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Música para castrati

16 de octubre de 2013 07:59:55 CEST

               

  Antes se castraba a la gente para que su voz

  sonase mejor; ahora, para que no suene.

   Ángel Crespo

 

 

 

Si escribiese que leo

en dirección contraria a como escribo,

o no sería cierto que leo

o no sería cierto que escribo

o ambas cosas serían ciertas

o ninguna.

 

En cualquier caso,

la verosimilitud del argumento

tiene mucho más que ver

con las contradicciones

que con las evidencias.

 

De igual modo que el camino que asciende

debe más a las curvas

que a las rectas.

 

Los libros habría que empezarlos

por el final.

 

Entre el cero y el nueve

ocurren todas las variantes

del límite y del infinito.

 

Contar y perder la cuenta.

Mejor aún,

contar hasta perder la cuenta.

 

Porque la escala no ordena notas,

sino cifras y silencios.

 

Un número dividido por sí mismo.

 

La melancolía

es una incógnita sin despejar.

Y es precisamente la melancolía

el material dúctil y extraño

del que está hecha la música.

 

Ha habido soldados que,

mientras agonizaban,

han comenzado de pronto

a susurrar, delirando,

la letra de las nanas

que sus madres les cantaban.

 

De noche las puertas

se cierran por dentro.

 

A los indecisos se les repetía

(el poder se consigue

con figuras retóricas)

una fábula de renuncia y pureza:

la poda sacrifica unas ramas

para que el resto del árbol

conozca la altura.

 

La diferencia entre nosotros y ellos

estriba en que nosotros tenemos

un cuchillo.

Y ellos no.

 

El flautista continúa tocando

a cambio de unas monedas.

 

Los actores, en efecto, mienten de memoria.

Pero el público, que ha pagado

la entrada, sabe que son actores.

 

Sin embargo, aunque la función

no nos guste o ni siquiera

hayamos ido al teatro,

nunca ha de dejarse

de pagar al flautista.

 

 De nuevo otra fábula.

 

Los instrumentos de viento

deforman la boca.

 

El mal menor no existe.

 

Puedo decir que leo

en dirección contraria a como escribo

o puedo de verdad leer al revés

lo que ya está escrito

y tener así el valor

de darle la vuelta al argumento

de este relato de vencedores

que (al tiempo que el himno suena

reforzando la identidad del grupo)

castran a sus prisioneros.

 

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

Joseph Brodsky, el ensayo como autobiografía

15 de octubre de 2013 10:02:35 CEST

 


Man in not center of the Universe

And working in an office makes it worse.

W.H Auden

 

 

En varios de sus ensayos (¿los dedicados a Marina Tsvietáieva?) dice Brodsky que en la elección de las rimas, de las palabras, de la longitud de los versos, está toda la biografía del poeta. Más incluso que en el tema. Es una idea sugestiva, y seguramente cierta. Al terminar la lectura de su libro Menos que uno,[1] una antología de sus ensayos que reúne desde un recuerdo de infancia a una notas de un viaje a Estambul, pasando por el texto de una conferencia sobre la novela rusa actual o algunos ensayos sobre sus poetas preferidos (Auden, Cavafis, Walcott, Montale, Ajmátova, Tsvietáieva), nos damos cuenta de que en realidad lo que hemos leído ha sido la autobiografía de Joseph Brodsky. No sé si esta impresión tiene que ver con la selección de los ensayos, o con el hecho de que el primero y el último sean recuerdos de infancia. Aunque me inclino a pensar que ninguna de las dos cosas ha sido determinante y proponer la siguiente hipótesis: cuando un poeta habla en prosa, siempre habla de su vida.

En Una poetisa y la prosa (se trata una vez más de Marina Tsvietáieva, claro está) Brodsky analiza la prosa de los poetas. Es frecuente que un poeta (su caso mismo, si vamos al caso) se exprese en ocasiones en prosa. En cambio, que un prosista se exprese en poesía no suele darse tanto y sus tentativas (Nabokov, por ejemplo) suelen ser más bien anecdóticas dentro de su obra, aunque él piense lo contrario. Para el poeta las cosas son diferentes, la prosa puede llegar a ser una necesidad. Por ejemplo, sigue diciendo Brodsky, hay determinados temas que exigen la prosa. Uno de esos temas son precisamente los recuerdos de infancia. También, se nos ocurre, puede llegar a ser una necesidad económica, pues la poesía vende poco. No creo que ningún poeta pueda vivir de sus versos. Me refiero a comer, por supuesto. Aunque, claro está, no es de estas razones de las que habla Brodsky; sin embargo, yo no las descartaría. Otro tema que exige la prosa es, creo yo, la política. Otro más, añade Brodsky, la historia. Lo cual no quiere decir que no se trate de tapar la boca a los poetas, como muy bien sabemos, pero El pabellón del cáncer, El cero y el infinito, o las obras de Platónov que menciona Brodsky en Catástrofes en el aire, no podrían haber sido escritas en verso, como tampoco, por poner otro ejemplo, las magníficas novelas de Koeppen que han tenido que esperar prácticamente hasta nuestros días para ser reeditadas en Alemania y traducidas a otras lenguas, la nuestra incluida.

Una autobiografía indirecta, como podríamos llamar sin forzar mucho las cosas a este libro de Joseph Brodsky, tiene algunas ventajas. La primera, y posiblemente la mayor, la veracidad, término que no conviene confundir con sinceridad, pues se puede ser sincero sin decir la verdad y viceversa. Pero dejemos este filosófico tema para otra ocasión. Otra ventaja es que el poeta sabe que la memoria no es fiable, que está hablando del presente aunque hable del pasado, y que el pasado, su pasado, seguirá vivo de un modo u otro mientras él siga vivo. Hay muchas formas de recordar, una de ellas, por ejemplo, es imitar. Imitar el estilo, pero también la forma de vestir o la marca de whisky. Sería una pena que este libro de Brodsky se tomara sólo por una antología de ensayos sobre literatura, aun conteniendo insuperables ejemplos del género. Las notas que siguen, como es función de las notas en general, no son más que apuntes a la lectura de algunas páginas de Joseph Brodsky. Y, claro está, como la mayoría de las notas también, son, por supuesto, prescindibles.

 

Sobre lo que no se puede decir en verso.

 

Our school text-books lie.

What they call History

Is nothing to vaunt of.

W.H. Auden.

 

Todavía hoy sigue habiendo pueblos cuya población se divide en víctimas y verdugos. No es que en el padrón se inscriban como tales, aunque podría llegar a darse el caso algún día. Dos clases únicamente, por lo demás, y en esto reside la indiosincrasia de su sistema político, intercambiables. Intercambiables quiere decir algo más que sustituibles, pues no sólo el verdugo de hoy puede ser la víctima de mañana, y viceversa, sino que ya hoy se reconoce como una víctima en potencia. Una forma de democracia también, bien mirado. Un pueblo cuya población se divide en víctimas y verdugos es un invento del siglo XX. La Rusia de Stalin es el ejemplo paradigmático. Quizás, junto con el vodka, su producto nacional más genuino, que siempre que tuvo ocasión trató de exportar a otros países. En un país así las aulas se parecen a las dependencias de las comisarías, y las celdas a las habitaciones de hospital, como cuenta Brodsky en Menos que uno, texto autobiográfico que se inicia con la frase: Puestos a hablar de fracasos

Ha llegado la hora de revisar algunos artículos de fe. “La existencia condiciona la conciencia”. Marx, por supuesto. Bueno, pues, relativamente, o hasta cierto punto, o incluso quizás sea al revés. “Las claves del carácter de un individuo hay que buscarlas en su infancia.” Freud, claro está. ¿Un comentario a la frase de Marx? Qué quieren que les diga. Como hipótesis no está mal. Pero pregúntense ustedes mismos. Los rusos de la época de la que habla Brodsky no iban al psicoanalista. Los españolas de la misma época tampoco, por cierto. Ahora sí. Incluso se hacen ellos mismos psicoanalistas. Hablo de los españoles, de los rusos no sé mucho. Pero entonces, dice Brodsky, no sólo no había, sino que cuando los instintos tropezaban con la conciencia y “descubrían el cerdo que llevamos dentro, recurrimos al alcohol y nos emborrachamos hasta perder el sentido. Creo que ese sistema es eficiente y requiere menos dinero”. Como si les dijera que estoy de acuerdo tal vez sospecharían de mí, les completaré la frase: “Además, pensar que eres un cerdo es más humilde y, en definitiva, más exacto que verte como un ángel caído”. Habría que ser un cerdo para no estar de acuerdo, creo yo.

Joseph Brodsky nació en San Petersburgo, Leningrado cuando el naciera (1940), poco antes Petrogrado, originariamente San Petersburgo, y de nuevo, hasta la fecha, San Petersburgo, pero siempre, al parecer, “Peter” para sus habitantes, significativo y conmovedor detalle. Si eres ruso, nacer y vivir (treinta y dos años en su caso) en esa ciudad, es como un destino. Era, quiero decir, hoy posiblemente no importe tanto, ni el lugar de nacimiento, ni el lugar de residencia, y a lo mejor ya ni el destino. En cierta ocasión, cuenta Brodsky, le pidieron a Mandelstam que definiese el “acmeísmo”, movimiento literario al cual pertenecía, “Nostalgia de una cultura mundial” respondió el poeta. Pues bien, yo creo que esto mismo es lo que sintió Brodsky durante toda su vida. Sin olvidar, por supuesto, que “la cultura es ‘elitista’ por definición y la aplicación de los principios democráticos a la esfera del conocimiento propicia la equiparación de la sabiduría con la imbecilidad”. Esa cultura mundial está compuesta de un puñado, no demasiado numeroso, de ahí lo de elitista sin duda, de nombres propios, y por sus lenguas, las lenguas en las que escriben sus obras, y las lenguas a las que se traducen.

4

Para un poeta ruso nacido en 1940 y forzado a exiliarse, siempre habrá una constelación dominante: Ajmátova, Mandelstam, Tsvietáieva. Y aunque seguramente no es fácil transmitir a los lectores no rusos la inconmensurable altura de la lengua de esta trinidad, Brodsky sí consigue en cambio transmitirnos la altura de sus almas. Nota al pie de un poema se titula uno de los ensayos más largos de esta antología de textos. El poema en cuestión es “Novogodnee” (“Felicitación de Año Nuevo”) de Marina Tsvietáieva, un poema de casi 200 versos que acabaría de escribir el 7 de febrero de 1927 en París, por la muerte de Rilke. Brodsky, en esta nota – es significativo que llame nota a uno de sus textos más largos, sin duda quiere decir que las notas no se definen por su extensión, sino por su contenido – analizará sólo unos cuantos versos y estrofas del poema. Los suficientes sin embargo para transmitirnos la excepcionalidad del poema de Tsvietáieva y la peculiaridad de su método de análisis, que no es, en última instancia, más que una forma de leer poesía. Mejor dicho la forma de leer poesía, que difiere de la forma de leer prosa tanto como difieren sus respectivas escrituras o procesos creativos. Tampoco resulta indiferente que este texto sea el texto central de la antología.

5

Después de Catástrofes en el aire, conferencia en la que da un breve repaso (político como exige el tema) a la narrativa rusa actual, tenemos otro ejemplo de análisis-lectura de otro poema, esta vez de un poeta inglés-americano con bastantes afinidades con el autor. Se trata de W. H. Auden, y su poema “1 de septiembre de 1939”. De modo que la poesía no es tan inepta para hablar de historia después de todo. Como se sabe Auden, además de un enorme poeta, fue un sutil crítico literario, cualidades ambas que comparte con Brodsky, junto con otra característica común que se da tanto en su prosa como en su poesía: la ironía, la divina ironía que hace la lectura de estos textos tan regocijante en ocasiones, y eso que en la ironía anida siempre un fondo de  desesperación. Y a la lectura de este poema sigue el texto Para agradar a una sombra, la de W.H. Auden evidentemente, con el que Brodsky completa su emotivo homenaje a quien consideró “la mayor inteligencia del siglo XX”.

6

Por cierto que en este último texto nos confiesa Brodsky su afición por las fotografías de los autores, particularmente por las de sus autores favoritos, claro está. Una afición muy extendida entre lectores. La fotografía de un autor dice mucho efectivamente sobre el hombre que es, o que fue, o incluso sobre el que será. No tanto como su obra, evidentemente, pues la fotografía también dice algo del fotógrafo que la tomó. Y cuando alguien se interesa por las fotografías de los demás, no se interesa menos por las propias. En Menos que uno tenemos dos fotografías de Brodsky. Una en la cubierta del libro, tomada en 1979 en Estados Unidos, es decir a punto de cumplir cuarenta años el autor, en que aparece sentado, la pierna izquierda sobre la derecha, en una actitud desenfadada como se suele decir, es decir afectando naturalidad. Está probablemente en su habitación (¿la habitación del campus?), libros, papeles, y ropa en un cierto desorden, y mira a la cámara. Parece que acaba de decir algo, o que está a punto de decir algo. La foto es de Dominique Nabokov. La otra, en la solapa del libro, es de Simone Sassen. Un primerísimo plano, a no ser que la foto haya sido recortada. Brodsky, con unas enormes gafas redondas, también mira a la cámara. Un rostro inteligente y hermoso que trasluce experiencia. El tipo de fotografía sin duda con la que un autor querría pasar a la posteridad.

7

La literatura siempre va a la zaga de la experiencia personal, y experiencia es otra forma de llamar a la vida. Cuando va por delante, como ha empezado a ocurrir, se pierde irremisiblemente. El arte no imita a la vida, ni viceversa. Estéril y ociosa polémica romántica. Es la vida la que imita a la vida, y el arte al arte. El arte y la vida son cosas distintas, precisamente en la medida en que son lo mismo.

8

Que el principio democrático no sea aplicable al arte ni a la ciencia ha sido siempre una idea difícil de digerir. Y todavía más difícil de tragar, por supuesto. Que no sea aplicable a la ciencia, pase. Pero al arte, ¿por qué no va a ser cualquiera capaz de producir una obra de arte? Negar la categoría de arte a un hierro retorcido, o a una novela de quinientas páginas sobre una civilización perdida, como si la nuestra no lo estuviera ya bastante, puede colgarnos el sambenito de elitistas que sólo disfrutan con el Ulises, pues al parecer estamos negando el principio democrático por antonomasia de la igualdad del gusto, como si se tratase de la igualdad ante la ley. ¿Acaso no están todos los gustos en la naturaleza humana? Sí, efectivamente, lo están, pero que estén todos no significa que todos sean iguales, sino precisamente lo contrario.

9

El hombre es lo que lee”, nos recuerda Brodsky una vez más. Yo más bien creo que es lo que no lee, aunque ambas frases tal vez quieran decir lo mismo. Pero con un matiz. Quien es lo que lee, se ha encontrado a sí mismo por decirlo así, o si prefieren se ha reconocido a sí mismo. En otros. A través de otros. Mientras que el que es lo que no lee, no sabe todavía quién es. Ni siquiera sabe que es. ¿O tal vez sea al revés?

10

Joseph Brodsky nació en Leningrado en 1940. Murió en Nueva York en 1996. Y está enterrado, por deseo explícito suyo, en el cementerio de San Michele de Venecia, “tras el intento fallido de nacer en ella”. Sobre Venecia, sus viajes y estancias en Venecia, nunca en verano, “tolero muy mal el calor, y las fuertes emisiones de hidrocarburos y sobacos aún peor”, escribió en un hermoso libro.

11

La política llena el vacío dejado en la cabeza y el corazón de las personas por el arte.” (Joseph Brodsky) Esto sería en el caso de que esas cavidades fueran similares. Es decir, cavidades susceptibles de llenarse y vaciarse con cualquier cosa. No lo son. El corazón rechaza la política al parecer, son incompatibles. La confusión se debe a que no todas las pasiones anidan en el corazón, ni todas las ideas en el cerebro. Por lo demás, es perfectamente posible vivir con la cabeza o el corazón vacíos. Incluso con ambos. Al menos lo fue en el siglo XX. Y parece que lo va a seguir siendo en el XXI.

12

En 1985 Joseph Brodsky escribió sobre 1948. Sobre sus padres, ya muertos, claro, a los que en los últimos doce años de su vida manutuvo unidos una llamada telefónica semanal, el envío de cuando en cuando de libros, no de los suyos evidentemente, y la esperanza de un permiso para viajar que nunca llegó. Brodsky escribió esto: “Se tomaban todo con naturalidad: el sistema, su impotencia, su pobreza, su díscolo hijo. Simplemente procuraban sacar el mejor partido de todo: tener siempre comida en la mesa – y, fuera cual fuese ésta, convertirla en bocados exquisitos --, llegar a fin de mes y, aunque siempre vivíamos al día, ahorrar algunos rublos para el cine del niño, visitas a museos, libros, golosinas. Los platos, utensilios, ropa, mudas que teníamos estaban siempre limpios, bruñidos, planchados, remendados, almidonados. El mantel estaba siempre impoluto y recién planchado; la pantalla de la lámpara por encima de él, limpia de polvo; el entarimado, barrido y reluciente.”         



[1] Joseph Brodsky, Menos que uno. Ensayos escogidos. Traducción de Carlos Manzano. Madrid: Siruela, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

Relámpagos

14 de octubre de 2013 08:22:45 CEST

Uno prefiere saber cuándo nació, en la medida de lo posible, estar al tanto del instante numérico en que todo arranca, en que la trama comienza con el aire, la luz, la perspectiva, las noches y los sinsabores, los placeres y los días. Ello permite disponer de un primer punto de referencia, de una señal escrita, de un número útil para los cumpleaños. Marca también el punto de partida de una pequeña noción personal del tiempo cuya importancia es de todos sabida, tan es así que la mayoría de nosotros decide, acepta lle­varlo permanentemente consigo, desglosado en cifras más o menos legibles y aun a veces fluorescentes, fijado con una pulsera en la muñeca, la izquierda con más frecuencia que la derecha.

Pero ese momento exacto Gregor no lo conocerá nunca. Nació entre las once y la una de la mañana. Las doce en punto, poco antes o poco después, nadie sabrá decírselo. De modo que ignorará durante toda su vida qué día, víspera o día siguiente, podrá celebrar su cumpleaños. Esa cuestión del tiempo, con ser tan común, será pues para él un primer asunto personal. Pero el que no se le pueda informar de la hora con­creta en que vino al mundo obedece a que tal evento se produce en condiciones caóticas.

Al principio, minutos antes de que aflore del vientre de su madre y cuando todo el mundo se afa­na en el caserón –gritos de amos, encontronazos de criados, tropezones de criadas, peleas entre comadro­nas y gemidos de la parturienta– se desata una vio­lentísima tormenta. Precipitaciones granulosas y muy densas que provocan un fragor regular, afelpado, susurrado, imperioso como si quisiera imponer el silencio, dislocado por cortantes movimientos de aire. Después, y sobre todo, un viento perforante de gran magnitud intenta derribar esa casa. No lo logra pero, forzando las ventanas abiertas de par en par, cuyos vidrios saltan y cuyas maderas comienzan a batir, mandando a volar las cortinas al techo o aspirándolas hacia el exterior, se adueña de la casa para destruir su contenido y permitir que lo inunde la lluvia. Ese viento lo hace bailar todo, vuelca los muebles al le­vantar las alfombras, rompe y disemina los objetos que descansan sobre las chimeneas, voltea en las pa­redes los crucifijos, los apliques, los marcos, invir­tiendo paisajes y retratos de cuerpo entero. Apaga también todas las lámparas, trocando en columpios las arañas cuyas velas se extinguen al instante.

El nacimiento de Gregor transcurre pues en esa estruendosa oscuridad hasta que un relámpago gi­gantesco, denso y ramificado, torva columna de aire inflamado en forma de árbol, de raíces de ese árbol o de garras de rapaz, ilumina su aparición hasta que el trueno ahoga su primer llanto mientras el rayo incendia el bosque colindante. Es tal el desbarajuste que se organiza que en medio del pánico general nadie aprovecha el vivo fulgor tétanisé del relámpago, su pleno e instantáneo resplandor, para consultar la hora exacta, aunque en cualquier caso, las péndolas, por mor de antiguas divergencias, hace tiempo que no coinciden.

Nacimiento al margen del tiempo, por lo tanto, y al margen de la luz, pues de ese modo se alumbra la gente por aquel entonces, a base de cera y de acei­te, todavía no se conoce la corriente eléctrica. Ésta, tal como la utilizamos en la actualidad, tarda aún en imponerse en los hábitos, y ha de pasar no poco tiempo para que se le preste atención. Como para solventar ese otro asunto personal, Gregor lo tomará a su cargo, a él corresponderá ponerlo en marcha.

 

2

 

Tales venidas al mundo pueden ponerle a uno un tanto nervioso, por lo que su carácter se perfila muy pronto: receloso, despectivo, susceptible, cor­tante, Gregor resulta ser precozmente antipático. Se hace notar por sus caprichos, cóleras, mutismos, arrebatos y actos intempestivos, destrozos, roturas de objetos, sabotajes y otros desperfectos. Sin duda para solventar ese asunto del tiempo que le trae obsesio­nado, se dedica en cuanto puede a desmontar todas las péndolas y relojes de la casa, por supuesto para montarlos acto seguido, pero observando no sin rabia que, si bien la primera etapa de tales operaciones funciona siempre, el éxito de la segunda es mucho más infrecuente.

Con todo, se muestra también harto impresio­nable, nervioso, frágil y especialmente sensible a los sonidos de manera poco normal, agobiado en dema­sía por toda suerte de ruidos, rumores o vibraciones, ecos: aunque éstos sean sumamente lejanos, imperceptibles para cualquier otra persona, a él pueden causarle inquietantes arranques de furor. Sufre asi­mismo serias crisis en el transcurso de las cuales, viendo y reviviendo aun bajo un cielo sereno el re­lámpago de su nacimiento, presenta accesos de des­lumbramiento que le hacen parecer ciego, suscitando el pánico de su familia y los perplejos movimientos de cabeza de los médicos al punto convocados. Sobre ese fondo desordenado, su crecimiento se produce a un ritmo anormalmente rápido, se pone muy alto muy deprisa, y más alto que todo el mundo todavía más deprisa.

Tan tormentoso desarrollo tiene lugar en un lugar del sudeste de Europa, lejos de todo salvo del Adriático, en un pueblo perdido, encajonado entre dos cadenas de montañas y sin posibilidad de recurrir a médicos del alma cercanos. Gregor recobra el so­siego a ratos contemplando las aves durante horas. Pero si bien tales turbulencias de carácter hacen temer al principio que muden en lamentable locura, sus allegados no pueden sino constatar que su inteligen­cia se despliega a un ritmo más vivo si cabe que su morfología.

Tras dominar en un santiamén media docena de lenguas, despachar distraídamente su currículo sal­tándose un curso de cada dos, y sobre todo solventar de una vez por todas el asunto de los relojes –que logra desmontar en un instante, con los ojos venda­dos, hecho lo cual todos marcan eternamente la hora exacta con un margen de nanosegundos–, se labra un primer puesto en la primera escuela politécnica a mano, lejos de su pueblo, donde absorbe en un abrir y cerrar de ojos matemáticas, física, mecánica y quí­mica, conocimientos que le permiten a partir de entonces concebir objetos originales de todo tipo, mostrando un singular talento para esa actividad. Su memoria es en efecto tan precisa como la fotografía recientemente descubierta y, sobre todo, Gregor po­see el don de representarse interiormente las cosas cual si existiesen previamente a su existencia, de ver­las con tal precisión tridimensional que, en el impul­so de su invención, no necesita boceto, esquema, maqueta ni experiencia previa. Al considerar de in­mediato como auténtico aquello que imagina, el único riesgo que corre, y que quizá correrá siempre es confundir la realidad con lo que proyecta.

Y como no tiene tiempo que perder, los disposi­tivos que idea no caen en lo accesorio ni en lo trivial, ni en el detalle. A Gregor no se le ocurrirá nunca perfeccionar una cerradura, mejorar un abrelatas o apañar un encendedor de gas. Cuando le vienen las ideas a la cabeza, surgen raudas de arriba, de muy arriba, de la inmensidad cósmica y el interés univer­sal.

Y así, una de las primeras es la de un tubo insta­lado en el fondo del Atlántico que, entre otras pres­taciones, debería permitir intercambiar rápidamente correo entre América y Europa. Gregor pergeña pri­mero los planos detallados de un sistema de bombeo, encargado de enviar agua a presión por ese conducto con el fin de impulsar los recipientes esféricos que contienen la correspondencia. Pero el problema de la resistencia originada por el frotamiento del agua en el tubo, demasiado fuerte, lo llevan a abandonar en proyecto en beneficio de otro no menos ambicioso.

Se trataría de construir un gigantesco anillo en torno a nuestro planeta, por encima del ecuador y girando libremente a la misma velocidad que aquél. Comoquiera que la fuerza de reacción permitiría inmovilizar ese anillo, podríamos subir dentro y girar alrededor de la Tierra a mil seiscientos kilómetros por hora, admirando sus paisajes, o más exactamente sería ella la que giraría debajo de nosotros; conforta­blemente acomodados en asientos –cuyo diseño y ergonomía Gregor ha previsto distraídamente, pero con precisión–, daríamos la vuelta a la Tierra en el día.

Como puede verse, no son proyectos de poca monta, pues a Gregor sólo le interesa medirse con amplias dimensiones. Muy pronto, entre éstas, le embarga la certeza de que podría hacer una cosilla por ejemplo con la fuerza mareomotriz, los movi­mientos tectónicos o la radiación solar, elementos por el estilo –o, por qué no, siquiera en plan de entreno, con las cataratas del Niágara, de las que ha visto gra­bados en los libros y que se le antojan bastante a su medida. Sí, el Niágara. El Niágara estaría bien.

Entretanto, con sus títulos arrugados en los bol­sillos, Gregor marcha a trabajar al oeste, a algunas de las grandes ciudades de la Europa occidental donde sus capacidades, según le han asegurado, hallarán un terreno más fértil para desarrollarse. Ejerce distintas actividades de ingeniero, de experto, sin que ninguna la satisfaga, y, para hacer algo entre las horas de ofi­cina, construye su primera máquina seria. Se trata de un motor de inducción y corriente alterna de carác­ter novedoso, que presenta con su habitual arrogan­cia a sus colegas y ante el cual éstos tuercen el gesto durante largo rato. Al final, tras tragarse la envidia y obligados a admitir que ese aparato podría trastocar­lo todo, los colegas se dominan, sobrellevan su fasti­dio y le sugieren que no se detenga: tal vez le conven­dría marcharse más al oeste, donde un terreno nuevo, más rico y abonado, permitiría que sus ideas alcan­zaran su pleno desarrollo. Cabe suponer que tales consejos no sin del todo desinteresados y que los colegas ven así el modo de deshacerse de Gregor quien, amén de antipático, empieza a resultar un tanto pesado.

       Sucede también que, en efecto, incluso pasada la fase en que el crecimiento decae, Gregor continúa creciendo.

 

3

 

Con veintiochos años de edad, y ya dos metros de estatura, Gregor decide tomar un barco hacia los Estados Unidos de América. Desembarca en un mue­lle de Nueva York provisto de su pasaporte y de su bombín, de una maletita con apenas ropa, de otra con apenas instrumentos, de veinte dólares doblados en un bolsillo y en otro bolsillo una carta de reco­mendación para Thomas Edison.

Edison es un inventor rico y poderoso, director de la sociedad General Electric y tan famoso univer­salmente que por ejemplo, en vida, ha accedido ya al estatuto de personaje central de una novela de Villiers de L’Isle-Adam publicada por entregas a la sazón en París en la revista La Vie moderne. Autor de mil no­venta y tres inventos –sin empacho en atribuirse un buen número de ellos realizados por otros–reivindica fundamentalmente los del teléfono, el cine y la gra­bación de sonido, por no hablar de la electricidad, tema que ocupará no poco nuestra atención.

Después de inventar, tras múltiples otras cosas, la bombilla de incandescencia, Thomas Edison ha ideado un sistema de distribución para alimentar esas bombillas e inaugurar, dos años después, la primera central eléctrica del mundo. Al llegar Gregor, ésta suministra ya corriente continua de 119 voltios a cincuenta y nueve clientes residentes en Manhattan, en la inmediata periferia del laboratorio de Edison, pero, para el inventor, eso sólo supone un comienzo: acaba de desarrollar el sistema creando una red que comunica distintas fábricas y manufacturas, así como teatros repartidos en todo Nueva York. Todo ello está pidiendo a ojos vista ampliarse, pero requiere apor­tación de fondos e inversiones. Con todo, los finan­cieros no parecen acabar de calibrar las ventajas de esa electricidad, salvo el más rico de todos ellos, un tal John Pierpont Morgan. Temible, temido por su poder y su endiablado mal genio, John Pierpont Morgan lo es también por su clarividencia: prefirien­do callar y aguardar el momento propicio, ha com­prendido enseguida que, tras la invención del torni­llo por Arquímedes, esa energía es lo mejor de cuanto se ha descubierto en la historia de las ciencias.

Gregor, con ser muy guapo no obstante su gigan­tismo, espigado, distinguido, de apariencia resuelta, largo rostro acotado por un elegante bigote, se mues­tra bastante intimidado al llegar a casa de Edison aun cuando éste no descolle por su físico, y tal vez preci­samente por eso. Thomas Edison es un hombre feo, encorvado, desmañado y desagradable, que camina arrastrando los pies, de mirada huidiza, siempre em­butido en batas de algodón beige o tirando a marro­nes, confeccionadas por su mujer y que se abotona hasta la barbilla. Amén de eso, es sordo desde los trece años a resultas de una escarlatina traicionera, cuyo obstáculo no le impidió imaginar y construir, siete años atrás, el primer fonógrafo.

Encima, cuando Gregor se presenta en su casa, Edison está de un humor de perros: en los últimos días se multiplican los incidentes en las instalaciones que trabajan con corriente continua, tanto en algunas empresas como en domicilios de particulares. Tras acudir todos sus ingenieros a reparar urgentemente la de los Vanderbilt, en la Quinta Avenida, una com­pañía de navegación acaba de comunicarle en ese instante que las dinamos del paquebote Oregon, su­ministradas por su sociedad, sufren también averías. Al tener que permanecer atracado, la compañía pier­de a diario cuantiosas sumas y amenaza con quere­llarse contra Edison. Éste, tan avaro como desagra­dable, carece de personal disponible cuando Gregor le alarga tímidamente la carta, que expone sus cuali­dades de electricista. Por si las moscas pero sin abrigar esperanza alguna, Edison echa un vistazo al papel, sin mirar siquiera al joven, y lo envía a analizar la situación a bordo del Oregon.

A Gregor le cuesta lo suyo dar con el puerto y con el muelle donde está amarrado el paquebote, sobre el que vuelan gaviotas que captan su atención, pues siempre le ha interesado todo cuanto vuela, en especial, vete a saber por qué, palomas de toda suer­te, tórtolas y demás familia. Pero en fin, los gaviones tampoco carecen de interés. Tras mirarlos planear y zambullirse un rato, un hosco sobrecargo le indica el camino de la sala de máquinas, donde se encierra a solas con sus instrumentos. Se pone enseguida manos a la obra y arregla las dinamos durante la noche. Cuando regresa a las oficinas de Edison a la mañana siguiente, éste, sin decir una palabra, lo contrata como ayudante a cambio de un sueldo de botones.

 

4

 

Ayudante, para Edison, significa, lejos de hombre de confianza, peón, criado para todo, y el papel de Gregor residirá sobre todo en obedecer a las imposi­ciones más diversas. Quehaceres domésticos, incluso caseros, sin derecho alguno a expresar su opinión, asumiendo no obstante una guardia permanente para solucionar los percances cada vez más frecuentes que se producen en las instalaciones realizadas por la General Electric. La persistencia de tales averías ter­mina por insinuarse en la mente de Gregor y acre­centar una duda sobre el principio mismo de los equipamientos de Edison, a saber la corriente conti­nua.

Intentemos comprender esa corriente continua. Se trata de una corriente –es decir de un desplaza­miento de la electricidad, digámoslo así–, en la que los electrones circulan en un solo sentido. Las dina­mos generan una tensión bastante débil, lo cual re­quiere una importante intensidad. De ahí la necesidad de utilizar gruesos cables, exponiéndose con ello a pérdidas importantes, pues la resistencia de dichos cables transforma parte de la corriente en calor. Y quien dice calor dice en breve tiempo chispa, ignición, desastre, agentes de seguros y bomberos, es una lata. Por otra parte, la corriente continua no puede trans­portarse a más de tres kilómetros en esos cables, in­capaces de soportar tensiones altas imprescindibles para las transmisiones lejanas. Así pues, es necesario vivir, como los vecinos de Edison, cerca de una cen­tral para beneficiarse de la electricidad. Además y por consiguiente, el sistema adolece de graves deficiencias: incendios regulares, averías crónicas y accidentes frecuentes: demandas, juicios, indemnizaciones. Diga lo que diga Thomas Edison, la cosa no funciona.

Gregor, durante sus estudios, ya había detectado que la cosa no funcionaba al observar una máquina de tipo similar que le había mostrado su profesor de física. Como producía demasiadas chispas, Gregor había sugerido tímidamente sustituir la corriente continua por corriente alterna, es decir una corrien­te que cambiara regular y periódicamente de sentido. El docente se encogió de hombros argumentando que semejante idea entraba en el ámbito del movimiento perpetuo y por ende de lo imposible, de modo que Gregor no insistió.

        Ahora que trabaja en la General Electric, Gregor ha apuntado un par de veces la hipótesis de la co­rriente alterna, pero comoquiera que Edison ruge ante tal evocación como ante la del Anticristo, Gregor sigue sin insistir. Entretanto, por más que haya sabi­do ganarse la estima de su jefe resolviendo numerosos problemas técnicos, y trabajando siete días por sema­na a razón de dieciocho horas diarias, ha surgido una duda en la mente suspicaz de Edison: el hecho de que un elemento tan competente, tan entregado, pueda sugerir una solución distinta de la corriente continua, hace nacer y desarrollarse su recelo. Cuando ya Gre­gor describe a Edison cómopodría mejorar el rendi­miento de su generador, Bien, le dice el jefe, pues adelante. Cincuenta mil dólares si lo consigue. Gre­gor se pone manos a la obra, y transcurren seis sema­nas al cabo de las cuales el generador ha recuperado, en efecto, su plena forma. Gregor se apresura a co­municárselo a su empresario.

Bueno, exclama Edison repantingado en su bu­taca, bien, muy bien. De verdad –se inquieta Gregor–, está usted contento. Encantado, declara Edison, muy satisfecho. Entonces, se aventura Gregor sin poder terminar la frase. Entonces qué, lo interrumpe Edi­son, cuyo rostro se endurece. Hombre, se envalento­na Gregor, me pareció comprender que cincuenta mil dólares. Pero bueno, Gregor, le ataja Edison descru­zando los pies apoyados encima del escritorio, ¿toda­vía no ha comprendido el humor americano o qué?

       Esta vez Gregor se ha levantado, se ha encami­nado hacia la percha, donde ha descolgado su som­brero hongo, y hacia la puerta, que ha traspuesto sin pronunciar una palabra ni cerrarla tras de sí, acto seguido hacia las oficinas para cobrar su sueldo, y hacia la calle preguntándose qué hará después de esa jugarreta.

Pues muy sencillo, intentará desarrollar en soli­tario su pequeño descubrimiento de la corriente al­terna. Durante los tres meses que ha trabajado en la empresa de Edison, ha destacado muy pronto por su rauda eficacia, por la originalidad de sus soluciones y, en breve tiempo, se reputación de ingeniero se ha impuesto más allá del ámbito de la General Electric. Así pues, Gregor se persona en la sede de un grupo de financieros a quienes expone sus ideas. Estado del sistema, crítica del sistema, modo de mejorarlo, pla­zo seguro y presupuesto exacto.

Y héteme aquí, mira por dónde, que las cosas se han desarrollado de modo satisfactorio. Con su don de lenguas precozmente manifestado y su ya buen conocimiento del inglés, esos primeros años ameri­canos han permitido a Gregor adquirir un dominio casi perfecto del idioma, a los que se suman una elocuencia innata, un talento para escenificar su dis­curso y una fuerza de convicción que no dejará de serle de extrema utilidad. Los financieros se reúnen tras marcharse él y convienen en que ahí hay algo sin lugar a dudas. Convocándolo a los dos días, se decla­ran lo bastante interesados como para proponerle fundar una sociedad a su nombre, la Gregor Electric Light Company, en el seno de la cual podrá desarro­llar sus investigaciones. Huelga decir que, por el hecho de financiarla, ellos serán accionistas mayori­tarios, ya saben ustedes cómo funcionan esas cosas, pero es conveniente que Gregor inyecte fondos a su vez para justificar el nombre de la empresa y su nue­vo estatus. Gregor reconoce que es muy lógico y se deshace de golpe y porrazo de todo el dinero que ha ahorrado durante esos tres años de trabajo en la Ge­neral Electric: todo, o sea nada, aunque no deja de ser todo. Y como ese todo no es suficiente, ahí lo tenemos pidiendo un préstamo con la mayor audacia.

Lo que vino después también sucedió muy de­prisa. Lo poco que le costó inventar una lámpara de arco inmediatamente patentada, fabricada y de in­mediato generadora de beneficios, les costó a sus socios dar un pequeño giro sobre la inversión, giro que les permitió ingresar sustanciosos márgenes de ganancias. Al poco, Gregor se ve expulsado de su propia empresa, que recuperan sus socios, encantados de poder celebrar esos nuevos ingresos con champán. Por lo que a él respecta, lo dejan totalmente desplu­mado. De nuevo lo vemos en la calle, reducido a faenas de picapedrero, peón y mozo de cuerda, cu­bierto de deudas en la industria de la construcción, durante cuatro años.

 

 

(Fragmento de la novela de Jean Echenoz, Relámpagos, que fue publicada por la editorial Anagrama. La traducción corresponde a Javier Albiñana)

Escrito en Lecturas Turia por Jean Echenoz

Alice Munro: Canadá se vuelve cálido

11 de octubre de 2013 08:04:06 CEST

La inmensidad del paisaje rural canadiense, la nieve y el hielo incesante, y la dureza de aquellas vidas de hijos y nietos de pioneros, se vuelven cálidas cuando hablan en boca de Alice Munro. Es en este escenario de sencillez y dureza -bajo el  eco de un país que despega de una depresión y se acerca a un posible resurgir, tras la II Guerra Mundial- donde se mueve Munro en esta ocasión, nueva para nosotros, pero una cita ya lejana en el tiempo, pues (Lives of Girls and Women) La vida de las Mujeres llega en castellano casi cuarenta años después de que fuera escrita y publicada en inglés.

No me pregunten por qué. Ni idea. Mientras tanto, ustedes habrán podido leer sus cuentos en Secretos a voces o Demasiada Felicidad, donde Munro cede la voz a mujeres que  -como dice Muñoz Molina- “tienen la tentación urgente del porvenir y el legado de una memoria que las vincula a un ayer extinguido, opresor y mezquino, marcado por la pobreza y las tristes sombras familiares, pero también iluminado por las sensaciones de la infancia”.

No es exactamente el caso de la protagonista de esta novela, más bien, Del Jordan es una niña que lucha por evitar caer en ese marasmo. Inmersa en el terreno movedizo que supone crecer y elegir, ella se alza serena y conmovedora bajo el perfil de una jovencita desenvuelta y curiosa. Su vida se reduce a los conocidos de su pequeña población, donde toma forma la aventura más universal: la de observar cómo cambia una misma y el mundo a su alrededor.

Con una aparente facilidad y ligereza, Alice Munro novela el camino que tiene que trazar Del, y que ella misma trazó a su manera, para enfrentarse a un mundo de convenciones y reglas definidas por hombres, en el que es difícil para una mujer encontrar su lugar. Por la novela -organizada como una colección de siete relatos y un epílogo- desfilan las dichas y desdichas de un pequeño pueblo canadiense en una época de penurias y cambios sociales que empiezan a olerse desde un territorio vecino, Estados Unidos, y que desembocarán en la posibilidad incipiente de la mujer de decidir sobre su sexualidad, su maternidad, y en clave, sobre su vida.

Desde la granja donde vive Del con sus padres y su hermano, en la difusa frontera que separa la pequeña población de Jubilee del campo, empieza este relato, una suma exquisita de episodios vitales, donde el pasar del tiempo transforma el paisaje y los corazones de todos los personajes. Excentricidades, chantajes sociales, acontecimientos cotidianos, deseos frustrados, suicidios disfrazados de accidentes, marchas repentinas...Todo tiene cabida en Jubilee, donde Del lucha por no seguir el camino marcado por los otros.

La disonancia con voz de mujer

Cuando lees a Munro piensas que -aunque parece no contar grandes cosas, sino narrar una sucesión de hechos que no resultan heroicos o relevantes, centrados en personajes anodinos o excéntricos y sin aventuras deslumbrantes-  en sus historias austeras, sensibles y humildes descubrimos mayores dosis de humanidad, de pasión y de hondura que en grandes peripecias noveladas. La vida de las mujeres es así: sencilla, cercana, sin heroicidades, pero de una hermosura sin límites por lo profundo de su propuesta.

Así suena la voz de la joven Del, cuya mirada aguda y perspicaz traduce con parsimonia e ironía el mundo que la rodea, empezando por ella misma y su familia. Del observa sin límites y en sus ojos el minúsculo pueblo se convierte en un pequeño mundo de resonancias universales. Y es que, tal como escribe Muñoz Molina, “al gran planisferio de la literatura moderna Alice Munro ha añadido su rincón apartado de la provincia de Ontario, habitado por mujeres tan bravas y rectas como ella, por seres ásperos, pintorescos y perdidos de un mundo que ya no existe. Su naturalidad es tan perfecta, sus personajes parecen tan comunes, que no siempre se advierte a primera vista la magnitud de su talento”.

Del -esa niña que sabe observar el mundo y sacar buen provecho de lo que ve- compadece la poquedad del padre, un taciturno que cría zorros para vender sus pieles y que prefiere vivir rodeado de naturaleza que prestar atención a lo que ocurre en su casa; se resigna a duras penas a la vulgaridad de un hermano sin ambiciones ni modales, e ironiza con admiración sobre una madre inteligente y culta, insatisfecha por ese villorrio en el que apenas tiene oportunidad de escuchar la radio, pero tenaz y valiente, que se ha lanzado por caminos de tierra batida a vender enciclopedias.

Es pues en este entorno frío e indomable del universo rural, limitado en el espacio y en el tiempo, donde Munro muestra un repertorio de temas inacabables y donde su sencillez se vuelve grandiosa mientras la pequeña Del se construye como mujer y escritora.

Con un tono íntimo y austero pero recubierto de humor, Munro y Del nos arrastran a otras vidas. Ambas se alían en una elegancia innata; una manera especial de contar las situaciones cotidianas; de lidiar con Dios y con el sexo, y bajo esa gracia casi divina capaz de modelar unos personajes tan cargados de humanidad que parece que se nos aproximan físicamente.

Desde el principio de la novela, si algo tiene claro Del es la capacidad  de decidir sobre ella misma. Tenaz y resuelta, entenderá la urgencia de elegir entre la existencia socialmente aceptada y una vida que está en otra parte. En esta elección se asoma, sin duda, aquella Alice Munro que desde niña “se había sabido rara y distinta, y había comprendido que para no sufrir el escarnio de los demás tendría que disimular, fingir que acataba las expectativas permitidas a una mujer”, y como dice Muñoz Molina, “preferir secretamente la vocación de la literatura a la de la maternidad”, lo cual tenía algo de impulso de “perdición”.

En esta perdición se encontró Munro a sí misma y nos encontró a nosotros, en sus tantos relatos y en su única novela, estrictamente hablando. En ella -escrita a sus cuarenta años hace ahora cuarenta años- asomaban ya todo el talento, la ironía y el modo tan peculiar de ver la realidad con que sigue sorprendiéndonos todavía.- LOURDES TOLEDO.

 

Alice Munro, La vida de las mujeres, Barcelona, Lumen, 2011.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lourdes Toledo

J'attendrai

10 de octubre de 2013 08:33:35 CEST

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Escrito en Lecturas Turia por Pere Gimferrer

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