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Pilar Narvión, andanzas de una periodista perezosa

11 de julio de 2013 08:27:33 CEST

     En la carrera de cualquier periodista -formación y talento a un lado- hay un componente situacional que marca su destino: la noticia debe encontrarle en el lugar adecuado y a la hora justa. Pilar Narvión (Alcañiz, 1922) maneja el idioma con destreza y su capacidad de análisis es legendaria entre los compañeros de profesión. Esas dos cualidades le hubieran bastado para ser buena periodista, pero, además, ha tenido el privilegio de presenciar los acontecimientos que marcaron la Historia de España y Europa en la segunda mitad del siglo XX.

      Fue la primera mujer que se incorporó a la redacción del diario Pueblo, allá por 1950, y aunque empezó como cronista de sociedad –la única salida que brindaba este oficio a las mujeres en los años de posguerra- muy pronto trascendió aquellos artículos donde hablaba del sombrero de las marquesas y los señoritos que practicaban el tiro al pichón.

         De la mano de Emilio Romero, el periodista más influyente del franquismo, personaje controvertido, discutidor y discutible, pero al que nadie le puede negar su talento para dirigir periódicos y una prosa tan rotunda como incisiva, Pilar tuvo su bautismo internacional. En 1956 la envió de corresponsal a Italia, donde fue testigo de la Firma del Tratado de Roma -germen de la actual Unión Europea- y del final del pontificado de Pío XII, con el que murió también un modelo de Iglesia anclado en el Renacimiento.

         Dos años más tarde la trasladó a la corresponsalía de París. Faltaba poco para que el general De Gaulle instaurara la V República; Narvión –otra vez el destino- vivió los avatares de todo el periodo gaullista: la descolonización, la guerra de Argelia que se proyectó en la propia capital francesa con coletazos terroristas, la revuelta estudiantil de Mayo de 1968 y las conversaciones de paz de Vietnam, que tuvieron como sede París mientras los universitarios levantaban los adoquines del Barrio Latino. 

        Durante esa etapa, la periodista alcañizana forjó su fama de analista perspicaz: no sólo narraba lo sucedido sino que anticipaba lo que iba a venir, y lo hacía con un estilo brillante, cuajado de anécdotas, pero también de referencias literarias, porque la lectura ha sido, además de una de las pasiones de su vida, la base de su buen castellano.

       En Francia empezó a estudiar la problemática del mundo de la mujer. Sus artículos en la Tercera” de Pueblo fueron muy comentados en aquella España que, por el anacronismo que suponía la dictadura, era el furgón de cola de la moderna Europa. Cuando las Naciones Unidas declararon 1975 Año Internacional de la Mujer,  Pilar Narvión ya había regresado a Madrid. Durante aquellos doce meses, que iban a ser cruciales para la reciente Historia de España, dio más de cien conferencias sobre la situación femenina; recorrió nuestra geografía de Tarifa a Finisterre y mantuvo enconados debates con las feministas de pancarta.

       Ya estaba en España, digo bien, porque Emilio Romero –el destino se cruzó otra vez en su carrera- la nombró subdirectora de Pueblo dos meses antes de que ETA asesinara a Carrero Blanco. A la periodista turolense le tocó vivir en primera línea, como cronista parlamentaria, la Transición española desde el hara-kiri de las Cortes franquistas hasta el triunfo del PSOE en octubre de 1982, incluido el esperpento del 23-F.

        Se jubiló en 1983 y, salvo colaboraciones esporádicas en los años inmediatamente posteriores, no ha vuelto a publicar. Su familia y yo mismo, que además de amigo me precio de ser ahijado periodístico suyo, intentamos convencerla muchas veces para que escribiera las memorias de esa vida apasionante, pero se enrocaba en una pereza genética “que me viene de la rama materna de los Roda” para ir dando largas. Así las cosas, decidí agotar el último cartucho: le propuse hacer un libro-entrevista. Como para conversar nunca se ha mostrado vaga, porque “tengo fama, y además merecida, de ser muy charlatana”, el resultado ha sido un volumen de 312 páginas, titulado Pilar Narvión. Andanzas de una periodista perezosa, que Ediciones Tirwal, de Teruel, va a publicar coincidiendo con su 86 cumpleaños.

       Dos tercios del libro recogen las conversaciones que  mantuvimos en su casa de Madrid a lo largo de la primavera de 2007. Además de recuerdos personales y periodísticos, que entrevera con anécdotas y análisis agudos –como en los mejores tiempos-  centra sus reflexiones en la revolución que ha sufrido el periodismo con las nuevas tecnologías y la evolución de la mujer española en el terreno socio-laboral a lo largo del siglo XX.

            El resto de la obra es una selección de sus artículos, columnas, crónicas y alguna entrevista –el género nunca le gustó y lo ha practicado poco, pero la que le hizo a Pío Baroja cuando era debutante resulta de antología- publicados a lo largo de cuatro décadas. También se incluye González: retrato de un hombre, el cuento con el que ganó en 1970 el concurso de relatos de La Felguera, y semblanzas que familiares, amigos, periodistas y políticos de la Transición han escrito ex-profeso para este libro. De Santiago Carrillo a Manuel Fraga, de Iñaki Gabilondo a Julia Navarro, de su sobrino Javier Capitán a su hermana Marisol, 22 colaboradores van trenzando aspectos humanos y profesionales de esta mujer que abrió muchas puertas en mundo del periodismo.

          De lo que cuenta y cuentan sobre ella queda constancia gráfica. Se publican más de cincuenta fotografías en las que aparece junto a los Reyes, Adolfo Suárez, Felipe González, Fraga, Carrillo y el quién es quién de aquellos años en la vida española e internacional. Pero también la vemos en la intimidad familiar: junto a su madre, hermanos y sobrinos.

      El prólogo es un autorretrato –al menos conseguimos que escribiera esas cuatro páginas-  que titula Corredora de fondo. En él hace profesión de fe sobre el oficio que ha sido la razón de su vida: “Considero que el periodista es el último humanista de nuestro tiempo. Todavía nosotros estamos interesados por todo, en una época en la que sólo triunfan los grandes especialistas de las particularidades muy limitadas. Pienso también que el periodismo es la última aportación seria a los géneros literarios. Si las literaturas alborean con la lírica y la épica, viven después sus siglos de oro del teatro, descubren luego sus grandes capítulos de la novela o del ensayo, es indudable que la última gran novedad literaria, como género, ha sido esta del periodismo.”

        El primer capítulo del libro repasa sus años de infancia en Alcañiz. Hija de Santiago Narvión, natural de la Almunia de doña Godina, que era inspector de la compañía Singer de máquinas de coser, y de Pilar Royo, perteneciente a una familia cien por ciento alcañizana, Pilar Narvión nació el 30 de marzo de 1922, “en una casa de la calle Pruneda que estaba frente al Mercado”. Poco después, sus padres se trasladaron a Logroño y a los siete años volvió al Bajo Aragón para llevar las arras en la boda de su niñera, con tan bendita suerte que su madre se quedó embarazada de su hermana menor y, como pensaba dar a luz en la casa familiar, decidieron que Pilar se quedara en Alcañiz hasta entonces. Fue casi un año que recuerda como el más maravilloso de su vida porque en aquel caserón de la Calle Palomar, número 12, en el que vivían sus bisabuelos, sus abuelos y sus tíos los Romance, fue absolutamente libre. Hizo lo que le vino en gana y, lo más importante, descubrió su vocación: “Mi tío Mariano Romance, que fue el creador de la mitad de los periódicos que se publicaron en el Bajo Aragón a lo largo del siglo XX, editaba por entonces uno que se llamaba Amanecer y tenía la redacción en la plaza de Cabañeros. Era digno sucesor de Nipho, aquel polígrafo alcañizano del siglo XVIII que con  sus papeles periódicos, como se decía entonces, fue el introductor en España del periodismo diario. Recuerdo que con siete años iba a ayudar a mi tío. Yo era su único redactor… (Pilar acentúa el sarcasmo con una carcajada) Bueno, si es que podía llamárseme redactora, porque mi trabajo consistía en dictar el nombre de todos y cada uno de los suscriptores y él escribía las fajas para mandarles el periódico. (…) Pero no sólo hacía trabajos de redacción, también debuté como reportera. Mi tío me mandaba a la fonda de los Morera para que le informara sobre las personas que llegaban y se marchaban de Alcañiz. En la parte baja de la fonda paraba el autobús que comunicaba el centro urbano con la estación de ferrocarril, que está bastante lejos del pueblo. Yo no perdía nota,  volvía rápida a la redacción y le decía: “Ha venido de Zaragoza don Emilio Díaz, el alcalde…”  Amanecer tenía una sección que se titulaba Viajes y, a la semana siguiente, cuando leía que don Emilio había llegado de Zaragoza, que lo que yo le había contado a mi tío se convertía en una noticia escrita, me resultaba asombroso. Así descubrí la fascinación por los periódicos.”

           Cuando su madre dio a luz, Pilar regresó a Logroño con el resto de la familia. En la capital riojana la sorprendió la proclamación de la República. “La primera conciencia política que tengo es de aquel día. Y lo viví casi como en Historia de una escalera: la gente subía y bajaba por la de mi casa, contándoselo uno a otros. (…) En uno de los pisos de abajo vivía un señor, distribuidor de películas, que vistió a su hija de República. Y la niña subía y bajaba por las escaleras con la túnica y una banda tricolor, como si fuera a un baile de disfraces… Para mí fue, claro, un acontecimiento tremendo. Mi padre, como era muy republicano, debía de estar muy contento y mi madre, precisamente por lo contrario, porque era muy monárquica, debió de celebrarlo menos.”

       A don Santiago Narvión lo destinaron a Zaragoza y Pilar cursó el bachillerato en el Instituto Miguel Servet. De aquel tiempo destaca el magisterio de su profesora de Literatura, Pilar Díez y Jiménez Castellanos, que les interpretaba a los clásicos del Siglo de Oro, y la admiración que despertaba entre las alumnas otra niña que también se convirtió en destacada periodista. “Había dos estudiantes que iban y venían al instituto con señorita de compañía. Una era hija de marqueses y otra de un notario que vivía en lo más selecto de Zaragoza: el Paseo de la Independencia. La hija del notario llevaba trajes escoceses y grandes lazos de terciopelo negro. Era una leyenda entre las demás alumnas, porque sabía mucho Latín, Historia y Física. Además, estudiaba música y la señorita de compañía le llevaba las carpetas. Se llamaba María Dolores Palá, sin embargo, al casarse con el intelectual Emiliano Aguado, empezó a firmar como Lola Aguado. Hizo casi toda su carrera en Gaceta Ilustrada y para mí, que había empezado a leer sus crónicas desde París y me parecían fabulosas, fue toda una sorpresa conocerla cuando regresé a España y enterarme de que era aquella María Dolores Palá que despertaba tanta admiración en el Miguel Servet.”

       Todavía era una adolescente cuando Pilar Narvión decidió mandar, en secreto, un artículo al semanario Domingo, que se editaba en Madrid. No sólo se lo publicaron, sino que recibió 150 pesetas y fue el inicio de una serie de colaboraciones que la llevaron, con 17 años, a estudiar Periodismo en la capital. El director de la Escuela Oficial de Periodismo, Juan Aparicio, lo era a su vez del diario Pueblo y, cuando leyó los trabajos de aquella muchacha que comparaba a Goya con los reporteros gráficos, porque en su obra contaba sucesos del tiempo que le tocó vivir, le abrió las puertas del periódico. Era la primera mujer y había que tomar precauciones. Don Juan reunió a la plantilla y le hizo esta advertencia: “Mañana se incorpora una chica a la redacción, así que se han acabado los chistes verdes y las bromas.” Como las malas costumbres no se cortan por lo sano, a  más de uno sin querer se le escapaba algún taco y, cuando sucedía, compensaba a la víctima con una caja de bombones.

       Por aquellos días llegó también al periódico Emilio Romero. Pilar lo conoció durante la famosa conferencia de Dalí en la que soltó uno de sus chascarrillos más celebrados: Picasso es un genio; yo también. Picasso es un gran español; yo también. Picasso es comunista; yo tampoco. Romero iba a ser su gran mentor y, a pesar del carácter seco que tenía, entre ellos hubo siempre una buena  amistad.  “Fue un gran director de periódicos. Un caso similar a lo que pasa ahora con Pedro J. Ramírez: alguien capaz de crear un periódico y, alrededor suyo, un estilo de hacer información, con la que se puede estar o no de acuerdo, pero que lleva el sello de la casa. Y, sobre todo, involucrar en ese proyecto a muchos profesionales. La prueba de que Emilio Romero lo consiguió es que todavía hay en activo un montón de periodistas, muchos con renombre, que salieron de Pueblo. Sin olvidar a una escuadrilla de formidables escritores, entre ellos los grandes best-sellers del país: Julia Navarro y Arturo Pérez  Reverte. (…) También fue el director de periódicos más feminista de España. Incorporó más mujeres a la redacción y, cuando demostraban que podían hacer lo mismo que los hombres, les daba responsabilidades. (…) Fuimos buenos amigos, pero con las mismas te digo que no era un hombre que derrochara simpatía. Tampoco es que fuese antipático… Carecía de esa personalidad expansiva, de esa cordialidad extrema que tienen otros. Tuvo leyenda de mujeriego… Bueno eso decían. Yo supongo que muchos vivieron historias de faldas tan importantes como las suyas pero las llevaron con más discreción.”

      En 1956 Emilio Romero, que había sucedido a Juan Aparicio en la dirección de Pueblo, mandó un frente de corresponsales a las principales capitales de Europa. Como en España no había debate político y el que pudiera darse no aparecía en la Prensa, la información internacional copaba las páginas más destacadas de los medios.

         A Pilar  la envió a Italia. Pese a ser su primer contacto con el mundo exterior, no la marcó tanto como lo haría Francia dos años después. Roma le pareció una ciudad muy vaticana donde las huellas del fascismo no habían desparecido del todo. Para una mujer que venía de otro régimen totalitario y del nacional-catolicismo no suponía un cambio radical. Descubrió, no obstante, lo que era un parlamento de verdad, el mundo de la mafia y un ambiente como el que describe Fellini en La dolce vita que, eso sí, la dejó patidifusa. En el año y pico que estuvo como corresponsal, Pilar Narvión entabló contacto con los pintores y arquitectos becados en la Academia de España. Eran amigos de Alberti y se lo presentaron, pero la periodista y el vate no lograron congeniar: “Era extremadamente vanidoso. Se consideraba el primer poeta de España y te miraba por encima del hombro… Claro, yo era una chica joven e insignificante y, además, una periodista de Franco… No me cayó nada simpático. Esa es la verdad.”

        Los políticos españoles acudían a recibir la bendición de Pío XII que se encontraba en la recta final de su pontificado. Pilar los acompañó por los interminables pasillos del Palacio Apostólico y las estancias que habían decorado Rafael y Miguel Ángel. Pero con impresionarle mucho los tesoros de la Iglesia, aún le dejó más huella la mirada de Pío XII, que hizo desmayarse delante de ella a una militar australiana durante la audiencia general. “Lo recuerdo revestido con damascos, oros y platas; flaco, flaco como una estaca, y con aquellos ojos oscuros y penetrantes. Los tenía como Picasso, te lo digo porque yo también lo conocí, y al natural aún impactaban más que en las fotografías.”

        El 25 de marzo de 1957 amaneció lluvioso en Roma, pero el Tratado que se firmó aquel día en el Palacio Capitolino habría de despejar los nubarrones que se cernían sobre el futuro de Europa. Narvión presenció y contó a los lectores de Pueblo aquel episodio histórico. “Casi todos decían que el padre de la criatura era Adenauer, que a mí siempre me pareció que tenía perfil de indio sioux, una cara como del Cuaternario sin evolucionar; sin embargo, Paul Henri Spaak, que firmó por parte de Bélgica, era un vanidoso y quería atribuirse él todo el mérito; Christian Pineau, representante de Francia, parecía receloso. Supongo que un país tan nacionalista como el suyo no terminaba de confiar en aquel invento; de Joseph Luns, el holandés, me llamó la atención lo alto que era, enorme, debía de medir casi dos metros; el italiano Antonio Segni daba la sensación de ser muy ceremonioso, se le notaba en su salsa… y del representante de Luxemburgo, Joseph Bech, me quedé con la copla de que le habían perdido las maletas, o sea que estas cosas ya pasaban entonces, pero ni siquiera recuerdo la cara que tenía.”

         Aunque estaba radicada en Roma recorrió el país entero y se empapó de su cultura que, con la de Grecia, puso los cimientos de la civilización occidental. En Pilar Narvión. Andanzas de una periodista perezosa destaca su viaje por Sicilia y la estancia con unas amigas en la abadía de Monte Oliveto Maggiore, de monjes benedictinos, que las invitaron a presenciar el famoso Palio de Siena. “Volvimos por la noche, muy tarde, a la abadía y ocurrió algo que parece una escena medieval, casi  como en los Cuentos de Boccaccio: los monjes, que ya debían de estar algo bebidos, empezaron a explicar qué haría cada uno de ellos si llegaba a Papa. Era graciosísimo. ¡Menos mal que nosotras éramos muy decentes, si no yo no sé en que hubiera ido a parar aquello. Porque los frailes iban a por todas!”

        En enero de 1958 Emilio Romero trasladó a Pilar Narvión a la corresponsalía de París. Aún regía la IV República, aunque vino pronto el general De Gaulle que fundó la V y cambió por completo las estructuras del Estado. “De Gaulle, más que conferencias de prensa, daba conferencias a la Prensa. Le gustaba crear expectación. Cuando ya era presidente, solía citarnos a las tres de la tarde en el salón de baile del Elíseo y nos sentaba en unas sillas la mar de incómodas. Te pusieras como te pusieras, salías con los glúteos hechos papilla. Él jugaba con ventaja, porque su asiento parecía más confortable. Bueno, más que asiento, aquello era un trono. Entraba en la sala como si fuera el Rey Sol, cuando sonaban las campanadas en el reloj, se apartaba el tapiz… y sólo faltaba el chambelán que diera tres golpes en el suelo con esa especie de báculo que llevaban en tiempos de Luis XIV. Se sentaba en aquel sillón enorme, la mesa era otro tanto, y reunía, como si fueran sus cortesanos, a todos los ministros. Malraux también, por supuesto. A los gráficos les dejaba hacer unas fotos y luego, con gesto autoritario, los mandaba al fondo de la sala. Entonces, saludaba con aire mayestático y empezaban las preguntas. Podíamos hacer todas las que nos diera la gana, que ya se encargaba él de responder a su manera. Decía: “Como veo que hay tres o cuatro temas que les interesan, voy a contestarlos.” Y lo hacía en bloque. Nunca respondía a una pregunta concreta ni a un periodista directamente. Además, se guardaba los momentos de impacto para cuando a él le interesaba.”

          El contraste entre España e Italia no había resultado tan brusco para la joven periodista como ahora en Francia. “Aquello ya fue el contacto con la Europa real. Puse los pies en el suelo y empecé no a sorprenderme, sino a observar de una forma más fría.” Esa distancia respecto a los hechos que presenciaba la aplicó a la guerra de Argelia, las conversaciones de Paz del Vietnam y el Mayo del 68. “Para mí, el Mayo francés fue el estallido de la palabra. Dieron voz a los estudiantes, que nunca habían tenido oportunidad de decir lo que pensaban, y la aprovecharon. Pero se les fue de las manos. Desde ese punto de vista era una maravilla: ibas al Odeón, a la Sorbona, a la Mutualité, y todo se hacía en plan asambleario. Aquello era una verbocracia. Cualquiera que pedía la palabra se levantaba y bla-bla-bla… Allí daba su opinión desde el catedrático a la portera del inmueble. Luego, las paredes se convirtieron en medios de expresión con aquellas frases y aforismos como Haz el amor y no la guerra, Debajo de los adoquines está la playa… Me vienen a la memoria las que más se han repetido, aunque yo me dediqué a hacer un inventario de citas y encontré desde Plutarco al Che Guevara, pasando por Marx, Mao y Fidel. A los españoles nos llamaba la atención la que pintaron en el Odeón con palabras de Unamuno: Yo me propongo agitar e inquietar a las gentes. No vendo el pan, sino la levadura. Todo aquello terminó siendo un globo que, en vez de con helio, se iba inflando de palabras. (…) Los trabajadores fueron a la huelga porque en aquellos años querían conseguir de sus empresas, sobre todo de grandes empresas como la Renault, mayor poder para los sindicatos y otras cosas que llevaban pidiendo desde hacía veinticinco años, pero la patronal se negaba a esas concesiones. Entonces Pompidou negoció los famosos acuerdos de Grenelle donde los que sacaron tajada fueron ellos. (…)Los estudiantes eran cultos, pero los representantes de los sindicatos muy listos y aprovecharon que el Sena pasa por París para alcanzar aquello que nunca habían tenido. Se reunieron con el Gobierno y las lograron, porque tenían los pies en el suelo. En cambio, los Cohn-Bendit y compañía tenían la cabeza en el aire.”

          Pilar Narvión pronosticó que François Mitterrand llegaría a Presidente de la República Francesa. Lo entrevistó en 1966 y el retrato que hizo de él da prueba de su pulso literario: “Físicamente, recuerda a los personajes renacentistas italianos: un condottiere a lo Paolo Ucello, de la escuela de Siena, o un Dux bajo el pincel de Antonello de Messina. Tampoco sorprendería nada encontrar un rostro semejante al suyo en la florentina galería de los Uffizi bajo un capelo cardenalicio. Alta y despejada la frente, recta la nariz, duro el entrecejo, fina la boca, donde se anuncia la inteligencia de Mitterrand es en los ojos, color caramelo y caleidoscópicamente variantes. Inteligentes, irónicos, audaces, Mitterrand tiene ojos de espadachín peligroso. Da la sensación de que adivina por dónde pueden venirle los golpes, y su esgrima para pararlos es legendaria.”

       En París Pilar Narvión conoció a Luis Buñuel que, a pesar de su sordera, la escuchaba perfectamente. “Sería por la voz que tengo, o porque los dos éramos de la tierra del tambor”.  Los presentó el actor Paco Rabal. “Era muy amigo mío y tenía una obsesión verdaderamente cómica, que cuando se la cuento a la gente se troncha de risa.  Quería saber si yo era o no era virgen. ¡¡¡Fíjate que historia tan divertida!!! Estaba a todas horas con lo mismo: “Pilar, ¿por qué no me lo dices? Anda, cuéntamelo, que no se lo diré a nadie.” Y yo, erre que erre: “No te molestes, que no te lo voy a decir.” Chico, no sé a qué venía esa obsesión.”

       Los años de París le procuraron también la amistad de Santiago Carrillo, al que conoció en el estudio del pintor José Ortega, y la de otros exiliados españoles. “En Pueblo estaban al tanto. No creas que actuaba como clandestina. Tan es así que, en una de mis crónicas, escribí que algún día esos cafés que tomaba con Carrillo los tomaríamos cara a cara en las Cortes Españolas. Entonces, el Congreso de los Diputados aún se llamaba así. Y Emilio Romero me lo publicó. Aún recuerdo la cara de asombro de Santiago Carrillo cuando vino, con el recorte del periódico en el bolsillo de la chaqueta, y me dijo: ‘¡Oye, pero que lo han sacado. No me lo puedo creer!’”

      Cuando llegó el momento de paladear esos cafés en el Congreso de los Diputados, ciertos colegas de Pilar, que la consideraban exponente de lo que Umbral llamó la derechona, se asombraron por el trato que le dispensaba el Secretario General del PCE. En Andanzas de una periodista perezosa se refiere a ese cliché de señora conservadora que le endosaron algunos: “Me divierte mucho, por venir de quien viene: esos muchachos de la gauche divine española, que son hijos de familias superricas. Niños mimados, que estudiaron en los mejores colegios, que viajaron a Inglaterra… y luego llegan y te miran por encima del hombro ideológico. Uno de ellos, terrateniente de la zona mediterránea, y del que no quiero decir su nombre porque lo aprecio mucho, me llegó a decir: “Yo, Pilar, es que te adoro. Porque eres de una derecha que no mata.”  Tiene narices la cosa. En España la gente clasifica al vecino y lo clasifica a la  ligera. Cuando quieran, podemos comparar mi biografía con la de esa gente, a la que tú también conoces, a ver quién es el conservador. Me vine con 17 años a Madrid y, desde entonces, me he buscado la vida; nadie me ha ayudado en nada. Yo sí que he sido proletaria, proletaria de las letras –lo dice con mucha guasa-. Nunca he vivido de señorita, sino que he trabajado como una burra. Mi madre siempre les decía a mis sobrinos: “Mirad, todo lo que tiene la tía: su casa de Madrid, la de Estepona, los libros, los cuadros… todo se lo ha ganado letrica a letrica (Pilar mueve los dedos en el aire; mecanografía los recuerdos) con su máquina de escribir.” Y es verdad. No he ganado una peseta que no haya pasado por la máquina de escribir. O sea que me hacen mucha gracia estos chavales. Esos hijos de grandes familias de Madrid y Barcelona, los Raventós and company…bueno, no los voy a citar. ¡Para qué! Han vivido como niños bonitos, entre criados y criadas, han estudiado la carrera que les ha dado la gana, y para más inri, eran tan esnobs, que también tenían que ser de izquierdas; porque resultaba más esnob la izquierda que la derecha. Tiene gracia que me llamen conservadora. Yo nunca tuve nada que conservar. Ellos, sin embargo, tenían que conservar grandes patrimonios: fincas, caserones, bibliotecas y cuadros heredados de papá y del abuelito. A mí nadie me ha dejado en herencia nada; todo lo he comprado con mi trabajo. Y resulta que la conservadora, la derechona… la tal y cual soy yo, mientras esos superseñoritos, que nacieron en hispano-suizas, se erigen en los grandes progres que velan por el bien de la Humanidad. Ninguno de ellos se preocupa ni de los obreros, ni de los pobres, ni de nada. Los pobres nos hemos tenido que batir nosotros solos para salir adelante, mientras a ellos les daban todo hecho.”

        1975 fue un año intenso en la vida profesional de Pilar Narvión. No por la muerte de Franco, que también, sino por su labor como vocal de la Comisión Interministerial del Año Internacional de la Mujer. Dictó un centenar de conferencias e intervino en simposios y mesas redondas. Desde Aristóteles, al que le afeaba su máxima La mujer es un hombre mal hecho, a las feministas que alborotaban la calle, Pilar rebatía los dogmas con argumentos. Sus debates con Lidia Falcón y otras figuras del feminismo se convertían, muchas veces, en un espectáculo que empezaba con exposición de ideas y una oratoria impecable para acabar como el rosario de la aurora. “Yo les rebatía sus posturas radicales. Por ejemplo, una de las cosas que siempre he defendido es que la gran revolución de la mujer ha sido de tipo médico y no de airear pancartas. El control de la natalidad, por una parte, y los avances absolutamente espectaculares de la pediatría, han hecho más por la población femenina que todas las manifestaciones juntas. Cuando no existían esos avances, muchos de los niños que nacían en España morían antes de alcanzar los 5 años. De forma que, para que la mujer cumpliese con la especie, como cualquier otro ser vivo, tenía que dar a luz siete u ocho hijos; así  se aseguraba que dos o tres llegarían a la edad de reproducción. Y esto que digo de las españolas aplícalo a las inglesas, las checas, las alemanas y todas las mujeres que en el mundo han sido. Cuando la Medicina cortó aquellas carnicerías que provocaban el sarampión, la viruela, la escarlatina… y la falta de higiene en la población infantil, se produjo una revolución en el seno de las familias. A partir de entonces no necesitaban tener una docena de hijos para que llegaran tres a mayores; tenían esos tres y se acabó. Pero, al mismo tiempo que la pediatría avanzaba, apareció la píldora (da una palmada sobre la mesa para reafirmar sus palabras) que fue la tabla de salvación de las mujeres. La mujer se liberó de los abortos y del terror al acto sexual por miedo a quedarse embarazada. Cambiaron las costumbres de una forma total. Aquella pudibundez espantosa de los noviazgos españoles, en los que el embarazo pendía como espada de Damocles, desapareció con la llegada de los anticonceptivos. Eso era lo que les decía a las feministas exaltadas: que la liberación de las costumbres había empezado desde el momento en el que la mujer pudo controlar la maternidad y, con ello, sus instintos para hacer la vida que le apeteciese. En una palabra, que aquel cambio no lo habían logrado sus pancartas ni sus libros de concienciación, sino la píldora. Y les sentaba bastante mal, ya lo creo.”

        La carrera periodística de Pilar Narvión tuvo una recta final acorde con su trayectoria. El destino, el azar, los hados o los dioses la premiaron otra vez permitiéndole vivir, desde las tribunas de Prensa del Congreso y el Senado, la Transición española que tanta admiración despertó en el mundo. Entonces, más que nunca, puso en práctica la vieja enseñanza de Josefina Carabias: “En una ocasión me explicó que, cuando se disponía a escribir un artículo, lo primero que pensaba era no en lo que podía interesar a los políticos o a otros periodistas, sino a sus lectores. Por eso tenía tanta garra y conectó con ellos hasta el final. En cambio hay periodistas que escriben para consumo de los políticos y se queman en dos días.” 

        Sin embargo el primer capítulo de aquella historia prodigiosa, el nombramiento de Adolfo Suárez, la pilló, como al resto de sus colegas, con el paso cambiado. “Después de la sorpresa inicial, me acordé de que había vivido otro momento similar en París, cuando el general De Gaulle nombró primer ministro a Pompidou. Dejó a toda Francia boquiabierta, porque era alguien absolutamente desconocido. Habiendo como había, en la vida política francesa y en la derecha gaullista, personajes de la talla de un Giscard d´Estaing o un Michel Debré, llamaba muchísimo la atención que eligiera a aquel señor, que había sido profesor de Literatura y al que no conocía nadie. (…) Sí, los españoles nos quedamos igual de sorprendidos que los franceses y, sin embargo, tanto Pompidou como Suárez, fueron dos grandes hombres de Estado. Hay que haber seguido de cerca la política mundial, como la he seguido yo, para darse cuenta de la enorme importancia que ha tenido Adolfo Suárez. Tan equilibrado, tan realista, y tan buena persona. Porque, aunque la calidad humana no sea un requisito fundamental para ser buen político, cuando encima se da, como en el caso de Suárez, engrandece su figura. Se han publicado tantos libros, y se ha dicho tanto sobre él, que ya no puedo añadir nada. No hace falta que haga hincapié en algo que admiten hasta los que fueron sus adversarios políticos.”

       En su libro de memorias Pilar Narvión cree que al sucesor de Suárez en la Presidencia del Gobierno no se le ha hecho justicia. “Leopoldo Calvo Sotelo fue un hombre muy ponderado. Aquel año y medio largo que estuvo en La Moncloa fue crítico para España y ha pasado a la Historia de forma gris. Sin embargo, no tiene nada de gris: es un hombre excepcionalmente inteligente y un gran político. (…) Estaba muy acostumbrado al ejercicio del poder, porque había presidido empresas, tanto públicas como privadas, y demostró ser un águila en todas ellas. O sea que no era un advenedizo, ni un inmaduro; cosa que sí se podía decir de otros. Fue presidente de RENFE y de SEOPAN, la patronal de las grandes constructoras, y luego lo hicieron ministro. Primero de Comercio, más tarde de Obras Públicas y, finalmente, de Relaciones con la CEE. Hasta que llegó su gran oportunidad en la crisis de septiembre 1980, cuando sustituyó como número dos del Gobierno a Abril Martorell. Entonces, Suárez le nombró Vicepresidente Económico. Yo recuerdo que la gente decía: “Hemos salido de una cara de cemento para caer en una cara de palo.” Y es que ninguno de los dos era simpático, ni tenían una forma de ser arrolladora. Pero en las distancias cortas Calvo Sotelo tenía un sentido del humor, al estilo de Fernández Flórez, que espero siga conservando. En una ocasión, le preguntó a un ujier del Congreso si “don Landelino estaba expuesto” y aquella ocurrencia se la aplaudieron mucho los políticos y periodistas. Además, es un hombre muy culto y toca bastante bien el piano. Estoy recordado una viñeta que publicó Ramón, el humorista de Pueblo, cuando fue investido presidente del Gobierno. Se veía a Leopoldo Calvo Sotelo, dispuesto a tocar alguna pieza y exclamaba: “¡Ay señor, con lo que a mí me gusta el piano y voy a tener que templar gaitas!” Creo que ese chiste es definitorio del papel que le tocó.”

        Fraga y Carrillo, por su parte, tuvieron que contener a los exaltados de sus respectivas formaciones; por eso Pilar los llamó en una crónica Los dos perros guardianes. “Carrillo contuvo a los exaltados y, cuando se elaboró la Constitución, aceptó cosas simbólicas, como la Monarquía y la bandera, que para muchos militantes del PCE eran inasumibles. Las aceptó con madurez y con aquella filosofía de Suárez que decía que había que hacer legal lo que en la calle era costumbre. Y luego, por el otro lado, Manuel Fraga hizo también muchos esfuerzos para contener a la derecha ultramontana que por nada del mundo quería que España se convirtiera en una democracia. Esa ultraderecha llegó incluso al terrorismo, aunque por suerte, aquel se pudo erradicar, mientras que ETA sigue ahí, como único vestigio de la España de Franco.”

       A pesar de que vivió los años de gobierno de Felipe González desde la barrera, o sea como jubilada, Pilar Narvión afirma que fue un gran presidente. “Y esa etapa socialista resultó muy próspera para España. No sé si cambió tanto como para que no la conociera ni la madre que la parió, según había prometido Guerra,  pero pudimos hablarnos de tú a tú con muchos países del mundo y, naturalmente, con los más próximos, con los de Europa. Felipe fue un político muy hábil. Acuérdate de cómo le dio portazo al marxismo en el XXVIII Congreso de su partido, contra la opinión de sus correligionarios. (…) Recuerdo que, unos días antes, tuve una larga charla con él en el bar del Congreso de los Diputados y me explicó su idea de la lucha de clases. Dijo que, si el PSOE no aceptaba esa doctrina, no se presentaba a la reelección como secretario general. A mí, aquello me sonó a bravuconada y le contesté que no me creía sus palabras. Pero lo hizo. Renunció a la secretaría general, y salió de allí con una fuerza moral que mira luego qué pronto recuperó las riendas. (…) Felipe González me pareció un político honesto. Y con  Alfonso Guerra formó un tándem que funcionó muy bien durante años, como había ocurrido antes entre Adolfo Suárez y Abril Martorell. (…) Guerra, a la hora de la verdad, no tenía nada que ver con aquel señor que parecía agarrar unas rabietas monumentales. No sé hasta qué punto se creó su propio personaje, pero lo cierto es que se comportó como un político serio y responsable que ayudó a que rodara bien la Constitución. Es curioso, porque ninguno de los dos hombres que tuvieron un papel clave en ese terreno, Guerra y Abril Martorell, eran constitucionalistas. Guerra es ingeniero industrial y Abril Martorell era ingeniero agrónomo, pero el entendimiento entre ellos favoreció el buen clima entre la clase política durante las Cortes Constituyentes. Fue, por tanto, una labor de ingeniería.”

       El capítulo final de las memorias de Pilar Narvión lleva por título Los días serenos y en él habla sin ambages de la vejez, la muerte y lo importante que es para ella su familia (se quedó soltera y desmiente que el guitarrista Narciso Yepes la pidiera en matrimonio como se ha contado muchas veces en corrillos periodísticos). “Ahora que tengo mucho tiempo para reflexionar sobre lo que he hecho y he dejado de hacer en mi vida, llego a la conclusión de que, si no hubiera sido periodista, me habría dedicado a escribir novelas. Creo que he tenido las dos cualidades básicas para ese oficio: buena prosa y mucha imaginación.(…) Cualquier libro que leas te abre infinidad de preguntas. Por ejemplo, sobre el papel que tiene el azar en la vida de las personas. (…) También pienso en la fe. ¿Por qué hay personas que tienen fe y otras no la tenemos? Con lo consoladora que es la fe (…) Pienso, por otra parte, en la belleza, ya que no es lo mismo nacer guapo que feo, digan lo que digan. Me pregunto, además, si la simpatía es algo innato; si es más importante la inteligencia o el saber vivir; qué cualidades humanas son las que llevan a la felicidad o la desgracia… y termino con preguntas como: ¿Qué es preferible, ser feliz o ser inteligente? De lo que estamos seguros todos los viejos es de la importancia de la salud. El miedo a la enfermedad y al dolor nos atenaza. No es miedo a la muerte, esa cosa tan natural e inevitable, es el miedo a depender de los demás, a perder nuestras facultades más necesarias, a convertirte en una triste liquidación humana. Yo, afortunadamente, tengo una gran y solidaria familia, por lo que no sufro ese terrible miedo de tantos ancianos a la soledad. Es curioso que ahora que ya no tienes tiempo, que se te va el tiempo, tengas tanto tiempo para pensar en esa inmensa complejidad de la condición humana, en tantas hondas preguntas sin respuesta.”

       Si algo tiene claro Pilar Narvión es que su despedida del Periodismo, hace ya un cuarto de siglo, cuando estaba en plenitud de su carrera, fue acertada. Hoy actuaría del mismo modo. “Algunas personas no se resignan a jubilarse y hacen absolutamente todo lo que está en sus manos por seguir adelante. Otras, como yo, cierran la puerta y se jubilan de verdad. Cuando veo a amigos míos que piden dar una conferencia, que se vuelven locos por publicar, no lo entiendo. Comprendo que son dos modos de afrontar el final, dos maneras de esperar el famoso poema de Machado: los que no se sientan y siguen en la brecha la batalla, y los que cerramos el capítulo de la vida activa totalmente, que es mi caso. Yo he vivido ese momento de final de capítulo como en una novela. Voy mucho a Medinaceli, donde mis hermanos los americanos se han retirado después de su aventura en Estados Unidos. Allí, como en todas partes,  leo mucho. Antes solía pasear por la carretera de Soria con un libro y me sentaba a leerlo en la tapia de un huerto, donde hay una piedra llana que yo llamo El sillón del obispo. Una tarde que me había llevado de acompañante a Machado, topé con la estrofa XXXV del poema titulado Del Camino: “Al borde del sendero un día nos sentamos./Ya nuestra vida es tiempo, y nuestra sola cuita/ son las desesperantes posturas que tomamos/ para aguardar… Más ella no faltará a la cita.” Recuerdo la profunda impresión que me causó el poema. Lloré mansamente frente a aquellos “cárdenos alcores sobre la tierra parda” sorianos y, de la mano de Machado, entré en la serena ancianidad sin batallas. Sentada al borde del camino viendo como pasáis. Dos personas me acompañan en la devoción, que les he transmitido, por este poema de Machado: mi hermana Matilde y mi superamigo del alma Enrique de Aguinaga.”

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

Los recuerdos

4 de julio de 2013 12:40:13 CEST

Hay un ir y venir de los recuerdos

desde nuestra cabeza a nuestro corazón.

Parecen en su marcha viajeros incansables

que de día y de noche se movieran

entre las dos ciudades más famosas,

de mayor importancia y más pobladas

de un país. Unos llegan muy deprisa,

circunspectos y serios, y a su llegada dejan

un oscuro recado: dolor que no ha prescrito

y que es capaz de herir muy cruelmente de nuevo

a su destinatario. Otros viajan

plácidos y ataviados con ropajes alegres,

como despreocupados y ociosos individuos,

y al abrir su equipaje nos sorprenden los ojos

con hermosas imágenes del ayer que ahora muestran

un color desvaído y melancólico,

mas que a pesar de todo dan amor y consuelo.

El flujo de viajeros en ambas direcciones

siempre es intenso y nunca se detiene.

Sólo la muerte un día puede hacer que el trayecto

aparezca vacío y desolado,

barrido por un viento que sin misericordia

borra todo a su paso y desordena el mundo.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Sánchez Rosillo

Bird

4 de julio de 2013 12:27:17 CEST

                  

(Charlie Parker, Stanhope Hotel, 1955)                                

           

No quiero que se acerque nadie. Escucho

la música que suena en algún sitio,

en la televisión quizá, y me duele,

y ya no sé por qué duele la música

que me astilla la mente, y la desgarra,

ni por qué yo la escucho, si me duele

tanto como un hurón que se ocultase

en una galería hecha de nervios

que una vez fueron míos, no sé cuándo,

en otro tiempo, en otra vida, lejos

de aquí, cuando mi mente era la música

que servía de amor y de amistad

a un hombre sin amor y sin amigos.

 

Este cuerpo que veis, esta maltrecha

carne deshabitada de mí mismo,

aquí, en la habitación de hotel, a solas

con mi miedo y mi saxo que me escrutan,

¿de qué sirven, a quién harán feliz?

 

Cuanto tocan mis manos se hace música

y se astilla en mi mente, y me persigue.

No puedo amar a nadie, ni tocarlo,

porque amarlo es llevarlo hacia lo oscuro

y de allí no regresa, nunca, nadie.

Se deshacen los niños, las mujeres.

Se deshacen los árboles, los coches,     

los clubs, los contrabajos, las sonrisas.

Mis manos en el aire se deshacen.

Son aire, un aire oscuro que me inunda

y que me hace volar como los pájaros,

ciegos, remotos, lentos, pero ¿adónde?

                       

Soy aire estremecido de vergüenza,

y un dolor que me quema como el fuego

y que no llegaré a saber qué es.

Que esta música fúnebre que toco

os alumbre el camino. Mi camino

ya tan sólo discurre entre las sombras.

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Jordá

Cartas desde un viaje imaginario

4 de julio de 2013 12:16:12 CEST

Carta real sobre un viaje imaginario,

a modo de introducción.


Tú,

quizá no llueva, pero las ventanas recuerdan el chaparrón. Y hace frío. Veo la espalda del cartero. Está entrando en la casa de enfrente. Mi buzón está vacío, como de costumbre: aquellas palabras salvíficas que podrían abrirme las fronteras de los países extranjeros no se han escrito todavía. Aún estoy aquí. Aún no me he ido. Pero me he separado de ti, aunque también tú estás aquí. Tal vez incluso en mi habitación. ¿Es posible cerrar por un instante los ojos, oír el zumbido de la estufa y pensar que ése es mi tren?, ¿que ya me he ido? ¿No es cierto que en un viaje literario también hay vivencias y aventuras?

            Es posible que Rut, mi protagonista, viva como yo en un tiempo suspendido en el vacío. Sabe que debe irse, y el camino está bloqueado. Por ahora todo se va convirtiendo en pasado. Y ella está aferrada a un viaje literario. Rut no es una joven sentimental. No escribe cartas de amor para quemarlas después en la estufa. Sus cartas tienen una finalidad literaria. Las cartas realmente íntimas no se pueden publicar. Por eso he elegido a una protagonista con un nombre distinto al mío, y tampoco su amado se llama como tú. Rut se parece a mí, y a quien se dirige es a ti, pero, a pesar de todo, no somos tú y yo, ellos son personajes imaginarios, igual que el viaje.

            El nombre del amado de Rut es Emmanuel. Ella lo llama “El” cariñosamente y “Emmanuelino” para abreviar. O al revés.

             Su relación no es estable, primero porque se parece a la nuestra, y segundo, porque escribir sobre una relación estable es... aburrido.

            El contenido de estas cartas se puede sintetizar con el título de un libro latino de la Edad Media, Sobre todas las cosas del mundo y algo más,[1] ¿comprendes?, lo importante es ese “algo más”, porque “todas las cosas del mundo” entre tú y yo, ¿qué son? Hay una palabra francesa que define en parte la naturaleza de estas cartas: Causerie. Se puede traducir como “cháchara”, “charla”, pero no me estoy refiriendo a eso. Causerie también es aquella agradable melodía ancestral que una abuela aristócrata tocaba en un viejo y quejumbroso piano.

            Las ciudades sobre las que Rut escribe son sólo pompas de jabón nacidas de la imaginación cuando la temperatura del alma sube a 39,9. En cada alma hay una colección de xilografías antiguas, guardadas en ella desde la infancia: imágenes de ciudades de ensueño, lejanas y queridas. Y, tanto si se han visto o no todas esas ciudades después de recoger las xilografías en el macuto del alma, la imagen no cambia: no tiene nada que ver con la realidad. De hecho, para nosotros el mundo entero es una xilografía primitiva y no muy grande, un dibujo de una ciudad fantástica, porque, si no fuera así, ¿cómo podríamos llevar en nuestro interior “el mundo entero” con toda su variedad de detalles? Rut no ha visto nunca la mayoría de las ciudades descritas en las cartas de su viaje: tan solo son un eco de asociaciones, una mezcla de versos, imágenes y estados de ánimo. Antes de cada una de sus cartas aparecerá ante los lectores sentada en la habitación de su ciudad natal y escribiendo una carta desde París o desde Bruselas. Escribo esto del mismo modo que Wachtangow representó Turandot: el actor se maquilla en el escenario delante del público. ¡No hay que olvidar que es un actor y no el hijo de un emperador de la China!

            El viaje de Rut termina porque por fin se va realmente, y al parecer resulta bien. El pie que pisa tierra extranjera quizá sepa más que la mente que tantea las distancias. ¿Quién podría afirmar eso?

            Estas cartas son el fruto de la soledad de Rut. El fruto de mi soledad. Te las regalo con mucha melancolía y cierto agradecimiento.

L.

1

Las noches de comienzos del otoño caían en la ventana de Rut como frutas maduras y olorosas. Los saltamontes al otro lado de la ventana tocaban una dolorosa melodía sobre el herido piano de las horas. Y en el aire, entre la tierra y la luna, aún estaba suspendido el aliento del verano, húmedo y caliente. Rut se despertó una de esas noches y de pronto olvidó lo que había soñado. Solamente le parecía que había sido un buen sueño. Se llevó la mano a la cara para tocarse la sonrisa y no sintió que su mano enjugaba una lágrima. Y por la mañana sólo había miedo a los ojos vacíos del día y anhelo, como vaho en los labios. Sobre eso escribió:

 

Postal con letra muy pequeña

Tren de Marienburg a Berlín

20.10.34

El, ¡niño que se quedó allí!,

no estoy llorando. Ya no lloro. Es que me resulta un poco estrecho el vagón con la gran palabra “para siempre”.

            Además hay otros dos conmigo: 1. Un médico de Estonia. Judío. Afónico. 2. Un viajante de “alguna parte” con un acento que pretende ser americano. El barro de los pueblos del Este barnizaban mis zapatos y sorprendentemente... ni una broma. Huele a queso holandés, a perfume barato y a tabaco malo. Se habla de nacionalismo e internacionalismo. Las conclusiones son más o menos las siguientes: una pluma estilográfica internacional es preferible a una máquina de escribir, porque con una estilográfica se puede escribir en todos los idiomas.

            ¿Lo ves?, también esto comienza como todos esos chistes malos: dos judíos viajaban en un tren...

            Y por la ventanilla, árboles erguidos y veloces que vuelven rápidamente hacia ti, raíles que brillan como dos brazos desnudos tendidos para abrazar las caderas de la patria abandonada, que no se lamenta por mí. ¿Acaso todo eso se aleja?, ¿es cierto que se aleja?

            En mis oídos zumba la mosca hiriente y desesperante de la conversación entre los dos desconocidos. Comienzo a dormirme. No lloro. Y, al imaginarme tu confusa mirada ensombreciendo esta postal, puede que incluso sonría.

Rut

2

Carta sobre los encuentros y el abaratamiento de la moral

La tarde en la habitación era familiar e incomprensible como un perro con la cabeza apoyada en el regazo de su amo. Rut hojeaba poemas ajenos y se sorprendía de no haberlos escrito ella. Tristeza de ciudades lejanas había en los poemas, y, en ellos, el rostro del hombre centelleaba y pasaba de largo, pálido y alto, como las agujas de las torres que se ven por las ventanillas del tren. Se acordó de las ventanillas del tren. Escribió:

Berlín, 21.10.34

Hotel Bamberger Hof

Emmanuelino,

un viejo sentimiento: el tren se aproxima a Berlín y vuelvo a ser esa estudiante de quince años que va a toda prisa a su primera cita. Y, cuando el tren llega a la estación Schlesischer y galopa hacia la plaza Alexander y sé, lo sé a ciencia cierta, que de camino hacia el zoológico atravesará la alfombra verde del Tiergarten, e interpreto las miradas de los tejados que se agolpan a mi alrededor, no puedo dejar de pensar que se trata de esa misma ciudad cuyas calles tanto amaban mis pies. Un extraño sentimentalismo se apodera de mí: no suelo llorar movida por los sentimientos, pero creo que estoy llorando de emoción.

            Por la ventanilla del tren veo una noche que aún no ha estado aquí y pienso: la ciudad se encontrará conmigo en la estación del Zoo. Una vez ya fue a recibirme.

            Pero la ciudad no salió a mi encuentro. Había una luz mortecina de farolas centelleantes, algunos ferroviarios, raíles desnudos que querían abandonar la ciudad. Nadie me esperaba. Nadie esperaba a nadie. Sólo dos o tres se apearon. Al otro lado de las vías se detuvo el tren de cercanías, estaba casi tan vacío como el último tren de un lunes por la noche. Y el pequeño bufón que estaba montado sobre mi corazón y golpeaba con sus largas piernas las paredes de mi pecho exclamó burlándose: “Hay que decir un responso por esta ciudad”[2], aunque también había melancolía en esas palabras.

            En mi hotel sabían que iba a llegar. No me apetecía ir directamente a esa casa extraña. Dejé las maletas en la consigna. Fui andando. La pequeña y familiar distancia que separaba la estación y la calle Bamberger le venía bien a mis pies.

            Pero las calles me resultaban extrañas. Los grandes escaparates en penumbra, vacíos, parecían los ojos ciegos de una princesa de cuento. Sólo en uno de ellos, bajo un letrero donde ponía “Helados”, daba vueltas una cruz gamada roja y negra.

            Al dirigirme hacia la calle Tauentzien me asombró la oscuridad. O tal vez no fuera oscuridad. Es posible que fuera vacío. A esas horas, aunque no era muy tarde, me perseguía un poema de Kästner:

Nachts sind die Strassen so leer

Nur ganz mitunter

Markiert ein Auto Verkehr…

Estaba muy enfadada. Me compadecí del ricino que no cuidé. Que mis antepasados no plantaron.

            Antes te amaba, Berlín. Amaba la coquetería y la ornamentación de estas calles, las lúgubres miradas en Wedding, el brillo de los escaparates del KaDeWe, el olor a arenque en Alex, tu imagen abigarrada e incomprensible como el alma de un hombre cercano. Y ahora tengo ante mí una ciudad extraña y desconocida.

            El, es posible que dentro de unos años nos encontremos así. Mi tren se irá inflamando y alborozando a medida que se vaya acercando a ti. Y tú no estarás en la estación. Y, cuando me dirija a ti, encontraré una mirada con todos los botones abrochados y una mano fría tendiéndome tan solo un poco de rencor. ¿Ése serás tú?

En el KaDeWe aún estaban iluminados los escaparates, que grandes y desesperados miraban hacia la calle. Y, por alguna razón, el edificio parecía una prominente montaña en el ombligo de la ciudad. Por ese camino yo solía volver a casa. Del teatro, de visitar a unos amigos. Por la noche. Junto a los escaparates del centro comercial pululaban prostitutas relucientes, cubiertas de pieles, con botas que les llegaban hasta las rodillas. Rojas, amarillas, negras. Recuerdo lo atónita que se quedó mi mente de diecinueve años cuando me enteré de que el color de las botas era el distintivo de un determinado “tipo” de prostituta. Negras para los sádicos, amarillas para los masoquistas, rojas para los “normales”. Esa clasificación me perseguía como una humillación personal. Entonces había muchas cosas que no podía perdonar a los hombres. Ahora ya no me asombraría. Sin embargo, aunque te sorprenda, aún soy de ese tipo de personas que es capaz de desconcertarse y avergonzarse. Lo más íntimo de mi ser aún no se ha convertido en una fábrica de sonrisas escépticas ante cualquier desgracia. Por ejemplo esto: en el norte de la ciudad y en la plaza Nollendorf pasean jóvenes acicalados y bien ataviados en espera de algún cliente. Aún podrían escuchar un cuento de hadas sobre el cordero que se venga del lobo y creer que en el mundo hay corderos honestos y victoriosos. Podrían sentarse en un pupitre del colegio y leer el primer tratado sobre el anarquismo. O esto: en las sucias tabernas, en el este de la ciudad, niñas pequeñas lloran mientras sus amantes las golpean porque han sido “despedidas” durante la noche; beben cerveza y lloran, lloran y beben cerveza. ¿Qué es más terrible?

Aquí, en la esquina de la calle Tauentzien con Passauer, deambulaba siempre una joven rubia con una estola negra y unas botas rojas. Tenía unos diecisiete años, tal vez incluso dieciséis. En las noches frías y lluviosas se detenía aquí. Su rostro casi sin maquillar era muy alegre. El mío, al pasar delante de ella, estaba triste. Ella sonreía y me miraba con una especie de afecto inexplicable. A veces parecía que quería saludarme. Y yo no podía perdonarle que no me odiase. Me avergonzaba volver del teatro, haber pasado el día en la universidad, me avergonzaba que si alguien se atriese a acercarse a mí por esa calle oscura, yo pasaría delante de él con una expresión de desprecio mezclada con miedo, subiría a mi habitación aislada del mundo y me dormiría. Porque, unos años más tarde, ella iría al médico y escucharía con rencor la confirmación de todos sus temores; y al cabo de unos cuantos años más, sin haberse restablecido, ajada y fea, se detendría en la explanada Bellevue y sería “barata”, y el lugar de las botas rojas lo ocuparía una inmensa cartera de piel, y tal vez en algún banco estaría aumentando su cuenta corriente, pero ya no tendría necesidad de volver a Ernest o a Otto, por quien seguramente una vez había comenzado el “negocio”, porque Otto tendría dos hijos, una mujer chillona, experiencia como camarero y una carta de despido en el bolsillo, y tampoco tendría ganas ni energía para alquilar un piso pequeño y vivir en paz, sin gente extraña, sin hombres, según el plan idílico ideado por aquellos años, y no tendría a quién dejarle el dinero ahorrado en el banco, una cantidad que no sería nada despreciable (los vientos en la calle Tauentzien eran bastante favorables). ¿Y yo? Yo no tendría nunca una cuenta en el banco. Yo iría de suplicio en suplicio, de soledad en soledad, pero “mi ropa sería siempre blanca y no faltaría perfume en mi cabeza”.[3] Y sentí delante de ella esa vergüenza abrasadora de los diecinueve años. No te burles, El, eso pasó hace... Ahora me avergüenza avergonzarme.

Quise verla otra vez. Y enfrente de la casa brillaron unas botas rojas, pero el impermeable de otoño estaba ajado y encima había una cabeza avejentada y fea. La moral no había cambiado con el régimen nacionalsocialista, la moral se había abaratado.

La calle Bamberger estaba siempre vacía a esas horas, pero los escasos viandantes eran sociables y bromistas. Recuerdo que una tarde, cuando volvía a paso rápido a casa y mis zapatillas de deporte golpeaban la acera como si fuese un tambor, un viejo alemán me estuvo persiguiendo durante diez minutos sólo para decirme: Ohe! Sie jeh´n ja wie ein Drajo nner Frolln!

Y hoy caminan por aquí a desgana sombras solitarias.

Una puerta. Mi hotel. La casa no ha cambiado. La dueña del hotel es una judía de la Europa del Este. El hotel existe más o menos desde 1919 y, sorprendentemente, aún sigue en pie. Ha pasado por todas las penalidades de cada época, y aún existe. Cuando Berlín era el centro de la emigración rusa, vivió aquí Andrej Belyj. Envidiaba a los peces por la felicidad que les había otorgado el Creador en las profundidades del mar, cada día hablaba con devoción de su padre, el profesor Bugajew, aseguraba que de todos los bailes sólo la “Quadrille” tenía futuro y desapareció una mañana sin nubes, cuando nadie lo esperaba. En la época de la inflación nacieron y murieron aquí millones, billones, trillones. En la época del desempleo lloraron aquí, en sus habitaciones, los aprendices de barbero y las taquimecanógrafas porque los habían despedido de sus trabajos, y se fueron sin pagar el alquiler y se perdieron en la feria de esta ciudad de cuatro millones. Y ahora todos están asustados y pálidos, todos murmuran aquí: murmuran las mujeres mientras hacen una tortilla en la cocina, murmuran por el pasillo la dueña y la sirvienta, murmuran en las habitaciones los inquilinos. Todo da la impresión de una vivienda que conspira, que prepara las armas para la revolución, pero no es aquí donde nacerán las revoluciones.

La ventana de mi habitación da a la calle. Es tarde. Y yo, después de un día entero a la carrera por varios asuntos, estoy cansada y no quiero dormir. De cuando en cuando se detiene frente a mi ventana el tranvía. Sé que nadie se bajará aquí, que nadie se encaminará hacia mi habitación. Todos mis amigos se han marchado ya. Y, a pesar de todo, mañana tengo una cita con dos amantes de antaño (¡si fueras capaz de ponerte un poco celoso!), con dos que no cambian nunca, que en esta desconocida Berlín, entre cruces gamadas y camisas pardas, han conservado su querida y profunda independencia, el primero con una sonrisa fascinante y el segundo con un dolor que estremece los abismos del universo: el Retrato de un hombre joven de Botticelli y el San Sebastián de Ribera.

La calle se adormece frente a mi ventana.

Nachts sind die Strassen so leer…

Buenas noches, El. No me veas en tus sueños. No volveré a ti.

Rut.

3

Carta sobre algunos cafés y sobre E. T. A. Hoffmann

Un hombre y una mujer pasaron por delante de la casa. La mujer se rió y Rut reconoció su risa. Se estremeció. Comprendió: El. No vendrá esta noche. Y por la noche llovió a cántaros. No había nadie en casa. Como de un inmenso sótano subió hacia ella el frío de las horas. La cubrió con crueles icebergs de soledad. Toda la casa, desde los cimientos hasta el tejado, conocía su añoranza, y ella no quiso perdonárselo.

Berlín 23.10.34

Emmanuelino,

cuando cae la noche en esta ciudad, que se ha convertido en una extraña, pienso que estás “allí”, que has vuelto a casa del trabajo, te sientas en el sofá junto a una mujer joven que te parece muy bella y le dices todo lo que no me dijiste a mí.

Por eso no quiero pensar en ti.

Pero en la estación de mi habitación hay un reloj que me dice: ahora son las nueve en punto. Ahora él posa sus manos sobre los ojos de ella y le dice...

Por eso he ido sola a un café.

Y porque en el Romanische hay judíos que buscan sensaciones en la prensa extranjera, y porque el Lunte ya no existe, y porque los discípulos de Jesús, que se postraron ante la misteriosa imagen de Else Lasker-Schüler, abandonaron hace tiempo el templo del Café des Westens y encontraron su Monte de los Olivos en el Dôme y en la Coupole de París y en las iglesias de Praga, y porque el explorador que se sentaba en el café Josty murió antes de que yo naciera, y porque en la taberna Lutter & Wegner hay aristócratas nacionalsocialistas que pagan por una botella de vino de reserva una cantidad de dinero que mi cartera no ha visto jamás, por eso y por otros muchos “porque” me siento en el Quick, un café autoservicio donde nuestros hermanos judíos aún suelen entrar.

Debo confesar, en honor a la verdad, que aquí es agradable y placentero pensar en ti. Y, sólo para no hacerlo, pienso en los cafés antes mencionados, que están pasados de moda y han perdido su esplendor, y de los que me echaron todos los “porque” que he enumerado. La época floreciente del Josty y del Café des Westens pasó hace décadas. Pero el hecho de que el Lunte muriera, y no precisamente de una forma heroica, y de que el Romanische se haya convertido en un híbrido entre una sala de lectura y una fábrica de impotente amargura, me enfurece de verdad. Dicen que el Romanische era frecuentado por los leones del arte. Yo a los leones no los vi. Todos los interesados en la literatura hebrea tenían “una oportunidad única” de ver allí flequillos oscuros y revueltos de jóvenes escritores de cuarenta años o más que habían publicado una vez, en algún periódico, una estrofa de un poema que no había nacido o un capítulo de una novela que no había sido escrita. Una vez me encontré allí con la nuca de Bernhard Kellermann y, la noche de Año Nuevo, Alexander Granach rompió allí varios vasos. Cuentan también que uno de nuestros poetas judíos estuvo tentado allí (siguiendo la tradición de su tierra medio asiática) de hacer pedazos un billete de veinte marcos, pero ese billete era el último mohicano en su cartera y no tenía grandes esperanzas puestas en los derechos de autor, por tanto el billete volvió sano y salvo al bolsillo del poeta y el maravilloso espectáculo se interrumpió a la mitad. Pero, como he dicho, el resto de los días del año frecuentaban el local flequillos con estrofas de poemas y capítulos de novelas, y un viejo pintor adicto a la morfina, “el monstruo del café”, como le apodaban, se paseaba de arriba abajo entre las mesas y todos los “leones del arte” olvidaban la gloria y a los mecenas, tomaban café, jugaban al ajedrez, fumaban y chismorreaban.

El Lunte era el hermano pequeño del Romanische. Más joven y más romántico. Pero no se trataba del romanticismo de la flor azul, sino el de “la bandera del arte rojo”. Koepfe werden rollen! Allí la bohemia iba de los dieciocho a los treinta años y quería parecerse en todo a la bohemia legítima (es decir, sin ley ni orden). Además, era una bohemia roja, que recibía con silbidos a las mujeres engalanadas que dejaban sus espléndidos automóviles en la esquina y se acercaban allí a observar cómo pasaba las tardes el arte proletario. Si por la noche, cuando volvían a casa, los proletarios veían un espléndido automóvil en sueños, nadie podía decir que no fuera cierto.

La figura central era la dueña del café, una judía pequeña y desgreñada de Silesia, con energía, ideas y un vasto pasado de intrigas y avatares, desde la brigada del trabajo en Eretz Israel hasta la calle Eisleben en la bendita capital de Ashkenaz. La llamaban señora Lunte por el grueso cigarro que siempre tenía encendido entre los dientes. Sentía una especial simpatía o antipatía hacia sus clientes. A los que le resultaban simpáticos a menudo les daba de cenar aunque no tuvieran un céntimo en el bolsillo, pero a aquellos que no gozaban de su beneplácito jamás les servía la comida con sus propias manos. En los últimos tiempos, el rey del local era el camarero Lukas. Era un pardo que se había vuelto rojo (Lukas, ¿cómo te van las cosas ahora? ¿No habrá vuelto a girar la rueda?) y que tuteaba a todo el mundo, a mí me llamaba Grog-maedchen, porque había tomado grog dos veces, discutía con una joven fascista que fumaba siempre en pipa (¡las mujeres alemanas no fuman!) y, entre discusión y discusión, sus largas piernas caminaban con paso firme de un extremo a otro del café. El local era pequeño. En las paredes había dibujos satíricos algo atrevidos y, cuando una vez los “enemigos” rompieron el cristal de la única ventana del Lunte, lo pegaron con cinta adhesiva y no lo arreglaron, así resultaba más romántico y proletario.

De hecho, se podría expresar la diferencia entre esos dos cafés con palabras de Oscar Wilde, cuando dijo que la diferencia entre un pecador y un santo estriba en que el santo tiene pasado y el pecador futuro: los envejecidos clientes del Romanische no tenían pasado artístico y los jóvenes que frecuentaban el Lunte no tenían futuro.

“Pero, honorable señora”, me dirás, “usted frecuentaba los dos lugares, y podemos deducir...”.

Yo he frecuentado diversas estaciones, Emmanuelino, y me seguiré calentando un rato los pies en otras muchas, pero sólo cuando sea asidua de un café “bohemio” tan infecto como ése podrás burlarte a mi costa.

Y en esta estación, en el Quick, hace calor. Me siento al lado de la ventana y observo la tarde en la calle. Esta calle, que siempre ha tenido mucho movimiento, ahora está vacía. En calles vacías como éstas es agradable pasear en pareja. Caminar a tu lado y reír. Ya he visto a una mujer pasar riéndose contigo por una calle muda y sombría. Es por culpa del Quick por lo que sigo pensando en ti. Si estuviera ahora en la bodega Lutter & Wegner, seguramente estaría pensando en Ernst Theodor Amadeus Hoffmann.

Hay lugares que conservan para siempre el olor de la persona que los ama y es imposible no percibirlo. Hace unos años estuve en Wernigerode, esa variopinta ciudad que se encuentra en las montañas de Harz. Allí hay un pequeño café que era frecuentado por Wallenstein durante la guerra de los Treinta Años, seguramente para hacer publicidad del local cuando, cientos de años después, fueran allí los turistas. El olor de Wallenstein no me acompañó cuando estuve en ese café. No me importa quién se tomó una copa allí en la época de la guerra de los Treinta Años. Pero una mañana de invierno con mucha niebla, cuando esta ciudad cuadriculada llamada Berlín se atrevió de pronto a soñar que era Londres o Petersburgo, me encaminé por una de sus tortuosas calles, que recuerdan en algo a las de las ciudades de Rin, hacia el Spree, hacia el museo. De repente me detuvo la inscripción de una de las casas: “Aquí vivió desde el año... hasta el año... Gottfried Keller”. Aparentemente no era nada raro, ¿por qué no iba a vivir Gottfried Keller en una de las calles de Berlín, en una casa amarilla y nada bonita? Pero me sorprendió, y un extraño regocijo me acompañó durante todo el día. Tampoco puedo pasar con indiferencia junto al Lutter & Wegner: no he estado allí ni una sola vez, pero sé que antaño era frecuentado por E.T.A. Hoffmann, un pequeño funcionario de Königsberg, la ciudad prusiana, el Moshé Hayyim Luzzatto de las riberas del Pregel.

Es posible que fuera allí en compañía de estudiantes irresponsables y libertinos, igual que aparecía en la ópera de Offenbach. Es posible que entre ellos estuviese Anselmus, el estudioso desgraciado e incapacitado para el amor, pero yo siempre veo a Hoffmann con el gato negro Murr, acompañado del músico loco Kreisler, mientras delante de él, encima de uno de los toneles, la pequeña princesa Brambilla baila una danza del carnaval veneciano en el aguafuerte de Jacques Callots.      

Me gusta Hoffmann. Sus monstruos (incluso cuando son la reencarnación de Chamisso) me resultan comprensibles. De hecho todos somos Peter Schlemihl o su contrario: o no tenemos sombra o la sombra es demasiado grande. De cualquier modo, tú tienes al menos dos sombras, y una de ellas soy yo. Pero ¡no interpretemos a Hoffmann!

Como dijo ese niño de seis años al que la escritora Barto citó en el congreso de escritores de Moscú: “Hay que escribir así: o absolutamente verídico o absolutamente raro”. Al parecer, Hoffmann conocía esta sencilla fórmula. Él escribía “absolutamente raro”, pero sus lectores adultos no sabían que era “absolutamente verídico” y no les gustaba. Él lo sabía. La guerra de la fantasía creativa contra la verdad imitativa la describió en La princesa Brambilla. Pero fue leído y entendido... por los franceses.

¿Qué haría Hoffmann esta tarde en Berlín? Seguro que no tendría suficiente dinero para ir al Lutter & Wegner, una taberna que hicieron famosa Hoffmann y el judío Heine. Seguro que tampoco querría ir al Wilhelmshallen, a la sombra de los uniformes pardos. Tampoco los periódicos del Romanische le atraerían. Seguro que vendría aquí, al humilde Quick, tomaría asiento junto a la ventana, observaría la tarde en la calle y pensaría en todo lo que no hay que pensar, igual que yo.

Rut

 

Traducción del hebreo de Raquel García Lozano

(Fragmento del libro Cartas desde un viaje imaginario, de Lea Golberg, editado por Pre-Textos)

NOTICIA DE LEA GOLDBERG.- La obra de Lea Goldberg (1911-1970) está aún por descubrir en Alemania. Nacida en 1911 en Königsberg, criada en Kowno, Lea Goldberg emigró tras sus estudios en Kowno, Berlín y Bonn, en 1935, a la Palestina de entonces. Resalta como una de las más significativas poetas de habla hebrea. Se hizo famosa también como autora de libros infantiles, como traductora de obras de la literatura mundial al hebreo y como crítica literaria. En 1952 fundó el Departamento de Literatura Comparada en la Universidad Hebrea de Jerusalén, donde ejerció como docente hasta su muerte.

La obra de la que hemos seleccionado un fragmento, Cartas desde un viaje imaginario, es su primera novela traducida al castellano.  En ella se nos narra las peripecias de una joven mujer, Rut, que en otoño de 1934 huye de un amor desdichado. Desde Berlín, Colonia, Bruselas, Brujas, Ostende, París y Marsella escribirá a Emmanuel, el hombre al que ama más que él a ella. Sin embargo, sólo viajará a dichas ciudades con la fantasía. Las cartas de esta novela epistolar se convierten así en misivas de un viaje imaginario. Cada estación estará presente como lugar real y espiritual: observaciones del Berlín nazi entremezcladas, por ejemplo, con pensamientos acerca de la literatura, el arte y otras muchas cosas. La personal historia de amor se entrelaza con agudas descripciones de la Europa de mediados de los años treinta, del otoño previo a la gran catástrofe europea. Así pues, el amor desdichado descrito en estas cartas no es más que la metáfora de la despedida. La certeza de la necesaria despedida de muchos judíos a su cultura europea atraviesa esta novela poética, inteligente y melancólica, publicada por primera vez en 1937, poco después de la emigración de Lea Goldberg a la Palestina de aquella época.



[1] ***No he podido encontrar esta obra. El título, por tanto, está traducido directamente del hebreo.***

[2] **Literalmente: “Hay que decir por esta ciudad “Bendito sea el defensor de la verdad””. “Bendito sea el defensor de la verdad”, bendición que se dice ante una mala noticia, sobre todo por la muerte de alguien. He optado por una traducción que se comprenda en español. ¿Se entiende bien?***

[3] Cfr. Eclesiastés 9,8. Señalo las citas bíblicas, porque están entre comillas. Si se opta por no citarlas, creo que se deberían eliminar las comillas????????

Escrito en Lecturas Turia por Lea Goldberg

El día se hace lento...

28 de junio de 2013 12:42:51 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

El día se hace lento en las acacias, impregna de quietud este paréntesis donde soy uno y nada con la sombra, abrazo que se ovilla en negación. Me descubro sin palabras para ti. Inscrito en formas fijas que ondean con madura luz ante mis ojos, el presente me aparta de mi vida, convierte en extrañeza lo que siento. Practico un ejercicio de distancias. Oír pasar los coches, ver el cielo entre nubes que acuerdan parpadeos, como si lo irreal de su insistencia hiciera dilatarse el tiempo. Todo sucede lejos pero en mí, llevado por los ritmos de una hipnosis. Soy su reflejo, el eco que perdura en la sangre y arrastra en aluvión sus tercas impurezas. Todo se vierte en mí, todo fluye y fermenta hasta la opacidad. Carezco de palabras dignas de tu paciencia. Revuelan en mi boca como aves aturdidas, inquietas por la inmediatez de un cielo demasiado cargado. El gris del horizonte no presagia tormenta, sólo el turbio quejido de la inmovilidad. ¿Sabrás sobreponerte a su llamada, o insistirás en tu deriva como un barco fantasma? De espaldas a la tarde, miro la estantería, su abanico de objetos sordomudos, la fiel precariedad de la materia y su temblor sin asideros. Hay fotos enmarcadas y tallas de madera, y postales vulgares que alumbran, por contraste, la masa oscura de los libros, igual que maniquíes en un escaparate. Su estar ahí me reta, me deja en la evidencia de ser tan sólo aliento, impulsos arbitrarios como el cielo, un hábito de sangre. Crisol de soledades, el presente me expulsa de sí tras engendrarme, y a tientas palpo el suelo de la interrogación. No sé con qué palabras alcanzarte. Soy el lugar donde la vida me reduce.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

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