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Lejana presencia

23 de julio de 2014 14:25:13 CEST

 

Con unas tibias manos me guardas del invierno

y sin embargo sufro de frío por tu causa.

Sé que estás a mi lado, pero nunca presente:

vives en los recuerdos de las cosas amables.

 

Fueron tus ojos dulces lagos de madrugada,

¿dónde sus calmas aguas resplandecieron ahora?,

¿desde dónde tu voz lejana hasta mí llega

para mantener fresca la flor de la nostalgia?

 

¿O es que acaso no existes y yo te reconstruyo

para poner defensas a la muerte que evito?

No es posible que seas sólo ausencia y silencio,

si mi mano nocturna te alcanzó tantas veces.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Bejarano

Cómo habitar la tierra

23 de julio de 2014 14:04:53 CEST

 

1

 

The end of think/ The beginning of know

es el nuevo evangelio de las multinacionales

grabado en las pantallas por Thomson Reuters.

No habrá más pensamiento: sólo knowledge to act,

soluciones rentables para problemas sencillos,

clientes que con aplomo comprarán hot dogs o humanismo,

valores susceptibles de cotizar en Bolsa.

The end of think, la nueva máquina

disuelve grumos utópicos y suaviza los callos del cerebro.

Engrasamos los circuitos de la servidumbre,

revisamos engranajes maximizadores,

bruñimos el sagrario de la eficiencia. La “sociedad del conocimiento”

va apagando, una a una, las luces con que se conectaban oscuridad y lumbre

en ventanas abiertas: ese atraso

 

2

 

Sueñan

con extraer la última gota de petróleo del Ártico

y capturar el último atún en un rincón del Índico

y ágilmente repatriar después su capital

a una luna de Júpiter

 

Su sueño

destruye

nuestro mundo

 

3

 

Cómo habitar la Tierra

era nuestro problema cuando hace 35.000 años

nos inclinábamos tratando de adivinar

las formas animales que la luz de la antorcha

convocaba poderosas sobre la pared de piedra

 

Cómo habitar la Tierra

sigue siendo nuestro problema hoy cuando convocamos

el altar de las apariciones en las páginas

de un libro de poemas o de física teórica

bajo la fría luz de la bombilla

alimentada en una quinta parte –watio más watio menos—

con electricidad nuclear

 

Tiempos tan largos y saber tan menguado

para habitar la Tierra

 

4

 

El cofrecillo de Marco Aurelio:

no sufre daño al ser ensamblado

ni tampoco al ser desensamblado

 

El cofrecillo de Rilke:

contiene un precioso secreto

y aunque uno mismo no lo conozca

sí que es capaz de transmitirlo

 

Cofrecitos

escriños

cajitas de tesoros:

 

y no es el menor de ellos

alguna caja vacía

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jorge Riechmann

La vida no se termina soplando velas

22 de julio de 2014 14:10:06 CEST

A pesar de haber sido rechazado el manuscrito cinco veces por distintas editoriales, alguien apostó por él y hoy El abuelo que saltó por la ventana y se largó es ya una historia que se llevará al cine, dirigida por el actor y cineasta sueco Felix Herngren. Así es como Jonas Jonasson -tras una larga carrera como periodista y consultor para televisión- decidió darle un giro a su vida y hacer lo que de verdad quería hacer: escribir una novela.

Muchas son las sorpresas que nos da Jonasson en esta novela, pero la más impactante es la fuerza y la capacidad de decisión que muestra Allan Karlson, su protagonista, tanto a  los veinte años como a los cien, él siempre fue así. De joven lo tenían por tarado, incluso pasó una temporada hospitalizado y medicado, pero cuando reconquistó la libertad se dijo: “aquí estoy yo, os vais a enterar”. Sin escrúpulos, sin melindros, sin miramientos, Allan, de profesión dinamitero, arrasa por donde pasa, incluso en la casa del lector o la lectora.

Este personaje centenario es el eje central y el verdadero regalo de una historia extremadamente audaz e ingeniosa, capaz de aturdir a más de un lector. Allan es un hombre de un maravilloso sentido común, un anciano sin prejuicios que no está dispuesto a renunciar al placer de vivir, cueste lo que cueste. Quizá por ello el autor, Jonas Jonasson (Växsjö, 1962), no se casa con nadie, no juzga moralmente a sus personajes, al menos a los protagonistas, sino que los expone ante el mundo y el lector, para que ambos decidan y valoren.

Comenta el autor que la novela surgió entre una veintena de historias con un tono humorístico y satírico alrededor de la incomunicación entre los humanos. Hoy, con casi dos millones de ejemplares vendidos -de los cuales más de un millón en Suecia, donde fue Libro del Año y Premio de los Libreros y su gran éxito en otros países- podríamos decir que no son garantía para un lector exigente, sin embargo, en este caso el éxito del libro no es exagerado porque entre otras, tiene la virtud de hacernos reír ante la estupidez y la idiotez del mundo y de las personas.

¿Y de dónde semejante éxito? Pues quizá porque no es una obra densa, con descripciones sublimes, ni momentos poéticos, sino más bien una novela de acción y reacción, de pocos adjetivos y muchos verbos, de diálogos breves e incisivos, una road novel, una obra que se lee suavemente, si no te cuestionas ninguna de las barbaridades y excentricidades que estás leyendo. Sus oportunos toques de humor y el desprecio hacia la vida humana en momentos puntuales son fascinantes, al margen de prejuicios y juicios, tanto como la camaradería y la complicidad entre los miembros del grupo que acaba aunando la figura de Karlsson. Unos personajes estrambóticos que dan conexión a la historia.

El abuelo que saltó por la ventana y se largó  es  un thriller al borde de la muerte con dos historias paralelas. De un lado, la de hoy, la que tiene en vilo al país y a los medios de comunicación, la insólita e increíble historia de Karlsson huyendo por la ventana y liándola gordísima, y de otro, la vida de Karlsson vista en retrospectiva a través de "las miserias de la humanidad" del siglo XX.

Si el título y la portada son, cuando menos, curiosos y surrealistas, no menos estrambótica es la historia de su protagonista, Allan Karlsson, un anciano que el día de su 100 cumpleaños decide escapar de una vida que no va con él y se ve envuelto en mil aventuras, siempre guiado por un despierto sentido común y un escaso temor a la muerte y al crimen. A partir de aquí se van sucediendo una serie de rocambolescas situaciones que nos llevan a conocer a fondo al personaje. Un hombre que toma las cosas tal como se le presentan. El azar, admite el autor, resulta vital en esta novela fluvial en la que Karlsson -además de encontrar en un lío tremendo- tropieza con personajes históricos como Franco, Truman, Churchill, Stalin, Mao Zedong o De Gaulle, tratados desde el histrionismo.

Trepidante relato directo, sin ambages, El abuelo que saltó por la ventana y se largó se construye sobre una rocambolesca huida con robos, muertes, equívocos por doquier y mucho sentido del humor que en 400 páginas trata de las mentiras, del bien, de la soledad y del poco interés por la política y por lo humano. Una mezcla que deja al final cierto amargor porque quizá, como dice el autor,una de las contradicciones de amar a Allan Karlsson, nuestro héroe, es que es un idiota político, una máquina de matar, un hombre sin moral, no es un hombre común. Dejo que sea el lector el que decida si es bueno o malo. No creo que sea una buena persona”.

De hecho, Karlsson es aquel individuo ignorante que parece ser ciertamente el único que sabe disfrutar de la vida con un optimismo innato y encontrar razones para vivir, incluso a los cien años. Es un personaje con entidad propia y de verdad que cuando se escapa del pueblo en un autobús de destino incierto, con una maleta con 50 millones de coronas robada casi por accidente, no imaginamos la riqueza de la historia que nos espera. Y sin embargo, voilà.

Una historia que revisa también aspectos turbios para la memoria colectiva de Suecia, como las castraciones selectivas, lejos. Un aspecto que muchos suecos de hoy no conocen, pero que no fue nada raro en su momento, fruto de un contexto racista. Historias vergonzosas que sucedieron desde la década de los cuarenta hasta la de los ochenta, y que ahora, “una vez conocidas y tras que el Parlamento se haya disculpado con esas personas maltratadas, es el momento de contar la verdad”, considera Jonasson.

El abuelo que saltó por la ventana y se largó es sobre todo un viaje surrealista y un ejercicio de invención admirable. Su argumento, perfectamente hilado, en el que no se escapa detalle a pesar de su complejidad, sorprende constantemente con giros inesperados que dejan al desnudo la estupidez humana, que nos demuestran que las ideas absolutas conllevan miseria y destrucción y que algunas sociedades no aprenden de sus errores. Giros que nos descubren también que la risa es un arma infalible y que está al alcance de todos.

 

Jonas Jonasson, El abuelo que saltó por la ventana y se largó, traducción Sofía Pascual Pape, Barcelona, Salamandra, 2012.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lourdes Toledo

Mejor parecer que ser

22 de julio de 2014 14:06:54 CEST

“¿Cuál es el primer pensamiento que puede aflorar en la mente de un hombre castigado por no haber hecho trampas? ¡Hacerlas! Por supuesto.”

            Así como hay oficios que la historia ha arrinconado, cuando no hecho desaparecer por completo, también hay tipos humanos que no han sobrevivido al progreso, o que el progreso ha transformado, generalmente en su caricatura, y con frecuencia en algo peor. Son hombres producto de la época que les tocó vivir, generalmente en conflicto con ella, o, dicho con otras palabras, hombres que viven a contracorriente y ponen de manifiesto todas las contradicciones del mundo, hombres que dinamitan los lugares comunes más arraigados, y que la época tolera, e incluso mima, porque, en el fondo, son su mejor y más depurada expresión. El pícaro, el seductor, el dandy podrían ser sin duda algunos ejemplos. Hoy estarían, están, fuera de lugar. Algo ridículos y anacrónicos han perdido hace tiempo el espíritu que les caracterizaba y no conservan más que el envoltorio, el disfraz, la apariencia. No tienen alma.

            Y sin embargo, son precisamente esos hombres que no se adaptan a su época y viven al margen de ella, los que hacen que a la postre se produzcan cambios, quizás no tanto en la sociedad, por naturaleza perezosa y conservadora, pero sí en otros ámbitos que suponíamos, equivocadamente, sociales: la cultura, el arte, la ciencia… Sacha Guitry fue uno de esos hombres irrepetibles producto de una época. Y si se ha dicho con bastante fundamento que el siglo XX no empezó hasta después de la primera Guerra, Sacha Guitry fue sin duda uno de los primeros hombres del siglo XX, a quien, por su fecha de nacimiento, tocó convivir con hombres del XIX.

            De Memorias de un tramposo hay que decir ante todo dos cosas. Primero, que es un libro tremendamente divertido. Y segundo, que es un libro tremendamente serio. Y que es ambas cosas a la vez. O si lo prefieren, es divertido precisamente porque es serio, y serio precisamente porque es divertido. Quizás el secreto de esta combinación con pinta de paradoja, que tan buenos resultados da cuando, como es el caso, el autor tiene genio, resida en la franqueza. “Me pareció que una relación fiel de esta vida azarosa que he llevado durante más de treinta años podría distraer e informar a algunas personas a las que la franqueza aún divierte. Y por eso he escrito estas líneas.” La franqueza, no es necesario decirlo, no está reñida con la ficción. Es más, suele ser más fácil encontrar franqueza en una novela o un relato que en un texto autobiográfico.

            Aunque tampoco conviene confundir la franqueza con la autenticidad. La autenticidad es un concepto anacrónico. La autenticidad exige que la piedra sea piedra y el amor amor. Y el mundo de hoy funciona mejor con el cartón piedra y el amor flou (no confundir con el amor fou). Por eso, Sacha Guitry, al hablarnos de una ciudad como Montecarlo, paradigma entonces, y quizás todavía hoy, de la frivolidad a ultranza, le hace indirectamente un encendido elogio cuando escribe de ella: “Los colores allí son engañosos; los sentimientos, artificiales y las fortunas, ficticias.” Lo cual no quiere decir que nada es lo que parece, pues nadie se engaña al respecto. Y una fortuna ficticia te puede hacer más rico y poderoso que una fortuna real, por no hablar de los sentimientos. En definitiva, las cosas parecen lo que son, pero no son lo que parecen.

            Sacha Guitry era lo que parecía y parecía lo que era. Actor, prolífico autor dramático, guionista y director de sus propias películas, que también interpretaba él mismo,  amigo de Mirbeau (también lo sería de Monet con quien compartiría su afición por los jardines) fue un tipo inmensamente popular al que la crítica nunca trató bien, pero tampoco pudo evitar sus éxitos. Había nacido en San Petersburgo, un 21 de febrero de 1885, y murió en París el 24 de julio de 1957. Se casó cinco veces, y en Memorias de un tramposo, tal vez su obra más celebrada, escribió: “He frecuentado todos los medios y todos los mundos. La buena gente es escasa y las mujeres honestas, escasísimas.” Sobre las mujeres precisamente diría cosas imperdonables, pero también sobre los hombres, pues comprendió muy pronto que querer agradar a todo el mundo era un imperdonable error, y que quien gustaba a todos no gustaba en el fondo a nadie. Sacha Guitry se jactaba de conocer a los hombres. En esta aparentemente intrascendente novela dejó escrito: “Del mismo modo que puede uno convertirse en asesino sin tener alma de criminal, creo que se puede tener alma de asesino y no cometer crímenes.” También, añadimos nosotros, se puede ser castigado por un crimen que no se ha cometido, y, cosa más frecuente hoy día, salir indemne de uno que sí se ha cometido.

            Cuando a un hombre se le castiga por un pecado que no ha cometido, empieza a desconfiar de la justicia humana. Cuando ese hombre ve que los crímenes más flagrantes suelen quedar impunes, entonces empieza a desconfiar de la justicia divina. En un mundo en el que casi siempre resulta más convincente y seguro no parecer lo que se es o no ser lo que se parece, en un mundo que juzga a los hombres por las apariencias, mejor parecer que ser.

            Si quisiéramos extraer una moraleja de este regocijante relato, diríamos que la vida es como un juego – sí, no es una metáfora demasiado original, pero en cambio es bastante exacta – un juego en el que se puede hacer trampas durante un tiempo, como suelen hacer la mayoría de los jugadores, o dejar que el azar decida la suerte. Al final el resultado es el mismo: todos pierden, naturalmente. Sólo que unos lo hacen con dignidad y otros de una manera indigna. Tal vez alguien piense que no importa cómo se viva la vida si al final se va a perder. Y esa es la cuestión: importa precisamente porque se va a perder.

 

Sacha Guitry, Memorias de un tramposo, traducción de Laura Salas Rodríguez,

Cáceres, Periférica, 2012.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

Au pair

22 de julio de 2014 14:01:40 CEST

 

En el mes de julio de mis dieciocho años, tomé la decisión de ir a Londres a trabajar de au pair. El objetivo no era tanto aprender inglés como salir de casa y de España. Y también -aunque éste era un objetivo más solapado- alejarme de mi novio, que empezaba a agobiarme. Había sido un noviazgo prematuro -y por añadidura no premeditado-, me decía. Había alcanzado ese punto en el que, cuando llegaba hora de la cita, me daba una pereza horrible y al final acudía a ella con la vaga esperanza de que todo fuera como al principio o, al menos, que yo sintiera al verle, o en algún otro momento de la tarde -eran citas vespertinas-, un resto de aquella conmoción de los primeros días, cuando todo estaba por descubrir. ¡Qué misterioso me parecía Nacho! Antes de que se produjera el encuentro, lo veía de lejos y me preguntaba qué podría hacer para que se fijara en mí. Era uno de esos estudiantes que asistían siempre a las asambleas y que conspiraban por los pasillos en pequeños grupos, entre clase y clase. Se llamaba Nacho, lo supe en seguida. Su nombre lo conocía todo el mundo. Era un famoso conspirador. Incluso, se decía, tenía un nombre de guerra, Nicolás, ¿en irónico honor al último zar de Rusia?

Todo resultó muy fácil, como en una película francesa. Simplemente chocamos en el pasillo de la facultad, ¡plaf!, un cuerpo contra el otro. Luego nos quedamos mirándonos, sonriéndonos, detenidos en mitad del pasillo. Me miró  de arriba abajo, me dijo, innecesariamente, su nombre -el real, no el de guerra- y me preguntó cómo me llamaba yo. Y, nada más saberlo, lo pronunció y preguntó: ¿Tienes algo que hacer esta tarde?, ¿quieres venir conmigo al cine? Sí, así fue, fulminante, como yo había imaginado siempre.

Nacho seguía con sus misterios. Llevaba una torre de libros en la mano, o bajo el brazo, todos forrados -para que no se vieran los títulos ni quiénes eran sus autores, ya que se trataba de libros prohibidos, de Marx, Engels y gente así-, y carpetas de distintos colores. Era muy ordenado con sus papeles y le gustaba clasificarlo todo por colores, tamaños y tipos de letra. Escribía mucho, siempre estaba haciendo resúmenes de una cosa y otra, enviaba sus artículos a periódicos y revistas que se editaban fuera de España o en la clandestinidad. Pero todos esos misterios, poco a poco, me fueron pareciendo menos atrayentes. Cuando trataba de adoctrinarme, yo me aburría mortalmente. Aún seguía pareciéndome guapo, pero cada vez menos misterioso. El misterio estaba fuera, en lo que hacía. No dentro de él. He conocido después a algunas personas más que me han producido desilusiones así. Conforme te vas aproximando a ellas, se va diluyendo la atracción que ejercen sobre ti. Por eso, porque lo que te atraía de ellas estaba fuera. Nacho fue la primera de esas personas. Fue él quien me hizo pensar en esta clase de cosas. Los diferentes misterios, el largo camino desde el interior de uno mismo al exterior, a los otros, todo lo que puede pasar allí.

El tenía sus propios planes de verano, eso facilitó las cosas. Hubiera deseado cancelarlos cuando me conoció, pero sus compromisos eran sagrados. No se podía permitir ninguna debilidad, dada la reputación de hombre de palabra que tenía. Naturalmente, se trataba de planes misteriosos, viajes a lugares extraños, al Este de Europa, suponía yo.

Debió de ser en abril, un poco antes de semana santa, cuando conocí a Julie, una inglesa que estaba siguiendo unos cursos en la facultad de filosofía y letras y que buscaba a alguien que le diera clases de español. Vi el cartel en el tablón de anuncios de mi facultad, la llamé y me ofrecí como profesora. Lo curioso fue que, nada más conocernos, no se estableció entre nosotras la menor corriente de simpatía y, a pesar de lo cual, ninguna se echó para atrás. Fuimos muy voluntariosas. Sentía que a ella yo no le inspiraba curiosidad alguna, me miraba un poco por encima del hombro. ¿Qué razones tenía para hacerlo? Yo no veía ninguna, la verdad. Julie no era guapa. Era rubia y tenía la piel muy blanca, pero toda ella parecía como descolorida, desganada. Sí, creo que ésta es la palabra adecuada, la que la describe mejor, por dentro y por fuera. Julie emanaba una sensación de gran cansancio, gran desinterés por todo. Con toda evidencia,  yo  no  le  interesaba,  pero,  ¿quién  o  qué  interesaba  a  Julie? Bostezaba continuamente, incluso de desperazaba un poco. Pero me propuso que le diera clases de conversación y acepté. Me venía bien aquel dinero. Y, para ser sincera, había algo más. Julie, tan desganada, precisamente por su desgana, me intrigaba un poco. No me quería dar por vencida tan pronto. Había que probar, quizá se tratase de una persona interesante. Al fin y al cabo, era extranjera. Los extranjeros no son tan fáciles de captar. Puede a las dos nos pasara lo mismo, no acabábamos de congeniar, lo sabíamos. Pero nos esforzábamos, por lo que sea, a lo mejor sin una razón precisa, sólo por no replantearnos ese pequeño detalle de las clases. A la alumna no le gustaba mucho la profesora, a la profesora tampoco le gustaba demasiado la alumna, pero no se trataba de nada grave, no merecía darle más importancia de la que tenía.

Nos veíamos un día por semana en una cafetería de la calle Princesa. Tomábamos café y desplegábamos libros y cuadernos sobre la mesa. De vez en cuando, nos reíamos. Parecíamos dos amigas que han decidido realizar un tipo de intercambio. Si aquello era una clase, se trataba de algo informal, casi festivo.

Cuando se anunció el verano, Julie me preguntó si no querría ir con ella a Londres, donde vivían sus padres. Su hermana mayor, que tenía una casa en el campo, acababa de tener un niño y le había comentado a Julie que preguntara aquí y allá si a una estudiante española le interesaría ir a Inglaterra a trabajar de au pair. Era algo muy corriente. Estudiantes que trabajan en verano y, de paso, aprenden, o tratan de aprender, un idioma. Nunca se me hubiera ocurrido. Yo, que había pasado doce largos años en un colegio de monjas, no tenía en ese momento demasiada compulsión por el trabajo y el aprendizaje de idiomas. Era ahora cuando empezaba a ver que la vida tenía sus lados divertidos, y muchos. Pero cabía considerar esa oferta como parte de esa diversión. Como una aventura. Además, ¿qué planes tenía yo para el verano? Nacho se iba a su misterioso viaje, mis padres y mi hermana pequeña, como de costumbre, pasarían unos días a la orilla del mar. Probablemente, en algún pueblo del sur. Mi hermana mayor se había casado en el otoño, por lo que era su primer verano de casada y se iba a la casa que los padres de su marido tenían en algún lugar del País Vasco. La posibilidad de ir con mis padres, ya sin la compañía de mi hermana mayor, ni siquiera se me pasaba por la cabeza. Mi hermana pequeña era demasiado pequeña para hacer planes con ella. Un día entero con mis padres me parecía una pesadilla. No estábamos de acuerdo en nada. Indudablemente, tendría que planear algo, irme a algún lugar, con alguien, una amiga, un grupo de amigos.

Lo cierto era que no tenía dinero. Mis padres -más bien mi madre- me daban lo justo para coger el autobús. Poco más. Algunos domingos, no todos - probablemente, sólo cuando le había sobrado algo del fondo del presupuesto semanal-, mi madre me entregaba, de forma casi clandestina, un billete para que fuera al cine. Eso decía ella: “Para el cine”. Todas mis necesidades estaban cubiertas, es verdad. Desayunaba, comía y cenaba en casa. Algunas veces, incluso podía tomarme a media mañana un café en el bar de la facultad. O pagar los vinos del atardecer. Normalmente, era Nacho quien lo hacía. Pero de vez en cuando, le gustaba dejarse invitar. Sonreía, satisfecho, al ver las monedas en mi mano, listas para pasar a las del camarero, como si ese gesto fuera ya expresión de la igualdad por la que luchaba. Igualdad esencial entre hombres y mujeres. Nacho era un feminista convencido. Apoyado en la barra del bar, solía darme largos sermones.

Nacho conocía a Julie. Algunas veces se pasaba por la cafetería de la calle Princesa donde dábamos la clase y se sentaba un momento con nosotras. Julie le caía bien. Había entre Julie y Nacho una corriente de simpatía, justamente la que no existía entre ella y yo. Cuando le comenté a Nacho que Julie me había propuesto que fuera con ella a Inglaterra a pasar el verano, trabajando como au pair en la casa de campo de su hermana, dijo que era una idea excelente. Se mataban muchos pájaros de un tiro. Para empezar, resolvía mi verano, y yo  tenía, además, al oportunidad de asumir la condición de trabajadora que toda persona que se respetara a sí misma debía conocer. Por añadidura, aprendía algo de inglés. Y con Julie cerca. Una chica tan agradable. Tenía algo, era evidente. No era una chica del montón.

Del montón, eso era lo que Julie me parecía a mí. De un mal montón. El  montón de los que no nos entienden ni a quienes entendemos. Personas indiferenciadas, que se entienden perfectamente entre ellas y que a ti te miran con extrañeza, como si hubieran detectado, al primer golpe de vista, en virtud de no se sabe qué capacidades, una anomalía en tu forma de ser. Pero, en fin, la pasan un poco por alto. Son magnánimos, no hay por qué incidir en los defectos y debilidades de los otros. Nosotros, en cambio, puede que seamos un poco resentidos. Desde luego, yo, comparada con Julie, era una verdadera resentida. Julie, con toda su desgana encima -que se manifestaba, sobre todo, en sus frecuentes bostezos-, parecía contenta con su vida, incluso satisfecha. No creo que los bostezos se debieran a falta de sueño. Era así, bostezaba porque le gustaba mucho dormir y, ya despierta y fuera de la cama, seguía manteniendo dentro de sí una parte dormida. ¿Para qué despertarse?, lo que veía, somnolienta, ya le parecía bien. Yo no era así. Siempre me fijaba en mis  desventajas, no lo podía remediar.

No podía decirles a mis padres que me iba a Londres a trabajar de au pair. No lo hubieran entendido, les habría parecido algo deshonroso. Ellos querían que tuviera una carrera universitaria y me ganara la vida con ella. Un trabajo digno, propio de gente cultivada. Eso era lo que querían para mí, para las tres hermanas. Nos podíamos casar o no, teníamos que estar preparadas por si acaso. Esa era su moral. En aquel momento, no me llevaba bien con mis  padres -en la universidad estaba descubriendo un mundo que no cuadraba con el suyo y que me resultaba mucho más seductor-, pero tampoco quería darles un disgusto. Si discutía con ellos, la cosa acabaría en gritos y reproches. Les dije que Julie, mi alumna inglesa, me había invitado a pasar en verano con ella. Era muy rica, les dije. Además de la casa de Londres, tenía una en el campo. Era un plan estupendo, conocería algo de Inglaterra y me saldría muy barato, sólo me tenía que pagar el billete. Tren, ferry y tren, ésa era la combinación más económica. Bueno, si tienes tanta ilusión, dijo mi madre, de acuerdo, pero, ¿qué sabes de esa chica? Nos llevamos muy bien, le dije, mintiendo a medias. Nos llevábamos bien, sólo eso. El caso es que conseguí que mis padres me pagaran el viaje.

Un atardecer de finales de julio, me acompañaron a la estación. Se alegraron cuando me encontré con compañeros de la facultad. Eran de otro curso, sólo les conocía de vista. Mi madre habló con ellos y les pidió que cuidaran de mí. Que no viajara enteramente sola le alivió un poco. Mi madre, desde el andén, me dijo que me escribiría a casa de Julie. Que fuera muy educada, me recomendó, que dejara buena impresión en aquella desconocida familia inglesa. Mi hermana pequeña lloró y yo sentí dejarla sola con mis padres.(Fragmento de un libro en preparación)

Escrito en Lecturas Turia por Soledad Puértolas

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