Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 521 a 525 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Cocaína

23 de octubre de 2013 09:54:15 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Hacemos el amor tan cerca de la cocina,

es tan pequeño este piso,

que llega el olor de las tuberías como un olor de santidad

pegajoso y sucio,

sintético y torcido,

demasiado calor,

por todo tu cuerpo con tatuajes y escamas.

 

Luz de la ciudad, eres blanca como el sol.

 

Conozco gente de cincuenta y cinco años

que ocupa puestos importantes bajo las luces de la ciudad,

que hablan un español inmaculado,

que tienen el poder y la dicha social,

pero que no hacen el amor como tú y yo lo hacemos,

-si es que es amor y no mentira-,

con esos gritos arrancados

-si es que son gritos y no ficciones-

a la piel, a la lengua, al ácido

de las enigmáticas baldosas del suelo,

que apenas aman así, a la manera nuestra,

-rabia y poco futuro, ira y poca compasión-

y yo no entiendo que la vida sea otra cosa

que las blancas cabelleras

de tu carne hipócrita y regiamente desnuda

como si sonasen los himnos nacionales de Francia y Alemania,

de Rusia y España, de Suecia y Finlandia,

no en mitad de una Olimpiada,

sino en mitad de los extrarradios industriales.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

A veces no nos dormimos en la madrugada y pensamos en Marte

y pensamos en las cenizas de los crematorios ascendiendo,

-cuerpos carbonizados, gente que nació para decorar el cielo-,

buscando su tumba en el aire contaminado,

-el aire pleno de cenizas humanas que vienen de la tierra,

culos y lenguas, fémures y sacros, hígados y simiente-,

siete horas seguidas mirando el plafón dorado allá en el techo

de un dormitorio traspasado por ruidos

de coches viejos y lejanos,

de puertas de vecinos que se abren;

y miramos una ventana,

presintiendo a través de las rendijas

la fuerza de las grúas que crean la vida y la historia.

 

Luz de la ciudad, te bebo desnudo.

 

Cuando tenga setenta años y ya no pueda,

ábreme en canal,

y tira mi corazón a los perros.

Y tú come con ellos,

pelea con ellos para que te dejen morder,

muérdelo como tú sabes,

perra,

mi corazón.

 

Te quiero.

 

Te quiero tanto.

 

Te quiero,

como los dinosaurios quieren la luz de las estrellas para beberla de noche,

como los leones en África devoran cebras con los riñones plenos de basura,

como los blancos comen negros con el corazón pleno de ilusiones blancas.

 

Luz de la ciudad, eres mi novia, mi espejo y mi alegría.

 

Me paso las noches gritando.

Contra la oscuridad, contra la luna,

gritando.

Desnúdate, perra,

gritos en mitad de la madrugada,

en mitad de las escaleras de los pisos baratísimos:

exaltación, demasiada exaltación.

 

Todo está blanco.

 

Desnúdate, perro. ¿Tiemblas? ¿Te asusto?

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad, que también ilumina

a los perros,

a los negros,

a los niños,

a los santos,

a los resucitados,

a los ancianos,

a los pobres,

a los asesinos,

y a las mujeres,

a las iniluminables mujeres.

 

Luz de la ciudad, te bebemos de noche.

 

Luz de la ciudad sobre tu cabello de ceniza Sulamita.

 

Tengo muchas ganas esta noche.

Te mataré. Te lo daré. Te daré eso.

Nos casaremos. Te lo daré, lo juro.

 

Te quiero.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

        

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Llama en los sentidos

22 de octubre de 2013 08:41:43 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Quisiera retener dentro de mí,

en la sangre nupcial, acanalada

que me nutre y refuerza mi destino

la persistente luz que me da fuerzas,

esa luz perseguida sin descanso

durante los inacabables meses

del invierno septentrional, que sólo

para ser nube huidiza se oscurece

como si se enlutara la conciencia,

la luz avecindada en la memoria

con la embriaguez que un cuerpo

acostado en la arena, desvalido

en su pureza, causa en quien lo mira.

 

A lo lejos, la masa forestal

abraza las brillantes dunas. Pájaros

traviesos en el aire cabriolean

mientras olas de un mar

liso como la palma

de la mano dibujan en la mente

la frontera entre quien ahora soy

y aquel que todavía no te amaba.

 

Como un guante de terciopelo el sol

acaricia el fragmento de tu piel

expuesta. Está el día en su más

colmada lumbre y yo me adentro,

olvidado de mí, deshilachándome

como un cirio, en su incandescente llama

mientras bebo esas gotas de sudor

que brotan en un descuidado pliegue

cuya forma obedece al envés de tu sombra.

 

 

                                                                                 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Alcorta

Llegar cuando las luces se apagan

22 de octubre de 2013 08:34:54 CEST

 

Europa estaba en  llamas.  Nací en 1943, lejos del frente, en las  orillas de un río de cartas: “Querido, querida... padre, madre, hijo mío, hija de mi alma, amada... ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Nos permitirá la vida volver a encontrarnos?”... En los pueblos de Europa, se oían las sirenas de alarma, rápidas y entrecortadas.  Cada fábrica tenía la suya. Se escuchaba el ruido de los aviones y se apagaban las luces. Luego, cartas, siempre el río de las cartas: “querido, querida, padre, madre, amada, hijo mío, hija de mi alma.”... y alguna que nunca llegaba.

Soy biznieto de un músico, nieto de un editor e impresor, hijo de un catedrático, descendiente de generaciones de viejos europeos que –en una época de fanatismo y violencia- vieron reducidos a escombros el esfuerzo material y moral de sus vidas. Vine al mundo en un siglo terrible –el novecento- que industrializó el asesinato en serie, creando incluso cadenas de montaje de la muerte. Nací  en medio de un bombardeo, cuando “las luces se apagan”.

Sé que, una noche, mis padres -a la hora en que escuchaban las noticias de la  BBC-  se levantaron emocionados, mirándose a los ojos, apagaron la radio, pusieron un disco en el gramófono, me cogieron en brazos y comenzaron a bailar un vals... Todavía ese momento tiene en mi memoria una luz de vísperas y, cuando pienso en él, me invade una emoción profunda. Hasta, que ya de mayor, comprendí que aquel recuerdo alegre de mi niñez tenía un significado muy concreto en el calendario de los adultos: era la fecha en que había acabado la Segunda Guerra Mundial.

Evoqué este momento en El Esnobismo de las golondrinas: “Barcelona me dio la vida, porque soy un superviviente de las viejas familias de Europa. Por una casualidad pude nacer en este rincón del Mediterráneo donde me dejaron vivir y mi infancia tiene esa luz de patio”...

Una familia de músicos

Mi bisabuelo, Gustav Wiesenthal, nació en Alsleben, a orillas del Saale, el 14 de febrero de 1835. Esta comarca había sido feudo de los príncipes de Anhalt.

El padre de Gustav era cirujano, pero también había estudiado música, por seguir una tradición que, en mi familia paterna, se remontaba a varias generaciones. Inventó un mecanismo para el pedal de los órganos que estaba inspirado en una prótesis que colocaba a sus pacientes, cuando tenían problemas en las articulaciones. Vivió en la corte de Anhalt, como sus antepasados y, aunque no fue nunca banquero ni acaudalado, podría considerarse un Hofjude; es decir, uno de aquellos judíos alemanes que habían hecho carrera al servicio de los príncipes europeos, como consejeros o ministros.

Alsleben era, entonces, una pequeña población protestante de algunos miles de habitantes que vivían, principalmente, de la construcción de barcos y del comercio de azúcar y malta. Además del comercio fluvial, algunos molinos de agua daban trabajo a la población.

Hoy, este pueblo de Sajonia, es un lugar melancólico, empobrecido por los años de comunismo que siguieron a la última guerra mundial. Alguna vez me he detenido a beber vino en una taberna y entro a rezar en la iglesia o paseo por las orillas del río, donde los árboles centenarios, las barcazas dormidas y los astilleros en ruina son lo único que queda de tiempos antiguos. Pero siento todavía emoción al pisar sus callejas empedradas, al contemplar la fachada del Rathaus o cuando me cruzo con algún campesino que viene al mercado con su carro lleno de manzanas, tirado por un pesado caballo.

En el siglo XVII se construyeron en los alrededores de Alsleben, monumentales castillos como el Bernburg Schloss, residencia de los príncipes de Anhalt y donde mis antepasados fueron maestros de capilla.

Las cortes de Anhalt no eran  muy poderosas, pero tuvieron mucha historia, porque vivían en una encrucijada estratégica del corazón de Europa. Una hija de un duque de Zerbst, llamada Sophie-Friederike-Augusta, fue emperatriz de Rusia con el nombre de Catalina la Grande; aunque no se caracterizó nunca por su amor a la música. Pero otros duques, como Leopold de Anhalt-Cöthen, se habían distinguido por su espíritu ilustrado, defendiendo el bienestar de sus súbditos y la libertad de conciencia. Y el cargo de maestro de capilla era una labor honrosa para un músico, porque  el propio Juan Sebastian Bach había desempeñado este cargo en uno de estos castillos.

El trabajo de los músicos de la corte era bastante rutinario. Una legión de damas de honor, gentilhombres, chambelanes, monteros mayores, intendentes de capilla, músicos, preceptores, maestros de danza, lacayos y gobernantas rodeaban a los príncipes. Y la música no era una actividad muy lucrativa, pero estaba bien considerada porque los músicos de Sajonia se habían agrupado ya desde 1653 en un “Colegio de Instrumentistas”, lo que les diferenciaba de muchos pobres ministriles (Kunstpfeifer) que llevaban una vida casi vagabunda, tocando la cornamusa y la lira en las fiestas. Por eso mis antepasados pudieron fundar una familia estable, educar a sus hijos y convertirlos en honestos maestros de música, enseñándoles además la técnica de la construcción de violines y órganos.

Cuando me asomo a las ventanas del castillo de Bernburg y contemplo las aguas plateadas del Saale, me emociono todavía pensando cuántos sueños dejaron en este castillo los músicos de mi familia.

De generación en generación, mis antepasados mantuvieron su tradición musical, hasta los años del siglo XIX en que nació mi bisabuelo Gustav. Naturalmente su padre decidió que se dedicaría a la música, actividad en la que también se habían distinguido los Mendelssohn, emparentados con  la familia.

¡Salve!, por algo se empieza

Aunque llegué cuando se apagaban las luces, la suerte no me hizo nacer entre ruinas. Nací en Barcelona, en una bella casa modernista de la Gran Vía 658.  Mi padre la había elegido porque estaba muy cerca de la Escuela de Comercio, institución de la que era entonces Director. Verdadero coleccionista de títulos académicos, había ganado su primera cátedra en 1916, ejerciendo luego el profesorado en la Escuela de Comercio de Las Palmas, en el Instituto Columela de Cádiz, en Berlín (donde vivió becado por la Institución Libre de Ensañanza), en Barcelona, en la Facultad de Medicina de Cádiz y en la Escuela Diplomática de Madrid.

Mi padre era madrileño, ya que fue en la capital de España donde se instaló mi abuelo cuando vino de Hamburgo en 1886. Pero sentía una devoción especial por Barcelona, donde encontraba un ambiente cultural de su agrado, muy abierto entonces a las influencias europeas y, también, independiente e industrioso como el de las viejas ciudades hanseáticas del Norte de Alemania donde habían vivido nuestros antepasados. Por eso, en 1942, recién casado con mi madre, se trasladó a Barcelona.

La casa donde nací tiene una alegre fachada con azulejos y barrocas labores de forja, que me recuerda el estilo de algunos palacetes sevillanos, quizás porque las dos ciudades compartieron los elementos decorativos mediterráneos que estaban de moda en los años de la Exposición Universal de 1929. Todavía conserva en el zaguán algunos muebles originales, además de los vidrios emplomados de las ventanas y de una bella escalera en la que destaca un trovador que sostiene en la mano una bandera con la inscripción Salve.

Cuando visité por primera vez la casa de Goethe en Weimar y vi escrita, en el umbral de la puerta, la palabra Salve, me sentí un elegido; vecino de los dioses del Olimpo. Más o menos, como aquel advenedizo que presumía de sus relaciones con el Rey.

- Tenemos el mismo peluquero -explicó a unos amigos.

J´aime Wiesenthal… Et mois aussi, Madame

Me bautizaron en la Colegiata de Santa Anna, en el corazón de la Barcelona antigua. Y me dieron los nombres de Mauricio, por mi abuelo paterno, Daniel, por mi abuelo materno, y Jaime, porque alguno de los invitados pensó que  haría honor a este nombre medieval: Jaume de Valldeprat (esto significa Wiesenthal), trobador reial, mestre de fin´amor, cavaller de la Sainte Chandelle... Si uno pudiese escribir su biografía en una lápida, esta sería mi lauda. 

He utilizado alguna vez este nombre, Jaime, porque me parece romántico; sobre todo, desde que un día me hicieron una entrevista en Francia y la locutora, cometiendo  un delicioso despiste, me llamó “J´aime Wiesenthal”... (Et moi, je vous aime aussi, Madame, respondí  para ser cortés)

El primitivo Monasterio de Santa Ana fue edificado en la Edad Media por los caballeros de la Orden del Santo Sepulcro. Es una lástima que, en los incendios de la guerra civil, perdiese muchos de sus retablos y altares, aunque conserva todavía su bellísimo claustro, con dos pisos de arcadas.

Voy a menudo a esta romántica iglesia donde nací al milagro de la esperanza y del amor. No sé si los misterios de fe admiten una explicación racional; pero, cuando me acerco a la vieja pila bautismal, experimento todavía una sensación de salud y de frescor. Me gusta pasear por el claustro, contemplando sus fustes elegantes que reciben una luz mística a través de la fronda de naranjos y palmeras. A finales de primavera, las magnolias de hojas verdes y brillantes, abren sus grandes flores blancas. Es la época ideal para escuchar el canto de la fuente que deja caer sus lágrimas cansinas sobre el viejo pozo medieval de piedra. Alguna vez me contaron que mi romántica y piadosa bisabuela Amalia von Halle era capaz de identificar el sonido del órgano en cada iglesia de Hamburgo. Me gusta tanto el sonido de las fuentes que, con los años, me fui acostumbrando a distinguir las que tienen la lágrima sentimental y romántica, de los surtidores rientes y alegres; al igual que hay fuentes piadosas que murmuran rosarios lentos, o algunas que zumban como abejas en el calor de la siesta y otras que cantan en el silencio de la madrugada, como las esclavas de Las mil y una noches.

El tango celos

En la galería de mi  casa, en el Ensanche de Barcelona, se oía el tango Celos. No sé por qué ese tango tiene una presencia recurrente y misteriosa en mi vida. Me acompaña desde mi infancia, como una de las canciones que recuerdo de la cuna. Mis amigos no saben tampoco cómo explicar este fenómeno. Pero basta que yo entre en el salón de un barco o que me acerque al piano de un hotel para que comience a sonar el tango Celos. Me ha acompañado mil veces en mis travesías del Atlántico, en el Queen Elizabeth, en el Galileo Galilei, en el Costa Classica, en el Brilliance of the Seas... Me trae el recuerdo del Hotel Bristol de Salzburg, donde lo interpretaba Bobby, el pianista. Lo he oído mientras escribía -melancólico y solitario- en el Café Tortoni de Buenos Aires. Y me ha seguido en el Park Oteli de Estambul, en el Quisisana de Capri, en los cafés de Venecia, en las pensiones de mi época de estudiante o en los garitos del puerto de Argel. Sonaba en los años cuarenta en los patios abiertos, en mi casa de la Gran Vía de Barcelona. Quizá lo bailaban mis padres cuando se abrazaban en casa y se dejaban llevar por la alegría y la pasión de los primeros años de casados. Se oía en las radios de la posguerra, en los viejos gramófonos de la Voz de su Amo, en los bailes de las verbenas y en las habitaciones de las criadas, que olían a manzanas de pueblo y a carmín de labios.

Más tarde en Cádiz, donde pasé mi adolescencia, se vivía mucho al ritmo de América. Delante de mi casa gaditana había muerto en 1845 el primer presidente argentino,  Bernardino Ribadavia. Unas calles más allá había nacido, en 1732, José Celestino Mutis, el gran botánico que descubrió la quina.  No se podía vivir en Cádiz sin sentirse en América.

El tango Celos sonaba también en los cafés del puerto, donde los jóvenes que emigraban a  Argentina, en busca de fortuna, se despedían de sus madres o de sus novias. Y el tango Celos  se oía en las ventanas abiertas, en las noches cálidas, en el último adiós de las orquestas de los barcos que se llevaban a tantos europeos –españoles, judíos alemanes, italianos- hacia la incógnita del futuro en el Nuevo Mundo.

Mi  madre, un bazar  y una perla gris

En el barrio barcelonés donde nací había muchos almacenes de tela, algunos tan espectaculares como el magnífico taller de la familia Calvet, diseñado por Gaudí, que luego se convirtió en restaurante. Esta inmensa nave, recubierta de azulejos, conserva sus oficinas, compartimentadas por mamparas modernistas de madera y cristal. Y todavía sobreviven en los alrededores de mi casa algunos depósitos de venta al por mayor, donde se apilan piezas de tela de mil calidades y colores.

Quizás este entorno explica mi gusto por las telas, ya que siento un placer casi morboso al desplegarlas, al observar la caída natural de una corbata, al pasar mis dedos por las texturas de los diferentes tejidos y al contemplar sus colores. Más tarde fui reprimiendo este gusto, porque nací en una época triste en la que los muchachos no podíamos mostrar afición por las telas y las fruslerías sin levantar sospechas de ambigüedad. Lamento que entonces me importase. Ahora ya he aprendido que es mejor contarse entre los perseguidos que formar parte de los perseguidores.

Mi madre tenía la costumbre de llevarme de compras con ella. Recuerdo un establecimiento que se llamaba Santa Eulalia, donde nos atendía un dependiente que manejaba las piezas de tela con una habilidad extraordinaria, desplegándolas y plegándolas para resaltar las texturas, mostrando los colores a la luz del sol para observar mejor los reflejos y matices, acariciando el tejido para sentir su cuerpo, su volumen y su calidad. Era un poco amanerado en sus gestos y, a veces, lanzaba al aire las telas, como los toreros cuando manejan su capote. Pero mi madre, cómodamente sentada -porque entonces los dependientes ofrecían asiento a sus clientes- se hacía mostrar diferentes tejidos: estampados, sedas, tafetanes, rasos, terciopelos... hasta elegir el que le parecía más adecuado. Y yo disfrutaba contemplando aquel espectáculo, mucho más que si me hubiesen llevado a un museo.

Yo era todavía muy pequeño; pero uno aprende a conocer un aspecto diferente de las mujeres cuando las acompaña a comprar. Sólo entonces se vuelven como son: brillantes, intuitivas, caprichosas, imprevisibles. Y si mi madre parecía más bien distante y fría, debo decir que, en el primer sueño de mi infancia, la veo comprándose una perla gris en un bazar oriental.

A orillas del Deva

El bellísimo río Deva fluye entre Asturias y Cantabria, las dos regiones del Norte de España donde vivían mis dos ramas familiares maternas. A veces he recorrido este río, siempre con ánimo romántico, pensando que los ríos unen los pueblos, las tierras e, incluso, las vidas humanas; de la misma forma que este Deva fue, para mis antepasados, una  “avenida nupcial”.

Las familias de cristianos viejos de Asturias y de Santander tienen a gala conocer todos los nombres de su saga. Mis antepasados maternos provenían de estas familias de humildes campesinos y pequeños ganaderos. Por eso nuestra madre y nuestras tías repetían de memoria una retahíla de apellidos (Escandón, Alles, Merodio, Bada, Lamadrid) que me parecieron siempre muy divertidos.

Un día dibujé un caballero cruzado con un escudo de plata en el que aparecía una hormiga en oro. Pero mi abuela me hizo cambiar el animal heráldico por el águila coronada en oro que trae el escudo de los Bada. Y luego me hizo dibujar el de los Merodio, con un león rampante que yo creo que me salió “reptante”, porque me costaba mucho pintarlo. Pero lo peor era cuando me hacía dibujar el escudo de los Conde con sus cabezas de dragones. Le gustaba que me aprendiese los nombres de mis antepasados y disfrutaba mucho cuando le hacíamos preguntas sobre estos temas:

- ¿Quién era aquel marqués que llevaba en el escudo el mote “Mis obras, no mis abuelos, me habrán de  llevar al cielo”?

- Este es el lema de los Cossío. Pero a mí me gusta más el de los Rada “Si más quisiera más subiera”

- O sea, descendientes de don Pedro de Cossio y Mier

- Hijo, no se llamaba don Pedro, sino don Agapito Alejandro (no sé por qué nuestros antepasados tenían siempre nombres griegos, como si hubiesen nacido en Candia) Y era Maestre de Campo de los Reales Ejércitos.

Yo aparentaba estar muy interesado.

- ¿Y por él le pusieron Agapito a tu hermano, abuela? No, hijo, no: tienes que aprenderte mejor la historia de nuestra familia. Mi hermano se llama así, por otro antepasado más antiguo, que fue obispo y se murió de un cólico, diciendo Misa; porque le gustaban mucho los melones y, el pobre, comió demasiados en la sacristía, rociándolos con vino de consagrar.  

Estaban orgullosos de ser descendientes de la dinastía Mier; al parecer, noble y respetable entre las de aquella región de Peñamellera Baja. Y me hizo aprender el lema de la familia, escrito en letras de sable sobre plata: “Adelante el de Mier por más valer”. Aunque uno de mis tíos abuelos, que fue magistrado en México, tuvo que soportar pesadas bromas cuando sus enemigos escribieron en la fachada de su palacio “La gloria que Mier tiene, es la gloria que Mier da.”

Se ve que ésta afrenta motivó tanto a la familia, que uno de sus descendientes se distinguió luchando en favor de la independencia de México, derrotando en Puebla con un puñado de hombres a un numeroso ejército español; o, al menos, así me lo contaron cuando me enseñaron el monumento que tiene en Ciudad de México. Pero me complace pensar que algunos de mis antepasados españoles se adelantaran a Lord Byron o Che Guevara en la lucha contra el colonialismo.

Mi abuela estaba también orgullosa de su origen hidalgo, porque estos naturales de la Liébana, en la antigua Merindad de las Asturias de Santillana,  tienen a gala haber mantenido sus linajes; aunque haya sido a costa de casarse frecuentemente entre ellos. Fueron siempre un feudo de realengo y no tuvieron más señor que el Rey, tradición que nuestra abuela relataba como quien posee un ducado.

- Marqués o duque puede hacer el rey a quien quiera –le oí decir más tarde a un pariente- pero hidalgo se es por nacimiento.

A mí estas cosas me sonaban muy raras, porque me parecían racistas, como si la sangre sirviese para algo más que hacer morcillas. Pero mi abuela estaba orgullosa de ser descendiente de una antigua familia que había dado algunos personajes en la historia de España, como un arquitecto que colaboró en la construcción de las catedrales de Málaga y Granada, además de un administrador de Fernando VII que fue pintado por Goya.

La conocí con el pelo totalmente blanco, recogido en un moño. Tenía unas manos finas y blancas, que a mí me gustaba besarle, y era bastante alta para una mujer de la época, con un aspecto interesante y noble. Era muy guapa -incluso ya en edad bien avanzada-  y yo disfrutaba observándola cuando leía o hacía solitarios, admirando el elegante movimiento de sus dedos al pasar las hojas o al deslizarse sobre sobre los naipes satinados.

La veo rodeada de flores; porque volvía a casa siempre con un ramo y llenaba las habitaciones de azucenas o rosas, claveles o lo que encontraba en el mercado. Pero también hacía muy buenos pasteles y confituras. Se despertaba muy temprano y, cuando siendo muy niño me despertaba con la primera luz, me iba a su dormitorio, entreabría la puerta con cuidado para no hacer ruido, me acercaba a su inmensa cama de caoba y saltaba sobre su blando colchón de plumas, porque me sonreía y me acariciaba, hasta que volvía a quedarme dormido.

Cuando estaba en Cantabria, como tenía algunas tierras y cabezas de ganado, hacía también mantequilla y quesos. La mantequilla que nos enviaba a casa, venía en forma de rulos, envuelta en hojas, y tenía un sabor cremoso y avellanado que nunca he encontrado en las marcas industriales.

Mi niania Lisa

Los rusos llaman niania a la nodriza. Y mi tante Lola –siempre fiel a sus recuerdos de Rusia- me acostumbró a llamar niania a la muchacha que se ocupaba de mí. A Lisa, mi niania, le gustaba mucho enseñarme las costumbres de Cataluña, porque quería convertirme en un buen catalán.  Y en Corpus me llevaba a la Catedral para que viese las ocas del claustro y  l´ou com balla (el huevo que baila).  Me fascinaba ver cómo un huevo, colocado en lo alto de un surtidor, saltaba sobre las aguas.

Un Domingo de Ramos, Lisa me regaló un palmón para que cumpliese otro ritual de todos los niños catalanes. Me compraron caramelos y pequeños juguetes para que lo adornara. Muy ilusionada, Lisa me llevó a la catedral para que golpease el suelo con mi enorme palmón y gritase con los otros niños: Obriu, obriu que volem entrar¡

Otro día de la Semana Santa me llevó a los Oficios de Tinieblas, que era la ceremonia más larga, fúnebre y aburrida que imaginarse pueda. En esos días pascuales, las familias más piadosas evitaban toda manifestación de alegría. Cesaban las representaciones de teatro y de cine, al que igual que otros espectáculos. Ni áun se respetaba la espléndida fuerza expresiva de la imaginería del barroco español, ya que los altares aparecían cubiertos de crespones y velos morados. Desde el Jueves Santo no se oía ya el clamoreo alegre de las campanas; silencio que me producía una sensación de tristeza y de vacío. Es justo decir que,  en algunos templos, se cantaban responsorios y motetes muy bellos. Pero el vivo toque de las campanas se sustituía por el seco sonido de las matracas, que también llaman en Cataluña brajoles o tenebres. Y, durante los oficios, hacían sonar estas carracas de madera que producían un horrible estridor y alboroto en la iglesia. Nunca he comprendido bien esta forma de expresar el dolor y  prefiero las campanillas y los cascabeles dulcísimos de la Misa de Resurrección en la Pascua Rusa. Pero el caso es que Felisa me dio una carraca para que yo participase en el escándalo de las Tinieblas, como hacían todos los niños. A esto lo llamaban matar jueus (matar judíos) utilizando una sádica expresión que, desde la Edad Media, se había mantenido en la tradición inquisitorial más antisemita. La ceremonia se prolongó más de la cuenta y llegamos a casa tarde.

Nuestro padre, que era muy inflexible en cuestiones de puntualidad, nos esperaba en la puerta, inquieto, con el sombrero y los guantes en la mano, dispuesto a salir a buscarnos.

-¿Qué ha ocurrido, Lisa? –preguntó, muy serio, cuando nos vio llegar

- Perdón señor -dijo ella, muy compungida-. Venimos de los Oficios.

Y entonces, intentando disculpar a la pobre mujer,  intervine yo con la mayor ingenuidad  y a destiempo.

- ¡Papá,  la niana me ha llevado a matar jueus!

Un recuerdo de infancia

Mi padre se casó con más de cincuenta años –mi madre era alumna suya- y pertenecía, por lo tanto, a una generación anterior a la que, normalmente, me habría correspondido. Casi todos los padres de mis amigos habían nacido en las dos primeras décadas del siglo XX y vivieron su juventud en los años del fascismo; mientras que mi padre alcanzó todavía a ver el fin del siglo XIX y fue joven en la belle époque. Pero, además, formaba parte de una clase intelectual, difícil de integrar en lo que ahora llaman burguesía. Antes que el dinero apreciaba el buen gusto, hasta el extremo que le he visto marcharse de muchos espectáculos que no consideraba estéticos, lo mismo que rechazaba la habitación del hotel más lujoso si la decoración no era de su gusto. “Soy incapaz de dormir en esta cama de diseño sádico”, me dijo un día en Munich, mientras ordenaba que le bajasen las maletas y nos marchábamos a un hotel más modesto.

Viajar con mi padre era una experiencia inolvidable, mucho mejor que la que puede ofrecer cualquier guía, ya que conocía todos los rincones interesantes de la vieja Europa, pero de una forma directa y viva. Era un hombre de extraordinaria cultura, entendido lo mismo en historia que en arte, en antigüedades y en literatura, en ópera y en ballet. Pero no era un erudito, sino un connaisseur que tenía estas aficiones y disfrutaba con ellas, porque formaban parte de su vida cotidiana; ya que un destino afortunado le había permitido viajar por diferentes países y llevar una vida plena, entre amigos de gran valía, rodeado siempre sus cuadros, sus esculturas, las obras de arte que tanto apreciaba y sus libros. Quiso que mi hermano y yo heredásemos estos gustos humanistas y no escatimaba nada para comunicarnos ese esprit. Yo apenas tenía cuatro o cinco años y ya había visitado con él la tumba de Serge Diághilev en Venecia. He recordado ese momento en otros libros míos (Libro de Réquiems y El esnobismo de las golondrinas)

“En el muelle de las Fondamente Nuove me parece ver todavía a mi padre cuando me llevaba hacia San Michele para dejar unas flores en la tumba de Diághilev. Recuerdo que las postales de amaneceres que comprábamos entonces estaban coloreadas en tonos rosas, igual que los polvos que se aplicaba mi madre, muy discretamente, en sus mejillas pálidas. En mis oídos suena todavía una música lenta que, como el bogar de la góndola,  me hace pensar en Satie. Y veo la laguna convertida en una acuarela de Turner”.

También mi padre y mis tíos hablaban a menudo de Diághilev, dejándome una imagen imborrable de este ruso desordenado y genial, glotón, despilfarrador y fantástico, aparatoso en su forma de vestir -siempre envuelto en su abrigo de pieles- y excéntrico, incluso cuando comía bombones sin quitarse los guantes blancos.

No olvido ni olvidaré jamás esta experiencia de infancia. Me impresionó aquella isla de los muertos, jardín de cipreses en medio de la brumosa laguna, donde las almas rusas deben vagar con melancolía, buscando los lejanos abedules del descanso eterno. No sospechaba yo entonces que, años más tarde, se enterraría allí mismo otro personaje al que conocí, por azar, en mis años de peregrinaje: Igor Stravinsky.

Mi padre vestía a la inglesa, con tejidos de colores; pero sus amigos, vestidos de gris y negro,  eran hombres de gusto serio, difíciles, con una cultura enciclopédica y, no obstante, modestos hasta el exceso. Sus discretas señoras llevaban pocos diamantes y más astracán que visón. Pero hablaban de Venecia y de Viena, mientras ellos contaban cómo habían conocido a Rubén Darío en Madrid, o cómo habían encontrado a Gabriele d´Annunzio y a Eleonora Duse en el Cafe Pedrocchi de Padova. El pintor Francisco Prieto, que presumía de conocer a todos los gitanos que pelaban burros y que le servían de modelos, se habría avergonzado de estrechar la mano a los personajillos que hoy llaman beautiful people. Así fue mi educación, más propia de la belle époque que de los tiempos bárbaros que me tocó vivir y que se abatieron, como una tormenta, sobre la cultura europea. Por eso mi mundo cultural pertenece al pasado. Y, cuando entré en el baile,  se apagaron las luces.

Los cupones de racionamiento

Ni en España –recién salida de la guerra civil- ni en el resto de Europa se vivía entre riquezas, ni siquiera las familias privilegiadas como la mía que podíamos permitirnos viajar porque, además, teníamos familia y amigos en otros lugares de Europa. Recuerdo los carteles de la Amerikahilfe (la ayuda americana) en Austria, en los que se veían hogazas de pan negro. Tampoco olvido las manifestaciones populares en los días helados de invierno porque faltaba el carbón, los mercados en los que una coliflor costaba más que una camelia,  los cupones de racionamiento en Alemania y en Suiza, o la seriedad con que mi padre me hacía ver un periódico con la imagen terrible de los pasajeros judíos del Exodus a los que no dejaban desembarcar. He hecho muchas veces mis primeras tareas colegiales a la luz de una vela, porque había restricciones cada tarde. Me acuerdo también de que, cuando era pequeño, en todos los trenes y en las estaciones de Suiza, había carteles que advertían de los cortes de energía.

“No toques eso que se rompe” es una frase que marcó mi infancia, porque mi madre y las personas que se ocupaban de educarme la repetían a menudo. No había repuesto para casi nada y todo había que conservarlo con cuidado.

Te deshojé como una rosa,
para verte tu alma,
y no la vi.
Mas todo en torno
-horizontes de tierra y de mares-,
todo, hasta el infinito,
se colmó de una esencia
inmensa y viva.

Así habló de la rosa Juan Ramón Jiménez, pero al final, para no romperla, para no deshojarla, para no perderla, dijo en un verso maravilloso: “No lo toques ya más que así es la rosa”.

Aprendí que las cosas hay que conservarlas y que las luces se apagan y las palabras se pierden y no hay que romper las rosas… Siendo un niño, cuando mis padres me llevaban desde Suiza a Alemania, he visto a mi vieja Europa asolada y reducida a escombros.

Tenía yo cinco años y, en una calle en ruinas de un pueblo alemán,  vi una muñeca rota que colgaba de una ventana, en una de las pocas paredes que se mantenían en pie. Aquella Magdalena despeinada era todo cuanto quedaba de la infancia de una niña. Recuerdo bien que era una muñeca azul, porque en Alemania se vestía a las niñas de azul y a los niños de rojo. Yo he sido un niño vestido de rojo. Pero todavía para mí todas las niñas tristes, cuando juegan solas en los patios o se asoman a una ventana, son azules.

Aquel día me prometí a mí mismo que lucharía por reconstruir aquellas vidas, levantando sobre sus ruinas el único mundo que estaba en mis manos recomponer con mis rudimentarias herramientas de artesano: el mundo de la memoria. Porque nuestra cultura europea, desde Vermeer, fue la cultura de los interiores: las habitaciones con una vidriera emplomada por la que se devanan los rayos de luz, la cuna de encajes donde duerme una niña azul en el rincón silencioso donde vuela una mosca, o ese ángulo de la cocina donde una abuela lee una carta. Fue en esa luz de interior donde la memoria del mundo antiguo se transformó en los ideales de la Edad Media y los ideales medievales se transformaron en los deseos del Renacimiento.

Ese es el Camino de Iniciación –podríamos llamarlo Vía de la Memoria- que recorrí, a pie o en bicicleta, cuando seguía el cauce de los ríos y me detenía en las ciudades del Danubio, del Duero o del Ródano para indagar qué era Europa. Creo que nuestros estudiantes deberían conocer, primero que nada, el mapa físico de nuestra cultura. Se aprenden cosas sutiles al ver que nuestros pueblos están unidos por pequeños caminos, por tierras cultivadas, por granjas, por puentes, por iglesias con torres que dan las horas con un carillón para que puedan oírse en todo un valle; o sea que somos un continente civilizado por el trabajo, por la presencia humana, por las enseñanzas del sabio Quirón que nos adiestró para vivir en la Naturaleza sin profanarla –usándola con los respetos de la  Cultura-  y nos hizo comprender con su ejemplo que la sabiduría  es un centauro que necesita  fuerza  de caballo y cabeza de hombre.

Pero las dos guerras, al devastar nuestras ciudades y desahuciarnos de nuestras habitaciones, nos expropiaron también nuestra Weltanschauung: nuestra visión particular del mundo.

Max Weber había advertido ya desde Munich en uno de sus discursos pacifistas de 1918 que la caída de Europa en la brutalidad de la Primera Guerra significaba el fracaso de los saberes europeos y de que corríamos el peligro de convertirnos, a partir de ese momento, en una provincia de los Estados Unidos y de su forma informal,  y práctica de educar a los jóvenes.  Weber adivinaba ya entonces que, en el futuro, iba a ser muy difícil mantener la paideia europea, porque las secuelas de la  guerra nos llevarían a perder la idea de que disponer de una “clase intelectual” es más importante que formar “una clase económica”.

Desgraciadamente, vino luego una Segunda Guerra que acabó con lo que quedaba del saber europeo, arrastrando en un enorme tsunami a Hegel y a Nietzsche, a Kant y a Spinoza, a Voltaire y a Hume. Europa tuvo que reconstruirse con el plan Marshall, bajo la generosidad y la tutela americanas. Y nuestros propios tutores se encargaron de explicarnos que debíamos renunciar a nuestras utopías filosóficas y a nuestra melancolía de la memoria para aceptar las lecciones del mundo práctico, fortaleciendo nuestra economía y nuestra democracia. A nadie le interesaba mantener las peculiaridades de nuestra cultura. Y, desde entonces, Europa comenzó a ser mirada con la simple curiosidad de un enorme museo. Era, además, difícil recuperar a nuestros viejos maestros porque se les acusaba del fracaso europeo, tanto desde el mundo capitalista como desde el comunismo soviético.

No me importa confesarlo. En mi juventud he sido tan cándido que pensé que podía reconstruirlo todo. Pensaría exactamente lo mismo si hubiese nacido en Hiroshima. Pero, en vez de estas memorias, escribiría simplemente un waka: “Muchachas, no os riáis del pájaro que canta en la rama nevada creyendo que la primavera ha florecido en vuestros kimonos”. Y depositaría, mis versos, a los pies del  gingko milenario que sobrevivió a la bomba. 

Pero no escribo en japonés y se me hacen cortas las treinta y una sílabas para contarlo todo. Por eso, en medio de nuestras ciudades destruidas, me prometí que dedicaría mi vida a recomponer la memoria de Europa: encender las luces, quitar los cascotes de los bombardeos, remendar y limpiar las alfombras, reconstruir los tejados y las torres de las iglesias para que volviesen a repicar las campanas, arreglar los muebles, rotular las calles con los nombres de nuestros artistas, nuestros científicos y nuestros pensadores –Camino de Juan de la Cruz, Avenida de Mozart, Plazoleta del Himno de la Alegría, Ribera de los Artesanos, Torre de Garcilaso de la Vega, Callejón de la Lógica-  y levantar, al final –al doblar de una esquina- una capilla con la imagen de Nuestra Señora que fue la madre de nuestra cultura medieval caballeresca y a la que yo llamaría: Nuestra Madre de la Memoria.

Es fácil imaginarse que mi labor estaba condenada, en buena parte, al fracaso. Pero no hay tarea más bella que la del artesano que canta en la jaula de sus labores sin darse cuenta de que se le va la vida. Uno trabaja con fe cuando piensa que la labor de cada día sirve para que las cosas no mueran, para vencer la muerte, para gritarle a mi vieja Europa desfallecida, las palabras mágicas que  Jesús le dijo a la bella durmiente: Talyathá qumi ¡muchacha, levántate!

Prounciad en voz alta el conjuro de Jesús, porque las palabras de las lenguas muertas tienden a esconderse en las ruinas de la polisemia pero recuperan su energía y su valor mágico cuando el filólogo encuentra su pronunciación exacta: Taliatá qumi, taliatá pronunciado al modo dialectal de los galileos que hablaban con acento llano y  no aspiraba las haches… Eso es, Taliatá qumi, no taliathá...

La fantasía, antes que la memoria

A veces, jugaba con mis primas en el Turó Parc, un romántico y pequeño jardín que estaba cerca de su casa. Es un parque umbroso y húmedo, donde las flores espléndidas de la primavera aparecen como pájaros exóticos entre senderos cubiertos de plumón verdoso. Pero, como me criaba solo, me había inventado muchas fantasías de niño solitario. Vivía rodeado de personajes y animales de ficción. Y disfrutaba considerándome un duende que solo tenía apariencia, pero no una vida real. Esto me daba grandes poderes, sobre todo cuando quería aislarme en mi mundo interior. Aunque ya solo conservo una mínima parte de esa fuerza, mi capacidad de aislamiento y de autismo, ha sido siempre la mejor de mis cualidades, como nos ocurre a todos los idiotas.

Tenía la costumbre de ponerle un nombre a todo lo que tocaban mis manos, aunque  fuese un mueble, un trozo de tierra o a cualquier gato o perro que pudiese acariciar. Cuando me llevaban al parque me había hecho mentalmente un mapa a escala ficticia de todos los accidentes de terreno, que yo calificaba como montañas, ríos y lagos; y estos últimos cambiaban según los charcos que formaba el agua de lluvia. Unos nenúfares en un estanque de agua oscura eran, para mi fantasía, un mundo encantado.

Mi padre me contaba que el Zoológico de Hamburgo era mucho más grande que todos los parques que yo conocía, tan grande que allí habitaban las tribus “negras” de Africa y construían sus poblados entre los animales salvajes. Jugando en la Plaza de Cataluña había descubierto una hormiga grande a la que puse enseguida el nombre de  Reina de las Hormigas.

Siempre he tenido esta imaginación inquieta y, desde que era muy pequeño, he vivido rodeado de mis propias fabulaciones, convencido de que los violines son siempre mágicos y suenan mejor cuando tienen leyendas ocultas que contar, o de que las cosas rotas –a condición de que sean obras de arte- pueden recomponerse solas si uno las conserva como obras inacabadas... Me gustan las cosas usadas y no me importa comprar en una subasta un ángel de biscuit si es bello, aunque le falte un dedo; quizás porque creo que no solo hay personas pobres sino también objetos necesitados... Ciertos errores, no todos, me despiertan las ganas de amar; como si Dios me hubiese hecho coleccionista de faltas. Quizás esta es la razón de que, a lo largo de mi vida,  haya amado siempre más a la gente imaginativa y fantasiosa, que a las personas inteligentes; porque la fantasía me parece lo único original e inimitable que queda en el mundo.

 

(Este texto inédito es un extracto, realizado por el propio autor, de su libro de memorias Llegar cuando las luces se apagan.  El autor hizo una  impresión  privada para su familia  y no ha querido darlo nunca a la edición, excepto este fragmento que ahora publicamos).  

Escrito en Lecturas Turia por Mauricio Wiesenthal

Humor militar

18 de octubre de 2013 09:07:45 CEST

                      

Estando Alberto, Bonifacio, Carlos, Damián, Ernesto, Fernando, Genaro y yo reunidos en los raídos y confortables sofás del casino, hacia la mitad de la tarde Alberto contó el siguiente chiste:

Avisan a un teniente de que la madre del soldado Martínez acaba de morir.

El teniente llama al sargento y le dice:

--Estoy muy agobiado. Menudo compromiso. No sé cómo decirle al soldado Martínez que su madre ha muerto. Es algo tan doloroso, tan delicado… ¡Qué responsabilidad!

--U’té no se preocupe, mi teniente –dice el sargento--. Déhelo de mi cuenta que tengo yo mushia ep-periensia en estas cosas.

El teniente: “¿De verdad? Gracias, sargento, me quita un peso de encima. ¿Pero está seguro de que sabrá… en fin, decírselo con toda la delicadeza que requiere el caso?”

--¡De’cuide, mi teniente! ¿No le he disho que yo tengo musha ep-periensia?

En seguida el sargento sale al pasillo y grita:

--Compañía a formar, ¡Arrrr!... --Los soldados se ponen en firmes.-- ¡A ver, que den un paso al frente todos los que tengan madre, ¡Arrr!… ¡Tú, Martínez, quieto ahí ande estás! ¿Ánde crees que vas, de’grasiao?

 

º  º  º

        Aunque todos los tertulianos conocíamos el chiste, Alberto lo contaba con los oportunos cambios de entonación, las pausas y deslizamientos suaves o bruscos de una frase a la siguiente, y los ademanes y muecas del caso, así que nos reímos.

Ese chiste lleva décadas circulando por España y siempre hace reír, o sonreír, a la audiencia, comentó Bonifacio.                             

Su éxito, agregó, no responde tanto a la cómica distancia entre el objetivo que persiguen los protagonistas del relato (comunicar una pésima noticia a un tercero, con la mayor delicadeza posible) y el efecto que realmente alcanzan (le informan de la desgracia al estilo militar, o mejor dicho cuartelero, esto es, con pretensiones de eficacia técnica, pero de forma brutal y estúpida), cuanto en la complicidad que el relato establece entre el narrador y su oyente. Estos comparten una serie de convicciones e ideas previas A, B, C, D, E, F y G, que el chiste viene a confirmar:

A.—La pérdida de la madre es una experiencia incomparablemente dolorosa, una de las mayores desgracias en la vida del ser humano.

B.—Los miembros de las castas sociales intermedias o inferiores (que en el chiste están encarnadas por el sargento) son por definición toscos, zafios, primitivos; mientras que las castas superiores suelen destilar individuos más educados, más refinados y con más escrúpulos de conciencia.

C.—En el ámbito militar impera la necedad.

D.-- El mundo es un lugar grotesco y despiadado donde  nuestros sentimientos están sometidos al albur de individuos inferiores que ocupan, inmerecidamente, posiciones dominantes.

El narrador del chiste y los oyentes comparten también:

E.-- Conocimientos básicos sobre el orden físico del mundo: la organización del ejército, la jerga que le es propia, etc.

F.-- El lugar del teniente (con cuya responsabilidad, delicadeza y deseos de pasar la carga a otro se identifican), y su superioridad espiritual sobre el sargento.

G.—La idoneidad de los nombres. El teniente y el sargento no necesitan nombre propio, pues el cargo que ocupan les define, les contiene, les presta su identidad nominativa. Y el recluta se ha de llamar “Martínez”, que es el apellido más común en España y en este contexto significa “uno cualquiera, uno que representa al pueblo llano, el hombre de la calle, víctima siempre de poderes superiores”. 

(Si el recluta se llamase, por ejemplo, Ildefonso del Valle de Entramabasguas, el chiste derraparía y el oyente se encontraría  distraído por esa información derivativa.)

Al narrador del chiste y a su audiencia les resulta grato coincidir en tantas cosas, y todos ríen complacidos.

º   º   º

Carlos dijo: Es un chiste ciertamente muy divertido y a lo largo de las últimas décadas lo he oído contar muchas veces, pero luego, cuando se van apagando las risas, suelo quedarme con una sensación de carencia, porque noto que la escena se reduce a los rasgos más esquemáticos, y que los personajes circulan por las frases como meros vehículos de ideas a priori, de esas empatías entre el narrador y el oyente que Bonifacio acaba de exponer con tanta precisión y claridad. A mi modo de ver, se echa en falta toda clase de información. Hechos. Datos. Detalles. Por ejemplo, ¿cómo es el teniente?...

Carlos se respondió a sí mismo: al teniente podemos imaginarlo joven, delgado, un rostro de rasgos finos, manos finas, lleva gafas de montura dorada, es un militar profesional, un teórico de la guerra muy aplicado y con un brillante porvenir. A su novia no le gusta que siga la carrera de las armas, que está sujeta a traslados periódicos, mientras a ella le gustaría no moverse nunca de la pequena ciudad de provincias donde nació. Además, encuentra que en su carácter hay una cierta cualidad mecánica, de la que culpa a la profesión que ejerce y al trato diario con tipos ordinarios en un ambiente sin mujeres.

El sargento, en cambio, lleva barba cerrada, tiene las piernas arqueadas, quizá un inicio de tripa, camina como un vaquero. Es huérfano de un campesino pobre, y después de cumplir el servicio militar obligatorio se reenganchó al Ejército. Para él, no pasar hambre ya es un logro, y lleva ya seis años bajo la bandera, y ni un solo día se ha quedado sin comer tres veces. Pero es que además los sábados corteja a una criada en la ciudad, una muchacha con mejillas de manzana y manos ásperas y rosadas, con la que se acuesta en la cama matrimonial de sus señores, bajo el gran crucifijo de marfil, cuando éstos han salido de visitas, lo que a los dos les parece especialmente excitante, y luego cuando la deja se emborracha en un bar con mostrador de aluminio y pavimento cubierto de aserrín y de los rotos boletos verdes de una lotería ilegal. Para él esta vida es sencilla, clara, ordenada y relativamente agradable, comparada con su infancia. Le está agradecido. Está seguro de que durante los próximos cincuenta años podrá soportarla sin mucho esfuerzo.

            Ahora, ese teniente le dice:

         --¿De verdad cree usted que sabría… anunciarle esa trágica noticia a Martínez?

--Efe’tivamente. Positivo.

--Piense que es un tipo más bien primario, no dispone de grandes reservas emocionales para afrontar un trauma de estas características, su psique puede venirse abajo.

            --De’cuide, teniente, si es pan comido. ¿No le’disho que no s’ha de preocupá? Eso corre de mi cuenta. Fíese uté de mí, yo conosco a mis hombres.

            El sargento choca talones y sale del despacho. En el corredor la atmósfera es fría, transida por corrientes de aire húmedo. Es la hora crepuscular. Al oír su orden, “¡Compañíaaaaa… a formarrrrr!”, los soldados salen como cucarachas huyendo de los dormitorios, de las salas de televisión, de la cantina, los unos calándose la gorra, los otros abotonándose la guerrera o ciñéndose el cinturón, y rápidamente forman filas bajo la luz mortecina de los grandes ventanales, que dan al patio interior y arrojan delante de ellos sus propias sombras. En esa oscuridad de eclipse interior suenan como  latigazos las palabras del sargento:

            --¡Commmmmm-pañíííí´-a! ¡Paso al frenteeeee los que tengan madreeeee!... ¡Martínesss, quieto ahííí gilipoyas…! (Etc.)

  º  º  º

Damián, que es el más raro de la tertulia, el más imprevisible, dijo: el teniente se llama Sesé; Gaspar o Alfonso Sesé.

El sargento podría llamarse Francisco Ceballos. Paco Ceballos. Sargento Paco Ceballos.

Y el recluta, sí, claro, se llama Martínez.

 º  º  º

Ernesto dijo: Si te empeñas en nombrarlos, por mí vale, que se llamen así. Para mí, eso no es lo  interesante. Para mí lo interesante viene luego, años más tarde. Algo les sucedió en aquel cuartel, algo que se mantiene en secreto, pero es evidente que a consecuencia de ello la carrera del teniente y la del sargento se han descalabrado. Ahora están viviendo en un pelado islote frente a la costa africana y no lejos de la española. Ellos dos componen la única guarnición. Pasan las veladas y las noches en una casucha de mampostería, con techo de uralita, y cada mañana, después de izar la bandera, hacen la ronda de las casamatas y de los búnkeres costeros, seguidos de una jauría jadeante de perros flacos y pelones.

En el café del puerto español al que viaja cada mes uno de los dos, por rigurosa alternancia, para reponer vituallas y entregar el parte de novedades en Capitánía, se comenta que años atrás, durante unas maniobras, a un soldado se le disparó el arma, alguien resultó herido, y la culpa recayó sobre el sargento, por no haber estado atento, y sobre el teniente, que aquel día estaba al mando del cuartel. Otros rumores apuntan a un desfalco en la caja, y uno de los dos era culpable y el otro inocente, pero el tribunal no hizo distingos y como carecía de pruebas incriminatorias para expulsarles del Ejército, les dio a elegir entre dos destinos igualmente aislados y miserables:

 El islote, o un cuartel perdido en medio del desierto de los Monegros. Aunque los Monegros sean tentadores, con la sugestión de infinito de su interminable erial y de su cielo, los dos eligieron el islote por su peligrosidad, pues se teme que el día menos pensado lo invadan los árabes, que lo codician porque allí se retiró hace mil años un profeta de su religión para hacer penitencia. También hubieran podido elegir un destino diferente cada uno, por ejemplo el desierto para el sargento y el islote para el teniente, o viceversa: el sargento se hubiera podido ir al islote, con un oficial desconocido, y el teniente, a mandar la guarnición del fuerte en los Monearos...

Pero decidieron permanecer juntos. El alma del teniente tiene una fibra masoquista, y no quiere separarse del sargento, cuya barba prematuramente canosa y cuyos rasgos faciales ennoblecidos por las huellas del sufrimiento son un permanente recordatorio de su grave error, falta o delito. Se siente responsable de lo que le pase al pobre diablo. Y el sargento también quiere permanecer cerca del teniente, también se siente culpable de su caída en desgracia. Él es consciente de que, de todas maneras, aunque aquello no hubiera sucedido, los limitados recursos de su inteligencia y su educación elemental no le hubiesen permitido ascender muy alto en el escalafón. Por el contrario, el teniente, siendo tan listo y estudioso, hubiera podido tener una carrera brillante, e incluso casarse. El sargento se propone no alejarse nunca del teniente, a ver si se le presenta una ocasión de hacerse perdonar…

   Ambos han dicho adiós a las fantasías matrimoniales y los proyectos de llevar una vida “normal” que al principio de su estancia en el islote les acosaban durante sus muchas horas vacías. Cada mañana, después de izar la bandera, ellos dos, el alto y el patizambo, seguidos de los perros, dan un paseo exploratorio por los acantilados, para observar el mar y la línea quebrada de las montañas azules, de donde cualquier día podrían llegar los invasores. En los acantilados sopla un viento fuerte y racheado que hace restallar la ropa contra el cuerpo y les obliga a sujetar bien las gorras para que no salgan volando. El estrépito de las gaviotas es ensordecedor. Un día al sargento se le ocurre que si mataran a unos cuantos miles de esas aves escandalosas las demás aprenderían a eludir la isla, y ellos podrían descansar del ruido de sus gritos. Después de una pausa, el teniente le responde que se olvide de ese plan: como gasten una sola bala sin justificación, en intendencia les brean. El sargento sugiere que se podría justificar el holocausto avícola como avituallamiento de carne para intendencia. El teniente responde que la carne de las gaviotas no hay quien se la coma; y además la munición hay que economizarla por si se presenta el enemigo.

Hablan a menudo de qué harán si llegan los africanos en sus barcas para adueñarse del peñón, y es curioso: es el teniente el que está resuelto a hacerles frente a tiro limpio, mientras que el sargento insiste que eso equivaldría a una acción de guerra de la que se seguiría una catástrofe para ambos países, y que lo mejor sería rendirse a un enemigo tan superior en fuerzas y dejar que los diplomáticos y los políticos enderecen el asunto. El teniente no atiende a estas razones. A él el enemigo no le cogerá vivo, así el mundo entero se hunda en el infierno.

Una vez al mes uno de los dos toma la lancha y va al continente, para entregar el parte de novedades y hacer las compras. Ellos llaman a esa excursión “bajar a la península”, como si estuvieran muy por encima de nosotros. En capitanía, el sargento suele encontrarse con un  antiguo compañero, ahora ascendido a brigada, que se interesa por su vida en el islote. El sargento dice que no estaría tan mal, si no fuera por esa pesadez de las gaviotas. Otras veces se queja de la soledad, o del carácter crecientemente huraño y lacónico del teniente. El otro le dice que no se queje, porque hay quien está peor. ¿Quién? La guarnición de un fuerte tierra adentro, que tienen que cuidar una granja de cerdos. Al sargento se le abren los ojos: ¿Y esos cerdos, qué comen? ¿Podrían comer carne de gaviota?…

El antiguo colega le interrumpe:

--Oye, me apena tu situación y hace tiempo que siento curiosidad por saber… en realidad, ¿por qué os castigaron? ¿Qué hicisteis, allá en el cuartel?

--… Ná, envidias. ¡El mal de España, masho! Bueno, me tendo de ir. Hasta el mes que viene.

 El sargento aprovecha para ir a putas y luego se toma tres copas, ni una más, en la cantina del muelle, antes de tomar la lancha de regreso a la isla.

Cuando es el teniente el que “baja a tierra”, visita una librería y hace acopio de novelas policíacas. El año pasado, en cambio, le gustaban mucho las del Oeste, y el anterior, las de ciencia ficción…

En la charcutería les atiende un empleado, con bata blanca y calva brillante, que parece un doctor, mientras junto a la puerta, sentado en alto detrás de la caja registradora, el propietario, orondo, de relucientes y rubicundas mejillas, que no es otro que el ex soldado Martínez, contempla sus dominios: las alacenas colmadas de latas y botellas y los frigoríficos de puerta de vidrio y los adiestrados dependientes en bata blanca que circulan entre ellos y escuchan a los clientes frotándose las manos. 

 º  º  º

Después de una pausa para que los tertulianos rumiásemos el desasosegante relato de Ernesto, y para que pidiéramos al camarero que encendiese de una vez las lámparas y que nos sirviese otra ronda, Fernando tomó la palabra. Todo eso está muy bien, dijo,  pero quedan por el camino muchos cabos sueltos, aspectos secundarios, laterales, pero que merecerían también ser tomados en consideración, por ejemplo el espacio físico, y la disposición en él de los objetos. ¿Cómo era, vamos a ver, el despacho aquel donde el teniente le dijo al sargento que no sabe cómo comunicarle al soldado Martínez la noticia de la muerte de su madre?... En la pared detrás del escritorio colgaba un plano geológico de la región con chinchetas de colores, y dos grabados de unas elegantes goletas, porque el teniente hubiera preferido servir en la Marina, pero su difunto padre, coronel de infantería, le asendereó por otro rumbo. Había un sillón de mimbre, un silloncito déco, con asiento y respaldo de mimbre y  reposabrazos de madera de cerezo con elegantes molduras geométricas, que compró para que sus visitas tuvieran dónde sentarse; pero como nadie le visitaba en el cuartel, servía para dejar la gorra y el cinturón con la pistola. En la pared tenía un reloj grande, un silencioso y elemental reloj de cocina, y por lo demás las paredes estaban desnudas y en el cuarto reinaba un orden espartano. 

Aquella mañana, el teniente, sentado a su escritorio, colgó el teléfono, se pasó la mano por la cara, restregándose los ojos bajo las lentes doradas, y luego apoyó en esa mano la frente preocupada, pensando: “Tengo que decírselo. Pero ¿cómo se lo voy a decir?... ¿Cómo se dicen estas cosas? ¿Cómo le dices a un muchacho tan joven algo tan triste?” En el cuarto reinaba un silencio espeso, como si se hubiera hecho el vacío. 

--¿Dausté su permiso, mi teniente? --Entró el sargento, a contarle naderías sobre el servicio, y el teniente le explicó la  embarazosa situación en que se encontraba.

--No se preocupe que ya m’encargo yo de decírselo al shavá. Tengo yo para estas cosas musha mano i’quierda.

 º  º  º 

     Gerardo había estado escuchando con evidentes muestras de desacuerdo, muecas y bufidos, y entonces tomó la palabra y en el tono más impaciente dijo:

Se abre la puerta y entra el sargento, seguido de Martínez. A una señal del teniente, el sargento retira del silloncito déco la gorra, el correaje y la pistola, lo deja todo sobre el escritorio, y le dice a Martínez que se siente. El soldado lo hace. El teniente le observa. Es obvio, piensa el teniente, que el muy infeliz no sospecha la desgracia que se le viene encima. Muy pronto esas mejillas gordezuelas, esos ojos asombrados van a sufrir una transformación atómica. Al teniente le da pena. Desde luego el sentido de la vida es aprender algo para morirte menos ignorante y tonto de lo que eras cuando naciste, pero muchas veces el conocimiento es una puñalada en el alma, muchas veces es mejor no saber. Abre un cajón y saca botella y vasos. 

--Beba, soldado –dice el teniente, sirviendo una copa de orujo—Tómeselo de un trago, como los hombres.

El sargento, de pie contra la pared y con las manos a la espalda, aguarda, para empezar a hablar, a que el recluta se haya bebido el primer vaso: ¿Tú te imaginas, Martínez, que la central nuclear de Tarragona ha sufrío una avería, se escapa la radia’tividás a shorro por una grieta en el hormigón y infesta toa España, y que la gente se cae muerta a puñaos, de manera que tú andas por un sendero en el campo tratando descapá de la radiatividás, y ves que ahí mismo, al pie de una ensina, hay un tío agonisando y delante tuyo uno que iba andando por el camino se cae al suelo, muerto, y aluego otro, y otro, y otro, ¡to´os! Y aluego tú también enpiesas a sentir los síntomas… No. ¿pero tú mentiendes lo que te digo? Náuseas. ¡De repente enpiesas a argomitar! ¡Argomitas cosas raras, cáscaras de huevo y esponjas y… ¡Sírvale otra copa, mi teniente!... ¡Bébete eso ahora mismo, maricón!... ¡Así!... ¿Y te imaginas que mientras tanto por el sur la morisma crusa el Estrecho de Gibraltá, en barcas, a millones, millones de moros maricones ansiosos de darnos por el culo y pasarnos a cushillo y así lo hasen, y violan a nuestras madres y nuestras hermanas?... Imagínate tú que te pillan entre varios buharrones y te cortan los brazos y las piernas y te dejan ciego. ¡Imagínalo! Pá violarte a toa hora sin que tú puedas haser ná. Y meársete ensima cuando les venga en gana. ¿Te gustaría seguir viviendo así? No, para eso es mejor morir. Morir no es tan malo. Mi teniente, sírvale otra copa. Bébete eso, shavá. Bebe, Martínez, coñio… Ha pasado una cosa que es mala, mala, mala, ¡pa qué vamos a engañan-nos!, mala de cojones, pero no tan mala como lo que acabo de contarte. ¡Que te bebas esa copa! Atiende, shavá, te lo tendo de decir…  La madre, la madre de uno es la cosa má sagrá y más bonita que hay…

El teniente, que ha escuchado este soliloquio emitiendo tosecitas sordas y rebullendo en su asiento, le interrumpe:

--Escuche, Martínez: su madre ha muerto. Tiene usted quince días de permiso para enterrarla. Le acompañamos en el sentimiento. De verdad.

Martínez se queda unos instantes en silencio, asimilando la noticia.

Luego, en un tono muy calmo y pausado, dice:

--Mi teniente, mi sargento, lo primero quiero agradecerles las molestias que se han tomado, pero la verdad es que todos estos circunloquios y rodeos eran innecesarios porque mi madre y yo nunca hemos estado muy unidos, nunca nos hemos llevado bien, sino todo lo contrario: ella jamás me dedicó el menor gesto de cariño. Sepan ustedes que mi padre, que afortunadamente ya falleció, apuñalado a la salida de un figón de madrugada, era un alcohólico y un tirano que hizo de mi infancia un calvario. Me pegaba muy a menudo. Y cuando le veía sacarse el cinturón, mi madre en vez de terciar en mi favor y suplicarle que se apiadase de mí, le animaba a pegarme más fuerte. Así que por ella no siento nada. Nada, nada. Ni siquiera la detesto, y su muerte me resultaría por completo indiferente si no fuera porque tiene… porque tenía un  colmado; voy a heredarlo y viviré como dios manda.

El Teniente:

--¿Y para esto tanta historia? ¡Si me lo hubiera dicho usted antes, Martínez! ¡Cuántas desgracias me hubiese ahorrado! ¡El consejo de guerra! ¡Esos atardeceres melancólicos del Peñón, mirando la línea de la costa! ¿No es verdad, sargento?

El Sargento:

--Efetivamente. Coñio, Martínez.

Martínez:

--¿Mi teniente, el permiso no podría ser de tres semanas? Tendré que llenar mucho papeleo…

El sargento señala la pistola y dice:

--Martínez, ¿Tú sabes qué es la ruleta rusa?

El teniente:

--¡El horrible graznido de las gaviotas! ¡El frío y la humedad de aquellos inviernos interminables!

 º           ª           ª

Yo dije: en cuanto al despacho, había una alacena en la que tenía, junto a las Reales Ordenanzas militares, 30 novelas de Edgar Carr, un celador de hospital que a mediados del pasado siglo, en un semisótano de Atlanta, Georgia, escribió la más delirante y visionaria saga de fantasía científica, y luego se adhirió con fanatismo a la religión católica, suplicando el ingreso en una orden monástica, que le rechazó por temor a los excesos fanáticos de su fe, aunque le permitían contribuir en calidad de hermano lego a las más humildes tareas de limpieza del monasterio, lo que hizo con mucha alegría hasta la misma víspera de su muerte, que la alcanzó a edad no muy avanzada, en un estado de grave deterioro de sus facultades cognitivas y habiendo olvidado por completo que era el eminente autor de la “Saga de Kral”…

      Volviendo al despacho: el escritorio procuraba mantenerlo vacío, salvo por el sobre de cuero verde, con sus folios negros, en los que escribía con tinta negra, pues así podía escribir la verdad sin que nadie la viese, y el teléfono, que a veces sonaba, y yo descolgaba y me decían: “Ha muerto la madre del soldado Martínez”. La gorra y la pistola solía dejarlas en el precioso silloncito déco que mi novia compró en un anticuario y me regaló por mi treintavo aniversario. En una esquina tenía un cactus muy grande, y un paragüero, completamente innecesario, un paragüero alto, redondo, de loza blanca, al que siempre se me iba la mirada.

     Y en aquel despacho no tenía nada más, ni echaba nada en falta.

    Yo dejaba la puerta entornada, y a veces, mirándola con la intensidad suficiente y en un determinado estado de ánimo desasido, me entretenía en forzar las apariciones. Que entrase por aquella puerta una mujer-ángel, un ángel turbador, un gigantesco ángel femenino de una palidez resplandeciente, y con alas grandes, que apenas pasan entre las jambas con un gran fragor de plumaje. Detrás de ella, en lugar del corredor, se alejan dos hileras de altos álamos otoñales junto a un camino lleno de hojas muertas. La ángel, con un dedo sobre los labios, me reclama silencio, y yo no estoy seguro de si viene para llevarme con ella a lo alto de un risco y allí devorarme tranquilamente, entre los huesos y la carroña de festines precedentes, o si…

            También imaginaba otras presencias cruzando aquella puerta. Algunas, hablaban.

            …Aunque la verdad es que nunca entraba nadie en mi despacho, nadie salvo a veces el sargento Ceballos.   

                                                                                             

   

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Vidal-Folch

Ésta es mi sangre

16 de octubre de 2013 08:08:08 CEST

 

 

 

 

 

 

 

Esta sangre sin cuerpo que sube

Sin dolor ni rastro, enamorada

De las vueltas azules del aire,

Y me rodea, me define, me asombra,

 

Esta sangre que llevo sin que la mire,

Esta marea, el tibio olor que me anega,

Me rebosa con heridas y futuras

Emboscadas y derrotas si amanece.

 

Ésta ha sido la senda y su tormento,

La calma vacía de las vigas

Diezmadas, el sol en el suelo licuado,

Sedientos los ojos de aquí al horizonte.

 

De aquí que es nada, sólo la enseña

De hoy o de antes, esta hoguera en el aire

Que la memoria ha subido a deshacer,

He bebido sus sombras de carne.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Cataño

Artículos 521 a 525 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente