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Océano

27 de septiembre de 2013 13:03:55 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

La encontré en el paseo de la playa.

Vengo aquí a ver el mar, me dijo.

 

He vuelto allí. En los graznidos

de las gaviotas oigo la feroz

voz sensual de una mujer.

 

Vengo aquí a ver el mar. 

Delante de las olas lo repito.

Hacia dentro. Para nadie.

 

Escrito en Lecturas Turia por Joan Margarit

El pozo

27 de septiembre de 2013 12:58:46 CEST

Ahora creo que fue así. Habíamos estado en San Juan de la Peña, una especie de monasterio con tumbas de reyes que en lugar de techo tiene una montaña de roca que parece que en cualquier momento va a dejarse caer aplastándolo todo, pero pasan los siglos y sigue allí. Íbamos los del taller de soldadura casi al completo, sólo los rajados de siempre se habían quedado en Madrid, como Fernandito, Subnormal Casillas, el Babas y unas cuantas chicas que sus padres no querían que se quedaran preñadas o algo así. Esos antros de garantía social es lo que tienen, las malas compañías están aseguradas y los amigos, con suerte, van apareciendo a la vez que los problemas. Conmigo, por ejemplo, no paran de meterse en todo el tiempo, me van cambiando el mote para ver cuál me duele más y dejármelo fijo. Es como si jugaran a ver quién es el primero que me arranca la crisis, aunque para eso hace falta humillarme bastante. En esos ataques empiezo a respirar cada vez más fuerte y los chavales se asustan porque dicen que se me pone una cara de loco y que los ojos se me vuelven sanguinolentos como un muslo de pollo medio crudo, entonces todos huyen de mí como de un resucitado y yo acabo en un rincón golpeándome la cabeza contra las paredes. Son como un pozo lleno de bultos negros, mis crisis.  Luego casi nunca me acuerdo de nada, es decir, recuerdo un poco el miedo pero no los motivos, se me queda como una sombra de todos esos nervios, el eco de una voz que no comprendo. No sé por qué lo hago. Es como lo de las heridas, me gusta hacerme cortes en el brazo y luego ir vigilando cómo se van curando solas, a veces les pongo un poco de saliva y las acaricio despacio o me arranco trocitos de costra con las uñas. Siempre llevo rajas más viejas y más nuevas, en ellas observo cómo trabaja el tiempo, otros lo hacen con las plantas de un jardín, cortan rosas y ramas que sobran y miran el paso de los meses en los brotes recién nacidos y en las hojas que se secan. Yo no tengo jardín, tengo estos brazos heridos que me recuerdan el tiempo y que estoy vivo y lleno de glóbulos y cosas que hacer. El tiempo a secas no se puede mirar, tiene que ser con heridas o flores o una roca llena de musgo a punto de desplomarse sobre un monasterio. No sé: algo.

Esta vez no podía quedarme en casa porque el viaje era, entre otros sitios, al castillo de Loarre. Yo soy mucho de castillos. Tenía que estar allí, antes que cualquiera de ellos yo tenía que estar allí, las cosas siempre tienen un precio y llega un momento en que las collejas ya casi no hacen daño, tú acabas tomando cariño a quien te roba la gorra o te escupe en la cara y él a su manera también te quiere a ti, o quizá ésa no sea la palabra, quizá no sea querer.  Además a esta excursión también se había apuntado Vanesa Calvo, la chica de la que hablamos, ¿no es eso?,  aunque yo siempre la llamaba Ojitos. Ojitos esto, Ojitos lo otro, y  ella hacía caso, parece que no le disgustaba ese nombre. Hablaba poco Ojitos, era tirando a cortada, muy para adentro, pero qué melancolía tenía la jodida, siempre tan callada, qué manera de mirar y, sobre todo, qué difícil era no mirarla sin parar. Siempre se estaba recogiendo el pelo y cuando ya lo tenía a su gusto volvía a soltarlo de golpe y empezaba otra vez a hacerse esa especie de coleta que no terminaba nunca, se peinaba con los dedos hacia atrás y andaba todo el tiempo enredando con sus pequeñas cosas, el walkman, las gafas de sol y todos los chismes que llevaba en un bolsito pequeño con cremallera: cacao para los labios, anillos de plástico y un móvil anticuado que no le sonaba nunca. Era tan difícil para mí no mirarla que ya todo el mundo hacía bromas con eso, que si novios, que si tal, todo para ver si nos poníamos colorados o a mí me venía la crisis. Si no hubiera sido por tanta burla habría intentado sentarme a su lado en al autocar, pero así nada, en la otra punta, cada uno con sus pensamientos, yo mirándome las heridas y ella con los auriculares puestos, como en otro mundo, mirando por la ventanilla cómo nos acercábamos a Loarre. Me hubiera gustado decirle lo que pienso en ella por las noches, cuando el novio de mi madre me obliga a apagar la luz y me quedo tan a solas que casi da miedo. Y también decirle lo máximo en esto del amor, lo que no creí que nunca jamás llegaría a pensar: decirle que por ella espero el lunes; por ella, que casi nunca me dirige la palabra.

Yo soy mucho de castillos, digo, me encanta un buen ariete reventando una puerta, imaginar todo eso, mazas que hacen añicos los huesos de los caballeros, cadenas clavadas a la piedra y el aceite hirviendo cayendo desde las almenas, batallas en los que todos sudan y sangran y los hierros hacen chispas al chocar y los heridos maldicen a gritos y se retuercen en la tierra como lombrices rotas. Lo he visto en películas miles de veces, y en libros ilustrados y en tebeos, pero quería estar en el sitio exacto, tocar los muros, mirar desde las torres, ver el mismo paisaje que un guerrero al morir, un guerrero cualquiera y de verdad, imaginar el vientre del buitre tan sombrío tal como él debía de verlo desde el suelo con las entrañas en la mano, el polvo que mordía mientras humeaban las ruinas.

En el autocar la mayoría de los chicos se habían colocado en las últimas filas e iban bebiendo latas de cerveza que habían comprado en una de las paradas. Llevaban las mochilas llenas de botellas. Dicen que vayamos donde vayamos tiene que notarse bien que somos de San Cristóbal de los Ángeles. No sé cómo se consigue eso, pero supongo que tiene que ver con los berridos y las mochilas llenas de botellas. Lo hacían medio a escondidas aunque en realidad Bubu, el monitor, siempre hacía la vista gorda en ese tema porque a fin de cuentas todos habíamos cumplido los dieciocho y, qué coño, él bebía más que nadie, todos los lunes se hacía el chulo contándonos su sábado noche, lo que se metía en el cuerpo, las tías que se levantaba y las horas que resistía sin dormir por bares que él se sabe, garitos que no cierran nunca y donde puedes encontrar las músicas y las mujeres más salvajes.

Y yo diría que más o menos fue así. Al entrar al castillo me olvidé del mundo y eché a correr escaleras arriba, quería subir a todas las torres a la vez, asomarme a los precipicios, gritar desde lo alto. Lamenté que el Babas no se hubiera animado a venir, es el que más sabe de cábalas y cálices, él me ha enseñado casi todo lo que sé sobre esa vida escondida debajo de la vida; se las hubiera arreglado para encontrar entre los muros pasadizos y rastros de un enigma de siglos, quizá la puerta de entrada a una biblioteca secreta con libros forrados de terciopelo negro, Las Clavículas de Salomón, por ejemplo, y recetas malditas para vencer a Dios. Con el Babas siempre hablábamos de estas cosas, de castillos o misterios, de si un espectro puede estar ensangrentado o no o de donde proceden los aullidos que se escuchan a veces en los pasillos. En cambio con estos otros es inútil, no vale la pena, es gente a la que tienes que explicárselo todo, todas las clases de misterios que hay, voces en sitios que no hay nadie, seres que por ejemplo vienen de otro mundo, ánimas y así, para ellos son todo cuentos chinos, se parten de la risa, pero a mí es que éstas son las cosas que me gustan, un crucifijo invertido, bosques de nieblas y tumbas, pucheros con pócimas. No sé cómo decirlo: yo amo el más allá.

Y creo que fue así. Nos habíamos sentado unos cuantos en corro en la oscuridad de las mazmorras y alguien sacó una botella de pipermín. Estuvimos hablando de todo y de nada hasta que empezaron con el tema de siempre: que si ya le había entrado a la Ojitos, que si anda pidiendo guerra, cosas que no me gusta hablar con ellos porque es como si lo ensuciaran todo, absolutamente todo, su cara, su nombre... Nos prepararon una especie de encerrona a la Ojitos y a mí y cuando nos quisimos dar cuenta estábamos solos en el castillo. Se fueron todos y le dijeron al tipo de la entrada que ya podía cerrar las puertas porque no quedaba nadie dentro. Bubu nos echó en falta en el autobús pero le dijeron que hacía un rato ella y yo nos habíamos bajado caminando al camping que es donde íbamos a dormir. Eso dicen, aunque yo creo que Bubu estaba también en esa especie de broma de hacernos pasar una noche juntos para ver cómo me las arreglaba yo con mis fantasmas, y si me decidía a atacar y, sobre todo, para fabricar la anécdota que luego contarían en San Cristóbal, de bar en bar, riéndose de nosotros, la historia de los dos tímidos encerrados durante toda la noche en un castillo, borrachos, que se abrazarían por el frío y por el miedo y por tanto pipermín y por la luna allá arriba que dibujaba el perfil de un lobo en cada matorral.  

Nos parecíamos en mucho, Ojitos y yo, los suspensos del instituto, lo solos que estábamos en aquel taller ocupacional, el mal rollo en nuestras casas, la marca de tabaco, y creo que en más cosas, cosas que ahora mismo no sé decir. Un desaliento, puede ser, un cansancio. Pero casi nunca habíamos hablado en serio porque yo me ponía como nervioso y ella empezaba a mirar hacia abajo y al final lo más cómodo era decirnos hasta luego y seguir cada uno con lo nuestro, ella con sus músicas secretas y yo con mis revistas de misterios y cruzadas, mi cajita con tranquilizantes, mis charlas con el Babas y poco más. Ahora quizás podría hablarle, con tanto alcoholo en el cuerpo y la noche entera por delante llena de sombras y gritos de pájaros y el viento girando en las torres. Aunque yo soy mucho de castillos, pero no como para quedarme atrapado en uno de ellos tantas horas  en la oscuridad y teniendo que cuidar de una muchacha tan frágil que además ahora empezaba a echarme las culpas de todo lo que había pasado. Una cosa es que yo fuera un puto pardillo, decía, y otra que a ella quisieran meterla en el mismo saco, sólo por las tonterías que yo iba diciendo por ahí, que si me gusta, que si Ojitos, que si mierda. Me odiaba a mí en vez de odiarlos a ellos y llegó a decir que hubiera preferido quedarse encerrada con cualquiera del grupo antes que conmigo.

Y no me acuerdo de mucho más. Sé que me estuve golpeando la cabeza contra una piedra de la muralla, sé que vomité bilis y mentas, recuerdo bien esa mezcla de sabores; que me estuve repasando heridas viejas del brazo con un cortaúñas, eso y unas cuantas imágenes sueltas, como de una película antigua que pasara a toda leche por la pantalla, Ojitos y su cara de terror, lo suave que es, lo suave que era quiero decir, escaleras que se perdían en la tiniebla, laberintos negros, la sombra de un arquero en la torre del homenaje y también cómo me faltaba el aire, un dolor en el cráneo y mi amor allí, insultándome. 

No sé cómo hay gente que puede pensar eso, lo de que la maté y toda esa historia. Gente que no lo dirías, que te has tomado con ellos mil cervezas, sabes, y ahora esto, ahora te señalan con el dedo, míralo, allí está el monstruo, me señalan y me insultan hasta cuando estoy dormido, me despierto hecho una sopa, vivo como con fiebre. La veo allí muerta fondo del pozo, tal como decían los periódicos, acurrucada, en posición fetal como si realmente no hubiera vivido, como si todo para ella hubiera sido un mal sueño, todos los fracasos, los suspensos, la melancolía, la soledad de su música invisible, un mal sueño nada más.

Yo veo que a otros presos les mandan revistas y cosas para merendar. Yo si recibo algo es cualquier anónimo en el que un desconocido me explica despacio cómo se despacharía conmigo si me tuviera a tiro, cómo me rajaría, qué haría con mi piel, qué haría con mi corazón. Dicen que si confieso y firmo todos los papeles la pena será mucho más corta. Pero ahora no sé, estoy un poco confuso. De todas maneras, suponiendo que haya sido yo, ¿cuánto le cae a uno por querer así, tan torpemente, es decir, cuántos años te meten por amar hasta la muerte?

 

(Este relato formó parte del libro Sólo de lo perdido, editado por Destino)

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

El destino del artista

26 de septiembre de 2013 11:59:28 CEST

Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948) es un escritor extraño, por no decir insólito. Su obra, aquilatada por el humor y un sentido de la realidad que no excluye jamás los espejismos, arranca de una tradición imposible en la que se mezclan Salvador Dalí, Ramón Gómez de la Serna, Buñuel, Gombrowicz, Pessoa y Rafael Dieste. Sin necesidad de remontarnos a sus primeros libros de textura y aventura vanguardista, debemos evocar algunos títulos de un puro malabarista, de un orfebre de la imaginación cuyo corazón rebosa una erudición imperceptible y la enfermedad incurable de la lectura. Así, sojuzgó a escritores tan personales como Álvaro Mutis o Bioy Casares con su Historia portátil de la literatura abreviada, y logró una maestría diáfana y preciosista en sus dos últimos libros de relatos: Suicidios ejemplares e Hijos sin hijos. Ambos venían a ser dos modelos de novelas disgregadas, libres, cuya unidad de acción venía dada por una idea moral del destino y de la libertad, y por la acumulación de caracteres comunes de los personajes.

Su última entrega es propiamente una novela: Lejos de Veracruz (Barcelona, Anagrama, 1995) donde el autor -fiel a su modo de recrear los viajes y sus propias experiencias- narra la concesión de un premio literario que otorga una revista femenina en Teruel a uno de los protagonistas, Antonio Tenorio (suplantado para la ocasión por su hermano Enrique, el manco Enrique, que siempre aborreció la literatura y la arrogancia del arte). Ese pretexto permite al autor catalán no sólo revivir una de sus estancias en la ciudad mudéjar o recordar al padre Polanco, sino enfrentarse con sagacidad y burla a la feria de las vanidades del universo de las letras. Este episodio es una excursión afectuosa y sentimental en una novela impresionante en su vastedad, en su ambición, en su intensidad lírica. Algo así como un guiño distanciador. Podríamos decir que Lejos de Veracruz es un compendio de la producción anterior de Vila-Matas y a la vez un pantano cuyas olas se expanden con una fuerza voraginosa y embrujada. El escritor no renuncia del todo a su pasado, a su trayectoria si se quiere experimental, afectada de literatura y de prodigios, de juegos y citas clandestinas, pero en esta obra hay otra sedimentación, una madurez narrativa incuestionable, el impulso de una escritura muy sólida y elaborada. Los sentimientos bullen con energía, con rabiosa sinceridad. Aquí reaparece la meditación sobre el destino del artista, reaparecen los lugares legendarios que se alzan y se esfuman en medio de boleros desesperados y de olores a mezcal y tequila, como Veracruz, Jalisco o el París de Baudelaire, pero también la pasión, la tragedia, la paradoja, la referencia a otros libros (Pedro Páramo y Bajo el volcán, las novelas de Sergio Pitol, entre otros) y una atmósfera de fatalidad.

El libro se centra en la historia de los hermanos Tenorio: Antonio, escritor e impostor de travesías que acabará arrojándose al vacío mientras redacta un libro titulado simbólicamente El descenso; Máximo, el artista genial y huraño que renuncia a todo por la sensualidad devoradora de una mujer. Poco a poco, el tercer hermano -que había repudiado los aspectos más grotescos de la creación- se verá en la necesidad íntima de contar los avatares de su saga y en convertirse en escritor. Pero antes, como sus hermanos, habrá orillado el desenfreno, el fracaso, el amor romántico, el amor ardiente y tal vez infame, primero con ese relámpago de brillo fugaz que es Carmen (Vila-Matas, al relatar esa celebración de la ternura, incorpora una novela minúscula, un oasis de voluptuosidad a su relato) y luego con ese torbellino oscuro y malicioso que es Rosita Boom Boom Moreno. Al final, la moraleja es evidente: los tres Tenorios -que nos harán recordar a estirpes de escritores como los Goytisolo o los Panero- han perdido en la travesía del arte y de la vida.

Vila-Matas cuenta la existencia de los Tenorio sin apenas caídas: emplea el hilo del tiempo a su antojo y arma su ficción siempre con un castellano brillante que explora en muchos instantes los sonidos de la poesía, el virtuosismo, la reiteración más expresiva, el desplazamiento sutil de los epítetos. La acción se registra en el dietario de los tres tucanes donde se recuerdan la severidad del padre, la autodestrucción a la que se entregan los tres integrantes de la saga, el desenfreno, las rarezas, el abrupto descenso al infierno. El escritor catalán, con Lejos de Veracruz, ha construido su mejor libro, una narración turbadora recorrida desde las primeras páginas por los céfiros ardientes y acariciadores de la nostalgia acérrima: “La nostalgia de un lugar enriquce siempre que se conserve como nostalgia, pero su recuperación significa la muerte”.

Escrito en Lecturas Turia por Antón Castro

Para el tiempo que vendrá

26 de septiembre de 2013 08:15:50 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Para el tiempo que vendrá

burilamos nuestra huella, 

para que sobre ella pise

y la borre, 

para el tiempo que vendrá

y nos conocerá por un libro de estampas

en las que buscará a los audaces,

a los libertos, a los abnegados,

y en las hileras de iguales acomodados

reparará apenas en un estilo, en un peinado,

un motivo de risa repetida

a costa de quienes sus afanes empeñaron

en vanos prestigios fugaces; 

para el tiempo que vendrá

a descubrir ruinas nuevas que revelarán

nuestros equívocos sobre el pasado,

y habrá hecho de nuestra lengua

una jerigonza deliciosa en la que hablar

de cosas prodigiosas que nunca hubiéramos soñado, 

para el tiempo que vendrá y querrá saber

cómo nos amamos, el motivo de nuestro sufrimiento

y en qué nos distinguimos del triste rebaño, 

para el tiempo que vendrá a culparnos

mientras nos imita, para ese tiempo también nuestro.

 

Escrito en Lecturas Turia por Martín López-Vega

Carmen Martín Gaite o la búsqueda del lector

26 de septiembre de 2013 08:09:27 CEST

Soñar, saber, contar....

El 10 de noviembre de 1979 Carmen Martín Gaite apuntó un sueño en aquel Cuaderno de todo al que sus editores han dado el número 22, uno de los últimos de aquella serie que la autora había convertido en almacén de sus experiencias, comentarios y hasta borradores, pero también en una proyección de sí misma: de su talante a la vez fetichista e iconoclasta, organizador y desorganizado, convencido de su propia valía pero, a la par, muy frágil. Nos cuenta que se soñó muerta y, al igual que sus padres que acababan de fallecer con pocas fechas de distancia, enterrada en el cementerio de Salamanca. Y sin embargo estaba misteriosamente inquieta por hallar unas unos papeles que sirvieran “para que alguien pudiera contar las cosas como habían sucedido”. El lector reconocerá en otro de los ingredientes del sueño que allí narra algo que, un año antes, había estructurado su novela El cuarto de atrás. Si allí el responsable de la existencia del relato era un extraño daimon, una presencia masculina nocturna entre provocativa y afectuosa, galante e irónica, que la conocía muy bien, aquí el visitante es un muchacho desconocido, “que me sonreía muy guapo, con sus ojos claros”. Y que a la postre le ayuda, le custodia los papeles perdidos y le tranquiliza: “Hay tiempo. Algún día me lo tienes que contar bien” (Cuadernos de todo, ed. Maria Vittoria Calvi, pról. Rafael Chirbes, Barcelona, Círculo de Lectores, 2002, pp. 467 y ss.).

Podríamos hablar, aquí y ahora, de la función que los sueños, como mensajeros de lo olvidado y clarificadores del presente, tienen en la narrativa de Carmen Martín Gaite. Y, por supuesto, también habríamos de hacerlo de cómo sintió siempre que escribía en función de una oscura pero evidente designación del destino. Martín Gaite se percibió misteriosamente llamada para hacer lo que hizo. Incluso en un relato infantil, como “El pastel del diablo” (1985), a Sorpresa, la niña protagonista, la vieja curandera le pronostica al nacer que “trae en el alma el viento de la inquietud y en el corazón el fuego de la pregunta. Hará preguntas que no le sabrá contestar nadie y deseará todo aquello que no puede tener” (“El pastel del diablo”, Dos relatos fantásticos, Tusquets, Barcelona, 1986, p. 87). Lo cual, como iremos sabiendo, le lleva a inventar cuentos, pero también a desear crecer, lo que significa el afán de conocer más y mejor: el “pastel del diablo” titular del que oye hablar en la Casa Grande o la piedra de ámbar, obsequio del demonio, que debe enterrarse en el “lugar de origen”, son los nuevos frutos del paradisíaco árbol prohibido o, si se prefiere, las metáforas de la pasión por el conocimiento y la madurez. Quienes escriben serán siempre seres incómodos… Mucho tiempo antes, en las páginas finales de El libro de la fiebre, recientemente rescatado de entre sus papeles inéditos, la jovencísima autora, salida del tifus y todavía enfrascada en la turbadora escritura de su testimonio, quiere acercarse a las gentes “que tienen su vida canalizada en un sentido o en otro”. Y piensa que le miran “con una curiosidad cariñosa, quién sabe si compadeciéndome un poco”. Y afirma: “Sé que piensan: “Esta muchacha es como un fantasma. Estamos hartos de verla y de no saber a qué viene con nosotros. No se define, tiende a conseguir algo y no sabe qué. Podía meterse en su casa de una vez y apagarse”. Sé que piensan esto y les miro, incómoda, entre sonrisas. Cuando me voy, aprieto a mí el recuerdo de mi libro empezado y me pesa con un peso de compañía” (El libro de la fiebre, ed. Maria Vittoria Calvi, Cátedra, Madrid, 2007, pp. 176-177).

Pero, en orden al contenido de su sueño, prefiero fijarme en otras expresiones que son muy inequívocamente suyas y que constituyen el protocolo central de su escritura: “tener tiempo” y “contárselo bien” a alguien. Carmen Martín Gaite, como toda persona fuertemente afectiva, sentía agudamente cómo corre el tiempo y convierte todo en pasado, pero también sabía que lo perdido volvería dócilmente, a voluntad de quien cuenta, a través del ejercicio de la memoria. Y “contar bien” las cosas, circunstanciada y pausadamente, fue otra obligación que se impuso. Las cosas existen en la medida en que se cuentan, adquieren sentido al articularse como relato: “Empecé a dejar de leer libros para escribirlos; ya no me entraba a verter sus aguas para otra zona”, escribió el 14 de febrero de 1978, en el Cuaderno de todo que lleva el número 18 (ed. cit., p. 427). Y también supo que, muertos sus padres y la memoria que se llevaron con ellos, “ya avanzo yo en cabeza de la edad, al raso, sin la confianza que me daba saberme respaldada por ese muro de contención y me adentro en el tiempo como capitana mayor heredera de todas las tramas más mezcladas y distantes, sintiendo que se añadido al petate de la mía el de la memoria ajena […]. Por eso se encuentra uno, de repente, hablando solo, como en borrador” (ed. cit., p. 474).

Hablar en borrador… ¿Cuál es la diferencia entre lo improvisado y lo organizado, que había sido el gran reto formal de su obra de 1974, Retahílas? Y ¿qué es lo que, a fin de cuentas, organizamos?: ¿los recuerdos mismos o las palabras que los van creando? ¿Hay realidad sin palabras que la cuenten? Todo esto se lo habían planteado Germán y Eulalia, tía y sobrino, en aquella dilatada confrontación de monólogos que reconstruyen y dan sentido a un pasado común, pero que, a la vez, edifican también un futuro posible para ambos: una comunicación –atrevidamente tocada de incesto- que les hace legítimos dueños de la casa, a la que les ha llevado la noticia aciaga de una muerte. Esa fue la primera experiencia narrativa en que Carmen Martín Gaite hizo suya la misión de explicarse lo que alguien y los suyos, los cercanos y los remotos, habían llegado a ser, sin saberlo del todo. Y supo entonces también que las mujeres tenían algo de particularmente apto para realizar esa función de rescate, reordenación y reconstrucción de los pasados: porque ellas han vivido la soledad radical de su condición de Antígonas familiares, a través de la obligación (y la costumbre) de regentar la vida doméstica. “Todo lo que somos las mujeres está relacionado con la familia. Por eso escribimos preferentemente de familia”, escribe fascinada por la lectura de Lessico familiare, la gran novela de Natalia Ginzburg (pp. 471-473). Y no puede menos de recordar que su madre la llamaba, en su gallego familiar, “carta vella”, “carta vieja” (“sí, no me extraña que escriba porque es una carta vella, cómo no va a escribir con esa memoria”).

 

La búsqueda de interlocutor, la búsqueda del lector

La escritora había acuñado esa estrategia en una fórmula verbal con la que tituló un artículo de 1966 y que desde entonces hemos repetido todos: habló allí de “la búsqueda de interlocutor”, que se refiere tanto a la urgencia que sus personajes tienen de comunicarse, como a aquella otra que la creadora persigue al escribir. Y si una parte de sus textos patentizó al máximo esta necesidad perentoria de comunicación interpersonal, tal hicieron las dedicatorias de sus libros. Porque una dedicatoria señala siempre a un lector especial, privilegiado, al que cabe suponer más consciente que otros de los motivos e implicaciones de la obra. Pero esa elección no nos excluye a los demás como lectores. Entre todos los escritores de su tiempo, Martín Gaite fue quien con mayor insistencia supo que todo acto de escritura es una comunicación privada (aunque múltiple), una búsqueda particular de sintonía, que se repite indefinidamente con cada lector. Y seguramente por eso, advertiremos que Carmen Martín Gaite usa en sus dedicatorias la preposición “para” con preferencia a la más impersonal y clásica “a”: este “para” explicita lo que de regalo tiene lo que nos ofrece y que el uso de “a” parecería limitar exclusivamente a una intención, sin otra trascendencia. El “para” es, sin duda, un ademán que implica muchísimo más al destinatario: nadie puede permanecer indiferente a ese modo de presentar la ofrenda.

Recordemos algunos de esos preliminares, de esos seuils o umbrales de sus libros (por usar de la terminología que instauró Gérard Genette). La primera novela, Entre visillos, se dedicó a “mi hermana Anita, que rodó las escaleras con su primer vestido de noche, y se reía, sentada en el rellano”. Y lo cierto es que no habría podido expresarse de modo más eficaz la complicidad fraterna en torno a una novela que vino a desarticular las liturgias y los prejuicios que lastraban la vida de las chicas de provincias. Retahílas está dedicada a “Marta y sus amigos (Máximo, Elisabeth, Juan Carlos, Alicia, Pablo), siempre turnándose, al quite de mis horas muertas”: se trata, en este caso, de su hija, Marta Sánchez Martín, que había vivido con ella trances amargos y con la que mantuvo una relación no siempre fácil, pero que vino a suponer en su obra la presencia y el estímulo de una sensibilidad más joven, una interlocución que fue trascendental (y tendremos oportunidad de volver a subrayarlo) en la evolución temática de la escritora. Si Fragmentos de interior está dedicada a un íntimo amigo, Ignacio Martínez Vara, por un motivo que se apunta coquetamente pero no se declara, El cuarto de atrás, una novela ambiciosa, que le hizo buscar (o reencontrar) nuevos supuestos de su escritura, tiene la dedicatoria más atrevida… e inverosímil, por dirigirse a un ilustre clásico que nunca pudo congratularse de ello: “Para Lewis Carroll, que todavía nos consuela de tanta cordura y nos acoge en su mundo al revés”. Y también La reina de las nieves tuvo una dedicatoria humorística del mismo jaez: “Para Hans Christian Andersen, sin cuya colaboración este libro nunca se hubiera escrito”.

Pero adviértase que la dedicatoria de El cuarto de atrás tiene dos partes; la primera se refiere a su nueva etapa personal, pero la segunda nos alude a todos, y creo que precisamente en función de aquello que la novela trata: la posibilidad colectiva de revisar el pasado inmediato español -el franquismo y su eclipse- de un modo que fuera, a la par, liberador y consciente, crítico y emocional. Y también la dedicatoria de La reina de las nieves tiene una segunda parte que se refiere a su hija Marta, muerta no hacía mucho y que fue, como diré, destinataria del más dramático de estos umbrales. No será la única que evoca con dolor a un difunto cercano. El cuento de nunca acabar se dedicó “a Gustavo Fabra Barreiro, in memoriam”, uno de aquellos amigos más jóvenes que ella y que le estimularon tanto, cuya muerte tan temprana le sobrecogió: vinculaba de ese modo una obra que le parecía importante –la clarificación de los componentes de su taller literario- a un integrante de una nueva generación de críticos de la cultura. En cambio, Nubosidad variable contiene, como ya anticipé, una dedicatoria inolvidable que nos hace leer de otro modo el libro: la muchacha que había estado presente en las revelaciones de El cuarto de atrás, Marta, “la Torci”, es ahora la médium que ha llevado a su madre a recuperar un periodo de su juventud y a narrar cómo nació una escritora. Y por eso, la novela es “para el alma que ella dejó de guardia permanente, como una lucecita encendida en mi casa, en mi cuerpo y en el nombre por el que me llamaba”.

(Recuerdo inevitablemente la lancinante dedicatoria que el padre de la muchacha, Rafael Sánchez Ferlosio, escribió al frente de La homilía del ratón y también, un antecedente de ambas que no resulta menos impresionante: el envío de Peñas arriba (1895), de José María de Pereda, “a la santa memoria de mi hijo Juan Manuel”, lo que se expresó en un largo texto y en un impresionante detalle que el autor contó allí. Al conocer el suicidio de su hijo mayor, Pereda trazó una cruz roja en el manuscrito del relato, precisamente en el lugar de su capítulo XXI en cuya redacción la noticia le había sorprendido. Quizá, escribía el piadoso Pereda, sólo Dios sabe por qué siguió entregado a su trabajo y “por qué, en fin, y para qué declaro yo estas cosas desde aquí a esta corta, pero noble falange de cariñosos lectores que me ha acompañado fiel en mi pobre labor de tantos años”. Retóricas decimonónicas aparte, la atrevida  voluntad de compartir el peor trance de una vida con sus lectores y el designio de seguir escribiendo, pese a todo, son idénticas en el hidalgo montañés del XIX y en la mujer y el hombre de finales del siglo XX).

Lo raro es vivir e Irse de casa fueron las admirables novelas de una sobreviviente y tienen dos dedicatorias parecidas, ambas a sendas amigas en momentos de crisis: en la primera, la perturbación es también vivida por la destinataria, Lucila Valente, a la que se ve “siempre sacando la cabeza entre ruinas y equivocaciones con su sonrisa de luz”; en la segunda, la crisis es la suya propia, como deja ver que se dedique a su secretaria, Ángeles Solsona, “mi fiel escudero en la lucha con los fantasmas”. Pero Ritmo lento –quizá el relato más rico en componentes dolorosos de su propia experiencia- fue la única de sus obras que no tiene dedicatoria, aunque sí un exergo machadiano y una nota al lector, muy expresivos ambos. Pero sabemos por la misma escritora que tuvo un lector muy especial, presente en la nota a la tercera edición y en un par de textos de lo que conocemos de Cuadernos de todo: el novelista Luis Martín-Santos, que acababa de publicar su Tiempo de silencio. Uno y otro escritores tuvieron la intuición de que sus dos relatos abordaban registros temáticos parecidos, aunque su suerte editorial fuera tan dispar; la inopinada muerte del novelista donostiarra produjo en su colega un profundo efecto, similar, en cierto modo, al que años después, le causaría el tránsito de Ignacio Aldecoa.  El destino cortaba en agraz la carrera de alguien que, como ella, sabía lo que era “meterse a novelista”. Una anotación de Cuadernos de todo de primeros de 1964 subraya que, poco antes de morir, Martín Santos había estado en Salamanca, donde vivió de niño, para recoger materiales de cara a un nuevo relato. No se habían conocido entonces -se asombra Martín Gaite-, pero no puede dejar de pensar que uno y otro habían abordado en tiempos diferentes una experiencia inevitablemente común: la que ella recogió en Entre visillos y la que Martín Santos llevaría a un par de inolvidables capítulos sobre la juventud de Agustín, en su novela inconclusa Tiempo de destrucción (ed. cit., pp. 116-117).

 

Meterse a novelista

¡”Meterse a novelista”! La frase revela, otra vez, el gusto por las locuciones comunes que siempre tuvo Martín Gaite, que la usó al trazar una semblanza de otro compañero de generación, Jesús Fernández Santos (“Meterse a novelista”, Agua pasada, Barcelona, Anagrama, 1993, pp. 179-183). Y cumple reconocer que se ajusta como un guante a la idea que la escritora tenía de su empeño: lo que denotaba de esfuerzo de voluntad y de compromiso, pero también de brega con los elementos materiales propios del oficio. La “capacidad narrativa latente” –escribía Martín Gaite en “La búsqueda de interlocutor”, un artículo dedicado significativamente a Juan Benet- empieza cuando nos contamos las cosas a nosotros mismos. Y cuando decidimos ponerlas por escrito, “se escribe y se ha escrito siempre desde la experimentada incomunicación y al encuentro de un oyente utópico”. No nos importa que lo que decimos ya lo hayan podido escribir otros, ni la estricta obediencia a un proyecto artístico autónomo, válido por sí mismo (se lo recordaba, precisamente, al escritor más obsesionado por el “estilo elevado” y más fiel a su propio mundo interior), sino que importa saber que se “elige deliberadamente coger la pluma en lugar de elegir dejar de cogerla, pero es que es el único momento que importa, si bien se mira” (La búsqueda de interlocutor, Barcelona, Anagrama, 2002, p. 32).

Y Martín Gaite tomó la pluma, ya para siempre, porque urgía decir algo a la sociedad que, atónita y convaleciente, veía transcurrir los últimos años cuarenta y primeros cincuenta del siglo pasado. Y acabó de hacerlo al borde mismo de un nuevo siglo, concluida una larga postguerra, los años bocalicones del desarrollismo y el decenio incierto de la Transición por antonomasia… Pero, ¿hablar y contar acerca de qué? Acerca de “la realidad”, hubieran respondido, sin vacilar, Carmen Martín Gaite y sus amigos novelistas, convencidos de que tal realidad era el resultado de una operación de desnudamiento de todos los prejuicios, falseamientos, hipocresías más o menos piadosas, que la recubren usualmente. Todos compartieron la misma idea básica y por ende, la mayoría fijaron su atención sobre los rasgos más desfigurados por la hipócrita vida social de la Dictadura franquista: la desintegración de la sociedad campesina, la falta de horizontes vitales de la juventud, la alienación y el embrutecimiento generales, el soterrado recuerdo de la guerra civil, el abismo abierto entre las clases sociales, la violencia heredada de la contienda…

Cada cual pareció haber elegido su campo de trabajo predilecto, de modo que, cuando leemos aquellos relatos de 1950-1965, tenemos la sensación inequívoca de un proyecto, a la vez común y cuidadosamente parcelado. Y Carmen Martín Gaite tuvo también muy clara su parte: resueltamente, decidió que hablaría de ellos mismos, del sujeto enunciador de tanto descontento. Lo que, por ende, comportaba hablar de su propia clase social –la clase media- y, al cabo, también de sí misma, en cuanto una y otra cosa eran sus realidades primarias: un grupo social que hubo de cambiar mucho y unos miembros de éste, los chicos raros y las chicas raras, que nunca quisieron aceptarlo tal como era y que pugnaron por modificar, cuando menos, el horizonte de quienes tenían más cerca. Resulta revelador que los dos primeros cuentos que conocemos de Martín Gaite, ambos de 1953, vengan a ser como una metáfora de su propósito de escribir sobre estas cosas. En “La chica de abajo” describió un desgarro afectivo que determinan los prejuicios y el paso del tiempo, más que la voluntad de las protagonistas: Paca, la niña pobre, y Cecilia, la niña de clase media, no podrán ser nunca más amigas; con el tiempo, Paca será simplemente la destinataria de un recuerdo anotado al pie de una postal de Cecilia (“recuerdos a Paca, la de abajo”) y su turbación ante los requiebros del cartero le hará saber (o nos hará saber) cuál ha de ser su destino. En “Un día de libertad”, un modesto empleado copia unos oficios que su jefe le dicta en francés. La monotonía del trabajo y el calor del cuarto le llevan a evocar un día veraniego de su infancia, cuando jugaba a los indios y era el jefe “Pies de Plata”. Y resulta que eso, y no lo que le dicen, es lo que ha escrito. De repente, todo le resulta extraño: “Se apoderó de mí esa sensación, esa certeza, a pesar de que vagamente se esforzaba por recordar que durante diez años había tenido su rostro delante del mío”.

Escribir es la forma más hermosa de la liberación, nos enseña “Un día de libertad”. Pero también es ajustar las cuentas con algo que puede ser tan habitual como injusto: ser burlados en nuestras ilusiones por la fuerza de las rutinas, como viene a decirnos “La chica de abajo”. La escritora sabe que una y otra cosa son serios asuntos de conciencia, que requieren lucidez, orden y muchas notas previas. Pero también a veces ha soñado –y esta recurrencia es significativa- que los textos se iban generando autónomamente, como si fueran ajenos al esfuerzo de escribir (pero no, por supuesto, al propósito ni al sentimiento) de quien los manufactura. En El cuarto de atrás, que se acaba de mencionar, los folios de la novela de ese nombre están ya escritos y hasta numerados cuando acaba la última y misteriosa visita del hombre que ha provocado el hilo de los recuerdos. En el final de Nubosidad variable, Sofía Veloso y Mariana León pasan sus mañanas, una al lado de la otra, entregadas febrilmente a la escritura en la terraza de un bar. Y un día de tormenta, un camarero recoge de entre los papeles que han volado del velador donde trabajan las dos amigas una cuartilla en la que pone Nubosidad variable: el título de la novela que precisamente está concluyendo el lector. Algo que también, aunque de otro modo, cierra Irse de casa, cuando sorprendemos in statu nascendi la novela La calle del Olvido que ha de volver a contarlo todo.

 

Retratos de familia: un proyecto narrativo continuado

No es una casualidad que la escritura de Martín Gaite comience siempre anidando en cuadernos de notas que hoy nos permiten recorrer su larga gestación. En rigor, pocas trayectorias literarias ofrecen tan poderoso aspecto de obedecer a un texto unitario que se explicita y despliega en novelas diferentes, pero cada una motivada en la anterior y  rectificada, o apostillada, por la siguiente. Varían los personajes y los temas, incluso los tratamientos narrativos (como le sucedió en los años setenta, cuando descubrió –con una mezcla de incomodidad, escepticismo y curiosidad- lo que pontificaba la nouvelle critique), pero persiste siempre un compromiso claro con las preguntas capitales que se había hecho a principios de los años cincuenta y que hemos recordado más arriba. Por eso se hace posible –y resulta muy sugestiva- una consecuente lectura continuada de las novelas de la escritora, asentada en la fecunda tautología que comportan: su tema fundamental era… la vida de su propio público. Martín Gaite escribía para aquellos acerca de quienes escribía, y creo que así lo reconocieron cuando empezó a ser una autora imprescindible y, en cierto modo, un oráculo de sus lectores. Martín Gaite narraba acerca de una clase media que había transitado desde la mesocracia provinciana hasta las familias desintegradas de hoy, siempre con la atención puesta en las razones de sus miembros más conflictivos, más menesterosos de libertad, pero también vuelta a la necesidad de mantener la cohesión sentimental del núcleo amenazado.

Entre visillos (1958) fue el primer esbozo del proyecto narrativo del que hablamos, donde se hizo hincapié en los elementos que le resultaban más lancinantes y cercanos: la vida de provincias, marcada por la vigilancia de los demás y por el comadreo; la perspectiva del matrimonio como única salida posible para la juventud femenina (a esa condición se refiere el título, afortunado como pocos de los que plasmó esta gran rotuladora que fue Martín Gaite); el mundo en que vegetan los especimenes jóvenes masculinos, emplazado entre la frivolidad, el machismo y la falta de horizontes vitales. Natalia, la más joven del grupo descrito, asume la función de revulsivo en un triple y significativo frente: apoyando a su hermana Julia en la nada fácil relación que mantiene con su novio; previendo el naufragio de su amiga Gertru, que va a casarse con un oficial de Aviación que reúne los peores atributos del tradicional conquistador hispano; intentando convencer a su padre viudo de la necesidad de otra relación familiar más abierta. Puede que en esta primera novela, tan fresca y directa en su fértil aproximación a la realidad que describe, haya un exceso de didactismo y una búsqueda de contrastes algo maniquea. Al respecto, la reveladora presencia del forastero Pablo Klein, que sin buscarlo se erige en conciencia crítica de todos, resulta algo forzada y es muy posible que la autora percibiera con claridad este defecto al abordar su segundo reto narrativo, Ritmo lento (1962), que se escribió con el decidido propósito de no moralizar tan directamente y de explorar también las contradicciones y el sufrimiento que los raros podían crear en torno suyo.

Al leer la nueva novela, se nos hace patente que el hipercrítico pero desinteresado Pablo Klein se ha transformado ahora en el neurótico David Fuente, el muchacho que todo lo quiere razonar, al que nada ni nadie le parecen lo suficientemente críticos y sinceros, el que es capaz de perder horas en conversaciones de adolescente, presuntamente trascendentales… David, como Pablo Klein, es el fruto de un padre inteligente y absorbente, aunque débil, que fue víctima de las depuraciones de postguerra, y de una madre frágil y resignada. Y David acaba destruyendo físicamente a su padre, como previamente ha destruido moralmente a su novia, Lucía, y sobre todo a sí mismo, incapaz de estudios regulares (que desprecia), de la relaciones afectivas (que siempre somete a escrutinio intelectual), y de compromisos morales o laborales (que siempre aplaza). Pocas novelas españolas de su tiempo han sido tan críticas como ésta con una patología social que procedía, en efecto, de la guerra civil, pero que también denunciaba la patética inadaptación de quienes prefirieron la esterilidad a la transigencia. Ritmo lento explora un fracaso y, en el fondo, habla de un error vital que su autora debió haber experimentado muy intensamente en los días de su concepción.

¿Por dónde salir del impasse al que la llevó esta novela? No creo que el menguado éxito de Ritmo lento fuera el único motivo del silencio de Martín Gaite hasta la aparición de Retahílas (1974). Más bien, ese largo lapso parece haber sido el tiempo de reposo necesario para proporcionar una salida viable a las ejecutorias heredadas de las dos novelas anteriores: por un lado, estaban, claro, los peligros de la domesticidad aceptada - los metafóricos visillos que nos separan del mundo-, pero, de otro, también estaba la rareza convertida en pulsión autodestructiva; de una parte, estaba la vida familiar entendida como trampa emocional en la que se agostan las ansias de independencia de cada cual y, de otro, la evidente dificultad de subsistir sin afectos cercanos, cuando se navega al margen del grupo. Ese es el equipaje que llevaron a la casona de Louredo una tía y un sobrino, Eulalia y Germán, en la fascinante trama de monólogos alternos que constituyó Retahílas. En el personaje masculino, la autora inició una tipología juvenil que va a darle amplio juego -el muchacho limpio y generoso, a despecho de cuantas trampas ha vivido- y en Eulalia definió un espécimen femenino, también destinado a perdurar: la mujer inteligente e independiente pero que, entrada en la madurez, ha visto quemarse su estabilidad afectiva y que no oculta su profunda insatisfacción. Ellos, que a la postre son los más atrevidos y lúcidos, nos permiten juzgar al resto de la galería: a la abuela Matilde, último testigo de una armonía que ya es imposible; a Juana, aparente vestal de ese pasado pero en quien el resentimiento puede más que otra cosa; a Germán padre, encarnación de la debilidad; a su primera mujer y madre de Germán hijo, Lucía, cuyo sacrificio cobra ahora todo su valor.

 

El valor de las casas

Muy poco después, Fragmentos de interior (1976) reflexionó de nuevo sobre la continuidad de una casa, erigida en símbolo de la vida familiar. Si el significado de Louredo como paraíso fue rescatado por los visionarios Eulalia y Germán, la casa madrileña de Diego y Agustina está al borde mismo del naufragio; ni él, inteligente aunque acomodaticio, ni ella, apasionada pero desequilibrada, pueden contener una decadencia que es también la de sus hijos: una chica emprendedora pero distante y un chico tan valioso como errático, homosexual y drogadicto. Pero la ruina es también la consecuencia de un tiempo de disipación y de inconsciencia que se corresponde muy bien a los primeros años de la Transición. Y es curioso que solamente las criadas, tan sensatas y sólidas como Pura y Basi, sostienen lo que queda de un hogar. Y solamente Luisa, la nueva criada (que ha traído hasta Madrid el mismo problema de abandono de Agustina), se dispondrá en la escena final a tomar las riendas de aquellas vidas.

Dos años después, en El cuarto de atrás (1978), la necesidad de recapitular el pasado próximo toman un evidente primer plano, aunque subsista también aquel otro problema cuyos diferentes avatares hemos ido viendo: la casa familiar amenazada de Entre visillos había sido después el chalet ruinoso de Ritmo lento, el paraíso perdido (y en parte recobrado) de Louredo, en Retahílas; luego se transformó en el domicilio en disolución de Fragmentos de interior y ahora ha venido a ser la casa semivacía donde una mujer separada, con una hija que va y viene sin demasiada continuidad, repasa su vida. Y es allí donde una estancia concreta –el epónimo cuarto de atrás- cobró la importancia  central que esa habitación vivida y desordenada, entrañable  e ininteligible, va a adquirir en los textos posteriores, siempre a modo de “un desván del cerebro, una especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que sólo se descorre de cuando en cuando”.

La poderosa imagen que asocia la función de esa estancia familiar a una topografía de la propia mente proclamaba la importancia del hallazgo. Una habitación de esa índole es también la única referencia vital que le queda a Sofía Veloso, una de las dos protagonistas de Nubosidad variable (1992), la novela que sobrevino tras otro largo lapso de silencio, como Retahílas con respecto a Ritmo lento. Sofía ha llegado al límite: ya no es una mujer joven, su marido se ha convertido en un ser vulgar que además la engaña, sus tres hijos ya casi no cuentan con ella. Y la casa que fue de todos es víctima de las reformas postmodernas que impone Eduardo y que incluso amenazan la subsistencia del “trastero de Encarna”, la última estancia que conserva el sabor de lo fue vida común. Siente que ha vivido su destino de hija de familia, de mujer y de madre, pero “reconozco que no me gusta la realidad, que nunca me ha gustado. He cumplido con ella como Dios me ha dado a entender cuando no había manera de esquivar sus leyes, pero el texto de estas leyes –que además son tantas- no me entra” (Nubosidad variable, Anagrama, Barcelona, 1992, p. 111). Su salvación vendrá del reencuentro con una amiga de infancia, Mariana León, psiquiatra afamada, cuya vida ha sido el envés de la suya: independencia, éxito, pero también toda clase de fracasos sentimentales y el amargo sabor final de una soledad sin remedio. Gracias al estímulo de las cartas de Mariana, Sofía recupera el valor compensatorio de escribirlo todo: como tantos otros personajes, apunta febrilmente su relato en sus cuadernos, y cuando no, compone collages (como hacía su inventora, Carmen Martín Gaite). El hermoso final de la novela –las dos amigas escribiendo juntas, más allá de todos sus problemas- lo hemos comentado más arriba; ese triunfo de la escritura sobre la mala fortuna y aquel otro capítulo penúltimo (“Persistencia de la memoria”), en el que la abuela muerta regresa a la casa de Sofía para consolarla, son los dos momentos culminantes del que fue el último gran relato de la autora.

Pero no iba a ser el último. La reina de las nieves (1994) fue el cuento fantástico de otra salvación del abismo: Leonardo Villalba, el hombre derrotado y perdido que también escribe desordenados cuadernos, encuentra a su redentora en Casilda Iriarte, la escritora ya entrada en años que compró un día su casa familiar, la Quinta Blanca. La creación literaria como forma de redención, la rehabilitación de una casa, la lucha contra una encarnación del mal (que tiene más que ver con la fatalidad y la debilidad que con la inclinación perversa), son temas que reaparecieron de nuevo y que fueron el tempo ostinato de este ciclo creador final. Y que tampoco son ajenos a una novela más deslavazada y como en embrión, Lo raro es vivir (1995), que nos importa por esbozar otra imagen de mujer que busca su independencia (Águeda Soler Luengo, en sus treinta y cinco, atada a demasiadas querencias sentimentales, escritora ocasional de letras de entrerrock).  Con estas páginas, Martín Gaite intentó una reconciliación con aquel mundo de los modernos del que había pintado la cara más hostil en Fragmentos de interior; aquellos eran frívolos y sobre todo, egoístas, pero los de ahora son “esas personas con las que se ha coincidido en la tira de sitios sin saber cómo se llaman ni a qué se dedican, en algún autobús de la Universitaria, en el entierro de Tierno Galván, en los conciertos de encender mechero, haciendo cola en los Alphaville, en la manifestación anti-OTAN, en Chicote” (Lo raro es vivir, Anagrama, 1995, p. 69).

No era fácil, sin embargo, que una escritora tan crítica con lo próximo se contentara con esa dimensión un poco estereotipada del nuevo mundo moral de los noventa. Y la novela Irse de casa (1998) ponía los puntos sobre algunas íes del momento. Todos sus personajes “se han ido de casa”, algo que parece tener la función de una consigna en los tiempos que corren: lo ha hecho Agustín, al romper su matrimonio, y lo hace su mujer, Manuela Roca, que también se ha ido de la casa familiar donde buscó refugio al separarse; se fue de su domicilio –y contra la opinión de su padre- Valeria, que, a su vez, ha sido abandonada por Pedro, su novio, y se fueron Rita, la hija de Abel Bores, y Marcelo, el muchacho drogadicto, que en su deriva vital se ha integrado en una compañía de zarzuela. Y también ha dejado su casa la protagonista indiscutible: Amparo Miranda, la mujer que ha triunfado en Nueva York pero que ha preferido distanciarse de una relación amorosa insatisfactoria y de unos hijos que no le traen sino problemas. Sólo permanece en la suya, fiel a sí misma y a su pasado, Olimpia Moret, la aristócrata excéntrica a la que todos tildan de loca, pero que aporta compañía al descentrado Agustín y comprensión a quien se le acerca. A la postre, puede que todos los nómadas regresen a la estabilidad, aunque no retornen a la casa que dejaron. Y Amparo Miranda, testigo curioso de todas las vidas que se agitan en la que fue la ciudad de su infancia, no solamente regresará, sino que lo hará con un inapreciable tesoro: una de esas novelas que –como sucedía en El cuarto de atrás y Nubosidad variable- se han construido por sí mismas al hilo de los acontecimientos de la narración que las contiene. Ésta se llamará La calle del Olvido, como aquella que habitó de joven y fue también el escenario de la niñez de Agustín y Társila; la escribirá Ricardo, el listo camarero del bar, en unión con Jeremy, su propio hijo, y ella será quien la produzca cuando se convierta en una película.

Y al final, Los parentescos (2001), una novela póstuma e incompleta sobre la que no es nada fácil pronunciarse… Algunas de sus elecciones temáticas, que parecen firmes, resultan, empero, muy significativas: iba a ser una novela de corte fantástico, focalizada por un niño que habría de ir creciendo, y en la que la comunicación y compartición de las experiencias había de ser algo fundamental (Baltasar, el niño protagonista, se obstina en una simbólica mudez, cargada de preguntas sin respuesta, pero “fue montarme en la fonética  y salieron a flote, atadas a su cola. En cuanto les hice la respiración boca a boca revivieron”, Los parentescos, Anagrama, Barcelona, 2001, p. 108). Pero quizá lo fundamental es el visible deseo de la autora de afrontar y explicarse otra dimensión de aquel fin de siglo: las familias que se han formado por accesión de los restos de familias precedentes. Martín Gaite tenía muy claro que el arranque de la novela sería una frase tan incongruente como cierta y común: “Cuando mis padres se casaron, yo tenía ocho años para nueve”. Y que su clima humano había de ser una de esas “familias zurriburri”, como dice con su léxico expresivo la criada Fuencisla, quien, una vez más, reina en la única parte de la vivienda familiar que se parece a un hogar (y que pretende tapiar el padrastro de Baltasar): “Ninguna habitación de la casa era más casa que aquella cocina enorme”. Pero es suponer que también las rupturas violentas (Fuencisla mata al novio que la ha abandonado por otra) y las frustraciones que engendran los afectos no correspondidos (“el rencor es como una inyección que duele, pero hace efecto, y a mí me inmunizó de esa esperanza infantil de lo perenne, o sea, que si alguien te quiere te va a querer siempre igual, aunque se hunda el mundo”, ibídem, p. 209) iban a tener un lugar importante en esta nueva fábula.

Pero sus lectores nunca lo sabremos, como tampoco qué nueva respuesta a las escoceduras su tiempo maquinaba Carmen Martín Gaite para su próxima novela: en el fondo, los fieles seguidores de su ficciones hemos venido a ser sus huérfanos.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por José-Carlos Mainer

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