Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 411 a 415 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Diario

14 de abril de 2014 08:54:21 CEST











Sábado 18 de enero

 

Hoy se cumple un año de la muerte de Javier.

Todo el mundo me dice que es poco tiempo aún. Pero yo sé que no es cuestión de tiempo.

Nunca me acostumbraré a su ausencia. Ni me resignaré. Sigo sintiendo rabia. Rabia contra el mundo entero.

Me he decidido a empezar el diario para ver si consigo aclararme un poco las ideas y tal vez aliviarme.

Yo continúo como si nada. Voy al trabajo, respiro y como. Parpadeo, sonrío, hablo... pero es como si me hubiera vuelto automática, como si funcionara con unos resortes, pling, pling, pling, y media vuelta, vuelta entera, reverencia, posición horizontal, lavarse la cara, los dientes, sonreír.

Pero todo me da lo mismo. Yo sé lo que quiero decir, lo que eso significa.

Hace falta tanto valor. Y yo no lo tengo. Ni lo quiero. Ni regalado. Para mí la muerte de Javier es haberme perdido a mí misma, y tener que ir como con los ojos en la mano para ver por dónde voy.


Lunes 20 de enero

 

Ayer no escribí. Me pasé el día en la cama. Con la luz apagada. Carlota me telefoneó par que fuéramos al cine y la mandé a paseo. Luego descolgué el teléfono.

Me pasé el domingo llorando. Y no me compadezco. Fue un descanso. Lo hago casi todos los domingos, como quien ve el partido, qué se yo. Los que lloran no tienen que dar pena. Llorar es desahogarse. Es como gritar, como pegar, como dar puntapiés o algo así. Como quitarse unos zapatos que nos están matando.

Esta tarde, al llegar de la oficina y abrir el buzón, he encontrado cinco folletos de propaganda y una carta de mi hijo. Escribe desde Italia. Que ha conocido a un grupo de artistas estupendos y va a compartir con ellos un estudio. Que va a trabajar en el mercado, descargando sacos...

Ya es mayorcito. Y sabe lo que hace. Se parece mucho a su padre.

No, no es que yo no me preocupe. Es que no soy sólo una madre. Ahora soy la viuda del padre de mi hijo. Y mi hijo es el hijo de un hombre muerto.

A pesar de que sé que Javier está enterrado, allí en el cementerio, colocado en una caja de pino y tras una capa de cemento en un nicho mínimo, no logro asociarlo con la palabra “muerto”.

Dicen que un año es aún poco tiempo.

Yo creo que es poco para estar vivo. Pero mucho para estar muerto. Da lo mismo llevar muerto un año que ciento.

Estoy enamorada de Javier. Y quiero que vuelva. Para qué andarme con rodeos.


Martes 21 de enero

 

Javier y yo hacíamos muy buena pareja.

El tenía un excelente sentido del humor. Y yo una fácil tendencia a la risa.

Nos tomábamos la vida con calma. Nos divertíamos mucho. En la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza... Las pasamos de todos los colores. En la alegría y en la tristeza... hasta que la muerte nos separó.

Resulta increíble.

Al final me decía:

- Estoy podrido, cariño. Siempre salen unas cuantas manzanas podridas en la cesta... Te ha tocado a ti.

Y me acariciaba la cabeza con una suavidad impropia de él, fruto de la debilidad, porque siempre había tocado todas las coas con energía, tanta, que parecía que iba a romperlas, pero no.

Le daba pena dejarme sola. Nuestro hijo empezaba a hacer su vida, y me conocía lo suficiente como para saber que no lo retendría a pesar de mi soledad.

Y no lo retenía, porque además nadie que no fuera Javier podía consolarme de nada.

 

Miércoles 22 de enero

 

Lo cierto es que he pensado varias veces en tomar una decisión de esas que se podrían llamar drásticas.

No creo en Dios, ni en otra vida, y por tanto no albergo esperanza alguna de reunirme con Javier.

Pero descansaría. No veo qué sentido puede tener mi vida así.

Hoy ha venido a verme mi madre.

Está desesperada. Dice que mi padre está preocupado por mí. Lo dice con una cara desencajada, cansada, demacrada por el insomnio y el miedo. (Cree que el día menos pensado, yo, zas, y se acabó. Punto y aparte).

Pero luego está esa cosa inconsciente, ese instinto de supervivencia o lo que sea, más allá de la razón, que me obliga a seguir aquí, así.

No es que espere que se solucione algo. Javier no puede volver, eso ya lo sé. Pero algo me dice que esperar es bueno. Y además está nuestro hijo.

 

Jueves 23 enero

 

Me estoy cansando de escribir el diario. De uno que escribía de pequeña también me cansé enseguida. Pero ahora es distinto. Ahora me canso de todo. Y además, tampoco me ayuda. Y no tengo nada que decir.

Cada día es lo mismo.

Ir, volver, andar, acostarse, respirar.

Y recordar.

Se puede recordar sin querer.

O se puede recordar en contra del olvido.

Cuando se recuerda en contra del olvido, recordar es un gran trabajo. Mi memoria lucha contra esa capa borrosa que parece niebla y que va cubriendo las imágenes de mis archivos. Cada vez me cuesta más alcanzar con nitidez momentos pasados. Rozarlos. Y lo de las fotos no me basta. Hay infinidad de gestos de Javier que nunca conseguí captar con la cámara. Y tantas cosas que...


23 de mayo

 

Abandoné el diario porque no me ayudaba.

Pero ahora debo recuperarlo porque necesito leer lo que me ha ocurrido. Una y otra vez. Para creerlo.

Esta tarde, al regresar de la oficina, como siempre, he abierto el buzón. No había propaganda. Ni cartas del banco. Ni carta de mi hijo.

Sólo un sobre ocre -yo ya conocía esos sobres-, un sobre ocre escrito con tinta negra, de pluma. Y era su letras, y de eso me di cuenta antes de cerrar el buzón de golpe.

No he cogido la carta.

No me atrevo.

Es de Javier.

Voy a volverme loca. Me va a dar algo. Tengo que pensar deprisa.

Y, sobre todo, dejar de llorar como si fuera idiota.

Tengo que pensar en algo.

 

***

 

He vuelto a bajar al buzón. Hace un momento. Para mirar la carta. Y he cogido la carta. Con mis propias manos. Y lo he comprobado. Es de Javier. No hay duda. La he vuelto a dejar allí. No puedo subirla a casa.

Si dejo que la locura entre en casa, me descubrirán. Dirán que me la he enviado yo misma, que delirio...

Tengo las manos húmedas. Los ojos irritados. Creo que hasta me ha subido un poco la fiebre.

¿Qué significa esto?

Voy a tomarme algunos calmantes. Necesito dormir. Mañana, tal vez, todo hay sido un sueño.

¿Y si alguien me roba la carta?

Debo abandonar ideas como ésa. Se me ocurren tantas...

Por suerte mi hijo sigue afuera. No sé siquiera cuando volverá.

Tal vez sí existe el otro mundo. Y a Javier le han dado otra oportunidad.

Eso es absurdo. Debe de tratarse de algún error. Debe tratarse de algún error: tiene que serlo.

Antes de tomarme las pastillas llamo a Carlota. Que mañana no iré a la oficina. Que me encuentro muy mal. No, que no necesito nada, que ya le llamaré al día siguiente para decirle cómo sigo. Bueno, si quiere que me llame ella.

Mis padres no vendrán hasta el sábado. Tengo tres días enteros. Cuatro noches. Algo se me ocurrirá.

 

24 de mayo

 

Me he traído el diario a la cama.

No me atrevo a levantarme. Si me levanto, tendré que bajar por la carta. Mientras siga en la cama, puedo engañarme.

Engañarme. Como si eso fuera posible, sabiendo todo lo que sé. Se sobre mí misma demasiado. Más incluso de lo que sabía Javier. Y no porque yo no me dejara conocer, sino porque no fui capaz de explicarme mejor de lo que lo hice.

A veces pasamos años junto a alguien. Un montón de tiempo, y de pronto ese alguien nos pregunta si nos gusta el chocolate, o qué clase de flor preferimos.

Absurdo.

Javier era muy detallista. Aunque he de reconocer que al final, supongo que por culpa de la enfermedad, equivocaba mis gustos, y yo disimulaba por no herirlo.

Incluso nuestro hijo se dio cuenta alguna vez. Sorprendido, comentaba:

- Pero, papá, ¡si a mamá jamás le ha gustado el marisco!

 

25 de mayo

 

Los días no pasan así como así. A veces cuesta trabajo.

Porque, por ejemplo, yo hoy no hago más que cerrar los ojos. Y quedarme en la cama. Esperando, como si de repente fuera a ser mañana.

Lo que ocurre es que tampoco mañana es una solución. Porque el buzón y la carta seguirán acechándome.

Y no puedo permanecer para siempre aquí, encerrada. Entre otras cosas porque vendrán a buscarme, y me llevarán lejos de la carta y lejos del buzón.

Voy a bajar.

Luego.

Y cogeré la carta. Me atreveré. Y si Javier en realidad no hubiera muerto, aquí lo esperaría.

 

26 de mayo

 

Aun sin vida ya, Javier era la única razón de mi existencia.

He estado viva por él, antes porque él estaba, y luego porque no estaba. Nunca por nada distinto a su ser.

Y, sin embargo, él había decidido abandonarme.

Probablemente la carta había equivocado su trayecto. Y había dado vueltas y más vueltas, manoseada por carteros y destinatarios que la devolvían, tanto tiempo como Javier llevaba ausente. Y más aún.

Y llegaba a mí cuanto el ya no vivía para desmentirlo.

De pronto, allí se veía a ese otro Javier que confundía mis gustos porque estaba más pendiente y seguro de los de otra mujer. Un hombre diferente al que yo había perdido.

Allí estaba la triste explicación a tantas demoras, a tantos médicos verosímiles hasta la muerte.

¿Cómo podía seguir llorando? ¿Por qué debía llorar ahora?

Javier había escrito una carta en la que anunciaba que me dejaba, que se iba con otra a un lugar lejano que ni siquiera mencionaba. Y la carta me llega ahora, más de un año después que él la escribiera. Y me comunica una decisión que yo ni siquiera sospechaba y que él, evidentemente, había tomado antes de saber que se moría.

A saber cuánto tiempo hacía que conocía a ésa.

Mi imaginación se dirige al día del entierro, pero mi memoria no consigue descubrir a ninguna mujer extraña que llamara mi atención.

Tal vez no se atrevió a ir.

Tal vez vaya a llevarle flores de vez en cuando. Siento que no tiene derecho.

Pero pienso que tal vez lo tiene todo.

Y de pronto un alivio desconocido va ganándome. Si ella tiene el derecho, soy yo quien ya lo perdió. Y si no hay derecho no hay deber.

Mis palabras me dan miedo.

Llevo un año llorando por un hombre que, al marcharse, ya no me amaba. Porque aunque no se fue como él quería, se fue. No con otra, sino solo, completamente solo, como todos a la hora de morir. De la mano del terror a desaparecer y a que el mundo siga andando sin nosotros y a ese vacía que mi padre siempre llama “el tobogán”.

Así es que no sé demasiado bien quién se me ha muerto. ¿A quién se la ha muerto Javier?

De estar vivo, estaría con la otra. Y yo sola, como hoy, como todos los días desde hace un año.

¿Y eso sería justo?

Cada muerto tiene su plañidera. Y de pronto me doy cuenta de que la de Javier no soy yo.

 

29 de mayo

 

He decidido telefonear a Carlota para decirle si podemos vernos cuando salga de la oficina. (Hoy tampoco he ido. Mañana ya me reincorporaré al trabajo).

Se ha sorprendido.

A la pregunta de adónde quería ir, le he contestado que a divertirnos un poco. Y entonces me dice que si es que ha pasado algo. Y yo le respondo que sí, que, aunque no lo entienda, Javier no pudo morir porque no existía, y que ya le explicaré.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Flavia Company

Mitologías

14 de abril de 2014 08:14:05 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

El día es como un cuadro de Tom Wesselmann,

revientan los colores

y por supuesto hay una mujer,

 

aunque no está desnuda,

el mar le cubre la mitad del cuerpo:

adorable centauro,

                              

te abandono,

me tumbo nuevamente en la toalla

y un sol

adolescente

hace crecer

la levadura de los sentimientos.

 

En la brisa

susurran

sirenas de la Atlántida.

 

Y aprendo a decir no:

el deseo es un cofre

con dos llaves.

 

 

                                                                      

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Josep M. Rodríguez

La visita (un recuerdo terrorífico)

10 de abril de 2014 08:46:57 CEST

     Mediodía. Pleno agosto. Estábamos jugando en la calle del pueblo cuando un niño bajó la cuesta en bicicleta con una noticia perturbadora: la niña de los Rius había muerto electrocutada. Sugirió que fuésemos todos a verla. No sé si por no dejarme sola o por no perdérselo, mi hermano me arrastró con el grupo rambla arriba. La casa de los Rius era la última, y estaba abierta. Ningún adulto nos prohibió la entrada. Al contrario, nos ofrecieron limonada y rosquillas y nos acompañaron hasta el centro del salón, donde estaba la niña muerta en su ataúd blanco, con su vestidito blanco, sus patucos blancos, su gorrito blanco de perlé, atado con un lazo bajo la barbilla. Sólo sus regordetes dedos ennegrecidos, chamuscados… Este debería ser mi primer recuerdo terrorífico, pero no lo es. ¿Por qué? ¿Por qué un suceso tan terrible no dejó en mi memoria un recuerdo terrible? Porque sólo tenía cinco años. Porque sólo veía un bebé rollizo con nariz de botón y hoyuelos por todas partes, como la mayoría de mis muñecas. Porque sólo pensaba en sacarla de aquella caja y ponerla en vertical para que abriera los ojos, en regañarla por mancharse los dedos para poder consolarla inmediatamente; aunque algo en la trágica atmósfera me decía estate quieta, y calladita, no es el momento adecuado.

     En cuestiones relacionadas con los misterios de la vida y de la muerte, la edad marca la diferencia. Y la misma inocencia que acepta con naturalidad lo más terrible, más adelante rechaza lo más natural con auténtico pavor; como sucedió unos años después de que el instinto, y quizá también la timidez, impidieran que le pusiera las manos encima a la niña electrocutada de los Rius, afortunadamente. En el mismo pueblo, a la misma hora del día y durante la misma estación del año. Mi primer recuerdo –ahora sí- realmente terrorífico.

 

     Mediodía. Pleno agosto. Estoy en la calle esperando a dos amigas para jugar a las casitas. Son gitanas. Y son hermanas, la mayor se llama Dolores y la menor Antonia. Dolores es muy flaca, tiene una trenza larga y negra y pelusilla en la comisura de los labios. Dice que será monja o azafata, pero a mí me cuesta imaginarla de cualquiera de las dos maneras. No soy capaz de imaginarme monjas ni azafatas con bigote y tan mal carácter. Tengo once años; aún creo que las monjitas son todas unas santas piadosas y todas las azafatas rubias y alegres. Dolores es muy creyente y muy seria, y no suele decir palabrotas pero, a veces, de repente, aprieta los labios y se le pone cara de malvada. Y entonces se santigua con la izquierda porque, además de tímida y mal pensada, Dolores es zurda. Antonia es vivaracha, de risa fácil, dice a todo que vale y no se enfada aunque vaya siempre en tercer lugar, como dice ella, o sea perdiendo. Será profesora, o se casará con un gitano y tendrá hijos. Nunca dice las dos cosas a la vez. Otras veces dice que no sabe lo que quiere. A mí me parece que lo que Antonia quiere, básicamente, es pasarlo bien. También tiene una trenza larga y negra, pero su bigote de pelusa no destaca tanto porque su piel es más aceitunada, y sus mejillas están más llenas. Parece más sana y fornida que su hermana mayor. Nadie diría que se llevan casi dos años.

     Estoy en la puerta de casa, esperando verlas bajar corriendo por la cuesta, tan parecidas y tan diferentes como las dos caras de una misma moneda -la cruz bruñida y sombría de Dolores, la cara amable y sonriente de Antonia. Me cuesta pensar en jugar con ellas por separado. Las horas se nos harían lentas y aburridas. Pero siempre vienen juntas y a todo correr, sujetándose las faldas con la mano. Y el tiempo se nos va volando.

     Antonia y Dolores tienen su propia manera de empezar el juego de las casitas. Hacen tareas que a mí no se me ocurrirían, como llenar un cubo y salpicar agua con la mano en la puerta de casa, o escupir sobre las cosas -ya sea un cacharro, un espejo o la cara de una muñeca-, y luego frotarlas enérgicamente. Para asombro mío, ambas parecen disfrutar quejándose, suspirando, poniendo los ojos en blanco, abusando de expresiones raras pero divertidas, como ¡Qué fatiga tengo! o ¡Que me da un parraque!, y de palabras tremendas como sacrificio, amargura, condena. Seguramente Antonia y Dolores reproducen en nuestra casita lo que llevan haciendo toda la mañana en su propia casa, de la que se ocupan, igual de hacendosas, mientras los padres y el hermano mayor están en el mercadillo. Después del zafarrancho de rigor, empieza la parte más creativa del juego. Cuando Dolores hace de padre despliega todas sus dotes de mando, normalmente ocultas en su discreta reserva; avisos de que, si lo de estudiar para azafata se le complica demasiado, será una gran monja. Antonia borda el papel de madre y el de profesora, aunque ella no se vea ejerciendo de ambas en el futuro, no sé por qué. En cuanto a mí, soy el comodín que hace las veces de hija mayor, de alumna o de vecina. Y así jugamos hasta la hora de comer. Entonces ellas dejan las cosas como las han encontrado, se despiden educadamente de mis padres y se recogen.

 

     Como Antonia y Dolores no llegan decido acercarme al mercadillo para ver si están ayudando a sus padres. Me llevo a la Nancy despeluchada en el cochecito, por si encontramos un rato para jugar.

     Pero tampoco están allí. 

     - Están en la casa y no pueden salir- me dice la madre.- Tienen la visita.

     - Ah- digo yo.

     - Y tú deberías irte también. Se está nublando y va a llover de un momento a otro.

     Me señala los nubarrones grises que vienen del cementerio. Parecen pintados a lápiz, recortados y enganchados sobre los cipreses. No los vi cuando elegí las sandalias de esparto y el cochecito sin toldo. Pero no importa, son preciosos. Me quedo un rato mirando y escuchando a la familia de mis amigas gitanas. Su tenderete exhibe toda clase de ropa interior y para la casa. Batas, mandiles, pijamas, medias, sostenes, toallas, sábanas, manteles. El padre maneja un palo muy largo en cuyo extremo hay unas bragas extendidas que agita al sorprendente grito de: ¡Las robamos de noche, las vendemos de día, más baratas que en la mercería! Es lo único que hace, llamar la atención, con la voz áspera y una colilla entre los labios. El hermano no hace nada, por lo menos aparentemente. Aunque tiene casi veinte años dicen que aún habla como un niño pequeño y a menudo tiene ataques epilépticos. Pero como es guapo y pacífico lo sientan ahí, y cuando las señoras se detienen a mirarlo, conmovidas por su belleza trágica, el padre agita las bragas en sus caras y la madre les vende la mercancía, piropeándolas y llamando a cada una por su nombre. Es tan bonita la madre como el hijo. Las mismas cejas salvajes juntándose en lo alto de la nariz, los mismos ojos negros y profundos. Siempre que la veo me viene a la mente la impresión que me causó la primera vez que la vi, sentada en la orilla del río, con la bata puesta y manguitos de niña ciñendo sus brazos morenos. Hasta las hijas se reían de ella con cariño. ¡Mira la gitana gorda y ridícula sentada con manguitos en un palmo de agua! Gorda sí, y gitana también. Pero de ridícula nada. Estaba magnífica.

    

     De vuelta a casa, empujando el cochecito, paso frente a la de mis amigas y las veo a las dos en su balcón, ambas muy mustias, con la mirada gacha y un turbante en la cabeza. Hay algo desolador en la composición de la imagen, pero no sé qué es. Tampoco sé interpretar los gestos que hacen cuando me ven. Parecen enfadadas la una con la otra, y las dos con el mundo. Subo, más que nada por curiosidad. Ahora sé qué había de extraño en el balcón, normalmente lleno de flores mimadas y felices. Las plantas están en el rellano, todas, las de exterior y las de interior. Mientras esquivo las macetas con el cochecito me reciben las dos en la puerta, paliduchas, descalzas y en camisón. Parecen dos princesas indias cautivas. 

      - No podemos salir- dice Dolores.

     - Ya lo sé- digo. Dolores me mira fijamente a los ojos, esperando que diga algo más. Antonia se mira los dedos de los pies y no dice nada. - Tenéis visita. Me lo ha dicho vuestra madre.

     - Y no podemos salir- insiste Dolores.

     - Ya-. Me fastidia que me repitan las cosas, aunque no las entienda del todo–. Si queréis, os subo unos helados.

     - Tampoco podemos comer helados.

     - Ah, ya. 

      Cuanto menos lo entiendo, más me fastidia. Antonia y Dolores no pueden salir porque tienen visita, raro pero vale, creo que puedo entenderlo. Pero ¿por qué no pueden comer helados? Como la curiosidad puede más que la reticencia a que me tomen por tonta, les hago finalmente la pregunta. Dolores mira a Antonia con una sonrisa enigmática. Antonia me mira a mí y niega con la cabeza, desaprobándome.

     - Cagona- dice Dolores. Y a mí se me escapa la risa.

     Al final, las dos se hacen a un lado para darnos paso al cochecito y a mí.

     La casa está fresca y todo brilla en la penumbra, los muebles, el suelo, los objetos, hasta la fruta que hay en una bandeja sobre la mesa, junto a los cuadernos escolares cerrados. Las persianas enrollables de madera están echadas. Hay un ventilador de pie que gira ruidosamente y en el aire un aroma desconocido para mí.

     - ¿A qué huele?

     - A lejía- responden las dos.

     - Ah, ya.

    Ah, ya. Reconozco el olor porque mi madre también es fan de la lejía. A falta de otras señales, asocio el olor misterioso a la misteriosa visita. Como ya tengo un poco de miedo, empiezo a contar tonterías. Que mi perro se ha comido una planta rara y está como borracho, con los ojos rojos y medio atontado. Que le he lavado el pelo a la Nancy con vinagre y huevo, como ellas me dijeron, y se lo he estropeado del todo. Se lo cuento de pie, todavía agarrada al cochecito. Pero las hermanas siguen tristes, avergonzadas, mudas. Cuando propongo el parchís para no molestar a la visita, Dolores se encoje de hombros y Antonia dice que vale, pero sin la chispa de costumbre. Está desconocida, y a Dolores se le nota en la cara que sabe por qué.

     Antes de empezar la partida nos comemos un paquete de rosquillas entre las tres. En apenas cuatro minutos y en silencio absoluto. Dolores y yo nos adelantamos enseguida en el tablero, pisándonos los talones la una a la otra, mientras Antonia se desespera porque no le sale el 5 necesario para sacar ficha. Y justo cuando Dolores tiene una a salvo en la casilla de salida de su ansiosa hermana, ¡va y a Antonia le salen dos 5 de golpe! Pero, pobre, es tan grande su ansia que prefiere arrancarse a por mí que zamparse a su hermana y contar 20.

     Intento decírselo con la mirada, pero no lo capta.

     - Esto no te lo esperabas, ¿eh?... ¡Corre, paya, corre!

     Por lo menos le ha vuelto el color a la cara. Y cuando Dolores se cachondea de su error, y de lo mala profesora que será, Antonia no se desanima y sigue adelante. Así pasamos el rato. Yo sigo esperando que la visita despierte y salga en cualquier momento, pero el miedo se ha disipado. Dolores parece impaciente, incómoda, se rasca la cabeza cada dos por tres y se queja constantemente.

     - Cómo pica…

    Las tres oímos las campanas de la iglesia. Yo cuento doce.

     - Las once- dice Antonia.

     - Menuda profesora…- se burla su hermana, rascándose dentro del turbante con un lápiz.

     Y, de repente, se levanta muy decidida.

     - ¿A dónde vas?- se alarma Antonia

     - Esto no hay quien lo aguante .Voy a hacerlo.

     - ¡Estás loca! ¡No lo hagas! ¡No puedes, con la visita no!

     Dolores estira la mano hacia el frutero y le lanza un albaricoque a la cabeza.

     - ¡Cagona!

      Y, con una mirada desafiante, nos da la espalda y camina hacia el baño muy segura de sí misma. Una vez allí, se encierra dando un portazo. Entonces Antonia se pone en pie, derriba su silla, cruza el salón melodramáticamente y se lanza boca abajo en el sofá, cubierto con una sábana blanca. Al verla correr desmadejada me doy cuenta del desarrollo desmedido de sus pechos. No me había fijado antes, siempre van vestidas de forma tan recatada.

     - Ay, ay…- se lamenta Antonia, pataleando y retorciéndose como si se estuviera muriendo de dolor de tripa. Cuando oye el estruendo del calentador en funcionamiento, arrecia en los quejídos. - ¡Ay, ay, que mi hermana está loca! ¡Que es una cabezona y se va a morir por cabezona!

     Yo no entiendo nada. ¿Qué va a hacer Dolores, la cabezona? ¿Por qué se va a morir? Ojalá que ahora mismo aparezca la visita y ponga fin a este dramón. Portazos, golpes, carreras, llantos. ¿Acaso no es suficiente para despertarla? Pues parece que no, porque allí sigue sin haber nadie más que dos hermanas gitanas -la mayor encerrada en el baño, en peligro de muerte, la menor lloriqueando de los nervios en el sofá, con sus grandes pechos-, y yo, aún sentada a la mesa y sin mover una pestaña, paralizada por el miedo.

      - ¿Pero qué está pasando aquí? – pregunto al fin, sin estar nada convencida de querer saberlo.

     Antonia se quita el cojín de la cara y me grita aterrorizada, fuera de sí.

     - ¡¡Que se va a lavar el pelo!!

      Yo cada vez entiendo menos, y cada vez tengo más miedo. Como no sé qué hacer, no hago nada. El mismo instinto, o la misma timidez, que me impidió sacar del féretro a la niña electrocutada de los Rius, y jugar con ella para consternación general, me dice que me esté quieta y no diga nada. Miro con compasión a Antonia, que llora a moco tendido. Hasta que Dolores abre la puerta con una expresión grave y serena.

     - Ya basta de alboroto- dice. Se ha quitado el turbante y lleva su trenza de siempre, con raya al medio-. Entrad las dos, por si me da un parraque.

     Antonia obedece. Se levanta y pasa por mi lado como Juana de Arco camino de la hoguera. Temblorosa, lívida, con el turbante torcido. Yo la sigo, fascinada por su dramatismo. En un arrebato inconsciente de protección maternal, he cogido a la Nancy y no tengo intención de soltarla pase lo que pase. En el baño, Dolores espera tranquila a que el débil chorro llene un barreño de agua caliente. Parece resignada a su destino, casi mística.

     - Te castigarán….- balbucea Antonia, muy congestionada.

     - No, si nadie se entera-. Dolores la mira a los ojos. Luego a mí-.Y nadie se entera, si nadie se chiva.

      Olvida un posible chivatazo por parte de la extraña visita. Cuando se lo recuerdo, todo su misticismo se transforma en una carajada siniestra. Empiezo a creer que se ha vuelto loca de verdad. Antonia se tapa los oídos y se deja resbalar por la pared hasta quedar sentada en el suelo.

      - ¿Qué he dicho?- me pregunto.

      - Verás, es que…- Dolores se santigua con la izquierda y baja el tono de voz-…es mejor no hablar mucho de la visita, ¿sabes? Es un tabú.

     - Ah, ya.

     No puedo evitarlo. Y tampoco me atrevo a pedir que me lo expliquen todo. Hasta donde sé, un tabú es algo de lo que no se habla, materia de escándalo. Pero la curiosidad es a veces más fuerte que el miedo y que la vergüenza. Me siento en la taza del váter, por si el parraque y la visita tabú resultan demasiada revelación para mí, y, con la Nancy encajada bajo la axila, admito mi ignorancia.

     -Vale, no lo entiendo. ¿Quién es? Decidme quién es.

     - Pareces tonta- dice Dolores, deshaciéndose la larga trenza con los dedos -. La visita es como una especie de enfermedad, y mientras dura es mejor no salir ni hablar con nadie.

     - ¿Por eso te has puesto así?- le pregunto a Antonia, que se suena con papel de váter ruidosamente, con la cara roja y contraída. - ¿Tanto duele?

     - ¡Se ha puesto así porque es una cagona!- se adelanta Dolores.- Doler no duele mucho, pero no te puedes lavar y pica que no veas… – Se me acerca. El olor desconocido está impregnado en su pelo-. También puede marchitar las flores, agriar el vino y la leche, nublar los cielos y empañar los espejos. 

     - Anda ya….

     Simulo incredulidad, pero en realidad estoy muy, muy impresionada. Una vez abierta la caja de los truenos, Antonia se anima:

     - También puede matar las abejas y hacer abortar a los animales- asegura con rotundidad.

     - Si, hombre…

     - Y si te bañas en la playa con la visita te siguen los tiburones, nuestra abuela siempre lo dice.

     - ¡Eso no me lo creo!- salto yo, aferrada a la primera y única evidencia real; no hay tiburones en el Mediterráneo.

     - ¡Que nos quedemos ciegas si no decimos la verdad!

     - No exageres tanto, Antonia – la reprime su hermana.

     Pero la maldición escupida de Antonia me ha dejado estupefacta, y por la boca abierta se me cuela el miedo hasta el fondo.

     - Lo que dice abuela- matiza Dolores- es que si te quedas embarazada cuando tienes la visita te salen bebés pelirrojos, viciosos y hasta leprosos…. 

     - ¡Madre mía!

      Aprieto la Nancy contra mi pecho. Me falta el aire. Atroces desgracias me pasan por la mente -plantas muertas, tiburones hambrientos, abortos deformes, bebés contagiados de epilepsia, de parraques, de lepra…¡Contagiados todos!

     Quisiera salir corriendo, pero las piernas no me responden.

     - No es contagiosa- dice Dolores, leyéndome el pensamiento.- Así que puedes quedarte tranquila. Pero no mucho ¿eh? No creas que te vas a librar. Muy pronto tendrás la visita tú también.

     Y, dicho esto, mete la cabeza en el barreño para espanto de Antonia y mío, que nos abrazamos con los ojos cerrados, ambas muy sugestionadas por lo que pueda pasar a partir de ahora. A los suspiros de alivio de Dolores pronto se suman los truenos de la tormenta que se avecina. Al abrir los ojos nos damos cuenta de que ya la tenemos encima nuestro, oscureciéndolo todo. Dolores, que también ha oído crujir el cielo sobre nuestras cabezas, se incorpora chorreando agua. Y en cuanto ve que el espejo se ha empañado cae redonda y se parte la ceja con el lavamanos. Brota la sangre maldita de Dolores, y un torrente de histerismo se precipita vertiginosamente, tanto que apenas retengo algunos destellos del caos. Aparecen por todas partes vecinos, familiares, adultos irritados que quieren tomar el mando y se dan órdenes los unos a los otros. Del baño al sofá y del sofá a la cama, la pobre Dolores es trasladada en alto mientras recobra y pierde el conocimiento alternativamente. En algún momento aparecen los padres, con sus carritos envueltos en plástico, y el hermano mayor sufre una crisis aguda. Antonia y yo gritamos y lloramos y estorbamos alrededor de las comitivas que vienen y van, vociferantes, pero nadie nos hace ningún caso. El espectáculo aterrador termina para mí cuando alguien se apiada, me pone una bolsa de plástico en la cabeza y me envía a casa bajo una lluvia torrencial. Corro por las calles tanto como puedo, con las pesadas sandalias de esparto y sin soltar a la Nancy. Pero, por mucho que corra, sé que no voy a librarme. Muy pronto recibiré la visita.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Berta Marsé

Brines ante el espejo

9 de abril de 2014 08:18:11 CEST

            Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) es autor de una de las más delicadas y sólidas obras poéticas de la Generación de los cincuenta; y uno de los poetas más influyentes del panorama actual de nuestras letras. Heredero de una estirpe privilegiada en la que habría que incluir, partiendo de Juan Ramón, a Cernuda o Juan Gil Albert, por poner sólo ejemplos señeros, ha ido escribiendo con cuidadosa y dedicada lentitud un corpus poético extremadamente coherente, orgánico y unitario. Lo publicó, completo hasta hoy, en 1997 con el título de Ensayo de una despedida. La antología que ahora escoge y prologa el también poeta Dionisio Cañas con el título de Todos los rostros del pasado puede leerse, pues, como una primera cata en ese océano profundo e irisado de una obra vasta y honda, siempre dispuesta a sorprender a cada nuevo lector; a cada nueva lectura.

            Cañas ha confeccionado una antología centrada, según su prólogo, en la figura autoral; en el “yo lírico” protagonista de la poesía de Brines. Una opción que incide particularmente en “esa centralidad existencial que vertebra gran parte de la obra del autor.” Quedan fuera de la selección todos los poemas satíricos (a los que César Simón dedicó un memorable artículo) y los construidos mediante la técnica del monólogo dramático; y están poco representados los eróticos, los amicales, los más directamente oníricos. Todo ello hace de esta antología un territorio perfectamente acotado, por más que en muchas ocasiones se echen de menos muchos temas y motivos tan caros al autor como a sus lectores. Con todo, no tiene Brines un solo poema que desmerezca del resto de su obra, y ese rigor extremo lo agradecerá cualquier antólogo con la certeza de no estarse nunca equivocando mucho. La selección de Cañas cumple con creces su propósito de actuar como pórtico a la obra toda del poeta, con lo que sería difícil ponerle más pegas que la de echar de menos tantos poemas descartados para reconocer a continuación que no sobra ninguno de los que están.

            “Creo que el conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía.” Estas palabras de Brines, publicadas en 1984, han concitado tal unanimidad que no hay hoy crítico en activo que se atreva no ya a discutirlas, sino siquiera a obviar para su autor la etiqueta de “poeta elegíaco”. Pero una vez aceptado el marchamo, y conscientes de su escasa concreción, se hace necesario ahondar en la lectura e ir anotando algunos matices que perfilan el dibujo de un poeta tan elegíaco como epicúreo; y que ha sabido intuir tantas veces (y en su poesía toda, tomada en conjunto) que detrás de la pérdida se oculta la pulsión del renacer.

            En la existencia humana, tal y como creo que la entiende Brines, parece haber dos momentos muy definidos: el tiempo de la vida y el tiempo del poema. Ambos aparecen como perfectamente delimitados, si bien no son en absoluto estancos: el primero engloba al segundo y éste, el del poema, es una transfiguración meditativa del primordial. Pero hay algo del tiempo de la vida que, en el del poema, parece estar no “in pectore” sino más bien, por seguir con las fórmulas jurídicas, siendo juzgado en rebeldía. De esa ausencia de lo que podríamos llamar crestas de plenitud vital parece surgir la necesidad del poema; y del temor existencial de no recobrarlas (o de la certeza de la imposibilidad de hacerlo) nace el tono elegíaco, pero también hímnico y celebrativo, de su poesía: una lírica que celebra “in absentia” lo que, de estar presente, impediría al poeta sentarse a escribir. Así, los tonos de la elegía y el himno se entrelazan con asombrosa promiscuidad, haciendo de Brines un hedonista trágico capaz de cerrar uno de sus poemas más angustiados —“Isla de piedras”: “terriblemente han de venir / todas las horas del dolor” (...) “mis pies pisan el mundo desolados.”—, un poema cargado de semas de oscuridad y podredumbre, en el que la desolación del paisaje se transmite al cuerpo mismo del poeta, con un último verso de amor incondicional a la vida: “porque nunca se acaba el olor de las rosas” (p. 63)

            El contraste insistente y sostenido entre la finitud de lo vivo y el canto gozoso de sus inagotables fuentes de belleza y alegría; el combate entre fauce y caricia de la existencia humana es el hilo conductor de esta extensa meditación en que se resuelve la poesía de Francisco Brines. Una antítesis rica en matices y estadios intermedios (no en vano las horas más familiares a esta poesía son las del crepúsculo) que, como si se tratase de dos tonos musicales, tiene una traducción precisa y reveladora en los tiempos verbales empleados: los pretéritos, los tiempos de aspecto terminativo (el pretérito perfecto simple y las formas compuestas), como el tono menor en la música, son sombríos, doloridos, y se recrean en la pérdida y en la imposibilidad de no aceptarla. Contrastando con ellos, el presente y los otros tiempos simples, solares, llenos de amplia luz, de amor y de placer, son los empleados en ese espléndido y vital canto al mundo natural y a la vida de los hombres que es, en tantos momentos, la poesía de Francisco Brines. Esto que digo puede observarse con viva nitidez, entre otros poemas, en “Museo de la Academia” (p. 49) o “Versos épicos” (p. 54), escritos en un glorioso presente sostenido, que el poeta resuelve en himno: “Yo canto la pureza”, concluye.

            De toda la obra de Brines, el libro más y mejor representado aquí es, sin duda, Palabras a la oscuridad: un título capital para varias generaciones de poetas. En él se construyen ante los ojos del lector, en poemas de una exquisitez desconcertante, el mundo y la voz definitivos del autor. El libro entero es un progresivo desvelamiento del destino individual de un hombre joven, trasunto del poeta: la revelación de ese destino, su aceptación y comunión con él están admirablemente evocados en versos de factura clásica que anunciaban, en 1966, mucho de lo que ha venido después. Creo que aún no se ha señalado suficientemente la importancia que tuvo ese libro en la naciente red de poéticas que acabó por desembocar en los cauces y caudales novísimos y postnovísimos: el cosmopolitismo, la voluntad introspectiva, la renuncia al temario de la poesía social, el culturalismo sin impostas, el dedo puesto en la llaga de la experiencia humana, la huella cernudiana... Todo ello aparecía ya, majestuoso, impregnando de emoción dolorida unos versos imperecederos cuyo fluir reposado nunca atenúa la innovadora radicalidad de la propuesta. Su honestidad, su naturalidad, su cercanía son aún más sorprendentes cuando se repara en la fecha de publicación: esos poemas supieron poner luz mediterránea, pagana y libre en el mundo hostil, pacato y servilón del desarrollismo. Fueron un soplo intenso de aire fresco en medio de la grisura y la ñoñez de la época.

            En su siguiente entrega, Aún no (1971), la expresión de la fugacidad y muerte de lo vivo, ahora más íntimamente ligada a la experiencia amorosa, se decanta, se despoja y va quedando enteca, puro concepto, verdad palmaria y triste. Desde su propio título, a caballo entre la petición angustiada y la constatación teñida de sorpresa, el libro es a la vez una disección de ese dolor de finitud y un débil lenitivo, forjado en la contemplación de las últimas luces. En varios poemas del libro aparece el desdoblamiento del poeta en protagonista y narrador; en actante y observador, que se trasmuta a menudo y salta las fronteras temporales para lograr con su desmantelamiento un sucedáneo, una ilusión de eternidad. Así sucede, por ejemplo, en “El triunfo del amor” (p. 103): uno de los escasos poemas de tema helenístico recogidos en la antología. Hay también un desleírse de la propia identidad que, sabedora de su próxima consunción en cenizas, se anticipa y difumina en bellísimos versos desolados: “Miré desde el balcón / y en el balcón no había nadie.” (“La espera”, p. 108) Ese desdoblamiento lleva al poeta hasta observarse muerto y, en nuevos ejercicios ignacianos (Brines estudió con los Jesuitas en Valencia, y esa experiencia le ha marcado a fuego), asistir a la futilidad de todo funeral en el poema “Palabras para una despedida” (p. 113). Por eso también se insiste en la querencia del presente (“Elca y Montgó”, p. 109): el único tiempo verbal que nos es dado vivir, y el símbolo más puro de la fugacidad.

            El desdoblamiento del “yo” poético persiste aún en Insistencias en Luzbel (1977), el libro más enjuto y conceptual de todos los suyos, de máxima pureza, para estallar en figuras fantasmales y evocar los terrores infantiles. Pero desaparece tras el reencuentro consigo mismo que supone El otoño de las rosas (1986). Ahora, una serenidad augusta se yergue sobre la angustia metafísica, y el poeta Brines aprende a reconciliarse consigo mismo. El retiro de Elca, en su Oliva natal, cobra aquí un definitivo protagonismo, como si el hombre dividido de los dos libros anteriores hubiera logrado al fin reconocer su imagen reflejada en el espejo, hallar su centro y habitarlo conforme. Su último libro hasta la fecha, La última costa (1995), es un definitivo reencuentro con la identidad perdida o disgregada: una recuperación de la propia infancia como cifra de la existencia toda; un cerrarse el círculo que abrieron Las brasas. El poeta, reconciliado, percibe la totalidad mediante sinestesias: “Han tocado mis ojos el esplendor del mundo” (p. 169). La aceptación es un hecho, y la comunión con la condición humana, así como el reencuentro con un pasado personal que vuelve a ser fértil, confieren a estos poemas últimos un inequívoco aroma, paradójico y vívido, de eternidad: hay un poeta en pie, que ha comprendido.

 

 

 

 

Francisco Brines, Todos los rostros del pasado, Madrid, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2007.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Pérez Leal

Dos poemas

8 de abril de 2014 08:41:33 CEST

 

 

The World at Night (1940)

 

Neón del alma, qué sordid hotel anuncias

en la noche de este París dolorido,

calle del París del cuarenta, neón

del alma, hermano neón, qué inhumanidad

desvela tu luz lívida tan sin rumbo,

este terrible París último, ámbito

de los placeres de la estirpe más turbia,

caros restaurantes del mercado negro,

tangos idos, lupanares verdigrís,

cines sólo para el soldado alemán,

luego las mañanas azules de antaño,

desierto iluminado, infame desierto

del alma mía, ya pianista y poeta

murieron, Hotel de París ya sin alma,

escuchando lluvia andina sobre el zinc.

 

 

 

Un domingo en el Marne (1953)

 

La vida es bella en el río, en la pantalla

fluyen serenas las aguas a ambos lados

de la barcaza, el color de las guinguettes,

tan demóticos paraísos entre ramas,

espacios de baile y vino blanco frío

rumbo a los cuales navega la mirada

en esta segunda posguerra del siglo,

parece mentira que Marne sea también

el nombre de una batalla, tan cercana

en el tiempo, navegando, los taxis

del Marne en la primavera de las guerras,

hoy en el irse de este río retornan

el piano de Poulenc, los cuadros, los trenes

en la memoria, por siempre la banlieue

color cereza, la vida es bella en el río.

 

                                                    

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Bonet

Artículos 411 a 415 de 601 en total

|

por página
Configurar sentido descendente