítico, descubrí los libros hasta entonces prohibidos y redacté mi tesina con el tema Modificaciones del personaje literario en Marcel Proust, A la búsqueda del tiempo perdido, un ciclo de novelas que tuvo un gran impacto en mi escritura.
“Como periodista, he tenido preocupaciones cívicas; como escritora, mi preocupación ha sido no mentir”
Rehuía también el oficio de escritora porque lo considero muy difícil y muy expuesto, más incluso que el de escritor; quería estudiar Medicina o Historia de la literatura, ha habido periodos en los que no me he ocupado de la ficción: me dediqué al periodismo y a la gestión de prensa durante diez años tras la caída del comunismo… Eso duró, como ya he dicho, hasta que me convencí de que podía escribir libremente lo que yo quería. Y mi único credo ha sido no mentir, algo que puede parecer banal, pero que, en una sociedad totalitaria que quiere hacer propaganda a través de la literatura y el arte, no resulta sencillo. No he tenido credos cívicos como escritora (los he tenido, sin embargo, como periodista), no me gusta la literatura “con mensaje explícito”. En mis novelas y relatos he querido mostrar eso que no se veía, la vida verdadera, porque la sociedad rumana ha vivido durante medio siglo en una gigantesca mentira. He escrito sobre los destinos de las personas corrientes, sobre cómo se enfrentan a las dificultades cotidianas, sobre los traumas que las guerras y las dictaduras de esta sufrida parte de Europa les han causado, sobre lo difícil que es elegir en la adolescencia (El mismo camino de todos los días) y lo difícil que es ser viejo y pobre (Una mañana perdida).
“Cada escritor es único, no tiene edad ni género”
Vuelvo sin embargo a la pregunta de más arriba. Como terminé la facultad con una nota media muy alta, fui destinada a la Redacción de Diccionarios de la Editura Politică, que dos años después pasó a ser la Editura Ştiinţifică şi Enciclopedică, donde trabajé diecinueve años. Redactaba artículos de diferentes dimensiones sobre los escritores, una tarea rutinaria. Ahí, en ese trabajo con una jornada fija y larga en la que me aburría, irrumpió ese impulso de escribir prosa que había reprimido durante tanto tiempo, quizá porque llevaba en mi interior la herida de la pérdida de mi padre, al que me había sentido muy apegada. No había escrito nada hasta los veintiocho años, no tuve ningún periodo de “aprendizaje”, la novela de debut, El mismo camino de todos los días, recibió una gran acogida, ganó dos premios y está traducida a seis idiomas. Coqueteaba todavía con la idea de que sería mi única novela y de que me dedicaría a otras cosas cuando empecé a escribir otra, Una mañana perdida y, entre ambas, publiqué también relatos. Después de comenzar a escribir, el hambre enfermiza de ficción, la enfermedad de la lectura -y también su deleite- se apaciguó. Contaba ya con un ojo profesional que sopesaba fríamente la estrategia de la emoción y empecé a elegir lecturas más acordes con mis temas y mis personajes. La sorpresa fue comprobar que escribía de forma diferente a mis autores favoritos, no me había contaminado, seguía escribiendo a mi manera. Cuando me sumerjo en el estilo de un libro, leo lo que está relacionado o guarda afinidad con mi escritura. Amo la literatura también en los libros de mis colegas, indiferentemente de la generación a la que pertenezcan. Para mí, cada escritor es único, no tiene edad ni género: me interesa la manera como ve el mundo otra persona, la forma como cuenta su historia. Pero pasaron diez años en los que no leí ficción en absoluto, en 1985 me trasladé de la Editura Enciclopedică a una gran editorial literaria, Cartea Românească, donde tenía que leer mucho, incluso maculatura, todo bajo la presión de la censura, y “me intoxiqué”. Sin embargo, en mi época dedicada al periodismo (1990-2005), cuando no leí ficción, descubrí los mecanismos del mundo de hoy en día, algo que resultó de gran ayuda cuando retomé la escritura.
“Atrapar la historia como si fuera una presa”
- La historia de Rumanía es un personaje más junto a muchos otros personajes inolvidables (Vica, Letiţia Branea…). El pasado-presente de Rumanía (es decir, la historia con mayúsculas, la historia colectiva) y el pasado-presente de los personajes (la historia con minúsculas, la historia individual, la intrahistoria unamuniana) van de la mano en sus novelas. Como decía Antonio Muñoz Molina: “A veces la biografía de las personas tiene una correspondencia decisiva con las circunstancias históricas: eso les permite experimentar en primera persona las grandes mutaciones de un devenir colectivo”.
- Su observación me recuerda lo que escribió André Clavel en Lire, en otoño de 2005, cuando apareció la edición francesa de mi libro Una mañana perdida en la editorial Gallimard: “De un personaje a otro, desde la I Guerra Mundial hasta el periodo estalinista, de un campo de batalla a las cárceles donde se pudren los prisioneros políticos, en esta “mañana” para siempre perdida desfila la Historia con su abrigo rojo y negro.
Pero cuando escribí las primeras páginas de ese libro, la idea de considerar la historia como un proyecto de mi ficción estaba muy lejos. No había aparecido como protagonista en los dos libros anteriores, El mismo camino de todos los días (1975) y la colección de relatos (Regálate un día de vacaciones, 1979). En ellos los acontecimientos tenían lugar en los años 60-70, es decir, en mi presente de entonces. Ahora solo quería esbozar un personaje, Vica Delcă, plasmar una instantánea a través de su forma de hablar rudimentaria, popular, nada habitual en un ambiente lingüístico correcto y abstracto, con influencia de la lengua de madera de la época comunista. Sin embargo, renuncié enseguida, porque mi personaje no tenía destino alguno y no sabía qué hacer con él. Lo retomé al cabo de un par de años, tenía en mente una novela sobre la vejez, la pobreza y la muerte. Había cumplido ya treinta y tres años, había dejado atrás esa frontera que yo llamo “eterna juventud”, en la que no ves los límites, o al menos no ves los tuyos. El destino de mi personaje (una mujer de la tercera edad, antigua propietaria de un bistró, que acabó siendo una costurera con el comunismo) me espantaba ahora que veía su final. Entre tanto habían aparecido otros personajes, de su misma generación, capaces de comunicarse, pero tuve que renunciar de nuevo. Me di cuenta de que, en realidad, estaba escribiendo una novela, no un relato, y de que era demasiado joven en relación con mi personaje: mi memoria era la mitad de la suya. Yo era una hija del comunismo y este había borrado las huellas materiales, económicas y sociales del pasado. Siempre me había gustado escuchar a la gente mayor que había vivido en otra sociedad, pero no bastaba con sus historias, tenía que documentarme. Y eso no era fácil, la historia oficial había falsificado siempre los acontecimientos en función de los cambios políticos y lo hizo con especial ahínco durante el comunismo, cuando lo político distorsionó por completo la verdad histórica. La historia fue utilizada para ofrecer legitimidad al partido comunista (un partido muy pequeño antes de que el ejército soviético le concediera el poder), y también para glorificar a Ceauşescu, que se veía como el descendiente de los valientes vaivodas imaginados por él. Los modelos nacionalistas fijados a través de grandes festivales que conmemoraban un pasado falso dejaron, por desgracia, una profunda huella que se percibe todavía en la mentalidad de los rumanos de hoy. Odio esas mentiras nacionalistas, algo que también observó André Clavel en el artículo mencionado: “La novelista no es piadosa tampoco con lo que ella llama crudamente “taras nacionales”.
Cuando empecé a documentarme, podían consultarse en la Biblioteca de la Academia, a través de unos permisos espaciales y en un horario determinado, los libros y los periódicos de antes de la guerra, pero yo tenía un trabajo, obligaciones familiares y, además, no sabía qué estaba buscando exactamente. Conseguí dar con algunas memorias escritas después de la I Guerra Mundial y en ellas escuché las voces de la gente del pasado. Me demoraba en las casas en las que quedaban objetos del pasado, recorría museos, exposiciones de ropa antigua, fue una búsqueda continua de detalles, una aventura apasionante para captar no solo el color histórico, sino la forma como la Historia era vivida por los seres humanos implicados en ella. Yo conocía ya la lengua popular, pero descubrí la juventud de mis personajes, aprendí la lengua salpicada de galicismos en las casas burguesas de comienzos de siglo, etc. Debo mencionar, sin embargo, que el respeto por la verdad histórica me lo transmitió mi padre cuando era pequeña. Él fue un apasionado profesor de historia, me relataba en la infancia momentos no falsificados, estudiaba documentos de la Edad Media para sus artículos, por desgracia inconclusos. Falleció cuando yo estaba en la universidad.
“Cómo se transforma la actualidad en historia”
He tomado Una mañana perdida (mi libro más conocido, traducido a diecisiete lenguas) como modelo porque la Historia en tanto que proyecto solo aparece en este libro y en Vidas provisionales. Vidas provisionales es la historia de un amor secreto, bajo el signo de lo provisorio, el mismo signo bajo el que se encontraba el país que había pasado de una dictadura de extrema derecha (la de Ion Antonescu) a una de extrema izquierda (la de Gheorghiu-Dej y Ceauşescu), en la que vivían mis personajes -Letiţia y Sorin- y en la que habían vivido sus padres. Me resultó sencillo documentarme esta vez porque la escribí en libertad (apareció en Rumanía en 2010), aunque llevaba mucho tiempo pensando en ella. Supo interpretarla muy bien Gabriela Gheorghişor, una reputada crítica literaria: “Vidas provisionales no es tan solo una perturbadora historia de amor, sino también un fresco social y político del mundo rumano en el comunismo, una amplia crónica histórica de las turbulencias del siglo XX (el movimiento legionario y la dictadura de Antonescu, la época estajanovista de Gheorghiu-Dej, las etapas del ceauşismo), tejida tanto con los hilos “de los dosieres existenciales” de una multitud de personajes, como con los atajos del narrador omnisciente, una instancia de una objetividad afilada y con un agudo poder de observación. Y que sabe, al mismo tiempo, mantener el suspense, la gracia al cortar las escenas y la variedad de ángulos de grabación de los reflectores. En virtud de un sutil paralelismo, la historia personal de Letiţia se refleja en la Historia de Rumanía, “un país movedizo e inconstante”. No es casualidad que su relación con Sorin, llena de esperanzas, nazca en un periodo de relativa apertura, pero la progresiva desilusión llega al clímax junto con “la vuelta de tuerca” ideológica y la nueva glaciación de los años 70. Ellos ilustran dos modos diferentes de (sobre)vivir […]: mientras Letiţia se refugia, defensiva y liviana, en eros y en la escritura, el enérgico y calculador Sorin entra en la red de compromisos arrastrado por el afán de alcanzar una situación privilegiada”.
Lo interesante es que la novela ha sido mejor entendida entre los críticos extranjeros (en Francia, España o Alemania) que en Rumanía, donde fue interpretada más bien como una “novela sobre el comunismo”, aunque gran parte de la misma se refiere a los años 1938-1941, con la alianza y la ulterior pelea entre el Movimiento Legionario y el gobierno del general Antonescu. La opinión pública rumana no ha tenido hasta ahora suficiente información sobre ese periodo y no está todavía dispuesta a contemplar de manera crítica el movimiento de masas de la extrema derecha del periodo de entre guerras.
Por mi parte, me he sumergido con inmenso placer en las novelas de Antonio Muñoz Molina (El invierno en Lisboa, Plenilunio, El jinete polaco, Beatus ille), afortunadamente traducidas al rumano, y he descubierto, por un lado, unos años de la historia de España desconocidos para mí, una vida cotidiana que me absorbió por completo y, por otro, unos destinos que me recordaban los de mis libros. Y me reconozco por completo en la cita que ha traído a colación. Existe un destino colectivo que modela a las personas, que -sobre todo en tiempos de guerra o de dictadura- incluso las mutila.
“Siempre he querido que mi prosa sea atractiva para los lectores”
- En relación con el tratamiento del tiempo, ya sea el personal o el colectivo, es también muy interesante la estructura de sus novelas: una estructura fragmentaria, capítulos dedicados a cada personaje, la forma como presenta la evolución de sus protagonistas a lo largo de los años… El resultado final son unos personajes vivos, creíbles, no unas simples criaturas de papel.
- Siempre he querido que mi prosa sea atractiva para los lectores y debo decir que los periodos de moda literaria experimental que he atravesado (Nouveau roman, textualismo, postmodernismo…) no llegaron, sin embargo, a influirme. Opté por una estructura fragmentaria llevada por esa búsqueda de legibilidad, pero tal vez me condujeran hasta ella los mecanismos internos de la teatralidad, que yo no controlo. Comenzaba mis novelas como si fueran relatos, conocía las frases desde el principio, eso que yo llamo el “sonido” del libro, esencialmente distinto al del libro anterior. El sonido como de “novela retro” (el núcleo de Una mañana perdida) me costó un año de trabajo, escribía concienzudamente y cuando releía el texto, lo arrojaba a la papelera. Pero un buen día escuché el sonido de “novela retro” y vi ya el final, sumido en la niebla. He ido descubriendo las novelas a medida que las escribía, y lo mismo ha sucedido con la trayectoria de los personajes, su autenticidad, que compruebo una y otra vez a través de la relectura. No puedo explicar cómo creo los personajes, no tengo una “receta” porque es un proceso orgánico, natural. Veo continuamente personas (mujeres, hombres, niños) como posibles personajes y personajes como personas de carne y hueso. Naturalmente, como cualquier escritor, atrapo detalles, escenas, pequeñas historias, rasgos físicos, etc. de la vida, pero el personaje no es la suma de esos fragmentos, él despega, asciende en la ficción y adquiere su propio contorno, inconfundible, a medida que escribo. Escribo una página o dos, dejo pasar un tiempo y las releo con una mirada nueva que me ayuda a seguir avanzando. Puedo dejarlo y retomarlo, mucho más adelante, si el proyecto ficcional sigue vivo en mi interior.
“Tengo una profunda relación con la escritura”
- Aunque Vica es “su” personaje en Rumanía, yo he asistido como traductora a la evolución de Letiţia Branea a lo largo de tres novelas. Creo que en ella se pueden distinguir algunos temas que Paul Cernat encuentra en sus novelas: la incomunicación, la continua degradación de la existencia, la degradación moral, profesional… ¿Por qué ha permanecido fiel a Letiţia como eje de la evolución de su obra? ¿Responde a la intención de elaborar una especie de Bildunsroman?
- Yo veo esos temas de manera diferente a Paul Cernat. Marcel Proust observó mucho tiempo atrás que cada uno lee un libro diferente en función de su experiencia y de sus obsesiones. En la tetralogía de Letiţia, en la que podemos incluir también Voces en la distancia (acabas de terminar su traducción y aparecerá dentro de poco en Acantilado), he seguido el destino de una mujer, desde la adolescencia de El mismo camino de todos los días hasta la enfermedad de covid en la vejez (Voces…), donde se convierte en un personaje secundario. El cuadro de las edades de Letiţia, desde la infancia en el estalinismo hasta la madurez, cuando emigra a Occidente, y la vejez, cuando regresa a una Rumanía capitalista para intentar recuperar sus herencias, se presenta en un marco histórico y social muy detallado. No veo la degradación profesional, tampoco la moral: la nueva Letiţia de Fontana di Trevi, tras la visita a Occidente, donde se ha “reparado” física y psíquicamente, tiene los pies en el suelo y es capaz incluso de escribir una novela, aunque ese pasado doloroso la perturbe algunas veces. Es muy distinta de la Letiţia enamorada de Vidas provisionales, tiene proyectos materiales y existenciales más precisos que en su juventud bovariana, calcula el dinero que le queda para la vejez y su escritura es incluso una forma de venganza -la única al alcance de la mano- para olvidar la traición de su amante y de su amiga. Letiţia ha sido siempre bastante pragmática, por eso se reconcilia con el marido engañado, abandona su país, etc. No es una proyección mía a ninguna edad, aunque le haya prestado algunos detalles de mis vivencias. Pero mis padres no se divorciaron, mi padre no estuvo en la cárcel, no me casé con un profesor, no emigré y tengo una profunda relación con la escritura.
“Solo en libertad he podido escribir sobre ello tal y como tenía en mente”
- En relación con ese personaje central, Letiţia Branea, a la que acompañamos a lo largo de cuatro novelas, Muñoz Molina mencionaba también la naturalidad con que aborda usted el deseo sexual, el aborto…
- Las referencias a su deseo, la mayor atención al cuerpo se deben, sin duda, a la desaparición de la censura (y, por supuesto, de la autocensura). Respecto a su aborto, una tragedia que golpeó profundamente a la sociedad rumana en la época de Ceauşescu, debo decir que yo conseguí ilustrarlo incluso entonces, en uno de mis relatos titulado Ingreso breve. Pero solo en libertad he podido escribir sobre ello tal y como tenía en mente.
- Llama poderosamente la atención en su obra el tratamiento de los personajes desde un punto de vista estrictamente técnico, podemos distinguir la presencia de diferentes narradores: desde el narrador en primera persona al narrador omnisciente o a la novela polifónica…
- La polifonía aparece ya en Una mañana perdida, al igual que la escritura en diferentes personas, pero en el ciclo de Letiţia el juego de narradores se utiliza para sugerir la distancia de la emigrante respecto al mundo rumano que no alcanza a comprender a su regreso, pues todo se encuentra bajo el signo de una transformación cada vez más veloz.
“Me han pedido que escriba teatro, pero prefiero la prosa porque le ofrece al escritor más poder que al director”
- Uno de los aspectos más interesantes de su prosa es la naturalidad de los diálogos y la importancia de estos en la caracterización de esos personajes vivos, creíbles, como he mencionado más arriba.
- Cuando empecé a escribir, había reparado ya en la artificiosidad de los diálogos en los libros de muchos narradores contemporáneos y, temiéndome que mis diálogos pudieran sonar igual, los camuflé en el texto narrativo. Luego me armé de valor y los saqué poco a poco. Después de Una mañana perdida me sorprendió escuchar que tenía “uno de los mejores oídos de la literatura rumana”. Cătălina Buzoianu, la autora del espectáculo montado a partir de la novela, me dijo que se limitó simplemente a “recortar” el guion del texto de la novela. Me volví más consciente de esa característica de mi escritura cuando una profesora de teatro de la Universidad Babeş-Bolyai de Cluj, Anca Haţiegan, analizó la “teatralidad” de mi prosa. Ciertamente, cuando escribo, veo el movimiento de los personajes y los diálogos “brotan”, simple y llanamente, al margen de mi voluntad, y no solo en las novelas, también en los relatos breves. Me han pedido que escriba teatro, pero prefiero la prosa porque ofrece otras posibilidades (de profundidad, de matices) y, no menos importante, le ofrece al escritor más poder que al director.
“No escribo a partir de una idea, sino a partir de la gente con que me encuentro”
- En Voces en la distancia plantea abiertamente la cuestión de la vejez, del paso de la vida, además de la resignación, de la pérdida de las ilusiones… Es una cuestión muy interesante en un mundo obsesionado por la juventud, por la belleza en el que campa el edadismo.
- No escribo a partir de una idea, sino a partir de la gente con que me encuentro. Después de la aparición de críticas elogiosas sobre Una mañana perdida, un novelista mayor que yo me soltó: “¡Pensaba que era usted una vieja!”. Tal vez pensara que se trataba de un halago, yo tenía cuarenta y dos años y parecía más joven. Pero a mí me sorprendió la manera primitiva como contemplaba él la relación entre el autor y el personaje. Dudo que la pertenencia de género/edad sea el pasaporte para adentrarse en una intimidad desconocida. En la juventud construí tipologías de edad avanzada y después de los sesenta he escrito sobre “la mujer a los treinta años”. Siento la misma timidez ante las mujeres, los hombres, los adolescentes, los niños cuya mentalidad y comportamiento debo sacar a la luz desde mi lado oscuro.
La idea de que soy una narradora “especialista” en la vejez parte de la atención que he dedicado a varios personajes ancianos (todos femeninos, sea casualidad o no), he procurado descubrir su interior, sus traumas sociales, sin prejuicios ligados a su nivel cultural. Por lo demás, hay otras novelas (El mismo camino de todos los días, Vidas provisionales) en las que no aparece ningún anciano, y tanto en Una mañana… como en Voces en la distancia, las edades, al igual que las estaciones del año, están al revés, la juventud de los personajes está ligada al verano y se encuentra en la segunda parte del libro; la vejez está vinculada al frío y la novela empieza con ella, tal vez por eso sea más visible. Creo que lo que escribió Valeriu Cristea en 1984 sobre Una mañana perdida es extensible también a mis otras novelas: “La novela de Gabriela Adameşteanu transmite una poderosa, extraordinaria sensación de vida. Los personajes se encuentran unas veces en un plano temporal y otras en otro. Los vemos de jóvenes y de viejos, de niños, de adolescentes, de adultos… No hay nada ostentoso, nada estridente en ese paso de un nivel a otro… De ahí la emoción que provoca la lectura de su libro en el que percibimos no solo la vida, sino también cómo pasa la vida”.
“El perfeccionismo se hereda”
- Modifica sus textos incluso una vez publicados. ¿De dónde nace esa obsesión creadora y re-credora? ¿Se trata de una búsqueda de perfección, una búsqueda de lo sublime?
- El perfeccionismo se hereda, lo he visto en la familia de mi padre, en él (como profesor y como historiador), en mi hermano (ingeniero) y en mis tíos, unos grandes profesionales (arqueólogos, médicos). Entre los escritores abundan los perfeccionistas que repasaban la correcciones y complicaban la vida de los impresores (parece ser también el caso de Joyce). Como perfeccionista te arriesgas a no soltar tu trabajo, a seguir modelándolo. No es mi caso, tengo cinco novelas, dos volúmenes de relatos, memorias, incontables entrevistas, artículos de periódico e incluso traducciones, y además sigo escribiendo. Aun así, los periodistas siguen acosándome con la pregunta “¿por qué reescribe sus libros en lugar de escribir un nuevo libro?”. Últimamente se han resignado a que esa es mi forma de actuar, o bien los he engañado, mi experiencia como lexicógrafa me hizo señalar siempre los cambios en la primera página. Pero desde que renuncié a hacerlo, me los “pillan” solo los traductores; ellos pillan también las escenas dilatadas. Por ejemplo, Alain Paruit, el excelente traductor francés, recortó una escena de salón -con discusiones tal vez demasiado largas, con detalles históricos quizá inútiles- de Una mañana perdida. Y entonces pensé que antes de que lo hagan otros (traductores, lectores), es mejor que lo haga yo. ¡Cortar, aunque sean unos pocos párrafos, de un libro de culto, premiado, dramatizado, traducido, etc… le parece a todo el mundo una excentricidad!
“¿Cómo quieres que tenga un lector paciencia con tu libro cuando tú no eres capaz de releerlo?”
Esa fama de “escritora maníaca” que tengo en Rumanía la adquirí cuando transformé un relato largo, El encuentro, escrito en 1986-87, en una novela. Ese texto había sido víctima por partida doble: por una parte, de mi autocensura, por otra, de la censura oficial. Es un milagro que apareciera durante el comunismo; el tema era la emigración, la forma como se percibe entre los que se han marchado y los que han permanecido en el país, un tema que va a reaparecer en muchas de mis novelas (Fontana di Trevi, Voces en la distancia). La Ilíada y La Odisea fueron los libros de mi infancia y sobre el relato de los peregrinajes de Ulises superpuse las historias familiares de un tío legendario que acabó siendo un famoso arqueólogo en Italia (existe ahora un museo, fundado por él, en Policoro, que lleva su nombre, Dinu Adameşteanu). Una de mis obsesiones desde la infancia ha sido analizar qué significa vivir lejos del país donde te has criado. Eso explica también la reescritura, tres o cuatro veces, de El encuentro, su paso de relato a novela, de literatura experimental a ficción clásica. La emigración era la obsesión de los círculos burgueses oprimidos en los que transcurrió la primera parte de mi vida y, con el tiempo, pasaría a ser toda una obsesión nacional y un “terremoto” social en Rumanía, que tiene siete u ocho millones de ciudadanos “fuera”. Y, por supuesto, la emigración es un tema global, voy a documentarme sobre él durante varios años.
Sin embargo, la cuestión es por qué intervengo también en las reediciones de los libros escritos en libertad, sin censura. No se habla demasiado sobre la “caducidad” de la literatura, pero es algo que existe (esta suposición mía me la ha confirmado un excelente teórico literario) debido a que la lengua, una criatura viva, cambia, envejece… a diferencia de la música o el arte que, al tener como objeto el sonido o la materia, resisten mejor el paso del tiempo. Yo deseo que mis libros se mantengan jóvenes todo el tiempo posible, que puedan ser leídos con placer. Y formo parte de los (pocos) escritores que se releen tanto durante la escritura como después de la publicación. De joven, cuando tenía una memoria fuera de lo común, conocía, sin proponérmelo, mi novela de debut (El mismo camino de todos los días), me la sabía de memoria, como conocen sus versos los poetas. Eso es narcisismo literario, pensará usted, pero a mí me resulta extraño que no puedas releer tu libro: ¿cómo esperas entonces que tenga otro la paciencia de hacerlo?