Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 571 a 575 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

-Aritmética-

12 de julio de 2013 12:35:34 CEST

La fuente es el lugar de los regenerados.

En el baptisterio (delubra) son siete las gradas conformadas

en el Misterio del espíritu Santo, tres

de bajada, tres

de subida, y el séptimo grado,

que es el cuarto escalón,

equivale al Hijo del Hombre, extingue

el Horno de Fuego, sirve

de apoyo estable

y da fundamento al Agua.

 

Simbólicas son las repeticiones numéricas,

los gestos del sacerdote oficiando la Misa y, en general,

todos los números enteros.

La Iglesia Cristiana es la iglesia del símbolo, somete

sus espacios de arquitectura a la dictadura

de la medida. Luego,

vendrán las armonías musicales pero, ahora,

mandan, en los huecos internos,

las razones 13/10, 21/12, 35/24, 10/7, 40/34 que,

en ningún caso,

pueden considerarse como armónicas. Por ejemplo,

analizando frecuencias, el número esencial,

en los templos eucarísticos, es,

sin ningún género de dudas,

ese 7 no armónico, ese concepto

copioso

por su fundamental carga: la Gracia

del Espíritu Santo. Sí,

hablamos de las plantas de edificios religiosos españoles –Santullano, Valdediós-,

de la mística aritmética estudiada

por teólogos orientales y, sobre todo,

de ese recopilador prodigioso,

actualizador eficaz,

maestrescuela alemán, el discípulo de Acuino,

el abad Rábano Mauro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

La destrucción de Virginia

12 de julio de 2013 08:41:28 CEST

No tardarían mucho tiempo en averiguarlo. Al percibir que una desusada impresión de apaciguamiento y normalidad se había establecido entre ellos, comenzarían a echarla de menos. Como se echa en falta el runrún de una obsesión que, de repente, desaparece. Se darían cuenta, quizá demasiado pronto, de que la anfitriona no regresaba al lugar central de la esplendorosa fiesta, y comenzarían a decir su nombre con la voz cantarina que definía el estado de ánimo general, que, si bien no resultaba muy real, al menos sí era el que se suponía que todos debían desplegar a lo largo de aquel homenaje, aquella impecable fiesta de bienvenida.

- Te están esperando. Me han preguntado por ti varias veces.

Se darían cuenta y comenzarían a tomar posiciones. Avanzarían hacia los lugares más privados de la casa sin dejar de murmurar el nombre de la propietaria, que había decidido comportarse como no debía ahora que, por fin, Samuel había regresado. “Virginia. Virginia… ¿Dónde te escondes?” Se acercarían, acechantes, hasta el borde de las camas para arrodillarse sin pudor y espiar su pequeña oscuridad de madriguera infantil. Más tarde, una vez hallada, se encargarían de la eficaz reconstrucción del momento inmediatamente anterior a la decisión de huir, pero ahora, antes, resultaba esencial encontrar a la anfitriona díscola. Y para ello asomarían los ojos por la breve rendija de la puerta abierta del cuarto de baño con el afán de inspeccionar cada uno de los rincones en los que se hubiera podido sentar, levantarían las sábanas blancas, abrirían los armarios y meterían su nariz en el interior de cada una de las cajas de cartón llenas de recortes de periódicos.

- Espera un momento. Sólo un segundo. Sabes que puedo hacerlo y lo haré. Sólo necesito un pequeño instante.

Sonreirían como si aquella fiesta fuera el lugar más divertido del mundo. El lugar en el que se debía estar. Y buscarían con verdadero empeño, deseando encontrarla porque aquello, descubrir a Virginia Marr, significaría abrir inmensamente los ojos y acercarse a ella con toda la compasión de la que es capaz un ser humano común, con los brazos extendidos y los labios preparados para un generoso beso que se antepondría a cualquier palabra, abrazar largamente e incluso acunar. “¿Estás bien, cielo? ¿Te ha vuelto a suceder? ¿Otra vez?”

- ¿Me quedo contigo? ¿Quieres que me siente aquí hasta que se te pase?

Buscarían. Pero esta vez no iban a salirse con la suya. Porque Samuel había regresado a casa y si alguien sabía dónde se escondía Virginia, esa persona era él.

- ¿No te importa?

Samuel negó con la cabeza y se sentó en una de las dos sillas que rodeaban el escritorio de Virginia, cerca de la ventana grande que daba al jardín.

- Si me importara no te lo habría propuesto.

Pronto serían las diez y media de la noche, y ninguno de ellos había tomado nada sólido desde el inicio de la fiesta. La comida seguía esperando en la cocina, y allí continuaría hasta que Virginia decidiera bajar.

- No sé si me vas a creer, pero te aseguro que esto no me pasa con mucha frecuencia últimamente. Desde que tú te fuiste, creo recordar que sólo han sido tres veces. Déjame pensar… Sí. Tres veces. Creo.

- No te preocupes. No tienes que darme ninguna explicación. Si quieres hacer algo, lo haces. Y si no quieres, no lo haces.

Era tan excepcional, Samuel. Con su teoría de que si se quiere hacer algo, si de verdad hay algo que merece la pena y que realmente se desea hacer, no hay que pararse a pensar. Simplemente hay que hacerlo. Sin reparar en nada más, sin hacer caso a los mosquitos ni a los pensamientos cruzados acerca de un día de sol o de una maravillosa conversación a la sombra de un árbol frondoso ocupado el espacio por el olor de las higueras. Samuel decía que no hay que escuchar los sonidos circundantes ni el latido sobrio del corazón ni las expectativas de una casa más grande ni el canto lejano de una sonrisa querida como a nada se ha querido antes. Si se desea hacer algo hay que empezar a hacerlo y no pensar más. Porque el pensamiento sólo dilata el no hacer nada y deja pasar las horas en una estéril sucesión de instantes pensados que no significan gran cosa. Sólo pensamientos o recuerdos que la mayoría de las veces son torturas y además torturas lastimosas de un dolor ilocalizable, que no es físico y que no se puede acallar con medicamentos. Un dolor continuado. Un dolor soberano que persiste y persiste.

- No sé lo que quiero, Samuel. Ese es el gran problema. Que no lo sé.

Él dejó caer pesadamente las manos sobre sus rodillas, y suspiró:

- Toda esa gente a la que has invitado… No sé para qué han venido. No paran de hablar y de reír. Es insoportable.

- Casi todos piensan que silencio y estupidez van de la mano.

Estarían buscándola. En el interior del cesto de mimbre para la ropa sucia y tras los árboles del jardín. Riendo y diciendo su nombre mientras, en su dormitorio, Samuel comenzaba a silbar una melodía lenta.

- Vas a salir de ahí, ¿verdad? –preguntó.

Retirando las tablas de madera para cerciorarse de que no había nada detrás. Con las manos abiertas sobre las ventanas, dejando pequeñas nubes de vaho sobre los cristales, mientras repetían: “Vas a salir de ahí, ¿verdad? ¿Vas a salir de ahí?”

Virginia no contestó. En realidad, sí sabía qué quería. Claro que lo sabía. Lo que deseaba era poder regresar a su casa, a la que había sido su auténtica casa, y no volver a alejarse jamás de allí. A veces, algunas noches, cerraba los ojos y, mientras se iba quedando dormida, oía aquellos sonidos, los pasos por el parquet del salón, el teléfono, el grifo que comenzaba a soltar agua fría, luego templada, luego más caliente. Exactamente los mismos sonidos. La voz de su padre hablando al otro lado del tabique mientras ella intentaba permanecer dormida porque si se despertaba, sabía que si abría los ojos, descubriría que, en realidad, aquellas paredes blancas eran ahora de papel pintado, y las sábanas limpias se habían convertido en largos trozos de tela arrugada. No haber salido nunca de su casa, y andar descalza hacia la cocina para tomar un vaso de leche mientras la radio daba las noticias de las once. Aquello era lo que deseaba y, por lo tanto, los sonidos de la memoria se repetían mientras sus ojos giraban y giraban huyendo de una luz que cada vez era más amplia. Inmensa. Porque volvía a sucederle. A pesar de que Samuel estaba allí, con ella, sentado en una de las sillas de su propia habitación, cerca de la ventana que daba al jardín, ahora volvía a sucederle. Y, aunque no deseaba volar de nuevo, sabía que era inútil no desearlo. Los hilos ya estaban tendidos y dispuestos.

Así que se refugió aún más y Samuel, finalmente, se levantó de la silla para dirigirse a la puerta.

- Les diré a todos que no hay nada más que hacer aquí y que pueden irse a su casa.

Su respiración volvería a ser acompasada y limpia. Quizá un pequeño temblor en los dedos que rozaban sus labios, en busca de esa perfecta tersura de una piel tan fina, delatara de alguna forma su auténtico estado de ánimo. Pero no el hecho de que estuviera impecablemente vestida o que fuera capaz de escuchar larguísimas conversaciones con la mayor atención.

¿Y si no bajaba? ¿Y si se sentaba a los pies de Samuel y le pedía que siguiera silbando aquella melodía hasta el amanecer?

Pero Samuel ya había salido de la habitación. Su espléndida fiesta de bienvenida había terminado.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

Tráiler

12 de julio de 2013 08:37:51 CEST

El bisturí avanza como un rompehielos. Las imágenes del vídeo golpean el estómago de Sela Huber. El cuerpo del hombre, lívido e hinchado, yace sobre la mesa de autopsias. La cámara, quieta, lo coge casi todo. Menos la cabeza y los pies. Sólo se oye el tintineo de los utensilios metálicos y la voz monótona del forense. La sombra de una intuición inquieta a Sela Huber. Pero ha de esperar que la cámara abra el plano, lentamente, y encuadre el rostro de Edmond Lenz. Túmido y con los ojos abiertos. Lo que persiste de su mirada, recluida bajo una membrana de escarcha, deja a Sela Huber más sola que nunca.

 

2

Las llamadas empezaron poco después de conocer a Edmond Lenz.

—Con Stefan Lauder no lo habrías hecho nunca.

—Pero Stefan Lauder está muerto…

—Sí, pero no ha cambiado nada.

—No sé a qué viene todo esto.

—Da igual. Las cosas son como son. Y yo estoy aquí para recordártelo.

El tono amenazador del desconocido atemorizó a Sela Huber, pero no se atrevió a hablarlo con Edmond Lenz. Temía perderle.

            Durante las semanas siguientes, la presencia tácita del desconocido se convirtió en un trazo de sombras y silencios. Notas por debajo de la puerta. Mensajes en el contestador. Conversaciones grabadas en cualquier lugar con las palabras de Edmond Lenz borradas («Para que te vayas acostumbrando.»). Y el miedo. Inmenso, inabarcable. Como si alguien, hurgando con un cuchillo, quisiese alcanzar el centro del desconsuelo. Poco después, Edmond Lenz desapareció. Sin dejar ningún rastro.

            La última llamada del desconocido, la noche antes de que Sela Huber encontrase el vídeo de la autopsia en el buzón, confirmó la certeza incandescente de la culpa.

            —No me has dejado ninguna otra salida. Stefan Lauder no habría tenido tanta paciencia.

            —¿Dónde está Edmond?

            —En ninguna parte. Espero que puedas entenderlo. Mañana.

 

3

 

La muerte de Stefan Lauder abrió una grieta entre Sela Huber y el resto del mundo. Durante las primeras semanas, se obligaba a pensar en él a cada instante. Temía que, si dejaba de hacerlo, aunque fuera un momento, Stefan Lauder se daría cuenta. De un modo u otro. Sin embargo, a medida que se alejaba de los últimos días de Stefan Lauder, doblegado por la enfermedad, con la piel aferrada a los huesos como una hiedra famélica y el hedor de la agonía llenando el aire de la habitación, el dolor inicial se fue transformando en algo parecido al alivio. La relación con Stefan Lauder se había convertido en una trampa. Había necesitado quedarse sola para darse cuenta de la distancia que les separaba, de cómo la vida a su lado, implacablemente posesivo, había sido una lenta disidencia de la realidad. Hasta vivir aislados. Todo muy despacio, de manera casi imperceptible. Como el avance de la gangrena. Pero, a pesar de sentirse liberada, Sela Huber no sabía cómo salir adelante sin él, cómo redescubrir el sentido de sus propios actos sin los límites ni las imposiciones de Stefan Lauder. De hecho, el peso de un temor incontrolable, casi hipnótico, le impedía llevar una vida normal. Durante meses, Sela Huber vivió al margen de todo, incapaz de reaccionar. Inmovilizada por el lastre de una memoria hostil, tuvo que esperar la aparición fortuita de Edmond Lenz para aventurarse a recorrer el camino que la separaba del exterior.

 

4

 

            Los ojos de Stefan Lauder le miran desde el fondo de un cerco de plomo, apagados. Un líquido marrón se desliza por el tubo que le sale de la nariz.

            —Quiero estar seguro de que, cuando yo falte, no cambiará nada.

            El desconocido no sabe dónde mirar. Escucha. Stefan Lauder saca un sobre del cajón de la mesilla de noche y se lo da.

            —Es lo que acordamos por teléfono. El resto, poco a poco. A medida que te lo ganes. Ya lo sabe quien tiene que saberlo.

            Agotado por el esfuerzo, Stefan Lauder apoya la cabeza en la almohada y cierra los ojos. El desconocido palpa el sobre antes de guardarlo. No encuentra el momento de marcharse. Con la punta del zapato intenta liberar la pelusa atrapada por la pata de la cama. Stefan Lauder respira hondo. La luz sesgada del atardecer acentúa sus rasgos angulosos, casi cortantes. El desconocido se levanta y, antes de llegar a la puerta, oye por última vez la voz de Stefan Lauder.

            —No quiero que Sela Huber pueda aprovecharse de mi ausencia.

Escrito en Lecturas Turia por Eduard Márquez

Elegía

12 de julio de 2013 08:33:31 CEST

¡Pobre hijo de puta!

(Dorothy Parker, frente a la tumba de FSF )

 

Ha muerto Scott tomando una pinta.

 

(Ya casi había dejado de beber.

Decía que no tomaba ni cerveza

y que sólo creía en el trabajo,

en los castigos por no realizarlo).

 

Gabardina, manos anchas,

los guiones al costado,

un temblor de nieve en las muñecas.

El viento gélido de Princeton

rumiando en Sunset Boulevard,

buscándole un espacio menos frío.

Ha muerto Scott. Había cogido peso.

 

La barra en la que nunca le esperabas,

la historia de un magnate asesinado.

Avenida Norte, 1443 Hayworth,

Hollywood, California, 1940,

cuando Sheila lució la tez de Zelda.

 

No pudo morir el día de San Patricio,

no acabó la novela

del viejo productor blanco y en pie,

apuestas y algún fraude,

todo imaginado en el invierno de Princeton.

 

Espero que la pinta fuera buena.

Es imposible, pero ha muerto Scott.

Escrito en Lecturas Turia por Joaquín Pérez Azaústre

Pintar un corazón

12 de julio de 2013 08:26:42 CEST

Los vecinos de Scheinfurt no olvidarían fácilmente la mañana en que hallaron en el empedrado de la plaza principal de su pueblo el dibujo de un gran corazón, en cuyos extremos, entre el principio y el final de la flecha que lo atravesaba, podían leerse dos nombres: Martin y Henriette. No se trataba de un corazón cualquiera: uno de los tantos que Martin había pintado a lo largo de la semana anterior por fachadas y paredes, sino de un corazón de dimensiones tan colosales que prácticamente ocupaba toda la plaza. Su tamaño era tal que, se quisiera o no, a todo aquel que entraba en la plaza no le quedaba más remedio que meterse dentro de aquel corazón. Antes de borrarlo (algo que algunos sugirieron nada más verlo y que, finalmente, no resultaría una tarea fácil porque la pintura usada por el enamorado ya estaba seca), se decidió dejar el corazón tal y como estaba y convocar a las autoridades de Meersburg, de donde Sleevogt era oriundo; de este modo también ellos podrían verlo y determinar qué era lo más aconsejable en vistas a reprender a su autor, si es que no podían tomarse medidas penales.

            Encerrada en su propia casa, en donde el viejo Blei la había recluido, la joven Henriette se moría de ganas por salir a la calle y ver aquel corazón tan grande, en cuya parte superior podía leerse su nombre. Todos los vecinos de Scheinfurt sabrían en adelante qué era capaz de suscitar una chica como ella; nadie en toda la comarca, en fin, ignoraría ya su nombre, a cuya vera podía caminarse unos seis o siete pasos (tal era el tamaño de las letras con que Martín lo había escrito).

            La verdad es que la población de Scheinfurt estaba molesta con este asunto del corazón. Les inquietaba no sólo lo inédito del hecho (ni los más viejos podían recordar algo similar), sino las imprevistas consecuencias que podía tener, juicio éste en el que no erraban del todo. Durante varios días habían tenido que soportar cómo un joven trastornado, que ni tan siquiera pertenecía al lugar, escribía el nombre de Henriette en paredes y fachadas, tanto de las casas privadas como de los edificios públicos; ahora, al parecer, debían tolerar que el empedrado de la plaza se hubiese arruinado por culpa de aquella nueva e intolerable extravagancia.

             Junto a este grupo de opositores, sin embargo, surgió pronto otro no menos numeroso de defensores de Martin Sleevogt. Sin estar todavía plenamente convencidos de la bondad de aquel acto, a este grupo le divertía el revuelo que aquel gran corazón había logrado suscitar y, en consecuencia, hablaba claramente a favor del “enamorado Martin”, que fue como empezaron a referirse a él en sus conversaciones.

             Sin que ambos bandos se hubieran puesto de acuerdo, como si una mano misteriosa y superior les guiase anónimamente desde arriba, los pertenecientes a esta última facción se reunieron aquella misma mañana dentro del corazón pintado; era como si aquel corazón fuera su refugio, su signo de identidad. Los otros, los hostiles a la última gesta de Martin, se situaron fuera, apoyados contra las fachadas, desde donde murmuraban y buscaban nuevos partidarios. En realidad, la noche en que Martin pintó aquel corazón, mucho antes de que realizara otras de sus múltiples extravagancias, ya pudo verse claramente que aquel muchacho sería en toda la comarca de Deggen, e incluso en toda Prschavia, bandera y causa de división.

            La división a que aludo afectó particularmente a la institución del matrimonio o, de modo más genérico, a las relaciones sentimentales. En efecto, el corazón pintado de Martin no se canceló del corazón de los vecinos de Scheinfurt, y hasta de los de Meersburg, hasta mucho después de que las autoridades se decidieran finalmente a borrarlo del empedrado. Más aún: quizá fuera entonces, cuando ya sólo restaba como un recuerdo, cuando la influencia de aquel dibujo fue mayor. Me estoy refiriendo al hondo impacto que causó el modo en que Martin amó a Henriette entre los jóvenes enamorados de aquellas dos poblaciones. En efecto, no fueron pocas las muchachas que exigieron de sus novios, e incluso las casadas de sus esposos, acciones similares a las del joven Sleevogt o, al menos, no tan convencionales como aquéllas a las que, por lo general, conduce la efusión amorosa. Sí, lo confesaran o no, todas las chicas y mujeres querían ser amadas como Martin Sleevogt amaba a la pequeña de los Blei: arriesgando la fama y el honor, jugándose la cárcel, haciendo descaradamente pública la intensidad de su pasión.

            Para estar a la altura de aquellas nuevas circunstancias, algunos de los muchachos de Scheinfurt -así como algunos de los maridos, a los que ya quedaba algo lejos su juventud- procuraron imitar las más famosas locuras de amor de Martin, tales como escribir el nombre de la amada en todas partes o pintar corazones del mayor tamaño posible. Semanas e incluso meses después de estos acontecimientos todavía podían leerse en las paredes de Scheinfurt nombres como los de Irma, Else, Helene o Gabriele, por sólo citar aquellos que la municipalidad tardó más tiempo en cancelar. No obstante, por enamorado que estuviera de su pareja o por original que hubiera sido la extravagancia que realizara, ninguno de aquellos varones pudo igualar las locuras de amor de Sleevogt. Y ello ni en la intensidad y perseverancia con que el joven Martin las ponía en práctica y ni mucho menos en los fulgurantes efectos que obtenía. En este sentido, no cabe decir que el influjo de Sleevogt fuera bueno. Y es que ante el contraste que existía entre el método nuevo y salvaje con que Martin y Henriette se amaron y el tibio y convencional con que lo hacía el resto de los enamorados, fueron muchos los cónyuges y prometidos que terminaron por separarse y romper su relación. Se dijo que el enamorado Martin no pretendía esto; se dijo que aquello era, según él mismo había declarado, una consecuencia natural de la radicalidad de su amor.

            Al ser conducido a la sala capitular del ayuntamiento, donde se le iba a pedir cuentas de su corazón pintado, Martin Sleevogt, que en ningún momento ofreció resistencia a la autoridad, manifestó que le habría gustado pintar aquel corazón de un tamaño todavía mayor. Afirmó también -y varios de sus más acérrimos detractores estaban presentes en ese instante-, que la razón por la que lo había pintado de esas dimensiones y no de otras, era porque ésas, y no otras, eran las que le permitía la plaza de ese pueblo. En el fondo de su corazón, en fin, Martin sabía que Henriette reconocía y valoraba la grandilocuencia y temeridad de su gesto. Como era de esperar, sus declaraciones encendieron al populacho, que no pudo interpretar todo aquello sino como una instigación.

            Al ser encerrado en la sala capitular, a la espera de que llegara el alcalde y determinara qué hacer con aquel provocador, se oyó como Martin gritaba desde dentro, casi con angustia:

- ¡Amo a Henriette Blei!

            Y luego, algo más bajo, pero con voz todavía desgarradora:

- ¡La amo con todas mis fuerzas, con toda mi mente, con todo mi corazón!

            Después no se oyó más. Parecía que el joven enamorado había calmado sus ímpetus.

            No fue así. En la plaza, bajo la ventana de la sala capitular en que Martin había sido encerrado, se formaron pronto numerosos grupúsculos para ver y oír al enamorado, quien se había asomado a esa ventana para proclamar desde allí y a voz en grito:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            El extravagante Sleevogt gritó aquello muchas veces, en intervalos de tiempo cada vez mayores, seguramente a causa del inevitable desgaste de la voz. Entre grito y grito y durante algunos instantes, Martin se retiraba al interior de su celda, dejando a los curiosos esperando con la cabeza en alto. Siempre parecía que aquella nueva extravagancia había terminado, pero no. El gentío no quedaba defraudado. Martin salía a cada rato a su ventana, para una vez más pregonar desde ahí, con el chorro de su voz juvenil:

- ¡Amo a Henriette Blei! ¡Amo a Henriette Blei!

            Profería aquellas palabras como quien pide socorro a causa de un incendio, como el niño desolado que reclama desde su cuna la presencia de su madre, como el moribundo que solicita un último deseo en el lecho de su dolor. Desde abajo, nadie le respondía; todos se limitaban a mirar en silencio a Sleevogt, en las alturas.

            También Melchior Tucher, el reputadísimo alcalde de Scheinfurt oyó varios de aquellos “¡Amo a Henriette Blei!” desde la plaza del pueblo; y seguramente tuvo que oír algunos más una vez dentro de la sala capitular, durante la larga entrevista privada que mantuvo con el enamorado Martin y de cuyo desarrollo y tenor no se logró tener noticia. Contra lo esperado, el alcalde Tucher determinó dejar al muchacho en libertad a condición de que él o su familia se responsabilizaran de los gastos de la limpieza para la supresión de aquel corazón, que tanto había agitado a sus convecinos.

            El día en que se borró aquel corazón en la plaza de Scheinfurt fue muy triste para muchos, sobre todo para los pertenecientes a una numerosa comisión que había llegado a sugerir al consejo municipal que -ya que no los nombres de Martin y Henriette- al menos el corazón quedase en la plaza como recuerdo de aquel suceso. Todos ellos, afectos e incondicionales a Sleevogt, se entristecieron mucho al comprobar cómo una cuadrilla de empleados municipales, equipada con escobas y mangueras, fue borrando sistemáticamente el nombre de Martin y el de Henriette, primero el de él y luego el de ella; después el corazón y, por fin, la gran flecha que lo atravesaba y partía en dos. Según lo relataron ellos mismos, “Martin” pasó enseguida a ser “artin”, y luego “tin” y, al final, “n”, sólo eso. Por su parte, “Henriette” fue pronto “riette”, y luego “ette”, y enseguida “e”, hasta que también esa “e” terminó por desaparecer. El corazón -dijeron- empezó a borrarse por la parte inferior, siguiendo el dibujo hasta el extremo superior, para más tarde bajar de nuevo. Lo último que se borró -según refirieron- fue la flecha: suprimidas las puntas, pronto quedó convertida en una simple raya; y esa raya, pronto también, en el triste recuerdo de una raya. Pocos imaginaban entonces, sin embargo, que la historia de Martin Sleevogt, el extravagante, no había hecho más que comenzar.

 

 

(“Pintar un corazón” es el segundo capítulo de una novela inédita de Pablo d´ORS, titulada Extravagancias de Martin Sleevogt).

Escrito en Lecturas Turia por Pablo d'Ors

Artículos 571 a 575 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente