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Configurar sentido descendente

El nudo y la cuerda

22 de mayo de 2015 12:48:59 CEST

En Europa, en los años sesenta, los hombres que habían nacido a principios del siglo, ya no se hacían muchas ilusiones. Nada iba a ser como antes. Como antes de los años cuarenta. Como antes de los años veinte. Eso ya lo sabían. Seguramente ahora las cosas eran mucho mejores que entonces, se decían, y serían todavía mejores sin duda. Al menos seguían con vida. Al menos podían contarlo. Pero echaban de menos algo. Les faltaba algo. Algo se había perdido. No sólo había cambiado el paisaje. Pero, ¿qué era ese algo más intangible que el paisaje? Digamos que ese algo que echaban de menos era el sentido, el significado, el por qué ocurrían determinadas cosas y otras no ocurrían, y el por qué las explicaciones que se daban de lo que había ocurrido les satisfacía tan poco. Y esta pérdida del sentido de las cosas fue impregnando poco a poco todo lo que escribían, todo lo que pintaban, todo lo que componían. Basta con leer algunas obras de aquellos años para darse cuenta de que el mundo había cambiado, de que los hombres, tal vez por primera vez en la historia, se habían visto obligados a aceptar lo inaceptable, a renunciar a lo irrenunciable, o a desear lo indeseable. No me extrañaría que la filosofía del lenguaje tuviese que ver con todo esto.

Los diarios, su propio nombre lo indica, tienen más que ver con el tiempo que con el espacio. Sí, naturalmente, está el lugar donde nacimos, donde pasamos nuestra infancia, seguramente un pueblo al que quizá volveremos algún día y no reconoceremos ya, y luego la ciudad, ciudades, casas que se suceden, tal vez un internado, países a los que se viaja, hoteles, lugares y más lugares que los escritores consignan en sus diarios. Pero de lo que realmente hablan no es de esos lugares, sino del paso del tiempo. Y el tiempo no siempre pasa igual para todos. Por ejemplo, hay personas que con el tiempo rejuvenecen.

El tiempo es el tiempo personal y privado de cada cual, por supuesto, pero también, inevitablemente, es el tiempo de la historia, el tiempo de todos. Y no siempre están sincronizados estos dos tiempos. Escritos cuando ya había escrito sus piezas de teatro más sonadas, estos Diarios de Ionesco se benefician, claro está, tanto de su experiencia de la literatura, como de su experiencia del mundo. De la primera hay que decir que si escribía era porque no sabía hacer otra cosa, según propia confesión. Y de la segunda que trató de arreglárselas como pudo con su angustia y su impotencia. ¿Y a qué conclusión llega después de tanta experiencia acumulada? Todo lo que sé ahora, lo sé desde la edad de seis o siete años. No, no es que Ionesco se considerase un niño prodigio, es que pensaba que no hay nada que saber, o casi nada. Y, sí, posiblemente también haya algo de decepción en esta frase. La idea del tiempo está ligada a la idea de la muerte. Puede incluso que sean la misma idea. “En cuanto uno sabe que se va a morir, la infancia ha terminado.” Primero somos conscientes de que el tiempo pasa, hasta que un día nos damos cuenta de que los que pasamos somos nosotros. Pero también es entonces cuando tomamos conciencia de la vida. Y la vida pasada, según una imagen recurrente del autor, es como una cuerda llenas de nudos que vamos desenredando.

Como se ve, en estos Diarios no se cuentan tan sólo anécdotas. O mejor dicho, se cuenta sobre todo la anécdota de vivir, que según Ionesco consiste en ir tirando, en dejarse llevar, sin hacerse demasiadas ilusiones, sin hacerse demasiadas preguntas, y en emborracharse de cuando en cuando, de arte, de poesía, de teatro, incluso de alcohol llegado el caso: “No he sido verdaderamente feliz más que borracho”, repite en ambos diarios. Porque Ionesco, no hace falta decirlo, nunca se sintió a gusto en el mundo. La cultura, lo que el hombre llama cultura, es la barbarie, lo que llama amor, es el odio más salvaje, lo que llama paz, la guerra más cruenta y generalizada. Estas conclusiones pertenecen a sus días más negros, que él llama también sus días más lúcidos, y que sólo logra superar gracias a su dosis diaria de indiferencia. Y, de cuando en cuando, algún fogonazo, alguna página exultante, algún recuerdo emocionado, o esos maravillosos cuentos para niños de menos de tres años con que sazona su Presente pasado, pasado presente.

No hay muchas diferencias entre ambos diarios. Formalmente, yo diría que muy pocas. Tal vez en el primero hay más sueños y en el segundo más recuerdos, lo que, bien mirado, tiene cierta lógica. En 1967 repasa lo que había escrito en 1940. Va y viene de una fecha a otra, de una guerra a otra, de un exilio a otro. Ionesco se mantuvo siempre a distancia de todas las ideologías. Todos los sistemas le parecían falsos, todas las revoluciones criminales. Ser libre era para él estar fuera de la historia, y claro… Para mi gusto las páginas en que toma partido contra las tomas de partido políticas en todos los conflictos armados, genocidios o matanzas del siglo más cruento de la historia, ya se tratara del Vietnam, de Argelia, Sudan u Oriente Medio, se encuentran entre las más lúcidas y de más actualidad desgraciadamente también. Tampoco hoy van a gustar estas páginas a nadie que esté comprometido con una idea política excluyente, como lo son casi todas. Los motivos que hay detrás de las protestas contra los crímenes, no son siempre todo lo humanitarios que cabría esperar, y conviene saber qué se defiende cuando se ataca algo, y qué se ataca cuando se defiende algo.

Yo creo que sólo escriben diarios los hombres y las mujeres que sienten nostalgia, ya sea nostalgia del Absoluto, como diría Léon Bloy, o nostalgia del beso de buenas noches, como Proust, pues la Recherche es casi más un diario que una novela, y en función de los distintos tipos de nostalgia, que se corresponden, claro está, con los distintos tipos de hombres, así son sus diarios. De Ionesco puede decirse, por ejemplo, que siente nostalgia del paraíso. O quizás sólo del beso de buenas noches. Aunque tal vez estas dos nostalgias sean la misma.- MANUEL ARRANZ.

 

Eugène Ionesco, Diarios: Diario en migajas. Presente pasado, pasado presente, traducción de Marcelo Arroita-Jauregui, Madrid, Páginas de Espuma, 2007.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Manuel Arranz

Místico de nuevo siglo

22 de mayo de 2015 12:43:48 CEST

Acaba de ver la luz el primer libro de poemas firmado por Mauricio Wiesenthal -en adelante MW-, Perdido en Poesía (2013), que ha tenido a bien publicar la joven editorial sevillana La Isla de Sistolá. Nadie se ha sorprendido de esta nueva entrega, pues, la narrativa precedente del autor acusaba ya una fuerte sensibilidad poética a la que, tarde o temprano, habría de enfrentarse o rendir cuentas: “A lo largo de medio siglo he publicado miles de páginas en prosa; aunque muchas de ellas esconden un sentimiento lírico […] pienso que se necesitan muchísimos años para escribir un solo verso, porque la prosa exige vivencia y sentimiento; mientras que la poesía obliga a guardar y a madurar la experiencia en el recuerdo, hasta que rebrota en el alma, dispuesta en belleza, arreglada en medida y ajustada en música” (p. 9). Lo que muchos lectores nos preguntábamos era cómo resolvería el problema de convertir ese sentimiento lírico de su obra narrativa en esencia poética de corta expresión. Cómo transformar esa emoción -desbordante- en un pensamiento rítmico ahormado en palabras. Difícil empresa para alguien del talante vital de MW cuyas pasiones se resuelven en novelas de mil páginas y, cuya complejidad argumental rehuye del cortometraje por su breve alcance emocional. Incluso, pudiéramos afirmar que esto asemeja un ejercicio literario autoimpuesto; la misma y obligada “batalla” que muchos novelistas han librado con la forma más noble de literatura. Enfrentarse a la poesía partiendo de un registro lírico de larga duración implica la aceptación de unas reglas de juego sucintas: establecer una correspondencia sígnica entre sentimiento y palabra en un tiempo acotado. Podar nuestro sentimiento para definirlo en palabras, para luego, previa inoculación, hacerlas estallar. Entonces, la máxima de Mallarmé, “No se hace la poesía con ideas sino con palabras” se “apaga” en significado y se “enciende” la vela mística de Roque Dalton García “Poesía perdóname por haberte ayudado a comprender que no estas hecha de palabras”. Sentencia romántica que pudiéramos adscribir a la obra de MW: “Los versos que componen este libro fueron escritos en trance de oración y de amor. Son regalo del ensueño y de una vida trabajada y sentida siempre en poesía” (p. 10). ¿Será, acaso, que el sentimiento egoísta, -matriz del poema- prostituye las palabras, a fin de disolverlas en la neblina de ese diálogo interior que es la poesía? ¿No es esto un truco maravilloso de magia literaria? Aun más, ¿no será ésta la delgada línea que delimita la “buena” de la “mala” poesía? Cuando los colores se anteponen a las palabras, cuando lo leible torna visible, el mundo nos parece más aceptable, pues, “la poesía conduce a nuestro corazón y lo ilumina en una vía de fe, de amor y de esperanza. Da frutos incluso en la sequedad del dolor, en la fatiga de la pobreza o en la confusión de la lucha. Y, cuando el espíritu se manifiesta en belleza, tiene una fuerza prodigiosa” (p. 14).

 

Así, a lo largo de este Perdido en Poesía se evidencia, y de manera persistente, ese dominio de la sensualidad sobre la palabra. A través de ocho epígrafes de desigual extensión -Soneto de ida sin retorno, El dulce fruto, Las canciones de Sefarad, Azules para Annouchka, Escucha Israel!, Elegías de amor doliente, En estilo nuevo, y Poemas del astrónomo- se aborda la  sempiterna triada wiesenthaliana: Amor, Fe, y Esperanza. ¿No es, acaso, todo lo que se necesita para vivir? “La torpeza para mantenerse en el amor y en la paz -aunque pueda ser objeto de burla para los miserables- es preferible a una vida de falsos contentos y apariencias. Mejor caer herido en la vía de los Cantares que vagar en los desiertos de una vida sin amor, sin esperanza, sin piedad y sin fe” (p. 11).  Puro misticismo que nos remite a San Juan de la Cruz y Garcilaso de la Vega; autores omnipresentes y fundacionales de la presente obra. Poemas como Senda de amor místico o Vida Sencilla ¿no emprenden el mismo vuelo religioso y místico del fraile de Avilés? Y que decir de Tus Manos o Gazal bastardo de amor herido, ¿no asoman aquí con insistencia los Sonetos del genio toledano?

 

Hay también poemas en la lengua de Dante como Notturno D´Annunziano, así como en la de Josep Pla, póngase por caso Llibres de paper. Tampoco  menudean poemas -de corte iconográfico- sobre personajes de sus novelas como la Nennolina, aquella niña de Luz de Vísperas que el autor recreó y cuya existencia real fue constatada a posteriori; una coincidencia que, en detrimento de la razón ilustrada, alimenta el mundo irracional, pasional, intuitivo y místico de MW. Siguen a esta caterva de referencias, profusas dedicatorias a su cercano círculo de amistades. Mon, compañera de perfumes, Pedro. M. Valenzuela y Mercedes embajadores del “astrónomo” en Al-Andalus, Kristina Muñoz su retratista, María Rosa su mujer, Jaume Vallcorva su editor, o Selma Ancira compañera de oficio literario, son algunas de las personas a las que se le dedica este poemario. Parece como si MW se propusiera obsequiar a sus amigos con su más íntima producción poética. Poderosa mística esta de influjo romántico. Y si en palabras de Borges- evocando a Heine-, la poesía nos hace “ver en la muerte el sueño, en el ocaso un triste oro”, toda vez convierte “el ultraje de los años en una música, un rumor o un símbolo” confiriéndonos el legado de la inmortalidad. ¿No es este el mejor regalo con el que MW podía obsequiarnos?.- IVÁN MOURE PAZOS,

 

 

Mauricio Wiesenthal, Perdido en Poesía, Sevilla, La isla de Siltolá, 2013.

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Iván Moure Pazos

Aunque nada importe

8 de mayo de 2015 13:19:27 CEST

Habiendo desempeñado un papel central en la renovación poética de signo clasicista (y, en su caso, abiertamente “antinovísimo”) que se produce en la poesía española de finales de los setenta y principios de los ochenta con Sevilla como uno de sus focos más importantes, Javier Salvago (1950) ha mantenido a lo largo de los años una inquebrantable lealtad a su propia voz (heredera de Bécquer y los Machado, de la escuela sevillana áurea y de la tradición más estilizada y sobria de poesía popular) y una admirable regularidad cuyos frutos quedaron recogidos en Variaciones y reincidencias (Renacimiento), sus poesías completas hasta 1997. Posteriormente, y tras un largo silencio de alrededor de quince años, apareció Nada importa nada (Isla de Siltolá, 2011), libro no menos fundamental que su obra anterior donde se encontraban acaso algunos de sus más brillantes poemas.

            Partiendo del más radical estoicismo y de una visión acusadamente determinista de la existencia y contemplando los tintes crepusculares del horizonte desde la atalaya de los años, Salvago se enfrentaba allí al balance de su recorrido vital y el sentido de su labor poética. Y la nueva colección de poemas que se publica ahora podría ser perfectamente una continuación de aquel último libro en cuanto a ese propósito, aunque en este puedan advertirse, no obstante, diferencias de forma y de tono como el predominio del verso corto (en un poeta que tan habitualmente ha venido cultivando el endecasílabo y el alejandrino en poemas de cierta extensión, como sus memorables sextinas) y del poema breve, escueto, más desnudo que nunca. Ya de tipo epigramático, de corte popular o en el molde del haiku (que en sus manos adquiere un llamativo carácter personal y aforístico), el tono del poema se vuelve en bastantes ocasiones bronco, directo, descarnado. El tono de quien se enfrenta a la realidad sin edulcorantes y cuenta (y se cuenta) verdades sin contemplaciones.

            Pocos poetas contemporáneos han tenido una visión tan clara de la creación de poesía como oficio total, como exigente camino de autoconocimiento que conlleva una especie de depuración moral en pos de la verdad última de sí mismo. Pocos han parecido quitarle tanta importancia al mismo tiempo, lejos de cualquier complacencia en la figura del poeta como ser excepcional distinto del resto de los hombres: “Con el yo de mi canción / no te excluyo, compañero; / tú eres ese yo”. La vida del poeta es en sus versos la vida de cualquiera. El antihéroe común que habita en cada uno de nosotros.

            De esa aparente contradicción han surgido algunos de sus más hermosos poemas sobre la poesía como necesitad vital. Y no es casual que este libro se abra precisamente con un poema titulado “La poesía” que, precedido de una cita borgiana (“la vieja mano / sigue trazando versos / para el olvido”) nos recuerda esa batalla perdida de antemano contra el mundo y contra el tiempo que, a pesar de todo, el poeta sigue sintiéndose irremisiblemente obligado a librar, aunque signifique: “Ver que a nadie le importa / después de tantos años / lo que a ti te importaba, / hasta ayer mismo, tanto”.

            Pero no solo de poesía habla este libro que tanto tiene de recuento y retrospectiva. Los poemas más destacables de su parte inicial (“Ajuste de cuentas”, “La verdad verdadera”, “Infierno”) son una reflexión sobre el triunfo y el fracaso, el coraje y la cobardía, el remordimiento y la aceptación del error. Y, convencido de que el peor de los pecados que un hombre puede cometer es engañarse a sí mismo sobre quién es, el poeta no vacila en poner nombre a sus errores: “la falta de ambición y el miedo / te hicieron elegir siempre el camino / más largo y sinuoso, el más adverso”. La serie titulada “Haikus de la frontera” aborda la muerte desde la ironía más característica del autor: “Lloran por mí. / Pero yo de ese sueño / me he despertado”. Y aún encontraremos  otros dos epitafios de tono semejante junto a una curiosa serie de tres sonetos cuasimetafísicos y un hermoso y emotivo poema final que rinde homenaje a la memoria del desaparecido Fernando Ortiz.

            Nos hallamos sin duda ante un poeta que no necesita máscaras para hablar, que no ha precisado nunca disfraces culturalistas ni personajes interpuestos para emplear la primera persona. “Otro de mis errores / fue obstinarme en contar / las cosas como eran, / en mostrarme tal cual [...]”, se reprocha a sí mismo en un poema titulado “Sin pudor ni vergüenza”. Pero junto a los poemas más confesionales e introspectivos destaca sobre todo en este libro el Salvago popularizante y moralista de las series de soleares, haikus, apuntes y coplas, donde probablemente se encuentran sus mayores aciertos: “la libertad es saber / qué nos ata, qué nos mueve, / dónde vamos y por qué”, y los instantes de más intensa hondura: “Cuando el dolor se prolonga / ni enseña ni purifica. / Te llena el alma de sombra”.

            “Un antihéroe es un perdedor / que acepta la derrota de la vida, / pero que no se rinde”, leemos en uno de esos “Apuntes”. Al acabar el libro sabemos que el poeta Javier Salvago no se ha rendido tampoco.

 

 

 

Javier Salvago, Una mala vida la tiene cualquiera, Sevilla, Isla de Siltolá, 2014.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Victoria León

La ligereza de lo eterno

4 de mayo de 2015 08:25:43 CEST

Algunos libros hay que empezar a leerlos por el subtítulo. El que acompaña a La huella de la mariposa remite escuetamente a un género discursivo y a un intervalo de fechas: Diario (verano 2006-verano 2007). En efecto, este volumen adopta la apariencia de un dietario lírico, un bloc de notas o un cuaderno de bitácora donde Mahmud Darwix (1941-2008) entrega su fe de vida y su testamento ológrafo. Sin embargo, el lector que espere encontrar aquí la corteza anecdótica del trasiego cotidiano se sentirá decepcionado. El poeta nos ofrece nada menos que el meollo de la existencia, ese núcleo universal que los humanistas llamaron alma, y que resulta común a amigos y enemigos, combatientes y pacifistas, tipos contemplativos e individuos de acción, palestinos e israelíes.

            Impermeable a los credos maniqueos, la obra de Darwix se caracteriza por su inquietud ética y su raigambre cívica. El intento de recomponer una identidad fracturada constituye el eje de unos versos a veces enjutos, y otras veces dilatados hasta el espesor del poema en prosa. Así, si el autor suscribe el “yo es otro” de Rimbaud, no lo hace para mirarse embebecidamente en el espejo de la alteridad ni para salir al teatro del mundo con la máscara tragicómica del comediante. Al contrario, la otredad es aquí una declaración de principios éticos y de fines estéticos, una forma de perplejidad con la que afrontar las nimiedades de la vida o las cicatrices del mapa geopolítico: “Yo no soy yo en Iraq. Tú no eres tú”. Con todo, los títulos que apuntan a ese “yo otro” (“Qué soy sino él”, “Alguien que se persigue a sí mismo”, “Si yo fuera otro”, “Mi poeta/mi otro”) se troquelan sobre la experiencia de quien no renuncia jamás a un vitalismo contagioso. Incluso en aquellos vislumbres prospectivos, en los que el sujeto ha de vérselas con su propia muerte ―que se le aparece personificada, entre la iconografía de Jorge Manrique y la de Ingmar Bergman―, la respuesta del escritor consigue desarmar los argumentos de la mismísima Parca: “Si me dijeran: Esta tarde será tu última tarde, / ¿qué vas a hacer el tiempo que te queda? / ―Miraré el reloj, / me beberé un zumo, / morderé una manzana / […] Miraré de nuevo el reloj: / Me da tiempo a afeitarme / […] Luego, / me iré andando / al cementerio”. Esa lucidez irónica se convierte en el arma secreta de Darwix.

            Otro aspecto recurrente es la identidad política, que se presenta bajo el disfraz de una amenaza o de una violencia fratricida. El autor elabora la crónica de un estado de excepción y reivindica un nuevo trazado de fronteras físicas y mentales. De este modo, las elegías por el destino del Líbano (“Más que empatía”, “En Beirut”) y de Iraq (“Larga es la noche de Iraq”) alternan con el correlato histórico (“Nerón”) y con las sátiras que denuncian el espejismo de una falsa democracia (“Urnas”, cuyo comienzo conecta con “Elegido por aclamación”, de Ángel González). En este contexto destacan “Casa asesinada”, inventario de los objetos domésticos que mueren junto a sus dueños, y “Si es que queremos”, un himno comunitario que sustituye las proclamas colectivas por el elogio de la convivencia: “Seremos un pueblo cuando el palestino se acuerde de su bandera solo en los estadios, en los concursos de belleza y el día de la Nakba. Nada más”. Un impulso similar recorre los versos viajeros en los que Darwix da una vuelta por mundo para darle la vuelta a algunos prejuicios y reafirmarse en ciertas creencias. En estos poemas cosmopolitas, cada lugar está asociado con el recuerdo de un autor querido o admirado: Derek Walcott (“En Córdoba”), Mark Strand (“En Madrid”), Naguib Mahfuz (“En una barca en el Nilo”), Salim Barakat (“En Skogås”), o Peter Brook (“Boulevard Saint-Germain”). Sin embargo, lejos del homenaje cortés que solemos atribuir a la lírica de circunstancias, estas composiciones funcionan como una amarga meditación acerca de una patria perdida y de un exilio reencontrado: “Es libre quien puede elegir su exilio / de algún modo…”.

            Finalmente, cabe resaltar la plasmación de la propia identidad literaria. Aunque renuente a las afirmaciones programáticas y a las sinuosidades intelectuales, Mahmud Darwix recoge un apretado prontuario de ideas estéticas. El libro transita desde la cadencia estacional del poema en prosa (“Un verano otoñal sobre las colinas, como un poema en prosa”) hasta la semiótica del paisaje: “Las chumberas que flanquean las entradas de los pueblos han sido siempre las guardianas de los signos”. La concepción de la metáfora como refugio ante la intemperie se alía con la defensa de la elocuencia que subyace en el silencio. La tensión dialéctica entre “la riqueza de la metáfora” y “la pobreza del habla” abre un horizonte de posibilidades expresivas donde convergen el placer de la sinestesia, la astucia de la alegoría y el pecado del simbolismo. Pero la retórica que más le interesa al autor es la que se desprende de la claridad de las cosas, de una sencillez que quisiera imitar la naturalidad del cielo despejado y del adjetivo denotativo. A medio camino entre la impureza y la esencialidad, Darwix define el proceso creativo como la manifestación de una carencia, arrastrada por la vorágine de la tragedia o sublimada mediante un peculiar sentido del humor: “Camino entre Homero, al-Mutanabbi, Shakespeare… y me tropiezo como un camarero novato en una recepción real”. Quizá la mejor muestra de esa felicidad fugitiva se localice en el texto que da título al conjunto, en el que el poeta aspira a capturar la “ligereza de lo eterno en lo cotidiano”.

            En definitiva, La huella de la mariposa culmina uno de los proyectos artísticos e ideológicos más apasionantes de los últimos tiempos. La luminosa traducción de Luz Gómez consigue que nos olvidemos de que las palabras de Mahmud Darwix fueron escritas originalmente en otro idioma. Ya se sabe que la gran poesía habla siempre en esperanto.- Luis Bagué Quílez.

 

Mahmud Darwix, La huella de la mariposa, Valencia, Pre-Textos, 2012.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Luis Bagué Quílez

Amor a la escritura

4 de mayo de 2015 08:22:57 CEST

He aquí otra historia. “Otra historia, una historia quizá muy simple pero divertida, de esas que, pensándolo bien, he escrito y lanzado al mundo a espuertas, quizá demasiadas, y que probablemente han contribuido a deteriorar mi buena reputación, si es que no la han echado a perder por completo.”

            A primera vista, un relato de Robert Walser, este Diario de 1926 por ejemplo, nos da la impresión de no ser más que una serie de digresiones encadenadas, un ir y venir de un tema a otro, de una idea a otra, de un recuerdo a otro, sin ningún orden ni concierto, y no tenemos precisamente la sensación de que las piezas vayan a encajar en algún momento, y la trama, que supuestamente subyace a todo relato, sea finalmente visible, finalmente inteligible, sino más bien la sospecha de que todo lo que nos cuenta el autor esté fuera de lugar, sea un mero divertimento, un juego, un pasatiempo. Y efectivamente, Walser no suele tardar en confesarlo, sus libros no tienen argumento, en el sentido en que se entiende habitualmente esta palabra. No hay trama, no hay desenlace, no hay personajes, sólo hay literatura, y ni siquiera literatura al servicio de una idea, ya que, si me permiten la expresión, en Walser generalmente es la idea la que está al servicio de la literatura. Un divertimento, un juego, un pasatiempo, pero serios, muy serios, y cómicos, muy cómicos, en cierto modo como la vida, la del propio Walser o la de cualquiera de nosotros. Pero con una particularidad específicamente walseriana, típicamente walseriana. Walser, los asuntos serios, los temas importantes, los trata, los vive, cómicamente, y los cómicos con una seriedad digna de mejor causa, en el dudoso caso de que hubiese mejor causa que la risa. Lo trágico y lo cómico suelen estar separados por una sutil línea, como la risa y el llanto. No se trata, en su caso, de ninguna estratagema literaria, sino de una saludable actitud ante la vida, y en consecuencia también ante la literatura. A lo que hay que añadir su idea, fecunda donde las haya, de que conviene completar la realidad con la fantasía, o si prefieren la experiencia con la imaginación. Y así, Walser mezcla en la misma coctelera, el espacio de la novela, ideas y sentimientos en idéntica o parecida proporción, de forma que lejos de diluir sus propiedades, las multiplican haciendo la mezcla a la vez más intensa y delicada, aunque quizá no apta para todos los paladares. Cuando escribe: “Encuentro, por ejemplo, que la escritura corre pareja a la vida; se entrevera con ella”, quizá nos esté dando la clave de toda su literatura.

            Al escritor de reseñas no le resulta fácil decir de qué trata un libro de Robert Walser, cosa que en el fondo debería de agradecer, pues quizá una reseña no tendría que contar nunca de qué trata un libro. Una reseña no es, o no debería ser, una nota bibliográfica, y menos todavía un resumen. Pero no nos pongamos demasiado walserianos. Algo hay que decir del libro que anime al lector. Así que digamos algo de este Diario de 1926. En primer lugar digamos que, a pesar de su título, no es un diario, ni un dietario, ni unas memorias. Es una historia, una historia típicamente walseriana, una más de las miles que escribió Walser, escrita a lápiz, como acostumbraba, esta vez en el reverso de las hojas de un calendario de 1926, poco antes de ingresar en un sanatorio del que no saldría ya con vida. Una historia en que nos descubre además los entresijos de su literatura. “Si la historia se viniese abajo” – pero, ¿por qué iba a venirse abajo?, podríamos preguntarnos. Pues porque Walter no se ha tomado la molestia de levantar sus cimientos sencillamente --, “emprendería de inmediato otra, algo nuevo, ya que nunca me apoyo en una única idea creativa.” Y acto seguido nos descubre cuál es el filón de muchas de sus historias: los paralelismos. Y se explica: “Con ello me refiero al camino que intenciones, deseos y aspiraciones distintos recorren juntos en la misma dirección.” Pero no teman, Diario de 1926 no es un ensayo sobre la novela, es sencillamente una historia, y una historia de la historia que se está contando, que se está escribiendo.

Una característica de los relatos de Walser consiste en anunciarnos que va a hablar de una cosa, del amor por ejemplo, y naturalmente hablar de otra, del polvo por ejemplo que acumulan los objetos de adorno en las casas, o de un inocente paseo por el bosque, tema éste, el de los paseos, favorito de Walser, que precisamente, y dicho sea de paso, murió dando un paseo un 25 de diciembre de 1956. Del mismo modo que anuncia, como de pasada una vez más, algo de lo que de momento, nos dice, no tiene la más mínima intención de hablar, para a renglón seguido hablar de ello con profusión de detalles; o en otros casos, lo que había anunciado como algo sorprendente, resulta ser una nimiedad absoluta. Y digamos para terminar que no era cierto que sus novelas no tuvieran personajes: amables viudas, dependientas, jóvenes encantadoras, mujeres hermosas y distantes, poetas, antiguos camaradas del colegio, fatuos caballeros algo orondos, pueblan todos sus relatos; y digamos también que el protagonista de esta historia, como de tantas otras suyas, es el propio Walser, un escritor más o menos frustrado, sin aptitudes especiales para nada, un hombre, como dice de sí mismo, que no ha conseguido nada en la vida, y añade “gracias a Dios”, a no ser que prefiramos conceder el protagonismo de sus historias a la literatura. O, por qué no, al amor. Un amor que se revela tan sui generis como su escritura misma, quizá porque en el fondo, en su caso, se trate pura y simplemente de amor a la escritura; aunque las mujeres hermosas, “extraordinariamente hermosas, incomparablemente hermosas, indeciblemente hermosas”, nunca le dejaron indiferente; mujeres a las que suponemos debió de intrigar, abrumar, confundir y divertir a partes iguales con las cartas y poesías que les escribía. Y en cierto modo este Diario de 1926, que no es un diario ni una novela, sino “una serie de hechos vividos contados de la forma más agradable y amena” (y magníficamente traducido), surte en nosotros un efecto parecido: nos intriga, nos abruma, nos confunde, nos divierte.- MANUEL ARRANZ.

 

  Robert Walser, Diario de 1926, traducción de Juan de Sola, Segovia, La uña rota, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Manuel Arranz

Una trama rusa o el macguffin Pajuelo

13 de marzo de 2015 08:23:14 CET

         Las novelas del escritor y periodista Carlos Pajuelo de Arcos, como el cine de Hitchcock, utilizan siempre un macguffin en su trama para terminar contándonos otra u otras cosas. ¿Qué fue del dinero robado por Janet Leigh en Psicósis, del microfilm de Con la muerte en los talones o del uranio de Encadenados? Nunca más se supo, tan sólo eran excusas argumentales de carácter flexible (se pueden intercambiar al gusto de unas películas a otras y daría absolutamente igual) para narrar una historia.

         En su última novela, El tetrapléjico, Carlos Pajuelo esbozará el macguffin de una compleja “trama rusa bancaria” para envolver de misterio la cotidianeidad de sus protagonistas, un tan prosaico matrimonio como anticipan sus propios nombres de pila, Cirilo Bonacasa Ferro y Facunda Malpie Trenza -¡ah, los nombres!, siempre tan importantes en la escritura de Pajuelo-, agotado por la rutina y el tedio del monótono discurrir diario, fatalmente interrumpido por un absurdo accidente doméstico: Cirilo se cae de una escalera, o mejor dicho, lo tira el perro de su mujer, cuando estaba poniendo un ventilador en su cuarto. A partir de ese momento, asistimos de la mano de sus hijos, Uma y Santiago, y de los propios recuerdos del ya tetrapléjico Cirilo, al descubrimiento de la existencia de una vida anterior y paralela del mismo ignota para todos ellos, incluida la mujer. De esta forma, tras la cortina de un mundo aparentemente rutinario, se esconde otro mundo lleno de secretos, que da paso a la dialéctica apariencia/realidad, al particular macguffin narrativo de Pajuelo.

         El tetrapléjico tiene pues ese carácter de crónica familiar, tendente siempre hacia lo social y hacia la comprensión -como mínimo, exposición- de una época, la que nos ha tocado vivir. El registro familiar, el sermo humilis, es parte de la herencia de la tradición realista de la novela decimonónica; es esa poética que coloca a la novela en la zona de frontera con la crónica, con el periodismo e, incluso, con la historia del presente, y es aquí donde nuestro novelista se mueve como pez en el agua –no olvidemos su condición de prolífico columnista de opinión y bloguero-. Así, con su estilo conversacional como medio de expresión y  con la familia como objeto de análisis, Pajuelo nos plantea la complejidad de la vida y de las relaciones humanas, y nos muestra su particular visión del mundo, un tanto -o más bien un mucho- paradójica, pues nunca antes en la historia de la humanidad se ha estado tan intercomunicados (Facebook, twitter, whatsapp, etc.) para estar tan solos, solos como su tetrapléjico protagonista, rodeado de gente pero absolutamente solo, solo con sus pensamientos en los que se confunden realidad y ficción, presente y pasado, incapaz de comunicarse con nadie. El tetrapléjico, en suma, es una historia de incomunicación, individual y colectiva.

         En suma, para Carlos Pajuelo contar la vida de un hombre o de una mujer dentro del seno familiar supone adentrarse en las vidas de quienes lo rodean (por muy simples que sean las pinceladas) y en consecuencia, dado que todo el mundo es producto o está inserto en su ámbito social e histórico, el relato de esta vida terminará deviniendo hacia lo colectivo y su crónica. En suma, la familia, gracias a los individuos que pertenecen a ella, le permitirá hablar de la pluralidad de tales vidas y, con ellas, de la vida con mayúscula, mediante agudas reflexiones sobre la realidad contemporánea -los bancos, los banqueros y bancarios; los médicos y la sanidad española; los problemas del mundo globalizado, la informática y los hackers, etc.-, expuestas con un humor ente fino y socarrón, en ocasiones, incluso, si me permiten el adjetivo aragonés, somarda. De hecho, Carlos Pajuelo no se corta e intercala numerosos artículos de opinión bajo la autoría de Uma, la hija periodista de Cirilo, convirtiendo de esta forma su novela en un cajón de sastre, donde todo tiene cabida, pero esto no es algo novedoso en su narrativa, sino una más de las constantes de su forma de novelar.

CARLOS PAJUELO DE ARCOS, El tetrapléjico, Valencia, C.P.A, 2014.

          

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Villalba Sebastián

El goce de escribir

17 de febrero de 2015 10:12:37 CET

En bastantes ocasiones hemos comentado con Sergio Gaspar la necesidad de que los intelectuales y los escritores se comprometan y hablen con claridad de los problemas que nos acucian en este momento. Es quizá un deber moral opinar, participar en un debate que pueda mejorar nuestro entorno y nuestra situación social y política.

Sergio Gaspar se ocupa de política y de literatura en Viento de tramontana. Ha vivido con intensidad el debate sobre el reparto territorial en España y obviamente el llamado “problema catalán”.

En Viento de tramontana se dice explícitamente lo que debería aportar una novela. Cuando un  bestsellero quiere contratar a un negro para ganar un premio literario --es genial el elogio a los negros literarios--, abundan las alusiones al tipo de  novela que se ha de escribir, y que resulta ser Viento de tramontana:

“¡Claro que nuestra novela tendrá tesis! ¡Faltaría más! ¿Qué escritor que valga la pena carece de ideas y de ideología sobre la realidad de la que habla y no pretende mostrarlas al mundo? Mostrarlas, sí, que no coincide literariamente con demostrarlas”  […] Toda buena novela, o contiene una tesis estimulante, hasta subversiva, o no es buena… No escondo mi tesis: una Cataluña independentista corre el riesgo de transformarse en una Cataluña grotesca. Y lo dramático llegará después: en una Cataluña independiente sustituiremos el viejo odio hacia el resto de los españoles por uno nuevo y antiguo: el odio entre nosotros, los catalanes” (p. 155).

Naturalmente, Sergio Gaspar, después de vivir en Barcelona durante toda su vida, la conoce muy bien. Puede hablar de primera mano de lo que se ha dado en llamar “el problema catalán” y ha decidido pronunciarse, desde la óptica más inteligente: la parodia, la risa. Indudablemente late en esta novela el espíritu grotesco del que tan bien escribió Bajtin (La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento).

Se trata de una parodia corrosiva e irónica al mismo tiempo que podría ser en algunos momentos cervantina (no en balde es Cervantes uno de los personajes que aparecen en Viento de tramontana). Ya lo dice en el prólogo: el autor ha seguido la recomendación del President de la Generalitat, cuando dice que hay que tomar las cosas con humor.

La parodia, desde el primer momento, nos sumerge en un mundo delirante, hilarante y esperpéntico, en el que todo es posible. Valle Inclán es una referencia fundamental para Viento de tramontana, especialmente Luces de bohemia, no sólo por la parodia grotesca que utiliza, sino porque, al igual que Valle, Sergio Gaspar dota  al lenguaje de una flexibilidad y capacidad expresivas sorprendentes, a través de neologismos, palabras compuestas, oxímoron imposibles… Una riqueza que no se encuentra fácilmente en lo que se publica ahora. No sólo la parodia, también el absurdo tiene una influencia notable en Viento de tramontana. Cuando Miguel de Cervantes se presenta, dice: “Tengo noventa y un años desde que morí”; en otra ocasión leemos: “Y el 6 de octubre de 1934 Lluis Companys, aún sin fusilar, proclama el Estado Catalán” (p. 232). Estas salidas de tono chispeantes, absurdas,  me recuerdan, la divertida biografía de Miguel Mihura.

 Con la misma contundencia que Valle dice en Luces de bohemia: “Ricos y pobres da igual: la barbarie ibérica es unánime”, en Viento de tramontana leemos: “Nuestra España eterna de derechas: la masía andaluza y el cortijo catalán intercambiables. Los señoritos de Madrid y los señoritos de Barcelona” (p. 43).

Estos temas no pueden ser tratados directamente, porque se perdería eficacia. Hay que desvelar su ángulo grotesco. Hay que ponerlos frente al espejo de la realidad y sacar del fondo del espejo el esperpento para desactivarlos. ¡Cuánta vigencia tienen las palabras de Valle Inclán a través de Max Estrella: “España es una deformación grotesca de la civilización europea. Latino, deformemos la expresión en el mismo espejo que nos deforma las caras y toda la vida miserable de España”.

Todo es posible en Viento de tramontana, ya lo hemos dicho y, a la vez, absolutamente verosímil, porque la vida es así, extraña y divertida, al menos cuando se observa con la distancia de lo grotesco. Por debajo de la parodia, de la crítica mordaz, reconocemos perfectamente los males que nos afectan: desfilan alcaldes franquistas reconvertidos al nacionalismo; el falangista Samaranch; un constructor que se hizo rico en el franquismo y más rico en la transición;  instituciones nacionalistas que fueron fundadas por eminentes franquistas; el gusto artístico catalán,  pervertido por pastiches modernistas que han arramblado con lo demás; la deriva de la industria editorial, otro de los temas importantes de la novela, que va a llevarse a la Literatura española por delante, por haber caído, igual que la política, en la corrupción, en el dinero fácil y en el puro negocio.

Asistimos a escenas hilarantes como la del bestsellero --ya citada--, que encarga a un negro una novela para ganar un premio. Esa novela, que empieza igual que Viento de tramontana, se cierra en  sí misma, lúcida y autocrítica. El final no es menos hilarante: después de una paráfrasis de la escena 6ª de Luces de bohemia --son muy frecuentes las referencias literarias y la intertextualidad--, la novela se clausura con una escena teatral, parodia de un drama romántico,  en la que participan todos los ex presidentes de la Generalitat y Tarradellas de convidado de piedra.

En Viento de tramontana tiempo y espacio se usan con una libertad total.  Franco, Pla y Cervantes conviven. Ya no son necesarios flash back, sino que todo coexiste al mismo y en diferente tiempo y en el mismo y en diferente espacio. Mucho tiene de cervantina esta forma de escribir en libertad.

De “acronía” se habla para definir este libre tratamiento del tiempo en el que todo es posible. Asimismo los espacios se dan simultáneamente e incluso los personajes se trifragmentan, como es el caso de la joven editora.

También el narrador ejerce su oficio con libertad total. Sin transición y con una gran dosis de ironía coexisten el narrador en primera persona, el omnisciente  y el estilo libre indirecto.

El paroxismo de la simultaneidad y acronía se da en el momento en que un personaje compara su situación con la caída en el Infierno del Paraíso perdido de Milton: “Sin dimensión, donde las Medidas pierden su sentido --ni alto, ni bajo, ni cerca, ni lejos, ni pronto ni tarde, ni ahora ni luego, ni un metro ni mil-- porque sólo hervía en la profundidad de un magma silencioso sin espacio, sin tiempo y sincon y consin” (p. 77).

Viva la risa, la libertad y el goce de escribir lo que se quiere y todavía se puede en esta España en la que sería de desear que se escriban más novelas como Viento de tramontana

                                                          

Sergio Gaspar, Viento de tramontana, Barcelona, Edhasa, 2014.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Teresa Garbí

La vida como simulacro

16 de febrero de 2015 08:40:36 CET

 Félix y Rose son dos amigos que quedan todas las semanas para conversar (utilizo el término "amigos" por comodidad). Apenas sabemos nada de ellos: Rose es una actriz de escaso éxito que, sin embargo, al menos a ojos de su amigo, atrae todas las miradas, o eso piensa él por un momento, como si los paseantes intuyeran que hay en ella cierta cualidad escenográfica, un "ser actriz" que llama la atención y obliga a examinarla. No sabemos a qué se dedica Félix (aunque en un instante se menciona de forma oblicua un posible pasado laboral, en una escena inquietante que resulta antiepifánica y sobre la que planea, a su vez, la posibilidad de una revelación), ni en qué lugar tienen lugar sus encuentros (se trata de una gran ciudad que podría ser "cualquier ciudad", aunque intuimos que puede tratarse de Nueva York, donde el autor reside desde 2005). Rose tampoco conoce demasiados detalles de la vida de Félix, ni los conoce el lector (aunque sí conocemos un detalle revelador: es extranjero, a diferencia de Rose, en el país en el que transcurre la trama), a pesar de que es uno de los protagonistas de la novela y el narrador, omnisciente, se detiene ante todo en las sensaciones y reflexiones de él a lo largo de uno de sus encuentros semanales, primero en un café y después paseando, aparentemente al azar, por las calles de la ciudad (primero el punto fijo para presentar a los personajes: después la deriva). No sabemos siquiera cómo se conocieron. Su conversación está llena de vacilaciones y de digresiones, al igual que su pensamiento, que se detiene en detalles aparentemente insignificantes que cobran sentido por acumulación hasta construir una forma de ver el mundo (una visión, en cualquier caso, que nunca se impone y que tiene algo de tentativa, de provisional). Rose, como actriz, es en cierto modo una mujer de acción pura, y Félix un hombre de reflexión pura. La novela sigue una de esas tardes en que quedan para conversar, aunque la trama se expande, a medida que avanza la caminata, hacia el pasado, hacia otros encuentros, y también hacia un mundo paralelo, el de la posibilidad.

 

Hasta aquí el argumento de La experiencia dramática, la más reciente novela de Sergio Chejfec. Pero el párrafo anterior, la descripción del argumento, en realidad no arroja ninguna luz sobre la novela, porque un libro como este no puede condensarse ni explicarse. Podemos decir, por ejemplo, a modo de intuición, que la novela, que comienza con un sermón dominical en el que un párroco explica una concepción de Dios (de la omnisicencia de Dios) relacionada con Google Maps, parte de la bidimensionalidad, y la trama va añadiendo capas, dimensiones, hasta saturar la realidad (no solo la realidad de lo que se cuenta, sino la realidad del lector). Las dos dimensiones espaciales añaden pronto la tercera dimensión, la vertical, y poco a poco el tiempo va agregando densidad al conjunto. Las dimensiones se solapan. El pasado que fue, el que no fue, el que pudo haber sido. Como una cartografía (los mapas aparecen varias veces en el relato) en la que los caminantes modifican el territorio que recorren (esa idea de "huella" agrada a los dos amigos, aunque por motivos diferentes), no solo el territorio espacial, sino también el temporal. Aunque los mapas son representación, claro, y el concepto de representación, o de simulacro, termina absorbiendo a las dimensiones superpuestas de la narración. En ese sentido, resulta crucial la aparición del dinero en la trama, en tono aparentemente menor, como una más de las reflexiones de los protagonistas (Rose siempre paga con tarjeta; Félix siempre en efectivo). El dinero, al fin y al cabo, es el simulacro definitivo en las relaciones humanas, y como tal, y también como juego, incluso como mensaje, aparece en una de las escenas más comentadas del libro, en la que Rose señala a Félix el edificio en el que se casó (el apartamento, en realidad) y después pasa a recordar un objeto que había en aquel apartamento el día de su boda, un juguete infantil que era al mismo tiempo un buzón y una alcancía. Así, cobran también una relevancia especial los objetos: "Según Félix, debería dedicarse una historia a los objetos". Una historia que "reflejaría el ultraje y el olvido, la destrucción y la resurrección, y hablaría también de la prolija perversidad puesta en ellos, o de la perversidad, por ejemplo, de los usos y las intenciones alrededor de los cuales giran". Los objetos como historia general y como historia particular. También los personajes son arquetipos y son, al mismo tiempo, absolutamente individuales. No es casual que solo los protagonistas reciban un nombre propio, y que todos los demás personajes aparezcan mencionados siempre por su relación con ellos ("el marido de Rose", por ejemplo). La indefinición se extiende a todas las demás coordenadas: no aparecen acontecimientos históricos, ni nombres de lugares, nada que nos permita situarnos. De hecho, los únicos nombres propios que aparecen en el texto, si exceptuamos los de los protagonistas, son Google Maps y Borges.

 

La novela transcurre con un tono voluntariamente menor, casi fantasmal, y al mismo tiempo mítico: "Caminar es algo que para Félix lleva tiempo, es un hecho teatral y de características que pueden llegar a ser épicas".

 

La idea de simulacro lo impregna todo, lo eleva y al mismo tiempo lo baja al nivel del suelo. El libro termina siendo conmovedor: "El mundo podría dividirse entre quienes actúan y quienes no lo hacen. Los que no actúan se desplazan por la vida con naturalidad e inocencia, mientras que quienes actúan cargan sobre sus hombros el deber de representarlos".

 

Sergio Chejfec nació en 1956 en Buenos Aires, pero reside fuera de su país desde 1990 (primero en Caracas y después en Nueva York, con estancias más o menos breves en otros lugares). Ha escrito once novelas, de las que solo las tres más recientes se han publicado en España: Mis dos mundos (20008), Baroni: un viaje (2010) y esta La experiencia dramática. La editorial Candaya ha apostado por un autor de culto (entre sus admiradores se cuenta Enrique Vila-Matas) que, poco a poco, va ganando lectores en nuestro país.- MIGUEL SERRANO LARRAZ.

 

 

 

Sergio Chejfec, La experiencia dramática, Barcelona, Candaya,  2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Miguel Serrano Larraz

Una cumbre formal y estilística

9 de febrero de 2015 12:36:28 CET

La concesión de un premio de la relevancia del Cervantes de las Letras lleva aparejada la publicación de un sinfín de ensayos y antologías que actualizan la figura del autor galardonado, autor al que, en ocasiones, se le rescata del olvido y, en otras, se le difunde más allá de la dimensión geografía de la que procede. El caso de Caballero Bonald no se ajusta a ninguna de estas premisas porque goza de una innegable presencia en ambas orillas del Atlántico, plenamente justificada por la envergadura de su obra literaria y, también, por las periódicas entregas poéticas de los últimos años, años en los que ha abandonado otras facetas de su quehacer literario para centrarse casi exclusivamente en la escritura poética. Pero el hecho de publicar con determinada regularidad no garantiza por sí sólo que el autor se vea favorecido por un consenso crítico y lector. Una reputación consolidada se fragua a lo largo de una trayectoria impecable, y los últimos poemarios de Caballero Bonald —los que se insertan según el poeta y profesor Juan Carlos Abril, editor de esta antología, en una cuarta etapa creativa, en la cual las “Lamentaciones por el irreparable paso del tiempo” y la insumisión contra las injusticias de carácter tanto ético como social se han convertido en el fundamento de su escritura—  no han hecho más que fortalecerla y, si cabe, incrementarla, porque sus versos y sus declaraciones públicas se han convertido en denuncias y amonestaciones que gozan de gran predicamento en una buena parte de sus lectores.  No insinúo que Caballero Bonald se haya convertido en una especie de profeta capaz de aleccionar a los acólitos, pero sí he de señalar que las exhortaciones tan frecuentes en su poesía última han calado hondo en una sociedad devastada por la ignominia y la falta de escrúpulos de una gran parte de los políticos que la gobiernan.  No, Caballero Bonald es un ejemplo de coherencia y honradez intelectual, porque, y no es mérito menor, debo resaltar que esa voz que revela la indignación de un hombre mayor, pero lúcidamente insurgente, no se ha estancado en una prosodia acomodaticia, bien al contrario, el autor ha seguido indagando en los arcones de su amplia tradición poética, hasta el punto de que su último libro, Entreguerras o De la naturaleza de las cosas, como señala con acierto Abril en los párrafos finales de la «Introducción»: “Vuelve a visitar sus temas y lugares predilectos bajo el flujo y reflujo del vanguardismo, que nunca hasta ahora había usado de manera exenta. Esta obra es ciertamente una cumbre formal y estilística”. De no muchos poetas, pasados los ochenta años, se puede hacer una afirmación tan contundente y certera.

Marcas y soliloquios de José Manuel Caballero Bonald abarca sesenta años de creación poética, en los cuales ha publicado once libros de poesía. Desde su primer libro, Las adivinaciones, publicado en 1952, del que un generoso Gerardo Diego, siempre al tanto de la actualidad poética, se ocupó en una ponderativa reseña, hasta Entreguerras o De la naturaleza de las cosas publicado el pasado año, pero del que aún tardarán mucho en apagarse sus ecos, del que se incluye un extenso fragmento. Dentro de este arco temporal se ha sucedido, con arbitraria frecuencia, la publicación de toda la obra, no sólo poética, sino ensayística, novelística y memorialista, tal es el multifacético espectro creativo de uno de los maestros más vigorosos de la poesía española actual y, lo afirmo sin temor a equivocarme, futura.

Cuatro son los ciclos en los que divide Abril la poesía de Caballero Bonald: El primero, caracterizado por una mezcla de metafísica con la indagación metapoética está constituido por Las adivinaciones (1952), Memorias de poco tiempo (1954) y Anteo (1956); en el segundo predominan la «problemática existencial: individual/social» y está integrado por Las horas muertas (1959) y Pliegos de cordel (1963). Conviene aclarar que estos compartimentación no es estanca ni los cambios de ciclo son concluyentes, tal y como señala Abril, «responden a estímulos creativos, y no son monológicos sino que dialogan entre sí, presentan contradicciones y trasvases». El tercer ciclo es un laberinto vital y literario y lo componen los libros Descrédito del héroe (1977) y Laberinto de fortuna (1984).  El protagonista de ambos poemarios es un hombre acuciado por el desencanto que encuentra en la escritura la única esperanza de redención, esperanza muchas veces truncada por la ineficacia del lenguaje. La cuarta y última etapa, el ciclo de Argónida, está integrada por Diario de Argónida (1977), Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009) y Entreguerras o De la naturaleza de las cosas (2012), aunque quizá estos tres últimos títulos se puedan agrupar en una subdivisión marcada por un compromiso más acusado con la realidad, una reinterpretación de esa realidad también de carácter estético, como en sus libros anteriores, pero ahora más influida por un descrédito de las ideologías y una mirada nada complaciente del mundo en el que habita. El propio autor ratifica esta idea cuando certifica: « Yo nunca he escrito tan cerca en el tiempo como con los tres últimos libros. Antes tardaba diez, doce años entre uno y otro. Ahora ha habido un fervor inusitado, una especie de energía que me vino por el miedo a la desmemoria. Me vino de pronto este deseo de ir contando las cosas sin pararme a pensar que me faltaba energía, que la poesía es un género juvenil y que yo era muy viejo para hacer poesía». Ese devoción por el lenguaje, esa búsqueda de la definición más rigurosa se puede reconocer en cualquiera de los libros de Caballero Bonald, quien, tal vez hastiado de tanta inmoralidad pública, afirma en una reciente entrevista, realizada por Juan Cruz, que  «La vida de un hombre debe ser limitada […] Escribo algún que otro poema, claro, pero no más […] Además, ya he escrito suficiente».

Como otros muchos escritores, Caballero Bonald confiesa que se hizo escritor porque leyó «primero a unos escritores que me emocionaron, que me abrieron un camino. Sin esas lecturas previas, estoy seguro que no me habría dedicado a cultivar la literatura. Y además, el hecho de haber sido un lector constante a lo largo de los años, también me ha servido para ir calibrando la natural evolución de mis gustos estéticos». Esta antología que la editorial Pre-Textos pone ahora en nuestras manos permitirá también, a aquellos lectores que se adentren en su lectura, comprobar la evolución estética y el compromiso moral de un hombre que, más allá de la subordinación de la experiencia vital al lenguaje del poema, se resiste a permanecer callado, a seguir la ortodoxia corporativa. Es, y en su poesía podemos comprobarlo, un insumiso, un modesto disidente, sin altanerías ni estridencias, que más que buscar la absolución en la historia o en la literatura, persigue la transformación de un presente que le mortifica. A él, como a tantos, a pesar de que, como reconoce el poeta, « A mi edad, el futuro es muy exiguo. Tengo mucho pasado por delante y el futuro se acorta. Mi sensación ahora es de fin de trayecto, de escepticismo, de estar en un punto en que ya nada vale mucho la pena. El futuro es una pared vacía, la meditación ante el muro, que es casi el título de un libro que ya no escribiré».

 

Marcas y soliloquios. José Manuel Caballero Bonald. Edición de Juan Carlos Abril. Valencia, Pre-Textos, 2013.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Carlos Alcorta

Bienvenidos al hotel Wallace

9 de febrero de 2015 12:34:34 CET

 

La recepción crítica de la obra de David Foster Wallace en España es un caso de anacronía hermenéutica. Reseñar hoy La escoba del sistema como una “novedad” contraviene las leyes de la linealidad interpretativa y obliga a narrativizar la producción literaria de Wallace en una analepsis analítica que no solo altera la secuencia cronológica, sino que desbarata la cómoda y tradicional lectura causa-efecto y de acumulación y/o superación de criterios y técnicas. El lector (en) español de DFW, que ya había pasado por los ensayos y opiniones, por los relatos, por las novelas éditas, inéditas, infinitas, pálidas y póstumas, llega ahora al origen de todo, al big bang creativo de una propuesta narrativa, estética, filosófica y vital cuyo alcance aún no atisbamos a divisar. Porque, claro, cuando despertamos, La escoba del sistema YA estaba allí. La época -1987- en la que Wallace clamaba en el desierto: “La narrativa o mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo”.

Novela escrita entre 1984 y 1985 como tesis en el Amherst College, La escoba del sistema, queda definida por su jovencísimo autor en la primera carta (escrita a máquina, firmada en mayúsculas: Wallace siempre parece escribir en mayúsculas) dirigida a su futuro agente literario, Fred Hill: “He sido informado por personas entendidas de que (…) no es solamente entretenida y vendible, sino verdaderamente buena”. Entretenida, vendible, verdaderamente buena. No es hora ya, lo sabemos hace tiempo, de sacralizar la opinión que sobre su obra tiene el autor (esté muerto, como decía Barthes o esté de parranda, como rumbeaba Peret en El muerto vivo). Pero sí llama la atención cómo publicita Wallace su primera novela, qué atributos  le concede, cómo conjuga criterios estéticos o intrínsecos difícilmente mensurables por su indefinición esencialista (“verdaderamente buena”) con otros criterios (“entretenida”, “vendible”) que parecen aplicarse mejor a otros productos culturales: el mercado, ya se sabe. Pero así era el joven Wallace. Alguien a quien nos imaginábamos –ahora lo sabemos por su biografía- debatiéndose entre la ficción y la investigación, entre la novela y la filosofía, entre la creación y la lógica matemática; alguien excesivo en todo, en los argumentos y en la sintaxis, en la interiorización y en el mundo (y en los demonios y en la carne); alguien obsesivo con el lenguaje y que puso palabras a las obsesiones; alguien fascinado por las imágenes, náufrago ante el televisor, deudor de la publicidad, devoto del consumo y de las conspiraciones, clásico, moderno, técnicamente superdotado, wonder boy. Y todo ello está en La escoba del sistema. La imaginación apabullante, inmoderada, deslumbrante. El estrafalario elenco de personajes, con sus nombres alusivos: Proctor, Biff Diggerence, Metalman, Sealander, Spaniard, Vigorous, Splitstoeser, Neil Obstat, Foamwhistle, Bombardini, la cacatúa Vlad el Empalador (pajarraco malhablado y soez convertido en vocero de Dios). El inaudito muestrario de espacios abiertos y cerrados: el Gran Ohio Desértico –GOD- creado artificialmente; la centralita telefónica siempre al borde del colapso, siempre confundiendo las llamadas; la residencia de donde escapan los ancianos encabezados por la siempre presente y siempre ausente bisabuela Lenore: mismo nombre, misma búsqueda. La entrópica amalgama de relatos adictivos (de adictos, sobre adicciones, adictivos para el lector), directos (a veces sin que sepamos quién es el autor), indirectos (las delirantes conversaciones con el psiquiatra, aún más desquiciado que sus pacientes), intercalados (Rick se justifica, se reivindica, contando historias, y así trata de anular su impotencia sexual: moderna Sherezade, si sigue contando  historias en la cama, en el coche, en el desierto, no morirá, o impedirá que su chica se vaya con otro). La búsqueda de la abuela Lenore es un gigantesco macguffin que nos trae y nos lleva por la filosofía de Wittgenstein, por la compleja sacralización del marketing, por las endemoniadas relaciones familiares (la figura paterna, el hermano Anticristo), por la casualidad extrema travestida en lógica lúdica. Como si Pynchon hubiera decidido crear una opereta bufa y demostrar que conoce todas, todas, todas, las técnicas narrativas descubiertas hasta el momento. Una macedonia de frutas que cuando amenaza con empalagar con el almíbar, se rebaja con un toque de licor que raspa en la garganta.

Es imposible leer ahora La escoba del sistema sin hacer proyecciones de futuro que, paradójicamente, ya hemos visto cumplidas. Al leer esta novela, intuimos que aquí estaba todo Wallace. Estaba todo, pero faltaba mucho. El mismo dijo en 1987. “El camino es largo y duro. Escribir es lento y difícil. Tengo la esperanza de que nada de lo que he hecho hasta ahora me impida seguir mejorando. Esperemos no tener cincuenta y cinco años y estar haciendo lo mismo”. No hay moraleja en esta historia.- JAVIER GARCÍA RODRÍGUEZ.

 

David Foster Wallace, La escoba del sistema, traducción de José Luis Amores, Málaga, Pálido Fuego, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier García Rodríguez

Pecadores

23 de enero de 2015 11:59:40 CET

Muchos de los nombres, que configuran hoy la extensa nómina de la mejor narrativa breve mejicana, iniciaron su andadura en la década de los 70, aunque su labor literaria, tan variada como rica, se acrecentaría en la siguiente, con una característica común: la fuerza de una individualidad que les llevaría a ensayar posturas literarias que supusieron una ruptura con todo lo anterior, pese a que algunos jóvenes volvieron la vista a la sabiduría de maestros como José Agustín, Gustavo Sáinz o Parménides García Saldaña. Quizá por esto, de la amplia muestra surgida, muchos de ellos reivindicaron la recuperación de los procedimientos del cuento clásico, la economía anecdótica, la concreción y la intensidad final en la historia narrada, además de esa experimentación que llevó a reproducir, entre otros aspectos, una interesante adecuación del lenguaje popular con una clara denotación al ambiente social o la mentalidad fragmentada de aquellos barrios populares, en zonas periféricas de las grandes ciudades, incluso denotar ese lado oculto de una prosa mejicana que desvela aquella otra realidad. Por consiguiente, la mayoría de los cuentos publicados por entonces se caracterizaban por una libertad de imaginación y de construcción que, décadas después, patentiza ese afán de experimentación o la capacidad de dinamizar un género que se debate, desde siempre, en permanentes conflictos conceptuales. Muy alejados de los temas convencionales del realismo social, el tipismo de ciertos personajes pintorescos, los temas de la Revolución o una intención política, la mayoría de estos narradores, David Toscana, Juan Villoro, Ignacio Padilla y Jorge Volpi, provienen de una formación social e intelectual distinta que incluye, el cine y la televisión.

                        El caso de Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) es significativo por la proporción que ha ido alcanzando su obra, tan rica como variada: cuento, novela, ensayo e incursiones en el mundo de la narrativa infantil y juvenil. Sus primeros libros recibieron muestras de admiración y reserva por parte de la crítica mejicana porque, en algunos de sus textos, permanecían vivas algunas de las huellas de la literatura de la Onda, aunque como ha demostrado más tarde, sólo se apreciaba esto indirectamente en la temática juvenil, algo que el autor promovía con respecto al tratamiento psicológico de algunos de sus personajes. Sus cuentos, no obstante, logran crear una atmósfera sugestiva y están repletos de alusiones y elipsis que conducen a un estilo mesurado que lleva a su narrativa al virtuosismo más pleno. Otra de las singularidades de su narrativa breve es su voluntaria caracterización por ofrecer individualidades,  personajes solitarios que pueblan, con su actitud, un universo muy variado. Se mueven en escenarios tan reconocibles como alternativos, aunque la segunda, y más importante, caracterización para su prosa sería su extraordinaria capacidad para dotar con esa voz única unos relatos que se articulan en un mismo sentido literario, la reflexión, en primera persona, para explorar, cómo podrían hablar en cada momento estos seres inventados.

                        La producción cuentística de Villoro refleja esa dedicación del escritor al género y la madurez con que ha llegado en su última entrega Los culpables (2008). En sus anteriores colecciones, El mariscal de campo (1978), La noche navegable (1980), El cielo inferior (1984), Albercas (1985), Tiempo transcurrido (1986), la selección La alcoba dormida (1992) y La casa pierde (1999),  Villoro se negaba a buscar la trascendencia a través del acto puro de contar historias; es decir, no se deben narrar grandes verdades, ni crear grandes héroes explícitos o implícitos, los personajes son meras caricaturas de falsos héroes porque los protagonistas de sus historias se enfrentan diariamente al aburrimiento, al fracaso y al vacío. «Cambio de estado y ansiedad metafísica», son dos de las características señaladas por Álvaro Enrigue a propósito de los cuentos de Villoro, o la aseveración formal de que  «todo tránsito supone una voluntad de liberación». En los seis cuentos de Los culpables pueden rastrearse muchas de estas características señaladas, sus personajes vuelven a estar solos, han dejado de ser quienes eran, muestran esa división que les conducen a reintegrarse en una sociedad jerarquizada, así se cuentan los pecados de un cantante de rancheras que debe reconciliarse con su sexualidad, un agente, transeúnte habitual de los aeropuertos, debe alcanzar su estabilidad emocional no perdiendo más vuelos, un futbolista mediocre sacrifica a su equipo por una amistad, dos hermanos enfrentados se salvan de un amor escribiendo un guión que los convertirá en monstruos, un viajero adopta una iguana y paga una antigua deuda sexual, y un limpiador de cristales tiende, inexcusablemente, al suicidio; y, en el séptimo, en realidad, una nouvelle «Amigos mexicanos» un periodista yanki vuelve a México para escribir sobre la esencia misma del país, para ensayar una vuelta de tuerca, porque Villoro juega y distorsiona esa visión de lo «mexicano» que se tiene desde el exterior, ofrece la mirada ajena que le proporciona al escritor la excusa para contar, desde otra perspectiva, el morbo con que se buscan otras historias en su país, como por ejemplo, la violencia.

                        Villoro levanta con Los culpables ese vuelo metafórico que ha caracterizado a su literatura breve, la complejidad de su estilo deja paso a una estructura menos esotérica, acelera el ritmo de sus textos que se vuelven más concretos, precisa el sentido con que quiere matizar las cuestiones planteadas, aunque reflexiona y explora y, sobre todo, transforma su lenguaje, imprime ese matiz de oralidad señalada, emerge una voz narrativa fuerte en primera persona y, a través de su prosa caracterizada de metonimia poética, favorece la actitud de sus personajes hasta envolverlos en una espiral de preguntas y respuestas que se concretarán en la realidad de unas casualidades, porque, entre otros muchos contratiempos, todos han pasado por unos momentos de transición y consiguen desprenderse de ese pecado cometido, del que la sociedad los absolverá definitivamente.

                        Como en otros casos anteriores, en la mayoría de estos relatos, el sentimiento de amargura es una estrategia y un acierto en la prosa de Villoro, esa suma de sutilezas alcanza a unos personajes que, ahora, necesitan descubrir una verdad y, el autor, aunque se trate de un gesto ridículo, debe al menos salvarlos. Los culpables, esos mejicanos que viven una realidad actual, sobreviven, gracias a la literatura, en otra dimensión paralela que al lector nos sirve para dejar constancia de los encuentros y desencuentros de su propia existencia.

 

 

Juan Villoro, Los culpables; Barcelona, Anagrama, 2008.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro M. Domene

La pértiga de Caronte

16 de enero de 2015 14:12:27 CET

         La pertiga de Caronte

 

 A ritmo de endecasílabos y heptasílabos mayoritariamente blancos, este reciente libro de Jesús García Calderón, Las visitas de Caronte, descubre desde sus primeros compases una voz doliente y contenida en la que al potenciar en su primer poema la importancia del “tú” (seguramente la ausenca de la madre) se individualiza la soledad del protagonista lírico, abandonado y triste en el mundo sin ese asidero materno

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Escrito en La Torre de Babel Turia por Antonio Moreno Ayora

La mirada del escritor

1 de diciembre de 2014 08:50:32 CET

El escritor holandés Cees Nooteboom se encuentra en el Frick Museum de Nueva York delante de "La lección de música interrumpida", de Vermeer. Dice sentirse como un mirón al tiempo que le embarga cierto sentimiento "nacional", algo que, bien pensado, concluye, le parece ridículo. El pudor ante la escena predomina. Es un extraño, y lo sabe. En plena observación cae en la cuenta de que le ocurre lo mismo cuando se planta delante de un cuadro de Edward Hopper: ese saberse mirón en un lugar, una escena, en las que no debería tener cabida. Al tiempo, el escritor, narrador en primera persona, observa y apunta todo cuanto acontece a su alrededor. Una compatriota atractiva que observa, como él, el vermeer. Le gustaría abordarla, pero no se atreve. Éste es, en resumen, el primero de los relatos que en torno a la pintura ha escrito Cees Nooteboom. Unos relatos en los que, además de propiciar el ensayo como eventual crítico o historiador del arte, hay la narración, el relato literario del contexto en que aquél tiene lugar.

 

Porque Nooteboom no tiene la intención de darnos lección de arte alguna (lo cual, dicho sea de paso, no quiere decir que no vayamos a aprender aspectos interesantes de algunos episodios de la pintura de los últimos cinco o seis siglos). Nos ofrece, como hemos apuntado, sus reflexiones de hombre culto y curioso por las cosas. Su particular mirada. Se reconoce, así es, como un "amante de la observación". En otro de los capítulos de este libro nos cuenta que, después de un largo viaje, llega a Amsterdam y casualmente acaba entrando en una exposición de grabados de Tiépolo, del que poco o muy poco conoce. Dice incluso sentirse atraído por los títulos de los grabados más que por el contenido de éstos. Son las suyas unas observaciones inteligentes. Y cuando, como el maestro de obras del Románico, que trabaja con el método del ensayo y error, se equivoca, rectifica y llega hasta su objetivo. "Eso de percibir mal las cosas cuando las miras por primera vez tiene su lado bueno, aunque sólo sea por el hecho de que luego las ves mejor".

 

Su mirada sobre las cosas tiene, pues, su base. Una base culta, de múltiples referencias. De otro lado, sus descripciones, a menudo bellísimas, complementan el discurso a veces difuso con que a veces se nos despacha (por cierto, no menos que algunos historiadores del arte, cuyas empalagosas descripciones con frecuencia resultan indigestas). Cuando habla de Florencia (y nos saca a colación ni más ni menos que a Claude-Gilbert Dubois, especialista en manierismo) para enunciar una de sus teorías (o Florencia como "speculum historiae" de época que se reflejan las unas en las otras), dice cosas como ésta: "El sol se ha adentrado geométricamente en la Piazza della Santa Annunziata". En momentos como éste resplandece el valor literario de la obra. Que no es poco. La literatura, a menudo, ayuda a iluminar aspectos poco o nada conocidos de la historia. A Nooteboom le divierte imaginar de qué manera llegó Leonardo a Milán. Por ejemplo.

 

Otro de los momentos culminantes de este pequeño libro es el capítulo que Cees Nooteboom le dedica al pintor Caspar David Friedrich. En éste nos cuenta cómo a través de László Földényi -del que, nos dice, había apreciado mucho con anterioridad su "Tratado sobre la melancolía", en el que se tratan de igual manera temas pictóricos- intenta introducirse con otra de sus obras -dedicada al pintor- en el mundo cerrado, abierto sin embargo a interpretaciones, de Friedrich. La imposibilidad de retratar a Dios, a un Dios que ha abandonado el mundo, da pie al escritor holandés para cavilar sobre este aspecto de su pintura. Un lado oscuro que, como la pintura de Edward Hopper, representa el otro lado, el polo contrario, de uno de los temas principales de la pintura, y, también, de las interpretaciones de Nooteboom: la luz.

 

La pintura de Edward Hopper le sugiere "angustia, silencio, una gran melancolía". Y sin embargo, como a tantos y tantos espectadores de su obra, le fascina. En estos hallazgos en apariencia nimios es donde el lector siente como suya la escritura de Nooteboom (algo sin duda mucho menos frecuente cuando leemos a los historiadores o a los críticos de arte; raro es el caso: si acaso Duby, Gombrich...). De ahí el interés, menos académico cuanto literario, es cierto, que estos escritos sobre la pintura tienen. Es más probable que uno recuerde con el paso del tiempo la descripción que Nooteboom hace de las calles de Leiden que vieron crecer a Rembrandt y sus primeros autorretratos que la de cualquier avispado especialista falto de chispa e ingenio literarios. Su lectura, pues, resulta amén de fructífera, gratificante, y de un rigor muy personal.- RAFA MARTINEZ.

 

 

Cees Nooteboom , El enigma de la luz. Un viaje en el arte, traducción de Isabel-Clara Lorda Vidal, Madrid, Siruela, 2007

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafa Martínez

El difícil camino de la paz

24 de noviembre de 2014 08:14:19 CET

Pocos vocablos han sido tan utilizados a lo largo de la historia como la palabra paz. Sus connotaciones son tan variadas, sus usos tan diversos, sus aplicaciones prácticas tan relativas que, en ocasiones, llega a perder su esencia y a convertirse en un término manido y, a todas luces, ambiguo. De todos modos, encontrar el filón de la paz en medio de tanta escoria es una tarea reservada a unos pocos privilegiados. El camino de Gandhi y de miles de pacifistas anónimos es muy difícil de seguir con todas sus consecuencias.

            Carmen Magallón – que ya ha mostrado en numerosas publicaciones su preocupación por el papel de las mujeres en la sociedad – conoce por propia experiencia los caminos, las sendas y las encrucijadas que conforman una red universal de encuentros y desencuentros en busca de la paz. De la Paz con mayúscula. Por eso nos ofrece en el ensayo Mujeres en pie de paz una serie de ideas en torno a la construcción de la paz desde la base, desde dentro, desde la intrahistoria, desde lo cotidiano. Tal como afirma la escritora aragonesa en el epílogo, “el libro rescata iniciativas y debates protagonizados por mujeres que, en distintos momentos del siglo XX, desafiaron la dinámica de la violencia y propusieron vías alternativas y valores contrapuestos al enfrentamiento armado”.

            Pensamiento y prácticas se dan la mano – como reza el subtítulo –  en esta obra rica en planteamientos, iniciativas, encuentros y experiencias compartidas. El debate permanece abierto desde el principio: ¿Por qué las mujeres? ¿Acaso son ellas más pacíficas que los hombres? La respuesta no es fácil, porque la búsqueda de la paz concierne a todos y es importante, de antemano, romper la dicotomía: mujer pacífica/hombre violento. Aunque es justo reconocer que las mujeres han desempeñado a lo largo de la historia – desde la antigua Grecia hasta los acontecimientos más recientes – un papel más relevante en los procesos de paz, no tanto por su protagonismo directo como por su implicación en movimientos por y para la paz.

            Fueron las redactoras de la revista En pie de paz, en la que colaboró la autora, las que fueron trenzando una sutil red y las que marcaron una pauta que aglutinaría a cientos de mujeres de todo el continente con una única aspiración: desterrar la violencia de cualquier lugar de la geografía terrestre. A ellas va dedicado el libro y de ellas se nutren numerosas experiencias y reivindicaciones. En un breve prólogo, Estela B. de Carlotto, Presidenta de las Abuelas de la Plaza de Mayo, alude a los desaparecidos durante la dictadura argentina, en 1976. Sus palabras son un impulso y una sutil llamada de atención: “Las mujeres ignoramos la capacidad y fuerza que llevamos en nuestro interior”.

            Esta capacidad de lucha y sacrificio para construir la paz y expulsar la guerra de la historia se nos transmite a los lectores en la primera parte del ensayo: “El protagonismo de las mujeres en la causa de la paz”. Un protagonismo que abarca toda la geografía mundial y que recorre el convulso y controvertido siglo XX, desde la Primera Guerra Mundial, hasta los últimos conflictos en Oriente Medio. La autora parte primero de su propia experiencia y desgrana con sutileza algunos recuerdos de la posguerra española durante su infancia en un pueblo del Bajo Aragón turolense. Frente a la crueldad de la guerra, los conflictos ideológicos y las duras condiciones de la vida cotidiana, emerge la figura de sus abuelas como protagonistas de una alternativa a la violencia y como mujeres fuertes en un entorno difícil y deshumanizado. Abuelas, madres e hijas jóvenes. Todas unidas y hermanadas como víctimas de la violencia y como impulsoras de iniciativas a favor de la paz.

            El siglo XX ha sido testigo mudo de situaciones de violencia contra las mujeres. No sólo en las guerras, donde sufren violaciones indiscriminadas, sino en tiempos de aparente paz. Carmen Magallón nos recuerda el problema de las mujeres en los campos de refugiados, la discriminación cotidiana por razón de sexo, las agresiones físicas como la ablación genital o circuncisión femenina. La tarea es tan urgente que los grupos de mujeres que construyen la paz nacen en cualquier rincón del planeta: las Madres de la Plaza de Mayo, las Mujeres de Negro contra la ocupación israelí,… Esfuerzo compartido que culminará – o encontrará un importante punto de inflexión – en  la Resolución 1325 del Consejo de Seguridad (octubre de 2000) que reconoce que “el acceso pleno y la participación total de las mujeres en las estructuras de poder y su completa implicación en los esfuerzos para la prevención y la resolución de los conflictos, son esenciales para el mantenimiento y promoción de la paz y la seguridad”.

            La segunda parte de la obra es más reflexiva y tiene un carácter más prospectivo. La autora rinde un homenaje implícito a las diez mujeres que han obtenido el Nobel de la Paz y recuerda las ideas de Virginia Wolf sobre las raíces sociales del militarismo en su novela The Guineas.  Plantea, además, la filosofía del “paternaje” o pensamiento maternal y aboga por una paz desde dentro, desde las mentes, “las primeras que necesitan desarmarse”. El camino es arduo y está sembrado de claroscuros. A pesar de los avances científicos, a pesar del irreversible ritmo del progreso, el mundo es cada vez más vulnerable. Carmen Magallón nos contagia así un cierto desasosiego no exento de esperanza. Pero no hay que dormirse en los laureles, pese a  tímidos logros – al menos en nuestro entorno – como la Ley contra la violencia de género o la Ley para la conciliación de la vida familiar.

            Completan la cuidada edición una selección fotográfica con Bertha Van Suttner – Nobel de la Paz en 1905 – y Estela Carloto como protagonistas o el grupo de mujeres de la revista En pie de Paz, en uno de sus últimos encuentros cerca de Barcelona. Hay que valorar también la selecta y completa bibliografía que remite al lector a publicaciones de todo tipo sobre el tema de la paz. Un ensayo claro, con un enfoque didáctico y con un doble carácter experimental y reflexivo. JOSÉ MARÍA ARIÑO COLÁS.

 

Carmen Magallón, Mujeres en pie de paz, Madrid, Editorial Siglo XXI, 2006.

 

 

           

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por José María Ariño Colás

Borau entre el cine y la literatura

17 de noviembre de 2014 08:51:19 CET

La vida es un movimiento continuo en el que hay que superar fronteras, afrontar contratiempos y reubicarse de forma constante para adaptarse a las nuevas situaciones que surgen. El cine de José Luis Borau se acomoda muy bien a esta reflexión, como lo fue su vida, vinculada no solo a la industria cinematográfica sino también a la literatura y a la gestión cultural, puesto que no hay que olvidar al Borau presidente de la Academia del Cine así como de la SGAE o al académico de la Lengua que fue. El cineasta zaragozano ha sido muchas cosas y su obra, prolífica. Eso sí, no debemos tener en cuenta exclusivamente su vertiente cinematográfica, cuya filmografía como director tampoco es muy extensa, sino su amplia obra cultural, que abarca su faceta literaria como escritor y editor, al margen de su labor como guionista, sin olvidar tampoco la de productor e incluso actor.

De Borau se han publicado numerosas biografías y aproximaciones a su filmografía, las más conocidas las de Agustín Sánchez Vidal y Carlos F. Heredero, y junto a ellas otras no menos notables como la de Luis Martínez de Mingo y, una de las más recientes, el libro publicado por el Festival de Málaga en 2011 obra de José Luis Angulo y Antonio Santamarina. A la extensísima bibliografía sobre Borau hay que sumar otros proyectos editoriales que arrojan luz sobre el autor de Furtivos, como el libro catálogo de la exposición que el Festival de Cine de Huesca de 2009 acogió en torno a esta película, o el completísimo monográfico que meses antes le dedicó la revista Turia del Instituto de Estudios Turolenses en su número 89-90. Ahora se suma un nuevo volumen, José Luis Borau. La vida no da para más, de Bernardo Sánchez Salas, un proyecto que no es nuevo, sino que se remonta a hace un lustro, pero que ha atravesado por múltiples vicisitudes y que apareció por fin publicado poco antes de la muerte de Borau, convirtiéndose así, incluido su título, en el epitafio de quien ha sido una de las personalidades claves de la cultura española de las últimas décadas tanto por sus aportaciones cinematográficas como literarias, que hasta la fecha han resultado las más huérfanas de estudio. El libro de Sánchez Salas pretende cubrir ese vacío.

José Luis Borau. La vida no da para más es un libro extraño, atípico, chocante por su estructura y la disposición de su contenido, pero también porque aborda algo escasamente tratado en los trabajos sobre el cineasta, su obra narrativa escrita más allá de los guiones de sus filmes. El apartado dedicado a explorar esta faceta, bajo el epígrafe Un escritor de ida y vuelta, es por ello el más interesante de este ensayo y un complemento imprescindible dentro de los estudios realizados hasta la fecha sobre el realizador y escritor. El libro atravesó por varios contratiempos y su publicación se fue retrasando, por lo que su autor ha ido incorporando adendas y añadidos sin pretender alterar su espíritu inicial. La obra vio por fin la luz en 2012 dentro de la editorial Pigmalión y con el patrocinio, además, de la Semana de Cine Experimental de Madrid, la Fundación Autor y la SGAE.

El título hace referencia a un comentario que Borau le hizo a Sánchez Salas en uno de los múltiples intercambios epistolares que mantuvieron, cuando al requerirle las respuestas a un cuestionario que le había enviado, le pidió más tiempo para hacerlo porque sus múltiples compromisos le impedían contestarlo en el acto. “La vida no da para más”, le dijo, pero en el caso de Borau, la vida le dio para mucho, para ser uno de los personajes más importantes que ha tenido la cultura española en los últimos tiempos, por lo que es de esperar, y de desear, que todavía se publiquen muchos más trabajos sobre él. En este caso su rasgo distintivo reside en abordar, entre otros aspectos, esa vertiente literaria y editora a la que ya hemos aludido, además de contener la que probablemente sean la filmografía y bibliografía más completas del autor realizadas hasta la fecha.

El libro tiene una estructura muy ligada a las experiencias vitales de su autor y a la relación que éste mantuvo con José Luis Borau, que se tradujo en la posibilidad de acceder a relatos antes de su publicación y también a conocer los dos últimos guiones que dejó sin rodar, La Pajarita de Oro y Los hermanos del Don –en colaboración este último con Rafael Azcona–. Las reflexiones que se hacen sobre estos trabajos figuran entre las aportaciones más novedosas que el lector puede encontrar. No se propone Sánchez Salas abordar en profundidad toda la obra cinematográfica de Borau, sino que busca centrarse, sobre todo, en su producción a partir de 1990, dando por suficientes las aportaciones hechas antes de esa fecha por Carlos Fernández Heredero y Agustín Sánchez Vidal. A partir de esa premisa, el autor nos traslada al universo de Borau a través de sus últimos trabajos para el cine y la televisión, con continuas miradas hacia su filmografía anterior, teniendo presente como nunca se había hecho antes su obra narrativa escrita. En medio, el lector encontrará una inusual conversación entre Borau y Sánchez Salas, tras pasar una jornada juntos en Logroño y de contenido más anecdótico que otra cosa, aunque ayuda a comprender la forma de ser del personaje. Pero lo más destacado de este peculiar trabajo son esos vínculos que el autor establece entre cine y literatura, y de qué manera unos y otros están presentes al final en toda la obra de Borau, y cómo su actividad en el cine y las múltiples facetas que ha desempeñado son el desencadenante de los libros que publicó en las dos últimas décadas. Aflora así el escritor oculto, el que se escondía tras los guiones literarios del sus filmes, objeto igualmente de publicación como si de novelas se tratara, y en algunos casos transcritos de la imagen a la palabra por el propio Borau, lo que le confiere todavía más un valor literario, como fue el caso del guión de Furtivos publicado en la revista Viridiana. Sánchez Salas indaga en ese Borau escritor que no tiene ambiciones literarias pero posee un prurito literario que ha quedado patente en libros como El caballero D’Arrast, Camisa de once varas, Navidad, horrible Navidad, y Amigo de invierno, entre otros. Lo hace, además, profundizando, interesándose por comparar ediciones, como el original de Arituyena, primer relato que se conoce de Borau, publicado en 1952 en la revista del Colegio Mayor Cerbuna de Zaragoza y reeditado en 2008, reelaborado por el cineasta y con el nuevo título de El país de Arituyena. La conclusión a la que llega Sánchez Salas es que cine y literatura van de la mano en Borau, aunque precisa que lo primero no monopoliza lo segundo pero se trasluce, según sus propias palabras, “como una especie de guía o de ‘guión’ para atravesarla, incluso –en buena medida– sustanciarla y abrazarla”.- FRANCISCO JAVIER MILLÁN.

 

Bernardo Sánchez Salas, José Luis Borau, La vida no da para más, Pigmalión y Semana de Cine Experimental de Madrid, Madrid, 2012.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Francisco Javier Millán

En busca de la política

11 de noviembre de 2014 10:12:50 CET

            La experiencia intelectual de los dos últimos siglos, e incluso el sentido común, nos indica que es imprescindible conocer y tratar de comprender el mundo contemporáneo para orientarnos en él como individuos o comunidades políticas y, virtualmente, tomar las decisiones adecuadas. También sabemos lo difícil que resulta ofrecer un retrato acertado sobre la realidad en la que vivimos, sobre el presente actual que transcurre ahora mismo a nuestro alrededor. Es un ejercicio intelectual arriesgado y comprometido, sin duda, tratar de apresar en algo similar a una fotografía la fluida sucesión de acontecimientos en los que estamos inmersos. Pero si se hacen las preguntas adecuadas, y se ofrecen diagnósticos sobre la realidad inmediata, es posible, posteriormente, ofrecer algunas directrices sobre qué sería bueno o deseable. El libro El nuevo espacio público de Daniel Innerarity, parte del supuesto de que es imprescindible actualizar nuestra forma de mirar la realidad, y se atreve también a ofrecer algunas ideas sugerentes para afrontar los principales problemas con los que hoy nos encontramos. Por eso es un libro con una doble intención; por un lado, el análisis profundo de los cambios radicales que experimenta el mundo social, los estados, el individuo, la historia, la ciudad y la urbanidad, la política, la identidad colectiva, girando todo ello alrededor del concepto de “espacio público”; por otro lado, el texto está dotado de una intención normativa y en él se sugieren caminos para lograr sortear algunas de las más complicadas cuestiones que debemos, queramos o no, enfrentar.

            Innerarity parte del convencimiento de que vivimos en un mundo que se ha visto radicalmente modificado. Consecuentemente las categorías que nos han servido hasta ahora para interpretar el mundo deben ser reconceptualizadas, especialmente el concepto de “espacio público”. En realidad, la ambición de tratar de revigorizar y reconstruir el espacio público es un interesante intento de recuperar la política, en la línea de algunas de las más recientes apuestas teóricas que nos hablan de ciudadanía, republicanismo y responsabilidad, bien anclado teóricamente también en Habermas y especialmente en Luhmann. La propuesta de Innerarity aboga por la recuperación de la política y lo político, mediante la creación de un espacio público acorde con la actual realidad, es decir, que se adapte, por decirlo a la manera de Ortega, a la altura de los tiempos. Desde el punto de vista constructivista, que defiende Innerarity, el espacio público es algo que no se puede dar por hecho, sino que es un proceso, se construye y reconstruye, y lo hace de una manera muy singular que no es otra que mediante la intervención de diferentes agentes y actores que deliberan. El espacio público, igual que las comunidades o la idea de “pueblo”, no son realidades dadas de antemano, ni remiten a esencias, sino que se generan con la participación de los actores, con sus diálogos y sus discusiones. Y el problema, según señala el autor, es que el actual espacio público no está cumpliendo las funciones que le corresponden. Una de las cuestiones que se abordan en este libro es el problema de la representación política, la crisis de la política, y el tan rutinariamente repetido problema de la distancia entre los representantes políticos y los representados. La política, para nuestro autor, es síntesis y deliberación, es generación de nuevos contenidos, identidades y soluciones mediante la discusión y la confrontación en el espacio público. Frente a la respuesta de ciertos autores posmodernos que enfatizan la alteridad y la diferencia, y frente a la clásica unificación homogeneizante religiosa o política (a través de las ideologías), el espacio público deliberativo se alza como una alternativa capaz de articular el complejo mundo social del presente. Hay que evitar a toda costa el subcontrato social que supone la deslocalización de la política. Los políticos delegan sus responsabilidades subcontratando su función de tomar decisiones: hacia arriba, en una salida elitista que remite a los expertos; o hacia abajo, en una salida que devuelve los problemas irresueltos a los ciudadanos (bien sea en el modelo de democracia directa, bien en el de sociedad civil). En cambio, Innerarity se esfuerza en elaborar una defensa de la representación y de la democracia deliberativa, que sea capaz de alcanzar síntesis, y no se limite a la mera agregación y defensa de los propios intereses. Por eso tiene una especial relevancia el problema de la definición del “bien común”, así como el intento de dotar de sentido a la cuestión de la “responsabilidad”. La responsabilidad que defiende Innerarity, frente a la dramatización maximalista (todos somos responsables de todo lo que sucede) y la irresponsabilidad (el mundo es tan complejo que la posibilidad de buscar responsabilidades es una mera ilusión), se basa en ensanchar el concepto, partiendo de la idea de que la historia es la acumulación de una serie de efectos no previstos y no intencionados. Las acciones de los individuos o de los sistemas hacen la historia, pero no en los términos que pretendían. Por eso hay que ensanchar el concepto de responsabilidad, y ampliarlo hacia el pasado y el futuro. Tenemos que tratar de ser responsables de las consecuencias no queridas de nuestras acciones, según defiende Innerarity, pese a la dificultad que esta apuesta conlleva. Volvamos ahora a la idea de bien común. Una vez que conocemos las dificultades, y los peligros, que entraña de una definición con pretensiones universalistas de la idea de bien común, no queda más remedio que buscar una alternativa si se quiere conservar este concepto vigente. Y es algo a lo que no renuncia Innerarity. El bien común es presentado así como un concepto inacabado, que precisa de negociación y diálogo, que requiere ser vigilado y reconceptualizado constantemente, mediante la participación de los distintos actores en el espacio público. Pero la importancia del espacio público se ve aún más ampliada cuando hablamos de la organización política del mundo. Los Estados liberales clásicos, deben ser sustituidos, según argumenta Innerarity, por “Estados cooperativos”, al mismo tiempo que la globalización nos obliga a la búsqueda de una “cosmopolítica”. Vayamos por partes. Frente a los problemas que han ocasionado en la historia reciente el poder omnipresente de los Estados fuertes y frente a la privatización de los servicios y la doctrina del Estado mínimo, el poder cooperativo se alza como una especie de tercera vía. Se trata, en pocas, palabras, de tratar de incorporar a los diversos actores e instituciones sociales en la toma de decisiones mediante un proceso de cooperación, eliminando los juegos de suma cero (en los que siempre que uno gana es porque otro pierde). De una manera similar, presenta Innerarity la necesidad de tratar de enfrentarnos a los nuevos problemas que la globalización nos ha traído. La solución vuelve a ser la política, la deliberación y la cooperación. Cosmopolitizar la globalización es tanto descosificar el concepto como politizarlo.

            Por todo lo que hemos escrito hasta ahora, el lector puede muy bien entender que el libro de Innerarity es un interesante y ambicioso viaje hacia la recuperación de la política en el complejo mundo actual, cuyo punto central es un renovado concepto de espacio público.

 

Daniel Innerarity, El nuevo espacio público, Madrid, Espasa Calpe, 2006.

 

                                                                                 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alberto J. Ribes Leiva

El gladiador invicto

31 de octubre de 2014 08:08:12 CET

Cuando Mónica Maristain, en una entrevista ya casi mítica para la edición mejicana de la revista Playboy, le preguntó a Roberto Bolaño qué le sugería la palabra “póstumo”, Bolaño respondió: “Suena a nombre de gladiador romano. Un gladiador invicto. O al menos eso quiere ser el pobre Póstumo para darse valor”. Los sinsabores del verdadero policía es el séptimo libro póstumo del autor de Los detectives salvajes. Los seis anteriores son un conjunto de relatos terminado y entregado a su editor, Jorge Herralde, poco antes de ingresar en el hospital (El gaucho insufrible), una recopilación de textos circunstanciales (Entre paréntesis), una novela desmesurada, inconclusa y ya canónica (2666), un puñado de fragmentos narrativos deslumbrantes en distinto grado de composición (El secreto del mal), una recopilación de poesía con voluntad unitaria (La Universidad Desconocida) y una novela iniciática redactada en los años ochenta acerca de la que ya escribimos aquí no hace mucho (El Tercer Reich). No hay duda de que el conjunto ilumina la obra bolañiana, ampliándolo, completándolo y ajustándolo, y ya sería imposible comprender a Bolaño sin estas adiciones, que forman parte de un único sistema, de un único movimiento expansivo de construcción literaria. En cuanto a Los sinsabores del verdadero policía, su publicación ha estado rodeada a partes iguales de expectación y polémica. ¿Cuánto más?, parecen preguntarse algunos críticos. ¿Hasta cuándo? Las carácterísticas del texto (tal vez sería más adecuado decir textos, si atendemos a la nota editorial que cierra el volumen) que se ha publicado bajo este título obligan a una tarea detectivesca, para tratar de resolver un caso de ecdótica sobre el que no conocemos todas las claves. El crítico Ignacio Echevarría, que fue amigo de Bolaño y al que éste nombró albacea de su obra, insiste en que no se trata de una novela, sino de una “vía muerta”, cuyo origen es previo a la redacción de los Detectives salvajes y que, más adelante, ya abandonada, daría lugar a 2666. Si aceptamos este punto de vista, el libro no debería haberse publicado tal y como lo ha hecho, ya que exige más bien una edición crítica que aclare su lugar en la aventura narrativa bolañiana y establezca de modo ordenado, si tal cosa es posible, las conexiones con un todo que tiende a la fractalidad. Cualquier lector atento de Bolaño encontrará en Los sinsabores del verdero policía, ya desde sus primas páginas (la clasificación de diversos poetas según su tipo de homosexualidad), repeticiones y recuperaciones de materiales (ideas, relatos exentos, embriones de distinto tipo) utilizados en otras obras del autor y que sin embargo, al parecer, son anteriores a los textos ya publicados, por lo que se hace difícil imaginar que Bolaño los hubiera publicado tal y como se hace ahora. Por otra parte, dentro del propio libro existen repeticiones (también faltas de coherencia, y vacilaciones) que dan idea del grado de provisionalidad del mismo y de la imposibilidad de considerarlo una obra terminada y destinada a los lectores. Opino, tal y como sugiere Echevarría, que la irrupción de los crímenes de Santa Teresa (reflejo hasta cierto punto de los de Ciudad Juárez) fue lo que hizo que Bolaño decidiera reescribir toda la novela desde otro punto de vista, reconfigurando los materiales narrativos de una forma aún más centífuga que permitiera una intuición más clara, y al mismo tiempo más elusiva, del centro oculto de la trama. Aunque es muy posible que eso no lo sepamos nunca.

Hasta aquí, la lectura “historicista” de la obra, basada en conjeturas sobre la voluntad del autor, sus circunstancias personales, su propio timing editorial. Una lectura fascinante, sin duda, una lectura que incide en el mito y sus recovecos pero que, debido a la falta de datos fiables, puede llevar a la desesperación crítica y al agotamiento. Podemos tomarnos la libertad, sin embargo, de proponer otra posibilidad, igual de inquietante, pero tal vez más productiva: una lectura de Los sinsabores del verdadero policía como una novela terminada, es decir, una lectura que tome su dedicatoria (“A la memoria de Manuel Puig y Philip K. Dick”) como una declaración de intenciones y que elija leer la laberíntica y diáfana “Nota editorial” firmada por Carolina López y, sobre todo, el prólogo de Juan Antonio Masoliver Ródenas (claramente irónico, en ese caso), como parte integrante del texto, es decir, como engranajes imprescindibles de una única máquina de belleza perturbada en la que los ecos y las resonancias no constituyen fallos del sistema sino una llamada a la participación paranoica del lector. Manuel Puig, artista de la sospecha y de la deconstrucción de la realidad, fue pionero (con Pubis angelical) de un género híbrido de la ciencia-ficción política al que tal vez podría adscribirse la obra de Bolaño y por el que también transitó Philio K. Dick, el desquiciado y visionario autor de Valis. Veamos qué sucede si leemos la nueva novela póstuma de Bolaño partiendo de esta premisa, la de que todo lo que en ella aprece, y el modo en que lo hace, es voluntario: Amalfitano, el profesor universitario viudo, y padre de una hija adolescente, que descubre su homosexualidad y se ve obligado a iniciar una huida hacia delante que lo llevará desde Barcelona hasta Santa Teresa, ya no es un mero borrador del Amalfitano que protagoniza la segunda parte de 2666, sino un cuestionamiento del mismo, una “mise en abyme” del propio concepto de ficción, y al mismo tiempo una glosa y una pista del modo de interpretar la obra maestra bolañiana (indicios: Amalfitano es el narrador, omnisciente e incosciente al mismo tiempo, de 2666; suya es la culpa). Y lo mismo sucede con el misterioso J.M.G. Arcimboldi, que ya no es la prefiguración del Beno von Archimboldi de 2666, sino tal vez su creador, o un reflejo turbio, o la materialización de la sospecha de su inconsistencia.

Cada lector (y también cada crítico, por tanto) tiene derecho a enfrentarse a una obra literaria como crea más conveniente. Las condiciones de escritura y publicación de un texto pueden condicionar su lectura, pero también pueden esquivarse, dejando espacio para la obra misma. El texto es un espacio de libertad interpretativa en el que todo está permitido. La literatura de Bolaño, lúdica y terrible al mismo tiempo, exige del lector una toma de posición, lo empuja a cuestionarse su concepción de lo narrativo: Los sinsabores del verdadero policía lleva esta exigencia al límite, y ofrece una recompensa a la altura del reto, digno de un gladiador romano. Que cada lector decida su modo de enfrentarlo.

 

 

Roberto Bolaño, Los sinsabores del verdadero policía, Barcelona, Anagrama, 2011.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Miguel Serrano Larraz

El único camino, la verdadera vida

28 de octubre de 2014 08:13:09 CET

 

    ¿Existe siempre, por fuerza, una tercera persona que reorienta y proporciona un sentido profundo y último a las relaciones? ¿Se trata de un elemento estimulante y perfeccionador de estructuras o núcleos humanos ya formados y establecidos, o conlleva más bien un fatal y corrosivo impulso destructor? Este es el tema de fondo que sobrevuela por un un apasionante, continua y sutilmente bifurcado cruce de caminos, que es  la novela, o relatos enlazados, La tercera persona de Alvaro de la Rica (Madrid, 1965). Profesor de Teoría Literaria y director de la Cátedra Félix Huarte de Estética y Arte contemporáneo en la Universidad de Pamplona, articulista y crítico literario en diferentes revistas y periódicos españoles y, paralelamente, autor de uno de los mejores blogs culturales que en la actualidad circulan por la red –un blog, Hobby Horse,  que da idea de la enorme voracidad así como de la riqueza y erudición, nada usual, de intereses artísticos y culturales que lo alimentan- a Alvaro de la Rica se le conocía sobre todo por un magnífico y muy original ensayo, titulado con el provocador –por lo anacrónico y no simultáneo en el tiempo- título de Kafka y el Holocausto (Trotta, 2009). 

    Un brillante estudio dedicado a Kafka, probablemente nuestro mayor contemporáneo, que encarnaría como sucedía con  la obra de otros gigantes del nivel de Joyce y Pessoa, pero de forma mucho más marcada en su caso, al perseguido, al exiliado, al que sin cesar “está construyendo e iniciando una nueva huida”, dispersándose por el mundo, como decía Joseph Roth en Judíos errantes.  O, si se prefiere, a ése que personifica en algún momento de la Historia al expulsado por ser “la escoria de la nación”, como posteriormente dirían los nazis. Con su estudio sobre Kafka –al que le habían antecedido otros ensayos anteriores como En lo más profundo del bosque. La juventud de Julien Green, 1998; Estudios sobre Claudio Magris, 2000 y Homenaje a José Jiménez Lozano, 2006- De la Rica se convertiría en uno de los escasos jóvenes intelectuales españoles que se atreverían a afrontar, en su caso con enorme talento y solvencia, además de con una  clarividente penetración nada mimética ni rutinaria, esa “inmensa montaña de literatura”, como la llamaría el crítico George Steiner, creada en torno a un autor que en toda su vida no había publicado más que una media docena de relatos y bocetos. Un autor que provocaría, en ocasiones, una pavorosa “kafkología”, en palabras de Kundera, y que, como dice Alvaro de la Rica en su obra –“acaso el primer apocalipsis moderno”- se vería empujado y condenado a asumir todo lo negativo de una época y de una condición humana universal, a tocar de cerca con sus visiones un corazón oscuro y tenebroso que tantas veces sobrecogería a sus lectores.

     Kafka, como mantiene en su ensayo De la Rica, prefigura y graba a sangre y fuego en sus novelas y relatos, en la forma de figuras del exterminio, “antes de que sucediera”, genocidios masivos y posteriores, que sacudirían a su más inmediata familia, ya que sus tres hermanas morirían años después en Auschwitz. Como dirá el autor de este estudio: “Ni En la colonia penitenciaria ni en ninguna otra de sus ficciones, especialmente El proceso y El castillo, ni las agudas reflexiones que las acompañan, escapan a un momento de la historia europea que se puede calificar de apocalíptico”. Una apocalipsis entrevista, que le hace convertirse a Kafka en una especie de gran testigo de cargo, por anticipado, del totalitarismo político –en sus diversas formas duales- del siglo XX, tanto en la forma de “alfabeto” detallado del nazismo, como en la casi exacta descripción del sistema político comunista y de aquellos aterradores juicios posteriores, en los que las víctimas y castigados sin causa reconocible, acabaría clamando porque se les reconociera culpables. Sin haber llegado a tiempo al destino que probablemente le esperaba, lo mismo que a sus hermanas, nadie como él, como dirá De la Rica, fue capaz de retratar la degeneración de aquellos sistemas políticos y la monstruosidad tantas veces inconcebible del Holocausto.

   Un tema, el Holocausto, al que citamos sobre todo porque también ocupará una parte importante y de gran intensidad, aunque sea de manera aparentemente colateral, en la obra  La tercera persona. Primera y excelente novela de Alvaro de la Rica, en realidad contiene dos distintas, aunque enlazadas,  de un ciclo de nueve historias que irán apareciendo con el tiempo. Su género mixto o amalgama de varios tipos de relatos (la novela epistolar, el relato filosófico y moral  a lo Jacques le fataliste de Diderot, pero también de Proust, Camus o Les liaisons dangereuses de Laclos, o bien los magníficos Petits Traités de Quignard) gozan de más tradición en las literaturas francesa o alemana y la hacen de nuevo tan inusual y extraña, tan fascinantemente compleja en su torbellino de ramificaciones, en comparación a lo que estamos acostumbrados en el ámbito de los nuevos narradores de nuestros días, como también lo fue en su día  su ensayo Kafka y el Holocausto.

  “Nadie puede conocer el sentido de las relaciones entre las personas”, se dice en la novela La tercera persona de Alvaro de la Rica. Sobre este enigma y permanente ambigüedad y falta de clarificación en las relaciones de seres humanos que comparten intimidades en ocasiones mucho más intensas que las de una alcoba o lecho matrimonial, están construidos los dos relatos complementarios que conforman esta obra. Sobre esa constante turbulencia y fina línea o frontera, casi invisible en ocasiones, que separa en la vida la amistad y el amor, el deseo sexual y la afinidad puramente espiritual, transitan estos relatos. Ya sea en la correspondencia que se intercambian dos personajes, un hombre y una mujer que han sido todo el uno para el otro, sin llegar a “consumar” su relación, o ya sea en el encuentro fortuito de un norteamericano en París con una seductora y bella mujer que le arrastra a una “confesión” y quién sabe si también a acabar esa noche con él en la habitación de su hotel, todos ellos están sujetos a cambios imprevistos, tanto interiores como exteriores, a oleadas de pequeñas e invisibles metamorfosis –muchas veces ignoradas por ellos mismos y no sólo por los demás-  que pueden dar inopinadamente la vuelta a lo que ha sido su historia personal hasta esos mismos momentos.

         Dividida la obra en dos partes que aluden principalmente a la figura de esa “tercera persona”, ese intruso que interfiere en una relación de pareja, sea la que sea la relación que los une y el tipo de pareja del que se trate, el primer relato lleva por título “Todesbanden (Una noche del otoño de 2008)”. Un relato que adquiere un tono brumoso y como de sueño, como de juego perverso o pesadilla kafkiana, entre lo onírico y lo real, en el que subyace  sin cesar una continua y fuerte “tensión erótica”. Un relato, cuyo misterio y extrañeza va creciendo por momentos, que se sitúa en la órbita de autores como Schnitzler y su famoso Relato soñado o en cualquiera de los no menos magníficos de Dino Buzzati. El protagonista, que en este relato se introduce a sí mismo ante una extraña y tentadora mujer, Moïra –que comparte el nombre con el personaje principal  de una novela de Julien Green, en torno a una joven estudiante deseada ferozmente por todos-, conocida por casualidad en un café de París, con la que inicia un excitante y  repentino coqueteo, se llama Jacob  y es  profesor en la universidad de Nueva York. Según él mismo dice, escribe para algunos periódicos y de vez en cuando publica libros, aunque no específicamente novelas. Como ironiza –esas ironías de intelectual neoyorquino a lo Philip Roth que no cesarán de aparecer en toda la novela- lo que escribe son “sólo estudios y comentarios, soy judío. Judío según las leyes de Vichy y no por la Torá”. Moïra, por su parte,  le confiesa que su motivo de estar en París es que ha venido a despedirse de un amante casado, Franc, con el fin de acabar con la relación, una relación que los está destrozando. Franc y Moïra le suplican a él, a un desconocido que no sabe nada de ellos, o al menos qué tipo de pareja son –“hasta qué punto son una pareja abierta”- que les ayude en el momento desgarrador y traumático de la separación. Dos constantes, la “confesión” que le hace un personaje a otro y que le implica rápidamente no sólo en el dolor y problemas privados que arrastra consigo,  sino que le introduce desde ese instante en la historia futura, ya sea cercana o no, de su vida, y por otra parte, el hecho de  la “despedida”, de la cancelación necesaria y abrupta de una relación que ha gozado de una gran intensidad, ya sea sexual o platónica, que se repetirá en estos relatos.

      Por su parte, Jacob, que en esos momentos ha ido a París, como él dice, “deseando aclararme sobre algo que tantas veces me había quemado por dentro”, se dispone a contarle a Moïra, la inesperada confidente, una extraña historia “que había marcado mi matrimonio con la sombra del adulterio”. Ante la pregunta de Moïra de si nunca ha tenido “tentaciones” en su vida de casado, Jacob muy pronto  se confiesa ante su nueva amiga, u objeto furioso e irresistible de deseo, la que en realidad maneja toda la situación (“es ella la que lleva la delantera en todo, tres horas manejándome a su antojo”). La introduce en lo que es  la historia y el dolor actual de su vida. Existe en la vida de Jacob -según cuenta- una amiga de la universidad a la que se siente unido “por lazos que no me explico”. Ha preferido mantenerse fiel a su mujer, ha escogido la renuncia –“no me preguntes por qué”- pero no por ello el deseo ha cedido: “Deseo acostarme con ella. Todos los días y todas las noches siento ese deseo. A veces con una fuerza que me parte el alma en dos”.

   El segundo relato, “Desde un tren Brest-Lyon. Final de la primavera de 2008”, retrocede en el tiempo y en lo que ha sido hasta ese momento la historia de Jacob. Esta vez entra en juego la que ha sido esa “tercera persona” en discordia, o bien en feliz y estimulante compenetración, que le narraba en el capítulo o historia anterior a Moïra. Jacob ha estado unido hasta hace poco a una compañera y colaboradora de la universidad, Claire, a través de un grado de intimidad superior a la física y carnal de muchos otros (“al fin y al cabo, la cama no es lo más importante, ni mucho menos lo más íntimo”) y con una  dependencia mutua que se había vuelto tan vivificante y enriquecedora, tan indispensable, como casi insoportable e invivible. Casados ambos, Jacob y su compañera, los dos, después de unos años de fría y correcta relación profesional, estuvieron a lo largo de los últimos meses, finalizados con una brusca despedida, unidos por vínculos de una tremenda y creciente intensidad en la que ninguno se decidía a “decir basta”. Ahora, la que se encarga de narrarlo “desde el otro lado”, desde su propio punto de vista o “confesión” directa, sin necesidad de utilizar testigos extraños, como fue el caso de Moïra en el anterior relato, donde Jacob apenas esbozó su historia, es la mujer, la amiga de Jacob en la Universidad. De nuevo, volvemos a encontrarnos en este relato con parejas cruzadas, en unos casos insatisfechas, como es el caso Claire y su marido, que viven en el fracaso total de un matrimonio que se ha dejado de querer y que no acaba de dar el paso definitivo de la separación, y Jacob que vive por el contrario un matrimonio en principio feliz, aún con la angustia de una enfermedad sin precisar que acecha constantemente  a su mujer. Sentido de culpa y miedo a pecar (“a infringir la ley, a condenarse”), desesperación y confesiones mutuas y compartidas, un amor que es dolor a un  mismo tiempo, pero que también puede llegar a vencerlo, a ser “superior al dolor y no sólo su otra cara”, vuelven a aparecer turbulentamente en esta narración epistolar. Lo hace en la forma de una carta en la que amiga o amante platónica de Jacob hace recuento de lo que fue su historia, la historia personal de ella y la de los últimos meses de los dos juntos, hasta la aparición inopinada de una tercera persona, que provocó la separación definitiva de algo que ya de por sí se había vuelto invivible. De nuevo, en este relato escrito durante el trayecto del tren de Brest a Lyon, se repite la ceremonia de los adioses de una pareja –sean amigos íntimos, amantes que nunca llegaron a serlo, o una mezcla ambigua y sin determinar de todo ello- para lo que ha sido necesaria la intervención de un extraño, de un tercero. A la carta de Claire le llegará una respuesta, que conforma la tercera parte del libro (“La respuesta de Jacob, o el comentario. Comienzo del verano de 2008”). El mismo Jacob, de nuevo irónicamente y haciendo bromas sobre sus habituales cometidos académicos y profesionales, titula su respuesta como “comentario” : “Tu carta está escrita para ti misma, para aclararte tú. Me la escribes a mí, pero podrías no habérsela dirigido a nadie. Es un autoexamen (…) Lo único que yo puedo hacer ahora es comentarte algunas cosas de las que escribes: al fin y al cabo, el comentario de un texto escrito es mi única especialidad (…) El comentario es siempre una forma de poner distancia. Es como un refrigerio, o un apaciguamiento. De esa forma uno cree que domina aquello que tiene delante”. De todas formas, como él mismo aclara, la pasión enfriada o vista a distancia por la razón no siempre es algo superado, totalmente vencido. En cualquier momento ese “fuego” que se creía dormido, dominado, puede resurgir y revolverlo todo, trastocando todo lo que la razón había expuesto y clarificado fríamente en un momento anterior.

  Novela radial, multitentacular, que se abre sin cesar como un torbellino que avanza y retrocede, bien circularmente o por espasmos, como las emociones y “puertas” que van atravesando simbólicamente sus protagonistas, en el intercambio epistolar entre Claire y Jacbo se regresa  a un hecho que marcó, de una forma más o menos visible, más o menos secreta, a estos personajes. El hecho o trauma sin igual del Holocausto. El principio y el fin simbólico de muchas cosas. En la respuesta a la carta de Claire, Jacob le confiesa una de las razones -¿quizá la principal, sobre todo en su caso, como judío?-  por la que siempre la admiró: “Conozco tu generosidad a la hora de ponerte en el lugar de los demás, tu delicadeza, tu incapacidad de herir a nadie, y he observado tu fragilidad cuando algo, o alguien, te hiere a ti (…) Llevas varios años zambullida en el estudio de la shoah y sé que es algo inseparable de tu vida, algo que no te puedes explicar y que te rompe por dentro”. Será precisamente en una visita a Cracovia, cuando Claire, que está iniciando en esos momentos un enamoramiento con un amigo íntimo de Jacob que ha viajado con ellos, y tras decidir ir a lo que es el centro simbólico de su estudio de muchos años, Auschwitz, “el corazón del mal”, cuando todo acabe entre ellos.

      La muerte, esa muerte simbólica que planeaba por estos relatos complementarios y con la que se iniciaba la novela, esa cancelación abrupta de muchas cosas que se acaban, de muchos seres que dejan de “vivir” a diario para otros y ser “alguien” diferenciado, alejándose de su camino, o esa muerte o asesinato feroz y ritual de seres indefensos provocado en cierto  momento de la Historia, la que cancele la historia privada de estos dos personajes. Dos personajes que han necesitado de la ayuda de un tercero para separarse. Dos personajes que se han desnudado y  han narrado sus confesiones más íntimas –“las que les quemaban”- aceptando a duras penas el desgarro que siempre supone un adiós, sea del género que sea: “Hay una tercera persona que orienta las relaciones en la buena dirección (…) Entre tú y yo ha estado siempre presente mi mujer. Entre mi mujer y yo has estado tú presente, y eso me ha servido para darme cuenta de lo mucho que la quiero a ella. La tercera persona. En toda relación hay que buscar siempre a la tercera persona. Es el único camino, la verdadero vida”. Una vida que se había dejado aparcada por un tiempo, pero que estuvo siempre allí, alerta y expectante, pendiente de ser retomada.-.

 

Álvaro de la Rica, La tercera persona, Barcelona, Alfabia, 2012.

 

 

                                               

    

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mercedes Monmany

Un hombre a observación

3 de octubre de 2014 12:07:59 CEST

                        Diario de un cuerpo es la última obra del escritor francés Daniel Pennac. Cuando vino a Zaragoza hace unos meses, dentro de su gira de promoción, convocó a un público numeroso, lo que, sin ser una sorpresa, fue una muestra más del seguimiento que este escritor tiene en nuestro país. Entre ellos, algunos se reconocían lectores de las novelas de la familia Malaussène, una serie con elementos de novela negra y humor que le hizo muy popular. Ha dedicado textos al público infantil y juvenil, y diré ya que las partes que más me han gustado de Diario de un cuerpo se corresponden principalmente con la infancia y juventud del protagonista: Pennac parece tener una sensibilidad y una habilidad particulares para regresar, de adulto, a los miedos e incertidumbres de los menores, como ya demostró también en el tratamiento que hace del estudiante “zoquete” en su ensayo Mal de escuela.

                        Diario de un cuerpo es una novela que se presenta bajo el artificio de ser un diario real escrito por un hombre que acaba de morir. Este diario fue redactado entre los doce y los ochenta y siete años, y cuenta con la peculiaridad de que en sus entradas no se hace constar asuntos de la “vida interior” o psíquica del protagonista, sino sólo de aquello que tenga una dimensión corporal –de ahí el título de la novela. De modo que podemos decir que es un libro lleno de escatología y de vísceras, como un modo, aunque pudiese parecer lo contrario, de acercarse a la interioridad emocional humana: desde el episodio en que el niño protagonista se mea encima por miedo, a las competiciones de mear lejos o “hacer bola” con el músculo del brazo; desde las erecciones, las poluciones y los cambios fisiológicos de la adolescencia, a las decrepitudes de la vida adulta –o a las aprensiones que conservamos, aun a nuestro pesar, como sucede en el pasaje en que el autor del diario cuenta cómo descubre que una señora mayor rechaza el asiento que le ofrecen en el autobús porque secretamente le da asco sentarse en un lugar todavía caliente por otro. En cierto modo, aunque Diario de un cuerpo es una novela, no se encuentra lejos del ensayo, o del tipo de ensayo que Pennac ha venido escribiendo: un ensayo ligado al relato de la experiencia propia, donde no tiene obstáculo en citar películas o libros que le vienen a la mente, y que trata del hombre en todas sus edades, y no sólo la de la madurez intelectual.

                        Esta novela de Pennac, sin más hilo narrativo que los episodios por los que va pasando el protagonista a lo largo de los años, resulta ciertamente entretenida. En sus mejores páginas se transita con rapidez de lo divertido a la descripción de detalles con capacidad de conmover. Se ha señalado que en los libros de este autor hay en general un tono jubiloso, una joie de vivre, una celebración de lo humano, y eso es algo que no falta en este volumen. Hay en Pennac un sentido de la humanidad, de la piedad, que antes que a la gravedad le lleva al sentido del humor. En particular, en este libro no sólo hay momentos que mueven a la risa, sino que, contra lo que suele ser común en esta clase de textos, cuenta chistes –tengo anotados media docena de ellos. Y es que, realmente, la narrativa de Pennac no está muy lejos de la oralidad. Pennac ha venido haciendo en teatros franceses lecturas de obras literarias en voz alta, un género en el que le gusta recrearse y que también ha reivindicado en su ensayo Como una novela. Pennac ha escrito a menudo sobre el modo en que accedemos a los libros, y ha defendido una actitud desenfadada, desacralizada, para hacerlo. Esta clase de textos le han acercado al mundo de la pedagogía y a la reflexión sobre la lectura.

                        Esta “heterodoxia” de Pennac ha hecho que sus ensayos se muevan en un terreno también difícil de clasificar. Y es este el campo que a mí más me gusta de este autor, en particular tal y como lo lleva a cabo en Mal de escuela, quizá el libro suyo que prefiero: ese mezclar autobiografía con reflexiones sobre el mundo que ve, o ese incluir referencias del cine o la literatura como quien, de pronto, aconseja una lectura, más que como quien busca un argumento de autoridad. Y, como digo, tampoco están muy lejos de esta miscelánea los episodios narrados en el falso diario de la novela que comentamos aquí, ni faltan referencias a otros libros, como ventanas que el autor abre en medio de su texto. Entre los autores españoles cita en varios momentos a García Márquez y a Montalbán –lo que no es extraño en un autor de novela negra con toques de humor como él–, además de a Buñuel. De este cineasta se refiere, dentro del género “corporal” del que trata el libro, al momento de sus memorias en que celebra en su vejez haberse liberado de la libido –si el Diablo le hubiera propuesto una segunda vida sexual, decía Buñuel, la habría rechazado, prefiriendo antes que fortaleciera su hígado y sus pulmones para poder seguir bebiendo y fumando.

                        Resulta quizá paradójico que su ensayo Como una novela, que trata sobre el hecho de leer, haya tenido tanto eco en nuestro país, que cuenta con un índice tan bajo de lectores –como si la lectura tuviese que ver con una extraña clase de militancia, en lugar de ser sencillamente un hábito social, natural y enriquecedor. En todo caso, se puede decir que si aquel texto trataba sobre el leer, este Diario de un cuerpo trata, veladamente, sobre el escribir. Al fin y al cabo, no es más que la crónica de un cuerpo que escribe. Y se puede decir también que, si Mal de escuela era un libro contra la sociología –en cuanto que esta ciencia nunca tiene la última palabra para explicar a las personas; o en cuanto que buscando “causas” que explican los problemas de la sociedad, deja fuera lo que para Pennac es el centro: la luz que mueve a cada persona, la responsabilidad individual y nuestra capacidad de salvar a “otro”, como le salvaron a él unos pocos buenos profesores–, este Diario de un cuerpo lo es contra la psicología. Todo queda reducido a un conjunto de humores, huesos, temores e íntimas certidumbres, sin que podamos realmente separar unas cosas de otras.

 

Daniel Pennac, Diario de un cuerpo, Barcelona, Mondadori, 2012.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ismael Grasa

Reconciliar al hombre con lo que es

1 de octubre de 2014 14:29:35 CEST

 

Empecemos por decir que, a no ser porque este libro llega firmado por alguien como Pablo D’Ors y publicado por una editorial como Siruela, uno no lo habría abierto siquiera. Y no porque no le interese la cuestión –bien al contrario–, sino porque en la actualidad hay demasiados libros en el mercado relacionados directa o indirectamente con la espiritualidad y la meditación de autores que uno no dudaría en calificar de “charlatanes”. O algo peor. Como es habitual, pues, uno escoge cuidadosamente lo que lee. Por si acaso.

 

Así que, sí, uno lee el libro. Y subraya. Y comienza a establecer relaciones de parentesco por doquier. Pero antes digamos que se trata de un libro en el que Pablo D’Ors, escritor y sacerdote católico, ha volcado su experiencia en torno a la meditación. Es, o viene a ser, una suerte de diario de su experiencia en este asunto. La narración, con este formato, parece ganar en agilidad. Por si fuera poco, el estilo, claro y conciso, sin florituras, ayuda a entender todos y cada uno de los pasos por los que el autor va transitando: avances, dudas, primeros frutos, conclusiones. Y más meditación en soledad: de las primeras dificultades a imponerse como un ejercicio necesario, apenas un paso. O dos, pero que resulta tan enriquecedor, según nos cuenta el autor, que uno ya no puede dejarlo.

 

Lo que en este libro nos propone Pablo D’Ors es, ni más ni menos, una toma de conciencia de la realidad individual a través de la meditación. Ésta toma, para ello, elementos de cierto misticismo como el vaciamiento interior. Nada nuevo, nada que no supiéramos ya. Lo interesante, al menos a primera vista, es el mismo relato: en él vemos a D’Ors quejarse del dolor de espalda, de sus largos paseos por la montaña, de, en fin, sus peripecias ante lo que es su propósito esencial, anotado al principio del texto: “Reconciliar al hombre con lo que es”. Porque no de otra cosa se trata aquí. Más interesante, más emocionante aún para el lector, resultan sus conclusiones: esas que van surgiendo tras el ejercicio de la meditación. Un ejercicio que se prolonga con los años y que, efectivamente, va dando sus frutos. Esas conclusiones, fruto del ejercicio al que aludimos y de la sabiduría que arrastra consigo el autor, constituyen el meollo de este libro: en conjunto forman una especie de tratado para la recuperación del alma, si se me permite la expresión.

 

Hemos citado antes posibles parentescos. Los que va estableciendo el lector según su experiencia, entre otros. A uno, por proximidad, le parece oír ecos de textos clásicos de la Antigüedad: de las Epístolas morales a Lucilio, de Séneca; de las Cuestiones tusculanas de Cicerón; de los estoicos y sus acólitos, en fin; y del pensamiento cristiano, que no deja de entroncar con ellos.

 

Se trata, bajo el humilde punto de vista de uno, de un libro valioso para aquellos lectores que buscan un referente moral, unas normas de conducta para el propio bien (y con él, el colectivo), la buena vida, de cada cual. Desde ese punto de vista, no extrañará que esta Biografía del silencio esté teniendo una buena acogida en el mercado editorial. La situación del país en el que vivimos es de tal podredumbre (en casi todos los aspectos), que una reflexión profunda sobre el ser con todo lo que ello supone y en la que se toca buena parte de las grandes cuestiones (personales) que preocupan a aquellas personas con un mínimo de sensibilidad, debe interesar.

 

En el libro abundan las conclusiones de carácter moral, como ya hemos apuntado antes. Para ello, y en pocas palabras, D’Ors trata de despojarse (y su experiencia se quiere universal) de todo aquello que no es su propio yo: así pues, remite al despojamiento –incluido todo tipo de pensamiento que, a la postre, embote la mente–, a la lucha contra un yo egoísta, infeliz a fuerza de proyectarse en el futuro, de hipotecar su presente, de vivir en sueños. Y de, por tanto, hacerlo con miedo. Con un miedo paralizador. Es sólo un ejemplo de todo lo que este libro ofrece: una sabiduría elemental, necesaria. Y una breve, mínima introducción a lo que es el ejercicio de la meditación.

 

El texto de Pablo D’Ors se quiere una reivindicación de la vida, de una vida sencilla que puede vivirse con conciencia desde la realidad cotidiana, desde la proximidad con aquellos que nos rodean (aquello que Julián Marías reivindicaba en una serie de artículos) y con la naturaleza. Nada realmente que no esté al alcance de nuestra mano.

 

Pablo d'Ors, Biografía del silencio, Madrid, Siruela, 2013.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Rafa Martínez

En el principio fue "El Quijote"

9 de septiembre de 2014 12:16:07 CEST

La conmemoración en 2014 del centenario de la fecha que da nombre a una de las más importantes generaciones de intelectuales – para algunos, la más destacada – de la historia de España ha servido, entre otras cosas, para revisar la vida y reivindicar la obra del que, a mi juicio, es el mejor pensador que ha dado la cultura española contemporánea y el miembro más preeminente de aquel grupo de hombres y mujeres que, con su esfuerzo individual y sus iniciativas conjuntas, trataron de regenerar y modernizar un país que dormitaba, desde la fecha simbólica de 1898, encerrado en una especie de bucle melancólico y autodestructivo.

Esta puesta en valor de la obra de José Ortega y Gasset (1883-1955) tiene uno de sus hitos fundamentales en la publicación por parte de Alianza Editorial de una biblioteca de autor en formato de bolsillo, destinada a albergar un total de cuarenta títulos, seleccionados de entre la vasta y variada producción del filósofo madrileño. Junto con la puesta en marcha de esta colección, pensada para facilitar el acceso del gran público a un corpus textual que se ofrece en ediciones accesibles y económicas, el broche de oro a esta recuperación del legado orteguiano ha sido la publicación de una edición conmemorativa de Meditaciones del Quijote en dos pequeños libros: un primer volumen con una exquisita reproducción facsímil de aquel ensayo editado en 1914 por las Publicaciones de la Residencia de Estudiantes, y un segundo tomo con un documentadísimo estudio introductorio de Javier Zamora Bonilla y un detallado apéndice a cargo de José Ramón Carriazo Ruiz, en el que se reúnen todas las variantes que fue introduciendo Ortega en las sucesivas reediciones del ensayo.

Como es sabido, el origen de este texto fundamental, el primero que concibió y publicó su autor en forma de libro, se sitúa en torno a los años 1912-1913, cuando Ortega redactó un conjunto de escritos que, en principio, estaban destinados a formar parte de una serie de volúmenes de los que, no obstante, solo vio la luz el primero, titulado Meditaciones del Quijote. Consistía dicho proyecto, finalmente inconcluso, en la publicación de varios “ensayos de amor intelectual” sobre la cultura española a los que el filósofo dio el nombre provisional de “salvaciones” (después lo cambió por el de “meditaciones”), con los que pretendía despertar la aletargadas conciencias de los españoles y generar un debate alrededor de ciertos temas considerados por él de alcance nacional. Contrariamente a lo que se podría pensar por el título del único volumen publicado, las más importantes de estas “meditaciones” (de las que fueron escritas por aquellas fechas, pero no publicadas en ese libro de 1914) no tenían como objeto de análisis la obra de Cervantes, sino la de dos escritores de su tiempo por los que sentía un gran aprecio: Azorín y Baroja. Sin embargo, la realidad es que esos textos, cuya edición se anunciaba “en prensa” en la contraportada, jamás fueron publicados dentro de este núcleo de ensayos en los que, “al lado de gloriosos asuntos”, Ortega pretendía hablar, también, “de las cosas más nimias”.

En el caso concreto de Meditaciones del Quijote, lo que nos proponía el filósofo era un “estudio del quijotismo” que no se centraba únicamente – como habían hecho otros – en el personaje protagonista de la novela, sino en El Quijote como “libro-escorzo por excelencia” en el que encontrar ese modi res considerandi o nueva manera de mirar la realidad española, que andaba buscando: “Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercare a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política”. En otras palabras, y como resume bien Zamora Bonilla en su ya citada introducción, lo que pretendía Ortega era “mostrar que el Quijote no es solo una obra de burlas sino que entraña una filosofía humana que contraponer al idealismo de la modernidad europea”. En este sentido, nos encontramos ante una obra que rebasa claramente la categoría de ensayo para convertirse, salvando las distancias y las formas, en un auténtico manifiesto personal y generacional – un “idearium patriótico, estético y científico que una generación anuncia al empezar su vida”, como era descrito en el prospecto que acompañaba a la primera edición – que debía leerse en el contexto de ese proyecto orteguiano de mayor alcance que toma carta de naturaleza, precisamente, con la publicación de este primer libro.

De hecho, era el propio Ortega quien reconocía en el prólogo de 1914 que, independientemente de la forma que adoptaran (docencia universitaria, participación en política, colaboración en prensa o publicación de ensayos), todas sus acciones iban enfocadas a canalizar un deseo de cambio que partía de la “negación de la España caduca” y apostaba por una regeneración del país que pasaba, más que por la adopción indiscriminada y estéril de todo lo que viniese de Europa, por el establecimiento de un diálogo recíproco y enriquecedor entre la cultura española y la europea. Quizá por este carácter provisional que reviste un ensayo sin ninguna pretensión de ser exhaustivo ni definitivo, dice Jordi Gracia en su recientemente publicada biografía del filósofo – José Ortega y Gasset (Taurus, 2014) – que estas Meditaciones no son tanto un libro nuevo de Ortega, cuanto “un diccionario personal y abreviado” dirigido, sobre todo, a sus lectores fieles, conocedores ya de ese “programa de acción intelectual” que aquí se formula, insiste Gracia, de forma “metódicamente dispersa”, a la manera más puramente orteguiana. Una obra, en definitiva, que representa – como argumenta Zamora Bonilla – toda una “encrucijada filosófica en la biografía de su autor” y que, solo por eso, justifica una reedición tan rigurosa y cuidada como la que, gracias a la efeméride recientemente celebrada, podemos disfrutar ahora.

 

 

José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote, Alianza/Residencia de Estudiantes/Fundación José Ortega y Gasset – Gregorio Marañón, Madrid, 2014.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Francisco Fuster

La grandeza de la cotidianidad

17 de junio de 2014 08:47:37 CEST

 

Cuaderno de interior, Ricardo Virtanen, Baile del sol, 2013.

 

En una reseña reciente he afirmado que soy un voraz lector de diarios. Algo hay en ellos me atrae irremediablemente, incluso aunque propenda a lo aburrido y lo intrascendente. La mezcla de géneros, ese gusto por los pequeños detalles, esa opción que nos dan de comprender una visión ajena y particular  del mundo desde lo más ínfimo de la existencia de un autor; y esa crónica, muchas veces, de las inquietudes  más curiosas y del desasosiego personal de quien lo escribe. Creo que encuentro también cierto placer en leer diarios por lo que tienen de rutina, pues el hábito es algo que me procura seguridad. Me gustan por lo que tienen de inmediato y de literatura sin retoques, ese dejar constancia de las cosas entrevista al paso, tan acuciadas por divagaciones y ensueños. Y porque son un útil registro de lecturas y recomendaciones.

Acabo de terminar Cuaderno de interior (Baile del sol, 2013), la más reciente publicación de Ricardo Virtanen, de quien hasta la fecha sólo había leído su estupenda colección de haikus editada por Renacimiento, Sol de hogueras. Cuaderno de interior es un diario que, a pesar de su volumen de más de trescientas páginas, sólo acoge poco más de un año de itinerario vital. Uno, consciente como es del rigor y la disciplina que requiere esa tarea, se sorprende preguntándose por los pormenores que le habrán llevado al autor a dedicar un esfuerzo y dedicación de esa magnitud; también, por supuesto, por la exclusividad de acoger únicamente ese periodo de tiempo. Virtanen es músico, veterano baterista de un grupo de rock y experto en Musicología, algo perceptible a poco que se lea Cuaderno de interior, pues en él se mencionan a muchas leyendas del rock y del jazz (con algunos obituarios), audiciones de ópera y artistas contemporáneos como Cage.

Con el carácter de lo íntimo como imperativo, Ricardo Virtanen atesora en Cuaderno de interior una intrincada trama de sugerencias y evocaciones privadas. Se confirma como un diarista impecable y entretenido, capaz de sacar al lector más perezoso de su monotonía particular y penitente. Hay tanto de narcisismo en estas páginas como de verdad a medias, advierte en los preliminares del libro. La prosa ágil, no afectada, y carente de retórica, se digiere fácilmente y el libro permite la lectura en tandas e incluso en desorden cronológico, sin que pierda interés. En Virtanen, el ejercicio de la escritura, a la vez que de otras artes, especialmente la música y la pintura, supone la forma más accesible de llegar al conocimiento personal, poblar lo anodino de vida y que los propios acontecimientos vitales  escenifiquen la grandeza de la cotidianidad.

La vida, en general, no es tan diferente de todo lo que uno intenta describir en la literatura. Si una autobiografía es un camino estrecho e interrumpido por multitud de tramos de niebla, el archivo de lo acumulado con perseverancia a diario es más una amalgama y un derroche de inutilidades, un cajón de nimiedad, una abigarrada estampa de incidencias y embrujos banales.

De muchos libros actuales, no señalados como diarios, se podría decir aquello de  Chamfort: la mayor parte de los libros del presente tienen el aire de haber sido escritos en un día, con los libros leídos la víspera. Hay diarios, como el de Virtanen, que  tienen por norma trascender la anécdota y abrirse a la expectativa sensorial, a la reflexión metaliteraria o a la visual  definición del paisaje. Ya lo dijo César Simón, con acierto, en uno de los suyos: “Debo anotar lo pensado. Aunque no es pensado, sino sentido. He tenido una experiencia que no debo permitir que se desdibuje y transforme en ideas”.

 

Toda vida es provisional. La mía no es una excepción - especula Virtanen.

 

En un diario la veleta permanece siempre quieta, impasible, apuntando hacia una región de niebla perdida en el horizonte. Escribir un diario es no concluir nada, es, en todo caso, llegar tarde a la escritura.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Aitor Francos

Nembrot o la celebración del lenguaje

10 de junio de 2014 11:50:45 CEST

Resulta perentoria en nuestros días una redefinición de conceptos como literatura, cine, arte, etc. El mercado ha difuminado de tal modo los límites entre obra de arte y producto de consumo que es ya imposible para el lector realizar cualquier tipo de discriminación al respecto. Si en lo que hace al séptimo arte, el propio mercado ha acuñado la tautológica etiqueta de "cine de autor" para referirse a la obra que aún preserva cierta intención artística, no ha sabido hallar un equivalente en lo que concierne a la producción editorial. La crítica, que debería arrojar luz sobre el embrollo, se ha mostrado en nuestro país del todo ineficaz, contribuyendo en su lugar a fomentar la confusión. Por un lado, la llamada crítica académica resulta a todas luces un mecanismo esencialmente endogámico ajeno al lector común, y en cuanto a la llamada crítica mediática, salvo contadas excepciones, jamás gozó en nuestro país de una independencia real que le capacitara para la realización del libre ejercicio que de ella se espera. Si durante los años veinte y treinta del siglo pasado los críticos españoles profesaron una fidelidad canina a Ortega, su amo; los años siguientes a la Guerra Civil fueron rehenes del franquismo y su censura, y actualmente se deben a los intereses de los grandes grupos editoriales que les dan de comer. Aún no han pasado diez años desde que un conocido crítico fuera expulsado del suplemento en el que colaboraba por escribir una reseña adversa sobre una novela publicada por un sello del mismo grupo editorial que el diario que acogía el suplemento. Queda pues el tiempo como único elemento capaz de decantar toda esa masa ingente con que el mercado nos abruma. El tiempo tiene una dura tarea por delante. No me gustaría estar en el pellejo del tiempo.

            Tengo la convicción de que el tiempo, tel qu'en Lui-même enfin l'eternité le change, ya que no la maniatada crítica, ha de poner a Nembrot, la novela de José María Pérez Álvarez que aquí reseñamos y que hoy reedita en versión digital el sello Uno y Cero, en el lugar que le corresponde. Hablar en pocas líneas de una obra tan compleja no es tarea fácil. Decir que el protagonista principal de la novela es el lenguaje sería incurrir en un socorrido tópico. Sí diré que José Mª Pérez Álvarez es un autor fascinado por la literatura y por el lenguaje. Ortega reprochaba a Unamuno que su castellano era un idioma "aprendido". Ignoro si tal es el caso de Pérez Álvarez, autor que habla en gallego y escribe en castellano, pero advierto en su uso del idioma una contemplación "extrañada", de ahí la tensión a la que somete al lenguaje, su continua innovación, sus conceptismos, sus neologismos, sus paradojas… Pérez Álvarez no ve el castellano con los ojos del campesino que contempla su tierra y de la que solo alcanza a atisbar un medio de subsistencia, él ve el castellano con fascinación, con deslumbramiento y consigue transmitir esa fascinación y ese deslumbramiento al lector en cada frase, en cada palabra, a través de una ironía sutil imbricada tanto en la idea o en la imagen contenidas en él como en la propia prosa que las arrastra, ora como torrente, ora como apacible regato. Una prosa que, a veces auto alusiva, se replica a sí misma o se niega o se auto justifica; cuyas frases juegan, toman carrerilla, se detienen o truncan al pie de lo evidente, frente al tópico, al borde del abismo, ante lo inefable. Una prosa que se riza en irisadas volutas o titila en deslumbrantes hallazgos, en un continuo juego, en una sublime travesura que tiene mucho de cervantina. Nada más alejado de la prosa de Nembrot que esa "prosa funcional" que, sin distraer al lector de una trama trepidante, le conduce a un desenlace invariablemente sorpresivo, mecanismo que se asemeja a una vía soterrada por la que circula un tren a alta velocidad que te lleva sin demora a tu destino en un trayecto en el que no se ve otra cosa que un túnel de hormigón sólidamente construido. Esa "prosa funcional", que hoy triunfa, es consustancial a un mundo en el que, a algunos, cada vez nos gusta menos vivir.

            Nembrot cuenta, intercalando tiempos y voces narrativas, fragmentos de un diario y de una correspondencia fallidos, la historia de amor no resuelta entre Horacio Oureiro y el escritor argentino Ernesto Jorge Bralt Cosío, desde la pensión de una población de la costa gallega, que tiene su más claro referente en la venta cervantina, ese espacio donde diversos destinos confluyen propiciando las más variadas, trágicas o vodevilescas, situaciones, conflictos y equívocos. El presente o "lado de acá", por emplear la alusión cortazariana, se entrelaza con el "lado de allá", el París, el Dublín o la Galicia rural de la infancia, donde las evocaciones de Horacio se proyectan, se alternan y entrecruzan en una narración que fluye como un río bifurcándose y desdoblándose en múltiples afluentes y en la que sobrenadan como espuma el deseo, la frustración, el fracaso, la cobardía o la impostura. En cuanto a su concepción, baste esta frase de Rayuela (de la que Nembrot reconoce su influencia y a la que, unas veces de forma explícita, otras implícita, homenajea)  en la que Cortázar, en palabras de Morelli, propone como método narrativo "la ironía, la autocrítica incesante, la incongruencia, la imaginación al servicio de nadie."

Nembrot propone un juego literario en el que resulta apasionante implicarse, una celebración del lenguaje llena paralelismos, simetrías y asimetrías, reflejos y juegos de espejos entre la realidad y la ficción, entre la literatura y la vida. Si para los fenomenólogos es la intersubjetividad de todas las miradas y la intencionalidad de todas las conciencias lo que sostiene la realidad, en el mundo de Nembrot la realidad narrativa es un ente literariamente consensuado, una amalgama de voces y referencias que confluyen y encajan siguiendo la técnica del puzzle y del arte combinatorio que propone Perec. De ahí que, en virtud de un inexorable principio de indeterminación, esa realidad ficcionalmente consensuada que es Mondoñedo se desdibuje y se diluya cuando nadie lee a Cunqueiro. Doble homenaje al autor de Merlín e familia y al Torrente Ballester que creó en su Saga/Fuga el inestable territorio supeditado al consenso de Castroforte de Baralla. De ahí que el personaje más enigmático y demiúrgico de la novela, el señor Uno, maese Pedro cervantino con su teatrillo de titiritero, reproduzca un maléfico juego de espejos donde la realidad se desdobla en esa paródica mise en abyme que constituye el diálogo de la literatura con la literatura.

Pero Nembrot no es solo una gran novela, es también un ejercicio absoluto de libertad literaria, la obra de un autor que escribe sin condicionamientos ni consideraciones ajenas a la propia literatura. Y como ya sabemos toda libertad implica riesgo. Pensando en el enorme ejercicio de libertad que supone Nembrot me viene a las mientes otra novela cuya similitud inmediata con la que aquí nos ocupa es la absoluta libertad que supone su escritura, me refiero a Infinite Jest de Foster Wallace, un libro sobre el que han corrido ríos de tinta y acerca del cual todo el mundo, autores, editores y críticos, tienen alguna frase de encomio en la boca. Y uno se pregunta ¿cuántos editores españoles hubieran publicado esa novela de no haber llegado avalada por el aura de prestigio con que llegó pasada por el filtro de una crítica americana que, a diferencia de la de aquí, aún goza al parecer de cierta independencia? Uno se pregunta ¿cuántos editores hubieran publicado La broma infinita de haberse escrito en este país por un autor español? No responderé a una cuestión tan obvia. Solo diré que para editar obras escritas con la libertad de La broma infinita, Nembrot o Reivindicación del Conde don Julián (de la cual el propio Goytisolo ha expresado dudas respecto a si hoy en día hallaría editor) se necesitan editores capaces de asumir riesgos y hacer uso de una libertad e independencia en consonancia. Ese fue el caso de Sergio Gaspar que asumió la edición de Nembrot en DVD Ediciones en 2002 y en la que supo ver una gran obra por encima de cualquier consideración espuria. Ese es el merito de Teresa Garbí, la editora de Uno y Cero, que acomete hoy la publicación de la novela en formato digital. Y a uno no le queda más remedio que saludar este gran hito de libertad y celebrar su reaparición con el inmenso regalo que supone la lectura y la relectura de ese monumento literario que es Nembrot.

 

 

Nembrot. José María Pérez Álvarez. Uno y Cero Ediciones, 2014.

 

                                                                                 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Francisco López Serrano

Volar y arder en la poesía de Pilar Blanco

3 de junio de 2014 09:07:28 CEST

Un año largo después de la aparición de la antología de su obra, editada bajo el título Con la cal en los dedos por el Instituto Leonés de Cultura, llega a nuestras manos la siguiente entrega poética de Pilar Blanco, Alas los labios, recientemente publicada en el sello conquense Ediciones Olcades.

 

La autora leonesa ha dicho hablando de sí misma: “escribo siempre el mismo libro, un río que fluye y recoge todo lo que encuentra en sus orillas”. Pero eso no nos impide apreciar una notable evolución en su poesía. Y es que dejando a un lado su prometedor inicio, aquella Voz primera de 1982 que se sustentaba en un registro personal de claros ecos juveniles y enamorados, sus posteriores libros, que empiezan a publicarse quince años más tarde, suponen un salto cualitativo en su poética avanzando hacia un territorio fronterizo entre lo intimista y lo elegíaco. Así se escribirán sus tres obras siguientes, Vocabulario íntimo (1997), Mundos disueltos (1998) y A flor de agua (2000), que delimitan un ciclo de mirada introspectiva en la poeta de Bembibre y cantan descaradamente al dolor, a la ausencia y a la soledad que humanamente se rebela.

 

Una segunda etapa de Pilar Blanco se abre con el libro Mar de silencio (2004), al que seguirán La luz herida (2004) y Ceniza (2005). Estos títulos, que por su proximidad temporal entre sí y su afinidad temática y lingüística son considerados por la propia escritora como una trilogía, establecen un nuevo rumbo para su travesía poética. En ellos el lenguaje se barroquiza y el discurso se despoja de la exclusividad del yo para asumir el tú y el nosotros, la mirada introspectiva de su primera poesía se posa ahora en el afuera, en el espacio vital, y hasta el universal, que la rodea.

 

Habiendo pasado casi de puntillas por las distintas etapas previas de la autora, llegamos a la que inicia con su libro El jardín invisible, publicado en el año 2007. La voz de Pilar Blanco vuelve a sorprendernos en su trazado evolutivo a través de los versos que componen este fundamental poemario. El lenguaje utilizado se suaviza, aunque no renuncia del todo a esa dicción quevediana tan característica de sus obras precedentes, y pasan a tomar protagonismo dos conceptos que, si bien podían estar apuntados en algunos momentos de su producción anterior, adquieren ahora una especial dimensión al interconectarse: el de la búsqueda de la propia identidad y el de la indagación de la misteriosa naturaleza de la vida. Y como aliada esencial para abrirse paso a través de esos terrenos tan arduos e inciertos, el sujeto poético se ayuda de la herramienta que sin duda mejor conoce y maneja: la palabra.

 

 La poesía más reciente de Pilar Blanco se posiciona pues en una línea existencial y reveladora, entabla un duelo de conocimiento -que quizás intuye de antemano perdido- valiéndose del lenguaje como espada con la que cortar la niebla, para seguir avanzando hacia la frontera de la verdad esencial, hacia los dominios inalcanzables del origen cierto de la luz. Y es en esa misma línea donde se sitúa su nuevo poemario, Alas los labios.

 

 El libro nos recibe con la formulación de un conjuro que la poeta parece verter sobre sí misma: “Serenidad/en el decir, / aliento visionario”. “Serenidad” para que los versos no se pierdan en falsos e inútiles fogonazos de pólvora vacía, y “aliento visionario” para que su mirada se transporte más allá del primer alcance que refleja la realidad cotidiana y superficial.

 

 Y esa especie de auto-conjuro funciona perfectamente en cualquiera de las cuatro partes que componen el poemario. En la sección inicial, titulada “La grieta en el muro”, ya se empiezan a destapar esas virtudes perseguidas por la autora en su brindis poético previo. Se observa el aplomo de las palabras escogidas y la visión trascendental de la mirada que, tal como ha dejado escrito el poeta y crítico José Luis Morante, encuentra en una simple abertura en el muro de las rutinas y las incertidumbres la posibilidad de un punto de fuga, una senda de interrogaciones para la conciencia. En este sentido podemos leer en el poema “Lo que brota y pasa” los siguientes versos: “Abrir el pozo, / constatar que su hondura / es fértil, / que su humedad propicia y / su cavidad se ofrece. / Esparcir las semillas en sus grietas / para ver si los días / en su piel perseveran o / tal vez / son lo que brota y pasa.”

 

 En la segunda parte de Alas los labios, la introducida por el epígrafe “Para siempre al borde”, se dibuja una especie de juego perverso de tintes nihilistas, en el que la vida intenta vencer el vértigo del tiempo y así mantenerse en un engañoso equilibrio mientras camina sobre el abismo de la negación y el vacío. Se trata de una bella, pero dura sucesión de poemas que nos obliga a avanzar como funámbulos pisando alambres y puentes de tablas a la deriva… “Camino / sobre la línea en llamas / que me lleva de dónde/a no sé bien aún. / Por no caerme.”

 

 La sección tercera, encabezada por el precioso rótulo “Sobre la palma del mundo”, incide en algunos de los símbolos que mejor vertebran esta nueva entrega poética de Pilar Blanco. Reaparecen las puertas, presentes en distintos momentos claves del libro, a las que la autora se enfrenta con una mezcla de curiosidad y miedo; los pájaros y sus alas, significantes claros del intento de elevación de la mirada por encima de la perspectiva plana que la ata al mundo; los labios y las voces, como signos de sustento de las caricias esperadas y como refugios últimos donde tal vez se oculten las más deseadas respuestas; y la luz, idea recurrente en toda la poesía de Pilar Blanco, pero que aquí se nos presenta con un vestido nuevo, menos enfrentada al imperio de la sombra y más comprometida consigo misma: “Cae la luz / sobre las cosas / y en su lluvia / reverberan los cobres, / se acallan los sonidos, la ebriedad / de la flor en su muerte, / de la tarde en suspenso como hilándose / copo a / copo / mientras toda la luz se tambalea.”

 

 En la cuarta y conclusiva parte del libro, titulada “Anegarse”, se nos alerta con una turbadora cita de Alejandra Pizarnik: “Ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe.” Esta vinculación entre el lenguaje, al que ya antes hemos identificado con una espada para cortar la niebla, y el enigma, que tras esa barrera de niebla basa su existir en la sospecha de su propia inexistencia, parece llevarnos a un callejón sin salida. Y así sería si no fuera porque Pilar Blanco, en mitad de la aparente condena que suponen los pasajeros días de búsqueda, nos regala de pronto ese arrebato de alas, esa mirada desde lo alto que nos cambia la perspectiva y nos altera radicalmente la concepción de la vida: “Acaso es estar viva / y plena en la conciencia de la fugacidad. / Para brillar un siglo, / para estallar en llama y en aromas, / para tejer con sal la marea y sus peces, / ser la mujer que hablaba con los pájaros.”

 

 Mediante esa misma aventura de salvación aérea, que no pretende desvirtuar la vida, sino reinterpretarla por elevación, se nos invita a otorgar valor de eternidad al presente, donde quizás residan la única prueba y la sola razón que den verdadero sentido al don de la existencia. Y ahí precisamente, en mitad del presente eterno, caben y surgen unos casi retadores versos de ofrecimiento, los del poema titulado “Beso”: “No es preciso que explique / cuánta agua necesita el penúltimo pez, / cuánto aire la última cometa, / o cuánto sol el vientre de la espiga. / Acércate a mis labios, / bebe, late; / arde en ellos.”

 

 Alas y labios, pues, son los elementos necesarios para volar y arder, para llenar de aire y de luz viva los territorios oscuros que ejercen su tiranía alrededor de nuestras conciencias, para aprender a gozarnos y a consumirnos en la plenitud de este mundo, único que conocemos y único que al fin se nos entrega. Empecemos a pensar en ello bajo el influjo de las palabras de esta poeta, leonesa por tres de sus costados y alicantina por el cuarto, que con tanta autenticidad lo cree y con tanto talento nos lo escribe.

 

 

 

 

Pilar Blanco, Alas los labios, Ediciones Olcades, Cuenca, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Pablo Zapater

Para descubrir a Manuel Gahete

27 de mayo de 2014 08:26:43 CEST

 

            Después de haber publicado libros de una utilidad indudable para conocer la literatura de su entorno cultural, tales como Historia literaria cordobesa y Tres años de narrativa en Córdoba, la constante investigación del profesor Antonio Moreno Ayora ofrece un nuevo libro de uno de los poetas más valorados en el contexto de la literatura nacional, Manuel Gahete, traducido ya a varios idiomas y recientemente versionado en una edición bilingüe italo-española dedicada a su poemario Mitos urbanos (italiano, Miti urbani). Pero lo novedoso del nuevo ensayo es que valora y pondera en su extensión toda la producción literaria de Manuel Gahete –no solo la del género lírico–, y era esperable que apareciera firmado por Moreno Ayora por ser este uno de los críticos que más lo ha seguido y estudiado. Con el título de Manuel Gahete. El esteticismo en la literatura española, es su objetivo centrarse sobre el citado escritor cordobés para destacar del mismo su originalidad, variedad de intereses literarios y su inamovible intención de perfeccionamiento estilístico. Por si fuera poco, la edición –cuidada, moderna y de elegante sobriedad– ha coincidido con el nuevo reconocimiento otorgado al poeta, el I Premio de poesía Fernando de Herrera, un galardón que sumado a los muchos ya conseguidos por él justifica aún más que el crítico lo haya elegido como escritor de merecida atención.

            Puede decirse que el gran interés del estudio lo representa su amplitud documental, pues este es el primer trabajo que expone la creación de Gahete atendiendo a los diferentes géneros que ha cultivado: primeramente el ensayo (en sus diversas orientaciones que ahondan en lo literario, lo histórico, la edición y la prosa periodística), luego el relato, el teatro y la poesía –esta como conjunto fundamental–,  aunque ya nos avise Moreno Ayora que su “intención es tocar solo los puntos esenciales de su actividad literaria, y estos incluso sin pretendida exhaustividad”. Al autor cordobés se le conceptúa, sin duda, como un escritor que experimenta “el trasiego de lo lírico a lo narrativo reforzando la idea, tan defendida por Gahete, de que la separación de géneros es algo irreal y antiliterario”. La consecuencia es que Moreno Ayora organiza y comenta con detalle todo ese complejo material de estudio hasta exponerlo razonadamente desde el punto de vista crítico, dando como resultado un volumen donde la implicación y la exégesis se prolongan sin sobrepeso hasta alcanzar las doscientas sesenta páginas que vienen a ser modelo de investigación y de análisis conceptual.  

            Al lector le queda claro que nadie hasta ahora había expuesto toda la extensa obra literaria de Manuel Gahete con igual precisión, exactitud y riqueza de matices estilísticos, valorándolo no solo como el gran poeta que indudablemente es desde su primero hasta el último poemario publicado, Mitos urbanos, sino calibrándolo igualmente como el escritor que se ha entregado a la creación en la dificultad y los mecanismos de otros géneros y modalidades, ya sean el dramático, el narrativo (en el que paulatinamente se crece y al que ya ha aportado un conjunto de textos dignos de considerar) o ese otro de carácter tan especial que tiene que ver con la literatura infantil. En su ensayo, Moreno Ayora no quiere dejar flecos sueltos, y por ello atiende también a la consideración de las tres antologías en que se contiene lo mejor de la poesía gahetiana –la más extensa, El tiempo y la palabra (Antología poética 1985–2010)– y a la inclusión de un capítulo imprescindible que es esencial para comprender al autor, La estética de Gahete según sus textos, tratado en relación con su expresividad y lenguaje y desglosado por ello en varios parágrafos de indudable utilidad crítica.

            La línea de investigación planteada presenta a Manuel Gahete como un escritor marcado por el signo de la poesía de Góngora, y por la misma razón atento –concreta Moreno Ayora– a “hacer uso de la alta virtualidad y capacidad del lenguaje”. El será un autor de prosas y poemas en los que el cuidado léxico y la sonoridad sean rasgos inalienables, y en paralelo con ellos surgirá –leemos igualmente– “un léxico marcado por los inconfundibles y selectos cultismos”. Son estos cultismos, como particularidad del estilo de Gahete, los que con minuciosidad y detalle se investiga y rastrea a menudo en estas páginas, dedicándoles repetidamente el epígrafe Vocablos selectos, cultos o llamativos del poemario, punto que es una aportación única y de novedoso valor crítico-lingüístico. En los listados que se suministran advertimos uno de los grandes aciertos del libro y, por supuesto, en ellos se perfila una de las futuras líneas de investigación sobre el estilo de Gahete, a la que seguramente también Moreno Ayora sabrá dar cumplida respuesta.   

            El ensayista no duda en recordar que el poeta mellariense (de Fuente Obejuna, Córdoba) defiende “la idea inamovible según la cual la escritura, la creación, la poesía es el motor de su vida”. Demuestra Moreno Ayora que Gahete es inconfundiblemente, y aparte de otras consideraciones que también argumenta, un poeta que reivindica la experiencia del amor, un escritor que desarrolla una sugerente simbología amorosa, un creador que de modo constante, y no solo en su poesía sino igualmente en otros de sus textos, acude a la defensa del amor y de sus efectos sobre el ser humano. En este y en otros muchos aspectos, que Moreno Ayora descubre y comenta con certera intuición y abundancia de datos, este ensayo es ejemplar y lleva la marca de un estudioso de primera categoría al que a partir de ahora consideraremos de obligada consulta para comprender la obra literaria de Gahete en el conjunto de sus riquezas y sugerencias.

 

 

 

Antonio Moreno Ayora, Manuel Gahete. El esteticismo en la literatura española, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan de Dios Torralbo Caballero

Un erótico cadáver exquisito

20 de mayo de 2014 08:18:59 CEST

            El artista visual, diseñador gráfico y activista cultural, Paco Rallo, es el autor del proyecto y el editor de Rocío Erótico, una obra coral en la que participan sesenta y cuatro creadores, entre escritores y artistas visuales de  ambos sexos, en paridad casi absoluta, con mezcla de edades, tendencias artísticas y procedencias geográficas, todos ellos invitados a participar en una cita a ciegas creativa, con la única premisa de que su aportación, visual o narrativa, girara en torno al tema del erotismo y con unas mínimas condiciones técnicas: para los escritores la extensión máxima del microrelato no debía superar los 1200 caracteres,  y para los autores de los dibujos el formato debía ser cuadrado de 21 x 21 cm., con la previsión de que su posterior reproducción sería a una tinta. El resultado es un erótico cadáver exquisito en forma de libro de factura excelente y cuidada edición digno de figurar en las colecciones de los erotómanos más exigentes. A la calidad de la extensa nómina de artistas invitados, se suman los dos magníficos trabajos introductorios de los especialistas en sus respectivas materias como son el escritor Javier Barreiro y el crítico de arte Juan Ignacio Bernués.

            La idea es brillante, el erotismo y  el microcuento –prosas poéticas, poesías en prosas, tanto monta-, casan tan bien como el tabaco y el alcohol, pues de alguna manera, el erotismo es al sexo lo que el microcuento a la narrativa: esencia e intensidad. La narrativa breve -el microcuento, microrrelato, minicuento, minificción, nanocuento o como se les quiera llamar- guarda una semejanza natural con el placer, o mejor dicho, con el clímax del placer, pues quizá el microcuento tenga algo de orgasmo intelectual, de fogonazo iluminador, de eyaculación creativa, en la que se combinan la esencial velocidad con la intensidad, en su caso lingüística y de densidad semántica.

            Pero, ¿qué entendemos por erotismo? Me gusta mucho la definición de Octavio Paz citada por José Ignacio Bernués en su introducción: el erotismo es “la poesía de la sexualidad”. Por mi parte, y siguiendo con Octavio Paz, añadiría que “erotismo es sexo y pasión, no en bruto, sino trasfigurados por la imaginación: rito y teatro.” Es decir, el erotismo no hace referencia unívoca al mundo de las cosas, al referente, sino a la realidad de la ficción que él mismo crea, a la irrealidad por tanto: el erotismo no denota, evoca; el erotismo no imita, crea; el erotismo pone en funcionamiento mecanismos de re-presentación, de re-creación de la realidad y está situado en el plano de la ficción, sobre todo,  en el del sueño, o deberíamos decir mejor del ensueño, en ese sentido sadiano-buñueliano que libera la imaginación de todo pecado. Así, de esta forma, en el erotismo el lenguaje pasa de designar a expresar, a sugerir, a evocar experiencias sexuales o relacionadas con el sexo plenas de sentido, sentimiento y emoción. En román paladino, lo que quiero decir es que un texto es erótico en la medida que alcanza una importante calidad literaria, considerada solo a partir de la escritura, al margen de todo prejuicio moral, político o religioso y no insulta ni agrede al lector considerándolo como un ser carente  de imaginación. En suma, el erotismo es un arte pleno de imaginación, delicadeza, esfuerzo y creatividad al servicio de algo tan natural como el sexo

            Esta es la óptica con la que debemos encarar Rocío erótico, que se abre con un relato provocador, verdaderamente duro, crítico y sin concesiones, “Primicomulgante”,  una auténtica patada en sus partes a la Iglesia.  Después los textos se remansan y como en cualquier antología, no todos tienen la misma calidad, pero el nivel medio es más que aceptable y, de hecho, hay un nutrido grupo de ellos a mi juicio memorables, que ofrecen los rasgos que caracterizan al conjunto. Pondré como ejemplo algunos, sin intención de infravalorar al resto.  En “Entre las piernas”, Elena Santolaya, juega a engañar al lector y a sorprenderlo con un inesperado giro final; en “Las puertas del Paraíso”, Paco Rallo sugiere mediante un lirismo contenido una fantasía erótica elidida y aludida en su final; en “Galería de la Academia”, Luisa Liberio, siguiendo con las alusiones artísticas, si antes con Paco eran “las puertas doradas del paraíso de Giberti”, ahora, la autora convierte al David de Miguel Ángel en el “amante más hermoso de todos los tiempos”, y no le falta razón; en “Trazarte”, Iguázel Elhombre, escribe una poesía en prosa de hondo calado; suficientemente explícito resulta el título del relato de Milagros Angelini, “Instrucciones de uso” , que no requiere más comentario si hablamos de sexo y desde el punto de vista de una mujer; en “La criatura”, Raúl Herrero reescribe el clásico de Mary Shelley desde la visión atormentada del propio monstruo necesitado de compañera y el deseo sexual del propio creador por su criatura; por su parte, Ángel Petisme, rinde un humorístico y rítmico homenaje a Nabokov con su particular “Lolita”, en este caso  prostituta de una lupanar monegrino asada de caló; en “Retrato”, Francisco Julio Donoso rememora con meticulosidad tan literaria como reconocible una primera vez descrita con precisión naturalista; en “Despedidas” Rafael Notivol narra una historia sarcástica de amor y desamor, de sexo, pasión y abandonos.

            Repito que no quiero ser injusto con los numerosos cuentos que no he mencionado, obligado por las restricciones de tiempo que me impone mi papel de presentador, basten los  brevemente comentados para mostrar no sólo la solidez del conjunto sino la diversidad de los tonos y  temas: desde el realismo con denuncia social del citado “Primicomulgante” o la impregnación fantástica y onírica, pasando por la ironía y el humor o la destreza metaliteraria y el gusto por el experimento, hasta llegar a textos de hondo lirismo bien dosificado; hay cuentos fetichistas, homosexuales, obsesivos, etc. Son también numerosos los cuentos que suponen de una u otra forma un homenaje a escritores consagrados, como el ya citado de Petisme a Nabokov, el de Miguel Ortiz al poeta Apollinaire, el de Milagros Angelini a Marguerite Duras o el de Charo de la Varga a Monterroso.

            Pero que no se engañe el lector, de estos cuentos decimos que se leen en pocos minutos, y es cierto, parece el género ideal para ese lector moderno al que, piadosamente, le atribuimos una sola carencia: la de tiempo. Así pensamos y seguramente estamos en lo cierto, pero digo, que no se engañe nadie, todos sabemos que esos minutos exigen mucho, y que no todo el mundo está dispuesto a un esfuerzo de concentración tan intenso y tan breve. Si el escritor de cuentos es un corredor de velocidad, el lector está obligado a correr tanto como él y en muchos casos a realizar series de varias relecturas para desentrañar el fondo del relato.

            En definitiva, este libro es un erótico cadáver exquisito en forma de libro de factura excelente y cuidada edición digno de figurar en las colecciones de los erotómanos más exigentes, solo su portada vale un Potosí.

 

           

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Villalba Sebastián

Engolfarse en la lectura

13 de mayo de 2014 09:05:38 CEST

He aquí una novela que devuelve el gusto por la lectura, lectura a lo grande, como cuando, a leer, no se le llamaba simplemente así, sino engolfarse en la lectura. Con ella, su autor alcanza la novela cumbre de su vida. Si viviéramos en un país culturalmente decente, Las señoras de Paraná (Ed. Autores Premiados, 2014) se habría convertido en un acontecimiento literario. Profesor de Literatura Norteamericana en la Universidad granadina, ya en excedencia, Manuel Villar Raso (Ólvega, Soria, 1936; residente en Granada desde 1977) es un viajero incesante y un lector ávido. Su trayectoria se inicia en 1975, cuando, a raíz del premio Nadal de aquella convocatoria, publicó Mar ligeramente sur, novela yo diría entre el experimentalismo y el culturalismo de aquellos años, pero ya con el estilo sincopado y veloz, elusivo y envolvente que ha sido la marca de su producción, una veintena larga de novelas. Su inquietud por las ciudades extrañas y parajes remotos le llevó a Tombuctú a la búsqueda del rastro del mítico Yuder Pachá, y cuantos granadinos hubieron de emigrar hasta allá tras la Toma del reino en 1492 en oleadas sucesivas. Hoy, Tombuctú es una ciudad protegida por los organismos internacionales, pero, en aquellos años, apenas si se conocía más allá del nombre. Así que fue de los primeros en llegar a ella. Esto trajo consigo todo un ciclo de novelas inspiradas en África, erigiéndose en verdadero adelantado al adentrarse no sólo en sus misterios, sino en el pálpito de su vida más interna y desgarrada. Novelas como El color de los sueños o La mujer de Burkina pueblan este mundo de la decrepitud y el desamparo sociales. Corriendo el tiempo, y tras un buen rimero de novelas diversas, desde temática urbana a la memoria de la infancia rural, Villar Raso, como por destino natural del tránsito de la negritud hacia el Nuevo Mundo, recaló en Brasil, y aquí encontró la historia que nos narra, oída en lo germinal a una mujer llamada Silvana, a quien conoció en sus andanzas por aquella tierra en compañía de su hijo Eloy, historia que ha ido transformando en pieza narrativa de primer orden.

 

Su argumento él mismo, a través de la narradora cuya voz se extiende por más de trescientas páginas, nos lo resume: “Gabriela le había dado catorce hijos a su Ignacio Coimbra y nunca le amó. Eliana no llegó a perdonarle a Césare su desenfreno sexual con las ramerillas de Curitiva y las campesinas de San Geminiano, y nunca llegó a amarlo, aunque tuvo con él dos hijos. Marcela jamás quiso a mi papá Vincenzo Agnelli y nada más triste que este fracaso para él, nada más traumático para ella que casarse con un hombre a quien no amaba y con el que tuvo tres hijas”. Una de estas tres hijas, Rossana, es quien narra la historia. Que tiene en la cadena sexual de tres formidables hembras su sustento, y en el amor marital quebrado el ámbito en el que se desarrolla. Con un antes, los amores de don Pedro de Oliveira con su esclava prodigiosa Sebastiana Vellozo, y el choque emocional que supuso la venganza en ella de la que fuera su verecunda legítima Ana dos Praceres. Y un después, los fantásticos amores de la propia Rossana (hija de Marcela, nieta de Eliana y biznieta de Gabriela) con el micólogo Jan Van Rijsted y el ornitólogo Édouard Baulieu en la Ilha do Mel, un paraíso de la vida primigenia. Las mujeres desquiciadas a lo divino de esta maravillosa historia se casan con quienes no quieren y aman a quienes no deben, según las estrictas normas morales de aquel tiempo. Y todos los amantes son, además de alemanes la mayoría de ellos, afectos al mundo natural. El contraste entre la temperamentalidad estricta de ellos y la generosidad sensitiva y sexual de ellas, más la disparidad entre sus tipos de inteligencia, sagazmente intuitiva en ellas y pragmática e incolora en ellos, conforma la trabazón psicológica de estas páginas siempre al filo de la devastación amorosa. Escrita con pasión, y tesón, con frases breves, punzantes, y un ágil y endiablado ritmo, con imágenes que impactan como piedras, con su misma contundencia, transiciones rápidas y eficaces asíndetos, y un aire de fascinación que todo lo transforma, traza su autor esta obra maestra en donde tragedia y ensueño conviven, como el odio y el amor más desaforados, pero también la soledad que queda tras el fuego que consume la vida en las mujeres, y el olvido que afecta a los hombres que amaron sin ser correspondidos. Un fastuoso lenguaje acompaña el mundo vegetal y animal de aquellas tierras pobladas de pájaros exóticos y árboles milenarios en la Ilha do Mel, pero también en las inmediaciones del Iguazú, y en los parajes entre Curitiva y Paranaguá, documentación de la que el autor hizo asunto exhaustivo, al tiempo que hurga en lo más ignoto de la condición humana, adentrándose, con el hilo de la saga femenina, en los orígenes de aquella gran nación, fundada en la esclavitud transatlántica, y hasta finales del pasado siglo, con sus excéntricas guerras de antepasados, sus negocios efímeros, las ruinas comerciales repentinas, las ambiciones, los sueños, la conmoción de amar, la premura por vivir y morir.

 

Pero lo esencial aquí ha sido la inventiva. Trepidante la acción, detalladísimos los resortes emocionales que la propician en hombres y mujeres, se ramifica en mil peregrinos incidentes, se exfolia en una diversidad de registros tal que la sorpresa es continua, y la admiración, duradera. ¿De dónde le viene a este escritor su inventiva poderosa e inacabable? ¿Cómo es posible que se mantenga en tensión que no decae capítulo tras capítulo? ¿Cómo ha conseguido ahondar tanto, y certeramente, en la psique femenina? Todo aquí se orquesta armoniosamente en los elementos argumentales que la constituyen, en tanto que el lenguaje se acompasa a la melancolía a la que el paso del tiempo induce. Mujeres como Gabriela, que en la pobreza extrema cuida de su padre don Serafim, enfermo desahuciado con treintaitantos años, como Eliana, botánica y repostera, tan fuerte de voluntad como decaída de cuerpo, o como Marcela, casada contra su voluntad con un empleado de hotel y condenada por ello a los amores inestables de por vida, acabando en la demencia, pero hombres también como Joao, que terminó de ermitaño tras una vida errante y misteriosa, o como Césare San Geminiano, cuyo desamor de Eliana le sume en desesperación silenciosa y resignada, hasta la disolución de su identidad, o como Ralph Friedman o Herbert Weigel en quienes se opera la fuerza amorosa de estas mujeres excesivas, quedarán en el recuerdo como que tan vivas son y tan vividas parecen.

 

¿Realismo mágico? Lo que esto es, en definitiva se refiere al lenguaje en relación al tiempo. El Tiempo se dilata en el realismo mágico, de manera que el lenguaje ha de abarcarlo con perspectiva amplia de los tiempos verbales y la concatenación de objetos sugestivos: los acontecimientos, así, quedan subsumidos en una atmósfera irreal, pero a la vez tan cercana que los hace posibles. Y por increíbles, no dejan de ser verosímiles. Es un procedimiento, el realismo mágico, mediante el cual el autor sitúa al lector en una disyuntiva permanente: lo que parece, es, pero lo que no es también lo parece, cierto. Y consecuentemente, en estas páginas resuena García Márquez, pero también Carpentier (que se refería al realismo mágico, que él inició sin saberlo, como “lo real maravilloso”), aunque la voz que a mí al menos me ha sacudido es la que me llega de Jorge Amado, el grandísimo escritor que fundó su mundo en Bahía, mientras Villar Raso actúa mucho más al sur, la región del Paraná. Un Paraná cuyas señoras para siempre serán las de Manuel Villar Raso.

 

 

 

Las señoras de Paraná, Manuel Villar Raso, Editorial Autores Premiados, Sevilla, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Antonio Enrique

Latorre en estado puro

6 de mayo de 2014 08:28:43 CEST

El escritor zaragozano, residente desde hace años en Barcelona, maestro del género fantástico y autor de grandes clásicos como La noche de Cagliostro y otros relatos, En la ciudad de los muertos o Fiesta perpetua ha conseguido con esta nueva entrega cautivar una vez más a los adeptos de lo fantástico.

 

De nuevo en Música muerta y otros relatos nos encontramos al Latorre más genuino, auténtico e impredecible. A lo largo de los veinte relatos, el lector queda atrapado en un incómodo estado de incertidumbre. Los narradores de cada historia consiguen contagiar el desasosiego, la angustia y la sensación de ahogo de los personajes, que página tras página no quedarán impunes ante los vuelcos y sobresaltos ficcionales cuyo elemento común es la sorpresa.

 

El abanico de los temas de la obra posee un tratamiento original y variado: los motivos clásicos del hombre lobo, los vampiros o los fantasmas se entremezclan con temas donde lo fantástico traspasa las fronteras de lo físico convirtiéndose en terror psicológico: las patologías psíquicas como demencias o fobias extremas no darán tregua a los personajes.

 

No resulta fácil destacar en este libro unos pocos relatos, ya que todos ellos desarrollan vertientes complementarias del mundo narrativo de J.M. Latorre. Así, “Cuervo” y “La máscara del diablo” son dos relatos de terror donde desde sus inicios, la atmósfera presagia la desgracia que va a cernirse sobre los personajes. La ambición de fortuna en “Cuervo” y la ambición de fama, gloria, respeto y superioridad en “La máscara del diablo” conducirán a los personajes a una muerte insólita, rozando lo absurdo, acontecida sin duda como castigo divino. “El depósito de agua” y “En los bloques de nichos” ofrecen una versión peculiar del motivo de las fobias (la claustrofobia) explotado de diversas formas: en el primer caso es el personaje quien sufre un encierro donde el fin y la liberación parecen no tener cabida. La angustia y el ambiente putrefacto, hediondo y fétido invaden por accidente la mísera vida del personaje a lo largo de toda la narración. En el segundo caso es el personaje quien liberará del perpetuo encierro a un ser aparentemente sobrenatural para, paradójicamente, dar encierro perpetuo a su propia existencia, carente de todo sentido en nuestra realidad.

“El regreso”, “Desapariciones”, “El hombre del cementerio”, “Invierno en la tierra” y “Sally en el pasado” suponen unos inquietantes relatos de suspense donde una especie de fantasía terrorífica sobrevuela los escenarios de cada una de las historias. Las dicotomías del amor y el odio; la vida y la muerte; lo visible y lo invisible; el pasado y el futuro y la crueldad y la humanidad se presentan como dualidades incompatibles y al mismo tiempo, inseparables. En “El regreso” lo invisible se hace “visible” para morir en vida o vivir en muerte…En “Desapariciones” cuando las palabras cobran vida, las personas mueren. En “El hombre del cementerio” la existencia marginal se materializara en crueldad. En “Invierno en la tierra” una explosión purificadora inmortalizará la muerte de la cultura y el nacimiento del amor y finalmente “Sally en el pasado” representa la idea de “la muerte de la muerte”: morir en el pasado para volver a morir en el futuro. “El experimento de Armando Lombarte” es un clásico en cuanto a su temática: el personaje principal posee un don sobrenatural imposible de dominar y controlar cuyo poder, previsiblemente, le conducirá a un fatal destino.

 

Los vampiros, hombres lobo y las creaciones horripilantes humano-fantásticas no podían faltar en esta colección. “Potocki” es una hábil y dinámica narración donde el motivo del hombre lobo es el motor principal de la historia. “Resurgam” y “El sacerdote suicida” suponen el plato fuerte de esta serie de clásicos de lo fantástico: el vampirismo. “Resurgam”, un relato cuyo tiempo de narración se corresponde con nuestro mundo contemporáneo, narra una magnífica historia de amor con un final extraordinariamente inmortal y fatal pero deseado. “El sacerdote suicida”, ambientado en siglos pasados, nos dejará insatisfechos ya que el final no es el soñado. No debemos olvidar el texto que tenemos entre nuestras manos. Los finales felices y los héroes inmortales quedan reservados para otros tipos de literatura.

 

Quienes sean fieles seguidores de este autor sentirán cierta familiaridad y sorpresa al encontrarse de nuevo con “Shelleyana”. (Al igual que lo hicieron con “Cuervo” y lo harán con “Simbad y la isla de la muerte”). No es la primera vez que el autor rescata un texto aportando nuevas variaciones. De nuevo, un “monstruoso” creador dará vida a un ser compuesto por diferentes partes de otros seres humanos con un final difícil de digerir.  Los espectros y fantasmas serán los protagonistas de “Música muerta” y “Sesión de espiritismo en una noche de lluvia”. En el primer relato, el que da nombre a esta obra, el concepto de la música olvidada, muerta, se materializará en un espectro que no aterrorizará a los personajes sino que los deleitará. En el segundo relato, de nuevo un castigo divino para dar vida al clásico género del ghost story: una charlatana farsante  supuestamente capaz de comunicarse con los muertos, engaña a una madre deseosa de poder comunicarse con su hijo muerto recientemente en un accidente. La timadora finge una sesión de espiritismo cuyas consecuencias serás nefastas al más puro estilo poltergeist.

 

“Los ojos muertos” y “Los ojos muertos: una variación” son dos narraciones con el mismo origen pero distinto final. La segunda versión cobra fuerza y resulta aún más inquietante. En ambos casos un cadáver sepultado en el lugar erróneo vaticina el trágico final. “La lengua de Basil” es, sin duda, desde mi punto de vista la obra maestra de este conjunto de relatos. Este texto breve pero intenso se trata de un microrrelato anclado en el medio de dos intensos relatos: “El sacerdote suicida” y “Sesión de espiritismo en una noche de lluvia”. Nos encontramos ante la presentación de un tema fantástico ¿sin explicación? cuya intención es crear, de nuevo, un efecto de sorpresa e incertidumbre.

 

El libro finaliza con “Simbad y la isla de la muerte”, un inquietante relato de aventuras similar a su precursor “Una sombra blanca”. Aventuras, exotismo y fantasía se entremezclan para dotar a esta historia de un dinamismo particular e insólito.

 

El peculiar tratamiento del lenguaje, elegido con sumo cuidado, contribuye a la creación de una determinada atmósfera propia de lo fantástico en cada uno de los veinte relatos que componen esta obra: unos relatos breves pero intensos.

 

Ya que “lo que vemos y lo que oímos es solo una mínima parte de lo que existe”, tal y como reza la frase inaugural del libro, quizá veinte relatos no sean bastantes para dar cuenta de ello, pero sí suficientes para dejarnos impacientes a la espera de una próxima entrega. – LORENA CASORRÁN LÓPEZ.

 

 

Latorre, José María, Música muerta y otros relatos, Madrid, Valdemar, 2014

                                  

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Lorena Casorrán López

La ritualidad poética del canto navideño

29 de abril de 2014 12:09:08 CEST

A mediados del siglo XIII, Gonzalo de Berceo romanceó dos docenas de intervenciones maravillosas atribuidas a la Virgen, popularizando así la miracología mariana, hasta entonces encriptada en textos latinos. Al margen de las intenciones propagandísticas que la filología le ha atribuido en algún momento a los Milagros de Nuestra Señora, lo cierto es que la obra del clérigo riojano inaugura una religiosidad “de tejas para abajo” que, desde entonces e ininterrumpidamente hasta hoy mismo, es veta que atraviesa de cabo a rabo la poesía en lengua castellana. Raro es el autor hispánico (creyente o agnóstico, ateo o devoto, de primera o de quinta fila) que, desde aquel remoto siglo XIII, se ha resistido a cantar en algún momento los prodigios sobrenaturales de la Virgen o de su Hijo, conmovidos todos por una supuesta convivencia con lo maravilloso que hay que interpretar en primera instancia no como Teología, sino como cultura de lo cotidiano.

De todos los episodios que la Biblia o los Evangelios Apócrifos atribuyen a la Sagrada Familia, es el momento del nacimiento de Jesús (y las peripecias inmediatamente posteriores) lo que sin duda ha seducido más a la poesía, constituyéndose tales sucesos en centro neurálgico de lo que desde el siglo XVI empezó a entenderse como villancico, a saber: canción devota destinada a la exaltación de la Natividad y compuesta con el objetivo primordial de acercar al pueblo a los oficios religiosos. La condición sencillamente popular del villancico acabó imponiéndose sobre las estratégicas intenciones de la Iglesia y dejó de vivir en los templos para acomodarse en el calor de las cocinas y trenzarse en la memoria infantil de cuantos hombres y mujeres fueron viviendo la Navidad como el momento mágico de la vida.

Y ha sido eso, la magia –junto con la melancolía- lo que ha marcado la composición de villancicos en los autores hispánicos de los últimos siglos, hasta el punto de que apenas pueden discernirse generaciones o paisanajes entre ellos. Todos habitan un mismo territorio, el de la infancia, que, como bien advierte Pedro Sevilla en el prólogo de estas Navidades modernas, “es un no tiempo”; y todos trovan la Epifanía apoyando su acento en ritmos aprendidos en su etapa de pre-escritura: el romancillo, el octosílabo, la asonancia, la seguidilla, la espinela…

La propuesta de José Mateos de recoger en esta antología “villancicos, algunos de ellos inéditos, de poetas posteriores a la Generación del 27” tiene, por una parte, el valor de afianzarnos en la ritualidad poética del canto navideño (¡hay tanta tradición!) y, por otra, el de avisarnos de un cambio de óptica en las últimas generaciones, en las que se percibe, por primera vez, un ocasional distanciamiento de la naturaleza popular del villancico y una experimentación con elementos más adscritos a la interiorización conceptual del adulto y a la cultura libresca. Resulta, en tal sentido, muy interesante distinguir dos grupos entre los autores antologados: el de los nacidos entre 1909 y 1931 (abre el período José Antonio Muñoz Rojas y lo cierra Carlos Murciano), y el de los que lo hicieron entre 1958 y 1973 (de José Julio Cabanillas a Raúl Pizarro).

Para el caso de los primeros, es indudable el peso de la tradición popular como base creativa de sus cantos. Me refiero a esa veta popularizante que –ya dijimos- comienza en Berceo y se consolida en verbo e imagen en el Barroco. La imaginería navideña, a partir del siglo XVII, eclosiona en una representación peculiar de sus milagros: doméstica, callejera, costumbrista, harapienta a veces, soez incluso, expresionista si queremos, cercana al fin. A las figuras de la Sagrada Familia y de los Reyes de Oriente, los belenes incorporan –primero en los templos, luego en los hogares- un acompañamiento bullicioso de personajes extraídos del entorno rural y urbano: pastores, pescadores, labriegos, mercaderes, herreros, chamarileros, aguadores… y hasta vizcaínos y esclavos negros, objetos de burla preferidos en esa vertiente xenófoba que siempre ha tenido lo popular. Del mismo modo, el villancico se convierte a veces en un desfile casi carnavalesco de tipos sociales, descolgando de la órbita de lo sobrenatural al milagro de Dios hecho hombre y atrayéndolo a un aquí y un ahora de tintes casi irreverentes.

Instalados definitivamente en esa religiosidad “de tejas para abajo” están los textos de, por ejemplo, Federico Muelas (“Villancico del impresor”, “Villancico del boticario”), Gloria Fuertes (“El camello cojito”), José Luis Tejada (“El usurero”, “El cartero”, “El maestro albañil”, “La comadrona”, “El aguador”) o Aquilino Duque (“Los oficios perdidos”). Muy consciente de la tradición en la que arraiga se muestra Pablo García Baena, de quien aquí se seleccionan dos poemas procedentes de su hermosa colección Gozos para la Navidad de Vicente Núñez (Hiperión, 1984). El primero de ellos, “Espiritual negro”, es un tesoro para conocer una parte riquísima de la tradición oral andaluza extinta desde mediados del siglo XX. Recrea en él García Baena algún villancico de negro que hubo de escuchar cuando niño en su Córdoba natal: “Negra, vente pa Belena. / - ¿Pues qué pasa, Magalena? / - Pasa el carnaval de Río, / samba y frío; / pasa el Rey Don Baltasara / chirimía y algasara / con nuestros primos del Congo, / mambo y bongo…”. Villancicos de negros que circularon profusamente en la Andalucía de los siglos XVIII y XIX, cuando el paisaje urbano incluía esclavos africanos que, ajenos a los oficios religiosos de la Navidad, celebraban sus zarabandas en la calle y a los que la Iglesia procuraba hacer entrar en los templos incorporando sus figuras a los belenes y sus canciones y ritmos al repertorio ortodoxo.

Una comprensión doméstica de lo milagroso habita también cómodamente en el primer grupo de poetas, referida sobre todo al mito de la Inmaculada concepción y a la “difícil” situación sentimental de San José. La preñez inexplicable de una virgen es motivo recurrente en todo el folklore europeo (cristiano o  pagano) y aparece ya en las primeras novelas de caballerías para justificar la heroicidad del protagonista. Hay de este mito una hermosa comprensión intuitiva en algunos de los autores, caso de Luis Rosales, que explica así el milagro: “Cuando el sol en el portal / entra y su luz reverbera, / ella le contesta: - Era… / como el sol en el cristal” (“De cómo entró por la ventana el primer rayo del sol”). De los celos de San José ha ido dando cumplida cuenta el romancero tradicional a lo largo de ocho siglos, en los que siempre la palabra popular ha concedido al esposo de la Virgen una proverbial paciencia y una devota comprensión, con la intención probable de humanizar lo inaprensible. Humanización similar a la que se la ha dado a los ángeles, traviesos y habituados al trasiego doméstico desde que el Murillo más barroco los pintara en la cocina,  en un trajín de ollas y cacerolas. Por completo inmerso en esa percepción popular de los angelitos, Alfonso Canales canta así su descenso a la tierra: “Y con qué alegre revuelo / por el techo se le entraban / a María! ¡Cómo daban / sus alas sobre el cristal / de las ventanas, igual / que si rompieran espumas! / ¡Cómo pusieron de plumas / los ángeles el Portal!”.

El acento sentimental del segundo grupo de autores está puesto en la infancia, no en la de Jesús, sino en la propia. Hay un acendrado individualismo en la inercia de explorar la Navidad no como hecho social (rasgo evidente en los poetas de más edad), sino como acontecimiento íntimo salvaguardado en la memoria. Suceso excepcional que marca las fronteras de la infancia y, por tanto, las fronteras de una concepción del universo ya perdida. Fronterizo también el espacio que se acota para rememorar: la casa, más aún, la sala, y más aún, la mesa sobre la que el padre o la madre instalan el belén. Y fronteriza la consciencia, que deja en un limbo extinto lo que fue y reconoce lo que ya no podrá repetirse. Ejemplares de esta voz poética son las canciones de José Julio Cabanillas (“Los montes de cartulina. / El río, plata y papel. Falso el tiempo…”) José Mateos (“Mañanitas de entonces / junto al pesebre. / Yo era niño, y eterno / era el presente”; “Las campanas de mi infancia / no sé si oigo o recuerdo, / corazón”) y José Manuel Benítez Ariza, que titula un villancico “Si fueses niño de nuevo” y dice en otros: “Mi infancia ¿dónde la dejo? / En una noche de Reyes, / montada en un tren eléctrico…”; “Con papel de plata un día / yo también trazaba arroyos / sobre un país de cartón / con horizontes de corcho”.

Son, los más jóvenes, poetas más transterrados que los viejos. Parecen incapaces, aquéllos, de reencarnarse por un momento en el niño que fueron, ademán en el que éstos muestran absoluta naturalidad cada diciembre. Se plantean además, los jóvenes, la tragedia del descreimiento, de la irremediable pérdida de fe, y contemplan con cierta suficiencia adulta la confianza infantil: “Dicen que ha nacido un niño / para salvarnos a todos. / -¿Un niño para borrar / el miedo de nuestros ojos?” (Ángel Mendoza). Pensando en las causas de tal pesadumbre navideña, a una se le ocurre que quizás los medios de comunicación masivos (esta segunda generación de autores son los primeros hijos de la televisión) hayan operado sobre la verdad, distorsionándola y haciendo una garantía fraudulenta al ofrecer su mentira. Es curioso, al respecto, con cuánta frecuencia y solemnidad el nacimiento de Jesús aparece asociado a la televisión en estos versos: “El niño Jesús nació / en el portal de Belén… / Si lo supiésemos varios / el mundo mejoraría… / ¡Que cuente con alegría / la nueva el telediario!” (Enrique García Máiquez).

Pero también son las voces de este grupo las que reclaman, tras muchos siglos, la palabra escrita, la bíblica, probablemente porque también son la primera generación ajena a la oralidad y, más que el villancico popular compartido, les ha nutrido la imaginación la lectura en solitario. Hay ecos, entre ellos, del Cantar de los cantares, y resonancias de las Coplas de Manrique, de los cuentos de Dickens, de la filosofía milesia y del teatro de Oscar Wilde… Como si necesitáramos regresar a una espiritualidad más trascendente, más remota, más críptica también, anterior en suma a los sencillos Milagros de Berceo.

 

Navidades modernas. Antología del villancico actual. Nota preliminar de José Mateos. Prólogo de Pedro Sevilla. Textos de José Antonio Muñoz Rojas, Leopoldo Panero, Ramón Gaya, Federico Muelas, Luis Rosales, Francisco Pino, Ricardo Molina, Gloria Fuertes, José Luis Hidalgo, Rafael Montesinos, Antonio Álamo Salazar, Bartolomé Llorens, Alfonso Canales, Pablo García Baena, José Luis Tejada, Antonio Murciano, Aquilino Duque, Carlos Murciano, José Julio Cabanillas, Inmaculada Moreno, Enrique Andrés Ruiz, Mario Míguez, José Mateos, José Manuel Benítez Ariza, Abel Feu, Enrique García Máiquez, Ángel Mendoza y Raúl Pizarro. Jerez. Libros Canto y Cuento, 2013.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por María Jesús Ruiz

El alma de las cosas

29 de abril de 2014 07:56:57 CEST

La primera novela extensa de Diego Martínez Torrón, catedrático de Literatura Española (Universidad de Córdoba) y poeta, es, como no podía ser de otra forma, una novela “de pensamiento”. Así, la narración que vertebra la novela queda diluida ya desde las primeras páginas, como una melodía de fondo, en una sucesión de reflexiones sobre la vida, el arte, la cultura…

Marga, escritora de éxito, padece un cáncer terminal que la empuja a organizar un encuentro de despedida con sus amigos en su casa de Llanes. La novela se va construyendo a partir de una serie de correos electrónicos que los personajes se intercambian; en ellos, bien mediante la exposición deshilvanada de ideas, bien a través de la articulación de elaborados discursos, exponen su visión del mundo, sus anhelos, algunas de sus vivencias… Con este material el autor da forma a todo un tejido que configura un panorama sincrético y total de los miembros de una generación. Novela polifónica y fragmentaria, funciona como un mosaico cuyas teselas están valientemente ideadas tanto para encajar y dar sentido a un todo orgánico, como para invitar a una reflexión momentánea, fulgurante, al hilo de la propia lectura, que sin embargo deja poso, con el característico marchamo de la buena literatura de pensamiento (es imposible leer a Martínez Torrón y no pensar en el lúcido Azorín).

Éxito es una novela a rèbours, inusual, completamente alejada de los cauces habituales del género. En parte por esta razón, sus momentos más conmovedores están relacionados con el contenido filosófico que rezuman los razonamientos de los personajes, en ocasiones de gran belleza y calado; así, la novela está preñada de iluminados instantes en los que el autor toca de lleno el alma de las cosas. En una ocasión el narrador, esa voz que, casi invisible, nos presenta a los personajes en breves y enriquecedores paréntesis entre correos, dice de Inés, escritora de provincias: “Se sentía de este modo como un simple instante de consciencia en la historia del hombre. Un instante de una consciencia que a veces parecía ni siquiera pertenecerle. Como si su pensamiento fuera un sueño, y su vida tan solo la simple imagen ante un espejo en donde se reflejaba un cuerpo y un rostro con los que, en el fondo, ni siquiera se reconocía”.

El otro gran acierto de Martínez Torrón es, a mi juicio, concebir Éxito como una novela metaliteraria. El material que lee el lector es aquel con el que barrunta Irene forjar una novela, la novela definitiva. De esta forma, Martínez Torrón consigue romper los límites entre la realidad y la ficción, entre la belleza y la vida, planteamiento que, por otra parte, está en perfecta consonancia con los presupuestos teóricos acerca de la novela que esgrimen los propios personajes: “le hubiera gustado escribir una novela profunda, diferente, que constituyera el símbolo de la manera de pensar de toda una generación”. Finalmente esa novela que a Inés le habría gustado escribir no puede ser otra que el “cadáver exquisito” que entre todos los personajes van construyendo, al latido de sus propias vidas.

Basándose en este juego de cajas chinas, el autor nos da la última lección sobre literatura: la novela ideal no existe –tal vez “El Quijote” es la que más se acerca, tal y como afirma uno de los personajes de la obra–, y el yo del autor está avocado a desleírse en la propia obra, que es la que queda a la postre, a pesar de la fama efímera o la ausencia de un lector cómplice.

Éxito es una novela mágica que reflexiona sobre la naturaleza del verdadero triunfo: multiforme, subjetivo, inalcanzable. Es, como nuestras propias vidas, “una novela imposible que se va creando conforme la vas leyendo…”. Sin duda, su lectura interesará particularmente a aquellos que aún siguen creyendo en la belleza del pensamiento a través de una palabra total, universal, imposible de adscribir al corsé de ningún género.

 

Éxito, Diego Martínez Torrón, Sevilla, Alfar, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Tania Padilla

Belleza oculta

15 de abril de 2014 12:22:04 CEST

Cualquier herramienta sirve para investigar una disciplina cultural. Así como Arnheim, sicólogo del arte, estudió el cine a partir de las leyes de la percepción, la literatura cabe ser enjuiciada, además de literariamente, desde los puntos de vista filosófico, histórico, sicoanalítico, sociológico y, por qué no, cinematográfico. Una aproximación a la imagen y a cómo ésta se relaciona con el espacio y el tiempo, al tratamiento que José Manuel de la Huerga depara de ella, de la imagen, nos lleva a concluir que Solitarios es una novela sobre el tiempo, que fluye, mientras el espacio elige quedarse quieto. El logro del cine es que los dos circulen si bien el de la butaca permanece inmóvil. Una sensación estética. Bien, pues en la novela que nos ocupa sucede igual, De la Huerga lo dice: el telón de fondo cambia, las personas no, prosiguen siendo las mismas y, quizá por ende, se mantienen juntas. Es decir, el paisaje hace las veces de tiempo y el estatismo de los protagonistas, de espacio. Un movimiento inmóvil, cuyo desplazamiento silencioso ve, recibe, el espectador, el lector, lento y detenido. Es toda la novela una imagen semiparada. Lo incomprensible anega buena parte del transcurso, que fluye cual en esta fracción: “(…) se empeñaba en que repitieran palabra por palabra lo que salió con naturalidad cuando tuvo su momento irrepetible. No existían dos árboles idénticos, ni siquiera un árbol se parecía a sí mismo de un día para otro. Menos las palabras, las personas menos”. U, ochenta páginas adelante, en el siguiente parlamento: “Debemos viajar juntos, viajaremos al ritmo de la bola del mundo, para no envejecer y continuar unidos siempre”. Una prosa que se dobla sin romperse como la hoja verde de un árbol que permite al lector imaginar ipso facto lo que el narrador va describiendo.

Los personajes se comunican, sobre todo, por medio de un lenguaje no verbal. Lo hacen de un modo tan drástico que ‘Ultramarinos El Pez de Oro’, la primera de las dos nouvelles, viene protagonizada por un niño sordomudo apelado Cachelo, que acude al pensamiento y al tacto para comunicarse; los dedos de la madre le acarician como fonendos. No solamente Cachelo calla: Fernando el Portugués, su padre, habla “de peces que, a pesar de estar mudos”, cuentan “historias maravillosas en pompas de aire” que descienden sin ser descifradas; y Berta, la madre, descubre el mundo “por el olor” y no comunica a sus progenitores el alumbramiento. Existencias impronunciadas. Todo, métodos alternativos para inquirir la realidad, quizá porque, manifiesta el autor al poco del arranque, “la belleza evidente agota pronto su significado”. Los personajes se autopreservan, aquí, ocultos en una sombra que garantiza penetrar en el ambiente. La madre intenta contrarrestar la diagnosis de los médicos aplicando al nuevo ser una especie de imposición de la palabra, susurrándole al oído, estimulando hasta el hueso más pequeño. Pero no se centra en el logos, también le brinda fantasía y promete un viaje a Lisboa para reencontrarse con el padre. Además de confrontar al lector con lo intestino, José Manuel de la Huerga le arroja a las veleidades del azar, o, mejor, contra el muro de las casualidades. Berta acostumbra a llevar un mazo de cartas. Consulta, no a pie juntillas, la posible encarnación del futuro, o más bien, nunca se sabe, verifica el deseo. Las cartas acertaron la llegada misteriosa de un caballero invernal y nocturno, a lo Calvino, y erraron al anunciar que la encinta llevaba una niña rubia en las entrañas: no son un valor seguro. La comunicación sensorial y extrasensorial funciona mejor. Comprobaremos si la medicina, al igual que la fortuna, se permite también el fallo y el niño consigue parlotear. En los últimos años las artes están poniendo a prueba la confianza en la todopoderosa ciencia, de momento ignoramos si representa una prolongación en la quiebra racional del siglo XX, si responde a un hartazgo de la colonización por ella ejercida en el mundo del conocimiento o si consiste en una vía abierta a una espiritualidad compatible con modos ilustrados. Ya se verá hasta dónde llegan la intuición y la imaginación, si el niño, en definitiva, arranca a hablar. Poco importa. Lo genuino es que el deslumbrante Cachelo –de él se llega a afirmar que está “investido de un conocimiento sagrado”- no sería tal sin la sordera: la anomalía como bondad. Estar inacabado, de repente, como virtud. Ello emparenta la narración con la de uno de los mejores cuentistas españoles: Gustavo Martín Garzo, en cuya obra –La princesa manca, El lenguaje de las fuentes…- la pérdida acostumbra a poseer una dimensión redentora. En su última entrega, Y que se duerma el mar, leemos: “Es verdad que había nacido mutilada, pero eso no la hacía diferente de los otros niños. ¿Acaso no estaban todos incompletos, no buscaban algo que nunca tenían del todo: su propia y esquiva verdad?”. En esta ocasión no falta un miembro, sino un sentido.

Si en la primera nouvelle había lamparillas de cera para tardes de tormenta y pimentón dulce y picante; en la segunda encontramos mercheros; sangradores; braseros; el pirulí azul, blanco y rojo de las peluquerías; la bilbaína; el infiernillo; recitaciones a la virgen; máquinas Singer; sillas de escay. Si la primera estaba llena de poesía y, hasta cierto punto, de exotismo; en la segunda -presentes todavía El Pez de Oro y Barrio de Piedra; traslada el escenario-, hay costumbrismo y una ciudad de provincias tardofranquista. El tiempo abandona la suspensión y coge carrerilla, la película se vuelve comedia. El lenguaje, directo y concreto. Abunda el coloquialismo: ‘daba gloria olerlo’, ‘estar de pinote’, apalominamientos, chambergo, ‘Hola don Pepito’. Lo subterráneo, en acontecimientos rasos: las relaciones vendedor-cliente en un mercadillo, el trato de Rufi y Félix –nuevo protagonista- o cómo éste se ausenta del trabajo sin que sus compañeras lo noten.

José Manuel de la Huerga ha merecido, entre otros, los premios Fray Luis de León de narrativa y Hucha de Oro de relato. Su producción arranca en 1985 e incluye casi una decena de títulos. Destacan la muy exigente Leipzig sobre Leipzig y el poemario esmerado La casa del poema, ambos, de 2005.

 

José Manuel de la Huerga, Solitarios, Palencia, Editorial Menoscuarto, 2013. 218 páginas.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Fernando del Val

Malambo o la épica de la supervivencia

8 de abril de 2014 08:52:59 CEST

            “Esta es la historia de un hombre que participó en una competencia de baile”, así comienza Una historia sencilla, un reportaje periodístico novelado de la escritora argentina Leila Guerriero. Y no es más ni menos que eso: un festival, un baile, un hombre; un hombre común y corriente, con una familia común y corriente, con una pobreza común y corriente; unos valores, una pasión, un sueño, la lucha diaria y una nación; una periodista que mira, sin censuras ni apriorismos, pero con respeto y admiración, con un objetivo macro en la distancia íntima; un estilo sencillo, casi austero, de tan esencial, completamente universal.

            No es fácil que “menos” sea “más”, mucho “más”, pero en este caso lo que comienza siendo un reportaje sobre el Festival Nacional de Malambo de Laborde, en la Argentina profunda, y el baile tradicional de los gauchos argentinos, el malambo, consistente en un zapateado in crescendo, mezcla de destreza y resistencia, pronto muta hacia la crónica novelada de la lucha del malambista Rodolfo González Alcántara por alcanzar tan preciado galardón. En esos momentos de la narración, el malambo ya no es tan sólo un baile, es más, mucho más: es una forma de ver y entender la vida.  Como el ritmo del mismo zapateado, la historia aumenta en intensidad y es más, mucho más: la “historia sencilla” se transforma en “historia difícil”, en la “historia de un hombre común”, en la historia de todo un pueblo, en nuestra propia historia. Poco a poco, hacia su recta final, la novela es más, mucho más: es pura épica; la épica del Hombre que lucha por sobrevivir con dignidad, que se esfuerza por alcanzar una meta aferrado a unos valores y principios; es la epopeya de un pueblo, de todos aquellos pueblos que se mantienen fieles a sus tradiciones y firmes sobre el escenario de la vida mirando hacia el futuro con decisión.

            Una historia sencilla es una obra tierna y emocionante, arranca como un reportaje que se transforma en crónica que, poco a poco, deriva hacia la novela hasta alcanzar en determinados momentos un intenso lirismo épico, en especial cuando el danzante siente que el malambo le crece dentro y él crece con el malambo, transformándose completamente: “El primer movimiento de las piernas hizo que el cribo se agitara como una criatura blanda mecida bajo el agua. Después, durante cuatro minutos cincuenta y dos segundos, hizo crujir la noche bajo su puño. El era el campo, era la tierra seca, era el horizonte tenso de la pampa, era el olor de los caballos, era el zumbido de la soledad, era la furia, era la enfermedad  y era la guerra, era lo contrario de la paz. Era el cuchillo y era el tajo. Era el caníbal. Era una condena. Al terminar golpeó la madera con la fuerza de un monstruo y se quedó allí, mirando a través de las capas del aire hojaldrado de la noche, cubierto de estrellas, todo fulgor. Y, sonriendo de costado –como un príncipe, como un rufián o como un diablo-, se tocó el ala del sombrero. Y se fue.”

            Este libro podría haber tenido más de mil páginas, pero no supera las ciento cincuenta en un ejercicio de depuración absoluta, de decantación hacia lo esencial, es “más” con “menos”; se elimina todo lo innecesario y se deja única y exclusivamente lo indispensable, conformando un artefacto narrativo de tan extrema como compleja sencillez, que aviva la experiencia literaria, en la que todo lo importante está fuera y es completado por el lector, que es quien da sentido verdadero al texto al interiorizar la historia, identificarse con el personaje y reconocerse en él.

            En definitiva, Una historia sencilla es una crónica novelada que habla de la dignidad en lo cotidiano, de la lucha por la supervivencia. A través de Rodolfo González Alcántara, Leila Guerriero nos habla de la templanza, de la tenacidad y  de la paciencia de un hombre; de la austeridad, el coraje, la altivez, la sinceridad y la franqueza de un gaucho, valores que se repiten a lo largo del texto como un mantra, generando un ritmo, un ritmo de zapateado, un ritmo épico y poético. Pero Una historia sencilla es más, mucho más, y Leila nos habla también del apego a la tradición y del amor a la patria. Nos enseña que en la rutina también puede haber filosofía. Y, sobre todo, intenta hacernos ver que los grandes logros, las más duras batallas, sólo se ganan con una única arma: la confianza en uno mismo y el esfuerzo diario mantenido en el tiempo. Al fin y al cabo, “somos del mismo material del que se tejen los sueños”: la esperanza.

 

 

LEILA GUERRIERO, Una historia sencilla, Barcelona, Anagrama, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Villalba Sebastián

Un fogonazo existencial

1 de abril de 2014 08:55:33 CEST

Después de la segunda edición, ampliada y revisada, de su poesía completa (1985-2012) Seguro que esta historia te suena, aparece Las luces interiores, nuevamente en la editorial Renacimiento (2013), un  volumen pequeño, homogéneo y breve, algunos de cuyos textos ya estaban entre los inéditos de su poesía reunida. Coincide, además, la publicación (no sé si es sólo una casualidad o si es un pacto tácito entre ambos) con la vuelta de otro de los epígonos del género del denominado realismo sucio, Roger Wolfe, que nos trae Gran esperanza, un tiempo, también en Renacimiento.

Afortunadamente, y contra el pronóstico que él mismo hiciera, Iribarren no ha dejado de escribir. Tampoco es responsable, en ningún caso, del mito que lo envuelve. En Las luces interiores, al igual que en Atravesando la noche, Iribarren se desmarca cada vez más del realismo figurativo de sus primeras obras, para acercarse más al concepto del haiku: esto supone vaciarse, reflexionar hasta un punto de transcendencia, y condicionar la experiencia de ese instante descrito a una cota de elevación vital máxima, lo cual requiere una rápida transcripción escritural de la imagen. Recurso del que ya hicieron uso autores tan frecuentados por Iribarren, como Kerouac (Libro de Jaikus).

La expresión poética de Iribarren es, por tanto, un fogonazo existencial. Recoge al inicio del libro una cita de Manuel Machado: Lo importante / es el instante / que se va. La inmediatez del mensaje hace del sujeto autobiográfico una vivencia comunicativa. El que escribe (el hombre textual) lo hace como testigo, como observador pasivo: es alguien que selecciona estampas o secuencias de la vida conforme a los pequeños estímulos diarios. Y las atribuciones que Iribarren hace a esa personalidad literaria son, en esencia, afectivas: divagaciones o ensueños, como Pessoa cuando afirmaba: He llegado a ese punto en el que el tedio es una persona, la ficción encarnada de mi convivencia conmigo mismo.

 

“Todo puede suceder en un poema: lo cotidiano, sí, pero también lo deslumbrante, e incluso ambas cosas a la vez”, dice Iribarren en el libro Otra ciudad, otra vida. Y es toda una poética. El tono directo entrega el poema: hace extraordinario lo cotidiano. Escribe sobre el fracaso de vivir, en la frontera que separa la poesía de la anécdota. No pretende pasar por un lúcido analista de la sociedad contemporánea: no hace observaciones apocalípticas al estilo de Roger Wolfe, que antes mencionábamos. No es tópico, sí contundente. Lo que le sucede es siempre tangible y conforma una delimitación vivencial. Hay, en todo ello, un estado de felicidad puntual, una serena aceptación de la fragilidad de lo vivido.

Si bien se les achaca a sus últimos libros dados a la imprenta, una mayor tendencia melancólica, pues da la sensación de que muchos de los poemas son apuntes, anotaciones, textos sin acabar: obviamente, no es así, acogen un sentido de conjunto. La disciplina de Iribarren en el momento de escribir es la ir retirando piezas, la de ir construyendo el poema desde la desaparición del mismo: escribir como quien no lo hace, yendo hacia lo innato y lo esencial: sigue el curso de la vida misma, quita más que pone. Todo en sus poemas parece hecho de nada; su talento no necesita exhibirse. En ese levedad, en ese minimalismo, engañosamente simple y directo, Iribarren tiende la mano de la emoción. Es descarnado, práctico: el poema es casi una advertencia, o si se prefiere,  un error, como en Las puertas (“Con las entreabiertas / hay que tener mucho cuidado, / suelen ponerse irresistibles”). El papel no se escribe, o se escribe poco, pero mancha. Iribarren tiene la maestría de hacer de la anécdota banal, de la anotación de paso, su legado poético particular: un antimundo demoledor, cuyo centro de destrucción es, muchas veces, él mismo. Escribe como diría Darío de Machado: Ha escrito poco y meditado mucho. Su vida es la de un filósofo estoico. Sabe decir sus enseñanzas en frases hondas. Escéptico, desengañado, incombustible, su escritura va de manera progresiva ramificándose y haciéndose más esquemática, más pulcra, llena de sí misma, tierna  e indefectiblemente contemporánea. Cada fragmento como una embestida, casi como un golpe que no se nota hasta mucho después. Una obra congruente, un único poema, que se une a Seguro que esta historia te suena.

 

Karmelo Iribarren, Las luces interiores, Sevilla, Renacimiento, 2013.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Aitor Francos

Ante el asedio del amor

25 de marzo de 2014 10:35:29 CET

        Cuando en 1991 aparecía El violín mojado significaba para su autor, el gaditano Javier Sánchez Menéndez, su tercer poemario publicado, después de los titulados Motivos y Derrota y muerte a los héroes. Ahora en 2013 sale a la luz una nueva edición del mismo cuando Sánchez Menéndez es ya un poeta sobradamente conocido -como referente nos sirve su antología reciente Faltan palabras en el diccionario, de 2011- , un editor de prestigio al frente de una empresa, La Isla de Siltolá, que da a conocer continuamente libros de indudable valor, y un activista cultural que vuelca su opinión y su pensamiento en ensayos novedosos y en una página que en internet registra más seguidores cada vez.

            Aparte del interés que la obra ofrece para todos los lectores que en su día no pudieron conocerla (recordemos que una de sus críticas aparecíó en ABC Literario en julio de 1991), la mayor novedad de esta reedición de El violín mojado es con seguridad el esclarecedor prólogo que le ha añadido Rocío Fernández Berrocal, por cierto, la misma que introduce magistralmente el poemario inédito de Juan Ramón Jiménez Idilios, publicado también por la Isla de Siltola en 2013. A él deberá echar mano el lector antes o después de su lectora de este libro del que algún crítico (Paco Huelva, concretamente) ha afirmado en fechas muy cercanas que recoge “las bases, el cimiento, el sueño dorado de un escritor que hace dos décadas manejaba por igual las esperanzas y los desasosiegos”. Si a esto sumamos los detalles que descubre la prologuista al anotar que “En las reseñas que le dedicaron a la obra cuando se publicó se consideró uno de los libros de poesía más innovadores de la última generación poética”, y que su “modernidad y frescura” de entonces “siguen aún vigentes”, ya tenemos las fundamentales razones para examinarlo con atención.

            Nuestra lectura nos lleva a advertir que ya desde el primer poema se hace presente la voluntad del autor de jugar con el lenguaje y de sacarle el máximo rendimiento a partir de su sencillez expresiva. Orillando, en su primera parte titulada La huella, el sentimiento del amor, lo recrea de múltiples formas siempre originales para abandonarlo por momentos y moldear líricamente otros leves asuntos de la cotidiana existencia. Poco a poco, el lector se va sintiendo cautivado por una palabra llana que se yergue, sin embargo, alentada por una innegable sinceridad y un sorprendente detallismo modelado con impulso inédito, con voz nueva, con tono diferente. La realidad emerge cambiante en cada poema pero a su vez aparece repetida, renovada, remanecida mediante el sintagma tu casa frecuentemente recurrente.

            La ironía, el humor, la antítesis no son desconocidos en estos versos de Sánchez Menéndez, pero es en la segunda parte de su libro, Impresión & Expresión, donde se observan como recursos constantes. Ahora, los juegos de lenguaje se reconcentran en contextos donde los significados se constituyen a partir de los campos semánticos “impresión” y “expresión”, vinculados además, sin cambio, al referente pictórico de Van Gogh: “La impresión es algo que soporto de veras, / lo mismo que a Van Gogh / le divierten inmóviles los girasoles”.

            En la tercera parte del poemario, Imaginar y recordar, vuelve la insistencia sobre el pensamiento del amor, de modo que un poema se titula Amor como principio y en un momento se puede escribir: “lo mismo da pero es amor / a ser posible el tema”. Continúa el poeta, en esta última sección, jugando consciente e inteligentemente con el lenguaje y aprovechando los significados que pueden vincularse al recuerdo y a la imaginación, entreverando con ellos un poso de incredulidad o desesperanza, en la convicción de que el amor pasa y cuando se acaba solo queda recordarlo, imaginarlo o desearlo nuevamente. Por ello llega a decirse en los últimos versos del libro que mejor que esperarlo es tenerlo, vivirlo: “que tengo toda la vida por delante, / a mí me gustaría / tener la vida alrededor”. Es en este poema de cierre donde hallamos además una expresión, “libre de la tormenta”, que serviría al autor -seguramente recordando de nuevo- para titular otro libro suyo de 2013 con ese mismo sintagma.

            Esa vida por la que el poeta quiere verse rodeado es la que estimula su escritura, pero debe tenerse en cuenta que en el proceso creador tiene un peso nada desdeñable la imaginación, por eso uno de los comentaristas del libro ha podido afirmar en su blog que este “te transporta a una irrealidad a la vez aséptica y profundamente personal”, añadiendo que “Te ves reflejado en esos versos cercanos, despiadados, cínicos, trágicos, enamorados, desenamorados...”. Con esta reedición de la que es -según precisa Fernández Berrocal- “obra significativa en la trayectoria poética de Javier Sánchez Menéndez”, todos tenemos una posibilidad inmejorable de conocer mejor la poesía de este autor y de comparar un estado poético anterior con las posibilidades líricas a que en la actualidad ha evolucionado su creación y que podemos detectar en sus títulos más actuales ahora en las librerías, como el aludido Libre de la tormenta y Los indolentes.- Antonio Moreno Ayora.    

 

Javier Sánchez Menéndez, El violín mojado, Madrid, Libros del Aire, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Antonio Moreno Ayora

El japón soñado

18 de marzo de 2014 08:17:44 CET

El pasado año 2013, que ha coincidido con el año dual España-Japón que conmemoraba el cuarto centenario de las relaciones diplomáticas hispano-japonesas, ha sido el escenario de un florecimiento en nuestra agenda cultural de actividades relacionadas con el País del Sol Naciente, como exposiciones, representaciones teatrales, ciclos de cine, conferencias y, también, presentaciones de libros. La casualidad ha querido que un largo proyecto literario del novelista Julio Baquero Cruz haya aparecido justamente en ese año en la editorial Menoscuarto, con el título Murasaki. Este nombre nos remite instantáneamente a Murasaki Shikibu, la autora del Genji Monogatari, escrito  hace unos mil años y considerada la primera novela de la historia de la literatura universal.

 

Aunque el título pudiera sugerirlo, Murasaki no una novela histórica que reconstruya la vida de esta notable dama de la corte imperial de Heian (la antigua Kioto), sino una obra de pura creación literaria que asume en el siglo XXI la vigencia de los códigos estéticos de la literatura clásica japonesa. En este sentido, el autor busca anacronismos e hibrida géneros para invitarnos a viajar a un Japón soñado, que puede vestirse con los kimonos de seda del Genji Monogatari, pero sin ninguna limitación historicista. Julio Baquero Cruz, palentino cosmopolita afincado en Bruselas, ha llegado al corazón del alma japonesa sin desplazarse físicamente hasta el archipiélago nipón. Al autor no le interesa ofrecernos la visión de un viajero, al modo de las japonerías de Pierre Loti. No le hace falta y hasta puede ser contraproducente para él por el riesgo a una intoxicación del futurista Japón ultratecnológico y kawaii. Aunque el Japón que le interesa al autor sigue existiendo en el Japón actual, no se ve a primera vista. Al Japón de Baquero Cruz no se llega por el puerto de Yokohama, como se viajaba en el siglo XIX, ni por el aeropuerto de Narita, donde desembarcan los turistas hoy, sino a través de los clásicos de la literatura nipona.

 

El lector de Murasaki disfrutará más de la novela si ya conoce el Genji Monogatari, una novela jalonada de breves poemas que lanzan los protagonistas en el momento culminante de cada capítulo, como también hace Julio Baquero Cruz a lo largo de su texto. A este respecto, es necesario recordar que las completas traducciones de obras tan importantes como el Genji Monogatari o el Heike Monogatari, etc., han muy sido muy tardías, ya en esta centuria, lo mismo que los manuales de literatura japonesa, como el de Carlos Rubio. En Murasaki se aprecia el influjo de las más importantes antologías poéticas niponas, como el Man'yoshu y el Kokinshu, que es palpable en los rincones más líricos de la novela, mientras que cierto tono nostálgico ante el final de una gloriosa era tiene relación con el tono de las reflexiones desde modestas chozas de los desencantados literatos medievales Kenko Yoshida y Kamo no Chomei. Cuando la novela sale de los refinados ambientes palaciegos, que es el mundo de Murasaki Shikibu, y se adentra por caminos y barrios populares, resuenan los ecos de la literatura de las clases urbanas del siglo XVIII, en especial la obra de Ihara Saikaku.

 

En cierto modo, la influencia de la literatura nipona no es una novedad en las letras hispanas, pues a través del haiku ha habido desde comienzos del siglo XX una aproximación formal y estética muy enriquecedora. El verdadero interés de Murasaki es que Julio Baquero Cruz recoge la esencia de la tradición clásica nipona para injertarla en la narrativa, en una compleja novela que evoca una hermosa recreación de un Japón fuera del tiempo. Un Japón que es como un kimono que reviste un estado de ánimo que redefine lo bello. El principio estético que rige la novela es el mono no aware, un profundo sentimiento de empatía con la belleza efímera de las cosas, por modestas que sean. Ciertamente esta es la clave de esta propuesta literaria: la adopción en prosa de los códigos estéticos de la literatura clásica nipona, los cuales se apoyan en una tradición vigorosa e inagotable. Para este objetivo no era necesario ambientar la obra en Japón, pero lo cierto es que es el envoltorio más delicioso y un homenaje a una civilización que es capaz de enseñarnos otra manera de sentir la vida. Por esto, el hecho de que la novela sea una recreación de algunos tópicos del admirado Japón, es también un atractivo para el lector. En efecto, no son muy habituales los exotismos literarios tan lejanos en la prosa hispana y casi hay que remontarse al guatemalteco Enrique Gómez Carillo para encontrarnos un autor representativo. Sin embargo, la obra de Julio Baquero Cruz, además de la seductora apariencia japonista, también tiene una refrescante propuesta narrativa basada en la hibridación con los valores estéticos nipones. El autor busca lo japonés por fuera y por dentro. En las letras francesas esta plenitud fue lograda, con notable acierto y éxito, por Maxence Fermine en su relato Nieve, publicado en 1999 y traducido un par de años después. En la narrativa española, Murasaki de Julio Baquero Cruz explora un terreno que no había sido transitado, “esperando la primavera como quien no espera nada”.

 

 

Julio Baquero Cruz, Murasaki, Menoscuarto ediciones, Palencia, 2013.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por David Almazán Tomás

Lo pequeño, lo sublime, lo humano

10 de marzo de 2014 12:19:42 CET

Recientemente asistí al encuentro de un reconocido novelista con sus lectores en el que el autor confesaba su convicción de que las personas que disfrutan con la lectura también lo hacen escribiendo, independientemente de que lleguen a publicar o no sus creaciones. Me esforcé en rebatir tal hipótesis, desde mi punto de vista infundada, pero al llegar a casa me estaba esperando una confirmación más de sus argumentos: Me siento olivo (antología poética y tres cuentos) recopila buena parte de le la obra de un lector insaciable, enamorado de las letras. José Ángel Rubio Abella, dada su personalidad afable y sencilla, no me perdonaría que lo calificase de erudito, pero ese y no otro es el adjetivo que debe acompañarle después de cuarenta años entregado con pasión y convicción a la enseñanza de la lingüística y de la historia de la literatura.

Para aquellos que conocemos a José Ángel Rubio, la sorpresa de esta antología poética no cuenta con la condición de inesperada. Sabíamos ya de su condición de fabulador, de su visión poética de lo cotidiano y nadie se extrañaría al encontrar en los cajones de su escritorio, entre sus apuntes de trabajo, o incluso en los post-it pegados en la puerta de la nevera, unos versos sueltos, bocetos de relatos, o frases ingeniosas. Eran pistas que nos hacían sospechar la existencia de recóndito un tesoro que, al fin, gracias al empeño de sus familiares y amigos, ha sido desenterrado.

Me siento olivo recoge poemas escritos entre los años 70 y la última década del pasado siglo  y, en consecuencia, se trata de un volumen diverso tanto en el contenido como en la forma. En sus páginas se alternan los versos más íntimos, con la mirada poética a escenarios comunes y situaciones banales, consiguiendo despertar en ambos casos la previsible empatía del lector, dada la vocación personalista de una poesía dispuesta a conjugar la trascendencia con la admiración por aspectos triviales de la vida.

El conocimiento del oficio provee al autor de numerosas herramientas que emplea con habilidad en cada una de sus composiciones, reclamando el poder evocador de las palabras para devolvernos sentimientos olvidados o apaciguados (“Sé de un rincón, ladrillo y parque,/ donde los besos y la enredadera/ soñaron nuestro tiempo”), o jugando a combinarlas, como se mezclan los colores en la paleta del pintor, en una búsqueda de musicalidad para divertimento del oído (“En las manos rotas,/ en las rotas manos,/ rosas rojas, gotas,/musicales notas,/ gotas rojas rosas”). El instrumento versátil, con el que clama a la montaña, describe al hombre, acaricia al hijo, interroga a Dios o despide y añora a un viejo Dyane desvencijado, cuenta también con su propia rima en el poema titulado “Palabra”: “Este alimento y esta audacia/evita el marchitarse/ y humedece la memoria/para darle una semilla./ Una secreta alquimia/ construye mil sabores/ para olvidar la tierra…

Dentro de este mosaico poético el espíritu creativo de José Ángel Rubio no quiere sustraerse a la búsqueda de nuevas formas de expresión y podemos encontrar propuestas vanguardistas en el goteo cadencioso de las palabras en el poema  titulado “Lluvia”, o en sus sentencias breves y contundentes (“Has de dejarme marcado para que todos sepan que soy tuyo”), como un anticipo del Movimiento “Acción Poética” que en forma de graffiti dota de vida a las indolentes tapias de las urbes.

El contenido plural de esta obra justifica su título que, además de un homenaje del autor a su Bajo Aragón natal, es una metáfora de su personalidad artística que comparte con el olivo la robustez y la textura heterogénea del tronco, las profusas ramificaciones de la copa y el sustancioso jugo de sus frutos.

Pero probablemente sea en los tres cuentos breves que completan la obra donde vamos a reconocer con más facilidad al autor. La ternura con que habla de la soledad en “Doña Julia se ha puesto azul”, su minuciosidad descriptiva, interrumpida por pequeñas pinceladas que sugieren todo lo que el texto obvia intencionadamente, son una muestra del narrador inteligente que cuenta con la complicidad del lector. En “Los garbanzos”, un desdramatizado recuerdo infantil, se filtra el humor honesto, alejado de la hiriente socarronería, siempre presente como condimento indispensable de su amena conversación. Esta visión jocosa de la vida también se pone de manifiesto en “En un tren birmano”, que parte de una deliciosa anécdota para hacernos sonreír con  la perplejidad del turista ante las exóticas costumbres y creencias que encuentra en su camino.

Este relato, que cierra el volumen, bien pudiera ser el inicio de una próxima obra en la que José Ángel Rubio, viajero infatigable, comparta con los lectores algunas de sus vivencias como perspicaz observador de la diversidad humana, desde sus pequeñas miserias a las más sublimes ambiciones, al igual que hace de un modo personal e íntimo en “Me siento olivo”.

ELIFIO FELIZ DE VARGAS

José Ángel Rubio Abella, Me siento Olivo. Zaragoza, 2013

Escrito en La Torre de Babel Turia por Elifio Feliz de Vargas

Indagación en la pureza

3 de marzo de 2014 08:21:40 CET

            Miguel Ángel Curiel ha sido siempre un poeta de lo elemental, en el sentido de que lo es de los elementos: de lo telúrico con Piedras, de la luz con Luminarias y Diario de la luz, del aire con Mal de altura y Hálito. El libro que nos ocupa ahora forma parte del ciclo del agua junto con Por efecto de las aguas y Los sumergidos. Tampoco está ausente de su obra el fuego, que asoma por las páginas encendidas de El verano. Nos hallamos, pues, en esta ya extendida y deslumbrante trayectoria poética, en medio de un mundo incluso anterior al mito, de fascinación ante los distintos aspectos bajo los que se nos presenta la naturaleza; y así también la palabra de Miguel Ángel Curiel es prerracional y, por supuesto, premítica: no trata de explicar qué nos ocurre en esta existencia sorprendente o por qué sino solo de constatar qué sentido se desarrolla aquí en toda su pureza.

            El proceso es complejo, no obstante la asombrosa sencillez de medios que siempre ha usado el poeta. Todo empieza con esa actitud de apertura total que nos dispone a “ver el mundo” por primera vez y que podemos llamar, para entendernos, inspiración: “Me alimento de visiones breves” (p. 33), a la que acuden las palabras todavía no hechas por los humanos sino por una naturaleza directamente encarnada en verbo: “¿Quién pone esos nombres al agua sino el aire?” (p. 27).

            De esta manera, la realidad y las palabra son permeables una a otra, están todavía adheridas, confundibles, en la forma bruta de la visión, como muestra el poema en prosa “En una ciudad perdida” (pp. 17-20), donde leemos expresiones como “Necesitábamos traducir toda la luz posible”, con un “nosotros” con el que el poeta se funde con el personaje de su texto, rompiendo así también las barreras entre el espacio literario y el espacio de la realidad. Y esto nos recuerda que con la escritura de Miguel Ángel Curiel, como con todo poeta definitivo, hay que replantearse las cuestiones de adscripción genérica, o simplemente olvidarlas. Su lírica coincide con lo narrativo en algunos puntos, como en el poema que acabo de citar, también con la escritura autobiográfica casi canónica, como en “Historias del agua” (pp. 27-29), pero por todas partes podemos encontrar la presencia de la larga tradición de la literatura sapiencial o gnóstica: el aforismo, la reflexión, el enigma incluso. Luminarias ha llevado a su extremo esta desestabilización de los géneros literarios.

            La débil frontera entre la palabra y lo expresado tiene el efecto, no de crear alegorías, simbolismos o correspondencias como en la práctica de la modernidad a partir de Baudelaire, sino de poner ante los ojos del lector lo que de sentido en sí mismo tiene el mundo, antes de que lo digamos, extraerle todo su ser. Por ejemplo, cuando en “Lance” se nos describe la tensión del sedal por el peso del pez atrapado y leemos “La muerte / tira así de nosotros. / No quiere que se rompa / el sedal de la vida” (p. 13) erraríamos si lo interpretáramos como una sencilla alegoría sobre la muerte a la manera medieval o de la predicación sagrada. El instante mismo contiene en sí el exacto sentido de tensión extrema de que nos hace partícipe el poeta, plenitud significativa que no depende de las palabras con que lo trasmite. Aparte de que se rompe aquí (y “romper” es la palabra que aparece en el poema) toda la lógica de la tradición interpretativa, que nos haría esperar que lo que quiere la muerte es precisamente quebrar el hilo de la vida, como en el viejo motivo de las Parcas.

            En un sentido heideggeriano, pues, el poeta no nombra el mundo sino que hace aflorar su sentido, abre ahí el ser de las cosas en su plenitud. La célebre afirmación del filósofo de Friburgo de que el poeta es “el pastor del ser” se convierte, no obstante, en Curiel, en duda: “¿Era yo el más indicado para ser allí arriba el campanero, el pastor o el zahorí? ¿Era yo el dueño del eco?” (p. 41). Y el poeta duda porque no se fía del lenguaje tanto como lo hacía el filósofo alemán, siempre le queda la sospecha de que el lenguaje, igual que puede dar a la luz la plenitud oculta de la experiencia, también puede nombrar el vacío y destapar nuestra vivencia como la insistencia de la nada (y aquí aparece en escena Mallarmé): “El nombre de las playas siempre es un nombre para llenar el vacío del lugar. El mar no necesita de nombres” (p. 55, cursiva del autor).

            Otra de las “esencialidades” con que nos encontramos en el libro es la del tiempo. El tiempo como enigma o, mejor, como adivinanza: “¿Qué es que no es?”, con el impactante acierto de vincular la ambigüedad de su paso (¿destructor o regenerador?) con la vuelta a un recuerdo infantil y su persistencia en la forma material de la tierra: “De niño subía arena a casa. / Esa arena, esa niñez / son ya lo mismo” (p. 21). Precisamente el poema de donde tomo estos versos, “Lumbre en la arena”, es el que a mi parecer se relaciona más con el título del libro que el que le da nombre (p. 35): “En verano bajaban de las montañas / hombres cargados de nieve / y la vendían”. Un poema profundamente temporal que contrasta con la intemporalidad que nos quiere transmitir el título con ese infinitivo colgado de la permanencia: Hacer hielo. Así completamos el ciclo del sentido que no puede existir más que en preguntas: lo elemental, el hielo, ¿hay que fabricarlo, como el poema fabrica el mundo con sus palabras?, ¿o simplemente hay que transportarlo desde la montaña para ofrecerlo al resto de los hombres? Si el poema “hace hielo”, esto es fija, en la forma sólida de letras sobre un papel, la naturaleza fluida y errabunda del agua, que no se deja atrapar, ¿está traicionando al agua y el resultado es un trozo muerto y frío de materia, aunque puro en su apariencia?

            Las respuestas, si las hay, están incardinadas en la lectura del poemario, que devuelve al agua su fluidez después de haber quedado por un momento suspendida en el hielo de la página, un agua que nos sacude, como en esta imagen provocadora en la mejor tradición surrealista: “Hay un hilo de gusano. Un infinito hilo que sale de la boca del gobernador civil. Tiran de él hasta destejer al hombre” (p. 23); o que nos arrastra en su intensidad como el poema “Poder”: “El que huye tras las huellas en la nieve / lleva el sol en sus ojos / como un depósito de ceniza” (p. 32).

            Con este logrado libro, digno merecedor del Premio Nacional de Poesía “José Hierro”, Miguel Ángel Curiel demuestra una vez más que es el poeta esencial de nuestro tiempo que está todavía por descubrir del todo. Nadie como él se ha sumergido en aguas tan profundas y nos ha traído un poco de luz en forma de hielo, el futuro (¿o el pasado?) del agua, para regar-alumbrar estos pasos inciertos en la tierra, y nadie se ha acercado tanto a la pureza del decir, esquivando el expediente fácil del silencio o sus sucedáneos, porque sabe que “Todo lo que se le dice / a los muertos / siempre es poesía” (p. 61)

 

Miguel Ángel Curiel, Hacer hielo, San Sebastián de los Reyes, Universidad popular 2012. 68 pp. XXIII Premio Nacional de Poesía “José Hierro”.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ángel Luis Luján

Hacia un nuevo modelo de vida

25 de febrero de 2014 10:14:26 CET

       Han sido muchos los intelectuales que han intentado reflexionar con mayor o menor acierto durante los últimos años sobre el panorama actual de la Europa civilizada al filo de una crisis galopante que ni los más pesimistas sospechaban. Desde Petros Markaris hasta Antonio Muñoz Molina pasando por Alex Rovira o Leopoldo Abadía han intentado poner el dedo en la llaga de una situación casi inesperada y difícil de analizar.

     Una de las últimas aportaciones, y quizás la más original, ha sido la de la escritora y periodista leridana Joana Bonet. Con el libro Generación Paréntesis,  que subtitula como una  Radiografía de un tiempo cambiante,  ha logrado dar una vuelta de tuerca a las valoraciones de una década – la primera del siglo XXI – en la que los nacidos entre los años 60 y 70 del siglo pasado viven la madurez con la sensación agridulce del que comprueba que la felicidad soñada y anhelada se le escurre de los dedos y se manifiesta como algo efímero y volátil.

      Cual un caleidoscopio en tres dimensiones, Joana indaga la realidad desde tres perspectivas distintas y complementarias. Así lo afirma en un implícito epílogo: “Aunque los años corran y ya no entendamos la vida como un bodegón, estamos condenados a calcular la distancia que poner entre el mundo de fuera, el mundo de dentro y el mundo que sentimos” (p. 99). Son estos tres mundos los que le sirven a la autora de cañamazo desde el que se estructura este inteligente ensayo. La acertada alternancia de puntos de vista, el buceo en la realidad interior y los ecos de un mundo cada vez más convulso y complejo, convierten a este libro en una creación a medio camino entre la confesión personal, el análisis sociológico y la valoración filosófica.

           El punto de partida de toda reflexión suele ser la observación de la realidad, ese mundo contemplado desde fuera que nos sorprende día tras día con nuevas oscilaciones. Y en el caso de esta “Generación bisagra” – “Hemos vivido mejor que nuestros padres y que nuestros hijos” (p. 47) – la llegada de la crisis con su cortejo de miserias y actuaciones corruptas ha desencadenado la inquietud y el inconformismo. La autora deja bien clara desde el principio cómo ve la situación del ciudadano de a pie en estos primeros años del siglo XXI: “Una absurda e injusta adversidad se ceba sobre ese ciudadano universal, el individuo desamparado que no logra entender absolutamente nada” (p. 6) A partir de este diagnóstico inicial, Joana elige diversos marbetes que, cual un cruce de caminos, confluyen o divergen de una misma situación.

       Para transmitir al lector esta especie de crónica apasionada de la incertidumbre, la periodista catalana utiliza entradas similares a las de un diario y las acompaña de una breve cita de un intelectual, de un político o de un blog amigo. De este modo la reflexión avanza en círculos concéntricos y oscila entre la añoranza del pasado feliz, las preocupaciones actuales y la inquietud por el futuro. Se lamenta así de la progresiva pérdida de privacidad y de lo que denomina “pantallización de la cotidianidad”. Valora el amor como un sentimiento que nos exilia de la realidad y comprueba cómo ha cambiado el comportamiento de las mujeres respecto a la sexualidad. “Nunca en la historia se ha perseguido con tanta furia la felicidad” (p. 35), afirma Bonet intentando sacar a la luz la cara amable de una crisis que habrá que superar con nuevos retos como ese refugio sosegado en la lectura – “Leer es olvidar el tiempo, alcanzar un microclima” (p. 41) – o esa familiaridad con una presunta  normalidad. Eso sí, nada será igual en los próximos años: el estado del bienestar está temblando, desayunamos cada día con la economía en las portadas y sufrimos la espada de Damocles de una cifra de parados escalofriante. A pesar de la corrupción, a pesar del fracaso de los políticos, a pesar del lastre de la corrupción, Joana comparte una visión amable de la crisis e invoca el gen solidario al mismo tiempo que se lamenta de la falta de espíritu crítico y de curiosidad intelectual.

    A partir de esta situación de incertidumbre, la autora bucea en su interior e inicia una nueva andadura – “El mundo desde dentro” – que tiene sus raíces en los propios avatares cotidianos: la provisionalidad del trabajo, el cambio apresurado de domicilio y la búsqueda de la propia identidad. Así desfilan ante los ojos del lector los pequeños ámbitos que la acompañan: la casa como nido, rincón o reducto vital – “Somos las casas donde vivimos porque sus recuerdos no sólo proceden de sus paredes, sino de un lugar en el que pudimos soñar” (p. 75) – la cama, el sofá, el ascensor y todos esos pequeños objetos proustianos que han quedado plasmados por la literatura y conforman lo más íntimo de nuestra memoria vital: “La literatura nos devuelve a esos lugares de la memoria en un estallido sinestésico capaz de palpar un tiempo vivido” (p. 86). Pero la soledad y el sosiego del hogar tienen como contrapunto los vaivenes de las nuevas sociedades nómadas, el turismo televisivo, la invasión imparable de las redes sociales, el mundo virtual, el hechizo del deporte rey y esos tres grandes bloques sobre los que gira como un gozne la puerta del futuro: tecnológico, económico y bélico.

      Pero no basta ver el mundo desde dentro. Es esencial sentirlo, palparlo, saborearlo. Esto propone Joana en una tercera parte  - “El mundo que sentimos” – que tiene como denominador común esa nueva filosofía hedonista que nos ofrece la nueva imagen de la publicidad. Se trata de potenciar una nueva “orgía de los sentidos”: las motivaciones simbólicas de los perfumes que agudizan el olfato, la importancia de la música para el oído, el tacto que se recrea en lo cotidiano y el gusto que se sacraliza en las cartas de los restaurantes más selectos. Porque, según la autora, el ciudadano de a pie se encuentra inmerso en “el zoo de la moda” que presenta matices tan diversos como el cuidado excesivo de la imagen, la fiesta de los sentidos cual “carpe diem” renovado, la importancia del deporte para mantenerse más joven, la práctica del neorruralismo del fin de semana, la importancia de la artesanía y el movimiento slow, como una forma de desacelerar el tiempo.     

     Joana recapitula e incide de nuevo al final del ensayo en esa potenciación de la vida interior como medicina para superar esta época convulsa e incierta. Y, a modo de vaticinio, sugiere una salida de esta Generación paréntesis y propone el cambio metafórico de la Generación tapón de los jóvenes de hoy a la Generación globo. Una actitud ilusionante y una visión más halagüeña de la crisis. Eso sí, la obra se lee como una novela y deja abierta una rendija al humor, la complicidad y la empatía.

 

 

Joana Bonet, Generación Paréntesis. Radiografía de un tiempo cambiante, Barcelona, Planeta, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José María Ariño Colás

Historias de la intrahistoria

17 de febrero de 2014 08:46:52 CET

Tierra de nadie fue en el medievo y tierra de nadie fue por siglos. Soria quedó oculta a los viajeros del XIX que recorrieron España en busca de un pueblo pintoresco y un paisaje con carácter. El más meticuloso, el inglés Richard Ford, le dedicó a la provincia unas líneas desabridas en su Manual para viajeros por España y lectores en casa. «Ahora el viajero ha vuelto a entrar en las regiones desnudas de Castilla la Vieja y lo mejor que puede hacer es salir de nuevo de ellas lo más rápidamente posible». Y más adelante: «Es lugar aburrido y habitado por agricultores. Los alrededores son accidentados e inhóspitos [...] huraños y sin árboles [...] Lo cierto es que sobre esta provincia, que es muy poco visitada, se cierne como una pesadilla beocia de apatía e inactividad». Es una frase como un latigazo, y sorprende que no aparezca en las tres primeras ediciones originales del libro (al menos hasta donde he podido consultar: la segunda, de 1847 y la tercera, de 1855). Ford, al revisar su obra, dio en atender de nuevo tan desoladas tierras para volcar sobre ellas su feroz juicio. Qué míster se atrevería desde entonces a poner pie entre el Moncayo y el cañón del río Lobos, entre el Urbión y Medinaceli.

 

También había de quedar Soria a trasmano de los escritores del 98. Salvo la narración de un viaje a las tierras altas de Pío Baroja y alguna que otra pincelada de Unamuno o Azorín, sólo Eugenio Noel parece detenerse en ella. Machado es caso aparte: no fue viajero sino soriano. O ciudadano de Soria, que viene a ser lo mismo. Repuntó algo Soria en la literatura de la segunda mitad del siglo pasado, cuando España dejó de ser un escenario quijotesco para modernizarse gracias al Plan de Estabilización de 1959. Quienes quedaron perplejos por el cambio, reticentes a él o animados a explicarlo, volvieron a ella con un punto de nostalgia: Ridruejo, Ferrer Vidal o ese grandísimo escritor y viajero que fue Ramón Carnicer. De lado cabe dejar el reportaje menor que le hizo Josep Maria Espinàs y destacar, en cambio, la obra de Avelino Hernández, escritor delicado y soriano asimismo, de Valdegeña.

 

Soria, como ente literario, parecía abocada a la fatalidad del ruralismo, la vuelta y la revuelta al páramo, al hombre fundido con la tierra, a las leguas y leguas desiertas que se recorren a las veces sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo y amarillea el rastrojo, donde unos álamos de vida intensa y profunda anuncian al hombre: y quien dice el hombre dice un pueblo, tostado por el sol y curtido por el hielo. Unamuno vino a decirlo. Soria, una provincia sin apenas historia. Pero bajo su manto yace su intrahistoria, «la vida silenciosa de los millones de hombres sin historia que a todas horas del día y en todos los países del globo se levantan a una orden del sol y van a sus campos a proseguir la oscura labor cotidiana y eterna». Unamuno también, quién si no.

 

Hace falta ser fino en la observación y delicado en el trazo para novelar la intrahistoria de un rincón provinciano. Y algo más que talento para lograr una novela intensa y subyugante. Enrique Andrés Ruiz se aleja del costumbrismo como género. Las costumbres que aparezcan en las páginas de Los montes antiguos, los collados eternos no son sino mecanismos que rigen las leyes internas de la novela, a su vez las leyes internas del devenir intrahistórico de sus personajes. Torrente Ballester apuntó la gran lección de Cervantes: «legar un modo de trasladar al arte literario el material empírico, que no consiste tanto en reproducirlo como en transfigurarlo». Y la transfiguración de esa «pesadilla beocia de apatía e inactividad» en material novelesco, en una urdimbre poderosa de hombres, paisajes y pasiones, la consigue Enrique Andrés Ruiz convirtiendo su texto narrativo en una sinfonía. La obertura: una descripción taxonómica de un pedazo de tierra y sus alrededores más próximos. Una cadencia lenta y exquisita; piedras, plantas, montes, aperos. Subyuga el léxico, rico mas desnudo de arcaísmos. Nos es próximo. Subyuga también el tempo. Cuando ya nos preguntamos dónde está el hombre, aparece de improviso. Un hombre, unos hombres, y sus vidas, pasiones, ilusiones y desengaños. Como el borbotar fresco y sabroso de una fuente. Y en los papeles de Ramón Mateo, que viene a ser el protagonista de esta novela, veremos sus andanzas en el frente de Guadalajara, en Jaca o en el Madrid de la posguerra; y mucho de esa Soria y sus gentes, de esos montes antiguos y esos collados eternos.

 

Por fortuna, esta novela no se adhiere al credo de la novela regionalista. No hay menosprecio de corte ni alabanza de aldea, que lleva implícita la denuncia a la desnaturalización que produce lo extraño, lo extranjero. No hay aquí «hechos diferenciales» que blandir como estandarte. Hay paisaje, pero no paisajismo; y hay hombres y no paisanaje. El paisaje aquí no es más que el vehículo que lleva al narrador a internarse por las historias del sujeto intrahistórico en un trenzado bien tramado de pasado, presente y futuro. Trascendencia, al fin.

 

Hablaba Sánchez Mazas de la ausencia de vida microscópica en las aguas tumultuosas y de su abundancia en las aguas quietas de una charca. Algo de esto hay en Los montes antiguos, los collados eternos. Con la observación detenida de la vida en unos pueblos aparentemente quietos y calmos, Enrique Andrés Ruiz puede describir con genio ese bullicio microscópico y soterrado. Lo hace con capítulos cortos en los que asoma mucho «el decir sabroso y novelero» de aquel cronista francés que aparece en uno de los Viajes imaginarios y reales de Cunqueiro. Es decir: asoma el mismo Cunqueiro. Pero lo hace con voz propia, la voz de un gran poeta. Porque Enrique Andrés Ruiz lo es (toda su obra anterior es poética) y no hay nada que enriquezca más una gran novela como es ésta que un pellizco de lirismo.  

 

 

Enrique Andrés Ruiz. Los montes antiguos, los collados eternos. Madrid, Encuentro, 2011.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Sergio Campos Cacho

Nuevo bestiario

7 de febrero de 2014 10:15:24 CET

                        El escritor Carlos Fuentes llegó a afirmar, en alguna ocasión, que los narradores jóvenes mexicanos eran más libres porque ya no tenían la obligación de darle voz a los sin voz, y al hilo de esas declaraciones, aquellos se preguntaban si se puede ser libre en una sociedad teatralizada, ciega por el consumo, superpoblada y descreída. Bien es verdad que, consecuentes estos, han asumido su cuota de cinismo con que se ven obligados a vivir, y sostienen como la literatura mexicana se ha vuelto básicamente procaz con cuanto está ocurriendo durante las últimas décadas en el país. Tan es así que la generación de Guadalupe Nettel (Ciudad de México, 1973), creció en mitad de un ambiente caracterizado por la dominación mediática y la violencia simbólica, aspectos que rompen las barreras sociales, económicas y familiares, y hoy hastiados cuestionan su lugar en este mundo por verse obligados a existir al margen de las expectativas de la era global. Retratan la debilidad humana en sus planteamientos literarios, y el deseo de convertirse en otro, sin dejar de ser ellos mismos. Los autores, con quienes se asocia el nombre de Nettel, nacen en un estrecho margen de tiempo no superior a diez años, su narrativa ofrece planteamientos similares y una visión desde los márgenes; críticos disparan a quemarropa sobre la sociedad corrompida, rompen con las barreras establecidas por alienantes. El mayor, Julián Herbert (Acapulco, México, 1971), una voz narrativa intensa, dibuja las relaciones familiares y toda destrucción posible en torno a ellas. Canción de tumba (2011), es la historia de su madre, una mujer que trabajó como prostituta desde la infancia de Julián hasta su adolescencia, aunque cuando enferma de leucemia él la cuidará y establece así una relación amor-odio; César Silva (Ciudad Juárez, México, 1974), cuenta en Una isla sin mar (2009), como la cómoda existencia de Martín en Ciudad Juárez se ve súbitamente sacudida: su novia lo ha dejado, su exitosa carrera atraviesa un mal momento y, además, sufre unos sueños recurrentes y extraños; en ellos, Martín visita su antigua casa paterna, donde un viejo de barba blanca le urge a huir de Juárez;  Daniel Espartaco (Chihuahua, México, 1977), publicaba, Autos usados  (2012), la historia de una generación que vivió la adolescencia en el norte de México durante los noventa, los años felices de la economía, el comienzo del ascenso de la cultura del narcotráfico; una alegoría sobre el mal, no el metafísico, sino el que tiene causa y efecto, y aguarda su momento bajo la superficie de las cosas; y la más joven, Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), Los ingrávidos (Sexto Piso, 2011), una novela sobre existencias fantasmales; y una evocación, a la vez melancólica y llena de humor, sobre la imposibilidad del encuentro amoroso, y el carácter irrevocable de la perdida.

                        La narrativa de Guadalupe Nettel se ha caracterizado hasta el momento por su curiosa visión de nuestro mundo, actitud que la mexicana divide entre lo esencialmente cotidiano y lo extraño. Ocurría en su primera novela, El huésped (2006), donde se describe un largo adiós a la percepción de la vista y un, no menos curioso, encuentro con el universo de los ciegos, aunque, por otro lado, ofrece la cara subterránea de la ciudad de México, y los personajes, incluida la gran urbe, se desdoblan en una confusión de reflejos, para moverse entre lo superficial y lo profundo, sin que los lectores nunca sepamos el territorio que realmente pisamos. Son personas que no encuentran un lugar posible y se organizan en grupos paralelos que imponen sus propios valores; y algo semejante ocurre en El cuerpo en que nací  (2011), su última novela, en la que Nettel traza una crónica sobre arrebatados momentos de nuestra historia más reciente, recurriendo a la figura de una psicoanalista, neutra e invisible, como si de un escudo protector ante semejante desnudo interior se tratara. Aquí no cuentan el pudor ni el sentimentalismo, sino un descarnado rosario de recuerdos que se encadenan, dibujando una infancia y una adolescencia peculiares y, a través de ellas, el retrato de toda una generación.

                        Los cinco relatos de El matrimonio de los peces rojos (2013), que ha obtenido el Premio Internacional Narrativa Breve Ribera de Duero, cuenta los extraños y singulares vínculos que una abogada, un profesor de biología, una estudiante de doctorado, una violinista y un autor de teatro establecen con los animales de compañía, y que de alguna manera influyen en las relaciones de pareja, o en los no menos complicados lazos de familia. Peces, cucarachas, gatos, hongos y serpientes coprotagonizan unas historias en las que algunos humanos ven desorientada su existencia por el extraño influjo de estos huéspedes. En el primer relato, más extenso, y que da título al conjunto, una abogada que tiene una pareja de peces rojos observa como su propia vida cambia a raíz de su embarazo y alumbramiento de su hija, influye en su posterior separación y, finalmente, en la pérdida de su trabajo; aunque, lo más curioso del cuento es la mimetización que la protagonista establece con la vida de sus peces, sobre todo con la hembra para intentar solucionar sus problemas de pareja. Nettel escribe historias paralelas que se mueven entre la agresividad animal y la soledad humana, o la coexistencia con insectos, concretamente cucarachas, como ocurre en la firme y extraña decisión de un biólogo, cuantifica las relaciones oscilantes con los gatos de una joven doctoranda, o no deja de sorprendernos con el hongo que una mujer madura se empeña en mimar para sustituir un olvidado afecto de otro tiempo; en realidad, un previsible adulterio; y no menos curiosa, en el último relato, la relación que establece el protagonista con una serpiente para descubrir su identidad familiar y la deuda que debe pagar a través de su hijo, un narrador testigo que observa como el padre se reencuentra con las emociones de una lejana juventud.

                        El paralelismo humano y animal que esgrime la mexicana ofrece las suficientes dudas al lector para continuar con la lectura y el resultado remite tanto a un devenir psicoanalítico como a ciertos aires cortazarianos de algunos significativos relatos del argentino. La tensión producida por la irrupción de lo anómalo en la vida cotidiana y las consiguientes reacciones de los personajes, sustentan a todos y cada uno de los cuentos de El matrimonio de los peces rojos. Nettel se mueve con soltura en el género, dosifica dramatismo, derrocha humor e ironía, y nos muestra con bastante perspicacia la conducta humana, y ahonda sobre todo en las obsesiones de sus personajes, sin necesidad de ir mucho más allá, porque quizá la narradora mexicana no se haya planteado justificar el por qué de algunas de las actuaciones de los protagonistas de sus historias.

 

Guadalupe Nettel, El matrimonio de los peces rojos, III Premio Internacional Narrativa Breve Ribera del Duero, Madrid, Páginas de Espuma, 2013.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro M. Domene

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