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Configurar sentido descendente

Mundo digital, ¿cultura de la superficialidad?

4 de septiembre de 2013 09:22:15 CEST

¿Vivimos a raíz de la implantación universal de Internet un proceso de decadencia cultural? En un sugerente y sintomático libro de conversaciones entre Peter Sloterdijk y Alain Finkielkraut (Los latidos del mundo, Amorrortu, 2003), ambos ilustran las monstruosas metamorfosis de nuestro tiempo recurriendo a las metáforas de “lo ligero” y “lo pesado”. En el pasado, el llamado progresismo, caricaturizando y simplificando mucho el diagnóstico, representaba una tendencia orientada a aligerar la vida y la superación de las cargas indignas sobre el hombre, mientras que los conservadores buscaban reaccionar ante esta levitación general subrayando el peso trágico del mundo. Hoy, en cambio, las tornas parecen haber cambiado. Tras las transformaciones del siglo XX, no sólo los conservadores defienden ya un concepto de realidad duro, correoso, quizá más sombrío y resistente a la voluntad prometeica. Por otro lado, como ponen de manifiesto los “neocons” norteamericanos, no sólo los progresistas esgrimen ya la bandera de la movilización técnica incesante, del aligeramiento propiciado por el progreso incesante y la levedad informativa. No olvidemos tampoco cómo este ideal antigravitatorio descansaba también en la popularización y democratización de la información. Alí donde el viejo mundo se observaba a si mismo desde la verticalidad, el nuevo se siente comprometido fundamentalmente con la horizontalidad.

En relación con esta utopía de la levedad, podría afirmarse que la figura de Steve Jobs nos ha hecho reflexionar sobre cuánto se ha transformado, por ejemplo, la dinámica capitalista. Se nos cuenta que el co-fundador de Apple odiaba los botones hasta el extremo de suprimirlos de su propia indumentaria. El gran gurú de la digitalización, obsesionado por la sencillez, los consideraba simplemente un obstáculo innecesario en su vida cotidiana. Todos sabemos también en qué medida esta ideología del acceso cómodo e inmediato a la información ha modificado de forma irreversible la tecnología de nuestros ordenadores y nuestra relación con ellos.

Volviendo a las utopías de la levedad, hay que recordar que la marca Apple no puede entenderse sin el modelo utópico contracultural de los sesenta. En su juventud Jobs se interesó por la filosofía y llegó a viajar a la India en busca de iluminación espiritual. A su vuelta, introduciendo el discurso new age en la tecnología, terminó eliminando las mediaciones, las etiquetas, las jerarquías y la retórica. Este “capitalismo sin fricciones”, antigravitatorio, extremadamente ligero y líquido, del que Jobs fue el gran abanderado, nada tiene que ver con la pesada maquinaria del antiguo capitalismo y sus viejos valores ascéticos y disciplinarios. En realidad, nada más opuesto al elegante y aséptico minimalismo del mundo creado por él que los viejos paisajes industriales, el sudor, la disciplina y el esfuerzo. Un ejemplo elocuente del lema jobsiano del “Hazlo simple”: el ascensor de la Apple Store en Tokio carece de todo tipo de botones. No hay botón de llamada, ni botones para indicar la planta a la que deseas ir. Simplemente subes y bajas parando en cada una de las plantas de la tienda. Una hipótesis: si el capitalismo, digámoslo medio en broma, se ha ido convirtiendo cada vez menos en máquina y más en un espíritu líquido y profundamente inaprehensible, tal vez sea, entre otras razones, por los tecnófilos hippies que odiaban perder el tiempo desabrochando sus botones.

¿Pero somos realmente conscientes de lo que han cambiado nuestras vidas tras la aparición de Internet y las redes sociales? ¿Es legítimo hablar ya de una mutación antropológica, incluso del paso a un nuevo “hombre digital”, como nos recuerdan con un no disimulado optimismo los apóstoles de esta nueva fe? ¿Representa la buena nueva de “la red” la apoteosis de una cultura de la superficialidad radicalmente opuesta a toda jerarquía cultural? Que estas herramientas han alterado nuestra existencia parece un hecho incontrovertible; que las nuevas tecnologías de la información supongan un paso adelante en la historia del progreso humano sin costes y peligros, es otro asunto bien distinto, como nos recuerda el ciberactivista y agitador cultural Jaron Lanier en su sugerente Contra el rebaño digital (Debate, 2011), una crónica imprescindible y bien ponderada para todo aquel que quiere sumergirse en el apasionante debate sobre las ventajas e inconvenientes de Internet y las redes sociales sobre nuestras vidas.

Si, como ya advirtiera McLuhan, los medios son capaces de transformar los contenidos y los mensajes, ¿qué tipo de transformaciones estaríamos sufriendo bajo la influencia de estos nuevos medios? Cabría decir, sin ánimo de exageración, que si en el pasado buscábamos adaptar la respectiva innovación tecnológica a nuestra vida, hoy estaríamos en una situación algo diferente, como si nuestra preocupación pasara más bien por el hecho de que nuestra existencia se encuentre a la altura de nuestra herramienta. Es decir, ¿cómo hemos de comportarnos para estar a la altura de nuestro Facebook, nuestro blog o de nuestro Twitter? La ansiedad por filmar, grabar y colgar nuestros momentos de forma inmediata es elocuente a este respecto. Hoy es como si la vida que no se twitteara ya no fuera vida real.

El elemento provocador del libro de Lanier radica en su diagnóstico crítico. Según Lanier, un gurú informático muy reputado en el mundo anglosajón, la concentración de usuarios digitales en redes sociales, blogs o intercambio de archivos no garantiza un desarrollo óptimo de la comunicación; es más, a diferencia de los abanderados de las nuevas tecnologías, no considera que la supuesta eficacia de una “mente enjambre” trabajando en red de forma continúa y común constituya un avance, sino más bien una sumisión de lo humano al poder de la máquina tecnológica. Por otro lado, no deberían omitirse otros peligros, como el aumento de adicciones a las redes sociales. La obsesión por estar “conectado” es fuente de ansiedades y desórdenes emocionales, como están poniendo de manifiesto últimamente los profesionales del ámbito terapéutico.

En cierto modo, este debate sobre las nuevas tecnologías de la información puede en muchos puntos relacionarse con la célebre distinción que Umberto Eco realizara en la década de los sesenta al hilo de la lucha entre los llamados “apocalípticos” e “integrados”. En relación con la cultura de masas,  sostenía Eco que mientras los apocalípticos valoraban en los nuevos medios, por su horizontalidad, homogeneización y nivelación, la esencia de la “anticultura”, los “integrados” daban la bienvenida a estas nuevas tecnologías por impulsar el espíritu democratizador y abolir toda distancia cultural. Sin duda, estas categorías sirven todavía para definir nuestro escenario, marcado por la proliferación viral de la información a tiempo récord y por la resistencia de ciertos sectores a perder sus tradicionales marcas de identidad.

A la vista de todos los argumentos que parecen esgrimirse contra la supuesta superficialidad de Internet, no parece erróneo volver a acudir a la perspectiva de Eco. Para ciertos sectores de nuestra “aristocracia” cultural, amenazada por Internet, la idea de compartir la cultura de modo tal que pueda llegar y ser apreciada por todos es un contrasentido. De ahí que esta horizontalidad enemiga de todo vestigio vertical sea para ellos una "cultura de grado cero", por así decirlo. Por el contrario, quienes aceptan con complacencia este fenómeno, consideran que gracias a él es posible por vez primera acercar a las grandes masas manifestaciones culturales que hasta ahora solo estaban reservadas a las elites. Los aristócratas serían, pues, los pesimistas, o los apocalípticos, mientras que los optimistas serían los llamados integrados.

II

¿Supone Internet, por su tendencia frenética a la inmediatez, la horizontalidad y la superficialidad una “anticultura”? Antes de intentar aproximarnos a esta cuestión, puede ser útil recordar brevemente qué entendemos por “cultura”. La raíz latina de la palabra es “colere”, expresión que abarca desde el cultivo de la tierra para hacerla fértil a la protección o salvaguardia de un territorio delimitado. En sus Tusculanae Disputationes, Cicerón, por ejemplo, se hace eco de este significado cuando compara el proceder cultural y filosófico con la siembra y cultivo de los campos. Este significado de cultura como educación, formación, desarrollo o perfeccionamiento de las facultades intelectuales y morales del hombre ya recoge el matiz de la humanización en oposición al mundo natural o animal.

Muy ligado a esta “labranza” se encuentra el concepto griego de paideía. En su libro homónimo, Werner Jaeger desglosó minuciosamente las características de este arte educativo en la Antigüedad. La Antigüedad griega valoraba la educación, ligada a las buenas artes (la poesía, la elocuencia, la filosofía), como una actitud indistinguible del ocio y opuesta a las labores del esclavo, sumido en la necesidad, la inmediatez –no contemplativa- y el trabajo manual. Toda esta concepción será ensalzada posteriormente por el Humanismo renacentista, pero también, como veremos, servirá de modelo sobre el que se forjará el ideal de Bildung alemán (Goethe, Winckelmann, Schiller): la cultura respetuosa con la totalidad armónica.

Pese a la ambigüedad señalada, existe, grosso modo, cierto acuerdo inicial en identificar la cultura, en términos generales, con todo aquello que es producido por los seres humanos en contraposición a lo meramente natural. En un sentido parecido, se ha subrayado esta acepción de cultura, en sentido “subjetual”, como sinónimo de aprendizaje (y, por tanto, como concepto opuesto a herencia). Frente al animal, el hombre ocupa una posición peculiar, casi extravagante, dentro de la naturaleza: carece del ambiente específico de su especie (von Uexküll), o, dicho de otro modo, dada su constitución biológica imperfecta y prematura, no clausurada, las relaciones del ser humano con su ambiente se caracterizan por su ineludible “apertura al mundo”. Todo esto indica que el ser humano no sólo se interrelaciona con un ambiente natural no fijado de una vez por todas, sino también con un orden cultural y social específico mediatizado y sedimentado culturalmente.

En este contexto, el clasicismo alemán también hará uso frecuente de la idea de Bildung como desarrollo armónico de todas las capacidades humanas (anímicas, sensoriales o intelectuales) en el marco de una educación estética no reñida con una nueva participación social. Ésta, a decir verdad, no se identificaba ni con la aristocracia autocomplaciente de la época ni con la incipiente burguesía empresarial de mentalidad roma y utilitarista. No cabe duda de que la carta magna de este nuevo movimiento de renovación cultural es la obra de Schiller Cartas sobre la educación estética del hombre. Pero no puede orillarse la aportación de Moses Mendelssohn (1753-1804), quien en su opúsculo “Acerca de la pregunta ¿a qué se llama ilustrar?” ya identificaba sin tapujos Ilustración y Bildung.

En realidad, en algún sentido, toda esta polémica en relación con el debate información versus conocimiento podría retrotraerse y sintetizarse en la crítica realizada por Nietzsche a la acumulación histórica de datos propiciada por la metodología historicista. La crítica a la metodología historicista que desarrolla el filósofo alemán en la segunda “Consideración intempestiva” podría interpretarse como una crítica a la progresiva autonomía de la información respecto a los marcos matriciales tradicionales de sentido que empieza a desarrollarse a finales del XIX y experimenta su punto cenital en nuestra posmodernidad. Allí donde Nietzsche hablaba sobre la utilidad y el perjuicio de la historia (memorística, meramente informativa) para una vida sana, en términos formativos, hoy podemos hablar de la utilidad y el perjuicio de Internet para nuestras vidas.

Puede decirse que, de modo parecido a Funes el memorioso, ese personaje incapacitado para olvidar del cuento de Borges, tanto el hombre historicista como el cibernauta posmoderno ”viajan” por el mundo de la información como turistas ociosos e insensibles, como si estuvieran ante un museo de hechos de carácter anestesiante. Ambos parecen atiborrarse caóticamente de una información continuamente banalizada que, al mismo tiempo que anestesia interiormente su sentido histórico, extingue su subjetividad, sus aptitudes para la distinción crítica y su creatividad. De ahí la obstaculización de la información sin criterios, en definitiva, para una función educativa, pues la infinita acumulación de hechos impide cualquier actitud seria para el aprendizaje.

En algunos aspectos, esta línea crítica también hunde sus raíces en la polémica de La rebelión de las masas de Ortega, uno de los autores que más ha contribuido a clarificar el nuevo debate contemporáneo entre cultura de elites y “barbarie”. La critica orteguiana al “primitivismo” de las masas pone de manifiesto cómo un cierto Naturmensch ajeno a las pautas de la civilización emerge en el siglo XX “como si fuera naturaleza”, esto es, sin conciencia del arduo trabajo cultural: “el hombre masa cree que la civilización en que ha nacido y que usa es tan espontánea y primigenia como la Naturaleza, e ipso facto se convierte en primitivo. La civilización se le antoja selva”. Ha sido Ortega precisamente uno de los filósofos que, oponiéndose a esta inmediatez primitivista, más han insistido en este valor “sobrenatural” y “lujoso” de la cultura, de forma interesante además al hilo de sus consideraciones sobre la técnica. Dado que el hombre carece de un espacio dado o natural, es “un intruso de la llamada naturaleza”, un “animal fantástico” que al extrañarse de la naturaleza no puede por menos de crear mundo. En alguna ocasión —“Pidiendo un Goethe desde dentro”—, Ortega utiliza la metáfora del “náufrago” para expresar lo más significativo de la situación cultural: “esa agitación de los brazos con que reacciona ante su propia perdición, es la cultura —un movimiento natatorio”.

III

Tras esta breve digresión, ¿son las nuevas tecnologías de la información en este sentido herramientas culturalmente regresivas por cuanto obstaculizan esta dimensión formativa y embrutecen al ser humano? ¿Produce esta nueva inmediatez una relación tecnológica con el mundo que atrofia la relación necesaria con la temporalidad y las mediaciones e impide desarrollar el proceso de madurez? En tiempos relativamente recientes, ha sido Mario Vargas Llosa –en el artículo periodístico “Más información, menos conocimiento” (El País, 30 de julio de 2011)- quien ha vuelto a sacar a colación este debate en relación con el declive de la figura tradicional del lector en la era digital. No solo estamos perdiendo el buen metabolismo cultural en manos del obsesivo “picoteo” de información por la red que nos caracteriza. En pocas palabras, parece que “cuanto más inteligente sea nuestro ordenador, más tontos seremos”.  Vargas Llosa utiliza el ejemplo de Nicholas Carr, un voraz lector de buenos libros que, seducido por el “mariposeo cognitivo” de Internet, se convirtió en un experto en las nuevas tecnologías de la información. Un día, sin embargo, Carr, preocupado por el modo en que estas tecnologías estaban transformando su vida hasta el punto de hacerle insensible al “tiempo” propio de la lectura, toma la decisión de romper con ellas.

De esta experiencia nace su libro ¿Qué está haciendo Internet con nuestras mentes? (Taurus, 2011). En el artículo, Vargas Llosa parte de este ejemplo para reflexionar sobre cómo Internet, Twitter, Facebook, etc., no son solo herramientas; son medios que configuran y crean mundo. “Los defensores recalcitrantes del software –escribe- alegan que se trata de una herramienta y que está al servicio de quien la usa y, desde luego, hay abundantes experimentos que parecen corroborarlo […] ¿quién podría negar que es un avance casi milagroso que, ahora, en pocos segundos, haciendo un pequeño clic con el ratón, un internauta recabe una información que hace pocos años le exigía semanas o meses de consultas en bibliotecas y a especialistas? Pero también hay pruebas concluyentes de que, cuando la memoria de una persona deja de ejercitarse porque para ello cuenta con el archivo infinito que pone a su alcance un ordenador, se entumece y debilita como los músculos que dejan de usarse”.

“Acostumbrados a picotear información en sus computadoras”, los nuevos cibernautas no tendrían ya necesidad, según Vargas Llosa, de hacer prolongados esfuerzos de concentración: dejando de ser lectores para convertirse en algo parecido a “turistas culturales”, los nuevos hombres y mujeres de la era digital están siendo “condicionados para contentarse con ese mariposeo cognitivo a que los acostumbra la Red, con sus infinitas conexiones y saltos hacia añadidos y complementos, de modo que han quedado en cierta forma vacunados contra el tipo de atención, reflexión, paciencia y prolongado abandono a aquello que se lee, y que es la única manera de leer, gozando, la gran literatura”.

IV

En una línea incluso más beligerante, alineada claramente en el sector apocalíptico, el filósofo Alain Finkielkraut, en su ensayo Internet, el éxtasis inquietante (Libros del Zorzal, 2011), es más rotundo: Internet denigra al hombre. ¿La razón? En su teclado, el cibernauta ha saldado todas sus deudas y sólo conoce sus derechos. “Amigable copartícipe del sentido y ya no pasivo destinatario”, el nuevo hombre de Internet “es el hombre que vale por todos los hombres y por cualquier hombre; libre, es decir, soberano, tiene al mundo en la palma de su mano”.

Pero Finkielkraut considera que el peligro de Internet no radica solo en su idiota superficialidad, sino en sus consecuencias políticas. Con el uso “ciudadano” del Internet, afirma, “los principios de la democracia triunfan sobre toda jerarquía y sobre toda autoridad: maravillosa perspectiva, que justifica, además, la negativa a abandonar la gran red en manos del ‘Big Brother o de los mercaderes del templo”. “Encerrado en su demanda y librado a la satisfacción inmediata de sus deseos o de sus impaciencias, preso de lo instantáneo”, el hombre de Internet, para Finkielkraut corre el riesgo de  condenarse a sí mismo “por su fatal libertad”. Nada le está prohibido para él, salvo el desconectarse. Y esta condena se agrava con el poder de hacer “zapping”, “navegar”, “cliquear” o “bloggear”.

En el diagnóstico apocalíptico de Finkielkraut llama la atención, sin embargo, su relación con un pensador muy diferente en realidad de sus coordenadas ideológicas. Nos referimos a Gilles Deleuze, quien, siguiendo algunas ideas del escritor norteamericano William Burroughs, en un magistral análisis de los nuevos sistemas de dominación en nuestras sociedades contemporáneas, intuyendo quizá el nuevo papel preponderante las nuevas tecnologías de la información, subrayaba hace ya unas décadas cómo el nuevo poder ya no se definiría por su capacidad de coerción o pesadez, sino más bien por su seductora levedad, su dimensión fluida. Partiendo del diagnóstico de Michel Foucault sobre las sociedades disciplinarias, Deleuze deducía la necesidad de complementar este análisis con nuevos sistemas reticulares y “líquidos”, solo aparentemente más democráticos y horizontales. Esta transformación se correspondía también, según afirmaba, con la transformación del modo capitalista de producción, en el cual se había reducido el papel productivo protagonista de la fábrica industrial en virtud de una nueva revalorización del trabajo comunicativo, cooperativo y afectivo. En la posmodernización de la economía global, la creación de la riqueza tiende cada vez más a darse a través de la producción en “enjambre”, en red, donde Internet es, ciertamente, fundamental. “El hombre de la disciplina –comenta Deleuze- era un productor discontinuo de energía, pero el hombre de control es más bien ondulatorio, permanece en órbita, suspendido sobre una onda continua. El surf desplaza en todo lugar a los antiguos deportes”.

Es significativo cómo el llamado “neoreaccionario” Finkielkraut parece estar de acuerdo con Deleuze en este punto: en virtud de esta transformación económico-cultural, estaríamos hoy asistiendo a una transición que nos conduciría de la "sociedad disciplinaria" a la "sociedad de control". Esta última se caracterizaría por un nuevo paradigma de poder. Si en la sociedad disciplinaria, correspondiente con la primera fase de acumulación capitalista, el poder se construía mediante un conjunto difuso de dispositivos o aparatos que producían y regulaban las costumbres, hábitos y prácticas productivas con ayuda de instituciones disciplinarias como la prisión, la fábrica, el psiquiátrico, el hospital o la escuela, la sociedad de control, en contraste, es una sociedad en la cual los mecanismos de sujeción se vuelven inmanentes al campo social. De este modo, los modos sociales de integración y de exclusión se interiorizarían cada vez más por medio de mecanismos que inmediatamente organizarían los cerebros y los cuerpos. En pocas palabras, lo que estaría en juego en Internet no sería solo la democratización de la información, sino un nuevo Big Brother: la producción y reproducción de la vida a través de la red.

 

V

Muy ajenos a estas conclusiones apocalípticas, han sido los pensadores Michael Hardt y Antonio Negri los que más han insistido en obras como Imperio en las virtualidades emancipatorias derivadas de las nuevas tecnologías de la información. Internet, que comenzó inicialmente siendo, como todo el mundo sabe, un proyecto del DARPA (la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación del Departamento de Defensa de los Estados Unidos), y que ha terminado expandiéndose por todo el mundo, es para Hardt y Negri el ejemplo principal de una estructura de red democrática. En ella, un número indeterminado y potencialmente ilimitado de nodos interconectados se comunican sin ningún punto central de control; todos los nodos, independientemente de su localización territorial, se conectan con entre sí a través de una miríada de pasos y relevos.

 “Como no hay un centro y casi cada parte puede operar como un todo autónomo –escriben Hardt y Negri-, la red puede continuar funcionando aún cuando parte de ella haya sido destruida. Ese mismo elemento de diseño que asegura la sobrevida, la descentralización, es el que torna tan difícil del control de la red. Como ningún punto de la red es necesario para la comunicación entre otros, es dificultoso regular o prohibir su comunicación. Este modelo es el que Deleuze y Guattari llaman un rizoma, una estructura en red, no-jerárquica y no-centrada”.

Hardt y Negri, en el papel de “integrados” y defensores del nuevo campo de “lo común” abierto por las nuevas tecnologías de la información, afirman que nociones “rizomáticas” derivadas de esta nueva intelectualidad de masas –lo que denominan "trabajo inmaterial" y "general intellect"- nos ayudan a captar la relación entre producción social y biopoder. De este modo, el papel central que en la producción de plusvalía jugaba anteriormente la fuerza de trabajo del obrero-masa fabril se ve cada vez más ocupado por la fuerza de trabajo intelectual, inmaterial y comunicativa. La figura del trabajo inmaterial implicado en la comunicación, la cooperación y la reproducción de los afectos ocupa así, según Hardt y Negri, una posición cada vez más central en el esquema de la producción.

VI

A diferencia de Hardt y Negri, Finkielkraut, nostálgico de un mundo que todavía poseía peso, distancia y límites claros, no puede sino detestar esta nueva fluidez, inmediatez y falta de pudor del universo en red. Símbolo del nuevo expresionismo narcisista, Internet es para él exclusivamente el grado cero del pudor. Donde los “integrados” subrayan el valor democrático y comunicacional de esta milagrosa levedad en continua interacción, él advierte del “empequeñecimiento” y contracción de la experiencia del mundo. Si Internet, bajo este punto de vista, para Hardt y Negri representa la emergencia de un nuevo “intelectual colectivo” con capacidad de dinamitar la caduca noción de propiedad y los derechos del individualismo posesivo, para Finkielkraut simboliza, en efecto, una liberación, pero la de una libertad fatal. Allí donde el apocalíptico vaticina el virus de una horizontalidad enemiga de lo humano, el integrado alaba el ocaso de la verticalidad. ¿No ha representado precisamente la reciente discusión sobre la “ley-Sinde” un nuevo ejemplo de esta lucha entre el peso y la levedad?

Consciente de los peligros de Internet, pero también de sus indudables beneficios, Lanier en Contra el rebaño digital advierte, sin embargo, de la posibilidad de nuevos entramados de poder y de la devaluación de la comunicación, una “degradación” que podría adquirir gran velocidad “cuando los sistemas de información puedan funcionar –señala- sin la intervención humana constante en el mundo físico, a través de robots y otros ‘gadgets’ automáticos”. Pero, siguiendo este esquema, el interés último de su ensayo reside en su intento, nada ingenuo, de mediar entre ambas posiciones: la del detractor furibundo y la del ardor cibernauta. Su autor no está en contra del uso de la web, ni siquiera de un desarrollo más acentuado; más bien aboga por un cambio de paradigma que otorgue preeminencia a la subjetividad humana frente a la tecnología. De ahí la necesidad de inventar aplicaciones, herramientas y sistemas que tengan verdadera relevancia para un usuario y no le suman en el shock de la banalidad acumulada, una acumulación de páginas sin valor, de aplicaciones que tienden a uniformizar la experiencia humana y de tecnologías que limitan el potencial creativo. Éste sería, a su modo de ver, el auténtico reto de nuestro tiempo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Germán Cano

Seamus Heaney: un poeta entre dos fronteras

2 de septiembre de 2013 08:24:42 CEST

De la emoción a las palabras es una antología de escritos en prosa del Premio Nobel Seamus Heaney. Dicha antología, elaborada y traducida de modo impecable por Francesc Parcerisas, se basa en tres volúmenes de crítica del poeta publicados respectivamente en 1980, 1988 y 1995.

“Mossbawn” es el título del primer texto seleccionado. Tiene un carácter más lírico que ensayístico y recrea aspectos autobiográficos de la niñez y la adolescencia. El paisaje primordial, la confusión con la tierra, la llamada del agua y de los árboles tienen algo así como un valor iniciático, de investidura, de trato –no verbal todavía- con la poesía. No es ajeno al texto, muy bello por otra parte, a una cierta dimensión mítica. Me refiero a esa experiencia infantil que de modo inconsciente enlaza con los valores sagrados de la cultura celta (S.H., sin embargo, como poeta adulto, no es, como sí lo fue en cierto modo Yeats, una especia de oficiante o profesional del tema gaélico). Su relación –insisto- con la mitología irlandesa tiene un sentido más telúrico que cultista. Se aprecia a través del niño que al escoger un árbol como cobijo, como dios tutelar, está ritualizando un contacto, estableciendo una conexión mágica: “A mí me encantaba la horcadura de un haya al comienzo del camino que llevaba a casa (…), pero sobre todo pasaba muchas horas en la garganta de un viejo sauce al extremo del patio. Su boca era como la abertura gruesa y sólida de una collera de caballo”. En la poesía de S.H. hay una pulsión evidente relacionada con la humedad, el agua; incluso la inseguridad de las tierras pantanosas se convierte en referencia literaria: “Aquél era el reino de los espectros de la ciénaga”. Este instinto telúrico, seguramente común a cualquier poeta de infancia campesina, se acentúa mediante una herencia de símbolos y de referentes más cercanos a la leyenda que a la historia en sentido estricto; por la isla vagará entonces, en un cruce de mitologías, el espíritu de los druidas al lado de la sombra benéfica de San Patricio. Es así como las realidades elementales trascienden el orden natural para alcanzar una vigorosa función poética: un bosque, tras la iniciación o la ritualización inconsciente, ya no es sólo un simple bosque. Su rumor, vastísimo, incorpora voces que enlazan el prosaísmo del presente con la magia de un pasado fundacional: “Los tejos frondosos y salvajes cubrían el lugar y me transportaban a Agincourt y Crecy, batallas en las que sabía que los arqueros ingleses habían empleado arcos fabricados de varas de tejo”, “la tentación de cortar una rama de aquel macizo silencioso de Church Island hubiese constituido una traición demasiado sacrílega”.

No fue, desde luego, la infancia de S.H. la de un pequeño roedor de biblioteca. Ante él se desplegaba otro libro abierto seguramente más fecundo que aquellos “cuatro o cinco volúmenes mohosos” que siempre fueron, por estar en un estante demasiado alto, “libros cerrados”. Su primer “estremecimiento literario” lo relaciona con la lectura escolar de la historia de Irlanda; en realidad, se trataba de la integración de un acervo legendario que podría luego transferir al paisaje. Secuestrado, de Robert Louis Stevenson fue ese primer libro “poseído y atesorado” que, cuando se trata de la infancia, cobra más un valor fetichista, objetual, que de significación. Coplas obscenas, en las que se juega con el doble sentido de las palabras, también están en el aprendizaje literario de S.H. Y seguramente tuvieron más fortuna en su imaginación que las largas tiradas versiculares de Lord Byron y Keats. Un verso de éste, sin embargo, se salva de los estragos que produce el suplicio escolar de la recitación mecánica: “los árboles llenos de musgo se doblan bajo el peso de las manzanas”. Es decir: la poesía deja de ser lenguaje hermético –una compleja articulación de sonidos nuevos-  cuando entre ella y la realidad puede establecerse algún correlato objetivo. Así, los árboles de la “Oda al otoño” de Keats funcionan poéticamente sólo porque el tío de S.H. tiene una pequeña huerta con manzanos musgosos. La anécdota, en fin, nos da una clave importante para entender a alguien que después conforma una identidad poética: “La lengua literaria, la dicción civilizada del canon clásico de la poesía inglesa, era una especie de alimentación forzada”. No falta tampoco, en relación al tema, una ironía muy contextualizada que suaviza la frecuente rigidez del tono ensayístico. Será un rasgo muy peculiar de Heaney: “había muy poca diferencia entre la música (de la poesía) con su “cadencia voluptuosa” y la “consagración del matrimonio dentro de los grados prohibidos de consaguinidad”. “Se comprende, en fin, que entre los muros de la ortodoxia, saliendo del canon religioso para entrar en otro –el literario- no menos abstruso, un escolar perplejo –un futuro poeta- opte por trepar a los árboles de su tío Keats.

“Belfalst” es el segundo texto seleccionado. Alude tanto a un conflicto político –el terrorismo del IRA, etc….- como a una disociación que se abre en la conciencia de S.H. Existe, en efecto, una dialéctica entre la autonomía del arte (su derecho natural a la forma, la creatividad, la divagación incluso) y los imperativos que dicta “un mundo público y brutal”. Otra disociación es la del escritor que vive en situación de frontera, el que está a caballo entre dos culturas. S.H. habla, en su afán ecléctico de armonizar contrarios o de conciliar dicotomías, de un elemento originario femenino (el relativo a Irlanda, “racimos de imágenes y emociones”) y otro masculino (el componente inglés, voluntad e inteligencia). Y en definitiva, su identidad de poeta empieza a definirse cuando se produce un cruce entre sus raíces irlandesas y sus lecturas inglesas. Sin dudar de la sinceridad de tal afirmación, a este prodigio de síntesis (y de diplomacia) un castellano tradicional lo llamaría quedar bien con Dios y el diablo. O a la inversa, si se prefiere. Esta misma política de buenas maneras (no caer en categorizaciones tajantes ni excluyentes) la observo en la lectura que Heaney hace de muy distintos poetas. Se diría que a un irlandés ecuménico –o a un inglés bien educado- no le está permitido transigir con la debilidad humana de las fobias…

“De la emoción a las palabras”, ensayo que da título a la antología de Parcerisas, se abre con una cita de Wordsworth. Para Heaney parece ser no sólo un artista emblemático, casi el poeta por antonomasia, sino también el referente obligado de su propia labor creadora: una autojustificación. De él procede esa concepción de la poesía “como adivinación, como revelación del yo a uno mismo”. Esta revelación, por otra parte, coincide con lo que solemos llamar el hallazgo de la propia voz, la que nos va a identificar lo mismo que lo haría una “rúbrica” o una “huella dactilar”. El poeta, en definitiva, juega con un arte parecido a la técnica del zahorí: “El arte de adivinar, de dar con el agua subterránea no se puede aprender, es un don que sólo poseen los que están en contacto con aquello que tienen una existencia oculta y real, un don que sirve para mediar entre un bien en potencia y la comunidad que desea verlo liberado, fluyendo”. Con lo dicho queda claro que Heaney –diferenciador entre “artificio” y “técnica”, dos conceptos pocas veces bien delimitados- valora en la poesía lo que ésta tiene de impulso, de obediencia, de función oracular, de don que no se puede reducir a explicaciones lógicas o mecanicistas. Y no es de extrañar así su preferencia por Wordsworth frente a un Auden, por ejemplo, para quien un poema es un simple “artefacto verbal”. La polémica, pues, entre el prosaísmo y lo inefable, está servida. Aunque convendría no olvidar, a la hora de las definiciones, el peligro que entrañan las metáforas: entre un relojero, pongamos por caso, y un zahorí siempre habrá un espacio disponible para cualquier otro oficio. Par algo que, a la postre, sólo tendrá el valor de otra metáfora.

“La construcción de una música” vuelve a insistir en Wordsworth, ahora contrapuesto a Yeats. A propósito del primero, el entusiasmo –la simpatía- de Heaney roza el campo semántico de lo religioso. El poeta, como en una Visitación de la Palabra, queda embebido, transfigurado. Se habla de “música obsesionante o donné, de estado de alerta, de anhelo, de disponibilidad”. De tal modo, el sujeto -¿creador?- sólo tiene que pronunciar el “fiat”, dar la clave para que se desate el manantial de la poesía, para que se produzca el milagro de “una música hipnotizante que nada a favor de la corriente de su forma y no contra ella”.

Yeats, por el contrario, representa a ese otro tipo de poetas que practican una suerte de violencia sobre la fuerza primordial de la palabra. Su método es la disciplina, la cerebralidad, la negación o el encauzamiento de impulsos motrices o de ritmos generadores. Producen “una música afirmativa que intenta controlar y no hipnotizar el oído, y que nada con fuerza en dirección opuesta a la corriente de su forma”.

Resumiendo: el oficio de Wordsworth consistiría en soltar la rienda a un caballo desbocado; Yeats sería el domador de ese mismo caballo. Y al lado de una fuente, el uno se comportaría como un bardo, el otro como un ingeniero. Entre ambos –la imagen explícita del río que crece libre y la del que invierte su impulso original vuelve a recordarnos la sacralización celta de los elementos naturales- la identificación teórica de S.H. no deja lugar a dudas. Otra cosa será la impresión particular que nos produzcan sus propios poemas…

El artículo siguiente es un homenaje a Patrick Kavanagh, poeta irlandés prácticamente desconocido en España. El valor que le atribuye Heaney es, sobre todo, su verdad de poeta rural, arraigado, que no cede a la tentación mitologizante de Yeats ni al internacionalismo urbano de Joyce. Lo que en él prevalece, por encima de la retórica de una mística nacional, es la conciencia de pertenecer a un lugar, de estar en contacto con ese elemento estable que es la tierra. La poesía, después de todo, no es un ente abstracto desligado de raíces físicas localizables. Y existió además, en algún momento, una simbiosis entre “país geográfico” y “país mental”, ya que antiguamente “el paisaje era sacramental, estaba preñado de signos que implicaban un sistema de la realidad situado más allá de las realidades visibles”. Pero, en fin, esa visión mágica, mitad pagana, mitad cristiana, ha dado paso a poetas como Kavanagh en cuya imaginación es imposible rastrear huellas de una mitología tribal. No obstante, los valores ancestrales y la primitiva poesía irlandesa subsisten en la fascinación del fuego o en el canto de los helechos, las cascadas, el rumor de los árboles… No sólo el realismo, también un viento de leyenda que ignora la devastación de los siglos crea “la sensación de pertenencia a un lugar”.

W.H. Auden, Robert Howell y Silvia Plath son poetas que S.H. estudiará desde una perspectiva individual, al margen del tópico. En menor medida, Osip Mandelstam y Elisabeth Bishop también son objeto de análisis y de devoción estética.

La dicotomía que antes se estableció con Wordsworth y Yeats se podría extender ahora a Auden y Silvia Plath. Si el primero es ejemplo de poeta cerebral, experimentador, voluntarioso, poderosamente lúcido (“agarró la poesía inglesa por el pescuezo y le hundió la cara con fuerza en la modernidad”) la segunda, desequilibrada, frágil, emocional, instintiva, sería representación perfecta de la escritura como rapto, iluminación, impulso. Tenemos de nuevo confrontadas la luz fría de la inteligencia y la luz ardiente de la inspiración. Según Heaney “el gran  atractivo de Ariel y de su constelación de poemas líricos es la sensación irresistible de encontrarnos ante algo dado. En esa poesía hay una sensación inherente de llegada asombrada, de ser atónito”.

Dichos poemas son, en palabras de Howell, “acontecimientos y no recuerdos de acontecimientos”. Sugieren de nuevo la imagen del caballo desbocado: “el ruido infatigable de los cascos”.

Por último, el volumen recoge dos conferencias pronunciadas por Heaney en la Universidad de Oxford. Otra vez la realidad civil –política- parece desencadenar una dialéctica entre la conciencia del poeta que trata de redefinir su función en la sociedad actual. No cabe duda de que en tiempos de horror, después de Auschwitz, cualquier proceso formal autocomplaciente debe resultar sospechoso. Sospechoso de inutilidad o, lo que es peor, de traición. Ante los fantasmas de la duda –ya Platón había puesto en tela de juicio que la poesía tuviese una influencia positiva dentro de la polis- Seamus Heaney acude a voces autorizadas como la de Wallace Stevens: “la nobleza de la poesía es una violencia interior que nos protege de la violencia exterior”. Y él mismo añade después: “la poesía no puede permtirse perder su fundamental inventiva de autodeleite, su goce por ser no sólo una representación de cosas del mundo, sino un proceso de lenguaje”.

A pesar del buen tono anglosajón, este libro de S.H. podría ser una fuente inagotable de polémica. En cualquier caso, nadie podrá dudar de que es una invitación eficaz y cortés al ejercicio de la inteligencia.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eugenio García Fernández

Turbación

30 de agosto de 2013 12:56:43 CEST









A Pablo García Baena

 

La castidad de un cántaro

abandonado a la lluvia

tiene pulso de doncella

en mañana opalescente.

La debilidad de su presencia

apenas un momento sujeta la mirada,

pues importa más que el ver

lo que desde un fondo el cuerpo rescata

con esa inconsistencia que acompaña el despertar,

turbación sin gesto ni destino

que declina en su propio vapor.

Una brisa de ángel

mueve íntima luz

allí donde en belleza se turba

el abandonado a su deseo.

Entre las ruinas de un beso

un rostro se transparenta

y todavía nos estremece

su móvil emanación quieta.

El solitario se turba

enfermo de advenimiento,

y en su palpitación sin secreto

se reclina el inocente.

No existe turbación para quien sabe,

pues vive en su altitud

exento de corrientes,

y el ignorante mudo nieva

sus imágenes sin tiempo ni espacio.

Las manos de los amantes se entrelazan

en total vislumbre

que en  su turbación los paraliza.

Un rostro turbado es siempre la vida

en su intersección de llamas y sombras.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Lostalé

Ronda española

30 de agosto de 2013 12:51:20 CEST

La primera vez que supe de Patrick Modiano, sin saber aún de él o de su literatura, fue cuando a la casa familiar, situada en una de las avenidas que habían sustituido a las murallas de la ciudad,  vinieron a vivir unos primos míos de Barcelona. Debió de ser allá por 1965. Yo tenía nueve años y Modiano veinte. Mis primos vinieron con sus padres –ella era una de las hermanas pequeñas de mi madre– y se instalaron en el entresuelo de la casa. Aquella casa que ya no existe –fue derribada en 1971– la habían comprado mis abuelos y tenía una curiosa característica: su planta noble era, en vez de la primera, la superior del edificio. Mis tíos recién llegados de Barcelona unieron ambos entresuelos –que se asomaban al jardín posterior, rodeado por otros dos jardines correspondientes a las dos fincas vecinas–, de manera que su vivienda pasó a tener, si no la prestancia de la de mis abuelos, sí idéntica superficie. En ese gran entresuelo vi el segundo pick-up de mi vida –el primero estaba en la habitación de uno de mis hermanos mayores– y, gracias a su propietaria, mi prima Mercedes, –que entonces tenía catorce años y tocaba la guitarra– escuché por primera vez la voz de Françoise Hardy. La canción, cómo no, era Touts les garçons et les filles de mon age, y esa edad no era la mía sino la de la generación de la Hardy, que es la misma que la de Modiano.

Por la avenida –o tal vez debería escribir el bulevar de cintura– circulaban escasos automóviles y la mayoría eran de marcas extranjeras –Austin, Studebaker, algún Mercedes, viejos Renaults, Citroen tiburón y los primeros deportivos aerodinámicos: el Dauphine y su homólogo el Gordini–. Salvo estos últimos, que eran estilizados y de colores digamos que atrevidos –granate, azul eléctrico, verde acuático y marfil– los demás eran negros, salvo los taxis que eran blancos y negros como las cebras de la sabana africana. La soledad de la avenida donde se alzaba nuestra casa –en cuyo otro lado destacaba un edificio racionalista que parecía un buque encallado en el asfalto–, los coches negros como salidos de una película de la II Guerra o del Chicago del gang. y la voz de la Hardy, escuchada una y otra vez aquella tarde de primavera, fueron la primera atmósfera modianesca que yo habité sin saberlo. Es decir, creyendo que era una atmósfera que solo a mí correspondía.

He escrito ‘sin saberlo’ y ese no saber era entonces una búsqueda de saber sin saber aún tampoco que lo era. No sabía, por ejemplo, que en esa época Françoise Hardy y Patrick Modiano ya eran amigos y que esa voz sería una antesala al conocimiento de la literatura de Modiano. No sabía que éste firmaría algunas de las letras de la Hardy y que pronto les harían una fotografía por el boulevard de Saint Michel caminando los dos altos, bellos y delgados como sólo se es –alto, bello y delgado– cuando la vida se estrena y nos estrena. No sabía que en aquellos días, y en París, Modiano ya debía de estar dando vueltas a la trama de su primera novela –El lugar de la estrella, publicada tres años más tarde (y en España veintiún años después)–, novela que representaría, en pleno 68, un potente revulsivo en la buena conciencia francesa diseñada por el general De Gaulle, tras el fin de la guerra mundial. No sabía, en fin, que la manera de vivir literariamente Modiano la Ocupación, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez, iba a tener su correspondencia –no global, pero sí fragmentaria– en mi manera de vivir la Guerra Civil, el viaje, la amnesia, la memoria y la mirada sobre el mundo adulto o la niñez. No sabía que eso iba a ocurrir sin haber leido, todavía, a Modiano y que la clave de todo ello, probablemente, estaba en el paralelismo entre la Ocupación y la Guerra Civil en cierta culpa dostoievskiana que unía a ambas. Con las canciones de la Hardy, ahí al fondo. La primera vez. Luego hubo otras, pero aquí me voy a referir a la segunda.

Ocurrió al poco de haber llegado mis primos de Barcelona en casa de unos amigos de mis padres. Sólo oí una frase: ‘cruzó la frontera en misión especial, clandestinamente; tenía que volver con alguien que había muerto al otro lado y volvió’. Y supe que esa frase guardaba alguna relación con el hecho de haber conocido la voz de Françoise Hardy. Esa frase se quedó grabada en mi memoria como grabada en mi memoria había quedado una imagen contada por mi madre en ese mismo año. La de mis padres bailando la música de El tercer hombre a la salida del cine donde habían visto esa película allá por el año 1949 y era de noche y había llovido y la luz de las farolas se reflejaba en los adoquines húmedos, como sus sombras enlazadas. Con la misma intensidad. Ambas imágenes –si las palabras son signos las frases son imágenes, como los recuerdos no vividos–– serían el núcleo de donde muchos años más tarde nacería mi novela Háblame del tercer hombre, tras cuya publicación se hizo referencia a cierta huella modianesca en ese libro.

 

Pero debo regresar a la casa familiar de mis abuelos maternos, al barrio periférico donde nací –si es que en una ciudad española de provincias, a mediados de los 50, no era en todos sus barrios una periferia del mundo–. He citado el edificio racionalista, que fue para mí el primer símbolo de la modernidad y cuando digo modernidad, digo Europa. Pasé muchas horas en el mirador del despacho de mi abuelo contemplando aquella nave de piedra bajo la que pasaban de vez en cuando los automóviles como lentos escualos. Muy cerca estaban los dos institutos de la ciudad, grandes edificios de principios de siglo con jardines y arcadas y un aire de liceo centroeuropeo. También había una finca en la que quedaban las huellas de metralla de los bombardeos de la aviación republicana durante la guerra y una explanada donde, con la llegada de la primavera, se instalaban los feriantes con sus montañas rusas y su noria y las casetas de lona donde se tiraba a unos patos de metal muy colorido. Al otro lado de esa explanada estaban el velódromo abandonado y el canódromo, con los gitanos y sus galgos y extraños personajes que apostaban y llevaban anillos de oro y tenían una mirada turbia y equívoca sobre una eterna sonrisa también veteada de oro. Era un lugar prohibido, como la fábrica de zumos Zuic que se levantaba, con el orgullo de cualquier edificación industrial, detrás del canódromo. Todo eso, más adelante o más atrás, quedaba a la izquierda de nuestra casa –como el taller del restaurador de pintura antigua y la casa vecina, con un aire berlinés, del médico familiar–, mientras a la derecha estaba el colegio de los hermanos franceses de La Salle, con sus baberos blancos que parecían salidos de la magistratura parisién y la Berlitz School, que era como un atlas a pie de calle y uno de esos portales misteriosos de los cuentos de Machen, que dieran a un mundo ajeno y atractivo, por cosmopolita. Las lenguas como pasaporte.

Recuerdo que los jueves abandonábamos el barrio con mi madre y nos internábamos en la ciudad antigua para visitar a mi bisabuela, que vivía en la vieja casona familiar –la de mis abuelos sólo era de los años veinte, mera novedad– con uno de los hermanos de mi abuela, frente al edificio colonial del Banco de España. La casa y el banco estaban en uno de los antiguos ghetos o calls de la ciudad, no tanto porque mi familia materna  fuera de ascendencia judía, que no lo era hasta donde yo sé, sino porque descendía de catalanes llegados a la isla a mediados del XIX,  que no habían vivido el rancio y atávico antisemitismo local y poseían cierta visión del negocio –de hecho fundaron en la misma calle una tienda de telas y trajes ingleses, por supuesto de importación– que debió de empujarles a vivir allí y no en otra parte de la ciudad. Por ese barrio no circulaban los automóviles y todavía se respiraba y se respira en el trazado callejero su origen diferenciador. Su destino al margen y su hermetismo autista.

La casa era una de las buenas casas del barrio, con patio gótico y jardín trasero, con grandes salones, una biblioteca que disponía de una mesa llena de milefiori venecianos –como un paisaje acuático– y pinturas oscuras de motivos religiosos repartidas por toda la casa. En una sala de tacañas dimensiones –’así está más protegida del frío’, oí decir– estaba mi bisabuela Rosa, pequeña y arrugada como una momia inca, a la que tanto mi madre como el resto de la familia tratábamos de usted. Doña Rosa Miret escuchaba a todo el mundo, pero hablaba ya poco; en cambio, a mi madre, cuando regresábamos de casa de mi bisabuela le gustaba contarme cosas del pasado y yo pensaba que el pasado era otra de las casas familiares de mi madre. Mi madre había querido ser bailarina, pero mi abuelo no le dejó. Bailaba muy bien el charlestón y yo siempre le pedía que lo bailara delante de mí. Entonces sus pies eran pájaros que danzaban con una alegría impagable y en su rostro surgía la bailarina que hubiera querido ser. Luego me contaba que su tatarabuelo había venido a Mallorca porque unos antepasados suyos, que se habían refugiado en la isla cuando la invasión napoleónica de Cataluña, le dijeron que Mallorca era un lugar virgen para la industria. Pero eso ocurrió, me decía, en un lugar que está más lejos que el olvido. De plus loin de l’oubli, un verso de Stefan George –el poeta que tanto gustaba a Jünger– que Patrick Modiano utilizó como título de una de sus novelas últimas. Mi madre, por supuesto, desconocía a Stefan George y Du plus loin de l’oubli es la única novela de Modiano donde aparece citada Mallorca.

 

Más allá del olvido: ese territorio modianesco donde se trazan, borran e inventan atmósferas, nieblas, vidrios empañados, sombras chinescas, amnesias, pistas, derivas, memorias, rastros, biografías, ocultaciones, fragmentos de historia civil, ciudades en las que nunca se estuvo, episodios de los que sólo pudo oirse una frase y después la literatura haría el resto. La literatura, la prosa del tiempo cuando se escribe a sí mismo. Pienso ahora en algunos escritores de mi generación –Juan Manuel Bonet (el único de todos que no es novelista y quizá por eso, poseedor del más grande catálogo de pesquisas modianescas), Miguel Sánchez-Ostiz, Marcos Ordóñez y Justo Navarro– que hallaron más allá del olvido una luz propia, como la hallaría yo, sabiendo todos que esa luz era también una luz familiar. Lo no contado porque ocurrió en otra parte –otra parte que ni siquiera sus sujetos conocieron y que no sabemos si ocurrió o no– y esa otra parte era un destino que a su vez era un origen que otorgaba la condición de exploradores en lugares que, años más tarde, se llamarían La patria oscura,  Tánger-Bar, El doble del doble, El puente del Rialto o La cámara de ámbar. Y al fondo, Patrick Modiano, no tanto como una deuda sino como la sombra de un hermano mayor, alguien que estuvo antes en el mismo o parecido sitio desde donde, por ejemplo, se escribieron los libros citados. Sólo eso; nada más que eso. Aunque hable del pasado; sólo del pasado; nada más que del pasado, esa casa común. Y en esa casa, las novelas de Modiano, antes de que llegáramos, surgiendo del callejón sin salida del nouveau roman y heredando su afición a la disección fría, ciertas técnicas del cine de la nouvelle vague o la huella de Kafka y Dostoievski.

 

Los libros de Modiano forman un gran puzzle en torno a una poética del desplazamiento, la pesquisa como forma de vida y el desentrañamiento de la culpa como forma de comprender esa misma vida. Desde las histriónicas andanzas del traidor Raphaël Schlemilovich –cuya traición se alza sobre el corpus teórico, político y literario del moderno antisemitismo francés– a la fantasmagórica ronda nocturna –celebrada una y otra vez en distintos libros– por el París del proto y postcolaboracionismo, o la búsqueda del padre –esa amplia generación de padres ausentes– entre los sórdidos espectros del desastre personal... es donde van perfilándose las claves de su obsesivo mundo literario: personajes clandestinos (reales o ficticios), recuerdos de infancia –inventados o no–, misterios que se desarrollan, siempre en flash back, a raíz de un encuentro fortuito... Y por encima de todo, la ceremonia de la memoria –de una morosidad que roza a veces lo cruel, de una vaguedad que roza a veces el delirio sonámbulo–, cuyos celebrantes –el sentimiento de ausencia, la apuesta por el extrañamiento y un sutil humor negro– se erigen sobre la angustiosa sensación de pérdida y de abandono. Una poética de ecos y claroscuros que, novela tras novela, ha ido estilizándose, soltando lastres barrocos, sin alejarse de sus constantes narrativas, sin perder un ápice de sus logros y hallazgos, sin abandonar el esfuerzo de comprensión de la propia vida a partir de la reconstrucción de los hechos del pasado, ya sin culpa ninguna. Aunque a menudo piense uno que, en Modiano, es el estilo, tan desmadejado como preciso y frío, el que borra la culpa.

 

El pasado y la culpa: no leí La place de l’Etoile en 1968, aunque hiciera algún tiempo que ya escuchaba a Françoise Hardy –tres años más tarde su disco Soleil sería la música de los primeros parties, cuando se apagaba la luz, y también el primer réquiem de mi adolescencia–, pero no faltaba mucho para que las andanzas del traidor Schlemilovich se hicieran españolas en la escritura de Juan Goytisolo. Reivindicación del conde don Julián –recuerdo el ejemplar de Joaquin Mortiz que me pasó un buen amigo de aquellos años– fue su equivalente español. Se publicó dos años más tarde que la novela de Modiano y guarda con ella bastantes paralelismos. Por ejemplo el traidor don Julián. Por ejemplo la construcción del texto sobre la deconstrucción (perdón por el palabro) del pensamiento conservador español, con los heterodoxos recopilados por Menéndez y Pelayo ahí al fondo. Por ejemplo, el extrañamiento y la voluntad de borrar la culpa, borrando todo lo demás. Es sólo un apunte, pero pienso que Reivindicación preparó, en cierto modo, el terreno a Los bulevares periféricos (1977 en Alfaguara) y después –siempre en traducción de Carlos R. de Dampierre, siempre en la Alfaguara dirigida por Jaime Salinas–, La ronda de noche (1979), Una juventud (1980), El libro de familia y Tan buenos chicos (ambos en 1982), con los paréntesis venezolanos (de desastrosa traducción en Monte Ávila) de Villa Triste (1976) y La calle de las tiendas oscuras (1980). Estos siete libros configuraron, ellos solos, la verdadera educación sentimental modianesca –si así puede llamarse– de mi generación. Y la Reivindicación... goytisoliana ocuparía el lugar de la estrella, la tierra abonada. Luego –tras el paréntesis de 1989: Exculpación en Calpe y, por fin, El lugar de la estrella, en Alcor– vinieron Domingos de agosto (1989), El rincón de los niños (1990) y Viaje de novios (1991) sobre el que me encargaron la crítica en El País, como a Miguel Sánchez-Ostiz la de El rincón de los niños, un año antes. Eran otros tiempos. Tiempos donde la publicación de estas últimas novelas mencionadas tomó la forma de una trilogía para connaiseurs, que irrumpiera en un rescate de Modiano tras siete años de abandono editorial español.

Más allá del olvido (1997) lo publicaría Alfaguara sólo para Hispanoamérica –en España Modiano seguía leyéndose poco, no eran raras las acusaciones de escribir siempre el mismo libro y acababa saldado (de hecho acabaron saldados casi todos los títulos mencionados más arriba)– y a partir de esa expedición americana –una especie de devolución de Villa Triste y La calle de las tiendas oscuras–, Modiano dejaría de publicarse en Alfaguara, ya para siempre. Dos años más tarde –en realidad ocho porque Más allá del olvido no se vio en España– Seix Barral publicó la magnífica Dora Bruder, o la novela donde los que no habían leido jamás a Modiano –o lo conocían sólo de oídas– cayeron seducidos, con el furor del converso, por su prosa sonámbula. Pero no tenían dónde echar la mirada atrás. Debate publicaría luego su libros de relatos Las desconocidas (2001) –todavía oigo los cascos nocturnos de los caballos– y su novela Joyita (2003) –la peor de todas, me parece a mí– y la editorial  Cruïlla su cuento Catherine (2001), traducido al catalán –como en catalán había sido publicada Diumenges d’agost por Columna un año antes que saliera en Alfaguara–. Y sin que nadie se haya preocupado por publicar Accident nocturne (2003), Anagrama va a sacar en breve su estupendo Un pedigree (2005). Hasta aquí Radio Modiano en España; fin de la emisión bibliográfica. Volvamos, pues, a las melodías de la Hardy, que ahora que lo pienso tienen a veces la cercanía de tono de otro Hardy, el poeta  Thomas, pasado por la hecatombe sentimental de los 60 y principios de los 70: otro fracaso, otras culpas.

 

He citado los títulos, pero siempre hay algo biográfico detrás de cada uno de ellos y no sólo ocupa el fragmento de vida que se dedicó a su lectura. Es algo que viene de más atrás, algo que está más lejos que el olvido pero que se hace presente en las novelas de Modiano. Digo ‘en’, no ‘a partir’. Puede que el ciclo  novelístico de Patrick Modiano otorgue una hermenéutica –como lo hacen las aventuras de Tintín o la Comedia balzaquiana–, pero las cosas ya estaban ahí antes. La búsqueda del padre, o de la culpa en la generación del padre, las ciudades de noche durante la guerra, el horror de la retaguardia, la supervivencia de la postguerra, sus lacras morales, los recuerdos imaginarios en la reconstrucción familiar, el reencuentro en la madurez de aquellos amigos de colegio (y el recuerdo de cómo eran, confrontado a cómo son ahora), la irrupción en nuestra juventud de esos avasalladores tipos estrambóticos que cambian tu vida y de los que hay acabar escapando, el fracaso, las vidas como bengalas...  Todo eso estaba antes de leer a Modiano. Y la topografía de la ciudad –de cualquier ciudad, pero especialmente de París– sólo comparable a la fascinación objetual camuflada en la frialdad de su descripciones. La frialdad de un topógrafo, la frialdad de un entomólogo, la frialdad de un detective privado –cuánta novela negra (de Simenon a Chester Himes) hay en la literatura de Modiano, la frialdad de un anatomista: calles, números, tiendas, bares, restaurantes, clubs, teléfonos, tarjetas de visita, facturas comerciales, garages, nombres, listas, listas, listas... Juegos de una sociedad de postguerra con el silencio de telón de fondo: el silencio donde todas las historias son posibles.

 

Recuerdo que en la avenida donde estaba la casa de mis abuelos, nuestra casa, había un paseo central flanqueado por plátanos o plateros. No muy lejos estaba la Casa de La Misericordia, que era hospicio y asilo para pobres y ancianos al mismo tiempo. Recuerdo que en otoño e invierno –lo recuerdo porque las hojas color ocre barrían el paseo y ellos ya llevaban abrigo–, esos hombres encerrados en aquel edificio hacían incursiones por la avenida en busca de colillas, que iban metiéndose una tras otra en los bolsillos del gabán. Iban siempre solos, nunca varios juntos, formando una escena entre barojiana y solanesca, pero yo, desde el mirador de casa me dedicaba a inventarles historias por las que habrían llegado a tan desastrosa situación. Un día, uno de nuestros vecinos –que era un conocido play-boy de la ciudad y años más tarde moriría en un accidente aéreo sobre Nantes– me habló de uno o dos de ellos: ‘ése era boxeador y sirvió en la Legión Extranjera, en Argel, ¿sabes?, y aquel fue portero en un club nocturno adónde iba Ava Gardner; contaba que la había conquistado. Ahora son ruinas, pero en su momento fueron flores de esas que sólo se abren por la noche y de día se esconden, flores venenosas’. Fleurs de ruïne. Eso ocurría al mismo tiempo que el rey Saúd de Arabia orinaba sobre las cortinas de su suite en el Hotel de Mar –eso se contaba en los cócteles vespertinos al menos– y regalaba relojes de oro a los camareros. Era el tiempo en que los pieds noirs huidos de Argelia se instalaban en Mallorca y abrían peluquerías y pastelerías; el tiempo en que secuestraron al expremier congoleño Thosmbé en el aeropuerto de Palma o que los militares británicos retirados, las viejas profesoras de botánica en Cambridge y algún que otro escritor inglés de novelas policíacas se reunían en el Club Anglo-Americano para festejar el cumpleaños de la Reina. Y ese tiempo fue el tiempo donde crecí y escuchando las historias de las fiestas de disfraces de Natasha Rambowa en las cuevas de Genova en la voz de mi tío abuelo, o las aventuras amorosas de la bella gimnasta Nadine; el tiempo donde ví, sentada en el Bar Mónaco, a Christine Keeler, la protagonista del Caso Profumo, y me la señalaron diciendo: esa mujer llevó a la ruina a un ministro de Su Majestad, y supe que mi ciudad era la ciudad donde todo podía ocurrir y reinventarse. Como me inventaba yo las historias de aquellos hombres derrotados que recogían colillas del paseo central de la avenida. Y al fondo –no sé por qué, pero estaban– estaban el miedo y cierto desasosiego. Estas cosas forman parte de mi vida y del libro que voy escribiendo sobre la memoria de mi ciudad, aunque a veces, cuando leo una nueva novela de Patrick Modiano escucho el eco de esa época en la que Palma era también todas las ciudades, con la puerta de la Berlitz School como la puerta de un pasadizo secreto para escapar de aquel miedo.

 

El día antes de finalizar estos folios, el periódico Le Figaro publicó un homenaje a Modiano con motivo de la aparición de su último libro, Dans le café de la jeunesse perdu, un título precioso que remite –esta ronda es española– al Tánger-Bar de Sánchez-Ostiz, que no era más que el café de nuestra juventud perdida. Abría el suplemento un magnífico retrato a color del autor trazado por el dibujante, y también escritor, Pierre Le-Tan. Recordé nuestras conversaciones en París mientras preparábamos su exposición para el Reina Sofía, dirigido entonces por Juan Manuel Bonet, hombre también afín a Le-Tan. Recordé la noche en que llegué a París para conocer personalmente a Pierre y que en esa noche yo tenía fiebre y estaba cansado y mi amigo el poeta Enrique Juncosa me llamó para cenar con otro amigo, el pintor Miquel Barceló, y decliné la invitación, cuando en esa cena también iban a estar Modiano y Catherine Deneuve. Y al día siguiente, en la casa de Miquel en El Marais, supe que Modiano se había quedado hipnotizado ante el oso hormiguero disecado del gabinete particular de Barceló, ese gabinete que Patrick Mauriès –otro letaniano– incluyó en su libro sobre las cámaras maravillosas. La monumentalidad del bicho no era para menos.

En las p?inas centrales del suplemento escrib?n algunos de los amigos de Modiano, entre ellos Catherine Deneuve, Pierre Le-Tan y Fran?ise Hardy. El azar siempre ha sido ? eso lo sabe muy bien Bonet, que fue quien me avisde la existencia de ese suplemento: ?i lo encuentras c?prame uno, que aquya lo han devuelto? uno de los ejes en la relaci? con la obra de Modiano ? tambi? con la de Le-Tan Por supuesto encontrdos ejemplares, que deb?n ser los ?icos que hab? en Palma. En esas p?inas centrales lea la cantante que hablaba del poder de sugesti? del estilo literario de Modiano, ?econocible entre todosy de cuando se conocieron a trav? de Emmanuel Berl y su mujer, de los que eran amigos comunes.  Recordentonces aquella tarde en la casa familiar donde escuchpor vez primera la voz de Fran?ise Hardy, reconocible entre todas y de un gran poder de sugesti?, y recordtambi? esa frase que hablaba de cruzar la frontera clandestinamente y supe que de nuevo volv? a pasear por las avenidas de un tiempo que estm? lejos del olvido, cuyo mejor cronista sersiempre el novelista Patrick Modiano.

 

Escrito en Lecturas Turia por José Carlos Llop

Montse Aguer[1]

 

El año 2004, año del centenario del nacimiento de Salvador Dalí, es un momento adecuado para hacer balance y situar a Dalí en el contexto artístico y de las vanguardias del siglo XX, tan rico en influencias y matices. Cabe analizar su vida y su obra con objetividad, con la distancia que nos aporta tanto el paso del tiempo como un más profundo conocimiento del artista.

Hoy Dalí, en todas sus vertientes, como pintor, pensador, escritor, apasionado de la ciencia, catalizador de las corrientes de vanguardia, es considerado una figura clave de la historia del arte.

Hay que situarlo, asimismo, como personaje inconformista, complejo, con una actuación personal capaz de captar y jugar con la importancia creciente de la sociedad de masas, a la que sirve y de la que se sirve, y, evidentemente, como artista capaz de intervenir en todos los campos de la creación, desde los más convencionales, como la pintura, la escultura, el dibujo o el grabado, hasta los más innovadores, como las instalaciones y las perfomances.

La figura y la obra de Salvador Dalí, indisociables, atraen cada día más audiencia (como demuestra la enorme cantidad de visitantes que cada año recibe el Teatro-Museo Dalí de Figueres o el hecho de que el óleo La persistencia de la memoria sea el que despierte más interés de los que exhibe el Museo de Arte de Nueva York). El misterio es una de las claves del artista, pero también la manipulación que hace de la realidad y el sentido de sorpresa pictórica contenido en su producción. Es autor de imágenes plásticas y literarias únicas y su iconografía es un referente para el imaginario colectivo.

Artista humanista, clásico en un sentido renacentista, es creador de una pintura literaria, minuciosa, virtuosa y laboriosa, con elementos figurativos procedentes de su particular mundo, de sus obsesiones y mitos; de una obra repleta de objetos cargados de simbolismo situados en paisajes solitarios, trazados con un profundo conocimiento del arte de la perspectiva y un extraordinario dominio de la técnica pictórica.

Una de las principales aportaciones de la plástica daliniana es la precisión a la hora de definir los elementos que pueden aparecer de forma evanescente en el imaginario colectivo o en el mundo de los sueños y de los automatismos intuitivos. Dalí establece con determinación y coherencia lo más efímero de nuestro pensamiento y lo hace de manera delirante. De esta imperiosa voluntad de explicar con determinación lo inconcreto, surge su famoso método paranoico-crítico, conjunción de pensamiento e imagen.

Igual de atrayente resulta el Dalí surrealista, admirado por Breton y Eluard, entre otros, como el Dalí nostálgico del Renacimiento y de la época de Rafael. A partir de un impresionismo sensual y pasional evoluciona hacia formas cubistas, puras y racionalistas que lo asocian con el Noucentisme de Eugenio d'Ors hasta convertirse primero en exponente destacado del surrealismo y descubrir después el poder iconográfico del arte clásico como herramienta perfecta para llevar a cabo su método paranoico-crítico.

Su obra refleja asimismo su interés por la ciencia y los efectos relacionados con la visión, especialmente su análisis de la doble imagen. Es el primer pintor del siglo XX que trabaja insistentemente en la recreación de la doble imagen de manera concreta, es decir, en la obtención de una imagen que, sin alterar ninguno de los elementos que la conforman, puede ser, por un simple estímulo de nuestra voluntad, otro sujeto completamente distinto del primero representado por el artista. En “Camuflaje total, para la guerra total” escribe:

“Tenía un espíritu paranoico. La paranoia se define como una ilusión sistemática de interpretación. Esta ilusión sistemática constituye, en un estado más o menos morboso, la base del fenómeno artístico, en general, y de mi genio mágico para transformar la realidad, en particular”.

A través de diferentes métodos y sistemas: la doble imagen, la estereoscopía, la holografía o la búsqueda de la cuarta dimensión, y de acuerdo con los avances de la ciencia, Dalí representa la realidad externa y, a la vez, la realidad interna, que pueden coincidir o no con la del espectador, pero que provocan en éste una serie de asociaciones psíquicas que permiten acabar sumergiéndolo en el discurso del pintor.

Un discurso que le es imprescindible para transmitirnos cómo se ve, pero sobre todo, cómo quiere ser visto por nosotros. En este sentido, en Dalí pintura y literatura son casi equivalencias y le sirven para construir su imagen. Su extensa obra escrita -que abarca desde el año 1919 hasta casi el final de sus días- así nos lo demuestra. Vida secreta de Salvador Dalí, magnífica autobiografía, es un claro exponente de la elaboración consciente de su “verdadera” realidad, la que él quiere que sea la cierta, que tenga validez de acta notarial.

En su comunión con la literatura, tanto como lector, escritor o ilustrador, siempre hay un hilo conductor: la imaginación, la fuerza de la imaginación. Dalí escribe: “Creo en la magia que, en última instancia, es meramente el poder de materializar la imaginación en realidad. Nuestra época supermecanizada subestima las propiedades de la imaginación irracional que no deja de ser la base de todos los descubrimientos” (del artículo “Total Camouflage for Total War” publicado en la revista Esquire, vol. 18, nº 2, agosto 1942). Imaginación que transforma en realidad y que, independientemente de la forma de expresión que utilice, nos atrae o inquieta, pero no nos deja indiferentes.

La relación de simbiosis entre Salvador Dalí y los libros evidencia una vez más el concepto humanístico que el creador ampurdanés tiene del Arte. La vida y la obra de Salvador Dalí están concebidas para obtener “todo” el conocimiento y desarrollarlo en todas las disciplinas artísticas. Hombre del Renacimiento, está constantemente experimentando e investigando en el ámbito de la pintura, del dibujo, de la literatura, de la ilustración; crea escenografías, espacios arquitectónicos, decora interiores, diseña... Es un artista dual: clásico e innovador, innovador y clásico, que busca obsesivamente hasta hallar su expresión propia, a menudo a contracorriente, en un mundo convulso y en constante cambio.

A través de su creación, su obra, descubrimos a un Dalí que, tal como escribió André Breton en una dedicatoria, “titubea entre el talento y el genio o, como se decía en otro tiempo, entre el vicio y la virtud”. No cabe duda alguna de que el genio ha triunfado. Un genio con talento que ha bebido de las fuentes clásicas y que ha sabido dejar constancia en su obra de la belleza convulsiva de los surrealistas. Un genio provocador.


[1]    Comisaria del Año Dalí.

Escrito en Lecturas Turia por Montse Aguer

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