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Configurar sentido descendente

Refractarios

15 de julio de 2013 09:11:33 CEST

Existe por los caminos una raza de gentes que, ellos también, han jurado ser libres

Jules Vallès

 

To

dos sabréis que ella

era la francesa Charlotte, la

drona de libros. “Allí toda

vía encontré bosques encantados, islas

en el Índico, arena entre

las sillas, un vaso de té y otro de aguar

diente. Yo le vi. Un camino

que serpentea hacia el casti

llo, una gran nube viajera, un resplandor ca

si de locura, un hueco de si

lencio entre el ruido

de los árabes. Yo

le vi. Claros ojos ahu

mados, sentado, con la voz

terca repitiendo: ¡cobardes en

loqueced! Me habló

de la inocencia antigua, de las

preguntas que hieren

como vino rojo, de

los días en el desierto con un fardo.

Me habló, me gri

tó, me escupió, me quiso vender por

una botella, por un vaso, por el trago

que le faltaba. Azulísimos ojos y el

viento y las telas blancas y el olor negro

de los días negros. Allí estaba, junto

a los barcos que esperan, con un rifle

y un cuaderno sin

más. No quiso

mi voz ni mi cuerpo ni

firma ni dirección alguna.”

Todos sabréis que ella era Charlotte,

que llegó al con

fín para encontrar

le, que no dejo car

tas, sólo el recuerdo, el hue

co de lo no dicho, la mirada

de los hombres que mienten.

Charlotte, que leía novelas de Conrad

recordando a un niño con volun

tad de dios, con nombre de pájaro

y pocas ganas de morir, recordando

que los escritores pier

den la cara. 

Todos sabréis su nombre, 

la francesa Charlotte.


Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

Mahmud Darwix: La huella de la mariposa

15 de julio de 2013 09:01:15 CEST

          A su muerte el pasado mes de agosto, se hizo realidad algo que las letras árabes ya venían sospechando desde hacía un par de décadas: que Mahmud Darwix (1941-2008) ha sido el poeta árabe más determinante del siglo XX. El acuerdo fue casi unánime, y rebasó con creces las valoraciones de circunstancias que rodean al óbito de una figura de relieve. Sólo se recuerda en las letras árabes un asenso y un despliegue de duelo y encomio parecido: el que suscitó la muerte del premio Nobel de literatura Naguib Mahfuz. De hecho, entre los lloros más recurrentes se hallaba el de que Darwix hubiera muerto sin conquistar tal premio, para el que estuvo propuesto en varias ocasiones y al cual podría haber aspirado —pese a la dificultad intrínseca que implicaba su consecución para un autor que no tenía un Estado detrás, y sí delante y como enemigo a un fiero Estado— de haber vivido aún unos años. No en vano, en el momento de su muerte el reconocimiento internacional de su obra no hacía sino crecer. Pero entre los árabes, de Casablanca a Qátar, de los grandes periódicos árabes de Londres a las revistas literarias de El Cairo y Beirut, hubo acuerdo. El propio Darwix había dicho en alguna entrevista —trance que él convertía en un ejercicio de crítica literaria— que la posteridad es un billete de lotería que uno compra en vida y, nada más morir, sabe si le ha tocado... Si estaba en lo cierto, puede descansar tranquilo.

            Ese estatuto de maestro incontestado lo adquirió Darwix sometiendo su carrera poética a una evolución permanente. Esto, que parece ocurrir con frecuencia entre toda suerte de poetas, no es tan frecuente como se creería, y menos aún entre poetas exitosos, poetas que desde muy jóvenes han gozado de refrendo y exaltación. Tras haber dado pie a finales de la década de 1960, en compañía del también palestino Samih al-Qásim, a lo que entonces se llamó “poesía palestina de resistencia”, Darwix no se limitó a ello, no se quedó encerrado en tal cosa, sino que sometió su poesía a un grado cada vez mayor de complejidad arquitectónica y musical, siempre en diálogo con la gran tradición poética árabe: la de la casida, el poema de métrica y estructura codificadas, que él supo modernizar y reinventar. A lo largo de todas sus etapas poéticas, que grosso modo coinciden con los distintos destinos de su exilio (El Cairo, Beirut, París, Ammán/Ramala), Darwix supo escribir poemas considerados clásicos, que gozan del estatuto de ingenuidad ejemplar de la verdadera poesía. Dominó el poema en prosa (por ejemplo, “Cuatro direcciones personales”), el poema largo (“Fue lo que había de ser”), el poema-libro (Mural, Estado de sitio), el poema breve (“A mi madre”), la canción (“Rita y el fusil”). De todo ello se halla muestra en nuestro tomo Poesía escogida, 1966-2005 (Valencia, Pre-Textos, 2008), cuya selección supervisó el propio poeta. A la vez, y a lo largo de los años, Darwix desarrolló una importante obra en prosa, en la que destaca su libro final, En presencia de la ausencia, donde indaga en la construcción de la identidad personal, en su caso marcada por la Nakba, el Desastre palestino de 1948, fruto de la creación del Estado de Israel y de la expulsión de 800.000 palestinos de sus tierras, entre ellos el niño Darwix y su familia.

           Es el tema de la construcción nacional palestina uno de los que más quebraderos de cabeza dio a Darwix. Junto a Edward Said, Darwix se vio alzado desde el comienzo de su carrera a la condición de conciencia nacional palestina. Se esperaban sus poemas y sus palabras como oráculos sobre la condición palestina. Él lo que pretendía era que hablaran de la condición humana, simplemente. En ella debía estar incluida la tragedia palestina, y en ésta aquélla. El mismo Said lo relacionó con poetas como Yeats, Ginsberg o Walcott, poetas de un pueblo, de una cultura específica, poetas del epos, desde el que se alzan al dominio universal.

          Los poemas que presentamos a continuación pertenecen a su obra La huella de la mariposa (Ázar al-faracha),[1] el último de sus libros poéticos. En él Darwix vuelve a una de las variedades poemáticas en las que más destacó: el poema en prosa, que aquí cultiva de una forma más suelta y desembarazada, cercana a veces al apunte prosístico o al aforismo, y bajo una estructura general de diario poético.

 

MAHMUD DARWIX

El mosquito

El mosquito, femenino en mi lengua, es más letal que la calumnia. Además de chuparte la sangre, te fuerza a una batalla absurda. Siempre te visita en la oscuridad, como la fiebre a al-Mutanabbi. Zumba y zuñe como un avión de guerra al que no oyes hasta que ha alcanzado su objetivo. Tu sangre es el objetivo. Enciendes la luz para ver dónde está y se esconde de tus malas intenciones en cualquier rincón de la habitación, y luego va y se posa en la pared... a salvo, pacífico, como si se hubiera rendido. Intentas matarlo con un zapato, pero te burla, se escapa y reaparece cínicamente. Le insultas en voz alta pero ni se inmuta. Le invitas a negociar una tregua con voz amigable: ¡Duérmete y yo me duermo! Crees que le has convencido, apagas la luz y te duermes. Pero cuando te ha vuelto a chupar la sangre, zumba otra vez avisando de una nueva incursión. Y te empuja a una batalla colateral con el insomnio. Enciendes la luz por segunda vez y haces frente a los dos —a él y al insomnio— leyendo. Entonces el mosquito aterriza en la página que estás leyendo, y te regocijas en secreto: ¡Ha caído en la trampa! Cierras de golpe el libro: Lo he matado... lo he matado. Lo abres para jactarte de tu victoria y no hay ni rastro del mosquito ni de las palabras. ¡El libro está en blanco! El mosquito, femenino en mi lengua, no es una alegoría, ni una metáfora, ni una metonimia. Es un insecto al que le gusta tu sangre. La huele a veinte millas. Y sólo hay un medio para arrancarle una tregua: que cambies de grupo sanguíneo.

¿POR QUÉ? ¿A SANTO DE QUÉ?

Se da ánimos hablando consigo mismo mientras camina solo. Palabras que no significan nada, y que no quiere que signifiquen nada: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» No es su intención quejarse o hacer preguntas, o frotar una expresión con otra para que prenda un ritmo que le ayude a caminar con la agilidad de un chaval. Pero es lo que sucede. Cada vez que repite: ¿Por qué? ¿A santo de qué?, siente que está en compañía de un amigo que ha venido a ayudarle a sobrellevar el camino. Los transeúntes lo miran con indiferencia. Nadie piensa que esté loco. Le creen un poeta, un soñador errabundo poseído por una repentina inspiración del demonio. Pero él ni se da cuenta de qué le aflige. No sabe por qué se acuerda de Gengis Jan. Quizá porque ha visto un caballo sin montura nadando en el aire, sobre los edificios destruidos del fondo del valle. Continúa caminando con un solo ritmo: «¿Por qué? ¿A santo de qué?» Y antes de llegar al final del camino que sigue todas las tardes, ve a un viejo inclinado junto a un eucalipto, el bastón apoyado en el tronco, que se desabrocha los botones de los zaragüelles con mano temblorosa y mea mascullando: ¿Por qué? ¿A santo de qué? Las chicas que suben del valle no se contentan con reírse del viejo: le tiran bayas de pistachos verdes.  

OJALÁ SE NOS ENVIDIE

A esa mujer que camina deprisa, con una manta de lana y un cántaro por corona... que arrastra de la mano derecha a un niño y de la izquierda a la hermana de éste. Que detrás lleva un rebaño de cabras asustadas. A esa mujer que huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido... la conozco desde hace sesenta años. Es mi madre, que me dejó olvidado en un cruce de caminos, con una cesta de pan reseco, una vela y una caja de cerillas estropeadas por el rocío.


A esa mujer que ahora veo en la foto de la pantalla a color del móvil... la conozco muy bien desde hace cuarenta años. Es mi hermana, que completa los pasos de su madre ―mi madre de camino al desierto: huye de un angosto escenario de guerra a un campamento de refugiados desconocido.


A esa mujer que veré mañana en el mismo escenario, la conozco también. Es mi hija, a la que he abandonado en mitad de los poemas para que aprenda a andar y eche a volar hacia lo que hay detrás del escenario. Ojalá cause la admiración de los espectadores y la desilusión de los cazadores. Y mira por dónde, un amigo astuto me dice: Es tiempo de que pasemos, si es que podemos, de un asunto por el que se nos compadece... ¡a uno por el que se nos envidie!

CUESTIÓN DE PERSPECTIVA

Lo que distingue al narciso del girasol es lo que diferencia dos puntos de vista: el primero mira su imagen en el agua y dice: No hay yo sino yo. El segundo mira al sol y dice: Qué soy sino lo que adoro.

Y por la noche, se reduce la diferencia y se agranda la glosa.

OJALÁ EL JOVEN FUERA ÁRBOL

El árbol es hermano del árbol, o un buen vecino. El grande se inclina sobre el pequeño, y le da la sombra que le falta. El alto se inclina sobre el bajo, y le envía un pájaro que le acompañe de noche. No hay árbol que hurte el fruto de otro, o que se mofe de él si es estéril. Ningún árbol mata a otro ni imita al leñador. Cuando se hace barca, aprende a nadar. Si se hace puerta, día y noche es guardián de los secretos. Si se hace banco, no olvida que antes tuvo un cielo. Y cuando se hace mesa, enseña al poeta a no ser leñador. El árbol es absolución y vigilia. No duerme ni sueña. Vela por los secretos de los soñadores, día y noche en pie. En pie protegiendo a los transeúntes y al cielo. El árbol es oración vertical. Implora a lo alto. Y cuando se dobla un poco por la tormenta, lo hace con el empaque de una monja, la mirada en lo alto... en lo alto. Dijo en la antigüedad el poeta: «Ojalá el joven fuera piedra». Ojalá hubiera dicho: ¡Ojalá el joven fuera árbol!

 

EN CÓRDOBA


Las puertas de madera de Córdoba no me invitan a pasar y darle recuerdos damascenos a una fuente o un jazmín. Camino por los estrechos callejones un soleado y apacible día de primavera. Camino ligero, como si fuera huésped de mí mismo y de mis recuerdos, como si no fuera una pieza de museo sobre la que se vuelven los turistas. No le doy una palmada en la espalda a mi pasado con alegría incomparable, como un poema aplazado esperaría de mí. Ni me asusta la nostalgia desde que sobre ella cerré la maleta, sino que me da miedo el mañana que galopa ante mí con pasos eléctricos. Y cada vez que le importuno, me reprende: Ocúpate del presente. Pero hay demasiados poetas en Córdoba. Extranjeros y españoles. Hablan del pasado de los árabes y del futuro de la poesía. Y en un jardín, con pocos árboles y poco de todo, al ver una escultura de dos manos dedicada a Ibn Zaydún y Wallada, le pregunto a Derek Walcott, uno de mis poetas favoritos, si sabe algo de la poesía árabe, y no se disculpa cuando responde: No, nada en absoluto. Y aun así, pasamos juntos tres días sin parar de reír y bromear sobre la poesía y los poetas, a los que él describió como ladrones de metáforas... Me preguntó: ¿Cuántas metáforas has robado? Y no supe contestar. Rivalizamos tonteando con las cordobesas, y me preguntó: Si te gusta una mujer, ¿vas y le hablas? Le dije: Mi valor depende de su belleza... ¿Y tú? Dijo: A mí, si me gusta una mujer, es ella la que viene a mí. Le dije: Claro, tú eres ángel y demonio... lo que yo no sé ser. Y su tercera mujer se reía. En Córdoba, me paré ante un portalón de madera y me busqué en el bolsillo las llaves de mi vieja casa, como hizo Nizar Qabbani. No se me escaparon las lágrimas, porque la nueva herida tapaba la cicatriz de la vieja. Pero Derek Walcott me cogió por sorpresa con una pregunta hiriente: ¿De quién es Jerusalén? ¿Vuestra o de ellos...?

 

EN MADRID


Sol, llovizna, primavera vacilante. Los árboles son altos y viejos en el jardín de la Residencia de Estudiantes. Las veredas, pavimentadas con piedrecillas, hacen que caminar se acerque más bien a un ejercicio burlesco de flamenco. Una luz temblorosa agujerea las sombras. Desde esta colina nos asomamos a Madrid, que se extiende abajo como un estanque verde. Mark Strand, el poeta americano-canadiense, y yo nos sentamos en unas sillas de madera a hacernos fotos con los estudiantes, y a firmar nuestros libros traducidos al español, a cual de los dos más dispuesto a ocultar la alegría del poeta ante un lector desconocido, inesperado... ante el viaje de la poesía que se escribió en una habitación cerrada hasta este jardín. Se me acercó una señora elegante y me dijo: Soy sobrina de Lorca. Le di dos besos para aspirar lo que de los brazos de él quedara en ella. Y le pregunté: ¿Qué recuerda de él? Me respondió que había nacido después de que lo mataran. Le dije: ¿Sabe cuánto nos gusta? Y dijo: Todo el mundo dice lo mismo, es un orgullo para mí. Es un símbolo. El director de la Residencia me explicó que éste es un lugar emblemático de Madrid. Quien no lee poesía aquí es un pelagatos. Aquí vivieron Lorca, Alberti, Juan Ramón Jiménez, Dalí. Al final del encuentro, me pidieron que le hiciera una pregunta a Mark Strand. Le pregunté: ¿Cuál es el límite preciso entre el verso y la prosa? Titubeó, como hacen los verdaderos poetas ante una definición difícil, y dijo, él que escribe verso libre: El ritmo, el ritmo. La poesía se distingue por el ritmo. Y cuando salimos al jardín a pasear por las veredas de piedrecillas, no hablamos mucho para no romper el ritmo de la noche sobre los altos árboles. No sé por qué me vino a la cabeza la aguda frase de Nietzsche: “La sabiduría es el conocimiento privado del canto”.

 

BOULEVARD SAINT-GERMAIN 

 

Me dice George Steiner: El poeta ha de ser huésped... Yo le digo: ¡Y hospedero!

Las hojas secas, caídas de un árbol que se desnuda, son palabras en busca de un poeta hábil que las devuelva a las ramas.


Cada vez que el ritmo se esconde en la imagen, la música se hace compañera de la idea.


Sentado con Peter Brook, los pájaros de Aristófanes y de Farid al-Din al-Attar sobrevuelan nuestras cabezas en un viaje compartido hacia los límites del significado.

¿Exilio? El visitante lo añora: es la excursión del pájaro en un viaje en el que nadie pregunta: ¿Cómo te llamas? ¿Qué quieres?

En el autobús, miro la acera, y me veo sentado en la parada ¡esperando el autobús!

Fingir una difícil neutralidad, en el poema y la novela, es el único delito moral que se perdona.

Romper el ritmo, de vez en cuando, es una necesidad rítmica.

Dejo el otro lado de mi vida donde quiere quedarse. Y sigo a lo que queda de mi vida en busca de su otro lado.
Mis sensaciones brincan ante mí, llevan paraguas y caminan bajo la lluvia. Mis sensaciones son un hecho externo como la lluvia.

El viento de otoño barre la calle y me enseña el arte de reducir. De reducir lo que se escribe.



[1] De próxima aparición en la editorial Pre-Textos.

Escrito en Lecturas Turia por Luz Gómez García

Claves de Gary Snyder

15 de julio de 2013 08:54:03 CEST

En un sentido amplio, Gary Snyder se ha convertido en una especie de profeta de lo esencial de la vida humana. Desde un punto de vista más concreto, es un profundo poeta y ensayista estadounidense, también importante traductor de poesía japonesa, que nació en San Francisco en 1930. Su obra, su forma de ser y de vivir nace como resultado del cruce entre tres grandes fuerzas vitales: indigenismo, budismo zen y contracultura. Analicemos detenidamente estos aspectos constituyentes de esta poliédrica personalidad.

Entendemos por indigenismo una suerte de exaltación de lo natural que acarrea la formación de un entramado ideológico y político cercano a la radicalidad revolucionaria. Su preocupación por la ecología y el ambiente físico de Norteamérica es un claro precedente de movimientos posteriores: en este, como en otros aspectos, Gary Snyder se nos presenta como un adelantado a su tiempo. Esta preocupación deriva en una defensa del biorregionalismo, y una propuesta de vida diferente, basada en el modelo tribal. Otro tipo de vida es posible, una vida más profunda y humana, de hermanamiento con la madre naturaleza.

En este sentido, su deuda con H. D. Thoreau y su ensayo sobre la desobediencia civil es evidente. Snyder proviene de la vida pionera. Su amigo Jack Kerouac nos habla de sus raíces: “era un muchacho de Oregon oriental, criado en una cabaña de madera, en la profundidad de los bosques, con su padre, su madre y su hermana, y desde pequeño un montañés, leñador y granjero, que le gustaban los animales y la cultura indígena (...) Se interesó por el viejo anarquismo de los Trabajadores Industriales del Mundo y aprendió a tocar la guitarra y a cantar viejas canciones obreras que armonizaran con las canciones indígenas y los cantos populares en general”. Su trabajo como guardabosques acentúa esta tendencia, y, así, surge ya la figura del eco-poeta comprometido políticamente, no tanto con un proyecto concreto como con una idea de la revolución total basada en el hermanamiento con la naturaleza y en la vuelta a una sabiduría ancestral salvaguardada por el modus vivendi y la filosofía de los indios americanos. Este sentimiento de unión con los Trabajadores Industriales es fruto de la herencia de otros autores, como Jack London. Es la época de los “wobblies” y del resurgimiento del viejo anarquismo pacifista clandestino.

Así pues, éste es el primer constituyente, cronológicamente hablando, de la personalidad de nuestro poeta y, como todo lo que se forma en nuestra primera juventud, tuvo una influencia realmente significativa sobre él. El indigenismo, la ecología, el biorregionalismo, el tribalismo y el anarquismo pacifista le llevan a la adopción de un radicalismo ideológico que se basa en la idea matriz de que otra vida es posible, un mundo nuevo, más justo y, sobre todo, más auténtico. Él mismo nos lo cuenta: “Como poeta sostengo los valores más antiguos sobre la tierra. Se remontan al paleolítico: la fertilidad de los campos, la magia de los animales, el poder de la visión que da la soledad, la iniciación y el renacer, el amor y el éxtasis de la danza, el trabajo comunal de la tribu”.

El concepto de lo salvaje es nuclear en la obra de Snyder. La idea es que el hombre debe recuperar su componente salvaje. Algo se ha perdido en nuestra evolución como personas. El progreso, el tecnicismo, la modernidad han roto un vínculo esencial. El hombre y la mujer son “seres naturales”, hijos e hijas de la naturaleza, y por eso deben desandar los pasos perdidos: hay que borrar y empezar de nuevo.

El segundo gran bloque formante de la personalidad de Gary Snyder es su papel como figura mítica del “underground” de su país. En este sentido, Snyder es un autor esencial de la contracultura. Tradicionalmente se le ha asociado con la Generación Beat –más que nada debido a su amistad con Kerouac- y los poetas del grupo Black Mountain. No obstante, a pesar de su indudable influencia sobre estos autores, Snyder no es beat, no es tan fácilmente encasillable. “Se puede hablar de mí como amigo de la generación beat en sus primeros tiempos, pero no formo parte de esa generación”, aclara el poeta en una entrevista a un periódico en 1992. La identificación procede de ese libro-pasión, ese hermoso canto a la amistad que supone la novela Los vagabundos del Dharma del legendario Jack Kerouac, en la que Gary Snyder, rebautizado como Japhy Ryder, es retratado como un monje zen, leñador en los bosques profundos, místico descifrador del legado telúrico del indio americano.

Kerouac conoció a Gary en octubre de 1955, la noche de la famosa lectura poética en la Six Gallery de San Francisco. Muchos han contado sus impresiones acerca de esa noche. El poeta Kenneth Rexroth, algo mayor, oficiaba como maestro de ceremonias. El trasiego de alcohol era continuo en una noche de poesía y excesos. Sobre todo, había ese sentimiento de que algo importante estaba a punto de gestarse: las cosas no serían ya lo mismo. De hecho no lo fueron. Allen Ginsberg leyó su mítico poema “Aullido” y todo explosionó. Estalló la catarsis. Mientras tanto, nuestro hombre miraba los acontecimientos con algo más de distancia, divertido, pero ajeno a la borrachera colectiva, y un Kerouac eufórico quedó de inmediato fascinado por la personalidad del poeta que tanto habría de enseñarles sobre Oriente, la meditación y la vida en las montañas. El autor de On the road intuyó muy pronto el carácter visionario de su amigo. Así habla Snyder-Ryder en la novela de Kerouac: “Todo el mundo vive atrapado en un sistema de trabajo, producción, consumo, trabajo, producción, consumo... Tengo la visión de una gran revolución mochilera, miles y miles, incluso millones de americanos yendo de aquí para allá, vagabundeando con sus mochilas, escalando montañas por escalar, alegrando a los viejos, provocando la felicidad de los jóvenes y las viejas y todos son lunáticos zen que escriben poemas que brotan de sus cabezas sin razón”.

Los vagabundos del Dharma es el más generoso acto de creación, un libro que trata sobre un amigo, pero no demuestra la pertenencia de Snyder al grupo beat. Además hay un hecho decisivo en este momento, pues nos introduce en la tercera fuerza de influencias: durante el periodo en que la Beat Generation recibió la mayor publicidad, Snyder, en un movimiento típico de él, se hallaba fuera del país. No pudieron verlo ni entrevistarlo. Mientras Kerouac, Cassady, Ginsberg, Corso y demás se perdían en los oropeles de la fama, mientras todos ellos mutaban de vagabundos enloquecidos a seres mediáticos alcoholizados, Gary Snyder, inaprensible, viajaba a Japón, en donde estuvo muchísimos años en un monasterio budista de Kioto.

La influencia de Oriente, del zen y del budismo estuvo presente en nuestro poeta desde muy temprano. En septiembre de 1955, cuando Allen Ginsberg conoció en Berkeley a Gary, dijo de él en la biografía de Kerouac escrita por Ann Charters: “Está estudiando lenguas orientales y dentro de poco se va a Japón: quiere ser monje zen. Es lacónico, de corazón cálido; está bien, tiene una pequeña barba, es delgado, rubio, va en bicicleta por Berkeley con sus Levis, está colgado de los indios... y escribe bien. Una persona interesante”.

Todo aquel que se interese por la introducción del budismo en occidente y por la interacción entre Oriente y Occidente, tendrá una parada obligatoria en la obra y la peripecia vital de Snyder. En esta línea, es lectura obligatoria su ensayo El budismo y la revolución venidera. Nuestro autor hace del budismo un eje gravitatorio existencial. Su conocimiento de idiomas orientales, sus continuos viajes y estancias en India, China y Japón, y la práctica detenida y concienciada en monasterios, hacen de esta tercera fuerza algo más permanente que una mera actitud pasajera. De hecho Snyder hace una lectura respetuosa y profunda, pero también personal, de todo este acervo filosófico. Frente a las caducas filosofías occidentales, intelectualizadas hasta el artificio, el poeta encuentra en Oriente una forma de vida, una expresión vital tan sencilla y profunda como su alma. Su personal contribución consiste en sentar las bases de un budismo socialmente comprometido: el budismo, de hecho, se convierte en la herramienta que Gary Snyder necesitaba para cambiar el mundo. De esta concepción nace el término Buddhist Anarchism, y éste es un buen porcentaje de su legado: su capacidad para la simbiosis, una simbiosis que encaja de forma natural, pues él descubre la relación entre el pensamiento ecológico y las ideas budistas de la interpenetración. En cualquier caso, Snyder tiene un papel evidente: presenta Oriente a muchos grandes poetas de su época, en un sentido abstracto y en un sentido literal. Muchos poetas del momento, desde Ginsberg a Corso, pasando por el poeta italoamericano Lorenzo Monsanto Ferlinghetti, encuentran en Snyder un cicerone de excepción.

Sea como fuere, la trayectoria vital de Gary Snyder es el camino de un buscador y, por eso, merece todo nuestro respeto. Su vida y su obra, más que nunca al unísono, con títulos tan notables como La isla de la tortuga o su colección de ensayos La práctica de lo salvaje, nos llevan de la mano por un camino de iniciación. Pocos ejemplos encontramos en la literatura actual que encarnen esa mezcla de ingenuidad y rigor intelectual. La calidez de su corazón abraza unos poemas que buscan un saber oculto en el silencio: en él la poesía es una forma de meditación. En un mundo tan devaluado como el nuestro, pocas son las ocasiones de encontrar un poeta sabio. Ésta es una de ellas. Quizás, la mejor forma de terminar este ensayo sea seguir el consejo de nuestro poeta: “En el siglo próximo / o el que le siga, / dicen, / habrá valles, pastizales / donde podremos reunirnos en paz / si conseguimos llegar. // Para escalar estas cumbres venideras / una palabra para ti, para / ti y tus hijos:// Permanezcan juntos, / aprendan de las flores, / anden livianos”.

Escrito en Lecturas Turia por Martín Merino Ruiz-Funes

El lujo de la tristeza

15 de julio de 2013 08:49:26 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Eres un hombre que se te ve de lejos,

un luchador cosido con fuerza y con ternura.

Tienes una sonrisa como un sol de invierno

y una hemorragia de vainilla interior.

Envejeces cuando dejas de amar.

Tienes muchos sueños que tirar del ovillo

y un puñado de amigos que te adoran y están

cuando las ratas abandonan el barco.

Permítete un rato el lujo de la tristeza,

luego compra una escoba, sácala de tu alma,

la primavera estalla en lirios y minifaldas.

Encontrarás la excusa para que el corazón

trepe de nuevo al árbol y se ponga a bailar.

Ya sabes dónde estoy. Donde escuchan las rosas,

mi móvil siempre está despierto para ti.

Escrito en Lecturas Turia por Ángel Petisme

Guillermo Carnero: el hedonismo de la inteligencia

12 de julio de 2013 12:40:55 CEST

La obra poética de Guillermo Carnero (Valencia, 1947) es una de las más originales, rigurosas y significativas de las últimas décadas. El libro con que se dio a conocer, Dibujo de la muerte (1967), fue considerado enseguida una obra emblemática, lo mismo que Arde el mar (1966), de Pedro Gimferrer. Las características más visibles de ambos libros pronto sirvieron para definir a la generación emergente. José María Castellet incluyó a Carnero en su afamada antología Nueve novísimos poetas españoles (1970), en la que se propuso agrupar a los poetas “más representativos de la ruptura” y de la superación del realismo social. José Olivio Jiménez anunció algo después la segunda edición de Dibujo de la muerte (1971), que ahora incluía dos poemas de la plaquette titulada Libro de horas, en un artículo memorable publicado en la revista Papeles de Son Armadans (mayo 1972), bajo el acertado rótulo “Estética del lujo y de la muerte”, donde ratifica la preeminencia del joven poeta sobre sus compañeros de oficio. Y Carlos Bousoño lo consagró definitivamente mediante el prólogo a Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, volumen en el que el poeta novísimo reunía la obra poética escrita hasta ese momento.

            En el prólogo de marras, Carlos Bousoño puso de relieve, además del carácter emblemático de la poesía carneriana, el hecho de que todos los libros recogidos en el volumen eran en realidad un solo libro. El propio Carnero no pudo por menos de corroborar este juicio en la correspondiente “Nota del autor”, juicio que venía a coincidir con su idea de cómo se desarrolla a lo largo del tiempo una obra coherente: “no de modo lineal, sino en espiral, es decir, retomando siempre los mismos problemas según una trayectoria circular que se salva de ser viciosa porque en cada ciclo hay una nueva complejidad que sintetiza el anterior recorrido y relee esa síntesis de modo más abarcador”. En efecto, después de cuarenta años de ejercicio de la poesía, con los remansos de silencio creador que este viejo oficio precisa, la obra poética de Guillermo Carnero constituye un conjunto orgánico, perfectamente articulado, que responde a una “unidad de sentido” precisa y a una “lógica de desarrollo” concreta.

            El autor de Ensayo de una teoría de la visión anticipó estas cuestiones, al menos como declaración de principios, en las dos citas que antepuso al libro en la edición de 1979. La primera, perteneciente al pensador Edmund Burke, dice: “Sólo pido una gracia: que ninguna parte de este discurso sea juzgada en sí misma e independiente del resto” (A philosophical Enquiry into the Origin of our Ideas of the Sublime and the Beautiful). Pues bien, Guillermo Carnero nos advierte así de la “unidad de sentido” que reclama para su obra toda. La segunda, correspondiente al narrador Lawrence Durrell, reza: “¿Les gustaría conocer mi método? Es sencillo: al escribir un libro […], escribo otro sobre este primero, y un tercero sobre el segundo, y así sucesivamente. Acaso de este modo, por qué no, pueda surgir una nueva lógica. Como esos monos de los frescos indostánicos […] que para bailar necesitan apoyarse cada uno con el dedo índice en el trasero del anterior” (Nunquam). A juzgar por los resultados obtenidos, la trayectoria poética de Carnero parece obedecer a una “lógica de desarrollo” estricta, atenuada en la medida de lo posible por el empleo del humor y la ironía.

            Si mi apreciación es correcta, la obra poética de Guillermo Carnero presenta dos épocas claramente diferenciadas, entre las que, a pesar de las diferencias inevitables, se observa una profunda semejanza en cuanto a su desenvolvimiento, como tendré ocasión de mostrar en estas notas de lectura. Pero vayamos por partes.

I

            La primera etapa de Guillermo Carnero se inició con un libro verdaderamente excepcional, Dibujo de la muerte (1967), en el que el jovencísimo poeta plantea el eje temático en torno al cual gira su obra, desde entonces hasta hoy, esto es, la precariedad de la vida contemplada desde la perspectiva del arte. A continuación, Carnero abordaría la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida en tres colecciones sucesivas, pero desde puntos de vista diferentes; mientras que en El Sueño de Escipión (1971) parte de la experiencia personal, en Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère (1974) recurre a la reflexión sobre experiencia vivida y, finalmente, en El azar objetivo (1975) se decanta por el cuestionamiento de algunas formas de trasmitir esa experiencia, como son el discurso razonado y la fábula neoclásica. La primera recopilación de su obra, Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, constituye la clausura de esta época, tras la cual el poeta se sumió en un silencio prolongado.

            Dibujo de la muerte vio la luz en 1967, y pronto fue objeto de la máxima estima. A pesar de la juventud de su autor, que apenas había rozado la veintena, constituye una reflexión original sobre la precariedad de la vida frete a la belleza perdurable del arte. De hecho, todos los poemas que lo integran, desde “Ávila” hasta “Bacanales en Rímini para olvidar a Isotta”, pasando por “Capricho en Aranjuez” o “Panorama desde la Tour Farnèse”, están relacionados, de una manera o de otra, con el mundo del arte o de la cultura. A diferencia de los poetas realistas, pertenecientes a la primera generación de posguerra, Carnero se resiste a considerar la obra de arte como salvación de la vida, al tiempo que proclama la autonomía de la obra artística. A diferencia de los poetas del conocimiento, pertenecientes a la segunda generación de posguerra, rechaza la expresión directa del yo mediante fórmulas confesionales, a la vez que recurre a procedimientos de expresión indirectos, como el correlato objetivo o los materiales procedentes del museo imaginario de la cultura. El poema “Watteau en Nogent-sur-Marne” concluye, por ejemplo, de manera harto significativa:

Porque el hombre desea conocer lo que ama,

descifrar la sangre que pulsa entre sus dedos, recorrer

íntimamente los senderos intuidos desde la cancela.

Nada vuestro me es oculto, personajes de fábula,

porque soy uno mismo con vosotros,

y sin embargo, estoy tan solo como cuando, al entrar en el salón,

oprima una mano desconocida bajo la seda, en la próxima danza.

            “Estética del lujo y de la muerte”, para emplear las palabras de Octavio Paz reutilizadas por José Olivio Jiménez, la de Carnero es una estética nihilista, que no nace del amor a la vida, sino del temor a la muerte. Es la respuesta a una pregunta sobradamente conocida: ¿hay algo capaz de otorgarle al ser y a la existencia un sentido que los redima de su precariedad? La respuesta del poeta presupone la superación del nihilismo mediante la existencia experimental del artista. Esto nos permite entender su interés por los personajes decadentes y exquisitos: Óscar Wilde, Watteau, Brummel, Giovanni Sforza, Ludovico Manin… y un largo etcétera.

            Tras la buena acogida de Dibujo de la muerte, Guillermo Carnero publicó sucesivamente tres colecciones de poemas, El Sueño de Escipión, Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère y El azar objetivo, que constituyen una unidad de sentido dentro de la trayectoria poética de su autor. Una vez establecida la ruptura con la estética realista, y constatada la precariedad de la vida desde el punto de vista del arte, el joven poeta indaga los principios de una estética objetivista, a pesar de la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida. Este cambio de orientación, anunciado ya en poemas como “Plaza de España”, de Dibujo de la muerte, ha permitido que los críticos hablen, y con razón, de un giro metapoético en la obra del autor. Receptivo ante una preocupación que estaba en el ambiente de los primeros años setenta, Carnero comienza a mostrar una atención preferente por el lenguaje. Abandona la concepción lingüística que podemos denominar cratilismo poético (como alusión a la teoría del filósofo Cratilo expuesta en el diálogo homónimo de Platón), y que consiste en considerar la naturaleza del lenguaje, no como mera convención (arbitrariedad, diría Saussure), sino como expresión natural de una realidad, aunque sólo sea a efectos literarios. Y finalmente trasforma el lenguaje en el tema del discurso, de la manera enigmática y pomposa en que sólo pueden hacerlo los estudiantes universitarios en trance de obtener la licenciatura.

            El Sueño de Escipión es un libro sobre el proceso creador, es decir, sobre la transformación literaria de la experiencia personal en discurso poético. Los quince poemas que lo integran se compusieron en Cambridge, durante el invierno de 1970 y la primavera de 1971, mientras el autor intentaba reponerse de un desengaño amoroso. En manos de otro poeta, los materiales que integran este libro hubieran terminado en una personal “historia del corazón”; pero Carnero, que ha renunciado a la práctica del arte confesional, es decir, a la mezquindad de emplear su experiencia personal para convertirla en materia de arte (como sugiere en “Erótica del Marabú”, una auténtica declaración principios), prefiere abordar el tema de modo indirecto. El libro se articula según el procedimiento de la doble metonimia al que el autor se refiere en el poema homónimo; procedimiento que, en respuesta a Joaquín González Muelas, explica en estor términos: “una, la sustitución de la vida real por la consideración de la misma; otra, la de la experiencia de esa consideración por la experiencia literaria, que se vuelve así una metalectura de la vida real…” El asunto amoroso, al que sólo se alude de manera indirecta, se muestra cauta y veladamente en los tres poemas sintéticos que vertebran el libro (“Jardín inglés”, “Chagrin d’amour, principe d’oeuvre d’art” y “El Sueño de Escipión”), dedicados a desvelar el proceso creador, y en las dos series de poemas analíticos que se intercalan entre ellos, en los que el autor reflexiona sobre algún aspecto de la experiencia personal o del discurso poético.

            Con Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère, el poeta plantea la insuficiencia del lenguaje para aprehender la realidad, e incluso la experiencia de esa realidad. El tema al que se alude en el título no es otro que la imposibilidad de decir nada nuevo, pues “tout est dit, et l’on vient trop tard”, como reza el lema de La Bruyère. De ahí que el poeta dirija su atención, no tanto a la realidad material, como a la experiencia personal de esa realidad. Para ello recurre a un lenguaje frío, reflexivo, filosófico, y a dos de los procedimientos que le son propios, formulados por Kant en su Crítica de la razón pura: los procedimientos “analítico” y “sintético”. En “Discurso del método”, el poema que abre el libro, el autor se distancia de la estética realista, así como de su opuesto complementario, el surrealismo, como ha demostrado Juan José Lanz en un ensayo excelente, para concluir de esta forma:

Cuando hayamos aprendido a evitar ambos vicios

recapacitaremos: cómo la mente humana

gusta de contemplar alternativamente  lo concreto y lo abstracto

como antídoto a la hipóstasis de conceptos generales,

y así concebiremos dos tipos de poema: uno “sintético”,

fundado en la generalidad y el lenguaje que le es propio,

y que este libro llama “variación”;

otro “analítico”, que explicita el detalle y arroja luz

sobre la variación; lo llamamos “figura”.

Esta doble articulación de la expresión poética

es la llamada Escala de Osiris por el Neoplatonismo florentino.

            Se reitera así el autor en los principios de la estética formal, como corroboran los dos poemas siguientes: “Giovanni Battista Piranesi” y “Paestum”, en los que se exalta la mirada arqueológica del artista y el hedonismo de la inteligencia.

            El azar objetivo insiste en la búsqueda infructuosa de la certeza a partir del lenguaje poético: una certeza a la que sólo podemos acercarnos mediante la ficción del arte. En esta ocasión el motivo principal es la insuficiencia del lenguaje discursivo como medio de acceso a la realidad. En contrapunto irónico con el título, de inequívoca ascendencia surrealista, Carnero recurre a dos procedimientos neoclásicos: el empleo de un discurso razonado y la elaboración del poema según el molde de la fábula. Ambos recursos ya habían aparecido en sus libros anteriores; la diferencia consiste en el empleo irónico de los mismos, con lo que se consigue relativizar la eficacia de ambos. Pero lo que verdaderamente fascina al poeta es la lógica imaginativa de la construcción, es decir, aquella praxis estética que sigue el principio de hacer depender el saber del hacer, como queda de manifiesto en “Eupalinos”. El título de este poema remite al diálogo de Paul Valéry cuyo título completo es Eupalinos ou l’Architecte (1921), en el que su autor  rechaza definitivamente la metafísica platónica de lo bello y el supuesto carácter mimético del arte, pues el conocimiento que lleva consigo la producción estética no es ningún conocimiento platónico, sino la regla de la producción descubierta en el construir o en el hacer. Carnero trata de afirmar así la “capacidad poiética” personal a la luz de la estética productiva de poeta y ensayista francés.

            En 1979 aparece Ensayo de una teoría de la visión. Poesía 1966-1977, la primera recopilación de su obra completa. El título procede de An Essay Towards a New Theory of Vision, del filósofo idealista George Berkeley, y confirma la preferencia de Carnero por el siglo XVIII, como se encargará de probar más adelante en La cara oscura del Siglo de las Luces (1990). El libro incluye, a modo de epítome, los poemas “Discurso de la servidumbre voluntaria”, “Le Grand Jeu” y “Ostente”. Este último, uno de los poemas más logrados y representativos de Carnero, es la clave de bóveda que culmina la primera etapa de su trayectoria poética. En los versos desencantados de este poema convergen, en apretada síntesis, las dos líneas de pensamiento que sustentan el pathos trágico del autor de Dibujo de la muerte: el nihilismo reactivo y la estética productiva. “La solución de “Ostente” fue azarosa –dice Carnero en una entrevista con Juan José Lanz–; realmente era lo que estaba buscando desde el principio: la angustia del poema es, por una parte, la angustia de la muerte; pero, por otro lado, es la angustia de escribir sobre algo y reconstruirlo por medio de las palabras”.

            El pathos trágico de la composición está perfectamente justificado si tenemos en cuenta que, para Carnero, “la angustia del poema” es el resultado de una doble aflicción: “la angustia de la muerte”, ese escalofrío nuevo en que, según nos hizo saber Nietzsche, consiste el pathos del nihilismo moderno; y “la angustia de escribir”, ese frisson nouveau que, al decir de Victor Hugo, introdujo Baudelaire en el campo de la literatura. Así puede verse, por ejemplo, en los versos finales de “Ostente”:

Sin violencia ni gloria se acercan a morir

las líneas sucesivas que forman el poema.

Brillante arquitectura que es fácil levantar,

igual que las volutas, los pináculos,

las columnas y las logias

en las que se sepulta una clase acabada,

ostentando sus nobles materiales

tras un viaje en el vacío.

Producir un discurso

ya no es signo de vida, es la prueba mejor

de su terminación.

 En el vacío

no se engendra discurso,

pero sí en la conciencia del vacío.

            El poeta escribe para conjurar la angustia de la muerte, pero el poema no colma satisfactoriamente el agujero negro del existir. Porque, para Carnero, el discurso no es tanto un “signo de vida”, cuanto la “prueba mejor de su terminación”. De esta manera, el poema, se convierte en un epitafio, que se engendra en el espacio referencial de la conciencia: no tanto en el vacío, como en la conciencia del vacío. El poeta que ha comido del árbol del conocimiento ya no estará dispuesto al sacrificium intellectus; perdida la inocencia de los orígenes, sólo le queda el placer de la inteligencia.

II

            Después de un largo periodo de silencio, en el que la imaginación del poeta parecía haberse consumido en su propio esplendor, Guillermo Carnero publicó Divisibilidad indefinida (1990), con el que vuelve sobre una de sus preocupaciones dominantes, esto es, la relación entre la realidad y la expresión poética de esa realidad, aunque esta vez se concentre en el proceso de recuperación de la realidad como experiencia personal en la escritura. Más adelante, y de manera similar a como había procedido en los años setenta respecto a la insuficiencia del lenguaje literario, abordaría con insistencia la ilusión de la identidad personal en tres colecciones sucesivas: Verano inglés (1999), Espejo de gran niebla (2002), y Fuente de Médicis (2006).

            Hasta ahora, el poeta había renunciado a la expresión de la realidad inmediata y del intimismo directo, conforme a su decisión de llevar a cabo una obra que fuera, ante todo y sobre todo, una fenomenología de la experiencia poética como acto constitutivo. Ahora, y durante toda su segunda época, aceptará con naturalidad la realidad inmediata y el intimismo directo en tanto que elementos constitutivos del discurso, aunque nunca de manera preferente o exclusiva. Al aceptar el intimismo directo como elemento constituyente de su poética, Carnero abre un nuevo cauce de investigación y desarrollo: la identidad personal o, lo que es lo mismo, los sueños de esa ilusión conocida como identidad personal. En particular, se interesa por la transformación del yo empírico conforme a la decisión deliberada de llevar a término su obra poética.

            Divisibilidad indefinida, el libro que abre la segunda etapa en la trayectoria poética de Guillermo Carnero, se inscribe en la misma tradición simbolista y barroca de su primera época, como ha señalado Andrew P. Debicki en su Historia de la poesía española del siglo XX.  Se trata, en este caso, de una reflexión original sobre la realidad recobrada como experiencia personal en la escritura. El poeta no renuncia a los escenarios culturales tan frecuentados hasta ahora; algunos, como los elegidos en “Teatro Ducal de Parma” y “Museo Naval de Venecia”, concuerdan a las mil maravillas con los evocados en “Capricho en Aranjuez” o “Galería de retratos”. Pero, a partir de este momento, su atención se dirige también a los escenarios naturales; lo poemas primero y cuarto del volumen, “Lección del páramo” y “Segunda lección del páramo”, convierten la visión histórica de “Castilla” en visión directa del páramo castellano. Aunque lo más frecuente es que ambos escenarios, el cultural y el natural, se presenten mezclados, como sucede en “Los motivos del jardín”, ambientado en los jardines del Monasterio de El Escorial, o en “Fantasía de un amanecer de invierno”. Reparemos, aunque sólo sea a modo de ejemplo, en el comienzo de éste último:

El tiempo anida en el color

y la memoria intuye límites

en el discernimiento de la línea,

 

y los tonos del aire configuran

una definición de la distancia,

miden con su cadencia y su retorno

los de las estaciones del discurso.

            A pesar de su pertinaz nihilismo estético-literario, derivado del estudio y rechazo de las costumbres, las creencias y las ideologías de la época que le ha tocado vivir, el poeta desea ver las cosas como son, o como aparecen en el escenario de la memoria; tanto las cosas referidas al ámbito de la cultura, como las referidas al ámbito de la naturaleza. En ciertos casos, y bajo ciertas condiciones, también la representación literaria puede constituirse en una vía de acceso a la realidad, y a su conocimiento representativo. Con todo, el poeta sabe que el objeto de arte implica necesariamente un distanciamiento de lo que se pretende representar en la escritura.

            Los tres libros más recientes de Guillermo Carnero, Verano Inglés, Espejo de gran niebla y Fuente de Médicis, constituyen otra unidad independiente dentro de la obra de su autor. Los tres responden a una misma motivación: la ilusión de identidad personal a partir de la experiencia amorosa. Pero cada uno opera desde una perspectiva distinta: la de la memoria, la del pensamiento y la de la escritura. Carnero sigue fiel a los principios ideológicos y estéticos que habían regido su obra hasta ese momento, lo que no le impide adoptar un punto de vista diferente. Cuando dio a luz Divisibilidad indefinida, que incluye la plaquette Música para fuegos de artificio, después de catorce años de pertinaz silencio poético e insistente reflexión literaria, años en los que se dedicó fundamentalmente a la investigación y a la prosa ensayística, algo había cambiado en su modo de entender y practicar la poesía.

            Su interés se dirige ahora hacia la experiencia estética receptiva (la aisthesis clásica), que pone otra vez en juego la percepción renovada por medio del arte, frente a la tradicional primacía del conocimiento conceptual. Este cambio de perspectiva, inducido acaso por el cambio de orientación estética de los jóvenes, que dirigen sus preocupaciones hacia la experiencia estética comunicativa, le acercó a los poetas de los años cincuenta, que habían ejercido, entendido y practicado la poesía como forma de conocimiento. Ignacio Javier López ha señalado con acierto este cambio en su excelente introducción a Dibujo de la muerte. Obra poética (1998).

            Verano inglés consta de veintiséis poemas, escritos entre abril de 1997 y abril de 1998, al término de una relación amorosa. Se trata de un libro sobre la evocación del amor, que empieza en la exaltación de los cuerpos, pasa por la plenitud de la relación amorosa y concluye con el desengaño compartido. Todos y cada uno de los poemas surgen  de la necesidad imperiosa de reconstruir el yo empírico, en circunstancias que le afectan emocionalmente, y se sirven de un lenguaje dúctil y ornamental, forjado en las fraguas del barroco y del simbolismo. A diferencia de lo que sucedía en El Sueño de Escipion, los datos biográficos se entrelazan con los correlatos objetivos procedentes del ámbito de la cultura, en una síntesis ciertamente iluminadora. El poeta combina la expresión directa de la intimidad, como ya venía haciendo desde el comienzo de esta segunda ápoca, con el empleo de correlatos extraídos del ámbito de la pintura erótica. Aunque en algunos poemas predomina la expresión directa (“Leicester Square”, “Escuchando a Tom Waits”), en otros sobresale el empleo de correlatos objetivos (“Beauregard”, “Las Oréades, por Bouguereau”), y con frecuencia se combinan ambas perspectivas (“Lección de música”, “El poema no escrito”). Quien ha pasado por la estética de la negatividad no puede regresar ni a la imitación realista de la realidad, ni al intimismo directo, ni a la confianza ingenua en el lenguaje.

            Con Espejo de gran niebla, Carnero ensaya una caudalosa meditación a propósito de la materia desarrollada en el libro anterior, esto es, la plenitud, el fracaso y la renuncia de la experiencia amorosa, al tiempo que reflexiona a cerca de los nuevos escenarios en que esa materia se representa, o sea, la memoria, la conciencia y la escritura. Para ello se sirve del poema extenso, como ya hiciera en Variaciones y figuras sobre un tema de La Bruyère, con los procedimientos que le son propios: el lenguaje reflexivo y el collage. En la primera parte del libro, “Noche de la memoria”, el poeta se lamenta de la realidad perdida y la desolación de la memoria:

                           Qué poca realidad, 

cuántas formas distintas de no ver 

para llegar al fin al gran engaño: 

un puñado de líneas que se cruzan 

sin brillo y sin color en la memoria.

            El único consuelo que le queda es la conciencia, y a ella se dirige en la tercera parte, “Conciliación del daño”, en estos términos:

Sálvame de la noche cuando escribo, 

conciencia inerme y sola, 

que no se atreve a levantar el vuelo 

en su región alzada de luz negra.

            En la quinta y última parte, “Ficción de la palabra”, insiste sobre el recurso de la escritura. Entre la realidad y su imagen escrita, el poeta descubre un gran territorio inexplorado; de modo que sólo quien lo recorre significa. Pero el poeta no oculta su desconfianza ante la pretendida eficacia de la escritura poética:

¿Por qué si está el teatro

vacío, si la obra

ha terminado, y público no existe,

aún seguimos viniendo los actores

para lanzar palabras contra el muro?

            Fuente de Médicis escenifica al fin, con el mismo pretexto del amor perdido, el fracaso inevitable de vivir, a pesar de la ilusión del recuerdo, de la lucidez del pensamiento y del sueño de la escritura. Un fracaso que el poeta expresa sin contemplaciones, a sabiendas de que está “condenado a vivir en el recuerdo / y a esperar el alivio de la muerte”. El libro está formado por un poema extenso, escrito en heptasílabos y endecasílabos blancos, en forma dialogada, de filiación barroca. El mito que lo articula presenta un tratamiento muy personal, estudiado por Ángel L. Prieto de Paula en su Musa del 68 a propósito del poema “El embarco para Cyterea”. Ya el título se refiere a una fuente del jardín parisino de Luxemburgo, presidida por un grupo escultórico que representa la fábula de Acis, Polifemo y Galatea. Se trata de un diálogo entre el sujeto poemático, un ensimismado paseante solitario, y la ninfa Galatea, símbolo de la juventud y la belleza, sobre la relación entre la realidad existencial y la imaginación cultural. Si en “Ávila”, de Dibujo de la muerte, si en “Convento de Santo Tomé” y “Razón de amor”, de Divisibilidad indefinida, el poeta recurría al tópico del sujeto que observa y describe una estatua fúnebre, ahora recurre al tópico del sujeto que observa y dialoga con el personaje escultórico, confrontando así la precariedad de los afanes humanos con la duración de la obra de arte, más duradera que el hombre que la crea. Pero el resultado es un doble fracaso: creer en lo absoluto, en los ideales que no se cumplen, y vivir en lo contingente, esperando el alivio de la muerte.

            A medida que la obra de Guillermo Carnero avanzaba en su cumplimiento, el nihilismo estético-literario del poeta, dominante en su primera época, la que va desde Dibujo de la muerte hasta El azar objetivo, iba cediendo protagonismo al hedonismo de la inteligencia, característico de la segunda época, la que va desde Divisibilidad indefinida hasta Fuente de Médicis. La preocupación del poeta por la precariedad de la vida contemplada desde el punto de vista del arte, da lugar a la recuperación de la realidad como experiencia personal en la escritura, aunque en modo alguno resulten excluyentes. La actitud rupturista que había marcado la poesía de sus libros iniciales, ha ido debilitándose progresivamente al tiempo que pasaba a primer plano la exploración de la intimidad, sobre todo durante los últimos compases de su trayectoria poética. El problema ya no radica tanto en la insuficiencia del arte para dar cuenta de la vida, cuanto en la exploración de los sueños que permiten la ilusión de la identidad personal, aunque en muchas ocasiones ambas actitudes resulten complementarias. Pero esta es una empresa inconclusa en la que el poeta continúa trabajando.

            Después de cuarenta años de evolución y crecimiento, la obra poética de Guillermo Carnero muestra, en efecto, una trayectoria circular, con una unidad de sentido precisa y una lógica de desarrollo concreta, como hemos intentado mostrar en estas notas. Cada uno de los poemas y cada uno de los libros que jalonan su trayectoria, desde Dibujo de la muerte hasta Fuente de Médicis, adquiere así un significado suplementario en función del lugar que ocupa en el conjunto, conforme a la orientación estética observada por el poeta. Para Carnero, como para el Eupalinos evocado por Valéry, la idea de una obra de arte no debe responder a un modelo previamente dado, sino a una lógica de desarrollo precisa, que no se hace evidente más que en su propia producción. Tras el fracaso de vivir, que la ilusión del recuerdo y la lucidez del pensamiento no pueden evitar, al poeta sólo le queda el consuelo de la literatura y del arte. Pues, como indica el poeta al final de Fuente de Médicis:

Hablar sobre el vacío significa

más que el vacío de no hablar,

y yo quiero el castigo 

de quien cambia su vida

por un sueño de libros y museos”. 

            La obra poética así creada, uno de los posibles desenlaces de una tarea infinita, resulta una generosa invitación a la lucidez del pensamiento y al hedonismo de la inteligencia; es decir, una invitación para que el lector interesado ejerza su “capacidad poiética” y acredite de este modo su libertad frente a cualquier obra impuesta o predeterminada. Es posible que la inteligencia no haya cantado nunca, como dijo Antonio Machado con dolor de corazón; pero conoce el modo de hacerse oír cuando el canto no basta, como muestra Carnero, con conocimiento de causa.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Neila

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