La intimidad pasó a mejor vida. Antes costaba enseñarle el DNI a un agente y ahora el teléfono se desbloquea mediante reconocimiento facial. La gente publica lo que come mientras lo come. Los últimos años, la literatura también ha perdido el miedo a desnudarse. No en la autoficción, que es poner al cascabel un gato. Nuestro autor lo sabe y, después de barajar, pone las cartas boca arriba. Encabeza Setecientos millones de rinocerontes (2015) un texto escrito por Cristóbal Colón en 2021, en Cádiz. No importa que sea un juego. Importa la pericia formal, sintáctica y estilística. Y la verdad. Manuel Vilas ha pergeñado una novela, la de su vida, que es la de sus padres. Ellos narran una novela sin narrador, cuya primera persona coincide con la del propio Vilas. Los escritores no cumplen años, sino libros. Y a él le han caído de repente todos los que dejó de cumplir no sabemos cuándo.

 


Sin distancia no hay mirada

2014. Fallece su madre. Nueve años antes había perdido a su padre, pero no se enteró. ‘Más que morirse, se convirtió en un Monte Perdido’. Escribió sobre la muerte del padre sin enterarse de que estaba muerto. En 2005 tenía la mente en Resurrección. Llega 2014, deja de beber y se separa. “Vaya, mamá, no sabía que te quería tanto. / Tú sí que lo sabías porque siempre lo supiste todo”. Se entera de que no tiene padre. En 2015 publica El hundimiento. Poemas. Al él le confiesa: “Te amo, te celebro, te canto, te deseo, te sueño. / Cuando te fuiste, te llevaste en tu cuerpo toda la poesía del mundo”. Lo mismo con su madre. La quiere y roza edípico: “Todas fueron tu réplica”. Lleva tiempo enredado en la confesión. El mal gobierno (1993) ya tenía impronta autobiográfica. Sus temas son los mismos siempre. Da igual el género. En 2018, el Parque Nacional de Ordesa cumple cien años y él lo celebra con un libro homónimo. El más sentencioso y el más humilde. Se ha subido a un repecho y ha contado lo que veía. Sin distancia no hay mirada. La distancia tal vez puede llamarse madurez. A Vilas la madurez le ha costado mucho alcohol, mucho desengaño y mucho desvío. Ordesa (2017) es un libro que convence incluso a los que lo abrieron a la defensiva. Cuenta la vida de sus padres porque, en la de ellos, de serie, va la suya. Y volvemos a la intimidad. ¿Los muertos la pierden? ¿Se puede revelar que su madre se fundió en el bingo el poco dinero que tenía?, ¿qué él mismo se desmayó sobre el felpudo, borracho, narcotizado y orinado? Sí. Se puede.

 

La voluntad de decir la verdad

Dice Vila-Matas en Fuera de aquí que el componente moral se resume en la voluntad de decir la verdad. La confesión, practicada recta, es una dosis letal. Hasta a un descreído como Houellebecq le influyen moralistas y positivistas. En la moral están los errores y las faltas. “Disculpa siempre a los demás, nunca a ti mismo”, dice Auster en Informe del interior. Manuel Vilas es experto en culpas como el otro en lunas: “La culpa es un ejercicio de relieve sobre la tierra lisa. La vida de un ser humano es la construcción de relieves que la muerte y el tiempo acabarán alisando” (p. 76); “No podía ir a ver a mi tía y me sentía culpable (p. 166); Hoy sí habría ido a su entierro” (p. 167); “Mi padre fue incinerado. Ahora me arrepiento (p. 19); “La culpa es un poderoso mecanismo de activación del progreso material y de la civilización, porque la culpa crea tejido moral. Sin la culpa, no hubiera existido el marxismo. Sin la culpa tendríamos el cerebro hueco. Sin la culpa sólo seríamos hormigas” (p. 281). En esas palabras firma una declaración de responsabilidad mayor que la de los consentimientos informados. La belleza duele. Los poemas hieren. La verdad se apunta al carro. La culpa no es el arrepentimiento. La culpa se arrastra, al arrepentimiento te lleva a ti por delante. Sólo lo amortigua la catarsis que produce el hecho de contar, de decir la verdad. Ordesa es un poemario que parece una novela. Una confesión como un informe médico.

La vejez llega un momento en que te agarra por la solapa y no te suelta. La vejez es la pobreza del metabolismo. Vilas asume la ajena como propia. Le gustan los desesperados. ‘Dios, cómo me gustan. Son los mejores’. Les dedica América (2017). A la gente le gusta Estados Unidos por sus lagos, por la Ruta 66, o por Nueva York. A él, por sus pobres. Aunque para pobre, él. Siempre él. Maximalista. ‘Por muy grande que sea la desesperación de un país o de un continente, más grande será siempre la mía’. El más pobre, el más desesperado. El más. Esa consciencia le da fuerzas para ponerse “al mando del gran ejército de la desesperación” -Gran Vilas (2012)-. Según él, la nada de los perros es igual a la nada de los hombres. Se le escapa, con voz de perro, que ser pobre y joven se aguanta, pero ser pobre y viejo es un martirio. Le gustaría morirse ahora mismo, se ahorraría la senectud, pero no caigamos en la trampa: viene de confesarse inmortal en Materia (2013). Sube a la montaña de sus libros con sus temas a cuestas, los deja caer, y baja a por ellos. Repetimos las acciones para simular movimiento. El movimiento justifica que estamos vivos. Es una prueba pericial.

 

Vilas es lo más

Vilas es lo más. No quieras acercarte. En Calor (2008) explica: “Soy el mejor de los hombres”. Últimamente no se despega de la idea: “Mi divorcio me llevó a lugares del alma humana que jamás hubiera pensado que existían” (p. 71). Pero también es el hombre que más ha amado los restaurantes, las carreteras, los hoteles y los aeropuertos. “Es una adicción estar conmigo mismo”. El hundimiento, en realidad, no aportó nada que no hubiera en Materia. Él se reescribe. Constantemente. Es un enorme palimpsesto: “Pobre fue mi padre, / (…) / y el padre de mi padre / y pobre soy yo”. Parece una misa blanca. “Nos pasamos la vida / viendo cómo se enriquecían los otros”. El leimotiv cruza sus prosas, sus poemas, como una barcaza el Danubio, echando el agua a los lados, apartándola con su proa menesterosa, igual que Jesucristo. No estaría mal convertirse en él. “Ayuda a esa gente, / dales limosna, sé Lenin, sé Cristo, / sé algo más que un hijo de puta”. Cualquier día le vemos con un paño de pureza yendo a por el pan. Hay más negros en su obra que por las calles de Harlem. “Los sacerdotes negros siempre han renovado mi fe en Roma” –El cielo (2000); “Dedico este poema a Kafka, a Lenin y a Jesucristo (…) y a los negros, a todos los negros” –Avenida de Madrid (2004)-; “Rumanos, negros, chilenos, polacos, cubanos, yo mismo” –Resurrección-; “Te doy un beso delante del chatarrero / de un negro” –Calor-; “Igual de pobre que mi padre, y el padre de mi padre, / raza negra de negros españoles” –Gran Vilas-; “Siempre son blancas las toallas / (…) sería bonito que fuesen negras” –El hundimiento-. La aparición de los negros en su literatura sería parecida, mutatis mutandis, a la de Lorca. Simbolizan los lugares peores de la Historia. Y en alguna medida, siente que su origen histórico se emparenta con el de ellos. La negritud. Él mismo se ve hecho un campesino. Sus abuelos lo fueron. En América dio un curso de traducción en cinco palabras: “Donde pone negro digo mendigo”. ¿A alguien le extraña que en Ordesa el tabaco negro esté asociado a la pobreza? Vilas es lo contrario a un charlatán, a un embustero, a un simulador. No falsea ningún dato. Entra en la morgue y dispone del cuerpo de sus padres, y del suyo propio, también muerto. Los tumba en una camilla con forma de diván. Qué retratos se perdieron Enrique Simonet y Rembrandt. Los cuchillos y el hilo de coser, al lado del teclado, del papel y del bolígrafo. Vilas remueve las vísceras y nace la primavera. Es un mago. Hace del bisturí una pluma preciosa, como de ave modernista, y le arranca imágenes poco vistas en lo memorialístico.

 

La escritura y la muerte

Es importante que sus padres estén muertos. Su escritura ha salido ganando. La muerte es un hecho biológico. No puede desear, si no infantilmente, que sus padres sean eternos. Acepta la muerte y se alegra un libro que nunca entró en mis planes, con un estilo que elevó su prosa. “Ahora soy más fluido”. Pero no más ligero. La suya es una claridad que emborrona. Sus imágenes, sencillas y abstractas. Totalizan y permean. “Las ideas espirituales son bolas de antimateria ardiendo. La materia conserva cierto conocimiento” (p. 326). Su verdad es literaria. No es una cámara oculta. Proviene de la experiencia. “El sufrimiento es una amabilidad secreta con las cosas” (p. 19). El dolor no obsta para la alegría. El dolor está, para él, vinculado a la intensificación de la conciencia. Con sus padres vivos no se habría atrevido. No habría podido. No disponer de ellos encendió la chispa adecuada. En el libro, sus padres salen en portada. Nadie los ve, sepultados por un amarillo casi naranja. Pero están. “El amarillo es un estado visual del alma” (p. 313); “El dolor es amarillo” (p. 11). Para Harnoncourt, Mozart era un batido de belleza y catástrofe. La gran música hace frontera con la catástrofe. Para Harnoncourt, el mejor arte no era un espacio confortable. Inquieta. Y asumimos que es el principio de lo terrible. La extraña poesía de Ordesa bebe de esa tradición. Lacera.

 

La rebelión de declarar su amor por sí mismo

Trocear tu vida en una hexalogía no te convierte en Proust, pero sí te hace respetable un piropo de Eugenides. Knausgard parece que ha precisado miles de páginas para contarlo todo. ¿Podemos llamarlo novela autobiográfica?, ¿sencillamente, memoria?... ¿la vieja memoria? Knausgard aparece en portada como si fuera Dylan. A Vilas le pegaría. Bueno, él siempre sale, aunque no se le vea, como a sus padres. Vilas es un cuerpo sucesivo que todo lo rebautiza. Para unos el medio es el mensaje, para él lo es su apellido. Su imagen y su apellido son continuaciones de la escritura, o síntesis de la misma. Si Vilas cambiase de apellido, ¿variaría el mensaje?, ¿él mismo sería otro? ¿Abandonaría temas y géneros? Meterlo todo en la novela es síntoma de melancolía. Vivimos tiempos de confusión. Cuando esto ocurre, la mirada se echa para atrás como un animal acosado. Frans Francken II pintó no pocas estancias repletas de cuadros y estatuas. Perseguía aglutinar el conocimiento. Todo el posible. Ahí está el afán. Se pueden llenar paredes con pinturas, libros o recuerdos. O con géneros literarios. La acumulación actual de formas literarias revela un afán por encuadernar el universo. Para, algún día, ordenarlo. Hay quien ve en la prosa memorialista un ensimismamiento de las letras, particularmente si el autor juega a gustarse como hace Vilas. Decir que la gente bebe en su honor y que él que ama su cuerpo, o establecer: “Vilas, eres perfecto. El Ser, eso eres tú, y no la Nada”, no es ensimismamiento. Es rebelión. Como cuando mienta a los negros. Pero, ¿y si hubiere ensimismamiento? Acordémonos de Paul Klee y su autorretrato así llamado, Ensimismamiento, en el que una distorsión como de guitarra eléctrica cruza, y orientaliza, sus ojos, como una venda, que yacen cerrados como puños, pletóricos de fuerza. Es un rostro reconcentrado. Como el de la poesía. Un rostro en debate interno, en confrontación íntima: cuando Vilas declara su amor por sí mismo está cerca de dos cosas: darse asco y tomar la Bastilla. 

 

“El existencialismo es consumismo”

Stanley Robinson dijo el otro día que el capitalismo –tema fundamental en Vilas- alcanzó su límite y que la tecnología ayudará a tomar decisiones de tipo económico, como fijar impuestos, siempre que esté sometida, eso sí, a la ideología. Tal vez a una ideología nueva, no nacida. La tecnología ayudará a la política, no la sustituirá. Igual que la ciencia colaborativa necesita de las Humanidades para plantearse preguntas. Vilas se queda pensativo. ¿Necesitamos la filosofía, la compasión e incluso la religión? Para él, con no ser pobres hay bastante. La verdad también es la materia. Está convencido de que los únicos que no consumen son los muertos, equipara consumo y existencia. “El existencialismo es consumismo”, dice en América, un buen sitio para hacerlo, y dice que se encuentra “mejor sin alma”, aunque hay que poner la afirmación en cuarentena porque sigue: “Y sin despacho”. Le parece que sobran mensajes filosóficos en la política y falta gestión. Pero, ¿apelar a la gestión no es apelar a la tecnocracia? “Sí. Yo no digo que no hagan falta ideas, digo que no se aplican. Se quedan en la campaña electoral. Pues, al menos, que gestionen. Yo entiendo por gestión saber lo que vas a hacer para sacar adelante a tu país. Bueno, a las clases media y baja. Las grandes fortunas -o, sin llegar a tanto, las familias que viven bien- salen adelante por sí mismas”. La crisis laboral y la desindustrialización trajeron a Trump. Lo sabe. Y teme que si los mandatarios incumplen su labor, y no actúan a favor de las rentas bajas, lleguen más políticos que no son políticos. Tipos que aparentan ayudar a las clases humildes, de pensamiento rural, y lo que hacen es apuntalar a las elites.

 

“Si favoreces la prosperidad del que lo necesita, quien lee o leía, podrá comprarse libros y tendremos un país mejor”

Fue funcionario de enseñanza media con Rodríguez Zapatero, a quien llama “rinoceronte rosa” en Setecientos millones... Le culpa de no haber aprovechado para generar una identidad nacional de izquierdas capaz de frenar el patrioterismo. Y de bajar el cinco por ciento el sueldo a los profesores y meterles dos horas lectivas. Dinero y tiempo. No hay quien le saque de que el desarrollo económico es la base. “Con nóminas de ochocientos euros, es imposible que alguien se compre un libro. ¿Por qué no mil quinientos? Ah, es imposible. Ya. La población que vivía razonablemente, se vio empobrecida con la crisis y renunció al lujo del libro. Si favoreces la prosperidad del que lo necesita, quien lee o leía, podrá comprarse libros y tendremos un país mejor. Echo en falta esta elementalidad. Escucho discursos que no apelan a la prosperidad material. El objetivo deberían ser Francia o Suiza”. ¿Y disponer de más y mejores autos?

- “La industria automovilística occidental oferta / a la clase baja algún modelo con sexta marcha / e incluso con aire acondicionado”. Disquisiciones como ésta le llevan a tesis chocantes. ¿Es en Estados Unidos donde ha triunfado el comunismo?

- Son mis ironías. La literatura, al menos la mía, busca en la exageración un lector reflexivo. Y atento. No quiero lectores tontos. Me mueve el ánimo de hacer pensar.

- ¿Así de antiguo es?

- Así.

- Muchos le tienen por lo contrario.

- Por superficial, sí.

- Reconozca que ha cultivado esa visión.

- Yo cultivo todo lo que puedo.

- ¿Cómo se puede cultivar una imagen distinta de la que se desea?

- Es parte del juego y de la reflexión. De todos modos, a la gente no hay que ponérselo fácil. La literatura no te habla como te habla el periódico. No me divierte que se equivoquen conmigo, tampoco me molesta.

- Le gusta provocar.

- Si formulas un discurso de tono bajo y de carácter normal no te escucha nadie. Como no levantes la voz no te oyen. Hay que lograr el foco.

- Aun a riesgo de ser malinterpretado.

- Hay que correr riesgos, si luego el lector no quiere entender, qué se va a hacer. El que más ha elegido malinterpretar mi poesía no es el lector medio. Es el supuesto lector atento. Digo más: el poeta profesional. Y a ese hay que exigirle.

 

“El origen genético de la literatura es la exageración”

- ¿La hipérbole es la reina?

- El origen genético de la literatura es la exageración. De hecho, sigue tendiendo a ella. Cuando hago afirmaciones, en efecto, chocantes –“En Estados Unidos ha triunfado el comunismo”-, lo que vengo a decir es que en aquel país existe una riqueza económica que repercute en la clase media –no en la baja, que está desatendida, es cierto- de una manera más directa a como lo hizo en la Unión Soviética. También es verdad que eran otros tiempos. También digo que la muerte es comunista, revolucionaria. No habiendo un país perfecto, y pareciéndome horroroso en muchos aspectos, Estados Unidos cuida con arraigo la prosperidad material. No sé si por su origen religioso, pero no se concibe la vida sin bienes materiales. Y eso hace que el país progrese y acabe poseyendo las mejores universidades.

- No ocurre igual con los institutos: hace poco se manifestaron profesores reclamando mejoras.

- Igual ganan cuarenta o cincuenta mil dólares.

- Y afrontan pólizas y pagos que no entran en las coberturas. La capacidad adquisitiva no es tanta.

- Es verdad. Allí la vida es gozosa mientras eres joven. En realidad, siempre que seas joven la vida merece la pena. Y Estados Unidos es jauja si estás bien situado y eres joven, o sea, si no tienes problemas de salud. Yo no sería viejo allí, pero tampoco quiero discursos teóricos aquí. Quiero acción. Vengo de la miseria de los años sesenta. Joder.

 

“La gente con problemas me toca. Es así”

Vilas siempre estudió con beca. A su padre le fue mal en el trabajo. tenía dificultades hasta para comprarle un cuaderno. “La gente con problemas me toca. Es así”. No quiere que nadie sufra. La mención a la pobreza está en casi todos sus libros. Casi parece un fetiche. Tiene varios temas: las marcas, los coches, Lou Reed, los hoteles, España, Santa Teresa… pero la pobreza es El Tema. “Yo siempre he sido pobre”, ríe primero moderadamente y luego nervioso, como un loco. Se pueden contabilizar más de cuarenta páginas en Ordesa en las que habla de él. Unas veces de manera indirecta –“Mi GPS está viejo. No quise actualizarlo porque costaba cincuenta euros (p. 36)”, “Nunca podré ir al Prado a reencontrarme con mis tatarabuelos (p. 45)”, “El chubasquero era amarillo. La gente rica tenía anoraks (117)”, “Comprad yogures de marca blanca, no saben igual que los Danone, pero son infinitamente más baratos. Me gusta comprar en el Dia. Todo es barato porque todo está casi caducado” (p. 222). Y, otras, de manera descarnada: “Lo nuestro fue siempre el establo, la pobreza, el hedor, la alienación, la enfermedad y la catástrofe” (p. 276), “Esta España de grandes hijosdeputa / enriquecidos / hasta la abominación / (…) pobres como ratas tú y yo” (p. 387). Dice que el reloj que lleva en la mano izquierda le costó quince euros y la americana gris, diez. “No sé cómo explicarlo”. Retiene el precio de las cosas porque le gusta la épica de nuestro tiempo, él es poeta, aunque cada vez menos. Se atrevió a decir que el dinero es la poesía de la historia. “La poesía es precisión, como el capitalismo” (p. 162). Una vez entró en una armería a comprar camisetas a cinco euros la unidad. “Sí. Soy Vilas”.

- Hombre, en la poesía reunida dice textualmente que con treinta y cinco ya no se consideraba pobre. “Tenía un buen trabajo, un buen coche, y ganaba una pasta razonable”. ¿Por qué insiste?

- Porque vengo de ahí. Cuando murió mi madre, tuve que pagar el entierro. No había dinero en casa.

Está claro que mentía. A los treinta y cinco dijo que abandonó la poesía, y lleva siete títulos.

- ¿Tenía dinero pero seguía siendo pobre?

- Queda feo decirlo, pero se te queda cara de pobre.

Su padre era viajante y su madre, peluquera. Al casarse, dejó el trabajo. Años sesenta. Luego, a su padre le fue mal, muy mal, “de llorar”. Con la crisis del petróleo, llegó la debacle. Perdió las representaciones. “La dificultad asustaba. Es un miedo que llevo conmigo”. Los episodios de los entierros los ha contado. En El hundimiento manda incluso a la madre un recado póstumo: “Ah, se me olvidaba: podías haber dejado algo / para pagar tu entierro, / no sabes lo mal que me va y lo pobre que soy”. No hay mucha grandeza en recordárselo, pero él dice que se lo recuerda a sí mismo, para no hacérselo a sus hijos, y no pone en duda que carezca de la grandeza que le sobró a su padre. “Mis padres nunca se compraron nada. Nunca tuvieron nada”. Y lo poco que había, su madre se lo pulía. Llega a decir que vivió confundida, trastornada y presa del egoísmo.

En el tótum actual de la poesía se siente como pez fuera del agua. Raperos, youtubers, tuiteros… poetuiteros. Acudió a un festival en El Corte Inglés. Vio el percal y se piró. “No pintaba nada. Acudí por mi editor”. Le cuesta mojarse sobre si eso es o no poesía porque conoce a algunos protagonistas. Si le aprietas, reacciona: “La mayoría, descaradamente, no tiene nada que ver con la poesía”. Inmediatamente, reconoce gestos “emocionantes”: hace unos meses, vino de Estados Unidos para una estancia corta y le propusieron impartir un curso de escritura creativa. Entre los alumnos estaba Marwan. ‘¿Pero tú qué haces aquí?, si vendes mucho más que yo’. “Percibí su deseo de mejorar y hacerse respetable”.

Vilas hace otra cosa. “Diametralmente opuesta”, según constatación objetiva. Si le toca leer tras uno de esos poetas, la gente se marcha. “Me quedo solo. Pasan de mí. ¿Por qué? Porque lo mío y lo de ellos no tiene nada que ver. Ellos son internet, las redes sociales y una generación, en general, poco exigente”.

- Asisto al fenómeno con igual estupefacción.

-Dejémoslo claro: no es un movimiento poético. Es un movimiento sociológico. De hecho, no incide en la literatura. No hay literatura. Es un fenómeno social.

 

Ordesa, un fenómeno social

- Su último libro es un fenómeno social.

- No puedo negarlo.

-¿Qué opina de que se recomiende en Sálvame?

-Se da la circunstancia de que hay un lector absolutamente literario que es Kiko Matamoros. Y es un prescriptor. Le gusta la literatura pura y dura. Nos ha hecho un favor a varios. No sólo a mí. Ha hablado de Miguel Ángel Hernández, de Sergio del Molino, de Soto Ibars. Hace poco se refirió en su cuenta de Twitter a Filek, de Martínez de Pisón. Es un señor que tiene gusto y, desde su tribuna, ayuda a la expansión y difusión del libro literario.

- ¿Entonces?

- Ningún problema. Agradecimiento puro y duro.

- El hecho habla de una deriva a la superficialidad.

- Sí, pero, ¿qué vamos a hacer?, ¿se ocupan los Telediarios de los libros?

- En América dice que lo importante es la superficialidad, que la profundidad ha sido un prejuicio de las elites culturales occidentales.

- ¿Eso digo? [echa a reír]… Bueno, tiene que ver con mis ironías y con la defensa de la cultura popular americana y la manera de ser de aquel pueblo. Clint Eastwood, Elvis Presley, Bob Dylan, John Ford. Elementalidad y sencillez, y una iconografía contundente, de gesto legendario. Su atractivo ha colonizado el mundo.

 

“La convivencia de la alta cultura con la popular es una de las cosas más importantes que han sucedido en las últimas décadas”

- ¿Es compatible defender la superficialidad y leer a Kant o escuchar a Beethoven?

- Por supuesto. La convivencia de la alta cultura con la popular es una de las cosas más importantes que han sucedido en las últimas décadas del siglo pasado. En los años cincuenta era todavía inimaginable. Ahora sabemos que un señor puede estar leyendo la Crítica de la razón pura mientras escucha ‘Satisfaction’. No hay contradicción. Eso ha sido nuevo.

- Este año publicó un artículo en el que estimaba que Señora de rojo sobre fondo gris había envejecido mal. Se reafirma en que el libro sigue siendo “maravilloso” pero que Delibes, de haberla escrito hoy, probablemente no hubiera inventado al narrador. “No se habría escondido detrás de un personaje, de un pintor”. ¿El arte no acostumbra a poner distancia entre las cosas?, ¿a situar una gasa entre objeto y sujeto que difume y aumente el juego y la interpretación?

- Ah, por supuesto. Depende de la historia. Cada una necesita un tratamiento. La de Delibes es tan brutal -la muerte de su mujer- que no hace falta inventar. Es un pudor que el lector no tiene. El lector permite que le hables directamente. No es insoportable. El problema moral es del autor”. Ciertamente, lo hemos visto los últimos años, y está en Knausgard, el relato autobiográfico está plenamente permitido. Se puede decir todo. “En España había miedo a perder la estimación social. Cuando cuentas la verdad de tu vida, te expones. Pero el miedo es más propio de sociedades no desarrolladas. En un Occidente democrático y con libertades avanzadas…

- Bueno, el Derecho sigue protegiendo especialmente la imagen, la intimidad y el honor, es decir, el buen nombre. Nadie puede lesionarlo. Otra cosa es que te lo lesiones tú.

- Sí, sí. Efectivamente. Ahí tiene toda la razón. Lo que pasa es que Delibes hablaba de un muerto y en Ordesa yo hablo de muertos. Los muertos no tienen derecho a réplica. No te van a poner una querella.

- ¿Y ahí acaba todo?

- Hay una cosa que me legitima: el amor. Si el discurso es conmocionado y de amor hacia tu padre y tu madre, ¿por qué no va a haber legitimidad en traerlos a la vida pública?

- ¿Siempre lo tuvo claro?

- Tuve muchas dudas. El punto de vista moral me atenazó y a punto estuve, no miento, de no publicarlo… Precisamente [baja la voz] por lo que acaba de decir. ¿Qué me determinó?: la legitimidad del discurso amoroso. Al final, ¿qué he hecho?: una manifestación de amor hacia mi padre y mi madre. La exhibición de sus vidas está justificada.

- ¿Y si hubiera habido rencor o, llanamente, incomprensión hacia ellos?

- No lo habría publicado. Igual lo había escrito para aclararme. Nada más.

- Al respecto, si cada vez ponemos menos distancia con las cosas, el riesgo será caer en la autopsia, ¿no? La procacidad y la impudicia. Habrá que poner un límite a la hora de desnudarse.

- Totalmente de acuerdo. Para mí era muy importante determinar qué se podía contar. Hay límites. No todo lo que te ocurre puedes contarlo. El lector no lo va a tolerar. Ni tu entorno.

- ¿Y usted mismo?

- Ni yo mismo. Escribiendo este libro me he dado cuenta de que hay muchas cosas que un ser humano jamás podrá contar a otro ser humano. Lo cual, en el fondo, es bastante trágico. Cualquier ser humano que haya vivido unos cuantos años y acumulado un número de experiencias sabe que hay cosas de su vida que no se las podrá contar a nadie. Que incluso se las va a tener que acallar a sí mismo. Porque son inconfesables.

Confesión de Vilas.